Licenciatura en Teología
7. TEXTOS SELECTOS DE MATEO
7.1 PARÁBOLAS DEL REINO
El tema central de las parábolas de Jesús, es el misterio del Reino; en ellas nos habla de
su venida y actualidad, de sus frutos y exigencias, de su gratuidad y sus reclamos, de su
acogida o rechazo por parte de los hombres. A través de las parábolas, percibimos incluso
cómo Jesús comprendió y vivió su propia misión al servicio del Reino.
Ciertamente Jesús no habló del Reino sólo en parábolas; también lo hizo a través de dichos
y apotegmas, donde habla en sentido propio del Reino. Pero no cabe duda de que las
parábolas fueron para Él un recurso insustituible para transmitir al pueblo sencillo y
sediento de Dios, el mensaje de ese encuentro entre la miseria y la Misericordia, entre la sed
y el Agua Viva, entre el hambre y el Pan de Vida, entre la falacia y la Verdad, entre los
oprimidos y el Liberador, entre lo divino y lo humano, todo lo cual constituye el reinado de
Dios. Cada parábola, a su manera, ilustra el gran acontecimiento del Reino.
Triste tarea la de quienes reducen las parábolas a sólo discursos parenéticos, haciendo
únicamente interpretaciones moralistas. Jesús no es un «moralista», sino un interrogante
radical y decisivo. Sus parábolas no son ante todo «cuentos morales», sino «parábolas de
revelación» en las que Él inaugura una nueva interpretación de la historia, del tiempo, de la
vida del hombre y de su relación con lo divino.
El reduccionismo moralizante, es decir, cuando deducimos de las parábolas (e incluso de
todo el Evangelio), sólo lecciones de moral, de lo que debemos y no debemos hacer, acaba
por empobrecer el sentido de las parábolas (y de todo el Evangelio); la concreción y
sencillez de sus imágenes y de su lenguaje, no obsta para que posean una inagotable riqueza
simbólica y espiritual, capaz de cuestionar a los hombres de todos los tiempos, de todas las
culturas, de todas las clases sociales; su vigencia les permite iluminar las nuevas
circunstancias que van caracterizando cada época, presentando nuevas perspectivas del
Reino, nuevos modos de implementarlo, dando nuevas respuestas ante los nuevos
interrogantes del hombre. Se podría decir que las parábolas no tienen fecha de caducidad.
Incluso en el carácter un tanto enigmático de algunas parábolas, Jesús no pretende ocultar,
sino revelar algún aspecto del Reino, cuya profundidad no es compatible con la
superficialidad del oyente / lector que se limita a escuchar las parábolas como quien
escucha un cuento. Por supuesto, la asistencia del Espíritu Santo es indispensable para
comprender las parábolas, aún las más sencillas, cuánto más las enigmáticas.
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Mt 13 tiene siete parábolas que muestran el dinamismo del Reino de Dios; explican que
el Reino de Dios ya está entre nosotros y que requiere nuestra acción:
El sembrador (Mt 13, 1-23). Jesús sembró las semillas del Reino de Dios hace dos mil
años: ¿qué frutos han dado? ¿Qué tipo de tierra eres para acoger su buena nueva?
El trigo y la cizaña (vv 24 - 30). Jesús quiere que quienes hacen el bien convivan con
quienes hacen el mal. ¿Por qué no quiere que se margine a quien hace el mal hasta el
día del juicio final?
El grano de mostaza (vv. 31 - 32). El Reino de Dios nace de una semilla pequeñita,
pero con una gran capacidad de crecer, dar vida y acoger a otros. ¿Aumenta en ti la
capacidad de extender el Reino, al tiempo que ese Reino crece en tu corazón?
La levadura en la masa (v 33). La levadura transforma harina y agua, en pan. ¿Cómo
puedes ayudar para que en tu ambiente haya más amor, justicia y paz?
