Simbolismo Sideral y Animal
Simbolismo Sideral y Animal
EL SÍMBOLO SIDERAL
        Después de haber terminado su paso por la tierra, el rey deificado retornaba a la
estrella de donde se creía que descendía su raza. La adoración de los astros, sólo fue, pues,
una forma del culto de los antepasados, única religión de los tiempos en que los dogmas
aún no existían. La astronomía fue el primer estudio de los pastores, atentos observadores
de las noches serenas en Oriente. Así se esforzaban en descubrir el enigma eterno que
propone a los hombres el espectáculo del universo. Cuando las sociedades estables
comenzaron a formarse, la espléndida ordenación, la regularidad inmutable de la marcha de
los cuerpos celestes, les inspiraron la idea de modelar sobre el orden celeste la jerarquía de
los gobiernos. La preocupación de la perpetuidad parece haber sido el móvil de los
primeros pueblos que adoptaron la vida sedentaria. La perspectiva de la nada, la brevedad
de la vida les asustaba y empezaron a ensoñar con la inmortalidad. Bajo el imperio de esta
vida, los patriarcas se asimilaron los primeros, ellos y sus familias, a los siete planetas. De
ahí las siete familias primordiales que se encuentran al principio de todas las teogonías: los
siete Richir de las leyes de Manú, de los que descendieron todos los seres vivientes; los
siete Amchaspandos de los persas; los cabiros de los helenos, corresponden a los planetas y
a los días de la semana. Recordando Diodoro que los primeros reyes de Egipto fueron
llamados dioses, añade que estos dioses correspondían a los siete planetas. «Los
observadores de los astros—dice Ensebio—aseguran que la tierra está dividida en siete
climas y que un planeta preside a cada clima.»
        Con el aumento de la población, las familias aumentaron de siete a doce y fueron
colocadas bajo el patronato de las constelaciones del zodiaco. La astronomía había
progresado y se empezaba a contar por años solares en vez de por meses y semanas, que
hasta entonces habían indicado, según la revolución de la luna, las únicas divisiones del
tiempo. Aumentando sin cesar el número de familias, se colocaron tres bajo cada asterismo,
lo que constituyó la tribu.
        Este sistema parece haber estado simultáneamente en vigor a orillas del Nilo y en
Asia. Dada la enorme antigüedad de la civilización egipcia, nos inclinamos a pensar que le
pertenece la iniciativa, y que los caldeos recibieron de ella la institución que desarrollaron y
cuyas últimas aplicaciones llevaron hasta sus postreros límites. En efecto, al principio
vemos al Heptanómida tebano, federación de los siete primeros nombres colocados bajo el
patronato de los cinco planetas, del sol y de la luna. Su número se eleva en seguida a doce,
correspondiendo a los asterismos del zodiaco; luego a treinta y seis. Ahora bien, por
Berosio y Ensebio sabemos que el sistema astronómico de los caldeos se componía de
treinta y seis constelaciones, veinticuatro de las cuales figuraban en el Norte y doce en el
zodiaco. Contaban cinco planetas, incluyendo en ellos al sol y a la luna. Treinta estrellas
subordinadas a estos planetas figuraban en calidad de otros tantos consejeros. La mitad de
estas estrellas tenía la misión de vigilar a los hombres y la otra mitad de guardar el cielo.
Las relaciones entre estos astros se sostenían por medio de estrellas mensajeras que cada
diez días se dirigían del mundo terrestre al celeste.
        De tal suerte estaban entonces preocupados los espíritus con el estudio de los cielos,
que este sistema no puede admirar, y fácil es advertir que se trata de la organización
política y administrativa de un gran Estado. En esta clasificación se observa que las grandes
tribus están representadas por los planetas y los signos zodiacales, mientras que las demás
constelaciones se refieren a las naciones vasallas.
       El magismo de los persas fue una emanación del sistema caldeo; es imposible
desconocer una organización semejante a la que acabamos de exponer en las descripciones
que de ella dan los libros 'sagrados del Irán. «El gran astro Taschter (Júpiter) guarda el
Oriente, dice el Bundehesch pellivi; Satevis guarda el Occidente; Venand preside al
Mediodía y Haftorang al Norte. ¿De cuántos soldados no disponen estos astros para
combatir? Cuatrocientas ochenta mil estrellas pequeñas se congregan a las órdenes de cada
gran estrella. Cuando el enemigo amenaza al Mediodía, el astro Rapitán se encarga de
defender este lado».
       Los siete ángeles de los persas presiden: el primero a los astros, el segundo a los
rebaños, el tercero a los árboles y a la agricultura, el cuarto a los metales, etcétera, etc.;
cada cual está encargado de un verdadero ministerio.
        Es necesario que esta clasificación general de los pueblos, bajo una nomenclatura
sideral haya estado muy difundida en la formación de las sociedades asiáticas, puesto que la
encontramos en el Extremo Oriente, en la China, donde la tradición oficial de los tiempos
más antiguos se ha conservado por Cheu-li, libro de los ritos, que se remonta al siglo
duodécimo antes de nuestra era, y del que Eduardo Biot nos ha dado una traducción:
«Existen doce reinos feudatarios— dice el libro chino—presididos por los doce signos del
zodiaco. Un astro protege al emperador, otro a su familia. La estrella del León, que
llamamos Régulo, es el astro del pueblo. Un astrónomo y un astrólogo imperiales, cuyas
funciones son hereditarias, están encargados de seguir asiduamente la marcha del sol, de la
luna y de las estrellas, especialmente de Júpiter, cuya influencia es notable».
        Pero el cuadro de este simbolismo —astronómico, político y religioso a la vez— no
podía concertar mucho tiempo con la movilidad de las cosas humanas. La autoridad
sacerdotal, obligada a retroceder ante los conquistadores extranjeros, se aisló en los
colegios sagrados, donde se ocupó en erigir el dogma sobre la base de las tradiciones. El
sistema sideral se aplicó entonces al mundo espiritual exclusivamente. Las estrellas
mensajeras se convirtieron en los ángeles, y los eonos de los gnósticos y los astros
vigilantes tomaron el nombre de egregoros o guardianes; pero hacia el año 2000 se produjo
una gran revolución en los espíritus, que se propagó cada vez más. Entre los sabios de
Caldea apareció un hombre cuyo genio se elevó hasta la concepción abstracta de un dios
único, suprema inteligencia rectora del universo, que demostró la inanidad del culto de los
dioses astros. Abraham fue el gran iniciador del monoteísmo, cuyo dogma, desarrollado por
las religiones emanadas del semitismo, conquistó a su vez a las sociedades civilizadas,
como antaño, en sus orígenes, hizo el sabeísmo".
        En todos los pueblos de Oriente la cifra doce, correspondiente a los signos
zodiacales, ha presidido a la clasificación de las tribus divinas y humanas. Entre los hindos
los doce Adityas forman la escolta del sol; entre los chinos los doce Cheus, los doce dioses
de la tabla asiria, y en los tiempos históricos las doce tribus de Israel, de los jonios, de los
etruscos.
        Los doce dioses del Olimpo helénico se han derivado en parte del sabeísmo
original: Apolo, Diana, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus, representaron al principio los
planetas que llevan su nombre; pero Vulcano-Hefaistos y Hestia o Vesta, pertenecen a otra
teogonía en que los reyes y las sacerdotisas del fuego ocupan el primer rango. Además,
entre los olímpicos se ve figurar a Neptuno, a Ceres, a Minerva, a Juno que, para encontrar
representantes celestes, han tenido que esperar hasta los tiempos modernos. Plutón, como
su semejante Satán, ha sido proscrito del cielo estrellado. En cuanto a Saturno, es evidente
que este rival de Zeus no podía tener sitio en el Olimpo; pero, en cambio, obtiene el primer
puesto entre los sirios, los etruscos y los latinos primitivos.
        De la teogonía sideral de Egipto y de Caldea, la mitología helénica apenas conserva
la nomenclatura. El genio libre y eminentemente individual de Grecia rompió el estrecho
cuadro del simbolismo: en lugar del astro paterno apareció la personalidad de las familias
patriarcales y de los héroes epónimos. Sin despojar al dios de los poderes sobrenaturales
que le confería su naturaleza superior, la leyenda le presenta hablando y obrando según su
carácter particular, con sus virtudes y sus vicios, como había obrado y hablado en las
diversas fases de su existencia.
