Historias Del Camino Ebook
Historias Del Camino Ebook
Rosa Belmonte
Ramón del Castillo
Luis Mateo Díez
Pedro Feijoo
Ander Izagirre
Manuel Jabois
José María Merino
Olga Merino
Susana Pedreira
Noemí Sabugal
Karina Sainz Borgo
Cristina Sánchez-Andrade
Ana Iris Simón
Andrés Trapiello
Isabel Vázquez
Sergio del Molino (Edit.)
Director editorial
Arturo Pérez-Reverte
Editor
Sergio del Molino
Coordinación
Leandro Pérez y Miguel Munárriz
Textos
© de la edición: Zenda
© de los textos: sus autores
Ilustración de cubierta
© Ana Bustelo
Diseño y maquetación
trestristestigres.com
Primera edición
mayo de 2022
Depósito legal
A 195-2022
Edita
Zenda - Ruritania Editores S.L.
Impreso en España
Gráficas Cervantes, C.B.
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Prólogo
Modos de escribir,
modos de caminar
Sergio del Molino
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y quien sólo quiere estar en forma. Hay quien se siente
turista y quien se siente místico. Hay quien duerme en
albergues y quien prefiere un hotel bueno y entregarse a la
gula en algunos restaurantes. Hay quien sólo quiere llegar
y quien sólo quiere desviarse. Lo mismo sucede con los
novelistas: hay quien escribe con método y quien lo hace
a ciegas; quien quiere llegar al final de la trama y quien se
pierde en los afluentes del estilo; quien quiere cambiar el
mundo y quien sólo quiere adornarlo. Hay, incluso, quien
escribe contra todas las novelas, inventándose en la nega-
ción otra forma de novelar. No hay una forma correcta de
caminar hacia Santiago, como no la hay de escribir nove-
las. Cada cual encuentra su forma de llegar y de curarse
las ampollas y los esguinces.
Al combinar Camino y literatura (dejémonos ya de
novelas), los modos de escribir y de pasear se vuelven
infinitos. Sin intención de agotarlos, he intentado resumir
en esta antología una muestra amplia de ellos, gracias a la
colaboración de algunos de los mejores escritores espa-
ñoles de hoy, alternando voces veteranas con jóvenes, y
ortodoxos con herejes. Les invité a hacer suyo el Camino
y el hecho de caminar, sin miedo a que se perdieran por
otros caminos y no llegasen nunca a Santiago. Algunos
escribieron cuentos jacobeos impecables, ficciones am-
bientadas en el Camino. Otros tiraron de autobiografías
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o de historias secretas desenterradas a la vera del camino,
y alguno nos salió cronista y literato de viajes. No han
faltado los eruditos que han preferido contar los caminos
que hicieron otros escritores muertos a quienes ya no pue-
do invitar a escribir, e incluso un filósofo se ha acordado
de un caminante japonés, a saber por qué. A ninguno he
pedido explicaciones. Cada cual ha llevado el camino a su
manera, en vez de caminar sobre él siguiendo las señales,
y ofrecen una guía atípica para que el lector eche a andar
siguiendo sus propios instintos.
No sé si llegaremos a Santiago, ni si lo haremos to-
dos juntos: el viaje que les propongo no tiene destino o lo
tiene como horizonte. Allá está la catedral, allá la plaza
del Obradoiro. Tal vez los veamos al final del libro, pero
lo importante es que nos reconozcamos entre nosotros un
instante al cruzarnos, como buenos peregrinos.
Abril de 2022
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Relatos
De Rosa Belmonte me gusta
todo, por eso le insistí para que
representara, en este muestrario
de peregrinos entusiastas, a
quienes no se atreven o no
quieren llenarse los pies de
ampollas y prefieren que
les cuenten las historias. En
«Crucifixión o libertad» nos
regala el texto en negativo que
necesita este libro de estampas.
Crucifixión o libertad
Rosa Belmonte
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no entender una palabra de lo que Alejandro Sanz cantaba
me hacía sentirme en algún tipo de ceremonia extraña.
Contemplando y escuchando a alguien que balbuceaba un
idioma de los que Linda Blair practica en El exorcista.
Del Rocío veo fotos de una majestuosa Carmina Or-
dóñez vestida de rojo y lo que pienso es que para ir hecha
un adefesio no voy. Es lo bueno del Camino, que puedes
ir desaliñada. Vale que Karl Lagerfeld decía que el desa-
liño y la mediana edad son incompatibles, pero tampoco
estaba el hombre pensando en el Camino.
Por suerte, en ABC me propusieron para aquel verano
el Camino y otra cosa. Crucifixión o libertad, como en La
vida de Brian. Ni siquiera me acuerdo de qué era esa otra
cosa que sí haría. En todo caso sería escribir sin ir a sitio
alguno. Lo que a mí me gusta. El ideal es siempre escribir
algo como Viaje alrededor de mi habitación, de Xavier de
Maistre. Porque soy muy partidaria de Pascal en lo de que
«todas las desgracias del hombre se derivan de no ser ca-
paz de estar tranquilamente sentado y solo en una habita-
ción». Pero de rechazar el Camino me acuerdo. Luego lo
hizo una escritora de cuyo nombre no me acuerdo. De vez
en cuando algún amigo sale con la idea de hacer el Cami-
no. Andando, en bicicleta. Organizando dormir en buenos
alojamientos. No yendo a albergues, que qué necesidad
(hace tiempo que no salgo de mi casa si no es para estar
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como mínimo igual de cómoda). La última proposición ha
sido hacerlo a caballo. Con todo lujo. Pero no se trata de
la vulgaridad del lujo frente a las penurias. Se trata de que
a mí el Señor no me ha llamado por la cosa, ya no digo
religiosa, sino espiritual, como a, no sé, la muy mística
Shirley MacLaine. Tampoco me ha hecho pelirroja.
Pero soy culturalmente católica, eso no me lo quita
nadie ni quiero que me lo quite, y claro que he acompa-
ñado muchísimas veces a la Virgen de la Fuensanta en
romerías a su santuario. O me he echado a la calle a ver-
la pasar. El 11 de septiembre de 2001 volvía la patrona
al monte y yo, harta ya de escribir lo mismo todos los
días en la feria taurina de Murcia, le pedí, entre pétalos
de rosa que le caían de los balcones y gritos de «¡Viva la
Virgen de la Fuensanta!», «¡Viva nuestra capitana!» (este
es el que siempre me ha gustado más, y cuando veo Ley
y Orden: Unidad de Víctimas Especiales también se lo
grito a Olivia Benson), le pedí, digo, que pasara algo, algo
nuevo, que ya no sabía de qué escribir. Por supuesto, esa
tarde hubo corrida, pero no se hablaba de otra cosa. Antes,
durante las faenas y mientras se merendaba.
Pero si Conchita, la del Deluxe, me sometiera a su
polígrafo y me preguntara si he hecho alguna vez el Ca-
mino de Santiago, no sé qué saldría. Lo mismo después
de decir yo que no muy campanuda, ella haría una pausa y
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clamaría: «¡Miente!». Porque alguna etapa he hecho, pero
eso no se puede homologar en ninguna facción del cami-
nismo. En un cajón tengo una gorra de Panama Jack con
un sello de Roncesvalles. Porque algún tramo he hecho
con la Ruta Quetzal, con Miguel de la Quadra. Más de
uno. O he llegado a Santiago en una última etapa o he he-
cho otras. Y sí, recuerdo haber estado en Saint-Jean-Pied-
de-Port. Esto fue en 2006. Recuerdo la Mesa de los Tres
Reyes y el alto de Ibañeta. Y haber estado en la colegiata
de Roncesvalles, donde me estamparon, como a todos los
chicos de la Ruta, el sello de peregrina del Camino de
Santiago que sigue en mi gorra. Y haber ido después a las
cuevas de Zugarramurdi y comer zikiro (cordero pasten-
co). De eso es de lo que más me acuerdo. Del asado y del
sitio. Qué sitio.
Que lo mismo un día hago el Camino, me caigo del
caballo, aunque vaya andando. Pero soy bastante escépti-
ca (y muy gandula). He visto un libro titulado El camino
de Santiago para mayores de 75 años, de Santiago Oro-
pesa. Cualquiera sabe. Esto es como Terelu Campos con
una menopausia precoz diciendo que qué demonios, si yo
estoy buena, y aceptando hacerse un Interviú. De aque-
lla manera, claro, pero un Interviú. Y esta no es ninguna
certeza sino mi hipótesis de por qué hizo ese recordado
posado. Lo mismo cuando tenga 75 años, si los llego a te-
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ner y sigo en forma, decida que estoy muy bien y que voy
a hacer el Camino. A la vejez. A lo mejor entonces ya no
existen los periódicos. De momento, es algo que siempre
voy a posponer. Es una idea tan estimulante como la del
suicidio. Quiero decir, una cosa que siempre puedes dejar
para mañana.
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El filósofo Ramón del Castillo
es uno de los mayores expertos
en el arte de caminar, tanto en
la teoría (le ha dedicado un
libro monumental, Filósofos
de paseo), como en la práctica.
Va por el Camino de Santiago
como por su calle, aunque toma
muchas precauciones y se viste
de árbol de Navidad para que no
le pase lo que les ha pasado a
tantos peregrinos: que un coche
se los lleva por delante.
Campo de lúmenes
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traté de mediar entre ellos, recordando a los viandantes
las muertes de ciclistas, pero se enzarzaban y acababan
mal, y entonces los dejaba allí, dándose voces, y me bus-
caba un desvío a un prado y acababa de espaldas al mun-
do, mirando fijamente una tapia como hacen los asnos.
En 2019 —me dijeron— hubo cerca de 330.000 ca-
minantes y más de 19.550 bicicletas. En los años noventa
solo había 3 mujeres por cada 10 hombres. Desde 2018
más del 50% son mujeres. En 2019, si no me han infor-
mado mal, caminaron cerca de 178.000 mujeres, frente a
170.00 hombres. El camino (sobre todo el Camino Fran-
cés) se ha convertido en un túnel de masas itinerantes. En
1982 lo transitaban unos 120 peregrinos. En 1990 casi lle-
gaban a 5.000. En 1997 pasaban de 25.000 y en 2000 ya
alcanzaban los 50.000. En 2010 rondaban los 270.00 pero
en 2019 sumaron 350.000. Pero a mí me preocupaban los
coches, que hay muchos, de verdad. Y la gente se va a
Sarria, lo quieren hacer en pocos días, y van a su aire y
no ven venir los coches. «¿Y los corredores?» —pregun-
té—. «Pues no tengo datos. Pero dicen que algunos se lo
hacen en una semana, y se marcan más de 100 kilómetros
al día».
«Esto no es un grupo de supervivencia, sino una pe-
queña hermandad» —me dijo una vez uno, al verme vi-
gilar a un peregrino despistado que se iba a caer por un
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terraplén—. «Muy bien», le contesté, «cuando haya que
llamar a la ambulancia a mí no me jodas, acude a la her-
mandad». Yo sabía lo que me hacía. También llevaba un
buen botiquín, pequeño, pero bueno, con apósitos que se
aplican en spray, y mucha cinta auto-cohesiva, que me ha-
bía dado resultados excelentes en todo tipo de situaciones,
con perros y personas. Se reían, pero cuando les faltaba
algo bien que acudían a mi mochila, que era como el bolso
de Mary Poppins, aunque yo no podía abrir un paraguas,
salir volando y perderlos de vista, o mandarlos a paseo.
Ellos llevaban mochilas ligeras, claro, para romper atadu-
ras con este mundo y alcanzar su experiencia espiritual.
Yo, en cambio, era como una unidad de intendencia, y les
recordaba que para encontrarse a sí mismos debían llegar
vivos al Pórtico de la Gloria. Un cronista del Camino, Hé-
ctor Oliva, decía que adivinaba las nacionalidades de la
gente según la marca de la mochila (Ferrino, Italia, Osprey,
USA, Osprey con hoja de arce, Canadá, Quechua, Francia
y España). Yo distingo personalidades, por el tamaño de la
mochila. Pero hay gente muy normal, claro, que lleva mo-
chila pequeña no por imprudente, sino porque nació con
una flor en el culo, caminantes que se sienten seguros con
poca cosa, y nunca les pasa nada, aunque habría que saber
si ya caminaban así de tranquilos antes de que existiera
Internet y llevaran en el bolsillo un iPhone.
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El japonés, que se había casado por lo católico (lo ha-
cen algunos, aunque nacen sintoístas y mueren budistas)
me pide que le explique qué son las indulgencias y cómo
funcionan y acabo liándola, claro, porque le digo que es
como quitarte días en el Purgatorio, que no vale con con-
fesarte, que hay que pagar para poner el contador de peca-
dos a cero. Pero como no me acuerdo bien, confundo un
poco al japonés con una conversación de teología sobre la
diferencia entre el Limbo y el Purgatorio y, como veo que
no me explico, le doy una lista de cuadros como el Des-
censo al Limbo de Cristo de Mantegna, o el de Bartolomé
Bermejo, o ese de un seguidor del Bosco que es terrible.
Pero le tranquilizo recordándole que Juan Pablo II y Be-
nedicto XVI dicen que el Purgatorio no es un sitio real,
sino un estado del alma, y que ningún dogma católico es-
tipula de manera clara cómo se purga exactamente lo que
haya que purgar. (Le anuncio, eso sí, que en el Pórtico de
la Gloria comprobará que los gallegos no dejan de comer
empanada ni en el Infierno). Antiguamente te quitaban,
creo, un tercio de la pena si llegabas a Santiago, pero,
como no me acuerdo bien, le sugiero que lo más efectivo
siempre es la indulgencia plenaria por vía express: morir-
se haciendo el camino. No sé si pilla la broma, así que me
pongo serio y le cuento que gracias al Camino también se
les conmuta la pena a menores de reformatorios del Norte
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de Europa si se hacen casi 2.000 kilómetros desde Bélgica
hasta Santiago. También le señalo que cada vez hay más
peregrinos en sillas de ruedas (creo que ahora llegan a
100 al año), que cada vez son más lanzados, y le parece
fantástico, y dice que va a llamar a un amigo periodista de
Tokio para que haga un reportaje con uno de ellos.
Bueno, pues eso: con el japonés me entendía y fue
el único que me acompañó una mañana entera en Jaca
en el Museo Diocesano, donde le expliqué el capitel de
David y los músicos con mucho gusto, que es uno de los
capiteles que mejor explico. (También quería llevarle a
Santa Cecilia, en Aguilar de Campoo, porque allí hay otro
capitel, el de Herodes y la matanza de los inocentes, que
me sé muy bien porque pasé una mañana en la iglesia mi-
rándolo, gracias al cura que me dio las llaves, que era muy
majo y estudiaba psicología en Palencia con la UNED. A
mí los capiteles se me dan bien, y al japonés le encanta-
ba escucharme. En Jaca el japonés y servidor estábamos
decididos a ensanchar nuestro conocimiento, mientras
los demás ensanchaban sus estómagos con dulces en esas
pastelerías de Jaca, que son un vicio. Pero luego les daba
el bajón de azúcar, mientras el japonés y yo apretábamos
el paso por la carretera. Yo comía muy poco para no tener
que ir al baño, pero el japonés tragaba mucho y nunca le
daba un apretón.
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A veces el grupo conseguía colocarme a otros extran-
jeros que no paraban de hacer preguntas. «Cada día hay
más guiris», me dijo otro informante, «desde 2013 empe-
zaron a venir más, y pronto serán el 60%». Por lo visto, a
día de hoy ya circulan cerca de 1.500 japoneses, aunque
les superan los polacos, que pueden pasar de 5.000. Cuan-
do algún extranjero se enteraba de que era filósofo el día
se volvía insoportable. Te miraban como si fueras experto
en el sentido de la vida, o un coach existencial. La conver-
sación solía decepcionarlos y acabé mandándoles a tomar
viento, y que leyesen el libro de Paulo Coelho sobre el
Camino de Santiago. No soporto a los que se declaran no
religiosos pero espirituales «a su manera», porque siem-
pre lo son «de la misma manera». Suelen ser unos incultos
de mucho cuidado, que no han leído nada sobre historia
de la religión, ni historia del arte, ni historia de nada. Y
también los hay veganos: entonces les pregunto si están
siguiendo la ruta de los restos de Prisciliano desde Tréve-
ris a Iria Flavia, haciendo paradas en los clubs de sus nue-
vos seguidores, rezando en pelotas y follando como locos
después de las misas. Pero no tienen ni idea de quién era
Prisciliano. Yo creo que lo confunden con un cantante, o
con una marca de bolsos. La mayoría de los veganos eran
protestantes, así que no perdía la ocasión de recordarles
que Erasmo estaba en contra de las peregrinaciones, y que
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en el siglo XVI la gente era así. Que nada de trotar por
el mundo, que lo importante era el tránsito espiritual, de
estación a estación de Cristo, como decía Erasmo. Si tan-
ta fe decían tener, pues que caminasen en círculo dentro
de una habitación, haciendo los pasos equivalentes hasta
Roma, y luego a rezar. También les recordé que, según
una leyenda de la Inquisición, muchos protestantes se ha-
cían pasar por devotos peregrinos para sembrar las semi-
llas del protestantismo. El japonés me miraba fijamente,
pero ya sabía (se lo había contado en Kioto) que a mí me
habían bautizado, sí, que era católico involuntariamente,
pero ahora descubría que, además, había pasado bastante
tiempo con protestantes y sabía de sus campañas y de sus
conspiraciones. Que cuando pasaba tiempo con ellos en
mis viajes, me acababa hartando de tanto rigor ético, y
echaba de menos a algunos colegas católicos amantes de
rituales y ceremonias, aunque acababa siempre durmien-
do en casa de algún amigo judío (que suelen ser los que
cuentan los chistes más obscenos y divertidos contra las
religiones, incluyendo, claro, el judaísmo).
Pero el japonés se notaba cada vez mejor. Hablaba
poco y empecé a imaginarme su cara el día que tuvie-
ra su compostela, que le hacía mucha más ilusión que a
ninguno. Ya había hecho el camino de Kumano, la pere-
grinación a santuarios sintoístas, y quería obtener el do-
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ble certificado, porque desde 1998 —ya sabéis— los dos
caminos, que surgieron en el siglo X, están hermanados
y son los únicos de la Tierra que la Unesco ha declara-
do patrimonio de la humanidad. Además, con el japonés
podía hablar de cosas raras, como que muchos nazis se
escondieron en Galicia, que lo mismo Hitler se ocultó en
Cebreiro y un submarino se lo llevó de Vigo a Argentina,
y le contaba mi visita al Monasterio de Samos cuando era
joven, y que nunca sabremos nada porque la Biblioteca de
Samos ardió en 1951. También le contaba lo del robo en
2011 del Codex Calixtinus. Se me iba la olla, se me venía
a la cabeza Umberto Eco y El nombre de la rosa y le sol-
taba latinajos, y le decía que el Liber Peregrinationis era
una parte del Liber Sancti Jacobi, la Picaud de 1140, la
guía turística de entonces, una mezcla de crónica de viajes
y consejos para trotamundos, pero que había muchas más
guías hechas por otros peregrinos más parecidas a las del
Lonely Planet. Y entonces, poco a poco, le contaba la his-
toria del robo de Fernández Castiñeiras, y el revuelo que
se armó y cómo el inspector Tenorio llegó a la Catedral
y, aunque sospechaba del organista, que tenía negocios
con marchantes de arte, dio con el señor electricista, que
había limpiado regularmente el cepillo de la catedral du-
rante doce años, antes de ocultar el Códice en su escondi-
te de Milladoiro, donde, cosas de la vida, guardaba otros
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ocho facsímiles del Codex y algo de dinero suelto, nada,
unos dos millones de euros. Entonces le digo al japonés
que lo mejor sería echarle un veneno al Codex y así quien
lo manipule se muere cuando se lleve un dedo a la boca.
Pero no pilla la broma y le digo que vea una película don-
de James Bond hace de monje investigador en una abadía.
El japonés, todo sea dicho, no era muy aficionado a la
novela de detectives, ni a la novela de crímenes, pero me
ocupé de informarle de que los tiempos habían cambiado,
que en la Edad Media el Camino era peligroso, que se sa-
queaba fácilmente, y que cuidado con los posaderos. En la
Francia del XI hubo un albergue cerca del bosque de Cha-
tenay regentado por un señor que mataba y robaba a sus
clientes mientras dormían. Encontraron a 88 enterrados
allí mismo (según cuenta David Le Breton en Caminar la
vida. La interminable geografía del caminante). El japo-
nés sabe que mataron a una peregrina de Estados Unidos
en 2015, pero no hace preguntas, y me alegro, porque no
conozco los detalles del caso.
En Frómista, en San Martín, el japonés también fue el
único que tuvo paciencia conmigo, porque me entretuve
demasiado mirando los canecillos, sobre todo el del burri-
to sonriente tocando la lira, y no me quedé tranquilo hasta
hacer unas llamadas y saber que era una representación
habitual del Rey Midas. El japonés también me aguan-
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tó frente a la maqueta, hablando sobre el estado ruinoso
en que estaba la iglesia cuando se metieron a restaurarla
entre 1896 y 1904. Le dije que me gustaba más el romá-
nico y menos el gótico, porque es más divertido y menos
estirado, que el racionalismo burgués me cansa. También
le impresionó una pequeña digresión sobre el Canal de
Castilla, aunque es una obra de ingeniería del XVII y la
Ilustración española no es un tema apasionante entre pe-
regrinos, que siempre prefieren transportarse a épocas an-
teriores, o incluso revivir previas reencarnaciones, como
Shirley MacLaine, que se hizo el camino y hasta un libro
sobre su viaje. En cuanto te desvías hacia otros temas la
jodes, pero le entretuve con las mulas que arrastraban bar-
cazas con sigras, aunque no era capaz de explicarme bien
en inglés, porque me faltaba vocabulario, o no me faltaba,
pero no lo encontraba, porque estaba incómodo con una
rozadura de la ropa interior desde media mañana. Luego
tiré hacia la historia de los cereales en Tierra de Campos,
pero tampoco tuvo éxito, así que decidí virar en redondo.
