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Novelas Históricas de Andrés Rivera

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Andrés Rivera o la excusa de la novela

histórica
En esta dulce tierra (1984)
La revolución es un sueño eterno (1987)
El amigo de Baudelaire (1991)
Dr. Diana García Simón
Parece inevitable ocuparse de la producción literaria argentina de los
últimos años sin detenerse cuidadosamente en la prolífica aparición de
novelas históricas. Casi cada escritor de nuestros días se atreve a enfrentarse
con ella (el caso más reciente es el de María Rosa Lojo con su novela sobre
Manuela Rosas), difícil es encontrar un suplemento cultural que no se ocupe
de ella.

En el caso de Andrés Rivera (Buenos Aires, 1928) estamos ante un autor


que utiliza muy concientemente las posibilidades de ruptura de los límites
semánticos entre historia y literatura, elaborando a través de tales andamiajes
una reflexión sobre la escritura misma y sobre la mítica oposición entre
civilización o barbarie.

Dejando de lado a los personajes políticos ya conocidos por el lector,


Rivera se concentra (como lo señala Lukács con respecto a la novela
histórica europea) en el personaje secundario, en el representante de las capas
agobiadas por el tirano de turno, en el intelectual coartado en su libertad
creadora, reemplazando entonces la corporización del poder por la atmósfera
por éste creada (historia personal inmersa en el universo colectivo). El
escritor se empeña en alejarse de la tradición de la novela realista del siglo
XIX prescindiendo de la objetividad y rodeando a sus personajes de la luz
privada de un diario íntimo (Escribo, un tumor me pudre la lengua, La
revolución es un sueño eterno, p. 15)

El personaje histórico es en sus novelas el gran ausente o se transforma en


un personaje secundario, por lo cual ese héroe ficcional es indestructible,
más cerca de la encarnación (Freud) del eros que de la cotidianidad del
narrador.

Rivera no intenta en estas tres novelas -que giran sobre el eje temático
demarcado entre la declaración de la independencia y la tiranía de Rosas -
dar respuestas a la situación argentina de los años ochenta ni tampoco
establecer paralelismos erróneos, sino que nos presenta tres textos en los
cuales se pone en evidencia la capacidad “modélica”(Lotman) de su ficción:
menos una referencia a una realidad que un modelo de realidad.

a. La cuestión del género

Considero como elemento imprescindible de trabajo, en lo referente al


género, la renuncia a un modelo único de aproximación. Los elementos de
los cuales este género literario se nutre son al parecer de idéntica naturaleza y
sin embargo son dos elementos semánticos contrapuestos. Es decir, el
acuerdo al concepto occidental de novela como la puesta en escena de una
trama de libre invención y con respecto a la historia, y dentro de la misma
tradición, el respecto de los hechos y su correlatividad.

Noé Jitrik intenta aplicar al género de novela histórica la figura de


oximoron, y esta propuesta tiene el interés de permitir o “autorizar” para usar
las palabras de autor, las trangresiones que se lleven a cambio en los dos
hemisferios de la palabra escrita. El género de novela histórica conlleva en sí
la ruptura de los límites semánticos y por lo tanto el germen subversivo
representado en los porcentajes de realidad y ficción del texto. La novela se
instala plácidamente (casi parasitariamente) en las grietas abiertas en el
paisaje libre de fisuras del discurso histórico. Es a la vez en su hibridez un
discurso de resistencia que fuerza a los hechos históricos a replantear su
validez.

La novela histórica1 es un intento poético de espacializar el tiempo, de darle


una voz presente y crítica a un pasado inacabado, creando una amnesia
artificial que borra la referencia del texto a un discurso histórico preciso.
“Historia poética” la llama Djelal Kadir, que desarrolla este concepto a través
de la “historia secular” de Giambatista Vico.2

b. La mano que escribe y lo escrito

Al renunciar a la tercera persona determinada en el uso narrativo de las


novelas históricas, Rivera se apropia de una voz y no sólo de una referencia y
construye con ellas los hechos, negándose a relatarlos meramente.

