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El Juramento de Tortosa - Veronica Martinez Amat

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En 1149, tras conquistar Tortosa de manos de los andalusíes, el conde

Ramón Berenguer IV marcha a Lérida. Poco tiempo después, aquellos a


quienes les fue arrebatada la ciudad del Bajo Ebro vuelven para intentar
recuperarla, comenzando así un largo asedio en el que las esperanzas
cristianas se ven gravemente amenazadas.
Esta novela nos narra la determinación y el coraje de las mujeres tortosinas,
que se rebelaron contra el cruel destino que les aguardaba y lucharon para
defender sus vidas y sus hogares, dando lugar a una gesta que todavía hoy
es recordada y que supuso la creación, por merced del conde y acuñada a
una serie de privilegios, de una Orden de Armas integrada solo por mujeres:
La Orden del Hacha.
Verónica Martínez Amat

El juramento de Tortosa
La Orden del Hacha

ePub r1.0
Titivillus 04.02.2021
Título original: El juramento de Tortosa
Verónica Martínez Amat, 2020

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1
A todas aquellas mujeres coraje,
en especial, a mi madre
y a mis dos abuelas.

Y a mi padre, por estar


siempre ahí.
DRAMATIS PERSONAE

Personajes principales:

Marina de Miravalle: dama noble de Tortosa, esposa de Bernat de


Miravalle.
Bernat de Miravalle: caballero al servicio del conde Ramón
Berenguer IV, esposo de Marina.
Adelina: madre de Marina.
Ona: criada en casa de los Miravalle.
Guiomar de Monrós: dama noble de Tortosa, esposa de Guifré de
Monrós.
Guifré de Monrós: caballero al servicio del conde Ramón Berenguer
IV, esposo de Guiomar y amigo de Bernat de Miravalle.
Blai: hijo de Guiomar y Guifré de Monrós.
Casilda: ermitaña en el Coll de l’Alba.
Laia: joven judía.
Yusuf: joven andalusí amigo de Laia.
Prya: muchacha gitana que vive en los arrabales de Tortosa.
Margarida: joven forastera asentada en Tortosa, esposa de Godfredo
«el Inglés».

Otros personajes:

Godfredo «el Inglés»: caballero, esposo de Margarida.


Julia: madre de Godfredo.
Joan de Alquézar: mariscal de la Orden de los Templarios.
Delila: anciana andalusí que convive con Prya.
Anita: hermana pequeña de Casilda.
Umar: joven que dirige una partida de chicos andalusíes durante el
asedio.
Caterina: viuda del tahonero de Tortosa y madre de cuatro niños.
Ramón Aguiló: hijo del arriero.
Enric Aguiló: hermano de Ramón.
Pere, Bartomeu, Dionís y Genís: soldados bajo las órdenes de Bernat
de Miravalle.
Benamí Cohén: judío, futuro esposo de Laia.

Personajes históricos:

Ramón Berenguer IV: conde de Barcelona, Gerona, Osona y


Cerdaña, príncipe de Aragón, y marqués de Tortosa.
Pere de Sentmenat: veguer de Tortosa.
Guillem de Copons: bailío de Tortosa.
Guillem Ramón de Montcada: noble al servicio de Ramón Berenguer
y senescal del castillo de la Zuda.
Pere Bertran, Ponç de Cervera y Gilabert Anglès: prohombres de
Tortosa.
EL JURAMENTO.

Finales del verano de 1149. Sala del Palacio. Castillo de la Zuda. Tortosa.

Un silencio ensordecedor se enseñoreó de la sala tras las palabras de aquel


noble. Los que se encontraban más cerca de él, inconscientemente dieron un
paso atrás, permitiendo que se creara un semicírculo de doliente rechazo
ante lo que acababan de escuchar. De esa manera, la figura del noble quedó
destacada en la estancia a pesar del claroscuro que conformaba el continuo
rielar de la luz de las velas. Su rostro, barbado y ceñudo, no se amilanó ante
las muestras de horror que vio reflejadas en los ojos del resto de
comparecientes a ese peculiar cenáculo. Debían tomar ya una decisión y la
surgida de sus labios era, cuanto menos, desesperada, pero, a la vez,
coherente con su código de caballero ante la terrible situación en la que se
encontraban.
«Nuestras mujeres, nuestros hijos, nuestros ancianos… Todo aquel que
no pueda empuñar el hierro debe morir a nuestra mano. Todas nuestras
posesiones deben arder antes de que el enemigo haga presa en ellas.
Saldremos a campo abierto a morir matando, en buena lid, para que el
Altísimo vea que vosotros, caballeros, sois dignos de glorificar su nombre
ante el infiel sarraceno».
Las palabras del noble seguían reverberando en la mente de los allí
presentes, sin que nadie fuera capaz de romper aquel trágico silencio que se
había apoderado de sus contraídos corazones.
Un roce de ropas, un chirrido del metal de las cotas al friccionar con los
guanteletes, unas pisadas nerviosas y, de pronto, un lamento colectivo que
fue ganando en intensidad conforme los allí reunidos comenzaban a
descubrir que sus lenguas, secas como el esparto por el miedo, volvían a
funcionar. Fue tal el estruendo que provocaron las decenas de voces que se
alzaron a la vez, que las débiles llamas de las velas se achicaron hasta su
casi extinción, lo que ocasionó que la oscuridad se adueñara de la sala como
un reflejo del sentir de los presentes.
Muchos negaban la consecución de tal idea; otros se santiguaban
mientras quejos lamentos surgían de sus labios; algunos, los de más baja
condición, incluso se atrevieron a arrodillarse para pedir al Señor por sus
familias, sobrecogidos por el abrumador destino que les aguardaba.
De las broncas gargantas de los escasos curtidos templarios que habían
quedado en la ciudad, cuyo conocimiento de sucesos y leyendas antiguas
era prodigioso, se invocaron los nombres de aquellas primitivas ciudades a
las que ahora, por ventura del Misericordioso, debían emular: Sagunto y
Numancia. Ambas unidas en la desgracia de haber sido asediadas por el
enemigo, ya fuera cartaginés o romano, ambas luchadoras y ambas prestas a
inmolarse en un gesto supremo de sacrificio colectivo antes que dejarse
vencer y sucumbir humilladas ante el juicio de la Historia. En aquellos
momentos, Tortosa podía quedar unida a ellas y formar una terna cuyo sino
no sería otro que perecer a sangre y fuego en aras de conservar el propio
honor intacto y glorificar al único Dios protector de sus ancestros.
—¡Jurad! —La potente voz del noble principal retumbó por toda la
estancia—. ¡Jurad sobre la cruz de vuestra espada que así se hará! ¡Es la
única salida honrosa que le queda a Tortosa! ¿Preferís acaso ver a vuestras
mujeres e hijos en manos de los sarracenos? ¿Les daríais ese ignominioso
final? ¿Esclavos de sus caprichos? ¿Sirvientes en sus casas? ¡Jurad por
Cristo nuestro señor que antes de presenciar tales deshonras escogeréis
salvaguardar el honor de vuestra sangre y de vuestro apellido!
Tras la vehemencia desesperada del discurso del prohombre, y a
sabiendas de que la decisión estaba tomada a pesar de lo descarnado de la
sentencia, las espadas se alzaron con firmeza sujetas por la hoja para que
todos los allí presentes besaran la cruz y juraran por su honra respetar y
defender lo allí acordado.
Una vez el voto se hubo realizado, y mientras el conciliábulo se iba
diluyendo en corrillos dispersos por la empedrada estancia,
subrepticiamente, la figura de un caballero abandonó el lugar sin hacerse
notar. Cabizbajo, afectado por el acuerdo hasta el punto de que sentía como
si una encarnizada garra le estuviera arañando el pecho, salió a la calurosa
noche tortosina a perderse por las callejuelas en busca de lo único que
podría sanar su espíritu dañado. La urbe dormida lo acompañó en su
devenir, protegiendo su andadura de embozados oídos indiscretos. Tortosa
se enfrentaba a su prueba más dura; pero las sombras hacía poco que habían
cubierto de oscuridad las casas y todavía se podía respirar un halo de
esperanza en cada una de ellas. Nada debía romper el hechizo nocturno
hasta que los primeros rayos de sol clarearan el horizonte. Solo una noche
más de sueños sosegados antes de que la realidad irrumpiera como un
vendaval para destruir las ilusiones de los que allí moraban. Solo una noche
más para tornar a conciliar el alma y el cuerpo. Solo una noche más para
reafirmar que los hombres y mujeres de aquellas tierras eran meros peones
en la gran obra de Dios y como tales debían someterse a su mandato. Solo
eso. Solo una noche más.
CAPÍTULO I

“MARINA”

Unos meses antes. Primavera de 1149. Tortosa.

Conforme los primeros rayos de sol emergían tras el Coll de l’Alba, la


ciudad comenzaba a cobrar vida tras el reparador descanso de sus
moradores. La luz del nuevo día teñía de dorado los muros que rodeaban la
urbe y hacía resplandecer el color verdoso de las aguas del río. Los bosques,
húmedos por el rocío de la mañana, despertaban de su letargo para ofrecer
su riqueza natural a los animalillos que ya comenzaban a buscar el sustento
vital entre árboles y maleza. Trinaban los pájaros entre las ramas de los
pinos, que se mecían en un baile triunfal al compás de la brisa de la
mañana. Los campos, regados de flores y cultivos, estallaban incontenibles
en un manto policromado de colores luminosos, mientras los labradores,
pertrechados con las herramientas de trabajo, comenzaban las labores para
mantener alimentadas las bocas de sus familias con el fruto de aquella
argentada tierra.
La primavera principiaba así su nueva andadura, su cíclico renacimiento
tras el duro y severo invierno, junto al sentir compartido por los habitantes
de la ciudad que veían renovadas sus esperanzas de un nuevo comienzo tras
todo lo acontecido. Todavía se podían sentir intramuros las cicatrices de la
guerra, las huellas impresas en las perdurables paredes de piedra que
narraban la derrota de unos y la victoria laboriosa de otros, el cambio, la
transformación, el resurgir de una nueva forma de vida en las callejas
sinuosas de Tortosa, animada por la confianza alegre de aquellos que se
quedaron para hacer que la urbe recuperara el esplendor de antaño.
Supervivencia y resurrección. Promesa e ilusión. Esperanza…
Marina de Miravalle salió de su casa y dejó que la luz del nuevo día le
bañara el rostro. Detenida en el umbral, se permitió unos instantes de solaz
con los ojos cerrados y la cabeza alzada hacia el cielo en aras de que el
astro rey le calentara la piel y pusiera algo de color a sus mejillas. Ya no era
una jovencita, las minúsculas arrugas en las comisuras de los párpados así
lo denotaban, pero seguía siendo una mujer bella. De proporciones menudas
y cabellos trigueños hasta la cintura, mantenía siempre la barbilla alta y la
mirada franca y directa, denotando el carácter firme y grave de aquellos
nacidos en la convicción de que el rumbo de sus vidas sería un viaje
constante para servir a los designios divinos. Su atuendo siempre requería
de algún motivo en azul, color que adoraba porque se complementaba a la
perfección con el iris de sus ojos, de un añil cercano a un cielo nuboso que
presagiara tormenta.
Marina nunca dejaba de luchar. Su vehemencia en todo lo que
emprendía, en cualquier circunstancia de su existencia por nimia que fuera,
hacía de ella una rival dura a la que tener siempre en cuenta, todo ello
aderezado con unos valores concretos, tales como la bondad, la lealtad y la
conmiseración con el más débil, y con un único defecto, al menos
perceptible a simple vista: una soberbia exacerbada por cumplir con sus
propósitos.
Tras esos breves instantes de solaz, Marina asió con determinación la
cesta que portaba en la mano encaminando sus pasos entre las callejuelas
estrechas en dirección al mercado. Ese día se había levantado con la
determinación de conseguir verduras frescas con las que aderezar el guiso
de jabalí que quería preparar. El día anterior, los hombres salieron de caza
trayendo consigo, al final de la jornada, aquel enorme jabalí como si de un
trofeo se tratara. Ufanos, se pasearon por la ciudad con la presa, orgullosos
de su logro, narrando a todo aquel que quisiera escucharles la pugna que
habían mantenido con el indomable animal. Más de un lanzazo hizo falta
para que aquel puerco salvaje sucumbiera a las heridas y cayera muerto a
sus pies. Tras despiezarlo, cada uno de los intervinientes en la cacería, entre
ellos Bernat, el marido de Marina, se llevaron a casa su parte de
recompensa con la que agasajar el buen hacer culinario de sus esposas.
‹‹Y lo contenta que se puso mi madre››, pensó Marina al recordar el
hilillo de saliva que se le escapó a Adelina al pensar en el suculento manjar
que pronto le llenaría el buche. Toda la tarde estuvo dándole consejos de
cómo cocinar aquella carne para que quedara tierna y jugosa, y de la mejor
manera para combinarla con los productos de la tierra. A su madre siempre
le había agradado el buen comer y nunca escatimaba manjares con los que
llenar la despensa del hogar, incluso desde aquellos tiempos en los que
Marina vivió siendo una niña en tierras barcelonesas. Eso sí, aunque el
yantar era su afición favorita, la preparación de las viandas nunca fue de su
agrado y era Ona, la criada, la que se ocupaba de ello siempre bajo su
aguileña y vigilante supervisión. Todavía hoy la vieja Ona se encargaba de
ayudar a Marina en la cocina cuando sus desgastados huesos se lo
permitían. Solterona impenitente, deslenguada y capaz, la criada contrajo
tal vínculo de cariño con Adelina que, cuando esta última enviudó y tuvo
que acogerse al amparo de su única hija, fue Ona quien la acompañó como
si de un miembro más de la familia se tratara. Su complacido esposo,
Bernat, viendo el cariño que la vieja profesaba a su querida esposa, no pudo
menos que hacerle hueco en su casa y mantener la paciencia al tener que
lidiar a diario con dos ancianas que llenaban la casa con sus chasquidos de
lengua desaprobadores y sus continuas quejas por los achaques propios de
la vejez. Todo por contentar a su cónyuge y hacerla feliz.
Concentrada en sus andanzas, Marina esquivó a unos carpinteros que
serraban en la calle la madera que les permitiría reparar algunos
desperfectos que todavía se dejaban sentir en las fachadas de algunas de las
construcciones de la ciudad. Volver a conquistar Tortosa para la fe cristiana
había sido arduo, largo y difícil. El moro llevaba siglos —más de
cuatrocientos años, en realidad—, siendo dueño y señor de esta secular
ciudad a orillas del Ebro, hasta que el conde Ramón Berenguer la sitió a
mediados del año anterior, no logrando la consecución del éxito de la
campaña hasta finales de diciembre. Los agarenos lucharon con fiereza
durante todo el asedio, manteniéndose fuertes en la ciudadela, pero el
desgaste de tan largo encierro y la escasez de víveres pronto acabó por
pasarles factura y terminaron capitulando y entregando la ciudad la mañana
del treinta de diciembre.
La dama pensó en la marcha del conde Ramón Berenguer tras su
victoria. Hacía pocas semanas que había abandonado la ciudad para
dirigirse a conquistar Lérida, uno de sus más fervientes deseos desde que
comenzara su periplo para recuperar aquellas tierras que creía que le
pertenecían por derecho y que se hallaban cautivas en manos de los
sarracenos. Unas dos mil almas quedaron al cuidado de Tortosa. Gentes
venidas de otros lugares que habían jurado proteger y reflotar la villa
castigada por el desgaste de la batalla y convertirla en la joya dorada que
antaño fuera, capital del bajo Ebro próspera en clima, cultivos y comercio.
Además, partidas de caballeros Templarios controlaban las extensas zonas
fronterizas, como salvaguarda última de una posible reconquista del infiel
agareno.
Pero con la primavera, Tortosa florecía de nuevo, y vientos favorables
parecían hacer gala de sus florituras entre gentes felices por aquel nuevo
renacer.
—Buenos días, Marina.
Una cáustica voz femenina sacó a la mujer de su ensimismamiento. Tan
concentrada estaba en la contemplación del trajín de la ciudad que
comenzaba a despertar, que no se dio cuenta de la figura que venía hacia
ella hasta que la tuvo a escasos pies de su cuerpo.
—Mis disculpas, Guiomar, andaba cavilando y no he reparado en
vuestra presencia. Buenos días nos dé Dios, vecina. —Marina compuso su
mejor sonrisa y quedó a la espera de la siempre antipática respuesta de la
otra mujer. Debajo de la forzada cortesía que ambas se procuraban, existía
un poso de clara hostilidad que perduraba desde que se conocieran en
tierras barcelonesas cuando ella acababa de desposarse con Bernat. Su
marido y Guifré de Monrós, el esposo de Guiomar, eran amigos ya que,
siendo aún niños, ambos fueron a servir como pajes en casa de los
Montcada. Años de forjada amistad aprendiendo juntos el camino hasta
llegar a convertirse en caballeros por derecho propio. Cuando por fin lo
consiguieron, entraron al servicio de Ramón Berenguer, el cuarto de su
nombre, jurando servirle hasta el fin de sus días. Razón por la cual ahora se
encontraban en Tortosa, habiendo abandonado sus tierras en Barcelona para
seguir a su príncipe en las correrías contra el musulmán y recibiendo, por su
buen hacer en la conquista de Tortosa, prebendas y bienes en aquella ciudad
que debían mantener y defender de posibles incursiones enemigas. Ahora
allí se encontraba la casa de ambos caballeros. Y, para desgracia de Marina,
ello traía consigo la presencia de Guiomar en su vida cotidiana en aquella
urbe a la que, a pesar del poco tiempo que llevaba morando entre sus calles,
había alcanzado a amar.
—Tanta cavilación no debe ser buena para vuestra ventura, podríais
tener un tropiezo sin ni siquiera daros cuenta. Solo os lo digo porque me
preocupo por vos.
Allí estaba la primera respuesta ácida de su odiosa vecina, cuya mirada
venenosa contrastaba peligrosamente con la amplia sonrisa que desplegaba
y que, para quien no fuera ducho en tales lides, podría hacerla parecer un
dechado de virtud y complacencia para con los suyos. Pero a Marina no la
engañaba. Desde el principio, Guiomar le había tomado ojeriza y su
relación, aunque cordial dentro de los límites que marcaba la cortesía, se
había convertido en una tensión constante que minaba sus fuerzas. Cuando
Tortosa fue conquistada y Marina supo que tenía un nuevo hogar a orillas
del Ebro, su mayor felicidad fue pensar que pronto se alejaría de todo lo
«conocido». Grande sería su desilusión en el momento en que su esposo le
informó, con cierto alborozo en su rostro, que los Monrós también habían
recibido el mismo pago por sus servicios al conde y que, de nuevo, serían
vecinos por la gracia de Dios. La dama tuvo que apretar las entrañas y
componer su mejor mueca de júbilo disimulado para que Bernat no notara
su desasosiego.
—Y decidme, Marina, ¿vais camino del mercado? —Aunque ni siquiera
la dejó responder—. Yo ya vengo de allí. A varazos he tenido que despertar
a esta —dijo señalando a la jovencita criada que la acompañaba, hundida
bajo el peso de dos cestas plenas a rebosar de frutas y hortalizas, y que
miraba a su señora de reojo, con temor—. Las mejores verduras se
encuentran a la amanecida y no sería buena esposa si no procurara que la
mesa de los Monrós estuviera bien guarnecida desde el inicio del día.
Nuestro Señor no perdona a los perezosos.
De nuevo, otro comentario de solapada ironía que pretendía herir su
dignidad y su buen hacer como mujer y como esposa.
—Alabo vuestra previsión, Guiomar —le contestó entre dientes—, sois
el sueño de cualquier noble casa. Vuestro esposo debe halagaros
constantemente. El mío, sin embargo, en los tiempos que corren y por mi
seguridad, prefiere que me mantenga alejada de las calles hasta que el
primer rayo de sol asome por el horizonte.
El rostro de la entrometida vecina cambió por completo. Un rubor grana
de indignación le coloreó las mejillas tras aquel insulto velado referente a la
escasa preocupación de Monrós por su esposa. De todos era sabido que
Guifré solo aparecía por el hogar cuando tenía hambre o sueño. Y no
siempre. El resto de la jornada la pasaba batallando con su espada en el
campo de entrenamiento o en las tabernas gastando su peculio en lides más
placenteras. La bebida, el juego y las mozas prestas a socorrer sus apetitos,
se convertían, así, en su justa particular. Y era una justa a la que gustaba de
enfrentarse cada día.
Marina se reprendió por ser tan lenguaraz. Sabía que no debía enemistar
a ambas casas pues Bernat no se lo perdonaría. La amistad de ambos
caballeros era firme y ella tendría que ser más cauta. Aun así, dejar a
Guiomar sin palabras le causó un profundo y malévolo regocijo del que, a
buen seguro, habría de hacer penitencia a no mucho tardar.
De pronto, una voz distante, que se asemejaba a un grito de aviso,
alcanzó los oídos de ambas mujeres. Dejando por el momento sus
diferencias a un lado, volvieron sus rostros hacia el origen de aquel
repentino bullicio y aguardaron. De nuevo, más chillidos se volvieron a
escuchar en la lejanía y pronto la ciudad fue presa de murmuraciones que
rebotaban contra las robustas paredes de piedra de las casas, siguiendo un
recorrido ilusorio hacia el interior de las estrechas callejuelas para alcanzar
todos los rincones de la urbe.
Algo ocurría.
Marina, con un escalofrío recorriéndole la espina dorsal, presta giró su
cuerpo encaminándose con paso vivo hacia las murallas, ya que era de allí
desde donde parecía venir el mayor alboroto, olvidando, de súbito, la
conversación que acababa de tener con su vecina y también su intención de
acercarse al mercado.
Mientras andaba rauda, adelantando y esquivando a su paso a otros
tortosinos que parecía que habían tenido su misma idea de acercarse a los
muros que salvaguardaban la ciudad, tuvo un mal presentimiento.
CAPÍTULO II

“CASILDA”

En el Coll d’Alba[1] el rocío de la madrugada perlaba de brillos la tierra


húmeda, destellando aquí y allá por árboles y matorrales, anunciando un
nuevo día cargado de promesas de vida en aquel paso natural entre
montañas.
Hacía ya rato que la eremita había rezado sus plegarias, hincada la
rodilla en tierra, para pedir al Altísimo por todas las almas que habitaban
aquellas tierras. Cada día, y durante el tiempo que moraba en ese retiro
espiritual, profesaba la misma rutina sin variarla ni un ápice, siendo
consciente de que la decisión que había tomado, la de aislarse del resto de
los mortales para servir a Dios, era la prueba que la vida le impuso por sus
pecados pasados. Pero estaba contenta de su destino, y nunca se había
arrepentido de la drástica decisión que tomó años ha, pues creía firmemente
que este, y no otro, era el camino correcto para alcanzar el cielo.
Tras rezar sus oraciones, y en ayunas, se dispuso a pasar la mañana
hilando en su querida rueca, uno de los pocos utensilios mundanos que trajo
consigo en su aislamiento para contribuir a su propia manutención cuando
estaba necesitada de productos que no podía conseguir sino era haciendo
intercambios con las labriegas tortosinas. Trocaba sus hilados por cualquier
clase de víveres que pudiera precisar en el momento.
A pesar de que la primavera ya campaba a sus anchas por aquellos
valles, Casilda tuvo que echarse una raída toca de lana por los hombros. Sus
huesos, antaño fuertes para los trabajos pesados propios del campo, se
habían debilitado con la edad, y la humedad la entumecía hasta hacerla
caminar rígida y algo escorada hacia su lado derecho, como si de una mula
coja se tratara. Aunque lo peor eran las manos. Sus dedos engarfiados,
presos del frío y de las inclemencias de esa vida que había elegido, se
asemejaban más a garras de ave carroñera que a manos humanas, de tan
retorcidos como le quedaban, sobre todo, nada más levantarse por las
mañanas. Le costaba enormes esfuerzos recuperar esa parte de movilidad
que necesitaba para sus quehaceres diarios y, a veces, incluso sin quererlo,
maldecía entre dientes por aquella nefasta suerte que muchos amaneceres le
impedían acercarse a la rueca, su solaz favorito en la soledad del Coll.
La rueca había formado parte de la vida de la ermitaña desde su más
tierna infancia. Obligada por su madre a aprender todos los secretos del
hilado desde que tuvo conciencia de ello, nunca fue muy ducha en aquel
arte antiguo; pero a base de gritos y pescozones, hubo de aplicarse
resignada para manejar aquel artilugio de manera aceptable en aras de la
buena convivencia familiar. La herencia de su abuela debía ser sostenida en
el tiempo y, con ella, la buena fama de hilanderas que habían acreditado en
la sociedad de la urbe tortosina. Sus servicios eran requeridos por las
grandes casas y el prestigio había de mantenerse. Ella, en su agitada y
traviesa juventud, gustaba más de ayudar a su progenitor en el campo. Era
feliz recolectando y acarreando paja y cereal, como sus hermanos varones,
lejos de las cuatro paredes de su casa, lejos del sonido chirriante de las
ruecas instaladas en la vivienda; prefería que el sol le quemara el rostro, o
que el frío se lo cortara, porque la libertad que en ello apreciaba era un bien
que nunca dejó de anhelar. Además, de esta manera, el contacto con la
demás chiquillería que poblaba los campos conseguía que se sintiera libre y
feliz. Siendo primero los juegos y diversiones alrededor de los frutos
cosechados, luego los baños en albercas de agua cristalina en verano en los
momentos de descanso del trabajo y, más adelante, cuando ya sus formas de
mujer comenzaron a redondearse, los primeros coqueteos con los mozos,
las primeras miradas lánguidas de deseo y las primeras escapadas al bosque
para ocultarse de miradas indiscretas.
Pero como todas las cosas en la vida, con el infausto devenir del tiempo
y los aprendizajes certeros que a veces vienen a base de fallos, golpes o
errores, la inocencia acabaría trocada por la absoluta certeza de que cada
paso que se diera siempre traería consecuencias, fueran buenas o malas. Y
Casilda lo aprendió de manera súbita el día que se dejó enamorar por un
marino de paso, al que no solo cedió su bendita virginidad tras los tupidos
matorrales del bosque, sino también el brillo ingenuo de sus ojos y la
consciencia de que los pecados, fueran cuales fueran, se acababan pagando
tarde o temprano.
Allí quedó ella mientras el marinero retornaba a su navío, con el espíritu
desfogado y sin mirar atrás, dejándola en manos del incierto futuro que la
aguardaba tras percibir que algo crecía en su vientre después de aquel
furtivo encuentro. Un solo instante de pecado, una consecuencia
sobrevenida.
Encelada en su hilatura, Casilda cerró los ojos con fuerza al recordar
aquellos días. La decepción de su madre, los insultos de sus hermanos y, lo
que más le dolió, el mutismo intransigente de su padre, que ya no volvió a
dirigirle la palabra hasta que decidió abandonar el hogar y marcharse hacia
la austera vida que ahora llevaba.
Nació su retoño a finales del invierno, cuando parecía que los fríos
querían marcharse, pero todavía permanecían anclados al duro suelo. «Ha
nacido muerto», le dijeron, y ella solo pudo ver, a través de las brumas del
desmayo, un pequeño bulto envuelto en una frazada que la partera se
esforzaba en ocultar entre sus brazos. Aunque Casilda siempre pensó que
aquel suceso fue un engaño, pues antes de perder el conocimiento le pareció
escuchar un débil gemido proveniente del fardo que la partera portaba,
jamás preguntó. Poco tiempo después, tan pronto como hubo recuperado las
fuerzas perdidas, envolvió en un hato las pocas pertenencias que poseía e
hizo cargar la rueca en una vieja mula, encaminándose hacia la dura
ascensión que la llevaría a su nueva vida.
Entre pinos, algarrobos y romero, la exigua construcción enclavada
entre dos vertientes le dio la bienvenida por primera vez, así como también
lo hizo, con tibia acogida, el anciano matrimonio que custodiaba aquel lugar
tan estratégico debido a su altura, en el que se divisaba, por un lado, el valle
dominado por el Ebro y, por otro, la zona costera.
Abrió los ojos y sacudió la cabeza. Trataba de borrar con aquel gesto los
recuerdos que le estaban horadando el alma una vez más. A pesar de los
años pasados, ya más de veinte, y aunque no llevaba la cuenta con
exactitud, esas remembranzas seguían incólumes en su memoria. Respiró
hondo y comenzó a ovillar las madejas de fino hilo que acababa de devanar.
Desde ese momento, con sus sentidos puestos en el manejo de la rueca, la
mente se le fue despejando de dudas y arrepentimientos. Si el Señor quiso
que lo sirviera custodiando aquella pequeña ermita perdida en la montaña,
ella no era quién para discutir sus designios, por más duro que hubiera sido
el camino que la había llevado hasta allí.
Poco a poco, la rueca comenzó a realizar su trabajo. El conocido sonido
monótono y sibilante del roce del hilo contra la madera era como un
consuelo para su espíritu, permitiendo que una especie de bruma onírica se
apoderara de sus sentidos y todas las penas se diluyeran como la sal en el
agua, que dejaba un poso de regusto amargo, sí, pero que no teñía de color
el cristalino líquido, de la misma manera que no enturbiaba su lucidez.
De pronto, entre esa ilusoria invariabilidad, se coló un rumor susurrante,
casi imperceptible, que iba y venía como las repeticiones de un eco muy
lejano que se instalara detrás de sus ojos, allí donde los pensamientos
cobraban sentido. El sonido de la rueca pasó a formar un soniquete que
redundaba una y otra vez con la misma cadencia. El débil rumor comenzó a
ganar en intensidad conforme se ovillaban las madejas bajo las expertas
manos de Casilda. Algo la estaba hechizando de tal modo que, mientras se
esforzaba para captar qué era aquello que llegaba a sus oídos, no fue
consciente de que el tímido murmullo se convirtió en palabras hasta que le
golpearon en la mente con fuerza.
—Moros suben, suben moros…
Casilda sacudió la cabeza incrédula al escuchar tal desatino sin saber de
dónde venía. Las palabras volvieron a repetirse:
—Suben moros, moros suben…
Asustada, sus manos, que ya parecían no pertenecerle, soltaron el hilo
de súbito al sentir en sus dedos una vibración que iba en aumento
recorriendo con denuedo el resto de su cuerpo. Aun así, la rueca siguió con
su canto particular, emanando de ese sonido los vocablos que la estaban
atemorizando.
—Suben moros, moros suben…
De un salto, sin adolecerse de sus huesos roídos por la edad, la ermitaña
se levantó de la silla donde estaba sentada, frente a aquel maligno artilugio
que parecía hablarle, y salió a paso vivo sin mirar atrás. Bajó los escalones
como alma que lleva el diablo desde la planta superior, aquella que hacía las
veces de alcoba y lugar de trabajo, hasta alcanzar la pequeña capilla
instalada en la planta baja. Se hincó de rodillas en el duro suelo y, con las
manos unidas, rezó aquellas plegarias que conocía para alejar su espíritu del
mal. Las voces, que se habían estado repitiendo en su cabeza hasta la
saciedad, aparentaron calmarse tras sus rezos y todo pareció volver a la
normalidad. Más sosegada, decidió salir al raso para comprobar que nada
había cambiado tras aquel insidioso capítulo.
Una vez fuera de la ermita, una ráfaga de viento fresco le enmarañó los
cabellos secando, a su paso, las gotas de transpiración que habían surgido
de sus sienes por la sorpresa rayana en el más puro pánico a los poderes
sobrenaturales. Con el tiento de quien creía que todo podía deberse a una
luctuosa imaginación fruto de la soledad del retiro en el que se encontraba,
contempló con reverencia el paisaje que se extendía a sus pies, ese
horizonte que había aprendido a amar con los años y que la hacía
emocionarse de natural regocijo al pensar que no había lugar que la
acercara más a Dios que aquel en el que moraba. Sin embargo, un
movimiento furtivo captado por el rabillo del ojo rompió su reciente
sosiego. Fijando la vista más abajo, allá donde discurrían los senderos que
antaño fueron vía de comunicación de los antiguos moradores de aquellos
pagos, el corazón le dio un vuelco en el pecho. Como una hilera de
hormigas, cientos de hombres ascendían por los caminos con las armas
dispuestas para la guerra. Los moros subían, tal y como le había advertido
la rueca instantes antes, y la mera idea la hizo trastabillar con una mano
apretada contra el pecho para mitigar su terror. Solo habían transcurrido
unos meses desde que la guerra se dejó sentir por aquellas tierras, cuando
Ramón Berenguer consiguió la capitulación de los andalusíes de Tortosa a
finales de diciembre, y ahora todo parecía apuntar a que las tornas
cambiaban y el moro venía dispuesto a recuperar lo que consideraba suyo.
En cuanto sus piernas se dignaron a moverse, voló como pajarillo
espantado ladera abajo, hacia la ermita de Mig Camí, un poco más cercana
a la población de Tortosa, para informar de su descubrimiento[2].
CAPÍTULO III

“BERNAT”

—¡Vamos, santurrón extranjero, ¿a qué estáis esperando?!


Dos hombres se encontraban frente a frente con las espadas
desenvainadas en clara actitud hostil. El más bajo de los dos, aquel que
acababa de insultar a su adversario, tenía el rostro enrojecido, no ya por el
esfuerzo de estar gran parte de la mañana practicando en el patio de armas,
sino por la afrenta recibida por parte del otro hombre, el más espigado, que
se mantenía calmo en posición de defensa con una sonrisilla irónica
colgando de sus labios. A su alrededor, se había ido formando un amplio
círculo de soldados que se mantenían expectantes ante la pelea que se
preveía.
Bernat de Miravalle, caballero del conde Ramón Berenguer, que salía en
ese momento de conversar con el veguer de la sala principal del castillo de
la Zuda, al darse cuenta de que algo ocurría en el patio, se acercó con
curiosidad hasta quedar al lado de su amigo Guifré de Monrós, caballero
condal también, quien mantenía los brazos cruzados y la mirada fija en los
dos hombres que disputaban en el centro del círculo.
—¿Qué está pasando, Guifré? —preguntó Miravalle.
Monrós se volvió hacia él y le dirigió una sonrisa lobuna.
—Uno de vuestros muchachos, el bajito fornido, que se ha empeñado en
morir hoy —le refirió con aire jocoso.
Bernat dirigió la vista hacia el patio y vio a Genís, uno de sus más leales
soldados, que daba vueltas con la espada en alto alrededor de otro individuo
mientras surgían de su boca toda clase de insultos.
—¿Quién es el otro? —volvió a preguntarle a Monrós.
—Uno de los caballeros extranjeros que asignaron a mi partida tras la
conquista, Godfredo el Inglés, lo llaman. Un buen luchador, eficaz y
despiadado, aunque a veces pienso que debería haber tomado los hábitos en
vez de las armas. Cuando me descuido, intenta salvar mi alma y la del resto
del vicio de la bebida, la gula y la fornicación, siempre mentando a Dios y
su sagrada palabra. A veces, lo oigo musitar plegarias durante todo el
tiempo en el que vamos a caballo vigilando las fronteras tortosinas. Sin
parar. ¡Por Cristo! Creo que reza hasta mientras mea —blasfemó sin ningún
pudor.
Bernat no pudo evitar la risotada que emergió de sus labios. Su amigo
era un irreverente, ya desde niño apuntaba maneras y, a estas alturas de la
vida, nada ni nadie podría cambiarlo ya.
Volvió los ojos hacia el patio cuando el chirrido de metal golpeando
metal llegó a sus oídos. Los dos contendientes cruzaban ya sus espadas para
dirimir su disputa arengados por el público que conformaban el resto de
soldados, ansiosos por algo de actividad que variara la monótona rutina a la
que estaban sometidos en las últimas semanas. Genís arremetía con saña
contra el extranjero de pelo claro, pero este evitaba con elegancia los lances
a pesar de la fuerza que imprimía el otro en sus estocadas. Apenas parecía
moverse del sitio.
—¿No deberíamos parar esto? —inquirió Miravalle sin perder de vista
la contienda.
—¡Bah! Dejadlos que desfoguen sus instintos —dijo Guifré restándole
importancia con un ademán de su mano—. Así nos divertimos un rato.
—Y decidme… ¿cuál ha sido la afrenta?
—Pues, en realidad, fue otro de los extranjeros el que comenzó este
disparatado asunto al burlarse de la puntería con la ballesta de vuestro
soldado, quien, por cierto, y sin ánimo de ahondar en la herida, es poco
ducho en tal arte, quizás porque cada uno de sus ojos va en diferente
dirección a la de su compañero.
Bernat sabía que Monrós se estaba burlando de la mirada bisoja de
Genís, pero no hizo comentario alguno porque, aunque no tuviera buena
puntería con las saetas, su habilidad con la maza y la espada compensaban
sus otras carencias. Guifré continuó:
—Vuestro hombre continuó con las prácticas sin inmutarse, al principio,
pero parece ser que el otro tenía ganas de chanzas y en el siguiente disparo,
que fue a parar bien lejos de la diana, refirió burlón que nuestro señor conde
debía tener cuidado desde Lérida no le alcanzara una de sus saetas.
Comenzaron entonces los improperios de uno y otro lado hasta que al
extranjero se le ocurrió mentar a la madre de Genís comparándola con una
puerca salvaje, todo porque el pobre muchacho tiene unos pocos pelos de
más en los brazos y la espalda. —Monrós jocoso equiparaba la espesa
pelambrera que cubría gran parte del cuerpo de Genís con la que presentaba
un jabalí—. Ahí fue cuando el susodicho se fue derecho hacia el forastero
con los puños apretados. Sin embargo, no llegó muy lejos, pues la pierna de
Godfredo se interpuso en su camino y la zancadilla llevó a vuestro pequeño
jabalí a besar el suelo.
—Os estáis divirtiendo, ¿verdad?
—Mucho —dijo guiñándole un ojo—. El caso es que vuestro cachorro
se levantó y exigió a Godfredo unas disculpas. Pero este, que ya os he dicho
cómo es, no se le ocurrió otra cosa que rogar a Dios por el alma encadenada
a la gula y la ira de Genís aduciendo, además, que sus ojos bizcos eran un
castigo del Altísimo por sus pecados. Ahí fue cuando empezó la riña que
estáis presenciando.
El caballero de Miravalle volvió la vista hacia el patio de nuevo.
Arengados por unos y otros, los dos contendientes cruzaban sus espadas de
manera más sonora. Las fintas del principio solo habían sido el tanteo de
dos experimentados soldados; ahora, no obstante, se había recrudecido el
lance imprimiendo a sus mandobles toda la fuerza de la que eran capaces.
Se fijó con orgullo en que Genís, cada vez que asestaba un golpe, hacía
retroceder a su contrincante, ya que grande era la fuerza que poseía en su
pequeño cuerpo. Bernat conocía su destreza, pues la había visto decenas de
veces en el campo de batalla y, aunque no tuviera una gran alzada, podía ser
tan listo como un jabato. Y tan peligroso como él.
—Os apuesto la soldada a que mi hombre termina con el vuestro antes
de que podías decir amén.
—Vamos, Guifré, no quiero dejaros con la talega vacía; si vuestra
esposa se entera es capaz de matarme.
—Guiomar no ha de enterarse, porque al primero que asesinaría es a mí.
—Es una necia manera de perder vuestras monedas, pero si así lo
deseáis… Aunque he de deciros que, si os fijáis, el extranjero recula cada
vez que Genís le asesta uno de sus mandobles, no creo que dure mucho —le
dijo sin perder de vista el duelo—. Seré magnánimo y os permitiré que os
retractéis de vuestra apuesta.
—¡Un Monrós no se desdice jamás! Vos seréis el que os iréis de vacío a
casa mientras mi esposa verá colmadas sus expectativas con algún que otro
capricho para adornar su figura que pagaré con vuestra soldada.
—Sea pues, luego no digáis que no os lo advertí.
—No os ufanéis tanto, que esto todavía no ha terminado. Quizás os
llevéis una sorpresa.
Y así fue. Al cabo de un violento cruce de estocadas, el extranjero, que
hasta entonces había permanecido a la defensiva, comenzó a atacar con
saña con una velocidad que dejó admirado a Bernat. Buscando el error de
Genís, finteó de ambos lados hasta que descubrió su punto débil: cuando iba
a asestar un mandoble, el soldado bisojo dejaba al descubierto su costado
derecho durante unos instantes. Lo que aprovechó Godfredo para introducir
la punta de su espada y hacerle un tajo en la axila que, inmediatamente,
comenzó a sangrar. Desconcertado y enfurecido por la reciente herida,
Genís empezó un baile de golpes rabiosos que fueron esquivados por su
adversario de manera fácil. Mantener la cabeza fría en los lances era
indispensable para obtener la victoria, sin embargo, Bernat se dio cuenta de
que su hombre parecía haber olvidado tal lección. Nuevas heridas
aparecieron en su cuerpo, ninguna mortal, pero sí dolorosas, que parecieron
desquiciarlo todavía más. Craso error que pagaría con la derrota, algo que
Miravalle reconoció en ese instante: su soldado no podía ganar.
Dispuesto ya a parar el combate y a saldar la deuda de la apuesta con
Monrós, Bernat dio unos pasos hacia adelante. De repente, el sonido de los
clarines rasgando el aire de la mañana, lo paralizó todo: el duelo, la
algarabía de gritos de quienes contemplaban el lance, incluso las carcajadas
irónicas de Guifré. Nada bueno traía aquel sonido y todos los que se
encontraban en el patio de armas guardaron un silencio reverente con la
mirada puesta en la torre del castillo. Un nuevo lamento de los clarines los
hizo despertar de su parálisis y todos corrieron hacia las murallas de la
fortificación, para atisbar entre los merlones qué era lo que ocurría.
Por el río Ebro surcaban malas nuevas.
CAPÍTULO IV

“LAIA”

—¿Qué es esa algarabía? —Laia se incorporó de golpe al escuchar el


rumor creciente que venía del exterior. Sus cabellos castaños, hacía tan solo
unos minutos bien arreglados dentro de la cofia, ahora se salían de esta
formando guedejas rizadas alrededor de su rostro juvenil. Sus mejillas,
ornadas con el arrebol de lo que acababa de suceder, se asemejaban a
manzanas recién cogidas del árbol; y sus labios, mullidos en extremo por
los besos recibidos, formaban ahora un mohín entre la sorpresa y el miedo
de ser descubierta en tan deshonrosas circunstancias. Si su padre tuviera la
más mínima noción de dónde y con quién se encontraba su hija en esos
momentos, la repudiaría sin remordimientos convirtiéndose así en una paria
para su pueblo.
—Aguarda aquí, voy a mirar —le dijo su acompañante.
—Debería marcharme —dijo asustada aguzando el oído para captar qué
podrían ser los sonidos que venían desde la calle.
—No creo que sea prudente salir ahora. No sabemos qué ocurre ahí
afuera. No tardaré nada, mi amor, y me aseguraré de que nadie pueda
percatarse de tu presencia aquí.
El muchacho le dio un ligero beso en los labios antes de escabullirse
como un ratón entre las balas de heno, encaramarse de un salto al tejadillo
y, tras quitar la madera que sujetaba la trampilla, salir a la parte alta del
granero desde donde tenían una vista privilegiada del contorno irregular de
las callejuelas circundantes.
Como pudo, Laia se metió los cabellos sueltos dentro de la cofia y
repasó sus ropas en busca de señales que delataran su indiscreción; con
medida lentitud, fue quitando con su mano cada hebra de heno pegada a la
tela de su brial mientras pensaba en lo que había ocurrido. Sabía que estaba
mal, sabía que el riesgo que corría era grande y, aunque no quería
reconocerlo, porque hacerlo le dolía en el corazón, sabía que aquello no
tenía sentido, que jamás tendría un final feliz y que lloraría eternamente por
ese amor imposible.
Se sobresaltó al escuchar un sonido muy cerca de ella y sus pies se
deslizaron silenciosos unos pasos atrás para ocultarse más en el fondo del
altillo, entre las balas de heno tras las que se hallaba parapetada. De
repente, algo se escurrió rozando sus piernas produciendo que un grito
ahogado saliera de sus labios. Cuando quiso apartarse, dando un giro brusco
a su cuerpo para alejarse de aquello que la había asustado, chocó con algo
sólido y cayó en las tablas de madera del suelo, que crujieron con el peso de
sus posaderas haciendo un ruido que a ella le pareció, en esos momentos y
dadas las circunstancias, ensordecedor. Un maullido quejoso se sumó a todo
aquel estruendo y Laia pudo captar, entre la escasa iluminación del granero,
ya que solo unas exiguas rendijas entre las tablas que conformaban las
paredes permitían pasar la luz, la figura del pequeño animal saltando entre
el heno como alma perseguida por el mismísimo diablo.
Fue entonces cuando se vio alzada del suelo de un brusco agarrón de la
tela de su camisa del que intentó zafarse desesperada, pataleando como un
demonio y usando sus uñas como garras para escapar de su captor.
—Chiss, Laia, tranquila, soy yo. —La voz de Yusuf muy cerca de su
oído fue como un bálsamo para su desacompasado corazón. Aun así, se
revolvió entre sus brazos y le golpeó con su pequeño puño en el pecho.
—Me has asustado, bribón —le reprochó.
—Lo siento, no era mi intención; no quería hacer más ruido del
necesario. Las calles están llenas de gente corriendo de un lado a otro y
parece que algo grave está ocurriendo, pero no he podido saber la razón —
le narró el muchacho—. Quizás sea este el mejor momento para salir de
aquí. No creo que ahora se percate nadie de nuestra presencia.
Ayudada por Yusuf, Laia consiguió encaramarse a la trampilla por la
que debían acceder al tejado para, desde allí, deslizarse por unos salientes
inclinados y descender hasta la calle en un rincón apartado, protegido de la
vista por unos viejos carros necesitados de arreglos y que se pudrían a ojos
vista por la humedad proveniente del río y de la rosada del alba tortosina.
Separados por una distancia de varios metros para evitar
murmuraciones, ambos jóvenes caminaron prestos por las intrincadas
callejas, siguiendo el rumor de los vecinos, el cual iba acrecentándose
conforme se acercaban a las murallas de la ciudad. Laia, unos pasos por
detrás, contemplaba el andar airoso de Yusuf con esa admiración propia de
quien se sabe perdidamente encandilada por la otra persona más allá de la
razón. De manera inevitable, el joven musulmán le había robado el corazón
desde que puso por primera vez la vista en sus grandes ojos oscuros y su
piel morena. Y, desde que ello ocurriera, no supo ni pudo cejar en su
empeño hasta que el mozo fue consciente a su vez de las miradas lánguidas,
de caídas seductoras de pestañas que la joven judía le regalaba cada vez que
coincidían en el mercado, donde la familia del muchacho vendía productos
artesanos fruto de esa larga tradición de tejedores de finas alfombras
heredad de sus ancestros desde tiempos remotos. Al principio, las miradas
furtivas se convirtieron en tímidos saludos, los saludos en breves cruces de
palabras, y así sucesivamente hasta encontrarse en la situación actual, una
situación de índole más íntima a escondidas entre el heno de aquel viejo
granero que acababan de abandonar. Para ambos muchachos había sido su
primer beso, ese que nunca se olvida, aquel que el corazón atesoraría hasta
que la vida llegara a su fin, el beso de la ilusión y la esperanza. Pero ahora,
a la luz del sol, mientras caminaban prestos hacia las murallas, Laia sabía
que había hecho mal. Ningún futuro podía esperarse de la obcecación
desesperada de dos mozalbetes de tan distinta condición. Árabes y judíos
vivían en armonía, comerciaban, transitaban el mismo mercado y hacían
negocios juntos, pero no se mezclaban entre ellos más allá de un interés
estrictamente comercial, por lo que la línea que ambos terminaban de cruzar
podría acarrearles tan graves consecuencias. La mera idea de pensarlo hacía
que un escalofrío le recorriera todo el cuerpo de puro terror ante el futuro.
Aun así, para la muchacha, todavía era más aterrador levantarse una
mañana y darse cuenta de que quien yacía a su lado en la cama no era su
fiel Yusuf, sino cualquier pretendiente rico elegido por su padre como
esposo, máxime sabiendo que había llegado la hora y que su progenitor ya
buscaba entre lo más granado de la judería aquel a quien entregar la joya en
la que decía que ella se había convertido.
Laia siguió la estela de Yusuf hasta alcanzar el camino de ronda,
abriéndose paso a codazos entre el gentío que se agolpaba ante las murallas
tratando de conseguir un mejor lugar para avistar lo que ocurría en las aguas
calmas del río. De pronto, un sonido agudo se elevó por encima de las
habladurías de las gentes haciéndolas enmudecer. El clarín retumba en el
cielo tortosino y comienza a verse salir humo desde alguna de las torres que
completan la fortificación de la ciudad. Un sentimiento de alarma empieza a
encoger los corazones de los habitantes alertándoles de que un gran peligro
se aproxima a sus puertas. El miedo y la angustia han encontrado su presa y
no le permitirán escapar. Y, como si de un mal presagio se tratara, una nube
plomiza ha ocultado los silentes rayos del astro rey con augurios funestos.
Al encaramarse a los merlones, la estampa del río descubría un paisaje
de exuberante naturaleza derramada junto a sus orillas como símbolo del
esplendor y riqueza de la región; caudaloso y audaz, el Ebro se hacía dueño
y señor del lugar para recordar a los simples mortales que su plenitud era
designio divino y que jamás su cauce se vería afectado por sequías o
agotamiento. Gran parte de la riqueza de Tortosa se debía a la dádiva de su
corriente, pues siendo como era portal del Mediterráneo, el surcar de las
embarcaciones mercantes era una constante por aquella ruta fluvial. Sedas,
ricos tejidos y frutos de la tierra, navegaban a puertos lejanos en aras de que
la prosperidad de los tortosinos fuera en aumento. Por ello, el verano del
año anterior, Ramón Berenguer puso todo su empeño en recuperar la ciudad
y ser el garante de que ese cúmulo de riquezas favoreciera su ánimo de
reconquista. Hecho este que había logrado no hacía ni cinco meses y que
impulsó su siguiente paso: el conde, satisfecho con el venturoso resultado
en la urbe tortosina, marchó al norte, a Lérida, para comenzar desde allí el
sometimiento a su linaje de todas las tierras de aquella franja occidental que
se encontraban bajo dominio sarraceno, haciéndose acompañar por aquellos
leales a su causa: las huestes de Guillem Ramón de Montcada, de Guillem
de Montpellier y los Templarios comandados por el maestre Berenguer de
Avignon, se convertían así en los futuros fiadores del éxito de la campaña.
Los clarines seguían sonando y enseguida comenzó a verse humo desde
algunas de las torres avisando del peligro. Laia, al ser de más baja estatura,
tuvo que encaramarse más de la cuenta en uno de los merlones para poder
ver qué suceso ocurría en el río. El gentío arremolinado en las murallas a
punto estuvo de hacerla caer, pero se agarró bien fuerte a la piedra y poco a
poco, y con tiento, pudo tener una visión despejada de una parte del río.
Yusuf, junto a ella, se agitaba nervioso tratando también de conocer lo
sucedido y, con la desenvoltura que le caracterizaba, y su cuerpo de junco
maleable, consiguió escurrirse entre las piernas de la gente para apoderarse
de una estrecha franja por la que asomar la cabeza y contemplar el cauce
tortosino.
Entonces, casi al unísono, los vieron.
Decenas de barcos remontaban el río en perfecto orden sincronizado.
Con las velas henchidas de viento, se podía apreciar con nitidez el símbolo
color grana que las engalanaba. La media luna conquistaba el horizonte
llevando la congoja a muchos de los corazones que se hallaban apretujados
en la muralla. El moro había vuelto para recuperar lo que hacía poco tiempo
perdió. La ciudad dorada que tanto amó, la joya fluvial de apertura al
Mediterráneo, ambicionando recuperarla para siempre.
A Laia se le entrecortaba la respiración. Hacía muy poco que la guerra
había hecho tambalear los cimientos de su existencia, no porque la
comunidad judía hubiera padecido los rigores de la lucha encarnizada
dentro de las murallas de Tortosa, ya que su pueblo siempre se mantenía al
margen de disputas y procuraba seguir con sus quehaceres diarios, sino
porque ella misma, a pesar de la prohibición expresa de su progenitor para
que no saliera de casa, había sido testigo presencial de la brutalidad y la
desdicha que toda contienda a sangre y espada acarreaba en su devenir.
A mitad de octubre del año anterior, cuando ya los primeros fríos
comenzaban a sentirse, y tras varios meses de asedio, el ejército cristiano se
había hecho dueño de las torres que rodeaban la ciudad. Los musulmanes se
retiraron a la ciudadela haciendo fuerte su posición. El recinto amurallado
que circundaba el castillo parecía inexpugnable y el ánimo de los sitiados
continuaba incólume en sus corazones. Fue entonces cuando comenzó la
lucha cuerpo a cuerpo por la toma de la sección urbana de la ciudad. El
arraigo de tenencia, impreso en el espíritu sarraceno, pugnaba contra las
ansias de conquista de los hombres de Ramón Berenguer. Pronto, las calles
fueron testigos mudos de aquella contienda encarnizada que se libró palmo
a palmo, casa a casa, rincón tras rincón. El sonido chirriante de metal contra
metal, los gritos agónicos de los caídos, la sangre impregnando de carmesí
el polvoriento suelo, los cadáveres apilados sin orden ni concierto en
cualquier esquina. La muerte no hacía distingos y juntos permanecían los
abatidos, fueran de la creencia que fueran, en ese abrazo eterno ya
irreversible del que no había vuelta atrás.
La joven judía, con ese carácter curioso que poseía desde la más tierna
infancia, se aventuró en aquellos entonces fuera del resguardo de su
vivienda por las calles tortosinas cuando ya el ocaso tintaba de malva el
cielo. Había conseguido escapar del férreo control al que la tenían sometida
en su casa, y sin pensar en los peligros que acechaban en una ciudad en
guerra, se escabulló por la puerta trasera del patio para pisar, tras varios días
sin salir, las callejuelas que tan bien conocía. «Solo hasta la primera
esquina», pensó para sí, «un paseo corto y vuelta a casa». Pero tras la
primera esquina vino la siguiente, y luego otra y otra más… Cuando quiso
darse cuenta, sus pasos la habían encaminado cerca del zoco en el que hacía
poco que había conocido a Yusuf. Quizás esa y no otra había sido la íntima
razón que la impulsó a hacer aquello: la preocupación por el joven tras
haber escuchado a los adultos de casa murmurar quedamente sobre las
reyertas entre musulmanes y cristianos por las calles de la urbe. El silencio
que la acompañaba era ensordecedor y los postigos cerrados de las
viviendas parecían ojos ciegos que pretendían esconderse del mundo real.
«Debía dar la vuelta y volver a casa», pensó, pero la codicia, el anhelo y la
curiosidad, esos rasgos tan señalados de su pueblo, la hizo continuar. Laia
era codiciosa, mas no de atesorar monedas, sino de acumular experiencias
de vida. De vivir con intensidad. De coger los momentos que la existencia
le ofrecía y convertirlos en su mayor fortuna. De querer ser libre, de no
tener que acatar las estrictas convenciones sociales y morales que, por ser
mujer, se imponían en su comunidad. De tomar sus propias decisiones y
sentir que su albedrío solo le pertenecía a ella.
Quizás por eso, desechó los avisos que rondaban su mente y se adentró
por las calles del zoco. Más tarde se arrepentiría de ese atrevimiento.
De pronto, en el trayecto, escuchó unas risotadas cuando se disponía a
doblar una de las esquinas del zoco, aquella que ya llevaba a la calle donde
vivía Yusuf. Solo quería ver que todo andaba bien por allí y luego volver a
casa. Prudente, se agazapó para ocultarse en las sombras y asomó la cabeza
para ver qué ocurría dispuesta, en todo caso, a salir corriendo si la situación
lo requería. Lo que allí presenció lo evocaría en sus pesadillas para el resto
de su vida.
Al fondo de aquella calleja, en la parte más estrecha, donde las casas de
varias plantas inclinadas parecían querer besarse, tres soldados cristianos
desplegaban sus fornidos cuerpos alrededor de un joven árabe que blandía
un largo cuchillo. Laia no escuchaba bien lo que decían, pero sus risas, unos
sonidos que a ella le parecieron incongruentes en aquel escenario, la
sorprendieron. El muchacho sarraceno, con los ojos desorbitados por el
pánico, sujetaba con una de sus manos el arma frente a él evitando que los
hombres se le acercaran más de lo debido, mientras con la otra, ocultaba
algo a su espalda. Laia aguzó la vista y, para su infinito horror, vio asomar
la cabeza de un niño de no más de seis años que se escondía tras el joven.
Los cristianos seguían con lo que parecían burlas y chanzas a costa del
muchacho, aunque su actitud y la tensión de sus cuerpos evidenciaban que
poco humor había en aquel hostigamiento. La judía se dio cuenta que
intentaban distraer al joven para acercarse más a él. Poco a poco, lo habían
ido rodeando hasta cortarle cualquier salida. Cuando el árabe se dio cuenta
de la maniobra era ya demasiado tarde y no le quedó más remedio que
utilizar el cuchillo contra uno de los hombres. Ahí todo se precipitó.
Para Laia fue como si el tiempo se estirara y le permitiera contemplar
cada detalle de lo que ocurrió. Observó a uno de los soldados desenvainar
su espada y, de un golpe, arrancar de las manos del joven moro el cuchillo;
vio cómo otro de los cristianos cogía del pelo al muchacho y le estampaba
la rodilla en el estómago haciéndolo doblarse en dos con un gemido de
dolor; advirtió, presa ya del pánico, cómo el niño oculto tras la espalda del
que debiera ser su hermano mayor, se defendía pataleando y chillando del
tercer hombre, que instantes antes lo había agarrado desde atrás, alzándolo
del suelo. Fue tal la furia del chiquillo que, por un momento, pareció que
conseguiría escabullirse de su captor. Pero el hombre, cansado ya de lidiar
con aquel mocoso salvaje, lo lanzó con toda la fuerza de la que fue capaz
contra la pared de una de las casas. Laia jamás olvidaría mientras viviera el
sonido que hizo la cabeza del pequeño contra la pared de piedra. Ni la
imagen de su cuerpo escurriéndose hacia el suelo mientras su hermano
mayor lo llamaba a gritos desgarrado de dolor por la impotencia. Cuando
advirtió que el muchacho se rendía hincando la rodilla en el suelo preso ya
de la más inexorable resignación, y que uno de los soldados alzaba su
amenazante espada, Laia dio la espalda a la escena y salió corriendo para
espantar los demonios de las imágenes que acababa de presenciar. Corrió y
corrió hasta que su corazón dijo basta y tuvo que parar asfixiada ya por el
esfuerzo. Su estómago se rebeló y, durante unos minutos, las lágrimas, el
sudor y la bilis se mezclaron en el pétreo suelo de las calles de Tortosa. Más
tarde, y una vez se le calmaron los espasmos, todavía con las piernas
temblorosas, regresó a casa y, sin decir esta boca es mía, se escabulló a su
alcoba, permaneciendo allí hasta días después, alegando estar aquejada de
un malestar que le impedía abandonar la cama. No le contó nada a nadie.
Solo lloró sin consuelo aquella pena hasta que las lágrimas dejaron de fluir.
Los recuerdos de aquel suceso le venían ahora en imágenes muy vívidas
al contemplar el despliegue de las fuerzas musulmanas a lo largo del río.
Ella no quería que otra guerra dejara su impronta en la ciudad, no quería
volver a presenciar los horrores que las contiendas bélicas acarreaban, no
quería escuchar de nuevo el sonido hueco de una cabeza impactando contra
la piedra.
Ahora, con el ánimo por los suelos, miró a Yusuf. Este, al captar que
ella le observaba se volvió desplegando una sonrisa que se le clavó en el
alma como una espina. Aquella sonrisa y el deje de orgullo que vio en su
mirada le reveló que, para él, aquellos barcos suponían la esperanza de que
su pueblo recuperara lo que, según su derecho, les había pertenecido
durante siglos. Al fin y al cabo, eran de su misma sangre, de su estirpe, de
su raza.
Melancólica, bajó del lugar en el que estaba encaramada y se marchó
compungida sin despedirse.
CAPÍTULO V

“ADELINA Y ONA”

—Por favor, señora Adelina, vais a terminar con toda la hornada de


pastelillos de miel antes de la hora de comer —le reprochó Ona, la criada,
que trajinaba junto al fuego preparando la olla con el caldo que
acompañaría al guiso de jabalí.
—¿Acaso tienes ojos en el trasero, vieja arpía?
—¡Mirad que sois deslenguada! —comentó volviéndose hacia la
anciana sentada junto a la mesa donde se enfriaba la fuente de pasteles. A
pesar de estar de espaldas, había visto por el rabillo del ojo los movimientos
furtivos de su señora alcanzando alguna de las golosinas para llevársela al
buche—. No, no tengo ojos en tal innombrable lugar, a Dios gracias, pero
os conozco bien y sé que la glotonería os puede. Sabed que, tras tantos años
juntas, no podéis ocultarme ya esos pequeños pecadillos que tanto intentáis
disimular ante el resto de la casa.
—No sé de qué hablas, descarada, no tengo ningún pecadillo que
ocultar. Y no me tires de la lengua que eres la primera que debes de callar.
—¿Yo?
—Sí, tú, cuentista. ¿O acaso crees que a mí me puedes ocultar los
buches de vino que trasiegas cuando nadie te ve?
—¡Oh, Señor, lo que tiene una que escuchar! ¿Me estáis llamando
borrachina? ¿Vos? ¿Que todas las noches os lleváis una jarrica de vino a
vuestro cuarto alegando que es agua por si os entra sed a media noche?
Podréis engañar a vuestra hija, pero no a mí.
—Eso es diferente. Un tiento de vino de vez en cuando me ayuda a
dormir. Ya sabes que a nuestra edad el sueño en ocasiones nos es esquivo.
—Vos no habéis tenido problemas de sueño en vuestra vida, señora, que
vuestros ronquidos cruzan las paredes y llegan hasta mi cuarto
interrumpiendo mi descanso. Soy yo, y no vos, quien debería ayudarme del
licor para reposar —le refirió mordaz.
—Quizás deberías hacerlo —le replicó Adelina—; a ver si así os mejora
el humor por las mañanas.
Tras este intercambio de lindezas, ambas mujeres se miraron
largamente, obcecadas cada una de ellas en sus razones y no dispuestas a
dar su brazo a torcer en aquel asunto. Después de esos tensos instantes, Ona
se volvió de nuevo hacia el fuego a seguir con la elaboración del guiso y
Adelina, en cuanto la otra giró la cabeza, cazó otro pastelillo al vuelo para
llevárselo a la boca.
El mutismo de ambas no duró mucho. A pesar de sus continuas disputas
por naderías, se profesaban un cariño infinito que se remontaba años atrás,
cuando Ona, siendo una jovencita, comenzó a servir en casa de Adelina tras
haber contraído esta última nupcias allá en Barcelona con un acomodado
comerciante de vinos y otros productos de la tierra. Congeniaron a la
perfección desde el primer momento a pesar de las diferencias de carácter:
la señora de la casa era un torbellino de ideas y quehaceres, un tanto
caprichosa a veces y siempre presta a auxiliar a los más necesitados, algo
que su hija Marina había heredado de ella. Su posición desahogada le
permitía tener una vida relativamente ociosa que ella empleaba en distintas
cruzadas personales para que los pobres de la ciudad tuvieran una vida más
digna. A pesar de ser de misa diaria, más por convenciones sociales que por
otra cosa, Adelina tenía una lengua mordaz e irreverente que más de una
vez le había costado algún disgustillo con los prohombres que regían el
destino de las almas que moraban en Barcelona. Pero lista como era, sabía
utilizar una falsa ingenuidad que la hacía parecer boba y siempre salía bien
librada de cualquier conflicto social que ella hubiera provocado de
antemano. Su marido, que en paz descanse, siempre la acusó de
derrochadora, y es que la señora gustaba del buen comer y bien vestir, y no
reparaba en gastos en esos dos importantes menesteres. Sin embargo, Ona
no compartía ese carácter manirroto de su señora. Desde muy niña,
aprendió a base de trabajo y esfuerzo que la vida podía ser muy dura, y
guardaba cada moneda que conseguía ganar bajo el colchón de su catre. Sus
vestidos, remendados hasta la saciedad, pero limpios y pulcros, eran
muestra de su carácter austero, que lo llevaba a todos los aspectos de su
ocupación diaria. No era dada a fiestas ni jolgorios, ni siquiera cuando era
jovencita; quizás por ello nunca encontró un mozo que la rondara —aunque
también podía deberse a su cuerpo delgado como un junco y a su rostro
poco agraciado—, pero a ella jamás le preocupó tal cuita. Se sabía solterona
y estaba convencida de que Dios la había puesto en el camino de Adelina
por alguna razón superior al entendimiento mundano. Y más cuando murió
el señor y ella tuvo que hacerse cargo de llevar una casa rota por el dolor.
Marina era apenas una niña cuando unas fiebres sacudieron los
cimientos de la plácida existencia que llevaban. Adelina, con el corazón
destrozado, delegó en la capaz Ona todo lo que tuviera que ver con la
administración de la vivienda y las necesidades de su pequeña hija. Y hasta
que su señora se recuperó de tan desgraciado lance, ella mantuvo firme el
núcleo familiar. Desde entonces, el vínculo que la unió a Adelina y Marina
se hizo indispensable para las tres, y más que amas y sirvienta, eran amigas;
y aunque de puertas afuera ella siempre se mantuvo en su lugar como buena
criada, dentro era otro cantar. Y los lazos de amistad que crearon se
mantuvieron a lo largo de los años, incluso ahora que vivían a expensas del
esposo de Marina.
Adelina rompió el silencio instalado en la cocina.
—Al mentar el vino me ha entrado sed —dijo como el que deja caer una
nadería por casualidad—; además, estoy con el cuerpo destemplado y no
me vendría mal un sorbito de esa jarra que sé que guardas en la alacena para
Bernat, que hay que ver qué querencia le tienes al muchacho, siempre
dispuesta a cumplir con todos sus caprichos.
—El muchacho, como vos le llamáis, es un hombre que hace honor a
esta casa y a su apellido. Se desvive por vuestra hija y, en cierto modo,
también por nosotras, ¿o acaso os tengo que recordar que sin su
consentimiento no viviríamos en esta preciosa vivienda fruto de su esfuerzo
en la batalla?
—¡Anda que no eres puntillosa! Si no he dicho nada malo de Bernat. Y
sí, el joven tiene sus virtudes, pero creo que no se te oculta que nadie es
perfecto.
—Es el elegido de vuestra hija, y ella le conoce bien. Con eso debería
bastarnos. Marina es mujer cabal y no se dejaría engañar por cualquier
pretendiente que…
—Como se nota que no has conocido varón, santurrona —la
interrumpió—, que a veces, a las mujeres, mal que te pese, se nos va la
sangre, el corazón y hasta la honra tras un mozo atractivo y bien dispuesto,
y no somos capaces de calibrar con la cabeza lo que nos recorre el vientre…
—¡Pero qué descarada sois!
—Descarada o no, tengo más razón que un santo —blasfemó Adelina,
lo que hizo que la criada se santiguara con recato—. No hay placer más
grande en este mundo que yacer en la cama con un hombre encima que…
—¡Callad, por Cristo, señora! ¡No quiero oír vuestros desvaríos! —Ona
se tapó las orejas con las manos no queriendo saber más de aquel asunto.
Adelina sonrió irónica. Le encantaba sacar de quicio a la sirvienta. Era
su entretenimiento favorito, además del buen yantar y mejor beber. Lo que
decía, lo hacía para escandalizarla, se divertía mucho en tal lance y las
monótonas horas que pasaba encerrada en casa se le hacían más llevaderas.
Su cuerpo, antaño grácil y lozano, ahora se asemejaba más a un tonel de
vino, y se cansaba mucho cuando tenía que caminar por las callejas, aunque
fuera para ir a la iglesia. Era lo que tenía la vejez. Eso y la desmesura en el
comer.
Cuando iba a replicar a la beata de su criada, se oyó la puerta de la casa
y unos pasos apresurados que se acercaban.
—¡Bernat, muchacho! ¿Qué os trae por aquí tan temprano? —Adelina
sabía que a esas horas su yerno debería de estar ejercitando sus cualidades
de soldado.
—¿Está Marina en casa? —preguntó sin responder a la inquisición de su
suegra. Parecía bastante alterado y llevaba una respiración trabajosa que le
perlaba las sienes de sudor. Como si hubiera corrido para llegar hasta allí.
—No, señor, ha salido temprano al mercado y todavía no ha vuelto —le
respondió solícita la criada—. ¿Necesitáis algo…?
—Subo a la alcoba. Si llega mi esposa que venga rauda a verme —dijo
sin responder a la pregunta de Ona. Tenía la mirada perdida y arrugas de
preocupación le surcaban la frente. Sin más, dio la vuelta y lo oyeron correr
escaleras arriba hacia su habitación.
—Pero a este ¿qué le pasa? —gruñó Adelina.
Ona optó por no responder. Aunque algo sucedía y no tenía visos de ser
nada bueno. Durante unos instantes, se quedó mirando la puerta por donde
se había marchado el señor, cavilando sobre qué podía haber ocurrido para
que la preocupación se le notara en el rostro. Nunca lo había visto en tal
estado de nervios. Miró a Adelina y se dio cuenta, por su mirada perdida en
el mismo punto que ella, que la señora también meditaba sobre el asunto.
—¿Os place un dedo de vino? —preguntó para captar la atención de su
señora.
Adelina volvió en sí y la miró con una amplia sonrisa.
—Venga, sea. Y si es así —dijo alzando el dedo en vertical apuntando
hacia el techo—, mejor que así —a lo que bajó el dedo poniéndolo en
posición horizontal.
Ona se rio con tal ocurrencia disponiéndose a sacar la jarra que tenía
escondida para el señor. En eso que la puerta volvió a oírse y ahora era
Marina la que aparecía en el umbral también sudorosa y con el rostro
descompuesto.
—¿Qué te ocurre, hija? —inquirió Adelina.
—¿Está Bernat en casa?
—Acaba de subir a vuestra alcoba —le informó la sirvienta.
Presta, Marina salió con paso apresurado de la estancia dejando a las
dos ancianas perplejas y preocupadas. En silencio, ambas dieron sendos
tragos a sus vasos de vino con la mente puesta en otra parte.
—¿Qué estará sucediendo? —preguntó Ona, más para sí misma que
para su acompañante.
Adelina la miró y en un segundo una chispa de humor cruzó sus ojos.
—Son jóvenes —refirió jocosa—, y quizás no han podido esperar a la
noche para…
—¡Oh, callaos ya! ¡Y tomad un poco más de vino! Creo que falta nos ha
de hacer —sentenció rellenando los vasos hasta el borde de su capacidad.
Algo pasaba y no tenía visos de ser nada bueno.
De esta manera, entre trago va y trago viene del dulce néctar de la vid,
ambas mujeres aguardaron noticias con semblante preocupado.
CAPÍTULO VI

“MARINA”

Desde el umbral de la puerta, Marina observaba a su esposo lidiar con las


ataduras del perpunte. La prenda de tela basta rellena de crin y estopa
prensada se ataba por la espalda. Pesaba mucho y era necesaria ayuda para
colocársela. Durante unos instantes, no dijo nada, limitándose a contemplar
el atractivo cuerpo de Bernat mientras se vestía. Lo amaba. Mucho. Aun
después de tantos años juntos. Y sabía que él también la amaba. Lo sentía
cuando la miraba, cuando se desvivía por su comodidad, cuando aguantaba
su cháchara interminable cargada de razones que incitaba su carácter
soberbio. Pero sobre todo sabía que la quería porque, a pesar de no haberle
podido dar hijos, él seguía a su lado colmándola de atenciones. Ese
pensamiento la entristeció y se llevó la mano al vientre sin darse cuenta de
ese gesto ya inconsciente que repetía cada vez que pensaba en los hijos que
no habían llegado y que, posiblemente, nunca llegarían dada su edad. Ya no
era una jovencita y su tripa yerma ya no se redondearía por la carga de un
nuevo ser en su interior; salvo que al final heredara la irremediable gula de
su madre y fuera el yantar lo que llenara su vientre. Y nada más.
Solo se permitió un soplo de autocompasión durante unos momentos.
Luego, se recompuso como mejor supo adentrándose en la estancia para
ayudar a su marido a vestirse para la guerra. Otra vez. Como lo había hecho
hacía unos meses cuando fue convocado por su señor para marchar a
Tortosa en aras de mayor gloria del conde Ramón Berenguer, el cuarto de
su linaje, que ansiaba recuperar la urbe a orillas del Ebro en su cruzada
personal contra el moro.
—¿Dónde está vuestro escudero? —Marina rompió el silencio
acercándose a su esposo para ayudarlo en el menester que lo ocupaba.
—¡Marina! Andaba buscándoos —exclamó volviéndose hacia ella.
—Permitidme que os ayude, amor, no podéis ataros vos solo la prenda.
—Gracias, esposa. He mandado al joven Blai al establo para que me
prepare el caballo. —Blai era el imberbe escudero que Bernat tenía a su
cargo; hijo de los Monrós, sus padres habían decidido que se quedara en
Tortosa bajo la tutela de Miravalle antes que servir a cualquier otro
caballero que hubiera marchado con las huestes de Ramón Berenguer hacia
Lérida, considerando que su primogénito ya tenía la edad suficiente para
adiestrarse en los entresijos del mundo de la caballería, pero no para
acompañar a hombres más diestros a una guerra.
—Os ayudaré yo a vestiros —dijo ella comenzando a anudarle con
destreza el perpunte. Mientras lo hacía, se fijó en las sienes perladas de
sudor de Bernat, así como en la rigidez que denotaba su espalda y su cuello.
Ninguno de los dos parecía querer poner en palabras la razón por la que se
encontraban allí en ese momento, en la tesitura de convertir al hombre
bueno y amable que ella conocía en un arma para matar y morir por la
gloria de otros.
Fue el caballero, finalmente, el que quebró el silencio.
—Supongo que ya lo sabéis…
—No me ha hecho falta ir muy lejos para enterarme —corroboró ella—.
La ciudad es un hervidero de atemorizados rumores y el sonido de clarines
no deja lugar a dudas. Dicen que decenas de barcos sarracenos remontan el
río al son de los gritos de guerra de sus ocupantes.
—Así es.
—También dicen que más allá de las murallas, por tierra, un ejército
bien pertrechado se acerca. —La cota de malla anillada de su esposo
tintineó al caer a lo largo de su cuerpo. Marina resoplaba por el esfuerzo
que suponía sostener aquella pesada protección hasta que terminó de
colocársela. No era un trabajo que soliera hacer. Era Blai el que se ocupaba
de la tarea cuando el caballero lo requería—. Iba a acercarme a las murallas
para verlo con mis propios ojos, pero pensé que vendríais aquí y quise veros
a vos antes.
Podía sentirse la congoja en la voz de la mujer. La congoja y el miedo.
Aunque enseguida se repuso. No había tiempo para comportarse como una
doncella apurada. No deseaba cargar a Bernat con la preocupación de
abandonar en casa a una esposa sollozante y atemorizada, sino de levantar
la barbilla y tener la entereza suficiente para cuidar de los suyos ante lo que
estuviera por venir.
—Decidme, amor, ¿qué hay de verdad en ello?
—Todo es cierto. El moro viene por mar y por tierra. Todavía no sé en
qué número y con qué intenciones, pero las intuyo. Tortosa es una ciudad
codiciada por su enclave estratégico para el comercio marítimo, amén de
una tierra rica en frutos y cultivos que hace poco les pertenecía. Supongo
que les moverá la venganza y las ansias de recuperar lo que fue suyo
durante largo tiempo.
—Lo sé —dijo Marina con un deje de suficiencia mientras le ayudaba a
pasarse la túnica por la cabeza. Ella no era boba y también había barruntado
cuáles serían las razones de que el musulmán hubiera vuelto antes de que ni
siquiera tuvieran tiempo de descansar de la anterior escaramuza—. Lo que
desearía saber es cómo piensan los prohombres de esta ciudad defenderse
ante esta invasión. Pocos son los que quedamos en Tortosa. No más de dos
millares de hombres dispuestos a luchar. El resto siguieron al conde en su
afán de conquista. Además —inquirió—, ¿no se supone que el Temple
guardaba las fronteras? ¿Cómo no nos han llegado noticias de ellos para
poder prepararnos para lo que está por venir? ¿No han enviado mensaje
advirtiéndonos de tal hecho?
—Marina… —El deje de advertencia que captó en su tono le recordó
que a Bernat no le agradaba cuando ella comenzaba a llenar su cabeza con
aquel tipo de disquisiciones más propias de hombres.
—Perdonad —se disculpó Marina, no deseaba enemistarse con su
esposo en esos momentos, aunque en su fuero interno decenas de preguntas
pugnaban por salir al exterior—. Ya me conocéis. Es solo que estoy
preocupada…
—Escuchadme, Marina, no debéis alarmaros más de lo necesario. Los
caballeros hemos sido convocados en el castillo y allí se dirimirá el mejor
modo de actuar. Y sí, somos pocos —confirmó su esposo—, pero los
ejércitos del conde no se hallan muy lejos y en cuanto Ramón Berenguer
sepa de esta celada, no dudará en enviar a sus hombres en nuestro socorro.
Al fin y al cabo, no creo que quiera perder lo que ha poco ganó con el sudor
de su frente. Así que tranquilizaos, mujer, que en breve volverá todo a la
normalidad, ya veréis.
Tras estas palabras, Bernat se colocó el almófar que pendía del cuello de
su cota y cogió el yelmo con nasal. Debía aún colocarse la vaina en el
cinturón y encajar la espada en ella. Y después ir a buscar a Blai, quien ya
tendría que tener al destrero preparado en la puerta de casa.
—Bajad ya, Marina, que esas dos viejas arpías deben de estar
especulando la razón de que estemos tanto tiempo encerrados en la alcoba
—dijo con sorna refiriéndose a su suegra y a la criada—. No me faltaba otra
cosa que oír sus chasquidos reprobadores lo que me resta de día.
—No creo que mi madre ande preocupada si tal cosa fuera cierta. Al
contrario, sería ella la que nos encerraría en la alcoba si con ello pensara
que un nieto llegara por tal empeño. —La tristeza asomó por unos instantes
a los azules ojos de la señora de la casa. Escondió la mirada para que su
marido no lo notara—. En cuanto a Ona, a pesar de ser una santurrona, os
adora, así que nada saldrá de sus labios que pueda causaros reparo.
—Era una chanza, mujer, no os lo toméis como otra cosa —le reprochó
—; de sobra sabéis que son bienvenidas en esta casa pues haría cualquier
cosa con tal de veros feliz. Hay que ver que con lo apercibida y capaz que
sois, no os deis cuenta de cuándo bromeo.
—Perdonadme. Debo de estar alterada por lo que está ocurriendo.
—No, Marina, perdonadme vos a mí. No debí hacer chanzas en tan
crucial momento. —Se acercó a ella y la rodeó con sus brazos—. Ahora,
dadme un beso, que presto debo marchar.
Se besaron largamente hasta que la cordura volvió a su sesera. Cuando
se separaron, los ojos de ambos siguieron prendidos unos instantes como
suspendidos en un deseo irrefrenable de permanencia. Fue Marina la que
rompió el hechizo remetiendo una guedeja del oscuro cabello de su esposo
que se había escapado del almófar.
—Os voy a decir una cosa, mi vida está bien tal y como está, con vos y
con esas dos mujeres que de seguro andan trasegando vino a escondidas
ahora mismo. No necesito nada más. —Marina captó en esas palabras que
su esposo trataba de infundir ánimo a su espíritu. Por lo visto, aunque ella
trataba de ocultarlo, él se había dado cuenta de su tristeza mientras hablaban
del nieto que quería Adelina—. Además, si no fuera por Ona a estas alturas
de mi vida ya me habría muerto de hambre —dijo guiñándole un ojo—, esa
mujer cocina como los ángeles. Aunque si de vuestra madre dependiera, no
dudaría en acabar con todas las provisiones de la despensa ella sola antes de
que nos diéramos cuenta y la pobre criada no tendría con qué cocinar.
Marina se rio con ganas tras la última burla de su marido. «No le falta
razón al muy bribón», pensó jocosa. Su madre, a pesar de su escasa
estatura, comía como dos hombres hechos y derechos. Y aunque eso la
preocupaba, ya que su corpulencia había aumentado mucho en los últimos
tiempos y se fatigaba un tanto al caminar, no pudo evitar que una risilla
escapara de entre sus dientes.
Bernat le dio un beso en el cabello y se volvió para alcanzar su espada.
Eso hizo retornar a Marina a la realidad del momento. Ver en manos de su
esposo aquel arma de hoja recta con doble filo, le hizo comprender que, de
nuevo, su corazón se llenaría de pavor cada día hasta que la lucha
terminara. Ya había pasado antes por eso. Lo peor fue su espera en
Barcelona sin tener noticias de Bernat mientras este andaba con las tropas
de Ramón Berenguer asediando Tortosa hacía pocos meses. El día que, tras
una larga espera, supo que su esposo estaba bien y que había mandado
llamarla para que empacara sus cosas pues una nueva vida les aguardaba en
la urbe a orillas del Ebro, fue como si una garra que atenazara su corazón lo
soltara por fin. Y ahora volvía esa sensación.
Tragándose el miedo que le recorrió el espinazo, Marina deseó suerte a
su esposo al salir este de la alcoba y las lágrimas no fluyeron sueltas hasta
que la puerta se cerró. A pesar de su fortaleza innata, necesitaba esos
instantes de desahogo antes de bajar las escaleras y revelar a las mujeres
que la esperaban en el piso de abajo todo lo que estaba aconteciendo. Y
quizás también, compartir un reparador vaso de vino que, como había dicho
Bernat, de seguro estaban catando en esos momentos las dos ancianas. La
ocasión requería suscitar cualquier forma de ánimo de la que pudiera
proveerse para mitigar el incierto devenir de acontecimientos que ya se
presagiaba.
CAPÍTULO VII

“MARGARIDA”

