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Valle Inclan Sonata de Primavera

Este documento presenta un resumen de la obra "Sonata de primavera" de Ramón del Valle-Inclán. Narra la llegada del Marqués de Bradomín al Colegio Clementino en Ligura para entregarle el capelo cardenalicio al rector, Monseñor Estefano Gaetani, que se encuentra agonizando. Bradomín es recibido por la Princesa Gaetani, hermana de Monseñor, quien resulta ser una mujer que Bradomín conoció en su infancia. La Princesa le presenta a sus cinco hijas
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Valle Inclan Sonata de Primavera

Este documento presenta un resumen de la obra "Sonata de primavera" de Ramón del Valle-Inclán. Narra la llegada del Marqués de Bradomín al Colegio Clementino en Ligura para entregarle el capelo cardenalicio al rector, Monseñor Estefano Gaetani, que se encuentra agonizando. Bradomín es recibido por la Princesa Gaetani, hermana de Monseñor, quien resulta ser una mujer que Bradomín conoció en su infancia. La Princesa le presenta a sus cinco hijas
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Sonata de primavera

Ramón del Valle Inclán.


Sonata de primavera

Sonata de primavera: Memorias del Marqués de Bradomín


de Ramón María del Valle-Inclán

Anochecía cuando la silla de posta traspuso la Puerta Salaria y


comenzamos a cruzar la campiña llena de misterio y de rumores
lejanos. Era la campiña clásica de las vides y de los olivos, con sus
acueductos ruinosos, y sus colinas que tienen la graciosa
ondulación de los senos femeninos. La silla de posta caminaba por
una vieja calzada: Las mulas del tiro sacudían pesadamente las
colleras, y el golpe alegre y desigual de los cascabeles despertaba
un eco en los floridos olivares. Antiguos sepulcros orillaban el
camino y mustios cipreses dejaban caer sobre ellos su sombra
venerable. La silla de posta seguía siempre la vieja calzada, y mis
ojos fatigados de mirar en la noche, se cerraban con sueño. Al fin
quedéme dormido, y no desperté hasta cerca del amanecer, cuando
la luna, ya muy pálida, se desvanecía en el cielo. Poco después,
todavía entumecido por la quietud y el frío de la noche, comencé a
oír el canto de madrugueros gallos, y el murmullo bullente de un
arroyo que parecía despertarse con el sol. A lo lejos, almenados
muros se destacaban negros y sombríos sobre celajes de frío azul.
Era la vieja, la noble, la piadosa ciudad de Ligura.

Entramos por la Puerta Lorenciana. La silla de posta caminaba


lentamente, y el cascabeleo de las mulas hallaba un eco burlón, casi
sacrílego, en las calles desiertas donde crecía la yerba. Tres viejas,
que parecían tres sombras esperaban acurrucadas a la puerta de
una iglesia todavía cerrada, pero otras campanas distantes ya
tocaban a la misa de alba. La silla de posta seguía una calle de
huertos, de caserones y de conventos, una calle antigua, enlosada y
resonante. Bajo los aleros sombríos revoloteaban los gorriones, y en
el fondo de la calle el farol de una hornacina agonizaba. El tardo
paso de las mulas me dejó vislumbrar una Madona: Sostenía al Niño
en el regazo, y el Niño, riente y desnudo, tendía los brazos para
alcanzar un pez que los dedos virginales de la madre le mostraban
en alto, como en un juego cándido y celeste. La silla de posta se
detuvo. Estábamos a las puertas del Colegio Clementino.

Ocurría esto en los felices tiempos del Papa-Rey, y el Colegio


Clementino conservaba todas sus premáticas, sus fueros y sus
rentas. Todavía era retiro de ilustres varones, todavía se le llamaba
noble archivo de las ciencias. El rectorado ejercíalo desde hacía
muchos años un ilustre prelado: Monseñor Estefano Gaetani, obispo
de Betulia, de la familia de los Príncipes Gaetani. Para aquel varón,
lleno de evangélicas virtudes y de ciencia teológica, llevaba yo el
capelo cardenalicio. Su Santidad había querido honrar mis juveniles
años, eligiéndome entre sus guardias nobles, para tan alta misión.
Yo soy Bibiena di Rienzo, por la línea de mi abuela paterna. Julia
Aldegrina, hija del Príncipe Máximo de Bibiena que murió en 1770,
envenenado por la famosa comedianta Simoneta la Cortticelli, que
tiene un largo capítulo en las Memorias del Caballero de Seingalt.

Dos bedeles con sotana y birreta paseábanse en el claustro. Eran


viejos y ceremoniosos. Al verme entrar corrieron a mi encuentro:

-¡Una gran desgracia, Excelencia! ¡Una gran desgracia!

Me detuve, mirándoles alternativamente:

-¿Qué ocurre?

Los dos bedeles suspiraron. Uno de ellos comenzó:

-Nuestro sabio rector...

Y el otro, lloroso y doctoral, rectificó:

-¡Nuestro amantísimo padre, Excelencia...! Nuestro amantísimo


padre, nuestro maestro, nuestro guía, está en trance de muerte.
Ayer sufrió un accidente hallándose en casa de su hermana. . .

Y aquí el otro bedel, que callaba enjugándose los ojos, ratificó a su


vez:

-La Señora Princesa Gaetani, una dama española que estuvo


casada con el hermano mayor de Su Ilustrísima: El Príncipe Filipo
Gaetani. Aún no hace el año que falleció en una cacería. ¡Otra gran
desgracia, Excelencia. . . !

Yo interrumpí un poco impaciente:

-¿Monseñor ha sido trasladado al Colegio?


-No lo ha consentido la Señora Princesa. Ya os digo que está en
trance de muerte.

Inclinéme con solemne pesadumbre.

-¡Acatemos la voluntad de Dios!

Los dos bedeles se santiguaron devotamente. Allá en el fondo del


claustro resonaba un campanilleo argentino, grave, litúrgico.

Era el viático para Monseñor, y los bedeles se quitaron las birretas.


Poco después, bajo los arcos, comenzaron a desfilar los colegiales:
Humanistas y teólogos, doctores y bachilleres formaban larga
procesión. Salían por un arco divididos en dos hileras, y rezaban
con sordo rumor. Sus manos cruzadas sobre el pecho, oprimían las
birretas, mientras las flotantes becas barrían las losas. Yo hinqué
una rodilla en tierra y los miré pasar. Bachilleres y doctores también
me miraban. Mi manto de guardia noble pregonaba quién era yo, y
ellos lo comentaban en voz baja. Cuando pasaron todos, me levanté
y seguí detrás. La campanilla del viático ya resonaba en el confín de
la calle. De tiempo en tiempo algún viejo devoto salía de su casa
con un farol encendido, y haciendo la señal de la cruz se
incorporaba al cortejo. Nos detuvimos en una plaza solitaria, frente a
un palacio que tenía todas las ventanas iluminadas. Lentamente el
cortejo penetró en el ancho zaguán. Bajo la bóveda, el rumor de los
rezos se hizo más grave, y el argentino son de la campanilla
revoloteaba glorioso sobre las voces apagadas y contritas.

Subimos la señorial escalera. Hallábanse francas todas las puertas,


y viejos criados con hachas de cera nos guiaron a través de los
salones desiertos. La cámara donde agonizaba Monseñor Estefano
Gaetani estaba sumida en religiosa oscuridad. El noble prelado
yacía sobre un lecho antiguo con dosel de seda. Tenía cerrados los
ojos: Su cabeza desaparecía en el hoyo de las almohadas, y su
corvo perfil de patricio romano destacábase en la penumbra inmóvil,
blanco, sepulcral, como el perfil de las estatuas yacentes. En el
fondo de la estancia, donde había un altar, rezaban arrodilladas la
Princesa y sus cinco hijas.