La prestación de una voz al protagonista se enriquece con la reiterada


pregunta sobre la legitimidad de lo escrito. Es decir, es literatura y
metaliteratura a la vez. Leemos el comienzo de El amigo de Baudelaire:

Un hombre, cuando escribe para que lo lean los otros hombres,


miente. Yo, que escribo para mí, no me oculto la verdad [...] Me
atengo a una sola ley: no hay comercio entre lo que escribo y yo.
Nadie vende, nadie miente. Nadie compra, nadie es engañado. (P. 9)

Sabemos que el narrador, Saúl Bedoya, ha hecho estudios de abogacía,


habla y lee francés con la perfección necesaria para para apreciar a
Baudelaire, incluso se jacta de haber compartido con él una cena. Sin
embargo, la página diez de la novela está llena de su miedo de fracasar
durante la consumación de un diálogo entre el hombre y el papel. Al escribir
sus memorias se desintegra la seguridad oratoria que ha acompañado a
Bedoya, su seguridad de seductor, su convencimiento de poder seducir
incluso a la muerte.

Y estaba persuadido, cuando me miraba en el espejo, desnudo, de


que era inmortal. (p. 11).

Bedoya, ejerciendo de juez una vez vuelto a la Argentina, es confrontado


con el homicidio de un italiano llevado a cabo por dos peones y la hijastra
del muerto. Si bien la confesión de uno de los hombres no deja lugar a dudas
sobre el hecho, el juez utiliza su poder para apropiarse (la palabra remite a
mercancía y así es tratada la mujer) de la hijastra. Ésta a su vez se somete
ante su “nuevo dueño” hasta el punto se llevar un collar de perro, deslizarse
en cuatro patas y comer la carne cruda que el juez, trozo por trozo, le va
tirando.

Más claramente no podía haber ilustrado Martínez Estrada su psicología del


“hijo humillado” (Radiografía de la pampa).

La criada quiere a pesar de su origen, llegar a ser patrona, pero de eso nos
informa Andrés Rivera en otra de sus novela La sierva.(1992)

La letra escrita arranca al juez en cuestión del medio rural en el cual


transcurren sus días, para llevarlo nuevamente a los días del lucha, a la
ciudad, a la barbarie de la mazorca. De Buenos Aires a París, como
contrapunto paisajístico que sirve a la confrontación de la civilización
propuesta por Sarmiento y la fascinación de la barbarie grabada en Las
Flores del Mal.

En París, Saúl Bedoya se permite comentar con comicidad de que sería


tolerable que un burgués ordenara asado de poeta para cenar, y de que se lo
trajeran, en la pampa se consume con su miedo de hilar en tinta lo que tantas
veces ha intentado contar.

La vida del personaje Bedoya está entretejida de mentiras, es decir


ficciones que él inventa. Durante sus veladas entre caballeros de alta
alcurnia, por ejemplo, acostumbra a salpicar la conversación con citas de
personajes famosos, lo cual encanta y desorienta por igual a su audiencia:

Las citas son mías: las pienso un rato antes del coñac y los habanos.
Y se las atribuyo a personajes inapelables (p. 61)

Bedoya acostumbra también a traducir para su criada pasajes de Madame


Bovary, especialmente aquel en el cual Emma y su amante se refugian en la
penumbra de un coche tirado por caballos. La criada interesada, pregunta por
el autor de tal historia:

Ella me pregunta quién es el autor de ese libro.

Le contesto, yo. (p. 71-72)

Las citas apócrifas no agotan la relación de Bedoya con la escritura.


Mientras es visitado por un gaucho que lo desafía a pelear en duelo, leemos
al narrador repitiendo la frase que acaba de escribir. Como en un juego de
espejos confrontados, la imagen nos presenta a dos hombres que son
reproducidos en el texto que uno de ellos escribe y que el lector percibe por
repetirlo en voz alta.

Escribo a la luz de la lámpara que le ilumina la barba, y el cuchillo


que empuña y que sé que no tiembla en su mano, y la daga que tiró ahí,
sobre la tapa del escritorio, y que brilla, pálida, bajo mis ojos que leen
que brilla, pálida, bajo mis ojos (p. 62)
Esta relación de intimidad con la palabra escrita es retomada por Rivera en
la novela La revolución es un sueño eterno (1987) en la cual Castelli, el
orador de la Revolución de Mayo, intenta recuperar el contacto con el mundo
exterior después que una enfermedad lo ha privado del habla:

o, que me pregunto quién soy, miro mi mano, esta mano, y la pluma


que sostiene esta mano, y la letra apretada y aún firme que traza, con la
pluma, esta mano, en las hojas de un cuaderno de tapas rojas.(p. 25)

