Los Aires de Familia de Carlos Monsivais
Los Aires de Familia de Carlos Monsivais
Y lo cierto es lo afirmado algún día por Juan Rulfo: a los escritores les toca
afirmar el realismo o la irrealidad; lo mágico es la existencia de lectores.1
CARLOS MONSIVÁIS
E l nombre de Carlos Monsiváis es, desde hace mucho tiempo, sinónimo de ubicuidad y humor
autocontenido. Su omnipresencia, real o virtual, en cuanta actividad cultural, suceso político o
presentación de libro lo amerite, atestigua su avidez, no sólo por estar al día, sino por calibrar los hechos
para considerar su posible inclusión en una crónica o en una columna desperdigada en el periódico o
revista más impredecible. Dar cuenta de la trascendencia de lo cotidiano, para decirlo con un cliché más
o menos aceptable, es su obsesión. Por lo tanto, lo cronicable no necesita ser un producto cultural de
gran alcurnia, basta con que exista como objeto de interés público, y no importará si se trata de un
concierto de Luis Miguel o Gloria Trevi, de una exposición de fotografías de luchadores, o del más reciente
libro de Carlos Cuauhtémoc Sánchez.
Sobre su carácter de escritor proteico se han publicado muchas páginas. Definido por Sergio Pitol,
compañero de generación suyo, Monsiváis es un hombre llamado legión:
A su modo, Carlos Monsiváis es un polígrafo en perpetua expansión, un sindicato de escritores, una legión de
heterónimos que por excentricidad firman con el mismo nombre. Si a usted le surge una duda sobre un texto bíblico
no tiene más que llamarlo; se la aclarará de inmediato; lo mismo que si necesita un dato sobre alguna película filmada
en 1924, 1935 o el año que se le antoje; quiere saber el nombre del regente de la ciudad de México o el del gobernador
de Sonora en 1954, o las circunstancias en que Diego Rivera pintó un mural en San Ildefonso en 1931, y que José
1 C. Monsiváis, Aires de familia. Cultura y sociedad en América Latina. Barcelona, Anagrama, 2000 (Colección Argumentos,
246), p. 49.
2 E. Escalante, “La metáfora como aproximación a la verdad. Ensayo acerca del ensayo”, en Las metáforas de la crítica.
Otro autor más joven, Adolfo Castañón, lo ve como una ciudad, y también se esfuerza ampliamente
por definirlo, en los siguientes términos:
Es un Marco Polo de la miseria y de la opulencia, un agente viajero de la crítica que vive atravesando las fronteras
sociales, desde los bajos fondos hasta la izquierda exquisita pasando por las masas y las estrellas, las figuras
legendarias y las tragedias, las máscaras y las fiestas. Va en busca del presente perdido en la basura de los periódicos.
Es un paseante y un pasajero del tren de la vida que asoma la cabeza para asistir al paisaje cambiante del status.4
Y por supuesto que no faltan perfiles más polémicos y sumarios, aunque no por ello menos
conscientes de la importancia del autor en cuestión, como éste de Evodio Escalante: “Monsiváis emerge
a la escena literaria como un polígrafo inclasificable no sólo por la enorme variedad de sus temas y sus
registros, de sus intereses y propuestas, en los que cabe todo México, sino por el carácter limítrofe y
hasta camaleónico de sus textos”.5 La mención de la palabra polígrafo no es gratuita. Al lado de José
Emilio Pacheco, Monsiváis ha sido visto como heredero de la tradición de Alfonso Reyes, aunque también
se acepta que ambos han ido más lejos que el ensayista regiomontano. Su vastedad de intereses es
inagotable y tal vez por ello busque estar presente en cuanta oportunidad le surge de encontrar material
de trabajo.
La aparición del tomo V del Diccionario de escritores mexicanos de la UNAM ha venido a constatar
nuevamente hasta dónde llegan su voracidad y productividad: su ficha es la más extensa, pero
seguramente han quedado sin registrar muchos textos que seguirán dispersos todavía, hasta que alguien
emprenda la oceánica tarea de ordenarlos y recopilarlos. Simplemente la catalogación temática plantearía
ya un problema difícil de resolver, dado que la mera enunciación de los títulos no sería de ninguna manera
una clave para afrontar tal tarea. Esto se explicaría, en parte, por la confluencia y la simultaneidad de
ideas y observaciones que maneja en cada artículo, prólogo, ensayo, columna o crónica.
Desde su muy temprana autobiografía, Monsiváis mostraba ya los síntomas de la elefantiasis
literaria que acabaría por dominarlo. Ojalá sirva de ejemplo la siguiente cita, en la que da testimonio de
sus nuevas lecturas en la época en que ingresó a la universidad:
3 S. Pitol, “Con Monsiváis, el joven”, en El arte de la fuga. México, Era, 1996, pp. 50-51.
4 A. Castañón, “Carlos Monsiváis: un hombre llamado ciudad”, en Arbitrario de literatura mexicana. Paseos I. México, Vuelta,
1993, p. 368.
