Colmillo blanco
A un lado del helado cauce de erguía un oscuro bosque de abetos de ceñudo
aspecto.
Hacia poco que el viento había despojados a los arboles de la capa de hielo
que los cubría y, en medio de la escasa claridad, que se iba debilitando por
momentos, parecían inclinarse unos hacia otros, negros y siniestros. Reinaba
un profundo silencio en toda la vasta expansión de toda esa tierra. Era la
desolación misma, sin vida, sin movimiento, tan solitaria y fría que ni siquiera
basta decir para describirla, que su esencia era la tristeza. En ella había sus
asomos de risa; pero de una risa sin alegría, como el sonreír de una esfinge,
tan fría como el hielo y con algo de sebera dureza de lo infalible. Era la
magistral e inefable sabiduría de la eternidad riéndose de lo fútil de la vida y del
esfuerzo que supone. Era el bárbaro y salvaje desierto, aquel desierto de
corazón helado, propio de los países del norte.
Arneses de cuero sujetaban a los perros, y unas correas, también de cuero, los
unían al trineo que se arrastraba más atrás. El trineo no llevaba cuchillas.
Estaba hecho de resistente corteza de abedul y toda su extensión descansaba
sobre la nieve. La parte delantera del trineo se levantaba como un pergamino
para poder aplastar la superficie ondulante de nieve blanda sin hundirse en
ella. Sobre el trineo, perfectamente atada, había una larga y estrecha caja
rectangular. También había otras cosas sobre las mantas que cubrían el trineo:
un hacha, una cafetera y una sartén; pero la que ocupaba la gran parte del
espacio era la larga y estrecha caja rectangular. Por delante de los perros,
sobre unas grandes raquetas de nieve, caminaba con dificultad un hombre. Y
en la parte trasera lo hacía un segundo. Sobre el trineo, en la caja, yacía un
tercero —cuyo difícil caminar había cesado definitivamente—, un hombre al
que lo salvaje había conquistado y derrotado hasta hacerle imposible luchar
más. A las Tierras Vírgenes no les gusta el movimiento. La vida es una ofensa
para ellos, pues la vida es movimiento; y el objetivo de las Tierras Vírgenes es
siempre destruir el movimiento. Hielan las aguas para impedir que corran hasta
el océano, chupan la savia de los árboles hasta que congelan sus esforzados
corazones vegetales; pero con quien es más feroz y hostil es con el hombre, al
que acosa y aniquila hasta que lo somete; al hombre, que es el más inquieto de
los vivos, siempre rebelde contra el dictamen que proclama que todo
movimiento debe, al final, desembocar en la quietud. Pero al frente y en la
parte trasera, libres de temor e indomables, caminaban los dos hombres que
todavía no habían muerto. Sus cuerpos estaban cubiertos con pieles y cuero.
Sus pestañas, mejillas y labios estaban tan cubiertos por los cristales de su
propio aliento helado que apenas podían distinguirse sus rostros. Esto les daba
la apariencia de máscaras fantasmagóricas, responsables en un mundo de
espectros del funeral de algún fantasma. Pero bajo aquella apariencia eran dos
hombres que penetraban en una tierra de desolación, escarnio y silencio;
insignificantes aventureros abatidos por una aventura colosal, que se
compadecían a sí mismos ante la fortaleza de un mundo tan remoto, extraño y
sin pulso como los abismos del espacio sideral.