Le conté que a un alemán en el siglo XV le llamaron la
atención las construcciones de adobe y las cuevas usadas
para bodegas, y que tenía un amigo arquitecto que dibuja-
ba muy bien pórticos en cuadernos y también los chopos
del Pisuerga. Y acabé en los romanos, y me volví a armar
un lío contando la historia de la Vía Aquitania que unía
Astorga con Burdeos.
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Se la colgué, le confirmé que llevaba pilas nuevas y que
por favor tuviera mucho cuidado. Que no mirara tanto a
las estrellas, no acabara estrellado, que no se asustara con
los perros, y sobre todo, que prestara máxima atención a
los coches embalados por las carreteras que llevan al fin
del mundo.
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Si las bibliotecas personales
son una forma de autobiografía,
Luis Mateo Díez regala a
los lectores una bibliografía
jacobea que es en realidad
una vida de letras a pie de
camino. Se mezclan sus lecturas
tempranas con sus primeros
textos dedicados a la ruta, que
le quedaba muy cerca de su
Villablino (León).
Una bibliografía peregrina
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otros intereses nada bibliográficos y preferiblemente mal-
sanos, sigue pareciéndome tan raro como inconsecuente.
Y, sin embargo, al repasar mi modesta, y curiosa bi-
bliografía peregrina, no dejaría de existir la primaria justi-
ficación de aquel hallazgo, si confirmo que el libro quedó
de mi propiedad y conmigo estuvo por décadas y pensio-
nes, hasta el irremediable extravío, y sin que ya mi innata
indolencia me permitiera reponerlo.
La verdad es que lo estuvo en parecida compañía y
querencia a lo que supusieron muy pronto los descubri-
mientos de Corazón de Edmundo de Amicis y La muerte
de Iván Illich de Tolstoi. Este último como definitivo re-
ferente del modelo de lo que yo quisiera escribir, la cima
inalcanzable de una ambición secreta, propia de un ado-
lescente tarambana que habría derramado sus primeras
lágrimas literarias leyendo el Cuore de Amicis, un diario
infantil requisado de las escuelas republicanas de mi pue-
blo y puesto a buen recaudo por mi padre en el desván
consistorial de nuestra casa para, con otros, ser salvado
de la quema.
Del Codex Calixtinus proviene mi primer relato pere-
grino. Una historia del Camino inspirada en los relatores
de la milagrería del Santo que con el título de Maestro Pa-
nicha publiqué en mi primer libro de cuentos, Memorial
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de hierbas, muy satisfactorio para mis primitivas veleida-
des narrativas y llevado a la guillotina, tras su apurada re-
cepción, después del correspondiente olvido polvoriento
en un almacén de Mejorada del Campo.
No sé aportar ninguna razón para que aquel relato pe-
regrino de explícita inspiración calixtina no fuese luego
recogido en el que consideré mi auténtico primer libro de
cuentos, que se tituló Brasas de agosto y al que llegaban
algunas hierbas del memorial, y tampoco el haberlo deja-
do en el más absoluto olvido, sin recuperación de ninguna
especie.
El relato iba precedido de una cita del Estebanillo
González, un clásico de nuestra novela picaresca, que
siempre ha tenido una valoración secundaria, que para su
bien contradijo en su día Juan Goytisolo con una pertinen-
te reivindicación, aunque para mí siempre había sido oro
molido, dada mi identificación maliciosa con el protago-
nista y su mundo.
La cita decía: «Y si te cansa vida tan molesta, cuando
tú escribas otra, dí mal désta».
Molesta era la vida de mi Maestro Panicha, también
conocido como Fortún de Atapuerca, que formaba parte
de una grey, muy popular en las andanzas del Camino,
con la labia al cuidado de la bolsa, más desharrapados que
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penitentes y haciendo menesterosamente por la vida al
entonar el repertorio de milagrería y lecciones del Santo.
Para contar esas andanzas, que supondrían un recla-
mo de infinitas jornadas en las que la supervivencia se
contradecía con cualquier atisbo de ejemplaridad o súpli-
ca redentora, me valí de la maravillosa narración que en
el Codex podría considerarse como anticipo de las Guías
del Camino, determinando los tramos de la existencia per-
dularia de Panicha con sus localizaciones y usando textos
de los milagros.
En la propuesta de avalar el destino de Fortún, sus
correrías y desafueros, hice un uso apócrifo de testimo-
nios que pretendían ajustar la veracidad de los hechos,
sobre todo de las anécdotas viarias más relevantes y
estrambóticas.
De ese modo el relato contiene una bibliografía subsi-
diaria del siguiente jaez: Epistolario de Moreno Avellano,
cronista de Carrión de los Condes por el año de gracia de
1784, Anaqueles del Cojuelo de Papalaguinda, publicado
en el año de gracia de l699 por Honorato Paredes de la
Sobarriba. O las investigaciones de un tal Ramos Mede-
llín que ofrece algunas noticias de Panicha a través de su
acólito Atanasio de Valduero tomadas de un Almanaque
de dichos y sucedidos, cuya única edición conservaba don
Belarmino Estrada en su casa de Villafranca del Bierzo.
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La vida del Maestro Panicha está tan crudamente ape-
gada a la del Camino, a sus leguas, cunetas, recodos y
ventas, que poco más puede señalarse de su muerte que no
esté en consonancia con ella, entendiendo como al final
dice mi relato que «el polvo aventado de sus cenizas mor-
tales estará integrado en el mismo polvo de las jornadas
itinerantes, que una estela de tradiciones y recuerdos ha
trasladado a las constelaciones del firmamento».
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De lo que el anónimo peregrino, cuya identidad va
sufriendo un transformismo cada vez más inquietante, al
tiempo que el coche sigue su curso, puede llegar a su-
poner en la apacible existencia de los canónigos no hay
cómputo razonable, ya que la trama acaba teniendo una
desolada impiedad, tan sorpresiva como arriesgada.
La tarde de esos pobres presbíteros, al margen de sus
cuitas morales y espirituales, de las que el lector va te-
niendo adecuada noticia, acaba pareciéndose a la de uno
de esos animales prehistóricos que salieron de sus cuevas
para alimentarse y no pudieron volver. Un avatar en el que
el peregrino parece un desnortado maestro de ceremonias,
compulsivo compañero de viaje y, al fin, aventurero de
vida descarriada que en el Camino deja la estela del pobre
desgraciado que jamás llegará a ningún sitio, por mucho
que la ruta sagrada logre aplacarlo.
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Reconozco haber transitado con más insistencia los
tramos de mi tierra leonesa, haber hecho del Camino un
uso más provincial, pero tengo del mismo una imagen
compiladora, como no podía ser menos desde el aprecio
adolescente del Codex Calixtinus, como si el Camino sos-
tuviese su propia geografía por encima de cualquier de-
marcación o frontera, del mismo modo que la sostiene en
la metáfora celeste.
No olvidemos que la palabra forma parte sustancial
del itinerario, que en pocos lugares habrá quedado una in-
sistencia tan reiterada de lo que se percibe y se cuenta, tan
eterna como la que lo jalona, por mucho que en la disci-
plina de la peregrinación se valore la soledad y el silencio.
Es una ruta escrita que establece precisamente parte
de su fascinación en las voces que la recorren, las que lo
evalúan y recuentan en las infinitas noches de sus jorna-
das y en el patrimonio de la imaginación que eleva los
recuerdos y las emociones particulares de su destino, con
el añadido de una rica literatura popular.
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Su protagonista es Nicolás, un alquimista parisino
que no esconde por completo su identidad real, a quien
entre los esoterismos y las ciencias secretas podríamos
emparentar con el renombrado Nicolás Flamel, ya que
en el relato me tomo la licencia de apropiarme de una
parte de su difusa biografía, tan propia de quienes en su
existencia fluctúan entre la certeza y la invención, entre la
historia y la leyenda que en tantas ocasiones redime a la
primera para hacerla más incierta y sugestiva.
Nicolás es un alquimista secreto, que vive en su ba-
rrio parisino ejerciendo como librero y memorialista para
ocultar el cultivo de una ciencia prohibida, y en la dedica-
ción que le lleva a indagar el hallazgo de la Piedra Filoso-
fal persigue una vía que puede conducirle al conocimien-
to de la vida en su plenitud y también a consumar el sueño
cabalista de la transformación de los metales vulgares en
metales nobles.
El Camino de mi protagonista está urdido para que,
en su encubierta condición de peregrino, poder hacer un
alto en la judería de León, y entrevistarse allí con un sabio
hebreo, el único capaz de descifrar el mítico y único ejem-
plar de un libro que llegó a sus manos de forma casual,
vendido por un extranjero que le confesó su procedencia
de una casa de Amiens en la que había vivido un comer-
ciante judío antes del destierro.
- 40 -
Se trataba de ese libro, que bajo la aureola simbólica
de la mismísima Tabla de Esmeralda de Hermes Trime-
gisto y los arcanos de la Ars Magna, contenía no solo las
fórmulas herméticas que conducirían a la transmutación
metálica, también el significado espiritual que imprimiera
ese impulso superior de descubrir los secretos vedados a
los hombres, un estrecho y fértil camino para poder acer-
carse más intensamente al Creador.
Nicolás viaja con la obsesión de un sueño repetido
que cambió su vida desde que el libro llegó a sus manos.
Es un sueño que conlleva la advertencia de lo que el libro
supone y la voz de un ángel que se lo entrega diciéndole:
«Mira este libro del que nada comprendes, del que ni tú
ni nadie puede alcanzar sus signos, un día llegará en que
verás en él lo que nadie puede ver».
La vertiente esotérica de Camino, una de tantas si
consideramos las extremas variantes de su ubicación
geográfica, espiritual, simbólica, religiosa o profana en
tantas efemérides y sabidurías de él destiladas, tiene con
frecuencia ese resplandor de los ensueños y los destinos
enigmáticos.
El secreto del libro que Nicolás lleva en su peregrina-
ción también contiene una admonición que el ángel de su
sueño no revela, pero sí está escrita como una maldición,
en la palabra que llega a sus labios cuando la herida que
- 41 -
recibe de unos asaltantes, avistando la ciudad donde el
sabio hebreo le desvelaría lo que en sus páginas el libro
contiene, y es una palabra que supura el veneno mortal de
su destino.
Así muere el Nicolás de mi ficción, lo que no le suce-
dió al Flamel legendario que, según parece, se entrevistó
en la judería leonesa con el hebreo, descifró las claves
que le llevarían al hallazgo de la Piedra Filosofal y sos-
layó el peligro de la palabra maldita, que no era otra que
«maranatha», lo que anoto finalmente en esta bibliografía
personal y peregrina por si acaso los lectores de la misma
se la encuentran y pretenden ingenuamente desvelar su
mortal significado.
Mi Nicolás no llegaba a Santiago, era uno más de los
peregrinos que, como Panicha o el innominado debela-
dor de mis pobres canónigos, quedaba a pie de vía, sin
culminar lo que en el Codex Calixtinus tan devotamente
se mostraba y que yo no supe entender como debiera ha-
cerse, apenas por un prurito de narrador de medio pelo,
enfangado en sus personajes y sus peregrinas vicisitudes.
En cualquier caso, la idea de la peregrinación, como
variante significativa de la del viaje de la vida, es una
constante en lo que escribo, si considero que en mis fá-
bulas la metáfora que más las identifica no es otra que la
- 42 -
que establecen las esquinas a punto de doblar, lo que hay
a la vuelta de las mismas, algo que se obtiene intentado
descubrir el sentido de lo que somos.
- 43 -
Gallego y bilingüe —con obras en
gallego y castellano—, escritor y
caminante, Pedro Feijoo conoce
cada pliegue del paisaje gallego,
por eso se atreve a colocar a su
peregrino en enero, cuando los
días apenas duran un suspiro y el
mal tiempo no permite avanzar.
Su peregrinaje es de borrascas y
negruras.
Con el tiempo habrá otro
Pedro Feijoo
- 45 -
En los últimos días, Philippe Mercier ha tenido como
nunca antes la sensación de haber conocido los límites de
su geografía personal. Enero nunca es un buen momento
para echarse al camino, menos aún en esta parte del mun-
do. Los días son cortos, sin apenas la más breve noticia
del sol. Y las noches, trenzadas de frío y cansancio, tan
solo son aptas para el sueño en incómodos plazos. Un sue-
ño frágil, fugitivo, indefenso bajo la manta de los cielos
más negros que cualquiera podría imaginar, mientras el
cuerpo, siempre dolorido, atraviesa madrugadas de hielo
a las que ningún amanecer parece querer asomarse. No,
enero nunca es un buen momento para encontrarse en el
camino, pero, desde luego, éste ha sido el más agotador
de toda su vida.
Anteayer, al mirar atrás y contemplar el mar por últi-
ma vez, volvió a maldecir entre dientes la hora en que se
le ocurrió aceptar semejante viaje. Es cierto, después de
todo, llegar hasta allí, concluir esa etapa de la expedición,
acabó convirtiéndose en una pequeña victoria. Pero es
tanto lo que aún queda por delante… Desandar el camino.
¿Y quién sabe lo que aguarda a la vuelta de cada esquina?
No, ni éste es un país fácil, ni sus habitantes son de los
que siempre están dispuestos a recibir al extranjero con
los brazos abiertos. Tierra ésta dura como pocas... ¡Que
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por algo fue por muchos siglos el fin del mundo, carajo!
Es cierto que los compañeros de Philippe son los mejores.
En silencio, los observa a su alrededor. Algunos caminan
entre las naves, deambulando sin rumbo concreto, per-
diéndose en el asombro de los mil detalles de la catedral.
Otros, tan exhaustos como él, han ido a buscar reposo en
los bancos posteriores. Allá donde mire, allá donde huela,
hay agotamiento. Pero también determinación, la mirada
cómplice del que, satisfecho, sabe que ha alcanzado un
objetivo. Sí, hay que ser de una pasta especial para llegar
hasta donde ellos han llegado. Y eso está muy bien, inclu-
so podría ser todo un orgullo. Pero, ahora mismo, a Phili-
ppe Mercier un poco más de descanso —o sencillamente
algo de descanso— tampoco le habría sentado mal. Ante-
ayer era inútil siquiera pensarlo. Tan solo imaginarlo ha-
bría minado aún más sus ya de por sí exiguas fuerzas. Y el
camino las reclama todas. Sentado en su banco, Philippe
repasa la factura. La espalda rota, ateridos los dedos de
las manos. Y los pies… Maldita sea, si por lo menos estas
botas no fuesen tan ruines. Y sí, es verdad que las dos úl-
timas noches han sido tan frías como duras, pero también
lo es que sus días no les han ido muy atrás. ¿O acaso es
ésta toda la luz que las gentes de esta parte del mundo
conocen? Una claridad minúscula, débil, apenas el tímido
- 47 -
regateo que consigue filtrarse a través de un cielo de gris
eterno, como hecho del plomo más inquebrantable. Y este
aire, siempre cargado de bruma, niebla, humedad.
Y lluvia.
Desde que Philippe y sus compañeros de expedición
entraron en Galicia, apenas ha dejado de llover. En al-
gún momento, el muchacho incluso ha levantado la cara
al cielo y, con la perplejidad del hombre que no alcanza a
comprender la inmensidad bajo la que se encuentra, ha es-
cudriñado en cada pliegue de esa masa nubosa e impene-
trable, preguntándose cómo es posible que existan tantas
formas distintas de lluvia.
Lluvia arrasadora, implacable. Agua arrojada con la
misma furia con la que un enemigo invisible abriría un
fuego líquido, dispuesto a borrar de la faz de la tierra cual-
quier vestigio de vida en movimiento bajo el más denso
telón de mar vertical.
Lluvia constante, monótona, inagotable. Insensible a
la fatiga de los hombres.
Lluvias voraces, insaciables…
Y, sin embargo, la peor es ésta otra. La lluvia fina.
Aquélla casi invisible que, como un paisaje sin fin de mi-
núsculas motas de polvo en suspensión líquida, resulta ser
la que más moja, la que más cala. Esa humedad que se te
mete dentro, llenándote los huesos de agua, de frío, de
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cansancio. Haciendo que hasta tu pensamiento se vuelva
lluvia…
Pero por fin, ahora, aquí está. Todavía mojado. Cala-
do hasta los huesos, sí. Pero aquí está. Justo cuando había
abandonado toda esperanza de reposo.
No en vano, de todas, las dos últimas jornadas de
camino han sido las más duras. Apenas unos días antes,
Philippe Mercier y sus compañeros caminaban justo de-
trás de un grupo de ingleses, que eran quienes marcaban
el ritmo. Pero ahora los ingleses ya no están… Llevaban
la prisa metida en el cuerpo los condenados, avanzando
hacia el mar como si la vida les fuese en ello. Durante va-
rias jornadas, a Philippe y a sus compañeros no les quedó
más remedio que apurar el paso, cerciorándose de pisar
donde los ingleses pisaban para no perder el rumbo. Para
no perderse por las sombras de esta tierra. Pero siempre
caminando tres zancadas, dos, una por detrás de ellos. Sin
embargo, hace tres días todo cambió. El enfrentamiento
acabó con la compañía, y durante las dos últimas jornadas
Philippe y sus compañeros han vuelto a caminar solos. El
mar de Coruña al fondo. Elviña, Carral, Ordes, Mesón do
Vento, Sigüeiro…
Y por fin, hoy al amanecer, Santiago.
Pero antes, su padre.
Fue ayer, al pasar por la aldea de Cabeza de Lobo,
- 49 -
cuando el recuerdo de su padre volvió a salirle al paso.
Estaba ahí mismo, agazapado tras un alto. Mientras re-
frescaba la garganta en una fuente del camino, Philippe
detuvo su mirada en la concha de vieira labrada en la pie-
dra. La concha del peregrino… Y, como en una escaramu-
za, la memoria de todas aquellas descripciones intermina-
bles vino a emboscar su pensamiento. «Así que esto era,
¿eh, viejo?» Y, para su sorpresa, una sonrisa resignada se
le encajó en la expresión.
«Así que esto era...».
Ayer, Philippe fue por fin plenamente consciente de
lo que estaba sucediendo: al igual que una vez su padre,
ahora también él estaba haciendo el camino a Santiago.
Es cierto que el que ha llevado a Philippe a Composte-
la no es el mismo recorrido que en su momento realizó su
padre. Él, monsieur Jean-Jacques Mercier, lo había hecho
muchos años atrás, cuando Philippe no era más que un
mocoso que apenas levantaba un par de palmos del suelo.
Y en aquella ocasión, como era lo más natural, la ruta ele-
gida había sido la del llamado Camino Francés, entrando
en España por Roncesvalles para atravesar todo el norte
de la península hasta llegar a Compostela, mientras que la
de Philippe vendría siendo la del Camino Inglés.
Y sí, también es verdad que el medio empleado para
el desplazamiento tampoco había sido el mismo. De he-
- 50 -
cho, y tan al contrario que su hijo, Jean-Jacques apenas
había puesto un pie en el suelo: a pesar de que en los úl-
timos años hubiera ido modulando convenientemente las
formas de su discurso, lo cierto es que su padre siempre
había sido un hombre de apego a las tradiciones de la aris-
tocracia. Sobre todo, a aquéllas relacionadas con el estilo,
el buen gusto —o cuando menos lo que él interpretaba
como tal—, el hedonismo y, por qué no decirlo, con la
comodidad personal. De manera que, en su momento, el
viejo Mercier se había decantado por la opción de hacer
el camino a caballo.
Y, por concluir con las diferencias, es igualmente
cierto que, en el apartado de las motivaciones, los argu-
mentos tampoco coincidían, ya que las razones por las
que el ahora anciano señor Mercier se había decidido a
convertirse en peregrino atendían a cuestiones de índo-
le espiritual. Aunque, a fuer de ser honestos, cabe se-
ñalar que tales razones solo gozaban de crédito para el
mismo señor Mercier. Porque, a pesar de que nadie se
hubiera atrevido nunca a llevarle la contraria al viejo,
todos en la casa conocían la verdadera motivación por
la que el señor Mercier se había lanzado a la aventura
del camino.
Porque, a pesar de las interminables sobremesas en las
que su padre no perdía ocasión para señalar lo importante
- 51 -
que era para cualquier buen espíritu cristiano la posibi-
lidad de ganarse el jubileo —evocando, además, lo muy
especialmente revelador que le había resultado encontrar-
se consigo mismo en aquello que Jean-Jacques Mercier
siempre describía como su «gran epifanía mística»—, en
la residencia de los Mercier-Triché todos sabían que si
el cabeza de familia se había echado al camino tan solo
era porque, escudriñando por una rendija de la historia,
Jean-Jacques había contemplado una verdad indiscuti-
ble: bien jugadas sus cartas, la vía jacobea también podía
convertirse en una oportunidad de expansión incompara-
ble, no solo espiritual sino, sobre todo, económicamente
hablando.
Y es que, a fin de cuentas, ésa era la realidad: histó-
ricamente, y al igual que ocurría con tantas otras rutas de
peregrinación espiritual, el camino de Santiago siempre
había sido una fecunda vía de expansión cultural, artística
y, evidentemente, también comercial. Y sí, para qué enga-
ñarnos, de las tres opciones, el último tipo de expansión
era el que más le había interesado siempre al cristiano es-
píritu del señor Mercier. Que no solo de pan vive el hom-
bre, y, además, en Burdeos ya todos sabían que el vino de
las bodegas Mercier apenas servía para abastecer las tas-
cas, fondas y tabernas más infames de la región, aquellas
barras selectas en las que tanto las discusiones sobre la
- 52 -
calidad del vino como, ya puestos, sobre cualquier aspec-
to de la vida en general, solían dirimirse en favor de aquél
que fuera más rápido en el manejo de la navaja. No, en
aquella buena parte del mundo ya no quedaba mucho que
rascar para la expansión y crecimiento del Château Mer-
cier. Pero, tal vez al sur… Ah, Jean-Jacques, ¡viejo zorro!
