Sor Angeles Sorazu, Asociada A - Angel Pena Benito
Sor Angeles Sorazu, Asociada A - Angel Pena Benito
SITUACIÓN POLITICA
La situación política de España en el siglo XIX fue muy
deplorable. Hubo dos guerras civiles entre liberales, contrarios a la
Iglesia, y carlistas, católicos partidarios de la subida al trono del
príncipe Don Carlos. El año 1898, en guerra con Estados Unidos,
España perdió Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
Por otra parte, la situación religiosa estaba deteriorándose
debido a las medidas tomadas contra la Iglesia por los liberales. En
1835 habían dado la ley de desamortización, promulgada por el
Ministro Mendizábal, por la cual se suprimían todos los conventos
de religiosos varones. En principio, sólo se salvaron unos
poquísimos conventos-seminarios para recibir vocaciones para
Filipinas, pues en esos años el Gobierno consideró que para el buen
gobierno de esas islas era necesaria la presencia de los misioneros
españoles. Es cierto que, poco a poco, los sucesivos Gobiernos
dieron permiso para la fundación de otros conventos, pero la mayor
parte de ellos habían sido suprimidos y sus bienes malvendidos y
sus bibliotecas expoliadas por la gente del pueblo. A veces los libros
los usaban para usos domésticos o los malvendían, siendo tesoros
de valor incalculable; y lo mismo podemos decir de tantas obras de
arte acumuladas durante siglos.
La cultura bajó de nivel al clausurarse muchos colegios e
Instituciones dirigidas por religiosos, especialistas en distintas ramas
del saber. Felizmente los conventos de religiosas fueron respetados,
pero tuvieron que sufrir muchas limitaciones. Los religiosos
exclaustrados debían vivir como sacerdotes diocesanos
incardinados en alguna diócesis o con sus familias; dependían del
obispo, pero sin llevar vida de comunidad y sin poder atender
convenientemente a los conventos de religiosas. Por lo cual la Santa
Sede decidió que los conventos de religiosas, en vez de depender
de los religiosos de su Orden, dependieran directamente de los
obispos.
Por otra parte, la situación económica de estos conventos de
religiosas era muy precaria, dado que no realizaban trabajos
remunerados para el exterior y sólo sobrevivían con las dotes de las
que ingresaban y poco más.
Pensemos que en aquella época los monasterios de clausura
estaban prácticamente incomunicados unos con otros y había
estricta clausura. No existían las federaciones de monasterios, que
más tarde promovió el Papa Pío XII. Además, en esos tiempos,
existían las hermanas de Coro o coristas, que rezaban el Oficio
divino en latín y las hermanas legas o de velo blanco, que se
dedicaban a las labores de la huerta, cocina, etc. Esta división de
clases fue suprimida por el concilio Vaticano II. En una palabra,
había pobreza material y espiritual, hablando en general.
LA ORDEN CONCEPCIONISTA
Las religiosas concepcionistas, a las que perteneció nuestra
biografiada, fueron fundadas por santa Beatriz de Silva, que nació
en Campo Mayor (Portugal) en 1426 y murió en 1492. Tuvo
parentesco (prima) con la reina Isabel de Portugal. Con el auspicio
de Isabel la Católica, reina de Castilla, consiguió la aprobación de la
Orden de la Inmaculada Concepción el 30 de abril de 1489 por el
Papa Inocencio VIII.
El primer convento fue el de Toledo. Actualmente, la Orden está
extendida por muchos países, especialmente en España y
Latinoamérica. Son aproximadamente 150 conventos. Una de las
religiosas más famosas de esta Orden ha sido la venerable Madre
María de Jesús Ágreda (1602-1665), que vivió en el convento de
Ágreda (Soria) y que durante los años 1620 a 1631 estuvo muchas
veces en los territorios norteamericanos de Nuevo México, Texas,
Colorado y Arizona en bilocación, y allí evangelizó a 500.000 indios.
El franciscano padre Benavides, después de haber constatado
en esos lugares la presencia de una misionera vestida de religiosa,
escribió un Memorial de los hechos que fue confirmado por la misma
Madre Ágreda en persona, cuando él la visitó en su convento 1.
En el siglo XIX había en Valladolid dos conventos de
concepcionistas, uno llamado de Jesús María, y el otro de La
Concepción. Este último había sido fundado en 1521 por Don Juan
de Figueroa y en él entró sor Ángeles Sorazu.
SU INFANCIA
Sor Ángeles (Florencia) nos dice en su Autobiografía 2: Nací en
Zumaya (Guipúzcoa) el 22 de febrero de 1873, y al siguiente día 23
fui bautizada en la iglesia parroquial de San Pedro apóstol 3, donde
recibí más tarde el sacramento de la confirmación4. Pertenezco a
una familia pobre constituida en su mayor parte de pescadores. Mis
abuelos paternos se llamaron Buenaventura Sorazu y Ana
Goicoechea. Los maternos, José Aizpurua y Concepción Olaizola.
Mis padres, Mariano Sorazu y Antonia Aizpurua, y mis padrinos,
Santos Sorazu y María Antonia Aizpurua, ambos tíos carnales 5.
Mis padres y abuelos eran muy católicos, siempre nos hablaban
de Dios, de la Virgen y de los santos; tanto que los primeros años de
mi vida los pasé en un ambiente parecido al que rodeó la existencia
de los primitivos cristianos. Como éstos, miraba a Jesús como jefe
de familia, y a los santos los identificaba con mis padres y abuelos,
especialmente a san José, san Joaquín y santa Ana, a los santos
apóstoles, y a san Ignacio de Loyola, patrón de Guipúzcoa,
singularmente venerados de mi familia 6.
Pocos días después de mi nacimiento, para sustraernos al
peligro que amenazaba la villa con motivo de la guerra, mi padre
nos llevó al establecimiento de Baños de Cestona, donde estuvimos
cerca de dos años. Los años tercero, cuarto y quinto de mi infancia
estuve en Zumaya, donde asistí a la escuela de párvulas de las
Carmelitas de la Caridad. Siendo de cinco años, mis padres
perdieron los pocos bienes que poseían, y para facilitar la compra y
el transporte del pescado que mi padre vendía en Tolosa, la familia
se domicilió en San Sebastián, donde estuve hasta los once años en
compañía de mi madre y hermanos. Mi padre vivía en Tolosa, y nos
visitaba cada tercero o cuarto día. Durante nuestra estancia en San
Sebastián visitó Dios nuestra familia con largas y penosas
enfermedades. Por este motivo, y para distraernos de la pena que
nos produjo el desenlace (muerte) de dos hermanitas, nos
trasladamos a Tolosa, donde pasé el resto de mi vida secular 7.
Siendo de seis o siete años, un día de repente me sentí poseída
del sentimiento de la infinita grandeza y soberana bondad de Dios,
que entendí era infinitamente amable. Comprendí cuán estimable es
y digno de ser amado y servido de sus criaturas y el honor que a
éstas les resulta de ocuparse en su servicio, o sea, la verdad de
estas palabras: “Servir a Dios es reinar”. Sentí vivo anhelo de
consagrarme al amor y servicio de Nuestro Señor, mas no me atreví
a realizarlo por el sentimiento de la propia indignidad para tan alto
honor, y porque temí de mi debilidad y grande miseria que no
serviría a mi Dios con la absoluta fidelidad y pureza de conciencia
que entendí merece ser servido y yo lo deseaba. Propuse hacerlo
cuando fuese mayor de edad, si Dios se dignaba recibirme en su
santo servicio, o sea, en el número de las almas consagradas a su
santo amor y servicio, pensando que la mayor edad sería auxiliar
poderoso para la fidelidad y pureza inviolables que anhelaba 8.
A la edad de nueve años, después de larga y penosa
enfermedad, visitando la iglesia parroquial de San Vicente (en San
Sebastián), en compañía de mi madre, hice propósito de ser santa,
respondiendo al deseo que tuvo mi buena madre al pedir mi salud,
quien me dijo que se lo había pedido a Nuestro Señor con la
condición de que fuera buena y no le ofendiese con un solo pecado.
Entendí que Dios bendecía el propósito y, poco después, cerca de la
misma iglesia, en la calle de San Vicente, tuve una especie de
visión. Comprendí que Nuestro Señor estaba en una región, especie
de cielo, cuya voluntad se impuso a mi alma y me requirió
soberanamente para un grado de perfección altísima mediante un
completo abandono a la misma. Anhelaba responder al divino
llamamiento y me costaba mucho resistir a la voluntad de mi Dios
que me requería para conducirme a la santidad por caminos que yo
ignoraba, pero yo me resigné por temor de ser infiel a la gracia, y
diferí el acto de abandono, para el cual era requerida, para cuando
cumpliese los 25 años, pensando que entonces dispondría de las
energías necesarias para conservarme en la consagración
proyectada. Mientras duró el soberano influjo y la lucha entre la
voluntad de Dios y mi flaqueza, entendí que Nuestro Señor favorece
soberanamente a las almas que a su servicio se consagran y el
bienestar que éstas experimentan en sus relaciones divinas, cuya
noticia acrecentó mi pena por la poca edad, pues quisiera salvar los
años que me faltaban para los 25 para intimarme con Dios y gozar
de sus favores, a la vez que cumplía su santísimo querer.
A los 11 años hice la primera comunión 9 y me alisté en la
Congregación de las hijas de María. Me confesaba mensualmente, y
todas las veces que recibía el sacramento de la penitencia,
experimentaba en mi alma una cosa muy divina y permanecía unida
a Dios y en oración continua por espacio de uno o varios días hasta
que cometía la primera falta deliberada, cuyo remordimiento me
retraía de Nuestro Señor y abandonaba la oración, pensando que
con ella más le ofendía que agradaba. Pero continuaba practicando
el ofrecimiento de obras y otros ejercicios de piedad que hacía todos
los días 10.
Cuando Florencia tenía 13 años fue a servir a una casa de San
Sebastián, pero extrañaba mucho a su familia y no le daban bien de
comer. Por eso, al año se regresó a su casa de Tolosa y consiguió
ser admitida como obrera en la fábrica de boinas Elósegui. Allí
trabajó hasta su entrada al convento
ALEJAMIENTO DE DIOS
A sus quince años se disipó un poco, aficionándose a las
diversiones mundanas. Salía con amigas al baile y a otros
espectáculos públicos. Ella refiere: Cumplidos los quince años,
empecé a sentir la perniciosa influencia del mundo, del demonio y
de la carne, que me arrastraban a las vanidades y pasatiempos
mundanales, singularmente al baile. Tenía una pasión por bailar que
no me dejaba sosegar. En el mismo momento fui requerida por la
divina gracia para abandonar el mundo y hacer una confesión
especial o general como preparación para la comunión pascual. Era
Semana Santa. Por falta de valor para vencer la inclinación que me
arrastraba a las vanidades mundanales y al baile, o por temor de ser
infiel a Dios si adelantaba el plazo de mi conversión por mi poco
juicio y firmeza, resistí al divino llamamiento y secundé los perversos
designios de Satanás, abandonando a mi Dios y casi todas las
prácticas piadosas, incluso la confesión y comunión y la asistencia a
los ejercicios de la Congregación.
Así viví, como pagana, hasta los dieciséis años, cometiendo
muchos pecados y hubiera cometido infinitos más, y los más
horrendos y degradantes, a no prodigarme sus cuidados paternales
la divina providencia que veló sobre mi conducta, ligó mi
sensualidad hasta el punto de no sentir su influencia, y me sustrajo
a los peligros que me creó el diablo y me procuraba yo misma. No
detallo los pecados que cometí en este período y en los anteriores
para no escandalizar a las almas inocentes que quizá leerán esta
relación, pero afirmo que fueron muchos y graves, y el haberme
librado de otros mayores lo atribuyo a la protección de Dios, de la
Virgen Santísima y de mi ángel custodio, a quienes profesaba
singular devoción desde mi infancia.
No pensaba convertirme hasta tener 25 años, pero todas las
veces que asistía al santo sacrificio de la misa, con mucho fervor le
pedía a Nuestro Señor la gracia de una conversión verdadera para
ser toda suya, añadiendo que esta gracia me la concediera cuando
fuese mayor de edad y dispusiera de la firmeza y energías
necesarias para perseverar en su santo servicio sin cometer ni la
más mínima imperfección.
He aquí cómo otorgó el Señor mi petición. Fuimos siete
hermanos. Sus nombres: Concepción, José Manuel, Joaquín Luis,
Julita, Bibiana y María. Julita y Bibiana no se lograron, los demás
pasaron de veinte años. Servidora fue la tercera, me llamaba
Florencia. Nos queríamos mucho los hermanos y nos divertíamos
juntos dentro y fuera de la casa. Los padres nos permitían ir en
romería a las aldeas cuando en ellas se celebraba fiesta en honor
del santo titular o protector. A estas romerías asistíamos todos los
hermanos, mas no siempre íbamos juntos. Nos reuníamos en la
aldea para hacer la merienda, bailar y singularmente para
acompañarnos a nuestra vuelta de regreso y llegar juntos a casa al
toque del “Angelus” en cumplimiento de las órdenes recibidas de
nuestros queridos padres. Cumplidos quince años, mi hermano
mayor José Manuel se retiró al claustro 11 y, con este motivo, para
distraer su pena, mi hermana mayor se fue a San Sebastián, donde
estuvo largo período en compañía de mis tíos.
La ausencia de los dos hermanos mayores contribuyó, sin duda,
para que me dejara arrastrar por la corriente del mundo en este
período, cuando empezaba a sentir su influencia acompañada de
una extraordinaria afición al baile, baile honesto y libre se entiende,
como se acostumbraba entonces entre las jóvenes piadosas de
Tolosa. Mas fuera o no éste el motivo, no quiero atribuir mi relajación
a las vicisitudes de la vida, porque en mi alma había sobrada
perversidad para el pecado 12.
A los quince años me aficioné a una amiga algo mundana,
aunque de buena conducta. Compartí su vanidad en el vestir y
peinado y su afición al baile, mas no sus inclinaciones y mayor
libertad para hablar con personas de otro sexo. Las pocas veces
que en el mundo hablé de paso, a solas, con personas de otro sexo
llamé la atención del interlocutor con el temblor que se apoderó de
mi organismo, interceptando mi voz la agitación que padecía. Esto
tratándose de personas conocidas y que trataba mucho en casa.
Fue providencial este temblor, y lo experimenté desde mi niñez.
Cuando salía de casa para ir a lugares peligrosos o que podía sufrir
algún encuentro con varones, me encomendaba a la Virgen
Santísima y permanecía en oración mientras duraba el peligro. Mi
semblante reflejaba sin duda mis disposiciones interiores, porque
infundía respeto aun a los jóvenes más libertinos, quienes se
retraían y retiraban con estas o semejantes palabras que hablaban
entre sí: “¡Qué seria y formalota es!”.
Más he aquí que una tarde, al anochecer, cuando me dirigía a
casa, observé que un caballero, dejando la dirección que seguía, se
había vuelto y venía en pos de mí. Apreté el paso, y cuando llegué
cerca de casa, di una corrida y me metí en el portal cerrando la
puerta tras de mí. El caballero debió volver a tomar su camino. Al
día siguiente referí a una amiga mía el susto que había recibido
cuando observé que el caballero me seguía. Permitió Nuestro Señor
que la amiga repitiese la historia con alguna inexactitud, quizá sin
intención, y pocos días después me sorprendió una horrorosa
calumnia, de cuyo cumplimiento estaba yo muy lejos. La sufrí en
profundo silencio exterior e interior, besando la mano de Nuestro
Señor, que ejercitaba mi paciencia. Es más, continué mis relaciones
con la amiga de referencia, que era piadosa, y la amé y obsequié
como si nada me hubiera hecho 13.
Cumplidos dieciséis años, el 29 de junio de 1889, fiesta del
apóstol San Pedro, me fui en romería a Leáburu con varias amigas,
esperando hallar en dicha aldea a mis hermanos Concepción y
Joaquín Luis. La providencia dispuso que ni uno ni otro asistiesen a
la romería que se celebraba en honor del santo apóstol, patrón de
Leáburu, y también de nuestro pueblo natal, y por esto
singularmente venerado en nuestra familia. Los dos hermanos
asistieron al paseo y baile público de Tolosa, y al no encontrarlos en
la romería, adelanté la hora de mi regreso para llegar a casa al
tiempo que ellos, mas no lo conseguí. Cuando entré en casa hacía
rato que mis hermanos estaban en ella y era pasada la hora del
“Angelus”. Mi querida madre se preocupó cuando me echó de
menos a la llegada de mis hermanos.
Sin sospechar lo que pasaba por el corazón de mi madre, le
entregué las rosquillas que había adquirido para ella y mi padre en
Leáburu como recuerdo de la romería del santo apóstol, las que
rechazó sin decirme palabra. Insistí en que aceptase el presente,
rechazando mi madre nuevamente con estas palabras: “Nunca
pensé que tú pertenecerías al mundo. Mira cómo se porta tu
hermana, en otro tiempo ávida de pasatiempos”. Advierto que mi
hermana en períodos anteriores gustaba mucho de salir de casa,
frecuentar el paseo, bailar, etc., aunque honestamente; mientras
parecía que yo había nacido para ermitaña. En cambio después,
cuando yo me aficioné al baile, ella cifraba sus delicias en las
funciones religiosas de los templos. Recordaba esto el reproche.
Las palabras de mi madre me desconcertaron, porque leí en
ellas el desencanto que padecía al verme tan ávida de diversiones.
Ella me había manifestado constantemente el concepto que de mí
tenía y sus esperanzas de verme consagrada al amor y servicio de
Nuestro Señor. Recordé los sentimientos que abrigó mi corazón en
períodos anteriores, el propósito que había hecho en mi niñez de
sustraerme a la influencia del mundo y perseverar toda mi vida
retirada en mi casa para evitar a mi madre el disgusto que le
proporcionaba la disipación de mi hermana. Recordé los
llamamientos que había tenido hacia la perfección, mis ansias de
consagrarme a Dios, etc., y me retiré a mi cuarto, pensando en
estos recuerdos.
Era la primera vez que veía triste a mi madre por mi culpa, y la
viva impresión que me produjo hizo revivir en mi alma no sólo los
recuerdos, sino también los sentimientos y aspiraciones. Sentí
vivísimo anhelo de consagrarme a Dios Nuestro Señor, cumpliendo
los propósitos que había hecho en períodos anteriores y todos mis
anhelos relacionados con la propia santificación. Deploré como una
desgracia que los años de mi vida fuesen tan largos, que tardaran
tanto en pasar por mi historia, porque me costaba una pena
insoportable diferir mi conversión un solo día. Era apremiante hasta
no más la necesidad que sentía de entregarme toda a Dios. Conté
los años que faltaban para el plazo prefijado para mi conversión, y,
al ver que faltaban nueve, me afligí muchísimo. Quise adelantarlo,
pero no me atreví, pensando que si lo hacía, mi conversión sería
obra humana, no de Dios, y además que no perseveraría en el
camino de la perfección si lo abrazaba antes de dicho tiempo por las
razones que dije, y la recaída me excluiría del beneficio de la
salvación; porque no habría lugar para una segunda conversión.
Ya que no me atrevía a adelantar el plazo, pensé en conciliar la
práctica de la virtud con los pasatiempos mundanales (cosa que no
había podido nunca) y propuse asistir a las funciones de los templos
los días de fiesta, antes de salir a paseo, empezando a cumplir el
propósito desde el día siguiente. Nuestro Señor tenía determinada
otra cosa, sin duda porque previó que mi vocación peligraba en el
mundo y porque mi corazón tenía que ser necesariamente todo
suyo, único para el Único, todo para el Todo, y que para mí no había
término medio.
Pasáronse dos días, en los cuales continué experimentando la
influencia de la vocación que secretamente trabajaba en mi alma. El
2 de julio asistí a una reunión constituida en su mayor parte de
jóvenes piadosas que hallaron el secreto de conciliar la piedad y la
vanidad mundanal. Había entre ellas una beata sólidamente
virtuosa. Todas hablaban menos la servidora, que guardó profundo
silencio según mi costumbre, porque nunca fui habladora. Entre
otras cosas hablaron sobre la confesión general y la facilidad con
que se hace. Muchas veces había oído a mi madre hablar de la
utilidad de la confesión general, especialmente cuando se trata de
tomar estado. Desde la primera vez que lo oí, propuse hacerla como
principio de mi consagración a Dios y primer paso de mi vida
espiritual cuando cumpliese los veinticinco años, cuyo cumplimiento
anhelaba, pero me imaginaba que costaba mucho hacer la
confesión genera!...
