Cuentos de El Conde Lucanor
Cuentos de El Conde Lucanor
(extraídos del Centro Virtual Cervantes: El Conde Lucanor / Don Juan Manuel; edición y versión
      actualizada de Juan Vicedo | Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (cervantesvirtual.com))
Departamento de Lengua Castellana y Literatura. IES La Senda (Getafe). 1ºBachillerato. Curso 2022-2023
                                              ÍNDICE
  ➢ Ejemplo II                                                                               página 3
➢ Ejemplo V página 5
➢ Ejemplo VI página 7
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-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, ciertamente sé que encontraréis a muchos que podrían aconsejaros
mejor que yo y, como Dios os hizo de buen entendimiento, mi consejo no os hará mucha falta; pero, como
me lo habéis pedido, os diré lo que pienso de este asunto. Señor Conde Lucanor -continuó Patronio-, me
gustaría mucho que pensarais en la historia de lo que ocurrió a un hombre bueno con su hijo.
El conde le pidió que le contase lo que les había pasado, y así dijo Patronio:
-Señor, sucedió que un buen hombre tenía un hijo que, aunque de pocos años, era de muy fino
entendimiento. Cada vez que el padre quería hacer alguna cosa, el hijo le señalaba todos sus inconvenientes
y, como hay pocas cosas que no los tengan, de esta manera le impedía llevar a cabo algunos proyectos que
eran buenos para su hacienda. Vos, señor conde, habéis de saber que, cuanto más agudo entendimiento
tienen los jóvenes, más inclinados están a confundirse en sus negocios, pues saben cómo comenzarlos, pero
no saben cómo los han de terminar, y así se equivocan con gran daño para ellos, si no hay quien los guíe.
Pues bien, aquel mozo, por la sutileza de entendimiento y, al mismo tiempo, por su poca experiencia,
abrumaba a su padre en muchas cosas de las que hacía. Y cuando el padre hubo soportado largo tiempo este
género de vida con su hijo, que le molestaba constantemente con sus observaciones, acordó actuar como os
contaré para evitar más perjuicios a su hacienda, por las cosas que no podía hacer y, sobre todo, para
aconsejar y mostrar a su hijo cómo debía obrar en futuras empresas.
Este buen hombre y su hijo eran labradores y vivían cerca de una villa. Un día de mercado dijo el padre que
irían los dos allí para comprar algunas cosas que necesitaban, y acordaron llevar una bestia para traer la
carga. Y camino del mercado, yendo los dos a pie y la bestia sin carga alguna, se encontraron con unos
hombres que ya volvían. Cuando, después de los saludos habituales, se separaron unos de otros, los que
volvían empezaron a decir entre ellos que no les parecían muy juiciosos ni el padre ni el hijo, pues los dos
caminaban a pie mientras la bestia iba sin peso alguno. El buen hombre, al oírlo, preguntó a su hijo qué le
parecía lo que habían dicho aquellos hombres, contestándole el hijo que era verdad, porque, al ir el animal
sin carga, no era muy sensato que ellos dos fueran a pie. Entonces el padre mandó a su hijo que subiese en
la cabalgadura.
Así continuaron su camino hasta que se encontraron con otros hombres, los cuales, cuando se hubieron
alejado un poco, empezaron a comentar la equivocación del padre, que, siendo anciano y viejo, iba a pie,
mientras el mozo, que podría caminar sin fatigarse, iba a lomos del animal. De nuevo preguntó el buen
hombre a su hijo qué pensaba sobre lo que habían dicho, y este le contestó que parecían tener razón.
Entonces el padre mandó a su hijo bajar de la bestia y se acomodó él sobre el animal.
Al poco rato se encontraron con otros que criticaron la dureza del padre, pues él, que estaba acostumbrado
a los más duros trabajos, iba cabalgando, mientras que el joven, que aún no estaba acostumbrado a las
fatigas, iba a pie. Entonces preguntó aquel buen hombre a su hijo qué le parecía lo que decían estos otros,
replicándole el hijo que, en su opinión, decían la verdad. Inmediatamente el padre mandó a su hijo subir con
él en la cabalgadura para que ninguno caminase a pie.
