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Emilia en Chiloe

Este capítulo presenta la llegada de Emilia y Diego a la isla de Chiloé. Mientras viajan en bus, contemplan los paisajes entre Puerto Montt y el Canal de Chacao. Luego de cruzar el canal en transbordador, son recibidos en Castro por la tía de Diego, Matilde. Ella los invita a almorzar mientras va a atender un asunto. Juaco, un vecino, los lleva en su camioneta a la casa de Matilde, pasando por Castro y sus palafitos. En el camino, Juaco habla de su hijo Poroto.

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Emilia en Chiloe

Este capítulo presenta la llegada de Emilia y Diego a la isla de Chiloé. Mientras viajan en bus, contemplan los paisajes entre Puerto Montt y el Canal de Chacao. Luego de cruzar el canal en transbordador, son recibidos en Castro por la tía de Diego, Matilde. Ella los invita a almorzar mientras va a atender un asunto. Juaco, un vecino, los lleva en su camioneta a la casa de Matilde, pasando por Castro y sus palafitos. En el camino, Juaco habla de su hijo Poroto.

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JACQUELINE BALCELLS - ANA MARÍA GÜIRALDES

EMILIA EN CHILOE
ILUSTRACIONES DE CARLOS ROJAS MAFFIOLETTI

Capítulo Uno
ENTRE EL AZUL Y EL VERDE
El bus ya había dejado atrás Puerto Montt y corría por la carretera entre dos
paisajes verdes. En los asientos 13 y 14 iban Emilia y Diego. La muchacha leía
una novela policial mientras él cabeceaba al vaivén de las ruedas.
—¿Cuánto falta para llegar al Canal de Chacao? —preguntó una mujer.
—Una hora más o menos —respondió una voz más atrás.
"Luego de catorce de viaje, una hora era un suspiro", pensó Emilia estirando los
brazos y pasando a llevar la oreja derecha de Diego.
—¡Ay! —rezongó el muchacho.
—Fue sin querer, perdona. Pero sería bueno que te despertaras porque falta poco
para el trasbordo —respondió Emilia, revolviéndole el pelo con cariño.

Diego se enderezó, la besó en la mejilla y asintió con la cabeza. Los dos fijaron su
mirada en lo que había más allá de la ventana y se extasiaron contemplando
nubes claras y oscuras atravesadas por rayos de luz igual que en las estampas
religiosas del Antiguo Testamento. Pero estas nubes se movían y dejaban a la
vista hilachas azules y lagos celestes. A poco andar el cielo ya era blanco, como si
un gran alud de nieve hubiera cubierto sorpresivamente el horizonte.
—Los cielos del sur son espectaculares —susurró Emilia con devoción.
—Sí —respondió Diego, mirando ahora un zoológico de vapores blancos con
fauces abiertas y patas al galope.
Cuando el bus pasó por un camino más angosto franqueado por inmensos
helechos, ambos muchachos contemplaron admirados la exhuberancia de esos
jardines gigantescos que nacían y se cuidaban solos.
—Me dan muchas ganas de conocer a tu tía —dijo de pronto la muchacha.
—Y a ella le debe pasar lo mismo contigo.
Emilia se quedó pensativa. Diego ya le había hablado de esa madrina misteriosa
que escuchaba en el aire voces de hacía siglos, ruidos de batallas, gritos de
socorro y cosas muy difícile2 s de creer para ella que era tan racional. También
sabía que era una mujer muy buena y generosa y que todos en Castro acudían a
ella, ya fuera para obtener un consejo o alguna de esas hierbas que tenían fama
de milagrosas. Y ahora, al saber que su ahijado Diego tenía planes
matrimoniales, los había invitado a pasar unos días a su casa. Emilia, mientras
pensaba, mordisqueaba un mechón de su pelo.
—¿Qué te tiene tan nerviosa, Emilia?
—La emoción de llegar a una de las ciudades más antiguas de Chile y de la que
se cuentan tantas historias.
—Sí, muchas historias, demasiadas.
—Y también eso de que tu tía sea medio bruja, me da un poquito de susto.
—¡Ay, Emilia! ¿Desde cuándo eres supersticiosa? Emilia se quedó seria por unos
segundos.
—Nunca, pero ahora que nos acercamos me puse algo tensa, no sé por qué.
—Lanzó una carcajada—: ¡Mira, ya se me pasó! —agregó con convicción, aunque
sus ojos decían otra cosa.
Un aroma a café con leche y un tintineo de cucharas hizo que toda la gente del
bus se incorporara.
En completo silencio, Emilia y Diego3bebieron café acompañado de galletas
dulces. Minutos después, el bus disminuía la velocidad hasta detenerse tras una
fila de autos.
Habían llegado al Canal de Chacao.

Luego de algunos minutos de espera, un trasborda dor llegó al muelle; abrió su


enorme boca y vomitó camiones cargados de algas, autos repletos de
veraneantes y mujeres a pie sosteniendo en sus hombros canastos con prendas
de lana.
Primero avanzó el bus y cuatro o cinco autos lo siguieron lentamente. Cuando el
trasbordador inició su nuevo viaje hacia la isla verde que se veía a la—¿Vienen
por mucho tiempo a Chiloé? —preguntó el hombre, desviando sus ojos hacia el
agua.
—Por lo menos un mes —contestó Emilia, siguiendo la mirada del hombre hacia
unos pájaros que se lanzaban en picada sobre unos flotadores de color naranja
diseminados sobre el mar.
—¡Esas malditas salmoneras! —farfulló Adrián Mateluna—. ¿Han visto algo más
feo? —preguntó, sin esperar respuesta.
El trasbordador se acercaba ya al muelle y todos los pasajeros comenzaron a
entrar a sus vehículos. Los muchachos se despidieron de Adrián, y Emilia, al darle
nuevamente las gracias, añadió:
—Quizá nos volvamos a ver en Castro.
—Quizá —respondió el hombre, aún con la vista fija en los globos anaranjados.
—No me cayó bien ese Mateluna —dijo Diego—. Y conozco lo que ha escrito: no
es muy bueno.
—¡Celoso! —dijo Emilia.
—¿Celoso, yo? —Diego puso cara de inocente. Emilia sonrió y le dio un beso.
Capítulo Dos
BIENVENIDOS A CHILOÉ
Luego de recorrer un camino platinado por la lluvia, que caía en forma
intermitente, el bus rodeó lentamente la plaza de Castro y sus pasajeros tuvieron
tiempo para admirar la fachada de esa iglesia que alzaba imponente su dos torres
de color lila e invitaba a entrar por uno de sus cinco enormes pórticos.
—Ésta es la famosa iglesia de Castro, patrimonio de la humanidad. Según tengo
entendido, el arquitecto era italiano —dijo Diego, a viva voz.

—Pero su construcción fue hecha enteramente con manos chilotas y maderas


chilotas, amigo —intervino un hombre de ojos risueños, sentado en el pasillo a la
izquierda de Diego. Y antes de recibir respuesta, continuó, orgulloso—: En su
interior hasta podrá sentir el olor del raulí, del coigüe, del alerce y del ciprés. Los
muchachos recibieron las palabras del vecino con amplias sonrisas y Emilia le
aseguró que no dejarían de visitarla.
El bus terminó de estacionarse en una calle al costado de la plaza. Emilia miró por
la ventanilla y de inmediato supo que esa mujer delgada, de pelo largo, liso y
entrecano, vestida con una falda estampada y un chai en los hombros era la tía
Matilde.
Ya con sus mochilas y bolsos en el suelo, Diego abrazó con cariño a su madrina
que lo besaba en las mejillas como si fuera un niño. Emilia, un paso más atrás,
esperó su turno.
—¡Al fin te conozco, Emilia! Te había visto en algunas fotos, pero me faltaba tu
sonrisa y la vivacidad de tus ojos verdes. ¡Bienvenida a la isla grande de Chiloé!
—exclamó extendiendo sus brazos.
Emilia se dejó estrechar por la mujer y aspiró el olor a hierbas que emanaba de su
pelo, reconociendo el aroma d7el quillay.
—Chiquillos, Juaco los va a llevar en su camioneta; yo tengo que ir a quebrar un
empacho. Ustedes llegan a la casa y se instalan nomás. Y me esperan para
almorzar: tengo un pescado en el horno, listo para ser asado.
Emilia y Diego sólo intercambiaron una mirada de complicidad. Ya tendrían tiempo
de averiguar qué era un empacho y cómo se quebraba.
—¿Cómo están ustedes? —saludó un hombre bajito y ancho de hombros, con una
sonrisa tímida. Y sin esperar respuesta, cogió el equipaje de los
muchachos y se dirigió hacia una destartalada camioneta cargada con sacos
hinchados y canastos rebosantes de papas de distintos portes y colores.

Momentos después, apretujados en la cabina, contemplaban el balanceo de un


rosario, una cabeza de ajo y un ramito de hierbas secas atados con una cinta roja
que colgaba del espejo retrovisor. Pero rápidamente desviaron la vista frente al
paisaje que se abría ante ellos. En el cielo los nubarrones echaban carreras
abalanzándose unos sobre otros en figuras abigarradas y cambiantes que
contrastaban con el mar sereno que brillaba a sus pies. La camioneta subía por
una calle flanqueada de casitas de madera con techos multicolores, rumbo a la
colina que verdeaba en lo alto. Abajo en la ribera y con sus bases de madera
sumergidas en las aguas, se alineaba un conjunto de palafitos que desde lejos
parecía el dibujo de un niño.
Las cabezas de Diego y Emilia miraban hacia todos lados sin querer perder
detalle.
—¿Ven esos ulmos flo1r1idos? Cuando lleguemos a esos árboles doblaremos a la
derecha y divisarán el techo rojo de la casa de la Matilda explicó Juaco, metiendo
cambio con un ruido de engranajes—. Mi terreno está un poco más arriba y mi
techo es amarillo.
—¿Usted siempre ha vivido en Castro? —quiso saber Diego.
—Desde que me casé. Me enamoré de una chilotita. Y ahora, viudo, sigo aquí
cultivando mi chacra.
Soy exportador de papas, de las antiguas —agregó, con indisimulado orgullo.
—¿Y vive solo? —preguntó Emilia, dejando para más tarde la pregunta sobre las
papas antiguas.
—Con el único hijo que Dios me dio: el Poroto. Le decimos así desde que era
chiquitito y se metió un poroto en la oreja. No nos dimos cuenta y casi le crecen
raíces —rió—. ¡Miren, ahí viene corriendo!
Por el camino, un joven de unos veintitantos años, alto y delgado, vestido con una
colorida polera y flamantes zapatillas deportivas, corrió hacia la camioneta
haciendo señas con la mano. El conductor redujo la velocidad a su mínimo y el
joven, de un salto, se subió a la parte posterior, acomodándose entre los sacos.

Juaco miró por el espejo retrovisor, hizo un gesto amistoso con la cabeza y
aceleró.
—El Poroto no me salió muy bueno para los estudios —cuchicheó, como si su hijo
pudiera escucharlo a través del vidrio—. Y aunque distingue las semillas malas de
las buenas a ojos cerrados, no le gusta el trabajo de la tierra. Y parece que
tampoco el del mar. Por él, viviera en el continente. ¡Así estamos con la nueva
generación!
—El hombre se quedó un momento en silencio y luego añadió, en medio de un
suspiro—: ¡Es muy difícil manejar a los jóvenes hoy día!
Emilia y Diego intercambiaron miradas. Parecía que Juaco no los consideraba a
ellos jóvenes. Pero era fácil intuir que el Poroto daba más de un problema a su
padre.
—¡Llegamos!
Juaco se estacionó. Tres perros salieron ladrando con estrépito.
—¡Bingo, Cometa, Mambo: tranquilos! —gritó el Poroto, pisando tierra y
acariciando a los animales que le saltaban encima. Cuando los hubo tranquilizado,
Emilia se bajó del vehículo y se acercó al muchacho y a los perros.
¡No te han nada si yo estoy con ellos! —dijo el Poroto, protector.
—¡No me asustan! —respondió Emilia, acariciando el negro pelaje de Mambo—.
Siempre he tenido perros.
Mientras tanto Diego bajaba los bolsos y las dos mochilas sin que el Poroto
ofreciera ayuda.
Emilia miró con curiosidad la casa de madera, rodeada de arbustos y hierbas
trepadoras entre las que brillaban pequeñas flores rojas.
—Entremos —invitó Juaco, alcanzando la llave que colgaba de un clavo
escondido entre las ramas de una frondosa mata de arrayán adosada a la puerta.
El olor a humo de la cocina a leña invadía la estancia esparciendo aromas de
campo. Emilia lanzó una ojeada a la sala: sillones cubiertos de mantas, macetas
con plantas, canastos de mimbre y alfombras de lana iluminaban el lugar con sus
colores. Sobre la cocina a leña que estaba en medio de la sala se balanceaba una
cuelga de conchas de ostras.
Emilia preguntó por el baño.

—La primera puerta a la derecha —indicó el Poroto, con aires de dueño de casa y
una sonrisa que pretendía ser seductora. Emilia hizo oídos sordos al carraspeo
irónico de Diego y se dirigió al lugar indicado.
Luego de admirar la cortina blanca tejida a crochet que cubría la pequeña ventana
del baño, la muchacha desvió su atención hacia una repisa donde se alineaban
diversos frascos de vidrio que contenían líquidos, polvos o hierbas, cada uno con
una etiqueta escrita con letra imprenta y lápiz rojo.

Enchuecaduras, empacho, insomnio, mal de ojo, sajaduras, mal de amores, leyó


asombrada. Y mientras sus ojos iban y venían de un frasco a otro, se preguntaba
qué sorpresa les iba a deparar la estadía en casa de Matilde.

Apenas salió del baño, Emilia preguntó a Juaco:


—Dígame, ¿qué es quebrar un empacho?
Diego, que en ese momento contemplaba el mar través de la ventana, sonrió.
Juaco se cruzó de brazos, miró hacia el techo y lanzó unos silbidos suaves.
Finalmente respondió:
—Por lo general son los niños los que sufren de empacho. Les da sueño, sed y no
le agarran el gusto a la comida. Eso le viene al niño cuando la madre no le cuece
bien
los alimentos.
—¿Y cómo se quiebra? —siguió Emilia, intrigada.
—Con una hierba el se hierve con azúcar y sirve para hacer correr los intestinos.
Si eso no da resultado, los que saben le hacen sonar el hueso de la cola
—-y Juaco hizo un mido con la garganta imitando algo que se quebraba.
Diego y Emilia intercambiaron miradas y Emilia se preguntó en silencio cuál de las
dos técnicas estaría usando la tía Matilde.
Capítulo TRES
AMIGOS QUE NO LO SON

Diego y Emilia esperaron la llegada de Matilde abrazados y hundidos entre los


cojines azules del ancho sillón de mimbre. La cabeza de Emilia descansaba sobre
el hombro del muchacho, mientras él le acariciaba el pelo con movimientos lentos
y suaves.
Conversaban de lo poco que habían visto y de lo mucho que les quedaba por
conocer. Emilia quería recorrer cada rincón, cada pueblo y caleta; visitar el Parque
Nacional Cucao, conocer iglesias, comer curanto y chapaleles, y hasta quizás
deleitarse con las famosas ostras de Curaco de Vélez, de las que le había hablado
una amiga.
—¡Qué hambre! —exclamó, aún pensando en las ostras. Y se acercó a coger un
grano de uva de uno de los racimos negros que brillaban sobre un frutero en el
centro de la mesa del comedor.
—Escucho el motor de un auto. Debe ser mi tía —dijo Diego, poniéndose de pie y
dirigiéndose hacia la puerta. Ya afuera, divisó una camioneta todo terreno que
avanzaba a gran velocidad hacia la casa.
—¡Emilia, ahí viene! —llamó a su novia, cuando reconoció a su tía en el asiento
del copiloto.

El vehículo frenó brusco y desembarcaron Matilde y un hombre bajo y delgado,


con pelo rubio muy corto.