        Otra clasificación, tanto más importante porque su generación parece haber quedado
inadvertida, se aplicó a los pueblos y sobrevivió mucho tiempo a la desaparición del
sistema sabeo: y es la división de las naciones del Mediodía y del Norte en dos grandes
familias, llamadas del Sol y de la Luna. Esta división era en cierto sentido natural en razón
del tipo de las razas cuyos caracteres se ofrecían entonces mucho más definidos en el color
y en los rasgos. Aunque este hecho no se haya indicado claramente en las mitologías
occidentales, sin embargo, ha dejado indicios significativos; los poemas sánscritos han
celebrado extensamente las guerras de los Kuros y de los Pandos, o, en otros términos, de
las familias del sol y de la luna; los monarcas asirios y persas se intitulaban soberanos del
sol y de la luna. El rey Sapor tenía cuidado de llamarse de tal modo —en ese estilo oriental
que se cree enfático por ignorarse su sentido arcaico— para afirmar su derecho hereditario
de reinar sobre los pueblos de las dos razas del sol y de la luna, o lo que es lo mismo, sobre
el mundo entero que llenaban aún sus ramificaciones.
        Está bien reconocido por los arqueólogos que el sol y la luna son la fuente de la
mayor parte de los mitos antiguos, y que la mayoría de las divinidades del politeísmo
representan a estos dos astros bajo una muchedumbre de nombres diversos. Ahora bien;
llevando más lejos la investigación, se advierte que cada una de estas luminarias ha sido el
símbolo o el patrón de un considerable grupo de pueblos muy distintos entre sí, pero
relacionados por las afinidades de raza. La familia solar se componía de pueblos originarios
de África, egipcios, libios, etíopes, establecidos en Asia, y de naciones que de ellos se
derivaban en línea directa, entre quienes la mezcla no había borrado el matiz rojizo de sus
antepasados. La familia lunar comprendía a los escitas de piel blanca, cabellos blondos,
padres de las naciones germánicas, célticas, finesas, iranias. De los múltiples cruzamientos
entre ambos grupos salieron los pueblos de Palestina, del Asia central, del Asia menor, de
Grecia, de Italia, cuyas tradiciones han conservado bajo la forma mítica numerosos
recuerdos de esta unión primitiva.
        En la fábula no siempre son los dioses héroes y reyes, como pretendía Evhemero;
también son tipos profundamente marcados con el sello de la raza. En los pueblos de la
luna, la mujer era la igual del hombre, frecuentemente superior, en calidad de reina o de
profetisa. Así, Diana representa la luna; pero al mismo tiempo es la personificación de la
nación de la amazonas que, en los tiempos anteriores al sitio de Troya, fue poderosa en el
Quersoneso Táurico y en el Cáucaso, y llevó sus conquistas hasta el Asia menor, donde
fundó un establecimiento en el Halys. Como la amazona, Diana es fría, implacable y cruel;
se complace en quemar los sembrados y en robar los niños a sus madres. Esta diosa recibía
en Táuride un culto especial con el nombre de Ifigenia. Para dar una idea del procedimiento
habitual de los mitógrafos helénicos, recordaremos que, gracias a la similitud de nombres,
no dudaron en suponer que la diosa había raptado y transportado a Táuride a la hija de
Agamenón cuando iba a ser sacrificada para obtener el viento favorable que había de
conducir hasta los muros de Troya a la flota griega reunida en el puerto de Aulide.
        En general, el papel sideral de los dioses de Grecia, de Roma y de Escandinavia, es
completamente secundario. En el Edda, los ases y sus ciudades se relacionan con los signos
del zodiaco y con las constelaciones, pero este carácter ya no tiene importancia; sólo la
personalidad de los dioses adquiere relieve. Entre los Olímpicos, el dios se confunde sin
cesar con el pueblo que se le supone regir. Probablemente ha existido un Vulcano giboso y
deforme, hábil herrero y jefe de los Cíclopes, que forjaba el oro y el bronce, que cincelaba
las ricas armaduras de los héroes; pero bajo este epónimo se clasifican las tribus de los
cabiros, de los telchinos, de los dáctilos y de los curetos, familias de artesanos sacerdotes y
guerreros, que hacían de la fundición y del temple de los metales un misterio, y del arte una
religión. Estas tribus metalurgistas, salidas de Cólquida y de Bactriana, al decir de
Estrabón, pasaron al Asia Menor y de allí a Creta y a Samotracia, donde se forjaban los
anillos mágicos que se vendían a la muchedumbre. También se establecieron en las islas,
cuyas cavernas les servían de forjas para fabricar las armas que los príncipes helénicos
tanto deseaban poseer. De ahí la fábula de Vulcano-Hefaistos, arrojados de un puntapié de
Júpiter al mar, donde fue recogido por Tetis y Eurinomo, que le ocultaron en una gruta de
Lemnos.
        Además, hay que estar alerta contra estos griegos burlones, que no dejaron de
abrumar con el ridículo a los dioses que no eran de su estirpe. Vulcano es un etíope, y por
eso no le escatimaron las burlas. Sucio y feo, se le concede por mujer a las diosas más
bellas, a Venus o a una de las Gracias. Sus desventuras conyugales sirven de regocijo al
Olimpo. A pesar de eso su superioridad en el arte que profesa le hace que le admitan en el
consejo de los dioses, y los más arrogantes se inclinan ante él hasta la adulación para
obtener hermosas armas.
        La doria Juno es altanera y vindicativa como el pueblo que hizo de ella su divinidad
protectora. El pernicioso Ares, azote de los hombres, según epíteto de Homero, dios de los
escitas táuricos que le adoraban bajo la forma de una vieja cuchilla plantada en lo alto de
una pirámide de troncos de árboles, refleja la dureza implacable de la nación que la
invocaba. Juno, Marte y la guerrera Artemisa, personificaban la futura raza germánica que
los dorios representaban entre los griegos.
       Neptuno, el más poderoso de entre los vasallos de Júpiter, suele a veces adoptar
aires de príncipe independiente, pero se somete ante la amenaza; su espíritu es pesado,
rencoroso, no posee alta inteligencia ni la llama generosa que anima a los dioses helénicos.
Es un extranjero. «Los pelasgos—dice Heródoto—aprendieron de los libios a honrar a
Neptuno».
        Como Vulcano, Plutón es un etíope, rey de un pueblo negro, condenado por la raza
victoriosa a reinar en las fétidas marismas y en suelo volcanizado. Plutón Aidoneo es el
mismo Pluto dios de las riquezas. Estos dos atributos serían inconciliables, si la
comparación con las mitologías del Norte no nos informase de que el pueblo que gobernaba
se empleaba en los trabajos de las minas, engendrando la leyenda popular de una nación de
gnomos encerrados eternamente bajo tierra para removerla y extraerla sus tesoros.
        Júpiter no es moreno como los etíopes, ni blanco como Minerva, Juno, Diana o
Marte; es blanco de cara y tiene el pelo negro. Soberano de los dioses y de los hombres, es
decir, pontífice y rey, también los domina por la prudencia y el genio político. Participa del
rajah de Oriente y del soberano de Europa.
        Zeus y los Olímpicos deben su ilustración a Homero y a Hesíodo. Estos dos grandes
mediadores entre Oriente y Occidente han glorificado en aquellas divinidades a los
protectores de la familia pelásgica. Para convencerse de ello basta observar que dejan entre
los mortales a los útiles personajes, cuando pertenecen a otras naciones. Tal ese cirujano del
Olimpo llamado Paeón por Homero, y que, sin ser un dios, tiene el honor de curar las
heridas que Marte y Plutón han recibido ante los muros de llión: «Paeón, dice el poeta,
pertenece a esa raza egipcia que supera a todos los mortales por sus conocimientos
médicos, y de él descienden todos los que son hábiles en el arte de curar». Estos términos
indican suficientemente que para convertirse este personaje en dios sólo le falta pertenecer
a la raza aria. Esculapio, un bastardo del rey sol y de la ninfa Coronis, fue más dichoso y
obtuvo la apoteosis.
