[go: up one dir, main page]

0% encontró este documento útil (0 votos)
22 vistas17 páginas

Relación Maestro-Alumno en Educación

Este documento analiza la relación maestro-alumno en el contexto del aprendizaje. Explora cómo la escuela transmite valores culturales y conocimiento a los estudiantes y cómo esto puede reproducir las estructuras sociales existentes. También discute las diferencias entre el conocimiento experto del maestro y el aprendizaje del estudiante.

Cargado por

vickyvlahutin
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
22 vistas17 páginas

Relación Maestro-Alumno en Educación

Este documento analiza la relación maestro-alumno en el contexto del aprendizaje. Explora cómo la escuela transmite valores culturales y conocimiento a los estudiantes y cómo esto puede reproducir las estructuras sociales existentes. También discute las diferencias entre el conocimiento experto del maestro y el aprendizaje del estudiante.

Cargado por

vickyvlahutin
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 17

La relación maestro-alumno en el contexto del aprendizaje

Edgardo Ruiz Carrillo Luis Benjamín Estrevel Rivera

UNAM (México)

Educación y escuela

En los últimos años hemos sido testigos de grandes transformaciones educativas. Estos cambios
han tenido lugar en el marco de una reinterpretación de los modelos teóricos que modifican la
concepción del papel de la escuela en la enseñanza y el aprendizaje: “Cuando nos enfrentamos a la
tarea de definir la diversidad de papeles que juega la escuela, el profesor y el alumno nos
encontramos que es diferente lo que enseña la escuela y lo que el alumno aprende” (Lerner, 1996).

Es importante considerar que los saberes escolares no son sólo repetidos por las personas, sino
recreados y reinventados más allá de su canonización. El propósito de la escuela es incorporar a los
alumnos en una cultura, lenguaje y pensamiento preexistente por medio de la educación
(Castoriadis, 1998).

La preocupación del estudio del aprendizaje no se ha enfocado sobre el desarrollo del


conocimiento y la comprensión como una unidad. Ésta se construye permanentemente en la
comunicación en la que el lenguaje hablado del profesor y del alumno enseña y muestra lo
aprendido. El uso del lenguaje como parte de la identidad de los usuarios, que exige ajuste entre
los participantes.

Compromiso por parte de la educación que requiere de una comprensión mutua, donde los
sentidos de los participantes expresen interpretaciones y valoraciones particulares de los temas
que confrontan y que requieren un proceso negociador que ponga en contacto sus diversos
sentidos.

Consideramos que el hombre nace inacabado y es la sociedad, por medio de la educación, la que
lo transforma en alguien similar a las personas existentes. Eliminando las diferencias entre
generaciones, siendo contradictoria con la intención de trabajar las diferencia entre los individuos
(Delval, 1992). El individuo tiene la necesidad de desarrollarse en el interior de una sociedad por
medio de todos y cada uno de los contactos que sostenga con los demás. Las relaciones sociales
están en la base de la construcción de las características que hacen al ser humano propio de su
cultura.

La persona se encuentra en medio de acciones histórico-políticas que dan sentido a su actuar,


aunque no diluyéndose en lo social; sin embargo la escuela es la institución que la sociedad usa
para sustentar valores.

Por consiguiente, tiene como misión comunicar a las nuevas generaciones los saberes socialmente
instituidos, aquellos determinados en un momento histórico como válidos (Castoriadis, 1998). La
escuela media la formación del pensamiento y la transmisión de valores con la función de
transpolar una parte del conocimiento acumulado de una sociedad eliminando otra (Lerner, 1996).

Al socializar al individuo se crea la estabilidad social, se le concibe como receptor de valores y


actitudes más que sujeto activo del conocimiento, promocionando a las personas de clase
dominante, reproduciendo la estructura social, por medio de la transmisión de ideas y actitudes
que orientan hacia la conservación del mismo orden.

Es necesario distinguir la adquisición de saberes específicos que se relacionan con los diferentes
medios sociales y las estructuras generales, que requieren de coordinación interindividual, propia
de la sociedad humana (Lerner, 1996).

En este tenor, la escuela presenta al alumno prácticas poco usuales y desconocidas u opuestas a las
que ha vivido en otros contextos, brindándole una serie de experiencias y vedando otras; de la
misma forma, al decidir el maestro qué es lo que se debe hacer y no hacer, crea relaciones de
poder (Rockwell, 1995).

El intercambio de opiniones –sean aceptadas o rechazadas– forma representaciones que los demás
proponen de sí mismos y de la persona en cuestión. La comprensión que se propone desarrollar la
escuela al poner en contacto personas con diferentes capacidades es que el aprendiz aprenda a
partir y exclusivamente de su propia actividad y experiencia, más o menos directa, en el nivel de la
experiencia concreta, mientras que el pensamiento del experto construye la comprensión a partir
de principios ajenos a las prácticas inmediatas que regulan las relaciones entre las cosas (por
ejemplo, el matemático que crea teoría desligadas de la realidad). Es decir, el aprendizaje del
aprendiz se basa en los hechos y los objetos mediados por las relaciones arbitrarias, enfrentándose
a un pensamiento situacional y concreto en oposición a uno conceptual y abstracto. Así en la
práctica compartida se le atribuye al otro una vida psicológica, intencional y de deseos (Edward y
Mercer, 1988).

En consecuencia, no sólo la edad y la cultura median esta diferencia sino también la apropiación de
la misma por medio de los instrumentos que en ella se emplean al participar en las prácticas
socialmente organizadas, que presentan y permiten al experto proponer la forma de pensar, sentir,
valorar y concebir cómo hacerlo.

En este sentido, la cultura no es entendida como un espacio de negociación y renegociación,


tendiente a controlar las diferencias entre actuar y pensar. Esta negación se manifiesta en la
práctica educativa donde hay reglas y normas preestablecidas. Tal inclinación se determina en los
contactos, conflictos e intercambios en el salón de clase, donde existen reglas, normas y prácticas
sociales impuestas, eliminando la diferencia y la variación que necesariamente cualquier persona
introduce al pensar y actuar (Cazden, 1991).