—Me encontré con Aparicio en el centro y tuvo la amabilidad de traerme —dijo la


mujer a manera de presentación. Luego agregó, tomándolo de un brazo—: ¿No
quieres pasar? Así podrás conocer a mis sobrinos que esta tía mal educada había
dejado solos. Espero que Juaco les haya hecho los honores —siguió hablando sin
interrupción a medida que entraban a la casa.
—Sólo unos minutos —respondió Aparicio—, porque Vilma me espera para el
almuerzo.
La dueña de casa llenó cuatro largos vasos con jugo de manzana.
—¿Y qué cuenta tu mujer? ¿Sigue trabajando en la escultura de la sirena? Hace
días que no la veo —dijo Matilde, mientras dejaba sobre una mesa de arrimo un
plato de madera con aceitunas negras.
—Está un poco nerviosa. Y dice que le están pasando cosas muy raras.
—¿Cosas raras? —Emilia se interesó de inmediato.
—En la noche escucha ruidos que yo no oigo y esta mañana despertó con un
brazo rasguñado. Estoy seguro de que se lo hizo sin querer con alguna arista de
madera de la sirena que está tallando. Pero ella insiste en que no es la sirena sino
otra cosa de la que no quiere hablar. ¡Pero de lo que sí me habla todo el tiempo —
agregó riendo— es de la galería de arte que quiere que le financie!
—Vamos por parte —dijo Matilde—. ¡Cuéntame de ese rasguño!
—Es una larga línea roja que baja desde el codo hasta casi llegar a la muñeca.
—Mmmmm —farfulló Matilde.
—¿Qué estás pensando, brujita? —rió Aparicio.
—Nada por el momento. Sólo curiosidad. Y con respecto a la galería de arte —
cambió de tema—, no creo que sea mala idea ¿Qué opinas tú, Emilita? —
preguntó a la muchacha para integrarla a la conversación.
—Bueno yo... no estoy muy al tanto... Pero respecto a los rasguños, me acuerdo
cuando en la universidad tenía que dar un examen oral: me ponía tan nerviosa
que me daba urticaria, y de tanto rascarme mis brazos quedaban con marcas
largas y rojas.
—Niños, Vilma es una linda y sensible artista, mujer de este hombre que sólo
entiende de pescados, de exportaciones y de euros —rió Matilde, mientras ofrecía
aceitunas.
—Perdóname, Matilde, pero de escultura entiendo: seguí un curso de historia del
arte en la universidad. Lo que pasa es que Vilma es muy impaciente y yo todavía
no estoy en condiciones de cumplir sus sueños.
—¿Y cuándo vas a esta rencondicion esIR?ALD¡ESS i

te ha ido mejor que nunca! —lanzó Matilde, con una sonrisa pícara.
—No es para tanto. En este rubro hay que ser cuidadoso y previsor. Uno nunca
sabe...
Una marcha escocesa sonó en el bolsillo de Aparicio. Se disculpó con un gesto y
respondió al llamado de su celular.
—Aló, sí, dígame Juaco —la voz agradable del hombre cambió a una dureza y
sequedad que sobresaltó a los que lo oían—. No. Hoy no puedo. Bueno, por ser
usted, mañana después de almuerzo. A las cuatro. Y espero que sean puntuales.
Colgó sin despedirse. Todos se habían quedado mirándolo a la espera de que
diera alguna explicación por el tono que había usado con el bonachón de Juaco.
—¡Es ese maldito Poroto, que nuevamente me está dando problemas! Esta vez sí
que vuela de la empresa.
—¿Qué pasó? —se preocupó Matilde.
—La mano larga.
—¿Robó? —Emilia abrió enormes los ojos.
—Con desfachatez.
—¿Mucho? —siguió Diego.
—Bastante.
—¡Qué pena, a mí me pareció un buen chiquillo! —intervino Emilia.
—Las apariencias engañan. Ese joven es un poroto podrido. Y su padre no hace
nada por mejorar su siembra.
—¡Pobre Juaco! —suspiró Matilde.
—Le perdoné insolencias, atrasos y negligencias por deferencia al padre, que es
un buen hombre. Pero esta vez no logrará convencerme de que no lo despida. E
iré más lejos: lo denunciaré a la justicia —terminó iracundo.
Se produjo un silencio incómodo, que Emilia interrumpió con una pregunta:
—¿Ese ruido en el techo, es que está lloviendo?
—Seguramente —dijo Matilde.
—¡Si recién había sol! —se sorprendió Diego.
—El sol en Chiloé anda con paraguas —bromeó Aparicio, extendiendo su vaso
para que Matilde se lo llenara otra vez.
La conversación ya se había distendido y Emilia volvió a mirar con más detención
a ese hombre rubio y de cejas espesas, que aunque no tenía canas a la vista,
parecía superar la cincuentena. Su porte recordaba al de un jinete de caballos de
carrera, aunque suplía su baja estatura con una espalda muy erguida, un aire
altivo y un caminar pausado. Por otra parte, sus jeans cuidadosamente
desgastados, las zapatillas deportivas y la chaqueta de cuero negro evidenciaban
su deseo de mantener la juventud
JnACtQuUdELIaNEtBoAdLCaELLcS o- AsNtAaM.AHRÍAaGbÜlIaRAbLDaES

mirando fijo a su interlocutor y luego de cada frase sonreía en forma mecánica.


Emilia lo observaba con ojo crítico y no tardó en calificarlo: era una persona "de
plástico", como ella nombraba a la gente que no le parecía natural.
El almuerzo de Vilma no podía esperar más y Aparicio se despidió, prometiendo
reencontrarlos en la próxima cena.
—¡Hasta el jueves y gracias por traerme a casa! —gritó Matilde cuando el hombre
subía al vehículo.
—¿De qué cena hablaba Aparicio, tía? —preguntó Diego. Matilde atizó el fuego
del horno y respondió:
—El jueves habrá una cena de bienvenida para ustedes en la hostería de una
amiga. Es un restorán muy bonito que está en Isla Tranqui. Mi amiga lo quiere
transformar en un pequeño hotel y ya tiene listas las seis primeras habitaciones.
Seremos los protagonistas de la marcha blanca, por lo tanto la cena es con
alojamiento. De los que irán, ya conocen a tres: Aparicio, Juaco y el Poroto.
—¿El Poroto y Aparicio? ¿Van a cenar juntos? —se extrañó Emilia.
—Yo me limito a invitar a mis amigos sin atender a sus enredos —dijo la tía,
encogiéndose de hombros—. De hecho también Sara, la dueña de la hostería,
tiene profundas diferencias con Vilma y Aparicio.
—Pero... —la expresión de Diego era de absoluta extrañeza.
—Castro Castro es un pueblo o chico —explicó Matilde— y aquí los enemigos
conviven a la fuerza. Ya verás como todos lo pasaremos muy bien.

Emilia comenzó a extender un mantel a cuadros sobre la mesa y a poner los


platos y cubiertos que le indicó la dueña de casa.
—¿Y qué pasa entre Sara y Aparicio? —la curiosidad de Emilia no podía esperar.
Es una historia complicada. Sucede que durante dos años Aparicio mantuvo una
relación con Pola, la protegida de Sara.
—¿Cómo es eso de protegida? —preguntó Diego.
—Pola es una huérfana que mi amiga, viuda y sin hijos recogió de un orfanato. La
niña en ese entonces tenía doce o trece años. Cuando terminó sus estudios,
comenzó a trabajar de camarera en el negocio de Sara. Y así fue como conoció a
Aparicio. De esa relación nació un hijo, por desgracia con un atraso mental grave.
¡Pobre angelito! Y lamentablemente, cuando llegó Vilma a vivir a Castro, Aparicio
se enamoró perdidamente de ella y mandó de paseo a Pola.
—¡Parece argumento de teleserie! —exclamó Emilia.
—Parece, pero en este caso es real. Y ahora siéntense, niños, que ya está listo el
pescado.
Minutos después, Matilde ponía una fuente de greda humeante sobre la mesa.
—¡Pobre Pola!
Qué Ie da dtie n- e? —q uisIosa
ber Emilia, impactada con la historia
—No es tan joven como Vilma. Si no me equivoco, acaba de cumplir cuarenta y
dos.
—¿Y es bonita?
—Más que bonita es interesante. Pero después de su drama con Aparicio se dejó
estar y se puso bastante rara.
—¿Qué tan rara? —se interesó Diego, mientras se echaba a la boca un trozo de
papa humeante, impregnada en mantequilla.
—Ya la conocerán —dijo la tía.
—Y después de todo lo que pasó, ¿con qué cara Aparicio y Vilma asisten a un
almuerzo en el restorán? —se extrañó Emilia—. ¡Perdone que le insista, Matilde,
pero me cuesta entenderlo!
—Aparicio tiene cuero duro. Vilma no es celosa. Y Sara se tiene que tragar la
rabia para no aumentar los problemas. Mal que mal, el hombre reconoció al niño y
le da a Pola una pensión alimenticia que las ayuda bastante.
—No es ninguna gracia que lo mantenga: es su obligación —habló Emilia, la
abogada, con una ceja en alto.
—Aparicio y Vilma ya han estado varias veces con amigos en ese restorán sin
importarles la presencia de Pola. Por otro lado, para Sara los clientes son los
clientes y mientras paguen, los recibe. De hecho, como está ampliando su
hostería, tiene muchas dudas y necesita dinero.

—¿Aparicio es un hombre rico? —quiso saber Emilia.


—Pienso que sí. Pero es muy cuidadoso con su dinero. No entiendo, por ejemplo,
por qué no pone la galería de arte que su mujer le está pidiendo desde que la
conozco.

—¡Avaro será, pues tía! —comentó Diego.


—¿Y cómo es Vilma? —preguntó Emilia.

—Es bonita y tranquila. Podría ser la hija de Aparicio por la diferencia de edad.
Nos hemos hecho amigas, pues ella se interesa mucho por la medicina natural,
tema que yo domino.
—¿Y quién más está invitado? —se interesó Diego, mientras Emilia se ponía de
pie para recoger los platos.
—Aparte de Aparicio, Vilma, Juaco y el Poroto, irá Adrián. Es un hombre que a
primera vista parece hosco, pero es muy interesante. Es antropólogo y está aquí
desde hace algunos meses escribiendo un libro. Se ha hecho muy amigo mío y
también de Vilma y Aparicio.
—¡Adrián Mateluna! —saltó Emilia, con los ojos brillantes.
—¿Lo conoces? —la tía se quedó inmóvil, con la fuente de uvas entre sus manos.
—Emilia tuvo un fuerte encuentro con él en el trasbordador.
—¿Discutieron? ¡Adrián puede llegar a ser violento! —se asustó la tía.
—No, tía, no se asuste. Lo que pasó fue que Emilia resbaló en la escalera y él la
salvó de caer de alto a bajo. El impacto de la caída fue el grande.
—¿Y por qué dice que puede ser violento? —se interesó Emilia.
—Es un hombre conflictivo y no le cuesta mucho alterarse. Cuando le da con algo
no se detiene: puede llegar a desesperar a los demás con sus obsesiones. Pero
conmigo ha sido muy cariñoso y yo le tengo aprecio. —Matilde se levantó a buscar
un pequeño canasto con hierbas y anunció—: Les daré un rico té chino que me
regalaron, mientras yo bebo mi infusión de meli que aplaca mi colesterol.
—¿De miel? —preguntó Emilia.
—No, meli. Es una de las tantas hierbas medicinales que crecen por aquí.
Una vez terminado el almuerzo y lavados los platos, Matilde los hizo elegir
dormitorios: el que daba al jardín o el que daba al mar. Diego eligió el mar y Emilia
el jardín. La muchacha sintió de golpe el cansancio del viaje, se tendió en la cama
y se puso a divagar. Había sido un día largo y rico en novedades y personajes. Un
padre y un hijo con problemas, un antropólogo conflictivo, un rico industrial
pesquero con historias de amores y desamores y la encantadora pero también
misteriosa tía de Diego, que quebraba empachos, coleccionaba frasquitos contra
extraños males y juntaba enemigos en torno a una mesa. De los invitados, faltaba
solamente conocer a la escultora de los brazos rasguñados, a la dueña de la
hostería y a su protegida de trágica historia.

Capítulo Once
QUE NADIE SE MUEVA
La lluvia no arreciaba y el agua seguía escurriendo por la cabeza y cuello de los
que miraban hacia el precipicio
—Hay que bajar —decidió Diego.
—¡Voy yo! —dictaminó Adrián—. No digan nada.
—Yo te acompaño —respondió Diego, decidido.
Los tres entraron a la sala y enfrentaron las miradas ansiosas.—¡Están
empapados! —exclamó Emilia trató de ser lo más natural posible y se adelantó a
decir:—En la terraza no hay nadie.
Saldremos a buscar afuera.

—¿Afuera? —dijo Vilma—. ¡Si Aparicio ni siquiera trajo su capa de agua!—Tiene


que ser afuera, porque si no está adentro... —intervino el Poroto—. ¡Afuera, y bien
mojadito! —terminó con sorna.

A nadie le hizo gracia el comentario y se lo hicieron notar con un silencio


elocuente. Emilia anunció:
—Iré por mi parca. Diego reaccionó:
—¡No! Tú esperas aquí.
—Ni-lo-sueñes —respondió ella, modulando con exageración.
Se escuchaba a Pola dialogar con su hijo en la cocina. Era una letanía
interrumpida por gritos y chillidos. En el comedor, Sara levantaba las tazas del
desayuno en un mutismo absoluto y el tamborileo de los dedos de Juaco sobre la
mesa ponía a todos más nerviosos. El Poroto, con una sonrisa displicente, se
concentraba en limpiarse las uñas con un palito de fósforo. Matilde masajeaba el
delgado y largo cuello de Vilma, que se dejaba hacer sentada en el sillón con los
ojos cerrados.
Emilia, Diego y Adrián regresaron de sus habitaciones enfundados en sus parcas
y capuchas y salieron por la puerta del Lucerna. Bajaron por la escalinata de
madera, saltaron por sobre las cadenas y se internaron entre las nalcas mojadas y
el terreno resbaladizo.
Emilia, que siempre decía que le encantaba pasear bajo la lluvia, esta vez sintió
que la odiaba: el agua caía sin pausa desde un cielo cerrado por nubes espesas y
oscuras dificultando su visión y su paso. No les resultaba fácil caminar entre esos
matorrales espinosos.
Tenían que abrirse camino con manos y pies y el agua que saltaba de las hojas
los empapaba aún más. Cada cierto tiempo levantaban la vista hacia la terraza del
Lucerna para calcular la dirección que tenían que seguir. Aunque estaban
empapados, la tensión los hacía sudar. Emilia hacía caso omiso de los resbalones
y arañazos, obsesionada por esa camisa roja que tan sólo la noche anterior había
visto brillar bajo la luna en las espaldas de Aparicio y que ahora habían creído
reconocer entre las rocas del acantilado.
Recorrieron el último tramo en el más absoluto silencio. O porque los pájaros no
cantan bajo la lluvia o porque el ruido del mar ya no se escuchaba, lo único
audible era el agua que caía del cielo con su música monocorde. La baranda del
Lucerna se había transformado en la brújula que los guiaba. Cuando ya estaban a
unos pasos del lugar, el corazón de Emilia comenzó a latir con fuerza. ¿Sería
Aparicio?
Tres pasos más y de pronto, entre hojas y peñascos, brilló el rojo de la camisa. Se
acercaron más y reconocieron el cuerpo de Aparicio. Su cara estaba enterrada en
el barro y el cuerpo aplastaba su brazo izquierdo. El otro brazo estaba extendido
sobre una nalca y la mano empuñaba el pie de una copa quebrada. Adrián se
acercó y puso sus dedos sobre el cuello rígido.—Tiene que ser afuera, porque si
no está adentro... —intervino el Poroto—. ¡Afuera, y bien mojadito! —terminó con
sorna.
A nadie le hizo gracia el comentario y se lo hicieron notar con un silencio
elocuente. Emilia anunció:—Iré por mi parca. Diego reaccionó:—Ni-lo-sueñes —
respondió ella, modulando con exageración.
Se escuchaba a Pola dialogar con su hijo en la cocina. Era una letanía
interrumpida por gritos y chillidos. En el comedor, Sara levantaba las tazas del
desayuno en un mutismo absoluto y el tamborileo de los dedos de Juaco sobre la
mesa ponía a todos más nerviosos. El Poroto, con una sonrisa displicente, se
concentraba en limpiarse las uñas con un palito de fósforo. Matilde masajeaba el
delgado y largo cuello de Vilma, que se dejaba hacer sentada en el sillón con los
ojos cerrados. Emilia, Diego y Adrián regresaron de sus habitaciones enfundados
en sus parcas y capuchas y salieron por la puerta del Lucerna. Bajaron por la
EMILIA EN CHILOÉ
escalinata de madera, saltaron por sobre las cadenas y se internaron entre las
nalcas mojadas y el terreno resbaladizo. Emilia, que siempre decía que le
encantaba pasear bajo la lluvia, esta vez sintió que la odiaba: el agua caía sin
pausa desde un cielo cerrado por nubes espesas y oscuras dificultando su visión y
su paso.