Y yendo así los dos, se encontraron con otros hombres, que comenzaron a decir que la bestia que montaban
era tan flaca y tan débil que apenas podía soportar su peso, y que estaba muy mal que los dos fueran
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montados en ella. El buen hombre preguntó otra vez a su hijo qué le parecía lo que habían dicho aquellos,
contestándole el joven que, a su juicio, decían la verdad. Entonces el padre se dirigió al hijo con estas
palabras:
-Hijo mío, como recordarás, cuando salimos de nuestra casa, íbamos los dos a pie y la bestia sin carga, y tú
decías que te parecía bien hacer así el camino. Pero después nos encontramos con unos hombres que nos
dijeron que aquello no tenía sentido, y te mandé subir al animal, mientras que yo iba a pie. Y tú dijiste que
eso sí estaba bien. Después encontramos otro grupo de personas, que dijeron que esto último no estaba
bien, y por ello te mandé bajar y yo subí, y tú también pensaste que esto era lo mejor. Como nos encontramos
con otros que dijeron que aquello estaba mal, yo te mandé subir conmigo en la bestia, y a ti te pareció que
era mejor ir los dos montados. Pero ahora estos últimos dicen que no está bien que los dos vayamos
montados en esta única bestia, y a ti también te parece verdad lo que dicen. Y como todo ha sucedido así,
quiero que me digas cómo podemos hacerlo para no ser criticados de las gentes: pues íbamos los dos a pie,
y nos criticaron; luego también nos criticaron, cuando tú ibas a caballo y yo a pie; volvieron a censurarnos
por ir yo a caballo y tú a pie, y ahora que vamos los dos montados también nos lo critican. He hecho todo
esto para enseñarte cómo llevar en adelante tus asuntos, pues alguna de aquellas monturas teníamos que
hacer y, habiendo hecho todas, siempre nos han criticado. Por eso debes estar seguro de que nunca harás
algo que todos aprueben, pues si haces alguna cosa buena, los malos y quienes no saquen provecho de ella
te criticarán; por el contrario, si es mala, los buenos, que aman el bien, no podrán aprobar ni dar por buena
esa mala acción. Por eso, si quieres hacer lo mejor y más conveniente, haz lo que creas que más te beneficia
y no dejes de hacerlo por temor al qué dirán, a menos que sea algo malo, pues es cierto que la mayoría de
las veces la gente habla de las cosas a su antojo, sin pararse a pensar en lo más conveniente.
Y a vos, Conde Lucanor, pues me pedís consejo para eso que deseáis hacer, temiendo que os critiquen por
ello y que igualmente os critiquen si no lo hacéis, yo os recomiendo que, antes de comenzarlo, miréis el daño
o provecho que os puede causar, que no os confiéis sólo a vuestro juicio y que no os dejéis engañar por la
fuerza de vuestro deseo, sino que os dejéis aconsejar por quienes sean inteligentes, leales y capaces de
guardar un secreto. Pero, si no encontráis tal consejero, no debéis precipitaros nunca en lo que hayáis de
hacer y dejad que pasen al menos un día y una noche, si son cosas que pueden posponerse. Si seguís estas
recomendaciones en todos vuestros asuntos y después los encontráis útiles y provechosos para vos, os
aconsejo que nunca dejéis de hacerlos por miedo a las críticas de la gente.
El consejo de Patronio le pareció bueno al conde, que obró según él y le fue muy provechoso.
Y, cuando don Juan escuchó esta historia, la mandó poner en este libro e hizo estos versos que dicen así y
que encierran toda la moraleja:
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Ejemplo V: "Lo que sucedió a una zorra con un cuervo que tenía un pedazo de queso en el pico"
Hablando otro día el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo:
-Patronio, un hombre que se llama mi amigo comenzó a alabarme y me dio a entender que yo tenía mucho
poder y muy buenas cualidades. Después de tantos halagos me propuso un negocio, que a primera vista me
pareció muy provechoso.
Entonces el conde contó a Patronio el trato que su amigo le proponía y, aunque parecía efectivamente de
mucho interés, Patronio descubrió que pretendían engañar al conde con hermosas palabras. Por eso le dijo:
-Señor Conde Lucanor, debéis saber que ese hombre os quiere engañar y así os dice que vuestro poder y
vuestro estado son mayores de lo que en realidad son. Por eso, para que evitéis ese engaño que os prepara,
me gustaría que supierais lo que sucedió a un cuervo con una zorra.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, el cuervo encontró una vez un gran pedazo de queso y se subió a un
árbol para comérselo con tranquilidad, sin que nadie le molestara. Estando así el cuervo, acertó a pasar la
zorra debajo del árbol y, cuando vio el queso, empezó a urdir la forma de quitárselo. Con ese fin le dijo:
-Don Cuervo, desde hace mucho tiempo he oído hablar de vos, de vuestra nobleza y de vuestra gallardía,
pero aunque os he buscado por todas partes, ni Dios ni mi suerte me han permitido encontraros antes. Ahora
que os veo, pienso que sois muy superior a lo que me decían. Y para que veáis que no trato de lisonjearos,
no sólo os diré vuestras buenas prendas, sino también los defectos que os atribuyen. Todos dicen que, como
el color de vuestras plumas, ojos, patas y garras es negro, y como el negro no es tan bonito como otros
colores, el ser vos tan negro os hace muy feo, sin darse cuenta de su error pues, aunque vuestras plumas son
negras, tienen un tono azulado, como las del pavo real, que es la más bella de las aves. Y pues vuestros ojos
son para ver, como el negro hace ver mejor, los ojos negros son los mejores y por ello todos alaban los ojos
de la gacela, que los tiene más oscuros que ningún animal. Además, vuestro pico y vuestras uñas son más
fuertes que los de ninguna otra ave de vuestro tamaño. También quiero deciros que voláis con tal ligereza
que podéis ir contra el viento, aunque sea muy fuerte, cosa que otras muchas aves no pueden hacer tan
fácilmente como vos. Y así creo que, como Dios todo lo hace bien, no habrá consentido que vos, tan perfecto
en todo, no pudieseis cantar mejor que el resto de las aves, y porque Dios me ha otorgado la dicha de veros
y he podido comprobar que sois más bello de lo que dicen, me sentiría muy dichosa de oír vuestro canto.