El tesoro y la perla (vv 44 - 45). Si el Reino es un tesoro y una perla valiosa, ¿qué te
animas a dar por él: tu egoísmo, pereza, rencores…?
La red (vv. 47 - 49). Jesús llama a todos a vivir el Reino de Dios, pero al final sólo se
queda con quienes lo hicieron presente. Si llegara pronto tu juicio final, ¿serías de los
peces que se quedan en la red? Mt 13, 1-52.
7.2 ALGUNAS PARÁBOLAS
Parábola de la cizaña. Mt 13,24-30
En los campos del mundo no solo hay tierras
infecundas, hay también simientes podridas o
venenosas. Se dibuja en esta parábola el drama del
mal y la estrategia de Dios ante él. Es directamente
Dios quien ha sembrado el bien en el mundo. Pero Dios
ha entrado en el juego de la libertad y permite que
actúen unas fuerzas que hacen peligrar su misma
divina cosecha. ¿Qué actitud adoptar ante este drama? El centro de la parábola está
precisamente en el contraste entre la reacción de los criados y la del amo. En un primer
momento los criados dudan del sembrador: ¿no habrá sembrado simiente de segunda calidad?
¿No se habrá olvidado de limpiarla y habrá sembrado cizaña además del trigo? En su reacción
está reflejada la tan común postura ante el dolor del mundo. ¿Por qué hay guerras, por qué
muertes y dolor? ¿No dicen que Dios es bueno? El hombre ‒incapaz de descubrir que es su
pecado la fuente de esa cizaña‒ encuentra más sencillo levantar colérico los ojos y la mano
contra el cielo. El amo de la parábola reacciona enérgicamente: no es suya esa cizaña, él solo
siembra bien.
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El tesoro escondido y el mercader de perlas. Mt 13,44
¿Cuál debe ser la postura del hombre que descubre el Reino? La
primera de estas dos parábolas habla de un campesino que
encuentra un tesoro en un campo. Se trata, sin duda, de un pobre
jornalero que, trabajando en un campo ajeno, resulta que su azada
tropieza con un tesoro. El campesino se llena de una gran
alegría, vende todo lo que tiene y va y compra el campo.
Gemela es la reacción del mercader de perlas de la segunda parábola. En éste, el hallazgo no
es casual. Vive dedicado a esa búsqueda. Nuestro mercader encuentra una de estas perlas
maravillosas que tanto ha buscado. A su luz palidecen todas cuantas hasta el momento ha
conocido. Corre entonces, vende todo cuanto tiene y la compra lleno de alegría.
Generalmente se ha puesto el acento en el desprendimiento de todo lo que poseen por
adquirir el bien encontrado, pero lo maravilloso no es la audacia del total abandono,
sino la alegría de quienes saben que, haciéndolo, han conseguido el mayor de los tesoros.
Los obreros de la última hora. Mt 20,1-16
La primera parábola de esta serie nos
traslada al triste mundo de los obreros
eventuales. Escenas como ésta se ven día tras
día en todos los países subdesarrollados.
Casi al alba, los hombres sin trabajo acuden
a la plaza, buscan un rincón con un poco de
sombra y esperan a ser contratados. Los
mayorales pasan con ojos inquisidores ante
la hambrienta fila. Mientras golpean sus
botas de cuero con una varita de mimbre,
miden los lomos de los hombres como si de
caballos se tratase. «Tú, tú y tú, ¿quieren
venir a mi viña?» Eligen a los más jóvenes y fuertes, que apenas si preguntan el sueldo o lo
hacen por pura rutina, porque aceptarán lo que les den.
A media mañana la fila ha disminuido notablemente; quedan los más viejos o los más
inhábiles. Un segundo mayoral hace una segunda criba y se lleva otros cuantos a trabajar a
la viña del señor de la parábola. Cuando la tarde comienza a declinar –queda ya una sola hora
de sol– es el propio amo quien cruza por la plaza y encuentra, cansados de esperar
inútilmente, a los últimos jornaleros aburridos. «¿Qué hacen aquí sin trabajar?» pregunta con
voz en la que no se oculta la dureza. «¡Qué más hubiéramos querido nosotros que trabajar!»,
responden ellos con una punta de rabia en las palabras. «¡Nadie nos ha contratado!». La voz
del amo cambia ahora: «Vayan también ustedes a mi viña». Esta vez ni se habla de salario.