No les resultaba fácil caminar entre esos matorrales espinosos. Tenían que abrirse
camino con manos y pies y el agua que saltaba de las hojas los empapaba aún
más. Cada cierto tiempo levantaban la vista hacia la terraza del Lucerna para
calcular la dirección que tenían que seguir. Aunque estaban empapados, la
tensión los hacía sudar. Emilia hacía caso omiso de los resbalones y arañazos,
obsesionada por esa camisa roja que tan sólo la noche anterior había visto brillar
bajo la luna en las espaldas de Aparicio y que ahora habían creído reconocer
entre las rocas del acantilado.

Recorrieron el último tramo en el más absoluto silencio. O porque los pájaros no


cantan bajo la lluvia o porque el ruido del mar ya no se escuchaba, lo único
audible era el agua que caía del cielo con su música monocorde. La baranda del
EMILIA EN CHILOÉ
Lucerna se había transformado en la brújula que los guiaba. Cuando ya estaban a
unos pasos del lugar, el corazón de Emilia comenzó a latir con fuerza. ¿Sería
Aparicio? Tres pasos más y de pronto, entre hojas y peñascos, brilló el rojo de la
camisa. Se acercaron más y reconocieron el cuerpo de Aparicio. Su cara estaba
enterrada en el barro y el cuerpo aplastaba su brazo izquierdo. El otro brazo
estaba extendido sobre una nalca y la mano empuñaba el pie de una copa
quebrada. Adrián se acercó y puso sus dedos sobre el cuello rígido

El rostro pálido de Vilma mostraba ahora un rictus de sufrimiento tal que parecía
estar a punto de lanzar un aullido o un último suspiro. Matilde no dejaba de
acariciarle el rostro, mientras musitaba a su oído palabras de consuelo.
En la cocina Sara y Pola conversaban en voz baja. En un momento, una de las
voces se agudizó, y todos pudieron escuchar el grito—¡No me pidas que me
tranquilice! ¡Hasta cuándoooo...!Luego sobrevino el silencio. Después un portazo.
Sara salió de la cocina con el rostro hierático. Afuera el viento, como si quisiera
plegarse al due- lo, decidió concederles una tregua y sopló con fuerza desde el
sur para alejar las nubes. El sol se asomó con ganas y sin que ya nada impidiera
el paso de la luz, cientos de gotas enjoyaron el verde de Isla Tranqui.
—¡Al fin dejó de caer esta lluvia endemoniada! En cuanto abran el puerto nos
largamos de aquí, viejo —dijo el Poroto, abriendo nuevamente los ventanales de la

106
terraza En ese momento, un ruido atronador anunció que el helicóptero de la
policía alertada por Diego ya se alejaba del lugar.
—Se llevan el cuerpo —comentó Adrián, con voz grave.
—¿Por qué se lo llevan? —clamó Vilma—. ¡Yo lo quería ver, Matilde!

—Es mejor así, Vilma —intervino Emilia, que tiritaba de impresión y de frío—. Más
vale que lo recuerdes como era y no como lo encontramos.
—¡Yo sabía, yo sabía que me estaban haciendo un mal! Primero trataron de
envenenarme y ahora muere Aparicio.
¿Por qué? —Sus manos, enfundadas en los bolsillos de su bata dibujaron a través
de la seda la tensión de sus huesos.—Tranquila, Vilma, tranquila —dijo Matilde,
con suavidad. De súbito, la viuda se incorporó como tocada por una revelación.
Sus dedos se hundieron en el brazo de Matilde.—¿No habrá sido suicidio?—
¡Vilma, qué cosas dices! Fue un accidente. Aparicio anoche se sobrepasó con la
bebida —dijo Diego.—Sí, verdaderamente bebió demasiado —corroboró Emilia,
pensativa, mirando hacia la alta balaustrada de la terraza, mientras un cúmulo de
preguntas se agolpaban en su mente.—¡El pobre tenía tantas preocupaciones!...
—Y Vilma, por primera vez, buscó a Sara con la vista y fijó con dureza sus ojos en
ella. Sara, de pie como una estatua junto a la mesa del bar, hizo caso omiso de la
muda acusación de la viuda y mantuvo su silencio. La estridente campanilla del
teléfono la sobresaltó y se apresuró en responder.—Hostería Lucerna... Diga...

¿SP... Sí, están todos aquí... ¿Cuándo?... Yo no sé si eso


será posible... Bueno, sí, entiendo. Lo comunicaré. De nada.La atención de todos
se había concentrado en Sara. Cuando la mujer colgó el auricular, la pregunta
flotaba en el aire sin necesidad de palabras.—Era
108 un tal Santelices de la Brigada
de Homicidios. Anunció que el helicóptero lo traerá de vuelta en un par de horas.
Dice que nadie se mueva de aquí.—¡¿Santelices?! —exclamó Emilia, mirando a
Diego con los ojos enormes.—¿Lo conoces? —preguntó Adrián de inmediato.—Sí.
«
—¿Lo conoces, en serio? —El Poroto frunció el seño.—Diego y yo, misterios
mediante, nos hemos encontrado varias veces con el inspector —fue la enigmática
respuesta de Emilia.—¿Misterios mediante?
¡Pscch! Ni que fuera una película. Lo que es yo, me mando a cambiar ahora
mismo.—No puedes, Poroto. ¿No escuchaste las órdenes del inspector? —
intervino Juaco.—¿Órdenes, a nosotros?—Si te vas, la policía te detendrá por
sospechoso —siguió Diego.—¿Sospechoso de qué? —El Poroto levantó la
cabeza con un gesto desafiante.—De lo que no sabemos... o de nada —siguió
Diego—. Siempre en los casos de muerte violenta se hace una autopsia y si es
necesario la policía
investiga.—¿Autopsia? —El Poroto se extrañó—. La autopsia sólo puede probar
que estaba lleno de alcohol.
¿Y...?—También puede probar la hora de la muerte
—respondió Emilia.—¿Y qué importa a qué hora se murió?—En ciertos casos,
mucho.
El Poroto refunfuñó algo ininteligible, abrió las puertas de la terraza y salió al
exterior. La brisa entró a la sala derramando aromas recién nacidos de la tierra.
Por un instante los rostros se relajaron y Sara, con las manos algo temblorosas,
ofreció café.—¿Sería posible un cortito?
—preguntó el Poroto, desde afuera, imitando la medida de un vaso pequeño entre
el pulgar y el incide.—¿A esta hora y en este momento se te ocurre beber alcohol?
Mejor sería que te callaras. ¡Cuándo te vas a ubicar, hijo, por Dios! —la voz de
Juaco sonó fuerte e imperativa. El Poroto se encogió de hombros.
Juaco se acercó con timidez a Vilma y le dijo a media voz:
—Señora, créame, lo siento mucho. Vilma no respondió.

Se abrió la puerta de la cocina y Pola, con su niño en brazos, anunció a Sara con
brusquedad:
—Ya está hirviendo la olla. Llevaré a Monchito a tomar aire. Sara asintió y siguió a
su protegida con expresión preocupada.
Al ver a Pola con el niño que se acurrucaba en su regazo como un animalito
indefenso, Emilia se preguntó qué estaría sintiendo esa mujer ante la muerte del
padre de su hijo. Ese grito que se había escuchado hacía poco en la cocina, era
de dolor. Pero los ojos de Pola seguían expresando rabia y su voz continuaba
desafiante.

Vilma, en tanto, movía sus labios sin emitir sonido; su mano derecha acariciaba en
forma mecánica su argolla matrimonial.
—Sara, ¿tiene alguna hierba tranquilizante? —preguntó Matilde.
—Sí, en la cocina hay muchas.
—No, no quiero nada, no podría tragar ni agua —dijo Vilma. Adrián se encuclilló a
su lado y mirándola a los ojos le dijo con voz trémula:
—Vilma, no estás sola... Sabes que no estás 112
sola...
—Tengo mucho miedo, Adrián —susurró la mujer.

El silencio se volvió a apoderar de la sala. Ahora el Poroto se comía


concienzudamente la uña del meñique derecho; Juaco se frotaba el mentón sin
afeitar, mirando hacia el techo; Adrián caminó hacia la terraza y encendió un
cigarrillo; Matilde metió la mano con precisión en su bolso y la sacó con una vela
lila. Con un gesto preguntó a Sara y ésta avanzó hacia el mesón del bar y volvió
con una palmatoria de greda. Cuando Matilde la encendió, un olor a lavanda se
esparció por el aire.
—Esto nos va a tranquilizar a todos —explicó la tía de Diego. Cerró los ojos e
inspiró fuerte y lento.
Vilma se puso de pie y anunció que iría a vestirse.
Capítulo Doce
BIENVENIDO, INSPECTOR SANTELICES
Unos tallarines con albahaca, queso y aceite de oliva fue el rápido almuerzo
improvisado por Sara. Vilma fue la única que no quiso comer y "permaneció en su
cuarto hasta pasadas las cinco de la tarde, cuando todos se reunieron
nuevamente junto a la mesa a tomar un café.

Emilia salió a la terraza atraída por el piar de los pájaros. Esta vez no eran los
grises diucones, sino unos pid-pid, cuyas pequeñas gargantas dejaban escapar
unos potentes gorjeos operáticos. La muchacha sonrió. "Quédate un día más y
vas a creer cualquier cosa", le había dicho Juaco al día siguiente de su llegada.
¿Qué nueva traerían esos pajaritos?

El ruido de las hélices espantó a las aves. Y no pasó mucho rato antes de que
Emilia divisara un sombrero negro aparecer y desaparecer entre los arbustos del
sendero que subía al Lucerna.
El fuerte sonido de la aldaba de hierro sobresaltó a los que estaban en el salón y
dispersó a los pájaros que aún revoloteaban por lo alto. Emilia entró
apresuradamente a la sala.
Cuando el macizo y moreno inspector Santelices de la Brigada de Homicidios dio
las buenas tardes con voz de barítono, todos respondieron como alumnos
respetuosos saludando a un profesor severo.
Emilia se adelantó, seguida de Sara.
—¿Se acuerda de mí? —sonrió la muchacha, extendiendo su mano—. Ella es la
dueña de la hostería —agregó, presentando a la mujer que a pesar de su gruesa
contextura se veía encogida.
—¿Cómo está, señora? —saludó el recién llegado. Y luego, dirigiéndose a Emilia,
siguió—: ¡Cómo no me voy a acordar de ti, chiquilla, si por tres veces has sido mi
gran ayudante junto a... —El inspector se detuvo y señaló al rubio Diego, que unos
pasos más atrás lo miraba sonriente.
—A Diego —le recordó ella—. Y yo, por si acaso, soy Emilia Casazul.
—¡Claro, Diego y Emilia! —exclamó. Y luego se enfrentó al grupo que lo
observaba en silencio—: ¡Buenas tardes, señores! ¿Está aquí la viuda?
Como si la palabra viuda hubiera convocado a dos mujeres, aparecieron casi al
unísono Pola, por la puerta de la cocina, y Vilma, por el pasillo.
Cuando Santelices enarcaba las cejas esperando una respuesta que no llegaba,
Pola alzó la barbilla y mostró a su rival.—Yo soy la madre de su hijo y ella es la
viuda.
Santelices no demoró ni un segundo en reaccionar.
—Mi sentido pésame, señoras.
Emilia, sorprendida con la intervención de Pola, miró a Vilma, que caminaba hacia
al inspector.
—Le agradezco su presencia, inspector, 116
porque... —pero la mujer no supo
terminar la frase y buscó una silla. Adrián se acercó a ella y la condujo hacia el
comedor.

Ni una mosca volaba. Uno a uno se fueron ubicando en torno a la mesa y


Santelices tomó posesión de la cabecera. Miró a su auditorio con una sonrisa
cortés y luego de una carraspera de rigor, comenzó a hablar.
—Primero que todo debo decirles que la autopsia efectuada hace algunas horas
revela que Aparicio Retamales murió como resultado de un impacto violento. Se
estableció también que antes de morir había ingerido una gran cantidad de
alcohol. La data de muerte se fijó hacia las tres de la madrugada. Mi presencia
aquí forma parte de la rutina para probar o descartar un accidente, un suicidio o un
homicidio; deberé, por lo tanto, realizar una inspección del lugar y hacer algunas
preguntas a cada uno.
—¿Homicidio? —la exclamación de sorpresa brotó de varias gargantas.
—¡No se alteren! Lo más probable es que sea un accidente. Pero debo
confirmarlo, es lo habitual en estos casos —los tranquilizó Santelices. E
inmediatamente agregó—: ¿Puedo ver el lugar desde donde cayó?

Todas las cabezas se volvieron hacia la terraza. El cielo otra vez se estaba
oscureciendo y el viento había cambiado a norte. El inspector Santelices salió al
exterior. Dio unos pasos, se apoyó con las dos manos en la baranda y se puso en
punta de pies para mirar hacia abajo.
—Vaya, vaya... —murmuró.

Emilia y Diego, que lo habían seguido, no perdían detalle de sus gestos y


reacciones.
—Esto no me lo esperaba.
Santelices, con su mano en alto, midió desde la baranda hasta algo más abajo de
su pecho.
—Es raro, ¿verdad? —dijo Emilia.
—Veo que tú ya tienes algunas ideas... —el inspector la miró de soslayo.
—Algunas.
—Ustedes encontraron el cuerpo, ¿no?
—Sí, junto con Adrián —respondió Diego, indicando al antropólogo, que en esos
momentos se acercaba.
—¿Qué murmuran? —preguntó el recién llegado.
118

—No es fácil saltar desde aquí —comentó el inspector—. Esta baranda es más
alta que lo habitual.
—Quizá la hicieron así para proteger al niño —elucubró Emilia.
—Para proteger a cualquiera: ¡abajo hay rocas!
—puntualizó Diego.
—Pero si un hombre decide saltar, lo puede hacer —adujo Adrián—. ¡No es algo
imposible!
—Mmm —murmuró Santelices, regresando a la
sala. El resto de los presentes no se había movido de su sitio. El inspector tomó
asiento y lo mismo hicieron los tres que lo seguían.
—Me preocupa un asunto de dimensiones y fac- tibilidades
—dijo, mirando a la concurrencia que lo escuchaba en religioso silencio—. Acabo
de comprobar que si yo, que soy alto, quisiera saltar desde ese balcón, necesitaría
a lo menos la ayuda de mis dos manos.
—¿Y? —preguntó Matilde.
—El occiso solamente pudo ocupar una.

—¿Una? ¡Si no era manco! —intervino el Poroto con su habitual desfachatez.


—El cadáver llegó a la morgue con el pie de una copa aún aferrada a su mano
derecha —respondió Santelices, mirando fijo al Poroto—. ¿Se da cuenta, joven,
de lo que eso significa?
—Que no quiso soltar la copa.
—Significa —continuó el inspector— que para encaramarse en la balaustrada con
una copa en la mano tiene que haber recibido ayuda, considerando además que
era un hombre bajo.
—¿Ayuda? —la voz de Juaco sonó alarmada.
—¿Un empujoncito? —continuó el Poroto.
—¡Pero un borracho puede hacer cualquier cosa!
—intervino Adrián.
—Cualquier cosa menos levitar —respondió Santelices.
—Inspector, no creo que sea el momento para ironías. Y menos frente a la viuda
—reclamó Adrián.
120
—Las verdades a veces suenan a ironía —fue la inmediata respuesta del policía
—. Me disculpo si ofendí a alguien.

—¡Es que usted no puede estar insinuando que lo empujaron, sin tener pruebas!
—intervino Sara.
—Tiene toda la razón, doña Sara —la apoyó Juaco—.
¡Usted, señor, no puede lanzar esa acusación a los dos minutos de haber llegado!
—A ver, inspector, menos rodeos. ¿De qué nos está acusando? —lanzó Adrián.
—¡De asesinato! —La voz de Pola cayó como una bomba.
—¡Calla! —gritó Sara, con su rostro de luna llena descompuesto.
—¡¿Qué están diciendo?! —Las manos de Vilma remecieron a Matilde.