Y así, desde entonces, cada vez que el señor Mercier
rememoraba sus aventuras a lo largo y ancho del cami-
no de Santiago, todos a su alrededor disimulaban el abu-
rrimiento que cualquiera de los múltiples episodios del
relato tantas veces escuchado les producía, intentando
imaginar a cuántos españolitos no habría engañado el ar-
tero Jean-Jacques con su disfraz de pequeño bodeguero
espiritual y místico. Pero, eso sí, sin que nadie en todo el
auditorio dejase de asentir con gesto complaciente. Por-
que, siendo realistas, ¿de qué iban a renegar? Por más que
las memorias del camino les resultasen terriblemente abu-
rridas, lo cierto era que la jugada del señor Mercier había
salido bien, y los puentes tendidos a lo largo del camino
sirvieron para establecer nuevas relaciones comerciales
para los Mercier-Triché, gracias a las cuales la familia se
benefició durante un buen tiempo de una cierta prosperi-
dad e incluso comodidad.
Una pena que, al final, ni la riqueza fuera tanta ni,
sobre todo, hubiera durado lo suficiente como para haber
- 53 -
alcanzado algún que otro contacto más elevado. Porque
ésa era la verdad: mucho cuento con la gran epifanía mís-
tica, pero lo cierto es que el honorable Jean-Jacques tardó
casi tan poco en amasar su fortuna como en bebérsela…
Quién sabe, si hubiera durado un poco más, tal vez ahora
Philippe habría dispuesto de otros privilegios. Y, lo que
era más importante, quizá no se sentiría tan cansado, no
habría acumulado tanta fatiga en tantos aspectos y, sobre
todo, tal vez habría podido disponer de unas botas que no
le apretasen tanto los pies.
Todavía sentado —en realidad casi derramado— en
el primer banco de la nave central, Philippe Mercier con-
cluye que es un poco tarde para semejantes disquisicio-
nes. Ahora, lo importante es que aquí está él, tantos años
después, siguiendo también los pasos de su padre. Aun-
que nada más sea en cierto sentido, claro.
Porque esto también es cierto: en su caso, el joven
Philippe Mercier no ha experimentado nada que se parez-
ca a ninguna epifanía mística, ni grande ni pequeña. De
sobra sabía con anterioridad que su padre tampoco había
sentido tal cosa más allá de en sus más que acomodadas
memorias, pero, para su mayor sorpresa, al hacer ahora
repaso de todas aquellas experiencias tantas veces relata-
das, a todas ellas las ha echado en falta. No, Philippe ni
se ha encontrado consigo mismo en ninguna ocasión de
- 54 -
la que se haya sentido especialmente orgulloso, ni mucho
menos está cerca de ganarse ningún jubileo. Es más, el
muchacho está seguro más allá de cualquier duda razona-
ble de que, si es cierto que vive algún dios, a Philippe le
va a costar mucho ganarse su perdón. Más aun, teniendo
en cuenta lo que está a punto de hacer.
—Es impresionante, ¿verdad?
Con la mirada aún perdida en algún rincón de las bó-
vedas de arista, allá, tan arriba, Philippe se limita a asentir
en silencio. En realidad, no sabe a qué se refiere su com-
pañero, pero eso da igual. Sea cual sea el objeto del co-
mentario hecho por Armand, la afirmación es una buena
respuesta.
Sí, es impresionante el espacio. El crucero de la cate-
dral, el altar mayor, la figura del apóstol. Lo es incluso el
Botafumeiro, el famoso incensario de cuyo impresionan-
te vuelo tantas veces había escuchado hablar a su padre,
ahora inmóvil ante a ellos.
Sí, es impresionante el viaje que los ha llevado hasta
aquí. El camino…
…Y sí, es impresionante la cantidad de muertos que
han ido dejando a su paso. Los últimos, todos esos sol-
dados ingleses a los que, después de tantas jornadas de
persecución incansable, siguiendo sus pasos desde el nor-
te de Portugal hasta las puertas de Coruña, por fin alcan-
- 55 -
zaron hace tres días en los campos de Elviña, a las afue-
ras de la ciudad. Pobres diablos, los cazaron como a ratas
justo cuando, exhaustos, intentaban embarcar, huyendo
de regreso a Inglaterra. Es verdad que muchos lograron
escapar, alcanzar las naves y, esquivando el fuego, zarpar
hacia el norte. Pero también lo es que no fueron pocos los
que cayeron. Empezando por su comandante, el general
sir John Moore, abatido por una bala de cañón que el pro-
pio Philippe se encargó de disparar. La sangre de todos
esos desgraciados, el joven Mercier todavía la siente fres-
ca en sus manos… Todo, todo es impresionante. Sí.
Aunque, por supuesto, su compañero Armand no se
refiere a nada de ello.
—Plata y piedras preciosas —continúa, con la mirada
fija en el incensario—, y los aldeanos ahí fuera, pasando
hambre…
Philippe sonríe con desgana.
—No será gracias a nosotros que dejen de hacerlo.
Armand Lemaitre también niega en silencio.
—Órdenes son órdenes —se exime.
En efecto, órdenes son órdenes, piensa Philippe. Y lo
que menos importa es que esas órdenes sean correctas o
incorrectas, justas o injustas. Órdenes son órdenes…
Los dos hombres vuelven a ponerse en pie y, con ges-
tos automáticos, proceden a desenganchar el Botafumeiro
- 56 -
de los correajes que lo mantienen amarrado a la larguísi-
ma soga suspendida desde las poleas, en lo alto del cru-
cero. «Sólo es un incensario», se dice a sí mismo Philip-
pe, intentando disculparse de antemano ante el enojo que
presumiblemente le supondría a su padre si éste llegara a
saber lo que el joven Mercier está a punto de hacer: cargar
el incensario en el carro del mariscal. Pero ¿y qué otra op-
ción le queda? Órdenes son órdenes, lo sabe hasta el cabo
más patán. Y un soldado nunca desobedece el mandado
de un superior. Menos aún cuando el tuyo es el ejército
más poderoso que pisa el suelo del mundo conocido. De
modo que, si esto es lo que quiere el mariscal Soult, esto
será lo que tenga. Al fin y al cabo, no es más que un in-
censario. Uno muy grande, sí. Uno de plata y piedras pre-
ciosas, también. Pero ¿qué puede hacer Philippe Mercier
al respecto? Con el tiempo habrá otro, y si no es de plata
que sea de latón, que para el caso hará el mismo servicio.
Philippe es un soldado, y se debe a las órdenes de sus su-
periores. Desde el primero hasta el último. Desde el cabo
hasta el emperador. Y, a fin de cuentas, nadie desobedece
a un oficial del ejército de Napoleón Bonaparte…
- 57 -
Ander Izagirre es capaz de estar
en todas partes a la vez sin dejar
de pedalear ni un momento por
los puertos y valles de Euskadi.
Dicen que es periodista, y de los
buenos, pero a mí me suena a
buhonero, a romancero de viejo:
si no insiste en que sus historias
son crónicas, no habría forma de
creerlas. Como peregrino, cuenta
que el Camino de Santiago está
lleno de libros tirados, un rastro
de literatura que se desprende de
las mochilas y forma adoquines
en los que nadie se había fijado.
l cementerio de los
E
escritores pesados
Ander Izagirre
- 59 -
dente de las migas de Pulgarcito. Los siguientes ya no los
fotografié, me conformé con anotarlos: Oraciones y devo-
ciones, de tapas duras, y el primer Paulo Coelho del día.
Alrededor de 60.000 peregrinos caminan todos los
años desde San Juan de Pie de Puerto hasta Roncesva-
lles. Es como si una ciudad de tamaño medio cruzara la
cordillera a pie, con la peculiaridad de que estas personas
pertenecen a más de cien nacionalidades. Para la mayoría
supone la primera jornada del Camino de Santiago: el día
de los arrepentimientos. Emprenden una subida de veinte
kilómetros, mil trescientos metros de desnivel, y pronto
descubren que la mochila pesa demasiado y su lomo no
aguanta tanto, sospechan que el segundo pantalón no les
será necesario, el secador de pelo tampoco. Dicen que la
peregrinación es una plegaria expresada con el cuerpo:
para qué cargar, entonces, libritos de oraciones.
Fuera el librito de oraciones, fuera el sexo tántrico,
fuera Paulo Coelho.
Durante cinco o seis horas de subida al collado de
Lepoeder vi peregrinos doblados bajo mochilas enormes.
Vi a cuatro coreanos caminando vigorosos con botellas
de litro y medio de agua que les colgaban una de cada ca-
dera y se bamboleaban contra los muslos; vi a una joven
alemana que llevaba de la correa a su perrito, y el perrito
vestía un chaleco con un bolsillo en el que portaba su pro-
- 60 -
pio botellín; apenas vi a una pareja de ancianos franceses,
porque marchaban ocultos bajo su carga titánica, pero es-
cuché sus ahogados bonjour y vi sus bastones asomándo-
se, tanteando cada roca como antenas de hormiga, claván-
dose en el suelo como si en cada paso temieran sucumbir.
Subíamos todos como podíamos, con esa mezcla tan
jacobea de penuria y alegría, sonrisas y sufrimientos, sa-
ludándonos y animándonos en siete lenguas, reconocién-
donos en el idioma universal del resoplido. Parábamos de
vez en cuando, mirábamos hacia atrás, nos despatarrába-
mos en la pradera y nos mirábamos alzando las cejas: a
nuestros pies quedaba ya muy abajo la región de Garazi,
con sus pueblos blancos y rojos desperdigados entre el
oleaje verde de las colinas, los bosques que trepaban por
las vaguadas, las praderas moteadas de ovejas, los vue-
los circulares de las águilas, tan ágiles, tan elegantes, tan
ofensivas para nosotros, qué maravilla, qué pittoresque,
qué escenario para puzles.
Los peregrinos dejaban una flor, una estampa o una
cinta a la imagen de la Virgen de Biakorri, colocada en
una cresta rocosa. Se sacaban fotos ante la losa moderna
que indica la entrada a Navarra, más vistosa pero menos
verdadera que el viejo mojón de piedra unos metros atrás,
cascado en las esquinas, colonizado por los líquenes y con
el número 198 cincelado, el que le corresponde en la serie
- 61 -
de 602 mojones que instalaron para delimitar la frontera
entre España y Francia. También se sacaban fotos en la
fuente del collado de Bentartea, porque una placa indica
que esta fuente es, tachán, tachán, la fuente del caballero
Roldán.
Dice la leyenda que Roldán intentó romper su fabulo-
sa espada Durandarte contra una roca, para que no cayera
en manos de los moros que le habían tendido una embos-
cada, pero al dar el golpe abrió una grieta de la que surgió
un manantial. Un pastor de la zona me contó que toda la
vida llamaron Fuente de Roldán a otra que está más es-
condida, en una vaguada del monte Astobizkar, pero que
las autoridades trasplantaron el nombre mítico a esta otra
fuente, que siempre fue la fuente de Bentartea, y que lo hi-
cieron porque aquí pasan miles de peregrinos hacia San-
tiago y así les venden un poco de sabor legendario. Es lo
bueno de las leyendas: se transforman al gusto del usua-
rio, sin muchos miramientos, en el siglo XI o en el XXI.
Porque hablamos de literatura pesada justo en uno de
los mayores escenarios de la literatura hinchada: el de la
batalla de Roncesvalles.
- 62 -
El 15 de agosto del año 778, veinte mil soldados del
ejército franco de Carlomagno volvían a casa con un buen
mosqueo. Habían cruzado al sur de los Pirineos, se habían
pegado una caminata tremenda hasta Zaragoza y allí ha-
bían descubierto que les estaban tomando el pelo: el go-
bernador andalusí Husayn se negó a abrirles la puerta. Los
francos iban confiados, porque se suponía que Zaragoza
iba a rendirles vasallaje para quitarse de encima al emir
de Córdoba, pero Husayn les dijo que había cambiado de
idea. Carlomagno, hecho una furia, asedió la ciudad pero
no iba preparado para sostener una campaña larga, así que
secuestró a varios jefes musulmanes y ordenó la vuelta al
norte, donde se le estaban sublevando los sajones. Hubo
escaramuzas por el camino: los vascones, que estaban
aliados con los andalusíes del Ebro, atacaron a Carlomag-
no en el sur de Navarra; Carlomagno se vengó destruyen-
do las murallas de Pamplona y atravesó los Pirineos.
El resto de la historia lo conoce todo el mundo. Sí,
pero casi todos conocen la versión de los propagandistas
medievales.
El ejército franco atravesó el collado de Roncesva-
lles. Cuando la retaguardia bajaba por un desfiladero ha-
cia el norte, se escuchó la llamada de un cuerno, señal
de ataque: tropel de vascones corriendo montaña abajo,
- 63 -
gritos, aullidos, lluvia de flechas y rocas, soldados francos
masacrados en el arroyo, sangre, sesos, ayes, gemidos.
La primera mención de esta batalla la escribió Egi-
nardo, biógrafo de Carlomagno, hacia el año 830. Dice
que los vascones eran unos pérfidos que se escondieron
en el bosque y atacaron a los francos para robarles. El
episodio probablemente no fue más que una escaramuza
sangrienta, una pequeña derrota que escoció a las tropas
imperiales, pero doscientos años más tarde un monje nor-
mando retocó las cosas para escribir el best seller que
necesitaba su época: ¡pasen y escuchen La Chanson de
Roland, el cantar de gesta que todo el mundo recita!, ¡tre-
menda batalla entre moros y cristianos!, ¡cuatro mil ver-
sos para temblar con la crueldad de los infieles sarracenos
y el heroísmo de nuestros paladines cristianos! En el siglo
XI, en vísperas de las Cruzadas, los reinos europeos nece-
sitaban inspirar a sus gentes con historias de superhéroes
cristianos, como la de Carlomagno, su sobrino Roldán y
los Doce Pares de Francia luchando en las montañas con-
tra los temibles musulmanes. Como enemigo de categoría
no valían los vascones, ese puñado de salvajes pirenai-
cos. Así que en el Cantar de Roldán, en la versión que
quedó en la memoria europea, desaparecen los vascones
y comparecen cuatrocientos mil moros al ataque (¡hala
moros!). En Roncesvalles pierden los cristianos, sí, pero
- 64 -
en la batalla matan a cien mil moros y solo pierden por-
que el traidor Ganelón, cuñado de Carlomagno, ha reve-
lado su ruta a los enemigos. Es curioso: existió Ganelón
y fue un traidor, pero existió dos generaciones más tarde
que la batalla de Roncesvalles. No importa, servía para
el potaje.
- 65 -
piezas que, de repente, al escucharse el toque de socorro,
empezaron a sangrar.
Una vez me contaron en qué casa estaba Carlomagno
jugando al ajedrez y me fui a buscarla. Me perdí por un
laberinto de carreteritas rurales en Ontzorone, al pie de
estas montañas, buscando un caserío del que solo conocía
el nombre y una foto. Cuando vi una casona de muros
encalados y contraventanas rojas, junto a una borda de
piedra y un invernadero de plástico, me pareció que podía
ser. Me asomé al invernadero y vi a un hombre joven,
de barba rasa y manos negras de tierra, entre tomateras y
pimientos.
—Perdón, ¿este es el caserío Mokosailia?
—Sí.
El chico se llamaba Jean-Marc Goyenaga. Era labor-
tano de Azkaine, se vino a este valle bajonavarro a traba-
jar de pastor y cultivaba plantas aromáticas y medicinales
en una hectárea y media. Lo hacía todo a mano: las plan-
taba, les quitaba las malas hierbas, recolectaba las flores y
las hojas una a una, las secaba, luego elaboraba con ellas
aceites y jarabes.
Le pregunté por la historia jacobea de la casa, porque
aparece en un documento de Roncesvalles en el año 1333.
—Aquí acogían a los peregrinos y les explicaban por
dónde subir la montaña —me contó Jean-Marc—. De ahí
- 66 -
viene el nombre de la casa. Ils donnent des bons consei-
ls («dan buenos consejos»). Los peregrinos empezaron a
llamarla maison du Bon Conseil y, como en esta casa solo
entendían euskera, fueron cambiándole el nombre según
les sonaba: Monconseil, Mocoseil… Al final lo vasquiza-
ron: Mokosailia.
—Y dicen que Carlomagno…
—Sí, sí, Carlomagno durmió en esta casa. Él iba a
la cabeza del ejército y se paró aquí a esperar a que sus
tropas bajaran de Roncesvalles. Cuando Roldán tocó el
cuerno, Carlomagno estaba aquí jugando al mus y las car-
tas empezaron a sangrar.
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más largo, más dificultoso, más desolado, expuesto a las
nieves y a los calores, donde sigue muriendo algún pere-
grino de vez en cuando, desprevenido, agotado, sin nece-
sidad de lobos. Esta ruta alta tuvo usos militares, cuando
los conquistadores castellanos de Navarra buscaron otro
paso hacia San Juan de Pie de Puerto, cuando el mariscal
Soult transportó artillería para tomar Pamplona durante
las guerras napoleónicas, pero no tiene sentido para la pe-
regrinación. No tiene sentido práctico pero tiene sentido
narrativo: es un camino por laderas abiertas, mucho más
panorámico, fotográfico, turístico, épico y tántrico que el
antiguo camino por la vaguada boscosa de Valcarlos.
Aquí todo va de contar historias.
Si por este collado pirenaico —y por ningún otro—
pasan todos los años miles de coreanos, brasileños, italia-
nas, australianos y alemanes, es porque aquí late una gran
historia, la de la tumba del apóstol, que funciona a pleno
rendimiento mil doscientos años después.
La peregrinación a Santiago fue una estrategia de co-
municación sensacional. El pequeño reino de Asturias ne-
cesitaba un buen mito con el que convencer a sus súbditos
de que tenían la protección divina para lanzarse contra
el todopoderoso emirato de Córdoba. Los sarracenos ya
usaban la idea de la guerra santa y la recompensa del pa-
raíso para sus guerreros, así que los cristianos imitaron la
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jugada. Alrededor del año 830 anunciaron el hallazgo de
la tumba del apóstol Santiago en la región más occiden-
tal de su territorio —pagaría por asistir a la reunión en
la que alguien propuso la idea—. Un discípulo de Cristo
había fundado la iglesia asturiana, así que la lucha contra
los infieles era un imperativo religioso. Para que nadie
titubeara, el apóstol se apareció en la batalla de Clavijo a
lomos de un caballo blanco, decapitó a miles de moros y
dio el triunfo a los cristianos. El rey astur Ramiro I ordenó
que todos sus súbditos pagaran un impuesto para soste-
ner la iglesia de Compostela y que peregrinaran hasta la
tumba del santo. Así nació el Camino. Pero esa orden real
es una orden falsa: se la inventaron, trescientos años más
tarde, los cronistas de un monasterio expertos en eso que
ahora llamamos el relato. Pues fue un exitazo. Recaudó
mucho dinero y puso en marcha a miles de personas en
media Europa. La peregrinación a Compostela sirvió para
hermanar a los balbuceantes reinos cristianos, para tender
calzadas a través de las montañas y puentes sobre los ríos,
para construir monasterios, para fundar ciudades, para
que circularan idiomas, gremios y artes. Para formar una
cierta idea de Europa y no otra.
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Y allí estábamos, atraídos por la campaña de un pu-
blicista medieval, una fila de alemanes, japoneses, italia-
nas, coreanos, brasileñas, muchos francos y algún vascón,
silenciosos, reventados y contentos, esperando turno en
la oficina del peregrino de Roncesvalles para que nos
asignaran un dormitorio. Dos hombretones neerlandeses,
con la palabra «Hospitalero» a la espalda de sus chalecos
rojos, adelantaban el trabajo anotando nuestros datos en
fichas. Cuando reconocieron a un compatriota y charlaron
con él, intenté adivinar en sus rasgos el aspecto desinflado
de alguien que acarrea un libro de sexo tántrico y lo aban-
dona al cabo de seis kilómetros.
Dejamos las botas en un almacén y entramos descal-
zos a la casa Itzandegia, una gran nave gótica del siglo
XII, con docenas de literas alineadas entre arcos interio-
res que parecen costillas de una ballena de piedra. Dicen
que fue hospital de peregrinos. Solo el vascón del grupo
entendió el nombre de la casa —la de los boyeros o ca-
rreteros— pero todos captaron esa antigua esencia, por el
sabroso olorcillo a establo que enseguida adensó el aire.
Después de la ducha y la cena comunitaria en cuatro
idiomas y siete asombros, di una vuelta por los edificios
de Roncesvalles y descubrí unos pasadizos y unas salas
tan fascinantes como las de un castillo tintinesco. No me
refiero a la capilla románica ni a la iglesia gótica ni a las
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joyas de arte sacro ni a las vidrieras coloreadas ni al se-
pulcro del rey medieval. En un pasillo encontré una mesa
en la que habían alineado cables, cargadores, neceseres,
gorras y zapatillas, con un cartel trilingüe. Resulta que en
castellano eran objetos perdidos, en francés objetos en-
contrados (objets trouvés) y en inglés perdidos y encon-
trados (lost&found), pero después de cruzar los Pirineos a
pie no me quedaba mucha frescura para trazar semblanzas
psicológicas nacionales. La siguiente mesa era más gran-
de y más fácil de interpretar: «Deja lo que te sobre, coge
lo que necesites», decía el cartel. Tras la primera jornada a
pie, tras el día del arrepentimiento, los peregrinos aligera-
ban sus mochilas y así elaboraban un magnífico repertorio
de lo inútil, un escaparate de preocupaciones efímeras, o
siendo optimistas, un inventario de temores superados: de
repente, ya no necesitaban la lona exterior de la tienda de
campaña, la esponja exfoliante, la linterna, tantos peines,
tantos desodorantes, la pata de cabra para apoyar la bici-
cleta, el rollo de bolsas de basura, el paquete de protecto-
res desechables para sentarse en retretes sospechosos, el
cazo de hojalata, los dos tapetes de ganchillo rosa, las sue-
las de repuesto, las alpargatas, y mi favorita, por todas las
hipótesis que abre, la garrafa de agua de Lourdes vacía.
Encontré, al fin, la sala del tesoro. La llamaban bi-
blioteca del peregrino pero se trataba de un cementerio
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de libros abandonados. En sus estantes yacían Los pila-
res de la Tierra (kenfolletón de 1.038 páginas), Europe
on a shoestring (guía de 1.300 páginas), La casa de los
espíritus (allende las 380 páginas), una biografía de Paul
McCartney (360 páginas en tapa dura), Nunca te pares
(la autobiografía de Phil Knight, fundador de Nike, des-
cartada por alguien que efectivamente decidió no parar-
se y mucho menos por culpa de estas 432 páginas), La
tentazione di essere felici, Spiritualis Intelligencia, Wohin
pilgern wir?, una voluminosa biografía ilustrada del fo-
tógrafo Doisneau, tres metros lineales de libros coreanos,
decenas de diccionarios, cincuenta, cien, doscientas som-
bras de Grey, barricadas enteras de Paulo Coelho en mil
idiomas.
