Sobre la relación de exclusión entre psicoanálisis y
psicoterapia
Ignacio Neffen
En ocasiones se afirma que el psicoanálisis es una práctica que,
ensimismada y fascinada con sus propios axiomas conceptuales, llega
a autoexcluirse del campo de las psicoterapias bajo el pretexto de
una condición jerárquica que así justificaría dicho salto cualitativo. Si
se excluye, antes que una posición elitista o infatuada, será por
razones que pueden formalizarse en función de una clínica que
encuentra sus fundamentos en una ética sin par y por tanto imposible
de reabsorber en otras éticas. Se resume así entonces el propósito
del presente ensayo y al mismo tiempo se circunscribe el elemento
sobre el cual descansa la oposición diferencial entre psicoterapia y
psicoanálisis. Se imponen ya al comienzo dos aclaraciones como
necesarias. En primer lugar, precisar las diferencias entre dos formas
de práctica clínica no es igual a proferir un juicio de valor, por más
que la inercia de sentido tienda ordenar las ideas que se le presentan
al pensamiento según escalas de grado. En segundo lugar, el
psicoanálisis en tanto conjunto es heterogéneo (desde distintos
auotes) y alberga al mismo tiempo corrientes que, en su modo de
concebir la dirección de la cura, se incluyen sin reparos entre las
psicoterapias. La orientación lacaniana es una excepción (reformula
explicaciones a partir de Freud) antes que la regla dentro del
movimiento psicoanalítico. La ética que se extrae de la enseñanza de
Lacan, aunque se autorice en un “retorno a Freud”, paradójicamente
al intentar retornar a las fuentes instituye, no una radicalización de
los principios freudianos, sino un más allá. Sería entonces un exceso
negar la categoría de psicoanálisis a aquellas psicoterapias antes
evocadas, más aún cuando en algunos casos encuentran sus bases
en las vacilaciones freudianas sobre la dirección de la cura y el fin de
análisis.
Por tanto, la diferenciación que aquí se formula atañe
específicamente al psicoanálisis lacaniano en su distancia con las
llamadas psicoterapias, se incluyan o no en el campo psicoanalítico.
Nuestra función no es aquella que se espera de la autoridad del
soberano que dictamina si un elemento pertenece o no al conjunto en
cuestión. Se trata aquí de un propósito más modesto, a saber,
argumentar – en el sentido lógico del término - que existe una forma
de psicoanálisis que no se confunde con las psicoterapias.
Ahora bien, psicoterapia tampoco es un término homogéneo y
por ello reclama mayor exactitud en su significación al menos en los
límites de este dominio discursivo. Entre una multiplicidad de
definiciones se escoge la siguiente y no por azar, en la medida en que
ofrece puntos de apoyo para una dinámica diferencial: “Psicoterapia
es aquel procedimiento que pretende resolver el conflicto
intrapsíquico a través de la relación interpresonal entre la persona
que lo sufre y un experto en este tipo de ayuda”.
Es una definición que el sentido común no dudaría en calificar
de correcta y en esencia lo es. A pesar de su aparente simpleza, al
descomponer la cita en fragmentos se revelan una serie de axiomas,
implícitos o no, según el criterio del lector. Extraemos al menos tres
ejes fundamentales: 1) El qué (propósito del dispositivo), a saber,
resolver el conflicto intrapsíquico, 2) El cómo (método y técnica), a
través de la relación interpersonal, 3) El quiénes (los sujetos de la
experiencia y sus respectivas posiciones asimétricas), es decir, la
persona que sufre y el experto que ayuda.
