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Le Sillon Marc Sangnier

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LA RAZÓN HISTÓRICA. Revista hispanoamericana de Historia de las Ideas. ISSN 1989-2659

Marc Sangnier. Cristianismo y democracia.

Francisco Martínez Hoyos.

Escritor e historiador (España).

En Francia, durante muchos años, la izquierda consideró que ser católico y


ser un republicano era algo poco menos que imposible. La Iglesia, a sus ojos,
formaba parte del pasado. Por eso resultó tan novedosa la aparición a finales del
siglo xix de un movimiento como Le Sillon (El Surco), decidido firmemente a
reconciliar el catolicismo con las necesidades del mundo contemporáneo, desde
una clara simpatía a las aspiraciones más generosas del presente. Cuando los
creyentes, en lugar de oponerse o resignarse ante las ideas de su tiempo, fueran
sus defensores más apasionados, nadie pondría en duda su lealtad a la República y
a la democracia. Había que romper, pues, con el conservadurismo estrecho de
miras que caracterizaba aún a la mayoría de los fieles. Éstos debían colocarse
audazmente en la vanguardia de la vida nacional, no en una retaguardia tímida y
cobarde.

Un joven carismático

Al frente del Sillon encontramos la figura carismática de Marc Sangnier (1873-


1950). Hijo de la burguesía acomodada, estudió en el Colegio Stanislas de París, un
centro regentado por religiosos marianistas de tendencia liberal. Su director, el

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Padre Leber, era un “rallié, es decir, un partidario de aceptar el régimen


republicano, siguiendo las directrices de León XIII, sin por ello dejar de oponerse a
la legislación anticatólica.

Hacia 1893 se reúne con algunos condiscípulos en un sótano de la escuela,


“La Cripta”. Mientras tanto, un antiguo alumno funda un periódico, Le Sillon. Ambos
grupos se fusionaran seis años más tarde para crear el movimiento sillonista con
Sangnier al frente. Todos coinciden en su talento como orador, pero destacan
asimismo la indefinición de sus ideas. Pronto multiplicará las conferencias en
diversos ambientes, sobre todo en las escuelas, los seminarios o los cuarteles,
donde espera hacer nuevos adeptos empujado por su celo apostólico. Como el
magistral seductor que es, despierta adhesiones fervientes, hasta el punto que no
parece exagerado hablar de un cierto culto a la personalidad. Se le compara,
incluso, con un nuevo mesías, llegado para anunciar la Buena Nueva de la
democracia. Se convierte así en un líder de masas indiscutido.

Los obispos presencian maravillados el auge de este catolicismo ardiente. El


Papa, León XIII, se siente satisfecho.

Apóstol de la democracia
Pero esta luna de miel se rompe con el deslizamiento de los sillonistas hacia el
progresismo. En 1906, Sangnier dio su famosa definición de democracia como el
sistema que tiende a aumentar al máximo la conciencia y la responsabilidad cívica
de todos los ciudadanos. No bastaba, pues, con una buena legislación social. Cada
persona debía convertirse en el “guardián de la cosa pública” y debía colaborar en
el la obra común por más humilde que fuera su posición socieconómica. Pero su
contribución, por si misma, no bastaba sin la autoconciencia por la que el individuo
aprecia con exactitud en que consiste su granito de arena. “El alma de la República
quiere vivir en cada ciudadano”, sentenció Sangnier.
El cristianismo se convierte así en una fuerza imprescindible para la
democracia, la única capaz de impedir que el interés general y el particular
continúen disociados. Sus valores de justicia, verdad y fraternidad no son
abstracciones teóricas sino el fundamento del reino de Dios sobre la Tierra,

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sinónimo de las aspiraciones de la humanidad en su conjunto. Para el fundador del


Sillon, Dios, hecho hombre en Jesús, es la más alta expresión de estos ideales. El
cristianismo no puede ir desligado de la solidaridad con los desfavorecidos, ni de la
lucha contra las injusticias sociales. Dicho de otro modo: la fe implica combatir un
orden social fundamentado en valores paganos. Es absurdo, por tanto, que se
utilice la religión para justificar los abusos que la propia religión condena, tal como
hace la derecha oponiéndose a cualquier ley que favorezca a los trabajadores
aunque se trate de garantizarles el descanso semanal.
La creencia en Jesús, por tanto, hace posible la democracia. Es más,
constituye un condición sine qua non para su éxito.
Este lenguaje religioso suscitó numerosas críticas contra el sillonismo, al
que sus oponentes tildaron de socialismo místico, más utópico aún que el de raíz
marxista. Sangnier, defendiéndose con su elocuencia acostumbrada, recordó que
no era cierto que estuviera contra los empresarios, ni que predicara la revuelta
contra toda autoridad. Tampoco pretendía que el poder perteneciera por igual a
los más y a los menos capaces. Reconocía, por el contrario, la importancia de la
función patronal. El auténtico patrón, lejos de ser un rentista ocioso, es el cerebro
de la fábrica y puede llegar a ser el corazón si los obreros le quieren. No se trata de
eliminarlo como les gustaría a los socialistas, sino de conseguir que un número
cada vez mayor de personas pueda acceder a su estatus y ejercer sus funciones. La
responsabilidad económica no debe limitarse, pues, a una elite muy reducida. Han
de ser los obreros, libres y conscientes, los que posean los medios de producción.
Aunque su lenguaje parece por momentos socialista, el líder del Sillon
insiste en que negar la supuesta coincidencia. Los socialistas quieren que no haya
patrones, él prefiere que se multipliquen. Su propuesta está lejos de ser estatista.
No cree en un Estado-Providencia que decida por los ciudadanos, privándolos de
toda iniciativa y de todo esfuerzo personal. En su opinión, eso es lo que pretende la
izquierda cuando imaginan que la justicia llegará, mecánicamente, sólo con
sustituir al Estado burgués por el Estado obrero.
No se conforma, sin embargo, con solucionar la problemática social con la
transformación económica. Apunta más hondo, a la educación de las masas. Así el
obrero dejara de ser una criatura ciega e inconsciente a la que explotan en función

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de intereses que no alcanza a comprender. “Ya no será ese rey menor de edad al
que se corona antes de tiempo para manipularlo más fácilmente”. Una vez que el
proletariado sea consciente advertirá que sus intereses no pasan por su triunfo
como clase, egoísta e infecundo, sino por la aspiración a la fraternidad1.