—Tranquila, mi niña —fue la respuesta rápida de una Matilde muy seria.


Diego y Emilia ni respiraban. Lo que se vislumbraba venir no era grato.
Eugenio Santelices permanecía inmutable.
La lluvia, eterna acompañante de la Isla Grande, había vuelto con fuerza. La
oscuridad comenzó a invadir el afuera y el adentro. La mano temblorosa de Sara
encendió las luces. Cuando un silencio pesado se apoderó al fin de la sala, el
inspector, como respuesta a los reclamos, declaró en un tono que sonó definitivo:
—Señores, mi próxima tarea es interrogar a cada uno por separado. Y como ya es
muy tarde y todavía tengo que comprobar algunas cosas, mi encuesta quedará
para mañana en la mañana...
Santelices miró hacia el exterior y al ver que la lluvia arreciaba, agregó:
—Seguramente el puerto sigue cerrado, por lo que no estoy demorando a nadie. Y
dirigiéndose a la dueña de la hostería, concluyó—: Señora, le pido hospedaje por
esta noche.
—Inspector, sólo dispongo de una habitación en el ala que está en construcción.
Si no le importa el olor a pintura...
—No se preocupe, estaré bien.
Sara anunció que iría a preparar la comida y Emilia le ofreció ayuda. Pola ya
estaba en la cocina lavando unas lechugas y a los pocos minutos entró el Poroto
pidiendo algo para beber. Como si se hubieran
122 puesto de acuerdo, tras él entró
Adrián buscando fósforos y Vilma, que lo seguía como un perrito. Por último llegó
Juaco, preguntando si alguien tenía una aspirina.
—¡Vaya reunión! —dijo Diego, entrando a su vez—. Me dejaron solo en la sala.

Como si el calor de la cocina fuera un manto acogedor, el ambiente se relajó por


un rato. El Poroto se sentó sobre un mesón y observando a Pola que cogía dos
frascos con hierbas, bromeó:
—Polita, ¿por qué no nos prepara a todos una infusión con malicia?
Algunos rieron, otros no. Pola, con toda calma, eligió tres hojitas verdes de uno de
los frascos y las últimas tres blancas que había en otro y las dejó caer en un tazón
lleno de agua hirviendo que luego tapó con una servilleta.
—¡Cuidado, niña, con esos pétalos de chamico! —advirtió de inmediato Matilde—.
¡No te vayas a volar!
—No se preocupe, sólo quiero dormir profundamente
—respondió Pola, desanimada.
—Déjela. ¿Quién más que yo podría entender sus ganas de dormir y dormir? —la
voz de Vilma nació en medio de un suspiro entrecortado.
—¿Chamico? ¡Yo también necesito relajarme! ¿Por qué no me convida de su
chamico, Polita? —intervino el Poroto.
La interpelada ni siquiera respondió.
La improvisada reunión en la cocina fue interrumpida por un ruido en la ventana.
Todos volvieron la cabeza y pudieron ver unas alas oscuras golpeteando los
vidrios y los ojos amarillos de un pájaro que los miraba con fijeza.
Capítulo Trece
UN BRUJO EN LA VENTANA
La sorpresa los mantuvo un tiempo hipnotizados. El pájaro seguía ahí afuera,
aleteando en la oscuridad y suspendido en el aire. Todo en él era una amenaza:
desde sus enormes ojos redondos y amarillos hasta el triángulo de plumas que
separaba en dos su cabeza y caía sobre su pico de garfio.
—¿Y ese pajarraco horrible? —preguntó finalmente Diego.
—¡Es un búho! —exclamó Sara.
—¿Y qué hace ahí? ¡Échenlo! ¡Échenlo! —gritó Vilma.
Emilia miró hacia todos lados buscando la piedra del mortero. Si la hubiera
encontrado, la habría lanzado sin más contra el vidrio, harta ya de tanto pájaro de
mal agüero.

Matilde se acercó lentamente a la ventana. El pájaro no se movió. Frente a frente,


separados por el cristal, la mujer y el buho se miraron desafiantes. Era como si
mantuvieran una conversación silenciosa. De pronto, Matilde hizo un movimiento
enérgico alzando los brazos, y el pájaro, luego de un largo ulular, se confundió con
la noche y desapareció.
—¡Que pájaro más tétrico! —dijo Emilia con un estremecimiento. Matilde se
volteó. Estaba muy pálida.
—No es un buho —dijo—, es un brujo.
El inspector, que había entrado en silencio y estaba junto a la puerta, preguntó:
—¿Brujo, dónde hay un brujo?
—Ya no está, inspector —respondió Matilde—. ¡Voló!
—¿Así?
El inspector imitó un aleteo con sus manos.
Emilia y Diego se miraron, a la tía no le iba a gustar nada el tono burlón de
Santelices.
—¡Esto no es broma, inspector! —replicó de inmediato la mujer, corroborando lo
que pensaron los muchachos—. Ese buho ya ha hecho mucho daño y seguirá
haciéndolo si no le ponemos atajo, porque no es un buho, sino un brujo.
—Un brujo... —comenzó Diego, moviendo la cabeza, incrédulo.
Vilma se había acercado a Matilde y temblaba visiblemente. La mujer la abrazó,
protectora.
126
—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Emilia con tanta naturalidad que Diego
frunció el ceño, extrañado.
—Acudir a la magia blanca —respondió la tía.
—¿Y eso cómo se hace, señora? —preguntó el inspector en un tono que no se
sabía si era burla o curiosidad.
—Sepa usted, inspector, que contra siete males hay siete virtudes.

Por el momento, quemaré ruda para proteger el lugar —afirmó Matilde, con
autoridad. Luego preguntó—: Sara, ¿hay ruda en tu jardín?

—Tuve, pero se secó.


—Eso es malo, muy malo —se quedó pensando y luego dictaminó—: Todos
deben ponerse una prenda de ropa al revés. Y dio el ejemplo al volver al revés el
chai que la arrebujaba.
Vilma obedeció la primera, se sacó el chaleco y se lo puso por el reverso. Juaco y
el Poroto, impertubables, se quitaron uno el polerón y el otro la parca, y la
imitaron. Pola se levantó de hombros, cogió su tazón y salió de la cocina, mientras
Sara daba vuelta el delantal que tenía anudado a la cintura. Adrián, con una semi
sonrisa, pasó por la cabeza su suéter negro, repitiendo en cantinela "yo no creo en
brujos, caray; pero de que los hay, los hay".
Diego, Emilia y el inspector, que se habían128
alejado del grupo y conversaban en
voz baja junto al refrigerador, eran los únicos que habían hecho caso omiso a las
indicaciones para alejar el maleficio.

Matilde los miró y dijo, muy seria:


Como no es bueno en estos casos. Necesitamos un contra. La mujer cogió un
salero del mesón y acercándose a los escépticos les lanzó sal como quien rocía
con agua bendita.

Los tres, pillados de sorpresa, sólo atinaron a pestañear.


Esa noche la cena fue frugal y rápida, pues nadie tenía muchas ganas ni de comer
ni de hablar. La luna de ese cielo tan cambiante asomó tras los nubarrones y
alumbró con su luz fría la terraza del Lucerna. Los huéspedes fueron
desapareciendo poco a poco de la sala y el lugar quedó en completo silencio.
—Matilde, aunque no crea, estoy muy impactada con lo que dijo del pájaro
—opinó Emilia.
—Y yo estoy preocupada porque hicieron caso omiso a mi advertencia.
—¿Eso de ponerse la ropa al revés? Tiene que darnos tiempo para
acostumbrarnos a lo que para usted es natural. Respeto sus creencias, pero
también tiene que entender que este mundo de la magia es nuevo para nosotros.
—Espero que la sal los proteja —dijo la mujer, metiéndose a la cama y
cubriéndose hasta el cuello—. En todo caso, mañana a primera hora saldré a
buscar ramas de canelo para poner ante cada puerta.

—¿Qué es lo que teme, Matilde?


—No quiero que se repita lo de Aparicio. Le he dado muy poca importancia a los
síntomas de la pobre Vilma. Pero ahora ese brujo emplumado que anuncia una
nueva desgracia, me ha remecido.
—Tranquilícese, Matilde, nada va a pasar —dijo Emilia, sin mucha convicción.
Aunque no quería reconocerlo, las palabras de la mujer hacían eco en su mente y
ya estaba por creer lo que nunca antes habría creído.
Pensó haber dormido mucho rato cuando el llanto de Monchito la despertó. Oyó
ruidos en el pasillo. En un impulso se levantó a mirar. Entreabrió la puerta en
silencio y se asomó. Del dormitorio, al fondo del pasillo, venía saliendo Sara con el
niño en brazos. Los berridos eran tan fuertes que varias cabezas se asomaron a
sus puertas. Emilia caminó hacia Sara, para ofrecer su ayuda.
—Yo creo que a Pola se le pasó la mano con sus hierbitas, ni siquiera escucha los
llantos del niño —dijo, molesta—. Tendré que llevarlo a dormir conmigo.
Emilia volvió a su cama, pero no pudo conciliar el sueño. Las imágenes y los
acontecimientos se sucedían en su mente. Se puso de lado, boca abajo, cubrió su
cabeza con la almohada y hasta contó ovejas. Pero las ovejas se transformaban
en búhos y los búhos en brujos voladores. Y el sueño no venía. Pasaron diez
minutos, veinte y también una hora sin que 130
se atreviera a encender la luz para
leer, por miedo a despertar a Matilde. ¿Y si iba a la cocina
y se preparaba un poco de agua con esas hierbas que habían hecho dormir a
Pola? Pero definitivamente esa noche su valentía se había batido en retirada.
Sentía tiritones de sólo pensar en la ventana de la cocina y en ese fantasma
emplumado de mirada hipnótica. Siguió en su cama, dándose vueltas y vueltas. Y
en una de esas vueltas, al fin se quedó dormida.
Capítulo Catorce
GRITOS AL AMANECER
Aún no aparecía el sol cuando los gritos de Sara hicieron salir a los huéspedes de
sus habitaciones en pijamas y batas.
—¡Está muerta! ¡Está muerta allá abajo! ¡Está muerta!
La mujer, con Monchito en brazos, era una verdadera loca que corría en el pasillo
de un extremo a otro.
—¿Quién está muerta? —gritó el Poroto, saliendo abruptamente de su cuarto, en
calzoncillos y a pie pelado.
—¡Dios mío! —exclamó Matilde y se abalanzó a rescatar al niño de los brazos de
Sara, que en su histerismo lo apretaba haciéndolo berrear como a un ternero.

Sara, con su largo pelo desgreñado sobre los hombros y cubierta con la colcha de
su cama, le recordó a Emilia a un náufrago recién rescatado.
—¿Qué? ¿Qué sucede ahora?
Vilma, con unas ojeras oscuras y los ojos enrojecidos, se aferró a la manga del
pijama arrugado de Adrián y se quedó inmóvil junto a él. Su elegante bata de
seda, que el día anterior flotaba vaporosa, ahora se veía lacia y tenía un bolsillo
descosido.
—¡Allá, allá está, entre las plantas, igual que el otro! —exclamó Sara, indicando
hacia la sala.
Emilia sintió un vuelco en el corazón.
—¿Qué está pasando aquí? —gritó Juaco.
—¡Voy en busca del inspector! —dijo Diego y partió corriendo hacia el ala en
construcción—. Emilia, reúnelos en la sala.

Los huéspedes entraron al salón con pasos lentos, mirando con recelo los
enormes ventanales abiertos de par en par. Afuera la neblina se deshacía como
humo emergiendo de fogatas. Los pasos de Santelices arrastrando los pies al
caminar se hicieron presente en pocos minutos. El inspector no se habrá alcanzado
a poner calcetines ni zapatos y las galochas le nadaban en sus pies delgados y
huesudos.
La dueña de la hostería se había desplomado sobre una silla y emitía pequeños
gemidos.
—¿Dónde está el cuerpo? —preguntó el inspector.
—Allá —el dedo de Sara mostró la terraza.
El inspector enarcó las cejas y caminó hacia el balcón. Salvo Sara, todos lo
siguieron. Pero él los detuvo con un gesto:
—Esperen aquí.

Obedecieron como rebaño domesticado. Solamente Emilia hizo de oveja


descarriada y se deslizó tras él. Llegaron juntos a la baranda y miraron hacia el
fondo de la quebrada. El cuerpo de Pola, con los brazos en cruz, yacía de bruces
sobre la fronda dorada de los espinillos. De tanto en tanto el ruedo de su camisón
de dormir blanco se movía con las ráfagas de viento.
El bufido de Santelices fue seguido por una exclamación entrecortada de Emilia.
De inmediato el inspector sacó el celular del bolsillo del impermeable que usaba
como bata de levantarse y con dedo torpe marcó unos números.
—Bajaré de inmediato. Puede estar viva —dijo a Emilia, luego de dar unas
órdenes por el teléfono.
—Lo acompañamos —intervinieron a coro Emilia y Diego, que ya estaba con ellos.
—Se lo iba a pedir. Cúbranse antes de bajar.
Adrián, Juaco y el Poroto se habían acercado también a la baranda y miraban
hacia abajo en total mudez. Vilma, Sara y Matilde, aún con el niño en brazos, se
habían detenido unos pasos más atrás.
—Me voy a vestir —dijo el Poroto, con un escalofrío. Su padre lo siguió. Adrián se
quedó junto a Vilma, diciéndole algo al oído. Ella asentía con la cabeza.
Emilia, Diego y Santelices, sin perder un minuto, se pusieron las parcas sobre los
pijamas y salieron por la puerta principal.

Como si la pesadilla desencadenada no lucra a tener fin, los truenos iniciaron su,
las nubes oscurecieron más el día y comenzó a caer.

"¡Por segunda vez la muerte rondaba en el abismo!", pensó Emilia, mientras


caminaban nuevamente entre las yerbas mojadas, pisando ramas, saltando
obstáculos y el agua sobre ellos.
Vista desde la terraza, Pola parecía estar suspendida sobre altas copas. Pero al
llegar al lugar la perspectiva cambió: la densa masa de espinillos era baja y la
mujer estaba al alcance de sus manos, inmóvil y de Ias nuces sobre la fronda que
sostenía con firmeza su cuerpo menudo. Un hilillo de sangre seca marcaba un
camino que nacía en la nuca y bajaba por el cuello hasta perderse bajo el
camisón.
Emilia rogó que estuviera viva.
Los brazos de Eugenio Santelices indicaron a los muchachos que no se
acercaran. Se adelantó y su mano, igual que había hecho Adrián con Aparicio,
buscó el pulso en el cuello de la. finalmente se volvió hacia Diego y Emilia, y negó
con la cabeza.

El gesto del inspector fue seguido por el ruido de hélice que zumbo olía ve/
sobre la quebrada.
Ahí viene el Imen-.e dijo el detective, mirando hacia arriba.
La noticia, aunque ya se esperaba, provocó entre los huéspedes del Lucerna
distintas reacciones. Emilia los estudió en silencio: ahí estaba Vilma, la reciente
viuda, arrebujada en un chal de lana y hundida en el sofá floreado. Juaco y el
Poroto, sentados uno al lado del otro, por primera vez parecían padre e hijo fuera
de toda discordia. Adrián fumaba un cigarrillo tras otro, sin importarle lanzar humo
a diestra y siniestra. Sara, la anfitriona diligente y efectiva, se había transformado
en una autómata que se dejaba conducir; ahora era una sombra tras Matilde
camino a la cocina. Emilia, Diego y el inspector las siguieron en busca de algo
caliente para beber, porque pese a que se habían cambiado de ropa, seguían
congelados. Matilde había tomado las riendas del Lucerna como si el manejo de
una hostería hubiera sido su ocupación de siempre: abrió puertas y rebuscó en los
anaqueles hasta dar con un frasco transparente lleno de hojas, que olió antes de
usar.
—¡Son las que bebía Polita! —sollozó Sara.
—Es al cacheo —dijo Emilia, reconociendo las hojas
largas.
No demoró Matilde en preparar un gran jarro de infusión que inundó la cocina con
aromas silvestres. Sirvió a cada uno un tazón humeante. El inspector, pese a que
esperaba un café y no una agüita, recibió su ración sin chistar.
—La hice bien cargada; nos tranquilizará a todos
—afirmó Matilde, muy segura.—¿Y el niño? —preguntó de pronto Sara, con una
mano en el corazón.
—¡Pero, Sara, si tú lo enviaste a casa de la cocinera!
—respondió Matilde, comprensiva.
—¡Ay, verdad! ¡Qué mal estoy!
Emilia, entre sorbo y sorbo, contemplaba el verde oscuro que llenaba su tazón. Y
sin proponérselo descubrió algo que no hacía mucho había llamado su atención
sin poder identificar.

