Chéjov y el Declive Aristocrático
Chéjov y el Declive Aristocrático
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Antón Chéjov
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Título original: Вишнëвый сад
Antón Chéjov, 1904.
Traducción: S. Ximénez
Diseño/retoque portada: Oxobuco
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PERSONAJES
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Primera parte
Casa-habitación en la finca de Lubova Andreievna. Aposento llamado «de
los niños», porque allí durmieron siempre los niños de la familia. Una puerta
comunica con el cuarto de Ania. Muebles sólidos, de caoba barnizada, estilo
1830. Macizo velador. Amplio canapé. Viejo armario. En las paredes,
litografías iluminadas. Despunta el alba de un día del mes de mayo. Luz
matinal, tenue, propia de los crepúsculos del norte. Por la ancha ventana, el
jardín de los cerezos muestra a todos sus árboles en flor. La blancura tenue
de las flores armonízase con la suave claridad del horizonte, que se ilumina
poco a poco. El jardín de los cerezos es la belleza, el tesoro de la finca; es el
orgullo de los propietarios. Aquí están Duniascha, en pie, con una vela en la
mano; Lopakhin, sentado, con un libro abierto delante de sus ojos.
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labriego, nada más que un insignificante labriego; pero yo, ahora, uso chaleco blanco
y calzo botas amarillas… No cabe duda, soy rico; tengo muchísimo dinero; aunque
reflexionándolo bien, mirando las cosas como son, yo, a mi vez, no soy sino un
labriego… Quise leer este libro, hice lo posible por leerlo, traté de comprender, y
nada comprendí. Las letras impresas me trajeron el sueño, y me dormí
profundamente.
DUNIASCHA.—Los perros, sin embargo, no se duermen jamás cuando esperan a
sus amos.
LOPAKHIN.—¿Qué te ocurre, Duniascha? Tu actitud me causa extrañeza.
DUNIASCHA.—Mis manos tiemblan. Mis piernas flaquean. Tengo miedo de caer.
LOPAKHIN.—Ello viene de que tú eres muy impresionable, de que te enterneces
demasiado. Hay algo a en ti que no me agrada del todo; tú vistes como una señorita.
No es posible continuar así. Debes acordarte de ti misma y hacerte cargo de cuál es tu
verdadera condición.
EPIFOTOF.—(Entra con un gran ramo de flores y con el traje de los domingos.
Tropieza, y el ramo cae al suelo.) El jardinero me encomendó este ramo, diciéndome
que había que colocarlo en un jarrón, sobre la mesa. (Epifotof entrega las flores a
Duniascha, y ella cumple el encargo.)
LOPAKHIN.—(Dirigiéndose a Duniascha.) Te he dicho que me traigas kwas[2].
DUNIASCHA.—Ahora mismo. (Vase.)
EPIFOTOF.—Es ya de día… Tres grados bajo cero, y todos los cerezos en flor… Yo
no puedo aprobar este clima. (Suspira.) ¡Ah! ¡No! Es absurdo. Nuestro abominable
clima va siempre contra nuestra conveniencia. Permítame usted, Yermolai
Alexievitch, que le explique mi caso: hace tres días compré un par de botas; mírelas,
son éstas que llevo. Las malditas, se lo aseguro, hacen tal ruido que no hay modo de
andar con ellas. ¿Qué hacer? ¿Cómo podría yo engrasarlas para que no rechinen?
LOPAKHIN.—¡Déjame en paz! Me fastidias con tus estúpidas historias.
EPIFOTOF.—Todos los días me ocurre algo desagradable. Al fin y al cabo, yo no
me lamento. Ya empiezo a acostumbrarme a las contrariedades crónicas. Ellas me
hacen ya sonreír.
DUNIASCHA.—(Entra y presenta a Lopakhin el vaso de «kwas».) Está servido el
señor.
EPIFOTOF.—Voy a… (Pronuncia frases incoherentes, va de un lado para otro y
sale.)
DUNIASCHA.—Tengo que decirle, Yermolai Alexievitch, que Epifotof quiere
casarse conmigo; ha pedido mi mano…
LOPAKHIN.—¡Ah!…
DUNIASCHA.—¿Por qué no? Es una persona tranquila. Su único defecto es que
cuando empieza a hablar no sabe contenerse, y habla, habla… No se le entiende todo
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lo que dice. Pero habla con entusiasmo, convencido de que sus palabras tienen un
valor. A mí, a decir verdad, no me disgusta. Me quiere locamente. En el fondo, es una
persona que no tiene suerte. Cada día le sucede alguna peripecia. En su casa se burlan
de él. Le dan el nombre de el «Veintidós desgracias».
LOPAKHIN.—(Aplicando el oído.) Duniascha, paréceme que llegan…
DUNIASCHA.—¡Llegan!… ¡Dios grande!… Casi me dan escalofríos…; ¡brrr!
LOPAKHIN.—En verdad, llegan. Vamos a su encuentro. ¿Me reconocerán todavía?
¡Cinco años hace que no nos hemos visto!
DUNIASCHA.—(Con agitación.) Me siento mal. No me sostengo en pie. (Vacila.)
Oíd, oíd… (Óyense ruidos de carruajes que se aproximan.) Se acercan… (Lopakhin y
Duniascha precipítanse fuera de la habitación. Ésta queda vacía. Poco después
aparece Firz, el viejo servidor, caminando difícilmente, apoyado en un bastón, y
dirígese hacia la salida, por donde deben llegar los viajeros. Va vestido a la antigua.
Lleva librea y sombrero de copa. Articula frases ininteligibles, como paralizado por
la emoción. Óyense frases pronunciadas desde fuera.) Pasemos por aquí… Eso es…,
por aquí…; ya estamos.
(Lubova Andreievna y Carlota Yvanovna entran. Carlota lleva tras sí, atado,
a su perrito. Ambas están en traje de viaje. Siguen Ania, elegante; Gaief,
Simeacof, Pitschik, Lopakhin y Duniascha, cargados de paquetes, paraguas y
sombrillas. Camareras y criados transportan los baúles.)
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DUNIASCHA.—¡Con cuánta impaciencia, señorita, les hemos esperado! (Ayuda a
Ania a quitarse el abrigo y el sombrero.)
ANIA.—Hace cuatro noches que no puedo pegar los ojos. Siento mucho frío.
DUNIASCHA.—Como salieron ustedes durante la Cuaresma, temíamos la nieve y el
hielo… No pueden imaginar hasta qué punto me inquietaba yo por su regreso.
Deseaba verlos de nuevo. Deseaba, sobre todo, referirle mi dicha…
ANIA.—(Con apatía.) Alguna nueva sandez.
DUNIASCHA.—Él también se impacienta. ¿Sabe de quién le hablo? ¿Quién es el
culpable? Epifotof, que pidió mi mano para después de Pascua.