Aquí se juega un saber psicológico, o sea, representaciones y estrategias, así como un saber hacer,
no sólo para contemplar, sino con la intención de encontrar las formas de actuar para lograr los
fines (Mercer, 1997).
En este contexto el proceso de la conversación empleado dota de sentido a cuanto es tratado,
orientando las participaciones hacia un punto entre varios, ya que en ocasiones bien pueden
coexistir dos marcos de referencia que validan y valoran perspectivas diferentes de un mismo
acontecimiento, que incluso pueden ser contradictorias. A partir de esto cabe decir que una clase
es un esfuerzo conjunto del maestro y los alumnos por mantener un foco de atención común y
estructuras de actividad compartida durante el mayor tiempo posible, con la idea de lograr el
cambio intraindividual (Cazden, 1991).

La construcción guiada del conocimiento y la comprensión, por tratarse de hechos sociales, se ve


enmarcada y afectada a partir de los componentes de esta último y, por tanto, lastrada con una
carga cultural e ideológica que define, en concordancia con los valores imperantes, lo que va a ser
considerado como buena enseñanza y un aprendizaje logrado, justificando lo que se va a aprender
o no, cómo pensar, hablar, ver las cosas y valorar quién se expresa de acuerdo al habla deseada,
sigue las reglas establecidas y prioriza lo que la comunidad escolar indica.

Todo esto es presentado como invariable, eterno, ahistórico e irrefutable y que debe aproximarse a
un mundo que si bien se transforma, lo que importa es conocerlo tal como es; para ello se debe
hacer hipótesis sobre él con la condición de comprobar, de acuerdo a criterios establecidos por
otros, los supuestos presentados.

El conocimiento puede ser generado por muchos pero validado por unos cuantos, en la búsqueda
de anular las interpretaciones de otros grupos. De esta manera, la ciencia forma parte del sistema
de valores sociales y los expresa por medio de los temas, tópicos y patrones que le son propios y
que son seguidos, reproducidos y valorados porque históricamente han sido benéficos para
alguien.

De la misma manera, la ciencia, a través de su historia, encarna elecciones de valor y sistemas de


valor y refleja los intereses y el poder de aquellos grupos que han estado en una posición de
influencia, por más indirecta que sea, sobre su historia y curso de desarrollo (Lemke, 1987). De tal
suerte se presentan las cosas como si fueran hechos, datos incontrovertibles y no se discuten ni su
selección ni otras alternativas posibles para elegirlos o interpretarlos.

La ciencia, de tal modo, aparece como una forma radicalmente diferente y totalmente válida de
conocer, aislada de la vida social e incluso neutra y objetiva, ajena a intereses, pero siempre como
una actividad increíblemente difícil, por lo que sólo los expertos pueden manejarla
confiablemente, cosa que obliga al resto de las personas a aproximarse a ella y no a la inversa
(Bruner, 1990).

Lo que sucede es que la ciencia, así como cualquier otra forma de hablar, presenta sus
particularidades, sus formas convencionales de lenguaje, de raciocinio y de acción, que deben ser
aprendidas. Otras formas de hablar se aprenden prácticamente en todo lugar y no hay lugares
creados ex professo para ellas; no así la ciencia que es aprendida en sitios de acceso restringido, a
edades claramente estipuladas y mediante prácticas que sólo en ella pueden tener lugar. Marco
privilegiado, convertido en el Olimpo al que sólo los elegidos pueden tener acceso, y que explica y
valora el “fracaso” como la evidencia de que la ciencia es difícil y no es apta para cualquiera
(Cazden, 1991).

Tal situación se refleja incluso al interior del salón de clase, en la medida en que en él se
confrontan interpretaciones. Los conflictos del aula reflejan en un microcosmos conflictos sociales
más amplios que nuestra sociedad se ha negado persistentemente a afrontar. Ello es posible en la
medida en que una visión del mundo se concreta necesariamente en toda obra humana, pues ésta
expresa de forma coherente la estructura social, intelectual, afectiva, del colectivo que la generó
(Bruner, 1990).

Esta visión se expresa en la escuela, entre otras circunstancias, en el establecimiento de la


distinción y contradicción entre el habla y conocimiento científicos y los cotidianos ya que de
entrada condena la confianza del alumno respecto a su juicio personal al concebirlo como algo
interesado y sesgado por las creencias, mientras que el saber científico es objetivo, universal e
impersonal (Lemke, 1997).

El colectivo, el individuo y la historia

Ahora bien, no sólo se habla de prácticas en las que la persona puede o no insertarse, sino que
incluso se hace mención de que en la comunicación cotidiana se observan las oposiciones de qué
recordar-olvidar, a quién, de qué manera, etcétera, en relación con el marco ideológico imperante.
Tales dilemas salen a la luz en toda retórica, justificación o explicación que se organice como
defensa o intento de legitimar qué aspectos del pasado deber ser recordados u olvidados en las
circunstancias actuales.

Esto sucede en la medida en que la reconstrucción conjunta del pasado y el proceso de


conmemoración pueden ser concebidos como formas de aportar marcos de referencia en los que
tanto los adultos como los niños aprenden a recordar, y que son reciclados y actualizados en cada
nueva conmemoración, que son mutuamente controladas por los participantes quienes se corrigen
para mantener la versión del acontecimiento (Shotter, 1992).

Así se construyen relatos en donde las re-presentaciones de los acontecimientos conjugan la


tradición, la historia a recordar y lo específico del estilo de quien cuenta la historia; de esta
manera, en el relato no se puede disociar lo que pertenece al grupo social de lo individual, pues
ambos se van construyendo y modificando: el estilo y las modificaciones paulatinamente se van
incorporando a la historia y se convierten en la base de futuras reminiscencias del mismo
acontecimiento, lo cual posibilita rescatar elementos que previamente no se valoraban y descartar
otros que en un momento dado ya carecen de sentido.