Los obreros saben que por una hora no podrán pagarles el salario entero, pero algo ganarán.
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Una hora más tarde, por orden del amo, el mayordomo comienza a pagar el salario a los
trabajadores. Y lo hace comenzando por los últimos. Estos no pueden creer a sus ojos cuando
ven brillar en sus manos una moneda de plata. Y la noticia corre como un relámpago por la
fila de los que esperan. «Si a estos les han pagado, por solo una hora, un denario completo, a
ellos les tocará el doble, o quizá el triple» piensan, sin atreverse a formularlo en voz alta.
Pero el mayordomo sigue pagando la misma cantidad a todos.
Y ahora sí, estallan las quejas, casi la sublevación. ¿Qué injusticia es esta? ¡Se está
pagando lo mismo a quienes apenas trabajaron una hora, que a quienes soportaron el peso
del día y el calor! La respuesta del amo es ahora ilógicamente lógica: «¿Por qué hablan de
injusticia? ¿No los contrataron a ustedes por un denario? ¿Qué les importa si yo quiero pagar
lo mismo a los demás? ¿Acaso no soy dueño de lo mío?» No les duele lo que les han pagado
a ellos de menos, sino lo que se pagó de más a esos que ellos califican como holgazanes.
La parábola significa que Dios no mide el trabajo realizado, sino la decisión de ir a
hacerlo. Dice que este Amo mide el premio mucho más por el amor que Él siente hacia
los trabajadores que por el fruto que éstos hayan conseguido. Dice que quienes creen
haber producido tantas obras de justicia que han conseguido convertir a Dios en su deudor,
se equivocan. Dice que Él es quien da el valor a la obra humana y siempre la medirá por la
entrega del corazón y no por el sudor de las manos.
Las diez vírgenes. Mt 25,1-13
De las diez compañeras de la novia, dice la parábola,
cinco eran prudentes y cinco atolondradas. Las cinco
que eran prudentes se preocupaban, sí, de su adorno,
pero también de tener encendida la lámpara del
corazón. Otras cinco estaban tan afanadas en
peinarse, arreglarse, enjoyarse, que no dedicaron ni
un minuto a pensar que la noche podía ser larga, que
sus lámparas no eran muy grandes, y que podían
necesitar una segunda reserva de aceite.
¿Tienes tu corazón encendido?
Y, de pronto, en la noche se oyó un grito: ¡Ya viene el esposo! ¡Salgan a su encuentro! Las
diez muchachas despertaron asustadas. Retocaron sus peinados y estiraron sus vestidos. Fue
entonces cuando se dieron cuenta de que sus lámparas oscilaban, escasas ya de aceite. Las
cinco previsoras encontraron fácil solución: tomaron sus recipientes de reserva y recargaron
sus lámparas. Pero las cinco atolondradas se aterraron ahora al encontrarse sin aceite. Y
regresa de nuevo la paradoja: la parábola parece elogiar a las «egoístas». Cuando las
imprudentes pidieron aceite a las prudentes, estas respondieron: No, no vaya a faltarnos a
nosotras y a ustedes. Vayan a los que lo venden y compren lo que les haga falta.
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Si un progresista hubiera formado parte del grupo de los que escuchaban a Jesús, habría
interrumpido airado esta parábola diciendo: «Debieron repartir su aceite, aun a riesgo de
quedarse todas sin él. En realidad, eran estas tacañas‒prudentes las que merecían el castigo».
La objeción sería válida si el aceite del alma pudiera prestarse. No se trataba allí de
prestarse bienes materiales (aceite), sino de tener o no encendido el corazón. Y nadie
puede encender el corazón de quien no lo enciende él mismo. Nadie se salva con el alma
del vecino.