M preparé para la confesión y la hice con la mayor felicidad en el
término de una hora. y me retiré del confesionario enajenada de
puro contento. Experimenté visiblemente lo que confiesa de sí
mismo san Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”
14
.
LA CONVERSIÓN
Después de la confesión general me consagré a Dios sin
reservas, y dediqué al culto divino todas las horas del día sin
perjuicio de mis obligaciones, procurando consagrar éstas con
varias devociones.
Elegí para mi habitación el cuarto más retirado de la casa, y lo
transformé en oratorio. Puse un altarcito con el crucifijo y las
imágenes de los Sagrados Corazones, la Inmaculada, etc., y en él
me recogía el tiempo libre para practicar mis piadosos ejercicios. No
hablaba más que lo preciso, abstraída de toda comunicación
innecesaria con las criaturas, incluso con mis hermanos; vivía sólo
para Dios, buscaba su voluntad, y, conocida, la cumplía.
El primer medio de santificación que la voluntad de Dios me
impuso fue la devoción al sacratísimo Corazón de su divino Hijo y su
propaganda. El día 3 de julio de 1889 hice mi confesión general, y el
5 me inscribí en el Apostolado de la oración, y poco después
empecé a conquistar almas para el Sagrado Corazón y fui
constituida celadora. Como segundo medio de santificación me
impuso Nuestro Señor la práctica de la imitación de san Francisco
de Asís y, por medio del santo Patriarca, la imitación del mismo
Cristo Nuestro Señor, pero con la particularidad de que las dos
devociones se desarrollaban bajo la protección de la Santísima
Virgen, en cuyo obsequio empleaba la mayor parte del tiempo.
He aquí mi primer horario. Entre las 4 y 5 de la mañana me
levantaba, adoraba a Nuestro Señor y a la Santísima Virgen y
practicaba varias devociones empezando por el ofrecimiento de
obras a Jesús por María, la consagración a la Señora, su trisagio y
algunas oraciones, v. g., Memorare 15.
Habiendo cumplido con mis devociones, me iba al templo,
recibía la sagrada comunión y oía dos misas. En el altar del
comulgatorio, en la presencia de Jesús sacramentado y de la
Santísima Virgen, a quien estaba consagrado el altar, oraba un rato
a mi manera, y me retiraba a casa para cumplir mis obligaciones.
El resto del tiempo hasta el mediodía lo empleaba en las labores,
pero sin descuidar el ejercicio de la divina presencia. Impulsada de
la necesidad de obsequiar a la Santísima Virgen, cada hora, y
muchas veces cada media hora, rezaba el padrenuestro y diez
avemarías, y recordaba uno o varios títulos de la Señora que
comprende su letanía, saboreando las dulzuras que encierran las
relaciones marianas. Asimismo, impulsada de la caridad, rogaba a
Jesús por los pecadores, agonizantes, almas del purgatorio, etc.,
especialmente por la juventud, que, como yo en períodos anteriores,
cifraba sus delicias en los pasatiempos mundanales, para que
Nuestro Señor los atrajese a todos a su santo amor y servicio como
lo había hecho conmigo, porque quería compartir mi felicidad.
Al medio día, después de comer, leía un libro espiritual, y me
recreaba otro rato contemplando el cielo. El tiempo restante hasta
las siete lo empleaba en la labor consagrándolo con el ejercicio de la
presencia de Dios en la forma que por la mañana. De siete a ocho y
media permanecía en el templo, donde rezaba el santo rosario,
escuchaba la vida del santo que el sacerdote leía en el púlpito,
hacía el ejercicio del viacrucis, acompañaba un rato a Jesús
sacramentado, y practicaba otras devociones en obsequio de Jesús
y de la Virgen. De ocho y media a nueve me retiraba a casa,
cenaba, practicaba las oraciones de la noche y me entregaba al
sueño...
La mayor parte de los días no desayunaba hasta la una de la
tarde, hora en que terminaba las meditaciones de la Pasión, porque
no me permitía el amor y la compasión que le profesaba a mi Dios
humanado procurar a mi cuerpo ningún alivio en el tiempo que
consagraba a la meditación de sus sufrimientos.
Penetrada del sentimiento de la Pasión del Señor, derramaba
muchas lágrimas, y mientras penaba mi corazón, afligía mi cuerpo
con el ayuno y otras mortificaciones que me imponía. En el templo
permanecía de rodillas todo el tiempo, y casi siempre con las rodillas
desnudas en el suelo, a pesar de estarme en la iglesia bastante
tiempo, y más de una vez en días festivos me pasé en ella casi todo
el día 16.
Entre otros beneficios, debo a Nuestro Señor la agudeza de
ingenio para todo lo que se relaciona con su gloria y una torpeza
grande para comprender las cosas de la tierra, especialmente las
noticias que pudieran comprometer la santa pureza 17.
LA VOCACIÓN
Deseaba retirarme al desierto para perfeccionar la oración de
contemplación con que se dignaba favorecerme Nuestro Señor
alguna que otra vez. Estando con estos deseos, un día, mi confesor
(era el mismo con quien hice la confesión general) me mandó que
me fuese a confesar con un sacerdote que oía confesiones en otro
confesonario del mismo templo. Por obedecer al confesor me
acerqué al confesonario que me señaló, e hice mi confesión
semanal con el confesor extraordinario. Era éste un santo, y por tal
lo calificaba el vulgo devoto. No le hice ninguna manifestación de
mis interioridades, pero a pesar de mi silencio, iluminado con luz
superior, adivinó mis proyectos de retirarme al desierto, el motivo
que me inspiraba este deseo y mis sentimientos. Le contesté que
era verdad cuanto me decía, y me dijo entonces que Dios Nuestro
Señor me había deparado el desierto en un convento de clausura.
Que lo intentase donde me sintiera llamada. Le dije que mis padres
no podían darme la dote para ingresar en un convento de clausura,
pero insistió que pretendiese el ingreso, asegurándome que me
aceptarían dondequiera lo intentase.
Referí a mi confesor el caso, y me mandó que lo tratase cuanto
antes con mis padres, y que el medio más fácil era perfeccionarme
en el estudio de la música para ingresar en concepto de cantora o
de organista. Hablé a mis padres y aprobaron el medio indicado por
mi confesor y decidióse mi vocación. Hasta esta fecha no pensaba
en la vida religiosa, sino únicamente en cumplir la voluntad de Dios.
Esto contestaba a mi confesor cuando me hablaba de la vocación
religiosa 18.
Florencia para entrar sin dote al convento debió aprender música
y canto con el maestro navarro Felipe Gorriti, que vivía en Tolosa.
Cuando ya estaba preparada en música y buscaba dónde entrar, un
buen día se encontró con una joven, Pilar Otegui, que iba a entrar
en el convento de las capuchinas de Caspe (Zaragoza). Florencia se
le asoció en el viaje para ver el convento y poder hablar de la
posibilidad de entrar. El viaje fue en los primeros meses de 1891 y
estuvo allí unos pocos días. Fue examinada de música y canto por
el organista de Caspe. Las religiosas estuvieron de acuerdo en
aceptarla sin dote para ser cantora y ella se comprometió a regresar
en un futuro próximo.
Dios, en cambio, tenía otros planes. El mismo día en que
pensaba ir a Caspe para entrar definitivamente en el convento, cayó
gravemente enferma su hermana mayor Concepción, de 21 años,
quien falleció al poco tiempo, dejando a la familia en una situación
muy triste y difícil. Algunos vecinos corrieron la voz de que
Concepción había muerto de viruela y sus familiares podían estar
contagiados y contagiar a los demás. Por ese motivo, internaron a
toda la familia en la Casa de la Misericordia de Arramele, en el
mismo Tolosa. Mientras estaban allí, algunos aprovecharon para
robarles todo lo que tenían en casa.
Por estos sucesos familiares, Florencia decidió postergar la
entrada al convento medio año. Pero un día recibió una carta
inesperada de la Madre abadesa de las religiosas concepcionistas
de Valladolid, proponiéndole ingresar en su convento sin dote en
calidad de cantora.
La razón era que un hombre, llamado por el vulgo el pedigüeño,
recorría los pueblos pidiendo limosna para las monjas capuchinas
de Caspe, llevando una urna con el Niño Jesús. El pedigüeño llegó
al convento de La Concepción de Valladolid y ellas le pidieron al
Niño que les trajera una cantora. El pedigüeño les dio las señas de
Florencia y, por eso, le escribieron. Florencia quería cumplir su
palabra con las monjas de Caspe, pero su madre, sabiendo que
eran muy austeras y que Florencia tenía mala salud, le aconsejó
que optara por Valladolid, y ella, siguiendo el consejo de su madre,
aceptó. Algunas religiosas dirían que el Niño Jesús les había traído
a Florencia, futura sor Ángeles.
Los últimos meses que vivió en el mundo encontraba consuelo
en sus penas en la devoción a Jesús Eucaristía, a María, a los
ángeles y a san Francisco. Era terciaria franciscana.
INGRESO AL CONVENTO
Ella declara: El día 25 de agosto del año 1891, de dos y media a
tres de la tarde, me despedí de mis padres y hermanos y salí de
Tolosa (en tren) con dirección a Valladolid, adonde llegué de once y
media a doce de la noche. Me acompañó mi confesor. Desde la
mañana del citado día en que visité por última vez la iglesia de San
Francisco de Tolosa, hasta la tarde del siguiente día en que penetré
en este sagrado Claustro, estuve como abstraída, sin darme cuenta
de lo que pasaba y se hablaba en torno mío, con cierto sentimiento
de la presencia de Dios y de sus designios sobre mi alma en el
importante acto que iba a realizar. No comí ni hablé apenas nada, ni
pude atender a ninguna de las cosas que me enseñaron las
personas que me acompañaban, ocupada mi mente no sé si en Dios
o en lo que debía hacer en mi nueva vida.
Cuando penetré en el Claustro y las religiosas me presentaron
una santa imagen de la Virgen, experimenté una felicidad divina,
inexplicable, un deseo ardiente de santidad, una dilatación o
descanso muy grande en mi alma, como quien estaba en su centro
y poseía su anhelado fin. Por la noche, después de retiradas las
religiosas, me dejaron sola en la habitación destinada para mi uso
en el noviciado. Puesta de rodillas a los pies de un crucifijo, me
entregué al amor y servicio de mi Dios humanado con mucho fervor
y propósito de ocupar siempre en Él mi pensamiento y mi amor, sin
admitir ni un solo pensamiento inútil mientras viviera en esta santa
casa, voluntariamente se entiende.
Empecé el postulantado con cierto sentimiento de la presencia
de Dios, presente en todo lugar, animada de los mejores
sentimientos, resuelta a responder a los designios de Dios en mi
vocación religiosa. Pocos días después de mi ingreso, me
constituyeron lectora del refectorio (comedor), y la primera vez que
leí la santa Regla, entendí de una manera clara la altísima
perfección que entraña el exacto cumplimiento de nuestra santa
Regla, y cuán lejos estaban las religiosas que constituían la
Comunidad del estado de perfección a que eran llamadas por su
vocación religiosa.
Enamorada del estado de santidad que me revelaba el conjunto
de leyes que constituye nuestra Regla, anhelaba con ardor
conformar mi vida con ella, pero veía los obstáculos que me
impedían la exacta observancia de la misma por la relativa
relajación de costumbres 19.
Entre otras irregularidades, había en la Comunidad la costumbre
de reunirse cada religiosa con su amiga, visitándose en la celda
mutuamente, y emplear las horas libres en charlar. No había
recreación común. Yo me reconocía la más culpable delante de Dios
y miserable de todas, y poseída del sentimiento de la propia vileza,
no me atrevía a manifestar siquiera las continuas protestas de mi
criterio y corazón contra las peligrosas costumbres introducidas, y
Nuestro Señor me requería para la perfecta observancia de la Regla
y para reformar la Comunidad, primero con el ejemplo, después con
mi autoridad, utilizando en obsequio de la observancia los talentos
recibidos y la influencia que ejercía en el corazón de las religiosas
20
.
NOVICIADO
El primer año de vida en el convento después de la toma del
hábito era de noviciado, antes de hacer la profesión perpetua. En
aquellos tiempos no hacían votos temporales o simples por tres
años antes de la consagración perpetua y definitiva. En 1862 el
Papa Pío IX impuso a todas las Órdenes de varones la profesión
temporal de tres años y el Papa León XIII la extendió a las Órdenes
femeninas en 1902; a sor Ángeles no le tocó.
Ella nos informa: Pasé el (primer) mes de postulantado más triste
que alegre. A la tristeza se agregó el sentimiento de la separación
de mis padres y hermanos, cuyo afecto natural sentía con mayor
viveza que cuando vivía a su lado. Pocos días antes de tomar el
santo hábito comuniqué mis anhelos y temores relacionados con la
observancia regular a mi Madre Maestra (que a la vez era abadesa),
quien me dio su palabra de facilitarme el exacto cumplimiento de la
Regla más adelante, y me aconsejó que tomase el hábito, y así lo
hice.
El santo hábito me lo impusieron el día 29 de setiembre, fiesta
del arcángel San Miguel, y me cambiaron el nombre de Florencia
por el de sor María de los Ángeles. Casi todo el año del noviciado
viví sumida en la tibieza y disipación de los sentidos y potencias,
practicando los ejercicios espirituales, así comunes como
particulares, sin devoción ni atención...
Tenía una tentación continua de abandonar este sagrado
Claustro para entrar en otra Comunidad más observante, donde
pudiese responder a mi vocación siguiendo la vida común, sin
necesidad de singularizarme, cuya tentación me duró casi todo el
año de noviciado...
El cariño y deferencias de que fui objeto por parte de la
Comunidad en el año del noviciado me ayudó mucho a vencer la
tentación de salir de esta santa casa para entrar en otra, porque no
cabía en mi corazón abandonar a unas religiosas que me amaban
con predilección y me miraban como el porvenir de esta santa
Comunidad.
El sentimiento de la separación de mi familia lo procuré ahogar
en mi corazón con el conocimiento del peligro en que me ponía
volviendo las espaldas a Dios por acompañar a mis padres y
hermanos, en quienes tenía ocupado mi pensamiento y mi amor, y
lo conseguí con la gracia de Dios, a quien estimaba más que a mis
padres, aun en medio de mis extravíos y vida disipada, y por esto
nunca pensé en salir del convento para volver al hogar paterno,
porque apreciaba en su justo valor la vocación religiosa.
Desde entonces me propuse no admitir afecto de criaturas ni
amar a éstas sino en Dios, por Dios y para Dios, para conservar mi
corazón puro, libre, suelto de afectos terrenos y una voluntad virgen,
empleada toda en amar a mi Dios, toda vez que por amor del mismo
Dios había sacrificado todo lo que amaba sobre la tierra, que eran
mis padres y hermanos, únicos capaces de llenar mi corazón, fuera
de Dios. Y en adelante, para conservarme en esta pureza de afectos
humanos, todas las veces que me veía en compañía de las
religiosas o en el locutorio, cual si temiese que me robasen el
afecto, repetía hablando no sé si con Dios o conmigo misma: “Dejé
a mis padres y hermanos, que tanto amaba, y vine a esta tierra
extraña, donde nada me gusta ni satisface el corazón, y después de
haber sacrificado cuanto amaba en la tierra, ¿pondré mi afecto en
criaturas desconocidas para mí? No, Dios y solo Dios será en
adelante el único objeto de mi amor, solo Dios, solo Dios” 21.
PROFESIÓN PERPETUA
Los dos meses últimos del noviciado me preparé para la
profesión recordando los llamamientos que había tenido a la
perfección, estudiando al santo Patriarca (san Francisco) y
procurando copiar sus virtudes. Soñaba con la esperanza de
estrechar mis relaciones marianas y de vivir bajo la dirección de la
Santísima Virgen desde el momento en que, realizada la profesión,
iría a vivir a mi celdita. Mi Madre Maestra y abadesa me había
regalado un cuadro de la Inmaculada y, llevando éste a la celda que
me habían señalado, lo colocaba sobre la mesa y rogaba a la
Señora que tomase posesión de la habitación...
Me enloquecía pensando que la celda sería mi oratorio, un
santuario de la Santísima Virgen y que la mesa destinada para mi
uso serviría de altar. Ignoraba yo lo que me esperaba, desconocía el
designio de Dios relacionado con la vida mariana, que iba a
cumplirse a mi favor. Soñaba con una felicidad desconocida, con el
desarrollo del germen mariano depositado en mi corazón, quizá en
el santo bautismo, cuya presencia había sentido varias veces en mi
vida secular, cuando atraída por una fuerza misteriosa visitaba a la
Virgen en una imagen pintada en la pared sobre (el dintel de) la
puerta de la sacristía en la iglesia parroquial de Tolosa... El día que
ingresé en esta casa, delante de la Virgen que se venera en el
claustro, experimenté lo que no puedo expresar y, mientras gustaba
con viveza la felicidad que me hizo sentir la Señora, ardía mi alma
en deseos de justicia y santidad y me fueron revelados algunos
designios de Dios sobre mi vocación.
En este período desapareció la tentación que padecía contra la
vocación, mas no mis preocupaciones por las dificultades que preví
me ocurrirían en el cumplimiento de mis anhelos relacionados con la
observancia regular...
Las religiosas mostrábanse ansiosas de mi profesión,
singularmente dos que más de una vez me crearon ocasiones de
pecar, quienes me manifestaron que se reunirían en mi celda para
compartir sus conversaciones frívolas. Temblaba mi corazón ante la
posibilidad de verme asociada a su relajación después de mi
profesión religiosa y, para sustraerme al peligro, retiré de la celda
que me habían preparado tres o cuatro sillas, dejando solamente
una, respondiendo negativamente con esta acción al deseo de las
mencionadas religiosas, quienes se dieron por entendidas.
En los Ejercicios preparatorios para mi profesión renové los
antiguos fervores, procuré corregir mis defectos y regular mi vida
con la voluntad de Dios, que me llamaba a la práctica de la imitación
de Jesús, María y san Francisco, y cobré alientos para vencer los
obstáculos que se oponían a mi vocación.
El 6 de octubre del año 1892 hice mi profesión solemne y
empecé a cumplir mis votos y santa Regla con la perfección que
Nuestro Señor me pedía22.
CONSAGRACIÓN A MARÍA
A los dos días de su profesión solemne, el ocho de octubre de
1892, hizo la consagración a María. Acto que le obtuvo grandes
bendiciones para su vida futura y fue cimiento de su vida espiritual.
Ella nos dice: Colocado el cuadro de la Inmaculada sobre la mesa,
me puse de rodillas ante la imagen y me consagré a la Señora con
mucha fe, entusiasmo y fervor, en concepto de esclava, súbdita,
discípula e hija. Elegí a la Virgen por mi Reina, Superiora, Maestra,
Directora y Madre, con súplica humilde de que aceptase los cargos
que le confiaba, y a Nuestro Señor le rogué que confirmase el pacto
y me hiciese donación de la Señora.
Imposible describir el bienestar que experimenté. Concebí una
confianza absoluta, filial, hacia la Santísima Virgen, un entusiasmo
por la Señora extraordinario y un amor insaciable, amor y
entusiasmo que fueron creciendo de día en día. Llevada del hambre
insaciable del amor mariano y de la imperiosa necesidad que sentía
de apoderarme de la Señora, la buscaba por el convento y pedía a
las religiosas que rogasen al Señor y le obligasen a concederme la
verdadera devoción a la Virgen y a entregármela para que fuese
toda mía, porque quería poseerla absolutamente. Se reían de mí las
religiosas en vista de mi insistencia, porque creían que poseía la
gracia que solicitaba, pero sentía yo un hambre insaciable de amor,
y cuanto más amaba a la Virgen, mayor anhelo sentía por Ella.