Y más adelante, cuando la pregunta ya no atañe a la identidad del que


escribe:

Castelli- escribe Castelli-, leé lo que escribís. Y no llorés. Tachá las


líneas que escribiste entre paréntesis: deberías saber, ya, que estos
tiempos no propician la lírica.(p. 48)

c. La novela del exilio

En esta dulce tierra, novela organizada en tres bloques, o capítulos,


comienza también con un homicidio, es decir, con la barbarie disfrazada de
delito político. Un hombre relata a otro una muerte, la de Maza. (27 de junio
de 1839, es decir la misma fecha que utiliza José Mármol en Amalia)

El que escucha, Cufré (a quien volveremos a encontrar en la próxima


novela La revolución es un sueño eterno como médico de Castelli) ha
estudiado, como Bedoya, en Francia y mantiene una relación simbiótica con
la cultura de ultramar, que forma el horizonte ideológico de la civilización
ausente de este lado del océano. Él conoce, también a un antiguo profesor
que leía en voz alta los textos que sus confusos pacientes no podían entender.
Otra vez, entonces, la emisión de mensajes que no alcanzan destinatario.

Al terminar el primer capítulo, la historia se desarma para volver a


construirse, cambiando los elementos, en una estructura simétrica. El relator
de los hechos que culminaron con el asesinato de Maza, y de quien ni
siquiera conocemos el nombre, se suicida, comprometiendo con este acto la
posición del médico Cufré ante los hombres de la Mazorca. Cufré no tiene
otra posibilidad que la del exilio.

En un principio, Cufré se siente tan seguro de la pertenencia a una


sociedad, a una profesión y a una ciudad que la idea del exilio le parece sino
imposible, por lo menos lejana.

Eso, pensó, esa oscura e indescriptible pertenencia a un cielo, a un


río, a unos muros, a una luz, a una lengua, nadie se la podría arrebatar.
(P. 41)

Durante su fuga es testigo de la muerte de un conocido a manos de la


Mazorca. Ahora es él quien llega a una casa pidiendo socorro y abrigo y
disponiéndose a contar los hechos que acaba de vivir. El paralelismo de las
dos escenas está encuadrado en las acciones que ambos oyentes realizan
durante el discurso. Así leemos en la primera parte:

Cufré avivó la llama de la lámpara y arrimó un carbón a los que


ardían en el brasero. (P. 13)

Leemos en la tercera parte:

Isabel caminó delante de él, una vela en la mano, por el estrecho


vestíbulo, hacia un hueco de luz. [...] distraídamente, sin ruido,
depositó un madero sobre los leños que ardían.(p. 65)

En esta novela encontramos otro de los motivos preferidos de Rivera: el


patricidio, aunque no llevado a cabo totalmente. La hija intenta eludir la
responsabilidad de la amenaza de muerte al padre o de su consumación. Así
como en El amigo de Baudelaire, la culpable compra el silencio del
abogado o juez o médico aceptando una relación de dependencia sexual.

En las dos novelas de revierte esa relación amo-esclavo, en la primera,


mediante la dependencia física del juez estanciero durante una enfermedad y
en la segunda durante la necesidad del médico de burlar a la Mazorca que le
sigue sus pasos. Isabel, su antigua amante, mintiéndole una persecusión que
no existe, lo encierra durante 29 años (es decir, hasta 1868, cuando
Sarmiento asume la presidencia) en un sótano3. Ahí pierde Cufré todo
aquello por lo que quería vivir. Volvemos a citar:

... esa oscura e imperceptible pertenencia a un cielo, a un río, a unos


muros, a una luz, a una lengua... (p. 41)

La metáfora de los años de oscuridad y humillación que coincide con el


gobierno de Rosas no necesita explicaciones más amplias.

También en este texto cede Rivera la palabra a un cronista de los hechos:

Usted, ¿qué escribe? Y lo que le digo a él es lo último que le digo a


él y a ustedes. Le digo a él y a ustedes: Nadie sabrá nunca qué escribo:
soy el prontuariante de Dios.(p. 92)

d. Cuerpo y letra

La revolución es un sueño eterno es una novela organizada en dos


cuadernos y un apéndice, elementos que remitirían a una fidelidad histórica
mayor a la de las otras novelas. El primer cuaderno comienza con un
Castelli, ya pasada la revolución, que escribe lo que no puede decir:

Un tumor me pudre la lengua (p. 15)


La figura del orador de la Revolución de Mayo como referente y un
Castelli devorado por el cáncer y las ganas de recuperar la voz perdida como
referido en el proceso escritural de Rivera.

