2.
EL SALESIANO REAVIVA EL DON QUE HA RECIBIDO
«En tiempos de cambio, es bueno atenerse a las palabras de san Pablo a Timoteo: “Por
esta razón te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis
manos, pues Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de
templanza” (2 Tm 1,6-7)» (FRANCISCO, Reaviven el don que han recibido).
El pastor desconsolado
Las dos cartas a Timoteo y la carta a Tito no están dirigidas a comunidades cristianas sino
a sus pastores. De ahí el nombre de “cartas pastorales”.1
Las dos primeras tienen como destinatario a un joven discípulo del Señor y de buena fama,
hijo de una judía convertida a la fe y de un padre pagano. Timoteo había conocido a san
Pablo en Listra, una ciudad de la Licaonia (actual Turquía), al sur de la parte central de
Asia Menor (Hch 16,1-2). A partir de este encuentro, el muchacho será siempre cercano
al Apóstol, fidelísimo colaborador suyo por quince años y delegado suyo en varias misiones
(cf. Hch 17,14; 18,15; 19,22; 20,4; 1 Cor 4,17; 2 Cor 1,19; 1 Tes 3,1-6), coautor de varias
cartas de Pablo (cf. 2 Cor 1,1; Fil 1,1; Col 1,1; 1 Tes 1,1; 2 Tes 1,1), formador de cristianos
y, finalmente, obispo de una comunidad (Éfeso, según la Historia eclesiástica de Eusebio
de Cesarea). En ella, él tendrá la responsabilidad de conducir a otros a la conversión evan-
gélica, pero también sentirá la necesidad de ser asegurado, fortalecido, consolado. En
efecto, Timoteo está sólo, debe enfrentarse a situaciones pastorales nuevas, y su “padre”
Pablo (cf. 2 Flp 2,22), que está en prisión (cf. 2 Tm 2,12), teme que su “hijo” se desaliente
y abandone su misión, como ya han hecho otros (cf. 2 Tm 2,15).
La ofuscación del don y la necesidad de reavivarlo
Como en 1 Tim 4,14 Pablo ya había exhortado a Timoteo a no malograr el don espiritual
que le había sido conferido por la imposición de las manos, en su 2 Tim 1,6 el Apóstol sólo
le «recuerda» de reavivar este don recibido.2 Evidentemente, se trata de algo que no es
nuevo para Timoteo, como si hubiese en él algún tipo de debilidad vocacional que lo acom-
paña. Es también significativo que Pablo le recuerde en ambas ocasiones que su don fue
recibido a través de la imposición de manos del presbiterio, un gesto típico del sacramento
del Orden y que subraya la comunión con los otros, a los cuales se está ligado.
¿Qué cosa pudo haberle sucedido para que disminuya su fervor espiritual? No lo sabemos
exactamente, pero el dato cierto es que ese «don espiritual» conferido «mediante una in-
tervención profética» y que todavía permanece «en él», corre el riesgo de apagarse. Esto,
claramente, nos interpela a todos, en primer lugar, a los sacerdotes, introducidos también
nosotros en el ministerio mediante el gesto de la imposición de manos (cf. Hch 6,6; 1 Tim
5,22), pero igualmente a los hermanos.
1. En el caso de Timoteo, podemos pensar que uno de los motivos es la soledad en la que
se ha encontrado cuando Pablo se había tenido que alejar. Su paternidad, su amistad, su
colaboración lo sostenían. Pero ahora se encuentra “por su cuenta”, teniendo que tomar
decisiones difíciles, sin alguien a quien confiarse, seguramente con problemas serios en
su comunidad, por lo cual bien podría sentirse sobrepasado, desalentado, “pastoralmente
1 Cf. Joachim JEREMÍAS, Epístolas a Timoteo y a Tito. Texto y comentario, trad. cast. de José María Bernaldes
Montalvo (Madrid: Fax, 1970). Tít. orig.: Die Briefe an Timotheus und Titus. Der Brief an die Hebräer (Göttin-
gen: Vandenhoeck & Ruprecht, 1947); Philip TOWNER, The letters to Timothy and Titus (Grand Rapids: Eerd-
mans, 2006); George MONTAGUE, First and Second Timothy. Titus (Grand Rapids: Baker Academic, 2008).
2 Para este tema sigo Carlo MARTINI, El camino de Timoteo, trad. cast. de Ignacio Otaño Echániz (Madrid:
PPC, 1997). Tít. orig.: La via di Timoteo (Casale Monferrato: Piemme, 1995).
1
cansado”. Indicios de estos problemas podemos encontrarlos en las mismas cartas; 1 Tim
5 se refiere a los pecados públicos de los sacerdotes, a la connivencia entre ellos, a las
acusaciones infundadas contra ellos, a los candidatos non idóneos que tal vez presionan
por su ordenación. En este presbiterio, los silencios cómplices, por un lado, y la temeridad
de las acusaciones, por el otro, le hacían difícil a Timoteo distinguir la verdad de la mentira
y lo llevaban a asumir posiciones duras.