A partir del día que hice la consagración, conté con la Santísima
Virgen para todo. Cuando entraba y salía de la celda, postrada en
tierra le rendía mis homenajes de amor y respeto y le pedía la
bendición, y por su respeto no me sentaba nunca en la silla, sino
que permanecía a sus pies de rodillas o sentada en el suelo en la
forma que se pinta a María Magdalena a los pies de Jesús,
exceptuados los casos en que la ocupación o la naturaleza de la
labor me obligaba a sentarme en la silla. En las festividades de la
Virgen gozaba lo indecible. En ellas, como igualmente en el mes
mayo, el mundo se presentaba a mi vista transformado en paraíso y
sentía una renovación espiritual indescriptible, aunque hubiese
estado disipada los días anteriores.
Éste fue el principio de mi vida espiritual, la primera piedra
fundamental del místico templo que Nuestro Señor erigió en mi
alma. A mi perfecta consagración a la Santísima Virgen y la pronta
respuesta de la Señora y su fidelidad en cumplir los compromisos
adquiridos, debo mi felicidad, las múltiples y singulares gracias que
mi Dios querido me ha prodigado en el decurso de mi vida religiosa.
Lo confieso, y lo publicaré a la faz del mundo entero y después en la
eternidad dichosa, todo, todo se lo debo a la Virgen
Santísima, mi celestial Protectora: todos los bienes me vinieron
juntamente con ella 23.
SEGUNDA TORNERA
Quince días después de mi profesión me confiaron el cargo de
tornera segunda. El torno y la sacristía estaban relacionados, y en
ambas oficinas peligraba mi conciencia por las relaciones internas y
externas que comprometían mi libertad y mis anhelos de perfección.
Por esta razón padecí mucho en el período siguiente a mi profesión.
Devoré en silencio infinitas angustias y, vencida del respeto
humano, por temor de disgustar a la tornera y sacristana, ofendí a
Nuestro Señor.
Expuse mi situación a la Madre abadesa, y mi deseo de
retirarme del torno, pero la Madre no le dio importancia y me requirió
para que continuase en el cargo. El confesor tenía un concepto
elevado de esta religiosa, tanto es así que me aconsejaba que me
inspirase en ella para todo y, por no difamarla, oculté al confesor las
inquietudes que me ocasionaba la mencionada religiosa con sus
procederes, y este silencio alarmó mi conciencia y me retrajo de
Nuestro Señor 24.
Advierto que la Madre era la religiosa que en el torno y la
sacristía violaba las leyes establecidas, la cual hacía poco que había
sido elegida abadesa. Continuaba las comunicaciones irregulares,
las compartía con otra religiosa (primera tornera) y pretendía
asociarme a su relajación. Para sustraerme a la perniciosa influencia
de dichas religiosas y del sujeto que trataba con ellas, propuse
hablar de rodillas a la abadesa, y lo cumplí, consiguiendo por este
medio mi pretensión (de librarme de su mal ejemplo) 25.
Dios me perseguía con su gracia, con frecuencia se imponía a mi
alma para apoderarse de mi voluntad y elevarme a un alto grado de
perfección y unión divina. Deseábalo yo, pero se imponía la
necesidad de traducir al confesor mi historia íntima desde los
dieciséis años, mi vocación y los obstáculos con que tropezaba para
responder a los designios de Dios, y esto no podía hacerlo, porque
no veía el medio de vencer este obstáculo (de abrir totalmente mi
alma al confesor).
No solamente luchaba con la gracia, sino también con mi
inclinación y aspiraciones, porque sentía la imperiosa necesidad de
ser toda de Dios en María, y me costaba infinitas penas resistir a su
voluntad, que tan perfectamente respondía a mis anhelos.
Al entrar y salir del coro, mientras adoraba al Santísimo, con
frecuencia me sorprendía la memoria de los favores que Nuestro
Señor me había dispensado en el período que siguió
inmediatamente a mi conversión, y parecíame que Jesús me
reconvenía con amorosas recriminaciones por mi infidelidad a las
gracias recibidas y me requería para la alta perfección a que me
destinaba, a lo que llamaba yo segunda conversión. Lo mismo me
acontecía en la celda, con la diferencia que en lugar de Jesús se
imponía a mi alma la presencia de la divinidad, sorprendiéndome
cuando menos lo esperaba.
En dos ocasiones, por lo menos, que se repitió el combate, me vi
muy cerquita de Nuestro Señor. En la primera se consumó la lucha a
oscuras, quedando mi alma divinamente herida, deplorando con
amargura la dificultad con que tropezaba y me impedía entrar de
lleno en el beneplácito. En la segunda sentí la presencia de Dios a
mi lado, elevado como dos metros de altura del pavimento de la
celda, rodeado de una nube tenebrosa. Rasgóse ésta, y en el seno
de la nube revelóse Nuestro Señor en una claridad deslumbradora.
Lo mismo fue manifestarse Nuestro Señor que sentirme poseída de
su voluntad soberana, imponiéndoseme ésta por modo inefable para
elevarse a misteriosas regiones de perfección.
Mientras duró la soberana influencia percibí una felicidad divina,
el bienestar inefable que acompaña la perfecta resignación en el
beneplácito eterno de Dios y gocé lo que no puedo explicar.
Mientras me vi poseída de la voluntad de Dios, hallábame
perfectamente resignada, prisionera y cautiva, como si no tuviera
libertad para aceptar ni rechazar ninguna cosa. Esto duró un
momento.
Luego, antes de retirarse u ocultarse la presencia del Señor y la
influencia de su voluntad soberana, recobré el uso de la libertad, y
para cumplir la condición requerida para arribar a la perfección o
grado de unión que se me ofrecía, empecé a luchar como otras
veces suplicándole que se dignase vencer Él mismo el obstáculo,
manifestando al confesor directamente mi historia íntima, porque no
podía yo realizarlo a pesar de mi vivo anhelo de responder a sus
amorosos designios y del amor y estimación que me merecía su
divina voluntad.
Cuando cesó la divina influencia y me vi suelta de aquel abrazo o
intimidad, me quedé sufriendo una especie de purgatorio, una
privación de Dios y pena misteriosa, llorando porque no podía
cumplir la voluntad de Nuestro
Señor, quien me consoló prometiéndome que a su tiempo me
proporcionaría un director que me facilitaría la manifestación de las
interioridades que me pedía26.
EL DEMONIO
El demonio, con el permiso de Dios, no la dejaba tranquila y la
tentaba para desanimarla en su deseo de santidad. Ella manifiesta:
Hallábame una mañana en el Coro rezando Prima con la
Comunidad, padeciendo horrorosamente uno de los embestimientos
dolorosos de Satanás. Enajenada por el dolor, no sabía dónde
estaba, porque el Coro se había transformado en desierto, sufriendo
la penosa opresión del demonio. No recuerdo si hacía muchas horas
que padecía la dolorosa influencia, pero sí estaba firmemente
convencida que Dios Nuestro Señor me había entregado a Satanás
y le pertenecía como esclava, que era mi dueño y lo sería
eternamente. Oí nombrar a la Santísima Virgen en el martirologio
que en aquellos momentos se leía en el Coro, y, en el mismo
momento que el nombre de la Virgen penetró en mis oídos, se
impuso la Señora a mi alma o su presencia por modo admirable.
Escuchar el nombre de la Virgen, imponerse ésta a mi alma y
desaparecer el diablo, todo fue uno. Mi situación se cambió
completamente, una felicidad inefable sustituyó a la penosa
opresión y pasé un día felicísimo alabando a la Señora por la
protección que me dispensaba y por su poder soberano sobre el
demonio.
Estos casos fueron frecuentes, cambiándose mi situación en el
momento que recurría a la Santísima Virgen o se imponía ella a mi
alma, ora mediante la voz humana que me recordaba su existencia,
o inmediatamente sin intervención de criaturas 27.
Atribuyo a la protección de la Virgen el alejamiento de los
demonios, que he experimentado... Nuestro Señor no me ha
sometido a la dolorosa prueba de las tentaciones que comprometen
la pureza. Hace diez u once años, un día, estando en el Coro,
percibí la presencia de varios demonios a mucha distancia. Era uno
de los períodos de prueba en que más me combatieron los espíritus
infernales con amenazas, etc. Pues bien, cuando se acercaron los
demonios a distancia de doce metros, me sorprendió la visita de la
Santísima Virgen. De repente, extendióse sobre mi cabeza una
especie de firmamento, y en el centro apareció la Señora, quien se
apoderó de mí con apresuramiento —como el águila de su polluelo
—, y me elevó a la misteriosa región celeste donde se me había
aparecido. Allí me retuvo mucho tiempo, me alimentó con sus
palabras de vida eterna y me procuró una felicidad grande. Me dijo
que el fin de los demonios era sugerirme pensamientos
deshonestos, y por esto se había apoderado de mí con tanta
precipitación, para sustraerme a su perniciosa influencia. Mientras
estuve con la Señora, concebí un plan de vida, que observé
después; mejor dicho, una consagración de abandono a la Virgen,
con la Virgen a Jesús, y con Jesús a la divinidad, a cuyo servicio
puse mi felicidad, todo en conformidad con la Señora 28.
NOCHE OSCURA
Para avanzar en su camino hacia Dios, debió pasar por esta
noche, que ella llamo purgación. Dice: El 15 de agosto de 1893 salí
del desierto de la vida espiritual para entrar en el purgatorio donde
expié mis culpas de la vida pasada y las deficiencias presentes con
muchas y diversas penas.
La primera dificultad con que tropecé fue un horror y aversión a
la oración intensísimos. Cuando me dirigía al Coro para practicar la
oración común, y singularmente para consagrar a dicho ejercicio el
tiempo que me había propuesto, era tan grande la repugnancia que
sentía, que con gusto sustituiría en su lugar las penitencias más
dolorosas, y hubiese preferido luchar con el ejército enemigo en el
campo de batalla a la oración mental. Era tanta la violencia que
tenía que hacerme para entrar en el Coro, que parecía que me
tiraba alguien del hábito para impedírmelo. Vencida por la
repugnancia y horror que me inspiraba, al principio más de una vez,
falté a mi propósito, pero violentándome una y otra vez obtuve la
victoria y mis esfuerzos los coronó Dios con la admirable facilidad
que me concedió para la oración y el don de contemplación.
El segundo obstáculo fue el embotamiento de mis potencias
interiores, que me dificultaba y hacía impracticable la oración
mental, especialmente al principio...
Mientras luchaba con las dificultades, el diablo me sugería que
era incapaz para la oración, que no estaba llamada a la
contemplación y que desistiese de mi empeño. Deseché la
sugestión, confiando en la protección de la Santísima Virgen y de
los santos, singularmente de san José, a quien elegí en el siglo por
especial Protector en dicho ejercicio.
Conseguí lo que esperaba y en adelante la oración constituyó mi
banquete perenne, mi felicidad, mi vida.
El tercer obstáculo fue la aversión al retiro. Para cumplir mi
propósito relacionado con la abstracción de la comunicación con
otras personas, propuse permanecer en la celda todo el tiempo libre
de las obligaciones del Coro y del cargo, y en el cumplimiento de mi
propósito tropecé con la misma repugnancia y horror a la soledad
que sentía por la oración. Las paredes de la celda me oprimían y no
podía soportar el retiro sino a costa de mucha y continua violencia.
Una fuerza invisible me impedía recogerme en la celda, pero
violentándome una y otra vez, conseguí la victoria, y la soledad, que
antes aborrecía, se me hizo amabilísima...
El cuarto obstáculo fue el respeto humano, la falsa vergüenza
que pretendía imponerse a mi alma para impedirme el recogimiento
de los sentidos. He aquí de qué modo lo vencí. Vigilaba sobre mis
sentidos, conservaba los ojos bajos, sin levantarlos para ver quién
entraba y salía de la habitación. Si por descuido los levantaba y me
fijaba en el rostro de alguna religiosa, aunque fuese de lejos, me
imponía la penitencia de siete pellizcos en el brazo en honor de san
José...
Continuaba en la oficina del torno en concepto de tornera
segunda, y para no distraerme ni penetrarme de los asuntos que en
él se trataban, me tapaba los oídos cuando la tornera mayor se
acercaba al torno para dar y recibir los recados, y recibidos éstos
directamente de la tornera, los llevaba a la Madre 29.
Tenía la firme convicción de que Dios me odiaba más que a los
demonios, que Él era mi capital enemigo y que lo sería eternamente;
porque, cansado de sufrirme, disgustado porque me desvié de
sendero de la perfección después de mi primera conversión,
descuidando las prácticas piadosas etc., había determinado
condenarme al fuego eterno, entregándome a Satanás. Esta crisis
dolorosa fue el período más triste de la purgación y duró unos tres
meses.
La Santísima Virgen me protegió mucho; fue mi único amparo y
confidente. Sin saber de qué manera, me veía algunas veces
transportada a una soledad espantosa que entendía pertenecía a
los dominios de Satanás. Allí, temblorosa, esperaba las embestidas
del demonio, quien me manifestaba que Nuestro Señor me había
sometido a su imperio y que le pertenecía como esclava y que tenía
absoluto poder sobre mí para atormentarme y hacer de mí lo que
quisiera... Pero, cuando menos lo esperaba, imponíase a mi alma la
presencia de la Santísima Virgen y en el momento me veía libre de
la penosa opresión 30.
Pasados unos tres meses, la presencia de Dios, que antes me
oprimía, me procuraba una felicidad grande. Mostrábase, sin
embargo, el Señor indiferente conmigo, aparentaba dormirse con
relación a servidora, que me había relegado al olvido para siempre y
que no se acordaría de mí un solo momento en toda la eternidad...
Cuanto más me despreciaba Nuestro Señor y rechazaba mis
obsequios, mayor amor sentía por Él, mayor estima y entusiasmo, y
crecía mi amoroso empeño por merecer la gracia de que aceptase
mis obsequios en atención a las virtudes y méritos de la Santísima
Virgen, a quien procuraba interesar en mi favor 31.
El olvido aparente de Dios hería mi corazón y me trituraba.
Hubiese preferido cualquier castigo a éste. Procuraba despertarlo de
su profundo sueño, pero no lo conseguía. ¿Qué haré para que se
acuerde de mí un momento siquiera?, me preguntaba, y añadía: “Si
esperase al menos hacerme ver de Él dentro de diez años, me
consolaría, me impondría los mayores sacrificios para merecer esta
gracia y, llegado el suspirado momento, me arrojaría a sus pies, le
pediría perdón, recibiría el beso de la paz y me quedaría tranquila
para toda la eternidad... Esta conducta del Señor destruyó mi
soberbia y amor propio, aniquiló mi yo pecador, me despojó de las
propiedades que había heredado del viejo Adán y de los vicios que
contraje, me estableció en la pobreza de espíritu, en la humildad y
soledad, y me inspiró el puro amor. Contribuyó también a estrechar
mis relaciones con la Santísima Virgen. Esta identificación es quizá
el primer y mejor de los frutos que produjo en mi alma y el que
estimo sobre todos, porque los comprende a todos 32.
Cuando despertaba del primer sueño, me incorporaba en la
cama. Mis manos buscaban el santo escapulario y mi vista
intelectual el original representado en la imagen que contenía: la
Virgen Santísima. La hallaba en seguida. Me levantaba de la cama,
y, puesta de rodillas ante el cuadro de la Inmaculada, en la
presencia de la Señora reiteraba mi consagración, y en unión de la
Virgen adoraba al Señor, hacía mentalmente varias oraciones,
entrega, ofrecimiento de obras, etc., en su obsequio y practicaba un
ejercicio que llamaba “el ejercicio de la buena cristiana y buena
religiosa”...
Empezaba el ejercicio recordando con brevedad el fin para el
que fui criada y vine a la Orden y lo terminaba pensando en los
novísimos. Empleaba en esto una hora aproximadamente y lo
practicaba a los pies de la Virgen bajo su inspiración y mirada, como
consultando con Ella. Lo mismo practicaba los demás ejercicios 33.
Terminados mis ejercicios, visitaba a Nuestro Señor
sacramentado, practicaba en el Coro el ejercicio o ejercicios que me
sentía inspirada en el momento, y me retiraba a un lugar solitario
para cantar las alabanzas de la Virgen, v.g., las letanías. Mientras
cantaba, oraba y contemplaba las perfecciones de la Señora. Si
estaba triste y sumida en la tribulación, hasta el extremo de no
poder cantar las alabanzas de mi Madre y Reina, leía con pausa y
reflexión algunos salmos y lamentaciones de los oficios de la
semana mayor, venerando la Santísima Pasión de Jesús.
Habiendo cumplido con mis devociones, me acostaba un poquito
para entrar en reacción con el fin de estar mejor dispuesta para los
ejercicios de la Comunidad, que se practican en el Coro por la
mañana. Me levantaba a la hora señalada para la Comunidad, me
arreglaba un poquito y asistía a los actos de la Comunidad...
Desde que me consagré a la Virgen jamás he separado a Dios
de la Señora, ni a ésta de Dios.
Como estaba persuadida que Nuestro Señor no me quería, todas
las veces que salía de la celda para ir al Coro, requería a la Virgen
para que me acompañase. Voy al Coro, Madre mía —le decía—,
venid conmigo, porque Jesús no me quiere y no me admitirá en su
divina presencia si me ve sola. Además necesito que me
acompañéis para avalar mis ejercicios, porque quiero hacer
extensivos a Vos los obsequios que prestaré a Jesús y porque no
podría estar fuera de vuestra compañía: venid, vámonos...
Penetraba en el Coro, adoraba a Jesús y me colocaba en el
lugar que me pertenecía, suplicando a la Virgen que se pusiera
delante de mí para que Jesús me mirase a través de su amor y de
sus virtudes, mientras yo le obsequiaba y cumplía mis obligaciones
corales. Eran éstos los únicos momentos que Nuestro Señor se
mostraba despierto y me dejaba entrever su benevolencia. Todos los
obsequios que tributaba a Dios Nuestro Señor los extendía a la
Santísima Virgen, incluso el Oficio divino.
Todo, absolutamente todo, lo hacía extensivo a la Señora, y el
culto que tributaba a Dios Nuestro Señor procuraba avalarlo con los
méritos de la Virgen, a quien me adhería para alabar a Nuestro
Señor y cumplir mis obligaciones. Terminados los actos de
Comunidad, me retiraba a la celda y, recibida la bendición, puesta
de rodillas ante el cuadro de la Inmaculada, le daba cuenta a la
Virgen de lo que había hecho en el Coro, como si lo ignorara. Le
daba gracias por los socorros que me había concedido y le
encargaba que en mi nombre agradeciera al Señor el haberme
admitido en su presencia y por las gracias que me había
dispensado...
Todos los rincones del convento eran para mí oratorios, porque
en todos oraba, vivía en continua comunicación con la Virgen
Santísima y por su medio con Dios. Mi dependencia de la Señora
era tan completa que, aun para coser, imploraba su asistencia,
concediéndomela completísima, para que santificase el trabajo con
la oración 34.
Un día se agravó mi situación con la aprensión de que
pertenecía al demonio y me sumí en una terrible tribulación. Dios
Uno y Trino se dejó ver en una región de luz u horizonte divino que
se abrió a mi vista intelectual. Lo vi como otras veces, ocupándose
de todas las almas menos de mí, como si yo no existiera. Lastimada
de verle tan olvidado, le dije que son muy raros los padres de familia
que no han recibido algún disgusto, o muchos, de sus hijos, y sin
embargo no por eso los desconocen ni les retiran su amor. Los
castigan, sí, pero continúan prodigándoles su amor y sus cuidados
paternales.
Mientras le decía esto, le presenté varios padres de familia que
conocí en el mundo, algunos muy acres, pero sin embargo amaban
a sus hijos, y añadí: “Vos, el Padre por excelencia, con tantas
ventajas sobre los padres carnales, ¿cómo me habéis retirado
vuestro amor paternal, abandonado y relegado al olvido? Verdad es
que no lo merezco porque os ofendí, pero me hubieseis castigado, y
no abandonarme como lo habéis hecho”.
