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Homenaje a Juan Gustavo Cobo Borda

Este documento presenta un resumen de la vida y obra de Juan Gustavo Cobo Borda como lector, escritor y editor colombiano. Cobo Borda ha sido un lector infatigable desde una edad temprana y ha escrito numerosos libros esenciales sobre literatura colombiana. También ha dirigido varias revistas literarias y se ha desempeñado como editor de libros y revistas. El documento celebra la pasión de Cobo Borda por la lectura y su valiosa contribución al conocimiento y difusión de la
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Homenaje a Juan Gustavo Cobo Borda

Este documento presenta un resumen de la vida y obra de Juan Gustavo Cobo Borda como lector, escritor y editor colombiano. Cobo Borda ha sido un lector infatigable desde una edad temprana y ha escrito numerosos libros esenciales sobre literatura colombiana. También ha dirigido varias revistas literarias y se ha desempeñado como editor de libros y revistas. El documento celebra la pasión de Cobo Borda por la lectura y su valiosa contribución al conocimiento y difusión de la
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y

Noviembre de 2013 N.° 71

Lectores
Juan Gustavo Cobo Borda
Universidad de Antioquia / Sistema de Bibliotecas
Ilustraciones: pinturas de Viviana Serna
Portada: Isa, temple sobre lienzo, 20 x 15 cm
Presentación
Lector de lectores
Ser gran lector es un título que a muy pocos les importaría
tener. No es descartable (creo que además es comprobable)
que en la indescifrable realidad de nuestro país, incluso hoy
en día, a un lector (digamos en el metro o en la mesa de un
café) se le mire con extrañeza, como a aquello que siempre se
ha dado en llamar un ave rara (rara avis, diría un elegante). Y
entrar en los pormenores de por qué se presenta esa situación
entre nosotros es, además de hipotético, un poco inútil porque
ya se habla mucho del asunto, con razón y sin ella.
Para el caso que nos trae: el de hablar de un magnífico lector,
lo importante es eso, justamente: que no es alguien que sim-
plemente se ha llenado de libros a lo largo de su vida, sino que
ha sido capaz de leerse una también magnífica biblioteca, pero
además ha escrito una magnífica biblioteca con todo aquello
que ha leído. No solo nos ha presentado a un sinnúmero de
autores, sino que nos ha enseñado a comprender la historia
literaria de nuestro país, y hasta de países ajenos al nuestro, en
un acto de amplitud y generosidad que solo comportan quienes
hacen con gusto lo que hacen y sienten un pleno agradecimiento
con su vida como es.
Sistema de Bibliotecas

El infatigable lector que ha sido desde muy temprana edad


Juan Gustavo Cobo Borda (Bogotá, 1948) es, pues, también,
un prolijo escritor a quien debemos libros esenciales sobre el
conocimiento de nuestra literatura y nuestro arte, como Historia
portátil de la poesía colombiana, La narrativa colombiana después de
García Márquez, Borges enamorado, La mirada cómplice (sobre arte
y artistas), Historia de la poesía colombiana siglo XX, entre otros
tantos, además de aquellos hermosos libros donde rinde tributo
a las obras de sus autores más queridos y en los cuales lo que
prima no es ningún pedante exhibicionismo intelectual, sino
su incansable insistencia en el placer de la lectura, como El ol-
vidado arte de leer, Lector impenitente o Desocupado lector, también
entre otros, en los cuales, casi sin pudor y como un gesto más
risueño que engañoso, repite textos a los cuales ha hecho leves
cambios o aumentado autores o cambiado títulos. En Cobo
Borda caben casi todos los juegos y movimientos posibles en el
rompecabezas interminable de sus lecturas y biblioteca. Aparte
están, claro, sus libros de poemas, en los que, también desde
temprano, ha cincelado una voz y nos ha dado títulos sin duda
fundamentales en la poesía de nuestro país, como Consejos para
sobrevivir, Ofrenda en el altar del bolero, Salón de té, El animal que
duerme en cada uno. Y títulos, antologías y obra reunida editados
4 en Colombia, Argentina, Venezuela, México y España.
Además de lector impenitente, bibliotecario, librero, posee-
dor de una inmensa colección de libros y escritor, el siguiente
oficio que nunca le ha faltado a Juan Gustavo Cobo ha sido
el de editor, tanto de libros como de revistas. Desde distintas
posiciones a lo largo de su vida ha hecho libros de literatura y
de otras disciplinas (Biblioteca Básica Colombiana en el Instituto
Nacional de Cultura y Biblioteca Familiar Colombiana en la Pre-
sidencia de la República) y dirigido revistas literarias como Eco
(1973-1984) y Gaceta de Colcultura. Por ello, sin duda, conoce
muy bien el devenir literario de su querida Bogotá. Sus cafés y
sus librerías. En los primeros se cocía la literatura en ambien-
tes de tertulias, lecturas y bohemia, con protagonistas que hoy
son parte de nuestra historia literaria y cultural. Las segundas

Noviembre de 2013
LEER y releer N.o 71

eran referentes imprescindibles en la vida cultural y al frente


de las cuales estaban casi siempre personas dedicadas al libro
como un objeto que conocían a cabalidad y del que disfruta-
ban mucho más allá de ser el vehículo del sustento económico.
Los dos: cafés literarios y librerías, hoy son casi exóticos en el
país. Se los ha tragado el desprecio por el ocio y una vida de
cemento, carreras, ruido, consumismo y analfabetismo funcio-
nal. Cuando no una economía “centavera” que hace del libro y
la lectura lujos inadmisibles. Lo que nos ofrece Cobo Borda en
estos textos es, pues, el testimonio de una realidad y de unos
placeres casi perdidos. Un testimonio útil para que el olvido
no haga del todo de las suyas. Para que una persona joven se
encuentre por primera vez, quizá, el término “café literario” y,
por qué no, la palabra “librería”.
Cobo Borda, como Borges, se ha preciado siempre de ser, ante
todo, un lector. Y los lectores —menores— no tenemos más
que agradecer su irónica y risueña permanencia en ese oficio.
Y textos como estos, llenos de amoroso agradecimiento y de
amistad. Dos asuntos de la vida que también nos resistimos a
perder del todo.
Luis Germán Sierra J.
5

Universidad de Antioquia
Lectores
Desde 1972, cuando publiqué en los números 141 y 142 de la
revista Eco, editada en Bogotá por la librería Buchholz, el texto
“La poesía de Álvaro Mutis”, he intentado dar testimonio de
aquellas lecturas que me intrigan o apasionan. Que obligan a
dar una respuesta desde mi condición de lector.
Ahora, cuando la Biblioteca de la Universidad de Antioquia reúne
un abanico de lecturas me agrada comprobar una cierta fidelidad
a temas recurrentes. Aquí vuelve a estar Álvaro Mutis, desde la
perspectiva de los cafés bogotanos donde se formó. Aquí están tam-
bién las viejas librerías, ya desaparecidas, y el paso del asiduo del
café al merodeador de librerías, en pos del volumen tan atrayente
por no estar de moda como sugerente por su aparente novedad.
De ahí que nueve novelas de narradores colombianos justifiquen,
quizá, el título de Lectores dado a estas páginas. Cuando fui feliz
subdirector de la Biblioteca Nacional en Bogotá comprobé cómo
el destino de los libros era aquel orbe mágico que nunca se cierra y
que, como la lectura, implica renovarse con cada nuevo volumen,
con la mirada de cada nueva generación. Felizmente carezco de
ambiciones didácticas o pedagógicas. Solo propugno, con descan-
sada ironía, el sospechoso placer de la lectura. Estos anacronismos,
quién lo duda, todavía tan sugestivos. Pero la culpa y el castigo por
o
LEER
LEER yy releer
releer N.
N.o 71
71

tan superfluos ejercicios no es solo mía: la comparte la generosidad


de Luis Germán Sierra, su editor.
Juan Gustavo Cobo Borda

Álbum familiar. Acrílico sobre mdf, 70 x 50 cm, 2013


Álbum familiar. Acrílico sobre mdf, 70 x 50 cm, 2013

Universidad
Universidad de
de Antioquia
Antioquia
Retratos de libreros
colombianos
Por Juan Gustavo Cobo Borda
Las librerías en Colombia han sido un fructífero punto de
encuentro y de intercambio cultural. En un país pobre y
aislado del mundo, ellas eran ventanas abiertas a otros con-
tinentes. Canales de comunicación con el saber universal y
a la vez foros para el debate nacional, al respaldar y promo-
ver las miradas de los colombianos sobre ellos mismos. En
muchas ocasiones las librerías constituían sitios obligados de
peregrinaje para quienes, desde la provincia, acudían a la
capital departamental o a Bogotá misma, en pos de la última
novedad o del libro clásico, inconseguible de otro modo.
Debemos rescatar (y exaltar) esos nombres, de gentes en
muchas ocasiones marcadas por la pasión del libro, quienes
terminaban por importarlo o recibirlo en consignación, para
negocio y disfrute, en primer lugar, o para conversarlo en la
inevitable tertulia con los amigos, siempre proliferantes en
torno a esas paredes atiborradas de volúmenes o plagadas
de tesoros secretos en el sótano.
LEER y releer N.oo 71

Bibi. De la serie Autorretratos. Estamos habitados por muchos otros, tinta sobre papel, 15 x 21 cm, 2012

La librería
de Miguel Antonio Caro 9
Iniciemos
Iniciemos nuestro
nuestro repaso
repaso con
con la
la Librería
Librería Americana
Americana de de Miguel
Miguel
Antonio
Antonio Caro,
Caro, presidente
presidente de de Colombia
Colombia de de 1892
1892 aa 1898,
1898, que
que
funcionaba en la calle 12 de Bogotá. Uno de sus dependientes
funcionaba en la calle 12 de Bogotá. Uno de sus dependientes
era
era un
un hijo
hijo del
del célebre
célebre poeta
poeta antioqueño
antioqueño Gregorio
Gregorio Gutiérrez
Gutiérrez
González.
González. El otro, joven también y también estudiante, era
El otro, joven también y también estudiante, era
José
José Vicente
Vicente Concha,
Concha, futuro
futuro presidente
presidente dede Colombia.
Colombia. A A dicha
dicha
librería
librería llegaban
llegaban colecciones
colecciones como
como la la Biblioteca
Biblioteca dede Autores
Autores
Españoles que el mismo Caro consideraba
Españoles que el mismo Caro consideraba había producidohabía producido
más
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ciegos queque sabios
sabios dado
dado lolo exiguo
exiguo de
de su
su tipografía.
tipografía. Era,
Era,
como es de suponer en el caso de Caro, una librería
como es de suponer en el caso de Caro, una librería católica católica
ortodoxa,
ortodoxa, interesada
interesada en en los
los clásicos
clásicos españoles,
españoles, yy figuras
figuras como
como
Balmes
Balmes yy Marcelino
Marcelino Menéndez
Menéndez yy Pelayo.
Pelayo. En
En sus
sus sabrosos
sabrosos re-
re-

Universidad de Antioquia
Sistema de Bibliotecas

cuerdos sobre las viejas librerías de Bogotá, Laureano García


Ortiz recuerda la Librería Barcelonesa, de dos catalanes: Sol-
devilla y Curriols, que combinaban las ediciones de lujo (telas
rojas y cortes dorados) y otras excesivamente populares, con
ilustres pornógrafos del momento como Paul Feval o Ponson
de Terrail. Editores, además, de pésimas traducciones, su ol-
fato de negociantes sin pudores los llevó a proponer el clásico
Madame Bovary de Flaubert transformado en un incitante y
sugestivo ¡Adúltera!

Librería Colombiana de Salvador


Camacho Roldán y Joaquín
Tamayo
En 1932 cumplía medio siglo la Librería Colombiana, cofun-
dada por Salvador Camacho Roldán y Joaquín Tamayo. Si la
librería de Miguel Antonio Caro promovía, como era obvio,
el pensamiento conservador, encabezado por el padre Gine-
bra, la de Camacho Roldán abría sus estantes al mundo de
la economía y la sociología, al positivismo, en general, a los
nombres de Comte y Spencer. Una librería como esta salía de
10 sus muros y se proyectaba por los caminos de Colombia, como
lo atestiguan las impresiones de viaje de Miguel Samper yendo
a Honda, preocupándose ya por el Canal del Dique, o como
fue el caso de Camacho Roldán mismo, dándonos una prime-
ra visión “científica”, no solo de los tres partidos políticos de
Colombia de 1855 a 1857 (el Liberal antiguo o draconiano, el
Gólgota y el Liberal moderno “y el antes retrógrado, bautizado
luego con el apellido menos apasionado de Conservador”) en
su muy brillante y aún vigente análisis de la novela Manuela,
de Eugenio Díaz. Mirada global del altiplano andino en una
novela de costumbres. De seguro este precursor análisis del
papel de la Iglesia, de las raíces del caciquismo, a partir de
un texto de ficción no hubiera sido posible sin los volúmenes
de su librería.