ANIA.—Siempre la misma cosa. (Arreglándose el peinado.) He perdido todos mis
alfileres. (Titubea, fatigada.)
DUNIASCHA.—Yo no sé verdaderamente qué pensar; él me ama, me ama tanto…
ANIA.—(Dulcemente, sin pasar el umbral.) Mi habitación, mis muebles, mis
ventanas, como si nunca las hubiera abandonado. Ahí están. Me encuentro en mi
casa. Mañana por la mañana al levantarme iré al jardín. ¡Ah! Si pudiera dormirme en
seguida. No he dormido en todo el viaje. La angustia me impedía conciliar el sueño.
DUNIASCHA.—Señorita, hace tres días que Piotor Serginevitch llegó.
ANIA.—(Con alegría.) ¿Pietcha?[3]
DUNIASCHA.—Le hemos alojado en la casita del baño. Allí duerme. Dice que no
quiere molestar. (Mirando su reloj.)
ANIA.—¿No convendría despertarlo?
DUNIASCHA.—Bárbara Chichailovna nos lo prohibió, diciendo «Cuidado con
despertarlo».
VARIA.—(Las llaves colgantes del cinto.) Duniascha, date prisa. Mamá desea tomar
café.
DUNIASCHA.—Al instante; voy a prepararlo. (Vase.)
VARIA.— En fin, Anita mía, de nuevo te veo en casa. (Acariciándola.) Mi querida
Ania está de regreso. ¡Bravo!
ANIA.—Bastante he sufrido, créelo.
VARIA.—Lo creo.
ANIA.—Me puse en viaje en la primera semana de Cuaresma. El frío era intenso.
Carlota charlaba sin cesar, me trastornaba el seso. ¿Por qué me la diste como
compañera?
VARIA.—A tu edad, a los diecisiete años, no podías viajar sola.
ANIA.—Llegamos a París. Hacía frío. La nieve tapizaba los techos y las calles. Yo
hablo el francés bastante mal. Mamá vivía en el quinto piso. Al entrar en su
alojamiento, vi algunos franceses y señoras, y un cura anciano, con un libro. El
desorden allí era grande. El humo de los cigarrillos invadía la atmósfera. Allí no se
sentía uno a sus anchas. Súbitamente, mamá me inspiró compasión. Cogí su cabeza
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entre mis manos, la estreché, la cubrí de besos. No me era posible soltarla. Mamá me
acariciaba, llorando copiosamente.
VARIA.—(A través de las lágrimas.) No hables… No hables…, mi querida Ania.
ANIA.—Han vendido la villa que tenía cerca de Menton. Nada le queda,
absolutamente nada. ¡Qué ruina! ¡Qué desastre! Estamos sin un copek. Lo que nos
restaba, apenas nos bastó para el viaje. Mamá no comprende. ¡Con decir que en el
restaurante de la estación pidió los platos más caros y dio al mozo una propina regia!
… Carlota, por su parte, y Yascha también, comieron lo que más caro costaba.
Hubiérase dicho que no sabíamos qué hacer con nuestro dinero. ¡Terrible! ¡Gastar así
cuando en la bolsa no hay más que aire! ¿Por qué hacer venir a Yascha, el ayuda de
cámara de mamá, con nosotros? ¿De qué podrá servirnos?
VARIA.—Buen perillán está…
ANIA.—¿Y la contribución? ¿Se ha pagado?
VARIA.—Ciertamente que no.
ANIA.—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de nosotros?
VARIA.—En el mes de agosto próximo, la propiedad será vendida por mandamiento
judicial.
ANIA.—¡Dios mío!…
(Lopakhin, entreabriendo la puerta, escucha.)
ANIA.—(A Varia en voz baja.) ¿Y Lopakhin, te ha propuesto la boda? (Varia hace un
signo de cabeza negativo.)
ANIA.—Él te quiere, sin embargo. ¿Por qué no os explicáis? ¿Qué esperáis, pues?
VARIA.—Me parece que esto no va a seguir adelante. El hombre está ocupadísimo.
No piensa, no tiene tiempo de pensar en mí. No me presta la menor atención. ¡Que
Dios le bendiga! Me causa pena el verle. Todo el mundo se ocupa de nuestro
matrimonio, todos nos felicitan, y, en realidad, no hay nada de serio ni de real. No es
más que una ilusión… (Cambiando de tono.) Ania, tu broche tiene la forma de una
abeja.
ANIA.—(Tristemente.) Es mamá quien me lo confió… En París, sabes, subí a un
globo cautivo.
VARIA.—Me parece mentira que estés de vuelta. (Abrazándola.) Mi buena, mi
querida Ania, ha llegado por fin.
DUNIASCHA.—(Con la cafetera y un juego de café.) El café para Lubova
Andreievna.
VARIA.—Todo el día lo consagro a las faenas domésticas; y mientras trabajo, sueño.
Yo me digo: es necesario que te cases con una persona rica, y de esta suerte, vivirás
tranquila; luego, irás en peregrinación a algún santuario, a Kief…, a Moscú…;
recorrerás todos los lugares santos…
ANIA.—Las alondras cantan en el jardín. ¿Qué hora es ya?
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VARIA.—Me parece que las tres. Debieras acostarte, querida mía.
ANIA.—Tienes razón. (Entran en la cámara de Ania.) Es deliciosa… (Llega Yascha
con una manta de viaje y un saco de mano; atraviesa la habitación, no sin preguntar
discretamente.) ¿Se puede pasar?
DUNIASCHA.—No lo había reconocido. ¡Cómo ha cambiado en el extranjero!
YASCHA.—¡Hola! Y usted, ¿quién es?
DUNIASCHA.—Cuando se fueron los señores de viaje, yo era así de alta.
(Señalando con la mano una estatura baja.) Yo soy Duniascha, la hija de Teodoro
Konoyedof. ¿No se acuerda, señor Yascha?
YASCHA.—¡Hum! Un pepino. (Echa un vistazo en derredor y le aplica un beso en
la mejilla a Duniascha. Ésta lanza un grito ahogado y deja caer un platillo. Yascha
huye.)
VARIA.—(Desde la puerta.) ¿Qué diablos ocurre?
DUNIASCHA.—He roto un platillo.
VARIA.—Eso es de buen agüero.
ANIA.—(Asomando por su habitación.) Convendría hacer saber a mamá que Pietcha
se encuentra aquí.
VARIA.—Sí; pero yo he dado orden de no despertarle.
ANIA.—(En la puerta de su estancia; pensativa.) Seis años hace que murió papá. Un
mes más tarde, mi hermanito Grischa se ahogó en el río. Era un lindo muchacho de
siete años. Mamá no pudo soportar este dolor, y partió para tierras extrañas. Aquí
dejó, tras de sí, sus pesares. (Temblando.) ¡Cómo la comprendo!… ¡Si ella supiera!…
(Ensimismada.) Pietcha Trofimof era el profesor de Grischa. Su nombre puede
despertar en mamá recuerdos penosos.