La Princesa Gaetani era una dama todavía hermosa, blanca y rubia:


Tenía la boca muy roja, las manos como de nieve, dorados los ojos
y dorado el cabello. Al verme clavó en mí una larga mirada y sonrió
con amable tristeza. Yo me incliné y volví a contemplarla. Aquella
Princesa Gaetani me recordaba el retrato de María de Médicis,
pintada cuando sus bodas con el Rey de Francia, por Pedro Pablo
Rubens.

Monseñor apenas pudo entreabrir los ojos y alzarse sobre las


almohadas, cuando el sacerdote que llevaba el viático se acercó a
su lecho: Recibida la comunión, su cabeza volvió a caer
desfallecida, mientras sus labios balbuceaban una oración latina,
fervorosos y torpes. El cortejo comenzó a retirarse en silencio:

Yo también salí de la alcoba. Al cruzar la antecámara, acercóse a mí


un familiar de Monseñor:

-¿Vos, sin duda, sois el enviado de Su Santidad...?

-Así es: Soy el Marqués de Bradomín.

-La Princesa acaba de decírmelo. . .


-¿La Princesa me conoce?

-Ha conocido a vuestros padres.

-¿Cuándo podré ofrecerle mis respetos?

-La Princesa desea hablaros ahora mismo. Nos apartamos para


seguir la plática en el hueco de una ventana. Cuando desfilaron los
últimos colegiales y quedó desierta la antecámara, miré
instintivamente hacia la puerta de la alcoba, y vi a la Princesa que
salía rodeada de sus hijas, enjugándose los ojos con un pañuelo de
encajes. Me acerqué y le besé la mano. Ella murmuró débilmente:

-¡En qué triste ocasión vuelvo a verte, hijo mío! La voz de la


Princesa Gaetani despertaba en mi alma un mundo de recuerdos
lejanos que tenían esa vaguedad risueña y feliz de los recuerdos
infantiles. La Princesa continuó:

-¿Qué sabes de tu madre? De niño te parecías mucho a ella, ahora


no... ¡Cuántas veces te tuve en mi regazo! ¿No te acuerdas de mí?

Yo murmuré indeciso.

-Me acuerdo de la voz...

Y callé evocando el pasado. La Princesa Gaetani me contemplaba


sonriendo, y de pronto, en el dorado misterio de sus ojos, yo adiviné
quién era. A mi vez sonreí. Ella entonces me dijo:

-¿Ya te acuerdas?

-Sí. . .

-¿Quién soy?
Volví a besar su mano, y luego respondí:

-La hija del Marqués de Agar...

Sonrió tristemente recordando su juventud, y me presentó a sus


hijas:

-María del Rosario, María del Carmen, María del Pilar, María de la
Soledad, María de las Nieves... Las cinco son Marías.

Con una sola y profunda reverencia las saludé a todas. La mayor,


María del Rosario, era una mujer de veinte años, y la más pequeña,
María de las Nieves, una niña de cinco. Todas me parecieron bellas
y gentiles. María del Rosario era pálida, con los ojos negros, llenos
de luz ardiente y lánguida. Las otras, en todo semejantes a su
madre, tenían dorados los ojos y el cabello. La Princesa tomó
asiento en un ancho sofá de damasco carmesí, y empezó a
hablarme en voz baja. Sus hijas se retiraron en silencio,
despidiéndose de mí con una sonrisa, que era a la vez tímida y
amable. María del Rosario salió la última. Creo que además de sus
labios me sonrieron sus ojos, pero han pasado tantos años, que no
puedo asegurarlo. Lo que recuerdo todavía es que viéndola alejarse,
sentí que una nube de vaga tristeza me cubría el alma. La Princesa
se quedó un momento con la mirada fija en la puerta por donde
habían desaparecido sus hijas, y luego, con aquella suavidad de
dama amable y devota, me dijo:

-¡Ya las conoces!

Yo me incliné:
-¡Son tan bellas como su madre!

-Son muy buenas y eso vale más.

Yo guardé silencio, porque siempre he creído que la bondad de las


mujeres es todavía más efímera que su hermosura. Aquella pobre
señora creía lo contrario, y continuó:

-María Rosario entrará en un convento dentro de pocos días. ¡Dios


la haga llegar a ser otra Beata Francisca Gaetani!

Yo murmuré con solemnidad:

-¡Es una separación tan cruel como la muerte! La Princesa me


interrumpió vivamente:

-Sin duda que es un dolor muy grande, pero también es un consuelo


saber que las tentaciones y los riesgos del mundo no existen para
ese ser querido. Si todas mis hijas entrasen en un convento, yo las
seguiría feliz... Desgraciadamente no son todas como María
Rosario!

Calló, suspirando con la mirada abstraída, y en el fondo dorado de


sus ojos yo creí ver la llama de un fanatismo trágico y sombrío. En
aquel momento, uno de los familiares que velaban a Monseñor
Gaetani, asomóse a la puerta de la alcoba, y allí estuvo sin hacer
ruido, dudoso de turbar nuestro silencio, hasta que la Princesa se
dignó interrogarle, suspirando entre desdeñosa y afable:

-¿Qué ocurre, Don Antonino?

Don Antonino juntó las manos con falsa beatitud, y entornó los ojos:
-Ocurre, Excelencia, que Monseñor desea hablar al enviado de Su
Santidad.

-¿Sabe que está aqui?

-Lo sabe, sí, Excelencia. Le ha visto cuando recibió la Santa Unción.


Aun cuando pudiera parecer lo contrario, Monseñor no ha perdido el
conocimiento un solo instante.

A todo esto yo me había puesto en pie. La Princesa me alargó su


mano, que todavía en aquel trance supe besar con más galantería
que respeto, y entré en la cámara donde agonizaba Monseñor. El
noble prelado fijó en mí los ojos vidriosos, moribundos, y quiso
bendecirme, pero su mano cayó desfallecida a lo largo del cuerpo, al
mismo tiempo que una lágrima le resbalaba lenta y angustiosa por la
mejilla. En el silencio de la cámara, sólo el resuello de su respiración
se escuchaba. Al cabo de un momento pudo decir con afanoso
balbuceo:

-Señor Capitán, quiero que llevéis el testimonio de mi gratitud al


Santo Padre. . .

Calló y estuvo largo espacio con los ojos cerrados. Sus labios,
secos y azulencos, parecían agitados por el temblor de un rezo.

Al abrir de nuevo los ojos, continuó:

-Mis horas están contadas. Los honores, las grandezas, las


jerarquías, todo cuanto ambicioné durante mi vida, en este momento
se esparce como vana ceniza ante mis ojos de moribundo. Dios
Nuestro Señor no me abandona, y me muestra la aspereza y
desnudez de todas las cosas... Me cercan las sombras de la
Eternidad, pero mi alma se ilumina interiormente con las claridades
divinas de la Gracia...

Otra vez tuvo que interrumpirse, y falto de fuerzas cerró los ojos.
Uno de los familiares acercóse y le enjugó la frente sudorosa con un
pañuelo de fina batista. Después, dirigiéndose a mí, murmuró en voz
baja:

-Señor Capitán, procurad que no hable.

Yo asentí con un gesto. Monseñor abrió los ojos, y nos miró a los
dos. Un murmullo apagado salió de sus labios: Me incliné para oírle,
pero no pude entender lo que decía. El familiar me apartó
suavemente, y doblándose a su vez sobre el pecho del moribundo,
pronunció con amable imperio:

-¡Ahora es preciso que descanse Su Excelencia! No habléis...