Los peregrinos se iban desprendiendo de lo superfluo
y a partir de Roncesvalles ya caminaban un poco más li-
geros. No hay crítico literario más fiable.
- 72 -
«Para que lo soportase mejor
le dije que el frío es elegante».
Habla el narrador de este cuento
de intemperies que viene a decir
que todos los caminos empiezan
en algún sendero junto a la playa,
de jóvenes, cuando aprendemos
a andar solos. Habla el narrador,
pero bien podría hablar el propio
Manuel Jabois, que siempre tiene
una palabra para soportar mejor
los fríos.
Esa noche
Manuel Jabois
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seguiríamos oyendo los pasos, los resoplidos, las quejas y
las ambiciones de las personas que persiguen a Dios físi-
camente, que recorren kilómetros para encontrarse men-
talmente con el cuerpo de uno de sus discípulos?
Esa noche hizo aún más frío. Me gustó y me dolió al
mismo tiempo ver a Marta. Tenía la sensación de que ha-
cía días que no la veía. Llegaría ese momento: el momen-
to en que la dejaría de ver para siempre. Pero aún la vi,
casi espectralmente. Todo nuestro tiempo transcurre en el
‘aún’. Me miró y sonrió («la que liamos») y luego creo
que lloró porque tenía frío. El frío no era normal, pero
no era normal porque el frío éramos nosotros. Para que
lo soportase mejor le dije que el frío es elegante. Los tres
cuartos, las bufandas atadas al cuello como una soga o
caídas hasta la cintura, como el pelo de las cantaoras. Los
botines, incluso. Hasta los labios cortados tienen encanto.
Y los ojos un poco enrojecidos. El escalofrío tan tierno, en
soledad, mientras esperas a sacar dinero del cajero. Casi
todo es belleza en el frío, le dije. Los paisajes nevados
del interior de Galicia. Recemunde, en Pobra de Brollón,
bajo una gran manta blanca inacabable, como si aquello
fuera el cielo. No se entiende un amor en Nueva York sin
nieve, como no se entiende matar sin guantes de cuero ne-
gro, bien ajustados a los dedos, ya sea para empuñar una
pistola o quebrar un cuello. Es el cine quien nos educa,
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le dije a Marta. La literatura. Piensa en una temperatu-
ra bajo cero, la que tú quieras, y un salón con chimenea
mientras los lobos restriegan el hocico contra la ventana,
como avisando. Aquel psicópata del libro que leímos en
el instituto que al salir de cualquier pub agitaba un billete
de cien dólares delante de un mendigo, y se lo volvía a
meter en el bolsillo, casi impasible. Las medias de lana
de la prima pequeña, y la abuela pasando la tarde delante
de una estufa como si estuviese echada en el solarium.
Los gorritos de lana. Y esos guantes tan elegantes, esos
guantes a los que se les descapullan los dedos para coger
el móvil y contestar un correo cualquiera, el primero que
se te venga a la cabeza.
Esa noche no nos aburrimos; en realidad, nunca nos
aburríamos. Dormíamos casi todo el tiempo, cada vez
más horas. Hablábamos cada vez menos. Nos gustaba ver
a través de la grieta el mundo del que nos despedíamos,
que nos parecía ya un mundo amable y cálido en el que
depositar impunemente cualquier esperanza. De allí ve-
níamos, y cuanto más nos separábamos de él más amor y
agradecimiento sentíamos por haber podido vivir ahí. Es-
cuché a lo lejos a un grupo de peregrinos que hablaba del
accidente de uno de ellos, hace muchos años. Era un señor
que probaba una máquina de cortar piedras y se llevó por
delante su propio pulgar, poniendo al resto de gente per-
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dida de sangre, y lo recogió con la otra mano mientras se
quejaba: «Todo son prisas, todo son prisas, ¡andamos a
correr!». Intenté reírme, aún pude.
Esa noche empezó cuando fuimos de acampada a la
playa con el botellón a cuestas a pasar una noche de fina-
les de verano, y uno se puso a buscar cigarros por la arena,
porque la gente se había quedado sin tabaco. Así, encen-
diendo el mechero, fue acercándose a la orilla hasta que
se presentó, mortalmente silenciosa, una planeadora. Los
hombres habían creído que la luz era la señal convenida.
El chico fue a ellos y les pidió un cigarro. «Estaba buscan-
do colillas por la arena», explicó. No le contestó nadie.
Uno de ellos sacó un rubio de la cajetilla y se lo pasó sin
decir nada. Como llegaron, marcharon, sumergiéndose
sin luces en la oscuridad. Luego fuimos a Santiago por la
A9. Marisa conducía. Dicen que fue la única que se salvó.
Eso pasa mucho también: los que quieren ser conducidos
pagan el precio de dejarse conducir.
Esa noche éramos cinco. Era verano. En aquella épo-
ca aún hacía calor en verano. En aquella época, si hubié-
semos querido hacer el Camino, lo hubiésemos hecho de
Tui a Santiago. Todavía las cosas funcionaban de atrás
adelante: se iba del verano al invierno, de Tui a Santiago,
de la noche al día, de la vida a la muerte. Pero nosotros
no queríamos hacer el Camino, sino acabar la noche en
- 77 -
Santiago. Tampoco recuerdo en qué punto pasó. Creo que
fue cerca de Porriño, creo que fue cerca de un albergue.
Eso desciframos. Sé que cada vez recordaré menos y que
recordaré ya en solitario, sin ellos.
Los primeros días de esa noche aún podía escribir.
Luego supe que los primeros días eran esa noche, y que
nos habíamos quedado dentro de ella. Raúl Peleteiro, Mar-
tina Sánchez, Marisa Blanco, Carlitos Segade, Alejandro
Recho (Janito, yo). Nuestros nombres los decían algunos
de los que iban a ver al apóstol, los que perseguían fí-
sicamente a Dios; nuestros nombres estuvieron en todas
partes después del accidente. ¿Se salvó Marisa? Quién lo
sabe. Yo la sentía con nosotros. Quizá era un coma. Quizá
se quedase ahí siempre. Tenemos o teníamos, ya no lo sé,
dieciocho años. A partir de cierta edad, escribí por última
vez, empezaré yo a recibir los golpes, y desde entonces
preferiré el papel de víctima al de agresor; elegiré el dolor
de la traición al remordimiento del pecado y la mala con-
ciencia. No tuve hasta ahora ataques de ansiedad, escribí,
pero he llorado durante años sin sentido noches enteras.
Es el dolor del mundo que me hoza el corazón, como si la
tristeza de las cosas se me hubiese colado dentro.
Esa noche es en 1987. Nos dejan flores pero nada
florece. Oigo pasos desde entonces y nunca sé si son los
nuestros, marchando, o los de quienes llegan.
- 78 -
José María Merino, novelista,
poeta, cuentista soberbio, autor
de una obra inabarcable, ha
visto el Camino de Santiago
desde su León de la infancia,
cerca de San Marcos. En esta
ficción sobrenatural, la historia
antigua jacobea estremece la
conciencia de un niño y reverbera
la del lector, que observa con
desconfianza los montes donde se
pierde la ruta.
a verdad sobre
L
El Peregrino
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no lo veo en las últimas, pero dice que se va a morir de
un momento a otro y que no quiere morirse sin hablar
contigo.
—Iré el fin de semana, te lo prometo. Dile que inten-
taré estar ahí el viernes, pero que, si no, el sábado estaré,
el sábado, seguro.
Claro que no pude ir el viernes. El señor Matilla, mi
jefe de Siniestros, un tiburón de ojos saltones que con-
trolaba nuestros trabajos desde su pecera frontal, cuan-
do le sugerí la posibilidad de salir de la oficina el vier-
nes por la mañana un poco antes, a tiempo para coger el
tren, me miró con una mezcla de escándalo y repugnancia
y me respondió, tajante, que si quería seguir en la em-
presa, solo a ella tenía que considerarla mi abuelo, mi
abuela, mi padre y mi madre, «con toda devoción filial»,
añadió, y en su complacida malevolencia había una pia-
dosa circunspección.
- 81 -
pasar ante San Marcos, donde estuvo preso Quevedo —lo
que mi padre siempre recordaba— aunque en el último
tramo, el que antecedía a la casa, la larga fila de chopos
que antes flanqueaba la carretera había sido sustituida
brutalmente por construcciones de pisos poco agraciadas.
Mi abuelo había levantado su casa en aquel lugar
cuando todavía conservaba su condición de espacio rural,
con praderas y arbolados que lo separaban del resto del
pueblo. El edificio, aparte de ser la vivienda de los abue-
los, estaba destinado a bar y a lo que entonces se llamaba
«merendero», un restaurante para las fiestas, los fines de
semana y las vacaciones, con un jardín y emparrados que
protegían las mesas del sol. En la casa había también unas
cuantas habitaciones, y durante el verano las ocupaban
familias asturianas que venían desde el otro lado de la
cordillera para «secarse», como se decía.
Mi abuelo era de origen campesino, pero había pasa-
do algunos años en el seminario y otros en el extranjero,
y sus viajes lo habían hecho descubrir algunos horizon-
tes inusuales. Por ejemplo, la casa estaba diseñada con
arreglo a ciertos patrones racionalistas, de arquitectura de
vanguardia, «porque hay que estar con los tiempos», de-
cía él; además, construida junto a la carretera de Trobajo,
se encontraba a la orilla del Camino de Santiago, pero,
como he contado en otra ocasión, mi abuelo, la primera
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vez que me lo dijo, una noche sin luna, en vez de apuntar
a la carretera señaló el rastro blanquecino de la Vía Lác-
tea, dándome una idea muy peculiar tanto del emplaza-
miento de la casa como de la estimación que a mi abuelo
le merecían las dimensiones del cosmos.
- 83 -
estás, anquilosado, medio tullido.
Que el abuelo, además de estar obsesionado con la
idea de la muerte próxima, tenía otro motivo de desaso-
siego para él muy importante, quedó claro en cuanto salió
tía Sara. Me dijo que me sentase, alzó el torso con mucha
fijeza y habló con apresuramiento.
—¿Te acuerdas del peregrino? ¿El que había atrope-
llado un coche? ¿El que recogimos aquellas navidades?
Claro que me acordaba. Había sido una experiencia
tan rara que permanece enquistada en mi recuerdo como
un nódulo de extrañeza. Pero fui cauteloso y no me apre-
suré a corroborarlo. Titubeé unos instantes, aparenté que
hacía esfuerzos por recordar.
—Claro que tienes que acordarte —repitió—. Iba
vestido como un peregrino antiguo.
—Ahora que lo dices…
Mi abuelo seguía con el torso alzado:
—No aprovechó la niebla para esconderse, José Mari.
Yo me empeñé en darle una explicación lógica a su des-
aparición, pero lo cierto es que se desvaneció, se esfumó
en el espacio, esa es la verdad, y no dejo de darle vueltas
y vueltas en la cabeza. Seguro que había aparecido del
mismo modo. Por eso aquel coche se lo llevó por delante.
Recuerda lo que decía el conductor…
- 84 -
*
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la tiniebla un poco temblorosa en la que se desvanecía la
superficie de la nieve alumbrada por la luz del bar, más
allá de los tres grandes bultos de los monigotes de nieve.
Cuando regresaron, llevaban entre varios un cuerpo
inerte vestido con una especie de túnica marrón. Tenía la
cabeza cubierta de sangre y mi abuelo dijo que lo llevasen
a una de las habitaciones y que fuesen corriendo a por el
médico, que vivía en el pueblo.
—¡Apareció de repente, lo juro! —repetía el conduc-
tor del coche.— ¡Como si me lo hubiesen puesto delante
en ese mismo momento!.
El golpe había sido muy fuerte y el atropellado san-
graba mucho. El médico, un hombre apacible de lentes
gruesos, dijo que no comprendía cómo no había muerto
en el acto, y contaron después que, tras desinfectar y ven-
dar la cabeza del herido, no quiso que moviesen el cuerpo
para llevarlo al hospital, porque acaso no lo resistiría...
Le habían quitado las ropas y las vi en el lavadero:
la gran túnica estaba hecha de un tejido grueso y áspero,
y debajo vestía también una especie de camisón de tela
blanca, basta. Isolina, la joven criada de los abuelos, se
reía diciendo que no llevaba calzoncillos, admirándose de
las vendas de cuero que habían rodeado las pantorrillas
del herido, por encima de unas abarcas también de cuero
muy grueso, que tenían el aspecto de haber sido elabora-
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das manualmente. El resto de sus pertenencias eran una
pequeña capa y un sombrero, también de cuero grueso, un
largo bastón con un extremo rematado por una pieza pi-
cuda, una gran calabaza seca, hueca, y un zurrón. Cosida
al ala del sombrero mediante cuatro agujeritos, había una
gran concha de vieira.
Para identificar al herido, que seguía inconsciente en
la cama donde lo habían acomodado, mi abuelo revisó el
contenido del zurrón, pero solamente encontró un manojo
de papeles, muchos de ellos manuscritos, dentro de una
carpeta de pergamino muy sobada, una bolsa que sona-
ba a monedas y que mi abuelo no abrió, una navajita, un
cuenco de barro, y un atadijo de trapos que envolvía una
caña fina cortada en un extremo que parecía sucio de tin-
ta, y un frasquito tapado con un corcho que contenía una
sustancia negra y fluida.
—¡Qué cosa más rara! —exclamó el abuelo.
—¿Qué? —pregunté yo.
—Todo esto. Ese hombre es de lo más extraño.
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antiguos, o de las imágenes de santos cuando visten con
esas trazas: la pequeña capa de cuero que llaman esclavi-
na, el hábito de ese tejido que ya no se fabricaba, estame-
ña, el camisón de lino muy tosco, también de aire antiguo
y casero, como lo demás, el sombrero con la concha, el
bordón aguzado en un extremo, y el resto de las prendas
del atavío. También llevaba un cinturón muy ancho y con
una hebilla que debía de haber sido hecha a mano por
algún herrero.
—¿Pero de dónde ha salido este hombre? —pregun-
taba mi abuela.— Todo lo que lleva parece de la época de
Maricastaña.
Fue sorprendente que la sangre se quitase con faci-
lidad de las ropas, como si fuese una leve tintura, pero
todavía resultó más chocante que el herido se recuperase
con tanta rapidez. Al día siguiente, cuando el médico vino
a visitarlo, ya había recuperado el sentido y parecía que
las heridas iban cicatrizando muy bien, con lo que la gente
se admiraba de su buena encarnadura.
Otra cosa rara: hablaba un idioma muy particular, una
especie de francés, dijo el abuelo, que intentaba comu-
nicarse con él hasta que descubrió que podían hablar en
latín.
—Con el poco latín que recuerdo, es como mejor nos
entendemos.
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El herido había recuperado también el apetito y comió
con muchas ganas. Y llamaba la atención la curiosidad
con que observaba las cosas, la bombilla de la lámpara, el
interruptor en forma de pera que servía para encenderla y
apagarla, los utensilios para la comida.
Aquella misma tarde acompañamos al abuelo en una
visita al herido y, mientras ellos hablaban, advertí en el
peregrino esa actitud de curiosidad sorprendida con todo
lo que lo rodeaba.
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mando un café en la salita y yo fui testigo de cómo ma-
nifestaba su sorpresa ante la evolución de las heridas del
accidentado, que ya estaban prácticamente cicatrizadas.
—A mí este hombre me da un poco de miedo —con-
fesó la abuela cuando el médico se hubo ido.— Es todo
tan extraño, la ropa, el calzado, eso de hablar en latín, lo
de curarse así, la cabeza rota, de un día para otro…
Mientras la abuela hablaba, el peregrino estaba tam-
bién sentado en la salita, hojeando desmañadamente una
revista, con ojos de evidente sorpresa.
—Yo ya sé lo que le pasa —dijo mi abuelo.— Esta
mañana estuve hablando con él un buen rato. Es como
don Quijote, alucina, se cree un peregrino antiguo, y ade-
más un peregrino famoso, el monje que escribió la últi-
ma parte del Codex Calixtinus, el Liber Sancti Jacobi, la
primera guía que se hizo, en el siglo XII, para recorrer el
Camino de Santiago.
Al escuchar aquellas palabras en latín, el peregrino
nos miró con interés y el abuelo le sonrió, señalándolo
con una mano:
—Ahí lo tenéis, el mismísimo Aymeric Picaud, que
está componiendo el Iter pro peregrinis ad Composte-
llam. ¿Nonne, Aymeric?.
El peregrino sonrió a su vez, y nos saludó varias ve-
ces con la cabeza.
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de la plaza nevada, aquella súbita ausencia me asustó.
—¡Ha desaparecido! —murmuré, agarrando la mano
del abuelo.
—Habrá echado a correr, se habrá escondido en algún
sitio —repuso el abuelo, sin perder la tranquilidad.— Los
locos hacen las cosas más inesperadas.
Sin embargo, en ningún lugar de la ancha plaza se
veía rastro del peregrino.
—José Mari, sentido común, lógica. No puede haber-
se esfumado. Qué se yo lo que habrá hecho, aprovechan-
do la niebla. Peor para él. Volvamos a casa.
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ca inusitada, hay que aplicar el sentido común, la lógica
formal, has dicho siempre tú, y tienes razón. No hay fan-
tasmas ni alteraciones del tiempo en contra de las leyes de
la física. Se largó. No sé cómo, pero se largó.
Mi abuelo me miró con extrañeza, con evidente incre-
dulidad. Habló otra vez:
—Nunca te conté que, al ver cómo se le habían cu-
rado las heridas, el médico se asustó y no quiso volver…
En el bolsillo derecho del pantalón sentí de repente
como el tacto de una mano que parecía acariciar ese dinar
de oro que el peregrino entregó al abuelo, que este me
regaló a mí y que siempre llevo conmigo.
- 94 -
Qué sería del Camino sin las
Beltranas que, como esta que
imagina Olga Merino, cuidan
las llagas y las ampollas.
Aparca Merino aquí su memoria
personal, que le ha inspirado
libros prodigiosos, como Cinco
inviernos o La forastera, para
llevar al lector a los años
oscuros en que el camino se hizo
Camino.
El rastro de la Beltrana
Olga Merino
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nar, no sabiendo ellos que madre no conocí en la inclusa.
Íbamos sin rumbo por esos senderos del Señor, por las fe-
rias de ganado, por las cosechas y por las vendimias, con
nuestras jocundias y cantigas. Hacíanme danzar al son de
un pandero, con un cencerro amarrado al cuello y en la
cabeza una corona de papel o una mitra de obispo, se-
gún los ánimos; ensartábamos bailes, cuchufletas y otros
rebuznos que a los lugareños divertían, pues se carcajea-
ban sujetándose las panzas. A veces nos soltaban confites,
chacinas y algún vellón de cobre, cosa de poca sustancia
para el pasar de los días.
Si bien lo cavilo, no fueron del todo ruines los años
trashumantes, pero los bellacos con quienes me había
acuadrillado me trataron como a un lobo en llegando a
una villa en fiestas donde ocurrió un espantoso sucedido,
pues algún quienquiera robó a un sacamuelas una tale-
ga bien preñada de ducados, y los vecinos señalaron a la
caterva de bufones y ellos me culparon a mí, aun no te-
niendo yo el vicio de hurtar, «¡fue el giboso!, ¡ese, el de la
joroba!», de suerte que comenzó a llover una zurribanda
de palos en la que me llevé la peor parte. Aquellos desal-
mados me abandonaron en una zanja de desagüe o tal vez
fui yo quien salió huyendo dellos con la testuz abierta,
bien no lo recuerdo, pues puse empeño en olvidar. Ya no
quise más cuentas con ellos ni con chusma alguna.
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Cuando me encontró la mujer, a quienes las gentes
llamaban la Ermitaña, me llevó renqueando hasta su cha-
mizo, donde me cosió la mollera con hilo hecho de tri-
pa de oveja, y púsome luego bálsamo de huevo sobre la
herida para que cicatrizara presta con sus oraciones. De
primero, aun cuando ella creía que la condición natural de
los hombres es vivir en sus predios de origen, allí donde
se encuentren las tumbas de sus padres, no preguntó ni
quiso indagar más allá de cuanto le conté. Así obré yo.
Con el correr del tiempo supe que su nombre verdadero,
el que le dieron en la pila bautismal, era Beltrana y que
había sido lavandera en un hospital de peregrinos, no muy
lejos de allí, pero quiso marcharse porque no era ella mu-
jer de amos ni obediencias.
Dormíamos cada uno en su rincón, ella en jergón, yo
sobre la paja, pero una malhadada vez en que me arrimé
porque quise tocalla, la Beltrana me echó de la choza con
el hurgón de atizar la lumbre, me retiró la palabra y la
mirada, y me tuvo no sé cuántas noches durmiendo en
la zahúrda con el cerdo y comiendo las algarrobas que el
marrano me dejaba. No volvió a suceder y los días se re-
anudaron como si nada, porque están hechos para eso. La
Beltrana se quedó conmigo porque le convino, porque ha-
cheaba la leña, le cavaba los surcos del huerto, me subía
al tejado a remendar las tejas rotas y acarreaba los fardos
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cuando subíamos a la loma a por hierbas y las colgábamos
luego en el secadero para orearlas o sacalles las esencias.
A decir verdad, fui yo quien obtuvo más provecho de la
ventura, pues todo cuanto sé de potingues, de sahumerios
y de la vida misma se lo debo a ella, sin haber aprendido
de letras ninguno de los dos. Lo guardo todo aquí, en-
trecejo adentro, bien prieto, aunque aquellos desalmados
juglares dijeran que iba carecido de sesera. Milenrama
para la diarrea. Marrubio, que limpia el hígado y alivia
los riñones. Serpol para restriñir la sangre y para quienes
no pueden respirar. La ajedrea de jardín cura el dolor de
muelas; las aceitunas confitadas también confortan las en-
cías y los dientes. No hay dolor de cabeza por saña que
lleve que un cocimiento de hierba de San Juan no mitigue.