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LEER y releer N.o 71

Librería Mundo de Barranquilla


“El 15 de diciembre de 1949 entré en la Librería Mundo a las
cinco de la tarde para esperar a los amigos que no había vuelto
a ver”: así recuerda Gabriel García Márquez en sus memorias,
Vivir para contarla (Editorial Norma, Bogotá, 2002, p. 391), esta
mítica librería de Barranquilla, la cual, como ha documentado
su biógrafo Gerald Martin, pertenecía a un antiguo comunista
llamado Jorge Rondón Hederich, “a quien se consideraba sucesor
espiritual de la librería que había regentado el propio Vinyes y que
quedó destruida por el fuego en los distantes años veinte” (p.165).
Una tradición de libreros nutriría la cultura de la costa con
publicaciones tan valiosas como la revista Voces (1917-1920) del
sabio catalán Ramón Vinyes, personaje de Cien años de soledad
y que en el caso de Mundo editaría el primer libro de cuentos
de Álvaro Cepeda Samudio: Todos estábamos a la espera (1954).
En la nota de presentación Germán Vargas Cantillo hablaba
con razón de la atenta lectura que Cepeda había hecho de la
narrativa norteamericana —William Saroyan, ante todo, y de
dos desconocidos cuentistas del Río de la Plata: el uruguayo
Felisberto Hernández y el argentino Julio Cortázar—. Lo cual
había sido posible gracias a que Rondón pedía, en ocasiones, a
los miembros del grupo de Barranquilla (Alfonso Fuenmayor,
11
Germán Vargas, Cepeda Samudio, García Márquez) le ayudasen
a marcar en los catálogos de los agentes vendedores de Losada,
Suramericana, Santiago Rueda que en 1945 había publicado
la primera edición del Ulises en español, Sur y Emecé las no-
vedades que parecían interesantes. Sobre aquel libro García
Márquez pudo escribir, en el mismo 1954, este concepto: “Todos
estábamos a la espera es, para mi modo de interpretar las cosas,
el mejor libro de cuentos que se ha publicado en Colombia”.
García Márquez forjaría también allí las armas para su saga
narrativa propia a partir de las obras publicadas en la revista
Sur de Buenos Aires, como El Aleph de Borges, y en otros se-
llos argentinos, la celebérrima Antología de literatura fantástica
(1940) perpetrada por el trío Borges, Bioy y Silvina Ocampo,

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y sus no menos suscitadoras traducciones de Virginia Woolf y


William Faulkner. Sin esas librerías nada hubiera sido posible.
Los autores costeños más destacados extrajeron, en contacto
con el mundo, a través de las librerías claves, las raíces de una
cultura propia. Por ello vale la pena concluir estos apuntes sobre
la Librería Mundo con lo que Héctor Rojas Herazo, también
participe de ese punto de encuentro, escribió en su columna
“Telón de Fondo”, del Diario de Colombia, el 1.° de noviembre
de 1952 (Héctor Rojas Herazo, Obra periodística, 1940-1970.
Compilación y prólogo de Jorge García Usta, tomo I, Medellín,
Eafit, 2003). Allí señala cómo la librería ha exhibido los lienzos
de la pintora Cecilia Porras, exposición inaugurada por Meira
Delmar, ampliando así su positiva labor cultural. Y concluye:
“Las librerías ya han dejado de ser simples expendios de lectura
al por mayor para convertirse en una grata y fecunda síntesis
de biblioteca, tertuliadero y galería de arte. Sitios donde ad-
quirir un libro no sea, simplemente, un helado intercambio de
monedas por letras de molde, sino, muy por el contrario, un
lugar donde la inteligencia, en sus variados frentes, sea algo
vivo y catequizante. Algo, en fin, que dignifique a la ciudad y al
individuo. Y esto ya ha sido alcanzado por la Librería Mundo
de Barranquilla” (ibídem).
12
Librería La Gran Colombia
de Carlos H. Pareja
El profesor de Derecho Administrativo en la Universidad Nacio-
nal, sede Bogotá, en la época del 9 de abril de 1948 era Carlos H.
Pareja, nacido en Sincé, en la costa colombiana, el 15 de julio
de 1898. Pero su nombre de guerra literario era más sonoro:
Simón Latino. Había fundado, en 1942, en la carrera séptima
con calle dieciocho de Bogotá, la librería La Gran Colombia,
con la colaboración de Jorge Andonoff, de origen búlgaro, y
Jorge Mora. Libros de calidad, con inclinación a la izquierda,
y una célebre tertulia a la cual asistían Alfonso Palacio Rudas,
Héctor Rojas Herazo, Jorge Eliécer Ruiz y Alberto Estrada (un

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ortodoxo miembro del partido comunista que editaba carpetas


de grabados eróticos japoneses), entre otros, animaban el lugar.
Pero el trágico 9 de abril marcó a Pareja, por gaitanista. Fue
encarcelado y tuvo que exiliarse en Argentina. Sin embargo,
allí continuó su labor de editor y amplió su empresa más des-
tacada: los cuarenta títulos que seleccionó y editó, entre 1943
y 1963, de sus cuadernillos de poesía, que en dos millones de
ejemplares permitieron a los latinoamericanos conocer a sus
poetas y en antologías por países o temáticas tener una visión
más generosa y justa de sus creadores. Luego de publicar un
libro sobre el padre Camilo Torres en México en 1968, moriría
olvidado y amargado en Vancouver, Canadá, en 1987.

La Torre de Babel
de Karl Buchholz
De 1951 a 1992, Bogotá disfrutó la pasión por el libro de un
alemán de revuelta cabellera blanca como la de Beethoven, que
había orientado librerías y galerías de arte en Berlín, Nueva
York, Bucarest, Lisboa y Madrid. La torre de libros de la Avenida
Jiménez 8-40 albergaba volúmenes provenientes de Francia,
Inglaterra, Alemania, Italia, Estados Unidos, España, México 13
y Argentina, por lo menos, y se convirtió en un semillero de
lectores informados y de artistas en busca de referencias no-
vedosas sobre su trabajo. Un político economista como Carlos
Lleras Restrepo acudía siempre allí, al igual que un arquitecto
como Fernando Martínez Sanabria. Y un novelista abogado,
experto en brujas, como Pedro Gómez Valderrama no dejaba
de intercambiar ideas y opiniones con un poeta como Álvaro
Mutis, un pensador como Nicolás Gómez Dávila o un politólogo
como Mario Latorre. Este era el espíritu de Buchholz que ani-
maba una galería en el último piso de los siete de esta torre
donde Obregón y Botero nos mostraban el nuevo clima del arte
colombiano y donde 272 números de la revista Eco, de 1960
a 1984, registraron los nombres de figuras como Nietzsche,
Hölderlin o Bertolt Brecht, en pie de igualdad con capítulos

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inéditos de Cien años de soledad o poemas de Aurelio Arturo y


Octavio Paz. Esta fue la hazaña generosa de este librero infa-
tigable que fue colonizando nuevos espacios al abrir también
librerías en el Centro Internacional, en Chapinero y más allá de
la calle 100. El libro preparado por su hija Godula Buchholz,
y que ha publicado la prestigiosa editorial alemana Dumont
(2005) en 270 páginas, registra la trayectoria fascinante de este
librero universal que tanto hizo por el lector colombiano y por
el libro tanto científico como artístico.

Otro presidente librero


Otro presidente de Colombia, también con librería propia,
fue el antioqueño Carlos E. Restrepo, quien gobernó de 1910
a 1914. Fue el fundador del Partido Republicano, que buscaba
dejar atrás las furias “titánicas” desatadas por la Guerra de los
Mil Días. Ese llamado a la concordia y al cese del lenguaje de
las armas, se había nutrido en su célebre librería Restrepo de Me-
dellín, donde no solo vendía libros, sino también camándulas
con llaveros, juguetes con billeteras y tizas con cuadernos. Allí
acudía Tomás Carrasquilla a la tertulia y se exponían las pin-
turas de Francisco A. Cano, por quien Restrepo propició una
14 colecta para continuar su aprendizaje en París, una vez hubo
terminado la beca entregada por el gobierno. El emblemático
cuadro antioqueño, Horizontes —la familia que mide con el tra-
bajo y la mirada lo vasto de la colonización antioqueña— fue
el regalo de agradecimiento de Cano a su mecenas Restrepo,
político pero también empresario. Y librero, sin lugar a dudas.

Medio siglo de un librero


La librería Continental trabajó a favor de la cultura literaria y
musical de Medellín de 1943 a 2001. Empresa familiar dirigida
por Rafael Vega Bustamante, vio cambios notorios en la vida de la
ciudad. Uno de ellos fue la sustitución de una cultura eclesiás-
tica atenta a las prohibiciones del índice vaticano sobre libros
nocivos a la fe católica, por una mayor libertad y tolerancia al

Noviembre de 2013
Aleja. Temple sobre lienzo, 20 x 15 cm, 2012
Sistema de Bibliotecas

respecto. Otro cambio académico y bibliográfico fue el de la


medicina francesa por la norteamericana y, en definitiva, del
francés por el inglés, como lo narró su fundador en un muy
valioso testimonio: Memorias de un librero (Fondo de Cultura
Económica, Bogotá, 2005).
Vinculado a la vida musical de Medellín, Rafael Vega conoció
los cambios tecnológicos inherentes a inventarios y facturación,
y sobre todo padeció en carne propia sensibles modificaciones
en el ámbito urbano que pueden resumirse, en sus propias
palabras, como “el deterioro social del centro de Medellín”
(p. 127). Este, unido a otros flagelos como la fotocopia, la pi-
ratería, los supermercados y los medios de comunicación como
los periódicos convertidos también en vendedores de libros,
fueron acorralando su empresa, si se quiere individualista, en
competencia feroz con los grupos económicos que consideran
el libro como un producto indiferenciado más. Se cerró así otro
espacio de diálogo y tertulia, de clientes habituales que abrían
cuentas a sus hijos para proseguir la tradición de la lectura. Y
que en la recomendación del libro o el CD de música clásica
habían reforzado la convivencia y el respeto al interlocutor
durante medio siglo.
16 Librería Contemporánea,
1967-2001
Alicia Gómez y su esposo Roberto Villar abrieron esta librería en
Bogotá, en la carrera 15 N.° 78-40, en el sector de El Lago. Los
acompañó en el propósito un siquiatra, Álvaro Villar, hermano
de Roberto, autor de libros polémicos en su momento sobre el
servicio doméstico y las crisis de pareja. El cuarteto fundador lo
completaba la crítica de arte y novelista argentina, nacionalizada
colombiana por el presidente Belisario Betancur, Marta Traba.
Betancur, hombre de libros y tercer Presidente en este recuento
con librería-galería en la séptima de Bogotá, cerca al edificio
Avianca, la Tercer Mundo, decidió otorgarle la nacionalidad

Noviembre de 2013
LEER y releer N.o 71

cuando Marta Traba y su esposo, el crítico literario uruguayo


Ángel Rama, vieron canceladas sus visas de trabajo en Estados
Unidos, mientras se desempeñaban como catedráticos en la
Universidad de Maryland y mientras Marta Traba trabajaba en
el proyecto de un libro con la OEA sobre arte latinoamericano.
El retorno de Marta Traba al país, siempre activa en la promo-
ción de la cultura, como lo atestigua el Museo de Arte Moderno
de Bogotá, creado por iniciativa suya, se volcó ahora en esta
pequeña y acogedora librería, donde su nuevo impulso a la
escritura creativa, con novelas como Las ceremonias del verano y
Los laberintos insolados, ambientada en Cartagena de Indias, le
permitió promover el trabajo de sus colegas novelistas, al empezar
el auge de la novela latinoamericana en el mundo, el famoso
boom. Todavía se recuerda cómo fueron ellos de los primeros
importadores de Cien años de soledad y cómo el hermano escritor
de Gabo, Eligio García Márquez, compró uno de los primeros
ejemplares de la novela, fiado, en la Contemporánea. En tal
sentido, Marta Traba impulsó un perfil latinoamericano de la
librería, trayendo novedades de Venezuela (Monte Ávila y El
Ateneo de Caracas), de México (Joaquín Mortiz), de Uruguay
(Arca) y de Argentina (Jorge Álvarez, Galerna), que renovaban
las propuestas de las ya clásicas Losada, Emecé, Sudamericana
y El Ateneo. Crisis del comercio, ampliación de andenes en la 15, 17
carencia de parqueaderos, y desplazamiento de posibles com-
pradores a los centros comerciales fueron, según Alicia Gómez y
Roberto Villar, algunas de las razones para su cierre, aclarando,
eso sí, que “el oficio de librero más que un negocio, es una forma
de vida”: algo que podría aplicarse, sin vacilar, a estos libreros
aquí recordados, y a tantos otros, que mantuvieron el espíritu
de sus librerías, en su positivo aporte a la vida colombiana.

Universidad de Antioquia
El café y la cultura

El más célebre (de los cafés), de concepción ya moderna, fue el de Francesco Procopio
Coltelli, antiguo mozo de Pascal, nacido en Sicilia en 1650 y que más tarde se hizo llamar
Procope Couteau. Se había instalado primero en la feria de Saint-Germain, después en la
calle de Tournon, y por último pasó, en 1686, a la calle Fossés-Saint Germain. Este tercer
café, el Procope —todavía existe hoy—, se encontraba cerca del centro elegante y dinámico
de la ciudad, que entonces era la glorieta de Buci, o mejor aún el pont-Neuf (antes de que
lo fuera, en el siglo XVIII, el Palais Royal). Apenas abierto, tuvo la suerte de que la Comédie
Française viniera a instalarse frente a él en 1688
(Fernand Braudel, Bebidas y excitantes, Alianza Editorial, Madrid, 1994).

Europa y América charlan


en torno al café
El café “es el dulce hogar para aquellos para los que el dulce
hogar es un horror”. Así escribía Alfred Polgar en 1926 refirién-
dose al café Central de Viena. Solo que desde 1650, al hablar
de las Coffee houses inglesas, el café está íntimamente ligado
a la literatura, al ocio, a la conspiración, y a esa mezcla sutil
LEER y releer N.o 71

entre bohemia y laboriosidad que caracteriza a los habituales


del café. Un solo dato: Jean Paul Sartre escribió un denso tra-
tado metafísico, en la senda de Heidegger, titulado El ser y la
nada en las mesas del parisino café de Flore, donde incorporó
al texto argumentos proporcionados por el camarero.
En 1700 ya Londres contaba con tres mil establecimientos
para el consumo de café, en una ciudad de seiscientos mil
habitantes. Pero en 1709 un periódico, El Charlatán (The Tat-
ler), resume todas las noticias de la ciudad, de la bolsa a los
espectáculos, al tener como base de su información lo que
se dice en los cafés. Algo que los periodistas no dejarán de
aprovechar desde entonces: un último café chismoso antes
del cierre de la edición.
Steele en El Charlatán y Addison con The Spectator (1711) qui-
sieron dar a sus lectores algo más que noticias fugaces: ensayos
donde brillará el ingenio y el conocimiento.
Pero fueron los cafés parisinos de 1780, como el Procope, el
café de la Regence o el café de Fey, los que engendraron, en
la caldeada atmósfera de inteligencias como las de Voltaire,
Rousseau, Diderot y D›Alambert, tanto la Enciclopedia como
la Revolución de 1789. Pero esas manifestaciones, bruscas o
incendiarias o de largo aliento, tenían singulares raíces. En el 19
Procope, un día se empezó a hablar de la armonía, y la discusión
duró once meses. Ese mundo es el que nos rescata Antoni Mari
Monterde en su libro Poética del café. Un espacio de la modernidad
literaria europea (Barcelona, Anagrama, 2007).
Pero no solo de ella, de la europea, sino también de la nuestra,
la latinoamericana. En un café de París, Rubén Darío y Enrique
Gómez Carrillo, como quien dice el modernismo en pleno,
quieren extraer del poeta Paul Verlaine esa gota de música y
sabiduría que habían paladeado en sus canciones. El encuentro,
cómo no, se da en un café y Rubén Darío, con facundia tropical,
exalta su gloria. Verlaine, el fauno taciturno y borracho, solo
responde “¡La gloire... La gloire. Merde!”.