El prelado hizo un gesto doloroso. El familiar volió a pasarle el


pañuelo por la frente, y al mismo tiempo sus ojos sagaces de clérigo
italiano me indicaban que no debía continuar allí. Como ello era
también mi deseo, le hice una cortesía y me alejé. El familiar ocupó
un sillón que había cercano a la cabecera, y recogiendo suavemente
los hábitos se dispuso a meditar, o acaso a dormir, pero en aquel
momento advirtió Monseñor que yo me retiraba, y alzándose con
supremo esfuerzo, me llamó:

-¡No te vayas, hijo mío! Quiero que lleves mi confesión al Santo


Padre.
Esperó a que nuevamente me acercase, y con los ojos fijos en el
cándido altar que había en un extremo de la cámara, comenzó:

-¡Dios mío, que me sirva de penitencia el dolor de mi culpa y la


vergüenza que me causa confesarla! Los ojos del prelado estaban
llenos de lágrimas.

Era afanosa y ronca su voz. Los familiares se congregaban en torno


al lecho. Sus frentes inclinábanse al suelo: Todos aparentaban una
gran pesadumbre, y parecían de antemano edificados por aquella
confesión que intentaba hacer ante ellos el moribundo obispo de
Betulia. Yo me arrodillé. El prelado rezaba en silencio, con los ojos
puestos en el crucifijo que había en el altar. Por sus mejillas
descarnadas las lágrimas corrían hilo a hilo. Al cabo de un momento
comenzó:

-Nació mi culpa cuando recibí las primeras cartas donde mi amigo,


Monseñor Ferrati, me anunciaba el designio que de otorgarme el
capelo tenía Su Santidad. ¡Cuán flaca es nuestra humana
naturaleza, y cuán frágil el barro de que somos hechos! Creí que mi
estirpe de Príncipe valía más que la ciencia y la virtud de otros
varones: Nació en mi alma el orgullo, el más fatal de los consejeros
humanos, y pensé que algún día seríame dado regir a la
Cristiandad. Pontífices y Santos hubo en mi casa, y juzgué que
podía ser como ellos. ¡De esta suerte nos ciega Satanás! Sentíame
viejo y esperé que la muerte allanase mi camino. Dios nuestro Señor
no quiso que llegase a vestir la sagrada púrpura, y, sin embargo,
cuando llegaron inciertas y alarmantes noticias, yo temí que hiciese
naufragar mis esperanzas la muerte que todos temían de Su
Santidad... ¡Dios mío, he profanado tu altar rogándote que
reservases aquella vida preciosa porque, segada en más lejanos
días, pudiera serme propicia su muerte! ¡Dios mío, cegado por el
Demonio, hasta hoy no he tenido conciencia de mi culpa! ¡Señor, tú
que lees en el fondo de las almas, tú que conoces mi pecado y mi
arrepentimiento, devuélveme tu Gracia!

Calló, y un largo estremecimiento de agonía recorrió su cuerpo.


Había hablado con apagada voz, impregnada de apacible y sereno
desconsuelo. La huella de sus ojeras se difundió por la mejilla, y sus
ojos cada vez más hundidos en las cuencas, se nublaron con una
sombra de muerte. Luego quedó estirado, rígido, indiferente, la
cabeza torcida, entreabierta la boca por la respiración, el pecho
agitado. Todos permanecimos de rodillas, irresolutos, sin osar
llamarle ni movernos por no turbar aquel reposo que nos causaba
horror. Allá abajo exhalaba su perpetuo sollozo la fuente que había
en medio de la plaza, y se oían las voces de unas niñas que
jugaban a la rueda: Cantaban una antigua letra de cadencia
lánguida y nostálgica. Un rayo de sol abrileño y matinal brillaba en
los vasos sagrados del altar, y los familiares rezaban en voz baja,
edificados por aquellos devotos escrúpulos que torturaban el alma
cándida del prelado... Yo, pecador de mí, empezaba a dormirme,
que había corrido toda la noche en silla de posta, y cansa cuando es
larga una jornada.

Al salir de la cámara donde agonizaba Monseñor Gaetani, halléme


con un viejo y ceremonioso mayordomo que me esperaba en la
puerta.
-Excelencia, mi Señora la Princesa me envía para que os muestre
vuestras habitaciones.

Yo apenas pude reprimir un estremecimiento. En aquel instante, no


sé decir qué vago aroma primaveral traía a mi alma el recuerdo de
las cinco hijas de la Princesa. Mucho me alegraba la idea de vivir en
el Palacio Gaetani, y, sin embargo, tuve valor para negarme:

-Decid a vuestra Señora la Princesa Gaetani toda mi gratitud, y que


me hospedo en el Colegio Clementino.

El mayordomo pareció consternado:

-Excelencia, creedme que la causáis una gran contrariedad. En fin,


si os negáis, tengo orden de llevarle recado. Os dignaréis esperar
algunos momentos. Está terminando de oír misa.

Yo hice un gesto de resignación:

-No le digáis nada. Dios me perdonará si prefiero este palacio, con


sus cinco doncellas encantadas, a los graves teólogos del Colegio
Clementino.

El mayordomo me miró con asombro, como si dudase de mi juicio.


Después mostró deseos de hablarme, pero tras algunas
vacilaciones, terminó indicándome el camino, acompañando la
acción tan sólo con una sonrisa. Yo le seguí. Era un viejo rasurado,
vestido con largo levitón eclesiástico que casi le rozaba los zapatos
ornados con hebillas de plata. Se llamaba Polonio, andaba en la
punta de los pies, sin hacer ruido, y a cada momento se volvía para
hablarme en voz baja y llena de misterio:
-Pocas esperanzas hay de que Monseñor reserve la vida...

Y después de algunos pasos:

-Yo tengo ofrecida una novena a la Santa Madona.

Y un poco más allá, mientras levantaba una cortina:

-No estaba obligado a menos. Monseñor me había prometido


llevarme a Roma.

Y volvió a continuar la marcha:

-¡No lo quiso Dios...! ¡No lo quiso Dios...!

De esta suerte atravesamos la antecámara, un salón casi oscuro y


una biblioteca desierta. Allí el mayordomo se detuvo palpándose las
faltriqueras de su calzón, ante una puerta cerrada:

-¡Válgame Dios...! He perdido mis llaves...

Todavía continuó registrándose. Al cabo dio con ellas, abrió y


apartóse dejándome paso:

-La Señora Princesa desea que dispongáis del salón, de la


biblioteca y de esta cámara.

Yo entré. Aquella estancia me pareció en todo semejante a la


cámara en que agonizaba Monseñor Gaetani. También era honda y
silenciosa, con antiguos cortinajes de damasco carmesí. Arrojé
sobre un sillón mi manto de guardia noble, y me volví mirando los
cuadros que colgaban de los muros. Eran antiguos lienzos de la
escuela florentina, que representaban escenas bíblicas -Moisés
salvado de las aguas, Susana y los ancianos, Judith con la cabeza
de Holofernes-. Para que pudiese verlos mejor, el mayordomo corrió
de un lado al otro levantando todos los cortinajes de las ventanas.
Después me dejó contemplarlos en silencio: Andaba detrás de mí
como una sombra, sin dejar caer de los labios la sonrisa, una vaga
sonrisa doctoral. Cuando juzgó que los había mirado a todo sabor y
talante, acercóse en la punta de los pies y dejó oír su voz cascada,
más amable y misteriosa que nunca:

-¿Qué os parece? Son todos de la misma mano... ¡Y qué mano...!

Yo le interrumpí:

-¿Sin duda, Andrea del Sarto?

El Señor Polonio adquirió un continente grave, casi solemne:

-Atribuidos a Rafael.

Me volví a dirigirles una nueva ojeada, y el Señor Polonio continuó:

-Reparad que tan sólo digo atribuidos. En mi humilde parecer valen


más que si fuesen de Rafael... ¡Yo los creo del Divino!