Un emplasto de mejorana silvestre resuelve los cardena-
les, dando un gran olor. El poleo, el humo de dicha planta,
mata las pulgas, y el de romero ahuyenta la peste y las
serpientes. El vino de ajenjo provoca la orina, sirve a los
que tardan mucho en la digestión, corrige los estómagos
estragados y extermina las purgaciones en las partes de
hombres y mujeres. La verdolaga que me daba a beber la
Beltrana refrena el demasiado apetito de la carne. Compo-
níamos además un buen ungüento para el mal de pie, para
las llagas y desollones, con aceite de oliva, camomila y
malvas infundidas, ceniza de higuera, sebo de candela y
- 99 -
aguardiente, un unto harto eficaz que vendíamos con gran
precio entre los peregrinos con caudales que volvían o se
dirigían al solar de Santiago. Ella gustaba tanto de acer-
carse hasta el camino que me hizo armarle un banco de
madera desbastada junto al roble para verlos transitar, ya
fuera en sus sayales de arpillera o envueltos en terciopelos
y brocados, a pie desnudo o bien sobre cabalgadura.
Creedme, amigo caminante, que aprendí en su cho-
za a poner nombre y enmienda a las dolencias y padeci-
mientos que infligen castigo a los humanos. La Beltrana
reconocía enseguida a quien penaba por el tabardillo de
las tripas, y sabía hacer cauterios y distinguir la pleuresía
del mal de costado. Tenía mejunjes para la comezón de la
sarna y el para garrotillo, que a los enfermos les hinchaba
la garganta como un odre lleno de aire. Las fiebres tercia-
nas las curaba con una cataplasma en las plantas de los
pies a base de ruda, dos o tres cabezas de arenques, cuanto
más añejas mejor, varios dientes de ajo y un pellizco de
levadura, que yo majaba en un mortero de mármol. La
Beltrana no quería leprosos en sus pagos, y me aguijaba
a mí para que yo los devolviera al camino con la hoz o
la llama de una tea. No los quería porque no conocíamos
remedio para su mal.
En el año de la gran mortandad, cuando a las hembras
y a los varones les nacían en las ingles y en los sobacos
- 100 -
unas hinchazones grandes como manzanas, que apesta-
ban a paja podrida, nuestras rentas menguaron hasta que
se echó sobre nosotros la negrura. Tuvimos que encerrar-
nos en la casa con la tranca en la puerta y masticar raíces
cuando se acabaron las viandas del cobertizo. No había
grano ni aun pagando su peso en oro. El camino se vació
de peregrinos, y no deambulaban sobre el polvo sino el
viento y el eco de fantasmas que arrastraban sus cadenas.
Pero cuando volvió la luz lo hizo con un estallido de flores
y abejas en los campos. Se llevó su tiempo pero regresó
la alegría, como lo hizo la caudalosa corriente de rome-
ros que desfilaban para postrarse a los pies del apóstol.
Nos sentábamos en el banco a venderles huevos de ga-
llina para reponer fuerzas, a ofrecerles nuestros remedios
y por la simple afición de verlos pasar, frailes y señores,
damas y penitentes que anhelaban el perdón de sus peca-
dos y fechorías, ciegos con sus zanfonas, saltimbanquis
moros, las gentes de la sopa boba, goliardos, estudiantes,
enfermos, escribanos y pedigüeños... Así se reanudaron
las estaciones.
Poco más puedo referirle, amigo caminante, pues la
vida cabe en un puño. Hasta que hace cuatro jornadas la
Beltrana desapareció antes de que el sol saliera: cuando
desperté, ya no estaba en su yacija. La he buscado en la
loma, donde nace el arroyo, en la covacha donde me en-
- 101 -
contró, y he preguntado por ella en el viejo hospital sin
que nadie me dé razón.
Esta mañana he enterrado la llave de la casucha bajo
el banco del roble y me he echado al camino. Sigo su
rastro en el aire. Huelo que la Beltrana también quiere
hincarse ante el santo antes de morir y sobre todo conocer
el mar.
- 102 -
Susana Pedreira escribe con la
voz, en la radio, llenando Galicia
de historias. Nadie como ella
podía contar qué significa crecer
en la tierra del camino, en los
pueblos por donde pasa, estudiar
en la ciudad a la que llega y estar
atenta a la forma sutil en que
cambia el paisaje.
Vivir en el Camino
Susana Pedreira
- 104 -
dado de pueblo y ciudad tres veces desde entonces. Así de
difícil es dejar de vivir en el Camino cuando el lugar que
habitas se llama Galicia. Tres décadas después de insta-
larme, estoy segura de que el Camino es como el París de
Vila-Matas: no se acaba nunca.
Crecí en lugares atravesados por él, aunque confieso
que nunca me atravesó a mí. Me limité siempre a pisarlo
sin épica, a observarlo sin más, a guiar a quien llegaba
caminando y preguntando por el albergue, por la tienda
de souvenirs más cercana o por la mejor pulpería. Con-
fieso que criticaba a los peregrinos después de darles la
información con la mejor de mis sonrisas y orgullosa por
lo bien que me había explicado con mi inglés de EGB.
Aunque tal vez he sido una ilusa y el Camino me ha atra-
vesado más de lo que yo pensaba, porque nunca compro
souvenirs cuando viajo ni como pulpo por deseo propio:
siempre que lo hago es para complacer a alguien. Trau-
mas de vivir en el Camino, de instalarte con siete años
en un pequeño pueblo gallego llamado Melide, inicio y
fin de etapa del Camino Francés y de la ruta más antigua:
el Camino Primitivo. Las pulperías y los albergues bro-
taron allí como las setas en otoño, pero se quedaron para
siempre.
Nunca entendí a los peregrinos. Ni a ellos ni a ellas,
ni a sus calcetines altos con chanclas; no entendía sus
- 105 -
ampollas, tampoco su cansancio feliz, ni sus quemaduras
por el sol en verano y sus mojaduras por la lluvia el res-
to del año. ¿Qué necesidad? Esa pregunta lanzaba al aire
siempre, con tono de superioridad. ¿De verdad lo hacían
sin estar obligados? Yo, la que vivía en el Camino, juz-
gaba al que caminaba kilómetros y kilómetros para hacer
noche en Melide, para madrugar al día siguiente y llegar
a Arzúa. Ja. Imaginaba su decepción al llegar a Arzúa.
Hasta me alegraba un poco y sonreía malvadamente. Los
de Melide entenderán lo de la decepción y la sonrisa mal-
vada. Los de Arzúa se enfadarán, pero lo siento, es una
guerra vecinal histórica que no ha desactivado ni siquiera
esa supuesta paz de espíritu que representa el Camino.
Después de ganarme aproximadamente cuatro Com-
postelas que nadie me dio, me mudé para ir a estudiar a la
Universidad de Santiago. Estrategia magnífica para dejar
de vivir en un lugar atravesado por el Camino. Me fui a
la meta. ¿Qué necesidad? Bueno, la necesidad de estu-
diar Periodismo para acabar presentando un programa de
radio llamado «Gente Viajera de Galicia» y otro que se
llama «Un alto en el camino». Es obvio que me persigue.
En Compostela no tardas en descubrir que la vida de
estudiante tiene mucho de peregrinación. No eres de allí,
así que durante un tiempo sientes que estás andando por
tierras extrañas. Vas cada día a la facultad como quien va
- 106 -
en romería a un santuario por devoción. Una estudiante
siempre tiene problemas, así que andas de un lugar a otro
buscando o resolviendo algo. Por no hablar del viaje de
cada viernes para volver a Melide y cruzarte en dirección
contraria con todos los peregrinos que avanzaban hacia la
meta que tú dejabas atrás durante el fin de semana. ¿Y el
domingo qué? Vuelta a peregrinar a Santiago. Tres etapas
de golpe, adelantando sobre ruedas a todas esas perso-
nas que estaban de ruta fuese cual fuese la estación del
año. ¡Incluso en domingo! ¿Qué necesidad? ¿De verdad
lo hacían sin estar obligados? Eso volvía a pensar a bordo
del autobús Freire cargado de estudiantes que hacíamos
nuestro propio y cómodo —aunque resacoso— camino.
Peregrinar en el Freire a Compostela es algo común a mu-
chas generaciones de estudiantes gallegos que cada do-
mingo regresábamos a la meta del Camino y cada viernes
de nuevo al hogar. Los estudiantes éramos también pere-
grinos como los que más.
Esa ruta Lugo-Santiago-Lugo era el emblema de la
empresa Freire. Hablo en pasado porque desde el año
2020 su flota de autobuses ya no cubre el Camino. Ese pe-
regrinaje común a todos los universitarios que vivíamos
en los pueblos ubicados entre las dos ciudades gallegas
ya no podemos hacerlo a bordo del Freire. No podemos
citarnos en las paradas ni usar la expresión que hereda-
- 107 -
mos de nuestras abuelas: «el coche de línea». Íbamos a
Santiago en el coche de línea y en Palas de Rei, Melide,
Arzúa, Arca (O Pino), en todas esas etapas del Camino
Francés, el coche de línea tenía nombre propio: el Freire.
Lo saben también los peregrinos porque ese autobús es
memoria compartida por los que vivíamos en el Camino
y por los que lo hacían. Recuerdo un artículo maravilloso
de Miguel Anxo Murado en el que, como buen lucense, se
despedía del Freire cuando la empresa anunció que ponía
fin a su ruta y describía a la perfección a sus viajeros:
«un pintoresco contingente, una especie de sóviet de es-
tudiantes y campesinos, pero sin sóviet: unos de camino a
la Universidad y otros rumbo al mercado de Melide o de
Arzúa. Se subían peregrinos que, hartos de andar, hacían
trampa, y señores que iban al médico a Santiago». A esos
peregrinos que Murado llama tramposos yo siempre los
respeté muchísimo, los entiendo mejor que a los otros y
por eso prefiero llamarlos ansiosos.
El Camino era el paisaje durante ese viaje semanal
de ida y vuelta para cientos de personas que vivían en él
pero que nunca lo hacían. Lo observábamos sobre rue-
das y desde las alturas. Por encima del hombro mirába-
mos a los peregrinos con nuestras cabezas apoyadas en la
ventana del bus y nuestros pensamientos agitados por el
traqueteo de la carretera nacional que discurre paralela a
- 108 -
muchos tramos del Camino. No nos atravesaba, discurría
en paralelo a nuestros viajes monótonos y a nuestras vi-
das. El Camino tiene a quien lo habita y a quien lo hace.
Y, a veces, lo entiende mejor quien está de paso que quien
lo pisa a diario.
Ser estudiante en el Campus de Compostela signifi-
ca justamente eso: pisarlo a diario. Es muy probable que
pases cada día por delante de la meta del Camino: la Ca-
tedral de Santiago. La gente cruza el mundo caminando
para llegar aquí y nosotros hasta nos olvidamos de mirar-
la. Eso pensaba yo cada día. Puede sonar extraño, pero
me obligaba a levantar la cabeza para admirarla, aunque
fuesen las ocho y media de la mañana, tuviese sueño y
el viento me rompiese el paraguas. Porque eso no te lo
cuentan en las guías oficiales, pero es la gran verdad del
Obradoiro: si hace viento y llueve, te quedas sin paraguas.
Tal vez si eres peregrino no te importa, porque ya llegas
curtido, pero si eres un común mortal acabas cambiando
de ruta y saliendo del Camino aunque te pierdas el espec-
táculo catedralicio.
Calculo que durante esa etapa universitaria en San-
tiago me gané otras cuatro Compostelas. Y ya van ocho.
Son muchos pasos y kilómetros los que debes dar para
licenciarte, probablemente unos 100 km por año. Como
los que hace un peregrino desde Sarria. Justo los necesa-
- 109 -
rios para que le otorguen la Compostela. Pues bien, yo no
llegué al Obradoiro, lloré en la Plaza, me tiré en la piedra,
contemplé la inmensidad de la Catedral —más inmensa
desde el suelo—, le di el croque al Santo, me purifiqué
con el botafumeiro y me largué. No. Yo viví y caminé
cuatro años por la ciudad. Incluso en turno de noche, que
siempre se cotiza más.
Aunque hay algo que sí tienen en común los pere-
grinos y los estudiantes universitarios en Santiago de
Compostela: son el alma de la ciudad, con permiso de
sus habitantes. Los pobres picheleiros sufren a unos y a
otros pero, al mismo tiempo, saben que no pueden vivir
sin ellos. Hay diferencias, eso sí: los peregrinos se van,
mientras muchos universitarios nos quedamos y Santiago
pasa a ser nuestra ciudad. Por lo menos, así la sentimos.
Ya no peregrinas por ella, ya eres de ella. Como antes eras
de Melide. Y todo vuelve a empezar. Vuelves a convertir-
te en guía local, a pisar el Camino a diario pero sin épica y
a observar a los que llegan exhaustos después de caminar
durante días. La verdad es que allí, en la meta, sigues sin
entenderlos demasiado.
Quizás ellos tampoco entiendan una ley no escrita
que acaba por cumplirse antes o después: si no has nacido
en Santiago, acabas huyendo. Huir de una ciudad a la que
peregrinan cientos de miles de personas cada año tiene
- 110 -
algo de rebeldía. Te vas del lugar por el que otros suspi-
ran. Es bonito verlo así: me rebelé contra Compostela y
me mudé a Pontevedra. Pero sería un engaño. La realidad
es que me quedé sin trabajo y no hay devoción mayor
para peregrinar a otra ciudad que una oferta de empleo
cuando estás en el paro.
El Camino sigue bajo tus pies en Pontevedra, y la vida
te brinda la oportunidad de seguir ganándote Compostelas
que nadie te da. Calculo que me corresponden otras dos.
Y llegamos a las diez. La ciudad se reivindica a sí misma
como la capital del Camino Portugués, y nadie se atreve
a negárselo. Después de ganar la batalla de la capitalidad
provincial a Vigo en el siglo XIX, ni Abel Caballero con
todas sus luces de Navidad es capaz de discutirle a Ponte-
vedra que aquí no solo empieza la cuarta etapa del Cami-
no Portugués y la sexta del Camino Portugués de la Costa,
sino que aquí está la capital de la ruta que ya rivaliza con
el camino Francés en éxito de afluencia. Es tan obvio el
estatus de Pontevedra que Caballero apostó por pelear la
capitalidad mundial de la Navidad, pero renunció a dar
la batalla por convertir a Vigo en la capital del Camino
Portugués.
En Pontevedra aprendes a disfrutar de tus pasos. Es
la ciudad gallega que más ha apostado por recuperar es-
pacio público para las personas. Aquí realmente vives ca-
- 111 -
minando, así que ya no hay salida: es hora de claudicar
y entender. Además, si vives en Galicia y el Camino te
persigue mudanza tras mudanza, se merece una oportuni-
dad. Si en algún lugar del mundo hay que claudicar, que
sea en Pontevedra. No es Melide, no es Santiago. Aquí el
paisaje cambia. Pero sigue siendo el Camino y tú sigues
viviendo en él. Sin darte cuenta ya vas pisando con más
épica sus calles empedradas, ya miras con otros ojos a los
peregrinos, entiendes por qué disfrutan con cada paso y
hasta imaginas que tal vez algún día te unas a ellos. Así,
por fin, alguien te daría una de esas diez Compostelas que
llevas años ganándote como habitante del Camino Fran-
cés, primero, y del Portugués, después.
Cuando el paisaje que acompaña tu vida y tus rutinas
no desiste nunca, te sigue y te persigue, al final, acabas
asumiendo que tú formas parte de él. Que los que vivimos
en el Camino somos realmente el paisaje para los que lle-
gan. Y a mí ahora me gusta ser paisaje, no necesito enten-
der nada más. Si yo vivo aquí, ¿cómo no entender a quien
se ilusiona y se esfuerza por venir? Solo hay un motivo y
yo vivo en él: Galicia.
- 112 -
Noemí Sabugal es una cronista
exhaustiva y enciclopédica que
recorrió cada mina de España
para narrar el fin del mundo
minero en Hijos del carbón.
Desde Ponferrada, donde vive
y trabaja, ha visto cómo se
transforma el Camino y cómo
el Camino ha transformado los
lugares por donde pasa. En vez
de lanzarse al espacio abierto,
en esta pieza ha buscado el
escondite de un convento, la vida
eremita entre tanto tránsito.
remitas en los tiempos
E
del Metaverso
Noemí Sabugal
- 114 -
no la dejaron. Y en la que hay orgullo cuando afirma: yo
lo conseguí, fui la primera que deshice el nido, la primera
que salió de casa.
—Desde Fresnedo del Sil tuvimos que ir a Astorga
para confirmarme porque yo estaba sin confirmar. Y para
bajarme del pueblo aquí para conocer a las hermanas, tu-
vimos que ir en un burro grande que teníamos. Mis padres
eran labradores, sembraban centeno. Éramos trece herma-
nos, catorce, porque una murió. La realización de mi vo-
cación se la debo a mi madre. En el momento en que le
dije que quería ser religiosa llevó una alegría muy grande,
como que se esponjó.
Sor Rosario, esta mujer menuda, tenía quince años
cuando entró en este convento de clausura de la Anun-
ciada, en Villafranca del Bierzo, León. Lo que más le
sorprendió fue la luz eléctrica. En su casa no había. Han
pasado sesenta y seis años desde que aquella adolescen-
te quedó fascinada por el filamento incandescente de una
bombilla. Sor Rosario es ahora la abadesa.
—En el convento somos cinco hermanas. La mayor
es hermana carnal mía, Rosalía. Tiene noventa años. La
más joven, sor Carmen, setenta y algo.
En estos tiempos del Metaverso y de la realidad au-
mentada, un convento de clausura parece algo salido de
entre los fósiles de la tierra. Algo que no ha cambiado
- 115 -
nada. Pero no es del todo cierto. Sor Rosario tiene móvil,
aunque apenas lo usa y siempre se le olvida las pocas ve-
ces que sale. Y hay televisión, radio, ordenador con cone-
xión a Internet y un correo electrónico del que se encarga
sor Carmen. Redes sociales, no. Aunque apartadas, están
conectadas a las cosas del mundo. Por eso hemos hablado
de la guerra en Ucrania y de las últimas noticias sobre los
contagios de coronavirus. Apenas, pero también notaron
el confinamiento por la pandemia, esos meses silenciosos
en los que nadie acudía al torno, sólo el panadero.
—Es muy distinto hoy de antes —dice sor Rosario—.
Por la reducción de personal hemos tenido que eliminar
muchas cosas. Como las penitencias, que nos hacían tan
felices, y que fue de lo que más me impresionó cuando
llegué. Quizá hoy no se entienda pero entonces se daba
la disciplina, que seguro que ya nadie sabe lo que es. Al-
gunas disciplinas eran de hierro, pero esa había que tener
permiso para usarla, el resto eran unos cordones que al
final tenían algo más duro. Y no sabes la impresión que
era ver a treinta y tantas monjas, repartidas en dos filas,
en un coro como el nuestro de grande, dando la disciplina,
todas a un tiempo.
- 116 -
Tiene los pies descalzos. Con cada uno de ellos aplas-
ta a una serpiente. Una se revuelve e intenta morderle.
Hay otra serpiente y un escorpión y un sapo y un dragón
pequeño con tres cabezas. Son los pecados y las tentacio-
nes entre las que camina Dídimo el Ciego. A pesar de su
condición, no sólo sabe adónde va sino que lee las Sagra-
das Escrituras en el libro que tiene en la mano izquierda.
Dídimo y los pequeños monstruos están en un bosque con
robles, un arroyo, cuatro cabañas de madera y un claro al
fondo, desbordado en luz dura.
En todos los cuadros, los eremitas están en primer
plano. Al fondo, el mundo. Castillos, puentes, molinos,
pueblos, iglesias, rebaños. La distancia entre ambos
muestra su alejamiento. Calupano reza en su cueva-refu-
gio y Marcio golpea una roca para crear la suya, en la
que dormirá en una cama de piedra. Juan el Ermitaño ni
siquiera tiene eso: no se acuesta jamás. Para purificar una
juventud alocada, Bavón vive en el hueco de un árbol y se
alimenta de agua y bellotas. Eulogio, Disibodo y Evagrio
el Póntico leen bajo otros árboles o en una pobre choza
vegetal. Lifardo, rezando, acaba de partir en dos la gran
serpiente que subía por su bastón.
Desde Roma, estos ermitaños recorrieron un camino
de agua para llegar hasta el monasterio de la Anunciada.
El Archivo Capitolino romano guarda el contrato firmado
- 117 -
en 1601 entre Pedro de Toledo, quinto marqués de Villa-
franca, y los pintores flamencos Wenzel Cobergher, Paul
Bril, Willem I van Nieulandt y Jacob Frankaert I.
Cuando estos pintores remataron las sombras de los
bosques en los que se refugian los ermitaños, los subie-
ron en un barco en Nápoles y los bajaron en el puerto
de Cartagena. Desde el Mediterráneo hasta este noroeste
de nieblas, completaron su viaje en carros. Joan Bosch
Ballbona, profesor de Historia del Arte en la Universidad
de Girona y experto en los ermitaños de la Anunciada, ha
certificado esta ruta en documentos del Archivo Ducal de
Medina Sidonia, en Cádiz.
El marqués encargó noventa cuadros pero la mayo-
ría se han perdido. Por los conventos de clausura también
pasa la historia: las guerras napoleónicas primero, la des-
amortización después. Sólo quedan treinta ermitaños. Al-
gunos, en el interior del monasterio, no se pueden ver. La
mayoría cuelgan en su iglesia, oscurecidos por el tiempo
y el olvido.
- 118 -
yo excrementos. Algunas monjas intentaron escapar por
la huerta y en la tapia las mataron, otras se fueron como
pudieron a casa de sus familiares. Las supervivientes vol-
vieron después de siete años y se encontraron con un des-
tacamento de soldados. Los habían dejado aquí abando-
nados, medio muertos de hambre.
Sor Carmen es la monja encargada de los archivos.
Cuando habla de estas cosas me parece que su velo se
agita y está a punto de echar a volar hasta la cúpula de
la iglesia. Es el viento que provocan las alas del Ángel
de la Historia, que vuelve su rostro hacia el pasado y es
empujado de espaldas hacia el futuro, como lo describió
Walter Benjamin.