La voz del inspector la sacó de sus cavilaciones.


—Siento mucho lo de su hija, señora.
—No era mi hija, inspector, pero la acogí cuando era jovencita —respondió la
mujer, en tono ausente.
—¿Podría llevarme a la pieza de Pola?
Sara se estremeció y sus ojos se perdieron en la ventana.
—Perdone que la moleste en este momento, pero es necesario.

—Perdone la intromisión, inspector —intervino Matilde—, pero hay algo que debe
saber: en estos parajes existe el mal a distancia. Lo he comprobado. Sé que para
usted es difícil aceptarlo, pero le aseguro que estas muertes fueron anunciadas
por señales. Y tengo mucho miedo de que otra desgracia siga a estas dos.
El inspector mantuvo por unos instantes sus cejas en alto, como si estuviera
escuchando un idioma que no entendía.
—Ya me hablará de todo eso cuando la interrogue. Por el momento hay que
esperar el nuevo informe del forense —respondió Santelices. Y luego de beber de
un trago el resto de su infusión, agregó—: Apenas sepamos la causa exacta de la
muerte, comenzaré con los interrogatorios. Ahora debo ver el dormitorio de la
difunta.
—Yo lo llevo, inspector, si es que doña Sara me lo permite —dijo Emilia.
Sara asintió con la cabeza.
Diego, Emilia y el inspector abandonaron la cocina hacia el pasillo que llevaba a
las habitaciones.

El Lucerna permanecía tan silencioso que se hubiera dicho que estaba


deshabitado.
Capítulo Quince
AHORA LO HAGO POR MÍ
La habitación de Pola era pequeña y pulcra como ella.

No había adornos, ni cuadros en las paredes, salvo una foto de Monchito sentado
en la arena y con un balde en sus manos. En esa sobriedad casi monacal, la cama
deshecha parecía fuera de lugar. Y sobre el velador, junto a un tazón vacío, un
papel doblado y arrugado les llamó la atención. Santelices lo cogió, lo estiró y lo
acercó a su nariz. Luego leyó en silencio. Emilia estiró el cuello sin disimulo y
alcanzó a ver de cerca la letra pequeña y ordenada, escrita con lápiz a pasta.
Santelices leyó en voz alta:
"Primero lo hice por mi hijo. Ahora lo hago por mí. Ya no".
—Ya no... ¿qué? —preguntó Diego.

—Hasta ahí llega la nota —respondió el inspector.


—¿No quiso seguir escribiendo o no alcanzó a terminar de escribir? —preguntó
Emilia.
—¿Qué hizo primero? ¿Mató a Aparicio y luego se suicidó? ¿Es eso lo que estoy
entendiendo? —siguió Diego, impresionado.
—Eso parece..., ¿no? —Emilia estaba tan impactada como su novio.
—Es muy temprano para decir algo —respondió el detective, rebuscando en su
bolsillo. Sacó una pequeña bolsa plástica de bordes adheribles y depositó el papel
en su interior.
—¿Puedo? —pidió Emilia, mirando la bolsita.
—¿Puedes qué, Emilia, si ya lo leíste?
—Yo también quiero oler.
Santelices miró a la muchacha con una semi son risa.
—Huele, pero no toques —advirtió—. No hay que aumentar las huellas.

La nariz de Emilia se hundió como la de un perro sabueso en el interior de la


bolsa. Su memoria olfativa buscó con afán y permaneció en silencio mientras el
policía guardaba la bolsa en su impermeable.
—Volviendo a la muerte de Aparicio, ¿oyeron o vieron algo fuera de lo común la
noche de su muerte?
La respuesta de Emilia brotó de inmediato. Le contó al inspector del grito que casi
todos habían escuchado alrededor de las tres de la mañana y que según Matilde
era de un pájaro; también le habló de la puerta entreabierta en la habitación de
Juaco y del Poroto, que luego se cerró; le comentó de los zapatos, primero
alineados frente a la puerta de Diego y Adrián y después desordenados; describió
la figura borrosa de Aparicio en el balcón en medio de las sombras,
completamente ebrio y balbuceando palabras tiernas; y por último se refirió al
cuchicheo de dos personas en el pasillo, que terminó con el suave chasquido de
puertas al cerrarse.
—¿Reconociste las voces?
—Traté de identificarlas, pero eran muy tenues. Lo que puedo asegurar es que
eran un hombre y una mujer. Y por los carraspeos del hombre, me pareció que era
Adrián.
—¿Y tú, Diego? —siguió el inspector.
—De todo lo que dice Emilia, yo sólo coincido en el grito, que me despertó. A los
pocos minutos sentí un ruido. Era Adrián, que se estaba metiendo a la cama y que
se disculpó por haberme despertado.
—¿Dio alguna explicación?
—Me dijo que venía del baño.
—¿El baño está en la habitación?
—Sí.
—Pero tú no lo escuchaste ir al baño...
—No. Sólo lo vi regresar a la cama.

—Gracias, muchachos. Ahora interrogaré a los demás


—dijo Santelices. Guardó la libreta en que había hecho algunas anotaciones y
caminó hacia la puerta:
—¿Vamos? —invitó.
—¿Podría estar presente en sus interrogatorios?
—preguntó Emilia, antes de que el inspector se le escapara.
—¿Podríamos? —corrigió Diego. El hombre pareció dudar.
—En algún escondite —siguió ella.
—Bueno, pueden.
Eugenio Santelices reunió nuevamente a los huéspedes en torno a la mesa del
comedor. Se acercó a Sara, sacó el papel de la bolsa plástica y le preguntó:
—¿Reconoce esta letra?
—¡Es de Pola! —exclamó sin titubear.
—¿Tiene algún otro escrito de ella?
Sí. La libreta con la lista de las compras de la semana
—dijo la mujer, dirigiéndose a la cocina. Regresó de inmediato con un pequeño
cuaderno forrado en papel de regalo.
Santelices lo abrió en cualquier página y comparó las letras. Observó concentrado
durante un buen rato.
—Es su letra —dictaminó.
—Inspector, nos tiene en ascuas. ¿De qué se trata?
—preguntó Matilde.
—Esta nota —explicó el hombre— la dejó Pola en su velador. —Y la leyó en voz
alta.
—¿Entonces fue suicidio? —la voz de Vilma sonó trémula.
—¿Y ella es la asesina? —se espantó Juaco.
—¡Dios santo! —dijo Adrián.
«

—¡Por culpa tuya y de tu marido! —gritó Sara, histérica, apuntando a Vilma con el
dedo.
Santelices intervino con voz firme:
—Entiendo su dolor, señora, pero es necesario que se calme. La verdad saldrá a
luz, no le quepa duda.
A las dos de la tarde, todos comían sin ganas pan y queso, cuando el celular de
Eugenio Santelices sonó en su bolsillo. Contestó de inmediato y escuchó
atentamente. Sus únicas palabras fueron aló al inicio y gracias al final. Luego
guardó con parsimonia el celular y declaró sin rodeos:
—Paulina López Meneses murió de un derrame producido por un golpe en la
cabeza.
—Obvio. Si cayó desde el balcón —comentó el Poroto.
—Debido a la caída, tenía contusiones múltiples y un golpe en la sien. Pero hay
indicios de que también habría recibido un golpe en la nuca antes de caer al
precipicio.
—¡¿Qué?! —exclamó Adrián.

—¿O sea que se cayó dos veces? —siguió el Poroto.


—¡No entiendo nada! —dijo Juaco—. ¿Qué le pasaría por la mente a esa niñita
para hacer una cosa así?
—Muchas cosas pasaban por la mente de Polita
—respondió Sara con tristeza.
—Inspector, ¿por qué no nos aclara lo que dijo del golpe? —pidió Vilma.
—No hay nada que aclarar. Recibió un golpe en la nuca antes de caer al vacío —
fue la escueta respuesta.
—¿Y cómo saben que fue antes? —preguntó el Poroto.
—Por la posición del cuerpo. —¿Está seguro de lo que dice? —manifestó Adrián.
—Los peritos no se equivocan
Capítulo Dieciséis
EL INTERROGATORIO
Sentados en la tina de baño y con la cortina corrida, Emilia y Diego escuchaban
las voces de Matilde y del inspector.
—Quiero que me diga todo lo que recuerde de las noches de los dos crímenes y
que me hable de...
¿Cómo dijo usted? ¿Un mal a distancia?
—Exacto.
Emilia escuchó el fuerte suspiro de Matilde y hasta imaginó su rostro mirando el
techo antes de comenzar a hablar.
—La noche en que murió Aparicio —dijo—, Emilia y yo nos despertamos con el
graznido estridente del chihued, un pájaro de mal agüero.
—¿Está segura de que era el grito de un pájaro?

—Puedo equivocarme, pero todos los signos me dicen lo contrario.

—¿Signos? ¿Qué signos?


—Mire, inspector, hay varios pájaros que anuncian desgracias. Y hace días que
tanto en la casa de
Aparicio como aquí distintas aves agoreras nos han visitado. Por otra parte, Vilma
ha sido blanco de maleficios.
—¿Maleficios?
—Sí. Se enfermó del susto. Tiene una sajadura en un brazo y ha sufrido varios
desvanecimientos. El médico que acudió a verla diagnosticó una intoxicación, pero
yo no estoy tan segura; ella tampoco, y yo le creo.
—¿Y usted piensa que se puede intoxicar a distancia?
—Una persona se puede asustar tanto que llega a un estado de ansiedad y pavor
que la enferma.
—¿Y por qué puede asustarse tanto una persona?
—¿Usted no se asustaría si un día, sin causa alguna, despierta con un rasguño en
un brazo que aparece de la nada y no le duele a pesar de su profundidad? Los
que viven por aquí sabemos que eso existe.
—Volvamos a esa noche. Aparte del grito del pájaro,
¿algo más llamó su atención?
—No. Me quedé rápidamente dormida.
—¿Conoce bien a los que están aquí?
—Sí, son mis amigos.
—¿Alguno de ellos tenía problemas con Aparicio o con Pola?
—Con Aparicio.
—¿Qué tipo de problemas?
—Financieros. Aparicio tenía a Juaco y a su hijo entre la espada y la pared por un
dinero que le debían. Pola estaba peleando el aumento de la pensión alimenticia
para su hijo, que es también hijo de Aparicio, y Sara la apoyaba.
—¿Y alguien tenía problemas con Pola?
—Que yo sepa, salvo a Sara, a nadie le importaba esa muchacha.
—Y la noche que murió Pola, ¿escuchó o vio algo que le pareciera extraño o fuera
de lugar?

—Nada que recuerde.


—Bien, doña Matilde, nada más por el momento —dijo el inspector.
Por el olor a humo los muchachos supieron que el que ingresaba en el cuarto era
Adrián Mateluna.
—¿Oyó usted algo que despertara su curiosidad la noche en que murió Aparicio
Retamales?
—No, nada.
—¿Salió en algún momento de su pieza?
—No. Sólo me levanté al baño.
—¿A qué hora fue eso?
—No tengo idea, porque no miré el reloj. Talvez Diego pueda decírselo, porque se
despertó cuando volví a la cama.
—¿Qué relación tenía usted con el muerto?
—Lo conocí al llegar a Chiloé, hace ocho meses. Teníamos una relación de
amistad más bien superficial.
—¿Y con la viuda?

—Ella es una artista de gran sensibilidad y le he tomado mucho cariño.


—¿Cariño solamente?
—¿A qué se refiere?
—A lo que usted se imagina. ¿Está seguro de que no salió de su cuarto la noche
en que murió Aparicio Retamales?
—Seguro.
—¿Y que me respondería si yo le digo que lo escucharon hablar en el pasillo con
una mujer?
—Le respondería que esa persona mintió o me confundió.
—¿Y la noche en que murió Pola?
—¿Qué?
—¿Salió de su cuarto? ¿Escuchó o vio algo que llamara su atención?
—Ni salí de mi cuarto, ni escuché ruidos.
—Nada más por ahora.

Diego y Emilia oyeron un seco "con permiso" de Adrián, seguido de unos pasos.
Sorpresivamente el inspector preguntó:
—¿Le quedaron bien lustrados los zapatos?
—¿Qué...?
—Veo que están brillantes.
—¿Está bromeando, inspector?
—Algo así. No me haga caso... por el momento.
La siguiente entrevistada fue Sara, que negó haberse movido de su pieza la noche
de la muerte de Aparicio y dijo no haber escuchado el grito.
—Esa noche, igual que la siguiente, la pasé con Monchito. Pola estaba tan
cansada y nerviosa que decidí quedarme con el niño. Y me costó tanto hacerlo
dormir, que cuando lo logré caí como piedra.
—O sea que su protegida durmió sola las dos noches.
—Sí, pero... ¡no me va a decir que sospecha de Pola!
—Yo no he acusado a nadie. Pero tampoco descarto a nadie. Ni a los muertos.
—¡Inspector, cómo puede decirme eso! ¡Usted es un insensible!
—Soy un detective.
El llanto ahogado de Sara llegó hasta los oídos de los muchachos, junto con una
exclamación.
—¡Nunca había escuchado algo tan absurdo!
—Sólo constato hechos. Y ahora me gustaría saber lo que hizo la noche de la
muerte de Pola.
—¿Lo que hice? ¡Dormir como pude, después del asesinato de la noche anterior!
—Hábleme de la infusión de hierbas que se supone bebió su protegida esa noche.
—Todos los días, antes de irse a dormir, ella bebía una agüita de alcacheo. La
preparaba a la hora de la cena, porque le gustaba tomársela fría.
—¿Usted la vio esa noche, cuando se la preparaba?
—Sí, claro. Estábamos todos en la cocina, o sea que no sólo la vi yo. Pero esa
noche ella agregó a su infusión tres pétalos de la flor del chamico, una planta que
los mapuches usan para dormir y que algunos dicen que provoca alucinaciones.
—¿Lo hacía con frecuencia?
—¿Qué cosa?
—Beber de ese chamico.
—No, pero después de lo que había pasado, es comprensible que mi pobre Pola
buscara un sueño más profundo.
—Alucinaciones... alucinaciones... —repitió el inspector en voz baja.
—¿Me va a decir que usted piensa que ella se drogó y que por eso se tiró por el
balcón?
—Sólo reúno antecedentes, señora, ya se lo dije. Otra pregunta, ¿usted se
quedará a cargo del niño, verdad?
—El niño era su constante preocupación. Y tanto así que dejó establecido ante
notario su voluntad de que Monchito quedara bajo mi tutela si a ella le pasaba
algo.
¡Como si lo hubiera intuido! Pola era huérfana y antes de que yo la acogiera supo
lo que era estar sola en el mundo.

—Una última pregunta: ¿se cruzó usted por casualidad en el pasillo de las
habitaciones con Adrián Mateluna la noche de la muerte de Aparicio?
—Ya le dije, esa noche no me moví de mi cuarto. Cuando la puerta se cerró,
Emilia y Diego salieron de la tina, estiraron sus piernas y se asomaron al
dormitorio.
—¿Qué tal? —preguntó el inspector.
—Escuchamos todo —respondió Emilia.
—¿Alguna conclusión?
—Si los pétalos de la infusión que bebió Pola eran alucinógenos —dijo Diego—, la
teoría del suicidio cobra sentido: bebió para envalentonarse.
—¿Y el golpe en la nuca? —preguntó el inspector.
—Si alguien cae de tanta altura, ¿no es normal que tenga un golpe en la cabeza?
—El golpe en la nuca no corresponde a la posición en que fue hallado el cuerpo, a
no ser que ella hubiera ido rodando y dando botes.
—¿Y eso puede haber sucedido, no? —siguió Diego.
—Poco probable por la situación del acantilado: en el aire no se dan botes.
—¿Y qué opina de la posibilidad del mal a distancia?
—preguntó Emilia.
—No descarto nada.
—Inspector, ¿está hablando en serio? —se asombró Diego.
—¿Y si consideramos el mal a distancia como un mandato? —respondió el
inspector.
—¿Como Al Capone a sus sicarios? —creyó entender Diego.
—Digamos que un brujo Al Capone y muchos brujos sicarios.
Emilia y Diego no supieron si el inspector hablaba o no en serio.