Por eso el esposo no reconoció a quienes tenían muerto el corazón, a quienes, cansados de
esperarle, le habían olvidado plenamente.
7.3 ALGUNOS MILAGROS
Cura a un leproso. Mt 8,1-4
El sonido de los cencerros con los que se anunciaban los
leprosos hacía temblar a los judíos. Había quienes corrían
con sólo oírlo, y todos aceleraban el paso. Temían ver
aparecer, de un momento a otro, aquellas piltrafas de
hombres que llamaban leprosos. Porque no era sólo el
horror físico, era todo lo que aquella piel podrida,
cayéndose a trozos, simbolizaba. Los judíos creían que
Dios mandaba esta enfermedad como un látigo para
castigar a ciertos pecadores y «golpe de látigo» quería
decir exactamente el nombre que los judíos daban a
la lepra: Tzara'at.
Quienes la padecían vivían, así, doblemente castigados:
por la enfermedad y por la sociedad. La lepra iba
comiendo sus carnes y la soledad su corazón. Eran
muertos vivientes que deambulaban cerca de los caminos, esperando que alguien venciera su
horror y les dejara algo de comida. No eran muchos estos decididos. Más frecuentes eran
quienes les arrojaban piedras para mantenerlos a distancia. Y ni siquiera podían aproximarse
a las fuentes y los ríos, pues se pensaba que los contaminaban con sólo lavarse el rostro en
ellos. Así vivían, si es que aquello era vivir.
Pero no estaban muertos. Alguno guardaba dentro del alma una esperanza. Habían oído
hablar de un mensajero que no se limitaba a pronunciar hermosas palabras: los enfermos se
ponían en pie sólo con que Él les tocase. Por eso este leproso, en contra de lo prescrito por
las leyes de exclusión, se plantó en medio del camino por el que Jesús venía y, de rodillas,
gritó, humilde y exigente al mismo tiempo: Si quieres puedes curarme. Entonces Jesús
transgredió Él mismo la ley: tendió la mano y ¡tocó al leproso! El gesto es demasiado
llamativo para que no nos sorprenda. Jesús no violaba jamás la ley por capricho; sólo lo
hacía movido por una honda razón teológica. La hay en este gesto. Jesús siente ante el pecado
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una repugnancia infinitamente más honda que todos sus compatriotas. Pero no se limita a
eso. Ante el pecado, para Jesús, no hay más postura que tomarlo sobre sus espaldas, hacerlo
suyo. Eso es lo que simboliza este gesto de tocar: hacer suyo, tomar sobre sí el peso de
la contaminación. No es sólo que la compasión le llevase a tocar a quien nadie tocaría.
Es que, en aquel contacto de carnes, hubo un cruce de destinos: Jesús tomaba sobre sí la
enfermedad y el pecado; el leproso recibía, a cambio, la salud y la gracia. Quiero, sé limpio,
dijo. Y, al decirlo, supo que Él había dado un paso más hacia la muerte.
Cura al paralítico de Cafarnaúm. Mt 9,1-8
La noticia de la presencia de Jesús en Cafarnaúm corre como
pólvora por la ciudad. Y la casa va, poco a poco, llenándose de
oyentes. Todos los rincones del cuarto donde habla están ya
ocupados. Abren la puerta y los últimos venidos se agolpan en
el patio frente a la casa. Es entonces cuando se acerca a la casa
un grupo de cuatro que traen a hombros, sobre su camilla, a un
joven paralítico. Intentan abrirse paso, pero la pequeña
multitud ante la puerta no se mueve. Discurren unos segundos
y se les ocurre la hermosa locura: si abren un boquete en el techo y descuelgan por él a su
amigo enfermo, Jesús se encontrará forzosamente ante él y se verá forzado a curarlo. Dicho
y hecho. Por la escalera exterior, que es común en las casas palestinas, subieron al terrado.