FIRZ.—(Muy correcto, encamínase hacia el servicio de café.) La señora tomará aquí
su desayuno. (Se pone los guantes blancos.) ¿El café, está listo? (A Duniascha.) ¿Y la
leche?
DUNIASCHA.—¡Ah! ¡Dios mío! (Sale corriendo.)
FIRZ.—(Contemplando la cafetera.) ¿Y tú?… Henos aquí, de regreso de París…
Antaño, el señor estuvo también en París… en coche… No se viajaba de otro modo.
(Ríe.) En coche.
VARIA.—¿De qué ríes, Firz?
FIRZ.—¿Qué quieres? (Con júbilo.) La señora, por fin, ha regresado. Ahora, yo
podré morir tranquilamente. (Se enjuaga las lágrimas.)
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LUBOVA.—¿Cómo era esto? Voy a recordar. La bola encarnada, a un lado…
GAIEF.—Y yo, por tabla… ¿Te acuerdas, hermana mía? Tiempo pasó desde que
dormíamos en esta habitación. Yo cuento ahora cincuenta y un años. Más de medio
siglo. ¡Es raro, verdad!
LOPAKHIN.—El tiempo vuela…
GAIEF.—¿Qué?
LOPAKHIN.—He dicho que el tiempo vuela.
GAIEF.—Aquí huele a pachulí.
ANIA.—(Sale de su habitación.) He decidido irme a dormir. Buenas noches, mamá.
(La besa.)
LUBOVA.—Ángel querido, ¿estás contenta de hallarte de nuevo en casa? A mí se me
figura un sueño.
ANIA.—Adiós, tío.
GAIEF.—(Besando la mejilla y la mano de Ania.) Que Dios te bendiga. ¡Cómo te
pareces a tu madre! (Dirigiéndose a su hermana.) Tú, Liuba, a su edad, tú eras
enteramente como ella. (Ania tiende la mano a Lopakhin y a Pitschik, penetra en su
habitación y cierra la puerta.)
LUBOVA.—Debe de estar cansadísima.
VARIA.—(A Lopakhin y a Pitschik).Vamos; ya han dado las tres. Hay que tener un
poco de conciencia. Hora es de dejar descansar a los viajeros.
LUBOVA.—Tú, Varia, tú eres siempre la misma. (La trae hacia ella y la besa.) Voy
a tomar una taza de café, y nos iremos todos a dormir. (Firz coloca una almohadilla
bajo los pies de Lubova Andreievna.) Gracias, querido. Yo no he perdido la
costumbre de tomar café. Lo bebo de día y de noche… No sé prescindir del café…
Muchas gracias.
FIRZ.—Si está bien, señora.
VARIA.—Hay que ver si trajeron todo el equipaje. (Vase.)
LUBOVA.—¿Es posible que sea yo la que se encuentra en este sitio? Ganas me
vienen de saltar, de bailar. ¿Estoy soñando? Dios sabe si yo amo a mi patria. La
adoro. Desde la ventanilla del vagón, la contemplación del paisaje me emocionaba
profundamente. Lloraba como una niña… En fin, es necesario que acabe de tomar el
café. Gracias, muchas gracias, viejo. ¡Qué contenta estoy de haberte hallado vivo
todavía!
FIRZ.—Anteayer…
GAIEF.—Oye mal.
LOPAKHIN.—Muy temprano, hacia las cinco de la mañana, tengo que salir para
Kharkof. ¡Qué fastidio! Mucho me gustaría poder permanecer con vosotros,
conversar… La miro a usted, señora, y la veo como fue siempre: deslumbrante.
PITSCHIK.—Hasta ha embellecido. Ahí la tenéis, vestida a la última moda de París.
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LOPAKHIN.—Su hermano Leónidas Andreievitch afirma que yo soy un ganapán,
un explotador; diga lo que quiera, no me importa. Puede decir lo que le venga en
gana. Lo que yo desearía es que la señora me tratase con entera confianza, como
antes de ahora me trataba, y que su dulce mirada se fije en mí alguna que otra vez. Mi
padre fue siervo en casa de vuestro abuelo y en casa de vuestro padre; y usted,
particularmente, señora, me ha dispensado tanto bien que he olvidado todo lo antiguo
y la quiero como si fuese de mi familia, y aun más.
LUBOVA.—No puedo contenerme…, no, no puedo. (Levántase agitada.) ¿Cómo
sobrevivir a una alegría tan intensa? Reíos de mí; soy una tonta, una imbécil… ¡Mi
pequeño armario! (Lo besa.) ¡Mi mesita!… ¡Todo lo que me rodea me es tan querido!
… ¡Habla tanto a mi alma!…
GAIEF.—Durante tu ausencia, la nodriza murió…
LUBOVA.—(Vuelve a sentarse y absorbe su café.) Lo sabía. Me lo escribieron. ¡Que
Dios la haya en su seno!
GAIEF.—Y Anastasia murió también. Petruchka, la miope, nos dejó, y ahora habita
en casa del jefe de los agentes de policía. (Saca de su bolsillo una cajita de
caramelos.)
PITSCHIK.—Mi hija Daschinka la saluda, señora.
LOPAKHIN.—Yo quisiera referirle algo alegre. (Mira su reloj.) ¡Cáspita, debo partir
en seguida! No tengo tiempo que perder… No obstante, lo que he de decirle se lo diré
en dos o tres palabras. Supongo que estará informada de que vuestro jardín de los
cerezos será puesto en venta para responder de las deudas. La subasta está anunciada
para el 22 de agosto; pero usted, querida amiga, permanezca tranquila; no se inquiete,
duerma sin recelos; no faltará solución a este conflicto. Tengo un proyecto. ¿Quiere
usted prestarme atención? La finca está situada a veinte kilómetros de la ciudad, y por
sus linderos pasa la vía férrea. Dividiendo en parcelas el jardín de los cerezos y la
parte de su propiedad más próxima al río, podrían arrendarse a quienes quisieran
construir datchas[4]. Sin dificultad le rentaría a usted esto veinticinco mil rublos
anuales. Es una especulación segura. Yo le garantizo que todas las parcelas serán
inmediatamente arrendadas a buen precio.
GAIEF.—Excúseme si le advierto que lo que acaba usted de decir es una solemne
tontería.