Capítulo Diecisiete
SIGUE EL INTERROGATORIO
—¿Podría sacarse el chicle de la boca? —escucharon los muchachos que pedía
el inspector.
—¿Y dónde lo dejo? ¿En el baño? —la voz del Poroto sonó con su displicencia
acostumbrada.
—Bótelo aquí nomás, en el papelero. Y deme su nombre completo, por favor.
—Poroto.
—Su nombre, no su sobrenombre.
—Eleuterio de las Mercedes Cárdenas Huen- chucao.
—Dígame, Eleuterio, lo que hizo y escuchó la noche de la muerte de Aparicio.
—Dormí. Sólo desperté en un momento con los ronquidos del caballero, pero lo
llamé al orden, o sea al silencio, y me volví a dormir.

—¿No se levantó en ningún momento?


—No... ¡Ah, sí, al baño una vez!
—¿Abrió para algo la puerta de su dormitorio?
—¿Para qué la iba a abrir?
—¿Y si yo le dijera que la puerta de su dormitorio estaba entreabierta y luego fue
cerrada?
—¿Me lo está diciendo o es un decir?
—Se lo estoy diciendo, alguien la vio cerrarse.
—Sería el caballero.
—¿Y no sería usted?

—Bueno, la verdad, inspector, es que yo me acosté bastante mareado con el vino


y el licorcito de oro ese. Así es que puede dudar de todo lo que le digo. En una de
ésas yo mismo la abrí, confundiéndola con la del baño. Me acuerdo haber abierto
puertas, pero no haberlas cerrados cerrado. Para serle franco, jefe, yo estaba
bastante mal.
—¿Y qué me puede decir de la noche de la muerte de Pola?
—Ah, esa noche sí que escuché varias cosas. Primero, todos salimos al pasillo
porque el mocosito no paraba de chillar. Y mucho rato después, no sé qué hora
sería, me desperté con una pesadilla que se me hizo realidad.
—¿Cómo es eso?
—Le cuento. Estaba soñando que el Trauco caminaba por el pasillo arrastrando
sus pezuñas. Venía a llevarse a la ruciecita santiaguina y...
En la tina, Diego y Emilia se miraron.
—...Entonces yo me levantaba a defenderla... ¡Y ahí me desperté! Pero cuando
abrí los ojos, el Trauco seguía caminando por el pasillo.
—¿Seguía caminando por el pasillo? ¡Y usted seguramente salió para atraparlo!
—intervino el inspector, socarrón.
—¿Se le ocurre? ¡Jamás me metería con el Trauco! Me volví a dormir nomás.
—Bien, Eleuterio, dejaremos hasta aquí el interrogatorio. Quiero que le quede bien
claro que esta situación no es para bromas y usted es sospechoso de asesinato,
como cada uno de los que durmieron aquí la noche en que murió Aparicio
Retamales y la noche en que murió Paulina Meneses.
—Como usted diga, inspector —respondió el Poroto, esta vez respetuoso.
—Adelante, Vilma, tome asiento.
—Gracias, inspector.

Sé que para usted es muy difícil todo esto, pero me veo en la necesidad de
hacerlo para aclarar los crímenes.
—La palabra crimen me sobrepasa, inspector.

Emilia y Diego escucharon que Vilma se sonaba. Santelices carraspeó.


—Cuénteme, señora, de la noche en que murió su marido.
—Él estaba muy exaltado. Tenía conflictos con la madre de su hijo.
—¿Qué tipo de conflictos?
—Esencialmente de dinero. Pola pedía y pedía, sin límites. Y Aparicio, que en ese
sentido era un hombre muy cuidadoso, se sentía pasado a llevar.
—¿Cuidadoso o avaro? —el inspector no se anduvo con rodeos.
—Muy cuidadoso, diría yo. Y ese día tuvo una discusión con Pola y otra con Sara.
—¿Él no mantenía a su hijo?
—Claro que sí, y muy bien. Pero Pola, aconsejada por Sara, siempre exigía más.
Y según Aparicio, Sara ocupaba parte de ese dinero en pagar sus deudas y hacer
trabajos de ampliación en la hostería. Sara exigía de Pola esa retribución.
—Volviendo a esa noche, ¿vio usted a su marido salir del dormitorio?
—Esa noche yo me fui a dormir temprano, porque me sentía mal. Tomé mis
pastillas para dormir y no recuerdo más. Me desperté a la mañana siguiente y me
di cuenta de que la cama de mi marido permanecía intacta. Lo demás ya lo sabe
usted.
—¿Por qué se sintió mal?
—¡Ay, inspector, si yo lo supiera! Siempre pensé que la víctima sería yo. ¿Y sabe?
No descarto la idea de que podría ser la tercera. ¡Sigo aterrada!
—Doña Matilde ya me contó de su sajadura, de sus desvanecimientos y de que
usted está siendo sometida a un mal a distancia. Por curiosidad, ¿me puede
mostrar su sajadura?

—Ya ha disminuido, pero mire... El silencio duró unos segundos. —¿Muy


dolorosa?
—Nunca me ha dolido.
—Usted cree en la brujería, parece.
—Hasta llegar a Chiloé, para mi toda era pura superstición. Pero después de unos
años aquí, hasta mi arte se ha visto impregnado por la magia.
—La noche de la muerte de Pola, ¿escuchó algo?
—Solamente el llanto del niño. Todos lo escuchamos, puesto que salimos a mirar.
—¿Y luego?
—Cuando escuché llorar a Monchito ya había tomado mis pastillas, así es que
volví a la cama y caí hasta el otro día en la bendita irrealidad.
—Le haré una última pregunta: ¿quién cree usted que asesinó a su marido?
—Le responderé de otro modo: creo que para varias personas la muerte de
Aparicio fue conveniente.
—¿Para quiénes?
—Para que no parezca acusación, le diré que sólo Emilia, Diego y su tía no se
favorecen con la muerte de mi marido.
—¿Y usted, señora, se favorece?
—Yo con él lo tenía todo. Ahora que me he quedado sola, nada tiene sentido para
mí. El asesino de Aparicio tendrá que pagar en esta vida o en la otra todo el mal
que ha hecho.
—Su nombre es Joaquín Cárdenas, ¿no?
—Sí, Juaco para los amigos.
—Bien, don Juaco, dígame: ¿qué relación tenía usted con Aparicio Retamales?
—Una relación indirecta: era el j1e65fe de mi hijo.
—¿Era un buen jefe?
—¡Vaya preguntita! —¿No lo era?
—Aunque recto, era duro. No dejaba pasar una ni se conmovía por nada.
—¿Tuvo problemas con su hijo? —Sí, lamentablemente. —¿Qué tipo de
problemas?
—El Poroto es joven y, usted sabe, los chiquillos hacen leseras.
—Concretemos: he sabido que su hijo robó. ¿O me equivoco? —No.
—Y el señor Retamales lo iba a demandar. —Sí.
—Y ahora ya no hay demanda. —¿Me está acusando?
—¿Qué hizo la noche de la muerte de Aparicio? —fue la contestación del
inspector. —Dormí.
—¿Y no escuchó nada? —Nada.
—-¿Ni siquiera un grito?
—Ah, sí, pero creí que era el Poroto que estaba con pesadillas.
—¿Escuchó a su hijo levantarse al baño? —¿Fue al baño? —Así dice él. —No lo
oí.
—¿Abrió o cerró usted la puerta; de su habitación a lo largo de esa noche?
—No.
—¿Y qué me puede decir de Pola?
—Le tenía mucho cariño a esa niña; su vida era muy triste. Siento mucho su
muerte y entiendo que haya querido quitarse la vida.
—¿Y siente la muerte de Aparicio?
Como respuesta, los jóvenes en la tina escucharon un golpeteo metálico sobre la
madera.
Cuando Diego y Emilia salieron del baño, Eugenio Santelices leía concentrado en
su libreta.
—Estoy algo cansado, muchachos. Ya que dejó de llover, saldré a dar una vuelta
a ver si se me aclaran las ideas.
Los tres abandonaron el cuarto. Los jóvenes se encaminaron hacia la sala y el
inspector hacia la puerta de salida.
La gran sala estaba desierta. Al parecer todos se habían refugiado en sus
habitaciones luego del interrogatorio. Emilia tomó de la mano a Diego y lo condujo
hacia el sofá floreado donde los dos se dejaron caer.
E M IL IA EN C HI LO
—¡Estoy agotado y no he h e c h o n a d a ! —dijo Diego.
—Si supieras cómo estoy yo. Debe ser la tensión. Mi mente es un puzzle cuyas
piezas se unen y desunen.
—¿Qué estás pensando, Emilia?
Emilia no respondió. Se echó hacia atrás, bostezó, cerró los ojos, estiró los brazos
y los dejó caer.
Una de sus manos se apoyó sobre la rodilla de Diego y la otra se hundió en el
espacio entre el cojín y el brazo del sillón. Sus dedos juguetearon con algo duro y
de inmediato la mano se levantó con su presa: un pequeño tubo de vidrio.
—Tengo que mostrarle esto al inspector.
Cuando guardaba su hallazgo en el bolsillo del jeans, sus dedos tropezaron con
algo duro. Miró el palito amarillento y se dijo que tenía que hablar con Matilde.
Capítulo Dieciocho

UNA A UNA LAS NUBES SE DISIPAN


El pizarrón del cielo había pasado de negro a gris, de gris a blanco y de blanco a
un azul profundo. Nubes ambiguas, transparentes y deshilacha- das aún vagaban
sin rumbo, como buscando el amparo del techo oscuro que ya no estaba. Al
fondo, sobre el horizonte del mar, una mancha negra se alargaba, huyendo de la

claridad. Un calor de chimenea comenzó a subir desde la tierra y las plantas


esponjadas elevaron sus hojas hacia ese sol que les daba la bienvenida. Los
pájaros salieron de sus escondites y dieron inicio a un concierto de gorjeos, al que
siguió un aplauso de alas en el aire.

El inspector se paseaba con las manos en la espalda y los ojos fijos en las aguas
ahora quietas del mar de Isla Tranqui. Era tal su abstracción que al ver aparecer a
los muchachos dio un respingo.

—¿Qué pasa? —se sobresaltó.


—Inspector, descubrí algo —dijo Emilia, agitada.
Los tres siguieron caminando por el sendero rodeado de nalcas y espinillos. Emilia
gesticulaba, Diego asentía con la cabeza y el inspector escuchaba con atención.
Luego de una larga conversación, Eugenio Santelices apoyó sus manos en los
hombros de Emilia y dijo con seriedad:
—El caso, al parecer, es tuyo. Reúne a la gente y haz lo que tienes que hacer. Yo
estaré a tu lado.
—Y yo también —aprobó Diego, mirando a su novia con admiración.
El salón nuevamente acogía a los huéspedes del Lucerna. Sara, vestida de negro
y con su cara de luna más pálida que nunca, servía café. Vilma, sentada junto a
un Adrián de barba crecida y aspecto desaliñado, se veía disminuida y más
ojerosa que nunca; ahogaba un bostezo tras otro mientras sus ojos se perdían en
el cielo claro que mostraba la ventana. Juaco, serio, hosco y con los labios
apretados, miraba a su hijo estirarse sobre el sillón, como si estuviera en una
distendida reunión de amigos. Matilde, la única que seguía con su chal al revés,
estaba inmóvil y ausente, con sus manos cruzadas sobre el regazo en actitud de
meditación profunda. Emilia y Diego, sentados en el suelo, se apoyaban en la
pared.

Señores, ha llegado el momento de la verdad comenzó Eugenio Santelices,


mirando a su auditorio.

—¿Hay que aplaudir? —preguntó el Poroto. Un silencio pesado respondió a su


exabrupto.
—Después de analizar los hechos —siguió el inspector—, hemos llegado a ciertas
conclusiones definitivas. Porque los hechos, que en estos casos llama- remos
pruebas, hablan por sí mismos.
—¿Hemos? —se extrañó Adrián.
—¿Hay pruebas? —preguntó Vilma
—¿Podría ser más explícito? —siguió Juaco.
—A eso voy. Respondiendo al señor Mateluna, hemos significa hemos. O sea, un
verbo en plural. Eso quiere decir que no trabajé solo en este caso, sino que tuve
una magnífica ayuda que a su debido tiempo conocerán. Y en cuanto a las
pruebas de las que quiere saber la señora Retamales, las iremos conociendo una
a una. ¿Soy lo suficientemente explícito, don Joaquín?
El aludido no respondió. El inspector carraspeó y su cabeza giró lentamente,
deteniéndose un segundo en cada rostro. Al fin su voz sonó lúgubre.
—Entre nosotros hay un asesino.
—¿Aquí en el Lucerna? —alzó la voz Matilde.
—Ahora lo sabrán. Ustedes han sido testigos de dos muertes en un breve lapso.
La primera, de Aparicio Retamal1e69s, tenía las trazas de un accidente; pero
luego salieron a luz detalles que sembraron dudas. ¿Cómo podría un hombre bajo
de estatura y además borracho tomar impulso y subirse a una alta baranda sin
soltar la copa que sostenía en la mano? En la segunda tragedia, todos los indicios
apuntaban al suicidio de Paulina López, pero... ¿por qué la occisa, que cayó de
bruces sobre los espinillos tenía un golpe contundente en la nuca? ¿Por qué dejó
en su velador un papel arrugado y sucio, en vez de una nota pulcra, como era ella
y todo lo que la rodeaba?
No volaba una mosca. El inspector caminó dos o tres pasos, se acercó al
ventanal, miró hacia afuera y siguió con su vista la flecha silenciosa de un
escuadrón de pelícanos que volaba a ras del mar.
—Comenzaré con usted —dijo abruptamente, sin volverse a su público. Luego dio
un lento giro y apuntó con un dedo al antropólogo.
Adrián sacó su brazo del hombro de Vilma y se enderezó.
—¿De qué se trata? —alzó la voz, con vehemencia—. Usted no puede...
—Yo puedo, señor. Para eso estoy aquí.
—Pero me está acusando.
—¿Quien le dijo que lo estaba acusando?
—Su dedo...
—Mi dedo los apuntará a todos. Usted aseguró no haber salido de su habitación la
noche de la muerte del señor Retamales. Sin embargo, alguien lo escuchó hablar
en voz baja en el pasillo con una mujer.
—¡Esto ya se lo dije, inspector! ¡Ese alguien mintió o se confundió!
—Ese alguien lo reconoció por su tos de fumador, la única tos del único fumador
que hay entre nosotros.—¿Y si otro me quiso imitar?
—¿Para que lo escuchara quién? —La pregunta del inspector brotó instantánea.
—El que escuchó.
—Sea racional, señor Mateluna. El testigo fue casual. Sería mejor que aceptara
que esa noche estuvo en el pasillo hablando con una mujer. Le aseguro que la
verdad no lo va a condenar.
—¡No salí de mi pieza esa noche! —afirmó categórico el antropólogo.
—Mmm... Sus zapatos se movieron solos entonces... —ironizó el inspector.

Adrián bajó la cabeza y apretó los puños.


—¡Qué ridículo!
Santelices pasó por alto el comentario y esta vez su dedo indicó a Sara.

—Me pregunto cuán triste estará usted, señora, con la muerte de su protegida.
—Muy triste. Para mí era como una hija y eso todos lo saben. No entiendo por qué
lo pregunta.
—Se lo pregunto porque es un hecho que desde el momento en que obtenga la
tuición del niño, el dinero que a él le corresponde legalmente por ser hijo de
Aparicio, será administrado por usted.
—¿A dónde quiere llegar, inspector?
—Esas dos muertes la favorecen, señora.
—¿Me está acusando de un doble asesinato? ¡No lo puedo creer! ¡Es lo único que
me faltaba! —Y la mujer estalló en un llanto histérico.
—Le repito lo mismo que dije a don Adrián Mateluna: no acuso, constato hechos.
Matilde se puso de pie y lanzando una mirada fulminante al policía, sacó una
servilleta de papel de la bandeja del café y se la pasó a su amiga para que
enjugara sus lágrimas.
Sin dar pie a más comentarios, Santelices siguió con Vilma.
—Señora, usted dice que con la muerte de su marido lo perdió todo. Eso puede
ser en el terreno emocional. Pero en el terreno práctico hereda una parte de su
fortuna. Por otro lado, no hay nadie que atestigüe que usted durmió de corrido esa
noche y la siguiente, sólo su palabra.
Vilma, instintivamente, cogió la mano de Adrián y exclamó:

—¡Esto es una pesadilla!