Como era corriente en muchas casas palestinas, sobre el entramado de las vigas de madera
había, quizá sólo una cubierta de cañas y ramaje con una leve capa de arcilla apisonada fácil
de remover (y que de hecho había que apisonar de nuevo cada vez que llovía). Quienes
estaban abajo oyeron, sin duda con inquietud, los ruidos en el techo. Vieron luego cómo se
abría la luz y cómo en el agujero aparecían cuatro rostros que retiraban tejas y ramas. Por un
momento creyeron que eran simplemente cuatro oyentes más, excepcionalmente curiosos.
Pero luego en el agujero apareció un gran bulto que al principio no identificaron. Algo bajaba
del techo sujeto con cuerdas; hubo quizá un momento de miedo ante los trozos de techo que
caían junto a aquello que atado, descendía. El grupo que rodeaba a Jesús se abrió y, cuando
estuvo a la altura de sus ojos, vieron todos sorprendidos que era un hombre lo que bajaba en
la camilla que descendían.
Quedó el cuerpo del hombre ante Jesús y nadie se atrevía a decir nada. ¿Hacía falta pedir
algo? ¿No decía ya suficientemente el gesto de los audaces, que ahora estaban medio
avergonzados, medio orgullosos de su atrevimiento? Pero no es el ingenio ni la osadía lo
que impresiona a Jesús, sino la tremenda fe que el gesto suponía. Se acerca al paralítico. Y,
entonces, dice él algo que es más desconcertante que la audacia del enfermo y los suyos.
Hijo, dice, tus pecados te son perdonados.
Ha perdonado sus pecados al enfermo, pero este sigue postrado en su camilla. ¿Sintió por
ello una profunda decepción? ¿Nació quizá en él un movimiento de rebeldía, un deseo de
gritar que él había venido para que sus piernas se moviesen y no por un fantasmagórico
perdón de los pecados? Pero en Jesús interesa mucho más el signo que el gesto. El brazo,
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la pierna o el ojo que se curan son siempre mucho más que eso. Y son importantes sólo en la
medida en que significan que algo ha cambiado también en el alma del curado. Un Cristo que
«arreglase» brazos o piernas, sería simplemente un curandero un poco mejor de lo normal.
La salvación que Jesús trae es mucho más radical y profunda. Es del pecado de lo que
viene a salvar. Efectivamente, para curar una enfermedad, sólo hace falta poder. Para
perdonar los pecados hace falta además una infinitud de amor. Jesús había logrado con su
desconcertante frase lo que realmente quería: mostrar que, en sus curaciones, iba más allá,
hasta el fondo profundo del pecado que, sumergido en el amor, desaparecía como tal pecado.
Al mismo tiempo, el hombre que fuera pecador resucitaba a una nueva vida. Para Él era
importante que nadie se quedase en la pura piel del milagro, olvidando que era a todas
las almas paralizadas por el pecado a quienes él venía a decir: Levántate y anda.
Cura a un ciego y luego a otros dos. Mt 9,27-31
Una tarde están dos ciegos en Cafarnaúm, que sin duda
han oído hablar mucho de Él; les han contado los
prodigios que hace, quizá le han oído predicar alguna
vez. Han hablado mucho entre sí y una tarde se deciden
a abordarle. Su única arma son los gritos: Ten piedad
de nosotros, hijo de David. Y le siguen hasta la casa en
la que entra Jesús. Les dice: ¿Creen que yo tengo poder
para hacer esto? pregunta Jesús, como si dudara de sí
mismo y precisara de la ayuda de la fe de ellos. Sí,
Señor, respondieron ellos, respetuosos. Y Jesús les
¿Tienes abiertos los ojos del
alma? ¿O estás ciego? tocó los ojos y los ojos se abrieron. Y ellos saltaron de
¿Aún no lo ves? júbilo y casi no tuvieron ni tiempo para escuchar cómo
les prohibía que contasen a nadie lo ocurrido. Ni por
un solo segundo pensaron hacerle caso.
