La santa (Gabriel García Márquez)
Veintidós años después volví a ver a Margarito Duarte. Apareció de pronto en
una de las callecitas secretas del Trastévere, y me costó trabajo reconocerlo a
primera vista por su castellano difícil y su buen talante de romano antiguo.
Tenía el cabello blanco y escaso, y no le quedaban rastros de la conducta
lúgubre y las ropas funerarias de letrado andino con que había venido a Roma
por primera vez, pero en el curso de la conversación fui rescatándolo poco a
poco de las perfidias de sus años y volvía a verlo como era: sigiloso,
imprevisible, y de una tenacidad de picapedrero. Antes de la segunda taza de
café en uno de nuestros bares de otros tiempos, me atreví a hacerle la pregunta
que me carcomía por dentro.
- ¿Qué pasó con la santa?
- Ahí está la santa –me contestó-. Esperando.
Sólo el tenor Rafael Ribero Silva y yo podíamos entender la tremenda carga
humana de su respuesta. Conocíamos tanto su drama, que durante años pensé
que Margarito Duarte era el personaje en busca de autor que los novelistas
esperamos durante toda una vida, y si nunca dejé que me encontrara fue porque
el final de su historia me parecía inimaginable.
Había venido a Roma en aquella primavera radiante en que Pío XII padecía una
crisis de hipo que ni las buenas ni las malas artes de médicos y hechiceros
habían logrado remediar. Salía por primera vez de su escarpada aldea de
Tolima, en los Andes colombianos, y se le notaba hasta en el modo de dormir.
Se presentó una mañana en nuestro consulado con la maleta de pino lustrado
que por la forma y el tamaño parecía el estuche de un violonchelo, y le planteó
al cónsul el motivo sorprendente de su viaje. El cónsul llamó entonces por
teléfono al tenor Rafael Ribero Silva, su compatriota, para que le consiguiera
un cuarto en la pensión donde ambos vivíamos. Así lo conocí.
Margarito Duarte no había pasado de la escuela primaria, pero su vocación por
las bellas letras le había permitido una formación más amplia con la lectura
apasionada de cuanto material impreso encontraba a su alcance. A los
dieciocho años, siendo el escribano del municipio, se casó con una bella
muchacha que murió poco después en el parto de la primera hija. Ésta, más
bella aún que la madre, murió de fiebre esencial a los siete años. Pero la
verdadera historia de Margarito Duarte había empezado seis meses antes de su
llegada a Roma, cuando hubo de mudar el cementerio de su pueblo para
construir una represa. Como todos los habitantes de la región, Margarito
desenterró los huesos de sus muertos para llevarlos al cementerio nuevo. La
esposa era polvo. En la tumba contigua, por el contrario, la niña seguía intacta
después de once años. Tanto, que cuando destaparon la caja se sintió el vaho de
las rosas frescas con que la habían enterrado. Lo más asombroso, sin embargo,
era que el cuerpo carecía de peso.
Centenares de curiosos atraídos por el clamor del milagro desbordaron la aldea.
No había duda. La incorruptibilidad del cuerpo era un síntoma inequívoco de la
santidad, y hasta el obispo de la diócesis estuvo de acuerdo en que semejante
prodigio debía someterse al veredicto del Vaticano. De modo que se hizo una
colecta pública para que Margarito Duarte viajara a Roma, a batallar por una
causa que ya no era sólo suya ni del ámbito estrecho de su aldea, sino un asunto
de la nación.
Mientras nos contaba su historia en la pensión del apacible barrio de Parioli,
Margarito Duarte quitó el candado y abrió la tapa del baúl primoroso. Fue así
como el tenor Ribero Silva y yo participamos del milagro. No parecía una
momia marchita como las que se ven en tantos museos del mundo, sino una
niña vestida de novia que siguiera dormida al cabo de una larga estancia bajo la
tierra. La piel era tersa y tibia, y los ojos abiertos eran diáfanos, y causaban la
impresión insoportable de que nos veían desde la muerte. El raso y los azahares
falsos de la corona no habían resistido al rigor del tiempo con tan buena salud
como la piel, pero las rosas que le habían puesto en las manos permanecían
vivas. El peso del estuche de pino, en efecto, siguió siendo igual cuando
sacamos el cuerpo.
Margarito Duarte empezó sus gestiones al día siguiente de la llegada. Al
principio con una ayuda diplomática más compasiva que eficaz, y luego con
cuantas artimañas se le ocurrieron para sortear los incontables obstáculos del
Vaticano. Fue siempre muy reservado sobre sus diligencias, pero se sabía que
eran numerosas e inútiles. Hacía contacto con cuantas congregaciones
religiosas y fundaciones humanitarias encontraba a su paso, donde lo
escuchaban con atención pero sin asombro, y le prometían gestiones inmediatas
que nunca culminaron. La verdad es que la época no era la más propicia. Todo
lo que tuviera que ver con la Santa Sede había sido postergado hasta que el
Papa superara la crisis de hipo, resistente no sólo a los más refinados recursos
de la medicina académica, sino a toda clase de remedios mágicos que le
mandaban del mundo entero.
Por fin, en el mes de julio, Pío XII se repuso y fue a sus vacaciones de verano
en Castelgandolfo. Margarito llevó la santa a la primera audiencia semanal con
la esperanza de mostrársela. El Papa apareció en el patio interior, en un balcón
tan bajo que Margarito pudo ver sus uñas bien pulidas y alcanzó a percibir su
hálito de lavanda. Pero no circuló por entre los turistas que llegaban de todo el
mundo para verlo, como Margarito esperaba, sino que pronunció el mismo
discurso en seis idiomas y terminó con la bendición general.
Al cabo de tantos aplazamientos, Margarito decidió afrontar las cosas en
persona, y llevó a la Secretaría de Estado una carta manuscrita de casi sesenta
folios, de la cual no obtuvo respuesta. Él lo había previsto, pues el funcionario
que la recibió con los formalismos de rigor apenas si se dignó darle una mirada
oficial a la niña muerta, y los empleados que pasaban cerca la miraban sin
ningún interés. Uno de ellos le contó que el año anterior había recibido más de
ochocientas cartas que solicitaban la santificación de cadáveres intactos en
distintos lugares del mundo. Margarito pidió por último que se comprobara la
ingravidez del cuerpo. El funcionario la comprobó, pero se negó a admitirla.
- Debe ser un caso de sugestión colectiva –dijo.
En sus escasas horas libres y en los áridos domingos de verano, Margarito
permanecía en su cuarto, encarnizado en la lectura de cualquier libro que le
pareciera de interés para su causa. A fines de cada mes, por iniciativa propia,
escribía en un cuaderno escolar una relación minuciosa de sus gastos con su
caligrafía preciosista de amanuense mayor, para rendir cuentas estrictas y
oportunas a los contribuyentes de su pueblo. Antes de terminar el año conocía
los dédalos de Roma como si hubiera nacido en ellos, hablaba un italiano fácil
y de tan pocas palabras como su castellano andino, y sabía tanto como el que
más sobre procesos de canonización. Pero pasó mucho más tiempo antes de que
cambiara su vestido fúnebre, y el chaleco y el sombrero de magistrado que en
la Roma de la época eran propios de algunas sociedades secretas con fines
inconfesables. Salía desde muy temprano con el estuche de la santa, y a veces
regresaba tarde en la noche, exhausto y triste, pero siempre con un rescoldo de
luz que le infundía alientos nuevos para el día siguiente.
- Los santos viven en su tiempo propio –decía.
Yo estaba en Roma por primera vez, estudiando en el Centro Experimental de
Cine, y viví su calvario con una intensidad inolvidable. La pensión donde
dormíamos era en realidad un apartamento moderno a pocos pasos de la Villa
Borghese, cuya dueña ocupaba dos alcobas y alquilaba cuartos a estudiantes
extranjeros. La llamábamos María Bella, y era guapa y temperamental en la
plenitud de su otoño, y siempre fiel a la norma sagrada de que cada quien es rey
absoluto dentro de su cuarto. En realidad, la que llevaba el peso de la vida
cotidiana era su hermana mayor, la tía Antonieta, un ángel sin alas que le
trabajaba por horas durante el día, y andaba por todos lados con su balde y su
escoba de jerga lustrando más allá de lo posible los mármoles del piso. Fue ella
quien nos enseñó a comer los pajaritos cantores que cazaba Bartolino, su
esposo, por el mal hábito que le quedó de la guerra, y quien terminaría por
llevarse a Margarito a vivir en su casa cuando los recursos no le alcanzaron
para los precios de María Bella.
Nada menos adecuado para el modo de ser de Margarito que aquella casa sin
ley. Cada hora nos reservaba una novedad, hasta en la madrugada, cuando nos
despertaba el rugido pavoroso del león en el zoológico de la Villa Borghese. El
tenor Ribero Silva se había ganado el privilegio de que los romanos no se
resintieran con sus ensayos tempraneros. Se levantaba a las seis, se daba su
baño medicinal de agua helada y se arreglaba la barba y las cejas de
Mefistófeles, y sólo cuando ya estaba listo con la bata de cuadros escoceses, la
bufanda de seda china y su agua de colonia personal, se entregaba en cuerpo y
alma a sus ejercicios de canto. Abría de par en par la ventana del cuarto, aún
con las estrellas del invierno, y empezaba por calentar la voz con fraseos
progresivos de grandes arias de amor, hasta que se soltaba a cantar a plena voz.
La expectativa diaria era que cuando daba el do de pecho le contestaba el león
de la villa Borghese con un rugido de temblor de tierra.
-Eres San Marcos reencarnado, figlio mio -exclamaba la tía Antonieta
asombrada de veras-. Sólo él podía hablar con los leones.
Una mañana no fue el león el que dio la réplica. El tenor inició el dueto de
amor delOtello: Già nella notte densa s’estingue ogni clamor. De pronto, desde
el fondo del patio, nos llegó la respuesta en una hermosa voz de soprano. El
tenor prosiguió, y las dos voces cantaron el trozo completo, para solaz del
vecindario que abrió las ventanas para santificar sus casas con el torrente de
aquel amor irresistible. El tenor estuvo a punto de desmayarse cuando supo que
su Desdémona invisible era nada menos que la gran María Caniglia.