Señor Conde Lucanor, pensad que, aunque la intención de la zorra era engañar al cuervo, siempre le dijo
verdades a medias y, así, estad seguro de que una verdad engañosa producirá los peores males y perjuicios.
Cuando el cuervo se vio tan alabado por la zorra, como era verdad cuanto decía, creyó que no lo engañaba
y, pensando que era su amiga, no sospechó que lo hacía por quitarle el queso. Convencido el cuervo por sus
palabras y halagos, abrió el pico para cantar, por complacer a la zorra. Cuando abrió la boca, cayó el queso a
tierra, lo cogió la zorra y escapó con él. Así fue engañado el cuervo por las alabanzas de su falsa amiga, que
le hizo creerse más hermoso y más perfecto de lo que realmente era.
Y vos, señor Conde Lucanor, pues veis que, aunque Dios os otorgó muchos bienes, aquel hombre os quiere
convencer de que vuestro poder y estado aventajan en mucho la realidad, creed que lo hace por engañaros.
Y, por tanto, debéis estar prevenido y actuar como hombre de buen juicio.
Al conde le agradó mucho lo que Patronio le dijo e hízolo así. Por su buen consejo evitó que lo engañaran.
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Y como don Juan creyó que este cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo estos versos, que
resumen la moraleja. Estos son los versos:
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Ejemplo VI: "Lo que sucedió a la golondrina con los otros pájaros cuando vio sembrar el lino”
- Patronio, me han asegurado que unos nobles, que son vecinos míos y mucho más fuertes que yo, se están
juntando contra mí y, con malas artes, buscan la manera de hacerme daño; yo no lo creo ni tengo miedo,
pero, como confío en vos, quiero pediros que me aconsejéis si debo estar preparado contra ellos.
- Señor Conde Lucanor —dijo Patronio— para que podáis hacer lo que en este asunto me parece más
conveniente, me gustaría mucho que supierais lo que sucedió a la golondrina con las demás aves. El conde
le preguntó qué había ocurrido.
- Señor Conde Lucanor —dijo Patronio— la golondrina vio que un hombre sembraba lino y, guiada por su
buen juicio, pensó que, cuando el lino creciera, los hombres podrían hacer con él redes y lazos para cazar a
los pájaros. Inmediatamente se dirigió a estos, los reunió y les dijo que los hombres habían plantado lino y
que, si llegara a crecer, debían estar seguros de los peligros y daños que ello suponía. Por eso les aconsejó ir
a los campos de lino y arrancarlo antes de que naciese. Les hizo esa propuesta porque es más fácil atacar los
males en su raíz, pero después es mucho más difícil. Sin embargo, las demás aves no le dieron ninguna
importancia y no quisieron arrancar la simiente. La golondrina les insistió muchas veces para que lo hicieran,
hasta que vio cómo los pájaros no se daban cuenta del peligro ni les preocupaba; pero, mientras tanto, el
lino seguía encañando y las aves ya no podían arrancarlo con sus picos y patas. Cuando los pájaros vieron
que el lino estaba ya muy crecido y que no podían reparar el daño que se les avecinaba, se arrepintieron por
no haberle puesto remedio antes, aunque sus lamentaciones fueron inútiles pues ya no podían evitar su mal.
Antes de esto que os he contado, viendo la golondrina que los demás pájaros no querían remediar el peligro
que los amenazaba, habló con los hombres, se puso bajo su protección y ganó tranquilidad y seguridad para
sí y para su especie. Desde entonces las golondrinas viven seguras y sin daño entre los hombres, que no las
persiguen. A las demás aves, que no supieron prevenir el peligro, las acosan y cazan todos los días con redes
y lazos.
Y vos, señor Conde Lucanor, si queréis evitar el daño que os amenaza, estad precavido y tomad precauciones
antes de que sea ya demasiado tarde: pues no es prudente el que ve las cosas cuando ya suceden o han
ocurrido, sino quien por un simple indicio descubre el peligro que corre y pone soluciones para evitarlo.
Al conde le agradó mucho este consejo, actuó de acuerdo con él y le fue muy bien.
Como don Juan vio que este era un buen cuento, lo mandó poner en este libro e hizo unos versos que dicen
así:
                               Los males al comienzo debemos arrancar,
                              porque una vez crecidos, ¿quién los atajará?
                                                                                                              7
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Ejemplo VII: "Lo que sucedió a una mujer que se llamaba Doña Truhana"
Otra vez estaba hablando el Conde Lucanor con Patronio de esta manera:
-Patronio, un hombre me ha propuesto una cosa y también me ha dicho la forma de conseguirla. Os aseguro
que tiene tantas ventajas que, si con la ayuda de Dios pudiera salir bien, me sería de gran utilidad y provecho,
pues los beneficios se ligan unos con otros, de tal forma que al final serán muy grandes.