Cosa maravillosa. Inmediatamente Dios Nuestro Señor se volvió
de cara para mí —estaba de espalda— y fijando en mí su divina,
paternal y amorosa mirada, me manifestó que sí, que es mi Padre, y
Padre afabilísimo, y que me amaba infinitamente más que mis
padres naturales, que guardaba tesoros de amor y ternura infinitos
en su corazón hacia mi alma, cuya verdad conocería por
experiencia. No admite ponderación el consuelo que recibí. Corrí
presurosa a la celda para dar cuenta a la Santísima Virgen del favor
recibido, y mientras refería la visión a la Señora, se me apareció el
Señor nuevamente y confirmó la promesa que me había hecho.
No recuerdo en qué mes, del año 1894 —debió ser hacia la
primavera—, no sé cómo ni de qué manera se impuso a mi alma
Dios humanado en el misterio de la Encarnación, pero con la
especialidad que representaba la edad de 30 a 33 años. Su aspecto
era hermosísimo y todo Él parecía de fuego. No puedo expresar el
efecto que me produjo esta visión, que debió ser una noticia cierta o
experimental o sustancial (como se llame) del Verbo Encarnado.
Digo esto, porque tenía siempre presente en la memoria y como a la
vista del alma el cumplimiento de las palabras: ET VERBUM CARO
FACTUM EST ET HABITAVIT IN NOBIS (La Palabra se hizo carne y
habitó entre nosotros).
Era un sentimiento de la presencia del Verbo Encarnado junto a
mí, como si me rodease en la celda o donde estuviese... Es
indecible lo que gocé y aprovechó a mi alma en virtud de este
singular favor que me dispensó el Señor y que continuó
dispensándome por espacio de unos dos meses y tal vez más 35.
EL DESPOSORIO
Sor Ángeles alternaba días de oscuridad con días de luz. Dios, a
veces, se ocultaba y ella se creía condenada para siempre a merced
de los demonios. Otros días se rasgaba el velo de las nubes
interiores y Dios aparecía radiante y luminoso a su entendimiento.
Con estas luces y sombras Dios le hacía desear cada vez más
intensamente los desposorios con Jesús. Ella nos refiere: En el mes
de setiembre de 1894, una mañana, al salir del Coro besé una
imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro que allí había, y mientras
la besaba, dije a la Señora: “Dame este Niño: ¿qué te cuesta
colocarlo en mi corazón?”. Parecióme que el divino Niño llamaba mi
atención para que viese su actitud, y que me decía: “Como ves,
estoy a disposición de mi Madre, colocadas mis manos en las
suyas, dispuesto a ir adonde me lleve. De ella depende el que me
entregue a ti”. Sorprendióme que la Virgen difiriera la gracia de la
unión que solicitaba, dependiendo de ella, como me insinuaba
Jesús, y le dije: “¿Es posible que hagas esto conmigo que tanto te
quiero y me gozo en tu felicidad más que en la mía?”. Los ángeles
que representa el cuadro a derecha e izquierda de la Virgen,
mostráronme las insignias de la Pasión que llevan en las manos y
me dijeron que tenía que padecer una tribulación antes de
entregarse Dios a mi alma. Sentí un amor grande al sufrimiento, y
recibí alientos para padecer todo lo que Dios Nuestro Señor
quisiera.
Me retiré alegre, ansiosa de prepararme para la divina unión con
la tribulación que se me había anunciado; a los dos o tres días se
me olvidó la predicción, y me sobrevino la tribulación cuando menos
la esperaba. Fue que, abriendo un devocionario que había en el
Coro para leer por donde se abriera, me salió el ejemplo de una
joven que se había condenado por hacer malas confesiones. Yo
confesaba mis pecados al confesor, pero no le manifestaba mi vida
íntima y pensé que estaba en pecado mortal y por esto me ponía
Dios delante dicho ejemplo. Me metí en una tribulación terrible y
avisé al confesor, quien tardó cinco días en venir. Era víspera del
apóstol san Mateo, y como amaba mucho a los santos apóstoles, al
verme en pecado mortal (así lo creía yo), me querellé a ellos, uno a
uno, porque me habían abandonado hasta el extremo de dejarme
vivir en pecado mortal a mí, que tanto me distinguía por mi fe y
devoción al Colegio apostólico, mientras vigilan y prodigan su
protección al resto de la Iglesia como Padres y Fundadores...
Imposible describir lo que padecí con el temor de perder a mi
Dios para siempre, yo que tanto había suspirado por su posesión.
El 24 de setiembre, en lo más recio de la tribulación, viéndome
apurada de fuerzas para continuar en tan triste situación y temiendo
que perdería la cabeza de puro sufrir, me fui a la Virgen Santísima y,
puesta de rodillas ante el cuadro del Perpetuo Socorro, dije a la
Señora: “Madre mía, ya no puedo sufrir más, haced venir al confesor
y sacadme de este miserable estado, antes que pierda la vida o la
razón”. Inmediatamente sentí la presencia de la Virgen Santísima, y
elevada a su intimidad entendí que la Señora me decía que al día
siguiente se cumplirían mis anhelos de divina unión y otorgaría Dios
mis peticiones en condiciones ventajosas. Esto lo entendí
claramente y me comunicó tanta fuerza y virtud, que quisiera
padecer más, y que se difiriese la gracia que se me anunciaba tan
próxima para merecerla con mis sufrimientos y prepararme para
ella. No pedí aplazamiento, porque entendí que había llegado la
hora de Dios y porque el día siguiente celebrábamos la fiesta de
Nuestra Señora de las Mercedes y me consolaba que dicho día,
consagrado a la Virgen en la Orden franciscana, se cumpliesen mis
anhelos y que interviniese la Señora como había intervenido en
todas mis relaciones divinas en el período de prueba y de
expectación.
Era el mediodía, cuando se me comunicó el anuncio, y toda la
tarde la empleé en prepararme para recibir la gracia prometida
imitando las virtudes de la Santísima Virgen, en lo cual y en el culto
que tributé a la Señora, consistió mi preparación especial.
El 25 de setiembre de 1894, a las cuatro de la mañana, me
levanté para practicar mis devociones. Como de costumbre, en el
momento que dejé el lecho, me puse de rodillas para venerar a la
Santísima Virgen, y en ella y con ella a Dios y, en el mismo
momento, Dios UNO Y TRINO se reveló a mi alma en el esplendor
de su bondad y majestad soberana en forma bellísima, o de algún
parecido con la belleza humana, pero que no lo es, pues es belleza
divina.
No se presentó en regiones místicas (como solía), sino en la
celda, como a mi lado. Al presentarse, con una leve y amorosísima
insinuación, me dijo o significó que Él es mi Padre, mi Madre, mi
Esposo, el ser más íntimo y familiar y amante de mi alma. Que son
tan íntimos los lazos que nos unen, que, en su comparación, las
relaciones que en el mundo se conocen, los lazos que unen a los
esposos y a los padres con los hijos, son verdaderas divisiones.
Que no hay entre las criaturas parentesco ni afinidad que exprese y
pueda compararse con el parentesco que existía entre Él y mi pobre
alma. Así lo experimenté, y con la evidencia de la unión divina, al
ver que Dios era todo mío, y yo toda de Dios, quedé estupefacta.
Más no se contentó con honrarme con la excelsa dignidad y
felicidad que me concedió o me reportó el parentesco (aunque sería
éste sobrado motivo para que mi alma se perpetuara en el silencio y
admiración que me produjo), sino que después de haberme
revelado lo que es en sí, esto es, la suma Grandeza, el sumo Bien y
lo que era para mí, y que estaba más unido a mí que mi propia alma
y la vida que gozo, inclinóse benignísimamente, y dejóse caer en mí
como agua que se derrama, al mismo tiempo que parecía que se
arrojaba en mis brazos a la manera que un padre se arroja en los de
su hija, un esposo en los de su esposa y el niño en el regazo de su
madre. Se entregó a mi alma incondicionalmente para que
dispusiera de Él y lo gozara como quisiera. Inmediatamente entré en
posesión de Dios y quedé poseída de él con efectos maravillosos.
Con favor tan inaudito me quedé como espantada, y en medio
del asombro exclamé: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué no me
revelaste tu designio de entregarte a mi bajeza en esta forma
cuando empecé a usar de mis facultades?, porque estoy segura de
que toda mi vida te hubiera sido fiel y jamás te hubiera ofendido”.
Dios Nuestro Señor, con delicadeza y bondad admirables, me
impuso silencio diciendo que no le hablara de pecados de mi vida
pasada, que ya perdonó y olvidó para siempre, los cuales no
existen. Añadió y dijo: “Es tanta la gloria que me ha procurado tu
aceptación de mi divino querer, tu fidelidad y puro amor en el
período de purgación que no solamente perdoné tus pecados y no
veo en ti mancha ni imperfección, sino que apareces a mis ojos llena
de méritos y virtudes y te estimo “justa, santa”.
Imposible describir lo que yo sentí al ver que mi Dios querido no
consentía que le recordara mi pasado vergonzoso, pues vi en todo
ello el infinito amor que me profesa y que su divino beneplácito se
cumplía en mí perfectamente, pues no tenía nada que reprocharme.
Luego, mostrándose ansioso de testimoniarme su amor
otorgándome nuevos favores, díjome que le pidiera alguna gracia, y
me aseguró que haciéndolo le proporcionaría grande contento,
porque sentía necesidad de favorecerme.
Yo estaba tan perfectamente resignada a la voluntad de Dios y le
amaba tan pura y desinteresadamente, que no era capaz de pedir ni
desear nada fuera del cumplimiento de su divino beneplácito y el
acrecentamiento de su gloria. Por esto, teniendo en cuenta mi
debilidad y la posibilidad de cometer nuevos pecados y ofenderle
después de los favores que acababa de recibir, le rogué que, si
preveía que le sería infiel algún día, aunque fuese cometiendo una
sola falta venial, me sacase de esta vida, pues sería injuriosísimo a
su bondad y dolorosísimo para mí si, después de tan grandes
favores, tuviese la desgracia de cometer la más leve culpa o
imperfección.
Con agrado acogió Dios mi súplica, pero sólo en parte la otorgó.
Díjome que no convenía sacarme del mundo por entonces ni a su
gloria ni a mi felicidad, porque tenía designios especiales que
cumplir en mi alma, relacionados con su gloria, con la salvación de
las almas y la propia santificación. Que me concedería
abundantísima gracia para no caer en pecado, pero si a pesar de los
auxilios que me prestaría y de su vigilancia paternal singularísima
me extraviaba, Él me perseguiría con su amor hasta subyugarme
nuevamente y resarcir yo misma los agravios que le infiriese y las
pérdidas habidas durante el extravío, y que no permitirá a la muerte
quitarme la vida mientras no llegue al grado de santidad a que me
destina.
“¿Ves la intimidad que gozas conmigo? (díjome el Señor). ¿Ves
las condiciones favorables de tu alma? Pues bien, cualquiera que
sea el año y día de tu muerte, cuando llegue el trance supremo,
estarás en las mismas o mejores condiciones: te lo prometo”. Esto
entendí y lo creí y vivo en esta creencia. No recuerdo el tiempo que
duró la divina comunicación, la cual dejó huellas imborrables
divinísimas en mi pobre alma que la recuerda con infinita gratitud y
propósito de fidelidad a mi Dios, que tanto me favorece. Mi alma
quedó elevada a mística y divina región, rebosando felicidad 36.
1
Autobiografía 2.
6
Autobiografía 4.
7
Autobiografía 2.
8
Autobiografía 5.
9
Autobiografía 7-8.
11
Llegó a ser hermano lego franciscano con el nombre de fray
Pedro Regalado. Vivió algunos años en Tierra Santa.
12
Autobiografía 9-12.
13
Autobiografía 33-34.
14
Autobiografía 9-19.
15
Autobiografía 21-28.
17
Autobiografía 32.
18
Autobiografía 35-36.
19
Autobiografía 56.
21
Autobiografía 47-53.
22
Autobiografía 54-58.
23
Autobiografía 58-61.
24
Autobiografía 63.
25
Autobiografía 81.
26
Autobiografía 64-68.
27
Autobiografía 103-104.
28
Autobiografía 724.
29
Autobiografía 82-85.
30
Autobiografía 91-91.
31
Autobiografía 94-95.
32
Autobiografía 99.
33
Autobiografía 105-106.
34
Autobiografía 109-114.
35
Autobiografía 137-140.
36
Autobiografía 156-163.
LA NOCHE DEL ESPÍRITU
Después de haber pasado la noche oscura o noche del sentido,
sor Ángeles había recibido la gracia de Desposorio con Jesús.
Según dice san Juan de la Cruz: En el desposorio el esposo hace al
alma grandes mercedes y la visita amorosísimamente muchas
veces con grandes favores y deleites. Pero no tienen que ver con
los del matrimonio, porque todos ellos son disposiciones para la
unión del matrimonio 1.
El desposorio no es un matrimonio indisoluble, es un paso
imprescindible para llegar a él. En ocasiones, el Señor se le puede
manifestar con fenómenos sobrenaturales como éxtasis, ímpetus,
raptos, vuelos de espíritu o heridas de amor.
Poco después de un tiempo de gracia y deleites espirituales,
viene la noche del espíritu para que se purifiquen las potencias del
alma de todo lo humano y terreno. Es un tiempo en que Dios
permite que tenga grandes dudas de fe, aunque en el fondo
conserve la paz y la esperanza. Hay momentos en que Dios rodea
el alma de una soledad, de un desamparo y de una oscuridad total,
como si Él no existiera; y el alma se cree eternamente condenada.
Esta noche del espíritu es como un largo túnel, al final del cual
aparecerá la luz de Jesús que la llevará al matrimonio con Él y, por
medio de Él, con la Trinidad divina.
Por supuesto que la oscuridad, por muy oscura que sea, tiene
algunos momentos de luz en que se abren las nubes del alma y
Dios le da pequeños respiros de amor para que lo siga buscando y
anhelando. En el caso de sor Ángeles, sólo disfrutó de los goces del
desposorio unos tres meses. Y ella creía que el alejamiento de Dios
se debía a sus infidelidades y pecados.
Ella escribe: A los tres meses aproximadamente después de
haber sido elevada al grado de unión, empecé a temer el camino por
donde Dios me llevaba, aquella vida de unión con Dios tan elevada
y sobrenatural... Empecé a resistir al espíritu que me dirigía,
poniendo límites a la gracia y... empecé a descender gradualmente
de aquella vida de unión... Mostróseme Dios Nuestro Señor como
apenado por mi separación y continué viendo en Él la misma pena
hasta que me establecí en el estado de vida casi ordinaria que viví
después de mi descenso. Al modo como una madre, cuando ve al
hijo de sus entrañas precipitarse en un abismo, lanza continuos
gritos de dolor, repitiendo ay, ay, así Dios Nuestro Señor me parecía
que gemía al verme descender gradualmente, repitiendo en cada
gemido: ¡Me dejas!, a cuyo gemido contestaba mi alma enamorada
de su infinita bondad con idéntica pena..., pero con el propósito de
abandonarme a su voluntad cuando tuviera director espiritual 2.
Vivía como peregrina en el mundo, sola en medio de las
religiosas que me acompañaban y de la creación entera. En este
desamparo sentía como nunca la ausencia de mis soberanos
amores Jesús y María. En el momento que despertaba del primer
sueño, por la noche, en la ventana de la celda, fijos en el cielo mis
ojos, decía: “Allí están mis amores, ¡qué lejos!, ¿quién me los
traerá?,
¿quién los hará bajar del cielo para que me acompañen en mi
triste destierro, en mi angustiosa soledad?... Fuera de ellos todo es
vacío y soledad para mi corazón, todo me fatiga, me cansa y aflige
el ánimo, ninguno me entiende ni es capaz de consolarme como si
los mortales fuesen de otra raza distinta de la mía”.
Hacía mis ejercicios en el Coro y al irme al Coro me ponía en
otra ventana y, fijos en el cielo mis ojos, repetía: “Allí están mis
amores”. Cuando salía del Coro a las tres o cuatro de la mañana,
volvía a fijar mis ojos en el cielo y repetía: “Allí están”. Me acostaba
y, cuando me levantaba a Prima, antes de ir al Coro, me ponía otra
vez en la ventana para contemplar las distancias que me separaban
de mis divinos amores y repetía con creciente pena: “Allí están”.
Alguna que otra vez, respondiendo a mis amorosos reclamos, mis
soberanos amores se revelaban a mi pobre alma en el cielo o en
horizontes de luz que de repente se abrían ante mí y me consolaban
y alentaban a proseguir mi marcha por la senda de la perfección e
imitación de sus divinas virtudes 3.
Por el tiempo a que me refiero, una o varias veces me visitó
Jesús en la celda bajo la forma de un sol divino o de una faz divina
hermosísima que fulgura rayos de luz clarísimos que no permiten
contemplar sus facciones. Al verle me sentía bañada de gozo. Un
día vi a la divina Verdad o Dios Nuestro Señor identificado con la
Verdad de un modo que no ruedo explicar, pues fue una visión muy
espiritual. Otro día revelóse el Señor a mi alma como amante
enamorado y ansioso de favorecerme con sus dones 4.
ALEGRÍA DE LA NATURALEZA
Al día siguiente de su regreso, el 23 de junio de 1898, Dios la
inundó de alegría al sentir su presencia por medio de la naturaleza.
Ella refiere: A las tres de la mañana, me despertó el canto de una
codorniz. Lo mismo fue oír este canto que elevarse mi espíritu a
Dios por la contemplación de las obras de la creación, a cuyo himno
de alabanza me asocié para alabar y bendecir al Creador. Hacía
tiempo que la creación no me hablaba ni elevaba a Dios, y al verme
nuevamente favorecida del Señor con este lenguaje de amor que las
criaturas me hablaban, me sentí dichosa, y debía serlo, pues en
adelante hablaba de Dios y me elevaba a Él, y de solo oír el mugido
de una vaca o el ladrido de un perro, me transportaba al mundo de
los espíritus, a una región divina donde todo era orden y armonía y
sólo existía Dios como Creador y Conservador, vivificando la
creación y recibiendo el tributo de alabanza y gratitud de sus
criaturas.
En gracia a este favor, me dediqué a contemplar la naturaleza
para mejor escuchar las alabanzas que tributa a Dios la creación y
asociarme al himno universal de las criaturas, pero sin dejar por esto
la meditación de la vida, pasión y muerte de mi Dios humanado y
mis relaciones con Jesús sacramentado y nuestra inmaculada
Madre.
Por la misma razón, me aficioné a la floricultura y me dediqué a
ella en las horas libres de mis deberes de cargo. Señalé un trozo de
tierra en el jardín para cultivarlo con intención de inspirarme en las
flores para alabar y bendecir a mi Dios. Antes de cultivarlo lo
dediqué y ofrecí al Señor, y con el trozo de tierra le consagré mi
alma toda, rogándole que la aceptase. Derramé sobre ella bastante
cantidad de agua bendita y la bendije a mi manera y, hecho esto,
puse manos a la obra cavando mi trozo de tierra y plantando en ella
flores con la ayuda y cooperación de otra religiosa.
Di principio al plantío plantando en ella violetas, rosales, lirios y
azucenas sin reparar que no era tiempo, pues estábamos en junio.
Estaba impaciente por ver floreciente mi jardín para inspirarme en él
y no podía esperar ni un mes siquiera. Llena de fe y confianza en
Dios, bendije las plantas antes de meterlas en tierra para que no se
secasen, y así sucedió. Planté en el jardín violetas, rosales,
azucenas, lirios, jazmines, espuelas, claveles, pensamientos,
siemprevivas, pasionaria, girasol, alelíes, margaritas y yerbas
olorosas, y a un lado del jardín, separada a cierta distancia, planté
una higuera y al otro lado estaba plantada una vid. En la vid
contemplaba a Jesús, a quien procuraba adherirme como sarmiento
para vivir de su vida y producir frutos de santidad. En la higuera
contemplaba mi alma débil, inconsistente y expuesta siempre a las
inclemencias, pero verde y lozana, prometiendo al Señor dulces y
sabrosos frutos de virtud...
El girasol parecíame un retrato de mi alma, la cual, fija su mirada
en el Sol de Justicia, le seguía paso a paso en la carrera de su vida
mortal desde la Encarnación hasta su triunfante Ascensión a los
cielos, y cuando el Salvador se ocultaba a mi mirada con el
impenetrable velo de su inefable gloria a la diestra del Padre, me
quedaba como suspensa mirando al cielo (como el girasol queda
suspenso vuelto hacia el occidente, cuando pierde de vista al rey de
los astros) hasta que pasado un rato volvía a buscarle en el misterio
de la Encarnación.