Tengo la impresión de que fue aquel episodio el que le dio un motivo válido a
Margarito Duarte para integrarse a la vida de la casa. A partir de entonces se
sentó con todos en la mesa común y no en la cocina, como al principio, donde
la tía Antonieta lo complacía casi a diario con su guiso maestro de pajaritos
cantores. María Bella nos leía de sobremesa los periódicos del día para
acostumbrarnos a la fonética italiana, y completaba las noticias con una
arbitrariedad y una gracia que nos alegraban la vida. Uno de esos días contó, a
propósito de la santa, que en la ciudad de Palermo había un enorme museo con
los cadáveres incorruptos de hombres, mujeres y niños, e inclusive varios
obispos, desenterrados de un mismo cementerio de padres capuchinos. La
noticia inquietó tanto a Margarito, que no tuvo un instante de paz hasta que
fuimos a Palermo. Pero le bastó una mirada de paso por las abrumadoras
galerías de momias sin gloria para formularse un juicio de consolación.
- No son el mismo caso –dijo-. A estos se les nota enseguida que están muertos.
Después del almuerzo Roma sucumbía en el sopor de agosto. El sol de medio
día se quedaba inmóvil en el centro del cielo, y en el silencio de las dos de la
tarde sólo se oía el rumor del agua, que es la voz natural de Roma. Pero hacia
las siete de la noche las ventanas se abrían de golpe para convocar el aire fresco
que empezaba a moverse, y una muchedumbre jubilosa se echaba a las calles
sin ningún propósito distinto que el de vivir, en medio de los petardos de las
motocicletas, los gritos de los vendedores de sandía y las canciones de amor
entre las flores de las terrazas.
El tenor y yo no hacíamos la siesta. Íbamos en su vespa, él conduciendo y yo en
la parrilla, y les llevábamos helados y chocolates a las putitas de verano que
mariposeaban bajo los laureles centenarios de la Villa Borghese, en busca de
turistas desvelados a pleno sol. Eran bellas, pobres, cariñosas, como la mayoría
de las italianas de aquel tiempo, vestidas de organiza azul, de popelina rosada,
de lino verde, y se protegían del sol con las sombrillas apolilladas por las
lluvias de la guerra reciente. Era un placer humano estar con ellas, porque
saltaban por encima de las leyes del oficio y se daban el lujo de perder un buen
cliente para irse con nosotros a tomar un café bien conservado en el bar de la
esquina, o a pasear en las carrozas de alquiler por los senderos del parque, o a
dolernos de los reyes destronados y sus amantes trágicas que cabalgaban al
atardecer en elgaloppatorio. Más de una vez les servíamos de intérpretes con
algún gringo descarriado.
No fue por ellas que llevamos a Margarito Duarte a la Villa Borghese, sino para
que conociera el león. Vivía en libertad en un islote desértico circundado por un
foso profundo, y tan pronto como nos divisó en la otra orilla empezó a rugir
con un desasosiego que sorprendió a su guardián. Los visitantes del parque
acudieron sorprendidos. El tenor trató de identificarse con su do de pecho
matinal, pero el león no le prestó atención. Parecía rugir hacia todos nosotros
sin distinción, pero el vigilante se dio cuenta al instante de que sólo rugía por
Margarito. Así fue: para donde él se moviera se movía el león, y tan pronto
como se escondía dejaba de rugir. El vigilante, que era doctor en letras clásicas
de la universidad de Siena, pensó que Margarito debió estar ese día con otros
leones que lo habían contaminado de su olor. Aparte de esa explicación, que
era inválida, no se le ocurrió otra.
- En todo caso –dijo- no son rugidos de guerra sino de compasión.
Sin embargo, lo que impresionó al tenor Ribera Silva no fue aquel episodio
sobrenatural, sino la conmoción de Margarito cuando se detuvieron a conversar
con las muchachas del parque. Lo comentó en la mesa, y unos por picardía, y
otros por comprensión, estuvimos de acuerdo en que sería una buena obra
ayudar a Margarito a resolver su soledad. Conmovida por la debilidad de
nuestros corazones, María Bella se apretó la pechuga de madraza bíblica con
sus manos empedradas de anillos de fantasía.
- Yo lo haría por caridad –dijo-, si no fuera porque nunca he podido con los
hombres que usan chaleco.
Fue así como el tenor pasó por la Villa Borghese a las dos de la tarde, y se llevó
en ancas de su vespa a la mariposita que le pareció más propicia para darle una
hora de buena compañía a Margarito Duarte. La hizo desnudarse en su alcoba,
la bañó con jabón de olor, la secó, la perfumó con su agua de colonia personal,
y la empolvó de cuerpo entero con su talco alcanforado para después de
afeitarse. Por último le pagó el tiempo que ya llevaban y una hora más, y le
indicó letra por letra lo que debía hacer.
La bella desnuda atravesó en puntillas la casa en penumbras, como un sueño de
la siesta, y dio dos golpecitos tiernos en la alcoba del fondo. Margarito Duarte,
descalzo y sin camisa, abrió la puerta.
- Buona sera giovanotto –le dijo ella, con voz y modos de colegiala-. Mi
manda il tenore.
Margarito asimiló el golpe con una gran dignidad. Acabó de abrir la puerta para
darle paso, y ella se tendió en la cama mientras él se ponía a toda prisa la
camisa y los zapatos para atenderla con el debido respeto. Luego se sentó a su
lado en una silla, e inició la conversación. Sorprendida, la muchacha le dijo que
se diera prisa, pues sólo disponían de una hora. Él no se dio por enterado.
La muchacha dijo después que de todos modos habría estado el tiempo que él
hubiera querido sin cobrarle ni un céntimo, porque no podía haber en el mundo
un hombre mejor comportado. Sin saber qué hacer mientras tanto, escudriñó el
cuarto con la mirada, y descubrió el estuche de madera sobre la chimenea.
Preguntó si era un saxofón. Margarito no le contestó, sino que entreabrió la
persiana para que entrara un poco de luz, llevó el estuche a la cama y levantó la
tapa. La muchacha trató de decir algo, pero se le desencajó la mandíbula. O
como nos dijo después: Mi si gelò il culo. Escapó despavorida, pero se
equivocó de sentido en el corredor, y se encontró con la tía Antonieta que iba a
poner una bombilla nueva en la lámpara de mi cuarto. Fue tal el susto de
ambas, que la muchacha no se atrevió a salir del cuarto del tenor hasta muy
entrada la noche.
La tía Antonieta no supo nunca qué pasó. Entró en mi cuarto tan asustada, que
no conseguía atornillar la bombilla en la lámpara por el temblor de las manos.
Le pregunté qué le sucedía. "Es que en esta casa espantan", me dijo. "Y ahora a
pleno día". Me contó con una gran convicción que, durante la guerra, un oficial
alemán degolló a su amante en el cuarto que ocupaba el tenor. Muchas veces,
mientras andaba en sus oficios, la tía Antonieta había visto la aparición de la
bella asesinada recogiendo sus pasos por los corredores.
- Acabo de verla caminando en pelota por el corredor –dijo-. Era idéntica.
La ciudad recobró su rutina de otoño. Las terrazas floridas del verano se
cerraron con los primeros vientos, y el tenor y yo volvimos a la tractoría del
Trastévere donde solíamos cenar con los alumnos de canto del conde Carlo
Calcagni, y algunos compañeros míos de la escuela de cine. Entre estos
últimos, el más asiduo era Lakis, un griego inteligente y simpático, cuyo único
tropiezo eran sus discursos adormecedores sobre la injusticia social. Por
fortuna, los tenores y las sopranos lograban casi siempre derrotarlo con trozos
de ópera cantados a toda voz, que sin embargo no molestaban a nadie aun
después de la media noche. Al contrario, algunos trasnochadores de paso se
sumaban al coro, y en el vecindario se abrían ventanas para aplaudir.
Una noche, mientras cantábamos, Margarito entró en puntillas para no
interrumpirnos. Llevaba el estuche de pino que no había tenido tiempo de dejar
en la pensión después de mostrarle la santa al párroco de San Juan de Letrán,
cuya influencia ante la Sagrada Congregación del Rito era de dominio público.
Alcancé a ver de soslayo que lo puso debajo de una mesa apartada, y se sentó
mientras terminábamos de cantar. Como siempre ocurría al filo de la media
noche, reunimos varias mesas cuando la tractoría empezó a desocuparse, y
quedamos juntos los que cantaban, los que hablábamos de cine, y los amigos de
todos. Y entre ellos, Margarito Duarte, que ya era conocido allí como el
colombiano silencioso y triste del cual nadie sabía nada. Lakis, intrigado, le
preguntó si tocaba el violonchelo. Yo me sobrecogí con lo que me pareció una
indiscreción difícil de sortear. El tenor, tan incómodo como yo, no logró
remendar la situación. Margarito fue el único que tomó la pregunta con toda
naturalidad.
- No es un violonchelo –dijo-. Es la santa.
Puso la caja sobre la mesa, abrió el candado y levantó la tapa. Una ráfaga de
estupor estremeció el restaurante. Los otros clientes, los meseros, y por último
la gente de la cocina con sus delantales ensangrentados, se congregaron
atónitos a contemplar el prodigio. Algunos se persignaron. Una de las cocineras
se arrodilló con las manos juntas, presa de un temblor de fiebre, y rezó en
silencio.
Sin embargo, pasada la conmoción inicial, nos enredamos en una discusión
sobre la insuficiencia de la santidad en nuestros tiempos. Lakis, por supuesto,
fue el más radical. Lo único que quedó claro al final fue su idea de hacer una
película crítica con el tema de la santa.
- Estoy seguro –dijo- que el viejo Cesare no dejaría escapar este tema.
Se refería a Cesare Zavattini, nuestro maestro de argumento y guión, uno de los
grandes de la historia del cine y el único que mantenía con nosotros una
relación personal al margen de la escuela. Trataba de enseñarnos no sólo el
oficio, sino una manera distinta de ver la vida. Era una máquina de pensar
argumentos. Le salían a borbotones, casi contra su voluntad. Y con tanta prisa,
que siempre le hacía falta la ayuda de alguien para pensarlos en voz alta y
atraparlos al vuelo. Sólo que al terminarlos se le caían los ánimos. "Lástima que
haya que filmarlo", decía. Pues pensaba que en la pantalla perdería mucho de
su magia original. Conservaba las ideas en tarjetas ordenadas por temas y
prendidas con alfileres en los muros, y tenía tantas que ocupaban una alcoba de
su casa.
El sábado siguiente fuimos a verlo con Margarito Duarte. Era tan goloso de la
vida, que lo encontramos en la puerta de su casa de la calle Angela Merici,
ardiendo de ansiedad por la idea que le habíamos anunciado por teléfono. Ni
siquiera nos saludó con la amabilidad de costumbre, sino que llevó a Margarito
a una mesa preparada, y él mismo abrió el estuche. Entonces ocurrió lo que
menos imaginábamos. En vez de enloquecerse, como era previsible, sufrió una
especie de parálisis mental.