Y lo siguiente, que es anterior en el tiempo porque
se trata de la fundación de este monasterio, lo contará
con tanto entusiasmo como si fuera la vida de una amiga,
como si hubiera estado allí.
—Porque, claro, su padre le tenía preparado el mari-
do, quería casarla con el duque de Braganza. Era la niña
de sus ojos. Pero, ay, ella quería ser monja, y su padre le
dice que no, que son ideas que su tía, que estaba con las
dominicas, le mete en la cabeza. Y la lleva al castillo de
Corullón. La aísla de su tía y pone a sus hermanos, que
tenían trece y quince años, a custodiarla. Pero ella se des-
cuelga por una ventana con la ayuda de las criadas, que ya
- 119 -
es valor, porque se lastimó en una cadera, y cojeando se
fue con su tía, y ya empezaron los monjíos.
Para esa novicia, María, después María de la Tri-
nidad, hija del marqués Pedro de Toledo, se construyó
este convento. En su claustro, se dice que plantado por
ella misma, lo que significaría que tiene cuatrocientos
años, hay un altísimo ciprés catalogado entre los Ár-
boles Monumentales de España. Antes del monasterio,
en este lugar había un hospital de peregrinos del Camino
de Santiago.
—Cuando el marqués decide construir el convento
para su hija, se le exige que no deje de prestar ese servicio
de asistencia a los peregrinos y entonces el hospital se
traslada. Y hasta que se termina de construir el convento,
las monjas usan las dependencias del antiguo hospital —
me cuenta Cristina Dapia, técnica de Turismo.
Villafranca del Bierzo es una parada importante en el
Camino de Santiago. No sólo porque está en la última eta-
pa antes de entrar en Galicia, sino porque es el único lugar,
además de Santiago de Compostela, en el que los peregri-
nos pueden conseguir el Jubileo. Algo que sólo ocurre si
están demasiado enfermos para afrontar el siguiente tra-
mo, con la subida rompepiernas a O Cebreiro. Por eso en
la iglesia de Santiago, en un alto de esta villa achuchada
entre un paisaje de vides retorcidas y ahora desvestidas
- 120 -
por el invierno, hay una Puerta del Perdón que, como la
de la catedral gallega, sólo se abre en los años jacobeos.
De la misma tierra roja en la que la vid cumple año
a año su ciclo —poda, lloro de la savia, primeras hojas,
floración, envero y vendimia— salen las lápidas del ce-
menterio que hay junto a la iglesia de Santiago. Antes de
irme entraré en él y me detendré ante la tumba de Antonio
Pereira. En sus Cuentos de la Cábila mostró la Villafran-
ca de su niñez y en uno de ellos sostuvo, precisamente,
que los muertos nos educan a los vivos.
- 121 -
Crecen en esta calle de piedras viejas las casonas
señoriales con escudos y entradas de grandes arcos. El
abandono de la mayoría atestigua que las glorias de esta
villa son glorias antiguas. En una de las más destartala-
das, con ventanas huérfanas de cristales y de las que se
escapan, en jirones, los fantasmas de las cortinas, nació el
escritor Enrique Gil y Carrasco.
Protegido de Espronceda y colaborador en los prin-
cipales periódicos de su época, el joven Gil terminó sus
días en el frío de Berlín. Allí se hizo amigo de Alexander
von Humboldt y fue enterrado en el cementerio de Santa
Eduvigis. A finales de los años ochenta, sus huesos fueron
sacados de la tierra, volvieron a casa y ahora están en la
iglesia de San Francisco.
El quinto marqués de Villafranca y su hija María
duermen su propio sueño en la cripta del convento de la
Anunciada. Su túmulo funerario está saturado de mármo-
les italianos.
—Cuando vinieron los franceses, los huesos de
San Lorenzo de Brindis no les interesaban, así que por lo
menos nos han quedado las reliquias —dice sor Carmen,
con su velo tremolando históricamente—. Pero el cuerpo
del marqués estaba en una caja de cinc, cubierto por ter-
ciopelo, y la abrieron pensando que tenía tesoros. Al final
- 122 -
robaron los botones y los entorchados de oro del traje que
llevaba.
La luz en la iglesia no ha cambiado pero sé que se
acerca la hora de comer. Las monjas se levantan pronto,
seis, seis y media, y aquí todo tiene un ritmo casi secreto.
Como además de ser la abadesa, sor Rosario se ocupa de
la cocina, antes de despedirme le pregunto qué va a prepa-
rar hoy. Algo de pollo, verduras, dice. Al salir, oigo cómo
sor Carmen gira la llave en la cerradura. En su mano afi-
lada vi antes esa llave: grande y pesada como un cielo
cargado de nubes. El convento se cierra de nuevo sobre sí
mismo y en el claustro, abrigados por el ciprés centenario,
los pájaros han empezado su siesta.
- 123 -
En la vida de todo periodista
hay un momento de riesgo en
que tu redactor-jefe te manda
a hacer el Camino. Si Rosa
Belmonte esquivó la bala,
Karina Sainz Borgo la recibió
con gusto y la exprimió a
fondo. La suya es la mirada
curiosa del cronista, la de
quien mira como si no fuera
con ella, pero no puede evitar
contagiarse de todo lo que ve.
odas las voces
T
conducen a Santiago
- 125 -
Ulloa. Peregrinar es un rito común a la mayoría de las re-
ligiones, pero también una industria, y en Galicia más. En
2019, más de 350.000 personas llegaron a la ciudad para
completar al menos un tramo del Camino. Aquella fue su
cifra récord, pero llegó 2020 y con este el Coronavirus:
las visitas se desplomaron un 80% debido a las restriccio-
nes de movilidad para controlar la pandemia.
- 126 -
Madrugadora como las italianas, una familia llega al
Obradoiro desde Oporto. Los mueve más un cambio de
ciclo que el fervor religioso. «Vivimos en Londres du-
rante diez años, ahora hemos vuelto a Portugal. Hemos
hecho el camino para empezar todo de nuevo», explica
Marcos, que lleva el cabello recogido en un moño remata-
do por tres plumas. Su madre Teresa y su hermana Tatiana
asienten, pero al momento de hablar, un nudo de llanto les
impide continuar. No son las únicas a las que les ocurre.
Paco, que viene desde O Cebreiro con su esposa Alicia,
descansa con un Fox Terrier de cinco meses en brazos.
El animal tiene aspecto de estropajo: está calado hasta
las orejas, y aunque el dueño intenta describir qué siente,
apenas puede hablar de la emoción. «Es el Xacobeo más
difícil de todos», gimotea.
«El sentido del Camino es el Camino mismo. Es una
búsqueda en la que es importante el esfuerzo físico. La
dureza del camino es una lucha de la dureza contra ti mis-
mo», intenta explicar el periodista y escritor Pedro Cuar-
tango sobre el entramado de euforia y abatimiento de los
peregrinos que completan su ruta. Tiene razón Cuartango
y las voces de quienes se reúnen esta mañana en Santiago
lo demuestran.
- 127 -
Perdón de los pecados en cinco idiomas
- 128 -
Tras la restauración que devolvió la policromía a sus
figuras, las visitas están restringidas y así permanecen de-
bido a las medidas sanitarias impuestas por la Xunta: sólo
25 personas por turno. Se celebran cuatro en la mañana y
cuatro en la tarde, lo cual supone un total de 300 personas.
Para subir a la Torre Norte o de la Carraca, desde donde
se ve toda la ciudad, los grupos se reducen a 15. Todo está
medido y controlado. El sepulcro del Santo es el lugar de
la catedral donde más recogimiento se percibe, aunque
también lo hay en las capillas laterales donde los sacer-
dotes imparten la confesión en inglés, francés, alemán y
español. Pórtico, sepulcro y perdón de los pecados, todo
en uno. Aquí el que no cree es porque no quiere.
El verano es mano de santo para el Camino, todavía
más en año Xacobeo, dice Segundo Pérez, antiguo Deán
y Delegado de Peregrinación, que entra a su despacho tras
impartir la misa de las doce. «En enero del año siguiente a
la pandemia, en 2021, emitíamos dos o tres Compostelas
al día, ahora hacemos más de mil. Antes de la pandemia,
en un día como hoy, víspera del Apóstol, entregábamos
dos mil». Este año abundan los españoles, e incluso los
gallegos, más que los extranjeros, asegura, aunque los pa-
sillos están repletos de portugueses, franceses e ingleses.
«Aquí, en Santiago, hay misas en inglés todo el año. Des-
- 129 -
de hace cinco años, un sacerdote filipino es quien atiende
a los peregrinos de habla inglesa. Las misas las damos los
canónigos, que somos once, y en las confesiones hay unos
veinte, son sacerdotes jubilados o extranjeros».
Convencidas y conjuntadas
- 130 -
los cuales han dejado a los hombres en casa. «El año pa-
sado fue tan malo, pero tan malo, que decidimos juntarnos
las mujeres de la familia y hacer este reto», explica una
de las granadinas. Llueve, hace frío y están agotadas, pero
les da igual, cualquiera podría verles la sonrisa, incluso
desde el Monte do Gozo. Sus risas desembocan en Santia-
go, el lugar al que llegan todas las voces del mundo.
- 131 -
Cristina Sánchez-Andrade
invoca fuerzas muy antiguas
cuando escribe. Lo íntimo se
vuelve mágico, y la tierra late
y respira en libros tan bellos
como Bueyes y rosas dormían,
Las inviernas, El niño que
comía lana o La nostalgia de
la mujer anfibio. En «El vuelo
de la polilla», los recuerdos de
una peregrina traen misterios y
venganzas de brujas que cuidan
a las mujeres.
El vuelo de la polilla
Cristina Sánchez-Andrade
- 133 -
cháchara interminable o entonando las típicas canciones
de autobús escolar. Por algún motivo, siempre acabába-
mos alojadas en el mismo albergue. Cuando llegaba la
hora de dormir, el Mocos hacía ruidos viscosos y blandos
con la nariz. El tipo de Zaragoza era aún peor: cuando por
fin terminaba de quitarse las pelotillas de los dedos de los
pies, se ponía a roer quicos y cacahuetes en la oscuridad.
Poco a poco, los ruiditos de ratón cesaban para dar paso a
los ronquidos de dinosaurio.
Para más inri, había mucho cachondeo entre mis
amigas, que decían que el de Zaragoza estaba enamora-
do de mí. Era un cuarentón panzudo, de manos peludas
y una risa estrepitosa que estallaba al final de cada una
de sus frases. Cuando acababa de desayunar soltaba un
eructo de felicidad y a continuación se ponía a hablar de
los Mundiales. Terminaba con el fútbol y entonces arran-
caba a contar chistes. Eran malísimos, pero lo curioso es
que siempre tenía un corrillo dispuesto a escucharle y a
aplaudirle.
—Ni de coña —dije detrás del libro— con lo bien que
estoy aquí solita.
Begoña había venido a coger una chaqueta y, mien-
tras rebuscaba en su mochila, siguió explicando que el
dueño del albergue estaba contando historias y leyendas
de la zona.
- 134 -
—Dice que nos va a contar la historia de una labriega
de la zona a quien, allá por los años veinte, después de
pasar años encerrada en la casa por ser medio loca o ser
bruja, le entró en el cuerpo el espíritu de un cura. Un caso
de posesión, o algo así.
Bajé el libro.
—¿Una loca encerrada, dices?
Aquello me interesaba. Antes de salir de viaje, había
estado enfrascada en el proceso de escritura de mi tesis
doctoral (aún por terminar) que llevaría por título algo así
como «Locas, histéricas y/o brujas. Falsas historias sobre
la histeria». Versaba sobre todas esas mujeres del siglo
XIX y principios del XX, entre ellas muchas escritoras,
que decidieron ir a contracorriente para escapar de una
sexualidad castrante y de un sistema patriarcal que las
avocaba a la reclusión doméstica. Para acallar estas voces
disidentes, y puesto que no cumplían con los imperativos
sociales y morales que se consideraban propios de su gé-
nero, la propia sociedad las acabó encerrando entre las
cuatro paredes de la casa o en instituciones públicas. Para
ello, bastaba decir con que estaban locas, o que eran his-
téricas, o brujas, o incluso simples «mujeres de la vida».
En la tesis hablaba de cosas como la teoría del «útero
errante» de Hipócrates, las narrativas de la histeria según
Charcot o Freud y de la locura como trasgresión. Citaba a
- 135 -
escritoras como Emily Dickinson, Virginia Woolf, Sylvia
Plath, Anne Sexton, Alejandra Pizarnik, Clarice Lispec-
tor, Frances Farmer, etc, es decir, mujeres que se atrevie-
ron y que rompieron moldes con su escritura. También
sacaba a colación ciertos estereotipos literarios como el
de la loca del desván, el de la psiquiatría darwinista, o
relatos excelentes como El despertar, de Kate Chopin;
Luella Miller, de Mary Wilkins Freeman, El empapelado
amarillo, de Charlotte Perkins Gilman o Habitación die-
cinueve, de Doris Lessing.
—Eso, una loca de las que a ti te gustan —dijo Be-
goña poniéndose la chaqueta, que ya había encontrado—.
Algo así dice que va a contarnos. ¡No te lo puedes perder!
Te servirá para tu tesis. ¡Vente!
Fui. En el comedor, el dueño del albergue estaba a
punto de empezar a contar su historia. En torno a él, ha-
bría unos quince peregrinos que, con cervezas o Coca-Co-
las en mano, esperaban impacientes. El tipo de Zaragoza
masticaba ruidosamente unos Doritos que iba sacando de
una bolsa y por la estancia flotaba un olor a «barbacoa»
repugnante. Me había reservado una silla junto a él, y
nada más verme, me hizo una señal para que me sentara a
su lado. Rechacé la silla y busqué otro sitio. No le debió
de gustar, porque se le congeló la sonrisa.
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La voz del dueño del albergue no tardó en oírse:
«En las entrañas del bosque, no muy lejos del
cruceiro...»
Tras soltar esta frase, el contador hizo un silencio
y nos recorrió uno a uno con la mirada. Era su manera
de captar nuestra atención, todo un maestro del arte
de contar.
—Una niña. Érase una vez una niña —prosiguió—
Una niña no tan niña que se encarna en un clérigo muerto
en La Habana, y que un día comienza a hablar con voz de
hombre. Escuchad atentamente, porque esta que os voy a
contar es la historia, la leyenda de Manuela, la «Espiritada
de Moeche».
El cuento, que escuché sin pestañear, era fascinante.
Un día, después de cuatro años encamada (parece que es-
taba enferma, que tenía un comportamiento extravagante
y que había dejado de comer), Manuela oye una voz en su
cabeza. Le ordena: levántate. Así que sale de la casa y se
adentra en las entrañas del bosque. Rocas, brezos, cardos,
helechos y musgos.
Al llegar al arroyo, se tumba de bruces en la orilla
para beber. Danzan por la superficie del agua, entre mos-
quitos y bichos de luz, más de tres mil espíritus. Tras el
primer trago, nota algo que le araña la garganta. Entonces
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se pone en pie y comienza a temblar. Sus brazos se agitan
y sus rodillas entrechocan. Los dientes le chasquean. Ti-
rones de la piel. Crujido de músculos. Huesos que rugen.
Una sangre nueva, más impetuosa y ardiente, circula por
su cuerpo. El corazón late con fuerza. Se palpa. Se mira
con terror: a través de la camisa rasgada, le brota un vello
cano y ensortijado, en cuya selva se pierde el oro de una
medalla. Bajo el vientre aún viscoso, cubierto de gelatina
y cáscaras de un mundo lejano, cuelga un pene como un
pez fantasmagórico.
Con las piernas abiertas, torpe por el peso de los tes-
tículos, que son como un saco de piedras, emprende la
vuelta a casa. Al llegar, se detiene ante la puerta y mira
con extrañeza. Cuando sale su padre, la observa de arriba
abajo: ¿dónde ha estado y por qué tiene la ropa hecha tri-
zas, el pelo enmarañado y cara de loca?
Entonces una voz de ultratumba, ronca y con acento
cubano, le trepa a Manuela por la garganta. Al escucharla,
el padre piensa que está poseída y corre a llamar al cura.
Una vez en casa, Manuela les tranquiliza: el espíritu de
un clérigo de Ortigueira muerto en La Habana le entró
mientras bebía agua en el arroyo. Como debía purgar por
unas faltas cometidas en vida, la escogió a ella para en-
carnarse. Si no realizaba esa labor que el espíritu le había
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encomendado, podía pagar incluso con la vida.
A partir de ese momento, la muchacha recupera el
apetito, incluso vorazmente. Pide carne roja, chorizos.
Bebe litros de vino tinto. El cura, muy amigo de lo so-
brenatural, explica a todo el pueblo que Manuela tiene un
don. Es corpo aberto, dice, y además de purgar por los
pecados del espíritu que se encarnó en ella, ahora es capaz
de curar los males más extraños.
Se corre la voz y en poco tiempo, llega la gente en
peregrinación a la casa: enfermos con lombrices, anemia,
sabañones, hipos intermitentes, estreñimientos o diarreas
crónicas. Todo lo cura Manuela. Y no solo esto. También
da consejos, deshace los hechizos y los males de ojo. Y,
por si fuera poco, da misas en latín todos los domingos
desde el balcón de su casa.
La noticia llega a Coruña. El diario El Orzán comien-
za a interesarse por el caso y manda a varios reporteros
a entrevistar a Manuela. La visitan en la cama. Allí les
recibe, muy pálida, con los cabellos sobre la almohada
como un mar de algas revueltas y oscuras, los ojos como
tajos de cebolla.
A petición del periódico, otras voces expertas empie-
zan a opinar sobre el fenómeno de Manuela. Prestigiosos
médicos gallegos afirman en artículos publicados en El
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Orzán que el caso entra de lleno en terreno del histerismo.
Si esta mujer llevaba cuatro años encerrada es porque era
una loca histérica. Empiezan a llamarla bruja.
Al oír esto último, no me pude contener.
—Ya estamos —salté de pronto— ¡la historia de
siempre!
El relator calló, confuso por mi brusca interrupción.
En el comedor se hizo un silencio y las cabezas se dirigie-
ron hacia mí. El Ronquidos de Zaragoza, que se había ido
hundiendo en la silla, se incorporó de golpe. Unos Doritos
cayeron al suelo y él los pisó haciéndolos crujir con la
suela de su bota.
—Quiero decir... perdón... No es la historia de siem-
pre. Es decir, es la primera vez que la escucho, pero eso
de que era una neurótica... eso de que había estado ence-
rrada es lo de siempre. Si antes fue la histeria, hoy es la
ansiedad, el cansancio crónico, la fibromialgia o la anore-
xia. A lo largo de la historia, la histeria ha servido como
forma de expresión, un lenguaje corporal para gente que,
de otro modo, no podría hablar, o incluso admitir lo que
les ocurría.
El dueño del albergue me miraba perplejo. Añadí:
—¡Pero cómo se iba a convertir en clérigo una pobre
labriega! ¿Alguien se preocupó alguna vez de saber por
qué había estado Manuela encerrada durante cuatro años?
- 140 -
¿A alguien se le ocurrió pensar que a lo mejor estaba harta
de su vida, atrapada, que quería escapar de ese ambiente
opresor y machista, pero que no encontraba la manera de
hacerlo?
El relator dio un paso adelante.
—No entiendo a dónde quieres llegar. Yo solo estoy
contando una leyenda de la zona.
Le expliqué que, si esa muchacha era eso que llaman
corpo aberto, es decir, si en ella se encarnó el espíritu de
un clérigo muerto, ¿no sería porque, inconscientemente,
esa era la única manera de comunicar que le pasaba algo?
¿No sería porque convertirse en hombre, más si cabe, en
un clérigo, era su única estrategia para llamar la atención
después de cuatro años?
Un murmullo se elevó por la sala. Algunos peregrinos
comenzaron a comentar en voz baja que querían seguir
escuchando la historia interrumpida. Begoña y Mercedes,
que ya sabían que podía ponerme muy pesada con este
tema, salieron en mi ayuda.
—Quiere decir que la tal Manuela probablemente se
creyó de verdad que le pasaba eso del corpo aberto para
que la hicieran un poco de caso —dijo Mercedes.
Pero yo ya estaba lanzada y continué con mi argu-
mentación:
—¿Y si la chica sufría de epilepsia, por ejemplo?
- 141 -
Epilepsia unida a una depresión—. dije— O, aún mejor:
supongamos que le ha pasado algo que no puede contar
a nadie. Supongamos que cuando era pequeña su padre
abusó de ella de manera reiterada. Los casos de incesto
eran muy frecuentes en Galicia, sobre todo en comuni-
dades cerradas como la de Manuela. Supongamos que la
pobre chica se había quedado embarazada de su padre y
que el cura del pueblo, ese que luego estaba encantado
con sus milagros, la había hecho abortar. Había tenido que
ir al arroyo y provocarse... provocarse ella misma... ella
misma el aborto. ¡Sí! ¿Se imaginan ustedes? Un día la
pobre chica, que ha escondido su barriga durante meses,
sale de casa y...
Me fijé en que todos los peregrinos miraban o a sus
móviles, o al suelo. Me dio rabia; eran los mismos que la
noche anterior habían reído los chistes groseros del tipo
de Zaragoza. ¿Qué tenía este idiota que no tuviera yo?
Por otro lado, el Ronquidos se había puesto en pie y
me observaba inmóvil, con una expresión que era mezcla
de desilusión y rabia. Las manos en alto, el cuerpo muy rí-
gido, sostenía la bolsa de Doritos vacía. Por primera vez,
vi reflejado en su rostro toda su infancia: atardeceres de
nubes de color naranja. Vi a su madre en bata y rulos, en
un dormitorio de olores rancios, rezando con él, al pie de
su cama. Lo vi vestido de marinerito, repeinado con mu-
- 142 -
cha gomina y confesándose de rodillas antes de hacer la
Primera Comunión. De pronto le solté:
—¿Y tú por qué me miras así, imbécil?
Juro que no quise decirlo, pero ahí estaban las pala-
bras, flotando por el aire. Ahora sus pupilas relampaguea-
ban. Sus labios comenzaron a temblar, como si en ellos
vibrara la respuesta que no llegaba. Por dijo:
—Tú... Tú eres de esas que van de feminista e intelec-
tual para disimular que en realidad no eres más que una tía
aburrida y antipática de cojones. Y te diré más; no sé para
qué haces el Camino. Te volverás con toda la mierda que
tienes dentro de ti.