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Sistema de Bibliotecas

Amarga lección que Rubén Darío de seguro recordará en sus


depresiones de alcohólico sin recursos, caído de su trono lírico,
tal como nos lo pintó Vargas Vila en el libro que le dedicó.
Por su parte, el peruano César Vallejo, en el París de 1936, con
hambre y frío, se refugiará en la calidez humeante del café,
para proponernos ese soneto que tituló “Sombrero, abrigo,
guantes”:

Enfrente a la Comedia Francesa, está el Café


de la Regencia, en él hay una pieza
recóndita, con una butaca y una mesa.
Cuando entro, el polvo inmóvil se ha puesto ya de pie.

Por su parte, y en Madrid, el maestro exaltado por Borges, Rafael


Cansinos-Assens, traductor de las Mil y una noches, despachará
desde el Café Colonial mientras Ramón Gómez de la Serna lo
hace desde el Café Pombo. En un momento donde las ciudades se
tornan eléctricas y agitadas, de choques bruscos y aceleración ner-
viosa, los cafés pueden ser puerto y refugio. Aguas más quietas, e
incluso estancadas, donde se cultiva, según Gregorio Marañón,
la pasión más fuerte del hombre español, el resentimiento. La
20 maledicencia. Pero el café también fue una suerte de universidad
popular donde muchos, por el irrisorio precio de una taza alar-
gada por horas, pudieron escuchar a don Miguel de Unamuno,
don Antonio Machado o don Pío Baroja, como debe decirse. La
envidia se transformaba en coloquio y cuando el exilio, a raíz
de la guerra civil, los llevó tanto a Buenos Aires como a México,
el café continuó siendo el ágora donde las ideas cruzaban sus
espadas y los gritos, tan españoles, trataban de imponerse sobre
los rivales. Así en los cafés de la Avenida de Mayo o la calle Salta,
el Iberia y el Español, las mesas volaban de una acera a otra, y
María Teresa León, la mujer de Rafael Alberti, exiliados ambos
como Ramón Gómez de la Serna, veían cómo “en las mesas de
los cafés se discutía y se gritaba como si aún Madrid estuviese
defendiéndose”. El café fue entonces política y poesía: soledad
y compañía. Como siempre lo había sido.

Noviembre de 2013
LEER y releer N.o 71

Café Windsor, tinto y sifón


El café Windsor, en la calle trece con la esquina de la sépti-
ma, frente a la oficina de los correos, fue uno de los primeros
refugios donde gentes venidas de todo el país se daban cita.
Allí llegarían Ricardo Rendón, Luis Tejada y León de Greiff,
provenientes de la Villa de la Candelaria. Por allí se asomaría
Germán Arciniegas, bogotano y sabanero de hacienda y orde-
ño administrada por su padre, para encontrarse con Gregorio
Castañeda Aragón, quien traería el yodo y la sal marina desde
Santa Marta, a esa atmósfera de humo y puerta vaivén, quizá de
emboladores en el estrecho espacio, donde el tinto se alternaba
con el sifón. Donde los negociantes de ganado y trigo de So-
gamoso convivían con un vikingo que declamaba: “esta mujer
es una urna / llena de místico perfume”.
Augusto Ramírez Moreno reconstruyó así la nómina del Windsor:
Todas las tardes a las cinco y todos los domingos de una a siete
de la tarde se reunían León de Greiff, Carlos Pérez Amaya,
Alejandro Mesa Nicholls, Luis Tejada, Carlos Pellicer, Rafael
Vásquez, Luis Vidales, Ricardo Rendón, Germán Pardo García,
Rafael Bernal Jiménez, Juan Lozano y Lozano, Palau Rivas,
Francisco Umaña Bernal, Alberto y Felipe Lleras, Jorge Zala-
mea, Alberto Ángel Montoya, Ciro Mendía, Gabriel Turbay,
21
Jorge Eliécer Gaitán y Rafael Jaramillo. Durante cinco horas
se tomaba el café tinto, se recitaban poesías inéditas, se leían
prosas acabadas de salir del horno. (En “Estudiantes y cam-
bios generacionales en la sociedad colombiana, 1910-1934”,
de Alberto Gómez Martínez y Albio Martínez Simaca, Gráfica
Ducal, Bogotá, 2012).

Y en alguna forma se suscitaban varios hechos culturales y po-


líticos que transformarían el país. Las caricaturas de Rendón
demolían la hegemonía conservadora, la revista Los Nuevos y la
revista quincenal Universidad, fundada por Germán Arciniegas
en 1921, incorporaban ensayistas como Baldomero Sanín Cano
y Luis López de Mesa, y se abrían generosamente hacia una

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América Latina ignorada hasta entonces, con figuras como José


Carlos Mariátegui y la reforma universitaria de Córdoba, Argen-
tina. Finalmente, se constituirían las primeras organizaciones
socialistas y comunistas, con figuras como María Cano e Ignacio
Torres Giraldo. Muchos círculos en expansión se constituyeron
a partir de los cafés, en esa ciudad andina aislada del mundo.
Con razón Germán Arciniegas recordó en 1996, en El Tiempo:
“Lo del Windsor no se repetirá jamás. No tiene nada que ver
con las cafés de París o de Viena. Es el café de los hombres solos
que no se quitan el sombrero y recitan sonetos, consumiendo
tinto o sifón, mientras en la calle rueda el tranvía de mulas,
sube el partido liberal y para no romper la costumbre bogotana,
llueve a cántaros y se muere de frío”.
Más joven que Germán Arciniegas (1900-1999), Alberto Lleras
Camargo (1906-1990) también tendría en el Windsor su base
de operaciones, justificada en aquel entonces por su trabajo
en los periódicos liberales El Tiempo y El Espectador, porque los
cafés eran también prolongaciones de las salas de redacción,
antes de entrar a laborar y luego que ya la edición circulaba por
toda la pequeña parroquia de entonces. Revive Lleras Camargo
aquellos tiempos cuando evocó a Ricardo Rendón en 1976:
22 En ellos se freían empanadas, cuyas grasas de cerdo extendía un
excitante olor en el recinto estrecho y las afueras inmediatas […]
Se tomaba, desde luego, café, mucho café, negro y amargo,
y además, de tiempo en tiempo, algún licor fuerte, whisky,
brandy, ron o aguardiente, o grandes jarros de cerveza negra
o rubia que llegaba en toneles, en grandes carros tirados por
percherones imponentes. Aquello era barato, al alcance de
nuestra pobreza.

Vuelven a destacarse allí las siluetas de León de Greiff, “en la


calle 14 con la carrera 7.ª, de preferencia en la acera surorien-
tal, enfrente de una droguería” que miraba desplazarse la vida
de la calle y luego se hundían en el café Riviere, antecesor del
Automático, que fue después puerto de otra generación:

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LEER y releer N.o 71

León, “que trabajaba como contabilista en un banco de la Calle


Real” y Luis Tejada que destilaba sus “Gotas de tinta”, para El
Espectador, donde amigos como Luis Vidales y José Mar soñaban
con el remoto sóviet de la hoz y el martillo y se identificaban con
su conmovida “Oración para que no muera Lenin”.
Esos eran los cafés. Ese era el Windsor. Esa fue una época de nues-
tra cultura, en la creatividad del diálogo y el afrontar de modo
colectivo muchas empresas editoriales y variados movimientos
literarios. Retengamos dos nombres: León de Greiff y Jorge
Zalamea.

Los provincianos llegan


a los cafés bogotanos
El café como institución cumple un papel destacado porque
se renueva con cada generación que llega a sus mesas, admira de
lejos a las figuras consagradas, y poco a poco busca aproximarse
a ese círculo mágico.
Además, para la gente que viene de provincia constituye un rito
de pasaje, un salvoconducto y una credencial que le permite
sentirse integrada a la capital. Veamos algunos casos. Danilo
Cruz Vélez, el filósofo nacido en Filadelfia, Caldas, en 1920, y 23
quien moriría en Bogotá en 2008, reconstruyó en sus diálogos
con Rubén Sierra Mejía (La época de la crisis. Conversaciones con
Danilo Cruz Vélez. Universidad del Valle, 1996) su arribo a la ca-
pital y su acceso al mundo de los cafés, sobre los cuales aseveró:
“la vida intelectual de Bogotá estaba centrada en algunos cafés”.
Con Rafael Carrillo se encontraba en los cafés Martignon
y Lucerna donde comentarían, entre otros, las nuevas traduc-
ciones que publicaba la Revista de Occidente en Madrid dirigida
por José Ortega Gasset. Continúa Cruz Vélez:
Otro café, muy famoso, que recuerdo y al cual acostumbraba
ir León de Greiff en esa época era el Café de París que estaba
situado en la carrera 7.ª, un poco antes de llegar a la Plaza de

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Bolívar. Otro fue el café El Molino, que era el tertuliadero


de la nueva generación poética, de Eduardo Carranza, Carlos
Martín, Camacho Ramírez y Jorge Rojas. Después empezó a
frecuentarlo León de Greiff. Había uno en la carrera 8.ª, antes
de llegar a la Plaza de Bolívar, que se llamaba Café Felixerre.
Y a la vuelta de El Molino, el café Asturias, cuyo auge hay que
situarlo en época posterior a los años de apogeo de El Molino.
El Asturias se convirtió también en café de los poetas, donde
se reunían Ángel Montoya, los piedracielistas y posteriormente
los postpiedracielistas (p. 73).

Luego de un filósofo, un poeta: Fernando Arbeláez (Manizales,


1924-Bogotá, 1995). En un texto suyo titulado “El Asturias y
el Automático”, e incluido en el libro Voces de Bohemia (Hugo
Sabogal —comp.—, Editorial Norma, Bogotá, 1995) se reite-
ran los mismos elementos. Asombro de asomarse al Olimpo
literario y sentir, en proximidad física, lo que antes eran solo
firmas en los suplementos literarios o voces por la radio. Al
hablar del Asturias de los años cuarenta, así lo vivió Arbeláez
recién llegado a Bogotá:
En una esquina del fondo del café, León de Greiff con su ‘alta
pipa y su taheña barba’ pergeñaba solitario sus mamotretos
24 entre copa y copa de aguardiente, Alberto Ángel Montoya,
un poeta cuya obra completa recitaba de memoria en mis
nocturnas navegaciones, y a quien imité en mi adolescencia,
asistía allí, medio ciego, a una tertulia de fieles amigos que
celebraban como expresiones de la mayor genialidad, sus
paradojas muy a lo Wilde y sus boutades sobre la ordinariez de
la vida bogotana. Por ahí desfilaban Eduardo Carranza, Jorge
Rojas, Arturo Camacho Ramírez y Carlos Martín, los adalides
del movimiento de Piedra y Cielo (p. 73).

Oigamos ahora a un historiador. En sus Memorias intelectuales


(Editorial Taurus y Universidad de los Andes, Bogotá, 2007),
el historiador Jaime Jaramillo Uribe nos recuerda cómo a su
llegada a Bogotá desde su natal Pereira, uno de sus parientes
por el lado materno era propietario de tres cafés en Bogotá:

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serieAutorretratos.
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2012
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el Victoria, el Colombia y el de La Paz, en los cuales trabajaría


ayudándolo en la caja. Allí también precisa las direcciones de
esos cafés a los cuales asistía, como el Café Victoria (carrera 7
N.° 13-19) y el Café Felixerre (Carrera 8.ª N.° 11-74) también
mencionado por Danilo Cruz Vélez y donde los libros de la
revista Occidente como el de Oswald Spengler: La decadencia de
Occidente, y las obras de José Ortega y Gasset, sea La rebelión
de las masas, El tema de nuestro tiempo o España invertebrada, eran
referencias habituales.
Aquí resulta pertinente traer a cuenta las palabras de Gabriel
García Márquez en el homenaje a Belisario Betancur en febrero
de 1993:
Para nosotros, los aborígenes de todas las provincias, Bogotá
no era la capital del país ni la sede de gobierno, sino la ciudad
de lloviznas donde vivían los poetas. […] Con el mismo terror
reverencial con que íbamos de niños al zoológico, íbamos al café
donde se reunían los poetas al atardecer. El maestro León de
Greiff enseñaba a perder sin rencores en el ajedrez, a no darle
ni una sola tregua al guayabo y, sobre todo, a no temerle [sic]
a las palabras. Esta es la ciudad a donde [sic] llegó Belisario
Betancur cuando se lanzó a la aventura del mundo, entre el
pelotón de antioqueños sin desbravar, con el sombrero de fieltro
26 de grandes alas de murciélago y el sobretodo de clérigo que lo
distinguía del resto de los mortales. Llegó para quedarse en
el café de los poetas, como Pedro por su casa (Gabriel García
Márquez en Yo no vengo a decir un discurso. Mondadori, Bogotá,
2010, pp. 69-70).