         Uno de los personajes más enigmáticos de la mitología es, ciertamente, el que tuvo
por patrono al planeta Mercurio. Este dios ofrece de manera evidente esa mezcla de
individualismo y de colectivismo peculiar en las divinidades del politeísmo. En su origen es
un dios egipcio, Thot, sabio astrónomo, amigo de Osiris e inventor de la escritura
jeroglífica. Más tarde, con el nombre de Kermes, se le honra en Fenicia y en la Aramea
como un mágico iniciado en las ciencias ocultas; es el padre de la astronomía y de la
alquimia. Entre los griegos, Kermes se convierte en el dios de los hábiles y de los
elocuentes; mensajero del Olimpo, le encarga Júpiter que transmita sus órdenes a las
extremidades de su imperio, y el caduceo de la doble serpiente es el signo de su autoridad
delegada. Las alas que lleva en los talones indican que surca los mares en un barco de
velas. Mercurio, astuto y poco escrupuloso, no es en Roma más que el patrono de los
mercaderes y de los ladrones. He aquí, pues, para un solo astro cuatro encarnaciones muy
distintas. Sanchoniathón añade otra; nos dice que Thot fue un gran jefe que excitó las tribus
a la protesta por sus himnos guerreros, cuando Saturno atacó a su soberano Urano y le
reemplazó en el trono. Thot Kermes fue entonces ministro de Saturno, que le dio el
gobierno de Egipto. Este dios ofrece, pues, una multiplicidad de personalidades demasiado
diferentes para resumirlas en una sola, Pero el enigma se hace inteligible si se admite que,
durante una serie de siglos, el astro Mercurio, patrono de una tribu poderosa, se personificó
en varias ocasiones en jefes de gran superioridad intelectual.
        En suma, sin llevar más adelante un estudio que continuaremos luego, puede
afirmarse que la sociedad olímpica ha vivido. Esta debió ser una confederación de tribus
poderosas pertenecientes a razas distintas, y reunidas bajo la mano fuerte y hábil de un gran
príncipe. Esta sociedad no vale más que las otras. No brilla por la moralidad, ni por la
justicia; sus hábitos de violencia y de fraude, su excesivo orgullo con los vencidos, la
relacionan con los pueblos semibárbaros que han celebrado los Nibelungos y los poemas de
los escaldas; pero es superior a éstos por el sentido estético y por un genio político que la
acerca a Oriente. Espirituales y generosos los olímpicos, sienten horror por los sacrificios
humanos, no beben como los escitas en el cráneo de sus enemigos. Pasan gustosos el
tiempo riñendo, engañándose, enamorando y embriagándose en festines inmensos que
recuerdan los que celebra Odino en el Valhalla; pero son aficionados a las artes y protegen
a los poetas. Gustan de los cantos y relatos de las sabias sacerdotisas que se llaman
Hespérides y Musas, que se reunían en colegios sagrados, donde el rey sol, Apolo, tocaba la
lira y componía cantos religiosos o profanos.
        En una época contemporánea del culto de los astros se descubre el culto del fuego,
que fue probablemente anterior al primero, pues se asocia al sabeísmo y figura en todas las
religiones, aunque en lugar secundario. Por una especie de renacimiento, Zarathustra, al que
nosotros llamamos Zoroastro, instituyó el magismo, a manera de resumen de los antiguos
cultos de los astros y del fuego.
        El Avesta refiere que Djemchid, segundo soberano mítico del Irán, envió a todas las
provincias de su imperio Atesch gah o aras de fuego, con orden de que le adorasen, á el
Djemchid, bajo esa forma. El Génesis también ofrece vestigio de este culto en los fuegos
encendidos por Caín y Abel en honor del Eterno, en la zarza ardiente en que Jehovah se
revela a Moisés, y en la columna que precede a Israel durante su éxodo, semejante al fuego
sagrado que los magos transportaban en un trípode al frente de los ejércitos persas. El fuego
fue en todos los pueblos el principal agente de purificación: el Levítico prescribe su empleo
en la mayoría de los ritos. También en este sentido hay que interpretar la leyenda de Ceres
Demeter, donde se dice que la diosa fue sorprendida por la madre de Triptolemo en el
momento de pasar al niño por la llama del ara para hacer de él un dios. Los helenos, como
los pueblos de Asia, tenían una ciudad-madre donde iban a encender sus fuegos en el fuego
que jamás se extinguía. Atenas era la madre de los jonios que venían a tomar en el Pritaneo
el fuego sagrado de sus ciudades, los argivos también tenían su Artemisa Pironia en los
primeros tiempos de Grecia. Sábese que, en los pueblos latinos, Vesta no tenía estatua y se
la honraba bajo el aspecto del fuego eterno.
        Fustel de Coulanges ha reconocido perfectamente en su hermoso libro La ciudad
antigua, que el hogar, personificado en el Daimón, genio, lar o pénate, se identificaba con
el culto de los antepasados. Eneas, llevándose en su fuga el hogar, símbolo de la patria y de
la raza, le llama el Lar de Assaraco. Si la civilización antigua se mantiene constantemente
unida con la religión y no tuvo que sufrir de los cismas ni herejías, es porque esta religión
era al mismo tiempo su tradición, su poesía y su nacionalidad. La profunda diferencia entre
las civilizaciones de Oriente y Occidente, que quizás estribe en una cuestión de raza, ha
ejercido su influencia en el simbolismo sideral, germen de las religiones futuras. Entre los
pueblos de raza blanca, en la que domina desde su origen un individualismo ávido de
libertad y desdeñoso del formalismo, la personalidad del dios —sol, luna o estrella— que
sólo conservaba del símbolo su nombre, despojó audazmente la envoltura astronómica para
mostrarse en su realidad viviente. Al contrario, entre las naciones en que imperaba la casta
y sometidas al régimen sacerdotal, como los egipcios, los caldeos, los judíos, los hindos; el
hombre permaneció oculto detrás del símbolo, del cual la teocracia persistió en hacer la
inmóvil expresión de la tradición.
                                     EL SÍMBOLO ANIMAL
        Después de la identificación del hombre con el astro, el elemento principal de la
mitología consiste en su asimilación con el animal, de donde ha nacido la idea de la
metamorfosis. Apolodoro y Ovidio han hecho de ésta el tema ordinario de sus relatos. Los
hindos, los persas, los árabes, la han introducido en sus cuentos; según ellos, los genios y
los magos tienen el poder de cambiar a su arbitrio de figura, y con un toque de su varita o
con algunas gotas de agua lanzadas al rostro transforman un ser humano en bestia. Así es
como Latona cambia a los campesinos en ranas y Circe en puercos a los compañeros de
Ulises. Occidente no cede en este punto a Oriente. En la curiosa colección de leyendas
bretonas titulada Mabinogión, el águila, el pez, el cuervo, discurren extensamente y con
sabiduría; entre otras cosas, se lee el relato de la gran guerra que sostiene el rey Arturo y
sus caballeros, contra el rey Jabalí y sus siete hijos. Los relatos de los escandinavos, de los
fineses y de los eslavos, no son menos maravillosos. A cada página de los Bilinos rusos,
dice M. A. Rambaud, se encuentran serpientes que entran en negociaciones con los
hombres, caballos que departen con sus amos, cuervos que profetizan, bueyes que son
héroes. Las jóvenes se transforman a voluntad en cisnes; una maga temible llama el Cisne
Blanco, como las Swanhit o vírgenes-cisnes de que habla el Edda y las gorgonas llamadas
χυχνυμορφοι por Esquilo.
        San Agustín admite la posibilidad de la metamorfosis, cita el caso de ciertos
hosteleros italianos que daban a los viajeros un guiso que los transformaba en bestias de
carga: en este estado seguían conservando su razón, como dice Apuleyo, en su Asno de
Oro.
      Los antiguos hasta creían en los animales quiméricos. San Jerónimo refiere que San
Antonio, al cruzar el desierto, encontró un hipocentauro que se dice encargado por sus
semejantes de que los recomiende humildemente a las oraciones del piadoso eremita.
        En estos autores, como en los escritores de Oriente, no parece extraordinaria tan
extraña inversión de las leyes naturales; la exponen con la mayor espontaneidad, y con
perfecta sinceridad nos comunican las tradiciones de todos los países del tiempo en que las
bestias hablaban. Los hombres de otro tiempo sabían lo mismo que nosotros a qué atenerse
sobre el grado de inteligencia y sobre las facultades de los animales. Si éstos aparecen en
las mitologías en un pie de igualdad con la especie humana, es por efecto de una pura
convención que tenía su razón de ser. La idea de la metamorfosis debió nacer el simbolismo
primitivo, antes de convertirse en superstición para unos, y para otros en una forma más o
menos ingeniosa de la alegoría.
       Este simbolismo no debe de confundirse con las ficciones inventadas por los poetas
de la segunda antigüedad en un sentido literario, para picar la curiosidad y decir cosas
encantadoras y espirituales. Las metamorfosis de Clicias en girasol, de Acteón en ciervo, de
Narciso en flor, pertenecen a este último género. Pero hay fábulas cuyo carácter es
evidentemente antiquísimo y que, cuando se ha encontrado su sentido, puede servir de hilo
conductor en la investigación de los orígenes.