LUBOVA.—Yo, en verdad, no comprendo…
LOPAKHIN.—De cada datchik[5] se sacaría por año y por deciatina[6]… Como
hagan desde ahora una buena publicidad, tendrá usted más arrendatarios de los que
necesite; yo le aseguro que antes del año todas sus tierras estarán alquiladas. La
situación topográfica es de primer orden. El río es profundo. Habrá que poner un
poco de orden; demoler los edificios. He aquí, por ejemplo, esta casa, que ya no vale
nada. Todo lo viejo, lo rancio, lo inútil, tendrá que desaparecer. Habrá que talar el
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jardín de los cerezos…
LUBOVA.—¿Talar el jardín de los cerezos? ¿Está usted loco? Permítame que le diga,
querido amigo, que usted no entiende nada de este asunto. Nuestro jardín de los
cerezos es lo más notable, sin disputa, que existe en toda la comarca.
LOPAKHIN.—¿Notable, este jardín? Lo único que tiene de notable es su superficie.
Por lo demás, sus árboles no dan fruto más que una vez cada dos años, y cuando las
cerezas cuajan, para nada sirven, pues nadie las compra…
GAIEF.—Hasta en las enciclopedias este jardín está mencionado.
LOPAKHIN.—(Mirando su reloj.) Si no hallan otra solución que más les convenga,
el jardín de los cerezos será vendido en pública subasta el 22 de agosto, con toda la
propiedad, sin que una pulgada de terreno se libre de la venta. ¡Decídase! No hay otra
salida. Se lo juro. ¡No la hay!
FIRZ.—Hace unos cuarenta o cincuenta años, fabricábamos conservas de cerezas,
mermeladas, confituras, y entonces…
GAIEF.—Cállate, Firz.
FIRZ.—Acuérdome que la cereza secada era expedida, por grandes cantidades, a
Choscon y a Kharkof, lo que reportaba mucho dinero. En aquel tiempo, la cereza
secada era blanda, agradable al gusto, jugosa, aromática… Conocíase el método para
prepararla convenientemente.
LUBOVA.—¿Y qué se ha hecho de este método?
FIRZ.—Lo olvidaron…
PITSCHIK.—(A Lubova Andreievna.) Dígame… ¿Qué ocurre en París? ¿Han
comido ustedes ranas?
LUBOVA.—No. He comido cocodrilos.
PITSCHIK.—¡Figúrese usted!…
LOPAKHIN.—Hasta el presente no había en el campo sino nobles y campesinos.
Ahora comienzan a ser numerosos los datchnik. Todas las ciudades, incluso las
pequeñas, están actualmente rodeadas de datchas. Puede preverse que el datchnik, de
aquí a unos veinte años, habrá adquirido un vasto desarrollo, y representa una fuerza
social. Actualmente limitase a beber vasos de té en los verandah.
GAIEF.—¡Qué majadería!
VARIA.—Mamá, se me había olvidado. Hay para ti dos telegramas. (Busca una llave
en el manojo que cuelga de su cintura, y abre el armario.) Aquí están.
LUBOVA.—¡Ah! Son de París. (Abre los telegramas y los deposita sobre la mesa,
sin leerlos.) Con París todo terminó.
GAIEF.—Oye, Lubova: ¿sabes cuántos años tiene este armario? Hace algunos días,
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abriendo un cajón inferior, noté que la fecha estaba marcada a fuego. Data ya de cien
años. ¿Qué te parece, Lubova? Pudiéramos celebrar un jubileo… Es un objeto
inanimado que significa algo… Un armario propio para contener libros…
PITSCHIK.—¡Figúrese usted! ¡Cien años!…
GAIEF.—Sí; es un objeto inanimado. ¡Oh, mi querido armario de edad venerable!
Yo saludo tu existencia centenaria. (Lo palpa con cariño.) Yo saludo tu vejez robusta.
Tú has sido útil a mis ascendientes, y tú nos vives como en tu primera juventud. Tú
eres un amigo.
LOPAKHIN.—Sí…
LUBOVA.—(A Gaief.) Idealista, sentimental; eres siempre el mismo.
LOPAKHIN.—(Mirando su reloj.) Debo irme…
YASCHA.—(Ofreciendo una píldora a Lubova Andreievna.) ¿Tomará usted en
seguida sus píldoras?
PITSCHIK.—No hay que tomar medicamentos, mi querida amiga… No hacen ni
daño ni provecho… ¡Vengan esas píldoras!… (Se apodera de ellas, las estruja entre
sus manos, reduciéndolas a polvo, que absorbe, con acompañamiento de un trago de
agua.)… ¡Así!
LUBOVA.—(Con espanto.) ¿Ha perdido usted el juicio?
PITSCHIK.—¡Me lo he tragado todo, todo!
LOPAKHIN.—¡Qué bruto!
(Todos ríen.)
FIRZ.—(Hablando de Pitschik en tercera persona.) Estuvo por Pascuas en casa; se
comió medio cubo de pepinos… (No puede continuar; balbucea frases incoherentes.)
LUBOVA.—¿Qué le ocurre?
VARIA.—Desde hace tres años se encuentra así. Balbucea. Ya nos hemos
acostumbrado.
YASCHA.—Efecto de la edad.
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a Yascha.) La verdad es que no tengo ganas de abandonarlos. (A Lubova Andreievna.)
Si se decide respecto a los terrenos para datchas, entéreme. Yo podré procurarle un
préstamo de cincuenta mil rublos. Piense en ello seriamente.
VARIA.—(Descontenta.) ¿Cuándo acabará usted de irse?
LOPAKHIN.—Me voy, me voy… (Vase.)
GAIEF.—¡Qué animal!… ¡Ah!… Mis excusas… Varia se va a casar con él.
VARIA.—No hables de eso, mi querido tío.
LUBOVA.—¿Por qué no, Varia? Yo me alegraría de que eso se realizara. Es una
excelente persona.
PITSCHIK.—Hay que convenir en que es un hombre muy honorable… Mi pequeña
Daschinka lo dice así; y añade que… añade bastantes cosas. (Cierra los ojos, pega un
ronquido y despierta de nuevo.) En todo caso (A Lubova), amiga mía, préstame
doscientos cuarenta rublos. Mañana he de pagar las contribuciones.
VARIA.—(Asustada.) No, no.
LUBOVA.—Verdaderamente, yo no dispongo de esa suma.
PITSCHIK.—(Riendo.) Sí, dispone usted de ella. Yo no pierdo jamás la esperanza.
Vea. Yo me imaginaba que todo estaba perdido. Pero, de repente, se construyó la vía
férrea que atraviesa mis tierras, y se me indemnizó. Y de este modo, muy bien puede
suceder que mañana se presente alguna otra ganga. Quizá Daschinka gane doscientos
mil rublos… Ha comprado un billete.
LUBOVA.—Bebamos el café, y vámonos a descansar.
FIRZ.—(A Gaief.) Lleva usted ahora otro pantalón, que no casa con la chaqueta.
¿Qué tendré yo que hacer para que ande usted correcto?