Otro provinciano, en este caso pintor, dibujante y grabador es


Omar Rayo, nacido en Roldanillo, Valle, en 1928 y muerto en
2010, también arribó a Bogotá, para conquistar la gloria con
sus dibujos bajo el brazo. Así lo cuenta José Font Castro en el
libro Omar Rayo (Seguros Bolívar, Bogotá, 1990):
A comienzos de los años cincuenta era muy fácil codearse con las
más célebres figuras de las letras colombianas. Bastaba con aso-
marse al mediodía al café El Automático de la Avenida Jiménez

Noviembre de 2013
LEER y releer N.o 71

de Quesada. Allí coincidían casi diariamente León de Greiff,


Juan Lozano y Lozano, Jorge Zalamea, Eduardo Carranza,
Jorge Rojas, Aurelio Arturo, Eduardo Caballero Calderón, Jai-
me Tello, Guillermo Payán, Arturo Camacho Ramírez y Darío
Samper, entre los más habituales. Y al lado de esa pléyade de
poetas y escritores los caricaturistas de moda —Merino, Cha-
pete, Rincón— y de vez en cuando uno que otro pintor, pues
no había muchos. La sesión se reanudaba hacia las seis de la tarde,
después de que el maestro De Greiff, que era quien la presidía,
timbraba la tarjeta de salida en la Contraloría General de la
República, donde trabajaba de contable.
Un día Rayo sorprendió a los habitués del Automático —hasta
entonces su audiencia cautiva— con una exposición de los vein-
te personajes más conocidos del lugar, cuyos rostros parecían
estar formados con trozos de madera. Tal era el realismo y la
textura que se percibía en aquellos cuadros, los cuales había que
mirar muy de cerca para descubrir que no se trataba de made-
ra, sino de un dibujo. Había nacido el “maderismo”, la primera
tendencia con nombre propio que se recuerda en la moderna
pintura colombiana. (Creo que aquellos cuadros no lograron
venderse. Debieron quedar para cancelar viejas deudas de
aguardiente, pues los recuerdo permanentemente colgados en
las paredes del Automático, como parte de su decoración. Y
nada de raro tiene que también hubiesen sucumbido con ese
antiguo y último refugio de la bohemia bogotana.
27
Del café Windsor, de la calle 13 N.° 7-14, propiedad de los
hermanos Luis Eduardo y Agustín Nieto Caballero, al café El
Automático de la Avenida Jiménez de Quesada N.° 5-28, han
pasado varias décadas, desfilado diversas figuras y discutido
asuntos que abarcan desde James Joyce y T. S. Eliot, promo-
vidos y traducidos por Jaime Tello, hasta temas de marxismo
y revolución planteados por Luis Vidales. Fue así el café bo-
gotano, el club de los que no tenían club o la universidad de
aquellos a los que les aburrían las clases y prefirieron el billar
y la poesía, como siempre lo ha reivindicado Álvaro Mutis. Las
verdaderas cátedras de billar y poesía eran las que se impartían
en los cafés.

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Cuadernícolas y extranjeros
En este mundo de cafés y radioperiódicos, donde era fácil com-
prar La Nación de Buenos Aires, con su suplemento literario
dirigido por Eduardo Mallea, que traía colaboraciones de Jorge
Luis Borges, Ricardo Molinari y Carlos Mastronardi, que tanto
habría de marcar a Aurelio Arturo con su “Luz de provincia”,
es donde Álvaro Mutis haría sus primeras velas de armas, para
ingresar en la vida literaria. Lo recordó así en 1980, desde
México, al hablar de Gilberto Owen:
Éramos adolescentes y nuestro bachillerato se iba desvaneciendo
entre el billar y la poesía en el Bogotá de los últimos treinta.
En las tardes, era obligado sentarse en una mesa del Café Molino,
vecina de la que ocupaban los grandes de nuestras letras de
entonces. Allí campeaba Jorge Zalamea con su aire arrogante
de Dorian Gray, su voz también altanera e inteligente; León
de Greiff con las barbas de vikingo aún rojizas entreveradas
ya de no pocas canas, sus ojos azules de fiordo y su acento de
Antioquia para decir escasas palabras, pero siempre lapida-
rias; Luis Vidales con su aire malicioso y su sonrisa aguda, que
ocultaba, vaya uno a saber, qué sarcásticas visiones de pesca-
dor de almas; Eduardo Caballero Calderón, aún sin barbas,
ya claudicante, con un aire malhumorado más superficial, de
28 comentarios siempre hechos a costa de algunos de los pre-
sentes. A este grupo se sumaba a menudo un hombre de
aspecto un tanto hindú, elegante, de pocas palabras, con una
mirada oscura, honda y para nosotros cargada de misterio.
Era Gilberto Owen, el poeta mexicano, radicado entonces en
Bogotá y casado con una rica heredera antioqueña. […] Era una
poesía por completo ajena a nuestras simpatías del momento:
el García Lorca de Poeta en Nueva York; el Vallejo de España
aparta de mi este cáliz, Cernuda y, desde luego, el Neruda de la
segunda Residencia en la tierra (Desde el sola, Bogotá, Ministerio
de Cultura, 2002, p. 145).

Alberto Zalamea publicaría en La Razón el primer poema de Mutis


titulado “El miedo”, poema aprobado por el crítico de arte y gale-
rista polaco Casimiro Eiger. Engendrado en el café, participante

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asiduo del mismo, Bogotá daba a la luz un gran poeta: Álvaro


Mutis, nacido en 1923 (muerto en 2013).
En 1948, en compañía de Carlos Patiño, publicaría en 200
ejemplares La Balanza con ilustraciones de Hernando Tejada, y
quedaría así adscrito al movimiento que Hernando Téllez llama-
ría “Los cuadernícolas”, por su propensión a editar solo breves
volúmenes de muy pocas páginas, muchos de ellos hechos por
Ediciones Espiral. Téllez, director entonces de la revista Semana,
dedicaría su portada del número del 2 de abril de 1949 al poeta
Fernando Arbeláez, donde el perfil de Arbeláez con bigote y
entre recreaciones de Picasso y Dalí se apoyaba sobre un titular
tremendista: “En el principio era el caos”.
Semana censaba entonces 53 poetas, entre quienes, además de
Mutis, se destacaban Fernando Charry Lara, Eduardo Mendoza
Varela, Jaime Ibáñez, Carlos Castro Saavedra, Helcias Martan
Góngora, José María Vivas Balcázar, Guillermo Payán Archer,
Rogelio Echavarría, Carlos Medellín, Julio José Fajardo, Maruja
Vieira, Jaime Tello, Dora Castellanos, Meira Delmar y Emilia Yarza.
Aún no habían publicado libro Arbeláez, Andrés Holguín, Daniel
Arango, José Constante Bolaños, Jaime Duarte Frenche ni Enrique
Buenaventura, que también se mencionaban como poetas. En
medio de ese heterogéneo conjunto, el cual Hernando Téllez no 29
consideraba muy consistente y donde todos se parecían demasiado
entre sí, se hallaba Mutis. “Semejan una legión de muchachos en
uniforme lírico que trabajan en la misma corriente estética, en el
mismo universo de símbolos y con los mismos temas”, dijo Téllez.
Varios de ellos aparecen fotografiados en el habitual café El Auto-
mático con Jorge Zalamea y el pintor Ignacio Gómez Jaramillo.
Pero Mutis y Patiño, en realidad, se destacaban por su insistencia
en ciertos elementos de una geografía poética tropical: hojas de
banano, hoteles y burdeles de tierra caliente, entierros en medio
de cierta feracidad voraz, hangares y aeródromos abandonados
y la presencia insólita de húsares napoleónicos en medio de tal
escenario. Luego, por reminiscencias de Mutis y los poemas que
le dedica a León de Greiff, comprendemos que esos húsares

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también surgieron en los cafés, cuando los dos rememoraban


las hazañas napoleónicas y trataban de superarse en el número
de batallas recordadas del general corso que admiraban con
fervor. También los cafés podían impartir clases de historia.
A esto debemos añadir los viajeros extranjeros, temporales o
permanentes, que se sentaban en dichos cafés. A Casimiro Eiger,
el polaco, y a Gilberto Owen, el mexicano, debemos añadir el
guatemalteco, también asilado en México como Mutis —Mutis
llegaría a México en octubre de 1956 y no volvería nunca a vivir
en Colombia— Luis Cardoza y Aragón, a quien Mutis dedi-
cará en 1947 su poema “Tres imágenes”. Y el alemán Ernesto
Volkening (Amberes, 1908-Bogotá, 1983), asiduo de los cafés del
centro, donde corregía las galeras de la revista Eco cuando era
su director, y quien nos dejó varias páginas muy agudas sobre
Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez y José Antonio Osorio
Lizarazo. A Volkening dedicaría Mutis su primera novela La
nieve del almirante (1986). “Aquellos (los escritores colombianos)
desperdiciaban (durante ‘tardes de café’) material suficiente
para que un escritor europeo viviera un año”, escribió con
agudeza crítica Ernesto Volkening.
Solo que el café, como el caso del Gato Negro, sería también
30 el lugar donde asesinarían a Jorge Eliécer Gaitán y donde
Colombia jamás volvería a ser la misma, desde ese 9 de abril
de 1948. No sorprende, entonces, que en 2013 algunos de los
cafés sobrevivientes conserven detrás de sus barras, grecas y
cajas registradoras, fotos y afiches de la figura de Jorge Eliécer
Gaitán, el puño en alto, convocando en sus ya históricos dis-
cursos políticos a sus aún fieles seguidores.

Mutis crece y se expande


en el exilio mexicano
Sabemos que la obra de Álvaro Mutis se precisa a partir de esos
diálogos en cafés bogotanos, ya sea con León de Greiff, Jorge
Zalamea, Eduardo Carranza o Arturo Camacho Ramírez y de

Noviembre de 2013
LEER y releer N.o 71

su forma de ahondar en el perdido paraíso de la infancia, cerca


del río Coello, en Tolima. Solo que para poder expresar esos
mundos: el de la historia y el de la vivencia infantil, el de la lec-
tura y la aventura, recurrirá a una máscara: Maqroll el Gaviero.
En esos mundos la distinción entre poesía y prosa es del todo in-
necesaria, pues ambas se nutren de una misma intensidad creativa.
La de un paria aventurero que recorre las comarcas colombianas
de tierra caliente, ríos, cordilleras, sembrados de café, y luego se
desplaza por el mundo, como una suerte de marino no demasiado
ortodoxo, embarcado en empresas un tanto al margen de la ley, con
sus cómplices de turno. Las combinará con su interés por figuras
históricas, como el príncipe de Ligne, lecturas de volúmenes un
tanto esotéricos y en ocasiones obsoletos del todo. En ese espejo
distante enlaza las guerras dinásticas europeas con la crueldad
violenta y en ocasiones sádica de la violencia colombiana. Allí tiene
como escenario la selva, los raudales del Orinoco.
En Un bel morir (Editorial Norma, Bogotá, 1989) enumera algu-
nos de los dudosos oficios de Maqroll: “contrabando de armas
en Chipre, de banderas navales trucadas en Marsella, de oro y
alfombras en Alicante, de blancas en Panamá; en fin, no sigo
porque la lista nos tomaría varias horas” (p. 320).
Sus siete novelas nos proponen también un museo de temas y 31
personajes que pueden ir “de la tibia mañana del 29 de mayo
del año de Cristo de 1453, cuando los turcos toman Constanti-
nopla y dan muerte al último y joven emperador de la dinastía
de los Paleólogos” hasta, por decir algo, el 13 de abril de 1742
cuando se estrena en Dublín El Mesías de Haendel. Es decir,
Mutis se interesa en esa península de Asia llamada Europa y los
hombres que la pueblan y reflexionan sobre su destino, llámese
André Malraux o Drieu la Rochelle, en campos opuestos: uno
miembro de la resistencia, el otro partidario de Alemania, pero
capaces de reconocerse. Aun cuando Drieu se suicide y Malraux
termine por ser el ministro de cultura del general De Gaulle.
A quien más ama Mutis es a la “última leyenda”: un general
sarnoso que inicia la campaña de Italia con un ejército venal y

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poco dispuesto, y que terminará por ser el dueño de Europa


y de un imperio de casi mil años, el de los Habsburgos, y su
capital Viena, detentador de la corona del Sacro Imperio. Se
trata de Napoleón Bonaparte.
Pero es la historia convertida en sueño la que se cuela en las
noches de sus personajes, como Ilona, que hace el amor con un
coronel napoleónico o un relator de la Secretaría Judicial del
Gran Concejo de la Serenísima República de Venecia. El mun-
do que Fernand Braudel caracterizó en su precioso libro El
Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (Fondo
de Cultura Económica, México, 2 volúmenes, 1976) que abarca
Oriente y Occidente, Venecia y España, el poder pontificio y el
poder turco y que Mutis asumirá como propio al dedicar todo un
libro de poemas a ese Rey que diría: “Prefiero no reinar a reinar
sobre herejes”. La fe de una cruzada que en Crónica regia y Alaban-
za al reino (1985) hará de Felipe II, en la lucha en los Países Bajos
y el descubrimiento de América, con el oro y la plata que de allí
provienen, el monarca que desde el Escorial fue el más grande.
De Nápoles a Filipinas, de México al África, viendo, a la vez,
cómo este imperio se quebraba y se iba poco a poco deshaciendo.
Son esos personajes enfocados en sus postrimerías y en verdad
difíciles de penetrar y comprender los que suscitan en Mutis, a
32 partir de un retrato, mediante una frase, el incentivo para una
psicobiografía poética, una semblanza mítica. Figuras capitales
en el orbe mundial y europeo: Felipe II y Napoleón Bonaparte,
cuyas suscitaciones se trasladarán hasta Colombia en su relato “El
último rostro”, publicado en 1978, referido a los últimos días del
libertador Simón Bolívar visto por un coronel polaco, y donde
se revive la coronación como emperador en París de Napoleón.
Porque en verdad desde La mansión de Araucaíma (1973), se
iniciará ese ciclo donde los sueños de los personajes son el ca-
talizador que revela su carácter y orienta sus pasos. Tres sueños,
el de la Machiche, el fraile y la muchacha, son los que ahondan
la mansión, y revelan un trasfondo de postergaciones, señales y
tiempos imposibles de controlar, en la claridad alucinante con
que se viven situaciones concretas pero irreales, no por ello

Noviembre de 2013
LEER y releer N.o 71

menos cargadas de sensualidad y deseos, como sucede con el


sueño de Bolívar en el relato mencionado.
A los sueños, como enigma y clave, bien podemos añadir, en el
curso de las varias novelas, ciertas oraciones de esotérica sabi-
duría, de tono bíblico o religioso, de himno y decálogo, como
sentencias apócrifas de un código de conducta, vacío ya de toda
fe. Pero quizá este es también un retorno a sus primeros textos,
la “Oración de Maqroll”, y a lo que en “Los trabajos perdidos”,
consignará así:
“De nada vale que el poeta lo diga… el poema está hecho desde
siempre”. Este no sería más que “el comercio milenario de los
prostíbulos”. O mejor aún, en el mismo texto: “la derrota se
repite a través de los tiempo / ¡ay sin remedio!”. Desde 1953
cuando Mutis publicó este texto ya todo estaba dicho. Cons-
ciente del fracaso inherente a la poesía, en su ascenso y su
inevitable caída, como en el Altazor de Vicente Huidobro, una
de las lecturas de sus años juveniles.
El primer libro de poesía que Álvaro Mutis publica en México
se titulará Los trabajos perdidos (1965). Allí, entre otros textos
dedicados al exilio, a los republicanos españoles y a las vastas
noches del Tolima, dedicará un poema a uno de sus maestros
del café bogotano, a una de las múltiples personas en que este 33
se desdobla como Mutis lo hace con Maqroll el Gaviero. Ambas
personas, Matías Aldecoa, en el caso de De Greiff y Maqroll en
el de Mutis, se unen en una misma muerte. En un similar esce-
nario son máscaras poéticas para alcanzar su verdad más honda.