5 E. Escalante, “La disimulación y lo posnacional en Carlos Monsiváis”, en Las metáforas de la crítica, p. 74.
2
Gracias a Sergio Pitol me exilié de las lecturas a que Vicente Magdaleno —el único maestro que había conocido— me
llevó. Borges, Alfonso Reyes, Faulkner, Dos Passos, Scott Fitzgerald, Nicholas Blake, Thomas Mann, Gide,
Hemingway, Nathaniel West, E.M. Forster, sustituyeron de golpe a Hesse, Ehrenburg, los bienaventurados escritores
españoles y demás ídolos de mi primera adolescencia. En la literatura norteamericana hallé la viva conciencia de un
país en pleno movimiento, mucho más allá de su tiempo. Veía en Norteamérica el lugar donde la literatura transforma
al país y donde el país se hacía visible, intenso en la novela. La generación perdida me sacudía y los comprometidos
(Caldwell, John Steinbeck, James T. Farrell, Robert Penn Warren) me absorbían. Por la literatura inglesa y a través de
mi regocijada lectura de Cuerpos viles y Decadencia y caída, las novelas de Waugh, descubrí la sátira, los límites del
chiste y el humor de Jardiel Poncela. De pronto, Waugh me reveló, al burlarse de las pretensiones sociales de la
Inglaterra de los veintes, la falibilidad absoluta de un neo porfirismo que entonces iniciaba su marcha triunfal. 6
Como se ve, su eclecticismo como lector le permitió arribar, en el momento de tomar la pluma, a
un estilo en cuya formación influyó de manera determinante la obra de Salvador Novo. Él mismo se refiere
a ello cuando afirma:
Mis primeras incitaciones al plagio se llamaron Alfonso Reyes y Salvador Novo [...] Por Novo entiendo que el español
no es nada más el idioma que los académicos han registrado a su nombre, sino algo vivo, útil, que me pertenece. Por
Novo aprendí que el sentido del humor no difamaba la esencia nacional ni mortificaba excesivamente a la Rotonda de
los Hombres Ilustres; en Novo he estudiado la ironía y la sátira y la sabiduría literaria y si no he aprendido nada, don't
blame him”.7
porvenir combinamos sin saberlo alta cultura y cultura popular: programas triples en viejos cines ya también desaparecidos,
lectura de la Biblia en la versión de Reina y Valera que yo ignoraba como buen niño católico, del mismo modo que me había
mantenido a distancia de los poetas rojos como Neruda y Vallejo”.
3
observaciones en ese sentido sólo han tocado de manera tangencial el asunto. Castañón, muy
justamente, se expresa al respecto de la siguiente manera:
La predestinación aflora también en otro de los recursos preferidos del cronista: la cita, la parodia o la paráfrasis
bíblica, la referencia inevitable al Antiguo Testamento, el periodismo como evangelización dan a la descripción
monsivaítica la fijeza de una comprobación. En la consistencia religiosa de este nacionalismo, los tiempos perfectos
de las citas bíblicas contrastan con el presente, con el obsesivo indicativo de lo efímero, encerrándolo en un marco
de leyenda falaz y de saga instantánea, prefabricada por la voz que, desde la radio agita las páginas.9
Y es que, efectivamente, el lenguaje bíblico aflora, aquí y allá, como una enredadera textual que
no deja escapar al autor Monsiváis sin dar fe de su confianza en la fuerza de la impronta de las Sagradas
Escrituras, en el impacto de las palabras que, incluidas como ensalmo beatificante de lo profano, dotarán
al nuevo texto de un impacto profético. El propio Monsiváis, al ser interrogado sobre la influencia de la
Biblia en su obra, respondió: “¿Aporte a mi escritura? Supongo que muchísimo. (Quisiera creerlo.) La
Biblia es un libro de registros variados, de énfasis comunitario e individual (Proverbios o Job), de
intensidades y matices. En nuestra cultura es el clásico de clásicos, y eso beneficia a todos los que
escriben”.10
Otro aspecto destacable es la inexistencia de límites, en sus ensayos, entre cultura culta y popular,
un asunto del que se ha ocupado varias veces 11 De ahí su avidez por todo lo que se mueva, sea cine,
música, novela, poesía, etcétera. José Miguel Oviedo resume muy bien la actitud de Monsiváis con
respecto a la cultura popular y a la forma en que ésta aparece en su obra:
Perteneciente a una generación que maduró con Tlatelolco y todo el espíritu de revuelta y negación de la época,
Monsiváis es un crítico pertinaz de la cultura “oficial”nvenciones niegan el dinamismo de la vida real mexicana. Más
que a los libros e instituciones culturales del establishment, el autor debe su cultura a los mensajes y símbolos del
cine comercial, la radio y la televisión, el lenguaje de la calle y las mitologías instantáneas de la juventud [...] Con una
prosa sarcástica, llena de color y dinamismo, Monsiváis muestra algo importante: cómo el México profundo ha
evolucionado por su cuenta, al margen de las previsiones del estado y la retórica del gobierno. 12
Semejante amplitud de gustos e intereses propicia una dispersión mayor, que algunos ven como
una actitud veleidosa y poco concentrada. Sin embargo, y a despecho de tales críticas, con el paso de
los años, el estilo Monsiváis se ha impuesto de manera irrefutable como una especie de escritura ritual,
1984; Idem, “De las finuras del arte rascuache”, en Graffiti, núm. 2, Xalapa, julio-agosto de 1989.