Por último, de las variadas y preciosas margaritas que poblaban
mi jardín aprendía a amar y estimar a Dios mi sumo Bien, no porque
no le amase y estimase ya, sino porque en la contemplación de las
margaritas encontraba mi alma nuevos alicientes para estimar y
amar al Señor, a la vez que consuelo en las penas que padecía por
su ausencia.
Dos o tres veces por lo menos visitaba diariamente el jardín.
Cuando iba por la mañana, antes de salir el sol, parecíame que veía
a mis margaritas sonrientes, llenas de dicha y ventura, de vida y de
fragancia, y buscando la causa de su sonrisa y lozanía, hallaba que
era la próxima visita del sol, que estaba como a punto de aparecer
en el horizonte para bañarlas de luz y fecundarlas con sus rayos.
Por el contrario, por la tarde, al anochecer, las veía mustias y
marchitas, próximas a fenecer, y la causa de su decadencia
entendía no ser otra que la ausencia del sol, vida y hermosura de
las plantas.
Como había padecido tanto en materia de desamparos y
privaciones divinas en mi vida religiosa, y continuaba padeciendo,
me lastimaba ver a mis margaritas mustias y marchitas y me ponía a
razonar con ellas como si quisiera alentarlas y desahogar mis penas
contándolas mis amores y ansias de poseer a mi Dios.
“¿Qué os pasa, queridas mías (les decía) que tan tristes os
encuentro? ¿Quién robó vuestra hermosura y lozanía?”. “Se alejó
nuestra vida —parecíame que contestaban—, ocultóse a nuestra
mirada, y quedamos como nos ves”. Decíales: “¡Pobrecitas! con
razón lamentáis vuestra soledad, pero animaos, porque pronto
volveréis a verle. Si esperase yo mañana la visita de mi Sol divino,
mi vida, mi hermosura, mi felicidad rebosaría contento, no estaría
lánguida como vosotras, sino que rebosaría vida y entusiasmo. Mas
no soy tan afortunada que merezca su aparición diaria en el
firmamento de mi alma. Hace 20, 40, 60 y más horas que lo recibí
en mi pecho la última vez y no espero recibirle hasta que pasen
muchas más. ¡Cuánto me cuesta su ausencia!, ¡qué largos me
parecen los días que no comulgo, las noches y los días que separan
el jueves del domingo y éste del jueves! ¿Por qué no me haría
Nuestro Señor margarita para que gozara la presencia del ser que
constituye mi vida y sustraerme al vacío inmenso que experimento
en su ausencia y tanto me lastima? Consolaos conmigo, hermanitas
mías, porque sois más afortunadas que yo; dad gracias al Creador
porque os sustrae a mi pena haciendo nacer al sol sobre vosotras
todos los días. Si supierais lo triste que es vivir ausente de la vida
del sumo Bien, ardorosamente amado, vivamente anhelado y rara
vez poseído, os sentiríais dichosas con vuestra suerte. Qué felices
sois: yo, en cambio, ¡QUÉ DESGRACIADA!”.
Cada día me costaba más la ausencia de mi Dios. Gozaba
mucho cuando me favorecía con sus divinas comunicaciones, pero
dilatándose la capacidad de mi alma acrecentaba mi hambre y sed
de Dios, mi ardiente anhelo de estrechar las relaciones que a Él me
unían, y poseerle con mayor evidencia y en grado más alto.
Era Jesús mi objetivo, el blanco de mis pensamientos y el centro
de mi amor juntamente con su Madre bendita, de quien no
prescindía en mis relaciones con Nuestro Señor 11.
CONFESIÓN GENERAL
A fines de 1902 sus angustias y sufrimientos se acentuaron. Y
ella nos manifiesta: Turbada mi conciencia, me di cuenta que
necesitaba hacer una confesión general de toda mi vida para salir
del mal estado de conciencia en que me creía, pero una confesión
en la cual el confesor viese mi alma como yo la veía y sintiese de mí
lo que yo sentía, cuya confesión propuse hacerla con un padre de la
Compañía de Jesús, que ayudaba mucho a nuestra Comunidad en
concepto de confesor extraordinario y director de Ejercicios
espirituales.
El quince de marzo, me presenté al confesonario del
mencionado padre, a quien expuse la necesidad de hacer una
confesión general, pensando que estaba en pecado mortal desde
hacía muchos años; ¡tan embrollada tenía la conciencia! El confesor
no accedió a mi deseo, sino que me despidió diciendo que era
escrupulosa. No puedo expresar el sentimiento que me produjo,
pues veía frustradas mis esperanzas de recobrar la gracia que creía
haberla perdido después de haberme fatigado lo indecible en
prepararme para la confesión general por espacio de ocho días...
Aquella noche, dormida, tuve una visión. Sentí un amor y
entusiasmo por Jesús muy grande, a quien anhelaba ver a la edad
de 30 a 33 años y con quien ansiaba estrecharme, unirme,
identificarme y al efecto salir del miserable estado de pecado en que
creía hallarme...
Entendí que Dios Nuestro Señor me mandaba que hiciese la
confesión general con el mismo divino Señor en la Eucaristía. Me
infundió tanta fe y evidencia en su real presencia en el Santísimo
Sacramento, que me pareció había hallado el paraíso en la tierra.
Resolví hacer la confesión general con Jesús sacramentado, pero la
diferí para el día 18 del citado mes, eligiendo este día por la singular
devoción con que la celebraba todos los años en obsequio de la
Virgen por razones especiales, pues quería ante todo hacer la
confesión en un día en que pudiese contar seguramente con la
asistencia y protección de la Señora, quien no dudaba se mostraría
propicia a mi alma el citado día.
Entre tanto, y con la asistencia de la Virgen Santísima, me
preparé lo mejor que pude para la confesión general, y la noche que
media del 17 al 18 de marzo, cerca de la medianoche, me levanté y
fui al Coro.
Postrada ante el sagrario, hice un acto de fe vivísima en la
presencia real de mi Dios humanado sacramentado, en su Poder,
Sabiduría y Bondad y buena voluntad para conmigo, y con su
permiso di principio a la confesión implorando antes la protección de
la Virgen Santísima, a quien constituí abogada especial para este
acto, rogándole que dejase el cielo, si era necesario, para que
asistiese presente en el sagrario y para interesarse en mi favor en el
acatamiento de su divino Hijo sacramentado.
Y puse por testigos de mi confesión, de mi arrepentimiento,
propósito, peticiones, etc., a los ángeles que hacen la guardia de
honor al Santísimo en nuestro sagrario. Con mucho reconocimiento
a las finezas del Señor y contrición de mis pecados, llena de amor y
respeto, de fe y confianza, hice a Jesús sacramentado un relato
histórico de mi vida desde que nací hasta aquel momento y le
traduje mi alma toda tal como yo la veía, poseída del sentimiento
íntimo de su divina y real presencia en la Eucaristía, cuya presencia
era para mí una evidencia por la especialidad con que se mostraba
el Señor y se hacía presente a mi alma. Me pareció que veía a
Jesús como le vieron los apóstoles en su vida mortal, y que Jesús
me atendía y escuchaba mi confesión como escuchaba lo que
hablaban con Él los apóstoles.
Terminada la confesión, con verdadero arrepentimiento y
detestación de mis culpas y propósito de la enmienda, rogué a mi
Dios sacramentado que perdonase todos mis malos procederes,
abuso de las gracias, deficiencias en su servicio, todo, todo lo que
había faltado y era reprensible a sus divinos ojos, y me absolviese
de ellos a culpa y pena por sus amorosas y paternales entrañas, por
su santísima Encarnación, vida, pasión, muerte, etc., y por los
méritos e intervención de su Inmaculada Madre, de los ángeles y de
los santos.
Le pedí además que me restituyese la túnica de la inocencia y
me adornase con sus virtudes y perfecciones divinas. No vi que
Jesús me absolviese visiblemente —sin duda porque lo había hecho
ya por medio de sus ministros—, pero sí experimenté visiblemente
los efectos de su infinita misericordia y divina mediación en el
acatamiento del Padre. No puedo decir lo que sentí la noche de
referencia y en la mañana siguiente durante la comunión y misa,
pero gocé de tanta intimidad con mi Dios humanado sacramentado y
me sentí tan favorecida de su Bondad, que me pareció que no lo
había sido nunca tanto.
Recobré la paz del alma y me quedé tan tranquila de conciencia
como si acabara de recibir el santo bautismo. El mismo día por la
tarde, estando con la Comunidad en el coro rezando el Oficio divino,
me pareció ver a Jesús descender de cierta altura, y cuando fijó sus
plantas sobre el pavimento del Coro, se acercó a mí con amigable
bondad y condescendencia infinita y me dio un abrazo y ósculo
misterioso divino. Imposible expresar lo que sentí en aquel
momento.
El abrazo significaba la mutua unión y posesión y el ósculo
entrañaba el infinito amor que me profesa mi Dios humanado y el
entusiasmo y estima divina que sentía por mi alma en concepto de
Padre y de Esposo...
Vi lo mucho que le había complacido la confesión general y las
peticiones que hice la noche anterior... ¡Qué abrazo y ósculo tan
divinos! Tantas caricias me prodigó mientras me abrazaba y tan
inefables y misteriosas, que maravillada de verme objeto de tanta
predilección por parte de Jesús y, más aún, en vista del entusiasmo
y gratitud que me manifestaba por las complacencias que le
procuraba en el período de sufrimientos y especialmente la noche
anterior, que no sabía ni qué decir ni qué pensar. Permanecí muda
de asombro y estupefacción. ¡Oh! ¡Cuánto amas a las almas que
criaste y rescataste con tu sangre, Dios mío, y con qué ternura y
delicadeza las tratas! 12.
En varias ocasiones hizo ella sola ante Jesús sacramentado esta
experiencia de la confesión general. En una carta le escribía al
padre Mariano de Vega: Mañana cinco, de doce y media a dos de la
tarde, puesta en la presencia de Jesús sacramentado, poniendo por
intercesora a la Santísima Virgen y por testigos a su ángel custodio
y al mío, con los ángeles que hacen la corte a Jesús en nuestro
sagrario, me confesaré generosamente con Jesús; le diré todos mis
pecados y rogaré a los ángeles, sobre todo a su ángel tutelar y al
mío, a san Miguel, a nuestro seráfico padre san Francisco y a san
Buenaventura..., que recojan todas mis iniquidades y las lleven a
vuestra reverencia para que haga trizas el conjunto de las mismas
13
.
El padre Mariano le contestó: Para mayor tranquilidad tuya, te
digo que frecuentemente te absuelvo de todos tus pecados. Hacia
las nueve de la noche te absolveré todos los días a fin de que,
limpia y hermosa, te presentes a Jesús y te pierdas en Él 14.
Y ella le responde: Mil gracias por la absolución que me promete
diariamente y por el beneficio de sus santas bendiciones, las que
solicito de un modo especial para estos santos días de retiro 15.
DIRECTORES ESPIRITUALES
Dios, desde hacía mucho tiempo la estaba urgiendo a tomar un
director espiritual para que la guiara en los momentos de oscuridad
del alma. Ella sola se embrollaba y creía que estaba en pecado
mortal y que Dios ya no la quería para siempre. Pero algunas malas
experiencias con algunos confesores que no querían dirigirla o que
decían que no tenían tiempo, aparte de su natural timidez, le hacían
dudar de tener un director espiritual. Dios le insistía y ella lo iba
dejando pasar. Llegó un momento en que ese desoír la voluntad de
Dios podía hacerla en verdad alejarla de Dios y dejar de recibir
muchas bendiciones que Él quería darle por medio de su director.
Ella lo refiere así: El 10 de diciembre de 1903, al tiempo de
acostarme por la noche, Dios Nuestro Señor se reveló a mi alma
con semblante serio, severo y disgustado conmigo, manifestándome
que la causa de su disgusto era mi tardanza en cumplir la orden
relativa a la dirección. Me dijo que, si no lo ponía en ejecución, me
abandonaría para siempre. Entendí que por mis dilaciones en
cumplir el mandato en referencia padecía la Comunidad, porque no
quería su Majestad confiarme el cargo de abadesa mientras no
tuviera director y que, si no le obedecía, tendría que responder en
su divino tribunal de las faltas que cometían las religiosas de los
diversos bandos en que estaba dividida la Comunidad 16.
En ese momento ella tenía 30 años. El padre Andrés Ocerin
Jáuregui aceptó ser su director y lo fue oficialmente en 1904, pero
sólo por nueve meses, pues él se retiró de dirigirla por propia
iniciativa.
El segundo director fue el padre José Hospital Frago, siendo ella
ya abadesa. Él fue su director desde 1905 a 1910 por cinco años. El
padre José Hospital era canónigo deán de la catedral de Valladolid.
Los dos primeros años le fue muy bien con él, a quien abrió su alma
de par en par sin ocultar nada. Los tres años restantes,
prácticamente no era ya su director espiritual, pues el arzobispo de
Valladolid le dijo en 1907 a la Madre Ángeles que no estaba de
acuerdo con el deán y que se guiase según su propio espíritu en
cosas espirituales.
Ella nos dice: Fue el caso que varias personas respetables y de
todo mi aprecio y consideración, me hablaron en sentido poco
favorable de mi director espiritual, diciendo que era bueno, sí, pero
amigo de llevar a las almas por caminos sobrenaturales. Uno me
aconsejó que no hiciese ninguna cosa que mi director me ordenase
sin consultar primero con Dios Nuestro Señor, porque debía tener yo
la prudencia que a él le faltaba, etc. Este consejo y observaciones
que me hicieron acerca del director agravó mi situación, perdí la fe y
confianza que tenía en mi padre espiritual y me desorienté por
completo... Tampoco podía revelar a mi director la causa de mi
desconfianza y rebeldías y mis ansiedades y temores, porque vivía
en relaciones con los sujetos que me hablaron de él y me
aconsejaron que procediera de este modo, de los cuales uno me
advirtió que guardase secreto. Sólo Dios sabe lo que padecí en este
sentido por espacio de casi tres años, o sea, desde octubre de 1907
hasta julio de 1910 17.
Su tercer director fue el padre Mariano de Vega, capuchino, a
quien ella llamaba mi Padre verdad. Con él sí se entendió bien y
pudo encaminarse a pasos agigantados por las sendas del espíritu.
Fue su director desde el 2 de julio de 1910 hasta el 3 de octubre de
1913 en que Monseñor Cos, arzobispo de Valladolid, le dirigió una
carta por la que prohibía al padre Mariano de Vega cualquier
comunicación de palabra o por escrito con la Madre Ángeles y con
sus religiosas. Parece que el motivo fue que el confesor ordinario de
la Comunidad, al ver que el padre Mariano era muy estimado por las
religiosas, se sintió disminuido en sus derechos y fue a pedir que se
remediase la situación al palacio arzobispal.
A mediados de 1915, el padre Narciso Nieto, franciscano,
comenzó a ser su director espiritual y lo fue durante año y medio.
Su quinto director fue el padre Alfonso Andrés Vega, dominico, y
dirigió a la Madre Ángeles desde fines de 1917 hasta los últimos
días de 1919. A finales de 1919 el arzobispo de Valladolid, Don
Pedro Segura, permitió que volviera a dirigirla el padre Mariano de
Vega, que sería su director desde abril de 1920 hasta su muerte,
ocurrida el 28 de agosto de 1921.
De los cinco directores, el padre Mariano de Vega fue el único
que se entendió bien con ella. Era un hombre muy espiritual y supo
comprenderla y lanzarla a velas desplegadas por los caminos del
espíritu, llegando al matrimonio espiritual. El padre Mariano todos
los días le enviaba la bendición y la absolución a distancia.
Ella en una carta le pedía: Absuélvame de todos los pecados
que he cometido desde los santos Ejercicios del presente año hasta
este momento. Estos pecados, arrepentida de todo corazón,
confieso a mi Dios y a vuestra reverencia... También déme una
bendición especial en nombre de mi querido Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo y de todos los santos de nuestra seráfica religión; y
entregue mi alma a Dios Uno y Trino en unión de la santa
humanidad el Verbo, de mi Purísima Madre, de san José, san
Joaquín y santa Ana, de los santos apóstoles y de todos los santos
de nuestra Orden 18.
Y le insistía: No se olvide todas las noches de absolverme de mis
faltas 19.
El padre Mariano le respondía: Con frecuencia te bendigo,
puesto en Dios, y te perdono en su nombre cuantas deficiencias y
miserias hayas contraído como débil y flaca criatura 20.
Entre el padre Mariano y sor Ángeles había una hermandad
espiritual y ambos se consideraban como un solo corazón en Dios.
Por eso, el padre Mariano en una carta le dice: Vivamos siempre
unidos y adheridos en Dios para que, participando de aquella vida
divina y derramándose la divinidad entre nosotros por medio de la
santa humanidad de Jesucristo, seamos una misma cosa en Dios y
con Dios 21.
Y ella le escribe: Hice intención de poner mi alma, potencias y
todo lo que soy en las hostias que consagrará vuestra reverencia
durante su vida y le pedí a mi Dios humanado que se apodere de mí
y me asuma v asimile y me transforme en Él cada vez que celebra la
misa..., para que sea cada vez más divino el lazo que me une a mi
padre (padre Mariano) 22.
ABADESA
Fue elegida abadesa el 21 de febrero de 1904. Ella dice: Cuando
la Comunidad, de acuerdo con el Prelado, me confió el cargo de
abadesa, yo había pedido mucho a las tres personas divinas y a la
Virgen que me sustrajeran de dicho cargo, y el mismo día que fui
nombrada les rogué que me sacasen de esta vida y me llevasen
aunque fuera al purgatorio, si preveían que por razón del cargo
cometería alguna falta o daría motivo de sufrimiento a alguna
religiosa. Y en vista de que no otorgaban mi petición, los requerí
para que fuesen ellos los Superiores de esta santa Comunidad y
que quedaran con el título y los honores del cargo y también con las
responsabilidades y con los cuidados, que yo sería una simple
coadjutora para ayudarles en el cumplimiento de sus deberes.
Entendí que Dios Nuestro Señor y la Virgen aceptaban el cargo
de Superiores, y cuando me nombraron abadesa, en presencia del
Visitador y testigos, dije que no aceptaría el cargo si antes la
Comunidad no reconocía por su abadesa y Prelada a la Virgen
Santísima porque hacía muchos años que prevenida y avisada para
la elección que se cumplía, había renunciado al cargo en favor de la
Señora23. Me refería al año 1895. Cuando me requirió la Señora
para dicha renuncia.
No dije nada de la elección que hice de Dios Nuestro Señor para
Superior por no creerlo necesario; pues, siendo la Virgen, lo es Dios.
La Comunidad aceptó mi proposición y, acto seguido, el Visitador
confirmó la elección y fue celebrada por todos como un
acontecimiento. Yo experimenté no sólo la protección, sino también
el sentimiento de la presencia de la Santísima Virgen en esta santa
casa y Comunidad, como si realmente bajara del cielo para tomar
posesión de nosotras.
Y para que nadie dispute los derechos que tiene la Señora al
dominio de esta su casa y familia, el 7 de diciembre del citado año,
quincuagésimo aniversario de la definición del dogma de la
Inmaculada, por voto unánime de la Comunidad, fue elegida o
nombrada la Virgen “abadesa perpetua”, como consta en las
cédulas que contiene la santa imagen de la silla prioral del Coro 24.
El padre Mariano de Vega, en un informe sobre las actividades
realizadas por sor Ángeles siendo abadesa, afirma que lo primero
que hizo fue colocar la Comunidad bajo la dirección de María
Inmaculada, votándola toda la Comunidad y nombrándola abadesa
perpetua del convento y haciendo que la Santísima Virgen tomase
posesión del cargo, colocando la imagen de la Inmaculada en la silla
prioral del Coro. Cuando ingresaba al convento alguna religiosa,
tenía que depositar su cédula electiva-mariana en un sobre
colocado en los pliegues del manto de María, que contiene las
cédulas de toda la Comunidad. A esta elección, consagración,
filiación y esclavitud mariana de la Comunidad atribuía la Madre
Ángeles todas las prosperidades espirituales y materiales que
llovieron sobre tan afortunada Comunidad...