-Señor Conde Lucanor, siempre oí decir que el prudente se atiene a las realidades y desdeña las fantasías,
pues muchas veces a quienes viven de ellas les suele ocurrir lo que a doña Truhana.
-Señor conde -dijo Patronio-, había una mujer que se llamaba doña Truhana, que era más pobre que rica, la
cual, yendo un día al mercado, llevaba una olla de miel en la cabeza. Mientras iba por el camino, empezó a
pensar que vendería la miel y que, con lo que le diesen, compraría una partida de huevos, de los cuales
nacerían gallinas, y que luego, con el dinero que le diesen por las gallinas, compraría ovejas, y así fue
comprando y vendiendo, siempre con ganancias, hasta que se vio más rica que ninguna de sus vecinas.
Luego pensó que, siendo tan rica, podría casar bien a sus hijos e hijas, y que iría acompañada por la calle de
yernos y nueras y, pensó también que todos comentarían su buena suerte pues había llegado a tener tantos
bienes aunque había nacido muy pobre.
Así, pensando en esto, comenzó a reír con mucha alegría por su buena suerte y, riendo, riendo, se dio una
palmada en la frente, la olla cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Doña Truhana, cuando vio la olla rota
y la miel esparcida por el suelo, empezó a llorar y a lamentarse muy amargamente porque había perdido
todas las riquezas que esperaba obtener de la olla si no se hubiera roto. Así, porque puso toda su confianza
en fantasías, no pudo hacer nada de lo que esperaba y deseaba tanto.
Vos, señor conde, si queréis que lo que os dicen y lo que pensáis sean realidad algún día, procurad siempre
que se trate de cosas razonables y no fantasías o imaginaciones dudosas y vanas. Y cuando quisiereis iniciar
algún negocio, no arriesguéis algo muy vuestro, cuya pérdida os pueda ocasionar dolor, por conseguir un
provecho basado tan sólo en la imaginación.
Al conde le agradó mucho esto que le contó Patronio, actuó de acuerdo con la historia y, así, le fue muy bien.
Y como a don Juan le gustó este cuento, lo hizo escribir en este libro y compuso estos versos:
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Ejemplo XXIX: "Lo que sucedió a una zorra que se tendió en la calle y se hizo la muerta”
Hablando otro día el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo así:
- Patronio, un pariente mío vive en un lugar donde le hacen frecuentes atropellos, que no puede impedir por
falta de poder, y los nobles de allí querrían que hiciese alguna cosa que les sirviera de pretexto para juntarse
contra él. A mi pariente le resulta muy penoso sufrir cuantas afrentas le hacen y está dispuesto a arriesgarlo
todo antes que seguir viviendo de ese modo. Como yo quisiera que él hiciera lo más conveniente, os ruego
que me digáis qué debo aconsejarle para que viva como mejor pueda en aquellas tierras.
- Señor Conde Lucanor —dijo Patronio—, para que le podáis aconsejar lo que debe hacer, me gustaría que
supierais lo sucedido a una zorra que se hizo la muerta. El conde le preguntó cómo había pasado eso. —Señor
Conde Lucanor —dijo Patronio—, una zorra entró una noche en un corral donde había gallinas y tanto se
entretuvo en comerlas que, cuando pensó marcharse, ya era de día y las gentes estaban en las calles. Cuando
comprobó que no se podía esconder, salió sin hacer ruido a la calle y se echó en el suelo como si estuviese
muerta. Al verla, la gente pensó que lo estaba y nadie le hizo caso.
Al cabo de un rato pasó por allí un hombre que dijo que los cabellos de la frente de la zorra eran buenos para
evitar el mal de ojo a los niños, y, así, le trasquiló con unas tijeras los pelos de la frente. Después se acercó
otro, que dijo lo mismo sobre los pelos del lomo; después otro, que le cortó los de la ijada; y tantos le cortaron
el pelo que la dejaron repelada. A pesar de todo, la zorra no se movió, porque pensaba que perder el pelo
no era un daño muy grave. Después se acercó otro hombre, que dijo que la uña del pulgar de la zorra era
muy buena para los tumores; y se la quitó. La zorra seguía sin moverse. Después llegó otro que dijo que los
dientes de zorra eran buenos para el dolor de muelas. Le quitó uno, y la zorra tampoco se movió esta vez.
Por último, pasado un rato, llegó uno que dijo que el corazón de la zorra era bueno para el dolor del corazón,
y echó mano al cuchillo para sacárselo. Viendo la zorra que le querían quitar el corazón, y que si se lo quitaban
no era algo de lo que pudiera prescindir, y que por ello moriría, pensó que era mejor arriesgarlo todo antes
que perder ciertamente su vida. Y así se esforzó por escapar y salvó la vida.