-¿Quién es el Divino?

El mayordomo abrió los brazos definitivamente consternado:

-¿Y vos me lo preguntáis, Excelencia? ¡Quién puede ser sino


Leonardo de Vinci...!

Y guardó silencio, contemplándome con verdadera lástima. Yo


apenas disimulé una sonrisa burlona: El Señor Polonio aparentó no
verla, y, sagaz como un cardenal romano, comenzó a adularme:
-Hasta hoy no había dudado... Ahora os confieso que dudo.
Excelencia, acaso tengáis razón. Andrea del Sarto pintó mucho en
el taller de Leonardo, y sus cuadros de esa época se parecen tanto,
que más de una vez han sido confundidos... En el mismo Vaticano
hay un ejemplo: La Madona de la Rosa. Unos la juzgan del Vinci y
otro del Sarto. Yo la creo del marido de Doña Lucrecia del Fede,
pero tocada por el Divino. Ya sabéis que era cosa frecuente entre
maestros y discípulos.

Yo le escuchaba con un gesto de fatiga. El Señor Polonio, al


terminar su oración, me hizo una profunda reverencia, y corrió con
los brazos en alto, de una en otra ventana, soltando los cortinajes.
La cámara quedó en una media luz propicia para el sueño. El Señor
Polonio se despidió en voz baja, como si estuviese en una capilla, y
salió sin ruido, cerrando tras sí la puerta... Era tanta mi fatiga, que
dormí hasta la caída de la tarde. Me desperté soñando con María
Rosario.

La biblioteca tenía tres puertas que daban sobre una terraza de


mármol. En el jardín las fuentes repetían el comentario voluptuoso
que parecen hacer a todo pensamiento de amor, sus voces eternas
y juveniles. Al inclinarme sobre la balaustrada, yo sentí que el hálito
de la Primavera me subía al rostro. Aquel viejo jardín de mirtos y de
laureles mostrábase bajo el sol poniente lleno de gracia gentílica. En
el fondo, caminando por los tortuosos senderos de un laberinto, las
cinco hermanas se aparecían con las faldas llenas de rosas, como
en una fábula antigua. A lo lejos, surcado por numerosas velas
latinas que parecían de ámbar, extendíase el Mar Tirreno. Sobre la
playa de dorada arena morían mansas las olas, y el son de los
caracoles con que anunciaban los pescadores su arribada a la
playa, y el ronco canto del mar, parecían acordarse con la fragancia
de aquel jardín antiguo donde las cinco hermanas se contaban sus
sueños juveniles, a la sombra de los rosáceos laureles.

Se habían sentado en un gran banco de piedra a componer sus


ramos. Sobre el hombro de María Rosario estaba posada una
paloma, y en aquel cándido suceso yo hallé la gracia y el misterio de
una alegoría. Tocaban a fiesta unas campanas de aldea, y la iglesia
se perfilaba a lo lejos en lo alto de una colina verde, rodeada de
cipreses. Salía la procesión, que anduvo alrededor de la iglesia, y
distinguíanse las imágenes en sus andas, con los mantos bordados
que brillaban al sol, y los rojos pendones parroquiales que iban
delante, flameando victoriosos como triunfos litúrgicos. Las cinco
hermanas se arrodillaron sobre la yerba, y juntaron las manos llenas
de rosas.

Los mirlos cantaban en las ramas, y sus cantos se respondían


encadenándose en un ritmo remoto como las olas del mar. Las cinco
hermanas habían vuelto a sentarse: Tejían sus ramos en silencio, y
entre la púrpura de las rosas revoloteaban como albas palomas sus
manos, y los rayos del sol que pasaban a través del follaje,
temblaban en ellas como místicos haces encendidos. Los tritones y
las sirenas de las fuentes borboteaban su risa quimérica, y las
aguas de plata corrían con juvenil murmullo por las barbas limosas
de los viejos monstruos marinos que se inclinaban para besar a las
sirenas, presas en sus brazos. Las cinco hermanas se levantaron
para volver al Palacio. Caminaban lentamente por los senderos del
laberinto, como princesas encantadas que acarician un mismo
ensueño. Cuando hablaban, el rumor de sus voces se perdía en los
rumores de la tarde, y sólo la onda primaveral de sus risas se
levantaba armónica bajo la sombra de los clásicos laureles.

Cuando penetré en el salón de la Princesa, ya estaban las luces


encendidas. En medio del silencio resonaba llena de gravedad la
voz de un Colegial Mayor, que conversaba con las señoras que
componían la tertulia de la Princesa Gaetani. El salón era dorado y
de un gusto francés, femenino y lujoso. Amorcillos con guirnaldas,
ninfas vestidas de encajes, galantes cazadores y venados de
enramada cornamenta poblaban la tapicería del muro, y sobre las
consolas, en graciosos grupos de porcelana, duques pastores
ceñían el florido talle de marquesas aldeanas.

Yo me detuve un momento en la puerta. Al verme las damas que


ocupaban el estrado suspiraron, y el Colegial Mayor se puso en pie:

-Permítame el Señor Capitán que le salude en nombre de todo el


Colegio Clementino.

Y me alargó su mano carnosa y blanca, que parecía reclamar la


pastoral amatista. Por privilegio pontificio vestía beca de terciopelo,
que realzaba su figura prócer y llena de majestad. Era un hombre
joven, pero con los cabellos blancos. Tenía los ojos llenos de fuego,
la nariz aguileña y la boca de estatua, firme y bien dibujada. La
Princesa me lo presentó con un gesto lleno de languidez
sentimental:
-Monseñor Antonelli. ¡Un sabio y un santo! Yo me incliné:

-Sé, Princesa, que los cardenales romanos le consultan las más


arduas cuestiones teológicas, y la fama de sus virtudes a todas
partes llega...

El Colegial interrumpió con su grave voz, reposada y amable:

-No soy más que un filósofo, entendiendo la filosofía como la


entendían los antiguos: Amor a la sabiduría.

Después, volviendo a sentarse, continuó:

-¿Habéis visto a Monseñor Gaetani? ¡Qué desgracia! ¡Tan grande


como impensada!

Todos guardamos un silencio triste. Dos señoras ancianas, las dos


vestidas de seda con noble severidad, interrogaban a un mismo
tiempo y con la misma voz:

-¿No hay esperanzas?

La Princesa suspiró:

-No las hay... Solamente un milagro.

De nuevo volvió el silencio. En el otro extremo del salón las hijas de


la Princesa bordaban un paño de tisú, las cinco sentadas en rueda.
Hablaban en voz baja las unas con las otras, y sonreían con las
cabezas inclinadas: Sólo María Rosario permanecía silenciosa, y
bordaba lentamente como si soñase. Temblaba en las agujas el hilo
de oro, y bajo los dedos de las cinco doncellas nacían las rosas y
los lirios de la flora celeste que puebla los paños sagrados. De
improviso, en medio de aquella paz, resonaron tres aldabadas. La
Princesa palideció mortalmente: Los demás no hicieron sino
mirarse. El Colegial Mayor se puso en pie:

-Permitirán que me retire. No creí que fuese tan tarde... ¿Cómo han
cerrado ya las puertas?

La Princesa repuso temblando:

-No las han cerrado.

Y las dos ancianas vestidas de seda negra susurraron:

-¡Algún insolente!

Cambiaron entre ellas una mirada tímida, como para infundirse


ánimo, y quedaron atentas, con un ligero temblor. Las aldabadas
volvían a sonar, pero esta vez era dentro del Palacio Gaetani. Una
ráfaga pasó por el salón y apagó algunas luces. La Princesa lanzó
un grito. Todos la rodeamos. Ella nos miraba con los labios trémulos
y los ojos asustados. Insinuó una voz:

-Cuando murió el Príncipe Filipo, ocurrió esto... ¡Y él lo contaba de


su padre!