Cristianos con criterio propio


Así las cosas, el Sillon era visto como un peligro entre los círculos católicos más
conservadores. Sangnier atacó con virulencia su inmobilismo, su obstinación en no
avanzar por miedo a dar un paso en falso. Le parecía que ciertas personas no
estaban tan preocupadas por divulgar la verdad de su fe como por condenar los
errores de los demás, lanzando anatemas y excomuniones contra los que pensaban
de otro modo. Antes denunciarían una intemperancia del lenguaje que el silencio
ante las injusticias. Para ellos, ser republicano equivalía a estar en pecado mortal.
Sin embargo, y pese a estas críticas, el líder sillonista seguía proclamando su
fidelidad, consciente y libre, al cura, al obispo y al Papa. Católico obediente, no
podía pretender destruir la disciplina religiosa, en absoluto, pero sí enmarcarla en
sus auténticos límites. La autoridad de la Iglesia, para él, no se compara a la que
ejerce un tirano sino a la de un padre. Los hijos, por tanto, faltarían a su obligación
si no expresaran sus puntos de vista, si ocultaran sus sentimientos. De una forma
aún incipiente encontramos la defensa de una democratización interna de la
Iglesia, donde también sería la legitima la existencia de una “opinión pública” con
diferentes corrientes.
De esta libertad se deduce que la política es un ámbito con su propia
autonomía. En consecuencia, los laicos pueden y deben actuar sin necesidad de
aguardar las consignas de Roma. La jerarquía eclesiástica, lejos de sentirse
amenazada por esta emancipación de los creyentes, debe comprender que redunda
en su propio beneficio. En adelante, la Iglesia podrá permanecer al margen de los
enfrentamientos entre partidos, sin identificarse con ninguno de ellos. Pasó ya el
tiempo en que decir católico equivalía a decir enemigo de la libertad de
pensamiento y acción.

1
SANGNIER, MARC. La Lutte pour la Démocratie. París, 1908.

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Que todos los católicos se unan para defender su fe es una cosa. Otra muy
distinta que esta unión se traduzca en la misma opción política. Sangnier lo
expresó con su acostumbrada rotundidad: Hay una religión católica, no un partido
católico. A la Iglesia no le incumbe decidir la forma política de los Estados mientras
éstos respeten la moral universal. Es estúpido acudir a la fe cuando se trata de
resolver los mil problemas que presenta el gobierno de un país, apuntaba con
humor el dirigente sillonista: “¿Qué pensaríamos de alguien que al ser preguntado
sobre si prefiere el librecambio o el proteccionismo respondiera que es católico?”
Sin embargo, a ojos de los conservadores, esta manera de pensar y de actuar
resultaba demasiado independiente. Por eso, en menos de quince días, dos
personas le retaron a duelo. Precisamente porque aquel joven subversivo no era lo
bastante católico y no se comportaba con la sumisión debida hacia sus pastores.
Mientras tanto, los anticlericales de izquierda no demostraban una mayor
comprensión. Sangnier lamentaba que sus oponentes de izquierda, cuando él
defendía las virtudes democráticas del cristianismo, se fueran por la tangente con
alusiones al pasado intolerante de la Iglesia, con hechos del estilo de la matanza de
San Bartolomé, la gran carnicería que sufrieron los protestantes del siglo XVI.
¡Qué nos juzguen por nosotros mismos!, reclamaba. Se quejaba también de que se
presentara a los católicos como súbditos de un príncipe extranjero, el Papa, sin
advertir que éste ejercía un magisterio espiritual, en modo alguno temporal. Con
estos tópicos se trataba de justificar la “muerte cívica” de los cristianos, algo que
los sillonistas no estaban dispuestos a consentir.
Pero estos cristianos apasionados, aunque por un lado son obedientes, por
otro se atreven a transitar nuevos caminos. A partir de 1906, Sangnier amplía su
movimiento a los no católicos, sean protestantes o librepensadores. Surge
entonces “le plus grand Sillon”, destinados a todos aquellos que desean aportar al
sistema democrático “un sentido real de justicia y de fraternidad”. Por si esto fuera
poco, para inquietud del ala más reaccionaria del catolicismo, aparece en sus
intervenciones públicas junto a socialistas, ateos y masones.

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Esta evolución en sentido ecuménico hará disparar en Roma todas las


alarmas. Pío X condenará en una encíclica a los sillonistas, esos nuevos heréticos
que fingiendo sumisión a la Iglesia pretenden reformarla desde dentro. La actitud
del Papa reflejaba, una vez más, la profunda hostilidad de la Iglesia hacia el mundo
moderno. Le Sillon, como movimiento central, queda disuelto. Los movimientos
locales pueden continuar a condición de convertirse en entidades diocesanas bajo
la autoridad del obispo correspondiente.

Hijo fiel de la Iglesia, Sangnier acepta el veredicto del Vaticano. Dejará el


apostolado para dedicarse a la política en las filas de la democracia cristiana.

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