Y vos, señor conde, aconsejad a vuestro pariente que dé a entender que no le preocupan esas ofensas y que
las tolere, si Dios lo puso en una tierra donde no puede evitarlas ni tampoco vengarlas como corresponde,
mientras esas ofensas y agravios los pueda soportar sin gran daño para él y sin pérdida de la honra; pues
cuando uno no se tiene por ofendido, aunque le afrenten, no sentirá humillación. Pero, en cuanto los demás
sepan que se siente humillado, si desde ese momento no hace cuanto debe para recuperar su honor, será
cada vez más afrentado y ofendido. Y por ello es mejor soportar las ofensas leves, pues no pueden ser
evitadas; pero si los ofensores cometieren agravios o faltas a la honra, será preciso arriesgarlo todo y no
soportar tales afrentas, porque es mejor morir en defensa de la honra o de los derechos de su estado, antes
que vivir aguantando indignidades y humillaciones.
Y don Juan lo mandó poner en este libro e hizo estos versos que dicen así:
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Ejemplo XXXII: "Lo que sucedió a un rey con los burladores que hicieron el paño"
-Patronio, un hombre me ha propuesto un asunto muy importante, que será muy provechoso para mí; pero
me pide que no lo sepa ninguna persona, por mucha confianza que yo tenga en ella, y tanto me encarece el
secreto que afirma que puedo perder mi hacienda y mi vida, si se lo descubro a alguien. Como yo sé que por
vuestro claro entendimiento ninguno os propondría algo que fuera engaño o burla, os ruego que me digáis
vuestra opinión sobre este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que sepáis lo que más os conviene hacer en este negocio, me
gustaría contaros lo que sucedió a un rey moro con tres pícaros granujas que llegaron a palacio.
-Señor conde -dijo Patronio-, tres pícaros fueron a palacio y dijeron al rey que eran excelentes tejedores, y le
contaron cómo su mayor habilidad era hacer un paño que sólo podían ver aquellos que eran hijos de quienes
todos creían su padre, pero que dicha tela nunca podría ser vista por quienes no fueran hijos de quien pasaba
por padre suyo.
Esto le pareció muy bien al rey, pues por aquel medio sabría quiénes eran hijos verdaderos de sus padres y
quiénes no, para, de esta manera, quedarse él con sus bienes, porque los moros no heredan a sus padres si
no son verdaderamente sus hijos. Con esta intención, les mandó dar una sala grande para que hiciesen
aquella tela.
Los pícaros pidieron al rey que les mandase encerrar en aquel salón hasta que terminaran su labor y, de esta
manera, se vería que no había engaño en cuanto proponían. Esto también agradó mucho al rey, que les dio
oro, y plata, y seda, y cuanto fue necesario para tejer la tela. Y después quedaron encerrados en aquel salón.
Ellos montaron sus telares y simulaban estar muchas horas tejiendo. Pasados varios días, fue uno de ellos a
decir al rey que ya habían empezado la tela y que era muy hermosa; también le explicó con qué figuras y
labores la estaban haciendo, y le pidió que fuese a verla él solo, sin compañía de ningún consejero. Al rey le
agradó mucho todo esto.
El rey, para hacer la prueba antes en otra persona, envió a un criado suyo, sin pedirle que le dijera la verdad.
Cuando el servidor vio a los tejedores y les oyó comentar entre ellos las virtudes de la tela, no se atrevió a
decir que no la veía. Y así, cuando volvió a palacio, dijo al rey que la había visto. El rey mandó después a otro
servidor, que afamó también haber visto la tela.
Cuando todos los enviados del rey le aseguraron haber visto el paño, el rey fue a verlo. Entró en la sala y vio
a los falsos tejedores hacer como si trabajasen, mientras le decían: «Mirad esta labor. ¿Os place esta historia?
Mirad el dibujo y apreciad la variedad de los colores». Y aunque los tres se mostraban de acuerdo en lo que
decían, la verdad es que no habían tejido tela alguna. Cuando el rey los vio tejer y decir cómo era la tela, que
otros ya habían visto, se tuvo por muerto, pues pensó que él no la veía porque no era hijo del rey, su padre,
y por eso no podía ver el paño, y temió que, si lo decía, perdería el reino. Obligado por ese temor, alabó
mucho la tela y aprendió muy bien todos los detalles que los tejedores le habían mostrado. Cuando volvió a
palacio, comentó a sus cortesanos las excelencias y primores de aquella tela y les explicó los dibujos e
historias que había en ella, pero les ocultó todas sus sospechas.
A los pocos días, y para que viera la tela, el rey envió a su gobernador, al que le había contado las excelencias
y maravillas que tenía el paño. Llegó el gobernador y vio a los pícaros tejer y explicar las figuras y labores que
tenía la tela, pero, como él no las veía, y recordaba que el rey las había visto, juzgó no ser hijo de quien creía
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su padre y pensó que, si alguien lo supiese, perdería honra y cargos. Con este temor, alabó mucho la tela,
tanto o más que el propio rey.