En aquel momento el Señor Polonio apareció en la puerta del salón,


y en ella se detuvo. La Princesa incorporóse en el sofá, y se enjugó
los ojos: Después, con noble entereza, le interrogó:

-¿Ha muerto?

El mayordomo inclinó la frente:

-¡Ya goza de Dios!


Una onda de gemidos se levantó en el estrado. Las damas rodearon
a la Princesa, que con el pañuelo sobre los ojos se desmayaba
lánguidamente en el canapé, y el Colegial Mayor se santiguó.

María Rosario, con los ojos arrasados de lágrimas guardaba


lentamente sus agujas y su hilo de oro. Yo la veía en el otro extremo
del salón, inclinada sobre un menudo y cincelado cofre que sostenía
abierto en el regazo: Sin duda rezaba en voz baja, porque sus labios
se movían débilmente. En su mejilla temblaba la sombra de las
pestañas, y yo sentía que en el fondo de mi alma aquel rostro pálido
temblaba con el encanto misterioso y poético que tiembla en el
fondo de un lago el rostro de la luna. María Rosario cerró el cofre, y
dejando en él la llave de oro, lo puso sobre la alfombra para tomar
en brazos a la más niña de sus hermanas, que lloraba asustada.
Después se inclinó, besándola.

Yo veía cómo la infantil y rubia guedeja de María Nieves desbordaba


sobre el brazo de María Rosario, y hallaba en aquel grupo la gracia
cándida de esos cuadros antiguos que pintaron los monjes devotos
de la virgen. La niña murmuró:

-¡Tengo sueño!

-¿Quieres que llame a la doncella para que te acueste?

-Malvina me deja sola. Se figura que estoy durmiendo y se va muy


despacio, y cuando quedo sola tengo miedo.

María Rosario alzóse con la niña en brazos, y como una sombra


silenciosa y pálida atravesó el salón. Yo acudí presuroso a levantar
el cortinaje de la puerta. María Rosario pasó con los ojos bajos, sin
mirarme: La niña, en cambio, volvió hacia mí sus claras pupilas
llenas de lágrimas, y me dijo con una voz muy tenue:

-Buenas noches, Marqués, hasta mañana.

-Adiós, preciosa.

Y con el alma herida por el desdén que María Rosario me mostrara,


volví al estrado, donde la Princesa seguía con el pañuelo sobre los
ojos. Las ancianas de su tertulia la rodeaban, y de tiempo en tiempo
se volvían aconsejadoras y prudentes para hablar en voz baja con
las niñas, que también suspiraban, pero con menos dolor que su
madre:

-Hijas mías, debéis hacer que se acueste.

-Hay que disponer los lutos.

-¿Dónde ha ido María Rosario?

El Colegial Mayor también dejaba oír alguna vez su voz grave y


amable: Cada palabra suya producía un murmullo de admiración
entre las señoras. La verdad es que cuanto manaba en sus labios
parecía lleno de ciencia teológica y de unción cristiana: De rato en
rato fijaba en mí una mirada rápida y sagaz, y yo comprendía con un
estremecimiento, que aquellos ojos negros querían leer en mi alma.
Yo era el único que allí permanecía silencioso, y acaso el único que
estaba triste. Adivinaba, por primera vez en mi vida, todo el influjo
galante de los prelados romanos, y acudía a mi memoria la leyenda
de sus fortunas amorosas. Confieso que hubo instantes donde
olvidé la ocasión, el sitio y hasta los cabellos blancos que peinaban
aquellas nobles damas, y que tuve celos, celos rabiosos del Colegial
Mayor. De pronto me estremecí: Hacía un momento que callaban
todos, y en medio del silencio, el Colegial se acercaba a mí: Posó
familiar su diestra sobre mi hombro, y me dijo:

-Caro Marqués, es preciso enviar un correo a Su Santidad.

Yo me incliné:

-Tenéis razón, Monseñor.

Y él repuso con extremada cortesía:

-Me congratula que seáis del mismo consejo... ¡Qué gran desgracia,
Marqués!

-¡Muy grande, Monseñor!

Nos miramos de hito en hito, con un profundo convencimiento de


que fingíamos por igual, y nos separamos. El Colegial Mayor volió al
lado de la Princesa, y yo salí del salón para escribir al Cardenal
Camarlengo, que lo era entonces Monseñor Sassoferrato.

¡María Rosario, en aquella hora fortuita, tal vez estaba velando el


cadáver de Monseñor Gaetani! Tuve este pensamiento al entrar en
la biblioteca, llena de silencio y de sombras. Vino del mundo lejano,
y pasó sobre mi alma como soplo de aire sobre un lago de misterio.
Sentí en las sienes el frío de unas manos mortales, y, estremecido,
me puse en pie. Quedó abandonado sobre la mesa el pliego de
papel, donde solamente había trazado la cruz, y dirigí mis pasos
hacia la cámara mortuoria. El olor de la cera llenaba el Palacio.
Criados silenciosos velaban en los largos corredores, y en la
antecámara paseaban dos familiares, que me saludaron con una
inclinación de cabeza. Sólo se oía el rumor de sus pisadas y el
chisporroteo de los cirios que ardían en la alcoba.

Yo llegué hasta la puerta y me detuve: Monseñor Gaetani yacía


rígido en su lecho, amortajado con hábito franciscano: En las manos
yertas sostenía una cruz de plata, y sobre su rostro marfileño, la
llama de los cirios tan pronto ponía un resplandor como una sombra.
Allá, en el fondo de la estancia, rezaba María Rosario: Yo permanecí
un momento mirándola: Ella levantó los ojos, se santiguó tres veces,
besó la cruz de sus dedos, y poniéndose en pie vino hacia la puerta:

-Marqués, ¿queda mi madre en el salón?

-Allí la dejé...

-Es preciso que descanse, porque ya lleva así dos noches... ¡Adiós,
Marqués!

-¿No queréis que os acompañe?

Ella se volió:

-Acompañadme, sí... La verdad es que María Nieves me ha


contagiado su miedo...

Atravesamos la antecámara. Los familiares detuvieron un momento


el silencioso pasear, y sus ojos inquisidores nos siguieron hasta la
puerta. Salimos al corredor que estaba solo, y sin poder dominarme
estreché una mano de María Rosario y quise besarla, pero ella la
retiró con vivo enojo:

-¿Qué hacéis?
-¡Que os adoro! ¡Que os adoro!

Asustada, huyó por el largo corredor. Yo la seguí:

-¡Os adoro! ¡Os adoro!

Mi aliento casi rozaba su nuca, que era blanca como la de una


estatua y exhalaba no sé qué aroma de flor y de doncella.

-¡Os adoro! ¡Os adoro! Ella suspiró con angustia:

-¡Dejadme! ¡Por favor, dejadme!

Y sin volver la cabeza, azorada, trémula, huía por el corredor.

Sin aliento y sin fuerzas se detuvo en la puerta del salón. Yo todavía


murmuré a su oído:

-¡Os adoro! ¡Os adoro!