Quitó de las celdas todas las sillas, dejando una sola para el uso
de cada cual, evitando de este modo que las religiosas entrasen de
visita y pasasen el tiempo faltando al silencio y, tal vez, a la caridad.
Ella misma era un ejemplo vivo de silencio, pues era religiosa de
muy pocas palabras, salvo cuando el deber o la caridad pedían otra
cosa. Para acostumbrar a las jóvenes a no decir palabra alguna en
horas o lugares de silencio regular, les compró unas pizarritas, y
cuando alguna religiosa tenía que preguntar a otra alguna cosa, lo
hacía por escrito en su pizarra, contestando la otra en idéntica
forma. En las conferencias espirituales inculcaba una y otra vez este
punto de observancia, indicando al mismo tiempo las penitencias
que habían de hacer en público en el refectorio las que lo
quebrantasen. Con estos y otros medios logró que en su convento
hubiese perfecto silencio y completa soledad y que sus monjas
fueran en verdad almas solitarias. Otro de los abusos que más
empeño puso en desterrar del convento fue el que las religiosas no
entrasen en la cocina, pues era uno de los sitios donde más se
faltaba al silencio y a la caridad.
Pero no contenta la Madre Ángeles con establecer en su
Comunidad el silencio interno, procuró, ilustrada por Dios, introducir
también la soledad externa y abstracción de las criaturas,
contribuyendo grandemente para ello el alejamiento de los seglares
del locutorio. Era costumbre, como en otras muchas Comunidades,
tener refrescos en los días de la novena de la Inmaculada; comenzó
por reducirlos al último día, y, algún tiempo después, los quitó del
todo. Lo mismo hizo con los refrescos que solían dar en las
profesiones y tomas de hábito, logrando que desapareciesen. Y
para que las religiosas en ningún tiempo se olvidasen de esta
observancia, obtuvo del arzobispo Segura un Auto de Visita, en el
que se establece que, sin permiso del Prelado, nunca se puedan dar
convites en el locutorio.
Para llenar cumplidamente el fin que la santa Iglesia se propone
al bendecir y conceder el velo a la religiosa profesa, y para poner en
práctica lo mandado en la santa Regla, estableció que todas las
religiosas estuviesen en el locutorio con el velo echado, cubriendo
completamente el rostro. Solía decir que esto le había costado oír
muchas burlas, incluso de personas que, por su estado y carácter,
debieran aprobarlo. Pero, mujer verdaderamente fuerte, no era alma
que retrocediera ante el respeto humano, y, tratándose de un punto
de observancia regular, no cedía por nada ni por nadie en su santo
empeño.
Estableció la comunión diaria a principios del año 1906, apenas
tuvo conocimiento del Decreto dado por Pío X sobre la comunión
frecuente diaria...
Estableció el viacrucis en octubre de 1907, a raíz de la visita que
hizo el Excelentísimo señor Cos. Se practica en la Comunidad todos
los días, antes de comer; cada religiosa recorre las estaciones
cargada con su cruz y con una corona de espinas en la cabeza, a
manera de Nazarena. Decía la Madre que este ejercicio era muy del
agrado de Dios, como acto de propiciación e impetración a favor del
mundo prevaricador y que había entendido le mandaba Dios que lo
estableciese en la Comunidad.
Con el fin de implantar y conservar en su Comunidad la disciplina
regular, impedir las transgresiones de la santa Regla y
Constituciones, y corregir y castigar a las culpables y negligentes,
estableció la observancia del
“Capítulo de culpas”, que tenía todos los viernes; lo cual produjo
excelentes resultados. Introdujo también en la Comunidad el uso de
penitencias públicas en el refectorio, pero voluntarias, las que
practicaban las religiosas durante la comida.
Unas penitencias eran para todos los días de la semana y otras
para los días de Ejercicios espirituales y Semana Santa. Comenzó
ella misma por dar ejemplo, haciendo varias penitencias particulares
durante el año; y en los Ejercicios, que solía hacer sola antes o
después de la Comunidad, el primer día se postraba a la puerta del
refectorio, teniendo que pasar sobre ella las demás. El segundo día
pedía de limosna a las demás religiosas la sopa, que comía en
medio del refectorio, no tomando aquel día más alimento. Los
demás días hacía otras penitencias parecidas, siendo una de ellas
hacer nueve postraciones en tierra, en memoria de los nueve meses
que el Verbo divino estuvo en el seno de María. Cuando en estos
días tomaba asiento, lo hacía en el último lugar del refectorio.
En los Capítulos de los viernes dirigía además a la Comunidad
una instrucción o plática, muy fervorosa a la vez que instructiva.
Comenzó por la explicación de la santa Regla, Constituciones y
significado espiritual y místico del santo hábito; después con la vida
de la Santísima Virgen y de Nuestro Señor Jesucristo, basada su
explicación en los santos Evangelios...
Preparaba a la Comunidad para las grandes solemnidades del
año con pláticas o conferencias espirituales, basadas generalmente
en la Liturgia sagrada de la festividad respectiva. Estableció el día
de retiro mensual y solía tener en él su conferencia espiritual.
Además, uno de los medios que mejor resultado le dio para la
formación de las jóvenes, fue dirigirles por sí misma los santos
Ejercicios para las tomas de hábito y profesiones; lo cual hacía con
tanta formalidad y perfección como lo hubiera hecho el más perfecto
orador sagrado. De ordinario, todas las demás religiosas querían
tomar parte en estos santos retiros y asistir a sus admirables
pláticas, y solía concederles esta gracia, y a las jóvenes les permitía
que se adhiriesen a las ejercitantes e hicieran Ejercicios formales
con ellas, lo que les otorgaba como premio o recompensa de algún
trabajo o labor extraordinaria que hubieran practicado, por ejemplo,
limpieza general del convento.
Arregló la ropería común y llevó a ella todos los baúles y prendas
de las religiosas. Introdujo el uso de alpargatas y desterró toda otra
clase de calzado. Igualmente introdujo para los lechos el uso de
jergones y eliminó las demás comodidades. En el vestir aprobó
exclusivamente lo que ordena la santa Regla: hábito y túnica, a
excepción de las enfermas, con las que fue siempre benignísima.
Aunque deseaba y procuraba que sus religiosas fueran todas
almas verdaderamente contemplativas, siendo como es muy
dificultoso que estuvieran siempre y de continuo elevadas en Dios, y
para evitar la ociosidad, raíz de todo mal, y por razones de
economía y retiro de seglares, estableció que se lavase dentro del
convento toda la ropa de Comunidad; que, además del extenso
jardín, cultivasen por sí mismas, la pequeña huerta, blanqueasen el
convento, enladrillasen el pavimento y hasta hicieran obras de
carpintería, etc.
Cuanto trabajó por el bien espiritual de la Comunidad y de las
religiosas en particular, otro tanto trabajó y se esmeró por su bien
material. Llevó a cabo importantes obras, entre otras el entarimado
del Coro, iglesia y presbiterio, cerrando la sacristía subterránea que
había debajo de éste y haciendo otras dos nuevas, la exterior para
servicio de la iglesia y la interior para servicio del convento; adquirió
las imágenes de la Inmaculada —que preside en el altar mayor— y
las de san Francisco y santa Clara, que están a sus lados, y las de
los Sagrados Corazones que están en las credencias; arregló el
lavadero y construyó un buen depósito de agua para el mismo;
agrandó la cocina y puso una nueva pila de mármol para fregar;
cerró con vidrieras la escalera principal —que antes estaba al aire
libre—, así como la planta baja, y puso baldosín en toda ésta y en
gran parte de las celdas y oficinas. Más tarde compró un buen
armónium para el Coro; construyó una casa para el señor capellán,
entarimó la grada y colocó una buena serie de bancos en la iglesia;
además de otras muchas obras de menor importancia.
Y no obstante estas y otras mejoras, la Madre Ángeles acrecentó
considerablemente el capital de la Comunidad, el cual, cuando tomó
posesión del cargo de abadesa, era muy insignificante. Todo esto lo
realizó con la ayuda de personas piadosas, quienes con gusto la
favorecían con sus limosnas, por su extremada afabilidad y para
merecer sus oraciones 25.
La Madre Presentación, su inmediata sucesora en el cargo de
abadesa, nos describe así sus principales actos del gobierno: Para
que la devoción a Nuestra Madre (la Virgen María) fuese lo más
perfecta posible, hacía que se solemnizasen en la Comunidad sus
fiestas con la mayor solemnidad, preparándolas de antemano con
pláticas y hasta con Ejercicios...
Desde el año 1906 hasta el 1920, a las veinte jóvenes que
recibió, las preparó con los Ejercicios espirituales para sus tomas de
hábito y profesiones, lo cual ha dado inmejorables resultados, y
cuya semilla perdurará y fructificará por muchos años con óptimos
frutos en general y en particular.
En el año 1919 consagró nuevamente el convento y Comunidad
a nuestra dulcísima Madre y entronizó al mismo tiempo al Sagrado
Corazón de Jesús...
El día 15 de diciembre de 1919 ante la presencia del Santísimo
Sacramento se consagraron como esclavas de amor de la Reina de
los Corazones, y me consta que en esta fecha y en las que le
sucedieron hasta primeros de enero, fue muy favorecida de la
Santísima Virgen 26.
Todas las religiosas convienen en alabar la finura de su trato,
siempre afable y sencillo; su inalterable paciencia y mansedumbre,
que resplandecieron en circunstancias muy difíciles; su celo
constante por la observancia regular, su caridad maternal con todas
y especialmente con las enfermas 27.
Era (dice la Madre Rosario) el encanto de todas, lo mismo
jóvenes que ancianas, por su trato delicado y fino con las enfermas,
especialmente con las de enfermedades más repugnantes y
molestas; hacía oficio de enfermera solícita. A veces les alcanzaba
la salud, a lo que parece, con sus oraciones y tal vez cargando ella
misma con sus enfermedades 28.
De su celo en velar por la caridad fraterna, dice sor Natividad: No
transigía en lo más mínimo, haciéndonos pedir perdón unas a otras
aun por faltas insignificantes. En esto de la caridad noté en mi santa
Madre una delicadeza sin igual. Jamás de los jamases la oí hablar ni
por broma mal de nadie y consentir que otras hablasen en su
presencia tampoco, siempre sacaba la cara por la persona ausente.
No tan sólo nos mandaba pedirnos perdón cuando en algo nos
ofendíamos, sino que nos exigía que no quedase en nuestros
corazones ni el más leve recuerdo de la tal ofensa, y no tan sólo
esto, sino que perdonásemos de corazón al ofensor y le hiciésemos
todo el bien que nos fuese posible.
No tan sólo oí esto de sus labios, sino que se lo vi practicar a ella
esto mismo, en grado heroico, pues las más privilegiadas de su
corazón, merecedoras de sus cuidados maternales, fueron las que
más disgustos le dieron, y no consentía en lo más mínimo que se
hablase mal de ellas, pues solía decir, a ejemplo de nuestro divino
Salvador: “Pobrecitas, no saben lo que hacen”.
Decíale servidora en una ocasión: “Madre, póngase seria para
que las haga temblar y no consienta le falten al respeto”.
Me contestaba estas palabras: “No sabes lo que dices. Se vence
siendo vencidos. Además, ten presente esto que te voy a decir y no
quiero que se te olvide nunca. Jesucristo, cuando le prendieron en el
huerto de los olivos, con todo su poder bien pudo dejarlos a todos
muertos y quedar frustrados en todos sus designios. No lo hizo así,
sino todo lo contrario, como un manso cordero se dejó maniatar y
hacer de Él lo que quisieron. Sus discípulas, y mucho más sus
esposas, tenemos que seguir sus ejemplos admirables y no se te
olvide: La virtud vencida es la que mas vence” 29.
Siempre —añade sor Concepción— la vi tan contenta, amable y
condescendiente con las mismas que la mortificaban, y una bondad
y amabilidad en su trato encantadoras, que toda la que fuera a
buscar alivio en ella, salía consolada y corregida, y cuando veía que
alguna sufría, ella misma iba a su celda.
Tenía unas ocurrencias muy graciosas. Cuando nos predicaba,
siempre nos había de decir alguna cosa de gracia. Y digo esto para
que vean que era una santa expansiva y alegre, aunque no lo
parecía, porque era de pocas palabras30.
Continúa Sor Natividad: Diremos, sin cansarnos, que fue una
verdadera Madre, tanto en lo corporal como en lo espiritual; en lo
corporal, cuidando que no faltase nada de lo necesario a las
religiosas, tanto en el vestir como en el comer, sin pasar los límites
de la santa pobreza; cuando alguna vez necesitábamos algo íbamos
con gran confianza a su celda a pedírselo, seguras de alcanzar lo
que pedíamos; lo mismo en lo tocante a ropa de vestir como a ropa
de cama; ella, por acudir a nuestras necesidades, vestía siempre
prestado, y ni sabía la ropa que era suya, pues siempre tenía
distinta.
Era tal el agrado con que nos atendía que todas nos hacíamos
ojos para atender a sus necesidades, y de sí misma no tenía que
preocuparse, sino sus hijas eran las encargadas de atenderla en
todo.
Y cuando nuestra santa Madre no nos podía socorrer en
nuestras necesidades por tener agotado el dinero de la bolsa, nos
contestaba con tal agrado en nuestras peticiones, que nos dejaba
más contentas que si aquello que le pedíamos nos lo diese, pues
también Dios Nuestro Señor le hizo pasar a esta alma privilegiada
por la grande prueba de la escasez en los recursos materiales,
pasando grandes angustias para poder pagar cantidades grandes
de cosas de casa que se compraba al por mayor, pero era tal su fe y
confianza en Dios y nuestra purísima Madre en todas estas pruebas
que, sin saber cómo ni cuándo, salía siempre airosa en todos estos
lances. A fin de año todas las cuentas quedaban pagadas y a las
religiosas nunca les faltó lo necesario para vivir. De 18 años que
llevo en el convento nunca he visto que faltara el pan 31.
Sigue sor Natividad: Cuando empezó a desempeñar el cargo de
abadesa, el capital (de la Comunidad) era insignificantísimo. No
hacía más que unos 14 años, aproximadamente, en cuya fecha o
tiempo se perdieron algunos miles de duros (billetes de cinco
pesetas), que era casi lo que nos sostenía 32. El administrador
económico había robado prácticamente casi todos los bienes de la
Comunidad.
Pero Dios hacía milagros patentes por medio de algunos
bienhechores para solucionar los problemas económicos y poder
hacer incluso obras de mejoramiento. Dice sor Natividad: Cierto día
vino el carpintero a cobrar una cuenta que importaba 100 pesetas.
Al írsela a presentar a la Madre, estaba orando en el coro. Dijo: “No
tengo para pagar”. Se levantó y se fue delante de la imagen de la
Santísima Madre Purísima diciéndole: “Yo no puedo pagarle, Madre
mía, tú verás el medio”. Apenas se despidió el carpintero, llegó una
señora a darnos una limosna y entregó un billete de 100 pesetas.
No lo cogió la Madre en sus manos y mandó que se lo llevasen al
carpintero. Esto lo tengo por un milagro 33.
Por otra parte, mandó hacer una hermosa campana a quien se
bautizó con el nombre de María de los Ángeles. También mandó
dorar todos los cálices y la custodia. También se hicieron los bancos
de la iglesia, mandó entarimar la sacristía, colocó el púlpito, se hizo
la sacristía exterior e interior y, entre ambas, se colocó el torno. En
1908 se compraron las imágenes de Nuestra Inmaculada Madre, de
san Francisco y santa Clara. Se hizo el lavadero, se arreglaron las
celdas del dormitorio antiguo y se remodeló el noviciado y la cocina.
Durante los 17 años, que estuvo de abadesa, le tocó asistir a
bien morir a varias religiosas, que murieron en sus brazos. Según
manifiesta sor Lourdes: Todas deseábamos morir antes que ella
para que nos asistiese y tener la dicha de morir como las que
presenciamos, con la sonrisa en los labios. Que el Señor nos
conceda la gracia de que nos asista desde el cielo 34.
Sor Refugio declaró que recién entrada al convento, la Madre
Ángeles la acompañó al Coro. Y dice: Una cosa al parecer
insignificante manifestará el efecto que hizo en mi alma cuando por
primera vez, al entrar en el Coro, tomó el agua bendita. ¡Qué fe, qué
devoción y qué suplicas en un momento, pidiendo que nos
concediera todas aquellas gracias que Nuestra Santa Madre Iglesia
impetró de la divina Majestad cuando la bendijo! Tan grabado ha
quedado este acto en servidora que va a hacer ya veinte años y
puedo decir que siempre que entro y salgo del Coro, lo recuerdo 35.
Era muy mortificada y sobre esto la misma sor Ángeles afirma:
En invierno y en verano vestía la misma ropa y soportaba el calor y
el frío sin procurarme alivios, violentando la naturaleza, pues
derramaba lágrimas con la crudeza del frío, el cual me lastimaba
tanto que me parecía que alguien me hería con la espada. Mi celda
se parecía a la cueva de Belén por la pobreza y el desabrigo. Me
privaba del alimento necesario, me disciplinaba varias veces al día y
me imponía otros sacrificios, los cuales me ayudaron para conocer
por experiencia lo que padecieron en Belén mis divinos modelos.
Anhelaba la suerte de los pordioseros y quisiera como ellos pedir
limosna de puerta en puerta, recogiendo más desprecios que
mendrugos para imitar la pobreza y humildad de Jesús, María y
José; y merecer la gracia de establecerme en su compañía,
asociarme a su vida y ser como la cuarta persona de la Sagrada
Familia, a la vez que su esclava 36.
Solía decir: “No deseo otra cosa que ver feliz a mi Dios”. Sor
Natividad le preguntó un día: “¿Cómo se las arregla, Madre, que
siempre la encuentro como regocijada en Dios, pase lo que pase?”.
Y ella contestó: “Pues mira, es la cosa más sencilla: en cuanto me
despierto, mi primer pensamiento es Dios, y en Él veo todo lo que
durante el día me puede ocurrir, y para todo me preparo en
conformidad con la voluntad de Dios. Así, ni me alegro demasiado
por los acontecimientos prósperos ni me entristezco en los
adversos. Si algo me va mal, voy al Coro; se lo cuento a Jesús
sacramentado, y salgo de allí más contenta que unas pascuas. Me
ha ido tan bien con esta costumbre que tengo desde que ingresé
aquí, que de todo corazón te la aconsejo 37.
El rosario era una de sus oraciones predilectas y les aconsejaba
a todas rezarlo todos los días, aparte de la hora de oración mental
que tenían. Sobre su oración manifiesta: Después de las doce de la
noche, me dirigía al Coro donde permanecía dos horas y media en
compañía de Jesús sacramentado, haciéndole la guardia de honor
en compañía de la Virgen y de los santos ángeles... Con todo, no
satisfecha con esto, a las dos y media, cuando salía del Coro,
bajaba al refectorio donde visitaba a la Señora en la imagen de la
misma, colocada en la silla de la presidencia. Allí le rendía mis
filiales homenajes, le decía cuanto se me ocurría y cantaba sus
alabanzas en voz alta, pero con tal entusiasmo que parecía que iba
volviéndome loca de amor a la Santísima Virgen, si no lo estaba ya.
A las tres me despedía de la Virgen para retirarme a la celda a
descansar unos momentos. A las cuatro hacía el ejercicio de acción
de gracias por la Encarnación, en cuyo ejercicio no perdía de vista a
la Virgen; y terminado éste, me iba al Coro, adoraba a Jesús
sacramentado e inmediatamente me engolfaba en los amores de la
Señora, haciéndome eco de los sentimientos y aspiraciones de los
fieles cristianos que durante todo aquel día la visitarían en todos los
templos y santuarios del mundo, dedicados a la misma soberana
Virgen para venerarla y amarla... Me unía en espíritu a todos los
ángeles y santos del cielo y al mismo Dios omnipotente y, en unión
de mi Dios y de los ángeles y santos, la amaba y tributaba
alabanzas y hacía en su obsequio cuanto me inspiraba mi corazón
abrasado de amor de la Señora 38.