La relevancia de las nociones de olvido y recuerdo institucional reside en que demuestra que el
recuerdo colectivo es fundamental para la identidad e integridad de una comunidad. No es sólo
que quien controla el pasado controla el futuro, sino que quien controla el pasado controla
quiénes somos (Shotter, 1992).
Por consiguiente, al comparar el recuerdo de una conversación en forma escrita y verbal se
atestiguan diferencias, como si cada modalidad tuviera características peculiares que la hacen
diferente de la otra. En la escrita se impone una noción de coherencia más amplia que en la verbal,
se introducen más inferencias en la modalidad escrita y se incorporan formas típicas de la
literatura. Con esto se puede afirmar que la persona, al transcribir o escribir una conversación, no
sólo recuerda los acontecimientos sino que los reorganiza, esto es, re-escribe la historia. Se puede
afirmar que la naturaleza del recuerdo es función del estilo del discurso que lo constituye.

Se puede afirmar que recordar y olvidar no son funciones que obedecen tan sólo a criterios
internos, sino que requiere o entran en juego criterios externos que en última instancia se
imponen, y consisten en la vigencia que se otorga a las actividades sociales cotidianas, las cuales
conducen a destacar lo que se va a poder observar de una situación y a indicar la forma en que eso
se conectará con vivencias anteriores.

Sin embargo, para ninguna actividad social existe una manera única de hacer frente, sino que
coexisten en pugna varias de ellas y una es se impone; con esto, el conflicto no es eliminado sino
que la sociedad genera esferas de actividad en donde se expresa ese conflicto (Cole y Scribner,
1977).

En el nivel individual se tiende a explicar la identidad en términos de lo recordado o recordable y


de ciertos olvidos que, por medio de signos, se transforman en una función controlada y lógica, lo
que permite que el pasado sea evocado por un motivo dado y no por concomitancia o accidente.
Con esto, la memoria se vuelve activa (“superior” en la terminología de Vigotsky) y, al usar los
signos se vuelve narrativa; esto es, se recuerda construyendo narraciones que exigen la evocación
de acontecimientos previos para su conclusión inteligible. Recordar es dar una lectura al pasado,
misma que requiere de habilidades lingüísticas derivadas de tradiciones explicativas y narrativas de
la cultura, y cuyo significado depende de las prácticas interpretativas de la comunidad (Kozulin,
1994).

Actividad y aprendizaje

Otro punto a tratar es el tipo de actividad en que el aprendizaje haya intentado ser construido. Se
tienen, por ejemplo, prácticas en solitario como la lectura, experimentación en casa, investigación
individual, relatos de experiencias particulares; por el lado del trabajo grupal existen los trabajos
en equipo, las discusiones, exposiciones, investigaciones coordinadas y demás. Cada una de ellas
requiere una serie de habilidades particulares, una forma de hablar específica y una manera
concreta de relacionarse con los demás (Mercer, 1997).

De esta manera nos enfrentamos con las habilidades metacognitivas, que se van desarrollando
durante la instrucción. Por medio de ellas se indica qué procesos mentales se están llevando a
cabo, cómo se argumenta, justifica, pero sobre todo cómo se emplean para dar cuenta a los demás
lo que se pretende hacer y para resolver eventuales o reales conflictos entre las personas
(Middleton y Edwards, 1992).
Otro punto importante que incide en nuestro campo es el conocimiento de la vida psicológica de
los otros, que descansa sobre ciertos saberes:

a. el otro posee vida psicológica;

b. la vida psicológica del otro es cognoscible pero no por completo: hay medios para
conocerla y límites para alcanzarla;

c. la vida psicológica del otro es tanto similar como diferente a la propia;

d. algunos de los elementos de la vida psicológica ajena se hacen evidentes en interacción


con los demás (Oléron, 1987).

En la medida en que lo anterior implica un cierto nivel de desarrollo, esta capacidad se va


construyendo de forma paulatina. El acceso a la vida psicológica ajena es facilitado por el tener
experiencias comunes con el otro, pero, precisamente tal circunstancia hace que, cuando lo
psicológico es más propio, personal, individual u opuesto a lo propio el conocimiento, se vea
alterado. Por tanto, acceder al conocimiento del otro es precisamente acceder al conocimiento de
que es otro y que implica necesariamente captar las diferencias y, con ellas, trazar su imagen. El
conocimiento de los demás se construye en el interior de una contradicción entre lo que se tiene
de semejante con él (expresiones, palabras, actitudes y sentimientos) y lo que hay de diferente
entre ambos. Sólo rescatando ambos se puede conocer y diferenciar a uno mismo del otro (Oléron,
1987).

Las fuentes para conocer al otro son sus expresiones corporales en general y facial en particular, las
palabras que emplea. Con todo, al parecer los niños se orientan a identificar indicios más externos,
accidentales o no significativos que hacia aquellos que expresan sentimientos. Nuevamente es el
adulto el que dirige la atención del niño hacia los puntos clave a considerar para interpretar las
expresiones del otro. La mímica como la base de la interpretación de los estados del otro no se
suele encontrar presente antes de los ocho o 10 años y, posteriormente a esa edad, se transforma
en el indicador básico para interpretar al otro (Oléron, 1987a).

Siguiendo a Bajtín (1993), “la educación es la aspiración de enseñar al hombre a tener


constantemente en cuenta a su auditorio [...], de enseñar una expresión precisa y táctica [...] por
medio de gestos y de mímica, de la orientación social de las propias enunciaciones”.

Al tomar en cuenta al auditorio se finca el tipo de vínculo social que se da al interior de la escuela,
considerándolo como un conjunto de relaciones y prácticas institucionalizadas, históricamente
contextualizadas por el currículum escolar, en el ámbito normativo. Relaciones en las que
interactúan tradiciones, variaciones regionales y locales, decisiones políticas y administrativas,
imprevistos e interpretaciones particulares de maestros y alumnos sobre los materiales en torno a
los que gira la enseñanza, dando como resultado un intercambio constante de papeles que
relativiza la postura personal, exigiendo para ello la deconstrucción, reorganización y validación de
saberes, recreación de sentimientos, afectos y valores, que permiten dar un sentido tanto
cognoscitivo como social y afectivo a lo que se está aprendiendo (Calvo, 1992).
Sin embargo, en la educación no sólo se considera al auditorio, sino que se enseña además una
forma particular de expresarse. Esto en la escuela es de vital importancia, porque en ella el
lenguaje juega un doble papel: por un lado, es el vehículo privilegiado a través del cual se
construye el conocimiento que va a compartirse; segundo, es un objetivo en sí mismo. Como fuere,
por su intermedio se crean y mantienen las relaciones sociales y, junto con ellas, la expresión y, vía
la internalización de los procesos sociales de pensamiento, la identidad y actitudes de quien habla
(Baquero, 1996).