Avanzaban mudos, reservando la energía de sus respiraciones para el trabajo
de sus cuerpos. A cada lado se extendía el silencio que los empujaba con su
presencia casi tangible. Afectaba a sus mentes de la misma forma que las
atmósferas en aguas profundas afectan al cuerpo del buzo. Los aplastaba con
el peso de su infinita vastedad y su inalterable condición. Les exprimía las
regiones más recónditas de sus mentes, extrayendo, como el zumo de la uva,
todos los falsos ardores, exaltaciones e indebidos valores del alma humana,
hasta que ellos mismos se sentían finitos y pequeños, motas y partículas
diminutas moviéndose gracias a su débil astucia y poca agudeza a través de la
obra e interacción de los grandes elementos y de las fuerzas ciegas de la
naturaleza. Pasaron una hora y dos. La pálida luz del corto día sin sol estaba
comenzando a diluirse en las tinieblas, cuando de pronto un desmayado y
lejano aullido se levantó en el silencio. Se elevó al cielo con raudo ímpetu,
hasta que alcanzó su nota más alta, en la que se sostuvo, palpitante y tenso, y
después fue extinguiéndose poco a poco. Y aquel habría sido un gemido
perdido y profundo de no estar investido de anhelante ferocidad y hambrienta
impaciencia. El hombre que iba delante volvió la cabeza hasta que sus ojos se
encontraron con los del que iba detrás. Y entonces, por encima de la estrecha
caja rectangular, ambos movieron la cabeza significativamente. Un segundo
aullido se elevó, penetrando el silencio con aguda estridencia. Los dos
hombres localizaron el sonido; procedía de la parte trasera del trineo, de algún
lugar en la extensión de nieve que acababan de atravesar. Un tercer aullido
remontó el silencio en respuesta, también en la parte de atrás aunque algo más
a la izquierda del segundo.
—Nos persiguen, Bill. dijo el hombre que iba al frente. Su voz sonó ronca e
irreal y pronunció aquellas palabras haciendo un evidente esfuerzo. —La carne
escasea —respondió su compañero—. No he visto un conejo desde hace días.
A partir de entonces no volvieron a hablar, aunque sus oídos estaban atentos a
los aullidos de caza que continuaron detrás de ellos. Cuando cayó la noche,
desviaron a los perros hacia un grupo de abetos al borde del río y montaron un
campamento. El ataúd, cerca del fuego, cumplió la función de asiento y de
mesa. Los perros lobo, agrupados en la zona más alejada del fuego, gruñían y
reñían entre ellos, pero daban clara muestra de no querer internarse en la
oscuridad. —Me parece, Henry, que se han quedado bastante cerca del
campamento —comentó Bill. Henry, en cuclillas muy cerca del fuego mientras
preparaba en un cazo el café con un bloque de hielo, movió la cabeza
afirmativamente. No pronunció ni una palabra hasta que no estuvo sentado en
el ataúd y comenzó a comer. —Saben dónde están a salvo —dijo—. Antes
prefieren comer a ser comidos. Para ser perros, son bastante listos. Bill sacudió
la cabeza. —Oh, no sé. Su compañero le miró con curiosidad.
—Es la primera vez que te oigo insinuar que no son listos. —Henry —dijo el
otro, masticando con decisión las judías que estaban comiendo—, ¿no te has
dado cuenta de la forma en que han alborotado cuando les daba de comer? —
Han armado más bullicio de lo normal —reconoció Henry. —¿Cuántos perros
hemos traído, Henry? —Seis. —Bien, Henry… —Bill se detuvo un instante para
que sus palabras adquirieran más significado—. Como te estaba diciendo,
Henry, hemos traído seis perros. Cogí seis peces de la bolsa, uno para cada
perro, y…, Henry, me faltó un pescado. —Habrás contado mal. —Hemos traído
seis perros —reiteró el otro sin apasionamiento—. Saqué seis peces. Una
Oreja se quedó sin el suyo. Volví luego a la bolsa y le di su pescado. —Solo
hemos traído seis perros —dijo Henry. —Henry —continuó Bill—, no te diré que
sean todos perros, pero son siete los que han comido pescado. Henry dejó de
comer y, a través del fuego, contó los perros. —Ahora solo hay seis —dijo. —Vi
al otro alejarse por la nieve —comentó Bill con fría decisión—. Vi siete. Su
compañero le miró compasivamente y dijo: —Me voy a poner la mar de
contento cuando acabe este viaje. —¿Qué quieres decir con eso? —preguntó
Bill. —Quiero decir que la carga que llevamos te está trastornando y que estás
empezando a ver cosas. —Ya he pensado en eso —respondió Bill muy serio—.