- Ammazza! –murmuró espantado.
Miró a la santa en silencio por dos o tres minutos, cerró la caja él mismo, y sin
decir nada condujo a Margarito hacia la puerta, como a un niño que diera sus
primeros pasos. Lo despidió con unas palmaditas en la espalda. "Gracias, hijo,
muchas gracias", le dijo. "Y que Dios te acompañe en tu lucha". Cuando cerró
la puerta se volvió hacia nosotros, y nos dio su veredicto.
- No sirve para el cine –dijo-. Nadie lo creería.
Esa lección sorprendente nos acompañó en el tranvía de regreso. Si él lo decía,
no había ni que pensarlo: la historia no servía. Sin embargo, María Bella nos
recibió con el recado urgente de que Zavattini nos esperaba esa misma noche,
pero sin Margarito.
Lo encontramos en uno de sus momentos estelares. Lakis había llevado a dos o
tres condiscípulos, pero él ni siquiera pareció verlos cuando abrió la puerta.
- Ya lo tengo -gritó-. La película será un cañonazo si Margarito hace el milagro
de resucitar a la niña.
- ¿En la película o en la vida? -le pregunté.
Él reprimió la contrariedad. "No seas tonto", me dijo. Pero enseguida le vimos
en los ojos el destello de una idea irresistible. "A no ser que sea capaz de
resucitarla en la vida real", dijo, y reflexionó en serio:
- Debería probar.
Fue sólo una tentación instantánea, antes de retomar el hilo. Empezó a pasearse
por la casa, como un loco feliz, gesticulando a manotadas y recitando la
película a grandes voces. Lo escuchábamos deslumbrados, con la impresión de
estar viendo las imágenes como pájaros fosforescentes que se le escapaban en
tropel y volaban enloquecidos por toda la casa.
- Una noche -dijo- cuando ya han muerto como veinte Papas que no lo
recibieron, Margarito entra en su casa, cansado y viejo, abre la caja, le acaricia
la cara a la muertecita, y le dice con toda la ternura del mundo: "Por el amor de
tu padre, hijita: levántate y anda".
Nos miró a todos, y remató con un gesto triunfal:
- ¡Y la niña se levanta!
Algo esperaba de nosotros. Pero estábamos tan perplejos, que no
encontrábamos qué decir. Salvo Lakis, el griego, que levantó el dedo, como en
la escuela, para pedir la palabra.
- Mi problema es que no lo creo -dijo, y ante nuestra sorpresa, se dirigió directo
a Zavattini-: Perdóneme, maestro, pero no lo creo.
Entonces fue Zavattini el que se quedó atónito.
- ¿Y por qué no?
- Qué sé yo -dijo Lakis, angustiado-. Es que no puede ser.
-Ammazza! -gritó entonces el maestro, con un estruendo que debió oírse en el
barrio entero-. Eso es lo que más me jode de los estalinistas: que no creen en la
realidad.
En los quince años siguientes, según él mismo me contó, Margarito llevó la
santa a Castelgandolfo por si se daba la ocasión de mostrarla. En una audiencia
de unos doscientos peregrinos de América Latina alcanzó a contar la historia,
entre empujones y codazos, al benévolo Juan XXIII. Pero no pudo mostrarle la
niña porque debió dejarla a la entrada, junto con los morrales de otros
peregrinos, en previsión de un atentado. El Papa lo escuchó con tanta atención
como le fue posible entre la muchedumbre, y le dio en la mejilla una palmadita
de aliento.
- Bravo, figlio mio -le dijo-. Dios premiará tu perseverancia.
Sin embargo, cuando de veras se sintió en vísperas de realizar su sueño fue
durante el reinado fugaz del sonriente Albino Luciani. Un pariente de éste,
impresionado por la historia de Margarito, le prometió su mediación. Nadie le
hizo caso. Pero dos días después, mientras almorzaban, alguien llamó a la
pensión con un mensaje rápido y simple para Margarito: no debía moverse de
Roma, pues antes del jueves sería llamado del Vaticano para una audiencia
privada.
Nunca se supo si fue una broma. Margarito creía que no, y se mantuvo alerta.
Nadie salió de la casa. Si tenía que ir al baño lo anunciaba en voz alta: "Voy al
baño". María Bella, siempre graciosa en los primeros albores de la vejez,
soltaba su carcajada de mujer libre.
- Ya lo sabemos, Margarito -gritaba-, por si te llama el Papa.
La semana siguiente, dos días antes del telefonema anunciado, Margarito se
derrumbó ante el titular del periódico que deslizaron por debajo de la
puerta: Morto il Papa. Por un instante lo sostuvo en vilo la ilusión de que era
un periódico atrasado que habían llevado por equivocación, pues no era fácil
creer que muriera un Papa cada mes. Pero así fue: el sonriente Albino Luciani,
elegido treinta y tres días antes, había amanecido muerto en su cama.
Volví a Roma veintidós años después de conocer a Margarito Duarte, y tal vez
no hubiera pensado en él si no lo hubiera encontrado por casualidad. Yo estaba
demasiado oprimido por los estragos del tiempo para pensar en nadie. Caía sin
cesar una llovizna boba como el caldo tibio, la luz de diamante de otros
tiempos se había vuelto turbia, y los lugares que habían sido míos y sustentaban
mis nostalgias eran otros y ajenos. La casa donde estuvo la pensión seguía
siendo la misma, pero nadie dio razón de María Bella. Nadie contestaba en seis
números de teléfono que el tenor Ribero Silva me había mandado a través de
los años. En un almuerzo con la nueva gente de cine evoqué la memoria de mi
maestro, y un silencio súbito aleteó sobre la mesa por un instante, hasta que
alguien se atrevió a decir:
- Zavattini? Mai sentito.
Así era: nadie había oído hablar de él. Los árboles de la Villa Borghese estaban
desgreñados bajo la lluvia, el galoppatoio de las princesas tristes había sido
devorado por una maleza sin flores, y las bellas de antaño habían sido
sustituidas por atletas andróginos travestidos de manolas. El único
sobreviviente de una fauna extinguida era el viejo león, sarnoso y acatarrado,
en su isla de aguas marchitas. Nadie cantaba ni se moría de amor en las
tractorías plastificadas de la Plaza de España. Pues la Roma de nuestras
nostalgias era ya otra Roma antigua dentro de la antigua Roma de los Césares.
De pronto, una voz que podía venir del más allá me paró en seco en una
callecita del Trastévere:
- Hola, poeta.
Era él, viejo y cansado. Habían muerto cinco Papas, la Roma eterna mostraba
los primeros síntomas de la decrepitud, y él seguía esperando. "He esperado
tanto que ya no puede faltar mucho más", me dijo al despedirse, después de
casi cuatro horas de añoranzas. "Puede ser cosa de meses". Se fue arrastrando
los pies por el medio de la calle, con sus botas de guerra y su gorra descolorida
de romano viejo, sin preocuparse de los charcos de lluvia donde la luz
empezaba a pudrirse. Entonces no tuve ya ninguna duda, si es que alguna vez la
tuve, de que el santo era él. Sin darse cuenta, a través del cuerpo incorrupto de
su hija, llevaba ya veintidós años luchando en vida por la causa legítima de su
propia canonización.
Carta a una señorita en París
Julio Cortázar
Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha.
No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden
cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su
casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el
juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un
ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una
reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en
francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita
el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un
perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto,
ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué
difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden
minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar
una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí
simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al
alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un
horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de
golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el
mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de
Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada
objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su
habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el
cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento
de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía.
Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha
ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos
un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la
traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde
quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los
conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez
porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He
cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo
equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de
sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si
viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la
manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que
vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo
piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no
crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la
gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha
sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas
constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo
reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar
un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que
uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca
como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube
como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre
en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por
las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito
normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de
chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de
la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece
satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo
con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la
piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría
en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran
maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del
todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y
yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a
la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi
vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o
era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar
mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un
mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía
perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el
balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de
un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el
conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya
en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin
preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba
la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres
del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la
cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una
vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá
saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina.
Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que
vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta,
adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad
apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos,
ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a
un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una
presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una
noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan
aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro
meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el
hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un
conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor,
dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño
o un piquete sumándose a los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba
arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho,
una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el
bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se
movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que
la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un
cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su
sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus
elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas
pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el
pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me
miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de
mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar,
desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para
quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito
negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se
abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí
dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada
sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que
se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando
por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre
la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de
sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario
es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada
obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe
creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las
mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan
contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el
salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como
Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y
acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja
con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí,
me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se
encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado,
solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que
ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos
alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos,
hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con
un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée,
y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se
comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón,
los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no
tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es
que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como
una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos
quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el
sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de
Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del
escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome
dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la
presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No
es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me
alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las
cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y
cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo,
pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de
ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes,
máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué
horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan
por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me
guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas
e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y
cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo
piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no
sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los
libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no
se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno
de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche
trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted
sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al
lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver
cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su
dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su
infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared,
parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y
despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario
y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto
algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve
decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo
silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué
contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal,
en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas
blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa,
Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará
preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que
escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince
días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada,
solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles
el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre
el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?)
o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes,
tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca
horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y
entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en
medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos
del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La
continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de
veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted
el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle
que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo
quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de
mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé
para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen
once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o
al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier
ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en
el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido
que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los
libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron
los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les
compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las
telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de
pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la
lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como
yo no creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de
la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se
levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de
juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los
destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa,
yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once
hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario,
trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque
decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el
amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y
acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros
sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos
salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro
cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros
colegiales.
Una rosa para Emilia
William Faulkner
Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su
funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un
monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un
sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había
entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero
y jardinero a la vez.
La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro
tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo
del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que
se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de
algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres
del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia,
levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón
y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la
ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes
de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio,
entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían
caído en la batalla de Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un
deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en
que el coronel Sartoris el Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna
mujer negra podría salir a la calle sin delantal-, la eximió de sus impuestos,
dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue
otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar
una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre
de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se
valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la
generación y del modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de
inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría
haber dado por buena esta historia.
Cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser
directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al
comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la
contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola
en el despacho del alguacil para un asunto que le interesaba. Una semana más
tarde el alcalde volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche
para que acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en respuesta una nota
en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una
floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la
nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación
para que fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había
traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china,
unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro
vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas
sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y
húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las
cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se
sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba
en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana.
Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con
un deslucido marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña,
gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le
descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de
pequeña estatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan
sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que
hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos
en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón,
prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro
de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.
No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que
el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj
que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
-Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió.
Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su
satisfacción.
-De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted
un comunicado del alguacil, firmado por él?
-Sí, recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá él se considera alguacil.
Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante.
Nosotros debemos...
-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero, señorita Emilia...
-Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez
años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al
negro-. Muestra la salida a estos señores.
II
Así pues, la señorita Emilia venció a los regidores que fueron a visitarla del
mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos
regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte
de su padre y poco después de que su prometido -todos creímos que iba a
casarse con ella- la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si
volvió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de
vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no
fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro
-un hombre joven a la sazón-, que entraba y salía con la cesta del mercado al
brazo.
“Como si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de tener la cocina limpia”,
comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel
olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y
aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el alcalde y juez
Stevens, anciano de ochenta años.
-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.
-¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es
que no hay una ley?
-No creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será que el negro ha
matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que
le rogó cortésmente:
-Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a
la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban canas, y
otro algo más joven- se encontró con un hombre de la joven generación, al que
hablaron del asunto.
-Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el
jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
-Por favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la señorita
Emilia de que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el
césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa,
como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos
con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un
acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la
mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y
allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando
hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana
que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e
inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los
algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde,
aquel olor había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos
en la ciudad recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado
completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que
realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para
la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su
padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida
de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la
mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así,
cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos
contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de
venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la
señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..
Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la
casa, y en cierto modo esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la
señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se
humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de
tener un céntimo de más o de menos.
Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a
la señorita Emilia y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como
siempre, y sin muestra ninguna de pena en el rostro, las puso en la puerta,
diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días,
visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de
que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban
dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en
sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre.
No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que
hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y
sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora
no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había
despreciado.
III
La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver,
llevaba el cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven que una muchacha,
con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores
de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena...
Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para
pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre
empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y
maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui
blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su
rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de
verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban
caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad.
Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría
asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la
reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia
en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par
de caballos bayos de alquiler...
Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un
interés en la vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía
pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.”
Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por
grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello
de noblesse oblige -claro que sin decir noblesse oblige- y exclamaban:
“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la
señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que
su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja lady Wyatt, aquella
que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de
tal modo que ni siquiera habían venido al funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora
empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de...?” “¡Pues claro que sí!
¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca.
Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas
para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de
los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una
vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos
creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más
que nunca, reclamara el reconocimiento de su dignidad como última
representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo
terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo
se comportó cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió
un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras
sus dos primas vinieron a visitarla.
-Necesito un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años
y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos
fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido
estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro
del que se halla al pie de una farola.
-Necesito un veneno -dijo.
-¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...
-Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
-Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
-Quiero arsénico. ¿Es bueno?
-¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea...?
-Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo,
rígida, con la faz tensa.
-¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay
que decir para qué se va a emplear.
La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada,
fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a
buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del
paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la
señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una
calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.
IV
Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos
que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer
Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le
convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía
que bebía bastante, había dicho en el Club Elks que él no era un hombre de los
que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las
vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en la calesa, la
señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de
copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas
con guantes amarillos....
Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una
desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no
quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al
ministro de los bautistas -la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal- de
que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocurrió en aquella entrevista; pero
en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El
domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las
calles, y al día siguiente la esposa del ministro escribió a los parientes que la
señorita Emilia tenía en Alabama....
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a
observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empezamos a
creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en
casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata,
con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había
encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de
noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y
nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía
en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido....
Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la
pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos,
en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación
pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de
facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo
una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla
a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y,
como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al
negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer....
Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a
la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir
al mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez
en cuando podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos
hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por
las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si
aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante
tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él....
Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia había engordado y su cabello
empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando, hasta
adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello
de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven....
Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio
de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones
de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso
bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris,
con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que
iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la
colecta.
Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las
discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron
a sus hijas con sus cajas de pintura y sus pinceles, a que la señorita Emilia les
enseñara a pintar según las manidas imágenes representadas en las revistas para
señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante.
Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se
negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y
que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír hablar de ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más
canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la
señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana
más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las
habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa-
semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose
cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía decirlo. Y de este modo la
señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible,
impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras,
teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera
supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a
obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba
nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en
desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con
cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el
paso del tiempo y la falta de sol.
El negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la
casa, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció.
Atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos
primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral
para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar a la señorita
Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre
colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras.
En el balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos
con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera
sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con
ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo
las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino
una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos
actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había
visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No
obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su
tumba.
Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo,
que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para
una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de
tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas,
también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre
los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada que apenas se
distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos
aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así,
abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio
del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre,
cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.
El hombre yacía en la cama..
Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella
apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de
abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto
del amor, lo había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que
había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la
cama en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada que estaba a su lado, se
extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.
Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la
depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo
que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en
nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra
de cabello gris
Los asesinos
Ernest Hemingway
La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se
sentaron al mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los
dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams,
quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los
observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo
el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?
-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Adelanta veinte minutos.
-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con
huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.
-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
-Esa es la cena.
-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado...
-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un
sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos.
Llevaba una bufanda de seda y guantes.
-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que
Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban
sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia
adelante, con los codos sobre el mostrador.
-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.
-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró
George.
-Dije si tienes algo para tomar.
-Sólo lo que nombré.
-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?
-Summit.
-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.
-No -le contestó éste.
-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.
-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.
-Así es -dijo George.
-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.
-Seguro.
-Así que eres un chico vivo, ¿no?
-Seguro -respondió George.
-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?
-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?
-Adams.
-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?
-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.
George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta
con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró
la portezuela de la cocina.
-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.
-¿No te acuerdas?
-Jamón con huevos.
-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos
comían con los guantes puestos. George los observaba.
-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.
-Nada.
-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.
George se rió.
-Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?
-Está bien -dijo George.
-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí
que está buena.
-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.
-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le
preguntó Al a Max.
-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del
mostrador.
-¿Por? -preguntó Nick.
-Porque sí.
-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del
mostrador.
-¿Qué se proponen? -preguntó George.
-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿El negro? ¿Cómo el negro?
-El negro que cocina.
-Dile que venga.
-¿Qué se proponen?
-Dile que venga.
-¿Dónde se creen que están?
-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos
tontos acaso?
-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a
discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga
acá.
-¿Qué le van a hacer?
-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la cocina y llamó:
-Sam, ven un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al
mostrador:
-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.
-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro.
Tú también, chico vivo.
El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta
se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a
George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador.
Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.
-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?
-¿De qué se trata todo esto?
-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.
-¿De qué crees que se trata?
-No sé.
-¿Qué piensas?
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
-No lo diría.
-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup
mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame,
chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max,
córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para
una toma grupal.
-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?
George no respondió.
-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un
sueco grandote que se llama Ole Andreson?
-Sí.
-Viene a comer todas las noches, ¿no?
-A veces.
-A las seis en punto, ¿no?
-Si viene.
-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
-De vez en cuando.
-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al
cine.
-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.
-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.
-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.
-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los
tengo atados como una pareja de amigas en el convento.
-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
-Uno nunca sabe.
-En un convento judío. Ahí estuviste tú.
George miró el reloj.
-Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le
dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?
-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?
-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el
momento.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y
entró un conductor de tranvías.
-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?
-Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.
-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y
veinte.
-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.
-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.
-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico
vivo.
A las siete menos cinco George habló:
-Ya no viene.
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George
fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos "para llevar", como
había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia
atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma
recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda
con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo
envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y
salió.
-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías
de alguna chica una linda esposa, chico vivo.
-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego
siete y cinco.
-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba
enfermo.
-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no
es un restaurante esto? -luego se marchó.
-Vamos, Al -insistió Max.
-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
-No va a haber problemas con ellos.
-¿Estás seguro?
-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.
-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera,
¿no?
-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le
formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que
se arregló con las manos enguantadas.
-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.
-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo
el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos
sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la
cocina y desató a Nick y al cocinero.
-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a
pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.
-¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad.
-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro
ni bien entrara a comer.
-¿A Ole Andreson?
-Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
-¿Ya se fueron? -preguntó.
-Sí -respondió George-, ya se fueron.
-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.
-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te
conviene meterte.
-Si no quieres no vayas -dijo George.
-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al
margen.
-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.
-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.
-Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo
de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente
poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres
casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la
entrada.
-¿Está Ole Andreson?
-¿Quieres verlo?
-Sí, si está.
Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un
pasillo. Ella llamó a la puerta.
-¿Quién es?
-Alguien que viene a verlo, señor Andreson -respondió la mujer.
-Soy Nick Adams.
-Pasa.
Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la
ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica.
Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y
nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a
cenar.
Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.
-Le voy a decir cómo eran.
-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared:
-Gracias por venir a avisarme.
-No es nada.
Nick miró al grandote que yacía en la cama.
-¿No quiere que vaya a la policía?
-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.
-¿No hay nada que yo pueda hacer?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no lo dijeron en serio.
-No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la pared.
-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé
todo el día acá.
-¿No podría escapar de la ciudad?
-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
-Ya no hay nada que hacer.
-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer.
Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.
-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente
vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las
escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a
caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue
boxeador, ¿sabías?
-Sí, ya sabía.
-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la
puerta principal-. Es tan amable.
-Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.
-Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo
del lugar. Yo soy la señora Bell.
-Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick.
-Buenas noches -dijo la mujer.
Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la
calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
-¿Viste a Ole?
-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.
-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo van a matar.
-Supongo que sí.
-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
-Supongo -dijo Nick.
-Es terrible.
-Horrible -dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el
mostrador.
-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.
-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.
-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.
-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es
realmente horrible.
-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.
La coartada perfecta
Patricia Highsmith
La multitud se arrastraba como un monstruo ciego y sin mente hacia la entrada
del metro. Los pies se deslizaban hacia adelante unos pocos centímetros, se
paraban, volvían a deslizarse. Howard odiaba las multitudes. Le hacían sentir
pánico. Su dedo estaba en el gatillo, y durante unos segundos se concentró en
no permitir que lo apretara, pese a que se había convertido en un impulso casi
incontrolable.