A la persona se le enseña a expresarse de una manera particular. Por ejemplo, en el habla escolar
se encuentra que los niños al dar una explicación tienden más a generar oraciones con estructuras
supraordenadas que a usar etiquetas, mientras que, fuera de la escuela (en el habla usualmente
denominada cotidiana) la relación es inversa. Así, la escuela exige hablar con un léxico particular
que jerarquice y ordene las cosas; esto es, que se agrupe y, por lo tanto, requiere que la persona
perciba de forma distinta lo que le rodea. Lo último es facilitado en la práctica escolar del lenguaje
escrito, que de acuerdo con Vigotsky permite separar al lenguaje del contexto inmediato de
referencia y lo transforma en su propio contexto. El resultado psicológico de ello es que se
potencia una mayor facilidad para el manejo y modificación de las situaciones y contextos, cosa
que es favorecida por un contexto lingüístico y entorpecida por uno situacional (Bruner, 1984).

Sin embargo, el niño no entra a la escuela en blanco y mudo. Ingresa con todo un saber y una
amplia gama de experiencias y estrategias que le han permitido hacer frente a los requerimientos
de su grupo social. Entre estos saberes se encuentra el de un sociolecto particular, que no
necesariamente coincide con el empleado en la escuela y que es considerado como el
habla ideal, propia y deseable de una persona educada.

Aquí se gesta una confrontación que puede conducir a que el maestro devalúe a la persona y que
ésta se enfrente a una doble problemática: por un lado, al igual que el resto de los compañeros,
debe hacer frente a la comprensión de los conceptos; por otro, y esta es una problemática
específica de este tipo de persona, debe aprender el lenguaje empleado en la escuela, pues éste
puede evocar contextos sociales y motivar prácticas culturales que son ajenas a la persona. Con
ello, pasa a un plano relevante la discutible cuestión de lo cotidiano (Stubbs, 1984).

La diferencia de experiencias y de saberes, de prácticas y valoraciones, se encuentra en la base de


la falta de equivalencia entre lo que la escuela enseña y lo que el alumno aprende, e indica más
bien que el proceso de aprendizaje en el educando se estructura mediante una lógica propia que
no siempre coincide con la del educador. Cada sujeto selecciona, interpreta e integra, a su manera,
los elementos que se presentan en el aula; incluso puede construir conocimientos que superan o
contradicen los contenidos transmitidos por la escuela.

Por tanto, se debe considerar el proceso mismo de desarrollo psicológico de la persona. Como se
ha dicho, el desarrollo y la educación son inseparables, pero entre ellos existe una multiplicidad de
relaciones que son cambiantes conforme se transforman. Para que la educación tenga alguna
incidencia sobre el desarrollo debe precederlo, esto es, se requiere que las prácticas educativas
incidan al interior de la zona de desarrollo inmediato directamente sobre las funciones aún
inmaduras, posibilitando la aparición de las funciones voluntarias vía la introducción de los signos a
la vida mental, reconociendo que el desarrollo es cultural, que la transformación de una función
sólo impacta a otras si se habla de las superiores y que, en consecuencia, el pensamiento abstracto
del niño se desarrolla en todas las asignaturas y su desarrollo no se descompone de ninguna forma
en cursos separados de acuerdo con todas las materias que integran la instrucción escolar
(Vigotsky, 1993), no así de las elementales y las arcaicas, en donde los efectos se circunscriben a la
función trabajada.

En suma, el trabajo escolar según Vigotsky (1993: 23), consiste en que, “en la escuela, el niño no
aprende a hacer lo que es capaz de realizar por sí mismo, sino a hacer lo que es todavía incapaz de
realizar, pero que está a su alcance en colaboración con el maestro y bajo su dirección”.

El que la escuela reorganice las experiencias posibilita la emergencia de las funciones superiores e
indica que por medio de la práctica pueden generarse los verdaderos conceptos (los llamados
“conceptos científicos” de Vigotsky) y el pensamiento abstracto tal como en Occidente se le
concibe. También se aprende el así nombrado “currículum oculto”, esto es, el niño es socializado
con una cierta orientación, valores, creencias y prácticas.

¿Dónde se da todo esto? Sencillamente en las prácticas educativas y en el diálogo asociado a ellas.
Pues, “En cierto sentido, en nuestra cultura, la enseñanza es conversación” (Stubbs, 1984: 13), ya
que en ella se expone, explica, debate, pregunta, responde, escucha, repite, parafrasea y resume.
Considerando que el hablante es pragmático y que por tanto aprende a hablar de acuerdo con la
situación social que enfrenta (lo que lo hace multiestilístico y multidialectal) se tiene que la
persona aprende a hablar “escuela” o ciencia, como menciona Lemke (Edwards, 1992).

Por ello, reconociendo lo limitado de las posibilidades actualmente existentes en la escuela, se


hará un análisis breve y necesariamente superficial, intentando proporcionar algunos elementos a
retomar al revisar las prácticas educativas observadas en un salón de clases real.

La práctica educativa en el salón de clase

Para hacer lo propuesto se intenta dar una visión amplia y completa de qué es la educación, lo cual
se apoya parcialmente en lo propuesto por Rockwell (1995a). Tal visión tiene como base los
siguientes elementos: la estructura de la experiencia escolar, en donde se bosquejarán algunas de
las diversas formas en que una clase es organizada; la definición escolar de trabajo docente, punto
en el que se abordará lo que se considera un maestro y un alumno y las relaciones entre ellos; a
continuación se estudiará el trabajo escolar, tema que exige desarrollar cómo se presenta el
conocimiento.