El dedo del inspector reanudó su trayectoria. Esta vez apuntó al Poroto.


—Voy a ser directo. Usted, Eleuterio Cárdenas, aseguró no haber salido de su
cuarto la noche de la muerte de Aparicio Retamales. Sin embargo, alguien vio la
puerta del dormitorio entreabierta antes de las tres de la madrugada y varios
minutos después la escuchó cerrarse. Por otra parte, la muerte del señor
Retamales significa para usted el fin de sus pesadillas.
—Sí, tiene razón. La muerte de ese tipo me vino como anillo al dedo, pero yo no lo
maté. Y no salí de mi dormitorio.
—Entonces, si no fue usted, esa puerta la abrió su padre. —El dedo del inspector
giró hacia Juaco—.

Padre e hijo duermen juntos. ¿Quién protege a quién?, me pregunto.


—Inspector... —comenzó Juaco.
—¡No, viejo! ¡Fui yo el que dejó la puerta abierta y tú sólo la cerraste! —exclamó
el Poroto a viva voz.
—Me pregunto para qué mintió el padre al decir que no había cerrado una puerta
porque nunca estuvo abierta o para qué mintió el hijo al decir que no recordaba
haber dejado una puerta abierta. Acabamos de comprobar que se protegen el uno
al otro —intervino el inspector.
Juaco enrojeció violentamente y miró a su hijo, que lo observó, lívido.
El inspector, inmutable, siguió hablando:
—Descarté desde un comienzo a tres personas: Matilde Olivares, Emilia Casazul y
Diego Monteverde. Ellos no tenían ningún motivo para cometer los asesinatos.

Se volvió a Emilia y con un gesto la invitó a ponerse de pie.


Capítulo Diecinueve
ACTO FINAL
Todos miraron estupefactos a Emilia. Su pelo castaño estaba cogido al descuido
con una peineta sobre la nuca. La polera verde y arrugada y los jeans sucios en
las rodillas mostraban que su aspecto no había sido la gran preocupación en las
últimas horas. Un dejo de tristeza apareció en sus ojos cuando comenzó a hablar.
—Me da mucha pena lo que tengo que decir. Aunque solamente los he conocido
superficialmente, me han caído todos muy bien y el hecho de que sean amigos de
Matilde aumentó mi simpatía. Es por eso que lo sucedido en estos dos días
supera todo lo que me ha tocado ver y vivir anteriormente junto al inspector
Santelices.
Emilia, pese a su juventud, se veía madura y decidida.

—Lo que más nos ha impactado, al inspector, a Diego y a mí, es la presencia de


lo mágico en todos estos hechos: sajaduras, pájaros agorero,'. y brujos
convertidos en buhos presagiaron lo que iba a venir y sucedió. ¿Tiene esta tierra
elementos tan distintos al resto del país como para convertir lo fantástico en real?
¿Puede una realidad común y corriente ser envuelta en una magia de tal
envergadura que al paso de los días queda ahogada por lo sobrenatural, igual
que el peñasco en la montaña helada que al caer de se transforma en alud?
Matilde miraba a Emilia con una sonrisa perpleja, los llanas la escuchaban con los
rostros tensos, a la espera do lo que vendría. Diego se había sentado a
horcajadas en una silla y apoyaba brazos y mentón contra el respaldo. El inspector
permanecía de pie en una esquina.
Emilia respiró hondo. Sabía que no podía dilatar más la revelación.
—Afortunadamente, gracias a la presencia de la Policía de Investigaciones
logramos quitar la nieve que envolvía el peñasco y desnudarlo a nuestra vista. El
inspector ya mostró las debilidades de cada uno frente a la muerte de Aparicio.
Pero Pola... ¿quién podría querer matar a Pola? En un comienzo todos
pensamos que su denso día 1 un suicidio,

Algunos mintieron en el interrogatorio. Adrián dijo que no había salido de su


habitación la noche de la muerte de Aparicio. Sin embargo, un zapato dejado para
su limpieza, que estaba volcado, mostró que él o Diego lo había pasado a llevar al
salir del dormitorio. Por otra parte —Emilia miró directamente al antropólogo—,
esa madrugada sostuviste una conversación en voz baja con alguien en el pasillo
y yo te reconocí. Eran los mismos murmullos interrumpidos por la misma tos de
fumador que con Diego escuchamos una mañana en la iglesia de Castro, mientras
conversabas con Vilma.
Fue tal el impulso de Adrián al ponerse de pie, que su silla cayó al suelo.
—Siéntese, por favor, Emilia no ha terminado —ordenó Santelices.
Adrián miró a Vilma. Ella se encogió de hombros y bajó los párpados. Entonces el
hombre levantó con rabiosa energía la silla del suelo y volvió a sentarse en
silencio.
—-Juaco también mintió —siguió la muchacha sin alterarse, y dirigiéndose al
experto en papas—. Quizá porque salió de su cuarto, quizá para encubrir a su
hijo. La noche del primer asesinato, no sólo vi la puerta entreabierta de su
dormitorio, sino que más tarde la escuché cerrarse y junto con ello sonó el click de
su anillo contra el pomo. Era el mismo sonido que más tarde llegó a mis oídos
cuando el inspector lo interrogaba en su cuarto y Diego y yo escuchábamos
encerrados en el baño. ¿No es cierto, Juaco, que esa vez su mano golpeteo la
silla en un momento de nerviosismo?
Juaco abrió la boca como para decir algo, pero ningún sonido salió. El Poroto miró
a su padre con temor.
—Y pudiste ser tú, Poroto, el que abandonó la habitación y olvidó cerrar la puerta.
En cuanto a Sara siguió rápidamente Emilia, antes de que alguien la interrumpiera
—, aunque no hay evidencia de que has a salido de- su cuarto, no descartamos
la posibilidad. estuviera mintiendo: su conversación tealguien a quien aseguró
"que muy luego necesitaba dinero .,,de donde lo iba a sacar? Cuando quedo en
evidencia que ella se haría por lo tanto, de administrar su patrimonio.

-¡Muchacha ingrata y calumniadora! —gritó Sara, con el rostro descompuesto.


Matilde miró a Emilia con severidad y se acercó a su amiga para calmarla,
palmeando su hombro en un gesto tranquilizador.
—Y por último tenemos a Vilma, la viuda. ¿Qué móvil tenía ella? Obviamente la
herencia. La herencia de un marido tacaño, que guardaba bajo llave el maní, le
ponía una tapita de bebida al jabón para usar hasta su última burbuja y. lo más
importante, se negaba a financiarle una sala de arte. Vilma mintió, como muchos
otros
—¿Cómo puede ,, Emilita ' Vilma respiró con dificultad.
—Empezaré con tu sajadura y tus desvanecimientos
—la joven siguió hablando como si no hubiera escuchado la interrupción—. Dijiste
que te estaban haciendo un mal. Pero se supone que las sajaduras no duelen, ¿o
me equivoco, Matilde?
—No, no duelen —respondió Matilde, sorprendida.
—¡Claro que no duelen! —exclamó Vilma.
—Y si no duelen, ¿por qué contuviste un gesto de dolor cuando Diego cogió tu
brazo el día que visitamos el taller? En esa oportunidad Diego no solamente
comprobó lo musculosa que eras, sino que yo vi tu rostro contraído. Y con
respecto a tus desvanecimientos, ¿cómo es posible que alguien que se des- maya
desvíe el rostro lo justo y necesario para que su mejilla no caiga sobre una paila
de greda hirviente?
Esos dos hechos demostraron no sólo que la sajadura te producía dolor porque tú
te la habías provocado, sino que ese desvanecimiento fue estudiado y consciente.
—Emilia, no te sobrepases. Los desmayos de Vilma eran reales —intervino
Matilde, muy seria.
—Adrián, di algo, no sé de qué está hablando esta niñita
—agregó Vilma, mostrando sorpresa.
—¡Qué bien mientes, Vilma! —fue la respuesta de Emilia—. Al comienzo lograste
engañarnos, pero como siempre sucede en estos casos, se te fueron algunos
detalles.
—¿Cuál es la idea de dejar que esta niñita impertinente nos hable así, inspector?
—Adrián se enfrentó a Santelices, que permaneció mudo.
—Sigo —continuó Emilia, impertérrita—. El agua de alcacheo es de color verde
oscuro, ¿no, Matilde? Así la vi cuando Vilma bebió su infusión en ese restorán
junto a la feria artesanal. Pero luego, la que tomó en su casa no oscureció el agua;
por lo tanto, no era la misma hierba. Cuando entré al baño, recogí este palito que
encontré sobre el lavatorio —Emilia alzó un pedacito de madera entre sus dedos—
y lo metio en mi bolsillo. Más tarde se lo mostré a Matilde \ rila un dijo que era pillu
pillu, una corteza que eso produce intoxicaciones. Efectivamente. mi salud estaba
alterada, nunca perdía completamente Sabia lo que estaba haciendo, tomaba muy
bien su veneno, lo justo para ir hasta al médico que la vio. ¿Y todo para que? para
hacer creer que ella era la víctima y quedar así libre de sospecha.
—¡Pero que razonamiento más complicado! ¡Eso es surrealismo puro! —la
risotada de Adrián sonó estentórea—. Y aunque esa acusación fuera cierta, no es
una prueba de culpabilidad ni mucho menos.
—¿Auto envenenándome con pillu pillu? ¡Tendría que ser bruja para atreverme a
beber eso! —rió también Vilma, como quien escucha un chiste.
—Mucho de bruja tienes porque a mucho más te atreviste, Vilma. Te atreviste a
lanzar a tu marido al vacío. Él era pequeño y delgado y tú tenías la fuerza
suficiente para levantarlo. No sabes cómo nos impresionaste con Diego ese día en
tu taller cuando alzaste con una mano, como si fuera una pluma, ese pesadísimo
cincel de hierro. La madrugada del crimen me levanté a beber un jugo a la cocina
y escuché a Aparicio hablar en la terraza. ¡Pensé que en su borrachera le estaba
recitando a la luna! Pero en verdad era a ti, confundida entre las sombras, a quien
hablaba tiernamente. ¡Pobre hombre! Debe haber creído que habías ido a
buscarlo para llevarlo al dormitorio y no a la muerte. Minutos después, cuando
volvías a tu cuarto y te encontraste sorpresivamente con Adrián... ¡venías de
cometer un crimen!
—¡Esto no lo voy a tolerar! ¿Qué te has creído, calumniadora? ¿Cómo es posible
que no la hagan callar?
Vilma miro hacia todos lados en busca de apoyo.

—Lo siento, Vilma, pero nadie me hará callar. Porque no solamente lanzaste a tu
marido por el balcón, sino que al otro día lo hiciste con Pola. Y tuviste la suficiente
sangre fría para trasladarla desde el dormitorio hasta la terraza después de
haberla golpeado en la cabeza.
—No era el Trauco, entonces, al que escuché arrastrando las pezuñas —lanzó el
Poroto, sorprendido.
—Adrián, ¿no vas a hacer nada? ¿Te das cuenta de lo que está inventando esta
niña estúpida, con el be- neplácito del señor Santelices? ¿Creerán acaso que
también escribí el mensaje que dejó Pola antes de morir?
—En eso tienes razón. Ese mensaje era de Pola aclaró Emilia, antes de que
Adrián interviniera—.
No lo terminó porque la sorprendimos en la cocina mientras lo escribía, la noche
en que ayudamos a Sara a poner la mesa. ¿Recuerdas, Vilma? Le escribía a su
marido y cuando te vio aparecer lanzó instintivamente el papel al tarro de basura,
junto a unas conservas de chorito. El escrito, que despertó tu curiosidad, quedo
amigado e impregnado de olor a mariscos.
—¿Estupideces? ¿Es que no te das cuenta, Adrián, o no quieres darte cuenta? El
plan de Vilma era hacer creer que Pola había matado a Aparicio y luego se había
suicidado —respondió Emilia.
—Es muy fácil lanzar acusaciones a destajo para convertirse en heroína sin tener
ninguna prueba —se enfureció Adrián.
—Adrián, te aconsejo no seguir defendiéndola, por muy enamorado de Vilma que
estés. Te estás involucrando en un asesinato. Ya una vez la protegiste, cuando la
encontraste en el pasillo, de vuelta de su crimen. Quiero pensar que ella te
engañó y no que eres encubridor.
—Ella no me engañó. Había ido a la sala, a juntarse conmigo, porque sabe que
me levanto a fumar en mitad de la noche.

Vilma giró su cabeza y miró al antropólogo con terror. Emilia sonrió.


—¡Era el eslabón que me faltaba! Vilma era efectivamente la mujer con la cual
cuchicheabas en el pasillo! Le mentiste al inspector para no dejar en evidencia lo
que había entre ustedes, sin saber que para Vilma lo importante era ocultar que
esa noche no había tomado ningún sedante y que venía de la terraza.
¡No tilines pruebas para acusarme! Y por si no te das cuenta, Adrián está
mintiendo. ¡Jamás se encontró conmigo en el pasillo!
Adrián, como si en lugar de tener cogida la mano ile Vilma, tuviera una lagartija, la
soltó de inmediato.
-No hablo sin pruebas, Vilma —dijo Emilia, que, introduciendo su mano al bolsillo
del jeans, sacó, como un mago del sombrero, un pequeño tubo transparente con
pildoras blancas—. Aquí están tus somníferos. lisos que no has podido tomar,
porque no los tenias. ¡Me imagino con qué afán los buscarías! Al encontrar este
pequeño frasco recordé que la noche antes que muriera tu marido, tu cartera
estaba volcada en el sofá.
¡Ia reina de las pruebas! ¡Resulta que como no tome somníferos, maté a Pola!
¡Genial! —gritó Vilma, histérica.—Tú lo has dicho. Eres una asesina. Mataste a
Pola y te diré cómo. No sé si alguien se dio cuenta
—comenzó mirando a su impactado auditorio— de que tu preciosa bata de
levantarse de seda, ayer tenía un bolsillo descosido. ¿Qué pudiste haber
guardado ahí? Solamente algo muy pesado: la piedra del mortero de la cocina con
que golpeaste a Pola antes de llevarla a la terraza y lanzarla por el balcón. Crimen
perfecto, ¿no? Primero matas a tu marido y luego a Pola, haciéndola aparecer
como asesina y suicida.
— Que fácil, ¿no? —Vilma, echaba llamas por los ojos de quedarse sola en su
habitación, estaba dopa- da ¡Que ocasión más propicia para una mujer
musculosa, y con una piedra en la mano!
—Emilia buscó los ojos de la asesina para terminar—. Reconozco que fuiste
valiente, Vilma, al arrastrar su cuerpo inerte por el pasillo y arriesgarte a que
alguien te viera.
El pelo rubio y lacio de Vilma caía inocente, enmarcando un rostro que ahora
parecía el de una niña vieja. Su mirada dura y el rictus cruel de sus labios ya no
mostraban a la mujer frágil y tierna que tanta simpatía había provocado a Emilia.
Hasta el tono de su voz sonó como el silbido de una serpiente anunciando el
ataque.
—¡Maldita! ¡Niña desgraciada! Mi instinto me decía que desconfiara de ti.
—La hospitalidad de Sara te dio la oportunidad que hace tiempo buscabas para
deshacerte de tu marido. Y el mensaje de Pola fue tu varita mágica para llevarte
al crimen perfecto. ¿Te alcanzaste a sentir millonada, Vilma, aunque fuera por
un día? ¿Pensaste en cuantas galenas de arte podrías abrir? ¡Y qué descanso no
tener que pedir cada vez las llaves a tu marido para abril la despensa ni tener que
hacer día a día el papel de la amante esposa que no eras! Incluso, ahora
podrías casarte con Adrián, el hombre que nunca se da por vencido, como te dijo
esa mañana en la catedral de Castro y al que ahora podrías ayudar publicando su
libro.
Mientras Emilia hablaba, Vilma se fue acercando a ella. Súbitamente la asesina
dio un salto, sus brazos se estiraron como los tentáculos de un pulpo y cogie ron
el delgado cuello de Emilia con sus brazos de lena/as.
Emilia no alcanzó ni a decir ay antes de que diez dedos acerados se hundieran en
su piel y comprimieran su garganta.
Diego fue el primero en llegar a ellas. Cogió las muñecas de la mujer e intentó
separarlas del cuello de su novia. Pero la potencia de los brazos de Vilma era tan
poderosa < p i< el muchacho no lograba soltar esas garras que asfixiaban a su
presa.
Emilia ya tenia la visión borrosa. Con la nariz dilatada y los ojos cenados, aleteaba
y daba patadas en un inútil y desesperado intento por respirar. Pero el Poroto y el
inspector ya habían llegado en ayuda de Diego, y entre los tres lograron deshacer
el nudo mortal en que la asesina, con fuerza esquizofrénica, tenía envuelta a la
intrépida muchacha.
Capítulo Veinte
HASTA PRONTO, CHILOÉ
Emilia, recostada en el asiento del Luis y con los ojos cerrados, recreaba la
imagen de Matilde que la hacía beber un agua dulce y tibia con sabor a llores.
Sorbo a sorbo había ido recuperándose. Los huéspedes la rodeaban, el Poroto
lanzaba comentarios que no venían al caso y Diego acariciaba las marcas rojas
que esos dedos salvajes habían dejado en su cuello.
Mientras tanto Vilma, acurrucada en un sillón como un pájaro herido, miraba sus
muñecas esposadas como si eso no estuviera sucediendo. A su lado, Adrián le
repetía palabras de consuelo que eran también para estás enferma, estás
enferma. Tranquila, todo estará bien...".