Había descosido el fondo del bolsillo de su sobretodo, y ahora sujetaba la
pistola en ese bolsillo con su mano enguantada. Las bajas y anchas espaldas de
George estaban a menos de medio metro frente a él, pero había un par de
personas entre medio. Howard giró los hombros y se encajó en el espacio entre
un hombre y una mujer, empujando ligeramente al hombre.
Ahora estaba inmediatamente detrás de George, y la parte delantera de su
sobretodo desabrochado rozaba la espalda del abrigo del otro. Howard niveló la
pistola en su bolsillo. Una mujer golpeó su brazo derecho, pero mantuvo firme
la puntería contra la espalda de George, con los ojos fijos en su sombrero de
fieltro. Una voluta del humo del cigarro del otro hombre se enroscó en las fosas
nasales de Howard, familiar y nauseabunda. La entrada del metro estaba a tan
sólo un par de metros. Dentro de los próximos cinco segundos, se dijo Howard,
y al mismo tiempo su mano izquierda se movió para echar hacia atrás el lado
derecho de su sobretodo, hizo un movimiento incompleto, y una décima de
segundo más tarde la pistola disparó.
Una mujer chilló.
Howard dejó caer la pistola a través del abierto bolsillo.
La multitud había retrocedido ante la explosión del arma, arrastrando a Howard
consigo. Unas cuantas personas se agitaron ante él, pero por un instante vio a
George en un pequeño espacio vacío en la acera, tendido de lado, con el
delgado cigarro a medio fumar aún sujeto entre sus dientes, que Howard vio
desnudos por un instante, luego cubiertos por el relajarse de su boca.
-¡Le han disparado! -gritó alguien.
-¿Quién?
-¿Dónde?
La multitud inició un movimiento hacia adelante con un rugir de curiosidad, y
Howard fue arrastrado hasta casi donde estaba tendido George.
-¡Échense atrás! ¡Van a pisotearlo! -gritó una voz masculina.
Howard fue hacia un lado para librarse de la multitud y bajó las escaleras del
metro. El rugir de voces en la acera fue reemplazado de pronto por el zumbido
de la llegada de un tren. Howard rebuscó mecánicamente algo de cambio y
sacó una moneda. Nadie a su alrededor parecía haberse dado cuenta de que
había un hombre muerto tendido en la parte de arriba de las escaleras. ¿No
podía usar otra salida para volver a la calle e ir en busca de su coche? Lo había
aparcado apresuradamente en la Treinta y cinco, cerca de Broadway. No, podía
tropezar con alguien que lo hubiera visto cerca de George en la multitud.
Howard era muy alto. Destacaba. Podía recoger el coche un poco más tarde.
Miró su reloj. Exactamente las 5:54.
Cruzó la estación y tomó un tren hacia el norte. Sus oídos eran muy sensibles al
ruido, y normalmente el chirrido del acero sobre acero era una tortura
intolerable para él; pero ahora, mientras permanecía de pie sujeto a una de las
correas, apenas escuchaba el insoportable ruido y se sentía agradecido por la
despreocupación de los pasajeros que leían el periódico a su alrededor. Su
mano derecha, aún en el bolsillo de su sobretodo, tanteó automáticamente el
descosido fondo. Esta noche tenía que volver a coserlo, se recordó. Bajó la
vista a la parte delantera de la prenda y vio, con un repentino shock, casi con
dolor, que la bala había abierto un agujero en el sobretodo. Sacó rápidamente
su mano derecha y la colocó sobre el agujero, sin dejar de mirar el panel
publicitario que tenía delante.
Frunció intensamente el ceño mientras revisaba todo el asunto una vez más,
intentando ver si había cometido algún error en alguna parte. Había
abandonado el almacén un poco antes que de costumbre -a las 5:15- para poder
estar en la calle Treinta y cuatro a las 5:30, cuando George abandonaba
siempre su tienda. El señor Luther, el jefe de Howard, había dicho: «Hoy
termina usted pronto, ¿eh, Howard?» Pero lo mismo había ocurrido algunas
otras veces antes, y el señor Luther no pensaría en nada malo al respecto. Y
había borrado todas las posibles huellas de la pistola, y también de las balas.
Había comprado la pistola haría unas cinco semanas en Bennington, Vermont,
y no había tenido que dar su nombre cuando lo hizo. No había vuelto a
Bennington desde entonces. Creía que era realmente imposible que la policía
pudiera llegar a encontrar el rastro del arma. Y nadie le había visto disparar
aquel tiro, estaba seguro de ello. Había escrutado a su alrededor antes de
meterse en el metro, y nadie miraba en su dirección.
Howard tenía intención de ir hacia el norte unas cuantas estaciones, luego
regresar y recoger su coche; pero ahora pensó que primero debía librarse del
sobretodo. Demasiado peligroso intentar que cosieran un agujero como aquél.
No tenía el aspecto de la quemadura de un cigarrillo, parecía exactamente lo
que era. Debía apresurarse. Su coche estaba a menos de tres manzanas de
donde había disparado a George. Probablemente sería interrogado esta noche
acerca de George Frizell, porque la policía interrogaría con toda seguridad a
Mary, y si ella no mencionaba su nombre, sus caseras -la de ella y la de
George- sí lo harían. George tenía tan pocos amigos.
Pensó en meter el sobretodo en alguna papelera en una estación del metro. Pero
demasiada gente se daría cuenta de ello. ¿En una de la calle? Eso también
parecía muy llamativo; después de todo, era un sobretodo casi nuevo. No, tenía
que ir a casa y coger algo para envolverlo antes de poder tirarlo.
Salió en la estación de la calle Setenta y dos. Vivía en un pequeño apartamento
en la planta baja de un edificio de piedra marrón en la calle Setenta y cinco
Oeste, cerca de la avenida West End. Howard no vio a nadie cuando entró, lo
cual era estupendo porque podía decir, si era interrogado al respecto, que había
vuelto a casa a las 5:30 en vez de casi a las 6:00. Tan pronto hubo entrado en
su apartamento y encendido la luz, Howard supo lo que haría con el sobretodo:
quemarlo en la chimenea. Era lo más seguro.
Sacó algunas monedas y un aplastado paquete de cigarrillos del bolsillo
izquierdo del sobretodo, se quitó la prenda y la tiró sobre el sofá. Entonces
cogió el teléfono y marcó el número de Mary.
Respondió al tercer timbrazo.
-Hola, Mary -dijo-. Hola. Ya está hecho.
Un segundo de vacilación.
-¿Hecho? ¿De veras, Howard? No estarás...
No, no estaba bromeando. No sabía qué otra cosa decirle, qué otra cosa se
atrevía a decir por teléfono.
-Te quiero. Cuídate, querida -dijo con voz ausente.
-¡Oh, Howard! -Se echó a llorar.
-Mary, probablemente la policía hablará contigo. Quizá dentro de unos pocos
minutos. -Crispó la mano en el auricular, deseoso de rodear a la mujer con sus
brazos, de besar sus mejillas que ahora debían estar húmedas de lágrimas-. No
me menciones, querida..., simplemente no lo hagas, te pregunten lo que te
pregunten. Todavía tengo que hacer algunas cosas y he de apresurarme. Si tu
casera me menciona, no te preocupes por ello, puedo arreglarlo..., pero tú no lo
hagas primero. ¿Has entendido? -Se daba cuenta de que le estaba hablando de
nuevo como si fuera una niña, y de que eso no era bueno para ella; pero éste no
era el mejor momento para estar pensando en lo que era bueno para ella y lo
que no-. ¿Has entendido, Mary?
-Sí -dijo ella, con un hilo de voz.
-No estés llorando cuando venga la policía, Mary. Lávate la cara. Tienes que
tranquilizarte... -Se detuvo-. Ve a ver una película, amor, ¿quieres? ¡Sal antes
de que llegue la policía!
-Está bien.
-¡Prométemelo!
-De acuerdo.
Colgó y se dirigió a la chimenea. Arrugó algunas hojas de periódico, puso un
poco de leña encima y encendió una cerilla.
Ahora se alegró de haber comprado algo de leña para Mary, se alegró de que a
Mary le gustara el fuego de la chimenea, porque él llevaba meses viviendo allí
antes de conocer a Mary y nunca había pensado en encender el fuego.
Mary vivía directamente al otro lado de la calle frente a George, en la
Dieciocho Oeste. Lo primero que haría la policía sería lógicamente ir a casa de
George e interrogar a su casera, porque George vivía solo y no había a nadie
más a quién interrogar. La casera de George... Howard recordaba unos breves
atisbos de ella inclinada fuera de su ventana el verano pasado, delgada, pelo
gris, espiando con una horrible intensidad lo que hacía todo el mundo en la
casa..., indudablemente le diría a la policía que había una chica al otro lado de
la calle con la que el señor Frizell pasaba mucho tiempo. Howard sólo esperaba
que la casera no lo mencionara inmediatamente a él, porque era lógico que
supusiera que el joven con el coche que acudía a ver a Mary tan a menudo era
su novio, y era lógico que sospechara la existencia de un sentimiento de celos
entre él y George. Pero quizá no lo mencionara. Y quizá Mary estuviese fuera
de la casa cuando llegara la policía.
Hizo una momentánea pausa, tenso, en el acto de echar más madera al fuego.
Intentó imaginar exactamente lo que Mary sentía ahora, tras saber que George
Frizell estaba muerto. Intentó sentir lo mismo él, a fin de poder predecir su
comportamiento, a fin de poder ser capaz de confortarla mejor. ¡Confortarla!
¡Lo había liberado de un monstruo! Debería sentirse regocijada. Pero sabía que
al principio se sentiría destrozada. Conocía a George desde que era una niña.
George había sido el mejor amigo de su padre... pero cuál hubiera sido el
comportamiento de George con otro hombre era algo que Howard sólo podía
suponer; cuando el padre de ella murió, George, soltero, se había hecho cargo
de Mary como si fuera su padre. Pero con la diferencia de que controlaba todos
sus movimientos, la convenció de que no podía hacer nada sin él, la convenció
de que no debía casarse con nadie que él desaprobara. Lo cual era todo el
mundo. Howard, por ejemplo. Mary le había dicho que había habido otros dos
jóvenes antes a los que George había arrojado de su vida.