La muchacha no deseaba levantarse de la cama. Sabía que debía hacerlo,


que, como señora de la casa, aunque hiciera poco tiempo de ello, su
obligación era supervisar que todo fuera según lo previsto. Y más le valía
que así fuera. Si no, ya se encargarían su suegra y su marido de hacérselo
saber.
Pensar en la cólera desatada de su esposo la llevó a acurrucarse más en
las cobijas y a que nuevas lágrimas brotaran incontenibles entre sus
pestañas. Margarida trató de insuflarse ánimos para afrontar un nuevo día
limpiándose el rostro a manotazos, pero parecía que el torrente que manaba
de sus ojos no tenía fin. Jamás se había sentido tan desdichada, jamás tan
atemorizada, ya que nada de lo que hacía, a pesar de siempre intentar
comportarse correctamente, parecía estar bien para ellos.
Godfredo no era un buen hombre. Y su madre justificaba sus desmanes
achacándole la culpa a ella, a su supuesta indolencia, a su incapacidad por
hacerlo feliz: «Los hombres necesitan de una esposa solícita cuando llegan
a casa y si hay que plegarse a algunos de sus caprichos que así sea», decía,
«al fin y al cabo, trabajan muy duro, aun a riesgo de sus vidas en el campo
de batalla, para que a nosotras no nos falte de nada». Y sus sentencias
solían ser ley en aquella morada.
Nuevas lágrimas surgían sin que Margarida pudiera remediarlo al
recordar lo ocurrido la noche pasada. Rozó con la punta de sus dedos el
dolorido pómulo, que de seguro ya presentaba un feo cardenal, para luego
palparse el vientre y el costado, allí donde la furia de su esposo se había
cebado más.
Godfredo el inglés, como lo llamaban por aquellos pagos, había llegado
a Tortosa con las tropas que comandaba Baldovino di Carona, un
mercenario italiano quien, tras la bula del Papa Eugenio III que le otorgó a
la conquista cristiana la condición de Cruzada, lo que reportaba beneficios a
todo aquel que ayudara en la empresa, se apuntó sin dudarlo a tal correría.
Muchos fueron los ingleses y galeses que se sumaron a aquella gesta, quizás
por amor a la aventura, por la búsqueda de una nueva vida o por simples
intereses económicos; y, Godfredo, ducho con la espada y con una profunda
fe en la Iglesia heredada de su madre, Julia, no pudo negarse a embarcar en
aquella cruzada.
Pensar en su iracundo esposo la hizo aovillarse más entre las sábanas.
No quería levantarse. No quería salir de la cama y enfrentarse a un nuevo
día. Solo deseaba cerrar los ojos y volver a dormir con la esperanza de que
su vida solo fuera una mala pesadilla de la que despertaría en su alcoba de
doncella de la vivienda de sus padres donde había sido tan ingenuamente
feliz.
Miró el crucifijo que ocupaba gran parte de la pared frente al lecho,
regalo de bodas de su entrometida suegra, tan devota ella, tan recta y
austera, tan controladora…, y rezó en silencio durante unos minutos,
rogando que la zozobra que la consumía tuviera un pronto final. Sabía que
estaba mal desear su propia muerte, que era un pecado horroroso ante los
ojos del Altísimo, pero no podía evitar que ese pensamiento le rondara por
la cabeza una y otra vez.
Hacía rato que se escuchaba un barullo inusual en la calle; aun a pesar
de tener los postigos cerrados, el sonido de muchas voces hablando a la vez
se colaba entre los resquicios que quedaban entre la madera y la pared.
Hasta ese momento no le había prestado atención, pero ahora el volumen de
las voces había subido con tal vehemencia que ya no podía obviar que
estaba ocurriendo algo inusual. Con cautela, se levantó acercándose a la
orilla del lecho para alcanzar el manto que descansaba a sus pies. Un
pinchazo agudo le traspasó el vientre haciéndola doblarse en dos.
Margarida, transitada por el dolor, agachó la cabeza hasta apoyarla en sus
rodillas mientras cruzaba los brazos por su abdomen apretando los dientes y
gimiendo. Era como si una bola ardiente se hubiera enroscado en su
estómago, paralizando sus extremidades inferiores. Y el dolor no cesaba.
Como pudo, se dejó caer sobre la cama en posición fetal en un intento
de paliar aquel suplicio. «Quizás esta vez Dios se haya apiadado de mí y
este sea mi fin», pensó angustiada, porque, en realidad, a pesar de desearla,
la muerte le daba un miedo atroz, más incluso que los correctivos que su
esposo aplicaba a su cuerpo. La noche anterior había recibido un trato
especialmente cruel y Margarida no pudo detener el torrente de imágenes
que embotaron su mente en aquellos penosos instantes.
Todo había comenzado la tarde anterior por una pequeña desavenencia
con la madre, como siempre en esos casos. Y es que desde que Julia había
llegado a sus vidas, desde su Inglaterra natal, tras mandarla llamar su
esposo una vez aposentado en la urbe tortosina, la buena señora se había
encargado de hacerle la vida cada día más y más difícil.
«Casi no queda leña», le había dicho la tarde anterior mientras se
dedicaban a zurcir algunas de las prendas que Godfredo utilizaba
habitualmente.
«Lo sé, señora Julia, mañana enviaré recado para que nos la traigan»,
le contestó sumisa, sin levantar la cabeza del zurcido que la mantenía
ocupada.
«Una buena esposa debe ser previsora, ante todo, y no dejar que la
pereza del “mañana lo haré” embargue su espíritu. Dios castiga a los
indolentes y a los vagos. Sé que sois muy joven aún, niña, pero para eso
estoy yo aquí, para ayudaros a recordar vuestras obligaciones para con esta
casa y el apellido que la sustenta. Doy gracias al cielo de que mi hijo me
mandara llamar, no sé qué habría sido del pobre Godfredo si no estuviera yo
aquí para supervisar vuestras faltas», le dijo a modo de sentencia aquella
bruja con aires de grandeza que la odió desde el primer momento en que la
vio. Flaca, estirada y con el cabello canoso siempre recogido en una cofia
impoluta, quedó viuda cuando su hijo era un mozalbete de seis años, y
desde entonces, se volcó en el bienestar de su retoño mimándolo en exceso
y consintiendo a todos sus caprichos. Cuando Godfredo, tras ganar sus
prebendas por haber participado en la conquista de Tortosa promovida por
el conde Ramón Berenguer el año anterior, consiguió una vivienda digna,
decidió convertirse en un hombre respetable y olvidar las correrías del
pasado, donde sin una mísera moneda, se vendía al mejor postor con tal de
sobrevivir. Al ganar la guerra, el conde barcelonés premió a todo aquel que
lo había ayudado concediendo mercedes en forma de tierras, viviendas o
privilegios. Godfredo obtuvo una casa y unas tierras extramuros con la
promesa de repoblar con sangre cristiana aquella ciudad que había estado
siglos en manos del infiel sarraceno. Para ello, contrajo nupcias con una
jovencita galesa, Margarida, cuya familia de marinos se avino a encontrar
nuevos horizontes en aquella urbe a orillas del Ebro donde podían seguir su
tradición mercante y asentarse en un lugar donde la prosperidad parecía
estar asegurada tras la toma de la ciudad por las huestes cristianas y la
política de llamamiento repobladora de Ramón Berenguer. El padre de la
muchacha estuvo encantado de concederle la mano de su hija, junto a una
modesta porción de su parcela como dote, a aquel aventurero extranjero tan
educado y tan buen cristiano. Y Margarida, acostumbrada como mujer a
que fueran los hombres quienes tomaran las decisiones por ella, no puso
reparo alguno a pesar de no estar enamorada del pretendiente. Solo se dio
cuenta de su error cuando, la misma noche de su desposorio, sufrió en sus
propias carnes lo que luego sería su día a día, sometida bajo un yugo
dominante y cruel. Pocas semanas más tarde, para rematar su desdicha, la
madre de su esposo arribó a Tortosa para convertir su vida en un infierno
aún más profundo.
Pensar en aquello, hizo que sus manos temblaran consiguiendo
pincharse con la aguja del zurcido, cosa que provocó que no midiera bien
sus palabras al replicar a las palabras mordaces que su suegra le había
dedicado escasos instantes antes.
«Sé muy bien cuáles son mis obligaciones en esta casa sin necesidad de
que alguien me las esté recordando constantemente». Nada más concluir la
réplica y conforme esas palabras salieron de su boca, se arrepintió. Y más
tras ver la mirada de veneno indignado que le dirigió su suegra. No
hablaron más. Un silencio acusador se apoderó de la sala y no fue, hasta por
la noche, cuando ella supo lo que era pagar el pecado de no haber sabido
contener la lengua.
Unas horas después, tras una tensa cena en la que nadie había hablado,
la muchacha se subió rauda a la alcoba tras recoger los enseres de la
pitanza. Pensando que se libraba de la reprimenda por ser tan lenguaraz, no
contaba con la maldad de corazón que ocultaba aquella casa. Encontrándose
ya cobijada al amparo del lecho conyugal, su esposo accedió a la cámara
dando un sonoro portazo y la instó a levantarse.
«Levantaos, Margarida», le dijo engañoso con voz calma y melosa,
cosa que la asustó más si cabía. «Levantaos, he dicho. Vamos a rezar
juntos». La joven, incapaz de no seguir su mandato, se arropó con el manto
para ocultar que andaba en paños menores acercándose con cautela a su
esposo, quien ya se hallaba arrodillado frente al arcón situado a los pies del
crucifijo que presidía la habitación. Con piernas temblorosas, se hincó de
hinojos lo más separada que pudo de él y agachó la cabeza, fiel reflejo de
una devota cristiana, obediente y sumisa. Por dentro, los nervios le roían el
alma. Tras unos momentos de recogimiento, él comenzó a hablar: «Os tenía
en consideración como una buena esposa, Margarida, y ya veo que mis
desvelos por cuidaros no son suficiente para vos. Mi madre anda
disgustada y con razón. Ella se preocupa mucho por nuestro bienestar y a
vos parece que os moleste su cuidado. Así que, decidme, esposa, ¿qué tengo
que hacer para paliar vuestro desinterés?», mientras le hacía la última
pregunta acercó su mano al rostro de la muchacha y le giró la cabeza con
brusquedad para que lo mirara. «Me obligáis a ser duro con vos, pero no
veo otro camino para que aprendáis cuál es vuestro lugar en esta casa».
Con estas palabras amenazadoras, se alzó cogiéndola del cabello al tiempo
que le soltaba una sonora bofetada que la hizo trastabillar. Y tras esa
bofetada, vino otra, y otra más, mientras con la otra mano la sujetaba por el
hombro para que no escapara del castigo. Margarida trataba de huir, pero el
control de su cuerpo se había desvanecido con el primer golpe. «¡¿Veis lo
que me obligáis a hacer?!», le repetía con cinismo una y otra vez con las
facciones desencajadas por la furia y el pelo pajizo enmarañado por el
frenesí de su delirio brutal. Como pudo, la joven se zafó e intentó escapar
de sus garras. Pero aquello pareció enardecer más al hombre, que la hizo
caer al suelo y, esta vez, fueron sus pies los que golpearon con saña su
costado y su vientre. «¡No me dejáis otra opción! ¡¿No soy lo bastante
bueno para vos?! ¡¿No os he tratado como a una reina?!», seguía diciendo
en su arrebato. «¡Rezad conmigo, Margarida, que sea el Altísimo el que os
perdone vuestra insolencia!». Dicho lo cual, levantándola del suelo, la
dobló para que se inclinara con el pecho sobre el arcón, arrancó su manto y,
alzándole la camisola interior, la penetró con brusquedad desoyendo ya los
desgarradores gritos lastimeros que surgían de los labios de la muchacha, ya
incontenibles. Cuando el desahogo llegó por fin, enseguida la apartó
empujándola, alejándose de ella con un gesto de repugnancia. Una vez se
hubo atado las calzas, adecentándose la túnica para que no quedara
arrugada, se persignó frente al crucifijo y salió de la alcoba, no sin antes
dirigirle unas últimas palabras: «No quiero haceros daño, Margarida, pero
debéis aprender, por las buenas o por las malas, que vuestros actos afectan
a todos los miembros de esta familia. Pensad en ello esta noche. Solo
espero que mañana, cuando hayáis reflexionado, me deis la razón. Yo solo
busco vuestro bien y el de mi señora madre, y poder al menos tener un poco
de paz cuando llego a casa cansado de mis obligaciones», sentenció antes
de abandonar definitivamente la cámara.
Margarida no recordaba cómo había llegado hasta el lecho, ni cuando se
durmió tras derramar lágrimas amargas de conmiseración hacia sí misma.
Aunque ahora, con el sol ya anunciando la mañana, sentía que lo que estaba
por venir podía ser aún peor que lo vivido.
Tras unos minutos agónicos, pareció que los pinchazos en el vientre
remitían. Aun así, al tratar de levantarse de la cama, la cabeza comenzó a
darle vueltas y vació el contenido de su estómago en el suelo. «Tenía que
arreglar ese estropicio», se dijo, y paso a paso, con lentitud enfermiza, bajó
a la cocina porque debía adecentar aquel desaguisado antes de que ellos lo
descubrieran.
Al entrar en la estancia, el calor que desprendía el hogar la mareó. En la
estancia, una joven morena desconocida trajinaba de espaldas junto a la
lumbre. Margarida se apoyó en el respaldo de la silla al sentir que sus
castigados pensamientos giraban en un torbellino sin control. La extraña se
volvió en ese instante hacia ella dirigiéndole una mirada verde de
preocupación al contemplar el mísero estado en el que se encontraba.
—¿Os encontráis bien, señora?
Margarida no pudo contestar. Percibió que algo caliente le bajaba por
las piernas antes de caer redonda al suelo desmayada.
—¡Señora! ¡Señora…! —Fue lo último que alcanzó a oír antes de
perder la consciencia definitivamente.
CAPÍTULO VIII

“BERNAT”

Todo es ensordecedor a su alrededor. El ruido del rodar de los castillos de


madera acercándose a las murallas, los golpes acompasados de los recios
troncos revestidos de metal en su punta que acometen portones, el zumbido
de las rocas lanzadas por las catapultas al pasar por encima de sus
cabezas y el estruendo al estrellarse contra los muros de piedra, el sonido
sordo de las escalas al apoyarse en los merlones de la muralla que rodea la
ciudadela y, sobre todo, los gritos, los de los asediados y los de los
sitiadores, el clamor incendiario de los cientos de hombres que luchan con
el alma a tumba abierta para vencer o no ser vencidos, los rugidos de rabia
mientras se desenvainan las espadas, mientras escudos y armaduras son
golpeadas por hierro o piedras, los chillidos de dolor, el siseo de la sangre
derramada, los alaridos de temor y los rugidos de muerte. Todo es
atronador en sus oídos, hasta el sonido de su corazón golpeando fuerte e
incansable contra la cota de malla.
El sudor se desliza desde la frente hacia sus ojos impidiéndole ver con
claridad. Pero el ruido en torno a él se ha convertido en toda la guía que
necesita. Solo debe continuar hacia adelante, hacia las murallas de la
Zuda, hacia la conquista de ese último reducto bajo el que los sarracenos
se han amparado.
La lucha por la ciudad ha sido encarnizada, cruel, y ahora han
encontrado por la parte de levante del castillo un punto donde conseguir su
objetivo. El foso ha sido llenado de piedras, leña y tierra y, tanto las
huestes del ejército condal, como el ejército genovés, se han lanzado con
saña contra el muro de piedra que circunda la ciudadela. Desde la zona de
Banyera, siguen llegando los hombres del conde Ramón Berenguer, quien
ya se ha erigido como marqués de Tortosa, antes incluso de concluir el
sometimiento de los musulmanes y aunque la bandera verde con la media
luna todavía ondee en lo alto de la Zuda, tal es su confianza en que la
ciudad será suya a no mucho tardar. Mientras, decenas de hombres mueren
por las distintas razones que les han llevado a participar en esa empresa:
la gloria, el honor, la honra de sus casas, las prebendas prometidas y, para
algunos, quizás la aventura incierta.
Abriéndose paso entre escombros y cuerpos caídos, llega hasta el pie de
la muralla, con el puño apretado sujetando la espada con firmeza,
dispuesto a trepar por una de las escalas y luchar por la victoria de su
señor, al que debe lealtad. A su lado, siempre junto a él, su fiel amigo
Monrós también se dispone a hacer lo mismo. Bernat lo mira y el brillo de
determinación que ve en sus ojos le empuja a dejarse arrastrar hacia los
primeros peldaños de la escala. Mientras sube, tratando de esquivar las
rocas que caen desde la parte alta de la muralla, ve el brillo rojizo en la
punta de la espada de Guifré, mucha sangre mora se ha derramado ese día,
como así también lo ratifica su propio acero, salpicado de sangre hasta la
empuñadura por los cuerpos de los últimos sarracenos que han muerto
defendiendo el acercamiento de las huestes cristianas hacia la ciudadela.
Bernat trata de dejar la mente en blanco para no sentirse afectado por
lo que ocurre a su alrededor, máxime cuando acaba de contemplar como un
soldado ha caído de la escala al impactar una gran roca contra su yelmo.
El crujido que ha escuchado, a pesar de la algarabía a su alrededor, no le
ha dejado ninguna duda de que la piedra le ha aplastado el cráneo. Sigue
subiendo, con Monrós escoltando sus pasos, pero algo le hace detenerse
cuando lleva pocos peldaños ascendidos. Desde lo alto de la muralla, como
un estandarte ondeando al viento, una figura hierática permanece inmóvil
desafiando la altura y los elementos con la vista clavada en el firmamento.
Lo reconoce al instante porque ha intercambiado con él alguna chanza en
el campamento días atrás. No lo había vuelto a ver, aunque ahora sabe que
debió caer prisionero de los musulmanes. Se fija en su boca, en ese alarido
eterno que se le ha quedado prendido en el rostro, y de la que surge, como
una lengua bífida, la punta de la lanza que lo ha empalado antes de ser
colocado allí, en aquella cima inexpugnable, como advertencia a los
infieles que osen escalar las murallas obcecados en luchar contra los hijos
de Alá.
La imagen prende en sus retinas y paraliza sus miembros. No solo
Francesc Guillem Aragonés se halla empalado a la vista de todos, sino
también otros esforzados cristianos, a los que no conoce, y que han
sucumbido a la muerte de aquella infame manera. Aunque es la figura de
Francesc la que le remueve el alma y se le clava en el pecho como un
cuchillo ardiente. Una imagen que le perseguirá siempre…
—Bernat…
Una imagen que poblará sus pesadillas, pues al mirarla con
detenimiento se da cuenta de que el soldado aragonés todavía vive, y sus
labios se mueven, no sabe si en un intento de recabar ayuda, o simplemente
elevando una plegaria a Dios para afrontar con entereza la agonía de esos
últimos instantes antes de morir. El corazón se le encoge y lucha por
apartar la mirada, pero no puede…
—¡BERNAT!
El caballero vuelve en sí llevándose la mano hacia donde descansa su
espada. La silueta de Francesc todavía está prendida en el fondo de sus ojos,
grabada a fuego en sus retinas. Por fin, paulatinamente, se va
desvaneciendo entre la bruma de sus recuerdos más funestos y el panorama
real va cobrando forma. Delante de él, sacudiéndole en el hombro, Guifré la
hace aspavientos conminándole a volver a la realidad.
—¿Qué demonios te pasa? El Consejo nos aguarda —le dice estirándole
del brazo para proseguir camino hacia la torre principal de la Zuda.
—Estaba recordando… —Y mira hacia la parte de la muralla que aún
conserva los vestigios escombrados de la lucha mantenida meses atrás.
A Guifré de Monrós se le ensombrece también la mirada al percatarse
de hacia dónde dirige la vista su amigo, pero, rudo como es, no pierde más
que un instante en el recuerdo y lo empuja con su habitual brusquedad.
—Olvídalo ya, Miravalle, fue un lance más de la batalla.
—No, no lo fue. No fue una muerte digna, con la espada en la mano,
luchando contra el enemigo. Fue algo horrible, con aquel hierro cruzándole
las entrañas hasta aparecer por su boca —le refiere estremeciéndose al
pensar en el dolor que se sentiría muriendo así, como un animal cualquiera
clavado en un espetón.
—Sí, fue horrible, pero dicen que murió como un auténtico héroe,
negándose a dar información al infiel traidor y sin renegar de la verdadera
fe cristiana. Eso debería bastarte.
—Lo sé, pero aun así…
—No lo pienses más —zanja Monrós con un deje de enfado en la voz.
Guifré siempre ha sido el más práctico de los dos, y el más cruel, al menos
en el sentido de que tenía el corazón más duro que una roca y nada parecía
conmoverlo más allá de la rabia que le producía cualquier hecho que entrara
en liza con su carácter bronco. La indiferencia ante el dolor ajeno a veces
era tal, que Bernat no llegaba a comprender cómo podían ser amigos siendo
tan distintos—. El aragonés está muerto. Y al menos tuvo el consuelo de
recibir cristiana sepultura. Pero nosotros estamos vivos y, si queremos
seguir estándolo, más nos vale acudir a la reunión del Consejo. El infiel
sarraceno clama ahora venganza por la pérdida de Tortosa y en nuestra
mano está que eso no ocurra. ¿Acaso quieres ver a otros caballeros en la
misma tesitura que Francesc? Vamos, Bernat, deja tus cuitas a un lado, hay
trabajo que hacer.
Ve alejarse a Monrós hacia el interior de la torre principal de la Zuda,
dando grandes zancadas con sus recias piernas, resoplando como un enorme
jabalí a punto de embestir. A su lado, Bernat es como un junco, espigado,
ágil y flexible, que no dispone de la misma fuerza bruta de la que está
dotado Guifré gracias a su tamaño y a su musculatura fornida, pero que él
compensa con la rapidez y la destreza en las armas que le han dado años de
frugalidad y entrenamiento. Sabe que un golpe de la espada de su amigo es
como chocar contra un muro de roca maciza, y pobre del enemigo que ande
en sus cercanías, pero su considerable envergadura y la vida de excesos que
disfruta, lo hacen lento y pesado en la batalla. Por eso se complementan,
siempre ha sido así, se han guardado las espaldas el uno al otro desde que,
entrando a servir como escuderos de los Montcada, se conocieron por
primera vez y los defectos de uno eran tapados por las virtudes del otro y
viceversa, al igual que el temperamento violento del otro era atemperado
por el razonamiento más cabal de uno, o los sentimientos piadosos del
primero suplementaban la absoluta indiferencia del otro. Así era. Y así sería
por los restos.
Con un suspiro hastiado, pues su mayor deseo desde que arribó a
Tortosa era tener una vida de paz y tranquilidad, sigue los pasos de Monrós
hacia la sala donde los prohombres de la ciudad dirimirán el mejor camino a
seguir ahora que son ellos los asediados. Antes de entrar, vuelve a mirar
hacia los muros recordando que, finalmente, el castillo de la Zuda no fue
tomado por la fuerza, sino que se rindió al conde por la escasez de víveres y
el desgaste anímico y personal de los que resistían. Tras una tregua de
cuarenta días concedida por Ramón Berenguer, en la que los musulmanes
esperaban recabar la ayuda procedente de las huestes valencianas del rey
Lobo, el penúltimo día de diciembre, con el frío ya aposentado por toda la
región, las puertas de la Zuda se abrieron al conde definitivamente.
De eso hacía pocos meses, aunque a Bernat le parecía un
acontecimiento muy lejano en el tiempo ya que había estado ocupado en la
vigilancia y reconstrucción de la nueva comunidad que se estaba creando en
Tortosa, en la que se prometía un paraíso de prosperidad para todos aquellos
que quisieron hacer de ella su morada. Antes de marchar hacia la conquista
de Fraga y Lérida, el conde había dispuesto una rudimentaria Carta Puebla
cuyo contenido se basaba en la repoblación con gentes cristianas gracias a
los honores concedidos a los que participaron en la conquista, así como un
trato favorable a los vencidos, para no perder aquellos brazos que
garantizarían la producción agrícola de la zona y el floreciente comercio
que tan importante era para el mantenimiento de aquel lugar a orillas del río
Ebro.
—No son suficientes espadas. —Oyó decir Bernat al entrar en la sala
donde estaban reunidos los prohombres de la ciudad—. La mayor parte del
ejército ha marchado con el conde y pocos somos los que quedamos aquí
para defender Tortosa del infiel.
El que había hablado no era otro que Pere de Sentmenat, hombre enjuto
y serio, de una de las mejores familias de la nobleza catalana, nombrado
veguer de Tortosa por el conde antes de partir hacia su próxima conquista.
Junto a él, el bailío Guillem de Copons asentía con la cabeza ante las ciertas
palabras que acababa de escuchar. Ambos se encontraban sentados a la
mesa donde se acumulaban cabos de vela, pergaminos, tinteros y jarras de
vino vacías, en un desorden inusual en la que siempre había sido una
meticulosa sala de juntas. De pie, a escasos pasos de la mesa, otros hombres
compartían la preocupación de los tiempos amenazadores que les estaba
tocando vivir.
—Monrós —preguntó dirigiéndose el veguer hacia Guifré—, ¿habéis
dispuesto lo que os sugerí?
—Todo caballero está ya en su puesto. Las puertas de la ciudad se han
cerrado y la guardia ronda las murallas a la espera del primer movimiento
enemigo.
—Bien, bien… ¿y qué hay del Temple y de los Hospitalarios?
—Han sido avisados —respondió el bailío—. Aquellos que residen en
la ciudad están armándose ahora mismo y se ha enviado misiva a los que
patrullan nuestras fronteras. En breve estarán aquí para prestarnos su apoyo.
—Todo hombre de Tortosa capacitado para luchar ha sido informado de
que debe estar preparado —terció esta vez Pere Bertran, uno de los
prohombres más respetados—, y se ha parlamentado con los genoveses, así
como con los extranjeros, encabezados por Gilabert Anglès, quienes ya
están prestos para el combate.
—Aun así somos pocos hombres —se lamentó Ponç de Cervera—. Las
fuerzas sarracenas se cuentan por miles y ya acampan a nuestras puertas…
—Certeza dicen vuestras palabras, amigo Ponç, pero tendremos que
resistir hasta que el conde ponga en movimiento sus huestes y baje desde
Lérida a socorrernos. Hace unas horas que ha salido un mensajero para
informarle del hecho y espero tener pronto noticias. Nuestro señor no
permitirá que Tortosa vuelva a caer en manos agarenas y nosotros no
podemos perder lo conquistado. Nuestro honor y nuestra honra se dirime en
este lance. —Sentmenat se levantó con estas últimas palabras y miró a cada
uno de los hombres a los ojos—. Sea pues, marchad y disponed que todo se
haga según lo convenido y en breve, con la ayuda de Cristo Nuestro Señor,
echaremos al musulmán de estas tierras para siempre.
Bernat de Miravalle abandonó el lugar junto a Guifré en pos de la noche
de vigilia que les aguardaba organizando la defensa de las murallas de la
ciudad. Como bien había dicho el veguer, debían resistir hasta que el
ejército del conde recorriera las leguas que le separaban de Tortosa, aunque
llevaba prendida en la piel a modo de sudor frío la sensación de que,
mientras eso ocurría, no iba a ser nada fácil la tarea que les esperaba.
CAPÍTULO IX

“PRYA”

Prya se arrebujó más en el tosco manto de lana que la cubría de la cabeza a


los tobillos. Aunque estaba remendado en alguno de sus pliegues, a ella la
mantenía caliente y eso era más de lo que había tenido en mucho tiempo. El
cielo ya estaba tiñéndose de añil y las sombras comenzaban a alargarse, el
anochecer estaba próximo. Los tambores sarracenos no habían dejado de
tocar desde ese mediodía, llamando a la guerra a los fieles de la media luna
que, en número cada vez más creciente, fueron arribando a las
proximidades de la urbe desde el río por poniente y desde las montañas de
levante.
No le había dado tiempo a volver a casa, si podía llamársele casa a la
choza hecha con troncos y tablas de madera en la que convivía con la vieja
Delila en los arrabales extramuros de la ciudad. Al poco de sonar los
clarines de Tortosa avisando de la llegada del enemigo, los portales habían
sido cerrados y la guardia comenzó a patrullar todo el perímetro amurallado
con órdenes expresas de que nada ni nadie pudiera traspasar los muros que
les protegían. Y Prya se había quedado dentro muy a su pesar. No le
gustaban los encierros, aunque fueran en jaulas doradas; ella era un espíritu
libre y, desde que escapó de aquel funesto destino que le aguardaba, no
soportaba saberse presa de cualquier tipo de cadena, aunque esta estuviera
hecha de piedra y rodeara la ciudad.
«¡Maldita mujer extranjera!», se lamentó rabiosa, aunque instantes
después, al recordar los llorosos ojos claros de la muchacha y el rictus de
dolor en sus bonitos labios, se le encogió un tanto ese corazón endurecido
que había empedrado con mucho esfuerzo a lo largo de su corta vida. Bien
sabía ella por lo que estaba pasando la joven a la que había socorrido en su
propia casa cuando fue a llevar un canasto con tarugos de leña, una de las
muchas tareas que emprendía cada día para sobrevivir en un mundo en el
que una mujer de su edad, sin esposo, familiar o protector que la amparara,
solía ser blanco de abusos y pillajes por parte de hombres sin escrúpulos ni
moral, seres sin un ápice de bondad en sus execrables cuerpos. Además, ella
contaba con otra lacra aún peor: la de nacer en el seno de una familia gitana
nómada, gentes sin patria ni morada fija que vagaban por aldeas y villorrios
de cualquier feudo que los aceptara en busca de ganarse unas monedas con
sus representaciones y divertimentos para el populacho ávido de novedades
en sus rutinarias vidas campesinas.
Un sonido de pisadas la hizo acurrucarse en las sombras que
proporcionaban los aleros del tejado de algunas de las casas del callejón en
el que se encontraba. Por el ruido del roce del metal de las cotas contra los
ropajes, supo que era alguna patrulla de soldados que hacían la ronda por
las calles para mantener el orden. Desde hacía rato, no había ni un alma
fuera de sus casas, y que la encontraran allí, sola, en aquel pasaje angosto,
sin una buena causa con la que explicar su permanencia en ese lugar, podía
ocasionarle problemas. La vida que le había tocado vivir la convirtió en un
ser desconfiado y salvaje, y no estaba dispuesta a exponer de nuevo su
pellejo si estaba en su mano evitar situaciones que la pusieran en peligro.
Apretó los dientes deseando que los hombres que oía acercarse pasaran
de largo aquel callejón, pero, como siempre, el destino parecía conjurar en
su contra para que su empeño se viera frustrado. Al ver como los primeros
soldados giraban dirigiéndose hacia donde ella estaba, no dudó en dar
media vuelta y correr en sentido contrario con toda la velocidad de sus
jóvenes piernas. Gritos de ¡Alto! y ¡Teneos!, resonaron en el sepulcral
silencio de la urbe mientras ella corría sorteando piedras y maderos que
había amontonados en muchos de los portales, fruto de las obras que
todavía se estaban realizando tras las luchas habidas durante la conquista de
los cristianos meses atrás.
No miró atrás, aunque sentía que el aliento de aquellos hombres pronto
estaría rozándole el pescuezo. Siguió corriendo, zigzagueando entre
estrechos corredores, con los bajos de la saya apretados en sus puños para
que no le obstaculizaran las zancadas y notando cómo un poco de orina le
bajaba por los muslos ya que tenía la vejiga llena tras tantas horas sin
aliviarse. Aunque poco le importó aquello. Prefería una y mil veces andar
sucia —no sería la primera ocasión que le ocurría—, que dejarse atrapar por
un puñado de hombres, tuvieran o no buenas intenciones, pues bien sabía
ella que las miras de algunos sujetos se trocaban en lascivia cuando
hallaban una mujer desamparada. Lo había vivido en sus propias carnes,
cuando aún era tan joven que ni siquiera la luna venía a visitarla cada mes,
en el instante en que tuvo que huir en aquel aciago día tras ver a su familia
asesinada, recorriendo en completo desamparo pueblos y campiñas
buscando no morir de hambre. Un viaje largo que nunca abandonaría su
memoria, que comenzó en el sur del reino de Francia y que acabó en tierras
tortosinas en el momento en que conoció a la vieja Delila y esta la acogió
en su miserable choza a cambio de que ganara el sustento para ambas. La
vieja sarracena vivía de la mendicidad pues un velo lechoso había cubierto
sus ojos, negándole el don de la visión desde entonces, y quizás fue por eso
que cuando Prya llegó a los muros de Tortosa, sucia y desharrapada como
un animal salvaje, la buena mujer solo pudo ser capaz de percibir la
carencia agónica de aquella muchacha que se presentaba ante ella rogando
por algo que llevarse a la boca. Desde entonces, ambas habían convivido en
una suerte de camaradería, de necesidad mutua que les permitía una
subsistencia más o menos digna, a base de aguantarse el mal carácter la una
a la otra y de alcanzar una especie de acuerdo no hablado en el que Prya
trabajaba duro para llevar un mendrugo de pan a la choza a cambio de un
techo bajo el que guarecerse.
Pensar en Delila la llenó de preocupación mientras continuaba
alejándose de sus perseguidores. La anciana había quedado sola en los
extramuros de la ciudad y, aunque fueran los suyos los que campaban
sitiando Tortosa, las guerras nunca traían buena cosa a aquellos individuos
marginales a los que nadie quería y todos ignoraban.
Encontró un posible cobijo tras un muro derruido en la parte de Villa
Sicca de la urbe; al ser derribado, las gruesas piedras se habían amontonado
sin orden ni concierto con la fortuna de crear una exigua cámara entre ellas.
Prya, menuda como era, se deslizó entre las rocas tratando de no arañarse
con sus bordes afilados y se adentró en aquel reducto que podía ser su
salvación. Con el pecho encorvado por encima de sus rodillas, permaneció
en silencio, calmando su alocada respiración en aras de que ni un sonido
delatara su posición.
Los escuchó llegar. Podía ver sus sucias botas de cuero desgastado
titubeando ante el muro derruido a escasos pies de su escondrijo,
bisbiseando entre ellos palabras que no alcanzaba a entender. En un
momento de pánico, pensó que alguno de ellos se agacharía, la atraparía y
aquel hueco se convertiría en su tumba de piedra; la imagen de una mano
entrando en la cavidad y agarrándola del cabello se instaló en el fondo de
sus verdes ojos negándose a abandonar tal reducto. Aguantó la respiración
todavía más. Y rezó no sabía a quién para que no la descubrieran.
Tras unos agónicos instantes de miedo y dudas, los soldados parecieron
abandonar la búsqueda y el sonido de sus pasos se fue alejando hasta
desaparecer. Aun así, no salió de su escondite. Todavía no. Podía ser una
trampa para engañarla y hacerla salir por su propio pie.
El sonido de una voz muy cerca de ella casi hizo que se desmayara de
terror.
—Ya puedes salir. Se han marchado.
Una sombra oscura tapó el hueco por donde antes había contemplado
las botas de los soldados dejándola sumida en la oscuridad.
—No temas… voy a ayudarte. —Una mano se adentró por el hueco
entre las rocas, palpando el contorno a su paso.
La gitana, a pesar de su miedo, era de la opinión de que si había que
morir, que fuera luchando y, cuando la punta de los dedos enemigos ya
estaba cerca de rozar su mano, se lanzó con los dientes por delante cual
fiera salvaje.
—¡Ayyyyyy! —se quejó la dueña de la mano mordida sacándola del
agujero al instante—. ¡Por el amor de Dios, Prya, ¿quieres dejarme tullida?!
Sal de una vez, que no voy a hacerte daño alguno. Soy yo, Casilda, la
ermitaña del Coll de l’Alba, ¿no me recuerdas?
—¿Ca… Casilda…? —titubeó la joven, tratando de atisbar el rostro de
su interlocutora.
—Sal, muchacha, los soldados se han ido. Seguramente, tienen mejores
cosas que hacer que buscar a una joven entre los escombros.
Poco a poco, Prya fue saliendo de su escondrijo, estornudando bajito
varias veces a causa del polvo que se desprendía de las piedras donde había
estado oculta. Una vez se puso en pie, trató de adecentar su indumentaria
sacudiendo con las manos las partículas adheridas al manto, aunque con
escasos resultados. Lo único que conseguía así era arrastrar el polvo
manchando más sus ropas, amén de que sentía los bajos del vestido
húmedos y pesados y las botas mojadas, posiblemente por una mezcla de la
orina que le había corrido por las piernas y la humedad que habría dentro
del agujero en el que se había metido. Cuando se dio cuenta de que hiciera
lo que hiciera nada iba a ocultar su desastroso aspecto, miró a la mujer con
la que había trabado una cierta amistad en el transcurso del último año. La
ermitaña intercambiaba sus hilados de rueca por cosas de las que carecía
para poder sobrevivir allá arriba, sola, en lo más alto del monte, y ella, en
alguna ocasión, había subido a verla con el ánimo de realizar algún que otro
trueque. Delila, a pesar de su escasa vista, a veces precisaba de hilo para
tejer o reparar algunas prendas que ambas necesitaban, como mantos para el
más crudo invierno o camisolas para el verano, y se le daba bastante bien
hacerlo. Prya no tenía ni idea de cómo coser ropa y, aunque la vieja
musulmana había intentado enseñarle, sus zurcidos parecían cicatrices y la
impaciencia la dominaba. La romaní gustaba más de estar activa, entrando y
saliendo de la choza, buscándose la vida por el campo o la ciudad, que estar
sentada horas y horas remendando vestidos.
—Siento haberos mordido —se disculpó la muchacha.
—Tienes unos dientes fuertes, de eso no hay duda —dijo la ermitaña
llevándose el dedo herido a la boca para restañar la escasa sangre que
todavía manchaba su falange—, no como yo, que ya he perdido unos
cuantos y más que perderé.
Prya rio al ver la sonrisa desdentada que le dirigió la mujer. Le faltaba la
mayoría de los dientes superiores y algunos de los inferiores. Ya no era una
jovencita y sintió una punzada de conmiseración al pensar en la dura vida
que le había tocado en suerte a aquella mujer a pesar del gran corazón que
tenía y que demostraba ayudando al prójimo siempre que podía.
—¿Qué haces por las calles, Prya? No es seguro andar ahora
vagabundeando, los ánimos están exaltados y es mejor estar a cubierto bajo
techo.
—Lo sé, pero vine esta mañana a traer leña a casa de uno de los
extranjeros asentados en la ciudad y tuve que atender a la señora de la casa.
Sufrió un desmayo mientras le apilaba la leña junto al hogar y no podía
dejarla desamparada. —No quería contarle a Casilda los pormenores del
desmayo de la joven Margarida, había perdido mucha sangre y, con ella, al
futuro hijo que llevaba en las entrañas. La joven forastera le rogó que
guardara silencio sobre este hecho y ella le juró que así sería—. Cuando
salí, me enteré de que un ejército se acercaba y los portales se habían
cerrado. Ahora temo por Delila, aunque sean los suyos los que acampan
fuera de Tortosa.
—¡Malditas guerras! ¿No pueden los hombres prosperar sin que sea la
espada la que hable? No hace ni medio año que tenemos paz y ya suenan
otra vez los tambores y los clarines anunciando desgracias.
Ambas mujeres permanecieron en silencio unos segundos. En la zona en
la que estaban, los sonidos de los tambores llamando a la guerra todavía se
escuchaban como un sordo rumor.
Prya volvió la cabeza hacia la parte de la ciudad donde sabía que se
encontraba el arrabal de Remolins y la preocupación por Delila le vino a las
mientes de nuevo, si bien esperaba que los suyos no la hubieran dejado
desamparada ante una situación que se prometía arriesgada en cuanto a lo
que estaba por venir. Aunque la anciana ya vivía allí desde hacía tiempo,
ahora gran parte de los musulmanes de la ciudad se habían tenido que
trasladar a aquel barrio tras la conquista de Ramón Berenguer. Aquellos que
no optaron por el exilio tras la victoria cristiana, el conde les había hecho la
concesión de permanecer intramuros no más de un año, conservando la
mezquita mayor durante ese tiempo y su libertad de culto. Pero, pasado ese
tiempo, debían abandonar la urbe y permanecer en los arrabales. Muchos,
con gran pesar, ya habían renunciado a sus casas en la zona fortificada y
buscado refugio fuera de las murallas, aunque todavía unos pocos seguían
morando en las cercanías del zoco, comerciando con sus productos
artesanales como antaño habían hecho.
La joven preveía que muchos de aquellos musulmanes se alinearían con
sus congéneres; tan solo quizás unos pocos, aquellos que deseaban la paz,
se mantendrían al margen de la disputa. Esperaba que alguno de ellos
hubiera tenido en cuenta a Delila y su fragilidad.
Apartó esos pensamientos y retomó su conversación con la anacoreta.
—Decidme, Casilda, ¿y vos? ¿Por qué no estáis en la ermita?
—De madrugada, con el sol a punto de salir, contemplé desde las alturas
que me confiere la ermita cómo cientos de soldados sarracenos ascendían
las empinadas cuestas por levante en dirección a Tortosa. Sin más tiempo
para pensar, corrí como alma que lleva el diablo —refirió, persignándose
por mentar al innombrable— y bajé hasta la ermita de Mig Camí para dar el
aviso. Pero dada la edad de los ermitaños que allí moran, decidí continuar y
descender todo el monte hasta llegar a las murallas y dar cuenta de lo que
había visto. Ya la ciudad andaba revolucionada pues los primeros barcos se
habían avistado en el río. Cuando me quise dar cuenta, al igual que te ha
sucedido a ti, los portales estaban cerrados conmigo dentro. Y llevo horas
tratando de averiguar cómo volver a casa.
—¿Queréis volver a la ermita?
—Por supuesto que quiero. No puedo dejar el lugar desamparado, y más
ahora, que son más que necesarias todas las plegarias que podamos realizar.
Además, a estas alturas los moros ya deben haber llegado a las cercanías de
las murallas y yo debo volver a cuidar de aquel santo lugar. Es mi destino.
—¿No tenéis miedo?
—Claro que lo tengo, pero sé que el Altísimo no permitirá que descuide
mis obligaciones. He hecho lo que debía viniendo aquí, pero ahora tengo
que volver con la esperanza de que el ejército sarraceno haya pasado de
largo y la ermita siga tal y como la dejé al marcharme.
Prya dudaba de que fuera una buena idea que Casilda caminara sola el
trecho que había hasta aquel santuario perdido en el monte, aunque por la
resolución que vio en la mirada de la mujer mientras hablaba, sabía que
tenía su decisión tomada.
—Conozco un sitio por el que podemos salir.
—¿De verdad? ¿Dónde?
—Hay un pequeño portón, cerca del barrio judío, en un lugar en el que
la muralla es menos gruesa.
—Indícame el camino.
—Esperad, no es un lugar seguro si decís que un ejército ha bajado por
levante. Quizás deberíamos aguardar a que sea noche cerrada para cruzarlo,
cuando las sombras sean nuestras aliadas.
—Tienes razón, esperar hasta la noche será lo mejor. —Dirigió entonces
su mirada al cielo, que ya se teñía de los malvas previos al crepúsculo—.
Sea pues, creo que hoy las nubes ocultarán la luz de la luna y nos será más
fácil escabullirnos; busquemos algún lugar donde guarecernos hasta
entonces.
—Puede que haya algún granero en el que podamos ocultarnos.
—Sí, comienza a refrescar y mis viejos huesos se resienten con la
humedad. Y tú —añadió mirándola de arriba a abajo—, necesitas secar y
adecentar tus ropas.
Prya apartó la vista avergonzada y se tapó más con el manto. No
deseaba que la ermitaña se diera cuenta del bochornoso desliz que había
corrido por sus piernas. Además, para terminar de mortificarla, su estómago
gruñó como un perro rabioso al recordar que no se había llevado a la boca
nada desde el amanecer, y solo fueron unas insustanciales gachas aguadas
que Delila preparó con las primeras luces.
—Quizás… —Pareció cavilar Casilda sin apartar la vista de ella, lo que
hizo que, instintivamente, se llevara la mano al vientre tratando en vano de
ocultar aquel molesto sonido—. Quizás podríamos hacer una parada en un
lugar que conozco. No auguro un feliz desenlace pero no perdemos nada
por probar, al fin y al cabo, debería primar la caridad cristiana por encima
de otras consideraciones. —Esto último lo dijo más para sí misma que para
los oídos de la gitana. Tras una pausa en la que Prya la observó elucubrar en
silencio, pareció volver a la realidad del momento y añadió—: Vamos
muchacha, a ver si conseguimos algo con lo que acallar tu estómago, si no
esta noche nos van a oír hasta en las levantinas tierras de ese que llaman
Rey Lobo.
Prya no pudo menos que sonreír ante la ocurrencia de la ermitaña
mientras seguía sus resolutivos pasos adentrándose de nuevo en las callejas
que antes había abandonado con su loca carrera por ponerse a salvo de sus
perseguidores. Desconocía a dónde iban, pero confiaba en Casilda y no
pudo menos que seguirla de buena gana.
CAPÍTULO X

“GUIOMAR”

—¡Me niego a considerarlo!


—Sed razonable, Guiomar, es lo que el muchacho ha elegido.
—¿Y lo ha elegido ahora? ¿Con los moros a nuestras puertas? Es un
niño aún, y vos, como su padre que sois, debéis hacerle cambiar de opinión.
—Blai no es un niño ya. ¡Por el amor de Dios, mujer, tiene catorce años
y ya es ducho en el manejo de la espada!
—Sigue siendo un niño, mi niño —afirmó categórica Guiomar—, y no
creo que haya reparado en todo lo que implica esa decisión. Y vos tampoco.
—¡Tened la lengua, mujer! ¿Creéis acaso que no me preocupo por el
bienestar de nuestro hijo? Blai se está convirtiendo en un hombre y, por
mucho que queráis resguardarlo bajo vuestras faldas, tarde o temprano
deberá buscar su camino. Y ya lo ha hecho, aunque os pese en vuestro
corazón de madre amantísima cual gallina con sus polluelos.
Guiomar acusó la ironía del comentario de su esposo comparándola con
una gallina clueca y enrojeció visiblemente.
—Podéis burlaros de mí lo que se os antoje, Guifré —le respondió
mordaz—, pero estamos hablando del futuro de nuestro hijo. Y del nuestro
también. ¿Habéis pensado por un momento que si Blai entra en la Orden
vuestro apellido morirá con él? —Aguardó por unos instantes una respuesta
que no llegó—. Ya veo que no, como siempre. Seréis el guerrero más feroz
de estos lares pero en cuestiones más familiares poseéis una simpleza que
no os permite ver más allá de vuestras narices.
—¿Me tomáis por un mentecato, señora? ¿O quizás por un villano
gañán cuya única preocupación es mirar al cielo por si las lluvias van a
estropear su cosecha?
—No os tomo por nada más que lo que sois, señor —le dijo con cierto
deje irónico—, la abundancia abnegada para con vuestra espada y la
escasez en vuestros demás afectos.
Monrós acusó el golpe. Su esposa acababa de recriminarle por enésima
vez su vida disoluta en cuanto cruzaba el umbral de su casa para perderse
en otros placeres.
Guiomar vio como las venas del cuello de su cónyuge se hinchaban por
el enfado, amén de que los hilillos rojizos que tejían su nariz a causa de los
excesos en el vino se tornaban más oscuros. Nunca fue un hombre guapo,
aunque sí tenía ese atractivo rudo de guerrero enorme, pero ahora, debido a
los abusos de una vida disoluta, su cuerpo se había ensanchado por la grasa
sobrante.
—Al menos mi espada me da aquellos placeres que me son negados en
mi propia casa —dijo el soldado alzando la voz—, y pago con mis afectos a
aquellos que no me niegan los suyos.
—Diréis a aquellas, hablad con propiedad.
—Sois insufrible, Guiomar; bella por fuera y con una sierpe traicionera
en vuestro interior que aguarda agazapada el más mínimo error de su futura
víctima para inocular su veneno. Y sí, tenéis razón —confesó con una
sonrisilla cruel—, busco en otros lugares lo que aquí no encuentro por más
que lo haya buscado, porque, aunque no queráis reconocerlo, habéis sido
vos la que me ha empujado a ello; si no fuera así, mi estancia en esta casa
seca y áspera sería más luenga y mi felicidad más notoria.
—No me hagáis a mí culpable de los desvaríos de vuestro bajo vientre,
ni de vuestra infelicidad, pues la misma que decís que padecéis vos la sufro
yo. Además, ¡qué me importa a mí con quién retocéis fuera de estas paredes
mientras lo hagáis con discreción y nuestro buen nombre no quede en
entredicho! El problema es que la ciudad entera está al tanto de vuestros
caprichos y cada vez que salgo a la calle puedo sentir las miradas fijas en
mi persona y las muecas de lástima o de malicioso regocijo que me
dispensan. Y a vuestro hijo también —afirmó categórica, y tras ver la
mirada de duda de su esposo añadió—: Sí, no me miréis así, Blai, el que
vos decís que es un hombre ya, ha llorado aquí, sobre mis faldas, las burlas
de las que a veces ha sido objeto, y más de una vez le he tenido que limpiar
la sangre tras una pelea por defender el honor de su madre. Pero claro, vos
no podríais saber esto y ¿sabéis por qué? Porque nunca estáis aquí, porque
no sentís ni una pizca de amor por nosotros.
—Sois una mezquina si dudáis de mi amor por nuestro hijo, Guiomar.
No os voy a permitir que pongáis en duda mi honor en ese sentido. Solo
busco lo mejor para él y, aunque creáis que no he sopesado las
consecuencias de que se convierta en caballero templario, sí lo he hecho. Y
traté de disuadirle, lo intenté de muchas maneras, pero él no da su brazo a
torcer y os sorprendería la madurez con la que habla de su decisión. Queráis
o no, vuestro hijo entrará en el Temple y vos acataréis esta decisión como la
buena esposa que decís que sois. Ahora debo marchar, esposa, y como bien
habéis dicho, tenemos al moro a nuestras puertas y, quizás otras cosas me
sean lejanas, pero dar muerte con mi espada a quien intenta arrebatarnos lo
que es nuestro sí que se me da bien —dijo arrogante tras sostenerle la
mirada unos instantes. Luego, con un ademán brusco, giró el cuerpo para
encaminarse a la puerta donde le aguardaban algunos soldados a los que
debía dirigir en las murallas durante el ya inminente asedio. No obstante,
antes de abrir, se volvió de nuevo hacia su mujer—: Os amé una vez,
Guiomar, y ese es un error que no volveré a repetir.
Ambos esposos se miraron con inquina en los ojos. Puede que las
palabras de Guifré se debieran al simple hecho de sentir culpa por la
veracidad de los reproches que ella le había lanzado, o puede que lo que él
quería con esa última frase era hacer que ella se sintiera responsable por no
haberle amado lo suficiente. El caso era que la obcecación de ambos llegaba
ya a extremos irreconciliables y las palabras solo echaban más leña al fuego
en esa desventurada relación.
—Está decidido, Guiomar —le recordó tajante antes de marcharse—,
Blai servirá al Temple.
Ella le siguió hasta la cancela presta a continuar discutiendo aquella
majadería, pero, al abrir la puerta tras el sonoro portazo de su esposo, varios
pares de ojos que la observaban la hicieron detenerse en el umbral. Guifré
comenzaba a dar instrucciones a los soldados que le aguardaban con
ademanes enérgicos, aunque estos, al ver a la señora de la casa parada allí
mismo, a escasos pies de ellos, impusieron las normas de cortesía y cada
uno le fue dedicando un saludo de respeto inclinando la cabeza. La mayoría
de esos ojos que la contemplaban, además, denotaban un dejo de
admiración que no le pasó desapercibido. Se sabía una mujer bella, sus
formas redondeadas allí donde debieran estarlo, sus grandes ojos oscuros y
su cabello castaño, con visos rojizos en las puntas, que en suaves ondas le
caía hasta mitad de la espalda, solían despertar el arrobamiento de los
hombres con los que se cruzaba. Y estos no eran la excepción. Su
percutidora vanidad quedó colmada una vez más; y a pesar de que tales
pensamientos eran pecaminosos, no podía evitar sentirse orgullosa por su
aspecto. Sobre todo, al sentir la mirada, un poco más admirativa que las
demás, de aquel apuesto extranjero que había decidido permanecer en
Tortosa tras haberse unido a la lucha cuando Ramón Berenguer IV
conquistó la ciudad. Godfredo, le parecía recordar que se llamaba, cuya
esposa, una minúscula mujer, apocada y de cabello pajizo, no sería rival
para ella si se lo propusiera.
Disfrutó por unos instantes de esa sensación de sentirse deseada hasta
que se dio cuenta de que Guifré la miraba con desaprobación. Las mujeres
casadas no debían salir a la calle sin llevar cubierta la cabeza con algún tipo
de velo, ya fuera de gasa, de lino o de algodón, y ella no había reparado,
ofuscada como estaba por la discusión mantenida con su esposo, de que
llevaba el cabello descubierto ante la mirada de esos hombres.
—¿Deseáis algo, esposa? —La áspera voz de Monrós le devolvió la
bravura que por unos momentos había perdido al pensar en el desliz de su
indumentaria.
—Si veis a nuestro hijo, me gustaría hablar con él. ¿Podéis hacérselo
saber?
—¿Creéis que soy vuestro mensajero, señora? ¿Acaso no sabéis que
estamos en guerra y que todo hombre debe cumplir con sus obligaciones
para defender la ciudad, incluido vuestro hijo? No creo que tenga tiempo
para departir con vos en estos momentos. —El despotismo de la respuesta
la hizo enfurecer; aun así, se mordió la lengua porque no quería que los
testigos indiscretos de aquellas palabras tuvieran un cebo adicional con el
que murmurar sobre su familia—. Pero no os preocupéis, esposa, mandaré
recado al moro para que nos dé respiro unos instantes y podamos absolver a
Blai de sus obligaciones para que venga a hablar con vos. No querría ser
ningún obstáculo en aquello tan importante que le tengáis que decir.
Las risitas de los hombres tras las palabras de Monrós mortificaron más,
si cabía, el ánimo de Guiomar. Con una postrera mirada de odio y un gesto
seco de despedida, la mujer volvió a entrar en la casa, no sin antes hacer
valer su desprecio por medio de un portazo igual de sonoro que el anterior
de su marido.
CAPÍTULO XI

“CASILDA”

La ermitaña respiró hondo y cuando se hubo armado de suficiente valor


golpeó la puerta con los nudillos. La noche ya comenzaba a caer y podía
sentirse la brisa húmeda que traía el río colándose por cada resquicio
interno de la urbe. Notaba como la joven gitana no paraba de dar saltitos
tras ella. «Pobre muchacha», pensó al recordar las terribles vicisitudes que
había tenido que padecer en su corta vida y que le narró uno de esos días en
los que propiciaban un intercambio de lana hilada por algunos comestibles.
Se le erizó el vello de los brazos al rememorar los truculentos episodios que
escuchó de su voz meses atrás y solo consiguió borrarlos cuando la puerta a
la que acababa de tocar se abrió.
Un hombre de mediana edad apareció en el umbral con cara de fastidio,
seguramente porque los golpes en la puerta habían perturbado su yantar. De
hecho, desde el interior de la vivienda surgía un aroma a guiso que
consiguió poner a la par los estómagos de ambas mujeres en cuanto a
famélicos sonidos, o más bien, como si de rugidos apremiantes se tratara.
—¿Qué deseáis? —les espetó de muy malos modos. Tenía el entrecejo
fruncido, uniéndosele casi hasta el nacimiento del hirsuto flequillo. Casilda
apenas vio en él a aquel mozalbete parlanchín que le mostraba cómo cazar
ranas en sus años de niñez allá en los campos.
—Hola, hermano.
Un silencio espeso se aposentó en el ambiente durante unos furtivos
instantes mientras la mirada del hombre parpadeaba varias veces, primero
de incredulidad, luego de enojo, tras darse cuenta al fin de quién era la
mujer que había llamado a su puerta.
—No eres bienvenida —dijo al fin, comenzando a cerrar la puerta.
—¡Aguarda, por favor! —Al tiempo que hablaba, apoyó la mano en su
hombro para detenerlo. Él, sin atisbo de compasión, se apartó bruscamente
e intentó de nuevo cerrar—. ¿Vas a negar cobijo a dos mujeres
desamparadas? Solo necesitamos calentar nuestros huesos junto a la lumbre
unos instantes y algo que llevarnos a la boca. Luego nos marcharemos. Los
portales han sido cerrados y no tenemos a dónde ir —dijo tratando de apelar
a su misericordia.
Pero el hombre parecía no inmutarse ante su ruego.
—He pagado con creces mi pecado, he sido una mujer consagrada a
Dios desde entonces —siguió insistiendo—. ¿No creéis que ya he cumplido
mi penitencia? Fue un error de juventud, hermano, e imploro por vuestro
perdón, el tuyo y el del resto de la familia.
—Márchate, te repito que no eres bienvenida.
—Permíteme solo que te explique…
—¡No! No quiero saber nada de ti, dejaste de ser mi hermana en el
momento en el que te abriste de piernas para aquel marinero rufián.
Casilda acusó el golpe. La crudeza de sus palabras, aun después de
tantos años, la hizo sentirse ruin y despreciable. Prya, oculta tras ella, apoyó
la mano en su espalda al percatarse de la congoja de la ermitaña.
—Está bien, hermano —consiguió decir con un hilillo de voz—, solo
apiádate de la pobre infeliz que me acompaña y dale algo con lo que llenar
su estómago. Luego, nos marcharemos.
—No tengo nada que ofreceros; marchaos ya, o daré aviso a los
soldados que velan por las calles.
La puerta se cerró como si nunca se hubiera abierto y ambas mujeres
permanecieron mudas durante unos ingratos momentos rumiando sus
desgracias.
—Vamos, Prya —dijo al fin la ermitaña—, quizás hallemos en otra
puerta a alguien que nos auxilie.
Con pasos lentos, pues no sabían realmente qué hacer ni a dónde ir,
doblaron la esquina de la casa en dirección incierta. Cuando ya dejaban
atrás la pared trasera de la vivienda de la que había sido la familia de
Casilda, el chistar de una vocecilla las hizo detenerse. Al volver la cabeza,
vieron a una jovencita haciéndoles señas desde el portón trasero de la casa,
aquel que daba al patio.
—Venid —les urgió cuando se acercaron.
La muchacha, que parecía que no hacía mucho que había dejado la
niñez, las introdujo subrepticiamente en la morada por las cocinas; con un
guiño y un dedo en los labios demandando silencio, las hizo subir por unas
estrechas escaleras que conectaban con una alcoba del piso superior.
Mientras ascendían, podían escuchar el rumor de parloteo que debía
provenir de la estancia donde la familia estaba terminando de cenar, así
como oler más de cerca el apetecible guiso que estarían degustando en esos
momentos. La ermitaña sonrió para sí al percatarse de nuevo del sonido de
las tripas de la romaní que ascendía tras ella.
La estancia a la que les llevó su adlátere estaba escasamente iluminada.
Exigua y oscura, y con un camastro pegado a la pared como todo
mobiliario, amén de una pequeña mesilla en la que titilaba el cabo raquítico
de una vela, hizo que les costara unos instantes acostumbrar la vista para
observar el entorno. Una vez sus ojos se aparejaron con la opacidad
reinante, Casilda dio un paso al frente al vislumbrar un bulto sobre la cama.
Al reconocer a la figura que se hallaba recostada en ella, su corazón dio un
vuelco y sin importar nada ni nadie más, se postró a los pies del catre
mientras las lágrimas surcaban sus mejillas.
—¡Madre! —fue lo único que alcanzó a decir al tiempo que cogía a la
anciana de la mano y depositaba suaves besos en ella.
La mujer que languidecía en la cama apenas si conservaba algún atisbo
de consciencia. Aunque con los ojos abiertos, no manifestaba síntoma de
saberse parte de la realidad del momento, pues su mirada permanecía fija en
el techo como aguardando que su alma ascendiera al cielo tras soltar la
carcasa terrenal.
—No os va a contestar. Madre hace tiempo que no suelta palabra y,
cuando lo hace, solo son desvaríos los que nublan su mente —le refirió la
chiquilla que las había conducido hasta allí. Prya, entretanto, observaba con
curiosidad la escena de la que era testigo inesperado.
—¿Madre habéis dicho? —le preguntó inquisitiva—. ¿Quién sois?
—Soy vuestra hermana pequeña, nacida meses después de que
marcharais a la ermita.
Casilda se quedó muda mirando a la joven y una sensación de ahogo la
embargó en ese momento al darse cuenta, con espantada tristeza, de todo lo
que había perdido. «Una hermana», pensó entre pesarosa e ilusionada,
«tengo una hermana», como si repetir esa palabra en su cabeza la fuera a
convertir en alguien más real aún.
—Siempre he deseado saber de vos —prosiguió diciendo la muchacha
—, pero nunca se me permitió subir al Coll de l’Alba para conoceros. Ni
siquiera me enteré de que existíais hasta que una vecina chismosa me narró,
no sin cierta malicia, vuestra… indiscreción.
—¿Cómo os llamáis? —Casilda continuaba atónita ante el
descubrimiento que acababa de hacer. Miraba con estupor a aquella
chiquilla que decía ser su hermana y no pudo evitar el pensamiento de que
su hijo, aquel que nació muerto, sería hoy en día poco mayor que ella. La
ermitaña desconocía que su madre hubiera estado en estado de buena
esperanza cuando abandonó la casa por orden paterna para comenzar una
nueva vida de rezos y austeridad en el Coll.
—Anna; pero podéis llamarme Anita, todos lo hacen.
—Anita… no sabéis lo feliz que estoy de conoceros. El Altísimo no
debe de haberse olvidado de mí al fin y al cabo, pues me ha concedido la
dádiva de este regalo. Venid a mis brazos, si gustáis, hermana.
Ambas mujeres se entregaron a un sentido abrazo; abrazo que solo fue
roto cuando un sonido ininteligible surgió desde la yacija de la anciana.
—Ani…
—¡Madre!
—Ani…
—Aquí estoy, madre. —La joven se había acercado al camastro de la
anciana sin soltar la mano de Casilda, quien se hallaba incapaz de
reaccionar, abrumada como estaba por los inesperados acontecimientos.
Con la mano libre que le quedaba, Anita asió los dedos de su progenitora y
los acercó a su rostro mientras repetía—: aquí estoy, madre, aquí estoy.
Los ojos de la mujer parecieron volverse hacia ella un instante, lúcidos,
sin el menor rastro de la bruma que los había cubierto hasta entonces.
—Mi Anita… —dijo en un susurro cuando reconoció el rostro de su
hija.
—Madre, mirad quién ha venido a veros —refirió tirando de la mano de
Casilda hasta que esta se encontró mirando muy de cerca las arrugadas
facciones de aquella que le dio la vida.
La anciana no pareció reconocerla en un primer momento, la escrutó sin
el menor atisbo de recuerdo en su mirada, gesto que encogió el corazón de
la ermitaña, pero al cabo de un breve suspiro, los ojos se le abrieron con
latente miedo y comenzó a agitarse bajo las mantas.
—No, no, no, no… —Una letanía de negaciones abandonó sus labios al
tiempo que todo su cuerpo comenzaba a temblar. Anita, preocupada,
intentaba calmarla.
—Tranquilizaos, madre…
—No, no, no, no… no puede estar aquí. No, no… Si vuestro padre la ve
se enfadará mucho. Que se marche, Ani… ¡que se marche!
—Padre no va a enterarse, madre, por favor, tranquilizaos. —La joven
no quiso referirle que su padre había muerto años atrás, no deseaba
confundir más el escaso entendimiento de la anciana.
—No puede estar aquí, no puede… —repitió la anciana ya con signos
de enajenada voluntad. Su cabeza se agitaba de un lado a otro,
desmadejando los escasos hilillos de cabello gris que aún conservaba en la
cabeza—. No quiero verla… no quiero, no quiero… ¡Noooooo!
—¡Madre! —Anita se abalanzó sobre ella cuando la mujer trató de
tirarse de la cama por el otro lado. La sujetó con fuerza sin recibir ayuda
alguna. Casilda estaba demasiado afectada por lo que estaba ocurriendo
como para pensar en socorrerla.
Fue Prya la que apareció por el otro lado del camastro y ayudó a que la
buena señora permaneciera calmada en su lugar. Sin embargo, no
conseguían apaciguarla, y una retahíla de palabras confusas continuaban
surgiendo de sus labios.
—No quiero verla… no puedo… me odiará…
—¿Qué decís, madre?
—Lo hará… me odiará cuando lo descubra…
—Nadie os va a odiar, madre, sois una buena mujer…
—No lo entiendes, Ani… no puedes entenderlo. El niño… su niño…
Pobre, pobre, Casilda… desterrada y engañada… —El cuerpo se le desinfló
tras estas palabras, quedó quieto de nuevo y su mirada volvió a perderse en
el techo.
Casilda continuaba sin reaccionar. Gruesos lagrimones le surcaban el
rostro hasta caer sobre la basta tela de su manto. Prya se acercó a ella y,
como había hecho antes, apoyó su mano en el hombro solidarizándose con
su pesar.
—Debéis marcharos —les rogó Anita—. Nunca había visto a madre así.
Y no sé si alguien de la casa habrá oído sus gritos. Os acompañaré a la
salida e intentaré coger algo de las cocinas para que no os vayáis con las
manos vacías. Lo siento. Siento mucho lo que ha pasado, hermana…
Pero Casilda seguía mirando hacia la cama sin soltar palabra.
—Os estamos muy agradecidas. —Fue Prya la que contestó por ella
mientras empujaba su cuerpo hacia la puerta.
Sin embargo, antes de salir, la voz de la anciana volvió a oírse desde su
postrada convalecencia.
—El niño vivió… Ani, el niño vivió… Tu padre nunca lo supo… pero
yo lo vi… lo vi en el zoco más de una vez… Vivió, Ani, el niño vivió…
CAPÍTULO XII

“YUSUF”

Una espesa y pegajosa niebla cubría como un manto las tierras tortosinas.
El amanecer comenzaba a perfilarse tímidamente en lontananza, aunque el
cielo todavía estaba cubierto de sombras.
—Es ahora o nunca —musitó Yusuf para sí mientras seguía los pasos de
otros que, como él, habían decidido abandonar la ciudad, ahora cristiana, y
reencontrase con aquellos que volvían para reclamar lo que durante siglos
fue suyo. Los andalusíes deseaban reconquistar Tortosa y él quería ayudar
en lo que pudiera para que sus deseos se convirtieran en realidad.
Su progenitor no era de la misma opinión. Se había resignado a la
ocupación cristiana y el miedo anidaba en su pecho desde entonces. Yusuf
no lo entendía, no comprendía por qué su padre, aun viendo cómo era
despojado de su casa y obligado a vivir en el arrabal, tenía esa desconfianza
puesta en las pretensiones legítimas de los que habían sido dueños y señores
de aquellos pagos hasta hacía pocos meses.
—Las guerras siempre las pagamos los mismos —sentenció su padre
tras escuchar el monólogo del muchacho sobre su deseo de escapar de la
ciudad para ir a unirse al ejército sitiador—, y no debes tomarte este asunto
tan a la ligera, hijo mío. Quizás hayamos perdido la casa familiar, pero
seguimos teniendo el derecho a comerciar y vender nuestros tejidos sin
pagar más impuestos. ¿Qué crees que ocurriría tras una nueva conquista?
¿Quién pagaría todos los destrozos ocasionados, todas las cosechas
esquilmadas, todos los campos agostados? Aunque sé que tu corazón, y el
mío, ansían que Tortosa vuelva a manos de sus verdaderos dueños, el precio
a pagar sería demasiado alto. No solo en vidas, sino también en haciendas y
heredades, en rentas y mercaderías. Nada sería como antes, se perderían
acuerdos comerciales, habría hambre, desesperación… No es tanto la guerra
en sí, como lo que provoca después, Yusuf, y nadie nos asegura que una
victoria andalusí restablecerá nuestros derechos.
—Pero son nuestra sangre, nuestra estirpe… —replicó el joven.
—Cierto, pero ¿crees que eso importará mucho cuando no se puedan
recolectar las cosechas porque no queda nada que recoger, o los barcos no
fleten mercancías hacia otros lugares?
—¿Y qué hay de la honra de nuestra raza? No todo en la vida es
acumular riquezas, padre. No podría mantener la cabeza bien alta si no
ayudara en lo que pudiera para que nuestra estirpe descanse en la tierra que
le pertenece por justicia.
La vehemente discusión continuó durante gran parte de la noche y ni
padre ni hijo dieron su brazo a torcer. La percepción que tenía cada uno era
irreconciliable y, por primera vez en su vida, Yusuf desobedeció a su
progenitor pues, en cuanto este dio la disputa por zanjada prohibiéndole que
se uniera a los sitiadores aduciendo lo peligroso del lance, él salió por la
puerta para encontrarse con otros jóvenes que, como él, ansiaban la gloria
de pertenecer al ejército por el que clamaba su sangre.
Ahora, rodeado de niebla y siguiendo los pasos de los otros muchachos,
algunos incluso más jóvenes que él, se aproximaban con paso cauto al
campamento andalusí en completo silencio. Habían decidido en consenso
escapar furtivamente de Tortosa calculando que, a esa hora temprana,
cuando aún la oscuridad de la noche se mantenía en el cielo, los guardias
cristianos que vigilaban las murallas no se apercibieran de sus
movimientos; al tiempo que, mientras caminaban acercándose hacia los
sitiadores, la claridad comenzara a despejar las sombras y las patrullas
agarenas no confundieran su andanza con un ataque enemigo.
Pero esa bruma espesa que los rodeaba traía consigo malos augurios.
Yusuf se estremeció al darse cuenta de que no veía más allá de sus propios
pies, parecía estar envuelto en una mortaja blanca y húmeda que lo aislaba
del mundo terrenal. A veces, captaba la trabajosa respiración de sus
compañeros como algo lejano y cualquier pequeño ruido le tensaba los
nervios hasta el punto de agarrotar los músculos de su cuello.
Parecía estar viviendo en un sueño irreal.
Una vibración repentina bajo sus pies hizo que se detuviera. Por
instinto, se agachó manteniendo todos sus sentidos alerta. A su alrededor, el
silencio pareció aunarse con la niebla como si quisiera envolver su cuerpo
hasta hacerlo desparecer. Puso sus manos en la tierra en un intento de captar
qué era aquello que notaba elevándose por sus extremidades hasta crear un
rumor sordo en el fondo de su vientre. Al hacerlo, sintió que la vibración
aumentaba al tiempo que comenzaba a escucharse un sonido hueco y
acompasado acercándose por su espalda.
Tocotoc, tocotoc, tocotoc… la vibración se hizo más fuerte, el rumor
más aledaño. Tocotoc, tocotoc, tocotoc… el miedo comenzó a hacer presa
en el muchacho que se levantó para intentar identificar entre la bruma qué
era lo que se le venía encima.
De pronto, el sonido se convirtió en estruendo y los primeros gritos
rasgaron el aire del amanecer. Y no solo ya procedían de su espalda, sino
que también podía escucharlos por delante de él, por los lados,
envolviéndolo. La luz se abrió paso en su mente e, instantáneamente, supo
que estaba perdido, que estaban todos perdidos.
Una figura enorme emergió de entre la niebla en su ángulo izquierdo de
visión directa hacia donde él se hallaba. No tuvo tiempo más que para dar
un salto y rodar por el suelo para evitar su embestida. Mientras caía,
contempló cómo del lado opuesto surgía otra figura similar que se dirigía
hacia la primera en clara intención de enfrentarse a ella. El choque fue
brutal, impactó en sus oídos como si de dos rocas colisionando se tratara. El
furioso galopar de los caballos a su alrededor se hizo más evidente y los
relinchos se mezclaron con los gritos de arenga de quienes iban montados
en sus grupas.
Se había metido de cabeza en medio de una algarada entre cristianos y
andalusíes.
Como pudo, esquivó a otro caballo que se alzó sobre sus patas
delanteras al captar el bulto de su silueta en el suelo. Rodó otra vez sobre sí
mismo, pero no pudo evitar que el equino golpeara su hombro antes de
proseguir su infernal galopada. Los ruidos metálicos de las armas en pugna,
de las blasfemias a voz en grito de los que contendían, del piafar
desesperado de los corceles y del olor que desprendía su sudor, envolvieron
los sentidos de Yusuf hasta marearlo. El dolor en su hombro tampoco
ayudaba. Así que hizo lo único que podía hacer: se encogió en el suelo
hasta parecer lo más pequeño posible poniendo las manos en su cabeza a
modo de protección y se quedó quieto rezando para que Alá, o la suerte,
impidiera que uno de aquellos caballos acabara pisoteándolo.
No supo cuánto tiempo permaneció en aquella postura. La eternidad, a
veces, podía ser cosa de un solo instante, y Yusuf vivió por primera vez en
sus propias carnes lo largo que podía ser un simple momento.
Se afanó en encogerse lo máximo que le permitía su envergadura
mientras oía el chirriar de las espadas y el resuello de las monturas muy
cerca de su posición. Un ruido sordo justo a su lado atrajo su atención.
Manteniendo la postura, giró un poco el cuello para ver qué había
ocasionado ese sonido. Abrió los ojos espantado. A menos de la largura de
su brazo, un soldado andalusí agonizaba en el suelo con el cuello rajado de
parte a parte. Aún quedaba vida en su mirada, aunque la sangre empapaba
ya sus ropajes y el suelo en el que había caído. Yusuf lo vio mover la boca,
parecía querer decir algo, pero al instante siguiente observó que sus oscuras
pupilas perdían brillo hasta convertirse en la mirada de un muerto.
Sin pensárselo mucho, pues si lo hacía no estaba seguro de si sería
capaz de dar ese paso, se arrastró hasta el hombre caído y comenzó a arañar
el suelo que quedaba por debajo de su cuerpo. Dio gracias de que en ese
momento se encontraban en un campo arado y los puñados de tierra blandos
eran fáciles de quitar. Abrió todo el hueco que pudo antes de meter una
considerable parte de su figura debajo del muerto, con la mente puesta en
salvarse de ser pisoteado por los grandes caballos de batalla de los
cristianos. Un regusto de bilis le subió a la garganta cuando, a su miedo, se
unió el olor a sangre, sudor y cuero que desprendía el cuerpo del fenecido.
Tragó saliva y aguantó. Aguantó hasta que el sonido de la batalla se fue
alejando y la tierra dejó de temblar. Y aun así, aguantó un poco más. Lo
hizo hasta que sintió las moscas zumbando a su alrededor, atraídas por el
hedor de la muerte.
Al cabo de un tiempo, volvió a arrastrarse para salir de su improvisado
escondrijo, respirando a bocanadas el aire limpio de la mañana tortosina. Se
puso en pie y miró a su alrededor. Algunos cuerpos yacían inertes en el
suelo, en las posturas en las que la parca los había abandonado. Fijándose,
se dio cuenta que, muchos de ellos, eran de sus compañeros de aventuras,
aquellos que tenían la ilusión puesta en la victoria andalusí y que ya no
verían cumplido su sueño. Rezó por sus almas y enfiló la mirada hacia su
destino apartándose a manotazos el sudor que le cegaba los ojos.
Comenzó a andar con paso lento, mareado, hasta que los soldados que
guardaban el campamento agareno lo avistaron, prendiéndolo de malos
modos.
CAPÍTULO XIII

“MARINA”

Tortosa se encontraba sumida en un caos controlado. Al menos de


momento. Las calles vacías en aquellas horas de la mañana evidenciaban la
situación de tensa espera que se respiraba en el ambiente y todas ellas
presentaban una inexistente actividad impropia del carácter bullicioso que
solían tener. Un día cualquiera, Marina charlaría con los vecinos mientras
iba camino del mercado, escucharía los gritos de los chiquillos jugando por
las calles, el martillo de los carpinteros reparando tejados, fachadas y
puertas, el comadreo de las mujeres al dirigirse a los pozos a por agua, las
altisonantes voces de los comerciantes tratando de vender sus mercancías y
las rondas de soldados recorriendo la urbe en aras de que se respetara el
orden y la convivencia. A ella le agradaba pasear y observar la vida a su
alrededor, ser partícipe del ajetreo, de las discusiones políticas de los más
ancianos, quienes se sentaban al sol en cualquier plazoleta para departir
sobre las cosas que acontecían más allá de los muros de la ciudad y las
nuevas que llegaban de otros lugares. Estar siempre informada era un rasgo
que marcaba en toda ocasión su carácter emprendedor. Por eso, le encantaba
acercarse a Villa Sicca, donde muchos de los genoveses que habían luchado
junto a Ramón Berenguer se habían aposentado; también el río era fuente
de información por todo el trasiego comercial que allí se debatía; la dársena
y los arrabales no escapaban a su visita: los más necesitados de Villa
Ollarria y Tevizola, en la parte sur de la ciudad, recibían de sus manos
aquellas dádivas que ella gustaba de llevar para ayudar a las familias más
pobres. Los únicos sitios a los que no se aventuraba ella sola eran algunas
zonas extramuros y los campos, pues los sarracenos que moraban en esos
lugares y que no huyeron por falta de medios o por intentar conservar su
modo de vida tras la conquista, podrían ser víctimas del resquemor, y no
sabía si su presencia entre ellos sería considerada como un insulto.
Pero ahora Tortosa no se parecía en nada a lo que solía ser. Las gentes
humildes permanecían encerradas en sus casas y las patrullas de soldados
invitaban a ello. Los mercados, solitarios, no evidenciaban síntomas de
actividad; todo el mundo había hecho acopio de provisiones desde que se
avistaran los primeros barcos musulmanes hacía poco menos de una semana
y poco quedaba ya que conseguir. Menos mal que la despensa de los
Miravalle estaba bien provista, aunque si la situación duraba mucho, se
barruntaba que tendrían que racionar los víveres. Con ese pensamiento
había salido esa mañana, con el intento de encontrar algún comerciante
valiente que hubiera podido burlar el bloqueo ocasionado por el asedio
sarraceno. Sin embargo, no tuvo éxito. Aunque había tocado en algunas
puertas, poco se pudo hacer, y ahora regresaba a casa con las manos vacías
y el ánimo decaído.
La gente tenía miedo. Se notaba en el ambiente a pesar de que todavía
no habían comenzado los verdaderos ataques a los muros de la ciudad. Solo
alguna que otra escaramuza entre ambos bandos se había vivido en estos
días. En pequeños grupos, soldados cristianos salieron a campo abierto a
plantar cara a los jinetes moros que se acercaban y retiraban de las murallas
como si de un juego de envite se tratara. Lanzaban con sus arcos y ballestas
alguna que otra saeta que no llegaba a alcanzar a los guardias de ronda
protegidos en el adarve de la muralla y retornaban tras su ataque a la
seguridad que les ofrecía la distancia. Algunos caballeros, entre los que se
encontraba su esposo, salían luego en su persecución y llegaban a cruzar
espadas si conseguían alcanzarlos antes de que se acercaran mucho al
campamento musulmán, lo que ya había dejado algún muerto y no pocos
heridos en esas refriegas. Pero todos se encontraban inquietos y a la espera
de ese ataque definitivo que clarificara la situación de una vez por todas.
Mientras, los musulmanes seguían haciendo sonar sus tambores con
permanente insistencia para agravar más el sentir de los cristianos si cabía,
a lo que se sumaba el percutir hiriente de las hachas talando y cortando
árboles, signo de que no se limitaban a rodearlos, sino que estaban
preparando aquellas máquinas de asalto que les permitirían alcanzar o
derribar muros.
Marina se apresuró para llegar a su casa. Ese silencio que envolvía las
calles no presagiaba nada bueno y le ocasionaba un nudo en el pecho que le
costaba deshacer.
Al abrir la puerta, fue sacudida por un alboroto que venía del interior.
En concreto, una algarabía de voces surgía de la cocina a cual más
fragorosa, rompiendo ese silencio que la había acompañado hasta ese
momento. Con cautela, se asomó sin dejarse ver para comprobar qué era lo
que acontecía.
—¡El chico es valiente como un león! —La voz chillona de su madre,
Adelina, fue lo primero que alcanzó a escuchar.
—¡Es una locura, Blai! ¡¿En qué estás pensando?! —exigía saber
Bernat.
—Es un honor pertenecer a la Orden —respondía el interpelado.
—¡Por supuesto que es un honor! —reiteró la anciana salpicando de
migas a su alrededor. Marina apreció que su madre parecía estar disfrutando
del lance: una buena discusión acompañada de una bandeja de pastelillos a
su alcance. Adelina disfrutaba de las disputas, era toda una maestra en el
arte de polemizar con una irónica sonrisa prendida en sus labios.
—¡Callaos, madre! —Bernat de Miravalle llamaba madre a la anciana
desde que contrajo nupcias con Marina—. Eso nadie lo discute, muchacho
—dijo volviéndose de nuevo hacia Blai, no sin antes echar una mirada
airada a su suegra—, los caballeros del Temple son la valentía y la
abnegación personificada, consagran su vida a Dios y por honrar su nombre
luchan hasta que no les queda una pizca de aliento en sus pulmones. Y
tienen mi eterna admiración desde que los vi luchar con arrojo cuando se
unieron al conde en la contienda por estas tierras. Era la primera vez que
participaban en una conquista y no han dejado ningún resquicio de duda
sobre su valentía y entrega en la batalla. Pero, Blai, quiero que medites que
también es una vida sacrificada, por lo que deberás renunciar a muchas
cosas.
—Estoy dispuesto a ello.
—¿Veis? El muchacho está dispuesto y tiene coraje —afirmó la oronda
mujer. Después, mirando a Blai prosiguió—: las mozas van a caer rendidas
a tus pies en cuanto os vean hecho todo un caballero…
—¡¿Pero acaso habéis perdido la razón, madre?! —rugió Miravalle—.
¡No habrá mozas!
—¿Cómo que no habrá mozas?
Bernat resopló enfadado y con el rostro carmesí por el esfuerzo de tener
que contener todas las palabras malsonantes que le rondaban por la cabeza
en esos momentos.
—Ya sabéis…, señora Adelina… El voto de castidad… —la informó
apurado el joven Blai.
Adelina sorprendió al muchacho riendo de buena gana.
—¡Qué inocencia de muchacho! ¿Has visto, Ona?, todavía hay quién
cree en las virtudes de los hombres…
—¡Por Cristo, madre! ¡Como no cerréis la boca os amordazo con
vuestra propia cofia!
Mientras esta conversación ocurría, Ona, sentada en la parte central de
la mesa, miraba a cada uno de los contendientes sin musitar palabra alguna
al tiempo que también engullía pastelillos sin parar. Tan entretenida ella,
como porfiados ellos en su disputa.
Marina decidió intervenir, si no su esposo iba a acabar asesinando a su
suegra, y con razón.
—¿Qué ocurre aquí?
—¡Hija mía, qué oportuna sois! Habéis llegado en el momento preciso
de conocer la buena nueva: nuestro muchacho, Blai, quiere servir en el
Temple —la informó Adelina—, pero vuestro esposo no cree que sea una
buena idea…
—Porque pienso que es muy joven para tomar tal decisión.
—¡No soy un niño! —se exaltó el muchacho.
—Nadie ha dicho que lo seas —intervino Bernat—, pero es una
decisión muy importante que creo que has tomado en el peor momento
posible. Concédete unos días, valora las opciones, serás un caballero
igualmente si sigues los pasos de tu padre o los míos…
—Qué redundancia —interrumpía su suegra en voz baja mientras se le
escapaba una risita. Ona, fulminándola con la mirada, negó con la cabeza.
Bernat, sin prestarle atención, continuó con su alegato.
—… Vamos, Blai, ¿qué puedes perder por meditar sobre ello durante
unos días?
—Mi esposo tiene razón —terció Marina—. No me mires así,
muchacho, si ya puedes tomar decisiones de hombre sabrás apreciar la
sugerencia. El moro está a nuestras puertas y ahora no es momento de
perder el tiempo en vanas discusiones. Más adelante, cuando las aguas
vuelvan a su cauce, tomarás libremente la decisión… —Marina había
estado tan centrada en la discusión de los presentes en las cocinas, que no
había reparado hasta ese momento en una figura que observaba sentada
desde una banqueta baja junto al hogar. Una menuda sombra oscura que no
se había dejado sentir durante los minutos que duró la disputa verbal—.
¿Quién es? —peguntó señalando a la anciana vestida de negro que, de tan
inmóvil, parecía que estaba tallada en roca.
—Oh, es Delila, una vieja conocida mía —respondió Adelina—. Se
encontraba muy sola allá en los arrabales y le he dado cobijo en la casa. No
tenéis que preocuparos por ella, solo se quedará unos días hasta que…
¿cómo has dicho antes, Marina?, hasta que las aguas vuelvan a su cauce.
Bonitas palabras para definir el final incierto de una guerra.
Marina iba a replicarle a su madre; a veces, la sacaba de quicio con sus
sarcasmos. Pero no le dio tiempo. Unos insistentes golpes en la puerta
interrumpieron su pensamiento.
—Ya voy yo —se ofreció Ona.
A los pocos segundos, la esbelta figura de Guiomar aparecía en el vano
de la entrada a las cocinas.
—Por la Gloria de Cristo —blasfemó Adelina con los ojos chispeando
de puro y cínico regocijo—, ya está toda la familia al completo… Bueno,
toda la familia no, falta el gran Monrós que, creo yo, algo tendrá qué
decir… ¿o quizás no? Ya sabemos que sus intereses suelen ser un tanto
más… terrenales.
Guiomar la fulminó con la mirada y de buena gana la hubiera
estrangulado con sus propias manos por insinuar las veleidades de su
esposo delante de su hijo. Sin embargo, había venido en busca de Blai ya
que, desde que conociera la noticia de su interés por servir al Temple, no
había podido hablar con él y pensó, con acierto como acababa de
comprobar, que el muchacho se encontraría en casa de los Miravalle. Así
que hizo de tripas corazón y, a pesar de la aversión que sentía hacia esa
familia, o más bien por la rama femenina de la familia, se dirigió a llamar a
su puerta.
—Blai, hijo mío, llevo desde ayer aguardando para hablar contigo.
—Supongo que padre ya os habrá informado…
—Ven a casa; allí hablaremos más tranquilos.
—No hace falta, madre, los Miravalle están al tanto del asunto. —A
Marina le parecía que el chico se refugiaba en su cocina para no tener que
cruzar palabras con su progenitora. Algo que no le extrañaba, dado el
carácter siempre airado de Guiomar.
—Quiere hablarte a solas, Blai, haz caso a tu madre y ve con ella —
terció Marina para aligerar la situación, aunque la mirada envenenada de su
vecina le dijo que, por más que quisiera, ninguna palabra que saliera de su
boca iba a ser del gusto de la dama Monrós.
—¡Oh! ¿Y perdernos el final de la historia? —Adelina, tras engullir su
enésimo pastelillo, volvía a la carga—. Vamos, Guiomar, sentaos y
departamos entre todos los motivos del chico, al fin y al cabo, los Miravalle
y los Monrós siempre han sido casas amigas; o más que amigas, si
ahondamos en ciertos asuntos…
Marina se percató de que el cuerpo siempre envarado de Guiomar se
tensaba aún más de lo usual. Le latía violentamente una vena en el cuello
debido al enfado y sus ojos negros se habían achicado hasta convertirse en
dos ranuras de puro fuego.
—Madre, la decisión está tomada, serviré al Temple queráis o no —
saltó entonces el joven, quizás envalentonado por verse rodeado de otras
personas y no tener que polemizar con su madre a solas.
Guiomar dirigió una larga mirada de súplica a Bernat que no pasó
desapercibida para el resto de contertulios en aquella improvisada reunión.
El esposo de Marina, entonces, levantándose de su silla con un suspiro
hastiado, dijo dirigiéndose al chico:
—No seas medroso, Blai; ve con tu madre. Si de verdad quieres ser un
caballero templario tendrás que empezar por afrontar las cuitas que la vida
te presenta.
El muchacho, enrojecido el rostro hasta la raíz de sus cabellos castaños
por la afrenta recibida que apelaba a su dudosa valentía, se levantó de muy
malos modos haciendo que la silla en la que estaba sentado se desplomara
hacia atrás con notable estruendo. Poco después, los Monrós abandonaban
la vivienda en completo silencio.
—Hay que ver cómo sois, madre —le reprochó Bernat, al que se le
notaba afectado por las duras palabras que había dirigido al joven—,
siempre metiéndoos en asuntos ajenos. Vuestra virtud, desde luego, no es la
prudencia.
—¿Y lo aburrida que sería la vida sin estos lances? —refirió tras
quitarle importancia a las palabras de Miravalle con un ademán de la mano.
Luego, volviéndose hacia Ona dijo—. Venga, vieja bruja, saca la jarrilla de
vino que tienes escondida en la despensa, que tanto alboroto me ha dado
sed.
Marina tuvo que contener la carcajada que pugnaba por escapar de sus
labios. No era el momento de jolgorios. Su madre podía ser insufrible, pero
sabía distender el ambiente hasta en la más grave de las situaciones con
absoluta naturalidad. Quizás debido a su edad, y a lo mucho que había
vivido, no adolecía de trabas a la hora de poner en palabras sus
pensamientos, fueran o no adecuados, y siempre cabriolaba en el límite de
la indiscreción. La quería mucho, aunque, las más de las veces, fuera una
mujer del todo exasperante.
CAPÍTULO XIV