SU FIGURA
Sor Natividad la describe así: Su estatura era alta, elegante en
su talle, hermosísima en su rostro y toda ella agraciada. En lo moral
no hay que decir, pues en su rostro angelical se dibujaba con
caracteres indelebles la inocencia y pureza de su hermosísima alma
39
. La Madre Presentación dice así: Cuando tuve la dicha de
ingresar en esta santa casa y de conocer a su dignísima Superiora,
quedé encantada y entusiasmada de su trato amable, cortés,
delicado y prudentísimo, con lo que dejaba traslucir un talento
extraordinario, a la vez que era inocente y candorosa como una
ruña... Su inocencia se retrataba en su bello rostro que, a pesar de
lo demacrado que lo tenía por sus excesivas, aunque ordenadas
penitencias, conservaba un rostro de belleza que, aún en este
sentido, había sido favorecido por el divino autor para que se
cumpliese lo que dice: que la cara es el rostro del alma.
Era morena, pero la palidez la hacía parecer blanca, ojos
grandes negros y muy vivos, a la vez que modestísimos, pues
difícilmente los fijaba en la criaturas a no ser por necesidad para ver
el estado de salud de sus hijas. La nariz recta y muy bonita; la boca
pequeña y los labios regulares y encarnados, el rostro largo, las
cejas muy pobladas y muy unidas, el color negro como el cabello.
Era de alta estatura, muy proporcionada, graciosa y muy
elegante con una majestad respetable, que se imponía y la hacía
venerar a la par que amar, pues se hallaba un no sé qué que atraía
y cautivaba, pero con afición purísima y filial 40.
EL MATRIMONIO ESPIRITUAL
Según san Juan de la Cruz es una transformación total en el
Amado, en él se entregan ambas partes por total posesión de la una
a la otra, con cierta consumación de unión de amor... Consumado
este matrimonio espiritual entre Dios y el alma, son dos naturalezas
en un espíritu y amor 41.
Consiste en una unión real e indisoluble entre Dios y el alma. Es
una especie de deificación o trinificación, identificación con la
Trinidad por medio de Jesús. Por eso, sor Ángeles hablaba muchas
veces de enjesusamiento o identificación con Jesús y, por medio de
él, con la Trinidad Santísima. Jesús y el alma se funden y se pierden
en el amor de los TRES como la gota de agua que cae al mar. Con
frecuencia, esta unión se realiza en un éxtasis de amor,
generalmente después de la comunión. En ocasiones, hay entrega
de anillos y otros detalles, estando siempre presente la Virgen María
para entregar a Jesús a la desposada.
Por supuesto que Dios no se repite y cada matrimonio tiene
características personales distintas de acuerdo a cada persona. Por
otra parte, esta entrega total de Dios al alma puede hacerse en un
momento o a lo largo de varias etapas como en un proceso gradual.
Además, la unión del matrimonio espiritual no quiere decir que, a
partir de ese momento, ya todo será paz, amor, alegría y felicidad
para siempre. No. La identificación total con Dios o con Jesús en
Dios, puede terminar como en muchos santos con la pasión
dolorosa y muerte en la cruz. Sor Ángeles morirá padeciendo
indecibles dolores en el cuerpo y en el alma al punto de poder gritar,
como Jesús en la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?
A partir del hecho del matrimonio, que puede considerarse
realizado en un momento determinado por una experiencia mística
espectacular, sigue el camino de ascenso, que nunca se detiene, en
el cual se mezclan los momentos de gloria y de Tabor con los de
pena y Pasión dolorosa.
En el caso de sor Ángeles, los entendidos hablan de un proceso
gradual en el que distinguen dos etapas: la contemplación simple y
la contemplación mixta de la divinidad. En la primera etapa el alma
se centra casi totalmente en Dios Trinidad y, en la segunda etapa,
aparecen también episodios particulares de la vida de Jesús con los
cuales el alma trata de identificarse por medio de María hasta llegar
al Calvario y la muerte en cruz.
Lo mismo pasa en un matrimonio humano. Desde el momento de
la ceremonia hasta la identificación total de los esposos, deben
pasar meses o años hasta vivir, en el mejor de los casos, con una
sola alma y un corazón unidos en Dios.
Dice Jesús: Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá
a su mujer y serán los dos una sola carne. De manera que ya no
son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido que no
lo separe el hombre (Mt 19, 5-6). Los dos esposos están llamados a
ser UNO en Dios, no solo físicamente, sino también dejando todo lo
que los separe, ser UNO espiritualmente, teniendo los mismos
sentimientos y pensamientos de hacer siempre el bien y hacerse
felices mutuamente. Los esposos deben hacer realidad lo que se
dice de los primeros cristianos: tenían un solo corazón y una sola
alma, sin tener nada como propio, sino teniéndolo todo en común
(Hech 4, 32).
En el caso de sor Ángeles, un momento clave fue la fecha del
10-11 de junio de 1911, y también el 4 de octubre de ese mismo
año.
Dice ella al padre Mariano: Entendí que Jesús quería desposarse
con mi alma y me decía que ya había hecho en mi alma todo lo que
acostumbraba y era necesario para disponerla a tan gran favor, que
sólo faltaba la última mano, o sea, una como renovación de todo lo
que ya había obrado la acción divina en mi alma: reproducir en mí
todo lo que me había mostrado su Majestad relacionado con su vida
divina en el seno del Padre, su vida mortal, gloriosa y sacramental, y
que esto lo haría en los próximos Ejercicios 42.
El día antes de terminarse los Ejercicios, el 11 de junio, sábado,
víspera de la Santísima Trinidad, estaba terminando de rezar la hora
de Nona y tuve cierto aviso o presentimiento del soberano favor que
pensaba concederme Nuestro Señor en la misma mañana. No le di
importancia, pero se realizó lo que entendí. Fue a las nueve y media
aproximadamente de la mañana, mientras el director de los
Ejercicios formulaba las palabras que escogió como tema de la
plática (El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones
por el Espíritu Santo que nos ha sido dado: Rom 5,5). De repente,
se abrió a mi vista intelectual una región mística sublime, divina y
candente como el fuego, y en ella vi a las tres divinas personas de la
Santísima Trinidad.
Al verlas, sentí la propia nada, pecado e indignidad, como nunca
la había experimentado, pero lejos de rechazar la unión divina que
mi Dios me prometió, se lo pedí y me dispuse para ella... En un
momento realicé una infinidad de actos, pero lo que hice a maravilla
y me valió más fue buscar a la Virgen Santísima en el horizonte
divino donde se revelaba el Señor. En el momento en que me dirigí
a ella, hallé a mi protectora a quien supliqué que, postrada ante el
divino acatamiento, pidiera a la beatísima Trinidad me perdonase
todos mis pecados, el haberle arrojado de mi corazón tantas veces y
que se entregase a mi alma. Así lo hizo la Señora ¡Cosa
maravillosa! Lo mismo fue rogar la Virgen que entregarse Dios a mi
alma. Del horizonte divino donde yacían las tres divinas personas,
una a una, se dejaron como caer en mi alma y penetraron y se
establecieron en mí.
Un fuego divino se apoderó de mi alma y la profunda herida que
me produjo la divina presencia (herida de amor sabrosa y penosa
sobre toda pena y deleite) arrancó de mí tristes ayes, profundos
gemidos, en medio de los cuales recibí al triple y eternal amante.
Quedé penetrada y rodeada de un fuego divino como si me
hubiesen metido en una región candente, fundida en fuego divino.
No veía ni sentía otra cosa que el divino amor y la infinita caridad de
Dios hacia las almas... Estuve varias horas gimiendo, gozando y
padeciendo como enajenada. Cuando se cortó la corriente divina o
se atenuó la amorosa influencia, me hice cargo del soberano
beneficio que me había concedido la Santísima Trinidad,
entregándose y estableciéndose en mi alma. Mi alma entró en una
nueva fase de vida, en una especie de fiesta o solemnidad perpetua
de la Santísima Trinidad y participación de la eternidad dichosa y
quedé como asociada a la vida de Dios Uno y Trino 43.
Y decía: Soy toda de Dios y Dios es todo mío. Amo mucho,
mucho a mi Dios y soy muy amada del mismo Dios, porque soy toda
de Dios y Dios es todo mío. Todas estas cosas y cada una de ellas,
y muchas más que no puedo decir, me sacan fuera de mí siempre
que me pongo en comunicación directa con Dios por el amor intenso
que produce en mi alma hacia el mismo Dios. Es por esto que no
puedo oír hablar de Dios ni pronunciar las palabras “gloria de Dios,
amor de Dios al alma, o el amor del alma a Dios” sin perderme toda
en el mismo Dios y desmayar o empezar a bramar como un toro a
causa de las ansias de amar y glorificar a Dios, del gozo y angustias
que experimento en mi alma. Por lo cual, si estoy en Comunidad,
cuando preveo que me va a suceder esto, me salgo para no llamar
la atención 44.
El 4 de octubre, fiesta de nuestro seráfico padre san Francisco,
no recuerdo si al ofertorio o prefacio, abriéndose un nuevo horizonte
a mi vista, me parecía ver a Jesucristo, Dios y hombre verdadero,
con mucha gloria y majestad, fulgurando resplandores divinos y
convertido todo Él en un ser divino humanado de amor, que parecía
un serafín de fuego, todo amor; con nuestro padre san Francisco,
colocado como a sus pies, el cual parecía otro serafín porque
reverberaban en él aquellos fulgores y resplandores divinos... Al ver
a Jesús y a nuestro padre en la forma indicada, sentí grandes
ansias de asociarme a ellos: o sea, de verme yo también como
nuestro padre san Francisco, transformada en Jesús, animada y
clarificada por el mismo, como lo estaba nuestro padre, y de amarle
y glorificarle como lo amaba y glorificaba él; y se lo pedí a Jesús...
Comunicándome Jesús por conducto de nuestro padre aquel amor
en que ardían ambos, sentía arder a mi alma. Lo cierto es que yo
me abrasaba físicamente durante aquella visión 45.
El padre Mariano de Vega le aseguró que había recibido el
matrimonio: El cuatro o cinco del actual (octubre de 1911) pude
comprender y vine a la persuasión de que tu alma había sido
elevada al estado de matrimonio espiritual con Dios Nuestro Señor y
que Él tenía sus delicias en morar en tu corazón. Establecido este
fundamento, nada es extraño que el día de nuestro seráfico padre,
tu divino esposo te regalara (te hiciera feliz), pues a generoso nadie
le gana 46.
A partir de este tiempo y hasta el momento de su muerte, seguirá
sor Ángeles su camino ascendente de enjesusamiento, de
identificación con Jesús dentro del seno amoroso de la Trinidad,
donde siempre está María. No olvidemos que el camino de unión
con Dios nunca se detiene. Nunca un santo puede decir: ¡Basta! ¡Ya
llegué al final! María lo recorrió hasta lo máximo que un ser humano
puede llegar.
1
Llama de amor viva 3, 25.
2
Autobiografía 169-172.
3
Autobiografía 174-175.
4
Autobiografía 180.
5
Autobiografía 184-187.
6
Autobiografía 189-190.
7
Autobiografía 192.
8
Autobiografía 196-197.
9
Autobiografía 218-219.
11
Autobiografía 220-229.
12
Autobiografía 341-347.
13
Autobiografía 382.
17
Autobiografía 486-487.
18
Autobiografía 387-388.
25
Autobiografía 750-756.
26
Autobiografía 764-765.
27
Autobiografía 773.
28
Ibídem.
29
Autobiografía 773-774.
30
Autobiografía 774.
31
Autobiografía 775.
32
Ibídem.
34
Autobiografía 408-409.
39
Autobiografía 760.
40
Autobiografía 760-761.
41
Autobiografía 578-579.
44
Ibídem.
46
DONES SOBRENATURALES
Dios le concedió muchos dones sobrenaturales. Veamos algunos
de ellos:
a) Ciencia infusa
Sus estudios apenas se reducían a haber asistido como parvulita
al colegio de las carmelitas de la Caridad de Zumaya; y en San
Sebastián a una escuela primaria y, sin embargo, conocía los
misterios de la fe mejor que muchos grandes teólogos. Ella dice: En
mi infancia reconocí que mi inteligencia tenía una facilidad admirable
para penetrar los divinos misterios del sagrado libro de la doctrina
cristiana por la asombrosa claridad y eficacia con que se me
imponían y quedaban grabadas en mi memoria, entendimiento y
voluntad... Yo ignoraba el valor del talento que poseía y, por esto sin
duda, no lo cultivé. Pero llegó por fin la hora de utilizarlo en el
servicio de Dios y de la Virgen, a quien había consagrado mi mente
y corazón 8.
Sor Presentación asegura: Traducía o penetraba perfectamente
los textos latinos con tanta perfección que, cuando leía algunas
obras, cuya versión del latín al castellano no era perfecta, notaba
sus yerros, cual si toda la vida hubiera estado estudiando la lengua
latina 9.
Sor Natividad refiere otros secretos conocidos, a lo que parece
con luz profética. Esta misma religiosa recuerda en particular las
doctrinas de las pláticas espirituales que solía hacer la Madre
Ángeles, y lo mismo que otras de sus hermanas, cree que hablaba
por ciencia infusa al interpretar las Escrituras Sagradas 10.
Al padre Mariano le escribía sor Ángeles: Jesús y su Santísima
Madre me han enseñado lo poco que sé, no sólo en el orden
espiritual, sino también en el temporal, y muchas veces me habían
indicado que el padre espiritual (padre Mariano) tantas veces pedido
y prometido por ellos, me instruiría también como ellos, pues sería
para mí un padre de verdad 11.
Todos los doctores que entonces cursaban las escuelas de
teología, hubiesen quedado, al oírla, estupefactos en grado
superlativo, y hubiesen tenido que confesar que toda su ciencia,
adquirida a fuerza de estudios y más estudios, no tenía parangón
con la ciencia infusa que esta alma poseía 12.
Un sacerdote, Don José R. Trinidad, párroco de Fuentes de
Béjar (Salamanca), la oyó hablar por primera vez. Al terminar, y
quedándose sólo con tres religiosas, dijo confiadamente: A muchas
personas espirituales he oído hablar de Dios, pero como a ella, a
ninguna. Me ha cambiado en otro hombre 13.
b) Conocimiento sobrenatural
Conocía muchas cosas que no podían ser conocidas
normalmente, sino por revelación de Dios. Sor Presentación, su
sucesora en el cargo de abadesa, refiere: Según aseguró el padre
Mariano de Vega, su director espiritual, en un informe: Ella conocía
tan a fondo los corazones y veía tan claro lo que por ellos pasaba,
bueno o malo, que al estar predicando a sus religiosas, tenía
clarividencia de los efectos, generalmente admirables, que sus
palabras producían en el fondo de sus almas 14.
Unos días antes de morir, aseguró sor Presentación, que a
algunas de sus hijas les manifestó los designios de Dios sobre sus
almas 15.
Y sigue sor Presentación: En esto de conocer los interiores,
especialmente de sus hijas, fue singularísima. Estábamos
persuadidas que leía en lo íntimo de nuestras almas hasta las cosas
más menudas. Si nos veía tristes o abstraídas,
nos hablaba de alguna cosa ocurrida que fuese semejante a la
que nos pasaba, y entonces solíamos decir con sencillez: “Eso me
pasa a mí”. Otras veces nos revelaba nuestros secretos muy
íntimos, que nadie podía saber. Y en una ocasión, después de venir
de Logroño, al darle cuenta de cuanto allí me había ocurrido, al
terminar me dijo: “Has dejado de decir varias cosas, pero no
tenemos necesidad de recordarlas porque lo sé todo”. Insistiéndole
para que me las indicase, me repitió: “Ante todo tu tranquilidad, y la
seguridad de que nada que pasa en tu alma se me oculta", y en
algunas ocasiones me hacía conocer defectos que ni me daba
cuenta de que los tuviese, y en cuanto a favores que me otorgaban,
del mismo modo los percibía con mayor claridad que yo misma...
Confirman el juicio del don que tenía la Madre Ángeles para
penetrar los corazones, los testimonios de otras religiosas. Sor
María Purísima dice: “Era tan alto el conocimiento que tenía del
corazón humano, que muchas veces, sin comunicarle mis
pensamientos, me manifestaba lo que me pasaba en mi interior”.
Otra religiosa, cuya relación no tiene firma, añade: “Entre otras
cosas que me dijo fue el modo que yo tengo de confesar, cosa que
me dejó pasmada, pues sólo Dios podía haberle dado a conocer lo
que en mí tenía, pues algunas cosas no habían salido de mi pecho”
16
.
c) Éxtasis
Sor Presentación manifiesta: Hubo un período de tiempo, que, si
mal no recuerdo, fue del 1906 al 1908, en el cual la vimos en
bastantes ocasiones extática, como lo afirmaron muchas de las
religiosas que actualmente viven, pues aun cuando en aquel
entonces algunas creían que sería efecto de histerismo, después
pudieron persuadirse con la mayor evidencia y seguridad que dicho
fenómeno era puramente sobrenatural y que nuestra santa Madre
no era en nada histérica, y tantos cuantos médicos la han tratado,
muy ilustrados, ninguno ha manifestado nunca que fuese ni
adoleciese en lo más mínimo de histerismo.
Pasados estos éxtasis, nada exterior pudimos apreciar, como
tampoco esas persecuciones del demonio, excepto una temporada
de cuya persecución sólo se dio cuenta una religiosa jovencita, la
cual, asustada de los golpes que oía a veces en la celda de nuestra
santa Madre, fue contando al confesor lo que ocurría, y éste le
encargó que todos los días rociase bien con agua bendita la celda
de la Madre 17.
d) Don de sanar enfermos
Según dice sor Rosario: Era el encanto de todas, lo mismo
jóvenes que ancianas, por su trato delicado y fino con las enfermas,
especialmente con las enfermedades más repugnantes y molestas.
Hacía el oficio de enfermera solícita. A veces, les alcanzaba la
salud, a lo que parece, con sus oraciones y tal vez cargando ella
misma con sus enfermedades 18.
e) Comuniones sobrenaturales
Sor Presentación declaró: Pocos meses antes de morir, le dije:
“En una ocasión un padre franciscano me dijo que estaba harto de
oír que un ángel le daba a Vuestra Reverencia la comunión, cuando
se queda en cama. ¿Es verdad? Nada me contestó... La interrogué
de nuevo sobre lo que se decía de la sagrada comunión, pero se
sonrió y nada más añadió. Este silencio me parece que era una
tácita contestación de que era cierto, pues, de no ser así, dado lo
enemiga que era de esas exterioridades y lo humildísima que era,
hubiese negado el caso rotundamente 19.
Por ello, podemos decir que, al igual que sucedía con otros
santos, Dios permitió a su ángel, o a otros santos, que le dieran la
comunión cuando estaba enferma y no podía bajar a comulgar.
SU MUERTE
Según el testimonio de sor Consolación: En su última
enfermedad todos los días recibía la comunión. Muchos meses
antes de agravarse su enfermedad nos manifestaba también los
grandes deseos que tenía de recibir la santa unción, por temor a
que no le diese tiempo, si acaso la sorprendía la muerte o si
enloquecía, por lo mucho que por entonces padecía de la cabeza.
Nos decía que no quería morir sin recibir este santo sacramento
para que Nuestro Señor Jesucristo se recrease más en el cielo,
viendo en ella las señales de este sacramento 20.
La Madre Rosario declaró: Todo el invierno (1920-1921) lo pasó
con muchísimo trabajo, sin poder ir al Coro, aunque se levantaba
algunos ratos... Tuvo que pasar en su penosa enfermedad muchas
humillaciones, tanto por los médicos como por las enfermeras, que
tenían que curarla; que para un alma tan pura y santa como era ella,
no tuvo más remedio que pasar lo indecible. Pero hay que añadir
que lo sufrió todo con gran paciencia y mucha conformidad con la
voluntad divina en grado heroico.