VARIA.—(Dulcemente.) Ania duerme. (Abre con precaución la ventana.) El sol
sube. No hace frío. Vea, mamá, qué hermosos árboles. ¡Dios mío! ¡Qué puro es el
aire! Los mirlos cantan…
GAIEF.—(Abre otra ventana.) El jardín está enteramente blanco. Observa, Lubova:
esta larga avenida se prolonga directamente como una correa. Brilla en las noches de
luna. Siempre fue así. ¿Te acuerdas? Tú no olvidaste los días que transcurrieron…
LUBOVA.—(Mirando hacia la ventana.) ¡Infancia mía! ¡Virginidad! En este
aposento dormí yo. En el jardín paseé mis ensueños juveniles. ¿Cómo olvidarlo?
GAIEF.—El jardín, que va a ser vendido por causa de nuestras deudas. ¡Qué cosa
más rara!
LUBOVA.—¿Qué veo? Nuestra difunta madre camina por el jardín. Lleva un traje
blanco como la nieve. ¡Se ríe! ¡Sí; es ella!
GAIEF.—¿Dónde?…
VARIA.—Mamá, ¿qué dice?
LUBOVA.—En efecto, no hay nadie. Fue una alucinación… A la derecha, junto al
pabellón, hay un arbolito que se asemeja a una mujer inclinada.
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(Entra Trofimof, vestido con uniforme de estudiante. Usa anteojos.)
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LUBOVA.—¿Qué le vamos a hacer? Entregárselos; si los necesita con urgencia…; él
los devolverá.
(Ania entra.)
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ocasiones convendría que no hablase usted tanto. ¿Qué ha dicho usted, hace poco, a
propósito de mamá, de su hermana? ¿A qué venían esas palabras?
GAIEF.—Tienes razón, Ania. (Coge las manos de Ania y se cubre con ellas su
propio rostro.) Es terrible; Dios mío, sálvame. Es verdad. Hablo más de lo debido. Mi
discurso ante el viejo armario, ¡qué tonto! No me di cuenta de ello sino cuando lo
terminé.
VARIA.—Verdaderamente, tío, debe usted echarse un nudo a la lengua. Cállese. Así
está bien.
ANIA.—Si se callara usted, se encontraría mejor, mucho mejor.
GAIEF.—Ya me callo. (Besa las manos de ambas jóvenes.) Pero mirad…, acerca del
asunto en cuestión… El jueves fui al tribunal; estábamos entre amigos, y nos pusimos
a charlar. Paréceme que será posible efectuar un préstamo para el pago de las
contribuciones.
VARIA.—¡Si Dios quisiera ayudarnos!
GAIEF.—El martes volveré allá. (A Varia.) No te apures. (A Ania.) Tu mamá hablará
con Lopakhin; él no se negará si es ella quien le pide prestado. Cuando tú hayas
descansado bien, te irás a Yaroslaf, a casa de tu abuela la condesa. Con seguridad, se
podrán satisfacer los intereses. Y nuestra finca se habrá salvado. ¡Respiro! No
permitiré nunca, ¡oh, nunca!, que nos la vendan en pública subasta.
ANIA.—(Con calma.) Tú eres bueno. Tu bondad me tranquiliza.
FIRZ.—(Entra súbitamente.) Leónidas Andreievitch, ¡váyase, váyase ya a dormir!
GAIEF.—En seguida… Firz, puedes retirarte. Vámonos a dormir. (Besa a sus
sobrinas.)
ANIA.—¿Y tú? ¿Todavía charlarás?
VARIA.—¡Callaos ya!
FIRZ.—(Volviendo atrás.) Leónidas Andreievitch, yo me retiro.
GAIEF.—Y yo. (Vase, seguido por Firz.)
VARIA.—Parece que estoy algo más tranquila. (Varia se retira, llevándose consigo a
Ania. A lo lejos óyese el caramillo de un pastor. Trofimof atraviesa la sala, y viendo a
las dos jóvenes, se detiene. Varia y Ania parecen muy fatigadas. Varia, apoyando
ligeramente su cabeza sobre el hombro de Ania, murmura, medio dormida:)
Vamos…, vamos.
TROFIMOF.—(Contemplando el grupo.) ¡Sol mío! ¡Primavera mía!
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Segunda Parte
En el campo. Antigua capilla, ruinosa, abandonada, con paredes
cubiertas de musgo. Cerca de la capilla, un pozo. Esparcidos por el suelo,
restos de viejas tumbas. Un banco de madera roído por el tiempo. Camino
que conduce a la finca de Lubova Andreievna. Bosque de tilos. A la izquierda
comienza el jardín de los cerezos, en el ángulo del cual existe un pabellón o
glorieta. En perspectiva, postes telegráficos, marcando una línea de
ferrocarril. A lo lejos, a través de la neblina, el panorama de una pequeña
ciudad, con sus cúpulas y campanarios. Se aproxima el ocaso. Carlota, Gaief
y Duniascha están sentados en el banco. Junto a ellos, Epifotof tañe la
guitarra, ejecutando un aire triste. Todos aparecen pensativos. Carlota está
con equipo de caza, y la escopeta descansa entre sus rodillas.
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LUBOVA.—Malos augurios corren por acá.
GAIEF.—La línea férrea va a ser puesta en explotación. Ello constituirá una gran
comodidad.
LOPAKHIN.—Una palabra, Lubova, una simple respuesta. ¿Sí, o no?
GAIEF.—(Bostezando.) ¿Responder? ¿A qué?
LUBOVA.—(Examinando su portamonedas.) Ayer me quedaba aún bastante dinero.
Hoy, muy poco. Mi pobre Varia, hay que economizar. Danos de comer a todos sopas
de leche. Los criados se contentarán con un plato de guisantes. ¡Y decir que yo gasto
mi dinero tontamente! (Deja caer el portamonedas, del cual salen, rodando por el
suelo, algunas piezas de oro.) ¡Ea! Ya veis cómo ruedan.
YASCHA.—(Que llega en este mismo momento.) Déjeme; voy a recogerlas una por
una. (Las recoge.)
LUBOVA.—Gracias, Yascha.
GAIEF.—¿De qué te ríes, Yascha?
YASCHA.—Yo no puedo escuchar la voz de usted sin reír.
LUBOVA.—(A Yascha.) ¡Vete de ahí!
YASCHA.—(Entregándole el portamonedas.) Me iré.
LOPAKHIN.—Derejanof, el ricachón, desea comprar vuestra propiedad; piensa
tomar parte en la subasta.
LUBOVA.—¿Por dónde lo sabe usted?
LOPAKHIN.—Lo he oído decir en la ciudad.
GAIEF.—La tía de Yaroslaf prometió enviarnos fondos. Cuándo los enviará, Dios lo
sabe.