En general, por el lado de la organización escolar, el niño puede ingresar a una escuela completa
–con todos los grados del nivel– o incompleta, cosa que en la mayoría de los casos se relaciona con
el estatus socioeconómico de su familia e incide en sus expectativas de terminación o deserción.
Por el lado de la asignación a los grupos, ésta se realiza de diversas maneras. En ocasiones se hace
al azar, en otras por preferencias de los padres; hoy día tienden a ser agrupados de acuerdo con su
desempeño académico (Rockwell, 1995a).

Nada de esto es neutro y sin efecto, ya que la estructura escolar comunica a la población
parámetros de clasificación no necesariamente coincidentes con la capacidad de aprender, pero
presentados como si lo fueran. Sobre la base de variables como edad, trabajo, lugar de residencia,
presencia del padre, presentación e incluso color de la piel, los niños son seleccionados para
determinado turno, grupo o fila (Rockwell, 1995a). Lo importante de esto es que a partir de ello los
alumnos van a crear e internar imágenes de sí mismos, que influirán en su aprendizaje y en la
actitud que desarrollarán (Rockwell, 1995a).

Por otro lado la escuela, al presentar un horario más o menos rígido, prepara al alumno a
insertarse en un sistema económico, pero más que orientarlo al uso del tiempo, hace énfasis en la
disciplina para cubrir las actividades programadas. Aquí se establece una nueva distinción y
clasificación, pues la distribución de tiempo asignado a las diversas actividades refleja el grado de
importancia que en la educación se les confiere. Así se tienen las ceremonias, festejos oficiales y
concursos artísticos y deportivos; dentro del salón se asigna más tiempo a organizar las
actividades, señalar su inicio y término, recordar tareas. Por el lado de las asignaturas se confiere
más tiempo a matemáticas y español que a ciencias naturales y sociales, y al interior de ellas, se
dedica más tiempo a lo mecánico y repetitivo, y poco a las respuestas (Rockwell, 1995a).

En cuanto a las formas de participación, se observan estructuras bien delimitadas y asimétricas: en


ellas el maestro inicia, dirige, controla y comenta, da turnos, exige, aprueba o desaprueba, las
respuestas de los alumnos. Lo anterior implica que el niño debe aprender a participar en la clase e
identificar lo que quiere el maestro (Rockwell, 1995a).

Paralelamente tienen lugar entre los alumnos otras estructuras y actividades, pues se explican
unos a otros, comentan y con ello convierten el aprendizaje en una actividad social y colectiva:
entre ellos se da más la discusión. Esto no queda aquí, pues el hecho de que un niño asista a la
escuela o deje de hacerlo impacta las actividades del hogar, donde se tienen que abrir espacios y
momentos para preparar al niño, ayudarle con su tarea y cumplir con las labores que se realizan
fuera de la escuela (Rockwell, 1995a).

Conviene enfatizar, en primer lugar, que la vida escolar gira en torno al material escrito o texto, y
en ciertas prácticas que son usadas para establecer vínculos entre las personas, mediadas por el
constante intercambio discursivo alumnos-maestro.

En segundo lugar, se considera que el contenido siempre está relacionado con la forma en que es
presentado; por tanto, una nueva forma agrega, transforma o elimina significados previos y hace
de las cosas algo completamente nuevo. Así, formas como el orden, la secuencia, el control de la
transmisión, la postura física exigida para responder, las palabras y entonación empleadas, se
modifican y proponen contenidos innovadores. Esta re-elaboración de los contenidos en las
prácticas educativas culmina por ser la base que permite a todos los participantes dar, primero,
formas variadas al conocimiento; y segundo, construir formas distintas de apropiárselo y abordar
los textos. Ambas condiciones, unidas, permiten la transformación del sentido de las prácticas y de
los materiales escritos ( Edwards, 1995; Rockwell, 1995b).

Desde tal punto de vista, el trabajo en la escuela permite la innovación infinita, pues una clase es
una actividad social, tiene un modelo de organización y una estructura. Eventos de tipo específico
tienden a sucederse unos tras otro en un orden más o menos definido. posee un principio y un
final, y como todos los tipos de actividades sociales, se construyen (Lemke, 1997).

Regularidades y participación en el salón de clase

Al interior del salón se manejan una serie de reglas y organizaciones que lo mantienen dentro de
un cierto cauce y forma. Esto se debe a que todo tipo de actividad social se mantiene vigente sólo
en la medida en que los participantes se atienen a las reglas que la sustentan e, incluso, su
trasgresión se hace siguiendo a su vez reglas implícitas (Lemke, 1997).

En el caso de la escuela se habla de reglas oficiales, explícitas en los inicios de la vida escolar pero
que, se supone, son tan conocidas por los alumnos mayores que no requieren ser explicadas. En el
caso de requerir que sea respetada la regla se menciona en forma tácita: no se formula
abiertamente, se habla de ella como si fuera un mero recordatorio; esto da a la intervención del
maestro el carácter de amonestación y a la regla una intemporal universalidad (Lemke, 1997;
Rockwell, 1995b).

Su carácter implícito permite que estas reglas no requieran ser escritas, situación que tiene
implicaciones importantes, pues sólo las leyes escritas pueden ser trasgredidas y cuestionadas en
su validez a partir de que son concretas, temporales, particulares y situadas, además de que
pueden ser manejadas como la expresión de intereses ajenos e incluso opuestos a los de los
participantes. Por ello, al ser implícitas, se les maneja como propias, aceptadas y exentas de
cualquier discusión (Lemke, 1997).

Ahora bien, la regla misma contempla y puede predecir su trasgresión, esto es, evoca e indica las
formas en que puede ser violada. Por ejemplo, en el salón los alumnos pueden responder sin ser
nominados, tirar papeles, hablar con el vecino, iniciar una discusión. Esto a lo más que aspira es a
atentar contra la actividad que se está desplegando, pero no la elimina. En otras palabras, el
alumno puede realizar acciones que violan la regla pero no impugnar su validez (Lemke, 1997).