        Cuando los primeros hombres sólo poseían para vestirse las pieles de las bestias, se
les ocurrió naturalmente el reconocerse y distinguirse por este signo exterior. Los pastores
se cubrían con los despojos de las cabras, de los bueyes y de los borregos; los cazadores se
echaban por la espalda la piel del león o del tigre. Para indicar al patriarca, el toro y el
carnero, que fecundan al rebaño y marchan al frente, ofrecían un emblema expresivo.
Algunos pueblos adoptaron, pues, el hábito de designarse entre sí por estos signos, y de
llamarse recíprocamente carnero, toro, león, caballo, pez, etc. Bien pronto este género de
asimilación se convirtió en uso general, y en el estilo elíptico de la primer edad el atributo
sirvió para designar a tal o cual tribu, Esta fórmula arcaica hasta se empleó en el lenguaje
de los oráculos, aun mucho después de haber desaparecido en el estilo corriente. Se la
encuentra entre los profetas hebreos: «Este carnero, dice el Apocalipsis, representa a los
reyes de los medos y de los persas». Es curioso observar que esta costumbre aún está en
vigor entre los Pieles Rojas de América. El Tótem es el símbolo de la tribu; serpiente,
castor, oso, lobo, ciervo o tortuga, en todas partes el animal tótem es respetado. Al
encontrarle se le saluda cortésmente, como a un hermano o un antepasado. Los ancianos de
la tribu le piden consejo y protección, e interpretan sus menores movimientos como un
augurio favorable o adverso. Sin afirmar las probables relaciones que hayan pedido existir
antaño entre las poblaciones rojas de ambos hemisferios, no dudamos en creer que
ocurriese absolutamente igual entre los primeros padres de los pueblos del mundo antiguo,
y que los cuentos y las fábulas en que el hombre y la bestia tan fácilmente se sustituyen, no
tienen otro origen.
        El caballo fue, naturalmente, el atributo de una «nación de caballeros. Todo induce
a creer que era escítica. Las tribus nómadas de las estepas fueron muy pronto célebres por
su habilidad en domar los corceles, mientras que los egipcios y asirlos sólo se servían de
ellos para uncirlos a sus carros de guerra. El pueblo a quien la fábula ha celebrado con el
nombre de centauro —mitad hombre y mitad caballo— fue muy verosímilmente una nación
escita de la Táuride. El centauro Quirón fue encargado por el rey Peleo de educar a su hijo
Aquiles. Ahora bien, este héroe había nacido en Mirmekio, ciudad del Bósforo cimeriano,
cuyos habitantes habían sido en otro tiempo hormigas, de donde les vino el nombre de
mirmidones. El centauro Quirón era un sabio muy instruido en astronomía y en medicina.
        Sin duda, para recordar el emblema original de la raza, los solimes del Cáucaso,
mencionados por Heródoto y por el viejo poeta Querilo, ostentaban como tocado el despojo
frontal del caballo con las orejas y las crines. La fábula, tan agradablemente narrada por
Homero, de Bóreas, el dios con piernas que son serpientes, fecundando con su soplo doce
yeguas de Escitia, ofrece el desarrollo de la misma idea aplicada a la unión de la raza etíope
y de la raza blanca.
       Transportado a Europa por los hijos de los escitas y de los cimerianos, este
emblema ocupa un punto importante en las leyendas célticas. En los poemas bárdicos,
Marck, el rey-caballo, reina sobre los galos primitivos con Arturo Pendragón, el rey-
serpiente. Marck tenía por hija a Essylt, de la que han hecho los novelistas la bella Iseo,
amante del caballero Tristán. Llámasela Vyngwen, la crin blanca, y las Tríadas hablan de
ella como de la esposa del caballo.
       Es preciso que el origen de este simbolismo sea muy antiguo, puesto que era común
a las dos ramas céltica y sajona, separadas y enemigas desde los primeros tiempos de
nuestra era. Cuando en el quinto siglo las hordas germánicas conquistaron a Inglaterra, los
dos jefes que las mandaban llamábanse Henghist y Horsa, el acicate y el caballo, y
ostentaban en su bandera un caballo blanco.
        Los Northmen del Báltico ostentaban una cabeza de caballo esculpida en la proa de
sus grandes barcas, llamadas caballos de mar. En toda la Europa del Norte se consideraba
este emblema como un signo de felicidad. En Lituania se coloca un caballo de hierro en el
portal de la casa que se construye. Entre los Lettes- Borusianos, la viga maestra suele estar
tallada en forma de cabeza de caballo.
        El planeta o la constelación ya no ofrecía un modo de clasificación bastante preciso
cuando se multiplicaron las tribus, y encontrándose muchos pueblos colocados bajo el
patronato de un mismo astro, hubo que recurrir a una clasificación más individual. El
atributo se convirtió entonces en base de toda asociación: cada pueblo, adoptando un signo,
lo enarboló a guisa de estandarte y lo plantó en los muros de las fortalezas. Cada miembro
de la tribu tatuó o pintó ese signo en su cara y cuerpo para establecer su filiación, como
todavía hacen los indios y los árabes. Cuando las naciones supieron tejer, tintar y forjar,
marcaron con su emblema los trajes y las armas. Ciertos atributos expresaron una función
especial: así, el león y el toro fueron las insignias de la realeza. El buey Apis era honrado
desde la segunda dinastía como representante de Osiris. A Horo se le celebra en las
inscripciones con el epíteto de toro poderoso. Las mujeres de Lesbos invocaban á Dionisio
en los mismos términos: «¡Ven, toro ilustre, ven a esta orilla!» También en este lenguaje
figurado los bardos Cymri se dirigen a su dios nacional, Hu Gadarn, emperador del
universo. Los peregrinos del Indostán acuden cada año por millares á prosternarse ante el
toro colosal de Tanjore, esculpido en un solo bloque de pórfido, representando a Siva, Dios
de la destrucción.
        Un toro de cabeza humana coronada con la tiara real, es quien guarda las puertas de
los palacios de Nemrod y de Korsabad, descubiertos en el emplazamiento de la antigua
Nínive. Es lícito pensar que el pueblo asirio tuvo por emblema celeste la magnífica
constelación cuya principal estrella está designada por el término caldeo de Aldebarán, y a
la cual se le aplicó el nombre de su atributo terrestre, el Toro. En efecto, en la disposición
de las estrellas no hay nada que remotamente se parezca a este animal. Con este símbolo se
expresa en los monumentos el odio hereditario que animaba entre sí a los persas y a los
asirios. El león aun es hoy el atributo heráldico del Irán, y se ve frecuentemente en los
monumentos de Persépolis a Mitra con cabeza de león hiriendo con su cuchilla a un toro
derribado en tierra. Este simbolismo, que se ha creído astronómico, tiene un sentido
exclusivamente político.
         Desde los tiempos de Homero, la cabeza del toro, signo de la autoridad soberana,
caracterizaba a los ríos. El Océano, el Erídano, el Escamandro están figurados en las
medallas y en las pinturas antiguas con la frente armada de cuernos o con cuerpo humano y
cabeza de toro. Es posible que esta forma se adoptase cuando los asirlos dominaban en Asia
y a falta de trazados geográficos, las provincias y los cursos de agua estaban designados por
la efigie simbólica de los pueblos que los poseían. Por una extensión semejante pelagos
adoptó el significado de mar en general, cuando las colonias pelásgicas, marítimas casi
todas, transportaron su nombre colectivo a las orillas del Mediterráneo; la mismo ocurre
con el término pontos, que el Ponto Euxino tomó al pueblo del Ponto, establecido en su
litoral Norte. Este término se aplicó en seguida indistintamente a todos los mares que
frecuentaban los navegantes griegos.
        Este género de simbolismo, que puebla la naturaleza de personificaciones humanas,
ofrecía recursos poéticos que los mitógrafos no podían desdeñar. Homero ha representado
al río Xantho apostrofando a Aquiles y sublevando su oleaje para detenerle en su
persecución de los troyanos vencidos. Ovidio también se sirvió de ese recurso cuando nos
ofrece al Aquelao, río de Albania, disputando a Hércules la mano de Dejanira; dotado del
poder de metamorfosearse. Aquelao, al luchar contra el héroe, se cambia en serpiente y
luego en toro para eludir sus apretones. No se necesita más para comprender que en el texto
de donde ha emanado esta fábula, el príncipe pelasgo poseía la doble cualidad de pontífice
y de rey, indicada por los atributos de la serpiente y del toro.