La muerte de Matías Aldecoa


Ni cuestor en Queronea,
ni lector en Bolonia,
ni coracero en Valmy,
ni infante en Ayacucho;
en el Orinoco buceador fallido,
buscador de metales en el verde Quindío,
farmaceuta ambulante en el cañón del Chicamocha,
mago de feria en Honda,

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hinchado y verdinoso cadáver


en las presurosas aguas del Combeima,
girando en los espumosos remolinos,
sin ojos ya y sin labios,
exudando sus más secretas mieles,
desnudo, mutilado, golpeado sordamente
contra las piedras.

Álvaro Mutis dejará Colombia para siempre en octubre de 1956.


Publicaría su primer poema en 1945, titulado “El miedo”.
El texto que escribió sobre Jorge Zalamea, en 1970, en México,
para presentar un disco con su voz, es, en cierto modo, un texto
que también alude al propio Mutis. Cuando habla de los viajes
juveniles de Zalamea a México y España, anota:
Esto sirvió para arrancarlo, en una edad formativa y crucial, del
reducido y manido ambiente bogotano. Cuánto lamentarían
luego muchos de sus compañeros de generación el no haber
sido capaces de romper entonces con esa rutina de café y de
redacción de periódico en la que perdieron años preciosos
de su vida que trataron de rescatar luego, cuando era demasia-
do tarde, en los ocios de las embajadas o en las interminables
siestas en los salones del Congreso (Desde el solar, Ministerio de
Cultura, Bogotá, 2002, p. 29).
34
De los cafés bogotanos al exilio mexicano, la obra de Mutis se
sostiene sobre esos dos polos y se vuelve así generosamente uni-
versal, en lectores de todo el mundo y vertida a muchas lenguas.

Bibliografía
Castaño Castillo, Álvaro. “El café del Rhin y la palabra churro”, pp. 229-231
y “Mutis se sumerge en su infancia”, pp. 234-236 en Para la inmensa
minoría¸ Bogotá, Taurus, 2006.
Gómez Martínez, Alberto / Martínez Simanca, Albio. Estudiantes y cambios
generacionales en la sociedad colombiana (1910-1934). Bogotá, 2012.
“Los Nuevos”, pp. 155-158.

Noviembre de 2013
LEER y releer N.o 71

Jaramillo Uribe, Jaime. Memorias intelectuales. Bogotá, Taurus, 2007, p. 25.


Lleras Camargo, Alberto. “Ricardo Rendón”, en Obras selectas. Tomo V.
Bogotá, Biblioteca Presidencia de la República, 1987, pp. 233-242.
Mutis, Álvaro. Summa de Maqroll el Gaviero 1948-1997. Salamanca, Univer-
sidad de Salamanca, 1997
Mutis, Álvaro. Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero. Bogotá, Alfaguara,
2007. Incluye siete novelas publicadas entre 1986 y 1993.
Mutis, Álvaro. Obra Literaria. Dos volúmenes, poesía y prosas, Bogotá, Pro-
cultura, 1985.
Semana, abril de 1949, “El lío de los poetas”.
Sierra Mejía, Rubén. La época de la crisis. Conversaciones con Danilo Cruz
Vélez, Cali, Universidad del Valle, 1996, pp. 72-73.

35

Universidad de Antioquia
Reseña de nuevos
títulos en la literatura
colombiana
Destierro de Fernando Cruz Kronfly. Medellín, Silaba Editores, 2012.

Hace tres años, cinco meses y trece días, el Habibe emprendió


su “fuga secreta”, “con una mujer no autorizada” (p. 19).
Ahora su madre, Chafiha, aguarda su retorno. Son emigrantes
árabes en América, pero el Oriente, con peregrinos del desierto
y rebaños de cabras, no se ha desvanecido del todo y los férreos
prejuicios siguen marcando conductas. De igual modo, la cul-
tura culinaria, muy propia de una madre que aguarda el retor-
no del hijo, sin admitirlo del todo y sin bajar la cabeza, como
también hará a su modo el hijo anarquista, ya ha dispuesto la
reconciliación gastronómica: “roscas de anís, bammy salteado
y berenjenas hervidas en pasta de tomate” (p. 13).
Esta mujer siria se asoma a la ventana para ver el fantasma
de su marido muerto, de cuya biblioteca el hijo ha extraído
“utopías sociales” donde no deja de asomar la ígnea figura de
un Nietzsche de cafetería. También dos animales, un pájaro
quebrantahuesos proveniente de Etiopía y una gata originaria
de Rabat, se han apoderado de la vida de la madre, entre los
chismes de las comadres, la “violencia azul” que marcó esa tierra
LEER y releer N.o 71

37

Juan y Clara. De la serie Autorretratos. Estamos habitados por muchos otros,


transfer y acrílico sobre mdf, 30 x 30 cm, 2012

con agentes secretos guiados por políticos asesinos bendecidos


por los curas. Allí es donde se da la peripecia de ese “simple
camaján esquinero de la América hispana” (p. 47).
Pero la novela es algo más. Avanza por dualidades. Los muy bien
logrados diálogos —contrapunto entre madre e hijo—, pletóricos
de ironía y de subyacentes sentidos. El desdoblamiento de El

Universidad de Antioquia
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Habibe en el hermano Uldarico Clavel, el mismo en sus dos


caras de luz y sombra, sus dos perplejidades aprisionadas en un
común pellejo. Su afán de una racionalidad y una lógica con-
tradicha, a cada paso, por los sinsentidos de la época actual. Lo
cual se hará carne cuando este asesor político de sindicatos de
izquierda (un rasgo autobiográfico del propio Cruz Kronfly) cae
en las pantanosas delicias del amor y el sexo, a través también
de dos mujeres: Manzana Relinchante y Fátima. Solo que los
sueños dorados se tornan desgastadas realidades. Demasiado
consumismo posmoderno en los centros comerciales.
Pero la herida de ir perdiendo su condición de árabe no deja
de sangrar. Tanta lectura le seca la vida y vuelve alucinante
la razón. Lo sagrado se desvanece y solo deja “la neurótica
racionalidad de la acción” (p. 104). Apenas si subsiste como
bálsamo cebolla e hígado crudo, “Kibbe, tabule y roscas de
anís para recibir al Habibe” (p. 109). Berenjenas y envueltos
de hojas de vid. Lentejas guisadas. Todo aquello que comparte
con narradores afines, también de origen árabe, trasplantados
a Colombia, como Luis Fayad y Juan Gossaín, tal como puede
verse en Juan Gustavo Cobo Borda: “El mundo árabe en las
letras de América”, en Revista Universidad de Antioquia (N.° 304,
Medellín, abril-junio de 2011, pp. 88-97).
38
Pero siempre la madre Chafiha será el tótem erguido en mitad
del camino, capaz de intuir todos los silencios y descifrar los
bufidos de mal genio, porque “además de seres amados, las
madres son también pesados fardos que hay que llevar por el
mundo hasta el final” (p. 129).
El avance de la novela nos va deparando nuevos datos. Son
siete sus hermanos. Uldarico bien puede considerarse un al-
ter ego y si antes hablábamos de dualidades que la sostienen
y animan en sus tramos finales, hay otra. La que se da entre
Habibe, intelectual pedante, marcado por la jerga universita-
ria y los lugares comunes de cómo un mundo coherente entró
en crisis y todo es ahora “fragmento suelto, superposición de
piezas a la deriva”. (p. 226) donde agoniza la cultura letrada,

Noviembre de 2013
LEER y releer N.o 71

se borran misterio y aura, y el intento “de dar forma simbólica


a cuanto se atreviera a pasar por los sentidos”, es tan solo pura
nostalgia. Lo inefable no se alcanza y solo resta “la racionalidad
productiva instrumental” (p. 256). Un eco quizá de lecturas de
la Escuela de Frankfurt.
Pero esta novela edípica no trata de eso. A partir de “un otro,
siempre un otro dentro de mí, lo que desea es volver a la ma-
terna casa en ruinas, a sus comidas árabes, a los imprescindibles
coloquios llenos de hirientes malentendidos, porque en realidad
él no perseguía el saber ni el sexo. «La perseguía a usted, ma-
dre, no se me haga la chiflada»” (p. 241). Perdieron la ancestral
tierra siria, pero en el Valle, Colombia, encontraron la muerte
frente al televisor y con carro Pontiac en la puerta. Tal sería su
evanescente modernidad. Un lazo de sangre que se sostiene en
el dolor verbal de esas historias de fuga y errancia. De dejar atrás
lo que luego los capturara en el postrer instante último. De ahí
el melancólico canto de esta novela, escrita desde el umbral de la
vejez. Desde la acerada nostalgia de todos los paraísos perdidos.
Allí donde cierto fatalismo milenario se une al desplazamien-
to perpetuo. De Oriente a América. De Cartago a Venezuela.
De dejar la casa, rebelde o expulsado, y volver a ella solo para
comprobar la ruina que dejaron los años. Mugre y huesos rotos.
39
Juan Esteban Constaín (1979) arma una fábula erudita, un pastiche
cultural, para averiguar cuándo empezó el fútbol:
Calcio (Seix Barral, Bogotá, 2010).

Él sospecha que fue en Italia y más concretamente en Florencia


donde el profesor de historia cultural, Peter Burke, en su libro
Formas de historia cultural, nos advierto: “En cualquier caso, parece
que este tipo de humor tenía una importancia especial en Italia,
particularmente en Florencia, la capitale de la beffa” (p. 114).
Burke es catedrático en Cambridge, pero la novela de Constaín
se halla ambientada en Oxford, y su pesquisa concluye con la
revelación de que el primer partido tuvo lugar el 20 de febrero
de 1530 entre los ejércitos imperiales de Carlos V y los ciuda-
danos de la república de Florencia en la plaza de Santa Croce.

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Carlos V, próximo a ser coronado emperador por el papa Cle-


mente VII, acepta el desafía de esa ciudad cercada y bombardea-
da por sus tropas desde hace varios meses. Muchos actores par-
ticipan en ese teatral espectáculo. Desde indígenas mexicanos,
recién llegados de América, hasta Miguel Ángel Buonarrotti que
marca el campo, y Maquiavelo que publica un breve tratado sobre
la forma de realizar el juego. Sin olvidar a Gonzalo Jiménez de
Quesada, por entonces en la península al servicio del espionaje
de Carlos V. Y el que sería más tarde su rival histórico-literario,
el obispo de Nocera, Paulo Jovio, contra el cual arremetería años
más tarde en su pesado mamotreto Antijovio.
En fin, que el juego queda 3-3 y el asedio continúa, con todos los
horrores correspondientes. La tregua deportiva no concretó la
paz y los florentinos en librea de verde y blanco y los españoles
con jubón negro, en escuadras de treinta hombres, realizaron
un espectáculo colorido, con sus airosos pendones: “la flor de
lis de la república, púrpura y brocada, y el águila imperial
de Carlos, rampante” (p. 167).
Pero esta batalla, solo de pies, nunca de manos, para incrustar
la bola en la portería del adversario, es reflejo (y aquí asoma
Borges, sonriente, ya que abominaba del fútbol) de otro com-
40 bate más cruel. Aquel en que se enzarzan los profesores de
Oxford cuando un judío italiano, el catedrático Arnaldo Dante
Momigliano, refugiado en Inglaterra, afirma que el fútbol
empezó en Italia. Quién dijo miedo. Uno de los oyentes, el
profesor Winwood era miembro importante de la Asociación
de Fútbol de Inglaterra y el asunto debe dilucidarse ante un
tribunal ad hoc.
Momigliano se enfurece, no le importa regresar a Italia, a escu-
char los gritos, puños en alto y mal gusto de Mussolini, además
de perseguidor de los judíos. En todo caso, el tribunal termi-
nará por sesionar, casi en una feliz parodia de Alicia en el país
de las maravillas, o al otro lado del espejo: con la presencia del
rey Jorge y un tribunal de figuras tan célebres entonces como
ignoradas hoy, tal el caso del historiador Arnold Toynbee.

Noviembre de 2013
LEER y releer N.o 71

Se llega a la conclusión de que el honor y el fútbol se dirimen


a patadas en la cancha, como sucederá el 5 de mayo de 1948
entre las selecciones de Italia e Inglaterra, en Turín, donde Italia
perderá 4-0. El fútbol tiene un dueño: Inglaterra y la erudición
griega, latina y futbolística un destino: el olvido.
Tal la melancólica conclusión de estas páginas ardientes al
servicio de una causa perdida: quién fue el primero. Eso ya no
importa, pues Abel y Caín se funden en uno solo y los altivos
imperios eurocéntricos, como debe decirse en forma políti-
camente correcta, no son hoy más que mendigos de fondos
monetarios y bancos europeos. Queda, sí, el humor y la figura
atrabiliaria de Dante Momigliano, una última encarnación
borracha del gran erudito, que Constaín ama y rearma con
tanto gusto y placer.
Luis Fernando Charry. La naturaleza de las penas,
Seix Barral, Bogotá, 2012.

Los Casas se vienen abajo. Esta familia bogotana, cuyos límites


van del Bosque Medina a Anapoima, ve cómo uno de sus hijos,
Lorenzo Casas, prefiere tener delante de él la larga fila que in-
cluye Bloody Mary, Dry Martini y muchos whiskies dobles, antes
que los negocios de urbanizador sin éxito. Su última genialidad:
un cementerio en Subachoque. 41
Su mujer, Margarita, en cambio, ha dejado en su momento la
Javeriana por los Andes y la literatura por la pintura. Es posible
que en este campo tampoco llegue a ser la Virginia Woolf con
que fantaseó. Así es todo el asunto: matrimonios desvencijados,
promesas incumplidas, ya dos hijos, y treinta y nueve y treinta
y dos años, respectivamente.
Pero hay un padre, Lorenzo María, con Alzheimer, y un hermano,
Antonio, reprimido y un tanto mudo, que ha conseguido, no
se sabe cómo, una barranquillera de cuerpo suculento, con la
que se casará. Se trata de Rita Michelsen, cuya índole ambiciosa
sintetiza muy bien Luis Fernando Charry (1976) con un tono
desapegado y eficaz. La pinta así:

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Camaleónica e intrépida, sabía moverse en el ambiente bogota-


no, donde por lo demás no hay que ser bachiller para triunfar.
Hay que tener apenas un talento. Y Rita lo tenía. De sobra. Lo
explotaba a su vez en sus múltiples facetas: la facilidad verbal
(costeña), la discreción (cachaca), la alegría desbordante (cos-
teña), la seriedad extrema (cachaca), el mal gusto […] (p. 62).