De esta suerte la escuela, al naturalizar las reglas, oculta su imposición. Con ello se considera
natural que se exija poner atención a lo que el maestro dice y que tenga el poder y el derecho de
determinar a qué, quién, cuándo y cómo atender; además de poder corregir y dictar (Lemke,
1997).

El hecho de enmascarar las reglas y presentarlas como compartidas tiene el efecto de tergiversar
los conflictos internos en el salón, haciéndolos ver como meras violaciones producto de descontrol
e impericia y no como la expresión de conflictos de intereses de diferentes grupos sociales que
expresan formas alternativas de funcionamiento a la oficial. Por tanto, las reglas intentan imponer
y mantener vigente el control social (Lemke, 1997).
Éste se expresa en primer lugar en la asignación de una categoría a cada participante: el maestro y
el alumno. A partir de ello entra el aprendizaje del adulto que, a lo largo de su vida, ha descubierto
que existen diferencias en los derechos de cada uno; por ello, los derechos del niño en la
conversación se encuentran restringidos, de manera que el adulto supone que tiene el control y, en
consecuencia, puede imponer el tema a tratar, la forma de abordarlo, evaluar lo que el alumno
dice y dar por concluida la plática sin tener que negociar nada de esto con su contraparte. Los
derechos en la escuela son asimétricos: el poder lo detenta el profesor y con sus actos logra una
mayor adaptación por parte del alumno hacia él que a la inversa (Cornejo, 1991).

Según lo anterior, el maestro presenta al grupo las llamadas estructuras de aprendizaje, entendidas
como las acciones/decisiones que se relacionan con el tipo de actividades que los alumnos
desempeñarán (la estructura de actividad), el grado de autonomía existente dentro de clase
(estructura de autoridad) y el tipo de reconocimiento que se va a recibir (estructura de evaluación).
Estas estructuras influyen las relaciones psicosociales (en los componentes
cognitivo/afectivo/social/motivacional de los procesos interactivos) que se dan al interior del salón
de clase (Echeita, 1995).

Propuestas así, las actividades sociales presentan tres características:

1. La primera es que son contingentes en el momento en que suceden; en otras palabras, hay
una cierta probabilidad de que un conjunto de cosas siga a un cierto evento y que,
relacionadas con una actividad, una vez que ésta última se desempeña, se hacen
esperables unas secuencias y no otras, logrando que el comportamiento sea relativamente
predecible. Así tenemos que toda la cooperación social está basada en que los
participantes compartan un mismo sentido de la estructura de la actividad: qué es lo que
está sucediendo, cuáles son las opciones para lo que sigue, y quién se supone que debe
hacer qué. Una clase tiene este tipo de estructura de actividad (Lemke, 1997: 20), la cual
no coarta la libertad de las personas sino que, en tanto incluye reglas, es capaz de ser
usada como estrategia para que el alumno pueda expresar su individualidad (Coulon,
1995; Lemke, 1997).

2. La segunda es que las actividades se encuentran siempre en constante revisión. Así, una es
la actividad planeada, otra la que, merced a las aportaciones de los participantes, se
empieza a desarrollar, y una muy diferente la que en verdad ha sido llevada a cabo, lo que
permite que en cada momento la actividad pueda ser redefinida por los actores. Por tanto,
la estructura sólo puede ser identificada a posteriori y debe ser considerada como algo que
se ha ido conformando, cosa que no le niega una cierta estabilidad, su ritualización, ni la
existencia de estilos pedagógicos; tampoco puede ser problemática, lo que originaría
incomprensiones mutuas y divergencias en las interpretaciones. Esto último genera un
proceso de construcción doble: por un lado los alumnos construyen significados relativos a
los contenidos que no necesariamente concuerdan con los del maestro y, por el otro,
maestro y alumnos construyen la interactividad a medida que la secuencia didáctica
avanza; en consecuencia, la actividad sólo puede ser definitiva en retrospectiva (Coll, et al,
1995; Lemke, 1997).

3. La tercera consiste en que, dependiendo del momento en que un acto tiene lugar,
comportamientos idénticos pueden poseer significados distintos y comportamientos
diferentes pueden poseer el mismo. Así, no es la materialidad de la acción la que la define,
sino el sistema al que en el momento pertenece (Coll, et al, 1995; Wallon, 1974).

Como consecuencia de estas tres características se obtiene que cualquier cambio que se presente
dentro del salón será necesariamente consecuencia de una interacción o de la transformación de
ésta. Tales cambios necesariamente indican los límites de las partes que forman la clase. En cada
uno de ellos las relaciones entre lo que se dice y cómo se dice y lo que se hace y cómo se hace
forman un sistema característico y sólo en su interior adquieren una función particular. De esta
manera lo discursivo y lo no discursivo son igualmente importantes para poder realizar un análisis
profundo (Coll, et al, 1995; French, 1992; Lemke, 1997).

Debido precisamente a estas características, la estructura observada de una clase no suele ser muy
precisa. A pesar de ello, se ha propuesto una serie de unidades, que enseguida abordaremos.

Estructura y aprendizaje en el salón de clase

La secuencia en el salón de clase está formada por una serie de sesiones en las que se desarrolla el
mismo contenido didáctico o actividad conjunta. Las secuencias a su vez están formadas por las
sesiones de trabajo; en ellas lo que suele suceder es que se retoma lo que se mencionó en la
sesión precedente –así se asegura la continuidad– y se resalta aquello en lo que se está de acuerdo
en términos de significados ya compartidos y de la experiencia tenida para llegar a ellos. Por su
parte, las sesiones están formadas por segmentos de interactividad (si) o segmentos de actividad
conjunta, definidos por la manera como se organiza la actividad conjunta, de tal suerte que si se
cambia la organización se cambia de segmento.

“Los si se definen por el conjunto de actuaciones esperadas o esperables, y por lo tanto aceptadas
o aceptables, de los participantes; cuando, en el transcurso de un si determinado, los participantes
exhiben comportamientos que no forman parte del conjunto de actuaciones esperadas, se
producen rupturas, bloqueos o discontinuidades en la actividad conjunta y surgen llamadas de
atención de los propios participantes sobre lo inadecuado de dichos comportamientos” (Coll, et al,
1995: 255).