        El parentesco original de los pelasgos con las naciones del Norte se caracteriza en la
mitología por el símbolo de la constelación de la Osa. Refiere la fábula que Bóreas, el dios
cuyas piernas son serpientes, transportó al monte Cáucaso a Cloris, la blanca hija de Arturo,
la estrella polar u Osa Mayor. Arturo se convirtió en el Arturo Pedragón, o rey-serpiente,
que celebran las Triadas gaélicas. Otras semejanzas atestiguan esta correspondencia antigua
entre los pueblos. En Lituania el nombre familiar del oso es Lukis. El griego Lukos es
idéntico por la forma, pero significa lobo. Ahora bien, en la mitología escandinava, Luki es
el dios astuto y sabio; no es el lobo, sino el padre del lobo Fenris, enemigo de los ases.
       Además, este dios presenta grandes afinidades con el Arimán de los persas, que,
según el Avesta, acude bajo las formas de la serpiente y del lobo para atacar al pueblo de
Ormuz.
        Heródoto refiere que los neuros, pueblos de Escitia, poseían el don de transformarse
en lobos en ciertas épocas, y Plinio dice lo mismo de una nación cuyos hombres se
convertían en lobos y se bañaban en un lago. Sin duda se trata aquí del punto de partida de
la fábula popular del lobo torvisco, tan difundida por toda Europa. Los mitógrafos refieren
que los hijos de Deucalión, rey de Escitia, luego de salvarse del diluvio, siguieron a un lobo
que los condujo al Parnaso, donde construyeron la ciudad de Licoria. No hay duda de que
se trata de los doce hijos de Licaón, en otros términos, de las doce tribus del Lobo, que
después del diluvio fueron a poblar la Grecia. Por las trazas de su símbolo puede
seguírseles en Licia y en el monte Liceo.
        Los vénetos del Adriático, dice Estrabón, tienen la costumbre de marcar sus
caballos con una cabeza de lobo. El testimonio del símbolo también parece colocar en la
escitia asiática la cuna de los pueblos que formaron la nación romana, cuyo emblema
animal fue la loba, y el símbolo sideral Saturno, dios de los sirios.
        Muchas naciones de la Alta Asia dicen proceder del lobo. Los historiadores chinos
cuentan que un rey huno tenía una hija de tan perfecta belleza que no quiso darla a ningún
esposo mortal, y la encerró en una alta torre, en medio del desierto. Cansada de su soledad,
la princesa excitó el amor de un viejo lobo que rondó durante un año la torre hasta que
logró entrar. De su unión con la princesa nació la nación de los Kaochis. Los mismos
autores dicen que los Tufan ó tibetanos descienden de una loba, y que Batachis, jefe de los
Khanes Mongoles, era hijo de un lobo azul y de una cierva blanca. Los Kirghiz proceden de
la hija de un Khan que, paseándose con sus cuarenta damas de honor, se encontró al
regresar un día con su pueblo devastado. Solo quedó vivo un perro, que se casó con todas, y
fue el padre de cuarenta hijos, antepasados de la nación.
       Todas estas fábulas, que proceden de un origen único, se parecen de tal manera, que
no es posible ver en ellas otra cosa que un símbolo de los primeros casamientos entre
familias diferentes. Pero el más singular y difundido de todos, es seguramente el de la
serpiente. Su culto se pierde en la noche de los tiempos y se encuentra en todos los pueblos
del mundo. Los Pieles Rojas de América dan el título de Gran Serpiente a los jefes
renombrados por su sabiduría, y los mejicanos dicen descender de dos serpientes, macho y
hembra. Quetzalcoatl, «la serpiente de plumas», les había aportado las artes y las ciencias.
       Los noruegos sienten gran respeto por la culebra Natrix torguata, comúnmente
llamada Bue ormf que alimentan en los establos para alejar las enfermedades de los
rebaños. En Suecia se profesa la misma veneración a una gran serpiente que comunica a los
hombres la salud el conocimiento de las cosas ocultas de la naturaleza. Ofnir es el
sobrenombre de Woden en Odino, porque adoptó la forma de la serpiente para sumergirse
en el abismo de donde les había sacado el vaso y la bebida de la ciencia. Según el Edda
islandés, como en los Nibelungos, la serpiente incuba bajo sus repliegues el oro que crece
sin cesar.
        El culto de la serpiente ha penetrado tan íntimamente en la vida de los pueblos,
tanto de la familia aria como de la familia semítica, que este animal se ha convertido para
ellos en el dios penate, en el genio familiar de la raza. En el Balabar como en el Báltico, se
le reverencia igualmente. En Lituania y en las naciones vecinas, se hace cada día una
comida para la serpiente doméstica. A veces se presenta en medio de un festín, cata de
cuanto tiene a su alcance y se retira enseguida.
       Lo mismo ocurre entre los moros de Túnez: «Benditas sean las serpientes —dice un
viajero—ellas son la fortuna de las casas que habitan; cada familia mora posee su reptil.
Siempre tienen puesto su cubierto y puesta la comida. Como ya lo sabe, a las horas de
comer sale del agujero que le sirve de refugio y rampa al través de la sala hasta alcanzar las
comidas que se le reservan. Se le mira hacer, nadie come antes que ella, es la señora y la
providencia de la casa.»
        Lo mismo ocurre con las naciones de estirpe pelásgica. La serpiente aparece en los
funerales de Anquises gustando las comidas y deslizándose entre los vasos sagrados. Eneas
la saluda como el genio protector de su familia, que le presagia el éxito de su empresa. Los
atenienses alimentan en el templo de Erectea una serpiente que desapareció cuando los
persas se acercaron a la ciudad. Considerando el pueblo este hecho como una advertencia
de su dios familiar abandonó inmediatamente la ciudad. Alejandro vio en casa del rey
Taxilo a un pitón de enorme tamaño, que se criaba en un foso rodeado de altas murallas.
Los hindos acudían de muy lejos para adorarlo y ofrecerle comida. El reptil tiene un puesto
importante en la teogonía hinda: pero suele considerársele como malhechor. Al contrario,
los negros de Guinea respetan a las víboras más venenosas. No hace mucho tiempo en que
un viajero inglés que mató una, corrió gran riesgo de ser lapidado por el pueblo.
       Los romanos, los epirotas, los lanuvianos, honraron a los dioses dándoles el título de
serpientes. En Roma, se celebraban los ritos de Júpiter Sabacio, esposo de su hija
Proserpina, con el aspecto de una serpiente dorada. Cualquier sitio se hacía sagrado por este
emblema; Persio escribe: «Pinge dúos angues puer, sacer est locus.» Entre los egipcios el
áspid, bajo la forma del Uroeus sagrado, brillaba al frente de la mitra de los Faraones.
Quizás al recibir la muerte por la picadura de esta víbora, Cleopatra quiso demostrar que
moría como reina de Egipto.
        Verdad es que el Génesis hace de la serpiente el símbolo del mal; pero Moisés se
sirve de la serpiente de bronce para curar las heridas venenosas de los reptiles del desierto.
Una secta importante entre los judíos, las ofitas, reverencian a la serpiente bienhechora de
la humanidad y fuente de toda ciencia. Hasta Clemente de Alejandría ha escrito: Serpens
dictus est prudens, sin explicar de dónde le venía esta reputación, y sin duda porque el
Génesis la ha calificado de astuta. Estos epítetos demuestran suficientemente que se trata de
un símbolo.
        El carácter sagrado del reptil se pone en evidencia por la denominación de Naddred,
víbora en gaélico, que los druidas se dan entre sí en un sentido honorífico. En todos los
países, en todas las épocas, se han forjado sobre la serpiente una muchedumbre de creencias
supersticiosas: los orientales están persuadidos de que en su cabeza hay escondida una
esmeralda. Los druidas pretendían que su baba, durante el período de la reproducción,
engendraba un huevo que concedía la felicidad a su poseedor. «Tiene el huevo de la
serpiente», se decía en Roma, de un hombre feliz. El emperador Claudio hizo morir a un
caballero que guardaba en su seno uno de esos huevos para ganar al juego.
        Hace algunos años, en un proceso instruido en Argelia contra un indígena acusado
de haber mutilado a su mujer por adúltera, los árabes citados como testigos se quitaron sus
turbantes y mostraron a los jueces una cabeza de serpiente que llevaban entre los pliegues
de la tela. Este talismán —aseguraron— les garantizaba la fidelidad de sus mujeres, y el
acusado, según ellos, hizo mal desdeñando este preservativo.