A la novela debe reconocérsele, en primer lugar, la agilidad


de los cortos capítulos, lo punzante de sus diálogos, y la visión
desencantada de un mundo falso y sin fundamento. Lorenzo
seducirá a la mujer de su hermano, ya que al estudiante del
Anglo Colombiano lo que en verdad lo motiva es cualquier
mujer, prostituta, dentista o sicóloga, porque su cinismo le ha
enseñado que en la velocidad de las cosas nada dura, y mucho
menos “las noches bogotanas siempre cortas, insustanciales,
vacías”. Por ello mismo la habilidad técnica y los virajes estilís-
ticos del libro alcanzan a mantener vivo el material deprimente,
de droga y sordidez en muchos casos, que solo resurge cuando
el engaño compartido ofrece una postrer ancla para semejante
naufragio.
Tenemos así un acerado retrato de quienes frecuentan galerías
de arte o campos de golf y tenis, pasean mascotas y no desdeñan
42 nunca un cacho de marihuana o un último trago. Porque ahora
lo sabemos bien: Lorenzo no es más que “un creador innato de
falsos juramentos”, ahogándose cada vez más en esos rituales
vacuos. Los almuerzos familiares, la traición de su mujer la
pintora con un sucio y grotesco seudopintor, entre la Soledad
y las Torres del Parque.
Todo parece darse al borde de la extinción, pero las heridas de las
trifulcas no se cierran del todo, cuando ya sobreviene la nueva
crisis, pero esta no se resolverá, ni mucho menos, con un suicidio.
Solo abriremos los ojos con un guayabo más atroz y un dolor de
cabeza más fuerte. Pero ese es el mérito de esta novela: demuele
una clase ya agonizante con su certera mirada.

Noviembre de 2013
Liza. De la serie Autorretratos. Estamos habitados por muchos otros,
acuarela sobre papel dúrex, 15 x 21 cm, 2012
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Juan Gabriel Vásquez, El ruido de las cosas al caer, Bogotá, Premio


Alfaguara de Novela 2011

Unos veteranos de los Cuerpos de Paz, que acababan de pasar


tres años en el Cauca y en Putumayo, se habían convertido de
la noche a la mañana en expertos en éter y en acetona y en
ácido clorhídrico, y donde se armaban ladrillos de producto
que podrían alumbrar un cuarto oscuro con su fosforescencia.
Bien lo sabía él, que había echado números en un papel con
Ricardo y calculado que un Cessna cualquiera, si se quitaban
los asientos de pasajeros, podía cargar unas doce tulas repletas de
ladrillos, unos trescientos kilos en total, y que, a cien dólares
el gramo, un solo viaje podía producir noventa millones de
dólares de los cuales el piloto, que tantos riesgos corre y tan
indispensable resulta para la operación, podía quedarse con
dos (p. 208).

Este es el origen histórico de esta novela: los Cuerpos de Paz


enviados a Colombia en tiempos del presidente Kennedy, en
1969, para colaborar en tareas de educación y desarrollo co-
munitario. Quienes ya en el país, al disfrutar de las bondades
de la marihuana colombiana, decidieron hacer negocios con la
misma exportándola clandestinamente a Estados Unidos, con
44 la complicidad, en muchos casos, de pilotos colombianos. Las
rutas abiertas servirían luego para la cocaína.
Ricardo Laverde, el nieto de un héroe colombiano, aviador
condecorado por su desempeño en la guerra contra Perú, será
el protagonista de esta trama, bien sustentada en una historia
que abarca así a toda una generación, la de los años ochenta.
Fiel a la tradición familiar, se hará rico al pilotear pequeños
aviones que introducen la yerba, ante la cada vez más exigente
demanda norteamericana en los años de Vietnam y los hippies.
Sin embargo, en su primer vuelo para transportar cocaína, es
atrapado y condenado a diecinueve años de prisión en EE. UU.
Ha dejado en Bogotá a su hija y su mujer, Elaine Fritts, una
activista de los Cuerpos de Paz, huérfana educada por sus abue-
los, quien se aloja en la casa venida a menos de los Laverde,

Noviembre de 2013
LEER y releer N.o 71

quienes ya alquilan habitaciones para sobreaguar. Su relación


con Laverde concluirá en boda y en la adquisición, más tarde,
de una hacienda en La Dorada, con los dólares de los primeros
viajes exitosos. Elaine terminará por mentirle a su hija Maya,
muy pequeña entonces, diciéndole que su padre había muerto
y cuando ella ha crecido y es universitaria, su madre retornará
a Estados Unidos. Solo que Laverde reaparece; Elaine Fritts
decide regresar para reencontrarse con el padre de su hija, y
muere trágicamente en un accidente de aviación en el boeing
de American Airlines, que se estrellaría en El Diluvio, rumbo a
Cali, en el vuelo 965, de 1996.
Pero Laverde, jugador de billar en los cafés de la calle 14, una
vez salido de prisión, tendrá un parco interlocutor en Anto-
nio Yammara, profesor de Derecho. Cuando Ricardo Laverde
muere asesinado por dos sicarios en moto, y Antonio resulta
herido, este se dedica a indagar en la secreta vida de su amigo.
La pesquisa pondrá en riesgo su matrimonio y se hará con el
trasfondo de la mítica hacienda Nápoles de Pablo Escobar, ahora
desvencijada por completo, con sus legendarios hipopótamos
negros. Se visualiza así, con eficacia narrativa, cómo la droga
hirió de muerte a un país y marcó demasiadas vidas. Y cómo
sus consecuencias no cesan y el preguntar por sus orígenes nos
revela verdades eludidas o culpablemente silenciadas. Esa ver- 45
dad que Juan Gabriel Vásquez, ávido lector de Joseph Conrad,
ha logrado exponer, en esta su tercera novela, con innegable
pericia y habilidad constructiva. Solo que bajo la tersa eficacia
de su desenvolvimiento van, aturdidos y perplejos, todos sus
protagonistas, golpeados y atontados por los golpes inconsultos
del azar y sus inclementes destinos. Vidas arruinadas, como la
de la hija de Ricardo Laverde en el estupor de un país, que
busca hincarle el diente, ya sin moral alguna, a los espejismos
de la riqueza y solo encuentra, en cambio, la factura cada vez
más alta que debe pagar en muerte, dolor y debates estériles
ante las inexorables leyes de un negocio, al cual muy pocos
parecen resistirse. Quizá, como pasó con la novela de la vio-
lencia, solo cuando la novela de la droga amplíe su espectro de

Universidad de Antioquia
Sistema de Bibliotecas

comprensión y análisis (como en este caso) se respiren mejores


aires, y se escuche con más atención la voz vidente de la poesía,
representada en estas páginas por José Asunción Silva, León
de Greiff y Aurelio Arturo. Apenas unas pocas palabras desnu-
das, ante la muerte, en esa resignación que era “una suerte de
idiosincrasia nacional” (p. 19).
Pablo Montoya, Los derrotados, Sílaba Editores, Medellín, 2012

Con una prosa activa y sugerente, Pablo Montoya (1963) nos da


en esta novela dos historias paralelas. Una remota, de finales
del siglo XVIII, en una ciudad de más de siete mil habitantes,
Popayán; y las ambiciones de un joven disperso que se debate
entre la jurisprudencia y su amor, que desea ser científico, por
la naturaleza. Francisco José de Caldas.
La segunda historia, fechada en 1983, también se ofrece me-
diante cartas. Las que Santiago Hernández le envía a su amigo
Pedro Cadavid, lector del “calamitoso” (p. 32) poeta Benedetti,
y aspirante a la gloria literaria. Las cartas, desde el Urabá,
cuentan su iniciación en la guerrilla del EPL.
Pero lo que desde el arranque realizan estas dos series de misi-
vas, esta recopilación documental para una hipotética biografía
46 ligera de Caldas para jóvenes, es un proceso de demolición de
los estereotipos.
Caldas, prócer revolucionario antiespañol. Santiago, redentor
del país mediante un grupúsculo inconforme y en realidad
analfabeta. Pero nada es lo que parece.
El trío de amigos del Liceo Antioqueño, Santiago, Pedro y
Andrés Ramírez, fotógrafo, viven la emotividad juvenil en
amores, canciones, protestas e indecisiones vocacionales, que
en el caso de Santiago funden amor por la naturaleza, lección
alfabética de árboles y orquídeas, con sus primeras acciones
como grafitero subversivo contra los muros de la Universidad
Pontificia Bolivariana.

Noviembre de 2013
Mónica. De la serie Autorretratos. Estamos habitados por muchos otros,
tinta sobre papel dúrex, 15 x 21 cm, 2012
Sistema de Bibliotecas

Pero Lis Murillo, estudiante de Medicina en la Universidad de


Antioquia, hacía que “Santiago se entregaba a Lis. Y sentía que
hacerlo era entregarse a la revolución. Ambas eran más o menos
lo mismo: causas amadas, pero perdidas de antemano” (p. 70).
Vendrán luego su tortuoso ritual de iniciación, golpes y aho-
gamiento por inmersión, cuando el ejército lo captura a él y su
amigo Jota, “en el corregimiento de Currulao, en el municipio
de Turbo, en el Urabá antioqueño” (p. 83), con un cargamento
de armas y papeles subversivos, para el EPL.
Por su parte, Caldas atraído por la pareja que conforman
Humboldt y Bonpland, irá a Ecuador. Allí Caldas ofrece su
descubrimiento: medir montañas a partir de la ebullición del
agua. Pero los logros del astrónomo y botánico, “nacido en
las tinieblas de Popayán”, primo de Camilo Torres, estudiante
en el Colegio del Rosario, en Bogotá, empiezan a medir sus
limitaciones: “Mi destino es la sabiduría. ¿Y he de quedarme
sepultado en la barbarie?” (p. 93).
Su primer sueño: acompañar a Humboldt en su gira americana,
se ve frustrado, pues el barón prefiere a Carlos Montular, el hijo
del Marqués de Selva Alegre, más accesible a sus requerimientos
homosexuales. Por todo lo cual el puritano Caldas llama a Quito,
48 Babilonia, Montúfar y sus amigos: “Jóvenes indecentes” (p. 101).
En referencia a Caldas, la novela devendrá ensayo, como lo
plantea el capítulo 12, donde una mirada comparativa establece
un buen resumen de las figuras de Mutis, Humboldt y Caldas,
sus personalidades y aportes respectivos.
“Con el tiempo, Humboldt se ganará todos los honores. Será
la gran vedette científica del siglo xix y el fundador de una
nueva disciplina, la geografía de las plantas, en la que Caldas
es un innegable precursor así los historiadores de la ciencia no
lo reconozcan”. (p. 169).
Por otra parte, Caldas termina por ver en Mutis “su carácter
desconfiado” (p. 164) y “la incapacidad y la abulia de acabar
un proyecto colectivo” (p. 165).

Noviembre de 2013
LEER y releer N.o 71

En las propias palabras de Caldas: “¿Quién puede creer que


un hombre lleno de virtudes, de conocimientos, de sosiego y
comodidades, como fue Mutis, haya dejado unos vacíos tan
inmensos y tan difíciles de llenar?” (p. 166).
La historia de Andrés Ramírez, periodista y fotógrafo de El
Colombiano, especialista en zonas de guerra, masacres y despla-
zados (Mutatá, Ituango, Apartadó y Puerto Valdivia) se cruzó
con Alba Bastidas, pastusa, socióloga graduada en Cali y cuyo
hijo con Miramás, un seudointelectual, adicto a la marihuana
y a Andrés Caicedo, da pie para recrear la desaparición de ese
adolescente, José, buscado en vano por morgues, pueblos y hos-
pitales por su madre. Allí también puede situarse otra historia,
la de Jota, el amigo de Santiago, con quien comparte tortura
y cárcel, que ante el fracaso y degradación de su grupúsculo
guerrillero emigra a París y allí vive el exilio casi caricaturesco
de los latinoamericanos que se emborrachan y lloran, conside-
rándose “marionetas de la historia” y frustrados protagonistas
de una utopía política que no fue. Para morir, finalmente, en
las remotas playas de Abdiyán, convertido en funcionario in-
ternacional.
La novela, en algunas acciones, se estanca, como el capítulo 8.
Una suerte de breve trabajo sobre la fotografía y la guerra a 49
partir de Robert Capa y su celebérrimo retrato del miliciano
republicano muerto en la guerra civil española el 5 de septiem-
bre de 1936, y otros hitos para conectarlos con las fotografías
de Fabricio Ospina en El Mundo de Medellín.
Otros dos capítulos, el 10 y el 17, son como anverso y reverso de
un fichero. El primero de flores y árboles, en sus descripciones
poético-botánicas (clematide y jazmín, laurel y girasol) y el 17,
de 1997 a 2005, sobre las matanzas de Ituango y Mutatá, de
Segovia y Frontino, de Bello, Granada y San José de Apartadó
en Antioquia y de Juradó y Bojayá en el Chocó. Allí donde el
horror se repite, el desdén del Estado es recurrente y ninguna
fe ni iglesia logra contener a las bestias, llámense guerrilla o
paramilitares.