2. Otra razón, que podemos entrever en la carta del Apóstol, es su joven edad, que lo hace
sentirse inadecuado para la misión que se le ha encomendado, impreparado para afrontar
la situación, inexperto en las problemáticas que tiene que confrontar. Una prueba de esto
son las palabras de Pablo: «Que nadie menosprecie tu juventud» (1 Tim 4,12). Su juventud,
no sólo es motivo de desprecio por parte de – probablemente – los ancianos de la ciudad
(cf. 1 Tim 5,1), sino la razón de su inseguridad, de sus bloqueos, incluso tal vez de sus
incoherencias. Por ejemplo, el Apóstol lo exhorta a tratar de ser un modelo «en la pureza
de vida» (1 Tim 1,12), tema que reaparece en 1 Tim 5,2.22. Incluso, no se descartan los
problemas de salud (cf. 1 Tim 5,23).
3. La tercera razón del descaecimiento del fervor en Timoteo es, en fin, su negligencia en
la vida espiritual. Entre tantos compromisos y el cansancio que se acumulaba, Timoteo –
como nos puede pasar también a nosotros – tal vez no rezaba como debía, había descui-
dado su meditación, no rumiaba con frecuencia la Escritura (cf. 2 Tim 3,15) y, para “des-
cargar tensiones”, se dedicaba como buen joven a hacer ejercicios en el estadio (cf. 1 Cor
9,24). Si así no fuese, no se explica la admonición de Pablo: «Ejercítate en la piedad. Los
ejercicios físicos son de poca utilidad; la piedad, en cambio, es útil para todo, porque en-
cierra una promesa de vida para el presente y para el futuro» (1 Tim 4,8).
Desde el inicio de la vida ministerial, misionera o consagrada, existe la posibilidad de
perder el fervor espiritual y pastoral. Cada uno de nosotros está invitado, pues, a exa-
minarse a sí mismo. ¿Cuáles son las razones que pueden haberme hecho perder la
fuerza, el entusiasmo, el celo, la alegría de la propia vocación?
¿Me siento también yo cansado, sobrepasado, tironeado por las dificultades de la co-
munidad pastoral o religiosa? ¿Cuáles son las inseguridades, los bloqueos, incluso las
incoherencias que me impiden desarrollar mi ministerio con fervor espiritual y apostó-
lico? ¿He sido también yo negligente en mi vida espiritual?
Algunas verdades que nos ayudan a reavivar el fuego interior
Pablo, mientras analiza delicada pero concretamente las dificultades de su discípulo
amado, le recuerda que la solución a esta situación está en sí mismo, porque el don está
«en ti». Aunque no lo sintamos, aunque tengamos la impresión de haber perdido el carisma
de la vocación, el don recibido no desaparece y puede ser reavivado como se reanima el
fuego bajo las cenizas.
Por eso, al implícito, pero claro reproche, siguen una «saludables lecciones» (2 Tim 2,13)
para este “Timoteo en crisis”. Después de haberle ofrecido un principio tranquilizante – el
don no está muerto –, el Apóstol lo invita, siempre con afecto, a abandonar el estado de
angustia, de postración, de confusión en el que vive, «porque el Espíritu que Dios nos ha
dado no es un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza»
1. La cobardía no es sólo timidez psicológica, sino incertidumbre, vileza, temor existencial.
Una especie de angustia que aflige la vida ordinaria de muchos varones y mujeres de hoy.
Es lo contrario a la confianza en Dios que guía nuestra vida y nuestra historia. Es la misma
actitud que Jesús reprocha a sus discípulos en la barca durante la tormenta: «¿Por qué
tienen miedo, hombres de poca fe?» (Mt 8,26). Y es el mismo pecado que al final de los
2
tiempos será castigado con «la segunda muerte», porque «los cobardes… tendrán su he-
rencia en el estanque de azufre ardiente» (Ap 21,8). Como esta timidez espiritual está a
la base de la pérdida de alegría vocacional y de coraje evangélico, Jesús quiere rescatar
a los suyos de este vicio con su paz: «Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da
el mundo. ¡No se inquieten ni teman!» (Jn 14,27).
Tenemos que reconocer que, no pocas veces, este temor anida en el corazón de los sa-
cerdotes y consagrados. No por nada, Jesús repite esta exhortación a no temer en varias
oportunidades (cf. Lc 12,4.7.11). Jesús no alude simplemente a nuestros miedos de frente
a las fuerzas oscuras de la vida, sino también a ese miedo que nos carcome desde dentro:
«No se inquieten por la vida» (Lc 12,22). Y otra vez: «No temas, pequeño Rebaño, porque
el Padre de ustedes ha querido darles el Reino» (Lc 12,32). En estas palabras se refleja la
situación de una comunidad, de una Congregación, de una Iglesia que se siente incierta
por causa de su pequeñez, de su pobreza, de su irrelevancia. «No se inquieten. Crean en
Dios y crean también en mí» (Jn 4,1).