“LAIA”

Laia corría y corría sin descanso, con los bajos de la saya recogidos para no
tropezarse mientras, con la mirada inundada de lágrimas, pensaba en su
funesto destino. Esa mañana, su progenitor había mandado llamarla al
despacho de la planta baja, donde realizaba los negocios de la familia,
aquellos con los que se ganaba la vida siendo prestador de precisas
cantidades de dinero a familias con cierta posición social, incluso a algún
que otro noble. A decir verdad, en los últimos tiempos le había ido el
negocio más que bien. Y es que no había nada que diera más monedas que
las guerras. Los caballeros necesitaban armas y pertrechos y, a la vez,
reparar todos aquellos desperfectos ocasionados en sus nuevas casas,
aquellas recibidas como prebendas durante el sitio del año anterior. Los
nuevos moradores de Tortosa, desde que Ramón Berenguer conquistara la
plaza, no habían escatimado esfuerzos en hacer de la urbe un mejor lugar
para vivir con sus familias, amén de seguir manteniendo los campos en
rendimiento para el sustento en general y para el comercio en particular. De
Tortosa salían ricos productos en barcos mercantes que navegaban río abajo
hacia lugares lejanos donde convertir en ganancias sus esfuerzos. Para todo
ello, hacía falta alguien con buena vista que trocara en moneda todos esos
bríos ambiciosos bajo unas condiciones que, sin ser gravosas en demasía
para el obligado, y sin llegar a alcanzar el umbral de la usura, sí reportaran
ventajosos beneficios a aquel que arriesgaba las monedas.
Una vez se hubo sentado frente a su progenitor, separados por el ancho
de la mesa del despacho, él comenzó a hablarle:
—Hija mía, te he llamado para darte la buena nueva de que esta misma
noche vienen a cenar a casa los Cohén con su hijo mayor, que ya ha vuelto
del viaje que le llevó a comerciar a tierras extranjeras. Por lo que sé, ha
hecho fortuna en su viaje y está interesado en adquirir una de las viviendas
del barrio nuevo para formar una familia. El señor Cohén y yo hemos
estado hablando y ambos hemos llegado a la conclusión de que sería
provechoso unir nuestros apellidos.
—¿Qué queréis decir, padre?
—Quiero decir que el joven Benamí Cohén será tu futuro esposo.
—Pero, padre… no lo conozco.
—Esta noche lo conocerás.
—Pero… es todo muy precipitado; no he tenido tiempo de
prepararme…
—Nada tienes que preparar. Tu madre ya se ha encargado de que todo
salga a la perfección esta noche. Tú solo sé obediente y discreta, y verás
como el muchacho caerá rendido a tus pies.
—Pero, padre… estamos en guerra. ¿No sería mejor esperar a que todo
pase y decidir? —Laia buscaba excusas para no rendirse a la evidencia.
Aquellas amenazas por buscarle marido, que ella veía tan lejanas, acababan
de concretarse en esos instantes. Necesitaba ganar tiempo para pensar en la
manera de evitar aquellas nupcias. No quería renunciar a otra vida. No
quería atarse a un hombre que no amaba y que la mantendría atada a la
casa, los hijos y la cocina mientras él recorrería el mundo para fomentar sus
negocios. Y no quería todo eso porque amaba a Yusuf, y sin él nada tendría
sentido.
—Al contrario, hija, una buena posición dentro de nuestra comunidad
que nos garantice un futuro desahogado es el mejor regalo que puedo
hacerte en estos tiempos que corren. Los cristianos nos han prometido
respetar nuestras costumbres, pero, no nos engañemos, las relaciones con
nuestros nuevos vecinos serán difíciles y tendrán menoscabo en nuestra
hacienda. Y peor será para nuestra familia si los musulmanes vuelven a
tomar la plaza.
—¿Por qué?
—Porque nosotros negociamos con el conde barcelonés durante el
asedio y facilitamos, en una modesta parte, que el ejército cristiano pudiera
ser el vencedor. Los moros lo saben y no nos lo perdonarán. Ya andaban las
cosas tensas entre nuestros pueblos antes de que vinieran los cristianos.
—Pero yo pensaba que vivíamos en armonía con ellos.
—Nosotros sí. Los Sabater siempre hemos mantenido las buenas
relaciones vecinales. Sin embargo, nuestro pueblo nunca ha sido del agrado
del suyo y eso ha ocasionado roces que tú, con tu vida de jovencita
regalada, no has tenido ocasión siquiera de vislumbrar. Ni te preocupaba
entonces ni debe preocuparte ahora. Y… no sé qué hago hablando de estos
temas contigo. Ya no eres una niña y tu deber como mujer es acatar los
deseos de tu progenitor.
—Pero, padre, quiero saber…
—¡Basta ya, Laia! La política no es cosa de mujeres. Tu misión es
obedecer y hacer buenas nupcias para que la vejez de tus padres sea
tranquila.
—Pero…
—Basta de peros, Laia, es un orgullo que los Cohén te hayan aceptado
como nuera. Así que aquí y ahora vas a prometerme que te comportarás con
el debido recato a partir de este momento y te dejarás de niñerías y de
escapadas furtivas a recorrer las callejuelas. ¿Crees que no lo sabía? —
inquirió al ver como los ojos de su hija se abrían de asombro y cautela al ser
descubierta en sus pequeñas travesuras—. Tu padre lo sabe todo, no lo
olvides.
Un silencio espeso fluctuó entre ambos durante unos instantes.
—Prométemelo, Laia.
—…
—Prométemelo o te mantendré encerrada en tu habitación hasta que
entres en razón.
—Está bien —claudicó la joven—, os lo prometo.
Aunque Laia no pensaba cumplir con su promesa.
En cuanto pudo salir de la estancia, dio rienda suelta a su frustración
escapando por el jardín hacia las calles en busca de aire limpio que pudiera
despejar el nubarrón que se había instalado frente a sus ojos. Su pretendido
destino estaba en juego.
Y en esa tesitura andaba, o más bien corría, sin rumbo fijo, aunque,
como siempre, sus pies parecían tener vida propia acercándola a los
alrededores del zoco, allí donde su corazón demandaba ocupar la posición
que le correspondía frente a la ingrata razón.
Una escurridiza figura la asustó al cruzarse con ella en las calles
desiertas del barrio judío. Cesó su carrera repentinamente, resbalándose sus
escarpines en el polvoriento suelo. Tuvo que aferrarse al saliente de la pared
de una vivienda para no dar con sus huesos en tierra. La figura se alejaba,
pero, al escuchar el alboroto tras ella, se volvió rauda. Laia la reconoció y
de sus labios surgió un suspiro de alivio.
—¡Prya!
—¡Ay, Laia, me has dado un susto de muerte!
—Y tú a mí —rio la muchacha llevándose la mano al pecho para
corroborar con ese gesto el violento latir de su corazón.
Ambas rieron avergonzadas. Se conocían desde hacía un tiempo y
siempre se habían mostrado cierta camaradería. Eran espíritus afines en un
mundo regido por las obligaciones que imponían los hombres y a las que
ellas se rebelaban, al menos en su fuero interno. Prya intercambiaba
fruslerías por comida con los sirvientes de los Sabater cuando coincidieron
en la salida de las cocinas. Laia volvía de una de sus correrías y Prya salía
con una hogaza de pan de centeno bajo el brazo. Chocaron con tal ímpetu
que la hogaza acabó bajo el trasero de Laia al caer sobre ella. Tras las
decenas de disculpas que se prodigaron ambas mujeres, la joven judía
consiguió otra hogaza y Prya marchó contenta. Desde entonces, cuando la
romaní acudía a la casa, Laia era avisada y ambas charlaban unos
momentos antes de volver a sus quehaceres. Con el paso de las semanas, lo
que comenzó con un tropiezo se convirtió en amistad y la cautela dio paso a
la confianza.
—¿Qué haces aquí? —preguntó la judía.
—Llevo días buscando a Delila; o a alguien que me dé razón de ella. No
la he visto desde que los moros llegaron a nuestras puertas. En el arrabal
nadie sabe qué ha sido de ella; al menos, los pocos que han quedado allí
viviendo y que no han ido a unirse a los atacantes. —Prya parecía
entristecida por el hecho—. Aunque hoy una mujer sarracena me ha
indicado que le pareció verla acompañando a dos ancianas cristianas en
dirección a la ciudad. No sé si creerla. ¿Qué iba a hacer Delila con dos
cristianas? Y, ¿por qué iba a abandonar su casa?
—Quizás se viera en peligro.
—No sé…
—Tal vez debas preguntar por la zona de casas que han ocupado los
cristianos. Puede que allí obtengas nuevas sobre ella.
—Sí, podrías tener razón —caviló la gitana unos instantes—. Sí, lo
haré, gracias.
—Espero que la encuentres, Prya, sé del cariño que os profesáis.
Laia apretó la mano de la otra joven para infundirle ánimos. Las
sonrisas de ambas se encontraron unos instantes hasta que sus miradas se
cruzaron. Entonces, vio que Prya arrugaba el entrecejo y escrutaba su rostro
en busca de una respuesta. Debió de notar los restos de lágrimas que había
derramado escasos momentos antes.
—¿Te ha ocurrido algo? —le preguntó inquisitiva sin dejar de mirarla.
Laia intentó huir el rostro pero la otra muchacha se lo impidió asiéndola por
la barbilla. Una nueva amenaza de lágrimas le trabó la lengua impidiendo
que fuera capaz de emitir sonido alguno.
—No es nada —dijo al fin soltándose del agarre de la gitana—. Nada
que no supiera ya, aunque no lo esperaba tan pronto. Pero no es el momento
—dijo quitándole importancia con la mano—, ya te lo contaré en otra
ocasión. Ahora ando buscando a Yusuf, ¿no lo habrás visto por casualidad?
—No, lo siento —Prya sabía de los amoríos de Laia con el muchacho
árabe. Fue ella la que les mostró el granero abandonado en el que tenían sus
encuentros furtivos. La gitana había aprendido a ser precavida tras la dura
vida que había llevado. Laia se estremecía cada vez que pensaba en la
confesión de sus desdichas que un día le relató. Y esa precaución la llevó a
tener lugares ocultos y abandonados en los que poder esconderse si en
algún momento se sentía en peligro. El granero era uno de ellos. Pero había
muchos más que la judía no conocía.
—No importa —dijo resignada.
—Aunque sí he visto a su familia en el arrabal.
—¿En el arrabal?
—Sí, están ocupando una vieja casa que quedó libre tras la llegada de
los cristianos. Ya sabes que a los sarracenos se les dio un año para
abandonar sus viviendas intramuros después de la conquista…
—Pero Yusuf me dijo que iban a apurar todo el tiempo posible antes de
mudarse. Al fin y al cabo, son una familia respetable de comerciantes y
pensaban que eso los ayudaría a negociar con el veguer una prórroga antes
de abandonar la que ha sido su casa toda la vida.
—Quizás los nuevos acontecimientos les hayan hecho replantearse la
decisión.
—Quizás… —A Laia en ese momento le vino a la mente la sonrisa
ufana de Yusuf cuando vieron aparecer desde las murallas los primeros
barcos musulmanes días atrás. Probablemente, era más seguro para ellos
dada la situación mantenerse alejados de los cristianos. Si los sarracenos
volvían a tomar Tortosa, la sangre volvería a correr por las calles como el
año anterior. La joven podía entender que aquellos moros que habían
quedado en la ciudad tras la conquista del conde cristiano, quisieran de
nuevo ver a los suyos dominando la ciudad. Pero ella temía volver a pasar
por ello; todavía se estremecía al recordar el episodio vivido con el niño
andalusí que murió golpeado en la cabeza delante de sus ojos. No quería
volver a presenciar algo así. Sin embargo, por la mirada enfebrecida de
esperanza que vio en las pupilas de su enamorado, sabía que, para él, que
sus congéneres volvieran a reinar sobre Tortosa era algo trascendental.
Sacudió la cabeza para apartar de la mente los aciagos pensamientos
que le sobrevenían.
—Tengo que encontrarlo —dijo decidida.
—No puedes salir a los arrabales tú sola —le conminó con juicio Prya
—. Ya sabes que en los últimos tiempos las relaciones entre árabes y judíos
no han sido muy buenas. He escuchado rumores… Dicen que tu pueblo
ayudó al cristiano a conseguir entrar en la ciudad.
—Lo sé, pero tengo que ver a Yusuf. Es muy importante para mí.
Las lágrimas volvían a pugnar por escapársele y las contenía a duras
penas.
—Hagamos una cosa, Laia —le propuso la gitana tras dedicarle una
mirada piadosa—. Vuelvo a los arrabales y pregunto por Yusuf. A mí ya me
conocen y no corro peligro alguno. Al menos de momento. Los sarracenos
todavía no han hecho amago de acercarse a la ciudad y eso viene bien a
nuestros planes.
—¿Harías eso por mí?
—Por supuesto, amiga. Pero a cambio…
—¿Sí?
—Necesito encontrar a Delila. ¿Crees que podrías intentar averiguar
algo?
—Cuenta con ello, Prya. Haré todo lo que esté en mi mano —le aseguró
confiada—. Parto rauda ahora mismo. Si ves a Yusuf, dile que le aguardaré
en el granero cada tarde antes del ocaso.
—Sea… Pero lleva cuidado, por favor, Tortosa ahora no es el mejor
lugar para transitar por sus calles. Casi no he visto un alma desde que salí
del arrabal y los ánimos de los guardias que rondan las calles andan algo
soliviantados.
—Llevaré cuidado, lo prometo.
Ambas mujeres se estrecharon las manos para infundirse valor antes de
marchar a cumplir con la palabra dada.
CAPÍTULO XV

“BERNAT”

—El joven Blai será bien recibido en la Orden. —Quien así hablaba era
Joan de Alquézar, mariscal de los Templarios en Tortosa—. No obstante,
serviría como escudero de alguno de los hermanos caballeros en primera
instancia. Solo cuenta con catorce años y todavía debe madurar para
convertirse en caballero por derecho propio. Una vez alcance la veintena,
los hermanos mayores nos reuniremos para evaluar sus condiciones y será
admitido o rechazado. Sabed que esta es una vida de sacrificio y entrega
para glorificar a Dios y no todo el mundo está capacitado para ello.
—Somos conscientes de ello —respondió Guifré de Monrós—, pero el
muchacho está convencido de que este es su destino y os aseguro que
pondrá el máximo empeño en su cometido.
—Cierto, su deseo por pertenecer a la Orden es harto fiable y no creáis
que no he tratado de disuadirlo, porque he porfiado en ello; al fin y al cabo,
el que pierde un buen escudero soy yo —corroboró Bernat jocoso. A pesar
de las reticencias iniciales, Monrós y él habían hablado largamente y ambos
coincidían en el hecho de que Blai, obcecado como su madre por
naturaleza, no iba a mudar de opinión—. Un buen escudero y un mejor
muchacho, pues siempre se ha conducido con honor y rectitud a pesar de su
corta edad.
Los tres hombres se volvieron para mirar al joven, quien se encontraba a
escasos pasos, apartado de la conversación de los adultos, contemplando en
el patio de armas improvisado del Temple a unos sargentos que practicaban
con la espada con denuedo.
La casa en la que los Templarios se habían instalado estaba cerca del
río. La construcción interior era exigua, pero habían adecuado el patio para
poder entrenar en las lides guerreras y consideraron fortificar el muro
exterior con una doble pared de piedra que se alzaba más alta que el
primitivo muro. Todavía se podían contemplar partes en las que las obras
para adecuar la encomienda seguían su curso. Las caballerizas también se
estaban ampliando para dar cobijo a las cabalgaduras y se estaba
comenzando a construir lo que parecía un horno para cocer pan u otros
alimentos.
—La situación ahora no es la más propicia —habló el caballero
templario sin apartar la vista de los hombres que contendían. La labor de un
mariscal dentro de la comunidad, amén de dirigir a los caballeros en
combate cuando el Maestre no estaba presente, también comprendía el
adiestramiento, la disciplina y el velar porque todo lo relacionado con
armas y pertrechos estuviera preparado—. Mis hermanos andan
preocupados. Los sarracenos consiguieron traspasar las líneas fronterizas de
nuestro territorio sin que hubiera tiempo de dar aviso de lo que sucedía.
Ahora, simplemente se están limitando a pequeñas algaradas en las que
poco daño les hacemos; surgen en grupos desde distintos puntos y nos
hacen salir a nosotros a campo abierto a luchar, con el resultado de alguna
baja en nuestras filas y en las de ellos, y con el desgaste que ello supone en
los ánimos de los soldados. En fin… da la sensación de que aguardan algo,
pero no sé qué es más allá de que intenten dilatar el tiempo para que los
suministros comiencen a escasear y el hambre y la necesidad se alíen con
ellos.
»Como veis —prosiguió señalando a su alrededor— quedamos pocos
hermanos en la encomienda. La mayor parte, o siguen guardando las
fronteras o marcharon con el Maestre a sitiar Lérida junto a las huestes de
Ramón Berenguer. Por tanto, considero que el joven Blai debería aguardar a
que la situación, si fuera posible, se normalice. No podemos en estos
instantes tener a nuestro cargo a un muchacho que todavía no ha probado
sangre con su espada. Sé que a vuestro lado estará más seguro, pues sois
caballero de valía según tengo entendido —refirió mirando a Bernat.
Luego, volviéndose hacia Guifré, siguió argumentando—, y a vos no hace
falta que os mente, Monrós, vuestra fiereza es legendaria por estos pagos y
si vuestro hijo es la mitad de buen luchador de lo que lo es su padre, sé que
sabrá honrar al Temple como es debido.
En su fuero interno, Bernat de Miravalle se alegró de aquellas palabras.
Y sabía que Guifré también. El chico, hoy por hoy, estaría más seguro junto
a hombres que darían la vida por él sin dudarlo, ya que ese vínculo era más
fuerte por ahora que aquel más menguado que pudiera atarle al Temple. «Y
Alquézar tenía razón además en otro asunto», pensó el caballero al mirar a
su alrededor, «contados eran los hermanos que habían quedado en Tortosa».
Cuando se supo que la urbe se hallaba sitiada por el infiel, algunos
caballeros templarios de encomiendas más alejadas cabalgaron a sangre y
fuego hacia allí sin encontrar gran impedimento. Sin embargo, la mayoría
de los hermanos había acompañado al maestre Berenguer de Avignon hasta
Lérida meses atrás.
Una algarabía en el portón de entrada al patio de armas de la casa-
encomienda en la que se hallaban sacó a Bernat de sus pensamientos.
Entraban a trote nervioso sin bajar de sus monturas varios caballeros que
parecía que volvían de un arduo viaje. Con los mantos blancos salpicados
de lodo de los caminos, los rostros llenos de manchas grisáceas del polvo y
el sudor acumulados, se les percibía el cuerpo tenso y envarado del que
porta malas nuevas. Los caballos no presentaban mejor aspecto: secretaban
espuma de sus belfos que salpicaba el suelo conforme cabeceaban inquietos
y parecían agotados a tenor del brillo sudoroso que desprendía su piel, así
como el enredo de crines apelmazadas por el mismo barro que resbalaba
por las capas, antes níveas, de los caballeros que portaban.
Joan de Alquézar se disculpó ante Bernat y Guifré, acudiendo presuroso
hacia la puerta para recibir a los hermanos. Blai, consciente de que algo
grave ocurría, dejó lo que estaba haciendo y se acercó a ellos con actitud
interrogante. Los tres hombres aguardaron algo apartados a que el mariscal
volviera sin perder de vista los aspavientos y ademanes de los caballeros
que, tras descabalgar, hablaban con Alquézar en lo que parecían susurros
exaltados y, aunque intentaban aguzar el oído para captar alguna palabra,
nada claro llegaba hasta su posición.
Tras unos tensos momentos, el mariscal dio varias órdenes a los
sirvientes, quienes también habían salido de la casa al escuchar el alboroto
para observar qué pasaba, y los caballos fueron llevados a la cuadra.
Seguidamente, tras hablar de nuevo con sus hermanos templarios, los
conminó a entrar en la encomienda para refrescarse mientras él rompía el
sello de un pergamino que acababan de entregarle devorando el contenido
con fruición. Después, volvía sobre sus pasos acercándose de nuevo hacia
donde Miravalle y los Monrós le aguardaban.
—¿Malas nuevas? —preguntó Bernat cuando Alquézar se cuadró ante
ellos con el rostro tenso.
—Pésimas, amigos, e inesperadas… —El templario quedó pensativo
mientras su vista se perdía en el muro que había tras ellos.
—¡Hablad, Alquézar, por Cristo! —blasfemó Guifré, siempre tan
impulsivo en sus acciones.
—¡No blasfeméis en esta casa, caballero Monrós! Esto no es una
taberna donde dar rienda suelta a los bajos instintos. Somos caballeros de
Cristo y nos debemos a su nombre.
Bernat, al ver cómo las mejillas de Guifré se coloreaban por el insulto e,
instintivamente, se llevaba la mano derecha a la espada, decidió intervenir.
Además, también el rostro del joven Blai estaba transfigurado por la ira y
esta tenía por objetivo a su progenitor.
—Disculpad a Monrós, Joan, no era su intención faltar al respeto a esta
casa —dijo tratando de aplacar los ánimos con palabras comedidas—;
estamos cansados y preocupados pues poco hemos dormido desde que los
moros arribaron a nuestras puertas y, a veces, esa presión hace que la lengua
sea más veloz que el pensamiento, ¿verdad, Guifré?
El susodicho, que no había apartado la mano en ningún momento de la
espada, volvió la mirada hacia su amigo y, tras unos tensos instantes, asintió
musitando al tiempo una disculpa que parecía no sentir, pero que bastó para
que el mariscal del Temple mitigara su ánimo.
—Mis hermanos han cabalgado veloces desde el norte para traer la
respuesta de Ramón Berenguer a nuestra petición de ayuda. Aun a riesgo de
matar a sus monturas, no han tenido descanso para venir raudos a informar.
La situación es grave —dijo alzando el pergamino que portaba en su mano
—, el maestre me informa desde el sitio de Lérida; dice que en estos
momentos es crucial mantener el asedio sobre la urbe sin desfallecer y me
da la respuesta concluyente del conde a nuestra petición de ayuda. No
vendrán.
Miravalle se quedó sin aliento al escuchar las últimas dos palabras. Ese
«no vendrán» se repitió en su cabeza una y otra vez como una letanía
funesta.
—¿Qué queréis decir? —fue Guifré el que rompió el silencio que se
había establecido tras escuchar esas últimas palabras.
—No vendrán a socorrernos, Monrós. El conde ha decidido que no
puede prescindir de ningún hombre de sus huestes para enviarlo a Tortosa.
Tiene Lérida en un puño y cree que pronto será suya. Pero necesita de toda
su fortaleza para que eso ocurra. Sin embargo, confía en que los hombres
que dejó aquí sean capaces de salvaguardar la ciudad para el cristianismo y
nos conmina a defender la plaza con todas nuestras fuerzas.
Los hombres callaron, cada uno perdido en sus elucubraciones. Parecían
estatuas silentes en medio del patio de la encomienda. El único que se
movía un poco era Blai, quien no podía contener su nerviosismo arrastrando
inquieto uno de sus pies sobre el polvoriento suelo del lugar.
—Debemos informar a los prohombres —afirmó Bernat tras salir de su
mutismo.
—Uno de los hermanos ha tomado la ruta de la ciudadela y ya estará
dando cuenta de lo acontecido. Portaba una misiva del propio conde y me
han comunicado que ha decidido subir al castillo mientras el resto de
hermanos venían hacia acá con la carta del maestre.
—No obstante, marchamos —dijo Bernat—, ahora más que nunca el
Consejo debe estar unido y tomar las decisiones pertinentes. Nos espera una
dura tarea si queremos que Tortosa no caiga en manos sarracenas.
—Marchad, pues, y que el Hacedor nos guíe a todos en estos difíciles
momentos.
CAPÍTULO XVI

“MARGARIDA”

Por primera vez en mucho tiempo, Margarida respiraba libertad. Quizás la


situación no era la más propicia para ello, y si alguien supiera de sus
pensamientos en ese sentido pensaría que estaba loca por apreciar que una
guerra pudiera producirle tal sentimiento liberador. Pero así era.
Los días pasados habían sido muy duros de sobrellevar. Tras la pérdida
del hijo que llevaba en el vientre se sintió indispuesta. Aun así, tuvo que
disimular como buenamente pudo las punzadas dolorosas que le castigaban
el abdomen en esas jornadas, como también evitar que se le notara la
palidez en el rostro por la pérdida de sangre, que remediaba mezclando el
polvillo que quedaba cuando dejaba secar el poso del vino con un poco de
cera de abeja para dar color a sus mejillas. En cuanto a esas pérdidas de
sangre, con alegar que estaba en esos días en los que la luna enrojecía en el
cielo era más que suficiente, aun teniendo que aguantar las miradas y
comentarios despectivos de su suegra alegando que su deber era traer un
hijo al mundo para que continuara con el apellido de la familia.
«Si supieras que tu hijo ha sido el causante de que la vida que crecía en
mi vientre no haya llegado a buen término…», pensaba Margarida
disgustada en su fuero interno sin dejar que una sola mueca asomara a su
rostro. Ella no sabía que estaba encinta hasta que se desmayó aquel día. Ni
siquiera se dio cuenta de que el ciclo no la visitaba desde hacía pocos
meses. El estado de terror en el que vivía con su esposo le había impedido
pensar más allá de cómo complacerlo para que no cebara su fuerza en ella.
Fue aquella muchacha, Prya, la que, tras ayudarla en su desvanecimiento, le
contó qué era lo que le había ocurrido. Había perdido a su hijo, su pequeño
se había desprendido de su vientre y ella, desde entonces, solo sentía ira y
desprecio. Aunque se guardaba muy bien de mostrar sus verdaderos
sentimientos ante los demás.
Pero ahora, en estos días de guerra, todo había cambiado. A pesar de
que su quebranto coincidió con la jornada en el que se avistaron los barcos
sarracenos remontando el río, Margarida, posiblemente, sería la única
cristiana de Tortosa que no deseaba que la ofensiva terminara. Para su
vergüenza, se sentía feliz de que la guerra continuara, ya que le daba un
respiro a su maltrecha existencia. Godfredo casi no aparecía por casa,
siendo rara la vez que se quedaba a dormir y, cuando lo hacía, era en un
catre improvisado junto al hogar pues, tras unas reparadoras horas de sueño,
volvía a sus quehaceres guerreros, tanto en la vigilancia de las murallas,
como en las incursiones para la defensa ante los ataques agarenos. Por otro
lado, su suegra casi no dejaba ver su cara de vinagre por la vivienda. Desde
que todo comenzara, el miedo se había apoderado de ella y permanecía
recluida en su alcoba rezando arrodillada en el reclinatorio que se había
traído desde su tierra natal. Hasta incluso tenía que subirle el yantar a su
aposento, tal era el estado de desasosiego en el que se encontraba. Por todo
ello, la muchacha se sintió más libre de lo que nunca hubiera imaginado
desde que fue consciente de la vida que le aguardaba en aquella familia,
libre de movimientos y de ojos vigilantes que la persiguieran a todas horas.
Ahora, mientras holgazaneaba apoyada sobre el palo de la escoba en el
patio de la casa, permitiendo que los últimos rayos de sol del día le
acariciaran la piel, sentía ese sosiego que no conseguía desde que retozara
por los campos en su Gales natal.
—Señora…
Margarida volvió sobresaltada la cabeza hacia el origen de la voz. Tenía
abierto el portón que daba a la calle pues quería barrer el portal, aunque
todavía no lo había hecho. Apoyada una mano en la puerta y la otra en la
cadera, se hallaba la muchacha gitana, aquella que le ayudó en el trance
cuando estaba en las cocinas descargando la leña con la que se ganaba el
sustento. El sol le daba de espaldas, creando un mágico halo de luz a su
alrededor en contraste con la oscuridad de su piel y su cabello. Los ojos
parecían esmeraldas, brillando, algo de lo que no se dio cuenta el día que
vino a socorrerla en su malparto.
—Ho… hola —titubeó azorada al recordar que la romaní había visto sus
partes más íntimas al quitarle la ropa manchada de sangre y limpiar su
cuerpo para que nadie supiera de su trance. Fue entonces cuando Margarida,
tras recobrar el conocimiento, permitió que la ayudara a subir a la alcoba
apoyándose en su hombro. Sin fuerzas y mientras la joven morena se hacía
cargo de la situación, Margarida le rogó encarecidamente que no revelara lo
que acababa de ocurrir. El miedo a que Godfredo supiera que había perdido
al bebé le atenazaba las entrañas ya transidas por el dolor. Si él sabía de lo
ocurrido, sería capaz de matarla a golpes, echándole la culpa a ella de la
muerte de su vástago.
—¿Cómo os encontráis?
—Bien… —Margarida se hallaba totalmente cohibida ante la intensidad
verde de la mirada de la gitana, pero, armándose de valor, continuó—:
quisiera agradeceros vuestra ayuda del otro día.
—Nada hay que agradecer, solo hice lo que cualquier bien nacida
hubiera hecho —respondió Prya quitándole importancia al asunto.
—Si no hubierais estado allí, no sé lo que hubiera podido suceder. Debo
agradecéroslo.
Prya hizo un leve ademán de asentimiento con la cabeza y el silencio se
aposentó entre ambas. Margarida, nerviosa, no sabía cómo continuar la
conversación, ni sabía qué decirle, y aunque la presencia de la otra joven le
daba una seguridad que no entendía muy bien a qué se debía, también
deseaba que se marchara para volver a encontrar el sosiego que hasta hacía
unos instantes había tenido y que la romaní había trastocado con su visita.
—¿Por qué lo permitís? —La pregunta de Prya, la pilló desprevenida—.
¿Por qué dejáis que os haga eso?
—No sabéis nada de mi vida —respondió ofendida, no ya por la
pregunta en sí, sino porque la incitaba a cavilar sobre cosas en las que no
quería pensar.
—Cierto es, no sé nada de vuestra vida, pero sí sé de la mía… —La
gitana se dio la vuelta para marcharse, aunque antes de hacerlo se volvió
dirigiéndole unas últimas palabras—: Perdonadme, no debí inmiscuirme en
vuestros asuntos.
Margarida la alcanzó junto a la puerta antes de que se fuera.
—Lo siento… Pensaréis que soy una desagradecida después de lo que
hicisteis por mí.
—No importa… lo hubiera hecho en cualquier caso. Mi sangre no será
de casa noble, pero mis principios me obligan a ello.
—Sí, sí importa, porque habéis preguntado algo que no sabría
responder. No creáis que no he pensado en ello una y otra vez, pero… ¿qué
podría hacer yo? Es mi esposo, mi dueño, estoy atada a él para toda la
vida…
—Nadie debería ser dueño de nadie.
—Pero así es, y nada se puede hacer para cambiarlo. Hay que aceptar
con resignación lo que Dios ha decidido para nosotros.
—No tendría que ser así. Vuestro Dios es cruel.
—¿Nuestro Dios?
—La idea que mi pueblo tiene de Dios es muy diferente a la vuestra. Él
cuida de nosotros y vivimos de su bondad, nos escucha, y lo hace a través
de la tierra, el cielo y la naturaleza.
—Nunca había escuchado nada parecido.
—Mi pueblo siempre ha llevado una vida nómada, sin tierra a la que
llamar propia, sin casa en la que habitar, sin amo al que servir, con sus
costumbres y supersticiones muy arraigadas y con el cielo como única
morada. Una existencia libre y apegada a la naturaleza.
—Lo que contáis suena tan… diferente; y esa libertad de la que
habláis… cuesta imaginarla.
—Es así, creedme.
—Os creo. Y ojalá pudiera sentir yo esa emoción de franco albedrío que
desprendéis con vuestras palabras. Pero no lo veo posible.
—Y no lo será si no lo intentáis.
—No sabría cómo… Ni me atrevería.
—¿Tenéis miedo?
—Por supuesto que tengo miedo.
—El miedo es bueno; tensa tu espíritu y te mantiene alerta.
Margarida no entendió muy bien las últimas palabras de la muchacha
morena. Ella vivía aterrorizada cada instante desde que se levantaba por las
mañanas hasta que el sueño la vencía al anochecer. Siempre con el corazón
encogido aguardando por dónde vendría el siguiente golpe. No comprendía
qué podría tener de bueno vivir así.
—Es la vida que me ha tocado en suerte —le dijo finalmente
compungida y con resignación—, y debo dar gracias por tener un plato en
la mesa y un techo bajo el que cobijarme.
—Habláis con la pereza de quién no ambiciona nada más que una
existencia acomodada y pobre de espíritu. ¿No querríais que las cosas
fueran diferentes?
—¡¿Y qué tenéis vos?! —Margarida estaba enfadada, no ya con la
gitana por crear dudas en su mente, sino con ella misma porque sabía que
Prya, en el fondo, tenía razón—. ¿Pensáis que esa vida de desarraigo que
lleváis es mejor que lo que yo poseo?
—Sí, tenéis razón, ¿quién soy yo sino una pobre alma errante, una
mendiga sin hogar ni familia a la que acogerse?
—Yo… lo siento… No quise decir…
—Sé muy bien quién soy —le cortó Prya—, y no tenéis que disculparos
por decir la verdad. Pero sabed una cosa, prefiero la mísera vida que llevo
ahora que volver a verme sometida de nuevo.
Margarida la miró avergonzada al sentir el dolor que desprendían las
palabras de la gitana. Su propia desventura egoísta la había cegado ante los
males ajenos. Se le llenaron los ojos por las lágrimas contenidas tanto
tiempo y no pudo evitar que se derramaran libres por su rostro.
Agachó la cabeza tratando de que el cabello le cubriera parte de la cara
para que la otra muchacha no advirtiera su congoja. De pronto, sintió una
caricia suave en la mejilla y, al alzar la mirada, se encontró con los ojos
verdes de Prya que la contemplaban con pena, aunque también le pareció
ver un destello de comprensión y se preguntó qué clase de vida habría
llevado la romaní para encontrarse en esa situación tan alejada de la que
debiera ser esa clase de existencia nómada junto a su pueblo.
—¿Qué os pasó…? —le preguntó con un hilillo de voz un tanto
avergonzada por su curiosidad.
Prya le sonrió.
—En otra ocasión. Ahora debo marchar. Tiempo habrá para relataros las
andanzas de mi vida.
E hizo algo inesperado, algo que pareció surgir del instinto y no de la
razón: le dio un suave beso en la mejilla antes de retirar la mano que, hasta
ese mismo momento, tenía apoyada acariciando su rostro.
Tras ello, inició sus pasos alejándose hacia las calles tortosinas.
CAPÍTULO XVII

“GUIFRÉ”

Cuando Guifré y Bernat, acompañados por Joan de Alquézar, accedieron a


la sala principal de la fortaleza de la Zuda se encontraron un inhóspito
silencio que se había adueñado de toda la estancia. Ese silencio no era
normal. Una tensión espesa, como anunciando una tragedia, dominaba el
lugar. Guifré esperaba gritos y blasfemias tras conocerse las nuevas que
venían de Lérida, creía que los prohombres andarían ya ocupados
planeando estrategias, dando órdenes y preparando las defensas de la ciudad
para resistir hasta el final las acometidas agarenas.
Pero no era eso lo que parecía ocurrir dentro de los muros de la
ciudadela. Aquel silencio le recordó los días en los que el cielo se oscurecía,
cubierto por nubes grises presagiosas de tormenta que pronto descargarían
su furia contra la tierra y sus habitantes. Ese punto intermedio entre la
acumulación de nubes sobre sus cabezas y el estallido de la tormenta, esos
instantes previos que encogían el corazón y la vida se inclinaba a la cautela,
se asemejaba al silencio que se había hecho dueño y señor de la Zuda.
«Quizás todavía no han llegado las nuevas», pensó Monrós por un
momento, aunque sabía que eso no era posible. Delante del veguer,
presidiendo la mesa frente a la que se encontraba sentado, un pergamino
arrugado parecía ser el centro de atención de todas las ceñudas miradas de
los que se hallaban en la sala. Pere Guillem Aragonés, Pere Rajadell,
Gilabert Anglès, el notario Ponç, entre otros, amén de un grupo de
hospitalarios y otro de notables genoveses, acompañaban al veguer y al
bailío en aquel trance.
Alquézar, fiel a su espíritu de soldado, siempre dispuesto a la batalla, se
adelantó unos pasos hasta que las miradas confluyeron en él. Guifré todavía
estaba irritado por las palabras que el templario le había dirigido en la
encomienda y se permitió odiarlo durante unos instantes. De buena gana le
hubiera asestado un golpe inesperado en el rostro, solo por el placer de
verlo caer al suelo. Tuvo que tragarse el desatado orgullo que amenazaba
con hacerle perder el control y apretar el puño para no ensartarlo con la
espada por haber insinuado delante de su hijo sus recurrentes visitas a las
tabernas. La mirada claramente enfurecida de su vástago era algo que no se
le olvidaría. «Guiomar tiene razón», pensó para sí enojado al tener que
admitir tal juicio, aunque ese pensamiento jamás cruzaría el umbral de sus
labios. No iba a darle el gusto a la deslenguada de su esposa. Antes muerto.
«Pero sí, tiene razón», discurrió, «sus poco discretos desmanes
avergonzaban a Blai y al apellido Monrós. En cuanto aquella maldita guerra
acabara, debía hacer algo al respecto. No podía demorar más una decisión
que hacía tiempo que estaba barruntando: quizás tuviera que tomar los
hábitos junto a su hijo en la Orden y olvidar que tenía una esposa. Él no era
como su amigo Bernat; no se veía a sí mismo llevando una vida ociosa,
administrando bienes y tierras, junto a una mujer que nunca lo había amado
y con un hijo ausente. Él era un guerrero. Y qué mejor que consagrar su
alma y su espada a luchar contra los enemigos de Cristo».
—Mi señor veguer —habló Alquézar—, veo que ya habéis recibido las
nuevas de Lérida.
Pere de Sentmenat alzó la cabeza, aunque su mirada no terminó de
centrarse en el Templario. Sus ojos traspasaron la figura del monje guerrero
queriendo atravesar los muros de la Zuda y perderse en la inmensa campiña
del paisaje tortosino. «Parece un hombre derrotado», se lamentó Monrós.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el veguer frotándose sus pequeños
ojos cansados. La tensión trazaba surcos en su faz. Finas arrugas de
preocupación se concentraban paralelas en su frente haciéndole parecer más
viejo.
—¿Cómo puede pasar esto? —interrumpió el bailío, Guillem de Copons
—. ¿Cómo puede nuestro señor conde olvidarse de nosotros? Hace meses
hablaba de la importancia de Tortosa en su pretensión de anexionar aquel
enclave fluvial a su principado, y ahora nos deja a nuestra suerte.
—Lérida es un enclave importante para la Cruzada de Ramón
Berenguer, con ella se asegura la aspiración territorial que ya su padre
pusiera en marcha para convertir su condado en una demarcación fuerte
frente a los señores feudales, haciendo que su autoridad no fuera discutida
en todo Aragón —intervino el mariscal templario—; en nuestras manos está
el mantener Tortosa y que no vuelva a caer en manos sarracenas.
Alquézar había hecho este último comentario llevándose el puño contra
el pecho en un imperativo ademán.
—En su misiva el conde nos conmina a resistir, dice que el Altísimo
está a nuestro lado y no debemos fallarle en la lucha contra el infiel —
informó el veguer al resto de asistentes al conciliábulo.
—A nuestra suerte… nos deja abandonados a nuestra suerte —volvió a
repetir el bailío.
—Los alimentos comienzan a escasear, mis señores. —El que ahora
hablaba, Gilabert Anglès, siempre hombre cabal, no había perdido ocasión
de poner en palabras lo que la mayoría estaban barruntando—. ¿Qué vamos
a hacer cuando la carestía sea ya insostenible?
—Arrastramos a nuestras familias a la aventura de vivir en un nuevo
lugar para complacer las miras de repoblación de nuestro conde,
abandonamos nuestras anteriores vidas para seguirlo, nos hemos aventurado
a reconstruir la ciudad siguiendo sus designios confiando en que
respondería a nuestro requerimiento en caso de necesidad. Y ahora… deja
de protegernos y nos abandona.
Muchos de los presentes emitieron murmullos aprobatorios de las
palabras que acababan de escuchar de Pere Guillem Aragonés, otro de los
prohombres más influyentes de Tortosa. Guifré entendía la preocupación
que manifestaban, aunque no le agradaba el regusto implícito a derrota que
se percibía en las voces de los que hablaban. Todavía no estaban vencidos,
y mucho menos antes de comenzar la verdadera contienda, y aunque
parecía que los moros estaban tratando de utilizar la estrategia de desgaste
para lograr una rendición sin que hubiera una gran batalla, él, por su parte,
no iba a bajar la espada tan fácilmente. Y sabía que los hombres a su cargo
tampoco. Mientras le quedara un hálito de vida, lucharía para que los
infieles no volvieran a tomar Tortosa.
—¿Qué pensáis? —Se oyó que Bernat le preguntaba a Alquézar en un
aparte mientras el resto de hombres seguían lamentándose de su esquiva
suerte—. ¿Creéis que en verdad el conde se arriesgará a perder Tortosa?
Quizás lo que nos esté pidiendo es que tengamos paciencia y aguantemos el
envite hasta que Lérida sea suya, quizás sea solo cuestión de días…
—No sabría deciros… El maestre, en su misiva, no me habla de la
situación en el norte. Solo me dice que, tras reunirse con el Consejo, Ramón
Berenguer decidió no dividir sus huestes y continuar con el plan establecido
de asegurar su conquista.
—Tendrá la suficiente confianza en que nuestras fuerzas son suficientes
para mantener Tortosa a salvo del infiel —aventuró Guifré.
—¿Os habéis asomado a las murallas, Monrós? ¿Dos millares de
hombres frente a todo un ejército sarraceno dispuesto a reconquistar lo que
había sido suyo durante siglos? —le reprochó Bernat—. Son como un
hormiguero en plena actividad. No sabría ni decir cuántos son…
—Vos sabéis bien que he rondado las murallas y que también he salido
a campo abierto para luchar contra ellos —le respondió Monrós enfadado
—, ¿dudáis acaso de mi juicio?
—No quería decir eso, amigo, vos bien lo sabéis —dijo Miravalle
apaciguando un poco los ánimos—, lamento haber sido descortés con mis
palabras, pero la situación, tendréis que convenir conmigo, es harto
complicada.
—Sé que nos superan en número, Bernat, pero nosotros tenemos unas
murallas fuertes que pueden resistir largo tiempo —dijo Guifré dejando de
lado la posible afrenta anterior.
—Murallas que no les sirvieron a ellos cuando fuimos nosotros los que
sitiamos la ciudad —intervino Alquézar.
—Cierto, pero ellos fueron confiados y ahora nosotros contamos con
que han sido reforzadas en sus puntos débiles y los hombres han sido
entrenados para defenderlas.
—Quizás tengáis razón —aceptó Bernat—, si resistimos el suficiente
tiempo puede que tengamos alguna oportunidad de que llegue el socorro
que necesitamos.
—Resistiremos —afirmó Monrós con vehemencia.
—Olvidáis una cosa —les interrumpió el mariscal templario—, por muy
fuertes que sean los muros, si los hombres que los defienden no tienen
mendrugo que llevarse a la boca, poco podrán hacer. Tendremos que
asegurar los aprovisionamientos y empezar a racionar de los que ahora
disponemos.
Las palabras de Alquézar, dichas en un tono elevado de voz, llegaron a
los hombres que seguían dirimiendo las razones del conde al otro lado de la
estancia. El veguer, que hasta ese momento continuaba con la mirada
perdida y el ceño fruncido, elevó la cabeza y clavó la vista en el templario.
—¿Qué proponéis, Alquézar? —preguntó alzando la mano para que el
resto de reunidos guardara silencio.
—Propongo organizar pequeños grupos de hombres jóvenes, que salgan
por distintos puntos de la muralla, e intenten encontrar un camino seguro de
llegada de suministros. Sé que es peligroso, que ponen sus vidas en riesgo,
pero si encontramos algún punto por dónde podamos recibir alimentos sin
que los sarracenos se percaten de ello, podremos resistir durante el tiempo
que sea necesario hasta que Lérida sea tomada y el conde pueda enviar sus
huestes para socorrernos.
—Lo que sugerís es cosa harto difícil —dijo uno de los sargentos
hospitalarios—, mis hermanos y yo hemos realizados salidas para
comprobar sus efectivos y tienen guardias apostados en los distintos
caminos que llevan hacia otras poblaciones y a los asentamientos rurales de
los valles cercanos. Y el río es algo que, por ahora, tienen completamente
dominado.
—No obstante, debemos intentarlo. —Alquézar seguía firme en su idea
—. Si no, pronto comenzará la hambruna y, con ella, las enfermedades, la
rapiña y las tropelías.
—Yo lo haré.
Todas las cabezas de la sala se volvieron al escuchar aquella nueva voz
que reclamaba con su afirmación la atención de todos.
—¡Blai!
—Padre… señores…
—¡¿No te he dicho que aguardaras fuera?! —Guifré estaba furioso con
su hijo por haber irrumpido en la reunión sin haber sido invitado pero, sobre
todo, porque acababa de pronunciar unas palabras de las que ya no había
vuelta atrás. Apesadumbrado, aunque con un pequeño atisbo de orgullo por
la valentía de su hijo clavado en el pecho, buscó la mirada de su amigo
Bernat en busca de ayuda.
Miravalle captó al instante la súplica que vio en los ojos del otro
caballero y, aunque sabía de la porfía del muchacho, trató de hacerle
razonar.
—Blai, muchacho —improvisó—, no conoces el terreno como para
ofrecerte para estas lides.
Bernat parecía no querer herir al chico, pero Guifré sabía lo que estaba
pensando pues él mismo era de la similar opinión: su hijo hacía poco que
había abandonado la niñez y, a pesar de que se le había entrenado bien,
todavía no era ducho en las vicisitudes que conllevaba una guerra tan
encarnizada como aquella.
—Dejad hablar al muchacho —convino el bailío.
—Sí, permitidle hablar —apostilló otro de los prohombres, no sabía
muy bien quién, ya que Monrós trataba con todas sus fuerzas de guardarse
para sí el exabrupto que amenazaba con aflorar a sus labios. ¿No se daban
cuenta de que Blai carecía de experiencia? ¿De que solo era un recién
estrenado escudero con más valentía que razón?
—Señores… ¿nos permitís dialogar a solas con el muchacho unos
instantes? —intervino Bernat consciente de que su amigo Monrós estaba al
borde de uno de sus estallidos verbales de violencia.
Tras la aquiescencia de los caballeros, Blai, Bernat y Guifré se apartaron
a un rincón de la estancia para dirimir aquella nueva ocurrencia del joven
escudero.
—¿Te has vuelto loco? —Monrós fue el primero en hablar intentando
no elevar el tono de voz para evitar ser escuchado—. Vas a matarme a
disgustos. Y a tu madre también. No solo te empeñas en querer convertirte
en caballero templario dejando de lado la herencia de los Monrós, sino que
ahora te aprestas a una misión peligrosa sin haber batallado contra el infiel
en tu corta vida. Amén de que Bernat tiene razón y no conoces todavía estos
pagos como para salir a campo abierto en medio de una guerra.
—Es mi deseo ser útil, padre, y ayudar a que Tortosa quede libre del
infiel.
—Puedes ayudar desde las murallas; puedes ayudar cumpliendo con tu
papel de escudero; puedes ayudar no metiendo el hocico en esta clase de
embrollos para que no sea yo el muerto a manos de tu madre…
—¡Padre!
—Y ahora te ofendes; por Cristo, ¿qué habré hecho yo para merecer
este castigo?
—¡Es mi decisión!
—¡No te corresponde decidir! ¡Te debes a mis juicios! ¡Soy tu padre y
me obedecerás como a tal!
El elevado tono de voz de padre e hijo amenazaba ya con alcanzar los
oídos de los que aguardaban en el otro extremo de la sala. Bernat, como
siempre el más juicioso, trató de intervenir:
—Bajad la voz, por amor de Dios, no querréis que se entere toda la
ciudadela de vuestra porfía, ¿verdad? —adujo Miravalle intentando templar
los ánimos—. Blai, muchacho, por la consideración que te tengo a ti y a tu
familia, debes pensar en que este no es el camino para alcanzar la gloria. Ya
tendrás tiempo de mostrar tu valía cuando seas un caballero por derecho
propio.
Pero el chico negaba con la cabeza las razones del caballero al que
servía.
—Si mueres no creas que los bardos van a cantar tu valor, sino que será
tu estupidez la que acaben entonando —intervino de nuevo Guifré,
ofuscado ya por el empecinamiento de su unigénito.
—¡Así no ayudáis, Monrós! ¡Por los clavos de Cristo, tened la lengua
unos instantes! —gritó Miravalle, arrepintiéndose luego de haber alzado
también el tono de voz—. Por favor, Blai, piénsalo bien, es una empresa
llena de peligros y como tu señor que soy, al que debes tu formación y tu
obediencia, ya no es que te lo ordene, sino que te ruego que reconsideres tal
decisión.
A pesar de las juiciosas palabras, Blai seguía negando con la cabeza.
Guifré resoplaba enfadado al sentir que todas las palabras acababan en saco
roto frente a la cabezonería de su hijo. Resignado finalmente ante lo
inevitable, le advirtió:
—Si morís, vuestra madre me matará a mí y luego se dará muerte ella
—afirmó rotundo—, no nos hagas que alcancemos tal situación… Sea,
pues, ve y habla con Alquézar, suya es la idea y debe darte instrucciones al
respecto.
Bernat y Guifré se miraron fijamente con la pesadumbre prendida en el
pecho al contemplar como el muchacho, ufano, corría a ofrecerse para
aquella peligrosa misión. Ambos sabiendo que no lo dejarían solo y que la
suerte de Blai estaba ligada a la protección que pudieran ofrecerle.
Con un golpe seco en el hombro, Guifré instó a Miravalle a seguirle
hacia lo que les deparara el destino. Otra vez.
CAPÍTULO XVIII

“GUIOMAR”

Unos golpes quedos en la puerta le avisaron de su llegada. Guiomar respiró


hondo varias veces antes de descorrer el cerrojo. Apenas consiguió entrever
la silueta del hombre recortada contra el vano de la puerta, pues aquella
noche la luna se hallaba oculta por inciertos nubarrones que cerraban el
cielo a cualquier atisbo de luz, pero sus sentidos se agudizaron al instante al
percibir su familiar aroma tan cerca de ella. Su figura siempre conseguía
que el corazón se le acelerara hasta golpear con fuerza en su exuberante
pecho. Era así cada vez que lo veía. Y ni los años que habían transcurrido
desde la primera vez mitigaban esa sensación de vértigo que la acometía
ante su presencia y que la hacía desear que las cosas fueran diferentes, que
no hubiera impedimento alguno para poder tener la libertad de tocarlo
cuando le placiera, de poder besarlo, de permitirse la embriagadora e
ilusoria emoción de sentirlo suyo lo que le quedara de existencia en este
mundo.
—No debería estar aquí… Además, hay algo que deberíais saber… —
dijo vacilando en el umbral de la puerta.
—Chisssst —le conminaba ella a guardar silencio mientras le cubría los
labios con los dedos, demorándose más de lo que el recato cristiano dictaba
—. Parecéis cansado, mi señor, ya habrá tiempo para conversar. Ahora,
permitidme que os cuide lo que resta de noche.
Guiomar asió su mano y lo condujo hasta la sala principal de la casa.
Esa noche estaban solos. Sabedora de que él no podría resistirse ante la
señal convenida —una vela encendida en la repisa de una de las ventanas
altas de la vivienda—, le había dado la noche libre a los sirvientes para
preparar el encuentro. Su esposo, aunque a ella cada vez le costaba más
pensar en él como tal, rondaría las murallas hasta el alba, proporcionándole
unas ansiadas horas en las que poder dar rienda suelta a lo que su corazón le
demandaba.
Las llamas lamían los troncos dispuestos en el hogar, única fuente de
calor y luz de la estancia. Frente a la danzarina lumbre, preparadas en
ordenado concierto, unas mullidas pieles de lobo cubrían el suelo en espera
de que alguien se acomodara sobre ellas. Guiomar llevó al hombre hasta la
improvisada alfombra, lo despojó del curtido gambesón y de la túnica que
portaba dejándole solo con la camisa y las calzas, y lo invitó a tomar asiento
en ella. Luego, acercándose a la chimenea para remover las ascuas, estuvo
dilatando el tiempo en aquel menester, conocedora de que la fina camisa
larga que llevaba dejaba poco juego a la imaginación al permitir que la
promesa de su voluptuoso cuerpo se vislumbrara a contraluz. Supo que
había sido un acierto cuando oyó cómo la respiración del hombre se cortaba
unos instantes y sintió, más que vio, que sus ojos la devoraban desde su
posición sedente.
Captada su atención, y apartándose del fuego, se dirigió hacia la mesa
situada a su izquierda para recoger de ella una bandeja y una copa llena
hasta rebosar de ese vino especiado, rojo como la sangre, que tanto le
gustaba. Sin mediar palabra, se arrodilló frente al hombre tendiéndole la
copa con reverencia. Aunque era una mujer de fuerte carácter, le gustaba
ese juego de sumisa docilidad cuando se hallaba en su presencia. La hacía
sentirse más femenina, más deseada, más excitada…, como si el dar ese
giro, diferente a su vida cotidiana en la que tenía que lidiar con sirvientes
perezosos y un marido egoísta y desleal, hiciera que hallara en aquellos
preciados momentos un fiero atisbo de libertad.
Una vez él apuró de un solo trago el contenido de la copa, acercó ella
sus dedos a la fuente que portaba para rescatar un pedazo de carne de
venado que flotaba entre salsa y verdura. Había preparado primorosamente
el guiso esa tarde en espera de que él apreciara el gesto. Con deliberada
lentitud, introdujo la porción de carne en su boca para que la degustara. El
gemido placentero que escuchó de entre sus labios al probar el guiso fue
suficiente acicate para que continuara con esa tarea. Poco a poco, iba
dándole de comer con sus propias manos sin que la mirada abrasadora de él
se apartara en momento alguno de las dilatadas pupilas de Guiomar. En ese
lance de miradas, ella llegó a descuidar por unos momentos su cometido y
unas gotas de salsa resbalaron barbilla abajo en uno de esos bocados. Al ver
el descenso del jugo por su mentón, el instinto cobró vida y, sin importarle
lo acertado de su ademán, acercó su boca a la de él lamiendo con destreza
aquellas gotas furtivas que escapaban de entre sus labios. Aquel gesto tan
sensual, desarmó la contención del hombre, quien hasta entonces se había
mostrado dócil y expectante, permitiendo que fuera ella quien dirigiera
aquella puesta en escena; pero aquello le indujo a cogerla fuerte por la nuca
y besarla con toda la rabia contenida dentro de su pecho por el pecado
cometido. Pecado por el que ambos sabían que acabarían pagando tarde o
temprano.
—¿No tenéis más hambre, mi señor? —preguntó ella burlona tras
apartarse de la avidez de su boca—. Pensé que quizás os agradaría el postre
que os tengo preparado…
Él la miró alzando una ceja interrogante.
—¿A qué clase de postre os referís, Guiomar?
Ella se alzó, colocando los pies a cada lado de sus piernas estiradas,
dejando que la parte íntima de su cuerpo, aunque velada por la tela de la
camisa, quedara a la altura de sus ojos. Estaba tan agitada por el deseo, que
no tuvo ni un pensamiento cabal sobre la transgresión que cometía a ojos
del Altísimo. Ni él era libre de amarla, pues contaba con una esposa fiel que
le aguardaba en casa, ni ella lo era tampoco. Pero no le importaba. En esos
instantes nada le importaba. Su férrea educación cristiana basada en el
recato y el decoro se perdía relegada al fondo de su mente cuando estaba
con él.
Con medida lentitud, fue arrastrando en dirección ascendente el
dobladillo de la camisa, hasta que su parte más femenina quedó al
descubierto frente a la voraz mirada de él. Un nuevo gemido surgió de entre
sus dientes antes de sentir cómo sus labios se abrían paso, ardientes e
incisivos, para darle placer.
La vorágine del deseo los hizo sucumbir a su solaz durante largos
minutos. Olvidada la bandeja con las viandas a un lado, las pieles de lobo
acogieron su abrazo voluptuoso ofreciéndoles un lecho mullido en el que
dar rienda suelta a su pasión, mientras el fuego, cómplice de sus devaneos,
perseguía con sus luces y sombras el ritmo incesante de aquellos dos
cuerpos desnudos ante el juego del amor.
Antes de entrar en ella y perder ya el poco atisbo de cordura que le
quedaba, el hombre la miró fijamente desde su posición más elevada y le
habló:
—Decídmelo, Guiomar —la instó febril por el deseo ya incontenible—.
Decidme que sois mía.
—Lo soy… —acertó a decir con voz entrecortada mientras pugnaba por
elevar las caderas e ir impenitente a su encuentro.
—¡Quiero oíroslo decir, mujer! ¡Usad todas las palabras!
—¡Soy…! ¡Soy… vuestra! —aulló ella al sentir como su ansia más
voraz se veía por fin colmada.
Ninguna palabra se dijo más. Sus cuerpos fueron los que hablaron
durante el tiempo que pasaron en carnal comunión.
Ya bien entrada la noche, tras haber dormitado un rato abrazados frente
al fuego, la dama sintió el vacío helador cuando el hombre, sigilosamente,
apartándose de ella, recogió sus ropajes y salió furtivo para volver a su
verdadero hogar. No pudo evitar, ni quiso tampoco, que una lágrima furtiva
descendiera por su rostro hasta perderse entre las pieles que la acogían. Tras
morderse los labios con fuerza reteniendo el llanto, se puso la camisa y
comenzó con el arreglo de aquel desaguisado para que la estancia quedara
presentable antes de que el alba trajera a casa a su mezquino esposo. De
nuevo, volvía a ser aquella mujer llena de rabia y de frustración que pagaba
con comentarios virulentos a todo aquel que se acercaba a importunarla.
Volvía a esa rutina mordiente en la que endurecía el corazón para no dejar
que su verdadero yo asomara ante nada y ante nadie. Solo con él surgía. Y
así sería para los restos.
Una vez todo quedo adecentado, subió a la planta alta y se acurrucó
entre el cobijo de aquellas destempladas mantas que la aguardaban en la
cama, teniendo la certeza de que aquella noche ya no dormiría. Pero no fue
así. Pronto, Morfeo vino a visitarla y la condujo hasta un sueño tortuoso de
emociones encontradas que la mantuvo inquieta gran parte del tiempo.
—¡Despertad, Guiomar! ¡Despertad!
Tras sentir como la sacudían, y a pesar de no querer abandonar el sueño
pues su cansancio todavía estaba latente, tuvo que abrir los ojos ante la
insistencia de quien la zarandeaba sin miramiento. Su esposo, que parecía
salido de una pocilga con la suciedad prendida en su rostro y ropas, y el
cabello alborotado, la instaba a despertarse.
—¿Qué ocurre? —preguntó entre malhumorada y hastiada por la brusca
vuelta a la realidad.
—Tengo algo que contaros…
Cuando Guifré acabó de narrarle la última locura de su hijo, su
malhumor se convirtió en cólera y sus gritos atemorizaron a los sirvientes
que, en la planta baja, comenzaban a esas horas de la mañana con sus tareas
domésticas habituales.
CAPÍTULO XIX

“YUSUF”

Entró con sigilo en el granero abandonado, con el cuchillo que llevaba


sujeto con una cuerda a la cintura asido con la mano por si encontraba algún
peligro. Ya comenzaba a oscurecer y tenía que andar con tiento. No quería
tener que afrontar alguna sorpresa inesperada. De hecho, ni siquiera debía
estar allí. Entrar en la ciudad no había sido fácil pues tuvo que emplearse a
fondo para esquivar las patrullas de soldados que vigilaban las calles de la
urbe e ir parando en cada esquina para asegurarse de que no le esperaban en
la siguiente calleja. Desde que Tortosa se viera asediada, escapó para
ofrecer sus servicios a los sitiadores, a su gente, y aunque en un principio se
rieron de él por considerarlo demasiado joven para las artes guerreras, su
empeño pronto consiguió que lo asignaran a un pequeño destacamento de
muchachos que, como él, también habían huido de la urbe para unirse al
ejército agareno. Umar era el cabecilla del destacamento por ser el de
mayor edad, y el que tenía contacto directo con uno de los capitanes del
ejército andalusí, del que recibía las órdenes que luego transmitía al resto de
jóvenes que conformaban la compañía. Era un chico escuálido y
desarrapado que hasta entonces había vivido en los arrabales más
miserables de Tortosa y que, en el lance que estaban protagonizando,
encontró su manera de realizarse y de sobrevivir haciendo algo que le
gustaba: ser parte importante de la comunidad, al tiempo que se resarcía de
los agravios a los que le habían sometido los cristianos desde que
conquistaron la ciudad. Rencoroso y cruel, creía que la culpa de haberse
deslomado en los campos para llevarse un mísero trozo de pan a la boca se
lo debía a los nuevos moradores desde la conquista, y no dudó ni un
segundo en abandonar aquella vida cercana a la esclavitud cuando los
primeros tambores sarracenos se dejaron oír por la zona. Ahora que esa
vanidad del que se creía nacido para cosas mejores se veía colmada, se
paseaba por el campamento dándose aires de grandeza y tratando a los otros
muchachos como si fueran sus sirvientes. Yusuf no aguantaba esa
suficiencia de Umar que demostraba en cada ocasión y ante cualquier
comentario, aunque en el fondo admirara su entrega con la causa, pero lo
seguía porque era lo que debía hacer si quería ver de nuevo a sus iguales
volviendo a ocupar la ciudad que les había sido arrebatada poco tiempo
atrás.
Algo se abalanzó sobre él de improviso sin que pudiera apenas
reaccionar. Se encontró, de pronto, con alguien que, desde atrás, lo
atenazaba del cuello prietamente casi impidiéndole respirar. Echó mano del
cuchillo y con un movimiento brusco de los hombros se soltó de su atacante
para poder darse la vuelta y encararlo. Con la agitación acelerada del
momento, alzó el arma para vender cara su vida si hacía falta.
—Yusuf…
—¡Laia! ¡Maldita sea, casi te mato! —le regañó bajando la mano y
colocando el puñal de nuevo en su cintura.
—Lo siento…
—Ha sido una imprudencia, y más en estos días en los que andar por
Tortosa es peligroso para mi raza —le refirió airado, aunque al ver la cara
compungida de la muchacha la atrajo hacia sí para abrazarla—. Si te
hubiera lastimado, no podría perdonármelo, amor. No pensaba encontrarte
aquí y creía que estaban atacándome, ¿lo entiendes? Dime que serás más
cuidadosa la próxima vez.
—Lo siento, Yusuf, creía que habías recibido mi recado. Prya me
prometió que te lo haría llegar.
—¿Prya? ¿Quién es Prya?
—La muchacha morena que vive con Delila en los arrabales. Le dije
que te esperaría aquí cada atardecer. Me prometió que si te veía te lo diría.
—Sé quién es, pero no la he visto desde hace un tiempo. Ni a Delila
tampoco. Mis padres me dijeron que había abandonado el arrabal con dos
viejas cristianas el día que se abrió el portal unos instantes para todo aquel
que quisiera refugiarse en la ciudad.
—¿Sabes quiénes eran esas cristianas? Prya está loca de preocupación
por la suerte que haya podido correr Delila.
—No, lo siento, no tengo ni idea. Pero puedo preguntar —le refirió al
ver su cara de preocupación—, si alguien lo sabe, te haré llegar el recado.
—¿Harías eso por mí?
—Por ti haría cualquier cosa —dijo abrazándola de nuevo.
—Te amo, Yusuf.
—Y yo a ti.
Durante unos minutos, el calor de ambos cuerpos se fundió en uno solo
olvidando las diferencias que los separaban. En esos instantes, nada
ansiaban más que sentir que sus espíritus estaban creando una armonía
perfecta y que el resto del mundo era relegado a un plano más material.
Aunque la realidad pronto volvió a interferir para fastidiar el momento.
—Tengo algo que contarte…
Yusuf, separando a la muchacha de su abrazo, la miró al rostro. Unas
arrugas de preocupación fruncían sus labios en un mohín de contrariedad.
—¿Qué ocurre?
—Los Cohén vinieron la otra noche a cenar… a casa —empezó
relatando de manera un tanto dubitativa—, fue una cena formal; mi madre
no escatimó en dispendios con nuestros invitados y se sirvieron ricos
manjares y buenas bebidas… Los Cohén son muy ricos y en casa no
querían que se sintieran defraudados por nuestros limitados recursos…
—¿Y…?
—Los Cohén trajeron a su hijo…
—…
—Mis padres y los Cohén han llegado a un acuerdo. Nos casaremos en
pocos meses. Cuando él vuelva de un viaje de negocios que tiene previsto
por el sur del país.
El silencio se adueñó del granero mientras cada uno de los jóvenes
dirigía la mirada hacia un lugar distinto. Laia hacia el suelo, como
avergonzada de lo que estaba narrando; y Yusuf con los ojos clavados en el
rostro de su amada sopesando lo que acababa de escuchar. Tras una
minúscula pausa, fue él el que rompió el silencio:
—Tarde o temprano tenía que pasar.
Laia aguardó a que él dijera algo más. Al darse cuenta de que no iba a
salir ninguna otra palabra más de sus labios, se le crispó el ceño.
—¿No tienes nada más que decir? —le preguntó enojada—. ¿Acaso no
te importa que pase?
—¡Claro que me importa! Pero ambos sabíamos que esto iba a ocurrir a
no mucho tardar.
—¿Y ya está? ¿Como sabíamos que iba a ocurrir tenemos que aceptarlo
sin más?
—Yo no he dicho eso…
—Pues no lo acepto, ¿me oyes? —le interrumpió la joven—. Te amo,
Yusuf, y tú me amas a mí, o eso es lo que siempre me has dicho, ¡y no
quiero desposarme con otro!, ¡no quiero, no lo quiero…! Llévame lejos, por
favor, vayámonos, empecemos una nueva vida donde nadie nos conozca,
donde podamos ser felices juntos…
—¡Basta! —gritó negando con la cabeza—. ¿Piensas que en otro sitio
podríamos vivir una vida tranquila? ¿Una judía y un moro? ¿Qué
comunidad nos recibiría? ¿Nos aceptarían los judíos? ¿O los míos? ¿En qué
mundo te crees que vives, Laia? Eso no es posible, y lo sabes; te has estado
engañando a ti misma todo este tiempo. Y quizás yo también… Ahora nos
vemos en una encrucijada en la que nuestros caminos se separan. Tú tendrás
una existencia regalada dentro de tu comunidad, con los tuyos, con una
familia que te hará rica. Y yo, por ahora, estoy luchando para que mi
familia vuelva a ocupar el lugar que le corresponde por derecho en esta
ciudad, con mis hermanos de sangre gobernando, sin tener que humillarme
y ver cómo a mis padres los envían a los arrabales a subsistir como si fueran
meros esclavos. ¡Ojalá pudiera ser de otra manera!
—Ni siquiera quieres intentarlo…
—Madura de una vez, Laia, no puede ser, y ahora no puedo abandonar a
los míos, no me lo perdonaría nunca. Debo luchar por mis creencias, ¿lo
entiendes? Si no, sería un hombre incompleto.
A Yusuf le dolía ser tan duro con la muchacha, pero esta nueva
situación era algo que había estado valorando desde que comenzó el asedio,
y cada día que pasaba todo parecía más evidente. Su sacrificio bien valía
que Tortosa pudiera retornar a manos andalusíes. Ese era su deseo más
inmediato en esos momentos. Eso era lo que importaba. Eso, y el volver a
ver el honor de su familia y de su gente de nuevo restablecido.
Quería a Laia, de eso no podía desprenderse. Sin embargo, la vida
constaba de decisiones dolorosas que había que tomar. Y él ya las había
tomado.
—Lo siento… —le dijo al ver los gruesos lagrimones que rodaban por
las mejillas de la joven.
Ella, sin apartar la vista de él, se las enjugó con una mezcla de rabia y
pena destellando en su mirada.
—¡No me resigno! —gritó—. ¡Huiré si hace falta, aunque sea sola!
—No sabes lo que dices…
—Claro que lo sé. Aunque a ti no te importa, ¿verdad? Mientras puedas
seguir jugando a la guerra, lo demás es secundario.
—¿Jugando? ¿Crees que estoy jugando? Puedo morir en cualquier
momento, puede atravesarme una saeta enemiga cuando menos lo espere,
¿piensas que es un juego? Eres tú la que no entiendes que el honor obliga al
hombre a hacer las cosas que debe, no las que quiere o desea.
—¿El honor? ¿Qué honor? ¿El de matar al enemigo o el de abandonar a
la persona que amas? Tú honor se convierte en traición en el momento en
que abjuras de tu alma. Pero si esa es tu decisión… no me queda más que
resignarme y aceptarla —le refirió apesadumbrada mientras se giraba para
abandonar el granero—. Adiós, Yusuf, pese a todo, nunca te olvidaré.
El joven, sin hacer nada para retenerla, la vio alejarse de su lado y por
un ínfimo instante se le cruzó por la mente llamarla para volverla a abrazar.
—Laia…
Ella giró la cabeza con la barbilla bien alta y el despecho impreso en su
mirada.
—No salgas de casa esta noche. Ni en los próximos días.
—¿Por qué? —preguntó desafiante.
—Tú solo hazme caso, no salgas.
Le dirigió una larga mirada evaluando lo que acababa de escuchar y, al
fin, asintió con la cabeza antes de abrir la puerta y desaparecer para siempre
de su vida.
Yusuf la dejó marchar sabiendo que estaba haciendo lo correcto. No
podía permitirse en esos momentos ninguna flaqueza del corazón. Se
jugaban mucho en el envite. Tortosa volvería a manos andalusíes aunque se
tuviera que dejar la vida en ello.
Una vez se aseguró que estaba solo, se centró en lo que había venido a
hacer cuando se encontró con Laia. Presto, se encaramó al altillo del
granero, allí donde la joven judía y él solían retozar. Al fondo, tras unas
balas de heno ya podrido por la humedad y el paso del tiempo, y tapados
por un saco de arpillera manchado de polvo y paja, halló lo que había
venido a buscar: su tesoro. Dos arcos y una decena de flechas, sustraídos
unas semanas atrás, al poco de que el ejército andalusí llegara a las puertas
de la ciudad. Los acarició con mimo antes de desplegar el saco y ocultarlos
en él. Grande fue el riesgo que asumió al robarlos del almacén donde
estaban custodiados por guardias cristianos. Tuvo que colarse al amparo de
la noche en un despiste de aquellos que guardaban la puerta, más
entretenidos en vaciar la jarra de vino que les acompañaba que en vigilar
posibles intrusiones. Luego, los escondió en el granero a la espera de poder
unirse a la causa que él creía justa: no podía permitir que su familia, que
había gozado de gran prestigio en el negocio de las alfombras y que siempre
tuvo reputación de ser un linaje de gentes honradas y prósperas, tuviera que
abandonar la casa donde moraban todo la vida para irse a vivir a un mísero
arrabal. No podía consentirlo. Y haría lo que fuera, incluso empeñar sus
propios sentimientos, en aras de que su padre pudiera llevar la cabeza bien
alta otra vez.
CAPÍTULO XX

“MARINA”