Cuando el gobernador le dijo al rey que había visto la tela y le alabó todos sus detalles y excelencias, el
monarca se sintió muy desdichado, pues ya no le cabía duda de que no era hijo del rey a quien había sucedido
en el trono. Por este motivo, comenzó a alabar la calidad y belleza de la tela y la destreza de aquellos que la
habían tejido.
Al día siguiente envió el rey a su valido, y le ocurrió lo mismo. ¿Qué más os diré? De esta manera, y por temor
a la deshonra, fueron engañados el rey y todos sus vasallos, pues ninguno osaba decir que no veía la tela.
Así siguió este asunto hasta que llegaron las fiestas mayores y pidieron al rey que vistiese aquellos paños
para la ocasión. Los tres pícaros trajeron la tela envuelta en una sábana de lino, hicieron como si la
desenvolviesen y, después, preguntaron al rey qué clase de vestidura deseaba. El rey les indicó el traje que
quería. Ellos le tomaron medidas y, después, hicieron como si cortasen la tela y la estuvieran cosiendo.
Cuando llegó el día de la fiesta, los tejedores le trajeron al rey la tela cortada y cosida, haciéndole creer que
lo vestían y le alisaban los pliegues. Al terminar, el rey pensó que ya estaba vestido, sin atreverse a decir que
él no veía la tela.
Y vestido de esta forma, es decir, totalmente desnudo, montó a caballo para recorrer la ciudad; por suerte,
era verano y el rey no padeció el frío.
Todas las gentes lo vieron desnudo y, como sabían que el que no viera la tela era por no ser hijo de su padre,
creyendo cada uno que, aunque él no la veía, los demás sí, por miedo a perder la honra, permanecieron
callados y ninguno se atrevió a descubrir aquel secreto. Pero un negro, palafrenero del rey, que no tenía
honra que perder, se acercó al rey y le dijo: «Señor, a mí me da lo mismo que me tengáis por hijo de mi padre
o de otro cualquiera, y por eso os digo que o yo soy ciego, o vais desnudo».
El rey comenzó a insultarlo, diciendo que, como él no era hijo de su padre, no podía ver la tela.
Al decir esto el negro, otro que lo oyó dijo lo mismo, y así lo fueron diciendo hasta que el rey y todos los
demás perdieron el miedo a reconocer que era la verdad; y así comprendieron el engaño que los pícaros les
habían hecho. Y cuando fueron a buscarlos, no los encontraron, pues se habían ido con lo que habían
estafado al rey gracias a este engaño.
Así, vos, señor Conde Lucanor, como aquel hombre os pide que ninguna persona de vuestra confianza sepa
lo que os propone, estad seguro de que piensa engañaros, pues debéis comprender que no tiene motivos
para buscar vuestro provecho, ya que apenas os conoce, mientras que, quienes han vivido con vos, siempre
procurarán serviros y favoreceros.
El conde pensó que era un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro y compuso estos versos que
dicen así:
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Ejemplo XXXV: "Lo que sucedió a un mancebo que casó con una muchacha muy rebelde"
-Patronio, un pariente mío me ha dicho que lo quieren casar con una mujer muy rica, y aunque es más
honrada que él, el casamiento sería muy bueno para él si no fuera por un embargo que ahí hay, y el embargo
es éste: Me dijo que le dijeron otros que aquella mujer era la más fuerte y la más brava cosa del mundo, y
ahora ruego a vos que me aconsejéis si le mande que case con aquella mujer–pues sabe de cual manera es,
o si le mande que lo no haga.
-Señor conde Lucanor -dijo Patronio- si él fuera tal como fue un hijo de un hombre bueno que era moro,
aconsejadle que case con ella; más si no fuere tal, no se lo aconseja. Y el conde le rogó que le dijera cómo
era aquello.
Patronio le dijo que en una villa vivía un moro honrado que vivía con un hijo, el mejor mancebo que en el
mundo podría ser, pero no era tan rico que pudiese cumplir varios proyectos que quería hacer. Por eso el
moro estaba muy preocupado, porque tenía la voluntad y no tenía el poder.
En aquella misma villa vivió otro moro mucho más honrado y más rico que el padre del mancebo, que sólo
tenía una hija, y era de carácter muy distinto al de aquel mancebo, que cuanto en él había de buenas
maneras, tanto lo tenía aquella hija del hombre bueno de malas, por lo cual ningún hombre en el mundo
querría casarse con aquel diablo.
Aquel mancebo tan bueno fue un día a su padre y le dijo que bien sabía él que no era tan rico que pudiese
darle con que él pudiese vivir a su honra, y que pues le convenía o pasar miseria y pobreza o irse de aquella
tierra. Por lo tanto, le preguntaba si a él le parecía que era más inteligente buscar algún casamiento con el
que pudiese mantenerse y pasar la vida. El padre le dijo que le placería mucho poder hallarle un matrimonio
ventajoso.