LOPAKHIN.—¿Cuánto? Cien, doscientos, mil.
LUBOVA.—Diez o quince mil. Eso vendrá muy bien.
LOPAKHIN.—Excúseme por lo que voy a decir. Yo no he visto jamás personas más
negligentes y ligeras que ustedes, personas tan nulas, tan negadas en lo que se refiere
a los negocios. Se les advierte en ruso, de una manera explícita y clara, que su
propiedad será puesta en venta, y ustedes como si tal cosa.
LUBOVA.—¿Qué debemos hacer? Dígalo.
LOPAKHIN.—Yo se lo estoy diciendo, en todos los tonos, todas las mañanas, todos
los días, y ustedes aparentan no entender mi lenguaje. Su jardín de los cerezos y toda
su finca deben ser transformados en terreno de datchas. Esto debe ser realizado sin
tardanza, con la mayor prontitud posible. El día de la subasta se aproxima.
¿Comprende? Si se decide a arrendar la tierra para las datchas, podrá salvarse. Yo no
sé ya cómo repetirlo; métase bien en la cabeza la idea de que no hay otro medio de
salvación.
LUBOVA.—Siempre las datchas y los datchnik. ¡Qué vulgaridad!
GAIEF.—Soy enteramente de tu opinión.
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LOPAKHIN.—Voy a llorar, a gritar, a desmayarme. Me atormentáis demasiado. Me
voy, me voy lejos de aquí…
LUBOVA.—(Deteniéndole.) No se vaya usted. Acaso haya modo de arreglar algo.
LOPAKHIN.—¿Se le ha ocurrido alguna idea?
LUBOVA.—Se lo suplico, no se aleje… Su presencia nos consuela. He gastado más
de lo que debía. Mi marido murió, y quedé tan joven y tan sola… Cometí una grave
falta casándome por segunda vez… En ese río se ahogó mi único hijo, mi pobre
Grischa. Loca de dolor me fui al extranjero para no volver a ver más ese río fatal.
Entonces cerré los ojos a la realidad y huí en busca de nuevos horizontes, y mi
segundo marido me siguió; era un ser grosero, que me trataba sin piedad. Compré la
«villa» cerca de Menton porque él había caído enfermo y necesitaba un clima
templado, y por espacio de tres años no tuve reposo, ni de día ni de noche. Este año
último, la villa fue vendida por reclamación de mis acreedores. Me instalé en París.
Mi segundo marido, el infame, robóme lo que pudo, y me abandonó, para irse con
otra. Traté de envenenarme… Luego me asaltó el ansia de regresar a mi país. ¡Dios
misericordioso, no me castigues más! (Saca de su bolsillo un telegrama.) He aquí que
el miserable me suplica que vuelva cerca de él y que le perdone. (Rompe el
telegrama.)
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me querían casar. (Ríe.) Entonces nos emanciparon de la servidumbre. Yo era el jefe
de camareros, y no quise aprovecharme de mi libertad. Me quedé como estaba, ni
más ni menos; seguí sirviendo fielmente a mi amo… (Pausa.) Me acuerdo muy bien.
Todos mis camaradas rebosaban de gozo; todos estaban contentísimos. ¿De qué?
Ellos mismos no lo sabían.
LOPAKHIN.—¡Oh! Antes se estaba mucho mejor. Había latigazos… ¡Qué delicia!
FIRZ.—(Que no había entendido bien las anteriores frases.) Sin duda; los mujiks
andaban entonces con los propietarios, y los propietarios con los mujiks; mientras que
ahora cada cual anda por su lado.
GAIEF.—¡Cállate ya! (A Lopakhin.) Mañana intentaré en la ciudad pedir fondos
prestados.
LOPAKHIN.—Sépalo usted de antemano. Fracasará usted. No se podrá pagar la
contribución. Es inútil forjarse ilusiones.
LUBOVA.—Siéntense ustedes.
LOPAKHIN.—Nuestro estudiante perpetuo está siempre con las jóvenes.
TROFIMOF.—Cosa es ésta que no te atañe.
LOPAKHIN.—Pronto tendrá cincuenta años, y todavía estudia.
TROFIMOF.—Tú, en cambio, eres una plaga social.
LOPAKHIN.—Yo trabajo desde por la mañana hasta la noche. Levántome de la
cama a las seis, y antes, si es preciso. Nunca me falta dinero: el mío o el de los
demás. Alrededor de mí observo a los hombres y veo cómo se desenvuelven. Es
preciso trabajar. Trabajando, compréndese cuán reducido es el número de las
personas honradas. A veces, cuando no puedo conciliar el sueño, me pongo a pensar:
«Dios mío, tú nos has deparado los grandes bosques, los inmensos campos, los
horizontes profundos; y, en nuestra calidad de habitantes de esta tierra enorme y
prodigiosa, nosotros debiéramos ser gigantes…»
GAIEF.—Déjanos en paz con tus gigantes. Los gigantes no caben sino en los
cuentos de hadas. (Epifotof pasa tocando una melodía melancólica. Todos escuchan.
Larga pausa.)
LUBOVA.—Epifotof viene…
ANIA.—(Pensativa.) Epifotof viene…
GAIEF.—El sol se pone.
TROFIMOF.—Sí.
GAIEF.—(A media voz, y como declamando.) ¡Oh, Naturaleza! Tú brillas con tu
eterno esplendor.
VARIA.—(Suplicante.) ¡Tío!
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ANIA.—¿Otra vez? ¡Tío, tío!…
LUBOVA.—¿Qué es eso?
LOPAKHIN.—No sé.
LUBOVA.—(Con sobresalto.) Es desagradable.
FIRZ.—La víspera de la desgracia, ya saben cuándo digo, la víspera de la liberación
de los mujiks, se produjo el mismo fenómeno. Hubo más: el búho gritó; el samovar
hirvió con un ruido extraño.
GAIEF.—(Murmurando.) Yo escuché algo parecido cuando el pobre Grischa…
(Pausa.)
LUBOVA.—(Muy impresionada.) Vámonos, amigos míos; es tarde. (A Ania.)
Lágrimas corren por tus mejillas. ¿Qué tienes, niña?
ANIA.—Nada, mamá.
TROFIMOF.—Alguien viene. (Pasa un transeúnte, con una gorra vieja, un vestido
mugriento; camina como si estuviera borracho.)
EL TRANSEÚNTE.—¿Pueden decirme si por este camino voy derecho a la
estación?
GAIEF.—Sí; siga por ahí.
EL TRANSEÚNTE.—Gracias mil. (Tosiendo.) El tiempo es magnífico. (A Varia.)
Señorita, préstele usted a un hambriento treinta kopeks. (Varia, asustada, profiere un
grito.)
LOPAKHIN.—¡Qué molestia! La impertinencia tiene también sus límites.