12 J.M. Oviedo, Breve historia del ensayo hispanoamericano. Madrid, Alianza Editorial, 1991 (Libro de bolsillo, 1509), p. 145.
4
identificable según el medio impreso donde aparezcan publicados. Así, en La Jornada y Proceso podemos
encontrar al Monsiváis más directamente interesado en tomar el pulso de la vida nacional, aunque sin
excluir la revisión de asuntos literarios; en El Universal, y casi en el mismo tenor, se dan cita columnas
políticas de aliento más amplio, puesto que calibran los sucesos con mayor perspectiva; en Nexos, aun
cuando sus colaboraciones son ya menos frecuentes, se publica(ba)n textos disímbolos sobre materias
de más amplio registro; en revistas como Viceversa u otras más nuevas, pueden aparecer revisiones o
actualizaciones de temas tratados previamente. En fin, que desde los tiempos de “La Cultura en México”,
de la revista Siempre!, Monsiváis no ha querido quedarse rezagado en la autocomplacencia de quien ya
domina una actualidad y puede estar en riesgo de perderse en la simultaneidad de sucesos que
demandan análisis puntuales por su importancia.
Mención aparte merecen sus eventuales aportaciones a la lucha por la tolerancia sexual y religiosa,
trincheras que no ha abandonado a pesar de la falta de atención, sobre todo en el caso de la segunda, y
que hacen que, en ocasiones, sus lectores habituales no interpreten adecuadamente.
El secretario tuvo desde ese día un objetivo: crear una herejía formidable que
nadie lograse distinguir o sospechar. Durante años, copió a la luz de la vela
códigos y manuscritos, discurrió y anotó, se preparó hasta la incandescencia.
Tuvo suerte, su obsesión heresiarca fue tomada por devoción y recibió la
encomienda del nuevo Catecismo para las masas que firmaría el Pontífice y
que desplazaría a todos los anteriores. Lo preparó con diligencia, sufrió la
espera, leyó complacido el nihil obstat, cuidó las pruebas de imprenta. Y el juicio
fue unánime: su Catecismo era el mejor de todos los tiempos.13
Aun cuando parecería demasiado irrelevante la mera definición genérica de los textos de Monsiváis,
podría buscarse una relación entre la hibridez del objeto de estudio privilegiado por él y su escritura, la
cual podría catalogarse precisamente como escritura híbrida. Esta característica ha ido complicándose
con el tiempo y guarda relación con la clara diferencia que Monsiváis manifiesta a la hora de recopilar sus
textos: la inmensa mayoría de ellos, que se encuentran dispersos, no han conseguido incorporarse al
canon de los libros tal vez porque no logran tensar la relación crónica-ensayo, lo que sí sucede con los
que se han publicado en libros (a excepción, tal vez, de los que aparecen en su Nuevo catecismo para
13C. Monsiváis, “La herejía que se hacía pasar por santa doctrina”, en Nuevo catecismo para indios remisos. México, Siglo
XXI, 1982, pp. 25-26.
5
indios remisos, los cuales, navegando entre la fábula y el cuento a cuentagotas, plantean otras dificultades
formales).
Evodio Escalante, alude al problema del género de los escritos de Monsiváis, cuando dice, un tanto
tendenciosamente:
La pregunta acerca del estatuto genérico de sus textos, que no sé si ha sido formulada, mucho menos ha sido resuelta,
y no creo que sesudos abordajes académicos puedan aportar claridad al respecto. ¿Cómo podríamos clasificar los
textos que escribe Carlos Monsiváis? ¿Son crónicas en estricto sentido? Y si no son crónicas, ¿son ensayos? ¿Son
una mezcla de ambas cosas? ¿Se trata en realidad de textos híbridos que comparten características de ambos géneros
sin decidirse por ninguno? ¿O es Carlos Monsiváis el inventor de un nuevo género discursivo para el cual todavía no
alcanzamos el nombre?14
La perplejidad de que da cuenta este crítico a la hora de intentar resolver la confusión de géneros
y la variedad de registros de la escritura de Monsiváis es la actitud más frecuente que se ha asumido
frente a los textos en cuestión. Sobre todo si se considera que nos hemos acostumbrado a vivir con ellos.
Sí, porque no hay semana que no comience con la pregunta sobre la columna dominical de El Universal,
sobre los políticos, empresarios o jerarcas eclesiásticos exhibidos en “Por mi madre, bohemios”, o sobre
qué libro presentará. Esta presencia constante de los textos de Monsiváis ha reducido el interés por definir
su género, dado que su actualidad y feroz fugacidad los hacen elusivos. Lo que nadie duda es la manera
en que, al combinar los géneros mencionados, Monsiváis da en el blanco de la sátira.