Sobre el qué, fin o meta del proceso terapéutico en sí, se lee:
“procedimiento que pretende resolver el conflicto intrapsíquico”. Si
bien la alusión al “conflicto intrapsíquico” y la “relación interpersonal”
– léase vínculo transferencial- marcan su filiación con las doctrinas
freudianas, es en su dimensión ética donde las diferencias no tardan
en presentarse. Desde esta orientación clínica es el procedimiento el
que “pretende” y aspira a resolver el susodicho conflicto. Así, se
privilegia un movimiento que se inicia en una pretensión que
concierne al terapeuta y no en cambio a partir de un deseo de
análisis –que puede o no estar allí en el inicio- a cuenta de quien
ocupa la posición de analizante, si acaso el análisis prosigue lo
suficiente y bajo ciertas vías específicas. El psicoanálisis lacaniano
sostiene como axioma de base una noción de sujeto activo, de allí
aquella operación que llevó a Lacan a permutar el término analizado –
posición pasiva de ser analizado por el analista- por analizante,
entendido como trabajador privilegiado en la experiencia analítica. Si
aquí, en virtud de la definición de psicoterapia antes evocada,
procedimiento designa el quehacer del terapeuta, el horizonte de su
acción, entonces el deseo del analista se degrada en una ética de las
buenas intenciones que toma a su cuenta una responsabilidad que lo
excede. El terapeuta puede pretender “resolver el conflicto
intrapsíquico”, solo que lo esencial del asunto no depende de él por
más empeño que atribuya a su tarea. El motor de la apuesta analítica
está en otro lado. Se trata de ubicar en el espacio de las entrevistas
preliminares si un sujeto llega a demandar o no la construcción de un
saber sobre la causa de su síntoma. No se puede desear por él, sino
al precio de un forzamiento que destituye su dignidad de sujeto bajo
una política de disimetría tutelar: “sé lo que es bueno para ti”. La
ética analítica parte de un punto de ignorancia en tanto no se sabe
cuál es el bien del sujeto y, si acaso llegase a tenerse alguna pista en
su singularidad tras un recorrido sin atajos, tampoco es seguro que el
sujeto lo quiera para sí, ni que lo demande realmente. He aquí el más
allá del principio de placer freudiano, tan difícil de asir en la lógica
clínica de las psicoterapias, incluso más que la noción de
inconsciente, más sencilla de neutralizar tal como lo demuestra el
contexto norteamericano. Según la teoría de los discursos de Jacques
Lacan el objeto a ocupa el lugar del agente y por tanto comanda el
discurso analítico escritura que suele referirse más tarde a la posición
del analista como semblante de objeto. Es una forma de decir que el
analista no está allí a título personal y que la única pretensión que se
le puede atribuir es la de provocar una elaboración de saber si acaso
se cuenta con el consenso de quien llega a la consulta. Caso
contrario, el deseo del analista –deseo de analizar antes que curar,
educar o gobernar- es obturado bajo la inercia ciega del furor sanandi
y sus ideales de salud mental para todos.
Otra diferencia entre psicoterapia y psicoanálisis habita en la
noción de síntoma. Resolver el conflicto intrapsíquico es detenerse en
una concepción en una concepción médica del síntoma como
malestar y sufrimiento, dejando de lado su dimensión de satisfacción
sustitutiva (goce en términos lacanianos) o sencillamente su carácter
de arreglo en la existencia. Por regla, antes de intervenir en la
consistencia de un síntoma, se precisa de un tiempo –ni mucho ni
poco, sino el necesario- para elucidar qué función cumple dicho
síntoma en la economía subjetiva. Incluso, en ciertas coyunturas no
del todo frecuentes y en función de una conjetura siempre hipotética,
el analista puede abstenerse de intervenir si considera que el síntoma
se impone como recurso más allá de si dimensión de sufrimiento.
Paradójicamente, su abstención es también un modo de intervención
supeditado a un criterio clínico, aunque difícil de advertir por quienes
exigen eficacia terapéutica según los ideales de las burocracias
sanitarias y sus estrategias de mercadotecnia.
Así, la idea de resolver un conflicto intrapsíquico ya al inicio resulta
imprudente, en tanto se elide el tiempo necesario para comprender,
precipitándose al momento de concluir sin más orientación que el
instante de ver. Tomemos, por ejemplo, un fragmento clínico extraído
de los grandes historiales freudianos, específicamente el célebre caso
del pequeño Hans (Freud, 1909). Ser mordido por un caballo deviene
el axioma central de la fobia que organiza el mundo del niño en aquel
entonces. En la lectura posterior del caso Lacan afirma que allí la
fobia suple y metaforiza la carencia de la función paterna. En tanto
invención singular, la fobia es un arreglo subjetivo que permite
enmarcar la angustia y circunscribir su irrupción a la
presencia/ausencia del objeto caballo. En otro orden de las cosas, las
psicoterapias buscan erradicar el síntoma fóbico, entendido como un
trastorno de ansiedad caracterizado por un miedo intenso,
desproporcionado e irracional. En lo que atañe a las vías de formación
del síntoma, tempranamente Sigmund Freud destacó los mecanismos
de condensación y desplazamiento que desfiguran su sentido
inconsciente o, lo que es lo mismo, su condición de mensaje cifrado al
Otro según el sintagma lacaniano. Por tanto, es el tiempo lógico del
análisis el que puede restituirle a la fobia su racionalidad intrínseca y
la proporción que habita en su causa. En su reverso, en aquella
fascinación benthamiana por la eficiencia de recursos respecto de
una meta pragmática, tiempo atrás un docente universitario se
jactaba de hacer desaparecer una aracnofobia en el lapso de una
primera y única sesión psicoterapéutica.