LUBOVA.—(Sacando una pieza de su portamonedas.) ¡Tome! No tengo ninguna
moneda de plata. Ahí va una de oro.
EL TRANSEÚNTE.—Muchas gracias. (Vase.)
VARIA.—No puedo más. ¡Qué locura! En casa, las gentes de servicio no tienen qué
comer, y usted da, tan fácilmente, diez rublos en oro.
LUBOVA.—¿Qué le voy a hacer? Soy tonta. En casa, te entregaré todo lo que tengo.
Yermolai Alexievitch, ¡présteme algo más!
LOPAKHIN.—Bien.
LUBOVA.—Es hora de que nos vayamos. ¿Sabes, Varia? Hemos arreglado ya tu
matrimonio. Mi enhorabuena.
VARIA.—Con estas cosas, mamá, no se bromea.
LOPAKHIN.—Le advierto una vez más que el día veintidós de agosto vuestro jardín
de los cerezos será sacado a subasta.
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(Todos se van, excepto Ania y Trofimof.)
ANIA.—Gracias a ese desconocido, que asustó a Varia, nos hemos quedado solos.
TROFIMOF.—Varia teme que nos amemos. No la deja a usted sola ni un minuto. Su
espíritu estrecho no le permite comprender la elevación de nuestro amor. (Ania le
mira con ternura.)
ANIA.—Hoy se está bien aquí.
TROFIMOF.—El tiempo es hermoso.
ANIA.—¿Qué ha hecho usted de mí, Pietcha? ¿Por qué no admiro ya tanto como
antes ese jardín de los cerezos? ¿Por qué ese jardín no me inspira la misma afección
que me inspiraba antes de ahora? Yo lo amaba tiernamente. Parecíame que, en la
tierra, no existía paraje más bello.
TROFIMOF.—Toda Rusia es actualmente su jardín. La tierra es vasta y magnífica.
Los bellos lugares abundan en todas partes. (Pausa.) Reflexione bien, querida mía.
Su padre, su abuelo y su bisabuelo eran señores que poseían, en plena propiedad,
almas humanas. ¿No ve cómo de cada cereza, de cada hoja y de cada árbol se
desprenden seres humanos que la contemplan? ¿No escucha sus voces?… Oh, es
terrible. Vuestro jardín de cerezos me llena de pavor. De noche, cuando uno pasa por
ese jardín, la vetusta corteza de los árboles brilla con una luz opaca. Diríase que los
cerezos viven, en el sueño, lo que acontecía doscientos años ha. Una trágica pesadilla
los abruma. Nosotros debemos expiar nuestro pasado. Debemos acabar con él. Los
tormentos se nos imponen. Fíjese bien en lo que digo.
ANIA.—La casa que habitamos no nos pertenece ya, en realidad, desde hace mucho
tiempo.
TROFIMOF.—Tire usted muy lejos las llaves domésticas. ¡Salga de aquí! ¡Sea libre
como el viento!
ANIA.—¡Qué bien habla!
TROFIMOF.—Créame, Ania, créame. Todavía no he cumplido treinta años; pero ya
he sufrido mucho. A la entrada del invierno, tengo hambre, tengo frío, estoy enfermo,
nervioso, soy pobre como un mendigo. El Destino me arrastró de un lado para otro. Y
por doquiera, y siempre, mi alma fue invadida por los presentimientos. Yo presiento
la felicidad, Ania, yo la veo de cerca.
ANIA.—La luna asoma. (A lo lejos resuena la canción melancólica de Epifotof. La
luna surge en el horizonte.)
VARIA.—(Desde el bosque de los tilos.) ¡Ania! ¿Dónde estás?
TROFIMOF.—Mire la luna. (Pausa.) La dicha se acerca. Oigo sus pasos. Sí; es la
dicha, por fin.
VARIA.—(De entre los árboles.) ¡Ania! ¿Dónde estás?
TROFIMOF.—(Con enfado.) ¡Al diablo, Varia! ¡Qué fastidio!
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ANIA.—¿Qué hacer? Encaminémonos hacia el río.
TROFIMOF.—Tiene razón, vámonos de aquí. (Ambos se levantan del banco y, en
dirección opuesta al lado de donde parten las voces, aléjanse muy lentamente.)
VARIA.—(Desde la arboleda.) ¡Ania! ¡Ania!…
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Tercera parte
Saloncito separado por una arcada de otro salón grande. Óyese una
orquesta de algunos violines y un contrabajo, desafinada: es la orquesta judía
de la localidad. Hay baile en el salón grande. Vienen los bailarines en
círculo. La voz de Simenof Pitschik grita, en francés: «Promenade á dame!»
Pitschik dirige la danza. Desfilan, por parejas, Pitschik y Carlota, Trofimof y
Lubova Andreievna, Ania y un empleado de Correos, Varia y el jefe de
estación. Varia tiene los ojos llorosos. En último término pasan Duniascha y
otras parejas insignificantes. Pitschik vocea: «Grand rond…!» «Balancez…!»
«Les cavaliers, à genoux remercient leurs dames!» Firz, de frac, trae en una
bandeja agua de Seltz y vasos. Pitschik y Trofimof penetran solos en el
gabinete.
PITSCHIK.—Bailo con mucho trabajo. Estoy apoplético. A pesar de eso, tengo una
salud de caballo. Mi difunto padre, hablando de nuestros predecesores, aseguraba que
la familia Simenof Pitschik procedía del caballo que Calígula hizo sentar en el
Senado. (Siéntase.) Pero aquí está lo malo. Me falta dinero. Un perro hambriento no
piensa sino en su trozo de carne. (Pitschik, de repente, se duerme, lanza un ronquido
y se despierta.) Y yo, hambriento a mi modo, no pienso sino en el dinero. ¿Qué
hacer? Esto de no tener dinero es una gran desgracia.
TROFIMOF.—(Observando su fisonomía.) Realmente, hay en el rostro de usted
algo de caballar.
PITSCHIK.—Siquiera el caballo es un animal vendible, que se puede convertir en
dinero.
(En una sala vecina, ruido de bolas de billar. Varia aparece bajo la arcada.)
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TROFIMOF.—¿Ha leído usted a Nietzsche? ¿Por dónde se ha enterado de
Nietzsche?
PITSCHIK.—Daschinka me habla de él de vez en cuando… Créalo, tan apurado me
hallo de dinero, que me siento capaz de fabricar billetes de Banco… Pasado mañana
debo pagar trescientos diez rublos. He podido hallar ciento treinta. ¿Cómo
procurarme el resto? (Explorando sus bolsillos, con angustia.) El dinero se evaporó.
Lo perdí. ¡Vive Dios! ¿Dónde están mis ciento treinta rublos?… ¡Ah! (Triunfante.)