Por cierto, una de las semi-definiciones de ensayo que aventura Escalante en otro lugar, le vienen
como anillo al dedo a las crónicas-ensayos de Monsiváis:
El ensayo, me gustaría decirlo, es el concepto más un punto de vista, y este punto de vista es el que rompe con los
esquemas. Tanto el discurso del amor como el discurso de la plebe, tanto el discurso dogmático de la academia como
el de la multitud sin rostro y sin nombre, los dos cerrados por el espíritu del sistema o por la fuerza de la costumbre,
serán contestados o refractados por la enunciación del ensayista, por el discurso abierto y libremente asumido de un
yo que desafía lo mismo la autoridad de la ley que la ley de la autoridad.15
En esta afirmación de la peculiaridad del ensayo se deja ver el cruce de caminos que se da entre
los discursos culto y popular, al grado de que el ensayista se sitúa casi a medio camino entre ambos, y
alguien tan atento a ambos como Monsiváis, reproduce fielmente la dialéctica que se da entre ellos,
siendo como un puente que permite recorrerlos y moverse en ellos sin ningún rubor. Es por ello que la
prosa monsivaítica cumple muy bien con otra observación apasionada de Escalante: la de ver al ensayo
6
no como un género, sino como un acontecimiento.16 Y vaya que si esta escritura lo es, por su carga
herética, disonante, contestataria y aleatoria, en suma, impredecible e imprescindible.
Acaso el talante moral, señalado muchas veces mordazmente por algunos comentaristas, dota a
su escritura de un tono que le permite superar el peligro de la frivolidad exterior que anuncia el uso
reiterado de la ironía y su confesada lucha contra el lugar común. Además, su izquierdismo nunca negado
es quizá lo que consigue que esta combinación de moralismo e ironía tenga el efecto demoledor que
frecuentemente se le atribuye. Estar del lado de las causas mayoritarias le proporciona a estos escritos
la legitimidad que no da ningún status genérico literario. Por ello, quienes le han otorgado a Monsiváis el
epíteto de humorista lo hacen con el fin de descalificar el contenido edificante de sus textos. Elena
Poniatowska, su gran amiga, ha apuntado en esa dirección en algunas entrevistas, y Enrique Serna lo ha
colocado en el armario de los autores que, han hecho de la bandera progresista una forma de vida. Lo
curioso es que los dos tienen razón, porque sin descalificarlo literariamente, menos la primera que el
segundo, aceptan la validez de su escritura, aunque Serna señale los sesgos moralizantes de Monsiváis
de manera negativa.17
Escalante, de nuevo, es quien traza la relación tono moral-ironía, trayendo a cuento el problema
genérico de manera muy sugerente:
Carlos Monsiváis se impone como el más consumado de los ironistas. Rescato el sentido originario del término: el
ironista es un disimulador profesional. Su trabajo consiste en disfrazarse y aparecer como otra cosa de lo que es. Esto
se traduce en la evidente dificultad genérica de que se habló antes: Monsiváis es un ensayista que se trasviste de
cronista polimórfico, y al revés, un cronista polimórfico que se disfraza de ensayista [...] Lo anterior es válido no sólo
en términos del problema del género, sino incluso en cuanto a la tesitura de la voz. Esta voz no sólo describe, agrupa,
discierne, conceptualiza, también establece inevitables juicios de valor. ¿Pero cuáles son éstos? ¿Hay de verdad
juicios de valor? Y en caso de haberlos, ¿cuáles son estos? 18
16 Ibid, p. 297. Dice el párrafo completo: “A mí me gustaría ver en el ensayo no un género sino un acontecimiento. Un
acontecimiento que escapa, por su íntima vocación, que es la herejía, a todo intento de asignarle un lugar dentro del esquema
de los géneros. Transgresor de la ley, y no de modo ocasional, sino en virtud de esa búsqueda de un conocimiento no sujeto
a los dictados de la razón imperante, la errancia del ensayo no admite los alfileres del anticuario ni del clasificador. Digo
errancia como puedo decir ironía. Una ironía que desmantela todas las asignaciones. Y que abandona al lector en la franja de
la intemperie”.
17 Cf. E. Serna, “Historia de una novela”, en Las caricaturas me hacen llorar. México, Joaquín Mortiz, 1996, p. 209, donde
implícitamente califica a Monsiváis de “paladín literario de la sociedad civil”. El caso de Serna es interesante, puesto que, como
parte de una generación que ya no se traga tan fácilmente los magisterios morales de los literatos, los ha denunciado en su
novela El miedo a los animales, donde se retrata con nombres sarcásticos a algunos de los protagonistas de la literatura
mexicana de fin de siglo. Al buen entendedor...
18 E. Escalante, op. cit., p. 75. Cursivas mías.
7
La crónica y el ensayo, como géneros intercambiables en los que Monsiváis se mueve tan
ágilmente, son los vehículos para descargar innegables juicios de valor que inevitablemente le granjean
a su autor la animadversión expresada, las más de las veces, mediante el silencio que otorga la razón.