Castelli se presenta al lector como el narrador que mueve, mediante el acto


de escribir, los hilos argumentales, creando la ilusión de que la historia
pudiera re-escribirse de acuerdo a las leyes de la ficción. Este narrador
ficticio olvida que el narrador ficcional nos está esperando a vuelta de página
para mostrarnos su especulación de los hechos pasados. Narrador ficticio y
ficcional coinciden en las tres novelas espacialmente y prácticamente
también temporalmente.

Los une, además la abstracción de ambos planos de tiempo y espacio ya


que están condenados a una existencia de exiliados, es decir el no- lugar
donde sus vidas transcurren y el tiempo que ya no corre sino que ha quedado
paralizado en el momento de pasar de la acción a la escritura.

Castelli es “el hombre que está solo y espera” de Raúl Escalabrini Ortiz,
pero también lo son Bedoya y Cufré de las novelas anteriores. Como
aquellos, el personaje de esta novela está sumergido en un mundo de
depedencias físicas. Castelli depende de su hija, con quien tiene una relación
de sublimado erotismo, constelación que ya habíamos apuntado (con matices
de variada intensidad) en las novelas anteriores. En el caso de la relación
padre - hija, la palabra escrita adquiere una importancia decisiva, ya que el
lector conoce el desarrollo de tal relación através de lo que el personaje
Castelli escribe para que su hija pueda leerlo, así le propone:

Ángela, llámeme Castelli. (p. 121)

La sensación de aislamiento está resaltada por la tardes y las noches de un


invierno lluvioso. Y esto se repite en las tres novelas.

Palabras finales:

En su artículo Historia, poder y poética del padecimiento en las novelas


de Andrés Rivera, Claudia Gilman (Spiller, 1993) opina que las primeras
novelas de Rivera “rechazan el procedimiento de agregaciones que
constituye el modo de articulación de lo heterogéneo”4 (...) “de representar
desde distintos puntos de vista el conglomerado cultural, social,
económico...”. Esta afirmación nos invita a volver sobre el título de esta
ponencia, el tema de la excusa.

Creo, alejándome de la opinión de Gilman que Rivera ha escrito un sólo


libro. Un libro que se remite a sí mismo, se mira, se refleja, se obsesiona con
lo escrito antes, se corrige y modifica y enriquece. Se pude llamar a este
proceso autotextualidad o la continuidad de la historia reflejada en la ficción.
Rivera escribe un libro plagado de enigmas que prometen solucionarse en el
próximo, cuando en realidad lo que aumentará es la cantidad de preguntas.
Los personajes, probablemente, serán los mismos, los discursos,
fragmentos de cartas, documentos, notas, depositadas hoy en manos de los
historiadores.

La referencia a la historia reciente, a los años de la dictadura, exilio y


represión también seguiran trazando un mundo paralelo. Rivera continúa,
escribiendo novelas históricas o escribiendo “sólo novelas” fiel a su género.

Bibliografía secundaria

Jitrik, Noé: Historia e imaginación literaria. Las posibilidades de un


género. Buenos Aires: Biblos, 1990.

Kohut, Karl/Pagni, Andrea: Literatura argentina hoy. De la dictadura


a la democracia. Frankfurt: Vervuert, 1993.

Spiller, Roland: Culturas del Río de la Plata (1973-1995). Trangresión


e intercambio. Frankfurt: Vervuert, 1995.

Spiller, Roland: La novela argentina de los años 80. Frankfurt:


Vervuert, 1993.

Steinmetz: Literatur und Geschichte. München: Iudicium Verlag,


1988.

Notas:

[1] Andrés Rivera se resiste a aceptar el encasillamiento en el género de


novela histórica.: Las mías no son novelas históricas. Son novelas, me
dice en una carta fechada el 28 de agosto de 1998.

[2] En: Filler, Malva: La visión de América en la obra de Abel Posse,


Spiller, La novela argentina de los años 80, Frankfurt: Vervuert, 1991.

[3] La temática recuerda algunos textos borgianos. Rivera ha pronunciado


repetidamente su preferencia por Borges y Arlt.

[4] Se refiere al procedimiento frecuente en la novelística norteamericana


, al estilo de Dos Passos.

© Diana García Simón 2004


Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
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