Pero Howard no había sido arrojado. No había caído en las mentiras de George
de que Mary estaba enferma, de que Mary estaba demasiado cansada para salir
o para ver a nadie. George había llegado a llamarlo varias veces e intentado
romper sus citas..., pero él había ido a su casa y la había sacado muchas tardes,
pese al terror que ella sentía de la furia de George. Mary tenía veintitrés años,
pero George había conseguido que siguiera siendo una niña. Mary tenía que ir
con George incluso para comprar un vestido nuevo. Howard no había visto
nada como aquello en su vida. Era como un mal sueño, o algo en una historia
fantástica que era demasiado inverosímil para creerlo. Howard había supuesto
que George estaba enamorado de ella de alguna extraña manera, y se lo había
preguntado a Mary poco después de conocerla, pero ella le había dicho: «¡Oh,
no! ¡Jamás me ha tocado, nunca!» Y era completamente cierto que George
nunca la había tocado siquiera. En una ocasión, mientras se decían adiós,
George había rozado sin querer su hombro, y había saltado hacia atrás como si
acabara de quemarse y había dicho: «¡Disculpa!» Era muy extraño.
Sin embargo, era como si George hubiera encerrado la mente de Mary en
alguna parte... como una prisionera de su propia mente, como si no tuviera
mente propia. Howard no podía expresarlo en palabras. Mary tenía unos ojos
blandos y oscuros que miraban de una forma trágica e impotente, y esto hacía
que a veces se sintiera como loco al respecto, lo bastante loco como para
enfrentarse a la persona que le había hecho aquello a la muchacha. Y la
persona era George Frizell. Howard nunca podría olvidar la mirada que le
lanzó George cuando Mary los presentó, una mirada superior, sonriente, de
suficiencia, que parecía decir: «Puedes intentarlo. Sé que vas a intentarlo. Pero
no vas a llegar muy lejos.»
George Frizell había sido un hombre bajo y fornido con una pesada mandíbula
y densas cejas negras. Tenía una pequeña tienda en la calle Treinta y seis
Oeste, donde se especializaba en reparar sillas, pero a Howard le parecía que
no tenía otro interés en la vida más que Mary. Cuando estaba con ella se
concentraba sólo en ella, como si estuviera ejerciendo algún poder hipnótico
sobre ella, y Mary se comportaba como si estuviera hipnotizada. Estaba
completamente dominada por George. Siempre estaba mirándolo,
observándolo por encima del hombro para ver si aprobaba lo que estaba
haciendo, aunque sólo estuviera sacando unas chuletas del horno.
Mary amaba a George y lo odiaba al mismo tiempo. Howard había sido capaz
de conseguir que odiara a George, hasta cierto punto..., y luego ella se ponía de
pronto a defenderlo de nuevo.
-Pero George fue tan bueno conmigo después de que mi padre muriera, cuando
estaba completamente sola, Howard -protestaba. Y así habían derivado durante
casi un año, con Howard intentando eludir a George y ver a Mary unas cuantas
veces a la semana, con Mary vacilando entre continuar viéndolo o romper con
él porque tenía la sensación de que le estaba haciendo demasiado daño.
-¡Quiero casarme contigo! -le había dicho Howard una docena de veces,
cuando Mary se había sumido en sus agónicos accesos de autocondenacíón.
Nunca había conseguido hacerle comprender que haría cualquier cosa por ella.
-Yo también te quiero, Howard -le había dicho ella muchas veces, pero siempre
con una tristeza trágica que era como la tristeza de un prisionero que no puede
hallar una forma de escapar. Pero había una forma de liberarla, una forma
violenta y definitiva. Howard había decidido seguirla...
Ahora estaba de rodillas delante de la chimenea, intentando romper el
sobretodo en trozos lo bastante pequeños como para que ardieran bien. La tela
resultaba extremadamente difícil de cortar, y las costuras casi igual de difíciles
de desgarrar. Intentó quemarla sin cortarla, empezando con la esquina inferior,
pero las llamas trepaban por el tejido hacia sus manos, mientras que el material
en sí parecía tan resistente al fuego como el asbesto.
Se dio cuenta de que tenía que cortarlo en trozos pequeños. Y el fuego debía
ser más grande y más ardiente.
Howard añadió más leña. Era una chimenea pequeña con una parrilla de hierro
abombada y no mucho fondo, de modo que los trozos de madera que había
puesto asomaban por delante más allá del borde de la parrilla. Atacó de nuevo
el sobretodo con las tijeras. Pasó varios minutos tan sólo para desprender una
manga. Abrió una ventana para conseguir que el olor de la tela quemada saliera
de la habitación.
El sobretodo completo le ocupó casi una hora porque no podía poner mucho a
la vez sin ahogar el fuego. Contempló el último trozo empezar a humear en el
centro, observó las llamas abrirse camino y lamer un círculo que se iba
haciendo más grande. Estaba pensando en Mary, veía su blanco rostro
dominado por el miedo cuando llegara la policía, cuando le comunicaran por
segunda vez la muerte de George. Intentaba imaginar lo peor, que la policía
había llegado justo después de que él hablara con ella, y que ella había
cometido algún imperdonable error, había revelado a la policía lo que ya sabía
de la muerte de George, pero era incapaz de decirles quién se lo había
comunicado; imaginó que en su histeria pronunciaba su nombre, Howard
Quinn, como el del hombre que podía haberlo hecho.
Se humedeció los labios, aterrado de pronto por el convencimiento de que no
podía confiar en Mary. La amaba -estaba seguro de ello-, pero no podía confiar
en ella.
Por un alocado y ciego momento, sintió deseos de correr a la calle Dieciocho
Oeste para estar con ella cuando llegara la policía. Se vio a sí mismo
enfrentarse desafiante a los agentes, con su brazo rodeando los hombros de
Mary, respondiendo a todas las preguntas, parando cualquier sospecha. Pero
eso era una locura. El simple hecho de que estuvieran allí, en el apartamento de
ella, juntos...
Oyó una llamada a su puerta. Un momento antes había visto con el rabillo del
ojo a alguien entrar por la puerta delantera del edificio, pero no había pensado
que pudieran acudir a verlo a él. De pronto empezó a temblar.
-¿Quién es? -preguntó.
-La policía. Estamos buscando a Howard Quinn. ¿Es éste el apartamento Uno
A?
Howard miró al fuego. El sobretodo había ardido por completo, del último
trozo no quedaban más que unas brillantes ascuas. Y ellos no estarían
interesados en la prenda, pensó. Sólo habían venido para hacerle unas
preguntas, como se las habían hecho a Mary. Abrió la puerta y dijo:
-Yo soy Howard Quinn.
Eran dos policías, uno bastante más alto que el otro. Entraron en la habitación.
Howard vio que ambos miraban a la chimenea. El olor a tela quemada flotaba
todavía en la habitación.
-Supongo que sabe usted por qué estamos aquí -dijo el agente más alto-.
Quieren verlo en comisaría. Será mejor que venga con nosotros-. Miró
fijamente a Howard. No era una mirada amistosa.
Por un momento Howard creyó que iba a desvanecerse. Mary debía de
habérselo contado todo, pensó; todo.
-Está bien -dijo.
El agente más bajo tenía los ojos fijos en la chimenea.
-¿Qué ha estado quemando aquí? ¿Tela?
-Sólo un viejo..., unas viejas prendas -dijo Howard.
Los policías intercambiaron una mirada, una especie de señal regocijada, y no
dijeron nada. Parecían tan seguros de su culpabilidad, pensó Howard, que no
necesitaban hacer preguntas. Habían supuesto que había quemado su sobretodo
y por qué lo había quemado. Howard tomó su trinchera del armario y se la
puso.
Salieron de la casa y bajaron los escalones delanteros hacia un coche del
Departamento de Policía aparcado junto al bordillo.
Howard se preguntó qué le estaría ocurriendo a Mary ahora. No había tenido
intención de traicionarlo, estaba seguro de ello. Quizás había sido un desliz
accidental después de que la policía la interrogara e interrogara hasta hacer que
se derrumbase. 0 quizás ella se había mostrado tan trastornada cuando llegaron
que lo dijo todo antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo. Howard se
maldijo a sí mismo por no haber tomado más precauciones respecto a Mary,
por no haberla enviado fuera de la ciudad. La noche anterior le había dicho a
Mary que iba a hacerlo hoy, así que no debería haber resultado una impresión
tan grande para ella. ¡Qué estúpido había sido! ¡Qué poco la comprendía
realmente después de todos sus esfuerzos por conseguirlo! ¡Cuánto mejor
habría sido si hubiera matado a George sin decirle a ella nada en absoluto!
El coche se detuvo, y salieron. Howard no había prestado atención al lugar al
que se dirigían, y no intentó verlo ahora. Había un gran edificio delante de él, y
cruzó una puerta con los dos agentes y desembocó en una habitación parecida a
una pequeña sala de tribunal donde un agente de policía estaba sentado tras un
alto escritorio, como un juez.
-Howard Quinn -anunció uno de los policías.
El agente en el escritorio alto lo miró desde arriba con interés.
-Howard Quinn. El joven de la prisa terrible -dijo con una sonrisa sarcástica-.
¿Es usted el Howard Quinn que conoce a Mary Purvis?
-Sí.
-¿Y a George Frizell?
-Sí -murmuró Howard.
-Eso pensé. Su dirección coincide. He estado hablando con los chicos de
homicidios. Desean formularle algunas preguntas. Parece que también tiene
problemas allí. Para usted ha sido una tarde ajetreada, ¿eh?
Howard no acababa de comprender. Miró a su alrededor en busca de Mary.
Había otros dos policías sentados en un banco contra la pared, y un hombre con
un traje raído dormitando en otro banco; pero Mary no estaba en la habitación.
-¿Sabe por qué está usted aquí esta noche, señor Quinn? -preguntó el agente en
tono hostil.
-Sí -Howard miró a la base del alto escritorio. Sentía como si algo en su
interior se estuviera derrumbando, un armazón que lo había sostenido durante
las últimas horas, pero que había sido imaginario todo el tiempo..., su
sensación de que tenía un deber que cumplir matando a George Frizell, que así
liberaba a la muchacha a la que amaba y que le amaba, que liberaba al mundo
de un hombre malvado, horrible y monstruoso. Ahora, bajo los fríos ojos
profesionales de los tres policías, Howard podía ver lo que había hecho tal
como lo veían ellos..., como el arrebatar una vida humana, ni más ni menos. ¡Y
la muchacha por quien lo había hecho lo había traicionado! Lo deseara o no,
Mary lo había traicionado. Howard se cubrió los ojos con una mano.
-Puede que esté trastornado por el asesinato de alguien a quien conocía, señor
Quinn, pero a las seis menos cuarto no sabía usted nada de eso... ¿o sí lo sabía,
por alguna casualidad? ¿Era por eso por lo que tenía tanta prisa para llegar a su
casa o a donde fuera?