        En otro tiempo fue insigne honor tener una serpiente entre los antepasados. Olimpa
dijo que una serpiente la había hecho madre de Alejandro Magno. Escipión el Africano era
hijo de otra serpiente, y Augusto aceptó gustoso este origen que le asimilaba a los dioses.
En las provincias francesas la vouivre {víbora en español), es la dama de los torreones
ruinosos donde guarda los tesoros. Los trovadores, y después de ellos Boyardo y Ariosto,
han explotado ingeniosamente la mina de las maravillas que les abría la leyenda del reptil.
Las hadas más famosas, como Melusina, abuela de los lusitanos, y Manto, fundadora de
Mantua, estaban obligadas cada año a convertirse un día en culebras, y con esta forma
estaban expuestas a sufrir todas las miserias de su estado. ¡Dichoso entonces el escudero
que encontraba en su camino a la culebra y la salvaba de otro animal presto a devorarla o
del palo de un rústico que se encarnizaba en perseguirla! Por la noche, la bella dama se
mostraba al joven y le recompensaba otorgándole las alegrías de este mundo, la gloria, la
riqueza y el amor.
       La persistencia de esta creencia en el poder sobrenatural y en la beneficencia de un
animal necio y estúpido, no es menos singular que su difusión en todos los puntos del
globo. Para descubrir la causa que ha podido engendrarla, creemos que sería preciso
remontarse más allá de las sociedades, estables y organizadas, hasta los tiempos en que los
pueblos nómadas viajaban de un extremo a otro del hemisferio, comunicándose sus ideas y
descubrimientos.
        Por esa época, un pueblo de Asia, ya adelantado en la civilización, ocupaba las
orillas del Nilo. Habiéndose aliado con la raza negra indígena, acabó por someterla; desde
la segunda dinastía de Egipto, Manethón menciona una insurrección de los libios. En sus
habituales relaciones, ambas familias, roja y negra, cambiaron sus dioses y sus costumbres,
y los egipcios admitieron en su panteón, entre las divinidades de sus antepasados, este
fetiche de serpiente al que los brujos negros han atribuido en todos tiempos virtudes
sobrenaturales. Aún hoy los pueblos de Judha y Dahomey le sacrifican todos los años
millares de víctimas humanas.
        Casi al comienzo de las dinastías divinas, antes de Osiris, aparece Set, el dios-
serpiente, a quien los griegos llaman Agatodaimón, el buen genio. Cuando las colonias
egipcias se desparramaron por Asia, llevaron a ellas los gérmenes de la civilización, las
leyes y el culto de los antepasados, enseñaron a los pueblos salvajes a reverenciar a la
serpiente. Después, cuando el agradecimiento de los hombres hacia los jefes y pontífices a
quienes debían los beneficios de la vida sedentaria y agrícola, se manifestó en una
veneración que adoptó la forma del culto, éste se perpetuó de generación en generación y se
dirigió a la serpiente, imagen visible del Egipto divinizado. Así es, como en las Galias, en
España, en Oriente, la diosa Roma fue adorada bajo el emblema de la loba que, según se
dijo, había amamantado á Rómulo.
        Lo que Roma fue para Occidente, Egipto lo había sido tres mil años antes para Asia;
pero, a falta de tradición escrita, los pueblos habían olvidado su nombre. A pesar de eso,
por instinto hereditario siguieron honrando a la víbora Hot, que había sido el símbolo de su
bienhechora, y se complacieron en atribuir al reptil todos los preciosos dones que sus
primeros padres admiraban en ella, riqueza, mágico poder, ciencia universal.
         Prescott, en su historia de Méjico, refiere algo análogo; allí se sorprende, por decirlo
así, la eclosión de lo sobrenatural saliendo del huevo de la realidad. Aun detestando a los
españoles, los mejicanos los consideraban como seres de naturaleza superior y rendían
culto a todo lo que les pertenecía. Abandonado un Hondurno, un caballo del cuerpo
expedicionario que mandaba Cortés, los indios se agruparon en torno del animal
ofreciéndole en homenaje frutas y flores. Con tal régimen no podía vivir mucho tiempo;
pero su muerte no los desilusionó. Cuando muchos años después fueron los monjes a
establecerse en el país, se encontraron a los naturales adorando a un caballo de piedra,
toscamente tallado, que era para ellos el dios del trueno y del rayo, sin duda en memoria de
los mosquetes y de la artillería de los castellanos. Refiere Díaz que los indios habían
suspendido en uno de sus templos, al lado de los antiguos ídolos, una capa vieja y una bota
usada que habían pertenecido a los españoles.
       En todas partes el símbolo de la serpiente se asocia a la iniciación de las sociedades.
La serpiente del Génesis, la de las Hespérides, las Nagas o dioses-serpientes que, según los
Puranas fueron los primeros soberanos de los arias brahmánicos, reinan al principio de las
mitologías, y, lo que es más curioso, casi siempre en forma combinada de hombre y reptil.
Un compuesto tan extraño —que por lo demás tiene su análogo en la esfinge, león y mujer,
en el centauro, hombre y caballo, en el tritón, hombre y pez— es evidentemente fruto de
una idea sistemática que en cierta época debió propagarse por toda la haz de Asia. ¿Cómo
explicar de otra manera las similitudes que se observan en los pueblos más diferentes?
        Así, Cecrops, egipcio de origen y primer rey de los atenienses, poseía, según la
mitología, cuerpo de hombre y piernas de serpiente, pro cruribus angueso habens. Sus
sucesores, Eresicton y Erecteo, dice ingenuamente la fábula que se vieron afligidos de igual
deformidad. Ovidio califica a los titanes de anguipedos. Las imágenes de los serafines
colocados en el templo de Jerusalén representaban hermosos jóvenes que terminaban en
reptiles. Cuenta Heródoto que habiendo encontrado Hércules en Escitia a Equidra,
monstruo mitad mujer, mitad víbora, la hizo madre de tres hijos, que fueron los padres de
las tres principales naciones escíticas. Los mogoles repiten exactamente el mismo cuento:
según ellos, su raza desciende de una mujer que era reptil en la parte inferior del cuerpo. En
fin, en los cipos rúnicos, Odino suele estar representado por una serpiente sobre un torso
humano.
        A excepción del Sánscrito, sarpa, del que se derivan ερπω, serpo, serpens, las
formas diversas del nombre serpiente, así en los idiomas arios como semíticos, pueden
referirse a la raíz ag, a, señor en jeroglífico: naja en árabe, nachaoh en hebreo, ag, al en
copto, angis en eslavo, anguis en latín, snaka en escandinavo y en las demás lenguas del
Norte. El latín draco se deriva sin duda del persa dahak, que procede de la misma raíz. Otro
emblema no menos importante, aunque menos difundido, fue el del pez. En su origen debió
pertenecer a un pueblo obligado por su situación a vivir de la pesca, en un paraje rodeado
de aguas bajas, y recorriendo en sus barcas lagunas semejantes a las de Venecia. El pueblo-
pez tuvo por reina a Anfitrite, una de las cincuenta hijas del dios marino Nereo, más
antiguo que Neptuno. Dice la fábula que Nereo era libio y poseía el don de leer en lo
porvenir. Otro dios marino, Proteo, era de estirpe egipcia y famoso por su sabiduría y por la
seguridad de sus predicciones. Él era el encargado de guardar los rebaños de focas del rey
de los mares.
       Anfitrite se negó al principio a casarse con Neptuno; pero el dios hizo que abogase
por su causa un delfín cuya elocuencia obtuvo el consentimiento de la joven, y así fue
madre de un pueblo de tritones y oceánidas. La pintura y la poesía se han apoderado de este
personaje gracioso, representando a Anfitrite sentada en una concha conducida sobre las
olas por el grupo abocado de los tritones soplando en unas trompas sonoras. Estas
descripciones son menos ideales de lo que puede figurarse, y han debido de realizarse en las
aguas poco profundas del Bósforo Cimeriano, patria de los dioses, cuando la joven reina o
Galatea, la más bella nereida, pasaba de uno a otro lado en una navecilla a modo de concha,
escoltada por su pueblo enamorado y nadante.