Callé. No me molesté en rebatirle, sería ponerme a
su altura. Me limité a cerrar los ojos y a negar con la
cabeza.
Él aplastó la bolsa de fritos, que crujió entre sus ma-
nos, se dio la vuelta y se largó. Begoña me rogó que me
calmase y me pidió que me sentara para que el dueño del
albergue continuase su relato. La obedecí de mala gana.
El hombre terminó la historia explicando que después de
muchas visitas por parte de médicos y expertos, Manuela
acabó languideciendo hasta morir tan solo un año después
en la cama. Las gentes dejaron de venir y la historia se
olvidó durante muchos años, hasta que alguien debió de
rescatarla.
- 143 -
La noche en la habitación compartida del albergue no
pudo ser peor. A los chistes nocturnos, los crepitares del
Mocos y los resuellos del Ronquidos, se unía el bochorno
de pensar que había soltado todo aquel rollo a una audien-
cia que, ni tenía interés, ni jamás entendería lo que quería
expresar. Mi propia amiga me había tenido que parar los
pies. En mi cabeza se alternaron los truenos lejanos de
una tormenta, el viento, las palabras y los ronquidos de
Zaragoza con la lúgubre intuición de que algo en mi vida
tenía que cambiar.
En algún momento del amanecer, después de un bre-
ve sueño, abrí los ojos. Me puse en pie. La estancia estaba
en penumbra, pero me percaté de que la cama de Ron-
quidos estaba vacía. Miré el reloj. No eran ni las seis. Me
pregunté a dónde habría ido a esas horas de la mañana,
él que siempre apuraba hasta el último minuto de sueño.
Me fijé también en que, no muy lejos de ahí, una polilla
golpeaba, una y otra vez, con un ruido seco, contra una
lamparita que habían dejado encendida. Me acerqué y la
cogí. Mientras aleteaba entre mis manos, me acordé de
un ensayo de Virginia Woolf que hablaba de una polilla
atrapada. ¿Cómo se llamaba? Uf, ni idea. ¡A la mierda con
Virginia Woolf! abrí la ventana y la dejé escapar.
Impelida por una fuerza interior, salí del albergue y
comencé a caminar. La niebla se deslizaba a ras de tierra
- 144 -
y la mañana era fría. Atravesando unas zarzas, me interné
en el bosque. Después de cinco o diez minutos caminando
entre gruesas raíces y ramas caídas, llegué a un arroyo.
Masas de sombra, aquí y allá, avanzaban en la oscuridad
y se inclinaban como olas negras. No pude evitar pensar
en Manuela, la pobre Espiritada de Moeche, paseando por
esos mismos parajes. Me puse de cuclillas y bebí un poco
de agua.
Justo cuando estaba a punto de volver, oí un ruido.
Era un sonido de burbujas, un chapoteo, algo como el des-
lizarse de un animal por la superficie del agua. En medio
de esa calma, el quejido de un pájaro atravesó el aire.
Al volver al albergue, me encontré con un grupo de
peregrinos junto a la entrada. Entre ellos, el Mocos de
Albacete explicaba muy excitado que su amigo de Zara-
goza había desaparecido, pero que antes le había enviado
un WhatsApp muy raro que decía: «SOS. Ayuda. Junto
al arroyo». El grupo, al que también se unieron mis dos
amigas, decidió salir a buscarle.
A mí también me pareció todo muy extraño; y si no
me uní al grupo de búsqueda, era porque no me sentía
nada bien. Tal vez era por el cansancio del día anterior,
pero me crujían las caderas y me dolían los músculos,
como si me fueran a estallar. Me picaba la piel, como
cuando empieza a salir el pelo recién depilado. Como no
- 145 -
había pegado ojo y el albergue había quedado en silencio,
volví a meterme en la cama.
Una hora después, me desperté. O, mejor dicho: me
desperté sobresaltada ¡por mis propios ronquidos! Al le-
vantarme me pesaba la barriga, como si hubiera bebido
tres litros de cerveza, pero conseguí arrastrarme hasta el
bar del albergue.
A pesar de que me sentía rara, por mi cabeza ya no se
deslizaba ningún pensamiento. Decidí pasarlo bien aquel
día, así que, como además se me había despertado un
hambre de hiena, pedí un buen desayuno.
—¿Lo de ayer? —me preguntó el camarero.
Quise contestarle que yo ayer no había desayunado
ahí, pero no dio tiempo. En menos de dos minutos, me tra-
jo un plato de riñones al jerez y un vaso de vino tinto. Es-
taba a punto de rechazarlo, yo no comía esas cosas, pero
olía bien y cuando me quise dar cuenta, ya me lo estaba
zampando. Begoña me mandó un WhatsApp para pregun-
tarme cómo estaba. Habían encontrado al Ronquidos con
una pierna atrapada en un cepo para conejos. Nada grave,
pero se lo habían llevado al hospital porque se negaba a
que los compañeros se lo quitasen. En la televisión ha-
blaban de los Mundiales y al disponerme a comentar los
resultados en alto, una voz ronca y grave me trepó por la
garganta: «sírveme otro vino, por favor».
- 146 -
Por primera vez desde hacía mucho tiempo, me sentí
llena de energía. Los riñones me habían sentado bien. Me
apetecía continuar el camino con el grupo, unos cuantos
kilómetros de marcha y estaría como nueva. Eché un vis-
tazo por la ventana: el paisaje de brumas, tojos y helechos
me pareció una puta maravilla.
- 147 -
Muchos terminan en Santiago
buscando a Dios, como la
protagonista de este relato
de Ana Iris Simón, una niña
atea que quiere creer, que se
esfuerza por cumplir, buscando
desde chiquita las vetas contra
la corriente que tanto han
caracterizado a la autora de
adulta.
En el tablao del cielo
- 149 -
iba y pensaba hacer la Comunión, le costaba creer porque
nunca había visto a Dios. Aunque tampoco había visto a
Iniesta y sí que creía en él, añadió. Como para no, con el
golazo que había marcado en el Mundial del año anterior.
El caso es que aquel día pasé mucha vergüenza por-
que, aunque ya me había dado cuenta de que Nahual y yo
éramos los únicos que se iban al despacho del director
cuando llegaba la hora semanal de Religión, nunca había
reparado en que ella sí creía. No en ese, pero sí en Dios.
Así que al año siguiente, en tercero de primaria, decidí
empezar a creer. Para disgusto de mis padres, que pensa-
ban como el escritor aquel.
Tuve que ponerme las pilas, porque el resto de ni-
ños me llevaban dos años de ventaja. Y, aunque estaba sin
bautizar y lo de ir a hacer la Comunión era dudoso, me
apunté también a catequesis por las tardes, como todos
los niños de mi clase a excepción de Nahual, cuyo Dios,
según aprendí, se llamaba Alá. Poco a poco y a diferencia
de la mayoría de mis compañeros, que confesaban sin pu-
dor que si querían hacer la Comunión era por los regalos,
me fui convirtiendo en un pequeño devoto.
Lo que más me gustaba eran las vidas de los Santos,
que le preguntaba al cura cuando aparecía, un viernes al
mes, por catequesis, porque no tenían nada que envidiarle
a las de los protagonistas de los cómics de Marvel que me
- 150 -
compraba mi padre. También descubrí la apariencia real
de los ángeles y me pregunté por qué se empeñaban en
pintarlos como a los bebés de los pijos, que siempre son
rubios y tienen rizos, si su apariencia real, como de Trans-
former, era muy superior.
Empecé a rezar y a ir a misa con mi abuelo, que era el
único practicante de la familia. Mi abuela, su mujer, decía
que ella creía en Jesús pero no en los curas, que solo que-
rían pasar el cepillo para quedarse con las perras. Y mis
otros abuelos, los padres de mi padre, estaban muertos,
así que desconocía si creyeron antes de verse picándole el
timbre a San Pedro.
Cuando llegó el momento, le pedí a mis padres que
me dejaran bautizarme y hacer la Comunión. Me res-
pondieron que hiciera lo que quisiera, pero que nada de
fiestas, que nos íbamos a ir a comer juntos al Extremeño
como todos los últimos domingos de mes y punto. Eso
y que me iba a costar mucho borrarme cuando dejara de
creer. Y así fue, dos años después y tras dos cursillos de
catequesis. Lo del Extremeño. Lo de la dificultad para bo-
rrarme, nunca lo llegué a saber.
En los días posteriores a mi Comunión, nos convo-
caron a una reunión en la Parroquia y nos ofrecieron la
posibilidad de ir a Santiago de Campamento. Los más pe-
queños, nosotros, haríamos trozos de algunas etapas por
- 151 -
las mañanas y nos recogerían cada mediodía para volver
a un pueblecito donde tendríamos la base de operaciones.
Finalizaríamos en Santiago, donde nos sería entregada
una Compostela infantil.
Al salir, mi madre, que fue quien me acompañó, me
dijo que si quería ir, pero negué con la cabeza. Sabía que a
mi abuelo podía quedarle poco, porque era pequeño pero
no tonto, como pensaba el escritor aquel que nos habló
como a inútiles y me hizo creer en Dios por vergüenza.
Cuando se enteró mi abuela, que aunque no creía en
los curas se pasó toda esa primavera rezando Rosarios y
yendo a misa por mi abuelo y por si acaso, me dijo que no
me preocupara. Que si para algo había sido ella la primera
mujer que se había sacado el carné del pueblo era para
llevar a su niño a ver al Santo. Así que urdimos un plan
maestro que consistía en quitarle a mi padre las llaves de
su Opel Astra, imprimimos en la papelería del pueblo la
ruta, de poco más de tres horas, hasta Santiago, y avisa-
mos a mi abuelo. Esto último fue lo más aparatoso, por-
que había que llevarse, además de un montón de pastillas
y aerosoles, la silla. Pero lo conseguimos antes de que mi
padre y mi madre llegaran de trabajar, y nos encaminamos
hacia el sepulcro del Apóstol, no sin antes haberles dejado
una notita explicándoles toda la verdad y pidiéndoles que
ni se preocuparan ni se enfadaran.
- 152 -
Nuestro plan era volver al día siguiente, que caía en
martes, porque el miércoles le daban la quimio a mi abue-
lo, que iba tan contento en el asiento del copiloto y que,
después de muchos meses, se había peinado y se había
echado Brummel. Íbamos escuchando Rafael Farina por-
que mi abuela tenía un disco que le había hecho mi prima
Laura, que tenía el eMule, y se lo había traído para ameni-
zar el viaje. Iba sonando esa que dice «Luna luna lunera,
alumbra los luceros, pasa la noche en vela, en el tablao del
cielo» cuando el Opel Astra se paró. Íbamos por El Bierzo
y tuvo que venir la grúa y devolvernos al pueblo. El co-
che, que ya no estaba para trotes, según venía avisando mi
madre desde hacía meses, se rompió.
Aquella fue la última vez que lo vi, porque la ñapa
costaba casi más que otro coche, y la última noche de mi
abuelo, que se fue sin conocer Santiago, sin recibir el ra-
papolvo que nos echaron a mí y a mi abuela por nuestra
escapada fallida y sin ir a la quimio del miércoles. Pero,
eso sí, oliendo a Brummel.
El día de su entierro fue la segunda vez que dije en
público que no creía en Dios. No si se lo había llevado tan
pronto y a punto de ver Santiago. Se lo dije a la Amelia,
una amiga de mi abuela y suya que siempre me daba Res-
pirales al salir de misa. Ella me respondió que no fuera
tonto y que arreara.
- 153 -
Y le hice caso, aunque me costó mucho recuperar la
fe, y aún más terminar el viaje que acabamos en El Bier-
zo. Lo hice años después, justo después de la muerte de
mi abuela, repeinado y apestando a Brummel, para horror
del resto de peregrinos. Cuando intuí a lo lejos la Plaza
del Obradoiro, empecé a entonar aquello de «Luna luna
lunera, alumbra los luceros, pasa la noche en vela, en el
tablao del cielo».
- 154 -
En sus diarios —y en algunas de
sus prosas—, Andrés Trapiello
narra sucesos sobrenaturales que
aparecen como sin querer en
medio de lo más cotidiano. No sé
si es el caso de este encuentro con
un peregrino, donde la magia está
en lo asombroso del personaje
y en la mirada de Trapiello,
siempre atenta al sigilo con el
que los personajes secundarios
entran en escena, o en la plaza del
Obradoiro.
Peregrinos
Andrés Trapiello
- 156 -
Un peregrino aquí, otro a lo lejos, a veces más cer-
ca, pero cada uno a su aire. Alguno traía un paso vivo,
alcanzaba a otro y le dejaba atrás. Quizá le decía algo al
adelantarlo, yo no lo oía, pero otras no lo parecía, de tan
concentrados como iban rumiando sus pensamientos.
En la inmensidad de los campos, por Mansilla, por la
Virgen del Camino, se les veía muy pequeñitos. Daba la
impresión de que iban descaminados, como esas hormi-
gas que andan solas, desorientadas, buscando algo, lejos
de sus filas indias. Así ellos: aunque el carril era para to-
dos el mismo, parecía que fuesen flotando, como figuras
de Marc Chagall.
Los peregrinos que llegaban a León venían casi to-
dos de Sahagún y se dirigían a Astorga. Traían el rostro
y las manos curtidas, de color vino, y los labios en sal-
muera, rotos por la sed y el aire tórrido. Los más serios
iban con ropas sencillas, pero los había amantes de la es-
tampa, y no se privaban de su cayada curvada en la punta
como un interrogante, su calabacita colgada en ella y una
venera cosida en el pecho. Su aspecto era vistoso, com-
pleto, aparente.
La mayoría recalaba en la catedral, antes de proseguir
la marcha.
La catedral es muy grande, y entonces en León ape-
nas había turismo, solo los peregrinos, tampoco muchos,
- 157 -
como el goteo de un grifo que cierra mal. Cinco o seis
personas dentro hacen que la catedral parezca más grande
que cuando está completamente vacía.
En las tardes calurosas de agosto, entre aquellas pare-
des de piedra hacía casi frío y se estaba a gusto, como en
una sepultura (ya decía JRJ que lo malo de la muerte es
solo la primera noche).
Los peregrinos llegaban y se quedaban boquiabiertos
por la magnificencia de las vidrieras. Casi ninguno se es-
peraba eso.
Dejaban sus mochilas en el suelo y se daban una vuel-
ta por el templo con la nuca pegada a la espalda. No te-
mían que nadie se las robase, porque en León en aquella
época no robaba nadie. Al contrario, se les socorría, la
gente les daba agua fresca al verlos pasar y les pregunta-
ban si necesitaban algo. Como la mayoría eran extranje-
ros y no entendían, movían vivamente la cabeza, dando a
entender que no a cualquier cosa que les ofrecieran. Otros
decían que sí, y apuraban de un trago corrido el vaso de
agua que ponían en sus manos.
La catedral está orientada a poniente y el sol por la
tarde, como sabe todo el mundo en León, pega fuerte en
los vitrales y la nave central se llena de colores. Es precio-
so, como una caja de música, pero de relumbres. Solo les
falta sonar. Parece aquello un caleidoscopio.
- 158 -
Algunos de esos peregrinos, en cuanto entraban, se
sentaban en los poyetes de piedra que hay corridos en los
muros y se quitaban las botas y los calcetines de lana.
Al hacerlo se les veía la cara de satisfacción. Eran unos
pies muy blancos, rosados incluso, y se veía que los traían
medio cocidos y con bojas. Movían los dedos cortos para
desentumecerlos y luego apoyaban lenta, voluptuosamen-
te las plantas en las losas del suelo. Daba gusto verles
aquella expresión placentera y de alivio. A los que se des-
calzaban, nadie, ni los sacristanes ni los canónigos, les
llamaba la atención por esas licencias.
Descansaban un rato, cargaban de nuevo con la mo-
chila y se iban. Se iban ellos y llegaban otros. Todo el día.
Y casi siempre solos.
Yo entonces hubiera dado cualquier cosa por irme con
ellos, y ver mundo. Me parecían personajes legendarios,
misteriosos. Suponía que los hechos que les habían traído
a esas promesas colosales que les obligaban a un sacri-
ficio tan grande tenían que ser también hechos de gran
importancia.
Mi vida en León en esa época no era mala, pero ya
empezaba a tener mis fantasías y me intrigaban sus vidas,
las razones por las que estaban allí, tan lejos de su tierra.
Hacían que me preguntara por qué seguía yo en la mía,
- 159 -
aunque yo no supiera entonces que era eso lo que me es-
taban diciendo.
Desde entonces no hay vez que no me haya tropeza-
do con un peregrino caminando en Estella, en Silos, en
Villalcázar de Sirga, en Hospital de Órbigo, en Lugo, que
no despertara en mí esos recuerdos tan antiguos ni las an-
sias de ver mundo que tenía entonces ni el deseo de dejar
León, que acabó cumpliéndose.
Ahora el camino de Santiago se ha puesto de moda y
lo tienen organizado como una lanzadera turística. Para
mí ha perdido mucho encanto, y aunque ya no está uno
para esos trotes, no querría hacerlo, porque veo que los
peregrinos se pasan el día entablando amistades en los
albergues con otros peregrinos, hablando con ellos por se-
ñas y haciendo que les sellen unas cartillas en cada meta
volante. Muchos incluso viajan cómodamente, haciendo
que les porteen la impedimenta y haciendo paradas en
buenos hoteles, donde cenan opíparamente y se duermen
viendo la televisión. El ambiente aquel de recogimiento
que yo conocí de muchacho ha desaparecido y el cami-
no se parece bastante ya a la romería del Rocío. Muchos
incluso ni siquiera creen que el apóstol esté enterrado en
Santiago ni las iglesias y ermitas que se encuentran les
dicen gran cosa.
- 160 -
Pero sería injusto juzgar a todo el mundo igual. De
hecho el peregrino más extraordinario que yo haya visto
nunca fue mucho después de aquellos tiempos remotos de
mi adolescencia.
Conté el encuentro en Las cosas más extrañas, un li-
bro que se publicó hace treinta tantos años.
El peregrino al que me refiero era un hombre joven,
entre treinta y cuarenta años. más bien grueso, pelirrojo
de arriba abajo, con la piel lechosa y muchas pecas por
toda la cara, y una barba espesa y ancha, como una lla-
marada de fuego que le nacía de debajo de los ojos. Tenía
también una gran pelambrera con pelos como alambres y
unas cejas muy pobladas que daban sombra a una mirada
azul, casi transparente, de gran dulzura.
Fue en 1992 y ese día me encontraba en Santiago de
Compostela haciendo tiempo para subirme a un avión y
volver a Madrid después de haber hecho allí lo que los
escritores hacen por el mundo, oficio triste el suyo.
Me había cruzado con ese peregrino una o dos veces
esa misma mañana. Estaba plantado en la plaza del Obra-
doiro y hacía sonar una zampoña. La gente que pasaba
delante de él se paraba unos segundos a verle tocar aquel
instrumento tan extraño que parecía, con su manubrio,
una máquina de hacer fideos, pero que sacaba una música
tan dulce y humilde, y algunos, antes de proseguir, deja-
- 161 -
ban unas monedas en el pañuelito que había extendido en
el suelo.
Yo había estado paseando solo todo el día por las
rúas viejas, sin rumbo fijo, y entonces oí que me llama-
ba alguien. Me volví y vi que era un buen amigo mío de
entonces. Su trabajo, en cambio, era el más bonito del
mundo: restauraba catedrales. Estaba en Santiago restau-
rando el Pórtico de la Gloria. Yo había estado la víspera
tratando de ver ese Pórtico famoso, pero no me dejaron
pasar. Me propuso entonces mi amigo visitarlo, ver la cor-
te del maestro Mateo Alemán cara a cara. Cancelamos mi
billete, me quedé una noche más en aquel burgo y me fui
con él.
Lo habían cerrado al público, en efecto, y habían
puesto un andamio, para subir hasta donde están las figu-
ras de piedra.
Trepamos por él y lo que vi fue, cómo decirlo, pro-
digioso. Enfrente del arco habían colocado un cadalso de
madera bastante amplio para comodidad de los técnicos
y restauradores que estaban tratando el mal de la piedra,
fatigada de tantos siglos y peregrinos como llevaban vis-
tos aquellos apóstoles. Lo vimos a la luz de unas lámparas
especiales, como si fueran candiles que lo iluminaban sin
quitarle el misterio. Para mí fue la primera y única vez
que estuve delante de un Pantocrátor, en el mismo plano,
- 162 -
a menos de medio metro de él y mirándole fijamente a los
ojos; de igual a igual, como si dijéramos.
Mientras mi amigo analizaba las muestras de piedra
en un microscopio y yo tomaba las primeras notas de
aquel viaje sobre una mesa de campaña, a la luz de una
lamparilla, sintiéndome un arqueólogo, escribiéndolas
allí mismo, oímos a lo lejos una música celestial.
Yo dije que iba a tratarse del músico de la zampoña
que había visto por la mañana en la plaza del Obradoiro.
Las ayudantas de mi amigo también lo habían visto. La
música cesó. Debían de ser las siete o las ocho de la noche.
La catedral, como el día anterior, estaba vacía, a oscuras,
en silencio. Causaba una gran impresión. Entonces se sin-
tieron unos golpes muy fuertes en una tabla que hacía las
veces de puerta de aquel gabinete científico improvisado.
Desde lo alto del andamio preguntaron quién era. Pero no
respondió nadie. Volvieron a oírse los golpes y tuvo que
bajar uno de los aparejadores. Al cabo de un rato volvió
para informar que abajo esperaba un joven, pero que no
sabía lo que quería, porque no le entendía. Entonces uno
de los técnicos dijo que ya había venido la víspera, porque
quería ver el Pórtico. Pero las órdenes eran estrictas y no
se podía enseñar a nadie. Yo dije que no era justo hacer
eso con alguien que era tan perseverante, y que se le podía
hacer pasar. Los demás se sumaron tímidamente a mi pe-
- 163 -
tición, pero sin perder de vista a su jefe, mi amigo, para en
caso de que este dijera que no, decir ellos también que no.