Desde el adarve de la muralla, Marina enfocaba la vista tratando de penetrar


en la intensidad de la noche. Estaba muy preocupada. Desde que Bernat se
marchara junto con Monrós, siguiendo los pasos del hijo de este último, no
había conseguido descansar. Así que allí se hallaba, aguardando que su
esposo volviera, oteando desde las alturas los caminos que convergían en el
portal más cercano a los arrabales de Villa Ollarria y Tevizola. Pero la
negrura de la noche le impedía ver más allá de unos pocos pies.
Lo soldados que vigilaban la muralla, ya la habían instado varias veces
a que abandonara tan arriesgado lugar. Cualquier flecha sarracena podía
encontrar su cuerpo de tan expuesto como se hallaba. Pero ella no daba su
brazo a torcer. Su intranquilidad por la suerte que podía correr su esposo se
lo impedía.
«Maldito muchacho», murmuró disgustada, arrebujándose más aún en
la capa de fina lana que portaba a los hombros. El chico estaba siendo un
quebradero de cabeza para los Monrós y, por ende, también para los
Miravalle, con esas ideas de honor y gloria que tenía metidas en la cabeza
desde que se convirtiera en escudero de su esposo. «Ojalá Bernat no lo
hubiera aceptado como paje», pensó Marina, pues nada de todo esto hubiera
ocurrido de no ser por el joven. Y aunque sabía del cariño que Bernat sentía
por el chico, y del compromiso adquirido por su amistad con Guifré, ella
deseaba fervientemente que, de una vez por todas, los Monrós dejaran de
ser el obstáculo en su vida que siempre había pensado que eran. De hecho,
sin ir más lejos, hacía unas horas, cuando su esposo se preparaba para salir
tras Blai en aquella empresa tan arriesgada —sí, necesaria quizás, admitía,
pero harto peligrosa—, tuvo una visita en casa de la siempre desagradable
Guiomar, instándole a que frenara aquella locura haciendo entrar en razón a
su esposo. «¡Como si fuera tan fácil!», se dijo para su fuero interno
mientras aguantaba la tormenta del carácter belicoso de su vecina, quien no
cesaba en echar la culpa a Guifré y a Bernat de no saber parar a Blai en el
momento en que se ofreció para salir de la ciudad en busca de rutas seguras
por las que traer alimentos necesarios para la subsistencia de los tortosinos
durante el asedio. Y cuando por fin ella pudo hablar, en un momento en que
Guiomar descansaba su lengua para respirar, y le dijo que, aunque lo había
intentado, ella nada podía hacer para cambiar la decisión de su esposo, y
menos aún la de Blai, las palabras mordaces de la otra mujer le habían
herido el corazón como si una flecha envenenada se hubiera clavado en ese
punto exacto de su anatomía:
—Vos no sois madre. No podéis ni siquiera imaginar la angustia que se
siente cuando el hijo que habéis llevado en las entrañas se enfrenta al
peligro. Que Dios os perdone por vuestra ignorancia. —Y, tras sentenciar tal
afrenta, dio media vuelta marchándose con paso decidido sin dar
oportunidad a Marina para responder. Aunque esta, a pesar de que la dama
de Monrós ya estaba alejándose, no pudo reprimir que surgiera ese aspecto
altivo de arrogancia que siempre la acompañaba.
—No, no soy madre; pero si lo fuera a buen seguro que hubiera educado
a mi hijo en la obediencia a sus padres. El descuido y la indolencia no
forman parte de mis virtudes, a Dios gracias.
La mirada envenenada de odio que le dirigió Guiomar, tras escuchar la
irónica respuesta de su convecina, le espantó un tanto. A buen seguro, si no
prevalecieran las buenas formas imbuidas desde la niñez en cualquier casa
noble, aquella mujer habría perdido los estribos para hacerle algún mal. Se
lo notó en la forma en que apretó los puños, agachó la cabeza como un
venado a punto de embestir y se le quedó mirando temblorosa por las ansias
de cruzarle el rostro con una sonora bofetada. Y esa percepción la llevó a
dar un paso atrás y cerrar la puerta de la casa de un fuerte empellón, tanto
para evitar que lo que había pensado se convirtiera en realidad, como para
reafirmar la pequeña victoria que acababa de obtener frente a esa odiosa
mujer. Ya pediría perdón más tarde al Altísimo por dejarse llevar por la
soberbia en vez de ser más comprensiva. Pero Guiomar la sacaba de quicio
y siempre fue mutua aquella antipatía que sentían la una por la otra.
Cada vez que recordaba la esterilidad de su vientre, su mano reflejaba la
congoja que sentía, volando a apoyarse encima de su ombligo en ese acto
instintivo que ya era una característica en ella. Era su punto débil, el hueco
en la fortaleza de su muro, y la única cosa con la que ella, siempre tan
segura de sí, se volvía un ser vacilante, alejado de esa realidad que ya debía
dar por asumida desde tiempo atrás.
Comenzó a temblar. El frío de la noche, tras tantas horas inmóvil en el
adarve, y a pesar de que ya la primavera casi daba paso al verano, se dejaba
sentir en sus huesos. O quizás eran los fúnebres pensamientos los que
provocaban que su cuerpo tiritara de aquella manera. A cada minuto que
pasaba, la preocupación por su esposo iba en aumento, aunque prefería
permanecer allí, afrontando el frío viento, que en casa aguardando. No era
una pusilánime que se quedara arropada entre las mantas mientras su
compañero se jugaba la vida afuera de la ciudad.
Volvió a escudriñar el paisaje que le ofrecía la noche. Muchas de las
casas de los arrabales habían sido desmanteladas y pocos vivían ya en ellas.
La madera era un bien muy preciado durante el asedio, no solo para usarla
como leña, sino también para la construcción de las buhardas que
guarecerían a los soldados defensores, así como para erigir empalizadas
donde los muros fueran más vulnerables a fin de que los ballesteros y
arqueros, por medio de una aspillera, pudieran disparar sus armas a
resguardo del enemigo.
Desde que comenzara el asedio de los andalusíes, los carpinteros y
canteros se habían afanado sin descanso en mejorar la defensa de Tortosa.
Ella lo comprobaba a diario con sus propios ojos, cada vez que salía de casa
dispuesta para ayudar a los más necesitados, ya que algunos de ellos habían
tenido que abandonar sus viviendas y tierras para buscar el amparo de los
muros de la urbe cuando los primeros barcos sarracenos se vislumbraron en
el río. Y todas esas tierras habían sido saqueadas para satisfacer el
avituallamiento de los infieles y dificultar, al tiempo, que los sitiados
pudieran abastecerse de alimento alguno que hubiera podido quedar en la
zona. Y Dios sabía que el bloqueo estaba siendo efectivo. Marina conocía
por las noticias que portaba su esposo, que los sarracenos habían sido muy
prácticos a la hora de bloquear cualquier intento de recibir ayuda del
exterior, así como de poder conseguir alimentos suficientes para los cientos
de almas que moraban dentro de la ciudad. Esa y no otra era la razón de que
Bernat y los Monrós se hallaran ahora perdidos por las rutas que conectaban
Tortosa por tierra con otros pueblos o asentamientos, en busca de un camino
seguro para recibir el sustento que tanto necesitaban. Si no lo conseguían, la
Tortosa cristiana estaría irremediablemente perdida, pues acabarían
rindiendo la plaza por el hambre y las enfermedades.
Ya la noche era avanzada, pronto saldría el sol y, desde la altura a la que
se encontraba, podría ver en el campamento adversario el enjambre de
hombres trajinando y tomando posiciones para continuar con el asedio. Y
escucharlos causaba temor, sobre todo percibir el estridente e inacabable
sonido de martillos y picos golpeando madera, acero y piedra que llegaba
hasta sus oídos a pesar de la distancia; distancia suficiente para que las
flechas, saetas y proyectiles de los trabuquetes, no alcanzaran la primera
línea de seguridad que tenía establecida el enemigo.
Sumida en sus pensamientos, no se percató de que en el horizonte las
tinieblas comenzaban a evaporarse y un breve resplandor rosado anunciaba
que el sol pronto asomaría para regalarles un nuevo día.
Un alboroto a unas decenas de pies hacia el este de su posición, la hizo
volver a la realidad. Los guardias que custodiaban esa parte de la muralla
tensaron sus ballestas y apuntaron hacia la zona más oriental del portal.
Marina aguzó la vista. Al principio, solo las sombras de la noche
envolviendo las casuchas que componían el arrabal era cuanto alcanzaba a
vislumbrar. Dio unos cuantos pasos para acercarse más hacia la posición de
los soldados, pero una mano se lo impidió.
—Señora, no debéis acercaros más —le instó uno de los guardias que
velaban en el tramo del camino de ronda en el que ella se hallaba—. De
hecho, ni siquiera deberíais estar aquí. Vuestro esposo me castigará si
permito que algo os ocurra.
Marina reconoció en el rostro del soldado unas facciones familiares. Se
trataba de uno de los muchachos que comandaba Bernat, no mucho mayor
que el hijo de los Monrós pero, sin duda, con más experiencia dado que se
le había encomendado la vigilancia de la muralla. Un destello de lucidez le
sobrevino al recordar el nombre del joven. Se llamaba Martí y, a pesar de su
corta edad, era uno de los mejores ballesteros de entre los hombres que
habían quedado en Tortosa tras la marcha del conde a tierras ilerdenses.
—Hacedme la merced de retiraros de las murallas —continuó el joven
—, no es este lugar para mujeres.
Marina se tragó la rabia para no soltarle cuatro frescas al muchacho.
Detestaba esa consideración que tenían muchos hombres hacia las mujeres,
considerándolas débiles y carentes de aquellos valores morales y del arrojo
de los que los varones se jactaban. Pero, tras valorar sus opciones, decidió
que era preferible someterse en primera instancia y, después, cuando la
atención del ballestero estuviera puesta en otro menester, proceder como
mejor le conviniera. El desvelo que sentía por la suerte de su esposo se
superponía a cualquier otra consideración. Incluida su seguridad. Y nadie
iba a mudarle el carácter a estas alturas.
Aceptó, pues, en apariencia, las órdenes de Martí simulando que se
acercaba a la escala para bajar del adarve. Pero una vez comprobó que el
muchacho volvía la cabeza hacia aquello que había inquietado a sus
compañeros, se deslizó sigilosa por su espalda, y aceleró el paso. Los gritos
del joven al descubrirla ya no valieron de nada cuando ella se acercó hasta
los soldados que apuntaban a la noche y pudo asomarse al otro lado del
muro.
Un fugaz destello en la oscuridad llamó su atención a decenas de pasos
de las chozas más cercanas a la muralla. Algo se movía al resguardo de las
precarias construcciones. Aguzó más la mirada al tiempo que el sonido de
las ballestas al tensarse se hizo más notorio. Por un instante sintió miedo.
Quizás los sarracenos intentaban aprovechar los últimos reductos de la
noche para acercarse al amparo de las sombras y preparar algún tipo de
ataque. Minar la muralla era algo muy común en los asedios de este tipo.
Bernat le había narrado con detalle alguna de estas artimañas que servían
para abrir brechas en el pétreo bastión defensivo, y ella, que adolecía del
recato propio de una dama, disfrutaba con esas historias como si formara
parte de las mismas. Aunque ahora no le parecía tan emocionante, sino que
la inundaba de pavor el pensar que a pocos pies de ellos, podían estar
tratando de abrir un túnel que condujera derecho hacia el muro para
después, excavar los cimientos, apuntalarlos y prender fuego a esos
puntales para derribar la muralla.
Con el corazón encogido vio de repente unas sombras que se allegaban
hasta el portal. «Ya están aquí», pensó, mirando a su alrededor por si había
algún objeto que le pudiera servir como arma defensiva. Ya que se
encontraba en aquel lugar, en aquel momento, no iba a comportarse como
una cobarde. Si había que luchar, ella también lo haría con cualquier medio
que tuviera al alcance.
—¡Abrid el portal! —gritó la primera de las siluetas que emergió desde
la esquina de la última casa antes de pararse ante la muralla.
Marina reconoció al instante la voz de su esposo.
—¡¿Quién va?! —voceó uno de los guardias desde las alturas exigiendo
respuesta.
—¡Abrid el portal! —rugió la voz de nuevo desde abajo—. ¡Traemos a
un hombre herido!
Marina se dio cuenta en ese momento que, tras Bernat, venían dos
hombres más, uno de ellos sirviendo de bastón y apoyo del otro, quien
parecía tambalearse a cada paso encogido de dolor.
—Por favor, abrid —rogó la dama asiendo con fuerza el brazo del
soldado que había hablado—, es mi esposo.
—¿Sois vos, Miravalle? —preguntó el guardia.
—¡Abrid, malditos, abrid de una vez! ¡Traemos un herido! —El aullido
imperativo de Monrós se elevó por encima de cualquier otra consideración
al llegar tras los pasos de Bernat. Guifré era el hombre que portaba casi
arrastrando a la tercera figura, aquella que parecía no poder andar por su
propio pie.
El soldado pareció reconocer la bronca voz de Monrós y, acto seguido,
ordenó a los guardias que custodiaban el portón de madera que lo
descerrajaran para dar paso franco a los caballeros.
Marina, recogiéndose el vuelo de su brial celeste, bajó la escala lo más
rauda que pudo y corrió hacia el portal que ya se abría. Sin importarle el
decoro, se lanzó a los brazos de su esposo en el instante en el que este
traspasó el portón.
—¡¿Estáis bien?! —Marina, sin soltarse de los brazos de Bernat,
reseguía con sus manos el cuerpo de su esposo en busca de alguna herida.
—Estoy bien, estoy bien… Pero…, ¿qué hacéis vos aquí?
—Gracias a los cielos —suspiró ella obviando la pregunta de su esposo
deliberadamente—, no estáis malherido.
—Es Blai el que ha resultado lastimado —indicó señalando tras él.
A pocos pasos, un jadeante Guifré mantenía todavía apoyado en su
hombro al muchacho. Marina se fijó que el rostro del joven estaba pálido y
cubierto de sudor; apretaba los ojos muy fuerte y mantenía un rictus de
dolor en su fina boca.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó acercándose al muchacho.
—Una saeta… en la pantorrilla —indicó Monrós padre, todavía
jadeante por el esfuerzo de traer a su hijo casi en volandas—. Ha perdido
mucha sangre…
—Tuvimos que abandonar los caballos al pasar cerca del campamento
infiel. También nuestras protecciones —explicó Bernat—. Habrían hecho
demasiado ruido.
Tenía razón. Marina asintió con la cabeza. El tintineo del metal que
recubría sus cuerpos podía haberse escuchado en el silencio de la noche a
una milla de distancia.
—Hay que llevar a Blai a casa —urgió Guifré—, hay que cauterizar la
herida antes de que pierda más sangre. Avisaremos al barbero de camino.
—Llevadlo a nuestra casa —ofreció Marina—, Ona sabrá qué hacer. Es
muy ducha en las artes de la sanación. Mientras llega el barbero podrá
ocuparse del chico.
Un sonido repentino de clarines rasgó el aire. Todos los presentes
elevaron la mirada dirigiéndola hacia la torre más al este. El alba ya
clareaba en el cielo. Cuando el sonido se extinguió, el silencio se apoderó
del lugar, hasta que, paulatinamente, un incipiente rumor fue trocando en
clamor que corrió como un relámpago a lo largo del camino de la muralla.
—¡Nos atacan! —Se escuchó a alguien gritar.
—¡Nos atacan! —Siguió propagándose el clamor hasta alcanzar
contundente los oídos de Marina y del resto de quienes la acompañaban.
Miró a Bernat con los ojos espantados, paralizada por unos instantes por
el miedo.
—¡Un caballo! ¡Necesitamos un caballo! —gritó Miravalle a los
soldados que, cerca de ellos, custodiaban el portal.
—Hay algunos detrás de aquella casa, mi señor —dijo el interpelado
señalando a su izquierda—, en la cuadra que hay en la parte trasera.
—Guifré, pasadme a Blai y traed una montura. —El caballero, mirando
de reojo a su hijo para asegurarse de que aún respiraba, corrió raudo, a
pesar del cansancio, en dirección a la cuadra. Mientras, Bernat le hacía una
señal al soldado que tenía más cerca para que se acercara—. Soldado,
¿cómo os llamáis?
—Godfredo, mi señor. —Por el acento, Marina supuso que era uno de
esos extranjeros venidos del norte para poner su espada al servicio de la
cruzada de Ramón Berenguer.
—Marina, escuchadme, vais a llevar a Blai a casa.
—Pero…
—Godfredo os acompañará. —El soldado asintió con la cabeza al
requerimiento de Miravalle. Mientras, Guifré ya se acercaba con una yegua
de tiro que parecía haber dejado atrás su mocedad hacía tiempo; aunque
parecía tranquila y sumisa—. ¡Ayudadme a subir al chico!
Los tres hombres consiguieron aupar a Blai a la montura sin mucho
esfuerzo, pese a los quejidos dolorosos de este. A continuación, Marina
también fue alzada por su esposo hasta sentarla tras el joven, al que tuvo
que rodear con sus brazos para que no cayera.
—Mi esposa os señalará el camino —le indicó a Godfredo entregándole
las riendas de la montura—. Una vez estén a salvo, avisad al barbero.
Después, volved lo más raudo posible, hoy tenemos que demostrar la valía
de los tortosinos frente al infiel.
Marina pensó mientras se alejaba, tras dirigir una mirada de admiración
a su esposo, en lo orgullosa que se sentía de él. Había sabido reconducir una
situación difícil de una manera rápida y eficaz. Sin embargo, una nube de
preocupación la hizo girar de nuevo la cabeza. Pero el lugar en el que antes
había estado Bernat se hallaba ya vacío. Defender las murallas de Tortosa
era primordial para la supervivencia de todos.
Con una plegaria para armarse de valor, prosiguieron en dirección a su
casa. Blai era ahora su responsabilidad. De ella dependía que el chico fuera
atendido para que siguiera con vida. Era lo que le había encargado su
esposo y no pensaba fallarle.
CAPÍTULO XXI

“BERNAT”

Las primeras luces del amanecer revelaron la ordenada alineación de las


tropas sarracenas encarando las murallas de Tortosa por el este, a poco más
de un tiro de flecha, formando un compacto muro desde la zona de Banyera
hasta el arrabal. Entre los huecos que dejaban los soldados, en intervalos de
algunas decenas de pies, los temidos fundíbulos amenazaban ya con su
poderosa fuerza, dispuestos a lanzar rocas que destruyeran las defensas de
los cristianos.
Bernat evaluó la situación desde el adarve, los clarines no dejaban de
sonar avisando a los ciudadanos de la presencia del ejército enemigo y
llamando a las armas. Todo era un hervidero de actividad tanto en el camino
de ronda, como en el suelo, a los pies de la fortificación defensiva. Los
soldados se afanaban en preparar sus ballestas, arcos y virotes, algunos se
ajustaban los perpuntes, cotas de malla, guanteletes y yelmos, pues, a pesar
de la alerta previsora, el inminente ataque les había pillado en el mundo de
los sueños. Los ciudadanos que vivían más cerca ya se aprestaban a
preparar los fuegos en los que se herviría el aceite para la defensa de la
muralla, además de disponer, en montones, las rocas que servirían para abrir
la cabeza de aquellos osados que intentaran escalar los muros. Las mujeres
acarreaban cubos con agua por si fuera necesaria para apagar algún fuego,
así como cestas con vituallas por si el asalto era duradero y las tropas
necesitaban sustentarse con algo que echarse a la boca, y también los niños
colaboraban portando leña y piedras para que sus padres pudieran disponer
de ellas. Todo previsto de antemano, alentado desde que los sarracenos
giraran la curva del río para entrar en Tortosa.
Escuchó de lejos los rugidos de Guifré arengando a los hombres
mientras, sin soltar la espada, que había desenvainado desde que sonara el
primer clarín, utilizaba su gran corpulencia y altura para abrirse paso por el
estrecho adarve.
—¡Mi señor! ¡Mi señor de Miravalle!
Bernat se volvió hacia el joven que se acercaba a él haciendo grandes
aspavientos con sus brazos.
—¿Qué ocurre, soldado?
—Mi señor… —Se le cortó el habla por lo trabajoso de su respiración al
haber venido corriendo hasta la posición de su adalid soportando el peso del
hierro que lo recubría. Una vez recuperó el resuello continuó hablando—:
hay algo extraño en el muro más cercano al arrabal, allí donde la
aglomeración de chozas es mayor.
—¿Extraño?
—Sí, parece que la tierra haya sido removida a pie de muralla.
—¡Bartomeu! ¡Dionís! ¡Genís! ¡Conmigo! ¡Ya!
Los tres soldados más veteranos se acercaron hasta la posición del
caballero.
—Reunid a los hombres y que traigan cabalgaduras. ¡Al portal de…!
Una vez observó que sus hombres corrían a cumplir el encargo, se
volvió hacia el joven que había venido a informarle.
—Tu nombre, soldado.
—Pere, mi señor.
—Bien hecho, Pere —le felicitó—; ahora necesito que te acerques al
portal y prevengas a los que lo custodian que pronto tendrán que abrirlo
para nosotros. Debemos atajar desde fuera el problema. —Miravalle se
temía que, al amparo de la noche, los andalusíes hubieran encontrado la
forma de hurtarse de la vista de los guardias de la muralla, quizás por las
sombras que propiciaban las chozas más cercanas al muro, y estuvieran
excavando los cimientos para derruirlo—. Id raudo, soldado, tenemos que
intentar salir antes de que el moro comience el ataque.
Como si los hados se hubieran conjurado en su contra, un sonido sordo
rasgó el aire hasta encontrar su final a pocas varas de la muralla. Los
primeros lanzamientos de los fundíbulos siempre eran de aproximación,
para calibrar la puntería.
Bernat no perdió más tiempo, dio instrucciones a los hombres que le
acompañarían y pronto retumbaron los cascos de los cuatro corceles en
dirección al portal más cercano. Al llegar, el caballero desmontó raudo y
subió al adarve. Desde aquella distancia, pudo comprobar que, en efecto, la
tierra había sido removida formando un surco que iba desde los muros hasta
las cercanías del arrabal, pareciendo además, que unas tablas de madera
recubiertas de arena intentaban disimular lo que allí se había estado
excavando para tratar de ocultarlo.
Bajó cariacontecido instando a los soldados para dirigirse al portal. Allí
les aguardaba Pere.
—La guardia está sobre aviso. Abrirán el portón en cuanto vos digáis.
—Buen trabajo, soldado.
—Permitidme acompañaros, mi señor. Mi padre era cantero y tuvo a
bien transmitirme alguno de sus conocimientos. Si hay que reparar el muro,
puedo seros de ayuda.
Bernat asintió. Toda ayuda era poca en esos momentos inciertos.
Mientras el joven sujetaba la montura, que cabeceaba nerviosa llevando
adelante y atrás sus orejas para captar cualquier peligro entre aquella
maraña de sonidos producidos por la guerra de los humanos, el caballero se
desprendió del yelmo para limpiarse del rostro el sudor que ya comenzaba a
descender por su frente. Se notaba agotado. La noche anterior había sido
larga tras pasarla protegiendo a Blai en su incursión por los ocultos
senderos que poblaban los bosques tortosinos. La emboscada los sorprendió
en uno de los atajos de la zona de arbustos más entramada. Cuando se
disponían a desmontar para guiar a los caballos entre toda aquella maraña
de ramaje, intentando buscar una vía que no estuviera vigilada por el
enemigo y así encontrar un paso para recibir los víveres que tanto
necesitaban, un silbido rasgó el aire. Nunca se le olvidaría el chillido de
dolor que escapó de los labios de Blai al caer de su montura, y el miedo que
sintió de que el muchacho hubiera recibido un virotazo mortal.
Desenvainando su espada dispuesto a vender cara su vida y las de sus
amigos, mantuvo el escudo en alto tratando de proteger a la pequeña
comitiva. Por fortuna, cuando Guifré, sin desmontar, haciendo gala de una
fuerza sobrehumana, alzó a su hijo subiéndolo delante de él, Bernat
comprobó que el muchacho todavía respiraba. Más saetas volaron a su
alrededor, pero ninguna consiguió volver a hacer blanco. Los corceles, de
pura y buena raza, preparados para los lances de guerra, pronto
abandonaron aquella trampa, esquivando rocas y troncos caídos, en busca
de una zona abierta donde dar rienda suelta a su frenética galopada.
Tras apartar de su mente la imagen del joven Blai taponando la herida
de la pierna con sus manos ensangrentadas mientras Monrós padre
espoleaba a su caballo con una mirada mezcla de rabia y terror que nunca le
había apreciado, se ajustó de nuevo el yelmo y montó. Genís, Bartomeu,
Dionís y el joven Pere hicieron lo propio y se acercaron al portal.
—¡Miravalle! —atronó una voz a sus espaldas—. No pensaréis iros sin
mí, ¿verdad?
—¡Por los clavos de Cristo, Guifré! ¡¿Qué hacéis aquí?! Toda ayuda es
poca en las murallas.
Para corroborar tal comentario, se escuchó el estruendo de la primera
roca impactando contra los muros de Tortosa.
—Las murallas resistirán hoy, amigo, y mis hombres ya han sido
aleccionados para que defiendan el bastión a sangre y fuego. No pienso
permitir que salgáis con tan exigua comitiva a batallar contra el moro. Mi
espada está deseando probar el acero sarraceno y sabéis que no soy hombre
de resguardarme tras muros cual vieja temerosa.
—No vamos a batallar, Monrós; es solo una empresa de
reconocimiento.
—Sea cual sea la causa, no me interesa. Solo contad con mi acero.
El empecinamiento de Guifré no era nada nuevo para él. Amén de que
siempre habían forjado su camino juntos, desde que la juventud los uniera
al servicio de Montcada. Así que asintió y le explicó sus sospechas mientras
el portal les daba paso hacia un exterior incierto.
Pusieron rumbo a trote ligero hasta alcanzar las primeras chozas del
arrabal. Allí, redujeron el paso y desmontaron para tratar de acercarse con
sigilo a la zona de la muralla donde Bernat sospechaba que se estaba
intentando excavar en los cimientos del muro para expugnar la plaza. Por
fortuna, en aquel lugar se encontraban protegidos por ambos flancos: por un
lado, los muros de la ciudad, y, por otro, las endebles paredes del
conglomerado de precarias viviendas que intrincaban el mosaico de la
periferia tortosina.
—Atentos a cualquier movimiento —instó en voz baja a sus
acompañantes al tiempo que alzaba un poco el escudo para proteger su
medio cuerpo ante cualquier ataque que pudiera surgir desde las chozas.
Aquel lugar acogía las moradas de muchos de los andalusíes que habían
tenido que abandonar sus viviendas intramuros por orden condal y, de
seguro, sustentarían un grave resquemor contra los cristianos, por lo que era
mejor ser precavido y estar atento a posibles agresiones desde ese flanco.
Las casas se sucedían silenciosas, aisladas en parte del estruendo de los
fundíbulos trabajando a pleno rendimiento. Los gritos de unos y otros
contendientes eran el rumor de fondo que les acompañaba mientras los
agujeros oscuros de los ventanucos, más parecidos a troneras, presagiaban
augurios funestos. Los hombres evitaban hacer mucho ruido, leve era el
tintineo del metal rozando contra metal de sus protecciones, aun así, para
Bernat, ese sonido atronaba en sus nervios haciendo que le doliera el cuello
de pura rigidez.
Tras recorrer el arrabal sin incidentes, ya acercándose a las últimas
casas, Bernat alzó el puño para que sus soldados pararan. Había captado un
resquicio de movimiento en uno de los chamizos más próximos a la
muralla. Ocultándose tras otra de las chozas, pues ya los rayos del sol
comenzaban a emerger y reflejarían el metal de sus protecciones,
aguardaron. No tuvieron que esperar mucho. De una de las esquinas de la
casucha, a escasos pasos de donde se encontraban, vieron surgir la cabeza
de un hombre de pelo oscuro que, con ojos nerviosos, miraba a su
alrededor, quizás cerciorándose de que nadie hubiera captado su presencia.
Luego, volvía a ocultarse tras la construcción. Bernat esperó unos minutos
por si aparecía de nuevo. Pero al andalusí parecía habérselo tragado la
tierra. No obstante, y a pesar de que el ruido de la batalla más allá del
arrabal ahogaba cualquier otro sonido, le pareció escuchar un breve
murmullo ahogado que provenía del lugar por donde había desaparecido el
moro.
Pensativo, y todavía sin moverse, sus ojos escudriñaron los alrededores
de la edificación comprobando que la tierra estaba removida desde hacía
poco tiempo, ya que entre el polvo amarillo más superficial se mezclaba
trazos de arena más oscurecida debido a la humedad. «¡Estaban excavando
un túnel bajo tierra para alcanzar la muralla y minarla!», el pensamiento le
cruzó como un rayo la cabeza y volvió la vista hacia sus hombres. La
mirada de rabia de Guifré le anunció que él había llegado a la misma
conclusión. Pero no era momento de dejarse llevar por la precipitación.
Había que calibrar cómo proceder para detener aquel alevoso movimiento
de los sarracenos evitando descubrirse antes de tiempo. Sin embargo, más
tarde, cuando ya todo había pasado, se hubiera fustigado hasta sangrar por
no prever el carácter impulsivo de Monrós a pesar de los muchos años que
llevaban juntos y lo bien que se conocían. Mientras él siempre valoraba las
opciones antes de actuar, su amigo era puro ímpetu. Y esta vez no iba a ser
menos. Cuando quiso darse cuenta, Guifré había desaparecido de su lado y
un estruendo, seguido de un grito que habría helado la sangre al mismísimo
diablo, retumbó en el duro suelo.
Bernat de Miravalle desenvainó su espada y corrió en busca del origen
del alboroto que ya comenzaba a escucharse. Podía oír el tintineo de las
cotas de mallas de sus hombres tras él. Al llegar a la parte de atrás del
chamizo vio que la precaria puerta de madera estaba hecha astillas en el
suelo fruto seguro de la embestida de Monrós. A él pudo verlo de espaldas,
un tanto agachado, mientras clavaba la espada sin cesar en lo que parecía un
agujero hecho en el suelo interior de la construcción. Un chillido de dolor
surgió desde el interior de la oquedad revelando que el acero de Guifré
había alcanzado al pobre diablo que se ocultaba allí.
—¡Están cavando un túnel hacia las murallas! —bramó Monrós
volviéndose hacia él—. ¡Esos perros quieren minar los muros!
Luego, sin previo aviso, se introdujo en el estrecho conducto con la
espada por delante, gruñendo por el esfuerzo de arrastrar su considerable
envergadura por lugar tan angosto.
—¡Guifré! ¡Salid de ahí, maldita sea!
—¡Van a morir como conejos en su madriguera! —le oyó vociferar
desde el interior del túnel.
Bernat tomó una rápida decisión.
—¡Vosotros! —voceó dirigiéndose a sus tres hombres mientras echaba
la vista a su alrededor—. ¡Coged aquello que os pueda servir para cavar y
haced un foso en el tramo de la muralla! ¡Seguid recto desde esta choza y
que los moros acaben enterrados en su propio agujero!
Miravalle vio que sus soldados encontraban lo indispensable y corrían
de inmediato a cumplir su mandato. Había herramientas de sobra en aquella
choza; sin duda, porque lo tenían planeado de antemano y habrían
escabullido y reunido las cosas necesarias para su propósito de minar la
muralla. Si llegaban a salir de esta, y ese día los moros no tomaban Tortosa,
recomendaría en el Consejo que se patrullaran los arrabales y se registraran
las casas en busca de posibles nuevos intentos de traicionera conspiración.
—¡Pere!
—¿Sí, mi señor?
—Id a vigilar por los alrededores, pero tomad precauciones y avisad si
veis cualquier movimiento enemigo.
—Raudo parto, mi señor.
«Y rezad para que no haya alguna patrulla sarracena en las cercanías
para apoyar a sus congéneres», dijo para sí, «solo somos seis hombres, si
nos atacan tan lejos del resguardo, poco podremos hacer». Persignándose
ante tal pensamiento, se introdujo en el túnel tras los pasos de Monrós. Si al
enemigo le había dado tiempo a excavar los cimientos de la muralla y poner
los puntales recubiertos de brea, una simple chispa bastaría para que aquello
ardiera como el infierno. El fuego acabaría por derrumbar esa parte de la
muralla y poco podrían hacer entonces para evitarlo.
CAPÍTULO XXII

“MARINA”

En cuanto llegaron a casa, el soldado que los acompañaba, Godfredo, cargó


con Blai y lo depositó en la mesa de la cocina. Marina, mientras, informaba
a su madre de lo que había ocurrido e instaba a Ona para que la ayudara con
el muchacho.
—Parto en busca del barbero —informó el soldado extranjero antes de
abandonar la estancia. Marina susurró un gracias y, entretanto, se centró en
pensar de qué manera podían ayudar al joven.
—Ayúdame a quitarle las calzas —ordenó a la criada—, por suerte la
flecha no ha quedado sujeta en la carne.
—¡Me niego a que me quitéis las calzas! ¡Es indecoroso! —Blai, a
pesar de que estaba pálido como la cera por el dolor y la pérdida de sangre,
trató de moverse para evitar que Ona procediera a desnudarlo.
Adelina, quien hasta el momento no había pronunciado palabra, soltó
una risotada burlona exclamando:
—¡Habrase visto!, el muchacho nos ha salido santurrón; no sé a quién te
parecerás porque, desde luego, de herencia no te viene esa beatería. —Y
soltó otra carcajada, esta vez algo más irónica.
—¡Callad, madre!
—Por el amor de Dios, Marina, siempre andas chistándome, déjame que
le hable al muchacho para asegurarle que las mujeres de esta casa no se van
a desmayar como doncellas al ver lo que le cuelga ahí abajo…
—¡Madre!
—Está bien, está bien… me callo, pero razón no me falta. Hasta Ona, a
pesar de que se da aires de pudorosa, conoce bien los atributos masculinos;
si no que se lo digan a aquel pastor que estuvo cortejándola allá en tierras
del condado barcelonés…
—¡Señora!
—¡Ona! —atajó Marina viendo que la situación se le escapaba de las
manos—, sacad la frasca de vino y servid unos dedos. Todos aquí lo vamos
a necesitar. Y acercadme una daga, que voy a cortar la pernera de las calzas,
así nadie verá nada que no deba ver.
Ona, entendiendo la maniobra de la señora, asintió, y sacando la frasca
grande de vino lo primero que hizo fue servir una buena ración en el vaso
de Adelina al tiempo que la miraba con resquemor. Eso la mantendría
entretenida mientras ayudaban a Blai.
Una vez la herida quedó al descubierto, las presentes se dieron cuenta
de que era más profunda de lo que imaginaban, además de que, al parecer,
la flecha había desgarrado la carne al desprenderse del cuerpo.
Marina, sobrepasada por la situación, se sintió algo indispuesta y tuvo
que apoyarse en el respaldo de la silla más cercana y apartar la mirada para
no desvanecerse. Tenía que ser fuerte. Bernat le había confiado ese encargo
y no iba a fallarle. Pero contemplar la pérdida de sangre y el rostro cada vez
más pálido del muchacho, estaba excediendo su aguante.
—¿Por qué no llega el barbero? —se lamentó quejosa.
—Mi señora —dijo Ona—, deberíamos taponar la herida para restañar
la pérdida de sangre.
Marina, asintiendo, dejó que fuera la criada la que pusiera un paño
sobre el corte, presionándolo para detener la hemorragia. Al hacerlo, Blai
emitió un gemido lastimero.
—¿No hay nada más que podamos hacer, Ona? Tú siempre has sabido
cómo curar dolencias, ¿puedes hacer algo por Blai?
—¡Ay, pobre de mí, señora! Me concedéis cualidades que nunca he
poseído. Yo siempre lo he arreglado todo con caldos y tisanas; pero esto no
es lo mismo y se escapa a mi entendimiento.
—Pues algo habremos de hacer; el barbero no llega y Blai cada vez
tiene peor cara… —Marina se mesaba los cabellos de pura desesperación.
Tocó la frente del joven notándola caliente. Aquello no debía ser buena
señal.
—Hay que cauterizar la herida. —Una voz áspera que desconocía
surgió desde el fondo de la estancia, allí donde el fuego del hogar crepitaba.
Era la primera vez que escuchaba hablar a la anciana andalusí que su
madre tenía acogida en casa. De hecho, siempre se hallaba recogida junto al
hogar, envuelta en ropajes oscuros y apenas se movía de allí. Incluso por las
noches, echaba una manta al suelo y dormía en aquel mismo sitio, sin
despegarse del fuego a pesar de que las temperaturas ya comenzaban a ser
cálidas. Marina apenas le había prestado atención; solamente el día que su
madre se presentó con ella en casa se interesó por la buena mujer. Adelina
le había explicado que Delila, con la que forjó amistad mientras visitaba los
arrabales ayudando a los hambrientos, se hallaba asustada por la llegada del
ejército moro y la previsible desgracia que se avecinaba. La anciana mujer,
que solo quería vivir en paz con sus bordados, temía que una nueva guerra
destrozara su plácida senectud, y no se sentía segura viviendo fuera de las
murallas ante el inminente asedio que les aguardaba, amén de que la
muchacha romaní que convivía con ella y que la ayudaba en sus tareas, se
encontraba desaparecida, y Delila estaba convencida de que algo malo le
había sucedido. Cuando Adelina y Ona conocieron que los portales se
estaban cerrando ante la llegada del enemigo, no dudaron en pedir prestado
el carro a un vecino arriero y se allegaron al portal que desembocaba en el
arrabal para velar por aquellos desgraciados que moraban fuera de la
ciudad. Y así fue como se trajeron a la vieja mora a casa.
—¿Entendéis de heridas? —preguntó Marina con cautela.
—Delila era una sanadora de su pueblo —se avino a terciar su madre—,
pero los años han velado sus ojos y ya no puedo dedicarse a ello.
La señora de la casa comprobó que, en efecto, una especie de nube
blanquecina cubría los ojos de la anciana. Aun así, decidió que no perdía
nada escuchando a la mujer. Mientras tanto, si el barbero llegaba,
bienvenido sería.
—Está bien —aceptó—; decidme, Delila, ¿qué debemos hacer?
La mujer se levantó con tiento de la silla donde hasta el momento había
estado sentada y, ayudada de un cayado, se acercó hasta la mesa en la que
yacía Blai.
—Poned la daga en el fuego —ordenó— y limpiad la herida con vino;
aunque antes deberíais comprobar que no quedan astillas clavadas en la
carne.
Fue Ona la encargada de tal tarea. Su vista, a pesar de los años, seguía
siendo la de un águila. Separando con los dedos los bordes de la herida,
hizo una inspección minuciosa a pesar de los gemidos dolientes del
muchacho.
—Está libre de astillas —afirmó.
—Limpiémosla, pues.
Marina, cogiendo la frasca de vino, vertió parte de su contenido sobre la
pierna de Blai obviando los murmullos reprobadores de Adelina, quien
posiblemente se estaría quejando del desperdicio de tan apreciado brebaje.
El líquido granate hizo bien su labor pues un grito ahogado salió de los
labios del muchacho al entrar en contacto con su carne abierta.
—Ya está, ¿y ahora qué? —Marina se volvió hacia Delila esperando
instrucciones.
—Ahora ya sabéis lo que debéis hacer —dijo girando su velada vista
hacia el fuego, allí donde la daga presentaba ya ese color naranja acerado
del hierro candente.
Tragó saliva audiblemente y no quiso volver la mirada hacia Blai para
no ver en su rostro el reflejo del miedo que ella misma estaba sintiendo en
esos momentos. «Ojalá Bernat estuviera aquí», pensó maldiciendo su
suerte.
—Tenéis que poner la hoja plana y apoyarla de una sobre la herida —
continuó Delila—, y aguardad hasta que el sonido del chisporroteo acabe.
La imagen de la carne de jabalí asándose al fuego mientras las gotas de
grasa caían sobre las ascuas produciendo un sonido crepitante le cruzó la
mente y unas arcadas casi incontenibles le sobrevinieron. Tuvo que cerrar
los ojos y respirar hondo varias veces para calmar su revoltoso estómago.
No quería que nadie notara su debilidad. Se jactaba de ser una mujer fuerte
y ahora no iba a dar imagen de lo contrario. Como pudo, se recompuso y
trató de mantenerse firme.
—¡No lo hagáis, mi señora Marina! ¡Por favor, no lo hagáis!
Aguardemos al barbero. —Blai sollozaba abiertamente suplicando por
evitar aquel doloroso trance que se avecinaba.
—¿No querías ser un caballero del Temple? —intercedió Adelina que
había vuelto a recuperar la jarra con el poco vino que quedaba—. Pues el
coraje es necesario para ello.
—¡Madre! ¡Así no ayudáis!
—No ayudo, no ayudo… —masculló entre dientes—, aquí siempre
ofenden las verdades…
—Quizás deberíamos sujetar al muchacho… —sugirió Ona.
—Buena idea. ¡Madre! Dejad ya la frasca y venid a asistirnos.
Al tiempo que Delila seguía dando instrucciones a Marina sobre cómo
proceder con la cauterización, esta vez en voz baja para que el chico no
escuchara las palabras y se pusiera más nervioso, Ona y Adelina se situaron
en ambos flancos de la mesa y se apoyaron sobre sus brazos y pecho.
—¿Estáis lista? —le preguntó Delila una vez que la señora de la casa
tuvo en su mano la daga ardiente. Cuando escuchó un sí susurrado a malas
penas, la instó—: ¡Hacedlo ya! ¡Ahora!
Y Marina, vaciando su mente de otras consideraciones, encontró la
firmeza suficiente para posar el hierro sobre la piel de Blai. El primer grito
del muchacho puso la piel de gallina a todas las mujeres de la estancia. Por
fortuna, un instante después perdió la consciencia, lo que le ahorró más
sufrimiento del que cabía esperar.
Momentos después, Marina, exhausta tras el lance, y derrotado su
ánimo por el momento vivido, se dejó caer en la silla permaneciendo así,
sin moverse ni pronunciar palabra, durante largos minutos.
CAPÍTULO XXIII

“CASILDA”

La decepción de Casilda al comprobar que ese día sería imposible entrar en


Tortosa fue como un jarro de agua fría para su ánimo. Salió de la ermita
camino a la ciudad cuando todavía las estrellas poblaban el firmamento,
aunque debió calcular mal el tiempo pues, a pesar de que quería llegar antes
de la amanecida para poder escabullirse por el portón que Prya le había
enseñado días atrás, los primeros rayos del sol la alcanzaron en la última
estribación antes de subir la loma desde la que se podía divisar la urbe. El
hecho es que tuvo que ocultarse varias veces de las patrullas de soldados
sarracenos que campaban diseminados por el territorio asegurando el
perímetro alrededor de los campos tortosinos. Posiblemente, vigilarían que
no les llegara enemigo cristiano alguno por sus espaldas, quizás con el
barrunto de que las huestes de Ramón Berenguer podrían avanzar en
cualquier momento para librar la ciudad del asedio.
«¿Y dónde estaba el ejército del conde?», se preguntó mientras ascendía
la loma que la situaría ya en el camino de bajada hacia las murallas.
Suponía que los prohombres de Tortosa habrían avisado a Ramón
Berenguer de lo que estaba ocurriendo a las puertas de su recién
conquistado territorio y que sus huestes se pondrían en marcha de inmediato
para salvaguardarlo del moro. Aun así, ya hacía semanas que los sitiadores
habían cercado la ciudad y no se tenía noticia del conde cristiano. Pensar
por primera vez que pudiera abandonarlos a su suerte hizo que un escalofrío
de preocupación le recorriera el espinazo, y desechó tal pensamiento por
considerarlo pesimista e injusto. Su señor jamás dejaría a Tortosa
desprotegida. O al menos tenía esa esperanza.
Al coronar al fin la loma y contemplar la urbe dorada, el estómago se le
encogió de sorpresa, miedo y decepción. Hasta ahora, había estado tan
sumida en sus reflexiones que no se dio cuenta de que los campos,
normalmente silenciosos a esas horas, recogían un murmullo extraño y
desconocido para ella. Al poner sus ojos desde la altura en la ciudad que la
vio nacer, la conexión entre ese sonido y lo que veían sus ojos se amalgamó
en un solo hecho irrefutable: Tortosa estaba siendo atacada y el murmullo al
que no había prestado atención no era otro que el ansia de los hombres por
la guerra, el ansia de vencer y de someter al vencido. Impotente, se ocultaba
entre unos pinos poco crecidos que entronizaban la loma, observando
espantada cómo grandes rocas impactaban contra la muralla con un sonido
sordo desprendiendo piedra y polvo con cada acometida. Por uno de los
flancos del ejército andalusí, los hombres, formando una masa compacta, se
acercaban con paso firme hacia el bastión portando largas escalas de
madera que servirían para alzarse por encima de los muros; además, aunque
todavía retrasadas, un par de torres de asalto se movían con parsimonia en
línea recta, buscando aproximarse a su objetivo por aquellos puntos en los
que todavía no había habido tiempo de volver a hacer el foso, después de
que unos meses atrás, cuando las huestes de Ramón Berenguer intentaran
tomar la plaza, esos mismos fosos habían sido rellenados con tierra, piedras
y leña para que sus castillos de asalto pudieran acceder al baluarte. Casilda
admiró aquellos ingenios de madera que formaban un rectángulo muy alto,
en cuyo interior se escondían los soldados de asalto enemigos. Si
conseguían aproximarse a las murallas, amén de que a través de pequeñas
aspilleras podían disparar sus saetas desde la altura que les confería aquel
instrumento de guerra, esos soldados saldrían de las entrañas del artefacto
para caer con facilidad en el adarve y luchar por conquistar, desde el
interior, el lugar. Los defensores solo podían tratar de frenarlos intentando
quemar aquellas torres con flechas incendiarias, pero no era cosa fácil,
porque aquellos armatostes iban recubiertos de cuero mojado para evitar
que prendiera la madera de sus paredes. O bien, tratar de dar muerte a los
hombres que tiraban de las cuerdas que hacían deslizarse a la torre por los
parales previamente untados de aceite; aunque este último método lo único
que conseguía era retrasar un poco la llegada del castillo a las murallas,
pues hombre que caía mientras arrastraba el ingenio, hombre que
inmediatamente era reemplazado por otro.
Durante largo tiempo, Casilda contempló aquel baile de muerte
perfectamente orquestado sin mover ni un músculo del cuerpo, inmersa en
una especie de catarsis hipnótica por todo lo que captaba su mirada, pero
sus huesos pronto se resintieron de la inmovilidad, así como de la caminata
a través de aquellos suelos pedregosos, y el dolor en sus articulaciones la
hizo salir del letargo en el que se hallaba. Decidió regresar al punto de
partida. Nada podía hacer ya ese día para paliar lo que le venía preocupando
desde que abandonara el reducto tortosino en pos de su amada ermita. A la
inquietud de que pocos víveres quedaban en su despensa, además de que el
pequeño huerto que cultivaba había sido arrasado por los soldados
sarracenos cuando andaban cerca de la ermita, se le sumó una zozobra que
daba vueltas en su cabeza desde que tuviera aquel encuentro con su hasta
ahora desconocida hermana pequeña, Anita, y esas palabras pronunciadas
por su madre en el delirio de la senectud. Así que la noche anterior decidió
que dormiría solo unas pocas horas y, antes del amanecer, se colaría en
Tortosa de nuevo para matar dos pájaros de una pedrada: por un lado,
abastecerse de algo con lo que poder subsistir ella sola en el Coll; y, por
otro, intentar de nuevo ver a su hermana y a su madre para aclarar el
significado de lo que esta última dijo desde el lecho. Una y otra vez, por su
mente rondaban aquellas palabras, cuya connotación, a pesar de que no
estaba clara, sembraba la duda en su corazón. «El niño vivió… Ani, el niño
vivió… Tu padre nunca lo supo… pero yo lo vi… lo vi en el zoco más de
una vez… Vivió, Ani, el niño vivió…», había dicho su madre, y Casilda
necesitaba, o más bien ansiaba, saber si esas palabras fueron los delirios de
una anciana o las confesiones de una mujer torturada que, viendo la
cercanía de la muerte, quería soltar el lastre que la había atenazado mientras
vivió.
Abandonando la visión de la guerra, dio por concluido su intento de
acercarse a Tortosa y volvió sobre sus pasos. Aguardaría acontecimientos
más propicios en su pacífico retiro hasta que las aguas se calmaran. Nada
podía hacer para ayudar a Tortosa que no fuera rezar para que los cristianos
siguieran conservando la ciudad.
Con sigilo, siguiendo la hilera de árboles que la ocultaban de posibles
patrullas, se adentró en bosquecillos y atajos que conocía entre matorrales
para alcanzar su objetivo. A veces, desde el interior de la ermita, escuchaba
voces y ruidos de los soldados moros que vigilaban los caminos que unían
el Coll con el mar, pero nunca fue molestada, ni tampoco su retiro forzado.
No debían dar importancia a aquella exigua construcción solitaria de la que
ningún fruto podrían conseguir.
Mientras volvía a su refugio y a cada paso que daba, sentía que la
decepción la seguía allá donde fuese. Su mente continuaba en un bucle sin
fin con las palabras de su madre de fondo y sus horas en vela desde que las
escuchara. De hecho, más de una noche, cuando había conseguido
dormirse, infames pesadillas la despertaban, aleteando en su pecho
recuerdos que creía olvidados. Aquel que la cortejó, la amó, la dejó encinta
y luego la abandonó, se presentaba en sus sueños una y otra vez. Su rostro,
que había permanecido borroso en su memoria, volvía de nuevo a hacerse
nítido tras sus párpados, y el recuerdo de la pasión que compartieron ardía
otra vez en su vientre como si los años no hubieran pasado. Luego, en el
momento en el que despertaba, tenía que asomarse por el ventanuco de la
ermita para dejar que el frío viento matinal de la montaña aplacara su ardor,
y todo ello a pesar de que ya hacía mucho tiempo que había dejado atrás sus
bríos de juventud. Después, se encomendaba al Altísimo para que
perdonara aquella mácula en su retirada vida y rezaba postrada hasta que
sus rodillas doloridas decían basta.
Pasaba ya un buen rato desde la hora prima cuando Casilda subía la
cuesta que la llevaría a la pequeña explanada donde se hallaba la ermita. El
cielo estaba despejado ese día por lo que, al coronar, pudo contemplar el
brillo del mar en la lejanía. El trino de los pájaros comenzaba ya a poblar el
ramaje de los árboles que la circundaban y el fresco vientecillo cabriolaba
entre las hojas de los arbustos. Nada presagiaba lo que pronto sucedería.
Lo primero que vio al girar la esquina de la construcción fue que la
puerta había sido forzada. Astillas de madera se desperdigaban por el suelo
del umbral y el cerrojo descolgaba por uno de los lados. Cauta, se acercó
poco a poco recogiendo, a su paso, una vara de pino que le servía de apoyo
cuando salía a caminar por los alrededores de la ermita y que siempre
dejaba apoyada junto a la puerta para no olvidarse de ella. La necesitaba en
aquellos días fríos en los que sus huesos se resentían más de lo normal. Por
la rendija que dejaba ver el interior, Casilda pudo escuchar las voces de los
que se habían atrevido a profanar de aquella manera la casa de Dios.
—¡Maldita vieja bruja! ¡Nada tiene de valor! —A sus palabras le
acompañaban ruidos de objetos arrastrados por el suelo.
—Te dije que aquí no encontraríamos nada. —Otra voz, un tanto más
juvenil, se dejaba también oír entre los sonidos que salían de la ermita.
—Ni un miserable bocado, ni una moneda, ni nada que tenga valor…
—¿Y qué esperabas? Es la morada de una ermitaña, consagran sus vidas
a su Dios y nada material anhelan.
—Pero… comerán, ¿verdad, sabihondo? ¿O es que su Dios les concede
el don de vivir del aire?
—Y yo qué sé de eso, Umar, no entiendo sus creencias. Anda, vámonos
ya, la mujer puede volver en cualquier momento.
—¡Pues que vuelva! No me iré de aquí sin nada que pueda servirme
para algo, aunque sea algo para cepillar a mi caballo.
—Pero si no tienes caballo…
—¡Para cuando lo tenga, ¿me oyes, Yusuf?, para cuando lo tenga!
—Haz lo que quieras, yo me marcho.
—¡Aguarda!
—¿Qué pasa ahora?
—¿Y si nos llevamos el crucifijo ese al que adoran los cristianos?
Quizás podamos canjearlo con algún labriego por algo de comer…
—No es buena idea…
—¡A callar! Aquí mando yo, y se hará lo que yo diga. Acércame algo
con lo que pueda arrancarlo de la pared.
Casilda, que hasta entonces había estado escuchando toda la
conversación sin saber muy bien si huir o esconderse hasta que aquellos dos
se cansaran de buscar algo que no iban a encontrar, al oír que pretendían
arrancar su preciado crucifijo, aquel al que rezaba todos los días, alzó la
vara que portaba en sus manos sin pensar e irrumpió en la ermita a todo
correr. Sin tiempo a que los intrusos reaccionaran, arremetió contra el que
tenía más cerca, cuyo rostro de sorpresa desfiguró de un solo varazo. El
muchacho, porque no era más que un jovenzuelo vestido al uso sarraceno,
cayó de rodillas llevándose las manos a su mejilla magullada y gimiendo
lastimeramente. Al otro, que parecía un poco mayor que su amigo, al que
pilló haciendo palanca con una daga para descuajar el crucifijo de la pared,
le soltó tal varazo en el espinazo que no tuvo más remedio que soltar la
daga y doblarse en dos por el dolor. Sin prudencia alguna, como poseída por
todos los demonios del averno, Casilda siguió golpeando al susodicho hasta
que lo tuvo aullando de dolor en el suelo. Solo un pensamiento le cruzaba la
mente sin cesar: se lo habían arrebatado todo en esta vida, le quitaron la
juventud, la despojaron del fruto de sus entrañas, le negaron la entrada en la
que fuera su casa, la repudiaron y la abandonaron a su suerte en plena
soledad de la montaña sin más cobijo que aquella minúscula ermita. Solo
con la compañía de aquel crucifijo, que acabó convirtiéndose en la razón
por la que seguía viviendo cada día. Y jamás iba a permitir que se lo
arrebataran.
Siguió golpeando una y otra vez, una y otra vez, con toda la rabia
acumulada durante años, como si todas las inhibiciones sufridas hasta ese
momento se desbordaran cual río caudaloso. Y todo pensamiento coherente
voló de su razón.
—¡Yusuf! ¡Yuuuuusuffff! —El joven que recibía la paliza, con la boca
ensangrentada por los golpes, trataba de protegerse la cabeza tendido en el
duro suelo, mientras gritaba el nombre de su camarada de fechorías—.
¡Mátala! ¡Mátalaaaaaa!
Casilda sintió un tirón en el cuello que la hizo recular. Al darse la
vuelta, vara en alto para dar su merecido a quien había osado interrumpir su
venganza, se topó con el rostro del otro muchacho a escasos centímetros del
suyo. Al principio, no supo qué pasaba. Las rodillas comenzaron a
temblarle y un dolor agudo le rasgó el vientre. Su mirada fue del rostro del
muchacho hasta su abdomen y luego de nuevo al rostro. Su incredulidad fue
patente en el rictus ovalado que formaban sus labios. La empuñadura de la
daga de Yusuf sobresalía de su vientre, pero ella solo podía pensar en que
los rasgos de la cara que la observaban con tristeza a escasos centímetros se
fundían con otros rasgos que había rememorado recientemente. «Sería la
llegada de la muerte la que producía tal efecto», pensó la ermitaña en esos
postreros instantes de su vida, «pero si tengo que dejar este mundo, que sea
esa visión divina la última que vean mis ojos». Soltó la vara y acercó sus
dedos hacia el rostro para acariciarlo.
Luego, expiró. Y su sangre quedó para siempre impresa en el suelo de la
ermita.
CAPÍTULO XXIV

“BERNAT”

Una vez en el interior del túnel, Bernat dudó. Había ordenado a sus
hombres que cavaran con denuedo para derrumbar aquel agujero y tanto él
como Guifré se exponían a quedar enterrados vivos si no salían pronto de
allí. Esquivó el cuerpo del sarraceno que su amigo había matado antes de
introducirse en aquel pozo, así como el yelmo de Monrós, que debía de
habérselo quitado para que no le estorbara la visión en aquel reducido
espacio.
—¡Moriréis como perros! —Oyó gritar al caballero desde el fondo del
túnel.
—¡Guifré! ¡Guifré! ¡Por Cristo, salid ya!
Pero no escuchó respuesta alguna, por lo que, sin pensarlo más, se
adentró encorvado evitando que su cabeza tocara techo. El túnel describía
una cerrada curva, quizás debido a que el enemigo, durante su excavación,
había encontrado roca viva imposible de horadar. Desde el interior, le
llegaban ruidos de lucha, lo que le hizo apresurar el paso hasta que alcanzó
a ver la espalda de Monrós que en ese momento daba buena cuenta con su
daga de otro de los moros que allí se ocultaban. Un poco más adelante, por
el hueco que quedaba entre las paredes y la espalda de Guifré, se veía que
los andalusíes habían conseguido perforar un gran agujero en los cimientos
de la muralla y que ya se hallaban apuntalados con postes de madera
untados con brea. El fuerte olor de aquel líquido viscoso llegaba hasta sus
fosas nasales. El último moro que todavía quedaba con vida se encontraba
junto a los postes, con una tea ardiendo sujeta en una de sus manos, un
cuchillo oxidado en la otra mano y un rictus de terror que quedaba impreso
en los rasgos morenos de su rostro. Por encima de sus cabezas, Bernat se
percató de que una fina arenilla se desprendía del techo del túnel al tiempo
que unos golpes sordos se dejaban escuchar en las alturas. Sus hombres
debían de estar cavando como diablos para derrumbar aquel pasaje tal y
como se les había ordenado.
—¡Guifré! ¡Tenemos que salir de aquí! ¡El túnel va a derrumbarse de un
momento a otro!
Monrós pareció darse cuenta entonces de los golpes que se oían sobre
su cabeza. Lo mismo le ocurrió al sarraceno que se encogía en el hueco
abierto en los cimientos, el cual al advertir qué era lo que sucedía, se le
abrieron los ojos con gran espanto y la mano con la que sujetaba la tea
comenzó a temblarle. Bernat, apreciando la precariedad de la situación, se
dispuso a actuar. Tenía que sacar a Guifré de allí lo antes posible, máxime
cuando era el cumplimiento de su propia orden lo que podía acarrearles una
muerte horrible al quedar enterrados vivos. Sin embargo, antes de que
pudiera abrir la boca para decir algo, los acontecimientos hablaron por él.
El sarraceno, viéndose acorralado y con la muerte pendiendo sobre su
cabeza, pasó a la acción girando la tea para que el fuego comenzara a lamer
los postes estratégicamente colocados en el alma sustentadora de la muralla.
Guifré, al ver su movimiento, se abalanzó hacia él para evitar que aquello
ocurriera. La daga del de Monrós se introdujo entre las costillas del pobre
diablo alcanzándole el corazón de una sola estocada. Ello debía de haber
bastado para que el moro cayera muerto al suelo, pero no contó con ese
último acto reflejo de quien se sabe perdido. Aquel individuo, al sentir que
la vida se le escapaba, giró la mano que portaba la tea y la lanzó contra el
rostro de Guifré antes de desplomarse definitivamente. Al caballero no le
dio tiempo a parar el golpe: lo precario de aquel angosto túnel y su propio
tamaño le impidieron que pudiera esquivar el ardiente objeto, solo pudo
torcer la cabeza hacia un lado, lo que ocasionó que la tea incendiaria
impactara contra la parte derecha de su rostro, justo en el ojo, y el fuego
abrasara su vista y prendiera las guedejas de cabello que le caían desde la
frente al haberse quitado el yelmo al inicio de su aventura en aquel agujero.
La brea que debía llevar untada la antorcha impregnó el párpado y la piel
alrededor del ojo de Guifré, y este, al golpearse para apagarlo mientras
gritaba de dolor, no hizo sino extender más el líquido inflamable. Bernat vio
como el fuego lamía parte de la frente de su amigo subiendo hacia el
cabello. Por fortuna, las hebras de pelo del inicio de su frente estaban
empapadas por el sudor y no continuaron camino, así que, raudo, arrancó un
trozo de tela de su túnica y se la colocó a Monrós sobre el rostro para
terminar de frenar aquel desaguisado.
—¡Guifré! —gritó, cogiéndole la mano para colocarla encima del trozo
de tela que él todavía sujetaba contra su rostro. Este gemía audiblemente y
parecía un tanto desorientado—. ¡Sujeta la tela y sígueme! ¡Tenemos que
salir ya de aquí!
Sin detenerse, comenzó a tirar del brazo de su amigo en sentido
contrario a la muralla porque en cualquier momento el techo podría venirse
abajo ya que el sonido de los golpes desde el exterior había arreciado. Con
decisión, y arrastrando con fuerza la corpulencia del otro caballero,
consiguió alejarse unos pasos.
—¡Vamos, Guifré! ¡Ayúdame, por Cristo!
Monrós parecía reaccionar dejando de oponer resistencia, pero antes de
proseguir camino hacia atrás, su ojo sano captó un brillo inesperado en el
fondo del túnel.
—¡La tea! ¡Sigue ardiendo! —dijo al tiempo que trataba de volver sobre
sus pasos.
Bernat vio que la antorcha que golpeó a su amigo, aún encendida, había
rodado hasta acercarse a los postes cubiertos de brea de los cimientos,
aunque un rápido vistazo al techo del túnel le confirmó que sus peores
temores se estaban haciendo realidad. Un fino polvillo comenzaba a
desprenderse desde lo alto y pronto hundiría la bóveda sobre sus cabezas.
—¡Déjala, nada podemos hacer! —Y tiró fuerte del brazo de su amigo
percibiendo que, a escasos pies de ellos, ya comenzaban a desprenderse las
primeras piedras desde el techo.
Ya no miraron atrás; empezaron a correr hacia la salida mientras, tras
ellos, un estruendo ensordecedor, seguido de una humareda polvorienta, les
perseguía acercándose hasta su posición.
Escaparon por los pelos pues todo el techo del túnel se fue derrumbando
tras ellos piedra a piedra hasta que no quedó huella alguna de su existencia.
Su idea había sido buena y sus hombres habían hecho un gran trabajo,
aunque estuvieran muy cerca de acabar con su vida.
En el momento en el que ambos salían del agujero, y antes de que le
diera tiempo a ver cómo se encontraba Guifré, Pere entró corriendo en la
choza.
—¡Mi señor de Miravalle! ¡Una partida de moros se acerca a caballo!
—¡Avisad a los otros, que traigan los caballos, Monrós está herido y
debemos volver al resguardo de las murallas!
Una vez Pere se fue a cumplir con el mandato, Bernat se giró hacia su
amigo.
—¿Estáis bien?
—Olvidaos de mí, tenemos que marcharnos. —Bernat asintió pese a
que le preocupaba el estado de su amigo. Este no se quitaba el trozo de tela
del rostro y ya tenía los labios blanquecinos de tanto como los estaba
apretando. Seguramente, el dolor sería intolerable y, aunque Guifré era un
hombre duro y fiero, estaba hecho de carne igual que los demás y sufría los
mismos padecimientos.
Con presteza, salieron al exterior en el momento en que las voces de
Pere les avisaba del nuevo peligro que les acechaba.
—¡Ya vienen!
—¡Pere! ¡Bajad de ahí! —El joven se hallaba subido encima de la
precaria techumbre de la choza y tensaba el arco hacia la parte este del
arrabal. Bernat temió que se rompiera la cabeza si cedía aquel endeble
tejadillo.
—¡Os cubriré la retirada, mi señor!
—¡He dicho que bajéis! —Pero el tronar de los cascos de los caballos
enemigos ya se dejaba oír a escasas varas de donde se encontraban.
Guifré, ya alzado en su montura, le instó a que hiciera lo propio. Genís
le acercó las riendas y Bernat, a pesar de todo el hierro que llevaba encima,
consiguió auparse de un solo salto sin ayuda. Miró a Pere, que seguía en lo
alto de la choza disparando con el arco.
—¡Pere! ¡Pere! —volvió a llamarlo, aunque este no parecía escuchar
sus gritos tan concentrado como estaba en asaetar al enemigo.
De pronto, vio que una flecha impactaba en el pecho del joven soldado
y lo hacía trastabillar. Bernat, espoleando a su caballo para que se acercara
hasta la choza, alargó la mano para tratar de que Pere la asiera y así
encaramarlo a su caballo. Sin embargo, otra saeta surgida de repente le
traspasó el cuello haciéndole caer hacia atrás. El peso del cuerpo del
muchacho hizo el resto, hundiéndose junto con la techumbre hacia el
interior de la casucha.
Bernat, incrédulo, siguió con la mano estirada como queriendo alcanzar
lo que ahora ya no estaba. Un hondo pesar se instaló en su pecho ahogando
su respiración. Fue Guifré el que, con un tirón contundente de las riendas de
su montura, lo alejó de allí al compás del galope de los demás soldados que
les acompañaban, dejando atrás a la partida de sarracenos que, aunque
continuaban disparando sus ballestas, no consiguieron volver a dar en el
blanco.
Su alocada carrera fue avistada por los guardias que custodiaban el
portal más cercano y pronto se encontraron a salvo tras los muros de
Tortosa.
No bajó del caballo de inmediato. Se quedó parado, allí, tras el umbral
interior del portal, rezando sentidamente por el joven que acababan de dejar
atrás.
—No podíais haber hecho nada. —La voz bronca de Monrós
interrumpió su jaculatoria—. Siempre os he dicho que sois un blando,
Miravalle, y los lances de guerra son así en toda ocasión. La muerte nos
perseguirá siempre. No hay más.
Bernat lo miró con conformidad desde la altura que le daba el estar
todavía subido al corcel. Guifré se había quitado el trozo de túnica de la
cara mostrando los estragos de lo acontecido. Tenía el párpado y la ceja
quemada, así como parte de la sien y de la mejilla. Toda la zona se
encontraba enrojecida y arrugada, presentando abundantes y pequeñas
ampollas de un color más blanquecino.
—Y yo que siempre os he dicho que eráis poco agraciado —replicó—,
debo deciros que ahora sois feo a rabiar.
Guifré lo miró intensamente durante unos eternos instantes hasta que
una estruendosa carcajada, que pareció surgirle del centro del pecho,
rompió la tirantez del momento.
—Anda, bajad del caballo y vayamos a buscar a un barbero —indicó
Monrós—, a ver si alguno consigue que las mujeres vuelvan a caer rendidas
a mis pies.
—¿Rendidas a vuestros pies? ¿Alguna vez ha ocurrido eso?
—No tentéis a la suerte, amigo, no la tentéis… —Y sus palabras fueron
acompañadas de un rudo manotazo en la espalda y de una sonora carcajada
que dejaron a Bernat aturdido y medio sordo, pero feliz porque su fiel
amigo todavía seguía con vida para reír sus chanzas.
CAPÍTULO XXV

“MARINA”

Desconocedora de la suerte que estaba corriendo su esposo en aquellos


instantes, Marina se afanaba en atender al joven Blai tras el desmayo
sufrido. Seguía tumbado encima de la mesa de la cocina mientras ella le
pasaba paños mojados en agua fría para refrescarle el rostro. Ona y su
madre observaban al muchacho en silencio, algo inusual en aquella casa.
Eso sí, la nueva jarra con vino especiado iba vaciándose a ojos vista.
—Mi señora… —El tono zalamero de Godfredo al entrar la sacó de sus
pensamientos—. El barbero no se halla en su casa, debe de rondar allá
donde los hombres defienden la ciudad.
Por un momento, a Marina se le había olvidado que se estaba batallando
en las murallas y que su esposo andaría defendiendo la plaza. Cerró los ojos
elevando sus ruegos al cielo para que nada le ocurriera y pudiera tornar
pronto sano y salvo.
—Gracias, Godfredo, el trabajo ya está hecho —refirió mirando al
joven Blai—. Aun así, si le encontráis, enviádmelo en cuanto sea posible.
No quiero que el muchacho sufra de fiebres.
—¿No deseáis que me quede por si fuera necesaria mi ayuda?
—Sois muy considerado, pero nos apañaremos solas. Id a las murallas.
Allí se os necesita. —El tono soberbio con el que pronunció las últimas
palabras, más parecidas a órdenes que a invitación, no pasó desapercibido
para el hombre, que puso un rictus ofendido y tras inclinar la cabeza con
fría cortesía desapareció por la puerta. Pero a Marina no le importaba. No le
gustaba aquel hombre. No le agradaba su hipócrita zalamería, que no casaba
con el brillo acerado de sus azules ojos, ni las miradas de lascivia que
dejaba entrever sin ningún decoro. Había algo sucio en él y Marina no
quería pasar más tiempo del necesario cerca del soldado extranjero. De
hecho, cuando les había acompañado hasta casa aquella madrugada,
guiando las riendas en las que Marina sujetaba a un Blai cuya sangre iba
deslizándose poco a poco desde su pierna hasta dejar un rastro de gotas
rojas a lo largo del suelo polvoriento, ocurrió algo que, visto desde ese
momento de calma en el que ahora se encontraba, le parecía que dibujaba
perfectamente el verdadero carácter de su acompañante. Mientras Marina
ponía todo su empeño en evitar que Blai cayera del caballo, al cruzar una
calleja estrecha, apareció de la nada una muchacha morena arrebujada en un
manto raído, que se acercó con pasos cautelosos hacia el rocín.
—Mi señora…
Marina, alzando la cabeza que tenía inclinada sobre Blai, pues estaba
tratando de dispensar palabras de ánimo al oído del muchacho para que no
desfalleciera durante el recorrido, miró a la desconocida. Parecía una de las
muchas pordioseras que poblaban los arrabales de Tortosa y a las que ella,
en algunas ocasiones, había ayudado. Aunque, tras mirarla con
detenimiento, el rostro de la chica no le trajo a la memoria ningún rasgo
conocido. Era muy bella, a pesar de la suciedad que la rodeaba, y tenía unos
preciosos ojos verdes. Cuando iba a responderle que en esos momentos no
podía atenderla porque necesitaba llegar con urgencia a casa, Godfredo se
acercó rodeando al caballo para soltarle una certera patada en el costado
que dejó a la muchacha tumbada en el suelo.
—¡No molestéis a la señora, sucia mendiga! —le espetó escupiendo
saliva a su paso.
Marina, sintiendo pena por la joven, a la vez que ira al contemplar
tamaña injusticia que se acababa de obrar ante sus ojos, fue a recriminar tal
comportamiento. Pero Blai gimió en esos instantes y los pensamientos de la
dama volvieron a su apremiante necesidad, dejando de lado otras
consideraciones menos importantes. Aunque ahora, recordando aquel
suceso, y la mirada de odio que les dirigieron aquellos ojos verdes, sintió
que no había obrado bien y que debía haber reprendido el comportamiento
del soldado y haber prestado ayuda a la muchacha.
—Parece que el caballerete se ha marchado ofendido. —Las palabras de
Adelina despertaron a Marina de sus reflexiones de arrepentimiento.
—Dios me perdone, pero no me importa si se ha disgustado; no me
gusta ese hombre y no deseo que permanezca en mi casa más tiempo del
necesario —respondió sincera la interpelada.
—Haces bien, Marina, tampoco yo lo quiero aquí. Se cuentan cosas de
él que me estremecen…
—¿Y qué es lo que se cuenta?
—Cuéntaselo tú, Ona.
—¿Yo, señora?
—Sí, tú, no te hagas de rogar, vieja alcahueta, ¿o no fuiste tú la que
hiciste oídos a las habladurías que de esa familia se contaban hace unas
semanas en el mercado?
—Mi señora me va a perdonar la impertinencia, pero vos también
estabais con los oídos porfiados en tal empeño aquel día de mercado. Yo
solo os acompañaba en el lance —respondió la criada.
Marina, a pesar de la situación, rio por lo bajo al escuchar la estocada
que Ona acababa de propinarle a su engreída madre.
—Hablad de una vez —les instó marina, sino corría el riesgo, tras ver el
cruce de miradas obstinadas que se dispensaron, de que aquellas dos se
sumieran en una de sus interminables discusiones y nunca se enteraría de lo
que en realidad le interesaba.
—Pues dicen…
—Pues cuentan…
Ahora las dos ancianas se habían lanzado a la vez a narrar aquel jugoso
chisme. La dama de Miravalle aguardó a ver cuál de las dos terminaba por
narrarle la historia.
—… que el extranjero vino en busca de gloria y riquezas cuando el
conde Ramón Berenguer empeñó su honor en la cruzada de recuperar estas
tierras para la cristiandad… —refirió Adelina.
—… y que, tras la victoria, supo hacerse merecedor de que se le
concediera la merced de casa y tierras en Tortosa… —continuó Ona.
—… dicen que su crueldad en el campo de batalla no tenía parangón y
que no pocas disputas tuvo por ello con alguno de los caballeros más
piadosos…
—… pero, aun así, consiguió que se le tuviera en cuenta en el momento
del reparto que se hizo de las prebendas…
—… y una vez instalado, mandó llamar a su esposa, una niña casi, a la
que trajo desde no sé cuál territorio del norte…
—… y aunque algunos vecinos la han visto a veces acompañada de su
suegra, con nadie habla y con nadie se relaciona, y la mayor parte del
tiempo lo pasa encerrada en casa…
—… aunque hay quien cuenta que la muchacha siempre lleva el rostro
oculto por una capucha para que nadie vea su rostro…
—… porque uno de los vecinos de Villa Sicca contó una vez que
consiguió verle el rostro y que presentaba cardenales en las mejillas y en los
ojos…
—… seguramente fruto de los arranques de mal genio de su amantísimo
esposo…
—… aunque nosotras, Dios nos libre, nunca hemos visto a la muchacha
y no podemos asegurar que lo que cuentan sea verdad… —se justificó la
criada.
—… pero sí podemos deciros que su suegra, la madre del caballerete, es
una soberana arpía, que mira a todo el mundo por encima del hombro y se
jacta de ser la más piadosa entre las mujeres —concluyó Adelina dándole
un buen trago al vino de su jarra.
A Marina no le gustaban las habladurías, pero era cierto que, en muchas
ocasiones, si se quitaba el grano de la paja, algo de verdad se escondía en
ellas.
Tras escuchar con paciencia el relato de las dos ancianas, decidió
contarles lo que había ocurrido en el camino a casa en compañía del
soldado Godfredo. De ese modo, también descargaba su mala conciencia
por no haber ayudado a la joven de ojos verdes cuando el soldado la estuvo
maltratando de aquella cruel manera. Quizás, reuniendo las pruebas de lo
que ella misma había contemplado y las palabras que terminaba de escuchar
de las ancianas, podía hacerse una somera imagen de la personalidad
violenta de aquel extranjero.
Cuando estaba acabando de relatarles lo sucedido, la interrumpió un
gemido prolongado de Delila quien, tras ayudar en la cura de Blai, había
vuelto a su rincón junto al fuego sumiéndose en el mutismo al que las tenía
acostumbradas.
—¡Mi pobre Prya! ¡Mi pobre, mi pobre Prya…!
—¿Qué os sucede, Delila? —inquirió Marina acercándose a ella.
—La muchacha de la que habláis, la de los ojos verdes, a la que habéis
permitido que ese diablo golpeara, es mi fiel Prya, mi niña preciosa…
Marina se sintió mal por las palabras acusadoras de Delila. De haberlo
sabido, nunca hubiera permitido que golpearan a una joven indefensa; pero
todo ocurrió muy rápido y la preocupación por Blai, en ese momento, había
superado a su piedad.
Se tragó su ofendida dignidad no respondiendo a la insinuación
inculpadora de la anciana sarracena, sabía que sus palabras eran fruto de su
congoja.
—Prya es la joven gitana que vive con Delila y la ayuda en lo que sea
menester —le explicó Ona—; Delila está preocupada por ella porque no
sabe de su paradero desde que comenzó el asedio.
—Por favor, mi señora —rogó Delila asiéndola por las manos de
improviso—, tenéis que encontrarla y traerla hasta mí. No sabéis por todo
lo que ha pasado, no sabéis lo que esa niña ha sufrido…
El rostro de la anciana se llenó de lágrimas conmoviendo a todas las
presentes. Marina, viendo el desconsuelo en el que se hallaba sumida la
mujer, acercó una silla para sentarse frente a ella y tratar de paliar su
angustia de algún modo.
—Contádmelo —le pidió.
Delila asintió y comenzó su narración. Más tarde esa noche, cuando
Marina pudo por fin meterse en la cama, el relato de las miserias de la joven
romaní la tuvo en vela gran parte de la noche a pesar del cansancio que
acumulaba.
—Prya nació en el seno de una familia nómada gitana, de estas que van
con sus carros por pueblos y ciudades entreteniendo a la gente a cambio de
unas monedas o trocando abalorios y cachivaches por comida. Aunque
nunca se quedaban en un sitio fijo, y eran los propios carros los que les
servían de morada cuando acampaban para pasar las noches en bosquecillos
o arboledas. Una vida errante a la que ella estaba acostumbrada y que sé
que a veces añora —comenzó explicando la anciana—. Prya contaba con no
más de nueve primaveras cuando una de esas noches, tras haber pasado la
mañana en un pueblo en la Provenza, decidieron disponer los carros en una
frondosa foresta para dormir, fueron atacados por unos malnacidos que los
habían venido siguiendo desde las inmediaciones del pueblo, para robarles
todo aquello que pudieran haber ganado durante la jornada. Dieron muerte a
sus padres, a sus hermanos y al resto de familiares que les acompañaban. A
las jóvenes las dejaron para el final. Aquellos miserables se turnaron para
forzar a Prya y a sus dos primas, quienes no contarían con más de quince
años, hasta que se cansaron. Ella contempló con horror como después, tras
saciarse de ellas y de las viandas que en ese momento se asaban al fuego
para la cena, degollaban a una de sus primas y a la otra le clavaban una
daga en el pecho. Prya, aprovechando un descuido, trató de huir, pero sus
pequeñas piernas no llegaron muy lejos antes de que la cazaran, la volvieran
a forzar y la golpearan con una piedra en la cabeza abandonándola después
en medio del bosque con la creencia de que estaba muerta.
»Cuando se volvió en sí —continuó la anciana—, caminó un largo
trecho regresando hasta el pueblo que habían abandonado esa mañana en
busca de ayuda, pero fue un intento vano, ya que halló todas las puertas
cerradas. Nadie quería saber nada de las miserias de aquellos desarraigados
romaníes, ni de sus problemas, por lo que la niña se encontró de pronto en
las afueras de aquel pueblo, sin querer volver a donde su familia había sido
asesinada y sin saber hacia dónde dirigir sus pasos. E hizo lo único que
podía hacer. Seguir caminando. Imaginad a esa niña, sola, por caminos
peligrosos, subsistiendo a malas penas cuando podía robar algo en las
huertas de las casas o en los mercados de las villas, evitando los caminos
solitarios y ocultándose a cualquier partida de hombres con la que se
cruzara.
»Tiempo después, un matrimonio de buhoneros a los que Prya, en su
desesperación, trató de robar colándose en su carromato cuando andaban
despistados ofreciendo sus productos a los villanos, la sorprendió con las
manos metidas en un arcón de baratijas que portaban dentro del vehículo. Y
aunque su primera reacción fue golpearla y llamar a la guardia, pronto se
apiadaron de ella ofreciéndole sustento y cobijo a cambio de que les
ayudara en su faena. Prya, ilusionada, creyó que por fin había topado con
gente buena y se aprestó a realizar todas las tareas que la esposa del
buhonero le mandaba. Pero su cuerpo ya incipiente de mujer y sus bellos
ojos verdes, atraían las miradas de los hombres que se acercaban a
comerciar con el matrimonio, y estos, en cuanto se percataron, hicieron de
ella su negocio. Encadenada a la parte trasera del carro, cuyo techo y
costado cubrían con pieles para que nadie supiera lo que ocurría en el
interior, Prya tuvo que aguantar los embates de todo aquel miserable que
deseaba holgar con ella a cambio de unas monedas. Sus ruegos no sirvieron
de nada. Aquellos infames buhoneros se lucraron a su costa y la mantenían
casi todo el día atada al carro. Fue humillante para ella todo lo que
aconteció entre esas paredes de cuero, pero aún fue más humillante cuando
la esposa del buhonero, al ver el interés que ella parecía despertar en su
marido, un día en el que él se fue a negociar con un mesonero, la cogió de
malas maneras cortándole su preciado cabello oscuro con una daga hasta
dejarla casi calva. A su regreso, las discusiones entre los esposos cuando se
descubrió el desaguisado fueron terribles, y ella aprovechó el bullicio que
generaban para, de una patada, romper el listón de madera al que estaba
encadenada, aquel que hacía días que trataba de serrar con un pequeño
cuchillo que le hurtó a la mujer y que, por fortuna, o porque ya estaba
podrido por las inclemencias del tiempo, logró romper, pudiendo de ese
modo quedar libre.
»Vagó muchas jornadas por campos y pueblos ocultando siempre la
cadena bajo su manto hasta que sus pasos la llevaron a cruzar el reino de
Francia hasta alcanzar el mar. Allí, tras meditar sobre su futuro mientras
veía los barcos abandonar puerto, decidió que quería alejarse de aquellas
tierras cuanto antes. Llegó a un acuerdo con el capitán de una embarcación
mercante ofreciéndole lo único que podía ofrecerle y terminó recalando
aquí, en Tortosa, en busca de una nueva vida. Cuando la conocí no era más
que un saco de huesos, pero el día que llamó a mi puerta en busca de un
mendrugo de pan, supe, por la sinceridad que desprendían sus palabras,
pues los que no vemos tenemos otros sentidos más alerta, que no me
equivocaría si la acogía en mi humilde choza.
»Y así ha sido. Desde aquel día, Prya es mi hija, mi Dios ha tenido a
bien mandarme una hija cuando más la necesitaba. Ella es mis ojos y mi
bastón, por eso os pido, señora, que me hagáis la merced de buscarla y
traerla conmigo. Estaré en deuda con vos si así lo hacéis.
Las mujeres en casa de los Miravalle guardaron un acongojado silencio
tras la historia que acababan de escuchar. Ona, deshecha en lágrimas y
emitiendo hipidos sonoros, se limpiaba el rostro con un trapo medio sucio;
Adelina, con el ceño enfurruñado, trasegaba con su jarra de vino rumiando
su enfado; y Marina, que se había quedado sin palabras, trataba de buscar
algo que decir para aliviar el desconsuelo de la anciana sarracena.
Fue una voz masculina la que rompió el silencio.
—Yo conozco a la muchacha —dijo Blai sobresaltando a todos los
presentes. Debía de haberse despertado de su inconsciencia cuando Delila
relataba los pormenores de las desgracias de la gitana—. Y sé quién puede
ayudaros a encontrarla.
Pero antes de que alguien pudiera inquirir al joven sobre la cuestión, la
puerta de abrió de golpe dando paso a una Guiomar enloquecida tras saber
de los labios de Godfredo lo que le había ocurrido a su hijo.
—¡BLAI! ¡BLAI! —gritó lanzándose llorando a abrazar a su vástago,
quien todavía se hallaba recostado en la mesa de la cocina.
—¡Qué bien! Ya estamos toda la familia reunida —dijo Adelina sin que
sus palabras llegaran más allá de los oídos de Ona, quien no dudó en
reprenderla con la mirada para que se callara.
—Estoy bien, madre —contestó Blai.
—¡Oh, gracias a Dios! ¡Mi pobre Blai, mi pequeño…!
—¡Me avergonzáis, madre! ¡Dejad de besarme! ¡Os he dicho que estoy
bien!
Marina se vio en la obligación de intervenir. Al fin y al cabo, era la
señora de la casa y debía dar una explicación.
—Blai está bien, Guiomar. Tan solo ha tenido un pequeño accidente,
pero ya está todo solucionado.
—¿Accidente? ¿A esto llamáis accidente? —inquirió señalando la fea
quemadura en la pierna de su hijo—. Exijo saber qué ha ocurrido, ¿me oís?
Y exijo saber por qué razón no se me ha avisado inmediatamente.
—Ya se os explicará más tarde, Guiomar. —Una voz recia proveniente
de la puerta hizo que todo el mundo se volviera.
Bernat, sucio de polvo y sudor, ocupaba el umbral con cara de
cansancio.
—La batalla ha acabado —informó dirigiendo su mirada a todos los
presentes. Luego, volvió a centrarla en la dama Monrós—. Id a casa,
Guiomar, vuestro esposo está herido y necesita atenciones. Yo acompañaré
al muchacho dentro de un momento.
La gravedad de su rostro no admitió réplica alguna. Guiomar salió sin
mediar palabra a pesar de que el gesto ofendido de su rostro no dejaba lugar
a dudas sobre su estado de ánimo. Tampoco lo hizo el portazo que propinó
cuando abandonó la casa.
CAPÍTULO XXVI

“PRYA”

Los días pasaban y el calor ya arreciaba con fuerza sobre los campos,
agostando las mieses que aguardaban una recogida que, probablemente, no
llegaría. Dentro de los muros de Tortosa, las gentes se ocultaban en ciertos
momentos del día para evitar que la implacable fuerza del sol los sofocara.
Prya, sin embargo, seguía vagando por las calles en busca de algún indicio
del paradero de Delila. Se sentía más sola que nunca. No solo por la soledad
que desprendía la ciudad en aquellos aciagos momentos, sino también
porque se había acostumbrado a la siempre silente presencia de la anciana
sarracena, así como a su amistad con Casilda y Laia. Y a ninguna de ellas
veía desde hacía muchas jornadas.
Era evidente que pocos vecinos trajinaban por las callejas, y no solo por
el calor. También influía el hecho de que seguían sin llegar víveres a la
ciudad y la gente comenzaba a pasar hambre. Muchos vecinos se quejaban
de que la prolongada dilación en la resolución de aquel maldito asedio les
había impedido recoger sus cosechas y constantemente se acercaban a la
Zuda en busca de respuestas. Sin embargo, los prohombres que regían
Tortosa se encontraban en la misma situación que ellos, sobre todo aquel
que no supo ser previsor manteniendo sus despensas abastecidas, y el que,
por el contrario, sí lo había hecho, lo guardaba con celo para el sustento de
su familia, así que escasa solución podían darle al problema. Además del
hambre, también el miedo fluía en el corazón de los tortosinos. Aunque el
intento de tomar la plaza de hacía unas semanas no tuvo éxito, los
andalusíes seguían sitiando la ciudad a la espera del golpe definitivo de
lograr la victoria por las armas o de que los cristianos se rindieran por
inanición. Prya había escuchado decir que aquel intento solo fue una forma
de probar el estado de las defensas tortosinas y que guardaban sus
principales fuerzas para un ataque más contundente. Pero hasta ahora, solo
alguna que otra algarada, que los cristianos habían podido reprimir, se llevó
a cabo junto a alguno de los portales de las murallas.
Prya también vivía en un temor constante. Intentaba pasar desapercibida
y mostrarse lo menos visible posible dentro de la ciudad. Sabía que las
personas, cuando se encontraban en situaciones desesperadas, hacían cosas
más desesperadas aún y, por propia experiencia, no quería verse envuelta en
ninguna coyuntura que la pusiera en peligro. Bastante había sufrido ya en su
corta vida. Así que solía salir al anochecer de su refugio, que no era otro
que el granero donde sabía que Laia y Yusuf a veces se encontraban,
resguardándose en las sombras buscando algo que llevarse a la boca. La
búsqueda de Delila también la mantenía preocupada y en alerta. Todavía le
dolían las costillas tras el encontronazo con el soldado aquel que le dio una
patada al intentar acercarse a una dama para preguntar si conocía a la
anciana sarracena. No eran muchas las damas que moraban en Tortosa y, si
como le habían dicho Delila fue rescatada por unas señoras de linaje, no
perdía nada intentando reunir información. Sin embargo, aquel miserable
puso fin a su intento de un solo golpe sin ni siquiera darle tiempo a
preguntar a la dama. Todavía podía recordar los rasgos complacidos de ese
salvaje al verla postrada en el suelo y el brillo malicioso de sus ojos al
contemplarla. Era un rostro que no olvidaría. Igual que no había olvidado a
aquellos miserables otros que le hicieron daño en el pasado y que recibieron
más tarde su justa venganza, aun cuando las pesadillas la acosaban desde
entonces. Esto era algo que no le había contado a nadie, y así seguiría. Solo
tres personas conocían su pasado: Delila, Casilda y, en menor medida, Laia,
pero a ninguna de las tres les contó la historia completa. Lo que no sabían
ni imaginaban, pues ella se cuidaba bien de que así fuera, era que su madre
estaba versada en las propiedades de las plantas y que se llevaba a Prya en
su paseo por los bosques para recolectarlas y así dejarle su legado en forma
de conocimiento. A los hombres que asesinaron a su familia les envenenó
los odres de agua mientras dormían una borrachera la noche posterior. Para
ello, los siguió oculta en la foresta hasta que acamparon en una grieta
rocosa muy alejada de los caminos y aguardó, con calculada paciencia a
pesar de su corta edad, a que se repartieran el botín robado a su familia y lo
celebraran ingiriendo vino como animales hasta que ninguno quedó en pie.
No se quedó para ver su final, echó las malignas semillas en los odres con
sigilo y se marchó, pensando que ojalá sufrieran un infierno antes de morir.
Con los buhoneros fue más complicado. Pasaron días hasta que ella, una
vez hubo escapado, encontrara las plantas adecuadas para su venganza.
Luego tuvo que buscarlos en los villorrios cercanos, sin que nadie se
percatara de su existencia, pues era necesario que ellos pensaran que había
huido lejos, hasta que dio con sus infames existencias en las afueras de un
poblado cochambroso. Estuvo vigilándolos oculta tras unos árboles
cercanos durante largo tiempo cuando vio a la esposa del buhonero poner la
olla con el condumio al fuego. Un momento de descuido le valió para
proceder como había barruntado. Y tampoco se quedó para ver el resultado.
Prosiguió su camino y ya no miró atrás. No obstante, los sueños
propiciaban engaños a la mente convirtiendo recuerdos en realidades, y las
pesadillas de aquellos hechos que nunca llegó a presenciar venían muy a
menudo a visitarla. Más aún en los últimos tiempos, pues su espíritu no
andaba sosegado con todo lo acontecido y parecía que esas alucinaciones
volvían para martirizarla y hacerle recordar que no era tan buena persona
como había querido hacer creer a sus amigas, aunque, de todas formas, no
se arrepentía, su sangre clamaba venganza y ella dio cumplida cuenta con
aquellos cruentos episodios.
Una bosta de caballo que ensuciaba el suelo la devolvió a la realidad.
Maldiciendo, apoyó el pie en un escalón bajo de lo que parecía la entrada
trasera de una casa para limpiarse en el mismo instante en el que el portón
se abría. Los rasgos del hombre que la contemplaban desde el umbral le
resultaron familiares, pero no se detuvo más tiempo del necesario por lo
embarazoso de la situación. Rauda, se apartó a un lado dispuesta a salir
corriendo si el hombre la increpaba con la poca fortuna de que volvió a
pisar la boñiga para su eterna mortificación. Aunque al volverse dispuesta a
recibir las chanzas de aquel hombre por su nauseabundo accidente, la
sorpresa la paralizó. Del portón, que se hallaba abierto de par en par, salía
un carro portando el cuerpo amortajado de una persona. El hombre que
había abierto la puerta y sus acompañantes, rodeaban el carro con aire
circunspecto; detrás, las mujeres, vestidas con mantos oscuros, sollozaban
quedamente siguiendo los pasos del vehículo. La última en asomar su
cuerpo a la calle fue una muchacha menuda que a Prya le resultó también
familiar. Fue al fijarse bien en la vivienda de la que salían cuando se dio
cuenta de que ella había estado en esa casa una vez, si bien fue de noche y
quizás por eso no reconoció el lugar al instante. Algo separada, decidió
seguir a la comitiva por las callejas hasta que comprobó que la muchacha se
quedaba algo retrasada. Entonces, le chistó, y al ver que los ojos tristes de la
joven se volvieron hacia ella mirándola con detenimiento, supo que la había
reconocido. Se acercó lo bastante como para poder hablar con ella.
—Hola, Anita, ¿qué ha ocurrido?
—Ay, Prya, mi pobre madre expiró su último aliento esta madrugada.
—Lo siento…
—Se veía venir… era tan mayor… y su mente creo que ya había
iniciado el viaje antes de que su cuerpo la siguiera. Bueno… ¿qué te voy a
decir que tú no sepas? Ya pudiste ver sus desvaríos aquel día que te
allegaste con mi hermana.
—¿Habéis visto a Casilda de nuevo?
—La misma pregunta deseaba hacerte.
—No, aquel día fue la última vez que la vi. La acompañé hasta el lugar
por donde podía abandonar la ciudad y ya no he sabido nada más de ella. Sé
que quería marchar hacia la ermita pero pensé que quizás había regresado.
Se le notaba preocupada tras la visita a vuestra madre.
—Yo también pensé que volvería, pero hace ya semanas de eso y he
perdido la esperanza. Hay algo muy importante que debo decirle. —
Entonces la miró evaluativa, directamente a los ojos, con esa franqueza
inocente que todavía conservaban las jóvenes doncellas—. Prya… me
gustaría mendigaros un favor…
—Adelante, decidme.
—Sé que lo que os pido no es cosa fácil, y más sabiendo lo peligroso de
tal empeño en la situación en la que nos hallamos hoy día, pero… necesito
hablar con Casilda, de verdad que lo necesito, y no se me ocurre otra
persona, ni la conozco, que pueda subir hasta la ermita para darle mi
recado. Por favor, Prya, tú sabes moverte por estos lares y consigues pasar
desapercibida, ¿es mucho pedir que me hicieras tal merced? La haría yo
misma pero mi hermano me vigila como un halcón, dice que es peligroso
para una doncella salir a las calles en estos aciagos momentos y ni qué decir
tiene que, si supiera lo que tramo, me prohibiría salir durante mucho
tiempo. Por favor, sé de la amistad que le profesas a mi hermana, lo sentí el
día que estuvisteis en casa, y lo que tengo que contarle es de suma
importancia para ella. Te lo ruego, Prya, y te compensaré por ello. Por
favor, ¿podrías hacerlo…?
La romaní caviló con tiento su respuesta. Era muy peligroso salir de la
ciudad, los ánimos de unos y otros estaban muy caldeados tras el ataque a
las murallas de Tortosa y las mesnadas se mantenían en constante alerta. Si
lo hacía, tendría que salir de noche hacia el Coll de l’Alba y volver antes de
que amaneciera, y el trecho a recorrer era largo y dificultoso. Pondría en
juego su vida, lo sabía, y el no pugnaba por salir de sus labios. Aun así, la
súplica que veía en los ojos de Anita era difícil de obviar y un ramalazo de
ira la recorrió por completo. Ira por todo lo que había sufrido, ira por vivir
siempre con miedo e ira por comprender que, a pesar de su renuencia, su
corazón siempre ganaba a su cabeza en la toma de decisiones. Dejando
escapar un largo suspiro de resignación, finalmente, asintió ante el ruego de
la muchacha.
—Oh, gracias, Prya, de corazón te lo agradezco —dijo la joven
apretándole las manos y poniendo algo en ellas—. Tomad, unas monedas,
no es mucho, ni sé si valen algo hoy en día, pero son tuyas.
La gitana las guardó en el escote de su vestido pensando que quizás
podría comprar algo que le llenara el estómago antes de emprender aquella
inesperada misión. Sin embargo, las dudas seguían latentes en su pecho por
el contratiempo que aquello suponía a su verdadero objetivo: encontrar a
Delila. Recordar a la anciana ciega le trajo a las mientes que cualquier
información podría serle útil en su búsqueda, sin embargo, antes de
decidirse a preguntar, una voz autoritaria irrumpió en su conversación.
—¡Anita! —El hermano de la joven se había dado cuenta de que se
retrasaba y la llamó al orden reclamando su atención.
—Debo irme.
—Espera, Anita, ¿has oído alguna vez hablar de alguna dama cristiana
que haga caridad con los hambrientos de los arrabales? Delila me contó
alguna vez que conocía a algunas damas nobles que se ocupaban de
socorrer a los menesterosos pero yo nunca vi nada parecido mientras vivía
con ella en Remolins.
—Algo he oído decir…
—¿Y sabrías dónde podría encontrarlas?
—Bueno… alguna vez se ha comentado en casa la generosidad de las
damas de la casa de Miravalle, aunque no sé decirte con certeza dónde
viven. Supongo que morarán en alguna de las casas nobles más cercanas a
la fortaleza… Pero, Prya, si necesitas cualquier cosa puedes acudir a mí y te
socorreré en lo que sea menester, no se puede confiar en la largueza de esas
mujeres que viven como reinas y quizás su interés solo resida en aparentar
ante los demás ser unas buenas cristianas. De hecho, la Iglesia exhorta a
ello desde sus púlpitos.
—No se trata de mí, es otro motivo el que me mueve.
—Pues nada más sé, lo siento.
—Gracias, Anita, marcho ya.
—Que Dios te guarde.
Prya esperó a que la comitiva fúnebre se alejara y luego volvió sobre
sus pasos. Debía prepararse para esa noche si quería cumplir la palabra dada
a la hermana de Casilda. Aunque, antes, como era habitual en los últimos
tiempos, sus pasos la llevaron hacia la vivienda de Margarida. Desde que la
viera aquella última vez barriendo en el portal, una honda preocupación se
le había instalado en el pecho y cada día que pasaba por allí, lo hacía con la
esperanza de verla de nuevo. No entendía muy bien qué le movía en tal
empeño, pero su caminar por las calles de Tortosa siempre acababa en el
mismo sitio, aunque en ninguno de esos paseos consiguió volver a verla.
Enfilaba ya hacia la callejuela que iba derecha al portal cuando se
percató de que estaba abierto. El estómago se le encogió por la expectativa
de verla y, agitada, aceleró el paso. La distinguió enseguida, barriendo el
suelo de la entrada con su cabello pajizo enmarcando su angelical rostro. El
sol incidía sobre ella creando un halo de luminosidad sobre su cuerpo. Se
detuvo un momento a contemplarla, antes de que Margarida se diera cuenta
de su presencia, y así retener en sus pupilas aquella armoniosa visión.
Entonces, una sombra apareció por la espalda de la joven hacendosa
convirtiendo el paisaje en algo sombrío. Un soldado, venido desde dentro
de la casa, asía con fuerza a Margarida por el brazo instándola con rudeza a
regresar al interior. Prya percibió el temor que emanaba de los gestos de la
joven y vio cómo, con la cabeza gacha en señal de sumisión, corría rauda a
cumplir el mandato de aquel ser maligno. Este, una vez se cercioró de que
sus órdenes eran obedecidas, fue a cerrar el portón, cruzando, en esos
instantes, la mirada con una paralizada Prya. Ambos se inspeccionaron con
frialdad durante un buen rato hasta que el hombre, satisfecha su curiosidad,
le dirigió una sonrisa torcida a la vez que malévola. Prya fue entonces
consciente de que aquel que la miraba con lascivia desde el umbral, no era
otro que el soldado que la pateó cuando intentaba hablar con aquella dama
el día del ataque sarraceno a las murallas. Con un escalofrío de temor, la
joven romaní se dio la vuelta para perderse por las calles tortosinas lejos de
aquel miserable. Sin embargo, sus pasos se vieron frustrados cuando, en
pocas zancadas, el hombre la alcanzó sujetándola por el brazo.
—¿Quieres ganarte unas monedas? —le preguntó al tiempo que le
alzaba la barbilla con los dedos para admirar su rostro. Prya no vio
reconocimiento en los ojos del soldado, pero sí registró el brillo lujurioso
que contenían. Bien sabía ella de los apetitos desmedidos de los hombres y
sus consecuencias. De sobra sabía qué era lo que pretendía aquel infame.
Sin darle tiempo a que la arrinconara contra la pared de aquella solitaria
calle, alzó con fuerza la pierna hasta que su rodilla acertó en las partes
blandas del soldado. Escapó sin mirar atrás al sentir que se había soltado de
su agarre y no paró de correr hasta que estuvo a salvo en el granero
abandonado que le servía de refugio.
CAPÍTULO XXVII

“MARGARIDA”

—¡¿Quién era esa?!