Es usual que en los procedimientos psicoterapéuticos se indique
al paciente los resultados y beneficios de la terapia si acaso procura
seguir y cumplir las pautas y protocolos. El psicoanálisis, en cambio,
no promete nada, es una invitación y una apuesta sin garantías cada
vez. En su tiempo Lacan relativizó aquella inmediatez de la relación
de causa y efecto cuando afirmó que la cura en psicoanálisis es por
añadidura, es decir, un efecto secundario del proceso analítico y no
un fin en sí mismo. Dicho en otros términos, si el resto de la
experiencia analítica es un saldo de saber sobre la causa del síntoma,
luego se trata del uso que el mismo sujeto pueda hacer de dicho
saber. Así antes que resolver el conflicto intrapsíquico, lo único que
ofrece un análisis es un saber que, potencialmente, puede contribuir
a la construcción de arreglos menos suficientes en la existencia.
Puede resumirse en un breve oxímoron: ser más libre sabiendo a qué
se está atado.
En lo que atañe al cómo, es decir, el método, en la definición de
psicoterapia de Coderch se especifica “a través de la relación
interpersonal”. En el afán de ampliar sus horizontes toda definición
consiente al uso de fórmulas generales, quizá por ello el autor utiliza
el sintagma “relación interpersonal” en lugar del tecnicismo lazo
transferencial más adecuado a su fin. En “Sobre la dinámica de la
transferencia” (1912) Freud introduce precisiones valiosas sobre el
doble estatuto de la transferencia como resistencia y al mismo tiempo
como la “más poderosa palanca del éxito” (99). Si califica como
resistencia es gracias a su dimensión imaginaria, campo siempre fértil
para las pasiones y ambivalencias que, cuando alcanzan a embrollar
la dirección de la cura, pueden precipitar la súbita interrupción del
análisis. En el mismo ensayo afirma que las mayores dificultades
provienen del manejo de la transferencia y no así la interpretación de
las ocurrencias del paciente. Si califica también como “palanca del
éxito” es porque los fenómenos de la transferencia “nos brindan el
inapreciable servicio de volver actuales y manifiestas las mociones de
amor escondidas y olvidadas de los pacientes”. Dicho en otras
palabras, en la relación transferencial el analizante actualiza sobre la
figura del analista los “complejos inconscientes”, aquellas fantasías
edípicas que el trabajo de análisis reduce hasta alcanzar el axioma
del fantasma fundamental. En la definición de psicoterapia analítica
que ofrece Coderch el conflicto intrapsíquico aspira a resolverse “a
través de la relación interpersonal”. Sin embargo, el resorte
estructural del análisis no se reduce al hecho de señalarle al
analizante que aquí o allá repite sus embrollos edípicos sobre la figura
del analista. Se suele reparar en la dimensión imaginaria (las
pasiones del ser) o el carácter repetitivo de la transferencia, no
obstante, aquello que interesa es que en dicho modo de lazo inédito
no se disuelva la vinculación con un saber a producir. Si, en efecto, el
síntoma es un hecho de creencia, entonces la función del analista es
crear las condiciones para el malestar que irrumpe devenga
pregunta. La indicación lacaniana que reserva al analista la posición
de semblante de objeto busca destituir de la escena analítica la
relación interpersonal –el entre personas, el yo y el semejante- y
privilegia la dimensión simbólica de la transferencia. En términos
millerianos la transferencia es “solamente lo transcripto como una
relación epistémica” (Miller, J.A. 1991). Lejos de negar o minimizar los
fenómenos imaginarios de la transferencia, se trata de no orientar la
dirección de la cura a partir de ellos. En pocas palabras, la “relación
interpersonal” no es el medio del análisis, sino la relación con el
saber.