—Me dio pena despedirme de mi tía —dijo Diego, sacándola de su abstracción—.


Para ella fue un lluro golpe; se había encariñado mucho con Vilma.
—A mí me dio pena Juaco. ¿Viste que el Poroto siguió tan campante como
siempre? La muerte de Aparicio lo alivió de una deuda que ni siquiera iba a pagar
él; y no pareció tomarles el peso a los asesinatos.
—Yo creo que ese aire burlón e indiferente del Poroto es una pose para no
mostrar debilidad. Es un poco desubicado, pero no creo que sea un mal tipo.
—-Juaco, en cambio, estaba muy impresionado. Casi no se le escuchó hablar.
Pasó dos días aterrado de que el Poroto hubiera sido el que lanzó a Aparicio por
el balcón.
—¿Tú crees?
—¡Pero si hasta mintió para protegerlo! Acuérdate de que aseguró no haber
cerrado la puerta del dormitorio.
—No me quedó muy claro ese episodio.
—El Poroto, borracho, creyó que la puerta del dormitorio era la del baño y la abrió.
Más tarde su padre la cerró.
Tan simple como eso.
—Mi linda detective, explíqueme algunos detalles más:
¿cómo te enteraste de que Vilma había sacado la piedra del mortero?
—La noche anterior, cuando entró ese pájaro a la cocina, tontamente busqué algo
pesado para lanzar al vidrio y espantarlo. Pero, por suerte para el vidrio, el mortero
estaba sin su moledor. Luego, a la mañana siguiente, me fijé en el bolsillo roto de
la bata de Vilma. Y dos más dos...

—¡Me voy a casar con un geniecillo! —ronroneó Diego en el oído de su novia.


—Sólo es observación —respondió ella. Y lo besó.
—Me quedé pensando en el mensaje de Pola: ¿qué habrá querido decir?
—Me imagino que cuando escribió "primero lo hice por mi hijo" se refería al juicio
que pensaba entablar contra Aparicio; "y ahora lo hago por mí" tenía que ver con
su dignidad. No te olvides que cuando llegamos al Lucerna los vimos conversando
y Aparicio levantaba los brazos en actitud rabiosa.
—¿Y qué irá a pasar con Vilma? —siguió Diego.
—La cárcel. A menos que se pruebe que está loca, lo que no creo. En esos
crímenes hubo premeditación y alevosía.
—¡Jamás lo habría imaginado cuando la conocí! ¡Si parecía un pollito asustado!
—¡Sí! ¡Pobre Adrián! —se compadeció Emilia.
—¿Por qué pobre? —saltó Diego—. ¿Qué tiene de pobre?

Ese hombre estaba perdidamente enamorado de Vilma y ella sólo lo usó. ¡Fue
una víctima!
—Sí, tal vez. Pero víctima o no, se entrometió en un matrimonio y fue un
encubridor —dijo Diego, severo.
—Tienes razón.
—¿Habrá también castigo para él, mi abogada sin piedad?
—Eso lo decidirá el juez.
—¡Qué muertes tan horrendas! ¿Y Sara y ese niño retrasado? ¿Tendrá ella la
fortaleza para seguir adelan- te con sus proyectos en ese lugar marcado por la
tragedia?—No me cabe duda de que sí. Tu tía la ayudará.
Se quedaron en silencio, tomados de la mano.
—Bueno, la última pregunta, Emilia. ¿Cómo lo pasaste en Chiloé?
Una risa clara precedió a la respuesta.
—Habría preferido algo distinto; pero los casos policiales me persiguen. Y si no
hubiéramos venido, no habría conocido a tu encantadora tía Matilde y no llevaría
estas hojitas de al cacheo en mi mochila. Nunca me imaginé, Diego, que en Chile
existiera un lugar donde uno se levanta y se acuesta con la magia; donde los
bosques alojan duendes, las plantas curan o matan, a las papas les nacen flores,
los pájaros cantan la suerte y los brujos vuelan emplumados.
—Tienes razón, Emilia; así como hay sueños que se convierten en realidad, en
Chiloé lo irreal es rutina diaria.
—¿Y sabes, Diego? Aunque las muertes de Aparicio y Pola fueron producto de la
pasión humana y no de los brujos. Pero como dijo Matilde, ¿podemos acaso negar
que fuimos advertidos por los pájaros? ¿Podemos acaso negar las señales que
vaticinaron la muerte?
Hasta la sajadura que se infringió Vilma para engañarnos, aunque no fuera mano
de brujos, se volvió contra ella, provocando su desgracia y su condena.
—¡Ay, mi chilotita, cómo te quiero! —rió el102muchacho.
El bus bajó del trasbordador, subió por la rampa que los alejaba del canal y
aceleró rumbo a Puerto Montt.
Atrás dejaban canelos y nalcas, palafitos y tejuelas de alerce, altares y
campanarios, curantos y chapaleles. Los dos muchachos con sus narices pegadas
a la ventana se despidieron también de esos cielos que dibujaban para ellos
sirenas, duendes y barcos fantasmas. Y cuando una bandada blanca los persiguió
volando por sobre el camino, los siguieron con la vista hasta que los pájaros se
hicieron nubes y las nubes se volvieron pájaros.
SUGERENCIAS PARA UNA LECTURA CREATIVA
LOS PERSONAJES

En esta novela, además de Emilia, Diego y el inspector San- telices -los


protagonistas habituales de la serie de aventuras de Emilia-, aparecen los
siguientes personajes: un padre y un hijo con problemas; un antropólogo
conflictivo; un rico industrial pesquero con historias de amores y desamores; la
encantadora pero también misteriosa tía de Diego, que quebraba empachos,
coleccionaba frasquitos contra extraños males y juntaba enemigos en torno a una
mesa; una joven escultora de los brazos rasguñados; la dueña de la hostería y su
protegida de trágica historia.
A continuación reproducimos algunas palabras dichas por cada uno o bien en
relación con cada uno. ¿Podrías identificarlos?
"Soy antropólogo y estoy escribiendo un libro", dijo

¡Al fin te conozco, Emilia. Te había visto en algunas fo- tos, pero me faltaba tu
sonrisa y la vivacidad de tus ojos verdes", son las palabras de "¿Cómo están
ustedes?", saludó un hombre bajito y an- cho de hombros, con una sonrisa tímida.
Era .
"Me encontré con él en el centro y tuvo la amabilidad de traerme", dijo la mujer,
presentando a "Es bonita y tranquila. Podría ser su hija por la diferencia de edad.
Nos hemos hecho amigas, pues ella se intere- sa mucho por la medicina natural,
tema que yo domino".
Se refiere a "Las apariencias engañan. Ese joven es un poroto podrido. Y su padre
no hace nada por mejorar su siembra". Se trata de .
"El jueves habrá una cena de bienvenida para ustedes en la hostería de una
amiga...". ¿Cuál es el nombre de la amiga?
"Es la protegida de mi amiga". Se llama .

¿DÓNDE SE ENCUENTRAN LOS PROTAGONISTAS EN ESE MOMENTO?


En los episodios que reproducimos a continuación, los protagonistas se
encuentran en lugares típicos de Chiloé. ¿Podrías indicar los lugares?
"Luego de algunos minutos de espera, un trasbordador llegó al muelle; abrió su
enorme boca y vomitó camio- nes cargados de algas, autos llenos de veraneantes
y mujeres a pie sosteniendo en sus hombros canastos con prendas de lana".
"En su interior hasta podrán sentir el olor del raulí, del coigüe, del alerce y del
ciprés"...
"Caminaron por callecitas angostas flanqueadas por ca- nastos, cuelgas de
cholgas secas, bufandas de coloridas lanas; ensaladeras y pocilios de las más
diversas maderas; chalecos, gorros y calcetines flameando como banderas al
viento; alfombras y

Mantas que aun exudaban el olor de las ovejas; manojos de lana natural blancos y
grises que sólo esperaban los palillos para transformar- se en prendas de ropa;
hierbas de todo tipo...".

DE LA SABIDURÍA DE TÍA MATILDE


Es interesante hacer un resumen de los conocimientos de la tía Matilde acerca de
los males y enfermedades que pueden aquejar a las personas, y de las recetas y
remedios que ella aplicaba. Aquí mencionamos varios de ellos. ¿Recuerdas tú
algunos más? ¿Cuál fue el que más te llamó la atención? ¿Habías oído hablar de
alguno de ellos?
Enfermedades y males de Chiloé
En Chiloé existen la enfermedad del susto, la del duende, el mal del aire, mal de
ojo, mal de amores y muchos otros.
La enfermedad del duende se contrae cuando una persona no entra con respeto al
bosque. El duende se enoja y le llena el cuerpo de granitos rojos que se hinchan
como furúnculos.
Para sanar del empacho hay que quebrarlo y esto se lo- gra con una hierba: el
culli hervido con azúcar; pero si esto no da resultado, los que saben deben hacen
sonar el hueso de la cola del enfermo.
Las sajaduras son rasguños hechos a distancia, y se reconocen porque no duelen.
Se supone que alguien con poderes los provoca para atemorizar a la víctima antes
de causarle el daño final.
Por lo general los males caen sobre los que no respetan un espacio sagrado,
mezclan alimentos indebidos o ge neran algún tipo de envidia.

De la flora y de la fauna
El ñanco, el pájaro que anuncia la muerte.
El chirrío, con su agudo trino, es el ave buena que vive entre las ramas.

La cuñeima, la llorque se transforma en muñeca y anuncia llorando que por ahí


cerca hay un tesoro.
El chucao es el pájaro que si canta a tu derecha te anuncia un día de suerte; pero
si canta a tu izquierda, tendrás un día lleno de problemas.
El chihued o tiuque nocturno anuncia con su grito enfer medad o muerte.
3. Creencias y costumbres
El Lucerna es un barco fantasma que navega por los mares de Chiloé. Es tan
grande como el mundo. Para recorrerlo de proa a popa se necesita de toda una
vida: se entra niño y se sale anciano.
Para que un teñido quede perfecto hay que tener buen ánimo y trabajar sin que
nadie mire a la persona que está aplicando la tintura; la vista muy fuerte hace mal
a las tinturas, y si hay muchas personas mirando, no pega el teñido.

En la cueva de Quicaví viven los brujos rodeados de to- dos los instrumentos que
necesitan para hacer sus bru- jerías. Estos brujos vuelan gritando "ticruco, ticruco"
para subir, y "ticraco, ticraco" para tocar tierra. Además usan un chaleco luminoso
que tiene poderes.

¿RECUERDAS?
Comprueba si recuerdas bien lo que has leído.
¿Dónde lee Emilia enchuecaduras, empacho, insomnio, mal de ojo, sajaduras, mal
de amores?
Cuando los protagonistas se reúnen en la tarde en casa de Aparicio, tienen lugar
estas dos escenas, que resumimos a continuación:
Después de poner las copas en una bandeja, Vilma pide a su marido las llaves de
la despensa.
Emilia trataba de lavarse las manos con un minúsculo pedacito de jabón al que le
habían ensartado una tapa de bebida... mientras miraba la pasta dental exprimida
hasta lo imposible.

¿Qué faceta del carácter de Aparicio lo revelan estas es cenas?


¿Quién fue para Emilia una persona "de plástico"? ¿A quiénes se refería con esta
expresión?
¿A qué se refiere tía Matilde al decir a Diego y a Emilia que les aseguraba que
cuando dejaran la Isla Grande llevarían en sus mochilas no solamente gorros y
calcetines de lana chilota, "sino una mirada distinta, muchas preguntas y algunas
certezas"?
¿Qué eran los flotadores naranja que molestaban tanto a Adrián?
¿Recuerdas la escena en que aparece un búho? Según Matilde, ¿quién era ese
búho? ¿Qué debían hacer para contrarrestar su influencia? ¿Y qué hizo Matilde
con los que no la obedecieron?
¿Cómo describirías a los personajes que aparecen en esta historia?

Cuándo ocurrió el primer asesinato, ¿quién pensaste tú que era el asesino? Y


cuando sobrevino el segundo,
¿de quién sospechaste?

¿QUÉ SIGNIFICAN ESTAS ORACIONES?


¿A qué olla de grillos nos está convidando?
Yo no creo en brujos, caray; pero que los hay, los hay.

SOLUCIONESSUGERENCIAS PARA UNA LECTURA CREATIVA


I. Los personajes
"Soy antropólogo y estoy escribiendo un libro", dijo
Adrián Mateluna.
"¡Al fin te conozco, Emilia! Te había visto en algunas fotos, pero me faltaba tu
sonrisa y la vivacidad de tus ojos verdes", son las palabras de Matilde, la tía
de Diego
"¿Cómo están ustedes?", saludó un hombre bajito y ancho de hombros, con una
sonrisa tímida. Era
Juaco.
""Me encontré con él en el centro y tuvo la amabilidad de
traerme", dijo la mujer presentando a Aparicio.
"Es bonita y tranquila. Podría ser su hija por la diferencia de edad. Nos hemos
hecho amigas, pues ella se interesa mucho por la medicina natural, tema que yo
domino". Se refiere a Vilma, la mujer de Aparicio
"Las apariencias engañan. Ese joven es un poroto podrido. Y su padre no hace
nada por mejorar su siembra". Se trata del hijo de Juaco, a quien
todos llaman Poroto
"El jueves habrá una cena de bienvenida para ustedes en la hostería de una
amiga". ¿Cuál es el nombre de la amiga? Sara.
"Es la protegida de mi amiga". Se llama Pola. VI.
Palabras cruzadas

ÍNDICE
Capítulo Uno
Entre el azul y el verde Capítulo Dos
Bienvenidos a Chiloé 13
Capítulo Tres
Amigos que no lo son 21
Capítulo Cuatro
Día de mercado 31
Capítulo Cinco Malditos diucones 41
Capítulo Seis
Amenazas y discusiones 51
Capítulo Siete
Turismo y algo más 63 ÍNDICE
Capítulo Ocho Isla Tranqui . .
115
Capítulo Nueve
Otra vez cantó el chucao 79 Capítulo Diez
71
¿Dónde está Aparicio? 91
Capítulo Once
Que nadie se mueva 99
Capítulo Doce
Bienvenido, Inspector Santelices 109
Capítulo Trece
Un brujo en la ventana 117
Capítulo Catorce
Gritos al amanecer 125
Capítulo Quince
Ahora lo hago por mí 133
Capítulo Dieciséis
El interrogatorio 141
Capítulo Diecisiete
Sigue el interrogatorio 149
Indice
o
Capítulo Dieciocho
Una a una las nubes se disipan 157 Capítulo Diecinueve
Acto final 165
Capítulo Veinte
Hasta pronto, Chiloé 177
Sugerencias para una lectura creativa 183

117

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