Le dijo el hijo a su padre que, si él quería, podía arreglar que aquel hombre bueno, que tenía aquella hija tan
mala, se la diese por esposa. Y cuando el padre oyó esto fue muy maravillado y le dijo que cómo podía pensar
en tal cosa, que no había hombre que la conociese que, por pobre que fuera, quisiera casarse con ella. El hijo
le dijo que hiciese el favor de concertar aquel matrimonio. Tanto le insistió que, aunque al padre le pareció
algo muy extraño, le dijo que lo haría.
Marchó luego a casa de aquel buen hombre, del que era muy amigo, y le contó todo lo que había pasado con
su hijo, que se atrevía a casarse con su hija, que le gustaba, y que se la diera en matrimonio. Cuando el buen
hombre oyó hablar así a su amigo, le contestó:
–Por Dios, amigo, si yo autorizara esa boda sería vuestro peor amigo, pues tratándose de vuestro hijo, que
es muy bueno, yo pensaría que le hacía grave daño al consentir su perjuicio o su muerte, porque estoy seguro
de que, si se casa con mi hija, morirá, o su vida con ella será peor que la misma muerte. Mas no penséis que
os digo esto por no aceptar vuestra petición, pues, si la queréis como esposa de vuestro hijo, a mí mucho me
contentará entregarla a él o a cualquiera que se la lleve de esta casa.
Su amigo le respondió que le agradecería mucho su advertencia, pero, como su hijo insistía en casarse con
ella, le volvía a pedir su consentimiento.
El casamiento fue hecho, llevaron a la novia a casa de su marido y, como eran moros, siguiendo sus
costumbres les prepararon la cena, les pusieron la mesa y los dejaron solos hasta la mañana siguiente. Pero
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los padres y las madres y parientes del novio y de la novia estaban con mucho miedo, pues pensaban que al
día siguiente encontrarían al joven muerto o muy mal herido.
Al quedarse los novios solos en su casa, se sentaron a la mesa y, antes de que ella pudiese decir nada, miró
el novio a una y otra parte de la mesa y, al ver un perro, le dijo ya bastante airado:
El perro no lo hizo. El mancebo comenzó a enfadarse y le dijo más bravamente que les trajese agua para las
manos. Pero el perro no lo hizo. Viendo que el perro no lo hacía, el joven se levantó muy enfadado de la mesa
y agarró la espada y fue directo hacia el perro. Y cuando el perro lo vio venir hacia sí, comenzó a huir, y él en
pos del perro, saltando ambos por la ropa y por la mesa, y por el fuego, y tanto anduvo en pos de él hasta
alcanzarlo. Lo sujetó y le cortó la cabeza, las patas y las manos, haciéndolo pedazos y ensangrentando toda
la casa, la ropa y la mesa. Después, muy enojado y ensangrentado, volvió a sentarse a la mesa y miró en
derredor. Vio un gato, al que mandó que trajese agua para las manos; y porque el gato no lo hacía, le gritó:
- ¡Cómo, falso traidor! ¿No viste lo que hice con el perro por no obedecerme? Yo prometo que, si un punto
más disputas conmigo, que tendrás el mismo destino que el perro.
El gato no lo hizo y así se levantó el mancebo, lo cogió por las patas y lo estrelló contra la pared, haciendo de
él más de cien pedazos y demostrando con él mayor ensañamiento que con el perro.
Así, enfadado y colérico, volvió a la mesa y miró a todas partes. La mujer, al verlo hacer todo esto, pensó que
se había vuelto loco y no decía nada.
Después de mirar por todas partes, vio a su caballo, que estaba en la casa y, aunque era el único que tenía,
le dijo muy bravamente que les trajese agua para las manos; pero el caballo no le hizo. Al ver que no lo hacía,
le dijo:
- ¡Cómo, don caballo! Solamente porque no hay otro caballo, ¿por eso os dejaré si no hacéis lo que yo os
mande?…tan mala muerte os daré como a los otros, y no hay cosa viva en el mundo que no haga lo que yo
mande, que eso mismo no le haré.
El caballo estuvo quieto. Cuando el mancebo vio que el caballo no le obedecía, se acercó a él, le cortó la
cabeza con mucha rabia y luego lo hizo pedazos.
Cuando la mujer vio que mataba al caballo, aunque no tenía otro, y que decía que haría lo mismo con quien
no le obedeciese, pensó que no se trataba de una broma y le entró tantísimo miedo que no sabía si estaba
viva o muerta.
Él, así–bravo, furioso y ensangrentado–, volvió a la mesa, jurando que, si mil caballos, hombres o mujeres
hubiera en su casa que no le hicieran caso, los mataría a todos. Se sentó y miró a un lado y a otro, con la
espada llena de sangre en el regazo; cuando hubo mirado muy bien, al no ver a ningún ser vivo sino a su
mujer, volvió la mirada hacia ella muy bravamente y le dijo con muchísima furia, mostrándole la espada en
su mano:
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La mujer, que no esperaba otra cosa sino que la despedazara toda, se levantó muy apriesa y le dio el agua
para las manos. Él le dijo:
- ¡Ah! ¡Cuánto agradezco a Dios porque habéis hecho lo que os mandé! Porque de otra guisa, habría hecho
con vos lo mismo que con ellos.