Estos segmentos responden a una cierta estructura de participación que regula lo que puede o no
ser realizado por los participantes. Metodológicamente hablando hay dos criterios que permiten
identificarlos: 1. la unidad temática o de contenido (de lo que se ocupan los participantes), esto es,
qué se puede decir o hacer; y 2. el patrón de comportamientos o actuaciones dominantes, esto es,
quién, cómo y cuándo puede decir o hacer algo.

El cambio en uno de ellos o en ambos indica el inicio de un nuevo segmento; por ejemplo, cuando
se tiene cambio en el tipo de actividad o de tema o cuando tienen lugar modificaciones más sutiles
como, en el caso de los alumnos, cambiar de posición, dar vuelta a la página de sus cuadernos,
dejar sus plumas, observar alrededor del salón, comentar con un compañero, mirar por la ventana,
hacer preguntas; y en el caso del profesor, cuando hace pausas, escribe en el pizarrón, revisa notas,
amonesta a los alumnos o comienza un nuevo episodio. El peso de cada factor depende de la
situación, la estructura y el contenido de la situación (Coll, et al, 1995; French, 1992).

Existen distintos tipos de segmentos, algunos de los detectados son:

1. Segmentos de aportación de información. Presentan los siguientes patrones de actuación


por parte del maestro: explicar, seguir actividades, dar consignas, proponer acciones a
realizar, seguir y comprender las propuestas de los alumnos, dar órdenes, realizarlas,
ejemplificar, preguntar y verificar.

2. Segmentos de práctica. En ellos la actuación de los alumnos consiste en iniciar y/o seguir
los intercambios de instrucciones con parejas o con el profesor. Aquí la actuación del
maestro consiste en responder a preguntas y hacerlas.

3. Segmentos de ejecución de rutinas. En ellos los alumnos aportan información, siguen las
instrucciones, realizan las rutinas solicitadas. Aquí el maestro da respuestas, inicia o sigue
intercambios de apoyo con los alumnos (Coll, et al, 1995).

De esta manera, se puede decir que en general una sesión típica presenta segmentos de
interactividad, como la llamada sección de inicio, que a su vez se divide en: invitaciones a iniciar
hechas por el maestro y aceptaciones por parte de los alumnos; posteriormente se siguen una
serie de episodios considerados actividades preliminares –como pasar lista, revisar tareas y dar
información– que suelen ir antes de la sección, que consiste en la clase principal en la que se
aborda un contenido temático nuevo y que suele incluir palabras como “hoy” o “ayer”; en ella se
emplea usualmente el diálogo triádico o los relatos de los maestros. Finalmente, suele darse un
repaso antes de la disolución y la actividad postclase y una sección de cierre. Estos segmentos
pueden durar entre 15 y 20 minutos y usualmente sólo se presenta uno a la vez.

Ahora bien, los segmentos también permiten identificar funciones instruccionales específicas; por
ejemplo, el nivel de control de la actividad ejercido por los participantes. Así, parece ser que en los
momentos en que nueva información es presentada se observa un mayor control por parte del
maestro, mientras que en los momentos en que se ejemplifica son los alumnos los que dirigen la
acción. Brevemente, los criterios básicos para identificarlos serían: unidad de tema o contenido y la
presencia de un patrón de comportamiento o actuación dominante (Coll, et al, 1995; Lemke, 1997;
French, 1992).

El uso y análisis de los segmentos permite identificar la estructura de la actividad y su evolución,


por tanto, en ellos se define el contexto de la actividad conjunta en cuyo interior las personas
actualizan, negocian, modifican e incluso comparten los sistemas de significado sobre el contenido
abordado, pero lo hacen de manera muy gruesa, de ahí que se requiera de una unidad de análisis
más fina para poder lograr este propósito (Coll, et al, 1995).
A raíz de lo anterior se han propuesto otras dos unidades de análisis: la configuración de
segmentos de interactividad –que se repite con frecuencia y sistematicidad– y, entre los segmentos
y los mensajes, la configuración de mensajes. Ambas forman unidades que transmiten significados
que no pueden ser reducidos a los significados latos de cada mensaje; se trata de un análisis de
contenido de segmentos de interactividad de transmisión de mensajes y de interpretación de
significados (Coll, et al, 1995).

Veamos qué es lo que sucede en una sesión. Para que inicie se debe decir o hacer algo, esto es,
realizar un tipo particular de interacción. En ocasiones implica una orden, un tipo de voz particular,
una actitud. Cabe aclarar que para que una clase dé inicio se requieren tanto la participación como
la colaboración del maestro y los alumnos (Lemke, 1997).

1. El papel del maestro. Uno de los factores que impide la discusión en clase es el maestro,
debido a las preguntas que hace y el ritmo interactivo que imprime a la sesión. Por el lado
de las preguntas, el profesor hace aquellas de las que de antemano conoce la respuesta
(las preguntas prueba) y evalúa las contestaciones que el alumno da; esto no puede
presentarse en una discusión. Por el lado del ritmo, lo que se observa es que los maestros
suelen esperar un segundo o menos las respuestas de los alumnos. Aquellos que son
capaces de esperar al menos tres segundos producen cambios fundamentales en las
formas de interacción posibilitando la discusión, pues: a) las respuestas de los maestros
dan muestras de mayor flexibilidad; b) hacen menos preguntas pero incrementan la
complejidad cognoscitiva de las mismas; c) utilizan más ampliamente las respuestas de los
alumnos; d) se modifican la representaciones que tienen de los alumnos; e) el alumno va
más allá del solicitar, responder y reaccionar introduciendo la estructuración. En
conclusión: un ritmo más lento de interacción posibilita la discusión e intercambio de ideas
y un manejo más profundo de la información (Cazden, 1991).

2. Estilo oral. El maestro suele presentar sus intervenciones como si fueran versiones finales,
como si el conocimiento fuera irrebatible; mientras que, los alumnos las presentan como
un tanteo, vacilación, parafraseo, en pocas palabras, como de ensayo, desarrollo y
elaboración (Cazden, 1991).