Y aun así, cuando vi que había salido corriendo por la nieve, miré y vi sus
huellas. Entonces conté los perros y seguía habiendo seis. Las huellas están
ahí en la nieve. ¿No quieres echarles un vistazo? Te las enseñaré. Henry no
contestó, sino que continuó masticando en silencio, hasta que finalizó su
colación con una taza de café. Se limpió la boca con la palma de la mano y
dijo: —Entonces, ¿estás pensando que era… Un aullido largo, terriblemente
triste, procedente de alguna parte en la oscuridad, le interrumpió. Se detuvo
para escucharlo y luego acabó la frase con un movimiento de su mano en la
dirección del aullido. —… uno de ellos? Bill afirmó con un movimiento con
cabeza. —Que el diablo me lleve si pensé otra cosa. Tú mismo te diste cuenta
del alboroto que armaron los perros. Aullido tras aullido y aullidos en respuesta
convirtieron el silencio en una absoluta confusión. Surgían de todas partes y el
miedo traicionaba a los perros, que se amontonaban tan cerca del fuego que el
pelo se les chamuscaba con el calor. Bill echó más leña antes de encender su
pipa. —Creo que estarías ya entre sus dientes —dijo Henry. —Henry… —
chupó con aire meditabundo la pipa durante algún tiempo antes de continuar—.
Henry, estaba pensando en la maldita suerte que tiene este hombre; es más
afortunado de lo que lo seremos tú y yo jamás. Y, con el dedo pulgar hacia
abajo, señaló la caja sobre la que estaban sentados, refiriéndose al tercer
hombre. —Tú y yo, Henry, cuando nos muramos, tendremos mucha suerte si
conseguimos cubrirnos con las piedras suficientes como para que los perros no
se nos acerquen. —Pero nosotros no tenemos ni los parientes ni el dinero que
tenía él — intervino de nuevo Henry—. El transporte de un cadáver tantas
millas es algo que ni tú ni yo podemos permitirnos. —Lo que me intriga, Henry,
es por qué un tipo como este, que era un lord o algo así en su país, y que
jamás tuvo que preocuparse por la comida o por las mantas, ha tenido que
acabar en una tierra dejada de la mano de Dios… Eso es exactamente lo que
no comprendo. —Podría haber vivido hasta la vejez si se hubiera quedado en
su tierra —afirmó Henry. Bill abrió la boca para hablar, pero cambió de idea y,
en su lugar, señaló hacia el muro de tinieblas que los acechaba por todas
partes. No se insinuaba ni la forma más leve en aquella completa oscuridad;
solo podían contemplarse un par de ojos centelleantes como dos carbones
encendidos. Henry indicó con un movimiento de cabeza un segundo par y un
tercero. Un círculo de relucientes ojos se había formado alrededor del
campamento. Una y otra vez un par de ellos se movía o desaparecía para
reaparecer unos instantes después. La inquietud de los perros fue en aumento
y echaron a correr en un súbito ataque de miedo hasta el fuego, encogiéndose
y arrastrándose entre las piernas de los hombres. En aquella confusión, uno de
los perros fue empujado hasta la hoguera y aulló de dolor y pánico cuando el
olor de su propio pelo inundó el aire. Aquella conmoción provocó que el círculo
de ojos se agitara durante unos momentos e incluso que se apartara un poco,
pero volvieron a sus posiciones cuando los perros guardaron silencio de nuevo.
—Henry, es una maldita desgracia que nos hayamos quedado sin munición. Bill
había terminado de fumar su pipa y ayudaba a su compañero a extender la
cama de pieles y mantas sobre las ramas de los abetos que había preparado
sobre la nieve antes de cenar. Henry gruñó y comenzó a desabrocharse los
mocasines. —¿Cuántos cartuchos dijiste que te quedaban? —preguntó. —Tres
—fue la respuesta—. Y me gustaría que hubieran sido trescientos. Así podría
mostrarles para qué sirven, ¡malditos sean! Sacudió uno de sus puños con furia
contra los relucientes ojos y colocó sus mocasines junto al fuego. —Y me
gustaría también que pasara esta ola de frío —continuó—. Llevamos ya dos
semanas con cincuenta grados bajo cero; y también quiero que acabe este
viaje, Henry. No me gusta el cariz que está tomando. No me siento bien, no
sé…, me gustaría que el viaje hubiera acabado y que tú y yo estuviéramos en
el fuerte