Después le mandó que le sirviese la comida y ella lo hizo, y con tal son se lo decía que ella ya pensaba que su
cabeza era ida por el polvo. Y así pasó el hecho entre ellos aquella noche.
Así ocurrió entre los dos aquella noche, y nunca hablaba ella sino que se limitaba a obedecer a su marido.
Cuando ya habían dormido un rato, le dijo él:
-Con tanta ira como tuve esta noche, no puedo dormir bien. Procurad que mañana no me despierte nadie y
preparadme un buen desayuno.
Cuando aún era muy temprano, los padres, madres y parientes se acercaron a la puerta y, como no se oía a
nadie, pensaron que el novio estaba muerto o herido. Y vieron entre las puertas a la novia y no al novio, y su
temor se hizo muy grande.
Ella, al verlos junto a la puerta, se les acercó muy despacio y, con gran miedo, comenzó a decirles:
- ¡Ingratos! ¡Qué hacéis! ¿Qué hacéis ahí? ¿Cómo os atrevéis a llegar a esta puerta? ¿No os da miedo hablar?
¡Callaos, si no, todos moriremos, vosotros y yo!
Al oírla decir esto, fueron muy maravillados. Cuando supieron lo ocurrido entre ellos aquella noche, sintieron
gran estima por el mancebo porque sabía imponer su autoridad y hacerse él con el gobierno de su casa.
Desde aquel día en adelante, fue su mujer muy obediente y llevaron muy buena vida.
Pasados unos días, quiso su suegro hacer lo mismo que su yerno, y por aquella manera mató un gallo. Su
mujer le dijo:
-A la fe, don Fulano, tarde vos acordáis que ya bien nos conocemos.
Y concluyó Patronio:
-Vos, señor conde, si vuestro pariente quiere casarse con esa mujer y tiene el carácter de aquel mancebo,
aconsejadle que lo haga, pues sabrá mandar en su casa; pero si no es así y no puede hacer todo lo necesario,
debe dejar pasar esa oportunidad. También os aconsejo a vos que, cuando habéis de tratar con los demás
hombres, les deis a entender desde el principio cómo han de portarse con vos.
El conde vio que éste era un buen consejo, obró según él y le fue muy bien.
Como don Juan comprobó que el cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que
dicen así:
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Ejemplo XXXVIII: "Lo que sucedió a un hombre que iba cargado con piedras preciosas y se ahogó
en un río"
Un día dijo el conde a Patronio que deseaba mucho quedarse en una villa donde le tenían que dar mucho
dinero, con el que esperaba lograr grandes beneficios, pero que al mismo tiempo temía quedarse allí, pues,
entonces, correría peligro su vida. Y, así, le rogaba que le aconsejase qué debía hacer.
-Señor conde -dijo Patronio-, en mi opinión, para que hagáis en esto lo más juicioso, me gustaría que supierais
lo que sucedió a un hombre que llevaba un tesoro al cuello y estaba pasando un río.
-Señor conde -dijo Patronio-, había un hombre que llevaba a cuestas gran cantidad de piedras preciosas, y
eran tantas que le pesaban mucho. En su camino tuvo que pasar un río y, como llevaba una carga tan pesada,
se hundió más que si no la llevase. En la parte más honda del río, empezó a hundirse aún más.
Cuando vio esto un hombre, que estaba en la orilla del río, comenzó a darle voces y a decirle que, si no
abandonaba aquella carga, corría el peligro de ahogarse. Pero el pobre infeliz no comprendió que, si moría
ahogado en el río, perdería la vida y también su tesoro, aunque podría salvarse desprendiéndose de las
riquezas. Por la codicia, y pensando cuánto valían aquellas piedras preciosas, no quiso desprenderse de ellas
y echarlas al río, donde murió ahogado y perdió la vida y su preciosa carga.
A vos, señor Conde Lucanor, aunque el dinero y otras ganancias que podáis conseguir os vendrían bien, yo
os aconsejo que, si en ese sitio peligra vuestra vida, no permanezcáis allí por lograr más dinero ni riquezas.
También os aconsejo que jamás pongáis en peligro vuestra vida si no es asunto de honra o si, de no hacerlo,
os resultara grave daño, pues el que en poco se estima y, por codicia o ligereza, arriesga su vida, es quien no
aspira a hacer grandes obras; sin embargo, el que se tiene a sí mismo en mucho ha de hacer tales cosas que
los otros también lo aprecien, pues el hombre no es valorado porque él se precie, sino porque los demás
admiren en él sus buenas obras. Tened, señor conde, por seguro que tal persona estimará en mucho su vida
y no la arriesgará por codicia ni por cosa pequeña, pero en las ocasiones que de verdad merezcan arriesgar
la vida, estad seguro de que nadie en el mundo lo hará tan bien como el que vale mucho y se estima en su
justo valor.
El conde consideró bueno este ejemplo, obró según él y le fue muy bien.
Y como don Juan vio que este cuento era muy bueno, lo mandó poner en este libro y añadió estos versos que
dicen así:
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