Margarida se encogió al escuchar la airada pregunta de su esposo al
irrumpir este en las cocinas. Ella se encontraba en ese momento
removiendo el guiso que estaba al fuego, perdiendo la mirada y el
pensamiento en las ascuas brillantes que daban calor a la olla, como una
catarsis para evadirse del dolor que todavía sentía por la brusca reacción de
Godfredo al agarrarla del brazo cuando barría el portal. Estaba presa,
encerrada en aquella infame casa de la que no podía escapar.
Julia, su suegra, sentada a la mesa del hogar, levantó la cabeza de su
labor de aguja y se dirigió a su hijo:
—¿Quién era quién?
—No hablo con vos, señora, le pregunto a mi sufrida esposa.
Margarida, perpleja por la pregunta, dejó el cucharón dentro de la olla y
sin volverse musitó unas palabras.
—¡No os oigo! —le recriminó su esposo autoritario.
—No sé de qué me habláis —repitió ella en voz más alta pero sin alzar
la cabeza del guiso.
—Os hablo de la pordiosera esa que os contemplaba desde la calle.
¿Acaso la conocéis?
—No sé de quién me habláis, no he visto a nadie afuera.
—¿Cuántas veces os he dicho que no me agrada que salgáis de casa sin
compañía?
—Pero…
—Os he repetido hasta hartarme que las calles no son seguras en estos
tiempos.
—Pero no he salido de casa, solo estaba en el portal, barriendo…
—¡Ni en el portal, ¿me oís?! ¿Por qué siempre tengo que reprenderos?
¿Es que no vais a aprender nunca cuál es vuestro lugar aquí, en mi casa?
Margarida no entendía nada, ella no había visto a nadie en la calle y no
comprendía la razón de su enfado. Sin embargo, conocía bien los arrebatos
de su esposo y en lo que derivaban, así que optó por agachar la cabeza y
aceptar aquella culpa aunque no la mereciera.
—Lo siento, no volverá a ocurrir —dijo sumisa.
—Pues claro que no volverá a ocurrir. Ya me encargaré yo de que así
sea —refirió con soberbia—. Y en cuanto a esa bruja de ojos verdes… si la
vuelvo a ver rondando mi casa la mataré a palos.
Al escuchar esas palabras, la muchacha alzó la cabeza para mirar a su
esposo. Craso error. Él, que estaba atento como un halcón a cualquier
indicio que le diera la excusa que necesitaba para su porfía, captó de
inmediato el significado de esa mirada.
—Así que la conocéis…
—Yo… —Margarida, nerviosa, no sabía qué decir. Había cometido un
error y en aquella casa los errores se pagaban caros. Al escuchar esa
referencia de unos ojos verdes supo inmediatamente a quién se refería y
ahora él acababa de advertir su desliz. ¿Qué habría venido a hacer Prya a su
casa? ¿Por qué no la avisó de que estaba allí? Ella podría haber prevenido
que su esposo la viera y así no terminar encontrándose en la tesitura en la
que ahora se hallaba.
Lo sintió acercarse con pasos lentos hasta el fuego. Trató de dar un paso
atrás, pero pronto la tuvo asida por los hombros. En ese instante, Margarida
solo quería desaparecer, hacerse tan pequeña que nadie pudiera encontrarla
nunca. Y menos él.
—Contádmelo, esposa mía —dijo cínicamente meloso—, nada os ha de
pasar si decís la verdad.
Aquel tono melifluo de voz la aterrorizaba aún más que los gritos.
—Yo… solo… es una mendiga… nos trae leña a veces… y se gana
alguna moneda…
—¿Y por qué ha venido hoy a casa?
—Yo… no… no lo sé…
—Vamos, Margarida, sed sincera.
—De verdad que no lo sé… quizás… quizás venía a mendigar… yo…
no sé qué deciros…
—No os creo, esposa, y ¿sabéis por qué? Porque he visto el miedo en
vuestros ojos cuando os he hablado de ella.
—De verdad, mi señor… yo… no sé a qué ha venido… solo la he visto
un par de veces y… y nunca he hablado con ella —mintió—; quizás vuestra
madre lo sepa…
Miró esperanzada a su suegra aguardando que se apiadara de ella y
restara importancia al asunto. Pero la buena mujer que, como era habitual,
mantenía una leal complicidad con su hijo, hizo oídos sordos y siguió con
sus labores de aguja.
—Mi madre es una santa y no tiene tratos con gente de tan baja
condición. —Palabras que le valieron que la señora levantará la vista y
asintiera satisfecha por su gran juicio.
—Pero…
—Nada de peros, estoy cansado ya. Subid al cuarto, de inmediato, y no
me hagáis repetirlo.
—Por favor… —suplicó la muchacha aterrorizada.
—Haced caso a vuestro esposo. —La voz atiplada de su suegra se dejó
oír—. Os he dicho muchas veces que para ser una buena esposa hay que
acatar los mandatos de vuestro señor al instante.
Margarida odió a aquella mujer como nunca había odiado a nadie y tuvo
que reprimir las ganas de gritarle su rencor hasta que la mujer se quedara
sorda. ¿Cómo, sabiendo lo que iba a ocurrir, alentaba aquel infame
comportamiento? ¿Cómo siendo mujer podía permitir aquella perversión?
¿Era tanto el amor que sentía por su hijo que cegaba sus ojos para soslayar
sus vicios? Quiso rebelarse, coger el atizador que había junto al fuego y
golpear hasta ser libre, deseaba hacerlo con todas sus fuerzas y eso aún le
dio más miedo que lo que le esperaba en cuanto pusiera un pie en su alcoba.
Sin embargo, aplacó tales pensamientos hundiéndolos en lo más profundo
de su vientre, allí donde perdió al hijo que esperaba, aquel que le
arrebataron con inquina, y resignada se dirigió con paso vacilante hacia las
escaleras. Prya le había dicho que afrontara sus miedos, pero ella se sentía
incapaz de recabar las fuerzas para ello, porque… ¿qué haría luego?,
¿dónde iría…?, ¿de qué viviría…? Lo malo siempre podía convertirse en
algo peor.
Aguantó los embates sudorosos de su esposo con el vientre apoyado en
el arcón de la alcoba. Sin embargo, aquello parecía no funcionar por más
que él lo intentaba y la dureza de la que siempre se jactaba lo eludió aquel
día. Margarida hubiera preferido lo contrario pues el miserable de su
esposo, al ver su propia incapacidad, se enfureció hasta el límite de la
locura y la paliza que le propinó después la dejó medio inconsciente en el
suelo. No cesó de golpearla hasta que, excitado por tal violencia, recobró su
vigor derramándose de pie, encima de ella, ensuciando su vestido.
Una vez que perdió fuelle, como siempre, la abrazó con mimo, y con
una manifiesta hipocresía, pidió perdón al Altísimo por su transgresión
obligándola, como en tantas otras ocasiones, a arrodillarse junto a él frente
al crucifijo para rezar una plegaria.
Margarida rezó e imploró con vehemencia ese día para que los moros lo
abatieran en batalla y nunca más tener que volver a sentir aquellos sucios
desmanes sobre su cuerpo.
CAPÍTULO XXVIII

“GUIOMAR”

«Al amparo de la noche impenetrable, y a pesar del peligro que comportan


sus encuentros, ella ha accedido a acompañarlo. Se ve a sí misma subida a
lomos del caballo, aferrada a su cintura, deseando que la sensación de
sentirse protegida no acabe nunca. Él dirige la montura hacia la Zuda, por
las callejuelas vacías en dirección a la atalaya que reina sobre la urbe.
Tras una breve parada antes de llegar para admirar la esfera plateada que,
de vez en cuando, permiten ver las danzarinas nubes, han proseguido
camino hasta que el hombre decide apearse de la montura y continuar el
camino a pie. Alcanzan al fin la cima del promontorio, allí donde la
fortaleza se enseñorea imponente ante los ojos de cualquier mortal,
consciente de que permanecerá aun cuando los ahora moradores de
Tortosa ya se encuentren con los huesos bajo tierra y el alma junto al
Creador. Ya en el punto más alto, contemplan en silencio los cristalinos
reflejos que fluyen inquietos en el cauce caudaloso del río a sus pies, fuente
de riquezas de aquellos pagos. El caballero la gira hacia él, quedando
frente a frente hasta que solo la distancia de un dedo los separa. Luego,
asiéndola por la cintura, la atrae más hacia él y sus labios se encuentran
en un beso profundo que dura unos eternos instantes. Cuando termina, ella
se acurruca en su pecho aspirando el recio perfume a hombre y cuero que
emana desde su cuello. Suspira de placer. Pero la voz ronca del caballero
rompe la magia del momento:
—No puede ser… —le dice a modo de advertencia. Como si ella no lo
supiera desde hace tiempo, como si él necesitara recordarle, y recordarse,
que la triste realidad es otra bien distinta a lo que anhela.
—Ya lo sé —constata ella con un hilo de voz, aunque silencia su deseo
de que las cosas fueran diferentes.
Tras unos breves instantes de reflexión muda, él le indica que el tiempo
ha acabado, que deben marcharse y volver a las rutinas de sus vidas.
Caminan alejándose de la fortaleza hacia el lugar donde han dejado la
montura, hablando en susurros de naderías. Ella tiene el corazón encogido
por la miríada de emociones que la embargan y no puede evitar un gesto de
rebeldía. Sin pensar, alarga la mano y coge la de él, entrelazando los dedos
con fuerza. El hombre parece sorprendido en un primer momento y la mira
fijamente alzando una de sus interrogativas cejas oscuras. Pero la deja
hacer. Ella le dirige una tímida mirada mientras pugna contra el anhelo de
retenerlo para siempre, de que esa sensación de sentirse comprendida y a
salvo no termine jamás. Sin embargo, de nuevo la cruda realidad se impone
y sus pasos los acercan al rocín quien, contento de ver a su amo, cabecea
piafando sin cesar…».
Unas voces la despertaron de aquel sueño. Por un momento, no supo
dónde estaba, aunque al mirar alrededor se dio cuenta de que se había
quedado dormida frente al hogar tras haber comido frugalmente sola en la
cocina. Ignoró las voces durante unos instantes pues todavía conservaba en
las retinas las últimas imágenes de ese sueño que no era la primera vez que
la visitaba. Esa visión recurrente cuando dormía, siempre le producía una
amalgama de sentimientos encontrados, por un lado de pasión desmedida y,
por otro, de melancolía desesperada. Contra lo primero podía batallar,
contra lo segundo no. Sentir que era vulnerable a ciertos sentimientos la
enfadaba y, como siempre, sus enfados acababan pagándolos otros.
Levantándose de la silla, salió fuera para reprender a quién estuviera
dando aquellas voces. Tenía que dejar salir al exterior la rabia que en esos
momentos la consumía.
—¿Podré tener paz alguna vez en esta casa?
Los hombres que campaban en el zaguán se volvieron a mirarla y un
respetuoso silencio se adueñó del lugar. Guiomar observó la escena con
detenimiento. La puerta que daba a la calle estaba abierta y se podía
entrever las refulgentes cotas de malla de algunos soldados fruto del sol que
caía a plomo a aquellas horas de la tarde y los movimientos inquietos de los
corceles que aguardaban a que sus dueños los montaran. Dentro de la casa,
su esposo terminaba de pertrecharse ayudado por su escudero, quien en ese
momento le pasaba la túnica por los hombros, mientras Bernat y Blai
parecían esperar a que Guifré acabara, ya guarnecidos estos con todas sus
armas y protecciones.
—¿Qué ocurre? —El miedo a que los andalusíes estuvieran de nuevo
atacando Tortosa hizo presa en ella. Habían pasado semanas desde el último
ataque y, por fortuna, resistieron las murallas, pero ella tenía oído, por las
conversaciones que escuchaba en casa, que aquella ofensiva solo fue una
prueba para comprobar los puntos débiles de la guarnición cristiana y que
pronto se decidirían a acometer las defensas de la ciudad con todas sus
fuerzas en un ataque decisivo. Aunque, en esos momentos, mayor era el
problema de los alimentos. Sus despensas estaban casi agotadas, las
raciones iban minorando teniendo que conformarse, en el mejor de los
casos, con poco más que algunas legumbres que convertían en tortas a base
de mezclarlas con harina de centeno y agua, cecina y el caldo hecho con
alguna gallina vieja. La carne de caza se había terminado y, como era de
esperar, mientras el asedio durara no probarían el jabalí, el conejo o el
venado, y muchos ya habían tenido que sacrificar a sus animales de granja
para poder tener algo que llevarse a la boca.
—Nos han convocado en la ciudadela —le respondió su esposo tras
terminar de ajustarse la espada al cinto. Guiomar sintió alivio de que no se
tratara de otro asalto a las murallas. Bastante había sufrido ya tras el susto
recibido por lo ocurrido a su hijo.
—¿Por qué razón?
—No sabría deciros. El veguer ha mandado recado a todos los
caballeros para que nos presentemos en la Zuda lo antes posible.
—No tenéis que preocuparos, señora, posiblemente sea para dirimir
estrategias contra el moro —terció Bernat.
—Sí, madre, no debéis angustiaros; velaremos por Tortosa y sus
mujeres. —La respuesta de Blai le pareció un tanto ridícula tras haber
aguantado sus quejas varias semanas tras la herida que recibió por su mala
cabeza. Ya no se acordaba de su comportamiento infantil exigiendo en todo
momento los mimos de la señora de la casa. Esos días atrás, no había
pensado en guerras, órdenes de caballerías, ni en arriesgarse en empresas
peligrosas, tan solo había sido un niño en busca del refugio de las faldas de
su madre.
—Te agradezco tus desvelos, hijo mío, pero somos las mujeres
tortosinas las que debemos cuidar que nuestros hijos no se aventuren en
empresas inútiles que nos los devuelvan heridos o muertos por una simple
cuestión de orgullo mal entendido —le recriminó mordaz para que se
apeara de esa jactancia pretenciosa; con la arrogancia que siempre mostraba
su esposo tenía más que suficiente.
—No seáis tan injusta con el muchacho, Guiomar. —Bernat se vio en la
obligación de responder a las hirientes palabras de la mujer al ver que el
rostro de su escudero se tornaba rojo como la grana por la indignación—.
Lo ocurrido no es más que el aprendizaje de Blai para convertirse en un
hombre valiente y de honor.
—La valentía no excluye el tener buen tino a la hora de escoger en qué
lides combatir, y el honor no se conforma arriesgando la vida en hazañas
inútiles, ni en jactarse de ello.
—¡Por el amor de Dios, madre, no estoy vanagloriándome de mi
estupidez! Ya sé qué es lo que hice mal. No necesito que una mujer me dé
lecciones de honor ni de estrategia en la contienda, ni me reproche las
decisiones tomadas. Sé lo que he de hacer.
—Pero sí necesitas lecciones de respeto por lo que parece, ¿te olvidas
de con quién estás hablando? ¿O acaso has olvidado quién te ha cuidado
estos días mientras sanaba tu herida? —Guiomar estaba realmente sulfurada
por las insolentes palabras de su hijo—. ¿Es eso lo que le enseñáis? ¿Ese es
el modo de comportamiento de un futuro caballero cristiano? —preguntó
mirando ora a Bernat, ora a Guifré, quien observaba en silencio toda la
confrontación entre madre e hijo sin mediar sílaba alguna.
—No creo que el chico haya querido decir eso, mi señora —dijo Bernat
tratando de calmar los ánimos—, y, por supuesto, Blai está instruido en
cómo debe proceder todo buen caballero, ¿verdad, muchacho?
—Vuestra tibieza a veces me asombra —protestó la mujer mirando a
Bernat con desprecio—, no solo no lo reprendéis, sino que lo exculpáis. —
Luego, dirigiéndose a su esposo, dijo—: ¿Y vos no tenéis nada que decir?
¿Vais a permitir que se me falte al respeto en mi propia casa?
—¡Basta, Guiomar, basta! —El rostro de Monrós había adquirido un
tinte purpurado al sentirse reprendido por su esposa en público—. ¡Blai!
¡Sal fuera y aguárdame! ¿Me haríais la merced de acompañarlo, Bernat?
Cuando los dos mentados salieron cerrando la puerta tras ellos, un
silencio espeso se aposentó entre ambos cónyuges. Guiomar sintió que su
esposo se estaba conteniendo a duras penas, la herida de su rostro producto
del fuego estaba más enrojecida de lo habitual, símbolo de que Guifré
estaba aguantando su malhumor dentro de él. Lo cierto era que su marido
habíase mostrado muy comedido en los últimos tiempos, nada que ver con
el carácter voluble del que siempre hizo gala durante sus infinitas
discusiones. En otras épocas, no le habría importado discutir a voz en grito
delante de la servidumbre o de quién hubiera hecho falta, pero ahora se
mostraba más cauto y, algunas veces, Guiomar había sentido la melancolía
impresa en la mirada que ofrecía cuando creía que nadie le observaba.
Quizás ello se debía a la horrible herida que ahora le afeaba el rostro; a
pesar de que había mejorado bastante desde que la recibió, todavía
presentaba la piel rojiza y arrugada en la sien y el pómulo, así como la
permanente cerrazón del párpado de su ojo izquierdo, también magullado, y
que le impedía prácticamente ver desde ese lado. Al principio, Guiomar
sintió repulsión al verlo; sin embargo, ese sentimiento pronto había mutado
en otro más desconcertante: por primera vez desde que se desposaran, ella
mudó su rabia constante hacia él por un orgullo que la desbordaba, aunque
moriría antes que reconocer tal pensamiento ante nadie, y menos ante él.
Pero sí, se sentía orgullosa de que su esposo hubiera arriesgado su vida por
salvar las murallas de Tortosa y protegerlos de la ira sarracena, y se sentía
orgullosa de que tuviera una herida que recordara siempre esa hazaña, como
testimonio de su valentía, aunque aquello contradijera las palabras que
hacía unos instantes había pronunciado en referencia a su hijo. Ni ella
misma entendía el porqué de aquellas emociones encontradas y ahora no era
el momento de pararse a analizarlas.
—Mi señora… —La voz de Monrós la sacó de sus cavilaciones—, así
no vais a conseguir nada del muchacho, quizás solo que haga lo contrario a
lo que le pedís. Conozco a mi hijo, que es el vuestro también, y es porfiado
y cabezota, pero tiene una claridad de ideas que ya hubiera yo querido para
mí a su edad. Recordarle que todavía es un niño no hará sino que se
empecine más en su empeño.
El tono conciliador de Guifré y lo cabal de sus palabras dejó a la mujer
un tanto desconcertada, por lo que el otro, al percibir su turbación,
aprovechó el lance y se despidió rápidamente.
—Debo marchar ya, mi señora, nos aguardan en la Zuda —refirió
abriendo ya la puerta. El silencio de la casa volvió a llenarse de los sonidos
que hacían soldados y monturas en el exterior—. Y, Guiomar —dijo
mirándola fijamente—, a vuestro hijo no le ocurrirá nada mientras me
quede un hálito de vida. Confiad en mí; al menos, hacedlo en ese aspecto.
Cuando ella asintió, pues no necesitaba de esas palabras para saber que
Guifré moriría por Blai, él ya se había marchado cerrando la puerta tras de
sí, dejándole un descontrolado regusto de remordimiento anclado en el
pecho.
CAPÍTULO XXIX

“GUIFRÉ”

La sala del palacio de la Zuda era un hervidero de rumores y cuchicheos


cuando llegaron. Estaba todo el mundo allí. No solo los prohombres de la
ciudad, sino cualquier caballero que se preciara aun siendo de la más baja
condición. Las órdenes del Temple y del Hospital se reunían en pequeños
corrillos en los que no dejaban entrar a nadie ajeno a ellos, con sus luengas
capas, blancas las unas, negras las otras, con la cruz cosida a sus telas que
destacaba por encima de todo lo demás. También estaban los representantes
de aquellos genoveses que, tras la conquista de Ramón Berenguer, se habían
quedado en Tortosa, así como aquellos caballeros de otros orígenes que
asentaron sus vidas por esos pagos. Un negro nubarrón parecía fruncir el
ceño de cada uno de los presentes en aquella reunión.
Guifré vio como su hijo corría enseguida a unirse a la comitiva de Joan
de Alquézar. Todavía se le notaba una leve cojera fruto de la herida recibida
en la incursión que buscaba un camino seguro para que los víveres pudieran
llegar a la ciudad. Y cada día daba gracias a Dios de que solo tuvieran que
lamentar aquella pequeña herida y no su muerte.
El veguer, Pere de Sentmenat, que hasta ahora había estado sentado a la
única mesa que presidía la estancia, se alzó pidiendo silencio a los
presentes. Perteneciente al linaje de los Sentmenat, quienes se habían
convertido en los feudatarios de los Montcada en el castillo de Sentmenat,
ubicado en la comarca del Vallés occidental, tuvo un papel predominante
durante la conquista. Tanto es así, que, además de los muchos bienes que le
fueron otorgados por su lealtad al conde, fue nombrado veguer de Tortosa
con carácter perpetuo asumiendo el cargo con la pasión y fidelidad con la
que se regía en todos los ámbitos de su vida. Y, a pesar de su origen noble y
el poder que le concedía la veguería, para Monrós no había duda de que la
elección había sido acertada. Pere era un hombre íntegro que llevaba su
cargo con absoluta honradez y lealtad aunque los tiempos no fueran los más
favorables para ello.
—Señores —comenzó hablando el noble Sentmenat—, nos hemos
reunido para escuchar todas las voces y encontrar una solución al problema
acuciante en el que se está convirtiendo este asedio. Por ahora, el infiel no
ha podido tomar la plaza y nos congratulamos de ello, pero el tiempo no es
nuestro aliado y el hambre ya se deja sentir por doquier. Cada día vienen a
esta puerta a llamar decenas de cabezas de familia que están viendo cómo
sus esposas e hijos se mueren de hambre y me han informado de que los
soldados se encuentran sin fuerzas y famélicos, y así, como bien sabéis, se
pierden las guerras.
—Nuestras arcas están vacías —intervino entonces el bailío, Guillem de
Copons—, y aunque no lo estuvieran, tampoco tenemos vías por las que
conseguir alimento alguno ni ayuda desde fuera —se lamentó enfático—.
Nuestra situación es desesperada y urge tomar decisiones.
—¿Qué hay del conde, o de Montcada, no nos ayudarán ellos? —habló
uno de los representantes de los genoveses. Un murmullo de aprobación por
su pregunta se extendió por la sala.
Sentmenat alzó la mano pidiendo silencio.
—La respuesta del conde es la misma ahora que hace unas semanas. Se
le han vuelto a enviar mensajes advirtiéndole de nuestra situación, y
algunos de esos valientes hombres que se prestaron para ello no han vuelto,
pero ya os digo que no debemos esperar ayuda alguna por su parte mientras
Lérida no sea conquistada.
—Estamos solos… —Al bailío, hombre pesimista donde los hubiera, se
le notaba en el rostro la derrota, aun antes de verse esta consumada.
—Recemos entonces porque nuestro conde conquiste Lérida y venga
pronto a socorrernos —intervino uno de los caballeros aragoneses que se
quedó en Tortosa con su familia tras la marcha de Ramón Berenguer—,
pero debo añadir que la única batalla que se pierde es la que no se afronta, y
esa es una responsabilidad que debemos asumir todos los aquí presentes.
—No podemos aguardar más, no aguantaremos ni una semana con esta
situación. El pueblo nos obligará a abrir las puertas al enemigo con tal de no
ver morir a sus hijos de hambre y enfermedades —aseveró el veguer—.
Debemos tomar una decisión y debemos tomarla hoy aunque nos lleve todo
el día de disputa.
Tras las palabras de Sentmenat, los presentes comenzaron a hablar todos
a la vez, alzando las voces más de lo necesario para que se escuchara su
réplica ante el dilema que se les presentaba. Guifré siguió en silencio cada
una de las palabras que allí se iban vertiendo, transformando la estancia en
un claroscuro de intereses, de pendencias no dirimidas hasta entonces entre
vecinos, de preocupaciones por las familias y los apellidos, de esfuerzo
inútil ante lo que se aproximaba. Volvieron a hacerse los corrillos y en cada
uno se esgrimían desde las estrategias más sensatas hasta las ocurrencias
más peregrinas. Poco a poco, viendo que nadie parecía acertar con una
solución que colmara de satisfacción a todo el mundo, Monrós y Miravalle
se acercaron al grupo que conformaban Sentmenat, Copons y alguno de los
hombres más influyentes de la ciudad.
—Podríamos pedir una tregua, como hicieron los infieles cuando
nuestro señor Ramón Berenguer los asedió hasta el ahogo —sugirió Pere
Bertran, uno de los prohombres de Tortosa—; cuarenta días creo que les
fueron concedidos por la merced de nuestro conde. Quizás así ganemos
tiempo para que Lérida sea por fin tomada y las huestes de nuestro señor
acudan en nuestro socorro.
—No aguantaremos cuarenta días, Bertran, moriremos de hambre antes
—confirmó el bailío con su tono más agorero—, ni cuarenta, ni veinte, y
dudo que ni siquiera diez.
La algarabía de voces a su alrededor volvió a sumergir la estancia de la
Zuda en un caos de gritos, golpes en el pecho y gruñidos de rabia. Guifré
era hombre de acción y poco le importaban a él aquellas discusiones. Solo
esperaba a que se tomara la decisión para poner su espada al servicio de la
causa. Tenía muy arraigado el sentir del caballero de aquella época que le
había tocado vivir: guiarse por el honor en sus acciones, honrar a su
príncipe y a la fe cristiana, ser justo y valiente y hacer la guerra para
conseguir la paz.
El tiempo, inexorable, se hizo más lento durante aquella tarde y las
horas se fueron consumiendo en discusiones estériles que a nada parecían
conducir. Hastiado ya de tanto alboroto, Monrós se perdió en el laberinto de
sus pensamientos sin darse cuenta de que, paulatinamente, el silencio volvía
a imperar a su alrededor. Fue al ver al noble Sentmenat levantado ya de la
silla que antes ocupaba, cuando fue consciente de que este se estaba
dirigiendo a la concurrencia con voz grave y solemne.
—… y solo nos queda una salida honrosa. —Le oyó decir al veguer.
—¡Luchar! —El grito áspero de Joan de Alquézar no se hizo esperar.
—¡Luchar! —repitieron otros al hilo de lo dicho por el mariscal
templario.
—¡A muerte! ¡A muerte! —sentenciaron los más exaltados, a quienes
Guifré también se unió a pesar de la advertencia de prevención que sintió
cuando Miravalle, siempre más comedido, le tocaba el brazo para calmar
sus ansias de sangre.
—¡¿Estáis todos de acuerdo?! —La voz del veguer se elevó
proyectándose sobre el griterío.
La respuesta fue unánime, afirmativa, quizás porque a aquellos
caballeros acostumbrados a hacer la guerra no les placía aquella situación
de Tortosa en la que parecían ratas atrapadas en una ratonera sin salida. La
inactividad, la espera, la incertidumbre y el hambre les abocaba a desear
que algo ocurriera, fuera para bien o para mal.
—¡Sea, pues! —accedió el veguer—, ¡lucharemos hasta la muerte y
arrasaremos con todo lo que se halle frente a nosotros, hasta el último hálito
de nuestras almas, y que Dios se apiade de ellas!
Gritos enfervorecidos acompañaron a las palabras de Pere de
Sentmenat.
—¡Y no dejaremos nada atrás, nada de lo que los malditos infieles
puedan apropiarse! —continuó diciendo—. ¡Nuestras mujeres, nuestros
hijos, nuestros ancianos… Todo aquel que no pueda empuñar el hierro debe
morir a nuestra mano. Todas nuestras posesiones deben arder antes de que
el enemigo haga presa en ellas. Saldremos a campo abierto a morir
matando, en buena lid, para que el Altísimo vea que vosotros, caballeros,
sois dignos de glorificar su nombre ante el infiel sarraceno!
Un silencio ensordecedor se enseñoreó de la sala tras las palabras de
aquel noble. Los que se encontraban más cerca de él, inconscientemente
dieron un paso atrás, permitiendo que se creara un semicírculo de doliente
rechazo ante lo que acababan de escuchar. De esa manera, la figura del
noble quedó destacada en la estancia a pesar del claroscuro que conformaba
el continuo rielar de la luz de las velas. Su rostro, barbado y ceñudo, no se
amilanó ante las muestras de horror que vio reflejadas en los ojos del resto
de comparecientes a ese peculiar cenáculo. Debían tomar ya una decisión y
la surgida de sus labios era, cuanto menos, desesperada, pero coherente con
su código de caballero ante la terrible situación en la que se encontraban.
«Nuestras mujeres, nuestros hijos, nuestros ancianos… Todo aquel que
no pueda empuñar el hierro debe morir a nuestra mano. Todas nuestras
posesiones deben arder antes de que el enemigo haga presa de ellas.
Saldremos a campo abierto a morir matando, en buena lid, para que el
Altísimo vea que vosotros, caballeros, sois dignos de glorificar su nombre
ante el infiel sarraceno».
Las palabras del noble seguían reverberando en la mente de los allí
presentes, sin que nadie fuera capaz de romper aquel trágico silencio que se
había apoderado de sus contraídos corazones.
Un roce de ropas, un chirrido del metal de las cotas al friccionar con los
guanteletes, unas pisadas nerviosas y, de pronto, un lamento colectivo que
fue ganando en intensidad conforme los allí reunidos comenzaban a
descubrir que sus lenguas, secas como el esparto por el miedo, volvían a
funcionar. Fue tal el estruendo que provocaron las decenas de voces que se
alzaron a la vez, que las débiles llamas de las velas se achicaron hasta su
casi extinción, lo que ocasionó que la oscuridad se adueñara de la sala como
un reflejo del sentir de los presentes.
Muchos negaban la consecución de tal idea; otros se santiguaban
mientras quejos lamentos surgían de sus labios; algunos, los de más baja
condición, incluso se atrevieron a arrodillarse para pedir al Señor por sus
familias, sobrecogidos por el destino que les aguardaba.
De las broncas gargantas de los escasos curtidos templarios que habían
quedado en la ciudad, cuyo conocimiento de sucesos y leyendas antiguas
era prodigioso, surgieron los nombres de aquellas primitivas ciudades a las
que ahora, por ventura del Misericordioso, debían emular: Sagunto y
Numancia. Ambas unidas en la desgracia de ser asediadas por el enemigo,
fuera cartaginés o romano, ambas luchadoras y ambas prestas a inmolarse
en un gesto supremo de sacrificio colectivo antes que dejarse vencer y
sucumbir humilladas ante el juicio de la Historia. En aquellos momentos,
Tortosa podría unirse a ellas y formar una terna cuyo sino no sería otro que
perecer a sangre y fuego en aras de conservar el propio honor intacto y
glorificar al único Dios protector de sus ancestros.
—¡Jurad! —La potente voz del noble principal retumbó por toda la
estancia—. ¡Jurad sobre la cruz de vuestra espada que así se hará! ¡Es la
única salida honrosa que le queda a Tortosa! ¿Preferís acaso ver a vuestras
mujeres e hijos en manos de los sarracenos? ¿Les daríais ese ignominioso
final? ¿Esclavos de sus caprichos? ¿Sirvientes en sus casas? ¡Jurad por
Cristo nuestro señor que antes de presenciar tales deshonras escogeréis
salvaguardar el honor de vuestra sangre y de vuestro apellido!
Tras la vehemencia desesperada del discurso del prohombre, y a
sabiendas de que la decisión estaba tomada a pesar de lo descarnado de la
sentencia, las espadas se alzaron sujetas por la hoja para que todos los allí
presentes besaran la cruz y juraran por su honra respetar y defender lo allí
acordado.
Una vez el voto se hubo realizado, y mientras el conciliábulo se iba
convirtiendo en corrillos dispersos por la empedrada estancia,
subrepticiamente, la figura de un caballero abandonó el lugar sin hacerse
notar. Cabizbajo, afectado por el acuerdo hasta el punto de que sentía como
si una encarnizada garra le estuviera arañando el pecho, salió a la calurosa
noche tortosina a perderse por las callejuelas en busca de lo único que
podría sanar su espíritu dañado. La urbe dormida lo acompañó en su
devenir, protegiendo su andadura de embozados oídos indiscretos. Tortosa
se enfrentaba a su prueba más dura; pero las sombras hacía poco que habían
cubierto de oscuridad las casas y todavía se podía respirar un halo de
esperanza en ellas. Nada debía romper el hechizo nocturno hasta que los
primeros rayos de sol clarearan el horizonte. Solo una noche más de sueños
sosegados antes de que la realidad irrumpiera como un vendaval para
destruir las ilusiones de los que allí moraban. Solo una noche más para
tornar a conciliar el alma y el cuerpo. Solo una noche más para reafirmar
que los hombres y mujeres de aquellas tierras eran meros peones en la gran
obra de Dios y como tales debían someterse a su mandato. Solo eso. Solo
una noche más.
CAPÍTULO XXX

“LAIA”

Debían ser ya completas cuando por fin escuchó que alguien entraba en el
granero. Fuera estaba oscureciendo y le fue difícil distinguir la silueta de la
persona que entraba. El corazón le dio un vuelco solo de pensar que podía
ser Yusuf, mas pronto se dio cuenta de su error al advertir que era una mujer
la que encendía un cabo de vela que estaba apoyado en uno de los salientes
de fusta de aquella irregular construcción.
—¡Prya!
La romaní se giró rauda al tiempo que sacaba una pequeña daga de su
bota en un movimiento casi imperceptible para su ojo.
—Soy yo, Laia…
—¡Ay, Laia, me has asustado!
—Mis disculpas, no era mi intención, estaba esperándote aunque, si
llegas a tardar un poco más, me habría ido a casa y… —La judía se fijó
entonces en la traza que presentaba la gitana: el cabello totalmente
desgreñado y el vestido lleno de polvo y roto por algunos sitios—. ¡¿Qué te
ha ocurrido?! Tienes un aspecto horrible.
Prya miró hacia abajo para comprobar a qué venía tanto alboroto por su
indumentaria. Parecía no ser consciente del aspecto que presentaba. Cuando
se dio cuenta, intentó quitarse la suciedad a manotazos pero solo consiguió
estornudar al desprenderse el polvillo de sus ropas.
—Vengo del Coll de l’Alba.
—¿Has salido fuera de las murallas? Eso es muy peligroso, Prya.
—Tenía que hacerlo. Era una promesa. He tenido que esconderme la
mayor parte del camino para evitar las patrullas sarracenas y eludir los
caminos principales, por eso llevo las ropas sucias.
Laia se dio cuenta entonces de la tristeza que horadaba los rasgos de la
gitana, hasta sus verdes ojos parecían haber perdido el brillo fresco que los
caracterizaba. Aguardó en silencio para dejar que fuera ella la que le
explicara la razón de su desdicha, ahora patente en la forma en que sus
hombros se curvaban hacia abajo.
—Casilda está muerta —dijo por fin—, ¿sabes a quién me refiero? A la
ermitaña del Coll. La han asesinado, con un cuchillo clavado en las tripas.
—¡Ohhh, es horrible! —Laia se llevó las manos a la boca.
—La he encontrado allí, tirada en el suelo de la ermita, desangrada
hasta la muerte… Y el olor… no te puedes imaginar el hedor que
desprendía su cuerpo, debe de llevar muchos días muerta… Pobre, pobre,
Casilda… Cuando llegué me extrañó ver la puerta abierta y la llamé desde
fuera. Enseguida me di cuenta de que algo no iba bien. Fue entonces cuando
la pestilencia me arrancó una arcada que no cesó hasta que volví a salir al
exterior. No quise mirar su rostro, así que tapé su cuerpo con una raída
manta que encontré en un rincón y me marché. Ahora voy a acercarme a
contárselo a la familia. Debe recibir cristiana sepultura después de toda la
vida entregada a servir a Dios desde aquel solitario lugar.
—¿Puedo acompañarte? De todas maneras, ya me marchaba, tengo que
volver a casa antes de que noten mi ausencia. Mi esposo tenía una reunión
en casa de su padre y pronto regresará.
—¿Tu esposo? ¿Has contraído nupcias? Pero… ¿cuándo?
—Oh, no hay mucho que contar. Nuestras familias lo han arreglado todo
y hace poco más de una semana que nos unimos en una ceremonia en la que
estuvieron invitadas las familias más representativas del barrio judío. —
Laia suspiró. Recordaba ese día como si hubiera estado inmersa en una
nebulosa opaca que le impedía respirar; aun así, enmarcó en su rostro una
sonrisa mientras recibía los parabienes de todos los amigos que les
acompañaron en la ceremonia y posterior banquete. Una sonrisa que, si
alguien se hubiera fijado bien, nunca alcanzó su rostro. Sin embargo, la
noche de bodas no fue tan temible como esperaba. Su recién estrenado
esposo se portó gentilmente y no forzó la situación hasta que ella se relajó y
se encontró dispuesta para entregarse—. Benamí es un buen hombre, y
pertenece a una de las mejores familias judías —afirmó, quizás para
convencerse a sí misma que estaba haciendo lo correcto—, y me ha
prometido que, cuando la situación que está viviendo Tortosa se estabilice,
me permitirá acompañarlo en sus viajes de negocios. ¿Sabes lo que eso
significa, Prya? Podré conocer mundo y escapar de los muros de esta ciudad
por un tiempo.
La romaní, que la había estado mirando fijamente durante su discurso,
levantó sus perfiladas cejas en un ademán escéptico e inquirió:
—¿Y por qué me da la sensación de que no eres feliz? —le preguntó—.
No me malinterpretes, Laia, pero tus palabras no reflejan ilusión en tu
rostro. ¿Es por Yusuf?
—Yusuf ya no está en mi vida, él eligió un camino que yo no podía
seguir. O más bien, fue él el que no quiso seguirme a mí, y debo aceptar mi
nueva situación y olvidar. Creo que viajar me hará bien, y Benamí ha
resultado ser la clase de hombre con el que tener una vida plácida y
confortable. Con el tiempo… quizás con el tiempo… aprenda a amarle.
—Ojalá sea así. Mereces ser feliz. Y ahora pongámonos en marcha,
debo ir a ver a la familia de Casilda.
Ambas mujeres salieron del granero cuando la oscuridad ya campaba
por las calles tortosinas. Caminaron en silencio durante unos momentos,
rumiando cada una su propia desazón.
—¡Ay, Prya, casi se me olvida! Sé dónde puedes encontrar a Delila.
—¿Dónde? —A Prya se le iluminó el rostro.
—Está en casa de los Miravalle. Parece ser que la señora anciana de la
casa tiene algún tipo de amistad con Delila y la recogieron del arrabal
cuando las cosas comenzaron a ponerse difíciles. El escudero de los
Miravalle, a quien conocí en el mercado un día, me ha dicho que ella
también está preocupada por ti.
—Gracias, gracias, Laia, ya creía que no la iba a encontrar nunca.
¿Sabes dónde viven los Miravalle?
—Sí, hoy mismo he pasado por la puerta de su casa para venir hasta
aquí.
—¿Me concederías un momento mientras hablo con la hermana de
Casilda y luego me muestras dónde está la casa de los Miravalle? ¿O te urge
regresar a casa? —preguntó la gitana—. Es aquí mismo —dijo señalando el
portal que se encontraba a su derecha.
—Si no demoras mucho la conversación, te acompaño encantada.
Prya tocó a la puerta y esperaron a que abrieran. Al poco, una muchacha
se asomó cautelosa y no abrió del todo hasta que reconoció el rostro de la
romaní. Enseguida, las hizo pasar al interior de la cocina donde un
maravilloso aroma a guiso impregnaba la estancia. Las tripas de Prya
rugieron de inmediato. Sin embargo, no se demoró en evasivas inútiles y
fue muy concisa al explicar lo ocurrido a Casilda.
Laia vio cómo los ojos de la joven, Anita se llamaba, se llenaban de
lágrimas que comenzaron a derramarse sin control. Se sintió incómoda al
ser testigo del dolor de una persona a la que no conocía.
—Mi pobre Casilda —sollozó—, apenas había comenzado a
conocerla…
—Lo siento… de verdad, era una buena mujer —se lamentó la gitana.
—Tengo que comunicárselo al resto de la familia. —La joven no cesaba
en su llanto y parecía un poco aturdida. Laia se hizo cargo de la situación.
—Sentaos un momento y bebed un poco de agua —le dijo sirviéndole
de una jarra que se hallaba sobre la mesa—, daros unos minutos y luego ya
procedéis. Las malas noticias siempre pueden esperar.
—Gracias, sois muy amable.
Anita bebió con sorbos trémulos tratando de no derramar el líquido. Las
manos le temblaban al hacerlo y no conseguía detener los hipidos
acongojados que le cerraban la garganta. Al rato, pareció que el llanto
descontrolado se apaciguaba y le devolvía un tanto la calma perdida.
—Mi pobre Casilda —repitió—, con todo lo que ha sufrido… quizás
ahora pueda descansar en paz. Obligaré a mi hermano a que le dé sepultura
junto a mi madre, creo que ella lo hubiera querido. Siempre se arrepintió del
trato que se le dispensó en la familia, me lo dijo en su lecho de muerte, en
uno de sus momentos de lucidez, pero mi padre jamás le permitió que
tuviera contacto con ella desde entonces. ¿Y sabéis que más me dijo? —
refirió mirando a Prya—, era lo que quería contarle cuando te envié en su
busca: que su hijo vivió, que la engañaron para que pensara que había
muerto durante el parto, que ella no supo hasta años después que la partera
pagada por mi padre para que se deshiciera de lo que él consideraba fruto
del pecado se llevó al niño y lo entregó a una familia andalusí que no podía
tener hijos. Mi madre, una vez lo supo, y aunque hacía años desde el
nacimiento, estuvo indagando por el zoco hasta que se enteró de qué familia
se trataba. Me dijo que no le hizo falta más que ver al muchacho para saber
que era su nieto. El chiquillo, de nombre Yusuf, se parecía mucho a Casilda
cuando era niña. Desde entonces, y a escondidas del resto de nuestra
familia, se dedicaba a pasearse por el zoco con la esperanza de verlo y,
cuando lo hacía, simplemente lo observaba y se complacía de ver crecer a
su nieto aunque fuera en la distancia.
Laia, quien había estado escuchando con mediano interés el monólogo
de Anita, ya que no sabía muy bien a qué se estaba refiriendo cuando
hablaba sobre un fruto del pecado, se envaró al conocer el nombre del
muchacho. Yusuf, había dicho la joven. El corazón le dio un vuelco. Prya,
que también expresó reconocimiento gestual al oír el relato, la miró y
ambas se comunicaron en silencio.
—¿Te refieres a Yusuf, el hijo de los comerciantes de alfombras? —
preguntó la romaní.
—Sí, él mismo, ¿lo conoces?
—Baste decir que sé quién es —dijo ambigua—. Nos vas a excusar,
Anita, pero tenemos que marcharnos, es muy tarde ya.
—Oh, sí, claro, gracias por todo Prya, no sé cómo podré pagarte lo que
has hecho por mí. Toma estas monedas, te las has ganado —le agradeció
sujetando su mano para depositarlas en ella—. Encantada de conoceros,
Laia.
Cuando Laia y Prya volvieron a estar en la calle, esta última le desgranó
la triste historia de Casilda y el hijo nacido de un amoroso desliz que creyó
muerto durante el parto. A Laia se le encogió el corazón, no tanto por las
desventuras de la ermitaña, a la que no conocía, sino por la mentira en la
que había vivido Yusuf toda su vida.
Ambas mujeres se despidieron en un cruce de calles, cada una para
dirigirse a su destino.
CAPÍTULO XXXI

“MARINA”

Un roce furtivo se dejó escuchar a los pies de la cama. Marina, que se


encontraba en ese punto intermedio en el que el sueño todavía no ha
aparecido pero la realidad se va desdibujando, se incorporó de golpe con el
corazón sobresaltado latiendo raudo en su pecho, al tiempo que escudriñaba
con insistencia las sombras de la alcoba hasta topar con un bulto negro cuya
silueta se recortaba contra el leve resplandor de la luna que entraba por la
ventana.
—Siento haberos despertado. —La amada voz de Bernat le devolvió la
serenidad a su espíritu.
—No dormía todavía… aguardaba vuestro regreso. —Marina alzó las
cobijas del lecho—. Venid, mi señor, debéis estar agotado…
—Dormid vos, mi señora, el sueño se me presenta esquivo hoy.
El tono de voz de su esposo, entre triste y derrotado, alertó a la dama de
que algo grave ocurría. Normalmente, una invitación a su cama no solía ser
rechazada aun cuando eran pocas veces las que ella se decidía a hacerlo. En
temas amorosos, prefería que fuera él quien llevara las riendas y la
conminara a ello. No era un acto que precisamente le agradara sobremanera,
aunque en los principios se había dedicado a él en cuerpo y alma esperando
que la consumación diera sus frutos y su vientre se llenara de vida. Con el
paso del tiempo, al ver que eso no sucedía, los encuentros se volvieron más
esporádicos, menos solícitos, y el amor, aunque fuerte, más sosegado.
—Temo que también para mí va a ser esquivo, Bernat. Venid, si os
place, y contadme aquello que ahora os atribula. —Las mantas seguían
mostrando un acogedor hueco en el que acomodarse, así que finalmente, y
con un suspiro resignado, su esposo se deshizo de la túnica y de las calzas,
acurrucándose sobre el pecho de Marina.
—Ay, mi señora…
—Decidme qué os acongoja.
—No debo… He prometido guardar secreto sobre ello, he jurado sobre
mi espada… Siento defraudaros, pero no lo consideréis un signo de
desconfianza, hay cosas que no pueden desvelarse por mucho que desee
hacerlo. Ahora, solo necesito el sosiego de la noche y, si así me lo
concedéis, también vuestro calor.
—Sabéis que podéis confiar en mí, ¿verdad? Sin embargo, respeto
vuestro juramento, sé que sois hombre de honor y vuestra palabra de
caballero os obliga a ello.
—Gracias, sois muy comprensiva —dijo Bernat abrazándola fuerte.
Durante unos minutos, se mantuvieron en silencio; él aferrado a su
cuerpo como si creyera que iba a escapársele de entre las manos, ella
acariciando los rizos negros del hombre para tranquilizar aquella congoja
que notaba en la pétrea rigidez de sus ademanes. Sin embargo, Bernat no
terminaba de calmarse y se rebullía en sus brazos como si no encontrara
acomodo. De pronto, en la intimidad del abrazo, lo sintió sollozar
quedamente sobre su regazo.
—¿Qué os ocurre, amor mío?
—Ay, Marina, no debo contároslo, pero me es imposible no hacerlo.
Romperé mi juramento por el amor que os profeso y que Dios me perdone
por ello.
Comenzó entonces a desgranarle todo lo sucedido en la reunión
mantenida en la Zuda y cómo habían empeñado la palabra en cumplir lo
que a él mismo le parecía una monstruosidad. Marina estuvo escuchando
con atención el relato, primero interesada, luego curiosa y finalmente
horrorizada. ¿Cómo podían los hombres ser capaces de llegar a esa perversa
solución? Por muy desesperada que fuera la realidad, ¿acaso no tenían ellas,
las mujeres, derecho a decidir también por sí mismas? ¿Tenían que
obedecer sin condición y permitir que, tanto sus hijos, como ellas mismas,
fueran asesinadas a manos de sus seres queridos? ¿Consentir tal aberración?
¿Y no iba eso en contra de los designios del Hacedor, pues era como si
aceptara darse muerte por su propia mano? Marina estaba indignada. O más
bien enfadada, pero en ese momento quiso guardarse su rencor para ella y
dejó que Bernat se desahogara. Luego, pareciendo que buscaba la
redención, le permitió que entrara dentro de ella y desfogara su instinto
acongojado hasta que culminó, quedándose inmediatamente después,
dormido sobre ella.
Desvelada por tan funesta confesión, cuando lo sintió roncar en un
sueño profundo, deslizándose con cuidado optó por salir del lecho. En esos
instantes mientras aguardaba a que él cayera en un hondo sopor, se atrevió a
pergeñar una idea que, debidamente expuesta, podía ser la solución a ese
problema. No obstante, sola no podía hacerlo. Necesitaba de la connivencia
del resto de mujeres de Tortosa.
Se puso el vestido a tientas, sin llegar a encender la vela que estaba
sobre la mesita junto al lecho, y salió sin hacer ruido de la habitación. Una
vez en el pasillo, se entretuvo unos momentos para pensar cómo proceder;
dio unos pasos hacia la alcoba de su madre, aunque finalmente, creyó más
oportuno despertar a Ona, pues a pesar de sus ya ancianos años, seguía
siendo igual de resolutiva que cuando era una jovencita.
—Ona, Ona… —Trató de despertarla.
—¡Mi señora, me habéis asustado! ¿Qué ocurre?
—Baja la voz y atiéndeme, Ona, necesito tu ayuda —le susurró.
Ona, incorporándose del lecho, prestó sus oídos a las palabras de la
dama.
—Vístete y ve a tocar a la puerta de nuestras vecinas. Diles que algo
grave ha ocurrido y que necesitamos de su ayuda en la iglesia de San
Miguel de los Templarios. Que se den prisa, pero que lo hagan en secreto,
que sus esposos no sepan que las hemos conminado a ello y que corran la
voz para que el mayor número de mujeres se reúnan con nosotras en el
templo.
—Pero, mi señora…
—No hay tiempo para explicaciones, Ona, por favor haz lo que te digo.
Diles que la señora de Miravalle las emplaza a ello y que es una cuestión de
vida o muerte. —Marina confiaba en que la criada haría todo lo posible por
cumplir su mandato—. Diles que no se demoren y recuérdales que guarden
cautela sobre esta convocatoria. Nadie tiene que enterarse.
—¿Y la señora Adelina?
—De mi madre ya me encargo yo, no te preocupes por ella —dijo
taxativa—. Reúnete con nosotras en la iglesia cuando hayas acabado.
Salió sin esperar respuesta de Ona dirigiéndose hacia la alcoba de
Adelina. Esperaba que esa noche no hubiera trasegado mucho vino y así
pudiera despertarla lo más rápido posible. Cada minuto contaba.
—Madre, necesito de vuestro consejo —pidió Marina una vez que
consiguió que Adelina estuviera lo suficiente espabilada como para referirle
el insólito problema con el que se había topado. Durante unos largos
minutos, le estuvo exponiendo el suceso que Bernat le había relatado,
mientras su progenitora renegaba por lo bajo de la incapacidad de los
hombres a la hora de enfrentarse a los grandes dilemas de la vida. La
espada, y no la razón, era la que solía gobernar sus actos. Madre e hija,
ambas con el mismo carácter que rozaba una encendida soberbia, no
llegaban a entender esa querencia de los hombres por destruir todo lo que
de bueno tenían a su alcance, y siempre habían sentido que, su
entendimiento a la hora de superar dificultades, era mayor que el de
cualquier hombre, aunque también ambas se guardaban muy bien de
manifestar de forma explícita sus pensamientos, pues la comunidad en la
que vivían no admitía dichos razonamientos en una mujer. Por tanto, habían
de ser más listas y convertir sus juicios en meras sugerencias y sutilezas que
dejaban caer aquí o allá para conseguir ser escuchadas, y luego aceptar que
fueran los varones los que creyeran que tales sugerencias habían salido de
sus propias entendederas.
Cuando acabó su relato, Adelina cogió la mano de Marina y se la apretó
con cariño.
—No necesitas de mi consejo, Marina, yo no he criado ni a una medrosa
ni a una majadera y no precisas de más apoyo que el de tu propio juicio y
razón. Si eres fiel a eso, no habrá yerro en tu proceder, ni tacha por la que
padecer. Tortosa requiere más que nunca que sus moradoras mantengan el
coraje y la dignidad. Está reclamando nuestro valor y nuestra entrega.
Adelante pues, hija mía, la historia sabrá juzgar el sacrificio de las mujeres
tortosinas que quieran comprometerse para salvar el honor de un pueblo.
—Gracias, madre.
—Has hecho lo correcto, Marina, y estoy orgullosa de ti —le dijo
acariciándole el cabello en una muestra de cariño inusual en su
temperamento. Poco se prodigaba Adelina en esos menesteres—. Ahora,
ayúdame a vestirme y vayamos a esa iglesia. Necias serían las mujeres de
esta ciudad si desoyeran lo que tienes que decirles.
CAPÍTULO XXXII

“GUIOMAR”

Entró en el templo de piedra oscura sobrecogida por la solemnidad que


desprendía el interior de la construcción. Envuelto en tinieblas y de
arquitectura severa, lo sustentaban robustas columnas que parecían querer
alcanzar al cielo. Al fondo, sin más adorno, una figura inmensa de Cristo en
la cruz presidía el lugar, testigo silente de la futilidad de la existencia
humana. Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza, siempre le ocurría igual
al acceder a aquel lugar de oración, quizás porque, sabedor de sus pecados,
el Altísimo la prevenía de su disipada moral en alguna de las cuestiones que
ocultaba su corazón y la invitaba a la reflexión y al arrepentimiento. Pero
ella no se arrepentía, por más que lo intentaba no lograba encontrar ese
sentimiento en su interior y ese mero pensamiento la hacía, al tiempo,
sentirse culpable.
Avanzó por el pasillo central mirando a su alrededor. Muchas mujeres
ya ocupaban los bancos más cercanos al altar, así lo atestiguaba el rumor de
las conversaciones en voz baja que mantenían entre ellas. Guiomar sabía
que, al igual que ella, se estarían preguntando por qué la señora de
Miravalle había convocado aquella especie de intriga nocturna dirigida solo
a oídos femeninos. Esperaba que no la hubiera hecho salir de la cama por
cualquier cuestión nimia, aunque con Marina nunca se sabía, siempre tan
recta, tan decente, tan caritativa, tan arrogada al protagonismo… «¡Maldita
fuera esa envidia que la corroía cada vez que pensaba en su vecina!», se
fustigaba mentalmente. Sacudiendo la cabeza para borrar el pensamiento, se
acercó hasta el primer banco, el más cercano al Cristo, desafiando esa
mirada acusadora que siempre percibía ante su omnipotente presencia.
Las mujeres seguían llegando y el murmullo de sus cuchicheos iba
aumentando de volumen. Guiomar comenzó a dar golpecitos con el pie en
el suelo por la impaciencia, tenía sueño y estaba incómoda por el desaliño
de sus ropajes pues apenas le había dado tiempo a arreglarse tras la urgencia
de la llamada. No le agradaba salir de casa sin presentar un aspecto pulcro y
cuidado.
Los susurros pararon de golpe y un silencio espectral se dejó sentir por
cada rincón del templo. Guiomar giró la mirada para ver qué ocurría y, muy
a su pesar, quedó muda por la impresión. La señora de Miravalle hacía su
entrada; caminaba solemne con paso lento por el pasillo central y parecía
que la escasa luz de las pocas teas que ardían trémulas en algunas de las
columnas, convergían en su figura. Un halo de gracia parecía rodearla
destacando el azul de su vestido y el brillo de sus cabellos trigueños, al
igual que la liviandad de su menudo y espigado cuerpo. La envidia muda
tornó de nuevo a pincharle el pecho al contemplar tal dechado de perfección
en su odiada vecina. Volviendo la cabeza otra vez hacia el altar en pertinaz
rebeldía, aguardó a que Marina llegara hasta esa posición mientras el
silencio del resto de mujeres la acompañaban en su caminar.
Tras unos instantes que se le hicieron eternos, sintió que alguien se
acomodaba a su lado haciendo crujir el banco en el que estaba sentada.
Adelina, con todo su enérgico volumen, también quería estar en primera fila
para no perder detalle alguno de lo que iba a acontecer; con ella, también se
sentaron la criada y la vieja sarracena que parecían haber adoptado. Las
saludó con un seco movimiento de su barbilla y volvió la vista al frente,
donde ya Marina se hallaba parada con la mirada dirigida hacia todas las
mujeres que abarrotaban el templo.
—Mis señoras —comenzó la de Miravalle—, os he reunido aquí hoy
porque he tenido noticias de una serie de hechos muy graves que nos
afectan a todas e, incluso, ponen nuestras vidas en peligro. Las nuestras, las
de nuestros hijos y también las de nuestros mayores.
El bisbiseo tras sus primeras palabras comenzaba a escucharse de
inmediato, aunque ella lo acalló rauda tan solo alzando una mano. «¿Qué
poder tenía esa mujer para que con solo un gesto todos la respetaran?», se
preguntó Guiomar, volviendo a sentir esa renuente animosidad contra la
perfección de su vecina.
—Os ruego que me escuchéis, vecinas, y que entre todas dirimamos
cómo solucionar este infeliz agravio que os ha hecho salir de vuestros
lechos y que me hace estar hoy aquí, hablándoos frente a frente y poniendo
mi corazón en el empeño.
Comenzó entonces Marina a desgranar una historia que a Guiomar le
pareció harto increíble. No podía creer lo que estaba oyendo, no podía
imaginar que los hombres fueran tan necios como para querer que sus
esposas e hijos pequeños murieran a sus manos para luego ellos salir al
campo de batalla a morir a sangre y fuego. ¿Tan desesperada era la
situación? ¿Tan pesimista era su visión de lo que estaba por venir? ¿Y cómo
podían haber convenido tal acuerdo y mantener la conciencia tranquila?
Con ese juramento atentaban contra Dios y sus designios, era una
insurrección maldita contra el cielo y su divina providencia, un desafío
infame contra las leyes que debían regir a las almas unidas por la fe de
Cristo… Pero, sobre todo, era una locura sinsentido que acarreaba la
pérdida de aquellas personas a las que se amaba, la razón de ser de sus
propias existencias.
Esta vez, las voces de las mujeres se elevaron hasta alcanzar el techo del
templo, reverberando entre los capiteles cual zumbido de abejas, algunas
increpando respuestas a Marina, otras en corrillos exaltados en los que se
hablaba a la vez sin orden ni concierto. Guiomar, sin embargo, con fingida
entereza, permaneció muda elucubrando tamaña majadería con la bilis
enrabietada tratando de surgir de su boca.
La de Miravalle tuvo que alzar las manos hacia el cielo y elevar la voz
pidiendo tranquilidad para que el silencio volviera a reinar en la iglesia.
—No puedo creer lo que decís, es imposible que nuestros hombres
hayan tomado tan disparatada decisión —dijo Guiomar cuando el silencio
se hizo de nuevo y antes de que Marina tomara la palabra otra vez—, ¿de
dónde habéis sacado esa información?
—Conocer quién me ha narrado el suceso no enmendará el daño que
esto puede ocasionar a nuestras familias, lo que ahora necesitamos es algún
remedio que pueda frenar este desatino. ¿Quién de vosotras es capaz de
ayudarme para encontrar una solución? —Marina pareció obviar
deliberadamente la pregunta de Guiomar dirigiéndose al resto de mujeres en
la sala.
Nuevamente, las voces llenaron el templo en diversa algarabía; unas de
estupefacción, otras de ira, algunas balbuceando entre lágrimas y las que
más, rezando improvisadas plegarias a Dios mientras se mesaban los
cabellos con desesperación. Ninguna de ellas acababa de creerse lo que
terminaban de escuchar, ninguna quería pensar que sus esposos, padres o
hermanos hubieran podido acordar tan drástica resolución para el conflicto
que amenazaba Tortosa.
Ante la incontrolable algarabía, una rotunda voz alcanzó a elevarse por
encima de las demás.
—¡No permitiré que me inmolen como si fuera un cordero dispuesto
para el sacrificio! ¡Antes, me visto con los pertrechos de mi difunto esposo
y que me maten los moros, pero con una espada en la mano! —La que así
proclamaba sus intenciones era la panadera. Viuda desde que su esposo
tomara parte en la conquista de los cristianos hacía unos meses, trataba de
sobrevivir manteniendo el negocio familiar que había establecido su marido
para alimentar a los cuatro niños con los que Dios la había bendecido. Era
una mujer de grandes proporciones, con un rostro equino del que sobresalía
una mandíbula cuadrada que la hacía parecer un hombre y con un carácter
que podía pugnar con el mismísimo demonio. Los pilluelos no osaban si
quiera acercarse a su puesto en el mercado para sisar alguna hogaza porque
sabían que se verían con un chichón en la testa fruto del robusto cucharón
de madera que la buena mujer utilizaba para remover la masa.
El contenido de su discurso pareció animar a otras mujeres, que dieron
su aprobación a tales palabras jaleándolas con sus gritos y asentimientos.
Otras, más comedidas, callaban y aguardaban, y las que menos, perdían los
ojos en el duro suelo de piedra con el frío miedo dibujado en sus facciones.
Guiomar, harta ya de las fantasías guerreras de la panadera y la anuencia
de algunas por seguirla, decidió intervenir tratando de zanjar ese
despropósito de un plumazo. Por supuesto, ella no iba a permitir que Guifré
le pusiera un dedo encima, pero vestirse de hombre para salir al campo de
batalla era la necedad más grande que había oído en su vida.
—¿Habéis perdido el seso? —preguntó levantándose de su asiento y
mirando de frente a la panadera, cosa que pocos solían hacer—. ¿De verdad
estáis proponiendo que nos pongamos yelmo y cota, cojamos una espada y
salgamos a campo abierto a morir como conejos? ¿Acaso alguna de
vosotras ha manejado una espada alguna vez en su vida?
Las voces enmudecieron, aunque la mirada testaruda de la panadera le
indicó que seguía abismada en su porfía.
—Vosotras, las damas nobles, podéis quedaros al resguardo de vuestras
riquezas y posesiones si así lo deseáis y esperar a que vengan a mataros o a
que vuestros esposos paguen a los sarracenos por poneros a salvo —
perseveró la tahonera con terquedad—; pero nosotras, las que sacamos
adelante a nuestros hijos con el sudor de la frente, no vamos a aguardar tal
desenlace sin luchar. De nosotras nadie se va a apiadar, así que… ¡mujeres
de Tortosa!, ¡¿estáis conmigo?!
Un clamor surgido desde las últimas filas de bancos de la iglesia, donde
se encontraban las féminas de la más baja condición, ovacionaron con
entusiasmo las palabras de la mujerona. Guiomar, con la barbilla altiva sin
dejarse amilanar, miró de frente a aquel tumulto y reprodujo en su rostro
todo el desprecio que pudo acumular antes de volver a hablar y recriminar a
aquella perturbada que siguiera empeñada en llevar a cabo tamaña locura.
Sin embargo, antes de que le diera tiempo a pronunciar la primera palabra,
la modulada voz de Marina se dejó oír entre el tumulto general.
—¡Es una magnífica idea! —Sus palabras, acompañadas por una
sonrisa impresa en sus labios, consiguieron acallar el vocerío de las
presentes en el templo. Todas se volvieron hacia ella. Guiomar la primera,
pues no terminaba de creerse lo que acababa de escuchar—. Os doy las
gracias, Caterina, pues soy de la opinión de que vuestro ingenio nos acaba
de dar la solución que buscábamos.
La panadera, henchida de orgullo porque una señora de noble cuna
estuviera elogiando su idea y, además, llamándola por su nombre, se
sonrojó hasta la raíz de sus hirsutos cabellos marrones y se alisó el corpiño
del vestido para adecentar su apariencia como si de un cortejo se tratara.
Guiomar no podía entender como aquella mole de lengua viperina se había
convertido en una dulce muchacha ruborizada en cuestión de unos instantes.
De nuevo, cuando ya se levantaba para discutir lo absurdo de aquella
sinrazón, la mano alzada de Marina la detuvo, originando que el odio
contenido de Guiomar alcanzara cotas más elevadas de lo habitual. Aun así,
para no desmerecer sus exquisitos modales de alto linaje, pues no le habría
importado sacar las uñas y borrar de un zarpazo la condescendencia del
rostro de su vecina, se tragó la bilis y volvió a ocupar su asiento,
aguantando al tiempo la mirada de suficiencia que le dispensaba la anciana
señora de la casa de Miravalle que se hallaba sentada a su diestra. Ya habría
tiempo para la venganza.
—Escuchadme, mujeres de Tortosa —oyó proseguir a Marina mientras
rumiaba su desagravio—, escuchad lo que os voy a decir porque nos va la
vida en ello…
Y, con calculada seguridad en sus palabras, comenzó a desgranar un
plan que, a pesar de que podría parecer absurdo, quizás podría funcionar.
CAPÍTULO XXXIII

“PRYA”

Dudó sobre lo oportuno de entrar en la iglesia o esperar un rato más por los
alrededores, no quería inmiscuirse en asuntos que no eran de su
incumbencia. Pero, tras encontrarse la puerta de los Miravalle cerrada a cal
y canto, su reencuentro con Delila tuvo que esperar. Sin rumbo fijo, anduvo
entonces vagando por las calles sin saber muy bien a dónde ir, hasta que
topó con un grupo de mujeres que la instaron a seguirlas hasta la iglesia de
San Miguel de los Templarios. Parecía ser, le explicaron, que la dama de
Miravalle había convocado una reunión de urgencia en la que solo las
mujeres estaban invitadas. Por curiosidad más que por ganas, decidió
acompañarlas hasta la puerta del templo. Aunque no entró. No sabía si sería
bien recibida, al fin y al cabo ¿quién era ella? Solo una pordiosera sin techo
bajo el que cobijarse y que sobrevivía de las miserables limosnas que algún
alma caritativa le proporcionaba de cuando en cuando.
Acercándose al portón de entrada de la iglesia, puso la oreja sobre la
madera. Dentro, una cacofonía de voces alteradas se dejaba escuchar
consiguiendo que Prya recelara aún más de la conveniencia de entrar.
Finalmente, tras un breve titubeo, optó por asomarse al edificio. Si algo
grave ocurría —y así debía ser pues aquella reunión era del todo inusual—
ella tenía que estar al tanto, y más en los tiempos que corrían.
Con cautela, introdujo la cabeza por el portón de entrada y miró hacia el
interior. El nerviosismo general era patente. Las voces se solapaban unas
por encima de otras, no permitiendo entender muy bien qué sucedía. La
mayoría de las mujeres se encontraban sentadas en los bancos de madera,
aunque algunas se habían alzado formando corrillos en los que se
murmuraba por lo bajo. Aparte, aquellas que no habían tenido sitio donde
sentarse permanecían en los pasillos laterales también en corrillos
conspirativos.
Se arriesgó a traspasar el umbral ya que en ello nada perdía. Lo único
que le podía pasar es que la expulsaran de la reunión de malos modos y a
eso estaba más que acostumbrada. Decidió acercarse hacia el fondo, donde
una mujer de cabellos claros trataba de calmar los ánimos de las presentes
desde la zona delantera del altar, y así enterarse de qué sucedía. Colándose
por detrás de una columna, enfiló por el pasillo de la izquierda, el que
parecía más despejado, y caminó despacio ocultándose todo lo que pudo en
la oscuridad que proporcionaban las cómplices sombras de algunos puntos
en los que la luz de las teas no alcanzaba.
Entonces la divisó. El color pajizo de su cabello era inconfundible a
pesar de que solo unos mechones escapaban por debajo de la capucha que le
ocultaba la mayor parte del rostro. Se encontraba algo apartada de un
reducido grupo de mujeres de edad avanzada que murmuraban con las
cabezas muy juntas, cual novicias en un convento. Su mirada, por contra,
parecía perdida en algún lugar ajeno a lo que allí en el templo se barruntaba.
Se acercó por detrás de las columnas para no ser vista hasta que estuvo
a pocos pies de la muchacha. Entonces, le chistó.
—¡Prya! —exclamaba con sorpresa Margarida, aunque su voz de niña
no alcanzó al resto de mujeres.
Prya, cogiéndola del brazo, la empujó hasta que ambas quedaron ocultas
bajo el amparo que proporcionaban las sombras de la columna.
—¿Qué está ocurriendo aquí?
Sin embargo, antes de que Margarida contestara, la romaní entrevió,
entre el tejido de la capucha, que la muchacha presentaba unos enormes
cardenales en el ojo y la mejilla derecha. Aquello la enfureció.
—¡¿Qué te ha hecho ese maldito?! —le espetó furiosa.
—¡Chisss!, Prya, por favor, baja la voz —rogó mirando hacia atrás con
miedo. Su piel parecía translúcida de lo pálida que estaba—; mi suegra está
ahí mismo.
—Que Dios la maldiga a ella y al vástago de su vientre.
—Por favor… no deben oírnos.
—¿Hasta cuándo vas a permitir esto? ¿Hasta que de un mal golpe te
mate?
—Por favor… —Prya percibió entonces que la muchacha se
tambaleaba, y al fijarse en su boca trémula y sus ojos vidriosos, supo que
estaba al borde del desmayo.
—Ven. Salgamos de aquí. —Sin dejarla reaccionar y tomándola del
brazo, se alejaron hacia la puerta. Prya miró atrás con precaución para
cerciorarse de que nadie se daba cuenta de su ausencia, pero la suegra
parecía muy interesada en lo que fuera que se estaba diciendo en aquella
reunión y se había olvidado de su nuera.
—No puedo irme, si se da cuenta de que no estoy irá a contárselo a
Godfredo y él…
Pero Prya no le hizo caso y siguió tirando de ella hasta que estuvieron
fuera de la iglesia.
—¡Para, para… por favor! —gemía al borde del llanto la joven rubia.
Sin embargo, la gitana estaba tan imbuida en la rabia que continuaba
arrastrándola sin recato y no paró hasta que sintió que a Margarida le
fallaban las piernas al introducirse por las callejas colindantes al templo.
Volviéndose entonces hacia ella, se fijó en que estaba muy pálida y
temblorosa. Entonces, sin pensarlo, la cobijó en su pecho, abrazándola con
fuerza, con una mezcla de furia y anhelo que también terminó por hacerla
temblar a ella.
Cuando ambas mujeres por fin se tranquilizaron, se miraron
avergonzadas a los ojos. Margarida fue la primera en agachar la cabeza,
pero el dedo de la romaní bajo la barbilla se lo impidió. Luego, sin que
ninguna de las dos lo esperara ni lo meditara, la boca de Margarida se
acercó a la de Prya y sus labios se acariciaron con un suave roce que no
duró más allá de un efímero instante, pero que produjo una firme
conmoción en sus corazones. Una vez que ambas se percataran de lo que
acababan de hacer y del infame pecado que aquello conllevaba, se apartaron
azoradas sin saber muy bien cómo comportarse.
Fue Prya la primera en reaccionar. No quería pensar en lo que terminaba
de suceder, por lo que revisó en su mente lo prioritario en esos momentos.
Su instinto le advertía de lo peligroso de la situación, así que tenían que
tomar una decisión y debían hacerlo ya.
—¿Está tu esposo en casa?
—Eh… No… no creo… él debe andar resguardando las murallas…
—Bien. Vamos a tu casa —le indicó mientras volvía a tirar de su brazo
en dirección a la vivienda de Margarida—. Allí pensaremos qué hacer.
—Pero…
Prya le chistó para que guardara silencio y continuó camino hacia la
casa obcecada en perder el mínimo tiempo posible. Mientras tanto, iba
pergeñando un plan con el que salir airosas del asunto. Sabía que en cuanto
la suegra de la joven se diera cuenta de su ausencia en la iglesia, pondría el
grito en el cielo y, casi de inmediato, las noticias llegarían a oídos de aquel
hombre ruin. El tiempo era esencial.
Una vez entraron en la vivienda notó que Margarida se encogía
temerosa, reacia a dar un paso más hacia el interior. Prya se enfureció por
su cobardía y la instó a continuar empujándola con firmeza por los
hombros.
—Sube a tu alcoba y recoge tus cosas. Solo aquello que puedas cargar.
Hoy será la última vez que pises esta miserable vivienda.
Margarida la miraba con los ojos desorbitados, sin acabar de creer lo
que estaba escuchando.
—Pero…
—Vamos, Margarida, no tenemos tiempo; pueden venir en cualquier
momento…
Aquello pareció ser el acicate que necesitaba, aunque a la gitana, visto
el comportamiento errante de la otra, se inclinaba a pensar que la joven no
era del todo consciente de lo que le estaba pidiendo.
Ya en la alcoba, la muchacha rubia comenzó a sacar del arcón varias
prendas que arrojaba al suelo sin mucha atención. Prya la dejaba hacer,
aunque no entendía muy bien qué pretendía con ese comportamiento. Debía
de estar cogiendo lo necesario y haciendo un hatillo con ello. Sin embargo,
aquello pareció provocar una especie de catarsis pues, de pronto, dejó de
sacar ropa del arcón y se volvió hacia ella.
—No sé qué estoy haciendo… no puedo irme, ¿cómo voy a irme? Soy
su esposa y juré ante Dios que estaría con él el resto de mi vida.
Deshonraría a mi familia si me marchara.
—Margarida…
—¿No lo entiendes? No puedo, no puedo…
—Sí puedes.
—¡No! ¡Estás loca! —gritó fuera de sí—. ¡Nos buscará! ¡Nos buscará y
nos matará!
Margarida comenzó a mesarse los cabellos, girando la cabeza de un lado
a otro en señal de negación mientras se retorcía los mechones que
escapaban ya alborotados de su cofia. Las lágrimas corrían libres por sus
mejillas. Prya trataba de acercarse a ella, pero la joven se alejaba cada vez
que ella lo intentaba. Al final, acorralada ya entre la pared y el lecho, Prya
pudo cogerla de las manos para intentar tranquilizarla.
—¡No puedo! —repetía sin descanso—. ¡Nos matará!
La romaní, apiadándose del terror de la muchacha, volvió a abrazarla al
igual que había hecho por las callejuelas de Tortosa. Y, aunque Margarida
quiso apartarla en primera instancia, poco a poco fue dejándose llevar hasta
que terminó llorando en su hombro todas sus desdichas.
En esa tesitura andaban cuando una voz potente les desbocó el corazón.
—¡Ramera del demonio! —Godfredo se hallaba en la puerta de la
alcoba observando furioso a las dos mujeres. Margarida, al escuchar su voz,
se deshizo de los brazos de Prya trastabillando aterrorizada al dar varios
pasos atrás al tratar de alejarse lo máximo posible del alcance de su esposo.
La gitana, sin embargo, no dudó en encarar el peligro y deslizó su mano
hacia la bota para sacar la pequeña daga que siempre ocultaba en ese lugar.
Pero no le dio tiempo.
Godfredo, a pesar de los pertrechos metálicos que lo recubrían,
moviéndose muy rápido, pronto estuvo encima de Prya asiéndola por el
cabello con un fuerte tirón. La romaní cayó al suelo, dolorida por el golpe
brusco que sufrieron sus rodillas contra el suelo e intentó zafarse del agarre.
No obstante, no pudo lograrlo; aquel ruin la tenía bien aferrada pues había
enredado el cabello de la joven en su puño y con uno de sus pies aplastaba
su vestido para inmovilizar sus movimientos.
—¡Ni se te ocurra moverte! —gritó furibundo a su esposa señalándola
con el dedo—. Primero voy a encargarme de esta bruja harapienta y luego
tú y yo mantendremos una interesante charla sobre cómo debe comportarse
una buena esposa.
Prya, viendo que Margarida se encogía intentando desaparecer, sintió
impresa en sus ojos la derrota y la resignación por lo que vendría. Y no
pensaba permitirlo. Se revolvió con furia a pesar del dolor en su cuero
cabelludo al estirar la cabeza hacia adelante. Necesitaba alcanzar su bota
para coger la daga y defenderse. No pudo. Con una risa siniestra, el hombre
la arrastró por el pelo hacia el arcón y la alzó hasta ponerla boca abajo
encima de la fría madera. Era muy fuerte, un soldado curtido en decenas de
batallas y su peso superaba con creces la pequeñez de la gitana. Sin
embargo, ella peleaba sin descanso, intentando quitárselo de encima,
consiguiendo solo que él la golpeara con el puño en su cabeza dejándola
medio aturdida.
—Vas a arrepentirte de tus pecados, bruja —le susurró al oído
posicionando su cuerpo sobre el de ella. Prya sintió que se moría, aquello
no podía estar pasándole otra vez, y más cuando notó como él le levantaba
los pliegues del vestido e intentaba abrirle las piernas. Luchó y luchó, pero
el hombre no daba tregua, hurgando ya con sus fríos dedos en sus entrañas.
De repente, Prya comenzó a sentir todo el peso del soldado sobre ella,
aplastándola hasta el ahogo, mientras lo escuchaba gemir. Y luego, nada, ni
un movimiento, solo una sensación húmeda y caliente que comenzó a notar
deslizándose por su cuello.
—¿Pr… Prya…?
Al escuchar la voz trémula de Margarida, la romaní hizo un esfuerzo
para moverse y, al instante, el cuerpo que estaba encima de ella rodó hasta
dejarla libre. Aturdida y sin saber muy bien qué había pasado, Prya miraba
confusa a su alrededor. El hombre había caído a los pies del arcón y no se
movía. Entonces, vio que Margarida estaba a escasos pies de ella, con el
rostro oculto por el cabello mientras dirigía la vista hacia la figura yacente;
pero fue al reparar en sus manos cuando comprendió qué había sucedido.
La joven rubia tenía asido con fuerza, tanta que los nudillos los tenía
blancos, un hierro de atizar las brasas en la chimenea que en su punta
presentaba un color más rojizo que en el resto de su largura. Al fijarse bien
en el hombre tendido a sus pies, comprendió al fin lo ocurrido. De la parte
trasera de la cabeza del hombre manaba abundante sangre, y hueso y pelo
se mezclaban con ella. Estaba muerto.
Con cuidado, se levantó del arcón y rodeó el cuerpo tendido para
acercarse a Margarida. Esta parecía que no reaccionaba. Solo lo hizo
cuando Prya estuvo a escasas pulgadas de ella, moviéndose para apartarse
con los ojos desorbitados por el miedo.
—Chisss, tranquila… Margarida… soy yo, Prya… —Poco a poco la
muchacha volvió en sí y dejó que la gitana le quitara el hierro de las manos.
Después, ambas trémulas, se abrazaron de nuevo—. No te preocupes, todo
va a salir bien.
Un grito desgarrador desde la puerta las sobresaltó y Prya, esta vez más
rápida, echó mano de la daga que ocultaba. En el umbral de la alcoba, la
madre de Godfredo miraba horrorizada la escena gritando a pleno pulmón.
Pronto, unos sonidos de pasos apresurados se escucharon por la escalera
seguidos de voces airadas de hombres.
La romaní no lo pensó. Cogiendo a Margarida por el brazo, la arrastró
hasta el balcón de la vivienda. Tras abrir los postigos y comprobar la altura,
obligó a la joven a saltar y ella lo hizo después. Al volverse hacia la casa
mientras atravesaban el patio para salir en busca de las calles de la ciudad,
Prya pudo ver dos hombres, dos soldados, que las miraban correr y gritaban
llamando a la guardia. Posiblemente, habrían acompañado a Godfredo
cuando vino a la casa en busca de su esposa.
Cogiendo fuerte a Margarida de la mano, se centró de nuevo en pensar
en cómo escapar de aquel lance y se introdujo por aquellas callejas por
donde ella sabía con certeza que sería más difícil perseguirlas. Al fin y al
cabo, conocía aquellas calles como la ennegrecida palma de su mano.
CAPÍTULO XXXIV