3. Número de participantes. Las conversaciones varían entre el maestro y un alumno o el


grupo. Esto se expresa especialmente en la petición de ayuda, que debe respetar el
derecho del maestro de hablar a cualquiera y la obligación del alumno de esperar su turno
o que el profesor se encuentre desocupado, intentando llamar su atención (“demanda de
servicio”, según Merrit) de forma no verbal, lo que dará la ilusión de que el maestro
conserva el control de la interacción. La respuesta a la demanda del alumno cambia con la
edad de éste: a los más pequeños se intenta insertarlos en la actividad grupal o del
maestro, mientras que a los niños mayores se les pide que aguarden un poco (Cazden,
1991).

4. Entrevista de redacción (es individual y en ella los alumnos deben desarrollar por escrito
un tema). Se observa que cuando son recurrentes pasan de la estructura clásica, donde los
alumnos comprueban si han entendido bien, parafraseando o pidiendo más información o
repetición y toman la iniciativa introduciendo opiniones propias y, sobre todo, empleando
exclamaciones para reconducir y mantener la conversación con el profesor, cosa que es
característica de las discusiones, ya que reconducir las elocuciones de otros requiere que
uno se perciba a sí mismo con derecho a hacer comentarios metalingüísticos sobre el buen
rumbo de la conversación (Cazden, 1991).

La dinámica anterior se alcanza en la medida en que el alumno va logrando un mayor control sobre
la actividad o tema desarrollado, lo cual conduce a una especie de co-asociación entre el maestro y
él. Tal co-asociación culmina por transformar la relación socio-jerárquica previa y la cambia por una
relación entre iguales, donde ambas partes están abiertas a la verdadera discusión.

Referencias

● Bajtín, M. (1993): “La construcción de la enunciación”, en Silvestri y Blanck: Bajtín y


Vigotsky: La organización semiótica de la conciencia. España: Anthropos.

● Baquero, R. (1996): Vigotsky y el aprendizaje escolar. Argentina: Aique.

● Bruner, J. (1990): Realidad mental y mundos posibles. España: Gedisa.

● (1984): Acción, pensamiento y lenguaje, Linaza, J. (comp.). México: Alianza Psicológica.

● Calvo, B. (1992): “Etnografía en la educación”, en: Nueva antropología. México: unam.

● Castoriadis, C. (1998): El avance de la insignificancia. Argentina: Eudeva.

● Cazden, C. (1991): El discurso en el aula. El lenguaje de la enseñanza y el aprendizaje.


España: Paidós.

● Cole, M. y Scribner, S. (1977) : Cultura y pensamiento. México: Limusa.

● Coll, C., Colomina, R., Onrubia, J. y Rochera, MªJ. (1995): “Actividad conjunta y habla: una
aproximación a los mecanismos de influencia educativa”, en P. Fernández Berrocal y MªA.
Melero (comps.): La interacción social en contextos educativos (pp.193-326). España: Siglo
XXI de España Editores.

● Cornejo, A. (1991): “Estudiantes y prácticas educativas en el aula: análisis de un caso”, en


Rueda, Delgado y Campos (coords.): El aula universitaria. Aproximaciones metodológicas.
México: cice-unam.

● Coulon, A. (1995): Etnometodología y educación, Paidós Educador núm. 18. España:


Paidós.

● Delval, J. (1992): "Crecer y pensar. La construcción del conocimiento en la


escuela", Cuadernos de Pedagogía núm. 3. México: Paidós.
● Echeita, G. (1995): “El aprendizaje cooperativo. Un análisis psicosocial de sus ventajas
respecto a otras estructuras de aprendizaje”, en Fernández y Melero (comps.): La
interacción social en contextos educativos. España: Siglo XXI de España Editores.

● Edwars, D. (1995): “Las formas de conocimiento en el aula”, en Rockwell (coord.): La


escuela cotidiana. México: fce.

● (1992): “Discurso y aprendizaje en el aula”, en Rogers y Kutnick (comps.): Psicología social


de la primaria. España: Paidós.

● Edwars, D. y Mercer, N. (1998): El conocimiento compartido. El desarrollo de la


comprensión en el aula. España: Paidós-mec.

● French, J. (1992): “La interacción social en el aula”, en Rogers y Kutnick (comps.): Psicología
social de la escuela primaria, Temas de educación núm. 29. España: Paidós.

● Kozulin, A. (1994): La psicología de Vigotsky. España: Alianza.

● Lemke, J. (1997): Aprender a hablar ciencia. Lenguaje, aprendizaje y valores, Temas de


educación núm. 42. España: Paidós.

● Lerner, D. (1996): “La enseñanza y el aprendizaje escolar. Alegato contra una falsa
oposición” en Castorina, et al: Piaget-Vigotsky: contribuciones para replantear el debate.
México: Paidós.

● Mercer, N. (1997): La construcción guiada del conocimiento. España: Paidós.

● Middleton, D. y Edwards, D. (1992): Memoria compartida. La naturaleza social del


recuerdo y del olvido. España: Paidós.

● Oléron, P. (1987): “El conocimiento de los demás”, en El niño: su saber y su saber hacer.
España: mec-Morata.

● Rockwell, E. (1995a): La escuela cotidiana. México: fce.

● (1995b) “En torno al texto: tradiciones docentes y prácticas cotidianas”, en Rockwell


(coord.): La escuela cotidiana. México: fce.

● Shotter, J. (1992): “La construcción social del recuerdo y del olvido”, en Middleton y
Edwards (comps.): Memoria compartida. La naturaleza social del recuerdo y del olvido.
España: Paidós.

● Stubbbs, M. (1987): Análisis del discurso. Madrid: Alianza.

● (1984): "Lenguaje y escuela. Análisis sociolingüístico de la enseñanza", Diálogos en


educación núm. 19. Colombia: Cincel-Kapeluzs.
● Vygotsky, L. S. (1993): “Pensamiento y lenguaje”, en: Obras escogidas ii. España:
Aprendizaje Visor.

También podría gustarte