Octavio Paz, en las ocasiones en que aceptó el clinch con Monsiváis, se defendió de éste diciendo que
“no tenía ideas, sino ocurrencias”, lo que obtuvo como respuesta que Paz “era el maestro de las
generalizaciones”. Algunos discípulos no negados de Monsiváis, como José Joaquín Blanco, practican la
crónica-ensayo con una pasión digna de los fajadores más consistentes, y allí, justamente, en el ejercicio
de la crítica moral, es en donde se convierten en blanco de los ataques más polémicos.
Véanse, si no, las amargas quejas de alguien como Christopher Domínguez Michael, quien no le
perdona a Monsiváis sus veleidosas inclinaciones por ejercer un liderazgo de opinión que nadie le ha
pedido. En una crítica de este tipo, lo que no se le perdona es que, como escritor que debería solazarse
en sus hallazgos literarios en la soledad de su estudio, abandone el gabinete para abanderar causas que
hoy se consideran trasnochadas. Al cuestionar su “conversión gradual [...] en un 'líder de opinión' que
convoca multitudes y que —quizá a su pesar— ha empezado a tomarse en serio como una suerte de
patricio cultural que destila sus materiales según la óptica de ese estatuto y no desde la perspectiva del
artefacto literario”,19 Domínguez da a entender que Monsiváis se quedó en el viaje del escritor
comprometido, al contrario del escritor posmoderno que sólo debe quedar bien consigo mismo, y dormir
tranquilo por ello. El único criterio posible para evaluar a un autor así, debe ser el literario, y el peor
reproche que se le podría hacer sería el de no definir con claridad a qué género pertenecen los textos
que salen de su computadora.
Los cruces de caminos, ya aludidos, entre economía, sociología, política y literatura, para no
sobrecargar la enumeración, han hecho que Monsiváis maneje un escritura polivalente ante la cual las
definiciones de género quedan inservibles, más aún si consideramos que, sin llegar a ser panfletarios,
muchos de sus textos sirven a causas bien determinadas. Cuando se lanza en campaña abierta contra
ciertos políticos, funcionarios —eclesiásticos o gubernamentales, da igual— o actores de la vida nacional
cualesquiera sea su ocupación, el entramado discursivo opera de tal modo que disuelve las distinciones
genéricas.
Esta escritura camaleónica, de un modo plenamente consciente, busca constituirse en testimonio
y confesión de fe en la sátira, una fe heredada del magisterio de Salvador Novo, con una buena pizca del
Ch. Domínguez Michael, “Carlos Monsiváis, el patricio laico”, en Servidumbre y grandeza de la vida literaria. México, Joaquín
19
8
mejor Alfonso Reyes, aquél que era capaz de combinar la sal y pimienta de la vida cotidiana con los
sesudos análisis de los temas más variados y aparentemente poco relacionados.
Para entrar, por fin, en materia, se impone una pregunta largamente anunciada, implícita en lo dicho hasta
aquí: ¿cómo ha podido llegar Monsiváis a interesarse por abordar orgánicamente el tema de la cultura y
la sociedad latinoamericanas viniendo desde una multitud de intereses previos, colaterales o paralelos?
La complicada pero gozosa inmersión en la multiplicidad de asuntos que atraen su atención —la poesía,
el cuento, la vida política, los gazapos de los políticos profesionales—, casi todo circunscrito al ámbito
mexicano, lo ha venido a hacer un aterrizaje forzoso en la realidad variopinta de América Latina. Resulta
obvio, a estas alturas, recordar que no es nuevo ni reciente su interés por lo latinoamericano, pues
siempre ha estado latente o muy explícito en sus eventuales acercamientos a algunos autores del
subcontinente (como Lezama Lima, Onetti, Puig o Gelman, dentro de sus muy particulares gustos
literarios, para no hablar de sus aficiones plásticas y cinematográficas). Y tampoco es posible creer que
dicho interés se haya visto acicateado sólo por la ambición de ganar un premio prestigiado del otro lado
del Atlántico.
Lo cierto es que Monsiváis se debía a sí mismo un libro de este tipo: orgánico, sesudo, en
momentos enciclopédico, fiel a su estilo orgiástico en el manejo de información privilegiada; en síntesis,
toda una summa, un inventario y una recapitulación de lecturas y experiencias latinoamericanas. Aires de
familia es un registro de obsesiones vividas desde México y ahora extrapoladas a América Latina, puestas
por fin en un orden legible, en primer lugar para el propio autor. En el espectro de sus últimos trabajos
publicados (Las herencias ocultas del pensamiento liberal del siglo XIX21 y Salvador Novo: lo marginal en
el centro22), con los que viene a conformar una especie de trilogía sui géneris, Aires de familia ocupa un
9
lugar peculiar al lado de ellos porque representa la consagración de un autor esencial, casi desconocido
en España. Además, porque constituye un contrapunto afectivo a los otros libros mencionados, en el
sentido de que Las herencias ocultas... explora una zona ideológica que ha marcado conflictivamente la
reflexión política y cultural de Monsiváis, y Salvador Novo... remite directamente a sus orígenes como
escritor, amén de que era una obra largamente anunciada (desde las solapas de su ya lejana
autobiografía).