“MARINA”

Un grupo reducido de mujeres, un pequeño consejo que se había ofrecido a


acompañar a Marina, subía por las calles hacia la ciudadela. El amanecer
comenzaba a teñir de rosa el cielo por lontananza, aunque todavía las
estrellas se resistían a retirarse hacia su descanso diurno y brillaban
acompañando a la luna, cuyo rostro visible parecía querer ser testigo del
devenir de aquellas damas en el arduo cometido que las aguardaba. La
tristeza impresa en sus miradas se proyectaba como un halo doliente
alrededor de la comitiva, cubriéndolas con un manto de congoja que
confundiría a cualquiera que las viera pasar con una procesión de almas en
pena camino del purgatorio. El mutismo del ambiente solo se quebraba
cuando algún roce de ropas o algún suspiro desmayado surgía de los labios,
pues el intenso rumiar de las mentes de cada una de las presentes se
entrelazaba con el despertar de la claridad de un nuevo día. Día en el que se
aventuraban hacia la esperanza de hacer cambiar de opinión a los hombres;
día en el que desafiaban el devenir de los acontecimientos enfrentando su
corazón a una causa que ellas creían injusta; y día en el que, para bien o
para mal, se dirimiría el futuro de todas ellas.
Junto a Marina caminaba Caterina, la panadera, seguida de algunas de
las mujeres de baja condición que estuvieron de acuerdo con las palabras
pronunciadas por la dueña de la tahona cuando dijo que prefería morir
luchando antes que ser sacrificada como a un animal. Unos pasos por
detrás, algunas damas de más alta condición, entre las que se encontraba
Guiomar, seguían a la comitiva. El lance pareció unirlas a todas. Ya no
importaban rangos, clases sociales o riquezas, incluso las desavenencias se
apartaron a un lado en aras de un bien mayor, pues toda mujer de Tortosa se
anudaba al resto con la soga de la supervivencia en la que aunaban fuerzas
por igual.
Los guardias que custodiaban el acceso a la ciudadela les dieron el alto,
pero Marina, con toda la altivez autoritaria que poseía, usó el linaje de su
casa para que les permitieran entrar y dio órdenes de que el Consejo de
prohombres fuera reunido pues las mujeres de Tortosa deseaban dirigirse a
él sin demora. Confundidos por el tono imperativo de la dama, uno de los
guardias no tardó en desaparecer dentro de la torre para dar cuenta de lo que
sucedía. El otro, un jovencito imberbe, intentaba aunar en su flaco cuerpo el
pundonor necesario para mantenerse firme ante la mirada aviesa de
Caterina, según observaba Marina con cierta guasa. La panadera se
mantenía erguida con toda su osada envergadura frente al chico, clavada la
mirada en su rostro y presentando un rictus de furia que podía entreverse en
una sonrisa lobuna de dientes apretados y torcidos que parecían convertirla
en un ser surgido de las mismísimas entrañas del averno. Cuando por fin el
otro guardia volvió de dar aviso en palacio, el pobre muchacho que había
aguantado como mejor supo el acoso de la mirada de Caterina, dio un
suspiro de alivio que alcanzó los oídos de Marina. A pesar de la seriedad
que requería el momento en el que se encontraban, la dama no pudo menos
que soltar una involuntaria risita que, por fortuna, no llegó a los oídos de
ninguno de los presentes. Tenía ganas de reír a carcajadas, de aullar de risa
y dejarse llevar hasta que el estómago le doliera de puro regocijo, pero
sabía que eso rompería de manera irremediable la cuidada reputación que
había logrado en Tortosa frente a la comunidad. Además, lo que las llevaba
hasta allí aquel día era un asunto de extrema gravedad y no podía permitirse
ningún descuido. Apretando los labios para que no surgiera de ellos algún
sonido impropio, achacó ese ataque de hilaridad a los nervios que sentía por
lo que le aguardaba.
—Debemos ser fuertes —susurró volviéndose hacia las mujeres que la
seguían, en un intento de infundir ánimos al resto y a sí misma. Todas
asintieron quedamente. Todas excepto Guiomar quien, como era habitual, le
dedicó una mirada de desdén alzando la barbilla y prosiguió camino sin
esperarlas. Marina tuvo que apretar el paso para que su vecina no fuera la
primera en entrar en la Zuda. Otro pequeño gesto para desafiar su soberbia
y, aunque sabía que estaba mal, no conseguía soportar que su más clara
rival lograra victoria alguna mientras ella pudiera evitarlo. Finalmente, un
imperceptible movimiento del codo hizo que fuera la dama de Miravalle la
primera en acceder al interior del palacio.
Al poco tiempo, la pequeña comitiva de mujeres se hallaba dentro de la
sala del palacio de la Zuda aguardando a ser recibidas. Por el arco que abría
ventana al campo, todavía se podían ver algunos de los luceros de la bóveda
celeste, aunque ya las sombras se retiraban dando paso a la mañana.
Comenzaron a llegar los hombres. El primero de ellos fue el veguer,
quien a pesar de que necesitaba descanso urgente, el sueño le era esquivo
desde que comenzara el asedio. Pere de Sentmenat presentaba oscuros
semicírculos bajo los ojos y un rictus que curvaba arrugadas las comisuras
de sus labios. La responsabilidad por las almas de los moradores de Tortosa
había hecho mella en él. Al igual que al bailío, que entraba poco después,
quien parecía haber envejecido varios años en los últimos meses y cuya
huidiza mirada denotaba el estado de miedo en el que se hallaba de forma
permanente.
Ambos hombres saludaron a las mujeres con cortés deferencia y las
instaron a hablar, pero a petición de Marina, conocedora de la trascendencia
del momento, esperaron a que llegara el resto del Consejo para conocer la
razón de su presencia en la Zuda a esas horas tempranas del nuevo día.
Al cabo, la dama vio entrar a los Despuig, los Gallac, los Hospitalarios
y Templarios, los Jordá y el resto de hombres que componían la nobleza de
la ciudad. Unos instantes después, Bernat, acompañado de Guifré de
Monrós, se integraba a los allí reunidos echándole una mirada suspicaz que
hizo que, por primera vez en el transcurso de los últimos minutos, a Marina
le temblaran las piernas. Sabía que si aún no estaba enfadado con ella, lo
estaría en los próximos momentos. Había traicionado su confianza
escapándose en mitad de la noche para reunir a las mujeres y contarles lo
que él le había narrado en secreto, y lo hizo sin su aquiescencia ni su
permiso. «De todas maneras, no voy a echarme atrás a estas alturas», pensó
alzando la cabeza, centrando su mirada en el lugar donde se encontraban los
hombres más relevantes de la ciudad. Tenía que concentrarse para defender
el argumento que llevaba rumiando en su cabeza desde que se pusiera en
camino hacia la ciudadela a fin de no dejarse distraer por cosas menores. Su
vida y la del resto de mujeres debía ser salvada a menos que Dios tuviera
decidido que su hora había llegado. Ya afrontaría después el enfado de su
esposo.
—Bien, mis señoras —dijo el bailío Copons tras aclararse la voz—,
decidnos ¿qué os ha hecho abandonar vuestros hogares para presentaros
ante el Consejo?
La amonestación implícita en esas palabras irritó a Marina y, por cómo
se removió Caterina a su lado supo, que a ella también. Antes de que el
carácter impulsivo de la tahonera se impusiera, la dama compuso su rostro
más apenado y se dirigió a la concurrencia.
—Mis señores, hemos venido hoy aquí con la congoja instalada en
nuestros corazones por los últimos acontecimientos. Conocemos la
precariedad de nuestra situación, de la situación de todo el pueblo tortosino
ante el asedio que estamos sufriendo por parte del moro y hemos recibido la
triste nueva de que la desesperanza ha cundido en los valerosos hombres
que defienden esta ciudad. No quisiera repetir aquí la decisión tomada ayer
mismo en este Consejo, pues los presentes ya la conocen y sé que les pesa
en el alma haber prestado tal juramento, como tampoco pongo en duda de
que se ha hecho lo posible para no llegar a tal extremo, pero sí desearía que
en estos momentos dolorosos se nos escuchara porque creemos que
nosotras, las mujeres, tenemos algo que decir ya que la vida de nuestras
familias corre serio peligro. —Marina trataba de no mostrarse demasiado
agresiva y condescender en algunas actitudes, creía que así podría dar más
fuerza a su argumento—. Os ruego que nuestras voces sean oídas.
—Creo que los aquí presentes estamos de acuerdo en que las palabras
de nuestras mujeres siempre tendrán un hueco en este Consejo —aseguró el
veguer mirando al resto de prohombres. Viendo que nadie alzaba su voz en
contra continuó—: oigamos lo que tenéis que decir.
—Gracias, mi señor de Sentmenat, Dios os guarde por muchos años. —
Marina entonces se giró para hacer frente a todas las miradas que
convergían en su menuda figura, y enlazando las manos por delante de su
cuerpo, se aclaró la voz para que todos escucharan el plan que habían
ideado las mujeres de Tortosa en su conciliábulo nocturno—. En los últimos
tiempos, los ataques de los sarracenos se han hecho más frecuentes y
virulentos contra nuestras murallas. Además del intento de tomar la plaza
de hace algunas semanas, las algaradas contra la guardia de nuestros
portales son reiteradas a lo largo de las jornadas. Muchos de nuestros
soldados han muerto o han resultado heridos al defender el bastión. De
hecho, el portal que llamamos de los judíos es el que más ataques ha sufrido
en los últimos días y el que ha tenido que ser reforzado varias veces pues
está en precario uso tras la conquista de nuestro señor Ramón Berenguer el
año pasado. Quizás me equivoque en mis apreciaciones, al fin y al cabo,
solo soy una mujer —dijo aparentando una humildad que no sentía—, pero
me viene a las mientes que las razones últimas de este recrudecimiento de
los asaltos se deba al miedo.
—¿Al miedo decís, señora? —preguntó interesado Sentmenat.
—Sí, al miedo, mi señor veguer. Porque… ¿no sería posible que el moro
estuviera elucubrando que nuestro señor conde pueda venir con sus huestes
a socorrer a Tortosa?, después de todo, las noticias que tenemos sobre sus
asuntos en Lérida son favorables para los ejércitos cristianos, y la ciudad
ilerdense puede sucumbir en cualquier momento, entonces… ¿no sería
factible pensar que si nosotros sabemos de esas nuevas el moro también
esté al tanto de ellas? ¿Y sería un disparate creer que a ellas se deba la
premura por intentar conquistar Tortosa antes de que eso ocurra?
La dama, tras esta primera intervención, hizo una pausa paseando la
mirada por todos los presentes. En esos momentos, se sentía segura de sí
misma y de su argumento. Además, el apoyo del resto de mujeres desde que
había comenzado a hablar se hizo patente al sentir como iban formando un
corrillo tras ella conforme las palabras abandonaban sus labios. «Todas
menos Guiomar, como no podía ser de otra manera», pensó observándola
por el rabillo del ojo más apartada y con su sempiterno ceño fruncido en
una mueca de desdén. Marina no sabía por qué se había empeñado en
acompañar a la comitiva y temía que en cualquier momento abriera su
afilada lengua para echar por tierra sus planes solo por la inquina que le
tenía. Esperaba que no fuera tan estúpida como para hacerlo, pues ella
también era parte interesada en que la empresa saliera adelante.
—Todo lo que decís ya lo sabemos, señora de Miravalle, ¿o nos creéis
tan necios como para permitirnos no pensar en todas las opciones? —adujo
Guillem de Copons con soberbia.
—No era esa mi intención, señor bailío, pero si me permitís continuar…
todavía no os he narrado nuestra propuesta. —Marina, no menos soberbia
en su respuesta que su interlocutor, huyó de la mirada de reprobación que le
estaba lanzando su esposo desde el otro lado de la sala.
—Sea, pues, señora, continuad, me placerá ver qué es lo que tenéis que
proponer, aunque os conmino a que lo hagáis en breve. Nuestras
obligaciones son muchas y nuestro tiempo escaso.
Marina tuvo que tragarse su animadversión hacia el tono
condescendiente del bailío. Estaba cansada ya de escuchar toda su vida cuál
era el lugar de la mujer dentro de la comunidad y lo poco que los hombres
valoraban sus opiniones, aunque simularan lo contrario. Una de las cosas
por las que se había enamorado de su esposo fue por su disposición, desde
el primer día, a escuchar su juicio en algunas materias propias de los
varones, aunque no siempre estuviera de acuerdo con ellas, solía mostrar
una actitud abierta en ese sentido.
—Sé que estáis haciendo todo lo posible para salvar Tortosa de caer en
manos enemigas —concedió Marina para no enemistarse con el noble—, y
sé lo mucho que os preocupáis por vuestras familias. Es por ello por lo que
las mujeres hemos decidido ayudar en lo que sea posible para que la paz
retorne a estas tierras.
»Como exponía anteriormente, el miedo del ejército sarraceno a que el
conde Ramón Berenguer se presente a las puertas de la ciudad es notorio,
por eso es por lo que llamaba la atención sobre recrudecimiento de sus
ataques en un intento de tomar la plaza cuanto antes, entonces…
aprovechemos ese miedo en nuestro beneficio. Hagamos que crean que las
huestes de nuestro señor han venido a Tortosa. Engañemos al infiel.
Un rumor de voces, hasta ahora en silencio, se dejó oír tras las palabras
de la dama. Marina vio que el bailío comentaba algo en voz baja al veguer y
que se disponía a levantarse de la silla donde se encontraba rumiando su
descreimiento. Antes de que eso ocurriera, volvió a tomar la palabra.
—¡Señores! ¡Permitidme terminar! —gritó para hacerse oír, viendo con
satisfacción como Copons volvía a tomar asiento—. Estaréis cavilando
acerca de cómo podría hacerse eso, ¿cómo llegar a engañar al moro?
¿Cómo hacerle creer que las huestes del conde han venido antes de lo
previsto? Pues bien, aquí entramos nosotras, las mujeres, y con vuestra
ayuda podremos conseguir que la estratagema surja efecto. Solo
necesitamos que se nos permita vestirnos de soldados, que vuestros yelmos,
perpuntes y cotas recubran nuestros cuerpos, y que se nos conceda el ir
armadas. Desde las murallas, en la distancia que da un tiro de flecha,
ningún infiel se dará cuenta del engaño. Les haremos creer que las huestes
del conde han llegado por la noche para socorrernos y el miedo hará
temblar sus manos. ¿No es mejor esto que cometer el pecado del
magnicidio? Dios no nos ha abandonado todavía, sus designios son
inescrutables, y mientras quede un hálito de vida en nuestros cuerpos las
mujeres de Tortosa lucharemos para conservar nuestros hogares y
honraremos al Altísimo con nuestro sacrificio si fuera necesario, pero antes
os rogamos que nos concedáis el honor que supone el combatir a vuestro
lado aunque sea mediante argucias y celadas frente al infiel. Si no resulta
acertado este intento y después hemos de morir, que así sea, pero nunca
vamos a desistir del derecho de poner los medios de los que disponemos
defendiendo la misma causa que nuestros soldados y luchando contra el
infiel, puesto que no hacerlo sería traicionarnos a nosotras mismas, como
mujeres y como madres. Nuestro destino está unido al de todos vosotros,
hombres de Tortosa, y no vamos a renunciar a la conquista de un futuro
libre para esta ciudad. La historia no nos perdonaría jamás si fuéramos
cobardes en nuestro proceder y, al menos, queremos tener la oportunidad de
luchar hasta nuestro último aliento, hasta vencer o morir en el intento.
Un silencio ensordecedor acompañó a todos los presentes tras las
últimas palabras de la dama.
CAPÍTULO XXXV

“BERNAT”

Estaba enfadado. Muy enfadado. Su esposa había actuado a sus espaldas


mientras dormía. En cierto sentido, se sentía traicionado tras haberle
contado lo ocurrido en el Consejo con la confianza de que ella guardaría ese
secreto susurrado al amor de las sábanas. Pero no, ella esperó a que él
durmiera para salir del lecho, reunir a las mujeres y narrarles todo lo que
sabía. Sin contar con su consentimiento, sin contar con su apoyo… Sin
embargo, escuchándola allí, en la sala del palacio, enfrentando su rostro a
los asistentes, otro sentimiento lo embargaba: orgullo. Orgullo de su
determinación, de la inteligencia que mostraba en la explicación del plan
urdido, de su preocupación por las vidas de los tortosinos y orgullo porque
generaba respeto tanto entre los hombres como en las mujeres, algo que no
era fácil de lograr. Por tanto, ambos sentimientos, el enfado y el orgullo,
pugnaban dentro de su pecho mientras aguardaba a que el silencio que
dominaba la estancia en ese momento, tras las últimas palabras de Marina,
llegara a su fin.
Poco a poco, los presentes volvieron a encontrar sus voces, tras ser
apagadas estas por sus elucubraciones. «A ninguno de nosotros se nos
ocurrió una idea tan ingeniosa», pensó Bernat viendo que muchos de los
rostros de los concurrentes parecían mostrar aprobación.
—Podría funcionar… —dijo alguien a su derecha.
—Es cierto —corroboró otro—, el engaño podría surtir efecto. El moro
verá desde la lejanía que en nuestras murallas el número de soldados se
habrá duplicado y pensarán que las huestes del conde han venido a
socorrernos.
—¿Y si no funciona? ¿Saldréis también las mujeres a luchar con
nosotros? —Uno de los Hospitalarios ponía en duda irónico la conveniencia
del plan.
—¡Se hará lo que se tenga que hacer! —La voz ruda de la panadera
sobresalió por encima del alboroto ocasionado por las palabras del
caballero.
—No me hagáis reír, mujer, en vuestra vida habéis empuñado una
espada.
—No, no lo he hecho —respondió Caterina—, pero sí la pala con la que
cuezo el pan y el hacha con la que parto los troncos para el horno. Mis
brazos son fuertes y estoy dispuesta a morir matando. Y no os engañéis,
¡prefiero morir luchando que sacrificada como un cordero!
Los gritos y vituperios por sus palabras comenzaron a llenar la sala.
Muchos se mofaban del ímpetu de la mujer, otros la miraban en silencio
como si hubiera perdido la razón. El veguer se alzó para pedir silencio y
aplacar los ánimos, cosa que no se llegó a conseguir hasta que la voz bronca
del mariscal de los Templarios se elevó por encima del escándalo.
—¡Señores! Las muestras de valor no son motivo de mofa —amonestó
Joan de Alquézar—; en cuanto a vos, señora, no dudo de vuestras
habilidades con el hacha, pero recordad que no es lo mismo un tronco inerte
que un enemigo que trata de acabar con vuestra vida. No obstante, os alabo
la valentía.
Caterina inclinó la cabeza en señal de complacencia ante las palabras
del mariscal, quien continuó hablando aprovechando que todos habían
enmudecido.
—Deberíamos de estar agradecidos de que se nos haya abierto una
nueva posibilidad. Una posibilidad que, sobre todo, nos da tiempo para
esperar la llegada de las tropas del conde. Cuanto más tiempo resistamos,
mayor será la fortuna que nos acompañe. Lo que acaba de exponer aquí mi
señora de Miravalle —dijo el templario mirando a Marina—, es una treta
perfecta que podría funcionar o no podría hacerlo, y quizás algunos lo
tachen de disparate, pero creo que hablo en nombre de los míos cuando os
digo que nuestra orden proporcionará los pertrechos necesarios a toda
aquella mujer que desee participar en la intriga. Nos debemos a nuestro
juramento ante el conde de que defenderíamos Tortosa a sangre y fuego
para que el infiel no vuelva a campar por estas tierras, y los Templarios
nunca nos desdecimos de nuestra palabra.
»Ahora bien —continuó Alquézar—, si vamos a llevar a cabo esta idea
habrá que llevar el engaño hasta el final y usar todos los elementos posibles
para que funcione. No basta con que parezca que el número de soldados se
haya duplicado, hay que hacer ver al moro que se han duplicado realmente,
que el reflejo de lo que crean ver sea real.
—¿Qué proponéis? —inquirió el veguer.
—Enviar mensajeros al tiempo que nos vamos preparando, mensajeros
que porten documentos que legitimen el fingido número de soldados que se
asomarán desde lo alto de las murallas.
Bernat captó enseguida cuál era la propuesta del Templario. Así mismo,
observó que a Pere de Sentmenat se le torció el gesto al entender también
las palabras de Alquézar. No ocurrió así con el bailío y con muchos otros de
los prohombres que se reunían en aquella sala.
—Explicaos, mariscal —rogó autoritario el bailío—, ¿de qué
documentos habláis?
—Mi señor Guillem, no se trata ya de documentos, que serán aquellos
que habrán de falsificar las nuevas sobre la llegada de las huestes del conde
a Tortosa, sino de enviar hombres a dejarse apresar por el enemigo. Un
pequeño sacrificio que debemos asumir en aras de un bien mayor.
Y como no podía ser de otra manera cuando muchos pareceres se juntan
en el mismo lugar, las lenguas volvieron a desatarse en una suerte de
algarabía más propia de un mercado que de una reunión de aquella
magnitud.
Mientras las voces se superponían unas a otras, Marina aprovechó el
lance para acercarse a Bernat. Su mirada celeste suplicaba el perdón del
hombre al aproximarse, aunque él no estaba convencido de hacerlo tan
fácilmente. Seguía sintiéndose traicionado por muy ingenioso que fuera el
plan de ella.
—Lo siento —le susurró con humildad al ponerse a su lado, y parecía
que lo hacía de corazón.
—No debisteis salir sin mi permiso y mucho menos conspirar a mis
espaldas. —Bernat le hablaba sin mirarla. Sus ojos seguían contemplando a
los hombres que discutían en la estancia.
—No quise cargaros con más responsabilidades, mi señor.
—¿Responsabilidades? ¡Vos sois mi responsabilidad principal! ¡Y me
habéis puesto en entredicho!
—Lo sé, y lo lamento, pero no podía permitir que os pusieran en la
tesitura de tener que matarme o abjurar de vuestra promesa sobre la cruz de
la espada. No os lo hubierais perdonado nunca a vos mismo. Ni una cosa ni
la otra.
Las acertadas, y no menos dolorosas, palabras de Marina le golpearon
de lleno en el tórax robándole el aliento. Como siempre, y por más que le
pesara, su esposa tenía razón. Nunca se perdonaría atentar contra la vida de
su dama, como tampoco se perdonaría abismarse en el deshonor de no
cumplir su juramento. Aun así, no quiso concederle esa pequeña victoria.
—Hablaremos al llegar a casa. —Cortó en seco la conversación
volviendo a prestar oídos a lo que ocurría en aquella estancia de la Zuda.
Al rato de estar discutiendo cuantas propuestas se iban planteando en
los diversos grupos de los allí reunidos, el veguer pedía silencio a los
concurrentes para tomar la palabra. Poco a poco, el sonido de las voces se
fue apagando hasta que un silencio expectante se adueñó del palacio.
—Mis señores, creo que todos estamos de acuerdo en que el plan
alegado por nuestras mujeres se debe llevar a cabo. —Aguardó unos
instantes por si alguna voz discordante aducía algo en contra. Al no ser así,
continuó—. Ahora debemos buscar a dos o tres valientes soldados que se
ofrezcan voluntarios para la peligrosa misión de convertirse en falsos
mensajeros. Como ha dicho Alquézar, un pequeño sacrificio que debemos
asumir en aras de un bien mayor. Me complacería no tener que elegir, entre
todos nuestros valerosos hombres, a quién deba desempeñar tan ingrata
tarea, sería un cometido muy amargo. Así que os lo pregunto a vosotros,
bravos hombres de estas tierras tortosinas, ¿hay alguien que dé un paso
adelante?
—¡Sería un honor para mí serviros a vos y al Altísimo en estos aciagos
días! —El que así hablaba era un caballero templario en el que nunca había
reparado Bernat. Parecía joven, no mucho mayor que Blai, aunque quizás le
engañaba su corta estatura.
—¡Contad con este caballero hospitalario! —Esta vez, quien así se
manifestaba, era un hombre que ya peinaba canas y que llevaba el rostro
cubierto de numerosas cicatrices fruto de pasadas batallas.
Bernat temía que Guifré diera también un paso adelante, dado el
carácter animoso de su amigo, «aunque por fortuna», pensó, «no es Blai el
que está en esta reunión, si no ya se habría ofrecido».
Como si mentar su nombre, aunque solo fuera mentalmente, hubiera
conjurado a los hados, vino a escuchar una voz más atiplada que confirmó
sus temores.
—¡Os ofrezco mi espada para lo que sea menester!
Un grito desgarrador sacudió la sala. Guiomar acababa de reconocer la
voz de su hijo entre aquella multitud y pugnaba por abrirse camino para
llegar al origen de sus desvelos en los últimos tiempos. Por suerte, Monrós
la vio venir y fue más rápido; en dos zancadas, se plantó delante de su
esposa asiéndola fuerte del brazo para arrastrarla hacia la salida. Bernat
alabó el buen hacer de Guifré en aquel lance. Si hubiera permitido que
Guiomar se acercara hasta su hijo, habría acabado avergonzando al
muchacho frente a todos los presentes. Una afrenta así, por más que el
aludido no tuviera más de catorce años, nunca se olvidaba. Era una cuestión
de principios, de dignidad y entereza. Blai quería ser un caballero y el honor
lo era todo para mantener su honra. Había hablado y ahora tenía que aceptar
las consecuencias por más que a Bernat le enojara esa actitud de vanagloria
que siempre buscaba en ridículas hazañas. Y aunque otras veces había
tenido fortuna en sus lances, el de ahora ponía su vida en serio peligro. Si
salía con vida de esta, y si fuera su padre, no se libraría de unos buenos
azotes por ser tan porfiado. Además, ¿por qué el chico nunca podía hacer
caso de lo que se le decía? Se suponía que debía estar fuera del palacio de la
Zuda junto al resto de escuderos, cuidando de los pertrechos y monturas de
sus señores.
Bernat observó con pena a Guiomar mientras esta pugnaba por escapar
del agarre de su esposo. Antes de atravesar la puerta, la mujer miró hacia él
en una muda súplica para que parara aquella monstruosa situación. Pero él
no podía hacer nada, y se lo hizo saber desde la distancia negando con la
cabeza varias veces. La mirada de rabia que le dedicó la dama antes de
perderse en el exterior del palacio le atravesó el pecho como si de una saeta
ardiente se tratara e hizo que se odiara a sí mismo. Marina, que seguía junto
a él, pareció darse cuenta del ánimo de su esposo, y el gesto de apoyar su
pequeña mano sobre su aguerrido brazo aplacó un poco sus sentimientos
encontrados. Aunque no lo logró del todo. «¡Maldito fuera el muchacho y
maldita ella!».
CAPÍTULO XXXVI

“ADELINA”

La mañana se había convertido en un caos de gente, o más bien de mujeres,


entrando y saliendo de casa de los Miravalle desde la hora tercia. Informada
del nuevo acuerdo al que se había llegado en el Consejo de prohombres,
Adelina se congratulaba de la destreza demostrada por su hija en aquellos
momentos en los que parecía no haber salida alguna para el dilema.
Además, contemplando el temple con el que habló en la iglesia, y aunque
no la acompañó a la Zuda, pues pensaba que las capacitadas dotes de
Marina conseguirían el objetivo marcado, se admiró de la inteligencia y el
liderazgo empeñado en tal empresa; sobre todo, al ver como el resto de
mujeres de la ciudad estaban atentas a cualquier palabra pronunciada por su
hija y la veneración que veía en sus ojos cuando alguna frase amable o
algún ofrecimiento de ánimo surgía de sus labios. Si Tortosa no caía en
manos andalusíes otra vez, Marina tendría un puesto muy destacado en la
comunidad. Algo muy valioso en aquellos tiempos que corrían. Sin
embargo, si los moros terminaban conquistando la plaza, que el Hacedor se
apiadara de sus almas, pues no habría perdón para aquellos que usurparon
sus viviendas y sus vidas tras la conquista de Ramón Berenguer IV.
Adelina estuvo trasegando de su jarrilla de vino mientras observaba a
Ona y a su hija ir y venir por la casa, con prendas masculinas que
intentaban adaptar al cuerpo de otras damas. «Bernat se quedaría sin ropa si
el asunto continuaba de aquella manera», pensó jocosa, «y la casa sin
herramientas…». Cualquier utensilio que fuera susceptible de parecer un
arma había sido reunido en la entrada de la vivienda formando un montón
de hierro y madera. Hachas, dagas, cuchillos, hoces, incluso azadones y
demás aperos de labranza, acababan de ascender de categoría para
convertirse en objetos de guerra. Ver a todas aquellas damas, que lo único
que habían utilizado en su vida era la aguja para coser o la cuchara para
comer, tratando de alzar un hacha y vestidas con prendas que, en la mayor
parte de los casos, les quedaban grandes, le pareció lo más divertido que
había visto en su vida y sus continuadas risas acompañaron de fondo el
vaivén de mujeres en la casa desde que comenzara aquella locura,
recibiendo, en más de una ocasión, las miradas reprobadoras de Marina,
Ona y del resto de féminas del lugar.
Ni muerta se iba ella a vestir de esa guisa. Y así se lo había hecho saber
a Marina, con la que tuvo la primera discusión de la mañana.
—¡No vas a convencerme, hija! ¡No pienso despojarme de mi vestido
para cubrirme con esa suerte de harapos masculinos!
—Madre, es necesaria cada persona que podamos reunir en el adarve.
Cuantos más seamos, más creerá el moro nuestro engaño. No vais a tener
que hacer nada. Simplemente, colocaos allí y haced ruido con cualquier
objeto de hierro que se os proporcione. Cuanto más ruido hagamos, cuanta
más gente crean ver, más posibilidades de éxito tendremos.
—¿En el adarve? ¿Se te ha ido el seso? ¿Piensas que puedo subir al
adarve cargada de hierro? Acabaría rodando como una col escaleras abajo.
—¡No digáis tonterías!
—Tonterías o no, no vas a convencerme de participar en esta aventura.
Me quedaré en casa, sí —dijo la anciana afirmando rotundamente con un
brusco movimiento de cabeza—, donde también soy necesaria.
—Pero madre… no podéis quedaros sola. ¿Y si, Dios no lo quiera,
sucede algo malo?
—No estaré sola. Delila estará conmigo —dijo señalando a la vieja
andalusí que dormitaba junto al fuego ajena al trasiego de gente por la casa.
Y, aunque muchas de las damas la habían mirado con desconfianza por su
origen, Adelina sabía que la mujer era de fiar—. Delila y yo cuidaremos la
una de la otra, y si ocurre cualquier daño y alguna de vosotras resulta
herida, nos encontraréis aquí dispuestas a ayudar.
—Eso si no acabáis roncando sobre la jarra de vino. —A pesar de que
Ona musitó tal burla entre dientes, al escuchar los últimos compases de la
discusión mientras pasaba por la cocina cargada de mantos masculinos,
Adelina todavía conservaba un oído muy agudo.
—¡Eres una vieja lenguaraz! ¡Así el diablo te ahogue en una barrica de
vino aguado!
Ona, como siempre que se mentaba al maligno en su presencia, hizo
unos gestos supersticiosos que, según ella, alejaban el mal. Luego, se
persignó repetidamente hasta que se dio por satisfecha.
—Dejad a Ona en paz, que bastante trabajo tiene —le reprochó Marina.
—La dejaré en paz cuando abandone esa actitud de vieja entrometida y
se limite a su labor como criada. —El mordaz comentario de Adelina hizo
que a Ona se le llenaran los ojos de lágrimas y saliera corriendo de la
cocina.
—¿Veis lo que habéis conseguido? —volvió a reprocharle su hija—. No
sé cómo os aguanta la pobre mujer, deberíais de dar gracias por el amor que
os ha profesado siempre en vez de andar como el perro y el gato a la menor
ocasión. En fin —dijo hastiada de tanta palabrería vana—, haced lo que os
plazca. Quedaos aquí o venid al adarve, tanto me da. Pero tened la lengua
un rato para que las demás podamos utilizar todo nuestros esfuerzos y
nuestra empresa prospere. Solo me faltaba lidiar ahora con tener que
apaciguar los ánimos que vuestras palabras excitan.
Marina escapó como un torbellino de la cocina musitando quejas entre
dientes.
—¿Qué os parece, Delila? Aun siendo la criada la primera en
agraviarme, mi hija se pone de su parte.
Delila, mujer sabia como era, no dijo esta boca es mía y siguió
dormitando junto al hogar.
Tiempo después, cuando ya la tarde caía acercando las sombras hacia el
interior de la vivienda, el trasiego de gente pareció disminuir y un silencio
casi sepulcral se percibía en el ambiente. Esa noche comenzaría todo.
Primero, los mensajeros partirían con los documentos falsos para dejarse
coger por los sarracenos, dispuestos a sacrificar sus vidas en aras de un bien
mayor; luego, cuando el alba despuntara por el horizonte, las mujeres
empuñarían las armas y se dirigirían a las murallas, con la creencia de que
el moro sería engañado.
Adelina no las tenía todas consigo. Era un buen plan, pero podía fallar a
la menor ocasión. La preocupación se instaló en su ánimo y trataba de
mitigarla mordisqueando un trozo de pan que previamente había mojado en
el vino.
—Ona… ¿sabes algo del muchacho? —dijo al verla aparecer por la
puerta que conectaba el patio con la cocina; no había hablado con ella desde
la discusión de la mañana y solo recibía de su parte miradas hostiles cuando
pasaba por su lado con cualquier ocupación entre las manos. Aun así, y
aunque jamás lo admitiría en voz alta, la había echado de menos. Quisiera o
no, la vieja criada formaba parte de su familia y valoraba su lealtad por
encima de cualquier ridícula desavenencia.
Ona sabía a quién se refería Adelina. Durante todo el día, y desde que lo
supieran, ambas mujeres habían estado preocupadas por Blai. Desde muy
niño, y dada la vecindad de sus progenitores y la amistad de Guifré y
Bernat, el chico estuvo alegrando el corazón de las ancianas mujeres con
sus risas y travesuras infantiles. En un hogar que no había sido bendecido
con hijos ni nietos, fue un soplo de aire fresco tener a mano un pilluelo al
que mimar, aunque fuera hijo de la dama más aborrecible que Adelina tuvo
el gusto de conocer.
—Partirá en cuanto anochezca.
—¡Maldito bribón! ¿Por qué siempre tiene que andar enredando?
—Ya sabéis… es joven, valiente, sin miedo a nada, y en su juvenil
cabeza piensa que de esta manera demuestra su valía. Ha tenido el ejemplo
de un padre temerario y de servir a un caballero de renombre en el campo
de batalla, así que es natural que desee parecerse a ellos.
—¡Pues maldito su deseo! —volvió a blasfemar Adelina—. Algo habrá
que hacer… Venga, Ona, rellena la frasca de vino y siéntate conmigo.
—Tengo mucha faena, señora, hay muchos preparativos que atender.
—Vamos, no te hagas de rogar y deja ya el enfado, que llevas el día
entero queriéndome asesinar con la mirada. Perdona a esta vieja
cascarrabias y hablemos ahora del asunto del muchacho. Se me acaba de
ocurrir algo que puede que lo ayude. Si no quieres hacerlo por mí, al menos
hazlo por el bien de Blai.
Ona, resignada porque sabía que su disgusto solo era una fachada para
mantener la dignidad cuando en el fondo estaba deseando reconciliarse con
su señora, acabó sentada a la mesa tras llenar la jarra con el vino que
guardaban en la despensa. Adelina la vio suspirar al tomar asiento y supuso
que el alivio de descansar su ajado cuerpo tras todo el día trajinando sería
considerable. Ya no eran unas mozas y cada vez costaba más el mantenerse
alejadas del fuego del hogar para realizar cualquier tarea.
Tras permanecer en silencio durante unos minutos cada una rumiando
sus cuitas frente a la bebida especiada, Adelina por fin se dispuso a hablar:
—¿Te acuerdas del chico mayor de los Aguiló? Ramón creo que se
llamaba, ese que nos ha hecho algún recado a cambio de unas monedas para
sacar adelante a su familia; sí, ese que tras morir la madre en el parto de su
octavo hijo, el padre se dio a la jarra en vez de al trabajo, zanganeando con
sus mulas por los caminos. —Aguardó hasta obtener la confirmación de la
criada—. Pues necesito que vayas a buscarlo. Que venga porque
necesitamos de sus servicios. Dile que se le pagará bien.
—¿Qué estáis tramando?
—Tú haz lo que te digo, luego te contaré los detalles, ahora necesito que
vayas rauda a cumplir el mandado. No hay tiempo que perder.
—Está bien —accedió—, pero tenéis que prometerme que me contaréis
qué se os ha pasado por vuestra canosa cabeza antes de hacer nada, que
luego no quiero que el señor de Miravalle monte en cólera por seguir
vuestros dictados.
—¡Pero mira que le tienes querencia a Bernat! Ya quisiera yo que me
profesaras esa adoración sin par. Anda, ve, vieja descarada, que mi canosa
cabeza ha ideado un plan para asegurarnos de que Blai vuelva sano y salvo.
No tendréis queja alguna.
A pesar de que Ona la miró una última vez con desconfianza, salió
corriendo presta a cumplir con el encargo.
CAPÍTULO XXXVII

“BLAI”

Aunque no lo reconocería nunca, estaba asustado, más que otras veces, y


por un momento se preguntó por qué demonios se le había ocurrido
ofrecerse para aquella empresa que tenía todos los ingredientes para
convertirse en su tumba. Se maldijo a sí mismo mientras guiaba a su
montura a través de la oscuridad de los bosques de levante, zona que le fue
asignada en la reunión que mantuvo junto con los otros dos caballeros que
se ofrecieron para tal misión y los prohombres de la ciudad. La sencillez de
la encomienda no restaba peligro al asunto y él lo sabía. Podía morir. Y era
una posibilidad real, no un juego como los de su niñez en los que se
imaginaba pertrechado de caballero, luchando con su espada contra el infiel
y alcanzando la gloria en cada batalla en la que participara. Pero aquello,
ahora que lo pensaba fríamente tras haber tomado la decisión, no era un
lance glorioso, sino una misión de engaño. Y si moría, puede que se
recordara su nombre por un tiempo en el entorno más cercano, pero el resto
del mundo olvidaría su existencia en pocos meses y su hazaña se
difuminaría como el viento de poniente.
Tocó el morral donde descansaban los documentos falsos que portaba
para engañar al moro. Con ellos encima, debía dejarse atrapar por la
primera patrulla de soldados sarracenos que encontrara y rezar para que
solo lo llevaran preso como rehén y no le dieran muerte tras quitarle los
documentos. Bernat le había aconsejado que, en cuanto topara con los
soldados, dejara caer los documentos y cabalgara como alma que lleva el
diablo para alejarse lo más rápido posible de ellos. Y, por supuesto, que no
desenvainara la espada a no ser que fuera absolutamente necesario. «Ya
buscaremos la manera de negociar con los andalusíes si se diera el caso de
que te atraparan. Tenemos presos a algunos de los suyos y podríamos trocar
sus vidas por la tuya», le dijo muy serio. Pero Blai no veía nada honroso en
ello, y aunque le hizo ver al caballero que atendía a sus consideraciones, él
tenía pensamientos propios y haría lo que tuviera que hacer si llegaba a
encontrarse en tal situación. Al fin y al cabo, y si sobrevivía a aquella
locura, iba a ser un hermano del Temple y no podía desmerecer su fama con
cobardías. En cuanto a su padre, este se limitó a gruñirle que era un
mentecato por haberse ofrecido para tan peligrosa empresa y que más le
valdría salir vivo del trance, si no, el día que se reunieran en el infierno, iba
a demostrarle a base de correazos lo que suponía ser el causante de los
disgustos de Guiomar. A su madre no la llegó a ver, no pudo hacerlo, se
escondió como un cobarde en la Zuda hasta que llegó el momento de partir.
A pesar de la violenta seriedad de Bernat o del carácter furibundo de
Guifré, la ira de su madre era lo que más temía en este mundo y, aunque
jamás lo reconocería ante nadie, la dama Monrós y su afilada lengua podían
llegar a atemorizarlo más que cualquier patrulla de soldados sarracenos.
Dejó de pensar en su madre y se reprendió a sí mismo de nuevo. Ya no
era un niño, era un hombre, y esta era la primera guerra de muchas en las
que esperaba participar en nombre del Altísimo. Quizás, en pocos años, si
demostraba su valía, podría encaminarse hacia Tierra Santa y servir a Dios
por aquellos pagos.
Algo le hizo detenerse de súbito. Quizás un ruido diferente de los que
hasta el momento le habían acompañado, quizás un cambio en las sombras
que le rodeaban entre la tupida maleza del bosque, pero que le infundió
desconfianza y le hizo a tirar de las riendas del corcel para que frenara su
paso. Aguzó el oído y miró a su alrededor. Nada parecía moverse entre las
sombras. Sin embargo, algo le decía que no estaba solo y con cautela fue
acercando poco a poco la mano al cinto donde portaba su espada. Inmóvil,
trataba de ralentizar la respiración para que nada entorpeciera sus sentidos y
siguió escudriñando a través de las sombras grotescas que conformaba el
entramado de ramas, arbustos y demás maleza. Un búho ululó de pronto a
su derecha dándole un susto de muerte, y el sonido natural del bosque
volvió a tomar el pulso de la vida como si nada hubiera ocurrido. «Quizás
he pasado cerca de algún animal depredador que buscaba su presa al
amparo de la noche», pensó, aunque en ningún momento quiso abandonar
su actitud vigilante mientras chasqueaba la lengua para indicar al caballo
que prosiguiera su camino.
Pasaba el tiempo, pero la sensación de que alguien le observaba no se
apartaba de su mente en ningún momento. Pensó entonces que abandonar
los bosques y salir a campo abierto le daría mayor perspectiva y podría ver
de lejos los posibles peligros que se acercaran, aunque eso suponía también
que lo vieran a él más fácilmente. Dubitativo, azuzó a su montura para que
aligerara el paso sin tener en cuenta el peligro que suponía para el caballo el
desigual trazado del suelo pedregoso de un bosque. Y como si los hados se
hubieran conjurado en su contra, al cabo de poco, el animal soltó un
relincho dolorido al tropezar con una raíz que sobresalía del suelo. Blai tuvo
que hacer un esfuerzo tremendo para no caer al suelo y abrirse la crisma
tras el tropezón del penco, y solo los años de adiestramiento a caballo que
había tenido junto a su padre desde que era niño consiguieron afianzarle en
la montura. Aun así, al intentar que el animal prosiguiera camino tras
estabilizarse se dio cuenta de que cojeaba y tuvo que echar pie a tierra.
Examinó como pudo la pata del corcel sirviéndose de la exigua luz de la
luna que se colaba entre el ramaje de los árboles y, aunque no la tenía rota,
sí que presentaba una fea hinchazón; sino lo dejaba descansar, de poco le
iba a servir su compañero de viaje. Como sabía que no había ningún
riachuelo en las cercanías que pudiera utilizar para refrescar la pata del
animal y así reducir la inflamación, vertió el agua del odre que llevaba en
un trozo de túnica que previamente se había arrancado para envolverle la
extremidad con ella. Al menos, esperaba que el agua fresca le aliviara en
algo mientras él pensaba en cómo resolver aquella situación. Era sabedor de
que, yendo a pie, era más probable que le capturaran en un abrir y cerrar de
ojos, y sus posibilidades de salir con vida del lance se reducían.
Agotado tras tanta tensión, acabó sentado apoyándose contra el tronco
de un árbol cavilando sus cuitas. Comprobó palpándose el costado que no
había perdido los falsos documentos en el percance y vio con alivio que
todavía los conservaba. «Quizás…», pensó, «quizás debería abandonar la
montura, colgar el morral con los documentos en la silla y rezar para que
fuera el caballo el que se topara con el enemigo. De esa manera, podría
volver a casa ocultándose al amparo de la noche, aunque fuera a pie». Pero
pronto se arrepintió de tal pensamiento. «Él no era un cobarde. No, no lo
era. Y debía cumplir la misión tuviera o no un desenlace fatal para su
integridad. Además, ¿qué dirían los caballeros templarios si se enteraran de
tal bajeza? ¿Qué diría padre? ¿Y su señor de Miravalle?». No podía permitir
que nadie pusiera en entredicho su valor ni su hombría.
Recordó el contenido de los documentos que portaba en el morral. En
ellos se daba cuenta de los refuerzos que Tortosa había recibido del conde
desde Lérida, donde las cosas parecían marchar a pedir de boca. Esos
refuerzos, decía la misiva, habían llegado a la ciudad aprovechando la
oscuridad de la noche desde las tierras norteñas y ya se estaban preparando
para hacer frente al infiel salvaguardando las murallas doradas de Tortosa.
Lo mismo se repetía en los documentos que portaban el caballero
hospitalario y el templario que también se ofrecieron para la encomienda,
cuya salida estuvo bien planificada, uno por el portal de los judíos,
dirigiéndose hacia el norte, y otro por la zona sur, pero buscando también el
camino que rodeaba las murallas hacia el norte. Él salió hacia levante, pues
los prohombres pensaron que debían hacer ver al enemigo que buscaban
alcanzar el mar para enviar esos documentos también por esa misma vía. Y
ahora allí estaba, cerca del camino que se dirigía al Coll de l’Alba, con la
montura herida y sin saber muy bien qué hacer. Todavía quedaban muchas
horas de oscuridad y no podía darse por vencido.
Tan pronto como ese pensamiento cruzaba por su mente, y considerando
que el caballo ya había descansado lo suficiente, se levantó para ver si, a
pesar de todo, el animal podía cargar con él un rato más o debía ya descartar
la posibilidad de seguir camino a lomos del corcel.
Esta vez no estaba todo lo atento que debiera, pues no fue consciente de
que los sonidos habituales del bosque, el ulular de los búhos o las lechuzas,
el canto de los grillos y demás animales, se había apagado de repente. Solo
cuando desde su posición acuclillada examinando la pata del penco observó
que de repente la luna ya no le alumbraba, se dio cuenta de su error.
Demasiado tarde. Algo le golpeó con fuerza la cabeza dejándole
inconsciente en el suelo. Tampoco pudo escuchar las voces de los jóvenes
que, tras propinarle el golpe, dialogaban a su alrededor.
—¿Habéis visto? Ha caído como un saco al suelo —se jactó el que
parecía el más mayor de los muchachos.
—¡Buen golpe! —exclamó uno.
—¡Le has dado una buena, Umar! —dijo otro.
El cuarto muchacho permanecía en silencio observando el cuerpo caído
a sus pies. Con cuidado, le dio la vuelta con el pie para mirar su rostro. Los
otros tres seguían hablando a su alrededor.
—¿Qué hacemos ahora?
—Buscad en el morral y entre sus ropas. Quizás lleve algo de valor. O
al menos algo que llevarnos a la boca. —El tal Umar, el cabecilla, sonreía
lobunamente mientras los otros chicos cumplían su cometido sin percatarse
de la mirada preocupada que echaba el joven silencioso hacia el cuerpo
caído del cristiano.
—¿Qué es esto? —inquirió el más joven tras sacar algo arrugado del
morral y enseñárselo a los demás.
Umar, cogiendo los documentos, los miró un instante. Luego, se los
tendió a Yusuf que continuaba en silencio observando el rostro del cristiano.
—A ver, sabihondo, dime qué pone aquí. —Umar, como la mayoría de
los chicos que habían crecido en los arrabales, no sabía leer. Yusuf, sin
embargo, proviniendo de una familia de mercaderes, aprendió a leer desde
muy chico.
Tras encarar los documentos hacia la luz de la luna, comenzó a leerlos
con desgana hasta que se dio cuenta de la trascendencia de lo que tenía en
sus manos.
—¡Debemos ir al campamento e informar! ¡Esto es muy importante! —
profirió agitando nervioso los documentos.
—¡¿Qué dicen?!
—Son malas noticias. Los refuerzos del príncipe cristiano han llegado al
amparo de la noche a Tortosa. Lérida está a punto de sucumbir y el conde se
ha desprendido de sus huestes para que vengan a socorrer a los infieles que
moran dentro de las murallas.
—¡No puede ser! —exclamó el más joven de los muchachos.
—¡Qué Alá nos proteja! —dijo el otro.
—¡Callad! —Umar los miró con rabia—. ¡Esto no cambia nada! ¡Acaso
sí cambie para nosotros! Vayamos al campamento y demos aviso a los
caudillos, así quizás nos premien por haber conseguido esta información. —
Podía sentirse su codicia en el tono de su voz y en el brillo de sus ojos—.
Matemos a este cristiano y vayamos raudos; si somos los primeros en
informar, nada nos podrán negar y seremos unos héroes. O mejor aún,
cogeré la montura de este bastardo y me allegaré yo al campamento.
Vosotros seguidme a pie y nos veremos allí más tarde.
—El caballo no puede dar un paso —le informó uno de los chicos tras
echar un vistazo a la pata del animal—; mejor sería matarlo y darnos un
festín con él. Dicen que la carne de caballo es parecida a la del ternero.
—Pero si tú no has probado el ternero en tu vida —se mofó el otro
muchacho.
—¡Callaos!
—Umar…
—¡¿Qué?!
—Soy el más rápido. Puedo ir yo a llevar los documentos y vosotros
mientras os encargáis del animal —propuso Yusuf.
—¿Acaso te crees que soy un necio? Tú lo que quieres es alzarte con la
gloria delante de los caudillos.
—El necio serás tú si no me escuchas. —Umar miró al joven con ira
desconfiada, pero le hizo un gesto para que prosiguiera—. Deja que sea yo
el que vaya al campamento, mis piernas son largas y resistentes y pronto
podré estar allí. Por supuesto, informaré de que me has enviado tú, para que
nadie dude de tu mérito en esta acción. Mientras, he pensado que podemos
sacar algo más de todo esto. Sé quién es el muchacho al que hemos
golpeado. Pertenece a una de las familias acaudaladas de la ciudad.
Podemos negociar con ellos. Su vida a cambio de monedas, comida o lo que
se nos antoje. Nadie tiene por qué saber nada de ello y nosotros tenemos
mucho que ganar. Piénsalo, Umar…
Tras unos instantes de silencio expectante, el mayor de los chicos
asintió.
—Eres más listo de lo que pareces, sabihondo —dijo mirándolo
fijamente antes de volverse hacia los otros dos compañeros—. De acuerdo,
haremos lo que Yusuf dice.
Todos asintieron. Yusuf, guardando los documentos en el morral, se lo
colgó al cuello. Le esperaba una larga caminata.
—Umar… no le hagas daño al chico o no nos servirá de nada si
queremos conseguir algo de su familia —le advirtió.
—Marcha tranquilo, lo mantendremos con vida —expuso con la usual
sonrisa de lobo pendiendo de sus labios—. Y Yusuf… no me la juegues, o
lo que le pueda hacer al chico no será nada comparado con lo que te haré a
ti.
Sus risotadas acompañaron a Yusuf durante un buen trecho.
CAPÍTULO XXXVIII

“MARGARIDA”

—¡Despierta, Margarida! —El áspero sonido de esa voz la hizo


despabilarse de golpe. Por un momento, no supo dónde estaba; la oscuridad
reinaba por doquier al abrir los ojos, aunque su instinto en ese estado de
sopor previo a despertar del todo le hizo descubrir que no se encontraba en
su lecho, tal y como debía ser. Poco a poco, los recuerdos fueron tomando
forma en su mente y la angustia comenzaba a embargarla. Se rebulló
asustada de la mano que la zarandeaba para que se avivara, encogiéndose
hasta formar un bulto gimiente que solo deseaba que lo dejaran en paz.
—Margarida… —A pesar de la ronquera, ahora sí reconoció la voz que
le hablaba—. Vamos, despierta ya. Es noche cerrada y debemos salir de la
ciudad. Es ahora o nunca. Todavía andan buscándonos y no podemos
demorar más nuestra partida.
Las palabras de Prya la sacaron de su aturdimiento en un abrir y cerrar
de ojos. Las imágenes de lo ocurrido, olvidadas durante el sueño, la
golpearon con fuerza cortándole el aliento. Alzando las manos, las acercó a
su rostro para buscar, a pesar de las sombras, el rastro de su pecado.
Esperaba verlas todavía manchadas de sangre, de la sangre de Godfredo,
cuyas gotas al golpearlo volaron en muchas direcciones. Pero la oscuridad
le impedía ver si aún quedaba rastro de su ignominia. Doliente, se incorporó
con lentitud hasta quedar sentada mientras se restregaba las manos contra la
tela de su vestido a fin de borrar cualquier huella que pudiera todavía
quedar. No quería ver sangre tiñendo sus manos. Si ocurría, gritaría y ya
nadie podría pararla.
La silueta de la romaní, acuclillada frente a ella, comenzó a hacerse
nítida gracias a la luz de la luna que entraba por los huecos que dejaban las
baldas mal ensambladas que conformaban aquel sucio granero.
—¿No podemos tener algo de luz? —le preguntó tímida, deseando
borrar con algo de iluminación las grotescas imágenes del cadáver de su
esposo que todavía se hallaban en el fondo de su retina.
—Es peligroso. Alguien podría sospechar si se viera luz en este lugar
abandonado. No han dejado de buscarnos en todo el día y creo que siguen
haciéndolo. Mientras dormías he visto pasar una patrulla de soldados por
los alrededores. No te preocupes, ellos no me han visto a mí, me he
ocultado tras las sombras del alero del tejadillo. Pero tarde o temprano
buscarán aquí, en cuanto descarten otros lugares, y debemos marcharnos
antes de que eso ocurra. Si no…
Prya dejó la frase en suspenso haciendo que el espinazo de Margarida se
estremeciera. «Si no… les esperaba la muerte», hubiera sido su
continuación lógica. Serían ajusticiadas por la muerte de un caballero
destacado por su valentía en el campo de batalla. Margarida volvió a
friccionar sus manos contra los pliegues del vestido queriendo limpiar
cualquier rastro de la culpa que la embargaba. Fue entonces cuando sintió
algo raro bajo sus palmas, una humedad que no debiera estar ahí. Al darse
cuenta de qué era aquello que impregnaba sus manos, la mortificación la
dominó.
—¡Vete sin mí! —le gritó a Prya empujándola con violencia por los
hombros. La gitana, que se mantenía en precario equilibrio en su posición
acuclillada, cayó al suelo sobre su trasero levantando una nube de polvo y
paja a su alrededor.
—¡¿Qué diablos te pasa?! —espetó furiosa.
Margarida estaba avergonzada. Furiosa y avergonzada, y el carácter
tanto tiempo reprimido surgió de ella como los espumarajos de los perros
cuando hervían de furia.
—¡La culpa es tuya! ¡Tú me has arrastrado a esto! —Y siguió
empujando a Prya, quien se debatía desde su posición sedente tratando de
calmar los ánimos de su amiga—. ¡Yo no quería! ¡No he buscado esto! ¡No
quería…!
—¡Por favor, Margarida, cálmate!
—¡No quería! ¡No quería…!
Sintió los brazos de Prya rodeándola, apretándola fuerte contra su pecho
mientras seguía la letanía de frases inconexas surgidas de sus labios. Solo
podía pensar en sus manos empuñando el hierro, y en el sonido de la cabeza
de su esposo al recibir el impacto. «No quería, no quería…», siguió
repitiéndose mentalmente decenas de veces, cientos de veces, hasta que,
poco a poco, sus fuerzas fueron mermando y el arrullo de la voz de la gitana
acabó sumergiéndola en una especie de letargo desligado de su entorno más
inmediato.
Al cabo, armándose de valor, pronunció unas palabras:
—Tengo las faldas manchadas —le informó ruborizándose hasta la raíz
de sus cabellos, aunque sabía que la otra, en la oscuridad del granero, no
podía percibir su turbación.
—¿Te has orinado encima? —preguntó Prya sin el menor rastro de burla
o compasión en su voz, sino como la simple constatación de un hecho
cotidiano y usual, algo que la tranquilizó bastante.
—No, no es eso… —Dudaba en cómo decírselo, pero la romaní, joven
por tiempo, pero sabia por vida, enseguida captó la situación.
—Debe ser que la luna ha venido a visitarte, ¿es eso?
Margarida solo asintió, olvidando que las sombras impedían a la otra
advertirlo. Aun así, Prya debió percibirlo porque, levantándose del suelo, la
ayudó a alzarse y se alejó unos pasos mientras hablaba:
—Creo que tengo unos paños por aquí. Siempre guardo cosas que pueda
necesitar en aquellos lugares que siento seguros. Espera un momento… —
Se escuchaba un revolver de cosas en el fondo del granero—. Sí, aquí están.
Toma el paño y este vestido que guardaba para cualquier contingencia. Es
viejo y está remendado, y posiblemente te quede un poco grande dado lo
flaca que estás, pero está limpio. Utiliza también esta cuerda para subirte la
saya un poco de la cintura y sujetarla, así no irás arrastrándola y te permitirá
moverte con mayor soltura.
A Margarida se le llenaron los ojos de lágrimas por la bondad de la
romaní. No estaba acostumbrada a la amabilidad. Había aprendido a lidiar
con los insultos, los desprecios y los golpes, y ya no recordaba lo que era
que alguien cuidara de ti. Reminiscencias del pasado junto a su madre allá
en tierras norteñas le encogieron el corazón, y las lágrimas corrieron ya
libres por su rostro.
Musitando un gracias ahogado por el llanto, se apartó un poco para
cambiarse. Hacía tanto tiempo que no sangraba, que parecía tenerlo
olvidado. No quiso pensar en su embarazo y el malogrado fin de él, porque
hacerlo significaría recordar cosas que quería enterrar para siempre. Pero el
sangrado de la luna le traía a la memoria la pérdida de su hijo y, por un
momento, solo por un momento, se alegró de que Godfredo estuviera
muerto y que hubiera pagado por su infame pecado. Él también había
matado, no solo en el campo de batalla, sino a un ser indefenso e inocente
que crecía en su vientre. Y casi la hubiera matado a ella si Prya no la
hubiera ayudado cuando cayó desmayada por la pérdida del niño.
Recordando ahora la desenvoltura con la que la gitana se hizo cargo de
la situación aquel fatídico día, la hizo darse cuenta por primera vez que no
sabía nada de la vida de la que se había convertido en su amiga y salvadora.
Mientras se terminaba de acomodar el vestido, se acercó a ella dispuesta a
preguntarle.
—Chisss… —La advertencia vino acompañada de un sonido que
provenía del exterior.
Margarida se quedó paralizada, los músculos se le crisparon y el miedo
le secaba la boca. Distinguió un crujido de varias pisadas junto a unas voces
susurrantes muy cerca de la puerta del granero.
—Sube por la escalerilla —musitó quedamente la gitana, cogiéndola del
brazo y colocándole la mano sobre los primeros peldaños de una precaria
escala de fusta que subía hasta el altillo.
Margarida así lo hizo, comenzó a subir a tientas rezando para no
resbalar y caer al suelo. Sintió como Prya subía tras ella. Al alcanzar el
altillo fue arrastrándose a gatas sobre las tablas de madera respirando
trabajosamente. Tenía ganas de estornudar, tantas ganas que le picaba la
nariz, pero aguantó como pudo el envite.
—Al fondo, a la izquierda —oyó ordenar a su amiga. Y Margarida le
hizo caso.
En ese momento, un feroz golpe que hizo retumbar los inestables
cimientos del granero se escuchó debajo de ellas. El crujido de unas recias
botas pisando con fuerza lo que debía haber sido la puerta del silo la dejó
paralizada, aunque los empujones silenciosos de Prya pronto la conminaron
a seguir arrastrándose hacia el fondo.
—¿No nos has dicho que la has visto rondando por este lugar? —La
autoritaria voz de un hombre se escuchó por debajo de ellas.
—Sí, mi señor, mi esposa la ha visto desde nuestra casa esta tarde
mientras adecentaba el terrado. Andaba por el tejado de este granero,
vigilando la calle.
—¡Vosotros! —gritó el primer hombre que había hablado—. ¡Venid!
¡Aquí hay una escalera! ¡Subid a ver si las encontráis!
Margarida ahogó un grito cuando Prya se alzó tirando con fuerza de
ella. Ambas corrían ya sin importar el ruido que hacían con sus pisadas.
—¡Están aquí, señor!
La joven entrevió a pesar de las sombras el rostro de un hombre que
asomaba ya por el principio del altillo.
—¡Corre, Margarida, corre! —Prya tiraba de su brazo sin cesar
dirigiéndola hacia el lugar deseado, que no era otro que un pequeño
ventanuco de madera por el que debía haber salido al tejado del granero
aquella misma tarde.
—¡Teneos! ¡Teneos en nombre de la justicia!
Más hombres habían seguido al primero por la escala y ya sus cuerpos
ocupaban gran parte del espacio del altillo. Tenían que caminar agachados,
pues del altillo al techo había poco espacio y eso conseguía ralentizarlos.
Prya abrió el ventanuco de un tirón, obligando a Margarida a pasar por
él. Era un tanto estrecho y el vestido se le enganchó en uno de los clavos
que sobresalían de una de las tablas de madera. Consiguió soltarse, no sin
esfuerzo, y salir a la techumbre del edificio. La gitana apareció tras ella.
—¡Salta!
La joven miró hacia abajo y dudó. La altura era considerable.
—¡Por el amor de Dios, Margarida, salta!
Nuevas siluetas de hombres se recortaron ahora a unas varas de ellas,
justo en la esquina del granero. Debían de haberlas escuchado o estaban
vigilando las posibles escapatorias.
—¡SALTA!
Y Margarida saltó, pero no por propia voluntad, sino empujada por las
manos de la romaní. En su caída, por el rabillo del ojo, vio que uno de los
hombres que las habían descubierto, alzaba una ballesta junto a la esquina
del granero. No le dio tiempo a ver nada más. Se precipitó a tierra con un
sonido sordo y la mente se le aturdió por el golpe recibido. Sin embargo,
Prya ya estaba junto a ella, y aunque la escuchó gemir, volvió rauda para
cogerla del brazo instándola a correr calle abajo.
Ambas corrieron sin parar, sin mirar atrás, requebrando callejas y
pasajes angostos, hasta que el resuello comenzó a fallarles. Por fortuna, ya
no se oían las voces de sus perseguidores, debían de haberlos despistado en
alguna de las esquinas.
Se metieron ocultas por la amparadora sombra de un profundo portal,
aguardando con los oídos atentos cualquier atisbo de la cercanía de los
guardias que las perseguían. Eran mujeres marcadas. Ya nada más que la
muerte les aguardaba en Tortosa y, lo que hasta ahora había transcurrido
como algo irreal en su cabeza, terminaba de convertirse en una realidad
cruda. Tenían que abandonar la ciudad y tenían que hacerlo cuanto antes.
Margarida, resolutiva por primera vez en su vida, miró a Prya instándola
a continuar. El rictus de dolor que atisbó en su rostro la previno de que algo
no marchaba bien.
—¿Estás bien?
—Solo es un rasguño —dijo apartando la mano de su brazo. Al hacerlo,
Margarida vio que un surco curvilíneo de sangre le cruzaba el brazo.
—¡Estás herida!
—No es nada, debió de rozarme el virote de una ballesta.
—Deja que te lo vea…
—No es nada, te digo, y debemos continuar. Hay que salir de la ciudad
cuanto antes.
—¿Cómo lo haremos?
—No te preocupes, sé por dónde hay que hacerlo. Vamos, no hay
tiempo que perder.
—¡Espera! —la instó Margarida agachándose y arrancando un trozo de
los bajos de su vestido. Luego, envolviendo el brazo de Prya con ese
improvisado vendaje, lo apretó bien fuerte.
—Gracias, amiga.
La sonrisa que le dirigió, y que alcanzó sus ojos verdes, fueron pago
suficiente por tantos desvelos.
Cogidas de la mano, continuaron recorriendo en silencio las calles de
Tortosa en busca de un destino que se les presentaba incierto y peligroso.
Aunque Margarida tuvo la sensación de que, mientras fueran juntas, nada
había de pasarles. Una sensación nueva de euforia que jamás antes había
experimentado, hizo que el cansancio acumulado por todo lo acontecido se
disipara volando con el viento.
CAPÍTULO XXXIX

“YUSUF”

Mientras esperaba a que los caudillos tomaran una decisión, el pensamiento


de Yusuf caminaba por otros derroteros. Al principio, había estado atento a
las conversaciones de los jefes andalusíes al tiempo que permanecía en pie
justo en el sitio al lado de la entrada en el que se le había recibido. Era una
tienda lujosa, con mullidas alfombras de buen tejido y esteras de caña fina
entrelazadas para hacer más confortable el lugar. Unos cortinajes de seda
separaban la parte delantera, lugar de reuniones, de la parte más privada,
donde posiblemente se hallarían catres enfundados en rica lana y con pieles
de lobo como cobijas. También en los ropajes de los caudillos se notaba un
lujo al que no estaba acostumbrado y las dagas que portaban al cinto
poseían todas preciosas piedras de diferentes colores que emanaban su
brillo hasta alcanzar sus ojos. Los capitanes, aunque algo menos ostentosos,
también lucían ricas telas en sus turbantes conformando una pintoresca
variedad de individuos que se afanaban en ese momento en establecer
estrategias y soluciones a lo que acababan de leer en el documento que él
les había traído.
En otro tiempo, al principio del asedio, Yusuf soñaba con pertenecer y
llegar a lo más alto en ese ejército tan disciplinado. La sangre le bullía de
orgullo al saberse heredero de aquellos que hombres que no habían
claudicado tras la derrota ante los cristianos y que volvían ahora para
recuperar su querida tierra tortosina. Anhelaba triunfos y aventuras junto a
ellos pues nunca se sintió del todo satisfecho con ser el sucesor de unos
acomodados comerciantes de finas alfombras andalusíes. Quería más, tenía
sueños y la oportunidad se le presentó en los primeros compases del asedio.
Pero ahora era diferente. Algo había cambiado en su interior tras haber dado
muerte a aquella pobre cristiana en la ermita del Coll de l’Alba. Fue una
ignominia, una crueldad, y por las noches tenía pesadillas constantes en las
que siempre veía cómo su daga se adentraba en las entrañas de aquella
desgraciada mujer. Odiaba a Umar por incitarle a ello y se odiaba a sí
mismo más aún. Por eso, ahora, ya no estaba tan convencido de que no
fueran equivocados aquellos sueños de gloria que perseguía, y deseaba con
todas sus fuerzas volver a esos tiempos en los que era feliz ayudando en el
zoco a sus padres mientras esperaba ver a Laia paseando entre los
tenderetes con su sonrisa pícara y sus ansias de correrías.
—¿Cómo es posible que haya llegado un ejército hasta Tortosa sin que
nuestras patrullas los detectaran? —El habla bronca de uno de los caudillos
lo sacó de sus pensamientos.
—No lo sabemos —respondió uno de los capitanes—, pero
averiguaremos la verdad y aquellos que abandonaron sus obligaciones
pagarán con su vida.
—Quizás hayan muerto, quizás se adelantaron algunos cristianos para
despejar el camino y acabaron con la patrulla —intervino otro.
—Tendríamos noticias de tal suceso. ¿Alguien ha echado de menos a
alguna de las patrullas enviadas?
Nadie dijo nada porque nadie parecía saber nada. Los capitanes tendrían
que hablar con sus hombres y averiguar si alguna de las partidas enviadas
para controlar los caminos no había vuelto. Pero el tiempo apremiaba. No
podían demorarse para evitar que los defensores de la ciudad se
organizaran.
—Sea como sea, esto nos deja en una difícil posición. —Las palabras de
uno de los caudillos rompió ese silencio momentáneo.
—¿Qué más da? —injirió otro—. Sabemos que los víveres ya son
escasos en Tortosa y con la llegada de las tropas aún se hará más precaria la
situación.
—¿Y vos cómo lo sabéis? Quizás hayan traído con ellos los suficientes
alimentos para aguantar varios meses.
—Y nosotros aguantaremos más. Tenemos las vías abiertas por tierra
desde el sur y por ambos extremos del río. Ellos no. Si tenemos paciencia
acabarán rindiéndose por hambre.
—Yo creo que debemos atacar. —La voz de otro de los caudillos se
elevó entre la de los capitanes que discutían—. No podemos permanecer
tanto tiempo con nuestras tropas paradas. El aburrimiento y la desidia ya
comienzan a hacer presa en ellos. Nuestros hombres necesitan una
motivación que debemos proporcionarles antes de que comiencen las quejas
y las deserciones. Muchos han dejado a las familias atrás y el tiempo va
mermando su interés por esta causa. Además, en cualquier momento
podemos ser requeridos por nuestro rey, que Alá tenga siempre en alta
estima, pues sabemos que en nuestras fronteras del sur los problemas
también son numerosos.
Muchos asintieron a estas últimas palabras, Muhàmmad ibn Mardanís
ansiaba extender su poder hacia el sur y podía requerir a sus ejércitos en el
momento en el que se le antojara. El llamado «Rey Lobo» por los
cristianos, miraba con especial atención el avance de los almohades, sus
eternos enemigos, por las zonas meridionales del territorio. Máxime cuando
los dichos almohades acusaban a ibn Mardanís de infiel y cristiano por su
comportamiento disipado y tan alejado de las estrictas reglas religiosas que
ellos profesaban. Pero cuando los almohades tuvieron problemas en el
Magreb y el caos se adueñó de las poblaciones del sur, el emir y gobernador
de Valencia y Murcia aprovechó este desconcierto para planificar la
ampliación de su territorio. Y si decidía que esta planificación se convirtiera
en acción, pronto serían requeridos los ejércitos para marchar hacia donde
él dispusiera.
La discusión siguió por los mismos derroteros durante largos minutos.
Las posturas de aguardar a rendir la plaza por hambre y la de atacar a
sangre y fuego no terminaban de encontrar un punto en común. La
impaciencia ya corroía a Yusuf mientras una y otra vez los pensamientos se
le iban hacia otros rumbos. Además, ahora sentía verdadera preocupación
por el joven soldado cristiano al que habían capturado. Él lo conocía. Lo
había visto hablando con Laia en el zoco varias veces desde que los
cristianos conquistaran la ciudad. Era un muchacho amigable y no solía
discriminar amistades por diferencias de sangre. Se llamaba Blai. Y aunque
nunca habló con él sabía que Laia le tenía en alta estima y eso era, o había
sido, suficiente para él. Pensar que en ese instante estaba en manos del cruel
Umar le revolvía las entrañas. No quería que más muertes innecesarias
mancharan sus manos. Una cosa era morir luchando en un campo de
batalla, y otra muy distinta ejecutar al enemigo sin piedad y sin honor.
Por fin alguien se dio cuenta de que Yusuf permanecía todavía en la
tienda tras haber entregado el documento. Parecían haberse olvidado de su
presencia tras leerlo y nadie le había ordenado que se retirara.
—¿Qué haces tú todavía aquí? —inquirió uno de los capitanes
mirándole con desconfianza.
—Aguardaba órdenes. —Trató de que su voz sonara firme a pesar de
que las miradas de todos aquellos grandes hombres se hallaban puestas en
él.
—Puedes retirarte —indicó uno de los caudillos con un ademán
hastiado, más centrado en el problema que les ocupaba que en la presencia
de un escuálido muchacho—. Di afuera que he ordenado que se te sirvan las
mejores viandas como agradecimiento por tu esfuerzo.
Yusuf musitó un formal gracias al tiempo que hacía una reverencia, pero
ya nadie lo miraba ni lo escuchaba. Volvían de nuevo a sus cuitas, volvían
de nuevo a olvidarlo.
Una vez fuera de la tienda, no quiso pedir nada de comer, no le apetecía.
Demasiado tiempo había perdido ya dentro de aquella tienda y debía de
ocuparse del resto del asunto. Tenía que encontrar la manera de avisar a la
familia del muchacho cristiano de su situación y que ellos actuaran en
consecuencia. Nada más podía hacer. Aunque la dificultad de la empresa no
era baladí. Cómo acercarse a la familia del joven Blai y evitar ser apresado
o muerto por los cristianos no iba a ser fácil. Quizás Laia podría ayudarle…
Al pensar de nuevo en Laia el estómago le dio un vuelco. No sabía cómo
iba a recibirle tras la última conversación que mantuvieron. Posiblemente,
ella ya no querría saber nada de él. Y con razón. Pero tenía que intentarlo.
Era la única que podía ayudarlo, y si no lo hacía por él, que lo hiciera por el
cristiano.
Se alejó del campamento con paso raudo hacia las murallas de Tortosa.
CAPÍTULO XL

“GUIOMAR”

No podía estarse quieta. Deambulaba por toda la casa como un alma en


pena aguardando noticias sobre los mensajeros enviados para engañar al
moro. Pensamientos, en su mayoría funestos, le rondaban por la cabeza una
y otra vez, y una jaqueca contumaz se había instalado en sus sienes hasta el
punto de que cualquier sonido, por leve que fuera, le molestaba
sobremanera. La preocupación por la suerte de Blai iba en aumento
conforme avanzaba la noche y lo peor era que ella nada podía hacer, tan
solo esperar, y la espera la estaba matando. Cada vez que oía pasos fuera de
la casa, corría a abrir la puerta con la esperanza de que hubiera regresado
sano y salvo, solo para toparse después con algún vecino despistado o algún
que otro grupo de soldados que rondaban las calles como era habitual. La
noche estaba siendo eterna, y acababa de comenzar.
Decidió servirse una copa de vino para atemperar los ánimos. Solo un
trago para quitarse aquel soniquete interno que no hacía más que repetirle
que su hijo había caído en manos del enemigo. «Por favor, Dios mío, que
vuelva de una pieza, que vuelva vivo a mis brazos», se repetía sin cesar en
una especie de rezo o ruego al Altísimo. Guiomar tenía pocas cosas claras
en su vida, siempre se había guiado más por impulsos que por
razonamientos, pero si algo sabía seguro es que daría lo que hiciera falta,
hasta su propia vida, si con ello conseguía evitar a su pequeño Blai
cualquier mal.
Un ruido precedente de la puerta la hizo derramar el vino que bebía en
esos instantes sobre el corpiño de su vestido. Sin importarle su apariencia,
salió de la sala en dirección a la entrada de la casa en lo que dura un
suspiro. Le golpeaba el corazón fuerte en el pecho y, quisiera o no, un
minúsculo resquicio de esperanza se abrió paso entre los nubarrones negros
que poblaban sus pensamientos. Sin embargo, pronto tuvo que contener la
euforia que amenazaba con desatarse al ver entrar a Guifré y a Bernat y
cerrar la puerta tras ellos. Blai no venía con ellos y la desilusión volvió a
atenazar sus entrañas.
Nadie habló en primera instancia, nadie dijo nada. La tensión era
patente, la pesadumbre también. No obstante, el abatimiento de los rostros
que la miraban le indicó que algo iba mal, muy mal, y las lágrimas
pugnaron por traspasar el umbral de sus pestañas.
—¿Bl… Blai…? —preguntó con voz trémula.
Guifré, pasándose la mano por los cabellos sudorosos, perdió la vista en
el suelo. Parecía no encontrar las palabras. La cicatriz que afeaba su rostro
empalidecía por momentos y su boca se tensaba en una fina línea de
desesperación. Fue Bernat el que por fin se decidió a hablar.
—No sabemos nada del muchacho, mi señora.
—¿Guifré…?
Monrós levantó la vista mirándola a los ojos.
—No hay noticias. —Fue su escueta respuesta, y la mirada se le
precipitó de nuevo en el empedrado del suelo.
—Hace tiempo que marchó, ya debería haber vuelto, ¿no es verdad?
¿No es así, Bernat? Decidme por qué todavía no sabemos nada de mi hijo,
decidme qué significa que todavía no haya vuelto a casa, decidme… —
Guiomar tenía la lengua desatada y no podía frenar que todos sus
pensamientos se lanzaran como una saeta hasta sus labios para requerir
respuestas—… decidme que mi pequeño está bien, que volverá sano y
salvo, que pronto podré abrazarlo…
—¡Guiomar! —Guifré interrumpió con ímpetu la retahíla de frases que
surgía de sus labios sacudiéndola por los hombros para que callara.
Todo quedó en suspenso unos instantes mientras ella trataba de
recuperar el aliento perdido en aquel trance verbal.
—Escuchadme, Guiomar, no sabemos nada de Blai. Hemos recorrido
todos los portales por si alguien hubiera visto al muchacho regresar, pero
nadie nos ha dado razón de él por el momento. —Bernat hablaba con voz
calma—. Debemos aguardar y mantener la esperanza para que pronto
podamos daros buenas nuevas.
—¿Rezar? ¿Qué creéis que he estado haciendo todo el día? Mi hijo
estaba bajo vuestra responsabilidad y no habéis sabido cuidar de él. Ahora
debe andar por esos mundos de Dios, solo, rodeado de enemigos que no
dudarán en clavarle una daga en cuanto lo descubran. ¿Y qué hacéis
vosotros? Ir de portal en portal sin rumbo preguntando en vez de salir con
valentía a buscarlo.
—No estáis siendo justa con Bernat —le indicó Guifré—, él no es
culpable de la mala cabeza de vuestro hijo.
—Sí que es culpable, y vos también. ¿Por qué pensáis que Blai se presta
a todas estas locuras? Es solo un niño que ansía la admiración de aquellos a
los que venera. Ha estado toda su vida escuchando vuestras hazañas,
vuestros logros en el campo de batalla, y en su pequeña cabeza busca
emularos para que nadie ponga en entredicho su hombría. Sois los
culpables, y como tales deberíais salir en su busca y traerlo a casa sano y
salvo.
—Ninguno de nosotros lo ha instado nunca a que pusiera su vida en
peligro. Y si creéis que nosotros somos culpables, ¿qué me decís de vos?
Habéis intentado retener su instinto desde que empuñó su primera espada,
engañándoos pensando que siempre estaría bajo la protección de vuestras
faldas y nunca se convertiría en hombre. Pues abrid los ojos, Guiomar,
nuestro hijo es ya un hombre y toma sus propias decisiones, equivocadas o
no, en su obstinación piensa que son las correctas y decidme, mi señora, ¿de
quién os creéis que ha heredado esa obstinación? Solo tenéis que miraros a
vos misma para hallar la respuesta. —Aquellas palabras de su esposo la
hicieron dudar por primera vez, ¿habría errado con esa sobreprotección que
siempre le había dispensado?, pero Guifré seguía hablando—: No hay
culpables, Guiomar. Y si los hay, seremos todos los causantes de tal
desaguisado. Blai ha tomado su camino, esposa, queramos o no, equivocado
o no, es el que él ha elegido.
—Quiero que vuelva, Guifré, ¿no lo entendéis?
—¿Pensáis acaso que yo no quiero lo mismo? ¡Por Cristo, mujer, daría
mi brazo por saberlo vivo y de una pieza!
—¡Pues haced algo!
—No hay nada que podamos hacer, solo esperar… Ahora, si me
disculpáis, voy a cambiarme la túnica y seguiré recorriendo los portales en
busca de noticias.
—¡Sois un cobarde! —Guiomar ya no razonaba, el miedo por la suerte
de Blai y la tensión vivida hasta el momento la hicieron decir cosas que no
sentía, solo por dañar a otra persona y que sufriera lo mismo que estaba
sufriendo ella.
Monrós, que ya subía las escaleras en dirección a la alcoba para cambiar
sus sudados ropajes, se volvió hacia ella fulminándola con la mirada. Sus
ojos parecían dos ascuas ardientes surgidas del mismísimo infierno.
Guiomar vio cómo su mandíbula se tensaba al tiempo que apretaba sus
puños hasta que los nudillos quedaron blancos.
—No voy a tener en cuenta lo que acabáis de decir —dijo
entrechocando ofendido los dientes, casi como si escupiera las palabras. Su
mirada ardiente se ennegreció por momentos al mirar a su esposa. Después,
tras respirar hondo, dirigió su vista hacia Bernat—. Miravalle, amigo,
parece ser que mi esposa quiere que muera hoy. ¿Me haríais la merced de
preparar mi caballo y mi lanza para que pueda salir de las murallas en busca
de mi hijo?
Sin aguardar respuesta, y dando media vuelta, continuó subiendo las
escaleras.
—Guiomar…
—¡Callaos vos también!
—¡No os permito ese tono! Todos estamos sufriendo por la suerte de
Blai y más tras saber que la fortuna no ha acompañado a… —Bernat guardó
silencio, dejando en suspenso lo que iba a decir, y un rictus de
arrepentimiento le arrugó la frente.
—¿A qué os referís? ¿Qué ha ocurrido? Contádmelo.
—¡Sois la mujer más terca que he conocido!
—¿Qué es lo que no me queréis contar?
Bernat parecía sopesar sus opciones, pero Guiomar no deseaba darle
tregua alguna.
—Bernat… —No obtuvo respuesta—. ¡Bernat!
—Está bien, Guiomar —dijo suspirando derrotado—, no quería
contároslo para que no os preocuparais, pero en vista de que sois como un
perro que cuando tiene un hueso no quiere soltarlo…
La mujer debió sentirse ofendida por sus palabras, aunque el ansia por
conocer la suerte de su hijo borró cualquier sentimiento de ofensa que
pudiera llegar a experimentar.
—Los otros dos mensajeros… —continuó el caballero—, creemos que
han muerto. Sus caballos volvieron por sí solos a las murallas y ambos
presentaban heridas de saeta en sus grupas. Uno de ellos incluso portaba los
documentos todavía pendiendo del pomo de la silla.
La boca de Guiomar se abrió en una mueca horrorizada mientras su
menudo cuerpo se tambaleaba hacia atrás. Miravalle, quizás al verla
reaccionar de aquella guisa, trató de tranquilizarla.
—Escuchadme, Guiomar, eso no significa que Blai haya corrido la
misma suerte. De hecho, quizás no tener noticias de él sea algo bueno…
—¿Algo bueno, decís? ¿Cómo podéis anunciarme que los otros
mensajeros han muerto y luego asegurar que es algo bueno? ¿Os habéis
vuelto loco?
—No quería decir…
—¡Callaos, os digo!
—¡Y yo os repito que no os tolero ese tono conmigo!
—¡Vos no me dais órdenes!
—¡Pues parece que hay veces que sí que apreciáis mis órdenes!
Guiomar se ruborizó por completo. El enfado y la vergüenza por las
insinuaciones del caballero se pudieron apreciar de súbito en su rostro. Al
darse cuenta de su error, Miravalle quiso rectificar.
—Perdonadme, mi señora, no ha sido un comentario conveniente dadas
las circunstancias…
—¡Sois un maldito bastardo! —le gritó enfurecida de rabia—. ¡Y
también sois un cobarde! Habéis permitido que mi hijo corra peligro cuando
debíais de estar cuidando de él. No os voy a perdonar nunca si a Blai le
ocurre algo. Nunca, ¿me oís? ¡Nunca! Y ¿sabéis una cosa? Vos tampoco os
lo vais a perdonar… Llevaréis siempre sobre vuestra conciencia el pesar de
no haber sabido proteger a vuestra sangre…
Bernat se quedó extrañado por aquellas palabras, Guiomar lo notaba en
su rostro y supo que su desenfrenada lengua, una vez más, se había
adelantado a su razón. Aun así, sintió una liberación como nunca antes la
había sentido. Y ya le daba igual lo que pensaran de ella, su hijo estaba en
peligro y haría lo que hiciera falta por recuperarlo.
—¿Qué queréis decir?
—Marchaos, Bernat, por favor.
—No me marcharé hasta que me digáis lo que quiero saber.
Guiomar no contestó. En ese momento su cuerpo quedó exangüe,
agotado ya por la angustia en la que estaba viviendo. Apartando la mirada
del hombre, se cruzó de brazos, interponiendo una barrera simbólica entre
ellos.
Pero el caballero no le hizo caso y se acercó hasta estar a escasas
pulgadas de ella. Su peculiar aroma a hombre y cuero la aturdieron todavía
más y comenzaron a temblarle las manos. Trató de ocultarlas en sus axilas
al tiempo que daba un paso atrás. Sin embargo, Bernat no se lo permitió.
Agarrándola por los hombros, buscó su mirada agachando la cabeza.
—¿Guiomar…?
—Por favor, dejadme en paz.
—¿Guiomar…?
La mujer no pudo ya resistirse a su ruego por más tiempo. Se maldijo
por haber dicho palabras de las que ahora se arrepentía. Pero no había
vuelta atrás.
—Blai es hijo vuestro —le confesó abiertamente—, así que, os lo
suplico, traedlo a casa, Bernat, traedlo a casa conmigo…
El hombre le mantuvo la mirada largamente, reteniendo todo el cúmulo
de palabras que parecían querer salir de sus labios. Luego, sin que ningún
sonido lograra atravesar el umbral de su boca, se dio la vuelta y se marchó,
y Guiomar quedó allí sola y desamparada en su derrota.
Lo que no supo, al menos en ese momento, fue que alguien más había
escuchado todo lo que allí se dijo, y que el pesar de Guiomar ahora estaba
siendo compartido por otra persona cuyo corazón acababa de recibir una
certera estocada de la que jamás se recuperaría.
CAPÍTULO XLI