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En todo caso, la novela hace honor a su título. La melancolía


que impregna el final de Caldas, perdido entre las facciones de
la patria boba y sus disputas entre centralistas y federalistas y
su conmovedora carta de 1816 a Pascual Enriles, al enumerar
sus trabajos inconclusos y decir: “Estoy, en lo más profundo
de mi conciencia, arrepentido de haber tomado parte en esta
revuelta de extraviados. Tenga piedad de mí. Téngala de mi
pobre familia. Sálveme por el Rey y su honor” (p. 249).
El Rey español, claro está, no escuchó su ruego. España no
requería sabios de sus colonias. “Que inventen otros”. Caldas
sería fusilado. Por su parte, los tres jóvenes cómplices del
Liceo de Antioquia, Andrés, Santiago y Pedro, envejecerán
con el peso de la nostalgia por lo que se pudo y no cuajó. Otra
generación, como la de Caldas, fracasada en un país injusto.
Donde solo la naturaleza parece aún sostener la desigual batalla
para que no desaparezcan las orquídeas y se oxiden las playas.
Más allá de mujeres y hombres con sus sueños equivocados.
Esta inteligente comprensión y acierto al definirla con palabras
emotivas refrenda el valor de esta novela.
Antonio Ungar, novelista

Antonio Ungar (Bogotá, 1974), nieto de un célebre librero bo-


50 gotano, ha ganado el premio Herralde de novela, promovido
por la editorial barcelonesa Anagrama, con su libro Tres ataúdes
blancos en 2010.
Una delirante y espasmódica farsa, a veces exultante, a veces
triste, sobre una república no tan imaginaria llamada Miranda,
con demasiados cruces con la realidad colombiana.
En todo caso, y desde su primer capítulo, el tono es punzan-
te y desfachatado. Han asesinado a Pedro Akira, candidato
de la oposición en Miranda, en contra del demasiadas veces
reelegido presidente, don Tomás del Pito. Pero el narrador-
personaje, José Cantoná, vago y alcohólico, se parece de-
masiado físicamente a Akira, el adalid de los pobres, para
desaprovechar la oportunidad.

Noviembre de 2013
Pauleta. De la serie Autorretrato. Estamos habitados por muchos otros,
tinta sobre papel dúrex, 15 x 21 cm, 2012
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Un compañero de colegio y ahora asesor de los partidos inde-


pendientes —“Jorge Parra se llamaba. Jorgito, para los ami-
gos”— (p. 41), decide llevarla adelante. Suplantar al difunto
y así quizá ganar las elecciones. Pero el minúsculo (un metro
cincuenta y un centímetros), como se empecina en llamar al
presidente, no es un hueso fácil de roer.
En todo caso, el protagonista-narrador intenta en la clínica
compenetrarse mejor con el difunto Pedro Akira, a quien
representará al ocultar su muerte y ser líder del Movimiento
Amarillo. Comienza entonces por engañar a madre y herma-
na de asesinado y con vendas, máscaras y tubos, continúa su
metamorfosis teatral, feliz la cúpula de su grupo de la enga-
ñifa que montan. En ese país de escuadrones de la muerte y
guerrillas estalinistas esta milagrosa recuperación terminará,
como tantos otros sucesos inverosímiles, en ser nada más que
un avance informativo en una realidad solo existente en radio
y televisión, controladas ambas por los amigos del presidente y
sus jugosas regalías.
Pero la novela no sería novela si no aparece una heroína, la
enfermera Ada Neira, que con su amor transforma al apático y
errante protagonista. Terminará este por pronunciar discursos
52 en frases tajantes y metáforas ilusionadas. Se abre un futuro
que este ser pasado de kilos intenta concretar para superar el
desprecio de su madre muerta y su padre vivo, resignado habi-
tando el barrio La Esmeralda con sus parsimoniosas colecciones
de insectos y estampillas.
Pero el idilio se rompe con brusquedad: algunos del Movimien-
to Amarillo lo traicionan y lo venden al siempre reelegido, a
cambio de unas porciones del pastel del poder.
La novela enloquece feliz entre escoltas, atentados, fugas y
chantajes que nos llevan a pensar si es posible narrar un mundo
de horror con algún sentido y una lógica, que sea incluso la de
novela considerada como un thriller cinematográfico y al borde
de la insania, en un mundo que no anda nunca lejos de tales
disparatados extremos.

Noviembre de 2013
LEER y releer N.o 71

Heriberto Fiorillo, escritor barranquillero, reunió en Escribir


es lo que cuenta (Fundación La Cueva, Barranquilla, 2008) diez
exhaustivos reportajes con narradores colombianos. Allí, Un-
gar confiesa cómo su formación se debe al cine, la música y la
tradición anglosajona, donde el humor concede tanto la parodia
como esa veta de soledad y melancolía que aquí impregna la re-
lación padre-hijo. En todo caso, la sordidez de la política como la
inconsistencia de una realidad que puede ser tan cruda como
jubilosa, nos brinda aquí un espejo (roto) para vernos mejor.
María Castilla: primera novela

He aquí una bella novela, escrita con apasionada intensidad. Su


autora, María Castilla, nacida en Bogotá en 1975, asume todos
los fetiches de la cultura juvenil contemporánea — un libro de
Alejandra Pizarnik, un cuadro de Rothko, las errancias parisi-
nas de Julio Cortázar— y las inserta en el Bogotá de nuestros
días. El Teatro Embajador. La Torre Colpatria. El hilo son los
amores de la narradora, Sofía, y un arquitecto, Eduardo, que
resulta opacado por la fuerza verbal de quien escribe y en defi-
nitiva le narra a él, el ausente, la frenética historia que vivieron.
Encuentros mágicos y acumulación de talismanes, que ya
no alcanzan a sostener esa relación, arruinada en la errancia
del mundo actual. Eduardo se va al África, a un proyecto de 53
ONG médico-humanitaria, para saberse finalmente sin rumbo.
Sofía, en Bogotá, encuentra otro calor y otro cuerpo, llamado
Francisco, pero el desesperado reencuentro de Sofía y Eduardo
en Madrid y Barcelona desfonda los equívocos no reconocidos.
¿Te debía fidelidad? ¿Nos la debíamos? Creo que no me equi-
voco si afirmo que cada uno de nosotros la habría esperado del
otro sin ofrecer la propia. ¡Qué ganas teníamos de estar vivos!,
¿no te parece? Adictos a eso que hemos descubierto juntos,
¿cómo no querer averiguar cuántas formas, cuántos sabores,
cuántas variedades podía tener el amor? (p. 99).

Eduardo lo palpa en el cuerpo de la española Clara, que en


África le canta canciones de Chavela Vargas. Sofía, a su vez,

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en el Parque Tayrona, desnudándose frente al mar. Pero lo


revelador de este libro es cómo Sofía crece, se agudiza, se mira
por dentro, y mide, frase a frase, el desgaste inexorable de la
memoria. “¿Cuál es, por si acaso, la fecha de vencimiento de
los recuerdos? En cada relato, en este relato, habita el deseo
de aminorar ese avance perseverante del olvido” (p. 55).
Luego de un sorprendente encuentro sexual con una mujer en
una playa de Barcelona, la primera parte del libro se cierra con
un ritual consentido de adiós: ambos, Sofía y Eduardo, saben
que su dicha ha terminado y que las incompatibilidades crecen
cada hora. Sofía más consciente de sí, de su belleza, de no querer
sentirse débil, discierne la inmadurez del hombre. Su promis-
cuidad sin mucho sentido. Ahora solo le restará “sobrellevar
una pena de amor, ese cliché por excelencia” (p. 115). Aquí
se sitúa otro de los méritos de la novela: el humor que corta y
libera. La cursilería que se mantiene como un pacto consentido,
entre dos cómplices que aún no terminan por cortar los hilos.
De regreso a Bogotá, a buscar trabajo, la heroína arrastrará el
fardo de las ropas dejadas por Eduardo, y las depositará en La
Rebeca. Un buen lugar para donar y deshacerse de esa vida
que, entre el barrio La Soledad y el parque de los Periodistas,
fue el laberinto mágico de su amor único.
54
La segunda parte, a partir de la página 135, y ambientada en
Bogotá acumula demasiados encuentros y padece el paso del
tiempo. Ya el encanto se va disipando. Trabajará como utilera
en un teatro, tendrá encuentros en un bar, donde alcohol y nos-
talgia pretenden teñir de nuevo la sangre, y vivirá el comienzo
de otra novela con el señor Abandroht, un hombre mayor que
la contrata para leerle viejas cartas en alemán, incluido un
gastronómico y deleitable regocijo oral. Por ellas se enterará
Abandroht de que su padre fue un nazi de la SS llegado a Ba-
rranquilla. Pero esa segunda novela no termina por cuajar y
Sofía, de regreso a Europa, donde había estado a los dieciséis
años, comprende que estaba “harta del mundo” (p. 226), la ha-
bía alcanzado “la ola monstruosa de la tristeza” (p. 236), y solo le
queda “la versión pálida de algo que fue intenso” (p. 244). Sin

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55

Pilar. De la serie Álbum familiar, acrílico sobre lienzo, 50 x 50 cm, 2013

tener idea de quién diablos era “ni qué era en definitiva lo que
yo quería”, al herir a unos y usar otros. Resta la certidumbre de
una Bogotá, que por horrible, se vuelve maravillosa. La droga
del amor, gracias a la escritura que salva, modifica y prolonga,
hará que esta primera novela de María Castilla: Como los perros,
felices sin motivo (Seix Barral, Bogotá, 2011) encierre algo muy
vívido y felizmente preservado en la vertiginosa prosa con que
seduce y atrapa.

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Darío Jaramillo Agudelo, Historia de Simona. Pretextos, España, 2011

“Decrépito treintón es abandonado por cincuentona ardiente”


(p. 138). Así se cierra este recuento de más de quince años en la
vida de José Hilario López, joven que como barman nocturno
conoce en su establecimiento a Simona Escobar, mujer mayor
de Medellín con hermana gemela, casada con diplomático y
discreta en sus aventuras.
“Lo que buscaba en sus adulterios era sexo puro, alimentar el
cuerpo de su necesidad física de ser poseído, tocado, traspasado.
Nada de sentimentalismos, ni de cargas” (p. 70).
Pero algo sucedió que los llevó a estar unidos más de lo pruden-
te, desde un arranque incontenible que en el primer capítulo
del libro, “Ciento veinte horas y seis semanas” nos arrastra con
su escritura fascinada en el descubrimiento mutuo. José Hilario
López nos cuenta así su impaciencia, sus pueriles ardides, sin
saber que para esa mujer de cuarenta y dos años él solamente
“era un objeto, un instrumento, un botín, un dulce y desechable
jovencito” (p. 35).
Salpicada de juegos de palabras y de diálogos inteligentes, la no-
vela ofrece también un humor compartible, como cuando luego
56 de tres noches y dos días en una habitación de hotel, ninguno
prende el televisor: “Dos seres que en el mundo coincidían en
que no les interesaba la televisión: suficiente como para firmar
un pacto de sangre, o casarse, o darle la razón en todo lo que
diga, o irse con el otro hasta el fin del mundo” (p. 72).
A partir de afinidades como esta, y el acuerdo de los cuerpos
en sus encuentros, Simona termina por reconocer que lo ama
(sin poder decírselo). Ahora tendrá que cuidarlo desde la
distancia de su vida conyugal de diplomática por el mundo, y
sin “asediarlo hasta el ahogo”, ni dejarlo suelto mucho rato.
La conclusión corresponde muy bien al carácter festivo pero
implacable de la descomplicada Simona Escobar: “Siempre ha
sabido que soy una perra. Pero ahora tengo que comportarme
como una zorra” (p. 75).

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Pero el mundo acecha allí fuera: está la hermana, Susana, que


es su doble opaco; su hermano Bernabé, que tiene algo de oso
retraído y hace libros por encargo, con quien desarrolla su am-
plia “Teoría adúltera del equilibrio universal”, que se resume
en un “mediante el adulterio, se preserva el matrimonio. El
adulterio es una necesidad fisiológica de la sociedad, una vía
de evacuación de libido sobrante” (p. 139), y la melancólica
confesión del marido de Susana que ahora confesaba estar
enamorado de un hombre.
Luego del golpe y el llanto, se replantearon los roles, se trazaron
las nuevas reglas y se comentaron con ironía: “¡Qué civilizada
pareja que somos, yo contándote estas cosas!
—Somos civilizados porque no somos pareja— replicó ella
sonriendo” (p. 135).
El exponer su intimidad a otros seres, los celos y la diferencia
de edades terminarán por suscitar el desenlace previsible: ella
lo abandona, él sufre. Intenta el personaje, al escribir esta me-
moria de lo que pasó, sea en tercera persona o como narrador
omnisciente, cauterizar la herida, ir comprendiendo que el pos-
trer encuentro en silencioso fervor erótico era “una despedida
sin decir adiós. Un te amo o un te amé sin decir ya no te amo”.
57
Pero en realidad la que perdura es Simona con su gracia, su pi-
cardía y su avidez por cortarle a la vida su mejor porción. En mi
libro de ensayos Breviario arbitrario de literatura colombiana (2011)
comenté otras dos novelas de Darío Jaramillo que, sin mayores
pretensiones, asumen su carácter de divertimentos gozosos.
Pueden recurrir al absurdo o a la ficción autobiográfica. Esta
Historia de Simona se inscribe en la misma línea de quien asume
el juego de la escritura, sin ínfulas ni mensajes y especula con
su propia materia y sus encarnaciones, para disfrute y contento
del lector.
Esta novela fue galardonada con el premio José María Pereda
otorgado por el Gobierno de Cantabria, Santander, España, con
un jurado presidido por Almudena Grandes, en 2010.