Desde un punto de vista clínico, quizá dos breves viñetas
permitan evocar la lógica que aquí describimos. Una mujer de edad
madura refiere que tiempo atrás su padre comprometió la empresa
familiar tras una serie de malas decisiones que permanecieron
ocultas hasta que finalmente estalló la crisis. Durante el lapso de las
entrevistas preliminares relata una y otra vez los esfuerzos y
sacrificios que realizó durante su adolescencia para evitar el colapso
financiero y emocional de la familia. Desde entonces en su fantasma
se posicionó como “auditora” de aquel padre mentiroso, empeñada
en no ser tomada por sorpresa una segunda vez. Otro saldo
sintomático de aquella coyuntura se manifiesta en el campo amoroso,
donde sus elecciones de objeto recaen sobre hombres desprolijos en
la administración del dinero que también ocultan o desfiguran
información. Como puede inferirse, cada nueva relación sentimental
resulta propicia para ejercitar su función de auditora a pesar de las
quejas y el agotamiento físico y mental. Gracias a un hecho
contingente llega a saber que el analista ya no trabajará a través de
obras sociales. Irrumpe entonces visiblemente enojada en la sesión
siguiente exigiendo en forma imperativa que su analista sea honesto
y diga la verdad sobre la modalidad de pago de las sesiones. Si el
analista se posiciona desde su yo –la relación interpersonal- y
escucha los dichos en su literalidad, entonces puede comenzar a dar
explicaciones para apaciguar al semejante que lo inquiere. Por
ejemplo: “Todo se ha tratado de un malentendido. Si no fue notificada
en tiempo y forma es porque continuaré trabajando a través de su
obra social y por tanto la continuidad de sus sesiones están
garantizadas”. Sin embargo, ante la efervescencia del exceso que
acompaña su enojo, la intervención del analista se resumen en una
frase breve pero enérgica: “¡Los hombres me mienten!”. En esencia
la intervención busca descentrar el discurso del sujeto y reconducirlo
a las coordenadas del síntoma en juego, degradando al nivel de lo
anecdótico la causa actual del enojo y mostrando en acto la lógica del
fantasma que presta su guion al síntoma. Es una forma entre otras de
correr al analista de la escena, al descompletar su presencia hasta no
ser más que un simple eslabón en una serie que lo antecede -los
hombres que mienten con el dinero-, y al mismo tiempo se reenvía al
sujeto hacia el saber que habita en su propio discurso, su saber no
sabido. Si bien la frase los hombres me mienten no fue pronunciada
efectivamente por la analizante, es una interpretación que condensa
el decir que se extrae de sus dichos, es la fórmula irreductible en la
que desemboca el recorrido del análisis. Tras la intervención la
tensión de la escena cae abruptamente según un desplazamiento
cuyo vector va desde de lo imaginario a lo simbólico. ¿Acaso la
interpretación del analista no es una invitación –que como tal puede
aceptarse o no- a deponer por un instante la contienda que el sujeto
mantiene con su Otro mentiroso para dar lugar a otra cosa que su
costosa repetición?
Por otro lado, en un espacio grupal de transmisión de la práctica
clínica se evoca el caso de un joven clasificado como depresivo.
Según se específica, en el lapso de una entrevista profiere un dicho
que delimita el lugar desde el cual habita la escena del mundo: “Soy
una mierda”. Quién ocupa la posición de terapeuta responde a su
turno: “Ud. No es una mierda porque la mierda no habla”. Cuando la
escucha no logra emanciparse de la literalidad de los enunciados,
entonces la intervención del terapeuta toma la forma de una
contraargumentación. Cual sofista, se apresura en persuadir al
paciente de sus propias creencias bajo el argumento de una
inconsistencia lógica. Se asiste a un intercambio entre el yo y su
semejante –relación interpersonal supeditada al registro imaginario-
que clausura la apertura del inconsciente al obturar la posibilidad de
asociación libre (deslizamiento significante). Si la vía epistémica del
análisis logra prevalecer, ¿acaso no es más auspicioso preguntarse
porqué, entre las infinitas formas de hacerse representar en el campo
del Otro, el sujeto se identifica al significante mierda y no a otro? Si el
analista puede abstenerse de intentar rectificar un supuesto
problema de comprensión del sujeto (reeducación), si puede privarse
de ofrecerle un significante alternativo –más afortunado según un
criterio siempre arbitrario-, entonces podrá avocarse a la construcción
de un saber sobre las marcas de una historia y las respuestas
singulares que el sujeto fue capaz de inventar. En un sentido fáctico
es cierto que las heces no hablan. No obstante, cuando el excremento
es capturado en la función significante, cuando deviene aquello que
representa parcialmente a un sujeto, entonces la apuesta es hacer
hablar a quien se posiciona como un desecho. Sólo así podrá dirimirse
si el sujeto puede y quiere prescindir de su identificación. Nada
habilita, salvo la innovación abusiva de un sentido llamado común, a
asumir ipso facto que el bien del sujeto ha de hallarse en la
desidentificación. Si el significante mierda perdura en tanto arreglo
subjetivo, entonces es preciso suponer que cumple una función. El
análisis es así una invitación a descifrar la lógica que sostiene
silenciosamente dicha identificación, es decir, ese lugar desde el cual
el sujeto se relaciona con su versión del Otro. Por ejemplo, en un
trayecto de análisis otro sujeto llegó a saber que, identificándose de
modo inconsciente al lugar del “enfermo de la familia”, pretendía
despertar la compasión de otro amenazante. Así se protegía al precio
de una inhibición en sus proyectos de vida.