“PRYA”

A Prya le hubiera gustado que fuera una noche sin luna, de esas en las que
las nubes tapan la luz argentada de aquel astro lejano que corona el cielo.
Sin embargo, la fortuna en este caso no las había acompañado en su fuga;
aunque los hados sí habían sido benévolos a la hora de permitirles
abandonar las calles de Tortosa y cruzar uno de los portales sin riesgo
camufladas entre un grupo de pescadores que, aprovechando la nocturnidad,
salían hacia el río en busca de alguna captura que pudiera llenar los
estómagos de sus hambrientos vástagos. Los guardias, permisivos, y aunque
los portales debían estar cerrados para evitar incursiones enemigas, dejaban
que algunos hombres aparejados de rudimentarias cañas de pescar salieran
por el portal que conectaba con el puerto fluvial, el más cercano al río, para
disputarse, durante un corto periodo de tiempo, alguna que otra carpa
despistada. Luego, tenían que volver a traspasar las murallas, ya de regreso,
antes de que el moro se percatara de su salida y el portal se cerrara para
evitar males mayores. Así que, arrebujadas con mantos que sustrajeron
veladamente de una de las tabernas que permanecían abiertas para que los
hombres ahogaran sus miserias en vino, se mezclaron entre los pescadores
ocultando sus cabellos y rostros, y los ayudaron a acarrear cestas y hatillos.
Ningún soldado fue consciente del engaño, nadie se percató de su osadía, y
cruzaron el portal sin que las detectaran.
Ahora, aferrada a los remos con fuerza, y aun no siendo muy ducha en
el arte de manejar una barca, bogaba con decisión intentando llegar cuanto
antes a la pequeña isla que llamaban de los Genoveses, pues era a ellos a
quienes les había correspondido en el reparto de las tierras tortosinas que
hizo Ramón Berenguer tras su conquista. Habían sustraído aquel bote que
parecía abandonado a merced de las plantas que crecían a la orilla del río.
No tuvieron otra opción, aunque en ese momento Prya entendía la razón de
que la barquichuela estuviera abandonada, sus pies ya húmedos así se lo
confirmaban: la barca hacía aguas. Debía estar podrido su maderamen o
presentar tal vez alguna grieta que le hubiera pasado desapercibida. No
obstante, no quiso comentar nada para no inquietar a la mujer que se
acurrucaba frente a ella, tapada con el manto hasta los cabellos para que su
color claro no se reflejara con la luz de la luna y alarmara a las partidas de
moros que, posiblemente, andarían recorriendo ambas orillas del río.
Quería llegar a la otra orilla cuanto antes, a pesar de que los brazos le
pesaban ya por la presión ejercida sobre los remos, porque allí esperaba
encontrar a alguien dispuesto a llevarlas lejos. Prya tenía sus propios
recursos y a lo largo del tiempo que había vivido en Tortosa, siempre
dedicada a la tarea de trocar los trabajos de Delila por alimentos, conoció a
mucha gente tanto dentro de la ciudad como en los alrededores y en los
campos cercanos. Y la isla no había sido una excepción. A veces cruzaba el
puente de barcas que salía desde el portal de la Rosa y se encaminaba hacia
aquel lugar donde algunas moradoras apreciaban con buenos ojos las
labores de lana de la anciana sarracena. Y ahora, con la desesperada
situación que acarreaban, decidió que desde aquella isla podrían encontrar
alguna escapatoria, bien fuera por tierra, o bien navegando el río en
dirección al mar. No le importaba dónde acabaran, ella tenía suficientes
recursos para salir adelante, pero sí deseaba que ambas estuvieran a salvo.
Sobre todo, la muchacha que, sin saber por qué ni cómo, se había
convertido en parte importante de su mísera vida. Ansiaba protegerla y que
nunca más volviera a sufrir el maltrato de nadie.
—No sé nadar —le había dicho temerosa y en susurros cuando
sustrajeron la barca.
—No te preocupes, yo sí —mintió con la convicción que si le decía la
verdad no habría forma de convencerla para subir al bote. Margarida y ella
poseían caracteres diferentes, en tanto que la muchacha extranjera era muy
melindrosa, perezosa en cuanto a sobreponerse a los avatares de la vida y, a
veces, incluso rozaba la cobardía. Sin embargo, Prya, quizás por esa dura
existencia desde niña, se habituaba a cualquier situación e intentaba buscar
los atajos que la llevaran a la consecución de sus planes. Y, aunque el miedo
también teñía sus acciones, no se conformaba nunca con esperar a que el
destino fuera el que la condujera hacia un lado u otro, sino que trataba
siempre de forjarse su propio camino.
Le dolían ya los brazos de tanto bogar cuando por fin atisbó a escasas
varas la orilla opuesta. «Un esfuerzo más», se dijo, «un esfuerzo más y
seremos libres». Y redobló el ímpetu de sus movimientos. Al poco, el crujir
de las piedrecillas que conformaban el lecho de la orilla rascó el casco de la
barquichuela y la sacudida esperanzadora contra la tierra húmeda del lecho
del río, a pesar de desestabilizar sus cuerpos, fue el punto y final de aquel
arriesgado viaje sin el menor atisbo de haber sido descubiertas. Pronto,
ambas mujeres se encontraban pisando el suelo húmedo, en uno de los
rellanos escalonados que formaba la orografía ribereña, entre juncales y
carrizos, con el frescor de las hojas de ailanto estremeciendo sus pieles a
pesar de que el verano todavía no había acabado.
No había tiempo que perder. Prya, cogiendo de la mano a Margarida, la
empujó hacia las sargas y tamarices para ocultar sus siluetas. Las ramas
enganchaban sus vestidos y alguno de los cabellos negros de la gitana
quedaron atrapados en el verde follaje. Pocos pasos después, la maleza se
tornaba más escasa y ya se podían atisbar las construcciones de los
genoveses un poco más allá. Todavía escondidas, observaron en silencio los
alrededores para cerciorarse de que no había un alma que rondara aquellos
pagos, ni cristiana ni mora, que pudiera truncar sus planes. La idea era
acercarse al otro lado de la isla, donde Prya conocía a una familia de
marinos. Tenía en su faltriquera las pocas monedas que pudo ahorrar y que
estuvo guardando en el granero por si algún día se le presentaba alguna
contingencia. Y ese día había llegado. Esperaba que la codicia de la familia
a la que buscaba no sobrepasara sus escasos recursos. La romaní se sentía
satisfecha de sí misma por su previsora intención al ocultar cosas necesarias
en aquel desvencijado granero que nadie utilizaba. Además de ropas y
monedas, portaba un cuchillo largo en la bota que robó un día del puesto de
un carnicero. No era muy dada a los pequeños hurtos, pero el
convencimiento que le había dado la vida de que en cualquier momento las
cosas podían ir mal la hizo ser previsora en extremo. Por eso no se
arrepentía de sus pequeños pecadillos. Era una superviviente y como tal
tenía que actuar en consecuencia ante cualquier reto que se le presentara.
Tras asegurarse de que todo estaba en calma, empujó a Margarida hacia
la incerteza del campo abierto, donde ya nada las ocultaba. Y la luna, que
seguía refulgiendo en el cielo, era una fastidiosa circunstancia poco aliada
de sus cuitas.
De pronto, algo se movió en la espesura detrás de ellas, donde hasta
hacía poco habían estado escondidas. Margarida, aterrada, apretó muy
fuerte la mano de su amiga hasta el punto del dolor. La mirada de ambas
mujeres se quedó quieta en ese punto oculto por la fronda ribereña que
hacía escasos instantes que habían abandonado. Después de unos
angustiosos segundos, las respiraciones volvieron a calmarse y supusieron
haber sido engañadas por un soplo de aire que removió las ramas para
asustándolas. Pero entonces, al girarse otra vez para continuar su camino se
toparon de frente con una imagen que les heló los huesos hasta el miso
tuétano. Frente a ellas, a escasos pies, tres siluetas masculinas se recortaban
en el paisaje nocturno ocultas por mantos oscuros que le impedían saber si
los que ante ellas se mostraban eran amigos o todo lo contrario. Por
precaución, Prya hizo un movimiento casi imperceptible para sacar el
cuchillo de su bota, escondiéndolo entre los pliegues de su vestimenta. No
quería mostrar sus intenciones si no era absolutamente necesario. De nuevo,
a sus espaldas volvió a escucharse el sonido anterior y el gemido de
Margarida le indicó que esta vez sus previsiones habían sido en vano. Por el
rabillo del ojo comprobó que otros tres hombres surgían de la maleza donde
antes ellas se ocultaron, rodeándolas así al separarse unos de otros para
abarcar más terreno de manera que les fuera imposible escapar.
De medio lado, con una mano asiendo a Margarida y la otra el cuchillo,
Prya calculaba sus posibilidades. Todavía no sabía con quién se enfrentaban
y aquel hecho la predisponía a pensar que, aquellos que las rodeaban, no
traían buenas intenciones. Si de amigos se hubiera tratado, ya sus voces se
habrían dejado oír aunque fuera para inquirirles por su paso por aquel
paraje. El silencio de las seis siluetas no hacía sino acrecentar sus miedos y
mermar sus esperanzas.
Un movimiento brusco de la figura que tenía frente a ella hizo que
agarrara el cuchillo con más fuerza. La mano de Margarida temblaba bajo
las suyas y la oía musitar algo en silencio, tal vez una plegaria. Y, desde
luego, la dejó hacer. Iban a necesitar toda la ayuda posible, en especial de
aquel que regía los cielos, y más cuando se dio cuenta de que los ademanes
del hombre frente a ellas habían sido provocados al apartar la capucha de su
cabeza, poniendo al descubierto un turbante de color claro que brillaba al
incidir en él la luz de la luna.
A Prya se le cayó el alma a los pies. Si hubieran sido cristianos quizás
podrían haber tenido la oportunidad de una salida más o menos favorable
para sus intenciones. Al fin y al cabo, la noticia de la muerte de Godfredo
no tenía por qué haber llegado hasta la isla y disponían de la oportunidad de
inventar cualquier argucia que los indujera a pensar que eran la esposa de
un distinguido soldado y su criada buscando ayuda. Podrían apelar a su
espíritu caballeresco y al honor de sus ancestros. Aquello siempre
funcionaba con la mayoría de cristianos con ínfulas de medrar socialmente.
Aunque al mirar el vestido remendado que le prestó a Margarida, supo que
aquello no les serviría dado el caso. Nadie la tomaría por alguien de buena
posición. Sin embargo, al ser sarracenos los que las cercaban, sus
posibilidades eran escasas, más bien nulas, pues acabarían, en el mejor de
los casos, como sirvientas, y en el peor como esclavas o, Dios no lo
quisiera, como rameras de los soldados de más baja condición.
«Antes muerta», pensó Prya. No tenía la intención de volver a pasar por
aquello, jamás lo permitiría.
—¿Pry… Prya…? —Oyó gemir a Margarida cuando uno de los
hombres que estaban a su espalda comenzó a acercarse. Las risitas de los
otros al ver a su compañero se escucharon con total nitidez.
—¡Chiss! —La mandó callar. Tenía que concentrar sus sentidos y no
dejar que se acercaran. Si hubiera estado sola, si no tuviera el lastre que se
aferraba a su mano, quizás podría intentar un quiebro y salir huyendo antes
de que la atraparan. Era muy rápida y más de una vez había utilizado su
velocidad y pequeño tamaño para escabullirse de otras situaciones.
Inmediatamente, borró ese pensamiento de su mente pues nunca
abandonaría a la mujer que se hallaba a su lado, aquella que con su
inocencia perdida le tenía arrebatados el alma y el corazón.
El hombre, acercándose paso a paso, miraba con lascivia los cuerpos de
las mujeres de arriba a abajo; al tiempo, con gestos pacíficos de sus manos
intentaba demostrarles que no tenía nada que temer. Pero Prya supo que el
color casi blanco de los cabellos de Margarida, a quien la capucha se le
había escurrido al caminar entre la maleza, jugaba en su contra. Vio su
mirada embelesada al percibir los mechones rubios y el refulgir de sus ojos
bajo el turbante. Su rechazo a la lujuria de los hombres se triplicó y, antes
de que nadie se diera cuenta de su intención, el cuchillo que ocultaba entre
sus ropas quedó libre rasgando el aire en dirección al hombre. Un chillido
agudo cortó la noche argentada cuando la hoja del arma abrió las carnes del
brazo del agresor, quien no tardó en retroceder apretándose con la otra
mano la herida producida.
No obstante, la romaní no se ufanó en aquella pequeña victoria y siguió
vigilando los movimientos del resto de moros. Al intentar acercarse otro de
aquellos salvajes, el cuchillo de Prya ya le señalaba con su larga hoja.
Los labios de los hombres comenzaron a dispensarle toda una sarta de
insultos, a cual más enfurecido, y las espadas surgieron de entre sus mantos.
Supo que ya no había remedio.
Comenzaron a avanzar hacia ellas, con pasos medidos, envolviendo
todo el contorno a su alrededor. Prya dispuso el cuchillo frente a ella y se
desembarazó del manto. Moriría luchando si hacía falta antes que permitir
que uno de sus sucios dedos se posaran sobre ella.
—¿Prya…? —La asustada voz de Margarida le conmovió el corazón.
—No te separes de mí.
Intentaba darle a su tono toda la confianza de la que fuera capaz, pero
sus palabras no surgían de sus labios con toda la fuerza que hubiera
deseado.
—Prya… —dijo apretándole la mano—, no permitas que nos hagan
daño.
Y no pensaba permitirlo. «Antes muerta», volvió a repetirse.
La gitana, alargando el cuchillo contra el hombre que más cerca estaba,
lo hizo retroceder, y rauda se dio la vuelta para controlar a los que rondaban
su espalda. Una piedra le impactó en el costado en ese momento
consiguiendo que la mano en la que portaba el arma temblara por el dolor.
Oyó a Margarida gemir poco después. Quizás otra piedra lanzada por
aquellos desalmados la había alcanzado.
—¡Prya! ¡Prya! —la escuchó gritar, al tiempo que captaba una figura
muy cercana por su flanco izquierdo. Su cuchillo trazó un arco veloz,
consiguiendo a duras penas que no le resbalara de sus sudadas manos. Esta
acción tuvo su recompensa, pues el hombre retrocedió de inmediato.
Aunque pronto se dio cuenta de que el resto de hombres se agachaban
buscando más piedras con las que atacarlas.
Margarida también fue consciente de ello, y maldiciendo, cosa que
nunca había hecho en su presencia, se encogió para ofrecer menor blanco.
—Prya… —dijo estirándole de la mano—, Prya, por favor, mírame.
La romaní se volvió hacia ella sin dejar de vigilar a su alrededor.
—No permitas que nos hagan daño —tornó a decirle—, no lo permitas.
E hizo algo que a la joven le heló la sangre en las venas. Con los dedos,
empujó la hoja del cuchillo que Prya portaba y lo puso a la altura de su
pecho. Luego, se acercó reduciendo el espacio entre el arma y su cuerpo y
se apoyó contra la punta afilada.
—Por favor… —le rogó mirándola a los ojos, con las pupilas clavadas
en ella esbozando en esa mirada toda su tristeza, sí, pero también su
determinación. Luego, acercando su rostro, posó dulcemente sus labios
sobre los de ella, y Prya olvidó por un instante que el mundo seguía girando
a su alrededor. Fueron las risotadas de aquellos perros, algunas irónicas,
otras insultantes, las que la devolvieron a la realidad.
—¿Es lo que quieres?
—Prefiero que sea por tu mano antes que sufrir en los brazos de estos
desgraciados. Prefiero que sea tu rostro el que vea por última vez. Hazlo,
Prya, hazlo, mi amiga, mi salvadora, mi amor…
La gitana apretó con fuerza y sostuvo el cuerpo de Margarida mientras
sus ojos no dejaban de buscarse. A modo de despedida, una lágrima
solitaria resbaló por su mejilla antes de que le brillo añil de sus ojos se fuera
apagando. Y con ese adiós a la vida, su cuerpo resbaló hasta caer al suelo
donde Prya la siguió, permaneciendo arrodillada junto a su menuda figura.
Al cabo de unos instantes, se alzó, sin rastro del lamento que pugnaba por
surgir de su boca, al tiempo que sacaba el cuchillo del pecho de la preciosa
Margarida y apuntaba con él a los hombres, quienes habían seguido aquel
divertimento inesperado con interés.
«Moriré luchando», se dijo una vez más, «por ella, por Margarida, por
todas aquellas mujeres que sufrían en silencio las vejaciones de las que eran
objeto».
La primera piedra le acertó en la mejilla dejándola aturdida. La
siguiente, cortó su respiración en el pecho. Otras más impactaron contra su
cuerpo mientras seguía escuchando burlas e insultos de las sucias bocas de
aquellos perros. Al final, la que le golpeó en la cabeza, la hizo derrumbarse
sobre el cuerpo de la joven a la que había adorado más allá de normas
impuestas y, lentamente, su corazón se fue apagando apoyado contra el de
ella.
Tras escupir sobre sus ajados cuerpos, aquellos hombres se perdieron en
la negrura de la noche y el devenir de la vida siguió su curso.
CAPÍTULO XLII

“YUSUF”

Se adentró en la ciudad por el barrio judío. Caminaba ocultándose en las


sombras, pero raudo, demasiado tiempo había perdido ya en el campamento
esperando algún tipo de respuesta de los jefes andalusíes. Necesitaba
encontrar a Laia, ella podría ayudarle a dar con la morada del cristiano, o
quizás acompañarlo, así tendrían tiempo para hablar después de lo ocurrido
entre ellos unas semanas atrás. Aunque, posiblemente, ella ya no querría
saber nada de él, sabía que estaba enfadada y con razón.
«Quizás tenía que haberme ido con ella a empezar una nueva vida como
me dijo», pensó arrepentido. Hubiera sido lo mejor. Y no se sentiría en esos
momentos como si una piedra estuviera aplastándole el pecho. «Mi
aventurera Laia…», sonrió al recordar ese espíritu osado que ella poseía, a
pesar de haber sido criada en una casa donde se seguían estrictas normas de
comportamiento dictadas por un padre severo e intransigente; aun así, ella
siempre se las había arreglado para esquivar los barrotes de la jaula dorada
en la que vivía y hacer lo que le placiera. Si hubiera sido hombre, se habría
convertido en un hábil viajero y comerciante, uno de los que no le teme a
nada y utiliza su astucia para sacar provecho de todo. Pero había nacido
mujer, y los impedimentos por su alma rebelde fueron muchos y
numerosos, aunque Laia se sublevara diariamente con pequeñas escapadas
escalando por unos frondosos árboles cuyas ramas alcanzaban a elevarse
por encima del muro del patio de la casa.
Llegó a la casa y la rodeó hasta encontrarse frente a la pared que
separaba el patio de la calle. Mirando a un lado y a otro para cerciorarse de
que nadie lo pudiera ver, saltó hasta alcanzar con sus manos la parte alta del
muro. Con sigilo, se dejó caer al patio avanzando camuflado entre las
sombras y la vegetación de aquel oasis de paz, recogiendo algunos guijarros
a su paso. Una vez bajo la ventana de la muchacha, lanzó los guijarros con
fuerza contra la madera del batiente y aguardó. Al no obtener respuesta,
volvió a intentarlo. Al cabo, vio que la ventana se abría y una cabeza
envuelta en una cofia se asomaba con cautela.
—Laia… —susurró Yusuf para alertarla de su presencia.
—¿Quién anda ahí? —El chico no reconoció aquella voz, aquel tono
más aniñado no se parecía en nada a la entonación más suave que poseía la
judía.
—¿Laia…? —volvió a pronunciar su nombre.
—Laia no está aquí, así que marchaos si no queréis que dé aviso en la
casa de que un intruso ronda el patio.
—Solo decidme dónde puedo encontrar a Laia y me marcharé.
La niña, que debía ser la hermana pequeña de su amada, asomó más la
cabeza y escudriñó entre las sombras del patio.
—¿Quién sois?
—Yusuf.
—Ah, Laia os mencionaba mucho cuando hablaba conmigo, pero
siempre me dijo que era un secreto entre ambas, me lo hizo prometer, y yo
cumplo mis promesas —dijo muy digna.
—Sois muy buena hermana.
—La echo de menos…
La voz compungida de la niña no pasó desapercibida para Yusuf.
—¿No está en vuestra casa?
—No, y ahora yo ocupo su alcoba.
—Por favor, pequeña, decidme dónde está.
—Contrajo nupcias hará algunas semanas con el hijo de los Cohén.
Estaba preciosa con sus galas de doncella y se sirvieron en la cena los
mejores manjares. Algún día me gustaría tener una boda tan bonita como la
de ella —fantaseó.
Yusuf dejó de escuchar tras las palabras contrajo nupcias, pues el aire
comenzó a faltarle. Y aunque Laia se lo había advertido, no pensó que fuera
a hacerse realidad; más bien quiso creer que era una intriga de la joven para
forzarle a tomar una decisión.
Una vez recuperado el resuello, instó a la niña a que le dijera dónde
vivían los Cohén. A pesar de la nefasta noticia, necesitaba ver a Laia y
cerciorarse de que estaba bien. La seguía amando y se arrepentía
profundamente de su ceguera. Todo por perseguir un sueño que quizás no le
correspondía; al fin y al cabo, las guerras eran para los hombres preparados
para ellas y no para un simple comerciante de alfombras.
—Es la casa más bonita de todo el barrio. Y la más grande. Los Cohén
son muy ricos…
—Gracias, pequeña —le dijo antes de marcharse—. Y recordad: esto es
un secreto.
Corrió por las callejuelas, pues el tiempo apremiaba, hasta dar con la
vivienda de los Cohén. Tal y como le había dicho la niña, la casa de aquella
familia destacaba entre todas las demás. La fachada lustrosa, de un blanco
sin mácula, ocupaba de ancho lo que podían ser tres casas juntas, la puerta
era alta y de recia madera noble y los postigos de las ventanas los
adornaban filigranas grabadas a fuego. Sin duda, los Cohén tenían una
posición económica envidiable y la más alta estima en su comunidad. Pero,
en su empeño por verla, se presentaba un problema: Yusuf no encontraba
por dónde introducirse en aquella fortaleza de piedra. Y si lanzaba guijarros
contra cualquiera de las ventanas sin acertar cuál podría ser la de Laia, y
alguien se percataba de su presencia, tendría problemas graves. Así que
hizo lo único que podía hacer: aguardar hasta que la puerta o una de las
ventanas se abriera y rezar para que fuera Laia quien lo hiciera.
Escondiéndose en el portal de una casa no muy alejada desde donde podía
vigilar cualquier movimiento inesperado, se armó de paciencia.
El tiempo pasaba lento y comenzaba ya a dar cabezadas. Estaba siendo
una noche muy larga y el cansancio hacía presa de él a pesar de que
intentaba que los ojos no se le cerraran. Además, tenía hambre. La mente,
antes despierta, comenzaba a llevarle por derroteros más amables y las
ensoñaciones sobre manjares deliciosos, como los pastelillos de miel que
hacía su madre, comenzaron a aturdirle. Los ladridos de un perro que
merodeaba no muy lejos lo hicieron despertarse. Se maldijo por haberse
dormido al tiempo que se friccionaba los ojos para despejarse. Entonces,
apareció una figura de ademanes furtivos acercándose por la calle y los
ladridos del can se redoblaron con mayor intensidad. Inquieta, la figura
miró hacia atrás y aceleró su caminar. Yusuf se fijó en que el animal andaba
tras sus pasos, posiblemente porque estaría hambriento y habría olfateado
algo en aquella persona que le llamaba la atención. Cada vez estaba más
cerca por mucho que la caminante furtiva apretara el paso y Yusuf se
preocupó. No quería que Laia sufriera ningún daño, porque era Laia, sin
duda, la que escapaba del can merodeador. Yusuf se apartó de las sombras
sacando la daga que portaba al cinto, no iba a permitir que el can se
acercara más de lo debido. Sin embargo, la muchacha, al ver la sombra de
un hombre tan cerca de ella, comenzó a retroceder en dirección al chucho,
como si le diera menos miedo el animal de cuatro patas que la persona
surgida de las sombras.
—¡Apártate, Laia! —le gritó, y con dos largas zancadas se interpuso
entre la joven y el perro con la daga presta a defenderla. El can se paró en
seco al sentir la amenaza y se le erizaron los pelos del lomo mientras
enseñaba los dientes gruñendo. Yusuf, irguiéndose para parecer más alto,
adelantó la daga, pero el can no se arredró y comenzó a acosarles
lentamente. El chico aguardó con todos los sentidos alerta y cuando se dio
cuenta de que el animal se disponía a saltar para atacarle, tensando la pierna
le soltó una tremenda patada. Lo alcanzó certero en el costado. Gimiendo,
el perro se marchó con el rabo entre las piernas y Yusuf, aliviado, exhaló el
aire contenido.
Tras guardar la daga, se volvió para comprobar que Laia estuviera bien.
Contempló su rostro asustado y deseó abrazarla, pero ella se mantenía
aferrada a una cesta hecha de esparto que portaba en sus manos y que
utilizaba a modo de barrera. Por fin, los ojos de ambos se encontraron
engarzando sus miradas durante unos preciosos instantes.
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella cuando se recobró de la impresión.
—Lo mismo podría preguntarte yo —replicó—, no son tiempos para
que una mujer ande sola por las calles tras la anochecida. Mirad lo que
podría haberos pasado si no llego a estar aquí. Ese animal quería algo de ti
y hubiera hecho lo necesario para conseguirlo. ¿Es algo que llevas en la
cesta lo que lo ha vuelto loco?
—No llevo nada en la cesta. No ahora… —dijo pensativa—, aunque
quizás se ha quedado impregnado el olor de las viandas que llevé hace un
rato al arrabal.
—Te arriesgas demasiado, Laia.
—Esas personas no tienen nada que llevarse a la boca, ni a la de sus
hijos. Solo intento ayudar en lo que puedo.
—Y te honra el gesto; pero escúchame, muchacha, por tu bien te digo
que ahora las cosas andan muy revueltas y deberías ser más prudente.
—¿Qué te importa a ti?
—Me importa.
El silencio entre ambos se hizo tan espeso que Yusuf pensó que pronto
tendría que sacar su daga para cortarlo.
—Te has casado… —El tono de su voz reflejaba la duda y la
incomprensión.
—Sí, te dije que podría ocurrir y no me creíste.
—Lo sé… y lo siento… fui un estúpido.
—Benamí es un buen hombre y me llevará a viajar por lugares
lejanos…
—Era lo que querías, ¿no es así?
—Sí. —Pero en ese sí había un deje de insatisfacción que no le pasó
desapercibido.
—¿Te trata bien?
—Ya te he dicho que es un buen hombre. Se desvive por hacerme feliz.
—Otra vez ese tono de insatisfacción.
—Me alegro —fue lo único que se le ocurrió decir antes de que el
mutismo los envolviera de nuevo.
Cuando ya Yusuf, nervioso por esa conversación que ocultaba más que
mostraba, decidió hablarle del asunto que en realidad le había traído hacia
allí, que no era otro que tratar de salvar al cristiano que tenía secuestrado
Umar, ella interrumpió el hilo de sus pensamientos:
—Tengo algo que contarte.
El joven percibió en su rostro una gran determinación sesgada por un
rictus apenado de sus labios. Pensando que Blai podía esperar unos
instantes más, la conminó a hablar.
—No sabía si contártelo, la duda la he llevado cargada a la espalda
desde que lo sé, pero creo que no podría vivir conociendo este hecho
sabiendo que tú lo ignoras —se justificó con vehemencia—. Espero que
puedas perdonarme por lo que te voy a narrar.
La rigidez en sus facciones alertó a Yusuf. Algo grave debía ser si la
muchacha risueña que él conocía se escondía ahora tras ese velo
entumecido de incomodidad. La instó a que continuara a pesar de que un
escalofrío le recorrió el espinazo.
Laia comenzó a desgranarle una historia que, al principio, no le dijo
nada. Le hablaba de que se había encontrado con Prya y que esta la dejó
acompañarla para visitar a una muchacha cristiana llamada Anita. Aquel
nombre tampoco le decía nada, además, la joven judía narraba detalles que
no venían al caso y el relato se estaba haciendo largo y confuso. Pensó que
quizás ese rodeo en su narración se debía a que le costaba llegar al meollo
del asunto. Entonces, algo que dijo Laia, llamó poderosamente su atención
y la instó a que se lo repitiera.
—Digo que Anita es la hermana de Casilda, la ermitaña del Coll de
l’Alba. Su madre, antes de morir, tuvo un instante de lucidez y llegó a
contarle algo que había estado guardando en secreto durante mucho tiempo.
La mención de la ermitaña puso a Yusuf en guardia. Todavía no había
olvidado el rostro transido por el dolor cuando le clavó su daga en las
entrañas. Seguía escuchando a la judía, aunque algo en su interior le
alertaba de que lo mejor era marcharse y olvidar que tal conversación tuvo
lugar alguna vez.
—Pues bien —continuó Laia—, parece ser que Casilda, cuando era
joven, tuvo amoríos con un marino que se avino a Tortosa con sus
mercancías. De resultas de ello, quedó preñada y los padres no pudieron
soportar tamaña vergüenza. Así que, el día que nació el bebé, le hicieron
creer que estaba muerto y se lo entregaron a la partera para que se
deshiciera de la carga. Pero ella, quizás apiadándose del pequeño, lo entregó
a una pareja que no podía tener hijos. Era una familia andalusí… era… —
La muchacha hizo una pausa mirándolo conmiserativa antes de proseguir
—, era una familia dedicada a la confección y venta de alfombras muy
apreciadas en Tortosa… era… tu familia, Yusuf, tu familia…
Yusuf, presintiendo que el desenlace de lo que le estaba narrando no le
gustaría, deseó taparse las orejas y no escuchar nada más.
—Lo siento… —le dijo tratando de acercarse a él.
Quiso impedírselo propinándole un empujón que la hizo trastabillar.
Estaba furioso, sorprendido y furioso. No podía creer lo que estaba
escuchando de boca de la persona a la que más había querido, no podía
creer que fuera tan despreciable como para hacerle daño de la manera en la
que se lo estaba haciendo. Él era hijo de sus padres, no de una ramera
cristiana que se había ayuntado con el primer hombre que le hizo un
requiebro, porque ello significaría… No quería pensar en lo que significaría
porque, de nuevo, el rostro dolorido de la ermitaña y sus manos
ensangrentadas sosteniendo la daga que le arrancaba la vida se le
presentaban con una nitidez atemorizante.
—¡Nunca pensé que fueras tan pérfida! ¡¿Deseabas vengarte? ¿Es eso?
¿Querías limpiar tu desagravio porque no acepté el irme contigo y por eso
has inventado esta patraña?! —Yusuf estaba enloquecido, rabioso por
aquellas mentiras y alzó la mano para golpearla al tiempo que seguía
gritándole—. ¡Aléjate de mí, vil criatura! ¡No quiero más veneno de tus
labios! ¡Yo soy hijo de andalusíes! ¡La sangre de mis ancestros andalusíes
corre por mis venas! ¡Y tú no eres más que una pobre desdichada!
Laia comenzó a encogerse al ver la furia que Yusuf desplegaba. En sus
ojos vio miedo, aunque también determinación, y eso lo enervó más.
—¡No vuelvas a acercarte a mí! ¡¿Me oyes?! ¡No quiero verte más en
mi vida!
Y para no acabar convirtiendo en realidad las intenciones de su mano
alzada hacia ella, se dio la vuelta y comenzó a correr para paliar por medio
del esfuerzo esa lava ardiente que pugnaba por estallar en cualquier
momento. Los gritos desgarrados de la muchacha llamándolo a su espalda
siguieron resonando en su cabeza cuando ya las sombras lo engulleron más
allá del barrio judío.
CAPÍTULO XLIII

“GUIFRÉ”

—Sois una ramera —le dijo al bajar los escalones.


Guiomar alzó su rostro compungido hacia donde él estaba y lo miró con
la inquina impresa en sus llorosos ojos.
—No os permito…
—¿Vos no me permitís? El que no os permito nada más soy yo, amada
mía —dijo irónico—. Siempre pensé que vuestra perfidia era solo una pose
que ocultaba vuestra inseguridad. ¡Qué iluso! Ahora me doy cuenta de que
sois veneno y emponzoñáis todo aquello que tocáis. Y no quiero oír ni una
palabra más —le advirtió señalándola con el dedo—, tengo cosas más
importantes que hacer que quedarme aquí rumiando la desgracia de
haberme casado con vos. Mi hijo me necesita. Porque… lo haya
engendrado yo o no, es mi hijo, lleva el apellido Monrós y no voy a permitir
que la ignominia caiga también sobre él; y si Dios quiere que lo encuentre
con vida, lo alejaré de vos tanto como me sea posible. Nadie sabrá nunca de
vuestra traición, ¿me oís? ¡Nadie!
Guiomar trató de hablar de nuevo, pero Guifré siguió perorando sin
escucharla.
—Cuando todo esto acabe, señora, si todavía sigo en pie, haré que el
Temple acoja ya al muchacho y lo envíe a cualquier encomienda que se
halle lejos de vuestras redes. Y vos dejaréis que eso ocurra por vuestro bien
y por el del hijo que tanto decís amar. Lo que hagáis con vuestra vida no me
importa, siempre que guardéis el decoro que corresponde a mi apellido. Si
no lo hacéis, os repudiaré y acabaréis en la indigencia, ¿me habéis
entendido?
No esperó a su respuesta. Terminó de bajar los escalones sin dirigirle
más la mirada, aun cuando los sollozos de ella se tornaron más audibles.
«Que rumiara sus pecados en soledad», pensó enfurecido, «que se hartara
de llorar cuanto quisiera. La decisión estaba tomada».
Salió a la calle, solo para encontrarse a la otra fuente de sus desdichas.
Bernat lo aguardaba cariacontecido sin sospechar siquiera que él había
escuchado la conversación que mantuvo con Guiomar. Miravalle sujetaba
las riendas de su montura y tenía esa mirada que él conocía tan bien y que
apelaba a su razón. Sabía lo que le iba a decir, sabía que iba a intentar
disuadirlo de que saliera él solo fuera de las murallas para encontrar a Blai.
«El muy cobarde, el muy miserable y rastrero cobarde…», se repetía una y
otra vez para sus adentros, «él debía ser el primero que quisiera arriesgar su
vida para no perder al hijo del que acababa de tener noticia, ¿o es que no
quiso creer a Guiomar cuando le confesó su paternidad? Tanto le daba a él,
una cosa o la otra no cambiaban nada», se dijo con ofuscada rabia.
Pensamientos funestos iban y venían por su cabeza mientras se acercaba al
que siempre había considerado su amigo. Y esta traición le dolía igual, si no
más, que la de su esposa. Le habría confiado su vida sin pestañear ni un
instante y ¿qué recibía a cambio? Traiciones y más traiciones.
Bernat no lo vio venir. Se lanzó contra él como un jabalí enfurecido con
toda su envergadura y el peso añadido de las protecciones metálicas que
llevaba. Lo embistió con el hombro sobre el pecho tumbándolo en el
polvoriento suelo de la calle sin darle tiempo a reaccionar. Cayó sobre él
con toda la ira que los demonios en su cabeza pudieron acumular. Y le
golpeó. Una y otra vez, una y otra vez, hasta que los nudillos le dolieron por
el fuego de su furia.
La reacción del que hasta entonces había sido su amigo fue inicialmente
de sorpresa, para después convertirse en aquiescencia. Lo vio en sus ojos, y
también lo vio cuando sintió que ya no se defendía. Estaba reconociendo su
culpabilidad y pensaba aceptar el castigo que Guifré quisiera para él. Si
embargo, esa entrega de Miravalle no redujo su rabia desatada, y siguió
golpeando su rostro hasta que el resuello comenzó a fallarle. Entonces, su
ira desapareció, y un profundo cansancio se apoderó de su cuerpo y de su
espíritu.
—¿Por qué…? —le preguntó abatido.
Bernat intentó hablar, pero solo flemas sanguinolentas surgieron de sus
labios. Echando la cabeza a un lado, escupió la sangre acumulada en su
boca junto con un par de dientes, volviendo después a ponerse mirando
hacia arriba, hacia él, hacia su rostro enfurecido.
—Lo siento… yo…
—¿La amáis? —le interrumpió Monrós. Necesitaba respuestas, algo a lo
que aferrarse para no enlazar el cuello de Bernat y apretar hasta que dejara
de respirar.
—Todo comenzó antes de que os desposarais con ella, ya sabéis que
éramos vecinos y su espíritu guerrero me deslumbró.
—¿Y Marina?
—Cuando conocí a Marina todo cambió. Mi familia adujo que era una
muchacha que me convenía y, cuando la conocí, no pude ya dejar de pensar
en ella. Sus ojos azules me hechizaron y su elegancia hizo lo demás. Aun
así…
—¿Aun así…?
—Aun así, no pude dejar de ver a Guiomar, era como si estuviera bajo
en embrujo de una náyade. Por eso intenté que se fijara en vos. Creí que
vuestros espíritus afines podrían hacer el resto. Pero me equivoqué.
—¿Ella se desposó conmigo porque vos os desposasteis con otra?
—No lo sé. Eso debéis preguntárselo a ella. Lo que sí sé es que estuve
sin volver a estar con ella durante mucho tiempo. Tuvisteis a Blai y pensé
que estaba todo solucionado. Sin embargo… —La mirada de Bernat se
perdió unos instantes por sus recuerdos—, sin embargo, no pude resistirme
de nuevo a su embrujo y os juro que, por más que me he fustigado a mí
mismo, sabía que mi pecado acabaría convirtiéndose en mi condenación.
—¿La amáis? —volvió a repetirle la pregunta.
—Sí, la amo.
—¿Y Marina?
—A ella también la amo, quizás de otra manera, una es fuego y la otra
es paz, y no encuentro la manera de sustraer mi cuerpo y mi mente a esa
condena.
Guifré quiso matarlo en ese momento. No entendía cómo se podía amar
a dos mujeres al mismo tiempo. Pero por encima de todas las cosas, no
comprendía cómo podía haber estado engañándolo todo este tiempo.
—Escuchadme bien, Miravalle —le dijo clavando su mirada en el que
alguna vez creyó ser su amigo—, vos y yo nos veremos las caras y nuestras
lanzas hablarán por nosotros. Solo vos y yo, sin testigos ni curiosos.
Bernat asintió.
—Pero no ahora —continuó Guifré—, mi hijo se halla en peligro y es
mi deber hacer todo lo posible porque vuelva sano y salvo a casa. Porque es
mi hijo, Miravalle, ¿lo entendéis? Es mi hijo y nada cambiará eso.
Bernat volvió a asentir aceptando lo que Guifré le advertía.
—Nunca saldrá una palabra de mis labios al respecto.
—Sea pues, quedáis emplazado a mediros conmigo a muerte cuando
Blai vuelva al hogar.
Monrós se alzó sin mirar ni una vez más el rostro de Bernat ni su
respuesta. A pesar de todo, el honor siempre había guiado los pasos del
señor de Miravalle. O eso había creído hasta entonces. Aunque estaba
seguro que aceptaría el desafío; y si no, moriría como un perro.
Izándose hasta su montura, se fue en busca del portal más cercano para
cabalgar en busca de Blai.
CAPÍTULO XLIV

“ADELINA”

La puerta se abrió de un tirón y una desaliñada Guiomar la miraba con


irritación desde el umbral.
—¿Qué queréis?
Su maleducada respuesta no la arredró. Al contrario, antes de responder
la estuvo observando de arriba a abajo con evidente menosprecio durante un
largo momento. Tenía el corpiño del vestido sucio, el rostro hinchado y los
cabellos desaliñados. «¡Mirad a la gran dama! Cualquiera diría que se ha
revolcado en una maloliente taberna», pensó con sarcasmo y compuso una
sonrisita mordaz que a la otra no pasó desapercibida.
—Adecentaos y venid conmigo, dama de Monrós, tenemos algo muy
importante que hacer —respondió por fin Adelina—. ¡Ah!, y coged todo lo
de valor que podáis tener, nos hará falta.
—¿Pero qué…?
—¿Queréis salvar a vuestro hijo? —la interrumpió con decisión—. Pues
haced lo que os digo y hacedlo rápido.
A pesar de dirigirle una mirada de odio y desconfianza, la mención de
su hijo puso en movimiento a Guiomar. Poco tiempo tuvo que aguardarla
hasta que descendió por la escalera con un vestido limpio y un manto por
encima. En sus manos, portaba una pequeña y preciosa caja de madera
labrada.
—Vuestro séquito os espera —dijo Adelina de nuevo sarcástica
señalando hacia la calle.
Al salir, notó con regocijo la sorpresa de la señora de Monrós al ver el
transporte que habría de llevarlas. Al final de la calle, una vieja mula
aguardaba paciente enganchada a un reducido carro desvencijado cuya
madera se resquebrajaba por algunos lados fruto del paso del tiempo. Sucio
y desarrapado, Ramón, el chico de los Aguiló, las esperaba sujetando al
jumento por el ronzal. Otro crío, aún más pequeño que el primero, pues
debía rondar los cuatro o cinco años, se sentaba en el pescante sosteniendo
muy digno las riendas. Era Enric, el hermano chico de Ramón. Travieso y
avispado, se había empeñado en acompañarlos en cuanto se percató de que
su hermano salía de noche con el carro. Tenía especial querencia por la
mula, Chopito la llamaba, a la que alimentaba él mismo siempre que podía,
y, en su ingenuidad, creía que debía de cuidar para que nada malo le
ocurriera a su amiga del alma. La última integrante de aquella extraña
comitiva era Ona, que se acomodaba como mejor podía en la exigua caja de
la parte trasera del carro. Su rictus de contrariedad indicaba su descontento
por aquella estrafalaria empresa.
Largo rato empleó Adelina en subir al pescante del carro, dada su
corpulencia; tuvo que ayudarla Ramón, quien puso todo su empeño a pesar
de lo escuálido que era. Cuando ya después Guiomar procedió subir, se
encontró con que no cabía.
—¿A qué esperáis? —le preguntó Adelina sonriendo cáustica—.
¿Necesitáis invitación?
—No hay espacio para mí —dijo esta señalando el lugar ocupado por la
anciana y Enric.
—Vamos, no seáis remilgada. Coged al chico en brazos y subid.
Una vez todos aposentados, el carro, guiado por Ramón, se puso en
marcha por las callejuelas. Dejaron atrás la inmensa mole de piedra
coronada por la Zuda y se dirigieron al barrio judío. Guiomar, con la
capucha echada sobre su cabeza, sujetaba con fuerza al pequeño Enric
quien no paraba de moverse, recibiendo de tanto en tanto recriminaciones
de la dama por su comportamiento.
—Enviamos al joven Aguiló tras los pasos de vuestro hijo —comenzó a
relatar Adelina mientras el carro traqueteaba rasgando el silencio de la
noche—; no hace falta que nos deis las gracias, Ona y yo le tenemos
especial cariño a Blai y deseábamos que nada malo pudiera ocurrirle.
Ramón lo siguió sin que se apercibiera de su presencia; como podéis ver, es
un muchacho enclenque pero muy avispado, y conoce muy bien todos los
caminos que salen de la ciudad. En eso estaba cuando, oculto entre los
arbustos de un bosquecillo, contempló como Blai era atacado por unos
moros que decidieron no matarlo a cambio de conseguir un rescate
sustancioso. En cuanto nuestro joven Aguiló comprendió la situación, vino
corriendo a contárnosla. Imaginaos nuestro sufrimiento cuando supimos la
suerte de Blai. Pero algo había que hacer así que, pese al peligro, volvimos
a enviar a Ramón al bosquecillo, lo cual debéis agradecerle profundamente,
para que pactara con esos malhadados sarracenos.
»En definitiva, hemos llegado a un acuerdo con ellos: nos
encontraremos un poco más allá del cementerio judío, extramuros de la
ciudad, en una densa arboleda que descansa sobre un roquedal. Allí
haremos el intercambio. Así que espero que hayáis traído algo de valor con
lo que negociar la vida de vuestro hijo.
—¿No deberíais haber avisado a los soldados para que nos
acompañaran en vez de recorrer el camino solo con unos muchachos
andrajosos y una mula vieja? —El animal, como si hubiera entendido las
palabras de la dama, resopló con acritud. Los chicos Aguiló se mantuvieron
en silencio, aunque Adelina pensaba que aquella lenguaraz los había
ofendido, por lo que deseó darle una sonora bofetada.
—No seáis necia, Guiomar, a veces creo que vuestro entendimiento
corre menos que vuestra lengua; si nos vieran acompañadas por soldados,
no dudarían en matar a Blai y alejarse del peligro sin tener que arrastrar
carga alguna. Ramón dice que solo son tres muchachos sarracenos, ¿qué
mejor que mostrarles que nada tienen que temer de una partida de mujeres
que solo desean recuperar al joven con vida?
Guiomar nada tuvo que objetar ante su explicación, aunque Adelina
sentía que la rabia le bullía por dentro pues no era mujer de aguantar
insultos con estoicidad. «Y más le valía», pensó, «sin nosotras no tendría la
oportunidad de recuperar a su hijo sano y salvo».
Cruzaron el portal sin que los soldados que lo custodiaban hicieran
mención alguna de su viaje. Adelina ya se había encargado de que ello fuera
así. Después, rodearon por uno de sus lados el cementerio y pronto
estuvieron visualizando la arboleda que se abría esplendorosa en medio de
una llanura desierta.
La anciana supuso que los sarracenos ya estarían viendo cómo se
acercaban. Era un lugar donde no había posibilidad de ocultarse y la luna
iluminaba con fuerza aquella noche. Miró a la mujer que se hallaba a su
derecha, pero la capucha le velaba el rostro; aunque sí que percibió que el
pequeño Enric se había dormido en su regazo y que ella lo acunaba de
manera cariñosa. «Hasta las más arteras serpientes tenían su corazoncito»,
pensó sonriendo. Se volvió a Ona para ver si ella había captado la situación,
pero la mirada de esta iba de un lado a otro vigilando los alrededores con
temor.
Encontrándose ya a escasos pasos de la arboleda, se detuvieron, tal y
como se les había indicado en las negociaciones con Ramón, y tuvieron que
aguardar hasta que una figura cautelosa emergió de la fronda acercándose
un trecho, ni demasiado cerca ni demasiado lejos, lo suficiente para
entenderse sin levantar mucho la voz.
—¿Qué tenéis para nosotros? —espetó la figura. Adelina, a pesar de los
muchos achaques que la embargaban, todavía conservaba buena vista y se
percató que los rasgos marcadamente andalusíes de aquel joven se
confundían con un cúmulo de cicatrices que denotaban un pasado pleno de
dificultades. También se fijó en el largo cuchillo que sujetaba en una de sus
manos y le vino a las mientes que aquel salvaje no era de fiar. Aun así,
haciendo de tripas corazón, le aguantó la mirada para que el miedo no se le
notara.
—Primero mostradnos que el muchacho está bien —le requirió
templando la voz.
El sarraceno emitió un silbido agudo y desde detrás de los primeros
árboles emergió un maniatado Blai, seguido muy estrechamente por otros
dos jóvenes moros. Uno de ellos sujetaba las riendas del penco de Blai.
Verlo salir por su propio pie fue todo un alivio, aunque Adelina pudo ver la
sangre seca que cubría parte de la pechera de su túnica y que debía haberse
deslizado desde un costado de su cabeza a tenor del vendaje improvisado
que cubría parte de ella. De pronto, oyó gemir a la mujer que se sentaba a
su lado. Guiomar acababa de percibir la sangre que cubría a su hijo. Antes
de que pudiera soltar su lengua y aquel trueque se fuera al traste, le habló:
—Guiomar, dadle el niño a Ona y mostrad la caja que habéis traído.
La dama pasó con cuidado a Enric a la parte trasera del carro y, sin
ninguna clase de prudencia, lanzó la caja que portaba y que fue a parar a los
pies del joven con el que estaban tratando. Aquel, a pesar de que le
relampaguearon los ojos de pura ira, se aprestó a recogerla para mirar el
contenido que guardaba en su interior. Luego, alzando la cabeza, las miró
con desprecio.
—No es suficiente —dijo.
Adelina maldijo para sus adentros la soberbia de la dama de Monrós.
Quizás podrían haber llegado a un acuerdo rápido si ella no hubiera hecho
ese gesto arrogante de desprecio absoluto contra el sarraceno.
—¿Cómo que no es suficiente? Son todas mis joyas. En vuestra vida
habéis visto tal tesoro junto y… ¡Ay! —Adelina acababa de propinarle un
doloroso pellizco en el costado para que se callara.
—Quedaos el palafrén del muchacho —intervino la anciana rauda, antes
de que su acompañante volviera a abrir la boca y pusiera las cosas aún más
difíciles.
—¿De qué nos sirve a nosotros un jamelgo cojo?
Adelina cayó en la cuenta entonces de que el caballo de Blai, de tanto
en tanto, levantaba una de sus patas como si no pudiera aguantar su propio
peso. Ante tal inconveniente, comenzó a pensar en cómo podría solucionar
aquel problema. Pocas monedas llevaba ella en su faltriquera y no creía que
Ona llevara nada de valor.
—¿No podéis ofrecer nada más? —le susurró a Guiomar. Pero esta negó
con un gesto precipitado que hizo que varias de las guedejas de sus cabellos
se escaparan de la capucha. Adelina se quedó mirando aquellos mechones y
una idea comenzó a rondarle la cabeza. «Y si…». Supo entonces que solo
había una solución.
—Vamos, vieja, no tengo toda la noche —le exhortó aquel diablo
andalusí.
—Quizás hay algo que pueda ofreceros y eso permita que en breve
estemos cada uno en el lugar que le corresponde.
—Hablad.
—No hay nada que hablar. Solo mirad… —Adelina arrebató la capucha
de Guiomar con un movimiento rotundo dejando libres los cabellos y el
rostro de la dama. De inmediato comprobó que había acertado. Los ojos de
aquel individuo se abrieron con admiración y lujuria al ver la beldad que
había estado oculta a su vista. Tras unos instantes en que su mirada no se
separaba del rostro de la dama, volvió la cabeza hacia Adelina asintiendo a
la implícita propuesta con la satisfacción dibujada en sus repulsivos rasgos.
—¿Qué hacéis? —dijo Guiomar tratando de cubrirse de nuevo. Sin
embargo, no alcanzó a hacerlo porque Adelina se lo impidió cogiéndola de
la mano.
—Pero el muchacho aguardará con nosotros —le advirtió la anciana al
sarraceno—. Y cuando terminéis, nos dejaréis volver en paz a la ciudad.
Este volvió a asentir. Adelina casi pudo oírlo salivar y sintió repulsa por
lo que iba a suceder. Pero la vida de Blai estaba por encima de cualquier
otra consideración.
Mirando a Guiomar con determinación le dijo:
—Bajad del carro y acompañad al sarraceno.
—¿Estáis loca?
—Haced lo que os digo, Guiomar. ¿No deseáis que vuestro hijo vuelva
a casa con vida? Pues id con él. ¡Sed madre antes que mujer!
La dama, que hasta ese instante no había captado las intenciones de la
anciana, abrió los ojos primero y en su rostro se mezclaron el desconcierto
inicial, la estupefacción, hasta llegar al odio más intenso. Su tan reputada
fortaleza interior comenzó a desmoronarse.
—No podéis…
—Claro que puedo —dijo taxativa—; además, para vos no supondrá
problema alguno. ¿No habéis estado abriéndoos de piernas para mi yerno
durante años? Pues haced ahora lo mismo por una causa más justa.
—Lo sabíais… pero… ¿cómo…?
—Soy vieja, Guiomar, pero no tonta, y vuestras miradas cuando
estabais juntos no dejaban lugar a dudas —le refirió sin ningún tipo de
compasión—. Ahora, id y salvad al hijo de Bernat. Y no me miréis como si
fuera una bruja, no hay más que verlos uno al lado del otro para darse
cuenta de que es el padre del muchacho. Aunque el rostro de Blai sea igual
al vuestro, sus ademanes y la esbeltez de su figura son similares a los de su
padre. Lo que no sé es como mi hija no se ha dado cuenta en todos estos
años…
—Sois una arpía…
—Soy lo que tengo que ser. Y no se hable más. Id ya, que el moro se
está impacientando.
El rencor que destilaba la mirada de Guiomar cuando bajó del carro no
la arredró. Si no fuera ya una anciana, ella misma se habría ofrecido con tal
de salvar la vida del muchacho. Quería mucho a Blai, quizás porque Marina
no había podido concebir a algún nieto que le hicieran la vejez más
llevadera, y haría lo que fuera por recuperarlo.
Observó como la dama de Monrós trastabillaba al acercarse al
sarraceno; aunque luego, ese espíritu inquebrantable que poseía, la hizo
alzar la barbilla bien alto y dirigirse hacia los árboles sin que el joven moro
le diera instrucción alguna. Ya estaba todo decidido. Ese gesto le gustó, la
admiró por ello, aunque no lo reconocería. Cualquier otra habría estado
llorando y gimiendo, pero no la dama Guiomar. Su porte arrogante mamado
desde la cuna era más necesario que nunca en esos momentos y ella lo
sabía. Significaba que nada quebraría su ánimo por muchas cuitas que le
pusiera la vida delante.
Adelina suspiró aliviada cuando vio como Blai se acercaba hacia ellos
acompañado de su caballo cojo. Abrazando al muchacho cuando se puso a
la altura, le pidió silencio cuando preguntó por qué su madre se había
internado en la arboleda con los sarracenos. El mutismo y las miradas
huidizas que mantenían los que estaban en el carro le hizo comprender,
porque maldijo por lo bajo e intentó volver, pero Ona se lo impidió
cogiéndolo de la mano y sollozando contra su pecho.
Al cabo de un largo rato, una solitaria Guiomar surgió desde la espesura
y con paso firme fue acercándose al carro hasta subir junto a Adelina. Su
barbilla seguía igual de alta. Ni siquiera dirigió una sola mirada a su hijo; se
mantuvo en el mutismo más absoluto mientras volvían a las acogedoras
calles de Tortosa. De hecho, nadie quiso pronunciar palabra durante ese
espacio de tiempo, cada uno rumiando sus pesares en silencio.
La noche, compañera de aflicciones, había sido muy larga, y ya estaba
presta para llegar a su fin.
CAPÍTULO XLV

“MARINA”

No quedaba mucho para el amanecer, la hora prima se acercaba y con ella el


momento en el que se dirimiría el futuro que les aguardaba a los habitantes
de Tortosa. Respiró con fruición el aire fresco de la noche mientras
caminaba en dirección a la iglesia. Quería pasar esos últimos instantes en
solitario recogimiento después del día que había llevado ayudando a sus
vecinas con los pertrechos y vestimentas que tendrían que ponerse para
aparentar ser soldados de las huestes de Ramón Berenguer. Caterina, la
tahonera, fue de gran ayuda para alentar el coraje de aquellas mujeres que
andaban temerosas de lo que pudiera ocurrir. Imponente con su cota de
malla y protecciones, era a la única a la que no había habido de ajustarle
ninguna prenda, pues su talla se asemejaba a la de cualquier hombre. Una
vez equipada y con el hacha con la que solía cortar los troncos para la
tahona sujeta por una sola mano, cuando el resto de mujeres necesitaban
ambas manos para sostener esa pesada herramienta, se convertía en una
imagen temible que de seguro haría que a más de un soldado enemigo le
temblaran las piernas. De hecho, ella misma se había ofrecido a salir con los
hombres al campo de batalla, pues decía que no iba a quedarse al resguardo
de las murallas como si fuera una damisela en apuros. El recuerdo de las
vehementes palabras de Caterina la hizo sonreír, porque Marina, en aquel
breve espacio de tiempo, había podido conocerla y sabía que debajo de esa
apariencia bruta, se escondía un corazón de oro, dispuesta a repartir entre
aquellas mujeres más necesitadas el fruto de su trabajo y a ayudarlas con lo
que fuera menester, incluso arriesgando su vida para frenar el posible
avance moro sobre la ciudad. Otras, en su mayoría jóvenes muchachas, la
habían secundado, formando un pequeño ejército de féminas prestas a
defender su modo de vida a sangre y hierro saliendo a campo abierto, si
fuera menester, junto a los hombres. Admiraba además la valentía de esa
gran mujer, que desde que enviudara hacía unos meses se puso al frente de
la tahona para alimentar a los cuatro zagales con los que Dios la había
bendecido, cuatro revoltosos pilluelos, donde el más mayor tendría
alrededor de diez años y la más pequeña cuatro, que estuvieron
revoloteando todo el día por su casa, a veces ayudando a su madre, a veces
inventando juegos de guerra imaginarios en los que, guarnecidos con
algunas de las prendas que las mujeres iban trayendo y con largos
cucharones de madera haciendo de ilusorias espadas, se enredaban entre las
piernas de todas las vecinas que andaban ese día por la vivienda de los
Miravalle. A pesar de la gravedad de la situación, aquellos niños llenaban
con sus cálidas risotadas una casa poco acostumbrada a la presencia
infantil. Y también de travesuras sin par, lo que ocasionaba que, de cuando
en cuando, su madre repartiera alguna que otra colleja entre su prole.
Caterina debía de tener un coraje más grande aún que su cuerpo para lidiar
día a día con ese acervo de pequeñas fieras incansables.
Andaba pensando todavía en la valentía de Caterina cuando entró a la
iglesia. La de Caterina y la del resto de mujeres tortosinas, quienes no
habían dudado ni un momento en dar todo lo bueno de sí mismas para
alcanzar el éxito en aquella arriesgada empresa, o al menos intentar algo y
no quedarse de brazos cruzados mientras eran otros los que decidían sus
destinos. A la única que no parecía afectarle todo aquel revuelo era a su
madre. Adelina se había pasado el día trasegando vino y, hacía un rato,
cuando ya Marina daba los últimos puntos a una vieja túnica de su esposo
para adaptarla a su figura, se asomó a la cocina y vio que ni su madre ni
Ona estaban allí. Delila, como siempre dormitando junto al hogar, no había
sabido darle razón de dónde estaban las dos ancianas y eso la preocupaba.
Su madre era de irse temprano a dormir y no de desaparecer a mitad de la
noche sin dejar recado de a dónde iba.
«Quizás haya tenido el mismo pensamiento que yo y esté en la iglesia
orando para que mañana todo vaya bien», pensó esperanzada, forzando la
vista para acostumbrarla al claroscuro de sombras que formaban los
hachones que escasamente iluminaban el templo.
Al principio, no se intuía silueta humana alguna entre los bancos
dispuestos en dos filas frente a la talla del Cristo que presidía el lugar.
Luego, conforme seguía avanzando por el pasillo central, se dio cuenta de
que había alguien de hinojos en uno de los bancos laterales, con la cabeza
gacha en señal de sumisión y las manos unidas. Poco a poco, fue
vislumbrando que se trataba de un hombre. Pero hasta que no llegó cerca
del altar, no se apercibió de que era su esposo quien estaba arrodillado
totalmente absorto en sus rezos.
Marina aguardó, no quería interrumpir la oración de Bernat, así que se
mantuvo en silencio unos pasos atrás sentándose en el banco que tenía a su
espalda. También ella comenzó a orar abstrayéndose de todo lo que había a
su alrededor, hasta que un crujido de ropas la hizo salir de su recogimiento.
—¿Marina?
La amada voz de Bernat terminó de sacarla del trance en el que estaba
sumida. Mirándolo, le dedicó una amplia sonrisa a modo de saludo. No lo
había visto en todo el día y ahora se daba cuenta de cuánto añoraba su
presencia junto a ella. Aunque no conseguía entrever su rostro con nitidez.
La tea más cercana se hallaba en la columna al otro lado de los bancos,
amén de que los cabellos negros de su esposo le caían en mechones
rebeldes ocultando parte de su cara. Además, Bernat, aunque erguido frente
a ella, tenía la cabeza gacha como si buscara algo en el suelo empedrado del
templo.
—¿Bernat? ¿Estáis bien?
Apenas un movimiento de su cabeza fue suficiente para que Marina
percibiera que algo no iba bien. Unas sombras, que ella había interpretado
como creadas por la poca luz del lugar, le cubrían una gran parte del rostro.
Agudizando la mirada, tuvo que taparse la boca para que el grito no surgiera
cuando la verdad se le reveló: su esposo presentaba señales de haber sido
golpeado brutalmente y las aparentes sombras no eran otra cosa que
cardenales y heridas por doquier.
—¿Qué os ha pasado, Bernat? —preguntó compungida mientras se
alzaba para abrazarlo.
Él no se lo permitió. Arrodillándose frente a ella, como antes hizo frente
al Cristo, le pasó los brazos por la cintura mientras apoyaba la frente en su
vientre. Unos quedos suspiros acompañaban aquel gesto, por lo que Marina
todavía se horrorizó más. Nunca había visto a su esposo llorar.
—Bernat, por el amor del cielo, decidme qué os aflige. —Ver a su
esposo de esa guisa incrementó su desazón. Con ternura, comenzó a
acariciarle los rizos negros deseando que fueran bálsamo suficiente para el
tormento que vivía en aquellos momentos—. Por favor, mi señor, contadme
vuestra cuita que también será mía; ya sabéis que somos como una misma
carne desde el día que nos conocimos.
Su esposo la apretó más fuerte, pero siguió sin decir palabra. Largos
minutos pasaron en esa posición hasta que él pareció calmarse y recobrar el
ánimo perdido.
—¿Podréis perdonarme, Marina? ¿Podréis hacerlo algún día? —Oyó
que le decía a pesar de tener la boca pegada a la tela de su vestido.
—No podéis haber hecho algo tan grave que necesite de mi perdón,
pero si así fuera juré hace mucho tiempo que siempre os amaría, para bien o
para mal, por encima de cualquier otra consideración, ¿acaso lo habéis
olvidado?
—No sabéis lo que he hecho, Marina, y temo que no encontréis en
vuestro corazón ese perdón tan sincero.
—Contádmelo, pues, y veréis la sinceridad de mis palabras y si la
presunción de mi corazón es o no verdadera. Las pruebas que la
Providencia nos pone en el camino son aquellas en las que la verdad se alza
por encima de cualquier otra consideración. Hablad, no lo demoréis más, y
hacedlo con el corazón, que es lo único que tiene valor en estos instantes.
Bernat suspiró. Un suspiro largo, eterno, de desdicha, fruto de una
incontenible congoja. Luego, comenzó a hablar.
Conforme Bernat iba desgranando la historia, un silencio gélido se
apoderaba del ambiente que los envolvía, consiguiendo que a Marina se le
helaran las lágrimas en las mejillas sin que llegaran a derramarse por el
cuello. Mas también se le congeló el órgano del que se sentía siempre tan
ufana. Su corazón se cubrió de escarcha cuando su esposo le reveló la
paternidad de Blai y supo que tendrían que pasar muchos veranos para que
volviera a latir con calor.
No obstante, su orgullo pugnaba de nuevo por salir victorioso de aquel
lance. No eran tiempos de lamentar pesares propios, no eran tiempos de
cuitas individuales, no eran tiempos de permitirse caer en el más profundo
abatimiento. Lo eran de luchar, de alzar la cabeza y mirar al frente, de poner
todo el empeño en salvaguardar sus ideales, de que Tortosa, su Tortosa,
tuviera otra oportunidad.
Bernat terminó de hablar, todavía de hinojos en su presencia. Ella no
hizo gesto alguno que denotara sus pensamientos en esos instantes,
permaneciendo muda ante el dolor que destilaba el alma del hombre que se
hallaba a sus pies. Por fin, cuando ya parecía que iban a permanecer en esa
misma posición hasta el juicio final, Marina procedió a verbalizar sus más
inmediatos deseos:
—¡Alzaos, Bernat! —Su tono glacial no dejaba lugar a dudas de su
estado de ánimo—. Ahora Tortosa os necesita para hacer frente al infiel; y
para que vuestra honra quede intacta tendréis que hacer todo lo posible para
que esta plaza quede al resguardo del enemigo. Así que, rezad una última
súplica si ello os permite sosegar vuestro espíritu, curaos esas heridas y
mirad más allá de las murallas. Nada más importa, solo tenéis que poner
vuestra espada y vuestro escudo a disposición de esta ciudad y sus gentes.
Honor y gloria, nada importa más. —Se deshizo del abrazo de Bernat
alejándose unos pasos en dirección a la salida, aunque antes de marcharse
se volvió una última vez hacia su esposo, que seguía arrodillado en el frío
suelo, advirtiéndole con determinación—: No volveremos a hablar de esto
nunca más.
CAPÍTULO XLVI

“YUSUF”

Había estado vagando sin rumbo durante horas por las callejas de la ciudad,
sobre todo por el zoco, lugar donde su infancia transcurrió feliz entre
alfombras, tenderetes de especias y chiquillería; lugar también donde sus
sueños se forjaron, donde los juegos de niños se convirtieron en
conversaciones de hombres y, por último, lugar donde conoció el primer
amor. Ahora ya nada le quedaba. Todo su mundo se había roto en
minúsculos añicos, esquirlas que se le clavarían en lo más hondo de su
interior para recordarle siempre su necedad y su impulsivo proceder.
El cielo comenzaba a clarear, el nuevo día despuntaría en breve y él
seguía rumiando sus pesares arrastrando los pies uno tras otro con la inercia
de haber perdido aquella guía tan necesaria en la vida: la de saberse
conocedor de su destino. Ahora, cuando no encontraba el camino a seguir,
cuando las palabras de Laia le hacían preguntarse qué había habido de
verdad en sus años de existencia, se sentía derrotado, hundido, inmerso en
un caos del que no sabía cómo salir.
Estuvo intentando cruzar algún portal para reunirse con su familia en el
arrabal, para conocer de sus bocas si aquello que él se negaba a creer era
cierto o, por el contrario, había sido una venganza rastrera de la mujer a la
que adoraba; sin embargo, la guardia era más numerosa, la vigilancia más
estrecha, y no encontró la manera de salir sin que su vida peligrara. Sus
ropajes sarracenos, a pesar de estar cubiertos por un manto, podían delatarle
en cualquier momento.
Pensar en Laia le mortificaba aún más. Aunque seguía sin creer en sus
palabras, o más bien se negaba a creerlas, la sutil voz que emergía de
cuando en cuando de su interior le recordaba que ella nunca le había
mentido, que siempre estuvo a su lado y que luchó por mantenerlos unidos
aun cuando las circunstancias ya no lo permitían. «Una persona no puede
cambiar tanto por despecho… ¿o sí?», se preguntaba sin descanso, y esa
incertidumbre lo estaba matando por dentro.
Apretó el paso al caer en la cuenta de que estaba recorriendo el barrio
donde los más notables caballeros cristianos tenían sus viviendas. No quería
encontrarse por error con alguno de ellos y acabar insertado en una de sus
fieras espadas. A las mientes le vino el recuerdo del joven cristiano que
todavía estaría en manos de Umar y se apenó por él, pero ya nada podía
hacer. En su arrebato con Laia, no le había contado lo ocurrido al
muchacho, quedando relegado al fondo de su egoísta memoria como una
nimiedad.
De repente, a pocos pasos de donde él se encontraba, una puerta se abrió
revelando una figura enlutada que miraba con ojos perdidos hacia el cielo.
Pese al susto inicial, pronto reconoció aquella silueta recortada contra el
vano de la puerta, una mujer perenne, de esas que formaban parte del
paisaje de una comunidad a pesar de su sempiterna discreción.
—¿Delila?
—¿Quién anda ahí? —El rostro arrugado de la anciana denotó miedo,
pero también curiosidad.
—Soy Yusuf, el hijo de los comerciantes de alfombras.
A Delila se le iluminó el rostro.
—Ah, te conozco, pero no debes andar por estas calles, aquí viven los
cristianos y no dudarían en matarte si supieran que has estado luchando
contra ellos. Se acercan tiempos difíciles…
Yusuf se maravillaba de lo bien informada que estaba aquella vieja a
pesar de su ceguera.
—¿Y por qué estás tú aquí? —le preguntó a la mujer.
—Los Miravalle son gente de bien y no han tenido reparos en acoger a
esta anciana cuando las cosas se pusieron feas.
—¿Los Miravalle, dices? —Yusuf no podía creer en su buena fortuna,
había llegado justo al lugar por el que se arriesgó a entrar en la ciudad.
Comenzó entonces a desgranarle la suerte del joven Blai por si algo pudiera
hacerse todavía. No tenía que desdeñar oportunidad alguna sin con ello
podía contribuir a cambiar la suerte del joven.
—Tienes buen corazón, muchacho, aunque la familia ya se ha
encargado del asunto. Marcha ahora, busca por dónde salir de la ciudad y
cuídate. Lo mejor sería que te alejaras por un tiempo de Tortosa, cosas
funestas se avecinan…
A Yusuf le recorrió un escalofrío por el espinazo. Muchos hablaban de
Delila como si tuviera tratos con los demonios para conocer el futuro. No
obstante, si eso era verdad y podía saber qué deparaba el porvenir, quizás
también podría conocer los entresijos del pasado. No perdía nada por
consultarle sus dudas.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —Esperó hasta que la anciana asintiera
y continuó. No perdía nada en aquel envite—. ¿Mis padres me adoptaron
cuando era tan solo un recién nacido?
A la mujer le cambió la expresión del rostro. Ahora, la afabilidad daba
paso a una especie de mueca de disgusto que no pasó desapercibida para el
chico.
—Ay, muchacho, no deberías preguntar cosas que en realidad no deseas
saber.
—Dímelo, Delila, por favor…
—No me corresponde a mí decírtelo —dijo taxativa—. Ahora márchate,
sal de la ciudad y no mires atrás.
La puerta se cerró tras ella sin que Yusuf pudiera mediar discusión
alguna. No obstante, la expresión de su rostro, entre el enojo y la
conmiseración, junto con la imprecisión de sus palabras, veladas por algún
tipo de secreto que no quería desvelar, le advirtieron de que quizás tenía que
haber escuchado a Laia.
Darse cuenta de ello le supuso un duro golpe que lo dejó sin respiración.
Si era verdad, si Laia no había mentido, el significado se le revelaba
inconcebible. ¿Había sido su propia mano la que dio muerte a la mujer que
lo engendró? ¿Era el destino tan cruel como para haber jugado con la vida
de dos personas inocentes?
Comenzó a correr, a patear el suelo con sus zancadas furiosas, a
maldecir a ese Dios irreconocible que había convertido su vida en un
infierno. Obsesionado con los pensamientos que no dejaban de girar como
un torbellino en su atormentada cabeza, perdió el manto al engancharse este
en uno de los salientes de piedra que sobresalían de una casa en ruinas. Ni
le importó ni miró atrás, ni tan siquiera se dio cuenta del hecho, aun cuando
su indumentaria de peculiar estilo andalusí lo convertían en un blanco fácil;
solo quería correr y correr, y poner la mayor distancia posible entre su
cuerpo y su juicio, solo deseaba correr y que su pesar volara con el viento
que creaba a su paso.
Entonces, un golpe seco en la parte trasera de su costado lo detuvo. Con
los ojos bien abiertos por la sorpresa, se volvió para ver qué ocurría. A su
espalda, oyó la voz atiplada de un niño: «¡Le he dado, le he dado…!
¡Madre, le he dado!». Contemplaba ante él a cuatro arrapiezos que lo
observaban desde la parte superior de la calle. El mayor de los chiquillos
portaba un arco hecho a su medida y que sujetaba en alto como símbolo de
su triunfo, los otros aplaudían a su alrededor. Junto a ellos, lo que parecía
una mujer vestida de hombre, con un rostro que se asemejaba al de
cualquier rocín, miraba con orgullo a su prole.
Yusuf, tocándose el costado, sintió la flecha que asomaba entre sus
ropas. Un dolor punzante le llegó en ese momento como un latigazo.
Asustado, asiendo el dardo con fuerza, lo sacó de un tirón seco, provocando
que un borbotón de sangre le impregnara la camisa.
Volvió a mirar hacia los rapazuelos y vio que el mayor ponía otra flecha
en su arco. Sin dudarlo, echó a correr de nuevo perdiéndose entre el dédalo
de calles de la ciudad. Debía salir de allí cuanto antes.
Poco tiempo después, salía por el portal que llamaban de los judíos
mezclado entre una comitiva de dolientes que se dirigían al cementerio para
enterrar a un familiar recién fallecido. Si notaron su presencia, nadie dijo
nada, y Yusuf pudo por fin huir de la ciudad.
El alba ya teñía de rosado el cielo cuando se encaminó en solitario hacia
las montañas. Iba pensando que, si cruzaba el Coll de l’Alba, podría
descender hacia el mar sin que nadie lo descubriera. Conocía todos los
lugares en los que la partida de Umar solía esconderse y así podría evitarlos
sin problema.
Al cabo de un rato, tuvo que pararse en un altozano a descansar; el dolor
de su costado era ya muy intenso y se le estaba haciendo complicado el
llevar aire a sus pulmones. Se detuvo, y al mirar el trecho que todavía le
faltaba por cubrir para llegar a lo más alto, una suerte de chisporroteo
incesante comenzó a nublarle los ojos. Los cerró con fuerza esperando a
que el mareo pasara. Luego, continuó con la ascensión sacando fuerzas de
donde pudo.
Pisó lo alto del Coll al mismo tiempo que allá abajo, en la ciudad, los
clarines comenzaban a sonar. Pero no quiso mirar atrás, tal y como le había
dicho Delila.
Sin embargo, la silueta de la ermita que se recortaba a su izquierda,
frente al fondo claro del amanecer, le removió las entrañas. Con paso
renqueante, se dirigió hacia ella sin pensarlo, inducido por una necesidad
que rayaba en la desesperación. La rodeó hasta situarse al borde de un
barranco desde donde, los días sin bruma, se podía contemplar el mar.
Aspiró el aire puro y fresco de la montaña con olor a romero y pino
mientras observaba a su alrededor. Entonces la vio. Aún estaba reciente la
tierra removida formando un túmulo presidido por una espartana cruz de
madera. Una tumba solitaria en el lugar más solitario del mundo, dando
testimonio de una ignominia.
Trastabilló al intentar acercarse. Sentía que la vida se le escapaba por el
costado, que ya empapaba pierna abajo hasta su alpargata de cuero
desgastado. Se iba y nada podía hacer por evitarlo. Con mucho esfuerzo,
dejándose caer al suelo, gateó hasta los pies de la tumba; allí se sentó, frente
a ella, intentando recuperar el resuello. Pensó en la fatal inercia que lo había
llevado hasta allí, sintiendo que sus decisiones estuvieron equivocadas
desde el principio. Y gritó. Gritó hasta que la garganta le dolió de pura
desesperación, tan solo encontrando respuesta en el ulular del viento y en la
desbandada de pajarillos que debían aún dormitar entre las ramas de los
árboles y que se asustaron de aquel sonido estridente surgido de su angustia.
—¿Erais mi madre? —le preguntó a la tumba cuando calmó su arrebato.
El silencio fue su respuesta.
—Si erais mi madre espero que podamos reunirnos allá donde los
espíritus viajan y podáis perdonarme algún día.
Cogiendo un puñado de tierra de la tumba, se lo llevó al pecho. Aspiró
por última vez el aroma a romero del entorno y cerró los ojos hasta dejar su
mente en blanco. Ya cuando el postrero suspiro estaba surgiendo de los
labios, pudo percibir una caricia en la nuca que lo emocionó. Aunque
quizás, tan solo fuera el viento bailando con sus sentidos la ceremoniosa
danza de la muerte allá en el Coll.
Luego, la nada.
CAPÍTULO XLVII

“BERNAT”