La exhortación de Pablo a Timoteo es entonces la exhortación que Dios nos dirige a noso-
tros, que tenemos en nuestros corazones tantas pequeñas angustias secretas. El espíritu
de cobardía lo ha puesto en nosotros Satanás, el «padre de la mentira» (Jn 8,44), y por eso
también suyos son los frutos: el desconcierto interior, el desaliento, la ceguera que no nos
deja ver una salida, la incerteza morbosa que nos carcome, la pusilanimidad que incluso
se disfraza de espíritu de luz.
2. Dios nos ha dado, en cambio, un espíritu «de fortaleza, de amor y de templanza»
La fuerza es aquella δύναμις con la que Jesús hacía los milagros: «La fuerza del Señor le
daba poder para curar» (Lc 5,17); «toda la gente quería tocarlo, porque salía de él una
fuerza que sanaba a todos» (Lc 6,19). Es el Espíritu entonces el que nos da la fuerza para
vencer el miedo y reavivar el don. Nosotros la experimentamos, como don del Espíritu, en
la eficacia evangélica de esas acciones que logramos realizar y esas palabras que logra-
mos pronunciar: «Yo no me avergüenzo del Evangelio, porque es el poder de Dios para la
salvación de todos los que creen» (Rom 1,16).
El amor es el ἀγάπη, es decir, la caridad divina infundida sobrenaturalmente en nosotros
como don de Dios mismo: «Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer,
para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, esté en ellos» (Jn 17,26). Es el amor
que se enfría por el pecado: «Al aumentar la maldad se enfriará el amor de muchos, pero
el que persevere hasta el fin, se salvará» (Mt 24,12).
Más difícil de entender es que puede ser la σωφρονισμός, una palabra rara que solamente
aparece en este pasaje y que podría ser traducida como autocontrol, moderación. Tal vez
Timoteo estaba “desbordado” emocional o espiritualmente por la situación, y por eso el
Apóstol lo llama a contenerse, a controlarse, a encontrar el equilibrio. En efecto, cuando
las situaciones son complicadas, no basta el temple espiritual – fortaleza – que sólo
puede dar el Espíritu, y ni siquiera el amor hacia las personas que son parte de la situación
– amadas con ese amor que es, más que mero afecto, caridad sobrenatural –, sino que
es también necesaria la moderación, para no desbordarse, incluso donándose sin límites,
pero también sin resultados. Es necesario discernir los tiempos, los lugares, las personas,
las posibilidades, e incluso conocer las propias capacidades, en modo de racionalizar las
propias energías.
En cualquier caso, lo que Pablo quiere subrayar es que, en tiempos difíciles, es necesario
que Dios nos done estos dones que, porque son gracias, pueden ser también virtud, si
son cultivados.
3
3. Inmediatamente después de estos versículos, hay una última admonición de Pablo que
no aparece en la cita papal pero que, por cierto, está en la carta a Timoteo: «No te aver-
güences del testimonio de nuestro Señor» (2 Tim 1,8).
No avergonzarse implica no ocultar aquello que, a los ojos de otros, podría ser un motivo
de incomodidad o desprecio. Como citamos anteriormente, el Apóstol ya nos había hecho
conocer cuanto estaba orgulloso de la buena noticia de Jesús y con cuantas agallas lo
había defendido, con la expresión: «Yo no me avergüenzo del Evangelio» (Rom 1,16). Esa
misma convicción es la que ahora pide a Timoteo. Una invitación en la que resuenan las
palabras de Jesús que también Lucas recordarse a su discípulo Teófilo: «Porque si alguien
se avergüenza de mí y de mis palabras, el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando
venga en su gloria y en la gloria del Padre y de los santos ángeles» (Lc 9,6).
¿Por qué Timoteo se avergonzaba? Otra vez, exactamente, no lo sabemos. Pero podemos
imaginar algunos motivos.
Tal vez Timoteo se siente abandonado por Dios. La situación es compleja, las dificultades
son muchas, los adversarios están al acecho, y el obispo siente la tentación insidiosa del
abandono divino. En su corazón resuenan las mismas voces de los sumos sacerdotes,
escribas y ancianos del tiempo de Jesús: «Ha confiado en Dios; que él lo libre ahora si lo
ama» (Mt 27,43). Pero Dios no parece estar, y eso lo avergüenza. Timoteo se siente acom-
pañado sólo por sus limitaciones. Todavía le falta dar el paso del mismo Pablo, cuando en
la prueba lleva a confesar: «Por eso soporto esta prueba. Pero no me avergüenzo, porque
sé en quién he puesto mi confianza» (2 Tim 1,12), es decir, el Señor, Él mismo que le había
dicho: «Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad» (2 Cor 12,9).