María Rosario se pasó la mano por los ojos y entró. Yo entré detrás
atusándome el mostacho. María Rosario se detuv o bajo la lámpara
y me miró con ojos asustados, enrojeciendo de pronto: Luego quedó
pálida, pálida como la muerte. y vacilando, se acercó a sus
hermanas, y tomó asiento entre ellas, que se inclinaron en sus sillas
para interrogarla: Apenas respondía. Se hablaban en voz baja con
tímida mesura, y en los momentos de silencio oíase el péndulo de
un reloj. Poco a poco había ido menguando la tertulia: Solamente
quedaban aquellas dos señoras de los cabellos blancos y los
vestidos de gro negro. Y a cerca de media noche la Princesa
consintió en retirarse a descansar, pero sus hijas continuaron en el
salón y velando hasta el día, acompañadas por las dos señoras que
contaban historias de su juventud: Recuerdos de antiguas modas
femeninas y de las guerras de Bonaparte. Yo escuchaba distraído, y
desde el fondo de un sillón, oculto en la sombra, contemplaba a
María Rosario: Parecía sumida en un ensueño: Su boca, pálida de
ideales nostalgias, permanecía anhelante, como si hablase con las
almas invisibles, y sus ojos inmóviles, abiertos sobre el infinito,
miraban sin ver. Al contemplarla, yo sentía que en mi corazón se
levantaba el amor, ardiente y trémulo como una llama mística. Todas
mis pasiones se purificaban en aquel fuego sagrado y aromaban
como gomas de Arabia. ¡Han pasado muchos años y todavía el
recuerdo me hace suspirar!

Ya cerca del amanecer me retiré a la biblioteca. Era forzoso escribir


al Cardenal Camarlengo, y decidí hacerlo en aquellas horas de
monótona tristeza, cuando todas las campanas de Ligura se
despertaban tocando a muerto, y prestes y arciprestes con rezo
latino encomendaban a Dios el alma del difunto Obispo de Betulia.
En mi carta, dile a Monseñor Sassoferrato cuenta de todo muy
extensamente, y luego de haber lacrado y puesto los cinco sellos
con las armas pontificias, llamé al mayordomo y le entregué el
pliego para que sin pérdida de momento un correo lo llevase a
Roma. Hecho esto me dirigí al oratorio de la Princesa, donde sin
intervalo se sucedían las misas desde antes de rayar el sol. Primero
habían celebrado los familiares que velaran el cadáver de Monseñor
Gaetani, después los capellanes de la casa, y luego algún obeso
colegial mayor que llegaba apresurado yjadeante. La Princesa había
mandado franquear las puertas del Palacio, y a lo largo de los
corredores sentíase el sordo murmullo del pueblo que entraba a
visitar el cadáver. Los criados vigilaban en las antesalas, y los
acólitos pasaban y repasaban con su ropón rojo y su roquete
blanco, metiéndose a empujones por entre los devotos.

Al entrar en el oratorio, mi corazón palpitó. Allí estaba María


Rosario, y cercano a ella tuve la suerte de oír misa. Recibida la
bendición, me adelanté a saludarla. Ella me respondió temblando:
También mi corazón temblaba, pero los ojos de María Rosario no
podían verlo. Yo hubiérale rogado que pusiese su mano sobre mi
pecho, pero temí que desoyese mi ruego. Aquella niña era cruel
como todas las santas que tremolan en la tersa diestra la palma
virginal. Confieso que yo tengo predilección por aquellas otras que
primero han sido grandes pecadoras. Desgraciadamente María
Rosario nunca quiso comprender que era su destino mucho menos
bello que el de María de Magdala. La pobre no sabía que lo mejor
de la santidad son las tentaciones. Quise ofrecerle agua bendita, y
con galante apresuramiento me adelanté a tomarla: María Rosario
tocó apenas mis dedos, y haciendo la señal de la cruz, salió del
oratorio. Salí detrás, y pude verla un momento en el fondo tenebroso
del corredor, hablando con el mayordomo. Al parecer le daba
órdenes en voz baja: volvió la cabeza, y viendo que me acercaba,
enrojeció vivamente. El mayordomo exclamó:

-¡Aquí está el señor Marqués!

Y luego, dirigiéndose a mí con una profunda reverencia, continuó:

-Excelencia, perdonad que os moleste, pero decid si estáis quejoso


de mí. ¿He cometido con vos alguna falta, acaso algún olvido...?
María Rosario le interrumpió con enojo:

-Callad, Polonio.

El melifluo mayordomo pareció consternado:

-¿Qué hice yo para merecer...

-Os digo que calléis.

-Y os obedezco, pero como me reprocháis haber descuidado el


servicio del Señor Marqués...

María Rosario, con las mejillas llameantes y la voz timbrada de


cólera y de lágrimas, volvió a interrumpir:

-Os mando que calléis. Son insoportables vuestras explicaciones.

-¿Qué hice yo, cándida paloma, qué hice yo? María Rosario, con un
poco más de indulgencia, murmuró:

-¡Basta...! ¡Basta...! Perdonad, Marqués.

Y haciéndome una leve cortesía, se alejó. El mayordomo quedóse


en medio del corredor con las manos en la cabeza y los ojos
llorosos:

-Hubiérame tratado así una de sus hermanas, y me hubiera reído...


La más pequeña no ignora que es princesina. No, no me hubiera
reído, porque son mis señoras... Pero ella, ella que jamás ha reñido
con nadie, venir a reñir hoy con este pobre viejo... ¡Y qué
injustamente, qué injustamente!

Yo le pregunté con una emoción para mí desconocida hasta


entonces:
-¿Es la mejor de sus hermanas?

-Y la mejor de las criaturas. Esa niña ha sido engendrada por los


ángeles...

Y el Señor Polonio, enternecido, comenzó un largo relato de las


virtudes que adornaban el alma de aquella doncella hija de
príncipes, y era el relato del viejo mayordomo ingenuo y sencillo,
como los que pueblan la Leyenda Dorada.

¡Llegaban por el cadáver de Monseñor... ! Y el mayordomo partióse


de mi lado muy afligido y presuroso. Todas las campanas de la
histórica ciudad doblaban a un tiempo. Oíase el canto latino de los
clérigos resonando bajo el pórtico del Palacio, y el murmullo de la
gente que llenaba la plaza. Cuatro colegiales mayores bajaron en
hombros el féretro, y el duelo se puso en marcha. Monseñor
Antonelli me hizo sitio a su derecha, y con humildad, que me pareció
estudiada, comenzó a dolerse de lo mucho que con la muerte de
aquel santo y de aquel sabio perdía el Colegio Clementino. Yo a
todo asentía con un vago gesto, y disimuladamente miraba a las
ventanas llenas de mujeres. Monseñor tardó poco en advertirlo, y
me dijo con una sonrisa tan amable como sagaz:

-Sin duda no conocéis nuestra ciudad.

-No, Monseñor.

-Si permanecéis algún tiempo entre nosotros y queréis conocerla, yo


me ofrezco a ser vuestro guía. ¡Está llena de riquezas artísticas!

-Gracias, Monseñor.
Seguimos en silencio. El son de las campanas llenaba el aire, y el
grave cántico de los clérigos parecía reposar en la tierra, donde todo
es polvo y podredumbre. Jaculatorias, misereres, responsos caían
sobre el féretro como el agua bendita del hisopo. Encima de
nuestras cabezas las campanas seguían siempre sonando, y el sol,
un sol abrileño, joven y rubio como un mancebo, brillaba en las
vestiduras sagradas, en la seda de los pendones y en las cruces
parroquiales con un alarde de poder pagano.

Atravesamos casi toda la ciudad. Monseñor había dispuesto que se


diese tierra a su cuerpo en el Convento de los Franciscanos, donde
hacía más de cuatro siglos tenían enterramiento los Príncipes
Gaetani. Una tradición piadosa, dice que el Santo de Asís fundó el
Convento de Ligura, y que vivió allí algún tiempo. Todavía florece en
el huerto, el viejo rosal que se cubría de rosas en todas las
ocasiones que visitaba aquella fundación el Divino Francisco.
Llegamos entre dobles de campanas. En la puerta de la iglesia,
alumbrándose con cirios, esperaba la Comunidad dividida en dos
largas hileras. Primero los novicios, pálidos, ingenuos, demacrados:
Después los profesos, sombríos, torturados, penitentes: Todos
rezaban con la vista baja y sobre las sandalias los cirios lloraban
gota a gota su cera amarilla.