Howard intentó imaginar lo que el agente quería decir. Su cerebro parecía
paralizado. Sabía que había disparado a George casi exactamente a las 5:43.
¿Estaba siendo sarcástico el agente? Howard lo miró. Era un hombre de unos
cuarenta años, con un rostro rechoncho y alerta. Sus ojos eran desdeñosos.
-Estaba quemando alguna ropa en su chimenea cuando entramos, capitán -dijo
el policía más bajo que estaba de pie al lado de Howard.
-¿Oh? -dijo el capitán-. ¿Por qué quemaba usted ropa?
Lo sabía muy bien, pensó Howard. Sabía lo que había quemado y por qué, del
mismo modo que lo sabían los dos agentes de policía.
-¿Qué ropa estaba quemando? -preguntó el capitán.
Howard siguió sin decir nada. La irónica pregunta lo enfurecía y avergonzaba
al mismo tiempo.
-Señor Quinn -dijo el capitán en un tono más fuerte-, a las seis menos cuarto de
esta tarde atropelló usted a un hombre con su coche en la esquina de la Octava
Avenida y la calle Sesenta y ocho y se dio a la fuga. ¿Es eso correcto?
Howard alzó la vista hacia él, sin comprender.
-¿Se dio cuenta usted de que había atropellado a alguien, sí o no? -preguntó el
capitán, con voz más fuerte aún.
Estaba allí por otra cosa, se dio cuenta de pronto Howard. ¡Atropellar a alguien
con el coche y salir huyendo!
-Yo... no...
-Su víctima no ha muerto, si eso le hace más fácil el hablar. Pero eso no es
culpa suya. Ahora se halla en el hospital con una pierna rota..., un hombre viejo
que no puede permitirse pagar un hospital. -El capitán le miró con el ceño
fruncido-. Creo que deberíamos llevarlo a verle. Supongo que sería bueno para
usted. Ha cometido uno de los delitos más vergonzosos de los que puede
culparse a un hombre..., atropellar a alguien y no detenerse a auxiliarlo. De no
ser por una mujer que se apresuró a tomar el número de su matrícula, tal vez no
lo hubiéramos atrapado nunca.
Howard comprendió de pronto.
La mujer había cometido un error, quizá sólo un número en la matrícula.... pero
le había proporcionado una coartada. Si no lo aceptaba, estaba perdido. Había
demasiado contra él, aunque Mary no hubiera dicho nada.... el hecho de que
hoy había abandonado el almacén antes de lo habitual, la maldita coincidencia
de la llegada de la policía justo cuando estaba quemando el sobretodo. Howard
alzó la vista al furioso rostro del capitán.
-Estoy dispuesto a ir a ver a ese hombre -dijo con voz contrita.
-Llévenlo al hospital -dijo el capitán a los dos policías-. Cuando vuelva, los
chicos de homicidios ya estarán aquí. E incidentalmente, señor Quinn, se le
exigirá una fianza de cinco mil dólares. Si no quiere pasar aquí la noche, será
mejor que los consiga. ¿Quiere intentar conseguirlos esta noche?
El señor Luther, su jefe, podía conseguirlos para él aquella misma noche, pensó
Howard.
-¿Puedo hacer una llamada telefónica?
El capitán hizo un gesto hacia un teléfono en una mesa contra la pared.
Howard buscó el número del señor Luther en la guía que había sobre la mesa y
lo marcó. Respondió la señora Luther. Howard la conocía un poco, pero no se
entretuvo en educados intercambios de banalidades y preguntó si podía hablar
con el señor Luther.
-Hola, señor Luther -dijo-. Querría pedirle un favor. He tenido un mal
accidente con el coche. Necesito cinco mil dólares de fianza... No, no estoy
herido, pero.... ¿podría extender para mi un cheque y enviarlo con un
mensajero?
-Traeré el cheque yo mismo -dijo el señor Luther-. Usted quédese tranquilo ahí.
Pondré al abogado de la compañía en el asunto si necesita usted ayuda. No
acepte ningún abogado que le ofrezcan, Howard. Tenemos a Lyles, ya sabe.
Howard le dio las gracias. La lealtad del señor Luther lo azoraba. Le pidió al
agente de policía que estaba a su lado cuál era dirección de la comisaría y se la
dio a su jefe. Luego colgó y salió con los dos policías que lo habían estado
aguardando.
Se dirigieron a un hospital en la Setenta Oeste. Uno de los policías preguntó en
recepción dónde estaba Louis Rosasco, 1uego subieron en el ascensor.
El hombre estaba en una habitación para él solo, con la cama levantada y la
pierna escayolada y suspendida por cuerdas del lecho. Era un hombre canoso
de unos sesenta y cinco o setenta años, con un rostro largo y curtido y oscuros
y hundidos ojos que parecían extremadamente cansados.
-Señor Rosasco -dijo el agente de policía más alto-, éste es Howard Quinn, el
hombre que lo atropelló.
El señor Rosasco asintió sin mucho interés, aunque clavó sus ojos en Howard.
-Lo siento mucho -dijo Howard torpemente-. Estoy dispuesto a pagar todas las
facturas que le ocasione el accidente, puede estar seguro de ello. -El seguro de
su coche se ocuparía de la factura del hospital, pensó. Luego estaba el asunto
de la multa del tribunal.... al menos mil dólares cuando todo hubiera terminado,
pero se las arreglaría con algunos préstamos.
El hombre en la cama seguía sin decir nada. Parecía atontado por los sedantes.
El agente que los había presentado se mostró insatisfecho de que no tuvieran
nada que decirse el uno al otro.
-¿Reconoce a este hombre, señor Rosasco?
El señor Rosasco negó con la cabeza.
-No vi al conductor. Todo lo que vi fue un gran coche negro que se lanzaba
sobre mí -dijo lentamente-. Me golpeó un lado de la pierna...
Howard encajó los dientes y aguardó. Su coche era verde, verde claro. Y no era
particularmente grande.
-Era un coche verde, señor Rosasco -dijo el policía más bajo con una sonrisa.
Estaba comprobando una pequeña ficha amarilla que había sacado de su
bolsillo-. Un sedán Pontiac verde. Cometió usted un error.
-No, era un coche negro -dijo positivamente el señor Rosasco.
-No. Su coche es verde, ¿no es así, Quinn?
Howard asintió una sola vez, rígido.
-A las seis empezaba a ser oscuro. Probablemente no pudo verlo usted muy
bien -dijo alegremente el policía al señor Rosasco.
Howard miró al señor Rosasco y contuvo el aliento. Por un momento el señor
Rosasco miró a los dos agentes, con el ceño fruncido, desconcertado, y luego
su cabeza cayó hacia atrás sobre la almohada. Estaba dispuesto a dejarlo correr.
Howard se relajó un poco.
-Creo que será mejor que duerma un poco, señor Rosasco -dijo el agente más
bajo-. No se preocupe por nada. Nosotros nos ocuparemos de todo.
Lo último que vio Howard de la habitación fue el cansado y marchito perfil del
señor Rosasco en la almohada, con los ojos cerrados.
El recuerdo de su rostro permaneció con Howard mientras bajaban al vestíbulo.
Su coartada...
Cuando llegaron de vuelta a la comisaría el señor Luther ya había llegado, y
también un par de hombres con ropas civiles..., los hombres de homicidios,
supuso Howard. El señor Luther se dirigió hacia Howard, con su redondo y
sonrosado rostro preocupado.
-¿Qué es todo esto? -preguntó-. ¿Realmente atropelló usted a alguien y se dio a
la fuga?
Howard asintió, con rostro avergonzado.
-No estaba seguro de haberle alcanzado. Hubiera podido pararme... pero no lo
hice.
El señor Luther lo miró con ojos llenos de reproche, pero iba a permanecer leal,
pensó Howard.
-Bien, ya les he dado el cheque de su fianza -dijo.
-Gracias, señor.
Uno de los hombres con ropas civiles se dirigió hacia Howard. Era un hombre
esbelto, con penetrantes ojos azules y un rostro delgado.
-Tengo algunas preguntas que hacerle, señor Quinn. ¿Conoce usted a Mary
Purvis y a George Frizell?
-Sí.
-¿Puedo preguntarle dónde estaba usted esta noche a las seis menos veinte?
-Estaba..., iba en mi coche hacia el norte. Desde los almacenes donde trabajo
en la Cincuenta y tres y la Séptima Avenida a mi apartamento en la calle
Setenta y cinco.
-¿Y atropelló a un hombre a las seis menos cuarto?
-Lo hice -admitió Howard.
El detective asintió con la cabeza.
-¿Sabe que alguien disparó contra George Frizell esta tarde exactamente a las
seis menos dieciocho minutos?
El detective sospechaba de él, pensó Howard. ¿Qué les habría dicho Mary? Si
tan sólo supiera... Pero el capitán de la policía no había dicho específicamente
que Frizell hubiera sido tiroteado. Howard juntó las cejas.
-No -dijo.
-Pues así fue. Hablamos con su novia. Ella dice que lo hizo usted.
El corazón de Howard se detuvo por un momento. Miró los interrogantes ojos
del detective.
-Eso simplemente no es cierto.
El detective se encogió de hombros.
-Está muy histérica. Pero también está muy segura.
-¡Eso no es cierto! Salí del almacén, allí es donde trabajo, alrededor de las
cinco. Tomé el coche... -Su voz se quebró. Era Mary quien lo estaba
hundiendo... Mary.
-Usted es el novio de Mary Purvis, ¿no? -insistió el detective.
-Sí -respondió Howard-. No puedo..., ella tiene que estar...
-¿Quería usted apartar a Frizell del camino?
-Yo no lo maté. ¡No tengo nada que ver con ello! ¡Ni siquiera sabía que
hubiera muerto! -balbuceó.
-Frizell veía a Mary muy a menudo, ¿no? Eso es lo que me han dicho las dos
caseras. ¿Pensó alguna vez que podían estar enamorados el uno del otro?
-No. Por supuesto que no.
-¿No estaba usted celoso de George Frizell?
-En absoluto.
Las arqueadas cejas del detective descendieron y se juntaron en el centro. Todo
su rostro fue un signo de interrogación.
-¿No? -preguntó, sarcástico.
-Escuche, Shaw -dijo el capitán de la policía, al tiempo que se ponía en pie
detrás de su escritorio-. Sabemos dónde estaba Quinn a las seis menos cuarto.
Puede que sepa quién lo hizo, pero no lo hizo él.
-¿Sabe usted quién lo hizo, señor Quinn? -preguntó el detective.
-No, no lo sé.