Tal vez Timoteo advierte la irrelevancia del Evangelio en las condiciones de la vida ordina-
ria. Se da cuenta de que las virtudes que predica son totalmente extrañas para sus con-
temporáneos. Entiende que lo que proponer no le interesa a casi nadie. Entonces, el Evan-
gelio, más que un mensaje que hay que predicar con claridad, comienza a ser objeto de
acomodos, de disimulos, de selección.
Se podría incluso pensar que Timoteo experimenta la insuficiencia del mensaje evangélico
de frente a la arrogancia de la élite de su sociedad, del poder del mundo político y cas-
trense, de la manipulación que ejerce la opinión pública. Él siente en carne propia tener
que ser esa «voz grita en el desierto» (Mc 1,3).
¿Qué significa para mi avergonzarme del Evangelio? ¿Me acobarda dar testimonio de
Jesucristo muerto y resucitado? ¿Caigo incluso en la tentación de sustituir mi voz tenue
por el silencio? ¿Corro el riesgo de diluir, esconder, rebajar las exigencias del mensaje
evangélico?
Estoy invitado a examinarme además para ver si no estoy interiormente “en retirada”.
¿Soy tentado en mi soledad? ¿Me siento abandonado, si no por Dios, por mis mismos
hermanos? El coraje que Pablo intenta infundir en Timoteo no es, en efecto, especula-
tivo; él mismo ha visto a muchos otros hombres capaces sucumbir bajo las pruebas:
«Ya sabes que todos los de Asia se apartaron de mí» (2 Tim 1,15).
Reavivar el don como compromiso permanente
Ya hace algunos años, Juan Pablo II había dedicado a los presbíteros la Exhortación apos-
tólica Pastores dabo vobis.3 Hasta el día de hoy, el documento sigue siendo un testo de
referencia, citado incluso en la última Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis sobre
3 JUAN PABLO II, Exhortación apostólica postsinodal «Pastores dabo vobis» sobre la formación de los sacerdo-
tes en la situación actual (25 de marzo de 1992).
4
la formación de los candidatos al Orden.4 Me gustaría terminar esta meditación propo-
niendo, entonces, la primera parte el comentario que el Papa hacía al mensaje neotesta-
mentario en el §70 de su escrito. Si no somos sacerdotes, podemos igualmente escuchar
la exhortación de Pablo pensando en nuestra vocación bautismal o religiosa, interpretán-
dola desde su propia originalidad y su eficacia para el mundo de hoy.
«Las palabras del Apóstol al obispo Timoteo se pueden aplicar legítimamente a la for-
mación permanente a la que están llamados todos los sacerdotes en razón del “don
de Dios” que han recibido con la ordenación sagrada. Ellas nos ayudan a entender el
contenido real y la originalidad inconfundible de la formación permanente de los pres-
bíteros. También contribuye a ello otro texto de san Pablo en la otra carta a Timoteo:
«No descuides el carisma que hay en ti, que se te comunicó por intervención profética
mediante la imposición de las manos del colegio de presbíteros. Ocúpate en estas co-
sas; vive entregado a ellas para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos. Vela
por ti mismo y por la enseñanza; persevera en estas disposiciones, pues obrando así,
te salvarás a ti mismo y a los que te escuchen» (1 Tim 4,14-16).
El Apóstol pide a Timoteo que “reavive”, o sea, que vuelva a encender el don divino,
como se hace con el fuego bajo las cenizas, en el sentido de acogerlo y vivirlo sin perder
ni olvidar jamás aquella “novedad permanente” que es propia de todo don de Dios —
que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5) — y, consiguientemente, vivirlo en su
inmarcesible frescor y belleza originaria.
Pero este “reavivar” no es sólo el resultado de una tarea confiada a la responsabilidad
personal de Timoteo ni es sólo el resultado de un esfuerzo de su memoria y de su
voluntad. Es el efecto de un dinamismo de la gracia, intrínseco al don de Dios: es Dios
mismo, pues, el que reaviva su propio don, más aún, el que distribuye toda la extraor-
dinaria riqueza de gracia y de responsabilidad que en él se encierran.
Reavivar el don, como un aspecto de la formación permanente, encuentra su propio fun-
damento y su razón de ser original en el dinamismo de la gracia. Pero también en esas
razones simplemente humanas y en esas exigencias del ministerio que han de impulsar
a cada uno a “mantener el paso”.
4 CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, El don de la vocación presbiteral (8 de diciembre del 2016).