Dijéronse muchas misas, cantóse un largo entierro, y el ataúd bajó


al sepulcro que esperaba abierto desde el amanecer. Cayó la losa
encima, y un colegial me buscó con deferencia cortesana, para
llevarme a la sacristía. Los frailes seguían murmurando sus
responsos, y la iglesia iba quedando en soledad y en silencio. En la
sacristía saludé a muchos sabios y venerables teólogos que me
edificaron con sus pláticas. Luego vino el Prior, un anciano de
blanca barba, que había vivido largos años en los Santos Lugares.
Me saludó con dulzura evangélica, y haciéndome sentar a su lado
comenzó a preguntarme por la salud de Su Santidad. Los graves
teólogos hicieron corro para escuchar mis nuevas, y como era muy
poco lo que podía decirles, tuve que inventar en honor suyo toda
una leyenda piadosa y milagrera: ¡Su Santidad recobrando la
lozanía juvenil por medio de una reliquia! El Prior con el rostro
resplandeciente de fe, me preguntó:

-¿De qué Santo era, hijo mío?

-De un Santo de mi familia.

Todos se inclinaron como si yo fuese el Santo. El temblor de un rezo


pasó por las luengas barbas, que salían del misterio de las
capuchas, y en aquel momento yo sentí el deseo de arrodillarme y
besar la mano del Prior. Aquella mano que sobre todos mis pecados
podía hacer la cruz: Ego te Absolvo.

Cuando volví al Palacio Gaetani, hallé a María Rosario en la puerta


de la capilla repartiendo limosnas entre una corte de mendigos que
alargaban las manos escuálidas bajo los rotos mantos. María
Rosario era una figura ideal que me hizo recordar aquellas santas
hijas de príncipes y de reyes: Doncellas de soberana hermosura,
que con sus manos delicadas curaban a los leprosos. El alma de
aquella niña encendíase con el mismo anhelo de santidad. A una
vieja encorvada le decía:
-¿Cómo está tu marido, Liberata?

-¡Siempre lo mismo, señorina...! ¡Siempre lo mismo!

Y después de recoger su limosna y de besarla, retirábase la vieja


salmodiando bendiciones, temblona sobre su báculo. María Rosario
la miraba un momento, y luego sus ojos compasivos se tornaban
hacia otra mendiga que daba el pecho a un niño escuálido, envuelto
en el jirón de un manto:

-¿Es tuyo ese niño, Paula?

-No, Princesina: Era de una curmana que se ha muerto: Tres ha


dejado la pobre, éste es el más pequeño.

-¿Y tú lo has recogido?

-¡La madre me lo recomendó al morir!

-¿ Y qué es de los otros dos?

-Por esas calles andan. El uno tiene cinco años, el otro siete. ¡Pena
da mirarles, desnudos como ángeles del Cielo!

María Rosario tomó en brazos al niño, y lo besó con dos lágrimas en


los ojos. Al entregárselo a la mendiga le dijo:

-Vuelve esta tarde y pregunta por el Señor Polonio.

-¡Gracias, mi señorina!

Un murmullo, ardiente como una oración, entreabrió las bocas


renegridas y tristes de aquellos mendigos:

-¡La pobre madre se lo agradecerá en el Cielo!


María Rosario continuó:

-Y si encuentras a los otros dos pequeños, tráelos también contigo.

-Los otros, hoy no sé dónde poder hallarlos, mi Princesina.

Un viejo de calva sien y luenga barba nevada, sereno y evangélico


en su pobreza, se adelantó gravemente:

-Los otros, aunque cativo, tienen también amparo. Los ha recogido


Barberina la Prisca, una viuda lavandera que también a mí me tiene
recogido.

Y el viejo, que insensiblemente había ido algunos pasos hacia


delante, retrocedió tentando en el suelo con el báculo, y en el aire
con una mano, porque era ciego. María Rosario lloraba en silencio,
y resplandecía hermosa y cándida como una Madona, en medio de
la sórdida corte de mendigos que se acercaba de rodillas para
besarle las manos. Aquellas cabezas humildes, demacradas,
miserables, tenían una expresión de amor. Yo recordé entonces los
antiguos cuadros, vistos tantas veces en un antiguo monasterio de
la Umbría, tablas prerrafaélicas, que pintó en el retiro de su celda un
monje desconocido, enamorado de los ingenuos milagros que
florecen la leyenda de la reina de Turingia.

María Rosario también tenía una hermosa leyenda, y los lirios


blancos de la caridad también la aromaban. Vivía en el Palacio
como en un convento. Cuando bajaba al jardín traía la falda llena de
espliego que esparcía entre sus vestidos, y cuando sus manos se
aplicaban a una labor monjil, su mente soñaba sueños de santidad.
Eran sueños albos como las parábolas de Jesús, y el pensamiento
acariciaba los sueños, como la mano acaricia el suave y tibio
plumaje de las palomas familiares. María Rosario hubiera querido
convertir el Palacio en albergue donde se recogiese la procesión de
viejos y lisiados, de huérfanos y locos que llenaba la capilla pidiendo
limosna y salmodiando padrenuestros. Suspiraba recordando la
historia de aquellas santas princesas que acogían en sus castillos a
los peregrinos que volvían de Jerusalén. También ella era santa y
princesa.

Sus días se deslizaban como esos arroyos silenciosos que parecen


llevar dormido en su fondo el cielo que reflejan: Reza y borda en el
silencio de las grandes salas desiertas y melancólicas: Tiemblan las
oraciones en sus labios, tiembla en sus dedos la aguja que enhebra
el hilo de oro, y en el paño de tisú florecen las rosas y los lirios que
pueblan los mantos sagrados. Y después del día lleno de
quehaceres humildes, silenciosos, cristianos, por las noches se
arrodilla en su alcoba, y reza con fe ingenua al Niño Jesús, que
resplandece bajo un fanal, vestido con alba de seda recamada de
lentejuelas y abalorios. La paz familiar se levanta como una alondra
del nido de su pecho, y revolotea por todo el Palacio, y canta sobre
las puertas, a la entrada de las grandes salas. María Rosario fue el
único amor de mi vida. Han pasado muchos años, y al recordarla
ahora todavía se llenan de lágrimas mis ojos áridos, ya casi ciegos.

Quedaban todavía los olores de la cera en el Palacio. La Princesa,


tendida en el canapé de su tocador, se dolía de la jaqueca. Sus
hijas, vestidas de luto, hablaban en voz baja, y de tiempo en tiempo
entraba o salía sin ruido alguna de ellas. En medio de un gran
silencio, la Princesa incorporóse lánguidamente, volviendo hacia mí
el rostro todavía hermoso, que parecía más blanco bajo una toca de
negro encaje:

-¿Xavier, tú cuándo tienes que volver a Roma?

Yo me estremecí:

-Mañana, señora.

Y miré a María Rosario, que bajó la cabeza y se puso encendida


como una rosa. La Princesa, sin reparar en ello, apoyó la frente en
la mano, una mano evocación de aquellas que en los retratos
antiguos sostienen a veces una flor, y a veces un pañolito de encaje:
En tan bella actitud suspiró largamente, - volvió a interrogarme:

-¿Por qué mañana?

-Porque ha terminado mi misión, señora.

-¿Y no puedes quedarte algunos días más con nosotras?

-Necesitaría un permiso.

-Pues yo escribiré hoy mismo a Roma.