Mi amigo consideró que en atención a mí se podía saltar
la normativa, y mandó que lo dejaran subir para darme ese
gusto. El don, y qué don, se nos concedería a todos unos
minutos después.
Bajó de nuevo el aparejador y vino seguido del peli-
rrojo. Vimos también cómo dejaba éste su macuto al pie
del andamio, pero no la zampoña, que cuidó de no golpear
con los tubos de hierro, mientras trepaba por ellos.
Cuando estuvo con nosotros, en la plataforma de ma-
dera, frente a todo el Pórtico, se quedó anonadado. Echó
una ojeada al conjunto. Era un hombre tímido, educado y
ceremonioso, luego nos brindó a los presentes una gene-
rosa pero discreta sonrisa y tres o cuatro reverencias, ha-
ciendo la rueda, sin pronunciar una palabra, como si fuera
mudo. Tenía unas manos grandes como remos, cuadradas
y fuertes, llenas de pecas también.
Mi amigo le preguntó qué quería, porque el pórtico
estaba cerrado al publico. Sólo hablaba alemán y un poco
de inglés. Era austríaco. Se tomó un tiempo antes de ha-
blar. Creo que seguía temiendo que no le dejaran quedar-
se allí ni siquiera un momento. Entonces empezó a decir,
muy despacio, en voz muy baja, que había hecho tres mil
kilómetros para ver aquello, que no era un hombre rico y
- 164 -
que en ese tiempo se había procurado alimento y techo
haciendo sonar su zampoña allá por donde había estado,
que se volvía a su país al día siguiente y que no se podía
marchar de vacío, y también que se había pasado los dos
últimos años construyendo aquella zampoña como la que
se veía tañer a uno de los músicos del pórtico, que era una
réplica exacta a la que había tallado en la piedra el maes-
tro Alemán. La acercó a la que en efecto sostenía uno de
los músicos de la fachada y pudimos comprobar que era
exacta. Nos quedamos todos en silencio, comprendimos
que quizás el único que tenía derecho a permanecer en
aquel momento ante la gloria de piedra era él. Mi amigo
cambió enteramente de actitud, un poco avergonzado de
haberle negado la entrada el día anterior y haber estado a
punto de negársela en ese momento, y le rogó que se to-
mara cuanto tiempo quisiera para admirarlo a sus anchas,
y que no sólo iba a ver el Pórtico como se había visto
siempre, con sus colores originales restituidos, sino como
muy pocas personas habían podido verlo en toda su histo-
ria, subido a un andamio, pudiendo tocar con sus manos
todas y cada una de esas figuras.
El joven pelirrojo agradeció todo con una nueva
sonrisa, sobrecogido por el lugar y retraído por las batas
blancas de los científicos, y le dejamos allí un buen rato,
a su aire, y seguimos los demás con lo que estábamos
- 165 -
haciendo, el microscopio, los informes... Quizás se pasó
un cuarto de hora. Lo miraba todo atenta, religiosamente,
centímetro a centímetro. Yo le observaba, hacía como que
escribía en mi libreta de hule negro, pero en realidad no le
perdía de vista, a la luz del campin gas. Entonces, cuando
se iba a ir, vimos que quería decir algo, pero que no se
atrevía. A lo último se decidió y le pidió permiso a mi
amigo para tocar una pieza en su zampoña, en homenaje a
sus colegas románicos y delante de la figura que le había
servido de modelo.
Dejamos cada cual de hacer lo que estábamos hacien-
do, las chicas dejaron sus bisturís, mi amigo levantó la
vista de su microscopio, yo cerré mi libreta, y el músi-
co–luthier empezó a darle vueltas a la manivela. Sonaron
unos aires celtas admirables y conmovedores, llegados de
la alta Edad Media, temblorosos como una corza, pegadi-
zos y elementales, y de pronto a nuestro juglar empeza-
ron a rodarle por las mejillas unos lagrimones como uvas,
hasta las barbas rojas, donde desaparecían. No pestañeaba
siquiera, sólo lloraba abundante y silencioso un llanto que
no parecía tener fin, sin dejar de darle vueltas al manu-
brio, música y lloro, música y lloro. Creo que se nos hizo
a todos un nudo en la garganta. Sabíamos que el corazón
de aquel hombre apenas podía contener el hondo gozo
de estar allí con sus santos de piedra, a la misma altura
- 166 -
que ellos, ser él mismo un hombre santo, parte del mismo
viviente misterio del Pórtico. Cuando terminó, se secó las
lágrimas con la manga del jersey sin volverse, para que
no le viéramos, se sorbió los mocos, volvió a dar unas
cabezadas delante de cada uno de nosotros, a modo de
despedida, se colgó la zampoña a la espalda, bajó por el
andamio y salió de nuestras vidas para siempre.
Si alguien nos hubiera asegurado que aquel personaje
era de ficción lo habríamos creído. Si alguien nos hubiese
dicho que no era más que el personaje de una de las fábu-
las o leyendas de Bécquer, también, o de una saga celta,
recordada por Castroviejo o Cunqueiro, lo mismo.
En el eco de cada una de aquellas notas quedó flotan-
do todo el sentimiento de la vieja ciudad de Compostela,
sus soportales, la lluvia, el olor húmedo de la piedra, las
calles vacías de la madrugada, las sombras de los clérigos
y el cine espectral, vacío, destartalado en que yo había
visto la víspera una película, solo, sin nadie más en el
patio de butacas. Todo en una melodía que había venido
a buscarnos desde unas tierras que hace siete siglos aún
estaban en poder de los magiares.
Desde aquel día no hay peregrino que no me haga
pensar en la historia misteriosa que cada uno lleva con-
sigo, en la de aquel hombre, que nunca llegué a conocer.
- 167 -
De pies y cuerpos está hecho
el Camino. Isabel Vázquez,
guionista y autora de Me llamo
Peggy Olson, explora la parte más
carnal de una experiencia que para
muchos es religiosa o, como poco,
espiritual. Ampollas en los pies,
botellas de whisky y compresas
que garantizan reencarnaciones.
Si los personajes ven a Dios, es
por un mal viaje.
La manceba
Isabel Vázquez
- 169 -
rá. No hay dolor como el dolor de pies y la mortificación
es constante. Cada paso es un recordatorio de cómo te has
equivocado en la vida.
—Nunca me había reído tanto hablando de pies. Em-
pezamos a enrollarnos de nuevo.
Nos habíamos conocido horas antes en un coñazo
de fiesta. Yo escarbaba la limitada discoteca del anfitrión
cuando él se acercó al equipo de música. Sonaba «Desti-
nation Anywhere». Pedro, Pablo, como se llamara, tam-
bién estaba harto de la banda sonora de los Commitments.
— ¿Encuentras algo?
Era alto, desgarbado y a primera vista tenía cara de
pánfilo. Mentiría si dijera que fue un flechazo.
—Poca cosa. La mitad de los discos están bañados en
ron con Coca-Cola.
—Es la tercera vez que suena esta canción y la peli
tampoco era para tanto.
Un torrente de opiniones precipitadas por las ganas de
impresionar y muchos Ballantine’s después le tenía entre
las piernas en una cama de ochenta en un piso compartido
de la calle Alcalá. Por mi parte tuvieron más que ver los
hoyuelos que el whisky; a él le ponía mi acento. La casa
debía ser de un amigo suyo porque el catre le venía escaso
y el empeine le rozaba con el borde del somier. Ignoro
cómo llegamos de Dublín al Monte del Gozo.
- 170 -
—Los peregrinos tienen pie de atleta, papilomas, ec-
zemas, dermatitis por contacto y ampollas de dimensio-
nes inconcebibles.
—Sabes mucho de pies. Y del Camino.
—Es que —cerré los ojos y anuncié con falsa beate-
ría— si estoy aquí es gracias al Apóstol.
Por alguna razón, esa broma no la pilló. Sentí cómo
se estremecía bajo la sábana.
—Eres...
—¿Gallega? Creía que eso había quedado claro.
—Religiosa…
Era encantador. Tomarle el pelo un poco más y de-
cirle que me había escapado de las Clarisas habría sido
cruel. Su cabecita de ingeniero en ciernes admitía haberse
encamado con una libertina, no así provocar el debut de
una novicia. Solté una carcajada y le conté la verdad.
—Mi madre tiene una farmacia en un pueblo cerca de
Santiago que está en la ruta del Camino Francés.
Respiró aliviado.
—Y recibís muchos peregrinos que necesitan...
Le chiflaban los detalles escatológicos.
—A los peregrinos se les huele a distancia y no es
una forma de hablar. Para cuando llegan a la farmacia de
mi madre llevan recorridos más de setecientos kilóme-
tros con la misma ropa, las mismas botas, durmiendo en
- 171 -
sótanos de iglesias, en pajares, lavando las bragas y los
calcetines en una fuente o un regato con la misma pastilla
de jabón con la que se frotan por las mañanas. Necesitan
de todo.
No le conté toda toda la verdad.
Quería ocultarle, por ejemplo, que a mi madre le había
dado por beber dos años atrás, cuando cumplió cuarenta,
en el 93, año jubilar compostelano, y ese fue el motivo
real por el que yo empecé a despachar en la farmacia, para
evitar que ella lo hiciera. Una cosa es reírse de los callos
ajenos y otra muy distinta de la dipsomanía galopante de
la persona que más te quiere. No estaba aún preparada
para hacer coñas sobre eso. Mi madre se bajaba durante la
comida dos o tres latas de cerveza cada día. Luego dormi-
taba en el orejón un rato y se iba directamente a trabajar.
Por mucho colutorio de menta fuerte que usara, el tufo
seguía ahí y ella estaba cada vez más dispersa.
—Te he pedido Nolotil, Gloria, no Secrepat.
Una boticaria borracha en un pueblo de siete mil ha-
bitantes admite poco disimulo, la gente empezó a hablar.
Así que saqué el título de auxiliar de farmacia, suspendí
COU y me pasé el año siguiente estudiando en la rebotica
por las tardes. COU de letras puras, zanjando así cual-
quier duda sobre si continuaría con el negocio.
Eso sí se lo conté a Pablo.
- 172 -
—Quería salir pitando de allí.
—Pero si hay facultad en Santiago y tenías la farma-
cia ya puesta…
Práctico y sensato el ingeniero. Dejé escapar un silbi-
do de aburrimiento.
—Eso me decían las señoras de mi pueblo, continua-
rás la senda de tu madre y de tu abuelo.
Pablo echó su cuerpo sobre el mío. La volvía a tener
dura.
—¿Te recuerdo a las señoras de tu pueblo?
Otra de las virtudes de Pedro, de Pablo, era la facili-
dad que tenía para, después de follar, retomar una conver-
sación en el punto justo donde la habíamos dejado.
—Entonces, tú querías romper la tradición familiar.
En efecto, esa era una de las razones por las que dis-
cutía a diario con mi madre los últimos meses que pasé en
casa, discusiones que casi siempre acababan a gritos, tú y
tus tonterías de dibujar, si aquí tienes de todo, no pensarás
que vas a estar a la sopa boba en Madrid, ya es hora de que
arrimes el hombro, que bastante me he esforzado yo toda
la vida, si no quieres estudiar es tu problema, de mí no vas
a ver un duro. Exenta de cubrir el turno vespertino, ella ya
empalmaba sobremesa con merienda y abría una lata tras
otra hasta caer redonda en la cama. Yo había aprobado el
ingreso en Bellas Artes en Madrid para el curso siguiente,
- 173 -
pero necesitaba treinta mil pesetas para la matrícula, una
pasta que mi madre no me iba a dar, y el plazo cumplía en
una semana.
Entonces apareció ella.
—¿Esta es una historia del Camino? —Pablo encen-
dió un cigarro.
—Y de pies.
Comparado con el xacobeo del año anterior, aquel
verano el pueblo estaba desierto. El flujo de peregri-
nos entonces era todavía irregular, desordenado, apenas
unos cientos de personas cruzaban triunfales el Pórtico
de la Gloria cada temporada. Faltaba una semana todavía
para que Tassotti le rompiera la nariz a Luis Enrique en
el Mundial de Estados Unidos, Induráin había arrancado
flojo el Tour y en el pueblo no se hablaba de otra cosa que
no fuera ella, la actriz americana que había salido a pie
de Roncesvalles y llevaba un mes esquivando periodistas
y curiosos. Un pesado que había ido conmigo al institu-
to, Joaquín, que trabajaba de fotógrafo en Santiago y la
había perseguido de albergue en albergue, me contó que
en la recta final la competencia se había vuelto feroz. Ha-
bía prensa por todas partes. Él le había colocado todas las
fotos a una agencia nacional con la promesa de rematar
el reportaje captando la exclusiva de la estrella de cine
abrazada al Santo.
- 174 -
Era última hora de la tarde cuando entró en la farma-
cia desfondada, sudando, fingiendo compostura tras una
carrera por las calles del pueblo para dar esquinazo a los
pesados. Iba hecha un cuadro. Quería pasar desapercibi-
da con un gorro enorme, absurdo, calado hasta las ore-
jas, y un chubasquero lila que debía ser carísimo y lucía
como un yonqui de los 80. Luego, las trazas inevitables
del peregrino: la piel cuarteada y llena de manchas, las
uñas negras rotas, las botas ajadas. Aunque ocultaba los
ojos traviesos, el rasgo más distintivo de su fisonomía,
tras unas gafas negras redondas de diva decadente, reco-
nocí los mechones pelirrojos lacios pegados a la nuca y
la curva de la boca que incluso sin sonreír desprendían
una rara complicidad. Ella tenía entonces sesenta años y
yo me había criado viendo sus películas. Como todos. Es
una de esas estrellas de la que cada uno tiene un recuerdo
favorito.
También Pablo:
—Lloro siempre con el final de La fuerza del cariño.
Agazapada detrás de un bebé de cartulina gigante que
anunciaba leche de continuación, echó un vistazo a la ca-
lle a través del escaparate comprobando que estaba a sal-
vo. Se acercó al mostrador cojeando.
—Hola. Eh... disculpe, yo quiera aguha...
Le contesté directamente en inglés:
- 175 -
—¿Aguja de sutura? —
Asintió agradecida.
—Y agua oxigenada, algodón y tirhitas —esto último
lo dijo en español con erre de guiri, la lengua tensa en el
hueco del paladar.
Recopilé el pedido junto a la caja. Ella seguía pen-
diente de la calle, ganando tiempo con aplomo, sin urgen-
cia por sacar la cartera. Enderezó la postura, doliéndose
del pie izquierdo.
—¿Ampollas? —pregunté.
—Debería estar ya acostumbrada —asintió ajustán-
dose las gafas—, pero esta ha aparecido hoy a traición. He
ido abandonando todo lo que tenía, ya no llevo ni mochi-
la, y no tengo con qué aliviarme.
¿Cuántas veces en esta vida vas a tener la oportunidad
hacerle un favor a un mito de Hollywood?, me dije.
—Es hora de cerrar, no creo que venga nadie más.
¿Quiere pasar a la rebotica a hacerse la cura?
Me miró a la cara por primera vez. Intuía, con razón,
que no era una oferta disponible para todos los peregrinos
y que yo estaba al tanto de su situación.
—Eres muy amable, gracias.
De cerca, los famosos son vulgares e inseguros. Asu-
mimos que la familiaridad que sentimos hacia ellos por
tantas horas de ficción compartida es recíproca y no y eso
- 176 -
nos descoloca. Ella se mostraba cortés y a la vez distante,
serena, calculando cada frase de forma estratégica, como
un mecanismo de defensa aprendido.
Muy erguida en una silla, con pose de bailarina pro-
fesional, se remangó y se quitó las gafas. Los chinches
habían disfrutado de lo lindo en sus antebrazos. Semanas
de pernocta en alojamientos comunitarios también habían
minado su pudor: separó el calcetín como el envoltorio
de una madalena, descubriendo una extremidad primitiva,
asilvestrada, casi una pezuña. Las heridas y las marcas se
extendían por la planta y entre los dedos.
—Esta es Saint-Jean-Pied-de-Port, la primera nunca
se olvida —bromeó—, esta es Subiri, aquí está Burhgos,
Castroheris, Ponfarara, Mansiia deles mulas, Astorgah, y
aquí... aquí tenemos a Portomerhín.
Portomarín cubría casi todo el talón.
—Darles nombre parece lo mínimo, han estado con-
migo todo el camino.
Rompió el papel que cubría la aguja de sutura.
—Mi padre decía que el que viaja solo viaja más rá-
pido: tenía razón.
Me guiñó un ojo y atravesó Portomarín de lado a lado
con destreza. Yo observaba hipnotizada el hilo flotar en
el líquido linfático y la ampolla drenando por orificios
opuestos.
- 177 -
—La planta del pie y el alma son la misma cosa —
deletreó—, s-o-l-e, s-o-u-l, en inglés se escriben distinto,
pero suenan igual.
No creo que ella tuviera ganas de hablar. Sí deseaba
mostrarse agradecida y la conversación brotó de forma
natural hacia un lugar indeterminado en el espacio y el
tiempo. Porque esta actriz superlativa era una chiflada de
la reencarnación y la soledad y privaciones del peregrina-
je habían acentuado sus delirios místicos. Al poco me es-
taba enumerando vidas pasadas y dando detalles sobre la
revelación que había tenido sesteando bajo un árbol cerca
de Foncebadón, a propósito de aquel político sueco que
fue su amante durante muchos años y al que mataron a
tiros en la calle un día que iba al cine.
Pablo se incorporó en la cama de golpe.
—Espera, espera, espera, ¿que Shirley MacLaine fue
amante de Olof Palme?
—¿De quién?
—Olof Palme, el primer ministro sueco, le asesinaron
en el 86.
—Yo en el 86 estaba haciendo la comunión.
—Qué fuerte…
—A ver si te lo vas a creer todo. También me contó
que, antes de su primer encuentro en Nueva York, el po-
lítico sueco y ella se habían conocido en el siglo IX, ojo,
- 178 -
siendo él Carlomagno y ella una esclava mora.
—¡Venga ya! —
—No tengo tanta imaginación como para inventarme
algo así.
Los peregrinos llegan bastante tocados al final. In-
capaz de ocultar mi escepticismo, balbuceé un oh, qué
interesante, a sus confesiones metafísicas. Ella reprimió
una mueca burlona, segura de albergar una verdad funda-
mental que pocas veces se entendía. Frunció los labios y
enarcó las cejas, esa sorna tan suya, un gesto de confianza
para consigo que venía a decir qué sabrá esta pueblerina
de las evidencias trascendentales.
—Mañana al alba entraré en Santiago —dijo, y agra-
decí el cambio de tema—, voy a caminar sola toda la no-
che y tengo que ir cómoda.
Regó la ampolla ya vacía con agua oxigenada por úl-
tima vez y la dejó secar al aire. Temía haberla ofendido
y solo pensaba en congraciarme con ella antes de que se
marchara.
—¡Ya sé lo que necesita!
Busqué en el armario de las cajas grandes y regresé
con un paquete de compresas.
—Te lo agradezco —dijo cargada de ironía al ver-
lo—, pero si hay algo que realmente no echo de menos en
mi vida, es eso.
- 179 -
—No —me entró la risa—, algunos caminantes di-
cen que son mejor que cualquier plantilla. La celulosa es
suave y mullida para las heridas abiertas y absorbe bien
el sudor.
Asintió y sonrió con toda la cara, los ojos achinados
hasta casi desaparecer.
—Qué buena idea. ¿Ves? Olvidamos las cosas que
dejan de estar presentes en nuestro entorno y que son
esenciales. Hay que esforzarse en recordar.
Sinceramente, no entendí el vínculo entre la compre-
sa y la reencarnación, pero ella se la calzó encantada.
Era ya de noche del todo. Llegó hasta la salida an-
dando sin molestia alguna y me dio las gracias. No se me
ocurría nada más que decir.
—¿Por qué ha hecho usted el Camino?
—Para terminarlo —contestó.
Sacó unos billetes de la riñonera y los dejó sin con-
tar encima del mostrador. Desde la puerta, se volvió para
decir adiós.
—Ultreya —murmuré.
Ella hizo un gesto de victoria y se marchó.
Los detalles de la despedida nos tuvieron a Pablo y
a mí, entre unas cosas y otras, entretenidos hasta el ama-
necer. No, nunca volví a verla (como tampoco volvería
a verle a él después de esa noche); sí, el dinero que me
- 180 -
dejó cubría de sobra la punción, la asepsia y el dinero de
mi matrícula. Estos guiris, qué poderío imperialista, van
por el mundo quemando billete y haciéndose un lío con el
cambio de moneda.
Esa fue la última mentira que le conté a Pablo.
El dinero sobre el mostrador era generoso, pero no
tanto. Tenía poco margen, así que me puse en marcha en-
seguida. No me costó localizar a Joaquín, seguía fumando
petas en la misma tapia de todos los sábados con los co-
legas de siempre. Él imaginaba que la actriz estaría dor-
mida, descansando después de la persecución de la tarde,
cogiendo fuerzas para el último trecho, y había dado el día
por amortizado. Antes de soltar la información negocié en
efectivo y en el momento lo que me faltaba para las trein-
ta mil pesetas. No, no me arrepiento de habérselo conta-
do: también yo debía soltar lastre y alcanzar el destino.
Además, Joaquín llegó antes que el resto de periodistas,
pero no consiguió la imagen del abrazo al Santo: no se
pueden hacer fotos dentro del templo sin permiso, eso lo
sabe todo el mundo. Todo el mundo menos el fumado de
Joaquín.
Pablo me invitó a desayunar en un bar que olía a Du-
cados y a cerveza vieja donde la radio y la tragaperras
estaban encendidas desde primera hora. Nos sentamos en
un rincón, en sillas de formica que al arrastrar las patas
- 181 -
hacían un ruido del demonio. Me apetecía volver a que-
dar con él y garabateé el número de teléfono de mi casa
en una servilleta junto al logo de Café Delta. No sé si por
la resaca, la falta de sueño o que él de pronto cayó en la
cuenta de que tenía novia, a la luz del día todo era distinto.
No violento ni incómodo, pero era obvio que había prisa.
Me acompañó al metro a buen paso, nos dimos un último
beso, rápido y furtivo, y yo bajé saltando de dos en dos los
escalones de la estación de Manuel Becerra.
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