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Traiciones de la memoria, por Héctor Abad Faciolince

El poema lo encontró el hijo en el cadáver del padre asesinado


por un sicario en Medellín. El poema no pudo salvar al padre
de la muerte, pero su primer verso: “Ya somos el olvido que
seremos”, dio origen a un libro memorable. El poema, presumi-
blemente del mayor escritor de la lengua española del siglo xx,
no aparece en ningún libro suyo. Ni tampoco en sus antologías
y obras completas.
El hijo, que aún se niega a perder al padre del todo y lo mantie-
ne vivo con la ternura enfebrecida de su cariño, emprende un
largo peregrinaje por medio mundo (Europa, Estados Unidos,
Suramérica), para develar el enigma de un texto hallado en el
bolsillo de un muerto, en la calle Argentina de Medellín.
Es, si se quiere, una pesquisa bibliográfica de alguien que
tiene con algunos amigos una librería de libros de segunda,
en Medellín: Palinuro. Alguien que siempre visita, en toda
ciudad, librerías afines y descubre en esta indagación, tan
literaria como detectivesca, que “la verdad suele ser confusa;
es la mentira la que tiene siempre los contornos demasiado
nítidos” (p. 150).
58 Ciento ochenta páginas después, Héctor Abad Faciolince cons-
tata que si sus sentidos no lo traicionan y la multitud de pruebas
acumuladas terminan por ser una larga cadena de evidencias,
el soneto es de Jorge Luis Borges. Y este olvidado soneto de
Borges sobre el olvido restituye su padre a la vida. Lo copió a
mano, lo dijo por una emisora con voz que su hijo estremecido
escucha años después, y creó una sólida red de incondicionales
afectos, solidaridades y amigos cómplices que hoy dan color y
alivio a su orfandad.
Que, en definitiva, lo obligan a reflexionar a fondo sobre
las Traiciones de la memoria (Alfaguara, Bogotá, 2009) y sobre las
perplejidades del arte de narrar, pues su oficio de novelista
se prueba así, en vivo, frente al único ser que nunca quiso ver
muerto (y menos asesinado). Al intentar enhebrar este cuento

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59

Rocío. Acrílico sobre lienzo, 50 x 50 cm, 2013

de tantos malentendidos como simetrías, de tantos huecos como


sorpresas felices, pues en definitiva, “recordamos las cosas no tal
como ocurrieron, sino tal como las relatamos en nuestro último
recuerdo, en nuestra última manera de contarlas”.
Quizá por ello el influjo del demiurgo que maneja los hilos en la
sombra, el propio fantasma de Borges refractado en tantas perso-
nas que lo vieron, conocieron, creyeron conocerlo, lo escucharon o

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lo tergiversaron, a partir de las mismas frases que Borges repetía


con un ligero matiz, convierten finalmente estas páginas tan agudas
como desbocadas en una parábola digna del maestro. El maestro
generoso que no vacilaba en entregar sus manuscritos, necesitados
siempre de una nueva corrección, a desconocidos que en Francia
colaboraban en una revista cuyo título le encantó: La Delirante.
Una fábula de Borges donde combaten un hada buena que no
quiere que se conozca su nombre, epidemióloga que vive en el
centro de Finlandia, y un aspirante a poeta, que nunca llegó a
serlo, que todo lo ensucia y rebaja a su malignidad patética y
cuyo nombre, claro está, jamás debe pronunciarse, a riesgo de
caer en los más desventurados infiernos.
Y al lado de ellos están pintores y ensayistas, mujeres torturadas
por la dictadura militar argentina, miembros de la dura secta
de los profesores universitarios o agentes literarios con nombres
tan expresivos como “El Chacal”. Ellos también pueden padecer
como los mitómanos y charlatanes, que no solo se creen sus
fantasías, sino que las tornan convincentes, similares síndromes:
“la aparición de recuerdos de experiencias que en realidad no
han tenido lugar” (p. 45). Lo cual lleva en psiquiatría el gráfico
nombre de “confabulación de la memoria”.
60 Esa confabulación de la memoria en que tantas voces dispersas,
antagónicas, confusas o contradictorias terminan por crear la
límpida mentira de la poesía, más perdurable que las falaces es-
tadísticas y las verdades particulares a las cuales nos aferramos,
en nuestra estrecha celda de prejuicios y susceptibilidades. El
viaje valió la pena. El distraído, el olvidadizo, el indolente se
aferró a una música y así logró, en un país sórdido y fraudulento,
volver a escuchar a su padre modulando estas estrofas. Su padre,
un hombre que tenía tal confianza en sus semejantes que no
vacilaba en llevar en el bolsillo un poema que lo emocionaba,
como cédula de identidad.
(La presente reseña fue publicada originalmente en el periódico Ámbito Jurídico, Bogotá,
N.° 288 de 14 de diciembre de 2009 al 17 de enero de 2010).

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La musa inclemente,
de Juan Gustavo
Cobo Borda
Por José Miguel Oviedo (Perú)
La musa inclemente, Tusquets, Barcelona, 2001, 106 p.
Desde su primer libro, Consejos para sobrevivir (Bogotá, 1974), Juan
Gustavo Cobo Borda (Bogotá, 1948) trajo a la poesía colombiana
un tono nuevo, perfectamente reconocible, tangencial a su propia
tradición literaria y de una intensidad poco frecuente. Bien puede
decirse que, a lo largo de una obra poética ya abundante y recopi-
lada en Todos los poetas son santos (México, 1998), el autor ha sido
fiel a ese tono que tiene algo de la dicción coloquial, pero con
la exacta cadencia musical, el rigor conceptual y las imágenes
luminosas que solo la poesía puede dar. Al lado de su creación,
Cobo Borda ha desarrollado una no menos amplia obra crítica
en el campo literario y artístico, que ha contribuido a la revi-
sión profunda de esa misma tradición a la que aludimos. Si se
leen con cuidado libros críticos suyos (como Historia portátil de
la poesía colombiana, 1890-1995, Bogotá, 1995), sus antologías,
sus estudios (sobre García Márquez, Álvaro Mutis, Germán
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Arciniegas o Borges) y sus incontables artículos y reportajes,


se comprobará que, en él como en otros grandes creadores, la
función crítica es la otra cara de la función poética: ambas se
ensamblan en una perfecta unidad.
Todo esto queda confirmado con la aparición de su último libro
de poesía, La musa inclemente, que no solo debe considerarse
uno de sus mejores libros, sino uno de los más notables en el ám-
bito de nuestra lengua. Llamarlo un “libro de poemas amorosos”
es fácil y legítimo si se atiende al número de poemas que tratan
ese tema; pero el membrete puede resultar desorientador. Mu-
chos están provocados por la pasión amorosa, pero no todos son
precisamente tributos “amorosos”. Los que predominan —los
más dolorosos— son, contrariamente, “poemas del desamor”,
testimonios de relaciones tormentosas, frutos amargos del des-
engaño, ardidas y ardientes rupturas, abandonos, traiciones. Es
decir, más que celebrar la plenitud del amor estos poemas son
elegías a su pérdida y ausencia, al momento crítico en el que
el sentimiento amoroso desaparece y es reemplazado por el
odio o el despecho más feroces. Lamentos del bien perdido, los
textos de Cobo Borda se llenan a la vez de melancolía, lucidez
y pesadumbre: nada es lo que parecía y no hay más remedio
que aceptar el fracaso de un sueño imposible. El alma acongo-
62 jada, quizá avinagrada, revive escenas y rostros que ahora solo
quiere negar u olvidar. Leyendo ciertos poemas de Cobo Borda
es posible recordar un gran poema de amor-odio: “Las furias
y las penas” de Neruda, por el clima borrascoso y las negras
visiones que el pensamiento de la amada produce.
El libro está dividido en cuatro secciones. La primera recrea
imágenes de Grecia (donde el autor fue diplomático por un
tiempo) y sus antiguos mitos, como puede ocurrir en “En la
casa de los Átridas” o “Ulises vuelve a casa”. En la segunda
encontramos los poemas amorosos más serenos y tiernos,
incluso domésticos, como “Canción para que duerma una
niña”. El amor es un “estado de gracia”, una forma suprema
de conciliación y armonía con el mundo, ligada por eso al
acto poético. Amor y poesía son aquí formas de salvar “ese

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LEER y releer N.o 71

Patricia y la Negra. Acrílico y témpera sobre cartón, 60 x 90 cm, 2012

despojo que es la vida / y su estricto margen de ganancia”


(“Un poema cada día”). 63
La tercera sección es la más característica, pues contiene los
textos en los que el amor cede al odio y al cínico desencanto.
Es revelador que Cobo Borda haya puesto esta sección bajo
un torturado epígrafe de Dostoyevski, en el que compara el
amor con una forma voluntaria de tiranía. El primer poema
de este grupo es de una rara perfección; lo copiamos íntegro:

De tanto afán, entrega, encanto;


tanto fuego, promesas y raptos
no subsistirán ni estos versos malos.
Insulsos como charla de abogados
o conversación amorosa
cuando el amor se ha esfumado.
(“Un mal día”).

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La última parte del libro es algo más miscelánea, pues recoge


poemas del desamor, ácidas visiones de la realidad colombiana,
instantáneas de paisajes extranjeros, homenajes a grandes maes-
tros de la pintura, pero también el texto quizá más conmovedor
y hermoso del conjunto: “Exhorto”, verdadera plegaria a la
amada que comienza así: “Amor: / dame la mano / para salir /
del tortuoso laberinto / donde te aguardo”.
Lo que el poeta nos dice es una verdad esencial: todo en la vida
humana es pueril e irrisorio (palabras clave de su vocabulario),
desde la ilusión del amor hasta el encono que lo apaga sin
remedio. En el poema que da título al libro, leemos: “Aprendí
contigo / lo vano del entusiasmo. / Lo pueril de una carta. / Lo
cotidiano de la muerte / y sus desengaños”. Es esa filosófica y
estoica admisión de la existencia como derrota y la forma precisa
y transparente como la expresa lo que más hay que destacar en
el libro. La dicción del poeta es inconfundible por la luminosa
inteligencia con la que examina las minucias de la pasión; la
sensibilidad irónica y escéptica de quien es consciente de vivir
tiempos de decadencia; la concisión inapelable de la imagen
directa y desnuda de adornos. Hay en él un tono sentencioso y
sabio que lo acerca a Cavafis, Cernuda, Mutis y Borges. A veces,
su sabor epigramático nos recuerda también al viejo Catulo,
64 otro poeta de la decadencia y capaz, como el colombiano, de
hablar del amor tanto desde el sentimiento como desde el
resentimiento. En Cobo Borda hay un trasfondo atormentado
que, sin embargo, quiere resolverse en serena resignación: la
del que nada espera y solo junta melancólicamente palabras
para entretener su vacío y engañarse con la promesa de la
perennidad.
Tomado de Letras Libres, México, septiembre de 2001.

Noviembre de 2013
Viviana Serna Arbeláez
Estudiante de la Facultad de Artes de la Universidad de Antio-
quia, noveno semestre.

Participaciones
Asistente de producción y creación, del mural Tejiendo la Paz,
dirigido por el maestro Fredy Serna. Biblioteca Comfenalco,
San Javier, 2013.
Asistente de producción, en Ponientes, obra ganadora de la
IX Convocatoria de Becas a la Creación, Alcaldía de Medellín 2012.
Dirección de producción e integrante del grupo creativo y eje-
cutor del proyecto Galería Urbana, Siete Muros en Comunidad,
Medellín, 2008.
Dirección y ejecución del mural La ruta del helado, inscrito en el pro-
yecto Galería Urbana, Siete Muros en Comunidad. Medellín, 2008.
Dirección de producción e integrante del grupo creativo y eje-
cutor del proyecto Amanecer en La Aurora, mural realizado en
la estación La Aurora del metro cable, con técnica de mosaico
y dirigido por el maestro Fredy Serna, Medellín, 2008.
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Asistente de producción y dirección e integrante del grupo


creativo y ejecutor del proyecto A Cielo Abierto. La Casa Amarilla,
inscrito en el evento MDE07 y dirigido por el maestro Fredy
Serna, Medellín, 2007.
Exposiciones colectivas
Exposición de linóleo, Biblioteca Central Universidad de An-
tioquia, 2013; “Del taller de grabado”, Biblioteca Central Uni-
versidad de Antioquia, 2013; Exposición de dibujo, Biblioteca
Central Universidad de Antioquia, 2013; “60 años con el arte”,
aniversario de la Biblioteca Pública Piloto, Medellín, 2012;
“XII heartists in the marketplace”, Centro Colombo America-
no, 2012; Miniprint Colombia, Taller Milpedras, La Coruña,
España, 2011; “Dibujo y representación”, Biblioteca Central
Universidad de Antioquia, Medellín, 2012.
Exposiciones individuales
“Estudio fotográfico”, Galería La Vitrina, Lumínika, Mede-
llín, 2010.

Publicaciones
66 Catálogo del décimo aniversario del cineclub Pulp Movies, del
Centro Colombo Americano, 2006.
Agenda Cultural, Alma Máter 194, Universidad de Antioquia,
diciembre 2012.
Agenda Universidad de Antioquia, 2013.

Noviembre de 2013
Los anacronismos
de Viviana Serna
Anacronismo es una palabra que a Viviana Serna le gusta para
referirse al tiempo de sus pinturas, sin duda en contraposición a
un cierto vanguardismo o actualidad del arte que uno ve mucho
en los salones que congregan las expresiones contemporáneas
nacionales e internacionales, y que en muchas ocasiones dejan
más bien un gesto desconcertado de hombros levantados, sin
atinar a entender del todo de lo que se trata.
Los suyos, los álbumes familiares en los cuales se ven los rostros,
movimientos y decorados de personas cercanas a la artista, se
constituyen en retratos que irradian la confianza y la cercanía
de cualquier espectador al punto de hacer que este se sienta
parte del cuadro, o, simplemente, que el cuadro sea suyo: lo
que hay allí, al alcance de sus ojos, le pertenece. Al fin y al cabo
esa es una condición de todo el arte: lo narrado en una novela,
lo pintado en un cuadro o lo expresado en un poema triunfan
en el espectador cuando este hace parte de la historia, cuando
siente que “hablan de él” en la obra. Si lo que hay allí, al con-
trario, se hace inaprehensible, no hay diálogo ni continuidad.
Serna también se pone a distancia de las obras que hoy se
encuentran por doquier y que gozan, valga decir, de entusias-
tas recibimientos por parte de organizadores, financiadores y
administradores en general, y que tienen que ver con los muy
actuales asuntos de “lo urbano”, lo ecológico, lo etnográfico, lo
marginal. Ella torna sus ojos quizá románticos a los retratos de
amigos, vecinos y “gente del común”, al igual que de los artistas
que ha aprendido a querer y a los cuales, también, quiere hacer
suyos pintándolos, dándoles un lugar en sus series y regodeos.
Como en Pruebas para el retrato de Dorian Gray, Gonzalo Arango,
Luis Tejada, Gómez Jattin, etc.
Las pinturas aludidas, que hacen parte sustancial de la vida de
la artista, que son, si se quiere, ella misma, no están signadas,
sin embargo, bajo el prurito de la obra acabada, formalmente
concebida desde los parámetros de un realismo a ultranza. Hay,
en cambio, un dejo de obra inacabada, de rasgos inconclusos que
le vienen muy bien al espíritu que anima dichas obras. Viviana
Serna es una pintora que disfruta y trata la pintura como olvi-
dándose de ella, y, tal vez sin darse mucha cuenta, lleva a las telas
parte del olvido que sin remedio acompaña todo lo que existe.
Luis Germán Sierra J.
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