-El capitán McCaffery me dice que estaba quemando usted algunas ropas en su
chimenea esta noche. ¿Estaba quemando un sobretodo?
Howard agitó la cabeza en un desesperado signo de asentimiento.
-Estaba quemando un gabán, y una chaqueta también. Estaban llenos de
polillas. No los quería más tiempo en mi armario.
El detective apoyó un pie en una silla de respaldo recto y se inclinó más hacia
Howard.
-Eran unos momentos más bien curiosos de quemar un gabán, ¿no cree? ¿Justo
después de atropellar a un hombre con su coche y quizá matarlo? ¿Qué gabán
estaba quemando.? ¿El del asesino? ¿Tal vez porque tenía un agujero de bala
en él?
-No -dijo Howard.
-¿No arregló usted las cosas para que alguien matara a Frizell? ¿Alguien que le
trajo ese gabán para que se desembarazara de él?
-No -Howard miró al señor Luther, que estaba escuchando atentamente. Se
envaró.
-¿No mató usted a Frizell, saltó a su coche y corrió a su casa, atropellando a un
hombre por el camino?
-Shaw, eso es imposible -intervino el capitán McCaffery-. Tenemos la hora
exacta en que ocurrió. ¡No puedes ir de la Treinta y cuatro y la Séptima hasta la
Sesenta y ocho y la Octava en tres minutos, no importa lo rápido que
conduzcas! ¡Enfréntate a ello!
El detective mantuvo los ojos clavados en Howard.
-¿Trabaja usted para ese hombre? -preguntó; hizo un gesto con la cabeza hacia
el señor Luther.
-Sí.
-¿A qué se dedica?
-Soy el vendedor para Long Island de Artículos Deportivos William Luther.
Contacto con las escuelas en Long Island, y también coloco nuestros artículos
en los almacenes de ahí fuera. Informo al almacén de Manhattan a las nueve y
a las cinco. -Recitó aquello como un loro. Sentía débiles las rodillas. Pero su
coartada se mantenía..., como un muro de piedra.
-Muy bien -dijo el detective. Bajó su pie de la silla y se volvió al capitán-.
Todavía seguimos trabajando en el caso. La cosa aún está muy abierta para
nuevas noticias, nuevos indicios. -Le sonrió a Howard, una fría sonrisa de
despedida. Luego añadió-: Por cierto, ¿ha visto usted esto alguna vez antes?
-Sacó su mano del bolsillo, con el pequeño revólver de Bennington en su
palma.
Howard lo miró con el ceño fruncido.
-No, nunca lo había visto antes.
El hombre volvió a guardarse el arma en el bolsillo.
-Puede que deseemos hablar de nuevo con usted -dijo, con otra débil sonrisa.
Howard sintió la mano del señor Luther sobre su brazo. Salieron a la calle.
-¿Quién es George Frizell? -preguntó el señor Luther.
Howard se humedeció los labios. Se sentía muy extraño, como si hubieran
acabado de golpearle en la cabeza y su cerebro estuviera entumecido.
-Un amigo de una amiga. Un amigo de una muchacha que conozco.
-¿Y la muchacha? ¿Mary Purvis, dijo el policía? ¿Está usted enamorado de
ella?
Howard no respondió. Clavó la vista en el suelo mientras andaban.
-¿Es la que lo ha acusado?
-Sí -dijo Howard.
La mano del señor Luther se apretó más alrededor de su brazo.
-Creo que le iría bien un trago. ¿Entramos?
Howard se dio cuenta de que estaban de pie frente a un bar. Abrió la puerta.
-Ella estará probablemente muy trastornada -dijo el señor Luther-. A las
mujeres les ocurre eso. Fue un amigo suyo al que dispararon, ¿no es cierto?
Ahora era la lengua de Howard la que estaba paralizada, mientras que su
cerebro giraba a toda velocidad. Estaba pensando que no iba a poder volver a
trabajar para el señor Luther después de esto, que no podía engañar a un
hombre como el señor Luther... El señor Luther seguía hablando y hablando.
Howard tomó el pequeño vaso de licor y bebió la mitad de su contenido. El
señor Luther le estaba diciendo que Lyles le sacaría de aquello lo más
rápidamente que fuera posible.
-Tiene que ser más cuidadoso, Howard. Es usted impulsivo. Siempre he sabido
eso. Tiene sus lados buenos y malos, por supuesto. Pero esta noche..., tuve la
sensación de que usted sabía que podía haber disparado a ese hombre.
-Tengo que llamar por teléfono -dijo Howard-. Discúlpeme un minuto. -Se
apresuró a la cabina de la parte de atrás del bar. Tenía que saber de ella. Mary
tenía que estar ya en casa. Si no estaba en casa, iba a morirse allí mismo,
dentro de la cabina telefónica. Estallaría.
-¿Diga? -Era la voz de Mary, apagada y carente de vida.
-Hola, Mary. Soy yo. No es posible..., ¿qué le dijiste a la policía?
-Se lo conté todo -dijo Mary lentamente-. Que tú mataste a mi amigo.
-¡Mary!
-Te odio.
-¡Mary, no lo dirás en serio! -exclamó. Pero sí lo decía en serio, y él lo sabía.
-Yo lo quería y lo necesitaba, y tú lo mataste -dijo ella-. Te odio.
Howard apretó los dientes y dejó que las palabras resonaran en su cerebro. La
policía no iba a cogerlo. Ella no podría hacerle esto, al menos. Colgó.
Luego permaneció de pie allí en la barra, mientras la tranquila voz del señor
Luther seguía desgranando y desgranando palabras como si no se hubiera
parado mientras Howard telefoneaba.
-La gente tiene que pagar, eso es todo -estaba diciendo el señor Luther-. La
gente tiene que pagar por sus errores y no cometerlos de nuevo... Ya sabe que
pienso mucho en usted, Howard. Superará todo esto. -Hizo una pausa-. ¿Habló
con la señorita Purvis?
-No pude comunicarme con ella -dijo Howard.
Diez minutos más tarde había dejado al señor Luther y se dirigía al centro de la
ciudad en un taxi. Le había dicho al conductor que se detuviera en la Treinta y
siete y la Séptima, para que en caso de ser seguido por la policía, pudiera
simplemente caminar un poco desde allá hasta coger su coche.
Bajó en la calle Treinta y siete, pagó al conductor y miró a su rededor. No vio
ningún coche que pareciera estar siguiéndolo.
Caminó en dirección a la calle Treinta y cinco. Los dos whiskys de centeno que
se había tomado con el señor Luther le habían dado fuerzas. Caminó
rápidamente, con la cabeza alzada, y sin embargo de una forma curiosa y
aterradora, se sentía completamente perdido. Su Pontiac verde estaba aparcado
junto al bordillo allá donde lo había dejado. Sacó las llaves y abrió la puerta.
Tenía una multa.... la vio tan pronto como se sentó detrás del volante. Sacó la
mano y la cogió de debajo del limpiaparabrisas. Una multa de aparcamiento.
Un asunto insignificante, pensó, tan insignificante que sonrió. Mientras
conducía hacia casa, se le ocurrió que la policía había cometido un error muy
estúpido no retirándole su permiso de conducir cuando lo tuvieron en la
comisaría, y empezó a reírse de ello. La multa estaba en el asiento a su lado.
Parecía tan trivial, tan inocua comparada con lo que había pasado, que se rió de
la multa también.
Luego, casi con la misma brusquedad, sus ojos se llenaron de lágrimas. La
herida que le había causado las palabras de Mary todavía estaba abierta, y sabía
que aún no había empezado a dolerle. Y, antes de que empezara a doler, intentó
fortalecerse. Si Mary se obstinaba en acusarlo, él insistiría en que fuera
examinada por un psiquiatra. No estaba cuerda del todo, siempre lo había
sabido. Había intentado llevarla a un psiquiatra por lo de George, pero ella
siempre se había negado. No tenía la menor posibilidad con sus acusaciones,
porque él tenía una coartada, una coartada perfecta. Pero si ella insistía...
Había sido Mary quien en realidad lo había animado a matar a George, ahora
estaba seguro de ello. Había sido ella quien había metido la idea en su cabeza
con un millar de cosas que había ido insinuando. No hay salida a esta situación,
Howard, a menos que él muera. Así que él lo había matado -por ella-, y Mary
se había vuelto contra él. Pero la policía no iba a cogerlo.
Había un espacio para aparcar de casi cinco metros cerca de su casa y Howard
deslizó el coche junto al bordillo. Lo cerró y fue a su casa.
El olor a tela quemada flotaba aún en su apartamento, y lo sorprendió, porque
tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo. Estudió la multa de
aparcamiento de nuevo, ahora bajo una mejor luz.
Y supo de pronto que su coartada había desaparecido tan bruscamente como
apareció.
La multa le había sido impuesta exactamente a las 5:45.
El sur
Jorge Luis Borges
El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes
Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos,
Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba
y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel
Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de
Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes,
Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese
antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo
de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de
ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la
soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A
costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una
estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria
era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna
vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad.
Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la
certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura.
En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas
distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado
de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó
que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le
rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la
puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de
sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le
habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba
despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo
gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar
pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían
que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y
le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron,
como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico
nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era
indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los
llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir.
Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la
cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y
el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el
brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo
y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas
había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su
boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se
odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba
que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy
dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de
una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las
miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían
dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo
que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia.
Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había
llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a
Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano,
era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La
ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le
infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios.
Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos
segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las
carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del
nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía
repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en
un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva
edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el
íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó
bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de
Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una
divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café,
la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y
pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que
estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en
la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los
vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los
coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de
Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su
desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un
desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la
de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que
Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar
a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la
mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus
milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya
remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera
dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y
el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio
casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar
los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda;
vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran
casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y
sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de
la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol
intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no
tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en
Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y
transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte.
No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo
era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el
campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era
perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y
no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su
boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en
otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una
explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el
mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las
vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo.
Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en
un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido
el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que
la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas,
Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para
su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado
en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque
había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego
comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del
sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para
agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió
comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que
Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se
acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo
habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los
hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del
tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el
poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando
inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que
gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el
campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro.
El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con
unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la
mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de
uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían
peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo
puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso
ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de
miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada
había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la
realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se
rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate
que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea
confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo
exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que
estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la
provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba
contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado
al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan
Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar
su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas
palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo
barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que
Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del
Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies.
Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann
se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi
instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe,
no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez
había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba
de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro.
No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al
atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y
acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en
la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él,
entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera
elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale
a la llanura.