        La más célebre de las fábulas en que el pez interviene es la de Andrómeda. He aquí
el cuento inventado por los rapsodas: La hija de Cefeo, rey de los etíopes, tuvo la temeridad
de creerse más bella que las nereidas y, para vengarse, Neptuno suscitó un monstruo marino
que desoló la comarca. El oráculo de Ammón, consultado sobre la manera de calmar la
cólera de los dioses, respondió que Andrómeda debía de entregarse al monstruo. Las
mismas nereidas ataron la princesa a una roca, y el enorme pez, saliendo de las aguas, iba
ya a devorarla, cuando Perseo, montado en Pegaso, apareció en los aires; mató al monstruo,
rompió las ligaduras de Andrómeda y se convirtió en su esposo.
        Los mitógrafos han tenido cuidado de dar la interpretación de esta fábula: Un
hermano de Cefeo —dice Apolodoro— esto es, un jefe del mismo pueblo llamado Fineo,
aspiraba a la mano de Andrómeda; pero Perseo, con todo el prestigio de su victoria sobre
las Gorgonas, se presentó y venció a su rival. Furioso de la afrenta, Fineo convocó a sus
clientes y amigos, entró en la sala donde se celebraba el banquete nupcial y acuchilló a
parte de los convidados; pero Perseo, apercibido a la defensa con ayuda de los suyos
rechazó el ataque y puso en fuga á Fineo y a sus secuaces.
        Este relato nada tiene de inverosímil, pero no explica la intervención del monstruo
marino. La idea está inspirada, sin duda, en el símbolo de la nación fenicia, de la que Fineo
(Feni Poerio) era un jefe. Esta asimilación ofrecía a los cantores populares de Grecia una
ocasión demasiado hermosa de ofrecer lo maravilloso para dejarla perder. En torno de este
elemento formaron todo un poema: la vanidad de Andrómeda, pretexto habitual de las
injustas cóleras de los dioses, la venganza de las nereidas encadenando sin piedad a la
joven, el Leviathán presto a devorarla, la súbita llegada del guerrero que acude a salvarla en
su navío transformado en un corcel alado; todos estos detalles que revelan la mano de un
maestro cuentista, hacen de esta fábula una de las más agradables que se hayan inventado
en la antigüedad. Hasta reviste un carácter caballeresco que recuerda el Occidente. La
Leyenda Dorada no la ha descuidado: San Jorge, libertando a la joven del dragón, es un
Perseo cristianizado. Ariosto se ha apoderado de la fábula entera para adornar con ella a su
Orlando furioso, añadiéndole ingeniosos detalles que demuestran que los rapsodas
modernos no son inferiores a los antiguos
        Ahora bien, si los más hábiles poetas desconocidos que precedieron a Homero se
complacieron en adornar con las más brillantes ficciones la leyenda de Perseo, es porque en
ello tenían gran interés. Este capitán aventurero que, al regreso de una expedición
afortunada contra los piratas, en un navío que los dioses le habían prestado, conquistó la
mano de una hija del rey, fue fundador de una dinastía. «A contar de Perseo, dice Heródoto,
comienzan los reyes de los dorios, los cuales se habían gobernado hasta entonces por
príncipes egipcios.» Jerjes, dirigiéndose a los habitantes de Argos, disputa al abuelo de
éstos, Perseo, como uno de los antepasados de la nación persa, y funda su derecho a la
dominación de Grecia en este común origen. Sin discutir la razón política que dictó esta
declaración, hay que convenir en que, para invocarla tan públicamente, la leyenda debía
tener algo de real.
        Los antiguos creían conocer el lugar donde acaeció la aventura de Andrómeda. La
ciudad donde reinaba Cefeo se llama Caffa e infiérese que se trataba de Caffa de Palestina,
hoy Joppé. Pausanias participa de esta opinión y ofrece como prueba una fuente vecina de
la ciudad, cuya agua era roja porque Perseo lavó en ella su espada teñida con la sangre del
monstruo. Plinio refiere a este propósito una anécdota que no parecerá más convincente que
el hecho citado por Pausanias. El edil Escauro, gobernador de Caffa por el senado romano,
se llevó al regresar a Roma los huesos del pez que estuvo a punto de devorar á Andrómeda,
y se los regaló al pueblo. ¿Había sido víctima de algún mercader astuto? Esto es lo que no
dice Plinio; pero en todo caso, el prefecto reveló entonces mucha credulidad o mucha
audacia.
       En ninguna parte tuvo el simbolismo animal tanto ascendiente como en Egipto; cada
ciudad tenía su animal colmado de atenciones y criado en el santuario. Tebas tenia al
carnero, Mendes y Tmui al macho cabrío, Bubaste al gato; cuatro ciudades, Coptos,
Arsinoe, Ombos, Cocodrilópolis, guardaban cocodrilos en sus templos; Atribis adoraba al
león; el lobo era adorado en dos ciudades; otras dos sostenían monos; Epifanio habla de un
templo donde se alimentaban cuervos; Hieracópolis honraba el gavilán; Sais a la alondra;
Anteópolis y Atmu a la garza; en todas partes el buitre, la abubilla, el ibis, la cigüeña,
recibían culto; ciertos peces también eran adorados, la perca en Latópolis, la carpa en
Lepidoptum y en Tebaida; el meotes, especie de siluro del Nilo, en Elefantina.
       Plutarco refiere el origen de esta costumbre: «Las tribus que siguieron a Osiris en su
expedición de Asia, adoptaron cada cual un estandarte particular en el que estaba
representado un signo, un animal o la cifra de un rey. Tal es —añade— la causa de la
devoción que las diferentes ciudades de Egipto profesan a los animales».
         Diodoro explica el carácter de santidad con que se revistieron estos emblemas, de la
siguiente manera: cuando tras la muerte de Osiris, traidoramente asesinado por Tifón, Isis
colocó a su esposo en el rango de los dioses, invitó a las congregaciones de los templos a
erigir a cada animal simbólico un culto, como si representase á Osiris, y a tributarle después
de muerto los mismos honores que si fuese el dios.
       No es posible afirmar si la costumbre se extendió a Asia en tiempos de la
dominación egipcia, ya que ningún documento lo dice; pero hay bastantes razones para
pensar que los principales animales simbólicos de los pueblos asiáticos proceden de los que
adoraba Egipto. Heródoto, que nos informa que había fundado una colonia en el Cáucaso,
observa que las naciones de esta comarca tienen el hábito de pintar en sus trajes figuras de
animales. Dice Quinto Curcio que Darío iba vestido en la batalla de Arbelas con una túnica
sembrada de áureos gavilanes, emblema de Horo. El toro asirio reproduce sin duda al Apis
memfítico; el carnero de los reyes medos, recuerda al de Ammón; el lobo corresponde al
chacal de Anubis; el mochuelo de Minerva-Atenea es el de Neth; los panes y los sátiros con
pies de cabra se derivan del macho cabrío que se adoraba en Khemmis; lo mismo ocurre
con otros muchos que sería prolijo enumerar.
        Probable es que, para completar la asimilación, la tribu tuviese al principio el
mismo nombre que su símbolo. Esta identidad desapareció cuando la formación de los
diversos idiomas; pero el sentido no persistió menos en algunos casos particulares. No es
por una casualidad si gallus significa gallo y gato: «Hic gallus bene cantat,» decía un papa
escuchando el elocuente discurso de un obispo francés. Los orígenes de este término se
encuentran en Asiría. En las excavaciones de Nemrod se ha extraído la imagen de un dios,
llamado Nergal, con piernas de gallo. En cuanto al vocablo gallo {coq en francés), hay que
buscarlo en el Cáucaso, donde residía el pueblo escita a quien los orientales llamaban Gog
y Magog, y que, probablemente, tenía por símbolo a ese pájaro cuyo nombre en germánico
es gog, en danés gok y en noruego gauk.
        Se ve por qué fácil pendiente los mitógrafos de Grecia y Roma, poco instruidos en
general del origen oriental de sus naciones, se han sentido inclinados a explicar por la
metamorfosis el doble aspecto humano y animal del héroe o de la tribu. Una vez en el
dominio de la fantasía, este elemento comunicó al poeta una multitud de recursos para
excitar el interés y adornar su relato. ¿Qué encantadoras variaciones han realizado los
escritores antiguos sobre este tema insensato? Ovidio es el modelo del género; hay que
releer las metamorfosis de Dafne en laurel, y los graciosos detalles del rapto de Europa,
para apreciar el encanto que la imaginación y el arte de escribir puede prestar a un cuento
de niños.