Por otro lado, la posibilidad de trascender hacia América Latina hasta publicar en España no deja
de ser una ironía del destino, porque después de El Centauro en el paisaje,23 Monsiváis es el segundo
mexicano en figurar en la colección que recoge a los ganadores del Premio Anagrama de Ensayo. Sergio
González Rodríguez, autor de aquel libro y miembro del grupo —liderado por Monsiváis— que desde “La
Cultura en México” le rendía culto a la crónica “como carta común de identidad”,24 anticipó la aparición
tan deseada de un libro de Monsiváis, al menos por el editor Jorge Herralde, en la colección mencionada.
La reticencia del escritor mexicano por ganar las Españas, según el testimonio de Herralde, resultaba
inexplicable, como inexplicable es el hecho de que, a estas alturas, venga a ser presentado al lector
español,25 pero, como escribe Enrique Héctor González: “Sería más reconfortante pensar que se trata de
un apunte hiperbólico antes que de un alarde de franqueza, pues no haber accedido a un texto de
Monsiváis, que aparece a todas horas y en todos lados, es tan verosímil como espigar en el espejo una
imagen que no tenga que ver con nosotros”.26
23 S. González Rodríguez, El Centauro en el paisaje. Barcelona, Anagrama, 1992 (Colección Argumentos, 129). La alusión al
ensayo, como “centauro de los géneros”, es clarísima. Este libro fue finalista, junto con José Martínez, la epopeya de Ruedo
ibérico, de Albert Forment, del XX Premio Anagrama de Ensayo. El ganador fue José Antonio Marina, con Elogio y refutación
del ingenio.
24 Ch. Domínguez Michael, “El ensayo del centauro”, en Servidumbre y grandeza de la vida literaria, p. 252. Resulta interesante
consignar el posterior acercamiento de Domínguez y González Rodríguez, luego de la ruptura del segundo con la revista
Nexos, espacio donde se refugió buena parte del equipo de “La Cultura en México”. Actualmente, ambos colaboran en una
misma columna de “El Ángel”, suplemento del periódico Reforma.
25 La Jornada, 26 de noviembre de 2000: “Monsiváis en España gozaba de una situación paradójica: por una parte era conocido
y muy admirado por los intelectuales bien informados, pero por otra parte, al ser inédito en nuestro país, era un completo
desconocido para la mayoría de la gente. Al obtener el Premio Anagrama, que ganó por aclamación, los lectores y la crítica
ante la publicación fue unánime: uno de los raros descubrimientos que se da sólo de tarde en tarde. Tras la sorpresa y el
aplauso de la crítica vino una pregunta escandalizada: ¿cómo es posible que un autor como Monsiváis no se hubiera publicado
antes en España? Qué fallo por parte de los editores españoles, qué miopía”.
26 E.H. González, “Entre el poder y el pudor”, en La Jornada Semanal, supl. de La Jornada, núm. 291, 1 de octubre de 2000,
p. 13.
10
En un sentido, el autor de Aires de familia es otro Monsiváis, decidido por fin a salir de las fronteras,
reales y simbólicas, de México y abordar a Latinoamérica como un todo, siguiendo una estructura, que
acaso homenajee inconscientemente a Mariátegui, de siete secciones o ensayos independientes.
González define atinadamente el libro como
una lección impecable de ensayo, en el sentido más montaigniano del término: un texto dispuesto a pesar causas y
consecuencias, a reflexionar con el lector a propósito de su realidad más inmediata, a argüir a partir de la descripción
despiadada antes que del juicio de valor, a ironizar sólo cuando los términos del retruécano consienten una
yuxtaposición elocuente en vez de un alarde de adjetivos (no en balde llamados modificadores desde un punto de vista
gramatical) que inclinen la balanza en favor de sus argumentos antes por su peso específico que por la fuerza de un
desequilibrio natural.27
Ya sin ninguna duda aparente sobre la exterioridad genérica del libro, hay que advertir, no obstante,
que su armazón profunda es el de la crónica, puesto que semejante alud de datos y circunstancias
referidas es inconcebible sin una razón de ser cronológica, cronotópica. De modo que hay que rendirse
ante la organicidad del acomodo de los materiales que salta a la vista como primera evidencia de su
construcción armonizadora
27 Idem.
11
como los de Jean Franco,28 Ángel Rama29 o Denis Lynn Daly Heyck,30 por sólo mencionar algunos, se
ven ampliamente complementados y superados por alguien que no buscó competir con ellos, por tener
otras intenciones: no la presentación didáctica de la cultura latinoamericana al público estudiantil
estadounidense, ni la introducción de lo latinoamericano a una franja de lectores de clase media, sino,
como dice en la advertencia preliminar, dar fe de cómo “la cultura deja de ser lo que separa a las élites
de las masas y se vuelve, en teoría, el derecho de todos”.31 Ello al lado del reconocimiento continuo de
los lastres que se siguen arrastrando entre nosotros en materia de infraestructura, puesto que el acceso
a los productos culturales todavía sigue siendo privilegio de una “minoría, muy activa” ciertamente, pero
minoría al fin.