Los primeros rayos del sol comenzaban a surgir por levante. El cielo
difuminaba ya la oscuridad de la noche y se teñía de rosados y malvas en lo
que prometía ser un día claro de finales de verano. Los trinos de los pájaros
que comenzaban a despertar se unían en comunión milenaria al suave rumor
de ese río brillante que era el orgullo de los habitantes de Tortosa.
De pronto, el portal de Sant Joan se abrió, dando paso a un numeroso
grupo de hombres que salían de la ciudad para ir formando un muro de
hierro y lanzas ante la muralla. Los caballos piafaban y caracoleaban
arrogantes con sus grupas enjaezadas de los colores de sus dueños; dueños
cuyos pertrechos relucían como la más pura argenta cuando los rayos del
sol incidían sobre sus yelmos. Plumas, escudos coloridos y lanzas
comenzaban a formarse en filas, creando una barrera que se asemejaba
impenetrable, tal como si fuera una tupida pared de zarzas presta a hacer
desistir al más osado aventurero. O, al menos, eso le parecía a Bernat
mientras ocupaba su posición junto a ellos.
Por delante, a la vanguardia, una irregular mesnada de arqueros y
ballesteros se aprestaban a preparar sus armas; tenían las aljabas repletas de
flechas y virotes colgadas a la espalda. Detrás de ellos, provistos de
escudos, espadas y lanzas cortas, los infantes serían los primeros en cargar
contra el enemigo una vez las flechas y virotes hicieran su trabajo. Junto a
ellos, estaban aquellas mujeres que habían salido a luchar y morir en el
campo de batalla. Mujeres valerosas acaudilladas por la enorme tahonera,
quien, desde la lejanía de su posición, no dejaba de dirigirse en ningún
momento al resto de quienes la acompañaban, sin duda, infundiéndoles el
valor que necesitaban para lo que estaba por llegar. Vestían petos de cuero y
yelmos cónicos, y portaban hachas, hoces y cualquier otro instrumento
punzante que pudieran acarrear.
Numerosos caballeros Templarios y Hospitalarios se habían unido a la
partida. Miravalle pudo distinguir el porte gallardo de Joan de Alquézar
arengando a sus hombres. Las capas blancas y negras de una y otra orden
creaban un mosaico desigual entre los colores del resto de caballeros. Se
posicionaron en los flancos, a la vanguardia, entregados a la única causa
cierta: que el infiel no recuperara suelo cristiano. «Unos enemigos que no
me gustaría tener enfrente», se dijo Bernat.
Desde el campamento agareno, comenzaron a oírse los gritos de los
moros que llamaban a las armas a su ejército, aunque de inmediato
recibieron el contrapunto vibrante de las huestes cristianas, rugiendo al
unísono desde todos los puntos de las organizadas defensas, acallando los
alaridos sarracenos con el descomunal estruendo de los clarines y tambores
que se unieron a la algarabía desde las murallas doradas de la ciudad. El
sonido fue tal, que Bernat, que se mantenía firme sobre su montura con la
lanza apuntando al cielo, tuvo que volverse para contemplar el espectáculo
que empezaba a surgir por encima de las murallas tortosinas. Y, aunque
sabía lo que iba a ocurrir, pues todos los caballeros habían recibido
instrucciones claras de ello, la imagen de los cientos de almas que ocupaban
toda la longitud de las almenas le causó una honda impresión. Lo mismo
debió pasarles a los sarracenos pues sus gritos se redoblaron y ya sus filas
empezaban a formarse para hacer frente a los cristianos.
Bernat, preocupado, siguió mirando a la muralla en busca de la figura
conocida de su esposa, pero ninguna mujer parecía haber bajo aquellas
ropas de hombre y aquellas armas afiladas que portaban en sus manos.
Espadas, hachas, hoces, martillos, cualquier instrumento puesto a
disposición de la muerte, se sujetaban con inusitada fuerza para que el
reflejo de su fiereza fuera visto desde lejos. «En verdad parece que son las
huestes del conde», pensó Miravalle impresionado por lo que veían sus
ojos, en las almenas no había hueco que no ocupara un supuesto soldado y
la fila era interminable, recorriendo toda la longitud de la muralla hasta
donde alcanzaba la vista. Los disfraces de las mujeres estaban tan bien
hechos, que nadie se daría cuenta del engaño hasta que no estuviera a pocos
pies. «Y a veces, ni aun así», murmuró el hombre mirando a la partida de
mujeres que se habían arriesgado junto a ellos a cruzar el portal de Sant
Joan para luchar de verdad, guiadas por aquella aterradora mujer, viuda del
panadero, quien no desmerecía su talla y su fuerza con la de ningún
hombre. Junto a ella, otras mujeres no menos valerosas, secundaban su
postura y allí estaban, dispuestas a luchar y a morir por un irrenunciable
ideal que se llamaba Tortosa.
El desconcierto inicial de los moros, que no esperaban ver tan pobladas
las defensas tortosinas, pronto dio paso a que sus filas se formaran
ordenadas comenzando a avanzar hacia ellos. Sus tambores redoblaron
entonados ritmos de guerra al tiempo que sus ululares se hacían más
agudos, más estridentes, elevando el vello de los brazos de quienes los
escuchaban. Sin embargo, ese guirigay sonoro fue inmediatamente acallado
por el clamor que conformaron las mujeres tortosinas desde la muralla. El
recio golpear de sus improvisadas armas unas contra otras, despertando el
hierro que sujetaban en una suerte de canto a la guerra, hizo que temblara el
suelo y los caballos, nerviosos, patearon sin descanso contra la dura tierra
provocando una nube de polvo que los envolvió por completo. Sin duda,
nada igual debían de haber visto los infieles, pues su cabalgada contra los
cristianos se vio frenada por el pavor. Aun desde lejos, y todo lo que le
permitía el polvo elevado por los corceles, Bernat vio con satisfacción que
la duda ralentizaba el ataque enemigo, y eso le dio esperanzas, aunque
todavía era pronto para aferrarse a tales sentimientos, no pudo evitar que un
destello de ilusión germinara en su pecho.
—¡Preparaos! —gritó alguien desde la primera fila de la formación. Y
prestas, todas las lanzas, que hasta ese momento apuntaban al cielo, bajaron
para enfilar hacia el ejército moro.
Bernat hizo lo propio apretando las piernas para afianzarse en la
montura, al tiempo que se ajustaba el yelmo para que nada le impidiera la
visibilidad durante el combate, aunque el rostro le doliera horrores por la
paliza recibida. Con la mirada fiera, apretó los dientes y comenzó a rezar
una plegaria para encomendar su alma al Altísimo en previsión de que no
saliera con vida del lance. En el instante en que pronunciaba el último
amén, algo lo distrajo de su concentrada reflexión. Un jinete solitario
cabalgaba con furor hacia donde él se encontraba. A pesar de todo lo
acontecido, para Bernat fue un alivio ver que Guifré seguía con vida. No
supo nada de él desde que, al propinarle la paliza, se aventuró fuera de las
murallas en busca de su hijo. Por fortuna, y como era de esperar, parecía
que Guifré no había sufrido daño alguno. En los años que se conocían,
siempre había sabido salir indemne, con alguna que otra cicatriz, de cada
uno de sus arrebatos y locuras peligrosas. Era una de esas personas que
salían venturosas de las agrias vicisitudes de la vida y él se alegraba por
ello. Necesitaban a cada hombre que pudiera luchar, y su amigo valía como
tres soldados entrenados para el combate. Nadie dudaría nunca de su
ferocidad en la batalla.
Monrós frenó la montura y se colocó a su derecha, tal y como siempre
habían hecho, el rostro serio y calmado, aunque arrugas de preocupación se
formaban alrededor de su boca empalideciendo sus labios. No lo miró, ni le
habló. Fijando la vista al frente, colocó su lanza en posición.
—Blai está bien —le refirió Bernat sin dejar de perder de vista los
movimientos enemigos.
Casi pudo oír, a pesar del estruendo que surgía de las murallas, un
suspiro de alivio emanar de sus labios.
—No me preguntéis cómo, pero mi suegra y vuestra esposa se las
arreglaron para devolverlo a casa.
Y era cierto. Cuando Bernat, tras abandonar la iglesia donde se había
confesado a Marina, fue a casa a prepararse para la batalla, vio venir a toda
la comitiva subida en un desvencijado carro guiado por un muchacho. Feliz
de ver a Blai con vida, le propinó una serie de palmadas que casi dislocaron
su brazo mientras Adelina parloteaba sin cesar aún subida en el carro. El
muchacho, sin embargo, andaba sumido en sus propios pensamientos y
apenas le dirigió la mirada. Lo único que hizo fue volverse y alejarse hacia
su casa. Bernat restó importancia a su actitud, contento de ver que no había
sufrido daño más allá de un chichón en la cabeza. Luego, ayudó a su suegra
a bajar, la cual estuvo inquiriéndole sobre sus heridas en el rostro hasta que,
viendo que no iba a recibir respuesta, se cogió del brazo de Ona y, junto con
los chicos que los acompañaban, se adentraron en la vivienda de los
Miravalle. La última en bajar del carro fue Guiomar. Lo hizo sola, sin
esperar ayuda como era habitual, y ni tan siquiera quiso poner su vista en él.
Simplemente, ajustándose la capucha sobre el rostro, descendió el tramo
que la separaba de su morada sin mediar palabra. Más tarde, y tras terminar
de pertrecharse, el cielo ya comenzaba a clarear y no tuvo tiempo de
enterarse de lo ocurrido. Debía ir a la guerra.
—Bien. —Fue la escueta respuesta de Guifré al escuchar las palabras
del caballero. Aunque ni siquiera llegó a mirarle. Lo dijo rotundo sin
apartar la vista del horizonte.
Pero Bernat no se daba por vencido.
—Guifré, yo…
—Ya os señalé mis intenciones —le indicó haciendo referencia a la
cuenta que tenían pendiente tras saber que Blai no era vástago suyo, sino
que, en realidad, fue la semilla de Bernat la que concibió al muchacho—.
Nada más tenemos que hablar hasta que esto acabe.
Miravalle tuvo que guardarse sus ansias de reconciliación y esperar a
que el lance de la batalla que se avecinaba hiciera entrar en razón a Guifré.
Porque si ese día no moría de una saeta enemiga, lo haría unas horas
después bajo la espada del que había sido su amigo desde la infancia.
Devolvió la concentración hacia el enemigo, que repuesto de la sorpresa
recibida desde las murallas, comenzaba de nuevo a cabalgar en ordenado
concierto hacia ellos.
—¡Sant Jordi! —Se elevó una voz desde vanguardia.
—¡Sant Jordi! —clamaron el resto de voces.
—¡Via fora!
—¡Via fora!
Este grito de guerra era la consigna para que las tropas cristianas se
pusieran en movimiento. Primero, los arqueros y ballesteros hicieron su
trabajo, enviando una nube de flechas tras otra y matando o malhiriendo a
muchos enemigos. Luego, los infantes a pie sacaron a relucir sus espadas
dirigiéndose hacia el ejército agareno con gritos de ánimo bramando de sus
labios. Empezó así el baile mortífero que Bernat había contemplado en
muchas ocasiones.
Los soldados se empleaban a fondo, sajando, golpeando, hiriendo,
salpicando de sangre el duro suelo tortosino. Lo mismo hacía el ejército
sarraceno, contrarrestando como podía aquella vorágine de hombres
entregados a una causa superior. Sus alfanjes también relucían letales al sol,
cubiertos de sangre cristiana. Hizo entonces acto de presencia la caballería
agarena, menos numerosa que la de los cristianos, pero Miravalle sabía por
experiencias pasadas que era igual de peligrosa. Sus jinetes llevaban menos
hierro encima que ellos, solo unos pocos iban recubiertos de metal, el resto
presentaban lorigas de cuero que los hacían más livianos y, por tanto, más
escurridizos y difíciles de matar si no se les tenía bien cerca.
Se dio entonces la orden de que avanzara la caballería cristiana. Poco a
poco, los jinetes azuzaron a sus monturas y comenzaron su marcha como un
único cuerpo para encontrase con el infiel. Desde las murallas, el ruido
provocado por las mujeres arengaba su cabalgada, henchidos los corazones
por el fragor de la cercana batalla.
El choque entre ambos ejércitos fue brutal, encarnizado, tiñendo el
suelo de sangre en la primera embestida. Las lanzas se quebraban contra la
carne del adversario, las espadas salieron a relucir entintando el acero con el
color carmesí de la sangre. Algunos caballos, heridos de muerte, resbalaban
entre el barro rojizo en el que se había convertido el campo tortosino,
mientras intentaban levantarse en un último estertor. Muchos moros caían y
eran atravesados por las armas de aquellos cristianos envalentonados por el
alentador sonido que todavía percibían desde las murallas.
Bernat y Guifré luchaban codo con codo. Habiendo descendido ambos
de sus monturas tras el primer embate. Con los pies afianzados en la tierra,
lanzaban estocadas, pinchaban, sajaban, golpeaban, y pronto sus túnicas
quedaron manchadas de barro y sangre. No daban tregua. La vida de sus
mujeres e hijos estaba en juego y solo la muerte frenaría sus manos.
Monrós, diestro en aquellas lides, manejaba con una mano la espada y
con la otra la maza, que hendía cráneos y pechos como si de frutos maduros
se tratara. Por su parte, Bernat utilizaba su tizona en un baile macabro con
el que buscaba herir al mayor número de enemigos posibles. El sudor le
empañaba el rostro, aunque no era óbice para que las fintas de su espada
buscaran en todo momento bañarse con sangre sarracena. Veía caer a
muchos hombres a su paso, hombres con los que había compartido algo más
que lides guerreras, y su furia se incrementaba. De pronto, un virote perdido
se le clavó en el brazo que portaba el escudo, aun así no se detuvo.
Arrancándoselo con saña, se enfrentó al andalusí que tenía más cerca. A
pesar de tener el brazo herido, le propinó un golpe con el borde del escudo
en la barbilla dejándolo tendido en el suelo, aprovechando su indefensión
para clavarle la espada en el vientre. Mientras, Guifré, siempre imprudente
en sus acciones, creyéndose invulnerable, se quitaba el yelmo para
limpiarse el rostro de la sangre del enemigo arrojándolo a un lado. Por
fortuna, todavía conservaba el almófar cubriéndole la cabeza, pensó Bernat.
Tamaña confianza en sí mismo era digna de admirar, aun cuando cualquier
día, Dios no lo quisiera, pudiera volverse en su contra.
Miró al ala izquierda, para evaluar la situación, pero los caballeros
hospitalarios parecía que controlaban ese extremo, el más cercano al portal
de Sant Joan.
Un poco más allá, en el flanco derecho, los Templarios ya casi habían
exterminado a cualquier sarraceno que se les hubiera puesto delante.
Todavía sus capas relucían níveas proyectando la luz proveniente de los
rayos del astro rey que coronaba el cielo. Y algunos ya corrían a socorrer a
las mujeres que luchaban junto a ellos.
Bernat, tras una andanada de flechas en la que tuvo que cubrirse con el
escudo, y donde también tuvo que cubrir a Monrós, se fijó por casualidad
en la enorme figura de Caterina. Aquella, hacha en mano, que volteaba
sobre su cabeza como si pesara menos que una pluma, repartía golpes a
cualquier moro que se le acercara. Sin embargo, divisó que el astil de una
flecha surgía de su hombro izquierdo y la sangre teñía ya la prenda
acolchada que portaba. Alquézar intentaba ir hacia ella desde su posición,
pero surgían enemigos a su paso que ralentizaban el intento.
Viendo el peligro que corría, Miravalle le hizo un gesto a Guifré y
ambos se dirigieron hacia la mujer.
CAPÍTULO XLVIII

“GUIFRÉ”

Guifré corría tan rápido como se lo permitía su peso. Bernat, más ligero que
él, lo había adelantado y daba buena cuenta de los sarracenos que se
encontraba a su paso. Vio a Miravalle cortar la mano a un moro que, con un
alfanje afilado, se abalanzaba sobre él instantes antes de que la punta del
arma llegara a rozarle el pecho. Por fortuna, las protecciones que llevaba
hicieron resbalar el acero y no tuvo más impacto que frenarle un tanto su
carrera.
Monrós hizo lo propio sin perder de vista su objetivo. De un mazazo,
abollaba el yelmo de un sarraceno que se interpuso en su camino, para
luego ensartarlo con su espada como si fuera un mero cochino al fuego
atravesado por un espetón. Agotado por el esfuerzo, se apartó de un
manotazo la capucha del almófar, pues ya las anillas de hierro se le
clavaban en la frente, amén de que el sol calentaba el hierro de tal manera
que lo hacía sudar con fruición.
Siguió corriendo cada vez más cerca del grupo de mujeres que se
defendían como gato panza arriba. Algunas habían caído; pudo ver sus
cuerpos desangrándose tirados de cualquier manera en el árido suelo. Pero
otras seguían en la lucha con toda la fiereza de la que eran capaces, muy
juntas para que, si una fallaba, otras estuvieran ahí para sustituirla. La
panadera era otro cantar. Más adelantada que el resto, propinaba hachazos a
diestro y siniestro con una furia que helaba la sangre a cualquiera. Guifré
admiraba aquella destreza de la mujer al enfrentarse contra un enemigo
mucho más preparado en aquellas lides, descubriendo que el coraje no solo
era atributo de hombres como siempre había creído. De pronto, contempló
consternado como un enorme sarraceno surgido de la nada golpeaba con
una maza el yelmo de la mujerona, dejando el hierro abollado en una de sus
partes. Caterina, no sin dificultad, se deshizo de él y lanzándolo hacia atrás,
revelando a su paso su condición de fémina ante el agareno. Este,
sorprendido de que debajo de aquel yelmo hubiera una mujer, se distrajo de
su cometido, y acabó con medio cuello sajado por el hacha de la matrona,
quien no dudó en rematarlo una vez este hubo caído al suelo.
Llegaron hasta su posición momentos después. En un acuerdo tácito,
pues muchas veces ambos se entendían sin que mediara palabra, Bernat se
situaba junto al grupo de mujeres más retrasado y Monrós lo hacía, a su
vez, al lado de Caterina.
—No necesito de ningún protector, mi señor —le dijo dirigiéndole una
mirada de suficiencia al tiempo que volteaba el hacha para mantener a raya
a un moro que se había acercado demasiado.
—Estáis herida —le respondió Guifré señalando la flecha que surgía
desde su hombro.
—¿Esto? No es nada. —Y de un solo tirón extrajo el astil sin inmutarse.
Aunque el caballero se dio cuenta de que la punta de hierro debía de
habérsele quedado dentro. Tendría que ir a un barbero en cuanto todo
acabara para que le sacara el hierro, si no cogería fiebres.
Sin embargo, no hubo tiempo para indicárselo. Un nutrido grupo de
enemigos, quizás porque se estaba corriendo ya la voz de que había mujeres
luchando entre los mesnaderos, se aproximaba hasta su posición. Guifré
tuvo que dejar de vigilar la espalda de la tahonera para dar cuenta de
aquella numerosa masa de alfanjes y cuchillos que trataban de alcanzarlo.
Se sentía ya agotado; el hierro que llevaba encima le pesaba en exceso y el
calor se estaba haciendo insoportable. Notaba que su mano era menos firme
y su respiración más resollante. Echando una ojeada a Bernat, vio que aquel
ya tenía bastante con intentar proteger al resto de mujeres, incluso con
Alquézar a su lado, cuya capa se teñía ya de sangre y polvo, les estaba
resultando complicado el lance. Todavía le embargaba la rabia por la
traición de su esposa y su amigo, aún le rechinaban los dientes al pensarlo,
no obstante, no podía evitar preocuparse por la suerte de Bernat en aquellos
momentos, quizás debido a la costumbre de guerrear siempre juntos, quizás
porque el rencor se mitigaba un tanto por el simple hecho de compartir
campo de batalla, o quizás porque había sido Miravalle el encargado de
anunciarle que su hijo estaba vivo… Lo que si sabía es que su honra no le
permitiría nunca abandonar al que una vez su amigo, a pesar de que ansiara
matarlo con sus propias manos. Si lo hacía, sería en justa lid y con honor,
no eludiendo obligaciones que su sentido de caballero exigía.
El error de dejar que sus pensamientos vagaran por cuestiones ajenas a
la batalla en la que estaba inmerso, hizo que descuidara su guardia por su
derecha, allí donde le escaseaba la visión tras la quemadura recibida
semanas atrás. La mordiente punzada de un alfanje le alcanzó en la parte de
la pierna que tenía desprotegida, haciéndole hincar la rodilla en tierra. Casi
no tuvo tiempo de levantar su espada, cuando ya el moro se aprestaba para
rematarlo desde aquella posición superior. Instintivamente, Guifré alzó el
brazo para cubrirse, aunque sabía que era demasiado tarde. Su cabeza
estaba sin protección y se sabía un blanco fácil. Ya cerraba los ojos para
aguardar el golpe cuando una gigantesca sombra se interpuso entre él y el
arma que venía a acabar con su vida. De un solo y certero tajo, Caterina
acababa de amputar el brazo que portaba el alfanje, llevando a su dueño a
aullar de dolor hasta que el hacha se clavó en su pecho silenciándolo para
siempre.
—Alzaos presto, mi señor, si no van a dejaros más apuesto de lo que ya
sois —le dijo esta con sorna mientras le tendía la mano. Le miraba franca el
rostro observando la piel quemada alrededor de su ojo.
—Al menos, lo mío son lances de guerra. Lo vuestro sí que no tiene
remedio —le contestó observando el rostro poco agraciado de la mujer.
La tahonera lo alzó de un tirón y los ojos de ambos se encontraron en
clara contienda. Luego, sorprendiendo a Guifré, la mujer echó la cabeza
atrás y una sonora carcajada brotó de sus labios sin remisión.
—Sois un bellaco afortunado —le dijo—, si no estuvierais en mi mismo
bando, os haría tragar con creces vuestras palabras.
—Os creo, mi señora —contestaba Monrós haciéndole una fingida
reverencia—, y sin duda sería merecido. Sin embargo, antes permitidme
agradeceros vuestra intervención.
Caterina le sonrió aceptando el agradecimiento y, sin demora, ambos
volvieron a la lucha.
Los gruñidos que se oían a su espalda lo hicieron retroceder, Alquézar
parecía estar herido y Bernat tenía dificultades para contener a los
contendientes agarenos. Quedaban pocas mujeres. Muchas estaban muertas
y otras tantas heridas, y el reducido grupo que quedaba, aunque con
valentía, acusaba ya el cansancio por todo el tiempo que llevaban luchando.
Al fin y al cabo, no estaban acostumbradas a la batalla y sus fuerzas
menguaban agotadas.
Guifré se acercó hasta ellos para ayudar a Bernat. Él también se
encontraba cansado, pero aguantaría. Poco a poco, el número de enemigos
se iba reduciendo, despejando un tanto aquella zona de combate. De vez en
cuando, por el rabillo de su ojo sano, seguía los pasos de Caterina para
comprobar que la mujer estuviera a salvo. Fue un grito de Bernat el que lo
alertó de que algo no iba bien. Al mirar de nuevo hacia la tahonera, vio que
un moro, unos cuantos pasos a su flanco izquierdo, la apuntaba con una
ballesta. Ambos caballeros, se dirigieron corriendo para evitar que el
sarraceno llegara a disparar. No obstante, no pudieron alcanzarlo a tiempo.
Un virote surgido de la ballesta impactaba en el cuello de Caterina, allí
donde debía estar protegida por el yelmo que, para su infortunio, se había
quitado momentos antes. Con desolación, vieron impotentes cómo caía a
tierra, y la reacción de las mujeres que estaban cerca, y que aún seguían
luchando con valentía por sus vidas, les conmovió hasta la médula. Una
barrera de escudos sujetos por las féminas, rodeó el cuerpo de la tahonera, y
sacando fuerzas de flaqueza, la arrastraron hasta quedar lejos del enemigo
donde se desvivieron por restañar la sangre que salía de su herida. Las
lágrimas de todas ellas cuando llegó el final, no alcanzaron a enturbiar su
coraje, y la gran mayoría de ellas, alzando de nuevo sus armas, encararon al
enemigo con mayor denuedo.
Aquello dio nuevas fuerzas a Guifré y a Bernat que, pensando en sus
esposas, en Blai, incluso en aquellos vecinos de Tortosa que esperaban su
victoria, embistieron a los soldados sarracenos que todavía permanecían en
pie.
Monrós supo que había recibido alguna que otra herida cuando sus
brazos se hicieron más pesados, y aun así no cejaba en su empeño de seguir
combatiendo. Poco a poco, el campo parecía que se despejaba, y que su
vista ya podía medir las distancias con el enemigo. Los moros se retiraban,
huyendo derrotados del campo de batalla y los gritos de sus compañeros de
armas comenzaron a clamar por la victoria.
Muchos cuerpos quedaron tendidos aquella mañana frente a las murallas
de Tortosa, en su mayoría infieles que cayeron bajo las espadas de los
caballeros cristianos, y aunque también muchos buenos hombres y mujeres
encontraron la muerte en aquel lugar, la esperanza de una paz duradera y sin
amenazas, tantos meses olvidada, volvió a surgir con fuerza.
Sin embargo, poco les duró la alegría de ver huir al enemigo. Un rumor
comenzaba a extenderse desde retaguardia, un rumor que traía las peores
noticias. Los moros habían asaltado uno de los portales por levante,
reduciendo a la guardia que lo custodiaba, y comenzaban a entrar en la
ciudad.
Cuando la nueva llegó a sus oídos, vio a Bernat subir al primer corcel
que encontró a su paso para poner rumbo hacia la urbe. Él hizo lo propio
también. Un gélido malestar se instaló en su pecho mientras comenzaba su
alocada carrera para llegar cuanto antes. Su esposa y su hijo estaban ahora
en peligro. Lo mismo pensaría Bernat. Nada más importabas, solo ellos.
Tardar demasiado podría ser determinante para la suerte de su familia.
CAPÍTULO XLIX

“GUIOMAR”

Había hecho que las sirvientas le subieran un cubo de agua caliente a su


alcoba. Allí, tras desnudarse por completo, se restregó con fuerza todas las
partes mancilladas por aquellos indeseables mientras irreprimibles lágrimas
de rabia manaban de sus ojos diluyéndose en el agua caliente. Deseaba
matarlos, quería que sufrieran lo indecible, sobre todo su cabecilla, aquel al
que sus otros dos compañeros llamaban Umar. Su brutalidad fue tal que le
dolían las entrañas, aunque el mal más grande lo tenía alojado en lo más
profundo del alma.
Cuando ya la rabia fue enfriándose al tiempo que lo hacía el agua, se
acercó al arcón para buscar un vestido. Necesitaba sentirse limpia
totalmente, que algo de pureza fuera lo único que tocara su piel. El otro
vestido, el que había llevado puesto esa despreciable noche, ordenaría que
fuera quemado. Nada deseaba que le recordara lo sucedido.
Encontró lo que buscaba al fondo del arcón. Un vestido que jamás se
había puesto con anterioridad, pues lo reservaba para alguna ocasión
especial, quizás para alguna visita a la Corte, algo que había anhelado pero
que ahora le parecía una nimiedad. Era una prenda que brillaba por sí
misma, de un blanco níveo, cuyo corpiño estaba rodeado de un ribete de
piel gris y cuyas mangas caían sueltas desde la muñeca, complementándose
con una fina cadena plateada con incrustaciones damasquinas para ceñir su
cintura.
Unos quedos golpes en la puerta de la alcoba la sacaron de la
contemplación de aquel hermoso vestido. Cogiendo un manto para cubrir su
desnudez y se dispuso a abrir. Su hijo estaba en el umbral. Cuando iba a
preguntar qué le traía hasta allí, el lejano sonido de los clarines hizo que
ambos dirigieran la vista hacia la ventana de la habitación.
—Madre… yo… debo marchar.
—¿Cómo que debes marchar? ¿No has corrido bastantes riesgos en los
últimos tiempos? Lo mejor que podrías hacer es quedarte en casa y
descansar. Además, tu cabeza… —Intentó acariciarle el pelo allí donde
aquellos malditos lo habían golpeado, pero el muchacho se apartó de un
pequeño salto rehuyendo la mirada de su madre.
—Lo siento, madre…
—No pido que te disculpes, lo que deseo es que, por una bendita vez,
me obedezcas y te quedes en casa. Necesitas dormir. Y yo también. Desde
que te marchaste de la ciudad no he tenido descanso alguno. No puedes ni
siquiera imaginar el sufrimiento de estas últimas horas sin saber de ti.
Quisiera que te quedaras en casa hasta que todo se calmara. No quiero
perderte hijo, si algo te sucediera yo… no podría vivir con ese pesar.
—No puedo, madre, ¿no acabáis de escuchar los clarines? La batalla
contra el moro comienza y…
—¡¿Y qué?! ¡¿No vas a descansar hasta que tenga que guardar duelo
frente a tu tumba?! ¡¿No has demostrado ya tu valía aun a riesgo de tu
vida?!
—¡Jamás me entenderéis!
—¿Qué es lo que no entiendo? ¿Que te has propuesto morir en alguna
empresa a cuál más descabellada? ¿Es eso lo que no entiendo? Y tú, ¿me
entiendes a mí? ¿Acaso conoces el sufrimiento de una madre cuando es
sabedora de que su hijo corre peligro? ¡No! ¡No puedes saberlo!
—¡Madre!
Guiomar abrió los ojos sorprendida, su hijo nunca le había gritado y
menos con ese rictus de furia que le congestionaba el rostro. Él pareció
darse cuenta también, porque volvió a huir la mirada permaneciendo
callado y respirando pesadamente unos momentos.
—Madre, no he venido a buscar vuestro permiso, tan solo he venido a
disculparme y… —De nuevo guardó silencio.
—¿Y…?
—Y a juraros por lo más sagrado que mataré a aquellos que os han
mancillado, aunque empeñe mi vida en ello.
La dama cerró los ojos con fuerza. Quería creer que Blai no había sido
consciente de lo sucedido en su rescate, que no habría intuido el deshonroso
precio que había tenido que pagar por su vida, pero se equivocaba. Fue
entonces cuando se dio cuenta de que su hijo ya no era un niño inocente; se
había convertido en un hombre y ella no supo verlo. Lo atrajo hacia sí
abrazándolo como lo hacía cuando era pequeño y buscaba el consuelo que
solo una madre podía dar. Desbordada por la emoción, lloró sobre el
hombro de su único vástago, quizás tratando de hacerle comprender cuánto
lo quería.
—Solo juradme que estaréis vivo cuando todo esto acabe. Lo demás no
importa —le susurró al oído una vez repuesta—. Y ahora marchad. Que
Dios os guarde.
En cuanto escuchó la puerta de la calle cerrarse, volvió a su alcoba y
terminó lo que había empezado. Un rato más tarde, sentada en una esquina
del lecho ya vestida, dedicó unos minutos a pensar en cuál iba a ser su vida
a partir de entonces. Sin embargo, no quería hacerse planes, ya que todo iba
a depender de cómo acabara aquel día, si con la deseada victoria, o con la
ultrajante derrota de los cristianos.
Un rumor comenzó a tomar forma en las calles de la ciudad. El sonido
se elevaba con intensidad hacia el cielo recorriendo cada rincón de la urbe
tortosina, llegando también hasta sus oídos. Ella sabía qué significaba aquel
alboroto, qué consecuencias podría traerles. Fue entonces cuando una idea
comenzó a formarse en su mente dándole el impulso que necesitaba.
Guiomar de Monrós no iba a quedarse en casa hasta que todo pasara, nadie
podría decir después que la cobardía hizo presa en ella. De un salto, se
levantó de la cama y se dirigió hacia la alcoba de su hijo. En cuanto
encontrara lo que buscaba, saldría a las calles a cumplir con su deber como
dama destacada de la ciudad.
Cuando los criados la vieron aparecer, se quedaron petrificados; incluso
alguno se persignaba con espanto. Pero ella no tenía tiempo para
zarandajas. Cubriéndose con un viejo manto marrón de uno de sus
sirvientes, ordenó que ensillaran su yegua torda, a quien había tenido
descuidada en los últimos tiempos, y montó en ella a horcajadas. No podía
ahora andarse con remilgos. Le aplicó un fuerte talonazo en la grupa y
comenzó a cabalgar por las calles en dirección a las murallas. Debajo del
manto prestado, la capa blanca que tomó de la alcoba de su hijo se
desplegaba ondulante tras ella cual vela al viento y la pequeña espada de los
comienzos de Blai, más adecuada a su tamaño, colgaba de la cadena que
llevaba anudada alrededor de la cintura. También pudo hacerse con un
yelmo del muchacho que, aunque abollado en alguno de sus lados, le sirvió
para esconder la trenza que se había hecho para que el cabello no le
molestara durante la cabalgada. Cualquiera que la viera de esta guisa
galopando furiosa por las calles de la urbe, toda blanca y argenta, pensaría
en una aparición enviada por el Hacedor para defender Tortosa del infiel.
Ya cerca de la antigua mezquita andalusí, al girar una de las esquinas, se
topó de bruces con una imagen espeluznante. Los moros habían conseguido
entrar en la ciudad siguiendo los muros romanos de la Tortosa de antaño y
atacaban con saña un viejo portal, el de San Cristóbal, aquel que una vez
fue puerta de entrada a la ciudad, pero que ahora estaba integrado dentro de
la urbe amurallada. Los pocos soldados que lo custodiaban se veían
superados en número y solo podían contar con algunos ancianos labriegos,
que pertrechados con hoces y azadas, se defendían como podían, así como
con un menguado número de mujeres vestidas de hombre que, desde la
parte alta del portal, lanzaban piedras y objetos pesados a aquellos que
osaban acercarse. No obstante, no fue esa imagen la que más miedo le
ocasionó, sino el ver que su hijo, no pudiendo llegar hasta la parte sur de la
ciudad, se había quedado luchando en aquel portal. Y lo hacía con denuedo,
con fiereza, jamás Guiomar lo vio más hombre que en aquel momento. Su
niño ya no era un niño, se había convertido en un hombre aguerrido que no
albergaba duda alguna.
Paralizada, sin saber muy bien cómo reaccionar, se quedó observando la
escena durante unos instantes. Los alfanjes andalusíes se teñían del carmesí
de la sangre de aquellos cristianos de los que daban buena cuenta, y
contempló caer a varias mujeres desde lo alto del portal, atravesadas por las
flechas que, desde atrás, lanzaban los moros. Contemplaba sus rostros de
rasgos tintados por el odio hasta que dio con uno que le resultó familiar. Al
principio no lo reconoció, pero el pavor hizo presa de ella en el momento en
que descubrió de quién se trataba. «¡Maldito animal!», gritó la mente de
Guiomar al recordar. Y entonces observó en sus angulosas facciones un
brillo malicioso y en su mirar una llamarada de odio. Desviando la vista
hacia donde aquel ser miraba, se apercibió, consternada, de que había
reconocido a Blai y se encaminaba hacia él.
Sin pensarlo, espoleó su montura al tiempo que se desprendía del
molesto manto y desenvainaba la espada. Un grito de guerra surgió de sus
labios mientras se dirigía apuntando con el hierro hacia el combate que
tenía frente a ella. El instinto de protección hacia su vástago ganaba la
batalla a cualquier precaución, incluso la de la propia supervivencia. Un
instinto primigenio que toda madre llevaba dentro.
Vio a Umar volverse en el último momento. Lo vio abrir los ojos por la
sorpresa al toparse de repente con un caballo que estaba cerca de
embestirlo. Contempló cómo su boca formaba un círculo perfecto al sentir
el frío acero cortando la fina piel de su cuello. Y lo observó mientras caía al
suelo con los estertores de la muerte dibujados en su rostro. Supo entonces
que esa imagen la perseguiría siempre, pero también supo que, aunque así
fuera, volvería a actuar del mismo modo sin dudar. Luego miró a su hijo,
que ajeno a lo que había ocurrido, se batía con destreza contra otro
sarraceno dando buena cuenta de él.
Guiomar continuaba luchando. Gotas de sangre manchaban de carmesí
su inmaculada capa. La venganza cumplida había despertado sus sentidos y
ya no podía parar. No fue consciente de que aquellos que defendían el
portal, y que habían contemplado como aparecía la figura de un supuesto
caballero blanco hasta entonces oculto por el viejo manto que portaba,
renovaban sus esfuerzos con más brío al tiempo que invocaban a Sant
Jaume, creyendo que aquella prístina aparición era el propio santo que
venía para ayudarles contra el infiel. Aquello quedó impreso en la mente de
los tortosinos por mucho tiempo, tanto fue así que el portal donde se
desarrolló la batalla cambió de nombre. Guiomar nunca lo supo, pero desde
entonces se refirieron a él como el portal del Romeu.
Los minutos pasaron lentos y la dama comenzaba a acusar el peso de la
espada. Los moros seguían llegando en sucesivas oleadas hasta el portal y la
situación era cada vez más desesperada. Su yegua, poco acostumbrada a
aquella vorágine, pateaba nerviosa el suelo y más de una vez tuvo que hacer
equilibrios para no caer. Si seguían así, pronto el enemigo se haría con el
portal y todos morirían. Sin arredrarse, sacando fuerzas de flaqueza ante tal
pensamiento, continuó embistiendo con su palafrén.
—¡Abrid el portal! —Oyó gritar a alguien en la lejanía. Un sonido de
cascos retumbando contra el suelo se dejó sentir.
Las puertas comenzaron a abrirse dando paso a un nutrido grupo de
caballeros que cruzaban el portal con las espadas ya teñidas de sangre.
Guiomar se hizo a un lado y contempló la matanza que se perpetraba ante
sus ojos. Los caballeros no dieron tregua, y solo el sonido de hierro contra
hierro se escuchó a partir de ese instante. También llegaron más mujeres
que, alzadas hacia la parte alta del portal, comenzaban a disparar con sus
arcos hacia el moro. Guiomar distinguió a Marina entre ellas, alentando la
refriega mientras golpeaba con un hacha el yelmo del que se había
desprendido. Sus cabellos trigueños relucían con el sol creando una especie
de aura a su alrededor que la hacía parecer un ángel. Viéndola pelear, dejó
de sentir esa envidia exacerbada que siempre la corroyó, generándole una
curiosa admiración por aquello que había conseguido con su empeño.
Abandonaron sus ojos a Marina y se concentraron en el combate. La
estampa de aquellos caballeros en lucha encarnizada se le hizo dura y,
agotada por el esfuerzo, pensó que ya era el momento de volver a casa. Sin
embargo, algo inesperado quebró el momento; en el instante en que aquel
enjambre de cuerpos y armas comenzó a clarear, distinguió la figura tan
conocida de Bernat. Se batía a pie, donde el estrecho lugar impedía que los
corceles maniobraran bien, y muchos hombres se habían apeado de ellos.
Un poco más retrasado y sin yelmo, Guifré procedía del mismo modo, con
aquella brutalidad que le caracterizaba y que hacía de él un hombre temible.
Guiomar se admiró de que, a pesar del peso y envergadura de su esposo, sus
movimientos fueran ligeros y acertados.
Andaba en la contemplación de su esposo cuando lo vio abrir los ojos
con horror. Guiomar volvió rauda la cabeza hacia donde apuntaba la mirada
de Guifré con el miedo encogiendo sus entrañas. «Por favor, Dios mío, que
no sea Blai», pensó aterrada por la perspectiva. No, no era Blai, comprobó
aliviada en un primer momento, para luego darse cuenta con horror que era
la persona que más le importaba en el mundo después de su hijo. Bernat
yacía de hinojos en el duro suelo, con un alfanje clavado en las entrañas;
mostraba los dientes ensangrentados en una mueca que le desfiguraba el
rostro, ya maltratado de antemano. Guiomar quiso correr hacia él, quiso
cerrar los ojos y que aquella imagen desapareciera, deseó postrarse frente a
él y acompañarlo en ese instante final. Pero no lo hizo. Consternada, cruzó
la mirada con su esposo y sus pupilas se engarzaron en aquel momento de
duelo. Todo se borró a su alrededor permaneciendo únicamente esa
emoción del más absoluto dolor que ambos compartían. Luego, un grito
desgarrado desde la corona del portal le indicó que Marina acababa de
descubrir al señor de Miravalle en su postrero desenlace.
Dando un enérgico tirón a las riendas de su yegua, la hizo girarse para
abandonar el lugar. Con la cabeza gacha, se encaminó inconsolable hacia su
casa sin tan siquiera volver la vista atrás.
CAPÍTULO L

“LAIA”

La calma había vuelto a las calles de Tortosa. Y con ella la rutina propia de
sus gentes, de aquellos que sobrevivieron y ahora se afanaban en recobrar
poco a poco el pulso normal arrebatado antes por la guerra. Los labriegos
volvieron a los campos, los arrieros a sus viajes con las mulas cargadas de
mercancías, los comerciantes a los mercados, vendiendo a voz en grito sus
mercaderías, las mujeres a sus quehaceres domésticos, y así sucesivamente
hasta recuperar esa paz tradicional de cualquier ciudad próspera y feliz.
Laia veía por doquier un nuevo optimismo fruto de la conciencia
colectiva de saberse vencedores, no ya solo de una guerra, sino también de
aquellas pruebas que la vida les ponía ante sí, y eso era un sentimiento que
ahondaba en las almas y permanecía como un recordatorio de que nunca
había que darse por vencido. Su pueblo, sin embargo, no gozaba de tal
emoción. Ellos apenas fueron conscientes de todo lo que se fraguaba a su
alrededor, no les interesaba quién ganaba una u otra batalla, siempre y
cuando sus intereses estuvieran a salvo y su pueblo se mantuviera al
margen, libre de odios y persecuciones. Y tenían sus razones: salvaguardar
la supervivencia de su comunidad estaba por encima de cualquier otra
disquisición. Laia lo entendía ahora, los judíos siempre habían estado
marcados por el odio interesado, por la intolerancia de otras comunidades
más fuertes y eso los llevaba a abstenerse de participar en sus luchas
internas. Si su única fuente de supervivencia eran los intereses comerciales
de unos y otros, es decir, prestar monedas para empresas ajenas, ellos harían
lo imprescindible para cooperar en la medida de sus posibilidades, siempre
sin vender ni su alma ni sus tradiciones, a cambio de encontrar un lugar
donde asentarse donde se tolerara su presencia, y de recibir un conveniente
beneficio en esas transacciones. No obstante, y aunque comprendía aquella
forma de adaptarse a los tiempos de su pueblo, pensaba que quizás ese no
iba a ser siempre el camino.
Un movimiento bajo sus pies la sacó de sus pensamientos.
—Parece que nos ponemos en marcha.
Benamí, junto a ella, se apoyaba en la regala de la embarcación con la
mirada perdida en el horizonte.
—¿Estás nerviosa?
—No, me siento bien —le respondió mirándolo con cariño.
—El viaje durará pocos días y pronto pisaremos nuevas tierras. Creo
que te gustará el sitio hacia donde navegamos.
—Seguro que sí. Gracias, esposo. —Laia era sincera en su
agradecimiento. No a todas las mujeres se les permitía emprender un viaje
como el que ella iba a hacer.
—Te prometí que vendrías conmigo en mi siguiente travesía. Ya verás,
nos esperan grandes aventuras.
Laia le dedicó una sonrisa radiante. Aunque nunca lo reconocería, no
podía negar que su padre había acertado en su búsqueda de esposo para ella.
Benamí, a pesar de su timidez, tenía alma aventurera igual que ella, y eso
era algo de agradecer.
El barco comenzaba a deslizarse por las aguas verdes del río en
dirección a la mar. Laia estaba deseando contemplar con sus propios ojos
aquella vastedad de agua salada que tanto le habían descrito. La
impaciencia la embargaba y tenía ganas de abrir los brazos, de dar vueltas y
reír sin parar mientras la brisa enredaba sus cabellos. Pero tenía que guardar
la compostura. Ahora era una mujer casada y se debía al apellido de su
esposo.
Se acodó también en la regala mirando en dirección a las murallas de
Tortosa mientras se alejaban. La luz de aquel sol de septiembre las hacía
resplandecer con aquel tono dorado tan característico. Su belleza no tenía
par. La Zuda se elevaba enhiesta, soberana, como un vigilante perpetuo de
la vida de sus habitantes, a los que acogía bajo su manto protector. Un poco
más atrás estaría su barrio, aquel que la vio crecer y de cuyas estrechas
callejuelas guardaba grato recuerdo. Aunque volverían en unos meses, Laia
sentía que se alejaba de todo lo que alguna vez amó, y eso le hacía sentir un
poco de vértigo en el estómago. Aunque quizás solo fuera por causa del
vaivén del barco en movimiento.
Hacía poco más de una semana que la guerra había acabado. La derrota
de los andalusíes los llevó a abandonar la campaña y sus intentos para
recuperar Tortosa. Las tierras alrededor de la ciudad, agostadas por el paso
del ejército, quedaron vacías a la espera de que sus dueños volvieran a
sembrarlas con las mieses habituales. Sería una época dura en la que
muchos pasarían hambre. Pero, conociendo el afán de sus gentes, pronto se
recobrarían para lucir de nuevo aquellos frutos de los que tan orgullosos se
sentían los tortosinos, y que luego se venderían en zocos y mercados.
Recordar el zoco le trajo a la mente a Yusuf. Laia no había querido
pensar en él, se prohibió a sí misma que su rostro volviera a su mente. Pero
era inevitable. Despedirse de Tortosa, decir adiós a su antigua vida, también
era despedirse de él. No le guardaba rencor. A pesar de las venenosas
acusaciones que vertió sobre ella cuando le confesó su origen, Laia no quiso
que el resentimiento formara parte de su existencia desde entonces. Esa
misma noche, en la alcoba, mientras Benamí dormía, ella encontró en su
corazón el perdón para Yusuf. Achacaba sus palabras a esa locura
transitoria que mantuvo en relación a los derechos andalusíes sobre Tortosa.
Laia lo entendía, claro que lo entendía, al fin y al cabo el joven había visto
como su vida, y la de su familia, cambiaba de la noche a la mañana. Pero no
supo controlar el odio. Y eso fue lo que lo perdió.
La remembranza le trajo aquellos días en los que conversaba con él en
el zoco, los paseos furtivos por las calles de la urbe, la vez que Yusuf la
besó en el granero abandonado… Sacudió la cabeza para desprenderse de
tal pensamiento, aunque demasiado tarde: su recuerdo le pellizcó el
corazón. Quizás ya nunca volvería a sentir esa vorágine de emociones en su
pecho, quizás fuera una vida apacible lo que ahora le aguardaba… «O
quizás», se dijo mirando a Benamí, «algún día pueda llegar a sentir por mi
esposo algo parecido».
Miró a Tortosa por última vez y se despidió de Yusuf para siempre con
el deseo de que la vida le fuera favorable. Luego, giró la cabeza hacia el
otro lado y, como su esposo, perdió la mirada en el horizonte deseosa de
vivir aquellas aventuras que a buen seguro le esperaban en aquel viaje.
CAPÍTULO LI

“GUIOMAR”

Entró en la alcoba tras dar las últimas indicaciones a las criadas. La casa
debía estar resplandeciente antes de partir hacia su nuevo destino. Y había
llegado el momento. Al alba del día siguiente, se marcharía hasta que el
siempre azaroso destino dispusiera otra cosa.
Acercándose al arcón, comenzó a sacar prendas, descartando aquellas
que pensaba que no iba a necesitar o que no le servirían para su propósito, y
se dio cuenta de que sus prioridades anteriores ahora ya no tenían sentido.
Todos aquellos bonitos vestidos, briales y cofias acabarían en manos de la
servidumbre, prescindiría de ellos sin pestañear. La decisión estaba tomada
y nada la haría cambiar de opinión.
Extendió un manto oscuro en el suelo para comenzar a hacer un hatillo
con lo imprescindible; se llevaría tan solo lo que fuera necesario para su
inmediato futuro. Nada más que aquello que pudiera necesitar. A punto
estaba ya de anudarlo, cuando una sombra ocultó por un instante la luz que
emanaba de la vela que se encontraba encendida al otro lado de la estancia,
encima de la mesilla de noche. Con la mano en el pecho, escudriñó asustada
entre las sombras de la alcoba para adivinar qué era lo que había enturbiado
la luz, pero en algunos rincones las sombras eran tan densas que nada
permitían ver.
—Así que es cierto… os marcháis.
Guiomar descubrió el bulto que formaba su esposo sentado en el suelo a
los pies de la ventana. Debía de haber estado todo el tiempo allí, en silencio,
desde que ella entrara a la alcoba.
—Creo que es lo mejor, dadas las circunstancias —dijo—. Blai se ha
marchado a servir al Temple, como era su deseo, y pronto partirá con Joan
de Alquézar hacia una encomienda que van a atender en otras tierras más al
sur. Ya no queda nada aquí que me retenga.
Guifré permaneció todavía en silencio un rato. Guiomar ya podía
distinguir el contorno de su figura, un tanto velado por las sombras. No se
movía, aunque su respiración, lenta y pesada, le indicaba que debía
aguardar a que encontrara las palabras adecuadas, pues lo suyo siempre
había sido la acción, y el verbo, en ocasiones, se le presentaba esquivo.
—¿Estáis segura? —preguntó por fin.
—Sí.
Creyó reconocerle un además pausado, un imperceptible movimiento de
asentimiento de su cabeza.
—Yo también marcho. Voy a unirme a las huestes del conde, allá donde
esté. —A la dama no le cogió aquel comentario por sorpresa. Su esposo era
un guerrero y como tal viviría y moriría—. Al fin y al cabo, como vos
decís, no hay nada aquí que me retenga.
La acusación implícita en sus palabras, en las palabras de ambos, eran
reproches enquistados que tardarían tiempo en desaparecer. Aunque
Guiomar no quería que el desánimo la embargara, prometiéndose a sí
misma que, durante su retiro, intentaría hallar ese perdón que tanto
necesitaba. Olvidar las afrentas, las de Guifré, las de Bernat, las suyas
propias, sería lo que redimiría su alma ante Dios. Y estaba dispuesta a
intentarlo. Pensar en Bernat, ahora yacente en su tumba, le provocó una
punzada en el corazón que la dejó aturdida unos instantes. Optó por sentarse
en el suelo y dejar que aquella sensación pasara.
Guifré, que debió malinterpretar su movimiento, habló.
—¿Qué nos ha pasado, Guiomar? —preguntó con voz queda, algo poco
habitual en él—. ¿Por qué nos hemos hecho tanto daño y todavía seguimos
haciéndonoslo?
La dama se sintió conmovida por esa sinceridad en un hombre poco
acostumbrado a ello. La verdad era que, en los últimos tiempos, su esposo
le había dado lecciones de humildad y coraje que, hasta ahora, ella
desconocía o no había sabido ver. Por un momento, pensó que quizás
equivocó siempre sus razones sin dar oportunidad ni tregua a aquel hombre
valeroso. Bruto, cruel y esquivo, sí, pero también honorable y leal en sus
convicciones. Y eso era algo digno a tener en cuenta.
—No lo sé… quizás no hayamos sabido templar nuestra arrogancia a lo
largo de los años en aras de un poco de paz. Vos y yo nos parecemos
mucho, Guifré, más de lo que creemos, y nuestra soberbia nos ha llevado a
olvidar los valores en los que toda familia se debe fundamentar. Ambos
somos culpables de tal deslealtad y a ambos nos corresponde purgar
nuestras faltas. No con un simple acto de contrición, sino con una promesa
de perdón duradera que pueda redimirnos.
—Quizás…
—Siento mucho todo lo que ha pasado. Me creáis o no, nunca quise
haceros ningún mal. Y sé que vos a mí tampoco. Pero quizás no supimos
actuar de otra manera ante las pruebas que el Creador nos iba poniendo en
el camino.
—Puede que tengáis razón…
Ambos callaron, imbuidos en un silencioso marco de malherida
solemnidad, pues ya se habían dicho todo lo indecible en los días
precedentes. La muerte de Bernat los había sumido en una especie de
frenesí en el que sus lenguas no esquivaron comentario alguno por muy
dañino que fuera. También lo ocurrido durante el rescate de Blai, y que
Guiomar se había negado a narrarle a su esposo, planeó sobre ellos como
una mancha incapaz de desaparecer por mucho que se intentara limpiar.
Ella estaba resentida, él también, y ninguno fue capaz de encontrar una
pausa en el torbellino de palabras que surgieron de sus labios.
Como consecuencia de todo ello, Guifré se marchó y no había regresado
a casa hasta ese instante. Lo más frustrante de todo era que ambos
intentaron odiar a Bernat, culpabilizándolo, a pesar de muerto, de todos sus
males, sabiendo que ninguno de los dos podría nunca llegar a odiarlo de
verdad. Su sombra siempre sobrevolaría sus corazones si no hacían algo
para remediarlo, para recomponer esa confianza perdida. La mejor decisión
que podrían adoptar en ese momento era que cada uno tomara su camino y
ya la fortuna dispondría cuál sería su futuro.
Guifré se levantó del suelo acercándose hasta ella.
—Debéis descansar, mañana os aguarda una dura jornada —le dijo
tendiéndole la mano para alzarla de su posición sedente.
Guiomar tomó su mano y se dejó ayudar. Quedaron frente a frente, en
silencio, sin que ninguno de los dos supiera qué más decir.
—Que Dios os guarde —dijo por fin Guiomar encontrando su voz.
—Que Dios os guarde, esposa.
Después, se encaminó hacia la puerta con decisión.
Pensar que ya nunca volvería a verlo hizo que se quedara sin aliento
durante unos instantes.
—¡Guifré! —lo llamó en un arrebato inconsciente—. Si alguna vez
cambiáis de opinión, si alguna vez sois capaz de perdonar, estaré allí
aguardando.
El caballero la miró desde la puerta, con esa mirada fiera que ella tan
bien conocía. Luego, asintiendo con una mueca indefinida, aligeró sus
pasos hasta que estos se perdieron más allá de la escalera y todo quedó en
silencio otra vez.

Al día siguiente, el joven Ramón Aguiló la esperaba al amanecer junto a la


puerta de su casa con el carro dispuesto para llevarla. Poco a poco, fueron
dejando atrás las murallas en dirección al Coll de l’Alba. Guiomar había
tomado la decisión de alejarse de todo lo mundano y reencontrarse con
Dios. Iba a ser la nueva ermitaña tras la muerte de la anterior moradora del
Coll. No fue una decisión fácil; Guiomar siempre había disfrutado de una
vida regalada y aquello iba a suponer un gran cambio para ella. No
obstante, tras meditarlo profundamente, decidió que tenía que superar sus
miedos y hacer de su existencia algo útil. Y cuando tomó la decisión, ya
nada la hizo cambiar de parecer.
Llegaron hasta lo alto del Coll y, tras descargar sus pertenencias, Ramón
se despidió de ella. Antes de acceder a la que sería su nueva morada, la
dama miró a su alrededor complacida, percibiendo la belleza de aquel lugar.
Embriagada por la decena de aromas que asaltaban sus sentidos y la
policromía de las florecillas que ornaban el suelo a su alrededor, dejó que
los rayos del sol naciente calentaran su piel. Le parecía estar renaciendo a
una nueva vida y su rostro se iluminaba de satisfacción ante la esperanza de
encontrar allí la paz que tanto deseaba.
Una vez imbuida de todas aquellas sensaciones, entró en la ermita. La
habían limpiado, aunque Guiomar percibió un rastro rojizo en el suelo allí
donde le dijeron que la anterior ermitaña había caído asesinada. No le
importó. La talla del Cristo que presidía aquel lugar la protegería de
cualquier mal.
Subió entonces las escaleras para dejar el hatillo que portaba. La
espartana estancia le dio la bienvenida. Solo un catre desvencijado, una
mesilla y un pequeño arcón presidían la estancia. Poco más espacio
quedaba disponible. Sin embargo, había algo más. En un rincón, medio
tapada por un ajado lienzo, descubrió una vieja rueca que debió ser de su
predecesora. Guiomar no sabía hilar, nunca tuvo la necesidad de hacerlo ni
la intención de aprender, pero se alegró de encontrar aquel utensilio allí, en
aquel lugar apartado de todo y de todos. Quizás con el paso de los días,
poco a poco, pudiera aprender…
Tenía mucho tiempo por delante.
CAPÍTULO LII

“MARINA”

Marina subió al adarve. Le gustaba estar allí contemplando serenamente el


horizonte, ver las tierras regadas por el sol de la mañana, sentir la brisa en
sus cabellos, otear los felices pajarillos que danzaban en el cielo, observar
como el río fluía manso a su paso por la urbe, percibir el crujir de los
cañaverales en su orilla, descubrir nuevos rincones que antes le habían
pasado desapercibidos. Octubre comenzaba a amarillear las hojas de los
árboles, a tintar de ocres el paisaje, a llenar de luz tibia esa paz placentera
que acabaría cuando la llegada del invierno azotara el valle.
Venía del camposanto, como cada mañana desde que enterraron a
Bernat. Le agradaba visitarlo al amanecer, cuando nadie la pudiera estorbar
en su recogimiento, se sentaba a los pies de su tumba y le narraba el día a
día en casa de los Miravalle, como antaño había hecho, cuando compartían
lecho y despertaban abrazados con el canto del gallo.
El corazón de Marina no guardaba rencor, no tenía sentido amargarse el
resto de la vida por algo que había sucedido y que escapaba a su control.
Incluso antes de verlo caer en batalla, antes de ver cómo le arrebataban la
vida, ya tenía decidido que perdonar era lo más cabal. No podía permitir
que el resto de su existencia se convirtiera en un infierno de inseguridades y
miedos, de rencores y rechazos. Ella era una mujer fuerte. Había
demostrado su tenacidad con creces, y eso era algo que nadie le arrebataría
nunca.
Se sentía orgullosa, aunque fuera pecado vanagloriarse de ello, de que
su iniciativa hubiera dado lugar a que los cristianos conservaran Tortosa.
Aquel día, viendo a todas aquellas mujeres en las murallas, vestidas de
soldados, golpeando entre sí las improvisadas armas que portaban,
amedrentando al enemigo con sus gritos, hizo que su corazón se colmara de
orgullo. Quizás fuera vanidad, tal vez altanería, pero no había podido evitar
que sus sentimientos, mientras ella misma generaba estruendo con el hacha
que portaba, se dirigieran hacia esa dirección. Gracias a ella y a todas las
mujeres de Tortosa, la paz había vuelto a sus calles y ya nadie tenía que
temer el recorrer aquellas tierras con plena libertad. De hecho, cuando ahora
caminaba por las callejas, hombres y mujeres se paraban a su paso para
saludarla con respeto. Y eso la colmaba de dicha. Sin embargo, la sombra
funesta por la muerte de Bernat siempre planearía sobre esa dicha
disfrazada de orgullo.
Aquel día, el de la última batalla, Marina comprobaba con alivio desde
la muralla cómo el moro retrocedía tras la furiosa acometida de los hombres
y mujeres que habían salido a campo abierto a luchar. Creía ya en la victoria
cuando escuchó el rumor de que una partida de sarracenos había entrado a
la ciudad por otro lado y se libraba una contienda en un portal cercano a la
antigua mezquita. Reclamando la atención de un grupo de mujeres para que
la siguieran, se dirigió hacia allí sin saber que su esposo, también conocedor
de la nueva, cabalgaba brioso hacia el mismo lugar. Pero no llegó a tiempo,
tan solo alcanzó a ver cómo sajaban el vientre de Bernat y este caía
moribundo al suelo.
En ese instante, sintió cómo se desmoronaba su vida sin poder hacer
nada por evitarlo. Bajó como pudo, con desprecio del peligro que la
rodeaba, para intentar llegar hasta él. Se encontró en medio de un diabólico
torbellino de hombres y armas, de uno y otro bando, que pugnaban por salir
vencedores. Monrós fue el que la ayudó a recorrer el tramo final mientras
contenía a un enemigo cada vez menos numeroso y cansado. Marina cayó
de rodillas junto a Bernat apoyando la cabeza de él en su regazo. Ya casi no
podía hablar, de sus labios manaba un hilillo de sangre que se deslizaba
hasta perderse por detrás de su cuello. Solo consiguió alzar la mano un
momento y posarla sobre el rostro de Marina mientras le sonreía impotente.
Luego la mano cayó. La dama, abatida de dolor, se agachó y murmuró su
amor y su perdón en el oído del caballero. Una última sonrisa curvó los
labios de Bernat, una última ofrenda en el ocaso de la vida que ella
atesoraría hasta el fin de sus días.
La lucha terminó poco después, habían salido vencedores, aunque los
muertos empaparan el suelo de Tortosa con su sangre. Guifré la sacó de allí
y se encargó del cuerpo inerte de Miravalle. Al día siguiente, sería enterrado
con todos los loores debidos a un caballero de tal condición.
Pocos días después, ya no quedaba ni rastro del enemigo en los campos
tortosinos. La derrota infligida aquel día y el miedo de los andalusíes a las
huestes de Ramón Berenguer, hizo que desistieran de su último empeño de
recuperar la ciudad y abandonaran Tortosa para siempre. Volvió la paz,
aunque los lamentos por los caídos ya nunca dejarían de escucharse entre
los muros de la urbe.
Marina suspiró cuando el recuerdo del cuerpo de su esposo depositado
en una fría tumba le vino a la memoria. Aciago día donde los hubiera. Pero
muchos habían sido los muertos y muchas las lágrimas que después
salpicaron de congoja la tierra tortosina.
La dama, estremecida por la remembranza, trataba de controlar el
temblor de su cuerpo a pesar de que el sol le calentaba la piel mientras
permanecía en el adarve. «Es hora de volver a casa», pensó, «a ver qué
desaguisado me encuentro hoy», sonrió barruntando cuánto le había
cambiado la vida en las últimas semanas. La vivienda de los Miravalle poco
se asemejaba ahora a la austeridad de antaño, solo interrumpida por los
caprichos de su madre; cada día, tres pilluelos, a cual más travieso,
alegraban con sus trastadas las desdichas de las moradoras de la casa. No
obstante, Marina no se arrepentía de su decisión. De justicia había sido
acoger a los vástagos de Caterina, la tahonera, y darles un hogar. Ona estaba
encantada con verse desbordada del trabajo que le ocasionaban aquellos
mozalbetes, y Adelina, aunque arremetía contra ella muchas veces
enfurruñada porque no le dejaban ni un pastelillo que llevarse a la boca, se
deshacía en remilgos cuando la más pequeña de todos se sentaba en su
regazo y le pedía que le contara una historia. Muchas veces había visto
como Ona tapaba los oídos de la pequeña tras escuchar alguna de las cosas
irreverentes que salían de los labios de Adelina, sin darse cuenta que la niña
era aún más irreverente que la anciana, fruto de su semejanza con aquella
que la trajo al mundo, pues era la viva imagen de Caterina, no solo en su
fisonomía, sino por su fuerza, su aguda lengua desatada y su descaro.
De los cuatro hijos de la panadera, solo tres permanecían en la casa. El
primogénito, que no quería seguir los pasos de sus mayores, se hallaba
ahora sirviendo como escudero en la casa de un caballero conocido de los
Miravalle. Tenía un especial don con el arco y la ballesta, y quería ser
guerrero. Los otros tres, muy pequeños todavía para elegir sus caminos, se
quedaron junto a ella. Y formaron una gran familia, a la que había que
añadir a Delila, quien también permaneció con ellas tras el final de la
guerra. Entristecida por no haber podido encontrar a la gitana con la que
hubo convivido antaño, aceptó aquel hueco junto al hogar que le estaba
reservado y allí dormitaba plácidamente su vejez.
«Una gran familia… mi familia», reflexionó Marina. Dios no le había
concedido hijos de su propio vientre, pero no importaba, ahora ya no,
porque tenía todo cuanto podía desear… o casi todo.
El sonido de los clarines rasgando el aire la sorprendió todavía en el
adarve. Asustada, se llevó la mano al pecho mientras volvía a mirar hacia el
horizonte. Una densa polvareda allá en la lejanía resucitaba sus peores
temores. Un gran grupo de hombres a caballo se acercaba a las murallas de
la ciudad y Marina se temía lo peor. Musitó una plegaria rogando al
Altísimo para que conservara la paz en aquellas tierras; otra guerra sería
devastadora para la población, puesto que todavía no se habían recuperado
de los meses de asedio que soportaron.
Agudizando la vista mientras el clamor de los clarines se elevaba más y
más, por fin pudo distinguir algo entre el polvo que levantaban aquellos que
se acercaban a las murallas. El estandarte de la casa condal brillaba radiante
reflejando el sol de la mañana. Ramón Berenguer, el cuarto de su nombre,
volvía a casa vencedor en tierras norteñas para reclamar su lugar en Tortosa.
Un estremecimiento de alivio devolvió el equilibrio a su sensible estado
de ánimo. Ahora sí podía volver a casa con la firme convicción de que la
paz estaría asegurada por mucho tiempo.
EPÍLOGO.

Octubre de 1149. Sala del Palacio. Castillo de la Zuda. Tortosa.

El conde Ramón Berenguer, repantigado en el sillón mientras se lleva la


copa de vino una y otra vez a los labios, barrunta sobre el recibimiento que
había tenido a su llegada a Tortosa. Todavía se siente molesto por ese
hecho, aunque comprende las razones de los tortosinos para actuar como lo
hicieron. Le habían negado la entrada a la ciudad cerrando los portales y
tuvo que utilizar toda la diplomacia de la que disponía para que se avinieran
a dejarle por fin pasar.
Venía victorioso de Lérida y Fraga, orgulloso de su conquista, y cabalgó
hacia Tortosa para resarcir a los que allí moraban del olvido al que les había
sometido. Fue imposible desprenderse de sus huestes para enviarlas al sur,
necesitaba conquistar aquellas tierras norteñas y, cuando los tortosinos
pidieron su ayuda, muy a su pesar y tras valorar las diferentes opciones con
sus nobles, tuvo que negar el socorro que necesitaban, pues su situación
también era comprometida.
Hizo valer entonces, ante los renuentes moradores de la ciudad, sus
reconocidas artes para la diplomacia y la persuasión. Sus buenas palabras
pronto hicieron mella en los corazones de los tortosinos y abrieron sus
puertas, reconociendo con ese gesto al conde como su único señor, tal y
como hicieron meses atrás.
Fue recibido con gran pompa en la Zuda por todos los prohombres
tortosinos y pronto se juraron los privilegios concedidos por el buen conde
a los habitantes de tan singular ciudad, añadiendo nuevas franquicias que
convirtieron a Tortosa en un modelo donde la comunidad recibía derechos y
libertades nunca antes vistas.
Hastiado ya después de tantas horas de parlamentar y firmar mercedes,
permanecía ahora sentado, dispuesto a escuchar lo sucedido durante el
asedio de los andalusíes.
—Serenaos, mi señor —le dijo su fiel senescal, percibiendo el hartazgo
del conde.
Este lo miró asintiendo, confiaba en el criterio de Guillem Ramón de
Montcada, al igual que ya lo había hecho durante el asedio a Lérida, y
nunca se sintió decepcionado. Su lealtad era un bien muy preciado. No era
fácil encontrar hombres íntegros como Montcada.
Dando un largo trago a su copa de vino, siguió escuchando la historia
que desgranaban el veguer y el bailío.
Fue grande su sorpresa cuando le narraron el incontestable papel de las
mujeres en la resistencia al infiel. Varias veces hizo repetir al veguer la
historia de aquellas valerosas mujeres que no habían dudado en vestirse de
hombres, incluso salir a luchar a campo abierto, para que Tortosa no cayera
en manos del enemigo. Quiso conocer hasta el más nimio detalle de aquella
gesta femenina, valorando su entrega y sacrificio. Decidió entonces que
bien merecían un premio.
—Anotad, escribano —comenzó diciendo—. Manifiesto sea a todos los
hombres…[3]
«Manifiesto sea a todos los hombres que yo Ramón, conde de
Barcelona, príncipe de Aragón y marqués de Tortosa, por el coraje
demostrado contra el infiel y para conservar la memoria de tal hazaña,
concedo a las mujeres de Tortosa y a sus descendientes los siguientes
privilegios: que puedan preceder a los hombres en todas las solemnidades
públicas; así también ordeno que no paguen derecho de toca; si sobreviven
a sus maridos, ordeno que tengan por suyas todas las ropas y joyas que sus
esposos les otorgaron; y que en las misas de novias las dichas mujeres se
sitúen a la derecha de los hombres. Ordeno también que todas las mujeres
puedan llevar sobre la ropa…».
—¿Qué armas decís que utilizaron las mujeres durante la batalla?
—Cualquier herramienta de la que pudieron disponer, mi señor —le
indicó el veguer—, hachas, hoces, azadas…
—Continúo, pues…
«… que todas las mujeres puedan llevar sobre la ropa un hacha de
armas carmesí, y esta se ponga sobre una vestidura hecha como un
escapulario de los frailes cartujos; y por esta carta ordeno que se instituya
una orden de armas para dichas mujeres de Tortosa, y que esta llevará por
nombre la Orden del Hacha…».

Petrer, veinticinco de marzo de 2020.


NOTA DE AUTORA.

Los pueblos, desde la más remota antigüedad, han ido acumulando y


transmitiendo historias y leyendas que han ido conformando una parte
sensible de sus vidas junto al logro de consolidar un patrimonio cultural que
ha sido legado a sus descendientes; y ello ha ocurrido generación tras
generación, hasta llegar a ser parte inseparable de la «memoria de los
hechos» invocada en la actualidad.

Pero, cada transmisor, en su interés por otorgarle mayor importancia a lo


transmitido, ha ido incorporando alguna alteración que, sin deformar la
esencia del relato, ha podido desdibujar la originalidad anterior. De este
modo, toda leyenda siempre encierra una parte sustancial de verdad, de lo
que en realidad inicialmente fue, a pesar de que lo que se narra se haya ido
transformando al pasar de una boca a otra, de un oído a otro, de una
generación a otra, de un siglo a otro… Así, las leyendas forman parte de
nuestras vidas, seamos del lugar que seamos, y acompañan el devenir de un
pueblo como una manera de reafirmar su memoria histórica o identitaria.
Son parte insoslayable de nosotros y permanecen siempre ligadas al
imaginario popular.

Entre las historias y leyendas reconocidas de la ciudad de Tortosa, la


referida como «La Orden del Hacha» quizás sea la más anclada y apreciada
en el acervo de sus habitantes. En esencia, esta leyenda narra la valentía
irreductible de unas mujeres que no se plegaron a lo que la suerte les
deparaba y decidieron ser dueñas y señoras de su destino. Pero, en el
devenir del relato, surge de inmediato un incierto interrogante… La
existencia de La Orden del Hacha ¿es una historia real o es un cuento
inventado?

No hay pruebas fehacientes ni documentales que atestigüen este hecho


como plenamente cierto; no obstante, algunos estudiosos e historiadores
como tal lo catalogan y lo afirman cuando escriben sobre ello. Por poner un
ejemplo: En la obra a la que hago referencia en la Bibliografía insertada al
final de este libro, el autor J. D. Garrido i Valls, Ramon Berenguer IV, en su
página 226, señala que no existen fuentes que confirmen la existencia de la
orden femenina honorífica del Hacha:

«En l’ínterim entre capitulació i carta de poblament s’esdevingué la


conquista de Lleida, Fraga, Mequinensa i un succés de
característiques llegendàries, mai no confirmat per les fonts
històriques, origen, a Tortosa, de l’orde femení honorífic de l’Atxa.
La manca de testimonis documentals imposibilita saber res de la
Tortosa inmediatament posterior a la conquista».

Sin embargo, Cristòfol Despuig, en el «Col.loqui Quart» de sus


Col.loquis de la insigne ciutat de Tortosa, además de describir los
privilegios que supuestamente concedió Ramón Berenguer IV a las mujeres
tortosinas, y en los que he basado —tal y como indico en la Nota al pie de
la página 3—, el final de mi novela, también asegura que existen
referencias del siglo XVI sobre los escapularios con la divisa del hacha que
aún conservaban las mujeres en Tortosa. Dice así:

«No pot haver molt temps, perque yo he oit dir al Reverent


M. Baltasar Sorio llector de la Seu […] que ell ha vist de apuestos
habits, que com he dit los dien pasatemps ab la insignia de la acha
de drap de grana y que la veu a casa del Artiaca Garret en los
primers anys que vingué á Tortosa […] y també á la Señora
Francisca Despuig […] he oit dir que en los primers dias de la edad
sua se trobaren en Tortosa encara moltes de aquelles robes ab les
insignies de les aches…» (Pp. 89-90).

Además de lo anterior, en una de mis reiteradas visitas a Tortosa para


recabar información y documentos para escribir esta novela, el director de
la Oficina de Turismo, Vicente J. Ruiz Prades, persona muy versada en la
Historia de Tortosa, me indicó que las mujeres de la ciudad habían tenido
privilegios a lo largo del tiempo que no conocieron las mujeres de otras
partes de nuestro país, y que quizás podrían venir de la veracidad del
episodio de La Orden del Hacha.

Sea leyenda o verdad, la realidad es que el antedicho episodio que narra la


valentía de estas mujeres, me cautivó desde la primera vez que de él tuve
conocimiento. Aficionada como soy a la Historia de España, y sobre todo a
estos hechos históricos que son poco conocidos, no pude sustraerme al
sorpresivo encanto de conocer una Orden de Armas femenina y de
inmediato mis pasos me encaminaron hacia Tortosa, lugar de gran riqueza
histórica y de leyendas enigmáticas que, desde el inicio, consiguieron
seducirme.
Si a ello añadimos mi resistencia a reconocer y aceptar que la Historia
está escrita por hombres en los que se destacan y magnifican «hechos de
hombres» situando en la mayoría de las ocasiones a la mujer en un segundo
plano, cuando no en la marginalidad de los relatos, la motivación de
ponerme a escribir esta novela, en donde se destaca la firmeza, la valentía y
el compromiso de aquellas irreductibles mujeres, contribuyó a reforzar la
convicción de que muchas mujeres han quedado olvidadas en su más que
reconocible trascendencia en la Historia de la humanidad. Y el conjunto de
todo ello me supuso un reto añadido en mi deseo de plasmar por escrito el
devenir de la historia de los hechos que constituyen el soporte a esta novela.
Si en algún momento me he tomado la libertad de incluir alguna licencia
histórica, ha sido en beneficio de la trama de ficción que quería narrar en
estas páginas.
En su desarrollo, integro también en la novela un par de curiosos episodios
basados en sendas leyendas que se entrecruzan y se relacionan con la
aventura de las mujeres tortosinas que despertaron mi atención mientras
estudiaba la bibliografía:
La primera, es la de un personaje misterioso que, tras quitarse el hábito
de romero que portaba, sube a un caballo blanco y lucha contra los
andalusíes que intentan tomar el portal de San Cristóbal (hoy llamado Portal
del Romeu, debido a esta leyenda). Las gentes que lo ven allí luchando,
creen reconocer en ese enigmático caballero la figura deslumbrante de Sant
Jaume o Santiago.
La otra, es la de la ermitaña del Coll de l’Alba, a la que la rueca previno
de la presencia de las tropas andalusíes en estas tierras tortosinas. Os remito
a un fragmento extraído de la página 602 del libro de Joan Moreira, Del
folklore tortosí…, y que referencio en la Bibliografía, al final de la novela:

«[…] Un dia, al raçe de l’ermita del Coll del Alba, estava


l’ermitana capdellant unes madeixes de llí acabades de filà, quan
de repent, se sent una veu misteriosa que diia:
—Moros puixen, puixen moros…
—Puixen moros, moros puixen… —responen.
—¡Mare de Déu, Sinyó! ¡¡Parlen les devanadores!!
—Puixen moros, moros puixen… —insistíx la veu.
—Calléu parladores. ¿Com poden puixà moros, si’l nostre bon
Comte Berenguè va acabà en tots?
—Puixen moros… ves a n’aquella crenxa i ataúlla les senderes…
L’Ermitana que veu puixà com nuvol de llangosta un poderòs aixam
de moros […]».

Maravillosas leyendas a las que no pude resistirme y que ya forman


parte de este libro.
Después de documentarme arduamente para escribir esta novela, de realizar
periódicos viajes a Tortosa para pulsar in situ la herencia medieval de la
urbe, de visitar el Castillo de la Zuda (convertido actualmente en un Parador
de Turismo), de recorrer sus calles y visitar museos, de confeccionar mapas
cercanos a cómo podría estar configurada la ciudad en la Edad Media, de
pergeñar la trama de ficción en torno al suceso que describo, de crear ocho
personajes femeninos que —con sus distintas personalidades, virtudes y
defectos— son protagonistas de las aventuras y desventuras de una
comunidad recién asentada en la ciudad tras la conquista de Ramón
Berenguer IV…, después —como digo— de todo ello, tengo la grata
sensación de haber soñado y vivido una experiencia única, una andadura
inigualable rodeada de Historia y Leyendas, y que el destino, los hados, o
como se les quiera llamar, me han concedido la fortuna de haber sido
elegida para poner en mi camino este suceso, y para que fueran mi pluma y
mi imaginación quienes las plasmaran en palabras escritas.

Esta novela ha sido el resultado.


BIBLIOGRAFÍA.

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Tarragona, del 10 al 13 de juny de 2010, Tarragona, ACRAM, 2011.
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comarca. Tomo 7, Tortosa, Impr. De Algueró y Baides, 1956.
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cristians, Barcelona, Viena Edicions, 2016.
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Cataluña: textos, introducción, diplomatario, presentación monográfico-
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Madrid, Santillana, 1996.
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—GUTIÉRREZ MOLINERO, Alba, La indumentaria medieval en el
siglo XII: estudio a partir de los restos materiales del Monasterio de Santa
María de las Huelgas (Burgos), La Rioja, Universidad de la Rioja. Servicio
de Publicaciones, 2015.
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—MIRAVALL, Ramón, La societat tortosina de la postreconquesta
(30-XII-1148 – 5-VIII-1151), Barcelona, Rafael Dalmau, 1970.
—MIRAVALL, Ramón, Tortosa i l’orde de l’aixa, Barcelona, Rafael
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—MOREIRA, Joan, Del folklore tortosí: costums, ballets, pregàries,
tradicions, jocs i cançons del camp i de la ciutat de Tortosa, Tortosa, Coop.
Gráfica Dertosense, 1979.
—MUÑOZ, Hilari y CEBOLLA, Mariano, Tortosa: la huella de la
historia, Barcelona, Ediciones Invisibles, 2014.
—SALDAÑA IGLESIAS, Alonso, Contexto político, militar y religioso
de los segundos reinos de taifas, Treballs Finals de Grau en Història,
Facultad de Geografia i Història, Universitat de Barcelona, Curs
2017-2018, Tutor: Xavier Ballestín Navarro.
—VILA. Josep M. (coord.), V Congrés d’Arqueologia medieval i
moderna a Catalunya. Barcelona, 22-25 de maig de 2014, Barcelona,
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—VILLANUEVA, Joaquín Lorenzo, Viaje literario a las iglesias de
España. Tomo V, Madrid, Impr. de la Real Academia de Historia, 1806,
pp. 158-174.
—VIDAL, Jacobo (coord.), Les muralles medievals de Tortosa, Tortosa,
Coop. Gráfica Dertosense, 2007.
—VIRGILI, Antoni, Ad detrimentum Yspanie. La conquesta de Turtusa
i la formació de la societat feudal (1148-1200), Valencia, Universitat
Autònoma de Barcelona (Servei de Publicacions) i Universitat de Valencia,
2001.
AGRADECIMIENTOS.

Para escribir esta novela, he contado con la inestimable ayuda de muchas


personas:

—En Tortosa:

Quiero agradecer a Vicente J. Ruiz Prades, director de la Oficina de


Turismo de Tortosa y persona muy versada en la historia de dicha ciudad,
quien muy amablemente me dedicó parte de su tiempo para responder a las
dudas que me surgieron durante la fase de documentación de esta novela
sobre cómo sería Tortosa en el medievo y la historia de la Orden del Hacha.
También deseo agradecer a Mercè Espinach Curto, de la Asociación
«Amics de l’ermita del Coll de l’Alba», por acompañarme, enseñarme y
narrarme la historia de dicha ermita. Espero que la labor tan encomiable que
realiza por conservar la ermita tenga prolongación en el tiempo.
Agradezco, asimismo, a Hilari Muñoz su recomendación bibliográfica
sobre la Tortosa medieval.

—En asuntos medievales:

Agradezco al Dr. José Luis Menéndez Fueyo, del Museo Arqueológico


de Alicante (MARQ), su amabilidad al asesorarme sobre cómo serían los
asedios medievales y la maquinaria de guerra que se utilizaba.
Quisiera agradecer a Jonatan Romero Pérez, medievalista y oficial de
artillería, su inestimable ayuda al orientarme sobre bibliografía del siglo XII
y sus consejos sobre contextualización histórica que tuvo a bien indicarme
tras la lectura que hizo de la novela.
Agradezco también a Fernando Tendero, director del Museo
Arqueológico y Etnológico «Dámaso Navarro» de Petrer y su equipo, que
me despejaran algunas de las dudas que tenía sobre ciertos aspectos de
demarcaciones territoriales de aquella época.
Por supuesto, cualquier error que pueda haber en estos temas se debe
enteramente a mi pluma.

—Lectores:

Mi más sincero agradecimiento a todas aquellas personas que dedicaron


parte de su tiempo a leer el primer borrador de mi novela:
A Juan Ramón Montero Gilete, quien, a pesar de que solo nos
conocemos por las redes sociales, no dudó en ningún momento en hacer, no
una, sino dos lecturas de la novela y los sabios consejos que tuvo a bien
indicarme después. Espero que algún día pueda agradecerte en persona tu
elogiable labor.
A Sandra de Oyagüe, incansable lectora y amiga, con la que siempre
puedo contar para que me dé su más sincera opinión sobre lo que escribo.
Gracias por ser como eres.
A Fermín Bonet Ferrándiz, escritor y amigo, cuyos valiosos consejos
me han ayudado a mejorar esta novela. Siempre agradecida de que me
regales un poco de tu tiempo para leer mis escritos.

—Parte técnica:

Agradezco a Alexia Jorques las siempre maravillosas portadas que me


diseña. En esta ocasión, doble agradecida por plasmar exactamente la idea
que tenía en mente para esta novela.
También doy las gracias a Ainhoa Arpide de los servicios editoriales
«Ibuks de papel», por su cuidada y trabajada maquetación.
—En otros aspectos:

Siempre estaré agradecida a Luis Manuel Zorrilla, de la agencia de


marketing para escritores «Impulso literario». Además de su asesoramiento
constante, haga sol o llueva, para mí se ha convertido en un amigo de los de
verdad.
Gracias a la Biblioteca Pública de Vinarós, por ayudarme a encontrar y
enviarme parte de la bibliografía que me faltaba para completar mi proceso
de documentación de este libro.
Gracias a Mari Carmen Rico, cronista de la Villa de Petrer; a Gabriel
Segura, cronista de la Ciudad de Elda; y a Mireia Giménez Higón, escritora,
por su ayuda en diferentes aspectos del proceso de escritura de esta novela.
Y, como siempre, mi eterno agradecimiento a mi familia, por su apoyo
incondicional en cada paso que he dado desde que decidí que quería hacer
de la literatura mi vida. Os quiero.
Por último, deseo agradecer a todos aquellos lectores que, en persona, o
por las redes sociales, me animan a que siga escribiendo. Vuestro
entusiasmo es parte importante de esta, y de mis otras novelas.
VERÓNICA MARTÍNEZ AMAT (Petrer, Alicante, 1974) es licenciada en
Filología inglesa y Máster en Investigación Histórica en Edad Moderna
(siglos XV a XVIII). Ha publicado, entre otras obras El paso de los españoles,
El secreto de Loarre y Mirada de Gato. Asimismo, junto a otros autores,
una trilogía de género negro. Su último trabajo es El juramento de Tortosa:
La leyenda de la Orden del Hacha.
Notas
[1] En realidad, siguiendo los «Apunts històrics de l’ermita del Coll de
l’Alba» de Albert Curto Homedes, el lugar no pasó a llamarse así hasta el
siglo XVII. Durante la Edad Media, se le denominaba Coll de l’Alma, quizás
por una balsa utilizada por la ganadería que se llamaba de esta última
manera. No obstante, he preferido utilizar la denominación actual para
mejor comprensión del lugar al que hago referencia. <<
[2]Esta narración sobre la rueca parlante, es una adaptación castellanizada
de la leyenda recogida en el libro de MOREIRA, Joan, Del folklore tortosí:
costums, ballets, pregàries, parèmies, jocs i cançons del camp i de la ciutat
de Tortosa, Tortosa, Cooperativa Gráfica Dertosense, 1979, pp. 601-602. Al
final de esta novela, en la Nota de Autora, reproduciré la leyenda recogida
en el libro de Joan Moreira. <<
[3]La carta con los privilegios para las mujeres de Tortosa que viene en
cursiva a continuación está basada en la descripción que hace Cristòfol
Despuig en «Los col.loquis de la insigne ciutat de Tortosa», tal y como
comento en la Nota de Autora al final de este libro. <<
ÍNDICE

Cubierta
El juramento de Tortosa
Dramatis personae
El juramento.
Capítulo I. “Marina”
Capítulo II. “Casilda”
Capítulo III. “Bernat”
Capítulo IV. “Laia”
Capítulo V. “Adelina y Ona”
Capítulo VI. “Marina”
Capítulo VII. “Margarida”
Capítulo VIII. “Bernat”.
Capítulo IX. “Prya”.
Capítulo X. “Guiomar”
Capítulo XI. “Casilda”
Capítulo XII. “Yusuf”
Capítulo XIII. “Marina”
Capítulo XIV. “Laia”
Capítulo XV. “Bernat”
Capítulo XVI. “Margarida”
Capítulo XVII. “Guifré”
Capítulo XVIII. “Guiomar”
Capítulo XIX. “Yusuf”
Capítulo XX. “Marina”
Capítulo XXI. “Bernat”
Capítulo XXII. “Marina”
Capítulo XXIII. “Casilda”
Capítulo XXIV. “Bernat”
Capítulo XXV. “Marina”
Capítulo XXVI. “Prya”
Capítulo XXVII. “Margarida”
Capítulo XXVIII. “Guiomar”
Capítulo XXIX. “Guifré”
Capítulo XXX. “Laia”
Capítulo XXXI. “Marina”
Capítulo XXXII. “Guiomar”
Capítulo XXXIII. “Prya”
Capítulo XXXIV. “Marina”
Capítulo XXXV. “Bernat”
Capítulo XXXVI. “Adelina”
Capítulo XXXVII. “Blai”
Capítulo XXXVIII. “Margarida”
Capítulo XXXIX. “Yusuf”
Capítulo XL. “Guiomar”
Capítulo XLI. “Prya”
Capítulo XLII. “Yusuf”
Capítulo XLIII. “Guifré”
Capítulo XLIV. “Adelina”
Capítulo XLV. “Marina”
Capítulo XLVI. “Yusuf”
Capítulo XLVII. “Bernat”
Capítulo XLVIII. “Guifré”
Capítulo XLIX. “Guiomar”
Capítulo L. “Laia”
Capítulo LI. “Guiomar”
Capítulo LII. “Marina”
Epílogo.
Nota de autora.
Bibliografía.
Agradecimientos.
Sobre la autora
Notas

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