        Pero antes de llegar a esta última elaboración en el genio de un Homero o de un
Esquilo, el hecho primitivo tuvo que sufrir muchas transformaciones. Los rapsodas, cuyas
versiones han aceptado los grandes poetas, ignoraban demasiado la historia y las
costumbres de Oriente. Según Pausanias, los exégetas de los templos griegos, en sus
funciones de guiar a los extranjeros, respondían a sus preguntas con explicaciones
rutinarias o con cuentos extravagantes. ¡Por ellos ha comenzado esa mala compresión
mitológica que la antigüedad nos ha legado con sus artes y literatura, y que, desde Homero
hasta Rossini, para no hablar más que de los maestros, ha suministrado asunto para tantos
poemas y tragedias!
        Los cantores populares de Jonia y del Ática, utilizaban libremente las leyendas que
les referían los viajeros; suprimían o modificaban lo que les parecía poco conforme con el
gusto de su público, y procuraban halagar sobre todo la fibra nacional, muy sensible entre
los helenos. La leyenda de Hércules, el héroe pelasgo, especie de paladín errante, pesado de
espíritu, pero valiente y generoso, padre de la caballeresca familia de los Tristanes, de los
Lancelotes, de los Amaclis, de los Orlandos, se limitó al principio a los doce trabajos en
que los monstruos domados representaban otras tantas tribus sucesivamente sometidas. Esta
leyenda sufrió múltiples retoques y se le incorporaron numerosas aventuras pertenecientes a
héroes extranjeros. La expedición de los Argonautas también ha sufrido evidentemente
alteraciones, como lo testifica el poema órfico, el más antiguo de los que han llegado hasta
nosotros. Las fábulas de Júpiter y Prometeo proceden visiblemente de Asia. También el
nombre de Amaltea, que lleva la cabra que amamantó en su infancia al señor de los dioses,
corresponde a la palabra Lamet, con la cual se indica el signo de Aries en el calendario
iranio.
       No basta con eliminar lo maravilloso que oscureció las tradiciones mitológicas, hay
que contar también con la parte que toca a la ignorancia y al error. En las Metamorfosis de
Ovidio, leemos: «En el fondo de una gruta vecina al país de los cimerianos, Morfeo, dios
del sueño, duerme con un diente en la mano.»
        Hay en esto un equívoco que se deriva de la ignorancia del sentido de un vocablo
usado en los más antiguos tiempos para expresar cualquier especie de arma aguda o
cortante, lanza, venablo, hacha o espada, por asimilación con el diente de los animales
feroces. Así es como el cetro de Neptuno y de Plutón fueron calificados de tridente y de
vidente. El espolón de las galeras se llamaba adontos, diente. Luego hay que entender que
el príncipe indolente llamado Morfeo dormía teniendo en la mano una espada o una pica.
        De la misma manera puede explicarse la fábula de las Gorgonas que, según Esquilo,
sólo tenían un ojo y un diente, que se trasmitían de unas en otras. El ojo, en la tradición
egipcia, es símbolo de la vigilancia y el atributo de la realeza; el diente, glava o pica, era
signo de mando, como aún lo es la espada en nuestros días. Dice Diodoro que las Gorgonas
formaron una nación de mujeres guerreras, rivales de las amazonas; pero la fábula sólo
alude a tres Gorgonas. Compréndese que se trata de tres reinas que gobernaban
alternativamente durante cierto tiempo; la que se retiraba, cediendo su puesto a la otra, le
entregaba las insignias del poder, el ojo y el diente.
        Los poetas griegos, interponiendo su ignorancia o su fantasía entre las primeras
tradiciones y nosotros, han obscurecido de tal modo su sentido, que es difícil reconocerlo.
Sin embargo, no hay que deplorarlo, pues habiendo faltado ellos, no sabríamos ni una
palabra sobre esto. Los aedas y los rapsodas iban de ciudad en ciudad cantando en las
fiestas públicas, como los bardos gaélicos y los trovadores de la Edad Media. Admitidos en
los banquetes de los jefes helénicos y de los reyezuelos de Asia Menor, estos poetas
ambulantes multiplicaban en sus relatos las muertes, los raptos, los incestos para emocionar
el espíritu estragado de su auditorio; halagaban sus gustos libertinos atribuyendo a los
dioses una multitud de aventuras amorosas Manejada por ellos, la tradición de los días
antiguos se transformó en una crónica escandalosa formada por galantes episodios en que
las ciudades y las naciones desempeñaban el papel de ninfas. De una ciudad tomada o de
una comarca conquistada, hicieron una joven seducida o raptada. La fábula de Dánae en su
torre, donde Júpiter penetra en forma de lluvia, tradúcese en una fortaleza de los dorios
entregada por sus defensores, a quienes sobornaron con presentes. Arreglando a su gusto
anécdotas célebres durante muchos siglos, las reprodujeron con otros nombres,
enriquecidas con variantes, trasladando a un dios favorito lo que pertenecía a otro más
antiguo, o atribuyendo a varios la misma aventura.
        Con frecuencia una parte de las leyendas es verdadera y la otra inventada. Atenas,
sometida al yugo de un príncipe, dueño del mar, que impone a la ciudad helénica un tributo
de siete jóvenes varones y otras tantas hembras, es un elemento verídico; pero la fábula
añade en seguida que se entregaban estas víctimas para que las devorase el Minotauro,
gigante con cabeza de toro, nacido del comercio monstruoso de Pasifae, mujer de Minos,
con un toro. Este relato lo hemos recibido de los griegos que han usado ampliamente del
derecho de los vencidos a calumniar a los vencedores. En cuanto al fondo mismo de la
leyenda, no es difícil abstraer el verdadero sentido y reconocer en este pretendido monstruo
a un rey toro, esto es, algún sátrapa cuchita de cuya dominación libertó Teseo a su ciudad
natal.
       Frixo, huyendo a Cólquida en un carnero de oro, personifica sin duda una
emigración de pueblos del Norte del Euxino; llevándose en su fuga al ídolo que les servía
de paladio. Las aventuras de Belerofonte, como las de Frixo, comienzan en una novela que,
según parece tuvo mucho éxito, pues también ha servido a la historia del Argonauta Acasto
y a la de Fedra e Hipólito. En las cuatro leyendas una suegra, enamorada de su yerno y
desdeñada por él, le denuncia falsamente a su esposo, que le condena al destierro o a la
muerte.
       Estos cuentos, que son el tejido mismo de la mitología, han llenado de confusión los
primeros recuerdos de las sociedades helénicas por su multiplicidad é inverosimilitud. Sin
embargo, aún están más cerca de la verdad la mayoría de ellos que los poemas de Ariosto y
del Taso, los cuales no usurpan nada a la autenticidad de los hechos del reinado de
Carlomagno y de la cruzada de Godofredo de Buillón. Verdad es que para éstos poseemos
documentos y una cronología que certifican su realidad, mientras que Saturno y Júpiter,
pertenecientes a una época en que la escritura vulgar aún no se había inventado, se nos
revelan con un nimbo luminoso, con la vaguedad e incoherencia del ensueño.
        Al lado de las leyendas populares, cada templo tuvo su crónica milagrosa que los
sacerdotes contaban al primero que acudía y que se referían igualmente a los primeros
tiempos de la nación. Los misterios de Eleusis enseñaban a los iniciados cómo sus padres
habían aprendido de Ceres a sembrar y a cosechar el trigo. Para hacer la enseñanza
interesante se añadía el dramático episodio de la reina-sacerdotisa buscando a su hija
raptada y reclamándola ante la justicia de los dioses. Cada fiesta se relacionaba con algún
suceso memorable de la primitiva existencia de los helenos: las Dionisíacas y las
Trietéridas recordaban la gran expedición de Baco-Osiris al Asia; los ritos orgíacos
celebraban la invención del vino; los misterios cabíricos referían el descubrimiento de los
secretos de la fundición, de la aleación y del temple de los metales, y su introducción en
Grecia por los curetos del monte Ida. Las Panateneas, en que se paseaba con gran pompa el
barco de Minerva, eran una renovación de las fiestas de Egipto en que los Baris de Isis se
llevaban a Memfis y se colocaban en el altar. Esta ceremonia ofrecía, sin duda, la
reminiscencia de la construcción y lanzamiento del primer navío pelásgico, a imitación del
mismo hecho realizado antes por los egipcios. La fiesta Quitros o de las marmitas en
Atenas, aludía, según se dijo, a la primera comida de Deucalión y de su pueblo en la
Fócida, después de salvarse del diluvio. Cada una de estas solemnidades, en que solía
reunirse toda Grecia, perpetuaba la memoria de algún hecho importante de la infancia de la
nación y de su tránsito de la vida salvaje al estado civilizado.