28 J. Franco, La cultura moderna en América Latina. Trad. de Sergio Pitol. México, Grijalbo, 1985. La primera edición en español
30 D.L. Daly Heyck y M.V. González Widel, comps., Tradición y cambio. Lecturas sobre la cultura latinoamericana
contemporánea. Nueva York, Random House, 1988. La segunda edición, corregida y aumentada, fue publicada por McGraw
Hill, en 1996. Se trata de un libro de texto para estudiantes estadounidenses de nivel bachillerato.
31 C. Monsiváis, Aires de familia, pp. 11-12.
32 Ibid, p. 23.
12
como un sucedáneo de otras disciplinas serias, porque a través de ella pasa todo lo que la gente no
alcanza a captar todavía mediante aquéllas. La influencia del cine en la literatura latinoamericana se
dejará ver, también, como el entrecruzamiento de lo culto con lo popular: en autores como Cabrera Infante
y Puig, “lo popular se transfigura y resulta lo clásico marginal”.33 El advenimiento de la tecnología
acelerará el proceso mediante el cual se van a reconciliar formas literarias y gustos populares. El
desenfado con que se manejarán temas antes tabú, como la sexualidad, será una característica notable
de lo popular. Los lectores potenciales se enfrentan, dice Minsiváis, en estos tiempos, a géneros nuevos
o novedosos afincados en lo popular: el thriller, la experiencia femenina, el regreso de la novela histórica,
la reelaboración del kitsch, la literatura homosexual y la novela carnavalesca, entre otros. En todos ellos
la frontera entre lo culto y lo popular es prácticamente una ficción.
El séptimo capítulo (“Lo entretenido y lo aburrido. La televisión y las tablas de la ley”) coincide con
el primero en el reconocimiento del dominio de algo tan propio de lo popular, como es la televisión. Ésta
tiene un papel determinante en los procesos de identidad nacional que ya nadie le discute. Primero, arrasa
con la privacidad, fundando nuevas formas de convivencia íntima, subordinadas a ella, a su presencia
avasallante. Luego, “decide por cuenta de naciones y sociedades el significado de lo aburrido y lo
entretenido”,34 dejándole a la radio el papel de comparsa ínfimo. Y finalmente instala su dictadura
abusando de un poder de convencimiento inédito hasta su aparición, lo que le permite entretener a todos
los descerebrados y jodidos que se dejen, puesto que saben que no cuentan con alternativas. La moral
tradicional reacciona cuando se siente agredida y lo mejor que logra es apenas mejorar su raiting, cuando
consigue introducirse, ridículo de por medio, para impugnar a Cristina Saralegui. A ella, como a otros
programas, los acusa de desnacionalizar y americanizar negativamente a las familias impecables, pero
“en la confrontación la derecha pierde [...] y los dogmas quedan a cargo de los comerciales”.35
33 Ibid, p. 33.
34 Ibid, p. 214.
35 Ibid, p. 245.
13
celuloide llena planas enteras de la imaginación de las juventudes del subcontinente, y son arrastradas
por una idolatría sin freno. Las imitaciones y transfiguraciones se darán al por mayor y a destajo: nuestros
charros son una transformación burda del cowboy que sí tuvo que librar peleas verdaderas, no las de las
sub-tramas de nuestro cine. Las cinematografías nacionales, con todo, logran incidir en la formación
melodramática, sentimental y humorística de varias generaciones, y la censura (fascistoide y mocha a
más no poder) cumple su papel de salvaguarda de las conciencias más débiles, sometiendo incluso a los
gobiernos. El cine de vanguardia es reducido al mínimo y la ruptura con Hollywood se atisba como muy
lejana, apenas hasta los años sesenta. Lo que no se puede negar, a pesar de todo, es que “el cine entrega
a varias generaciones de latinoamericanos gran parte de las claves en el accidentado tránsito a la
modernidad”.36 Es como la única puerta trasera de ingreso al primer mundo que se deja ver desde su
lado más amable.
Para seguir con la asimilación de la modernidad y de la tecnología, casi sinónimos ambos, profetas
de la parusía de un nuevo mundo son algunos escritores y poetas, principalmente, cuyas loas al
advenimiento de los nuevos tiempos mesiánicos no dejan de incluir a las misas negras ni a las prostitutas,
quién lo diría, símbolos de nuevas formas de vida, que vienen aparejadas con una nueva sensibilidad,
que rompe con “la entraña de la vida burguesa”.37 Asimismo, comenzaron a manifestarse en algunos
poetas, como Barba Jacob, los síntomas del “amor al que no le permiten atreverse”, mediante el
conocimiento cada vez mayor de la vida y obra de Wilde. Con la difusión del futurismo apareció la nota
disonante de las vanguardias, de los ismos que poco a poco se fueron importando, aunque también hubo
versiones criollas. La celebración de las máquinas y otros extremos también se instalaron en América
Latina.