En la curación del ciego de Betsaida, el pueblo natal de Pedro, se diría que Jesús realiza un
«milagro por etapas». Toma al ciego por la mano y le conduce fuera del pueblo, pone saliva
en sus ojos y le pregunta: ¿Ves algo? Y el ciego responde: Veo a los hombres como árboles
que caminan. Jesús entonces le impone las manos por segunda vez, le toca los ojos y el ciego
empieza a ver con claridad, incluso de lejos. ¿Qué sentido tiene ese milagro a plazos, ese
uso de la saliva, esa curación “progresiva”? Se puede dar a la escena un contenido
teológico: querría expresar el progresivo abrirse de los ojos de los discípulos que siguen a
Jesús. Jesús les habría sacado a ellos –y primero a Pedro de Betsaida– de la vida que vivían,
les habría conducido «fuera del pueblo» y allí habría comenzado a enseñarles. Pero ellos,
antes de la resurrección, no podían ver sino como quien contempla árboles que caminan. Sólo
la resurrección de Cristo les habría hecho ver y entender con claridad. Ciertamente la Iglesia
primitiva entendió esta curación como símbolo de la apertura de los ojos del alma.
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Cura a la hija de la cananea
Jesús estará ahora en la Galilea superior, en el territorio de
Tiro y Sidón. Cansado de ser perseguido por las multitudes,
Jesús deseaba un poco de paz y se retiró, tal vez a la casa
de algún amigo, porque quería que nadie se enterase. Pero
no pudo ocultarse (Mt 7,24). De pronto, se le metió en la
casa una mujer dando de gritos. Era una sirofenicia, de la
antigua raza cananea. Y suplicaba a Jesús la salud de una
hija suya.
Es esta la escena en que Jesús aparece más duro en todo
lo largo del evangelio. El, que otras veces corría a sanar
las heridas, esta vez ni siquiera contestó a la cananea. Pero
ella era mujer. Insistió. Insistió. Tanto, que los apóstoles
se conmovieron ante sus gritos o, al menos, ante la idea de
que alborotase toda la ciudad y no les dejara pasar
inadvertidos como deseaban. Jesús, sin volverse siquiera a
ella, respondió a los suyos con una frase enigmática: No he sido enviado sino a las ovejas
perdidas de la casa de Israel. Pero ella dio por no oída la respuesta, se plantó delante de
Jesús y no le dejaba andar. Socórreme, gritaba. Jesús ahora se dirigió a ella por primera vez,
pero sus palabras fueron aún más duras: No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a
los perritos. Era casi un insulto y tanto más grave cuanto que los judíos solían llamar
«perros» a quienes no tenían su fe. Lo suavizó únicamente con un diminutivo que aludía
más a los cachorrillos que juegan en las casas que a los perros callejeros. Pero a la mujer le
interesaba demasiado lo que estaba pidiendo como para detenerse, orgullosa, ante un posible
insulto. Recogió la frase de Jesús y se la devolvió insistente: Sí, Señor; pero también los
cachorrillos comen de las migajas que caen de la mesa de los hijos. El rostro de Jesús
cambió ahora. Sus ojos se iluminaron y una larga sonrisa cruzó toda su cara. Grande es
tu fe, mujer: que te suceda como deseas, dijo.
Esa dureza de Jesús no es normal, y sólo puede entenderse si tiene un fin pedagógico que
va más allá de la mujer concreta con la que está hablando. En este milagro tenemos una
«escenificación» de cómo debe ser la oración del cristiano. Es, efectivamente, el mismo
Dios quien nos enseña los sistemas para luchar con Él. Jesús, al mismo tiempo que se
mostraba duro con la cananea, estaba inspirándole la fe de la que brotó el triunfo.1
1
En este capítulo hemos seguido a José Luis Martín Descalzo en Vida y misterio de Jesús de Nazaret. Vol II.
Sígueme. Salamanca 1987.
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