Respecto del quiénes, los sujetos implicados en la experiencia,
en la definición de psicoterapia que propone Coderch se lee: “la
persona que lo sufre y un experto en este tipo de ayuda”. He aquí
entonces dos posiciones al interior del dispositivo analítico, uno que
sufre y otro cuya experticia le permite ayudar al primero. El
analizante es reducido a su condición de sufriente, predicado que
orienta la dirección de la cura hacia la resolución del conflicto
psíquico. La condición de satisfacción sustitutiva del síntoma escapa a
los principios de la psicoterapia, incluso los contradice radicalmente.
Diferentes autores coinciden en señalar que el concepto lacaniano de
goce, heredero directo del más allá del principio de placer freudiano,
es a fin de cuentas la frontera que separa la psicoterapia del
psicoanálisis.
Otro aspecto a destacar aquí es el estatuto del analista en tanto
experto. Como en otras disciplinas –es un movimiento de época- la
psicología tiende hacia la hiperespecialización. La división infinita de
especialidades en la práctica clínica hace existir y legitima la figura
del experto, como aquel que sabe mucho de poco. Así, por ejemplo,
un experto en trastornos de alimentación resulta la opción esperable
ante un caso de anorexia nerviosa. Sin embargo, aunque un síntoma
puede ser similar en su apariencia, lo que interesa a la escucha
analítica es su modo de funcionamiento en la economía subjetiva. No
es lo mismo que un sujeto se imponga un ayuno voluntario como un
modo inconsciente de protesta ante una familia que, según cree, es
poco afectiva y solo se reúne a “engullir alimentos” (los embrollos de
la demanda neurótica), que la inanición angustiante ante la sospecha
de envenenamiento por parte de un vecino (la iniciativa del Otro
como atribución subjetiva hostil en la interpretación delirante). Desde
un punto de vista puramente fenomenológico, el síntoma es el
mismo, la anorexia, pero su causa y dinamismo es radicalmente
diferente. En este contexto y en consideración de la intervención del
analista, el diagnóstico de estructura clínica – el discernimiento de un
modo de funcionamiento neurótico o psicótico –es más importante
que cualquier experticia en trastornos de la alimentación en sí.
Al mismo tiempo, en la definición de psicoterapia psicoanalítica
que antecede, se asume que el psicoanálisis es un “tipo de ayuda”.
Desde la orientación lacaniana y la ética que le es inherente, ayudar
deviene un ideal problemático en la dirección de la cura. Es conocida
la referencia de Lacan en sus Escritos: “El analista que quiere el bien
del sujeto repite más aberrante educación no ha tenido nunca otro
motivo que el bien del sujeto”. Desde esta perspectiva, el analista
que desea el bien del sujeto no hace más que imponer sus propios
ideales, por cierto, prescindibles a los fines del análisis. Puede incurrir
así en el “ejercicio de un poder” cuando no advierte aquella
impostura que lo lleva a desear para el sujeto más de lo que éste
desea para sí mismo.
Entonces, a partir del análisis de la definición de psicoterapia de
Coderch según tres ejes esenciales –qué, cómo y quiénes-, podemos
arribar a otra definición de carácter negativo o diferencial. Entre una
multiplicidad de fórmulas y modulaciones posibles, proponemos una
definición del psicoanálisis de orientación lacaniana: es una
experiencia que invita a la elaboración de un saber a propósito de la
causa del malestar, entre un sujeto que llega a demandarlo, un
analizante, y quien se presta a provocar y facilitar dicha elaboración
de saber, es decir, quien ocupa la posición de analista. Esta segunda
definición no se sostiene por sí sola, sino como reverso de la primera.
Como definición, intenta alejarse de las reminiscencias del dispositivo
médico (cura/enfermedad) y por ello se apoya demasiado en la
vertiente epistémica del análisis en detrimento de otras no menos
importante. Sin embargo, su propósito esencial, su potencia y su
límite, es servir como argumento de la afirmación que abre el
presente ensayo, a saber, existe al menos una forma de psicoanálisis
que no se confunde con las psicoterapias.