Miré disimuladamente a María Rosario: Sus hermosos ojos negros


me contemplaban asustados, y su boca intensamente pálida, que
parecía entreabierta por el anhelo de un suspiro, temblaba. En aquel
momento, su madre volvió la cabeza hacia donde ella estaba:

-María Rosario.

-Señora.
-Acuérdate de escribir en mi nombre a Monseñor Sassoferrato. Yo
firmaré la carta.

María Rosario, siempre ruborosa, repuso con aquella serena dulzura


que era como un aroma:

-¿Queréis que escriba ahora?

-Como te parezca, hija.

María Rosario se puso en pie.

-¿Y qué debo de decirle a Monseñor?

-Le notificas nuestra desgracia, y añades que vivimos muy solas, y


que esperamos de su bondad un permiso para retener a nuestro
lado por algún tiempo al Marqués de Bradomín.

María Rosario se dirigió hacia la puerta: tuvo que pasar por mi lado
y aprovechando audazmente la ocasión, le dije en voz alta:

-¡Me quedo, porque os adoro!

Fingió no haberme oído, y salió. Volvíme entonces hacia la


Princesa, que me miraba con una sombra de afán, y le pregunté
aparentando indiferencia:

-¿Cuándo toma el velo María Rosario?

-No está designado el día.

-La muerte de Monseñor Gaetani, acaso lo retardará.

-¿Por qué?

-Porque ha de ser un nuevo disgusto para vos.


-No soy egoísta. Comprendo que mi hija será feliz en el convento,
mucho más feliz que a mi lado, y me resigno.

-¿Es muy antigua la vocación de María Rosario?

-Desde niña.

-¿Y no ha tenido veleidades?

-¡Jamás!

Yo me atusé el bigote con la mano un poco trémula:

-Es una vocación de Santa.

-Sí, de Santa... Te advierto que no sería la primera en nuestra


familia. Santa Margarita de Ligura, Abadesa de Fiesoli, era hija de
un Príncipe Gaetani. Su cuerpo se conserva en la capilla del
Palacio, y después de cuatrocientos años está como si acabase de
expirar: Parece dormida. ¿Tú no bajaste a la cripta?

-No, señora.

-Pues es preciso que bajes un día.

Quedamos en silencio. La Princesa volvió a suspirar llevándose las


manos a la frente: Sus hijas, allá en el fondo de la estancia, se
hablaban en voz baja. Yo las miraba sonriendo y ellas me
respondían en idéntica forma, con cierta alegría infantil y burlona
que contrastaba con sus negros vestidos de duelo. Empezaba a
decaer la tarde, y la Princesa mandó abrir una ventana que daba
sobre el jardín:

-¡Me marea el olor de esas rosas, hijas mías!


Y señalaba los floreros que estaban sobre el tocador. Abierta la
ventana, una ligera brisa entró en la estancia. Era alegre, perfumada
y gentil como un mensaje de la Primavera: Sus alas invisibles
alborotaron los rizos de aquellas cabezas juveniles, que allá en el
fondo de la estancia me miraban y me sonreían. ¡Rizos rubios,
dorados, luminosos, cabezas adorables, cuántas veces os he visto
en mis sueños pecadores más bellas que esas aladas cabezas
angélicas que solían ver en sus sueños celestiales los santos
ermitaños!

La Princesa se acostó al comienzo de la noche, poco después del


rosario. En el salón medio apagado, hablaban en voz baja las iejas
damas que desde hacía veinte años acudían regularmente a la
tertulia del Palacio Gaetani: Comenzaba a sentirse el calor, y
estaban abiertas las puertas de cristales que daban al jardín. Dos
hijas de la Princesa, María Soledad y María del Carmen, hacían los
honores: La conversación era lánguida, de una languidez apocada y
beata. Afortunadamente, al sonar las nueve en el reloj de la
Catedral, las señoras se levantaron, y María del Carmen y María
Soledad salieron acompañándolas. Yo quedé solo en el vasto salón,
y no sabiendo qué hacer, bajé al jardín.

Era una noche de Primavera, silenciosa y fragante. El aire agitaba


las ramas de los árboles con blando movimiento, y la luna iluminaba
por un instante la sombra y el misterio de los follajes. Sentíase pasar
por el jardín un largo estremecimiento y luego todo quedaba en esa
amorosa paz de las noches serenas. En el azul profundo temblaban
las estrellas, y la quietud del jardín parecía mayor que la quietud del
cielo. A lo lejos, el mar misterioso y ondulante exhalaba su eterna
queja. Las dormidas olas fosforecían al pasar tumbando los delfines,
y una vela latina cruzaba el horizonte bajo la luna pálida. Yo recorría
un sendero orillado por floridos rosales: Las luciérnagas brillaban al
pie de los arbustos, el aire era fragante, y el más leve soplo bastaba
para deshojar en los tallos las rosas marchitas. Yo sentía esa vaga y
romántica tristeza que encanta los enamoramientos juveniles, con la
leyenda de los grandes y trágicos dolores que se visten a la usanza
antigua. Consideraba la herida de mi corazón como aquellas que no
tienen cura y pensaba que de un modo fatal decidiría de mi suerte.
Con extremos verterianos soñaba superar a todos los amantes que
en el mundo han sido, y por infortunados y leales pasaron a la
historia, y aun asomaron más de una vez la faz lacrimosa en las
cantigas del vulgo. Desgraciadamente, quedéme sin superarlos,
porque tales romanticismos nunca fueron otra cosa que un perfume
derramado sobre todos mis amores de juventud. ¡Locuras gentiles y
fugaces que duraban algunas horas, y que, sin duda, por eso, me
han hecho suspirar y sonreír toda la vida!

De pronto huyeron mis pensamientos. Daba las doce el viejo reloj de


la Catedral y cada campanada, en el silencio del jardín, retumbó con
majestad sonora. Volví al salón, donde ya estaban apagadas las
luces. En los cristales de una ventana temblaba el reflejo de la luna,
y allá en el fondo, brillaba la esfera de un reloj que con delicado y
argentino son, daba también las doce. Me detuve en la puerta, para
acostumbrarme a la oscuridad, y poco a poco mis ojos columbraron
la forma incierta de las cosas. Una mujer hallábase sentada en el
sofá del estrado. Yo sólo distinguía sus manos blancas: El cuerpo
era una sombra negra. Quise acercarme, y vi cómo sin ruido se
ponía en pie y cómo sin ruido se alejaba y desaparecía. Hubiérala
creído un fantasma engaño de mis ojos, si al dejar de verla no
llegase hasta mí un sollozo. Al pie del sofá estaba caído un pañuelo
perfumado de rosas y húmedo de llanto. Lo besé con afán. No
dudaba que aquel fantasma había sido María Rosario. Pasé la
noche en vela, sin conseguir conciliar el sueño. Al rayar el alba en
las ventanas de mi alcoba, y sólo entonces, en medio del alegre
voltear de un esquilón que tocaba a misa, me dormí. Al
despertarme, ya muy entrado el día, supe con profundo
reconocimiento cuánto por la salud de mi alma se interesaba la
Princesa Gaetani. La noble señora estaba muy afligida porque yo
había perdido el Oficio Divino.

Al caer de la tarde llegaron aquellas dos señoras de los cabellos


blancos y los negros y crujientes vestidos de seda. La Princesa se
incorporó saludándolas con amable y desfallecida voz:

-¿Dónde habéis estado?

-¡Hemos corrido toda Ligura!

-¡Vosotras!

Ante el asombro de la Princesa, las dos señoras se miraron


sonriendo:

-Cuéntale tú, Antonina.

-Cuéntale tú, Lorencina.


Continuación
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Sonata de primavera Source:
http://es.wikisource.org/w/index.php?oldid=545444 Contributors:
Davesoul, Escudero, Freddy eduardo, LadyInGrey, 2
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