La Madre Presentación añade: Al volver de Logroño, en octubre
de 1920, quedé sumamente apenada al ver a mi santa Madre tan
desmejorada que parecía un cadáver. Sin embargo, a los pocos
días, me dijo que se retiraba a hacer Ejercicios espirituales, a los
cuales desde hacía mucho tiempo estaba llamada; le hicimos ver su
mal estado de salud y nuestro sentimiento por vivir sin ella, pues en
tales casos su retiro era absoluto, pero nos repitió que Dios Nuestro
Señor así lo ordenaba, y con suma tristeza nos despedimos. Los
pasó muy mal físicamente, pues hubo necesidad de subirle la santa
comunión, cosa que no permitía a no estar grave; no obstante,
perseveró en su retiro hasta el 23 de diciembre, habiendo pasado 40
días como Moisés en el monte Sinaí, donde recibió favores
extraordinarios.
Al salir de aquella cuarentena de Ejercicios celebró la
entronización del Corazón de Jesús en el convento. Para esta
solemnidad dispuso que las religiosas llevaran en procesión por
todo el convento la imagen de la Santísima Virgen, a quien había
entregado el cargo de abadesa, y la del Sagrado Corazón de Jesús,
que se venera en el templo. Ante estas imágenes hizo ella la
consagración común, y al llevarlas por cada celda, hacía cada
religiosa su consagración particular. A cada religiosa iba haciendo
también su platiquita la fervorosa Madre...
Desde entonces su vida estaba más en el cielo que en la tierra y
apenas si hablaba con las religiosas, pues las encargadas de las
oficinas eran muy de su confianza y estaba segura de que cumplían
perfectamente su cometido, por lo que pudo en gran parte
desentenderse de este peso.
Su estado de decaimiento y sus penosos achaques alternaban,
pero aunque la veíamos tan mal, aún no creíamos llegado el tiempo
de su muerte, porque a verla sufrir estábamos acostumbradas
desde hacía quince años y nuestro anhelo de retenerla sobre la
tierra nos hacía formar juicios muy equivocados de los que en
realidad eran.
Llegó el día de la Resurrección, y después de tener a solas
nuestra conferencia espiritual, me dijo: “Creo que mi muerte está
muy próxima”. Mucho me apenó tan infausta revelación y le indiqué
que no podía suceder así, pues tantas veces Dios Nuestro Señor
nos había escuchado cuando le habíamos pedido su salud. Viendo
mi insistencia y con aquella natural e intima confianza que me
dispensaba, añadió: “He sido llamada a una unión tan divina con el
Espíritu Santo, que es imposible que se realice en esta vida.
Además me confirmo en este pensamiento porque, encontrándome
muy mal un día en los últimos Ejercicios, pedí con toda instancia a
nuestra Madre Purísima, poniendo por intercesores a san Joaquín y
santa Ana, a nuestro padre san Francisco, san Antonio y a mi madre
—que había fallecido hacía poco— me alcanzasen una de dos
gracias: o que muriese, o que me concediese salud para seguir en
todo a la Comunidad. Entendí que se me concedía, pero sin saber
cuál de las dos gracias fuese, y ahora me convenzo que fue la de
que moriría”. En vista de esto yo instaba a las religiosas que
pidiesen por la salud de la Madre, pero sin revelarles el secreto. Nos
persuadíamos que conseguiríamos ver despachada nuestra súplica,
y aún más porque parecía que mejoraba, pero al llegar el día de la
Pascua del Espíritu Santo, se sintió muy grave y tuvimos que avisar
al médico.
En ausencia del de cabecera, vinieron dos muy notables; los
cuales, después de examinarla, nos indicaron que la enfermedad
era gravísima y de menos esperanza por el estado de debilidad en
que se hallaba; terrible golpe fue éste, pero callamos, creyendo
sería una equivocación, y esperamos el fallo de nuestro médico, que
fue exactamente igual al de sus compañeros. Ni aún así nos
convencimos, persuadidas de que estaban en un error; no obstante,
seguimos el plan que prescribieron, que no tuvo más resultado que
el de hacerla sufrir lo que Dios sabe solamente.
Nuestra santa Madre se daba cuenta perfectísima de todo y nos
hablaba de la proximidad de su tránsito, pero nosotras seguíamos
creyendo que no sería así, máxime cuando en algunos momentos la
veíamos tan mejorada.
Para la santa unción se preparó con algunos ejercicios que ella
misma había compuesto, y la recibió con la mayor alegría, cuyo acto
no nos impresionó tanto porque se había iniciado una pequeña
mejoría. Hízonos escribir al Prelado rogándole con el mayor
encarecimiento se dignase venir a bendecirla. Así lo hizo el
bondadosísimo señor arzobispo, y el mismo día 13 de junio entró en
clausura aproximadamente a las seis de la tarde para concederle la
gracia que anhelaba y que agradeció muchísimo. A partir de esta
fecha fue mejorando mucho, abandonó el lecho y llegó a seguir
algunos actos de Comunidad, y el 22 de julio nos predicó la última
plática sobre la imitación de Jesús, tomando por modelo a santa
María Magdalena, a quien profesó una devoción especial por el
amor tan grande que había mostrado a su divino Maestro.
Llenas de júbilo estábamos al verla de nuevo entre nosotras,
pero nos duró muy poco nuestra esperanza; a pesar de verla tan
mejorada, el señor médico seguía repitiendo que vivía de milagro, y
que a no ser así, no se podían explicar tales mejorías, pues sus
varias enfermedades eran de muerte, y una sola, la más
insignificante, tiempo haría que habría terminado otra naturaleza;
pero nos aferrábamos más en nuestro criterio de verla
completamente sana cuando la encontrábamos en el claustro
paseando con una ligereza que ninguna sana podía seguirla,
parecía en tales momentos que no tenía cuerpo y que era puro
espíritu; sólo así se comprende pudiese andar del modo indicado,
mejorando de continuo hasta el 26 de julio, en que empeoró tanto,
que apenas si podía dejar más que breves ratos el lecho, hasta que
se quedó en él, para no levantarse más, el 15 de agosto.
No se pueden explicar los horribles sufrimientos que experimentó
y cuántas penas, y de cuántos medios se valió el Señor para
abrillantar su ya hermosa corona... Era tal su sufrir, que ni aun podía
soportar que estuviesen en la celda las religiosas, porque se
ahogaba; esto fue causa de mucha amargura para sus hijas, que
todas deseaban estar continuamente a su lado, lo cual era imposible
que soportase, dado el ahogo constante en que se hallaba, a lo que
se unió los casi continuos vómitos, muchos de ellos de sangre
cuajada, que aumentaban en extremo su sufrimiento. Continuaba
empeorándose, y las dos que estábamos a su cuidado no podíamos
perderla de vista, bien que alejadas, para no robarle el aire, a no ser
en el momento preciso que necesitaba nuestra ayuda. En uno de
sus últimos días quiso quedarse sola y cerrada, y a los pocos
momentos oímos un terrible golpe, procuramos saber qué fue, pero
nada entendimos, cuando, pasados unos minutos, abre la puerta y
con mortal angustia me llama y al verme se me abraza y me dice:
“Me he caído, y no sé quien me ha levantado; me muero, me
muero”.
Avisamos al médico, quien al verla dijo viviría muy poco y le
aplicó inyecciones de aceite alcanforado y morfina, pero todo era
inútil, pues no reposaba más que lo que duraba la acción de la
morfina 21.
La noche del 25 de agosto, viendo que reposaba, le dije: “Madre,
¿no duerme?”. “No puedo, mañana se cumplen 30 años que ingresé
en el convento, y Nuestro Señor me está haciendo recordar aquel
dichoso día y toda mi vida religiosa”. En broma le añadí: “Pues
dígale a Nuestro Señor que eso lo deje para mañana, que ahora
necesita dormir, de lo contrario ya verá qué día pasará”. “Voy, pues,
a ver si duermo”. Pero inútil. A una nueva pregunta mía, respondía:
“No puedo, no puedo, estoy dando gracias por el inapreciable don
de la vocación religiosa que me concedió y por el que ha concedido
a tantas almas que por no conocerle son ingratas a Dios y llevan
una vida infeliz; ¡cuántas, cuántas almas hay que no aprecian un
favor tan singularísimo!, yo que le conozco, tengo que dar gracias
por todas”. En esta forma continuó toda la noche, y el día fue como
era de esperar, y con más amargura la noche siguiente.
Llegó el 27 de agosto, y en él se acumularon y aumentaron en
horribles porciones sus penosísimos sufrimientos. No bastaban,
porque no producían efecto, las repetidas inyecciones, ni un
momento de reposo, nada de alivio a su horrible penar. Algunas
veces, en sus supremas angustias, me repetía: “¡Cuánto necesitan
los pobrecitos enfermos que se pida por ellos! Siempre los he
encomendado mucho, pero hacía algún tiempo me había olvidado.
Sin duda quiere Dios Nuestro Señor hacerme recordar mi antigua
costumbre; te aseguro —me añadió— que es tanto lo que sufro, que
si no fuese por la fe y mi vida espiritual, me tiraría por la ventana o
me agarraría a las paredes, no puedo sufrir más”...
A las ocho de la noche, cuando tocaban a Maitines, nos
preguntaba: “¿Qué santo es mañana?”. Al decirle que san Agustín,
le hizo una ferviente pero breve súplica en vascuence, sin duda para
que no entendiésemos, pero lo adiviné y le dije: “¿Le pide que le
lleve al cielo?” Me miró, con fijeza, pero nada me dijo. “No puedo
más”, decía con horrible amargura. “Dios mío, ni un momento de
reposo, me ahogo, me ahogo, me reviento”, y los vómitos no
cesaban.
Por la tarde había dicho: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
desamparado?, pero es en lo material, pues en lo espiritual Tú
jamás me abandonas”.
Durante la noche repetía: “Maternidad divina, ayudadme,
confortadme con manzanas —otras veces, con flores— que
desfallezco, y muero de amor”.
Bien podemos, pues asegurar que su muerte fue más efecto de
su seráfico e intenso amor, pues motivó la casi totalidad de sus
padecimientos físicos, que las demás causas naturales; por esta
razón pedía con tanta insistencia en aquella su última noche de
martirio la confortasen con manzanas y con flores; y por esta misma
razón, cuantos lenitivos le queríamos proporcionar, resultaban
ineficaces.
A las cuatro de la mañana ordenó la reverenda Madre Vicaria
que le administrasen la sagrada comunión, que todos los días tuvo
la dicha de recibir y que a temporadas era lo único que, como ella
con mucha gracia decía, soportaba su estómago, sin que le causase
molestia alguna; al contrario, un gozo y bienestar, y tenía tal hambre
de este divino manjar, que repito se le hacía muy largo el día, y
quería comulgar dos veces y en ocasiones pedía al capellán le diese
dos hostias consagradas para que le durasen más las especies
sacramentales, no porque la fe no le enseñase que lo mismo se
recibe en una sola que en dos, en una mayor o menor partícula. Por
esto, sin duda, Dios Nuestro Señor quiso concederle que la recibiera
en sus últimos momentos.
A las seis de la mañana, dijo: “Me he reventado”.
Inmediatamente me llamó por última vez. En ese momento una
hemorragia de sangre líquida, como un fuerte caño, salía por la
boca... Avisamos a la Comunidad, que estaba en el Coro, y a los
pocos momentos reclinada sobre mis brazos, como me lo había
mucho antes indicado, expiró 22. Era el domingo 28 de agosto de
1921.
La escena que siguió es imposible describir, pues, aunque
resignadas, era imponderable la pérdida en aquellos momentos, y
desde hacía algún tiempo en la Comunidad existía la mayor paz, no
había más que una cabeza y un alma, y ésta era la de mi inolvidable
y amadísima Madre, que era venerada como santa y querida hasta
el delirio, pero espiritual. No es, pues, de extrañar nuestro
desconsuelo.
Por la noche todas las jóvenes recibidas por ella, permanecimos
rodeando sus sagrados restos, pues era el último consuelo que nos
quedaba. Intentamos enterrarla en lugar separado y honorífico, pero
por más que insistimos no pudimos lograrlo del gobernador
eclesiástico.
Los funerales fueron todo lo solemnes que nos fue posible.
Concurrieron bastantes fieles y algunos sacerdotes y religiosos y,
por fin, encerrada en sencilla, pero fuerte caja de madera, la
enterramos en el cementerio común por nosotras mismas, sin
intervención de operarios como nos lo había suplicado, después de
haber tocado a su venerable cadáver todos cuantos objetos de
rosarios, medallas, etc., teníamos 23.
Según testimonio de sor Concepción Prendes, la enterraron con
el catecismo (que siempre llevaba al pecho) y con una estampa de
Nuestra Inmaculada Madre, como ella lo pidió 24.
Al día siguiente de su muerte, el 29 de agosto de 1921, el padre
Mariano de Vega escribió una carta de pésame a la Comunidad en
la que les decía con la autoridad de haberla conocido como su
director espiritual: Les acompaño en el dolor por la inmensa pérdida
que han tenido con el fallecimiento de su santa Madre abadesa
Ángeles Sorazu: alma muy grande entre las grandes, muy
extraordinaria entre las extraordinarias, y muy santa y santísima
entre las santas, como vuestras reverencias saben muy bien, pues
han sido testigos presenciales de su vida angélica y divina y han
visto y palpado por largos años la heroicidad de sus virtudes y
conocen muy bien el peso inmenso de dones celestiales
extraordinarios con que el Altísimo quiso enriquecer el alma de su
sierva.
Su muerte ha sido preciosa ante el acatamiento divino y no ha
sido más que un abrírsele nuevos horizontes a su entendimiento,
más angélico que humano, y nuevos ríos de amor a su corazón,
más bien seráfico que de mujer, para así continuar en el cielo la
misma forma de vida divina que por tantos años ha llevado sobre la
tierra.
Vuestras reverencias, si han perdido una Madre, en cambio
tienen ya una santa en el cielo que velará por todas y cada una de
sus hijas que tanto la amaron, mientras fueron compañeras en este
mundo. No se ha muerto, pues, su Madre, sino que vive con Dios
Padre y con Dios Hijo y con Dios Espíritu Santo, al lado de María
Inmaculada y asociada a nuestro padre san Francisco, cuidando de
sus hijas para que se hagan santas, como ella lo fue y, después,
llevarlas una a una al cielo que ella ya posee.
No les doy el pésame por el fallecimiento de la Madre Ángeles,
antes bien las felicito y les doy la enhorabuena por tener una santa
de ese convento en el cielo.
1
Autobiografía 132.
2
Autobiografía 337.
3
Autobiografía 73.
4
Autobiografía 205-207.
5
Autobiografía 71.
6
Autobiografía 131.
9
Autobiografía 764.
10
Autobiografía 770.
11
Ibídem.
14
Autobiografía 754.
15
Autobiografía 783.
16
Autobiografía 769-770.
17
Autobiografía 771.
18
Autobiografía 773.
19
Autobiografía 772.
20
Autobiografía 142-143.
2
Autobiografía 228.
3
Autobiografía 319.
4
Autobiografía 322.
5
Autobiografía 323.
6
Autobiografía 511-512.
7
Autobiografía 182.
8
Autobiografía 286-292.
9
Autobiografía 69.
11
Autobiografía 404.
14
Autobiografía 629.
16
Ibídem.
18
Autobiografía 424.
19
Autobiografía 723.
22
Autobiografía 243.
24
Autobiografía 150-152.
25
Autobiografía 413.
26
Autobiografía 124.
27
Ibídem.
29
Autobiografía 83.
32
Ibídem.
33
Autobiografía 4.
34
Autobiografía 783.
35
Autobiografía 600.
37
Ibídem.
44
Autobiografía 7.
46
Autobiografía 143.
47
Autobiografía 250-251.
48
Autobiografía 250-253.
49
Autobiografía 276-278.
51
a) LOS ÁNGELES
Los ángeles son criaturas puramente espirituales, tienen
inteligencia y voluntad: son criaturas personales e inmortales y
superan en perfección a todas las criaturas visibles 1. Cada ser
humano tiene un ángel guardián o ángel custodio que lo cuida
desde el primer momento de su existencia hasta su llegada al cielo.
Dice el catecismo: Desde la infancia hasta la muerte, la vida
humana está rodeada de su custodia y de su intercesión. Cada fiel
tiene a su lado un ángel protector y pastor para conducirlo a la vida2.
Su fiesta es el dos de octubre y, como se dice en la liturgia de
este día: Son celestiales compañeros para que no perezcamos ante
las insidiosas acometidas de los enemigos.
Jesús asegura que los ángeles de los niños ven continuamente
el rostro de mi Padre celestial (Mt 18, 10). El ángel del Señor está
en torno a los que le temen y los salva (Sal 33, 8). Y Dios mismo
nos ha confirmado: Yo mandaré un ángel delante de ti para que te
defienda en el camino y te haga llegar al lugar que te he dispuesto.
Acátalo y escucha su voz, no le resistas (Ex 23, 20-22).
Sor Ángeles, desde niña, tuvo mucha devoción a su ángel
custodio. Según testimonio de su sobrina Concepción, antes de ir al
convento había escrito en la pared de su habitación de Tolosa su
nombre Sor María de los Ángeles, pues los ángeles eran sus
amigos permanentes. Al entrar al convento tomó el nombre de sor
María de los Ángeles. En 1900 lo cambió por el de Sor Ángeles de
Jesús sacramentado para hacer hincapié en su amor a Jesús
Eucaristía, a quien adoraba en unión con los ángeles que le hacen
guardia ante el sagrario.
Veamos lo que escribe en su Autobiografía.
CONCLUSIÓN
Después de haber leído la vida de sor Ángeles Sorazu, nos
sentimos orgullosos de su vida. Ella pudo sortear todas las
dificultades de la vida espiritual con la ayuda de María. Por
experiencia nos dice que el amor a la Virgen María es
imprescindible para escalar las alturas de la santidad. Los ángeles y
los santos fueron ayudas importantes para llegar a Dios con María.
Ella se asoció como hermana a los ángeles para identificarse
con ellos. Ella es un ejemplo a seguir. Recordemos siempre que
tenemos un ángel que nos guía y nos acompaña por los senderos
de la vida, que hay muchos millones de ángeles que nos rodean,
especialmente los de nuestro familiares, y que hay millones ángeles
adoradores, que siempre están en adoración ante Jesús Eucaristía.
Asociémonos a ellos, cuando vayamos a orar ante Jesús
sacramentado.
Pidamos a Dios la gracia de la santidad por medio de María.
Este es mi mejor deseo para ti. Saludos de mi ángel y saludos a tu
ángel.
Tu hermano y amigo del Perú. P. Ángel Peña O.A.R. Parroquia
La Caridad Pueblo Libre - Lima - Perú
Teléfono 00(511)461-5894
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Pueden leer todos los libros del autor en www.libroscatolicos.org
BIBLIOGRAFÍA
Elcid Daniel, Ángeles Sorazu. Una maravillosa experiencia de
Dios, Madrid, 1986.
Pobladura Melchor, Una flor siempreviva. Sor María de los
Ángeles Sorazu, concepcionista franciscana, a la luz de su
correspondencia epistolar, Madrid, 1941.
Sorazu Ángeles, Autobiografía espiritual, Ed. Fundación
universitaria española y concepcionistas franciscanas, Madrid, 1990.
Sorazu Ángeles, Exposición de varios pasajes de la Sagrada
Escritura, Salamanca, 1926.
Sorazu Ángeles, Opúsculos marianos, Valladolid, 1928.
Sorazu Ángeles, Vida espiritual, coronada por la triple
manifestación de Jesucristo, Valladolid, 1924.
Sorazu Ángeles y padre Mariano de Vega: Correspondencia
entre santos, Ed. Centro de Propaganda, Madrid, 1995.
Testimonios de las religiosas que convivieron con la Madre
Ángeles Sorazu, que se conservan en el archivo del convento de La
Concepción de Valladolid, y fueron escritos hacia 1940.
Triviño María Victoria, El Cantar de los Cantares vivido en sor
Ángeles Sorazu, Madrid, 1989.
Villasante Luis, El camino cristiano según Ángeles Sorazu, Ed.
ABL, Madrid, 1994.
Villasante Luis, La sierva de Dios M. Ángeles Sorazu. Estudio
místico de su vida, dos volúmenes, Aránzazu, 1950.
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1
Catecismo N° 330.
2
Catecismo N° 336.
3
Autobiografía 279-283.
4
Autobiografía 362.
5
Autobiografía 549.
6
Autobiografía 292-300.
7
Autobiografía 499.
8
Autobiografía 783.
10
Sermón 6.
12