Las mujeres, por su parte, comenzaban a asomarse por encima del rebozo, pero no obtendrán el
derecho al voto sino hasta los años cincuenta, al menos en México. Antes, en la década de los veintes,
con Alfonsina Storni, por delante, la poesía femenina comienza a abandonar sus corsés rígidos y la
cursilería en que estaba confinada. Y, finalmente, surge la declaración de fe poética, en labios de Julián
del Casal: “Tengo el impuro amor de las ciudades”, desafiante transgresión de la ley y de la fidelidad a la
languidez de las vírgenes purísimas. Al evocar el final del siglo XIX, José Guadalupe Posada es
catalogado como “un profeta visual de consideración”.38 Posada retrata a todo el mundo, con curiosidad
36 Ibid, p. 78.
37 Ibid, p. 189.
38 Ibid, p. 208.
14
de entomólogo y tiene una especial proclividad por lo morboso, por lo marginal de la sociedad. Se esforzó
sólidamente por demostrar su plena aceptación de la fealdad social instituida por la atracción de lo
repulsivo. El periodo que va de 1880-1920 es visto como un “fin de la historia”, preludio de lo que había
de venir.
39 Ibid, p. 83.
40 Ibid, p. 94.
15
latinoamericana por excelencia. Con Perón con delante como paradigma de ogro filantrópico, Monsiváis
se regodea en referir a la fascinación de su historia, de su primera esposa, la mujer de dudosa moral a
quien el pueblo argentino ha elevado a los altares. Y cuánta mala leche monsivaíta colocar al lado de este
drama multitudinario la figura de los héroes deportivos, depósito de la fe ciega de millones y millones de
personas que saben que su ascenso social y económico nació clausurado.
Y así, como no queriendo, Monsiváis nos planta frente a frente a la Revolución Cubana, el
paradigma de paradigmas, con su propuesta del Hombre Nuevo. “las alucinaciones del fetichismo”41
tardan un poco en mostrar toda la crudeza de la realidad. Pero mientras dura el sueño, toda América
Latina se estremece por lo que allá sucede. Castro y el Che se vuelven el centro del mundo hasta que la
muerte del segundo empieza a preludiar el réquiem de la ilusión. Todavía Allende es un episodio más de
la esperanza: los dictadores tienen en su mano la balanza y no la soltarán por un buen tiempo. Los
escritores, en cambio, siguen siendo el alma de los pueblos y Neruda, sobre todo Neruda, encarna la
celebración desaforada, la carnavalización poética de las luchas humanas. Las mujeres, mientras tanto,
agazapadas durante años, por fin levantan vuelo: no sólo la pléyade de escritoras que surge y se confirma
plenamente, sino desde el anonimato le van ganando espacios a la derecha que se resiste a reconocerlas
como lo que son. El post-heroísmo y la generación del High Tech cierran este capítulo, entendidos como
consecuencia del derrumbe socialista soviético. El neoliberalismo se impone a pasos agigantados porque
ya no tiene enemigo enfrente. Su programa incluye de manera central la “reconversión mental”,42 la
renuncia a las causas que desaparecieron por inconsecuentes. Ahora todo tiene que rendirse
incondicionalmente ante el altar del libre mercado, y aunque dicha doctrina fracase una y otra vez, el
fundamentalismo de los gobiernos hace oídos sordos ante la evidencia.
Ante un panorama así, todo es migración, cambio obligado: la cultura (los gustos dominantes); los
productos tecnológicos del entretenimiento (el cine, la televisión); el deseo de cambio mismo (la hua
censura porque ahora todo se vale); la nación del ánimo (el rock y su relación dialéctica con el pasado
cultural, sus infinitas interacciones); el feminismo y la conducta femenina; el aspecto y la conducta (la
muerte de los lenguajes de género); la religión predominante (donde todo el mapa religioso,
prácticamente, es devorado por el pentecostalismo: aquí le falla el vigor a Monsiváis, acaso por su
protestantismo histórico todavía militante en las profundidades). Hemos pasado del rancho al Internet, y
41 Ibid, p. 101.
42 Ibid, p. 109.
16
casi sin escalas. La tecnología de punta se vuelve la obsesión máxima, mientras miles de poblaciones
viven aún en la exclusión.
17
intenta imponer su visión unívoca de lo latinoamericano, y para lograrlo borra medio canon de las letras
anteriores. El sueño está terminando y la unidad de la moda viene a sustituir, casi como una caricatura,
las ilusiones anteriores. Se ha instalado la banalidad como dogma. Quedará lo verdaderamente valioso,
pocos nombres, porque ahora el centro está en todas partes. Se resiste al neoliberalismo con las únicas
armas posibles, las culturales, y aunque las economías sigan dando tumbos, la vieja utopía de la América
Latina, lucha por seguir de pie.
43L. Hernández del Valle, “Carlos Monsiváis: en México sólo matan a los periodistas que denuncian el narcotráfico. Aparte, no
hay problemas”, en Lateral. Revista de cultura, núm. 70, septiembre de 2000, www.lateral-ed.es/articulos/monsivais70.html.
18