Helos aquí en el forro. ¡Qué susto me llevé!
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abandonaría todo y me encerraría en un convento.
TROFIMOF.—¡Magnífico!
LUBOVA.—¿Por qué tarda tanto Leónidas? Estoy inquieta. ¿Han vendido mis bienes
o no?
TROFIMOF.—Vendidos o no, resulta lo mismo. Mire bien, por una vez, las cosas
cara a cara.
LUBOVA.—Usted juzga la cuestión desde un punto de vista que no puede ser el mío.
Yo nací en esta casa. Mi padre y mi madre residieron aquí y mis antepasados lo
propio. Yo adoro esta vivienda y ese jardín de los cerezos. Yo no concibo mi
existencia sin ese jardín. Si hay que venderlo, que me vendan a mí con el jardín.
(Toma entre sus manos la cabeza de Trofimof y le besa la frente.) Mi hijo Grischa
corrió frecuentemente entre esos cerezos. Me parece que le estoy viendo. Grischa se
ahogó en estas cercanías. (Llorando.) Tenga compasión de mí…
TROFIMOF.—Harto sabe usted, Lubova Andreievna, que yo comparto sus
infortunios.
LUBOVA.—Sí, en efecto; pero convendría que los compartiese de otro modo. (Saca
su pañuelo del bolsillo; un telegrama cae al suelo…) Yo quisiera concederle la mano
de Ania; pero usted no se ocupa de nada, no hace nada. Camina de una Universidad a
otra. Pierde el tiempo lamentablemente. Divaga sin rumbo fijo. Yo no sé qué pensar
de usted. Es usted un tipo singular.
TROFIMOF.—(Después de recoger el telegrama.) Yo no tengo empeño en ser una
perfección.
LUBOVA.—(Estrujando el telegrama.) Otro despacho de París. Cada día uno
nuevo… Yo le quiero, le quiero… Un gran peso llevo sobre mis hombros. Este peso
me aplasta. No sé vivir sin él. (Estrecha la mano de Trofimof.)
TROFIMOF.—(Con ternura.) Excuse mi franqueza. Él la robó, por él ha sido usted
despojada de parte de su fortuna.
LUBOVA.—No, no. (Se tapa los oídos.) No diga usted eso.
TROFIMOF.—Es un tunante. Usted es la única que no se da cuenta de ello. Cierra
los ojos a la evidencia.
LUBOVA.—(Molesta, conteniéndose.) A la edad de usted, veintiséis o veintisiete
años, se expresa como un alumno de segunda enseñanza.
TROFIMOF.—Tanto peor.
LUBOVA.—A su edad debiera ser ya un hombre; comprender la vida. Carece usted
de pureza de alma. Siempre estará en ridículo.
TROFIMOF.—(Aterrado.) ¿Qué es lo que dice?
LUBOVA.—Yo me siento más alta que el amor… Usted no está, no, por encima del
amor. Como dice Firz, es usted un ser acabado. ¡A su edad, y no tener siquiera una
amante!…
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TROFIMOF.—Lo que dice es horrible. (Desaparece por el gran salón, la cabeza
entre las manos. Lubova permanece silenciosa. Trofimof, al cabo de un rato, vuelve.)
Entre nosotros, Lubova Andreievna, todo ha terminado. (Vase.)
LUBOVA.—(Riendo.) Pietcha, aguarde. Es usted tonto. Quise bromear. (Ruido de
alguien que baja rápidamente por las escaleras. Ania y Varia, en las estancias
interiores, ríen a carcajadas.) ¿Qué sucede?
(Resuenan las notas de un vals. Ania y Pietcha pasan por el fondo del salón.)
(Ania y Varia bailan, juntas. Pietcha baila con Lubova Andreievna. Entra
Firz, quien coloca su bastón en un ángulo de la pieza. Yascha le sigue. Ambos
contemplan el baile.)
(Ania, que había vuelto a salir, bailando con Trofimof, torna, presa de gran
turbación.)
ANIA.—Un hombre acaba de decir en la cocina que el jardín de los cerezos ha sido
vendido.
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LUBOVA.—Vendido, ¿a quién?
ANIA.—No dijo a quién. Dio la noticia y partió.
(Pitschik entra.)
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LUBOVA.—(Ansiosamente.) ¿Quién lo ha comprado?
LOPAKHIN.—Yo.
(Pausa prolongada.)
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ANIA.—Mamá, no llores…, yo te quiero. Yo te bendigo… El jardín de los cerezos
ya no es nuestro. Para nosotros, este jardín no existe ya. ¡No importa! No llores más.
Miremos al porvenir. Ven conmigo. Cultivaremos un nuevo jardín de los cerezos, que
será mucho más hermoso que el otro. Una nueva felicidad descenderá sobre tu alma.
Vámonos, mi querida mamá, vámonos.
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Cuarta parte
La llamada «habitación de los niños», pero sin cortinas, sin cuadros en
las paredes. Algunos muebles apilados en un ángulo. Junto a la puerta de
salida, grandes maletas. Las puertas y ventanas están abiertas. Del interior
llegan las voces de Varia y de Ania. En medio de la estancia, Lopakhin, de
pie, en actitud expectante. Yascha entra una bandeja con copas de champaña.
Epifotof, en la antecámara, ocúpase en clavar un cajón. Un grupo de mujiks
llega para decir adiós a sus antiguos amos. Óyese la voz de Gaief que dice:
«Gracias, amigos míos». Yascha hace los honores a los que vienen a
despedirse. El ruido cesa; gradualmente, Lubova Andreievna y Gaief
aparecen. Lubova está pálida, pero no llora. Su voz tiembla.
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TROFIMOF.—Nosotros partiremos, y tú podrás empezar de nuevo a trabajar.
LOPAKHIN.—¡Ea, bebe!
TROFIMOF.—No quiero.
LOPAKHIN.—Así, pues, ¿no partes para Moscú?
TROFIMOF.—Los acompañaré hasta la ciudad, y mañana saldré para Moscú.
(Trofimof sigue buscando sus chanclos.) Probablemente, no nos volveremos a ver
más. Permite que te dé un consejo antes de separarnos. No gesticules. Abandona esa
detestable costumbre. Oye lo que te voy a decir: construir una datcha, imaginar que
de un datchnik puede salir un pequeño propietario, es tan inútil como gesticular. Pero
sea como quiera, tú me eres simpático. (Se abrazan.)
LOPAKHIN.—Y tú a mí también me eres simpático. Ya lo sabes. Yo haré cuanto
pueda por ti. Me tienes a tu disposición. No soy tan malo como algunos suponen.
(Lopakhin saca su portamonedas y hace ademán de entregarle dinero.)
TROFIMOF.—¿A qué viene esto? Yo no necesito dinero.
LOPAKHIN.—Pero tu bolsillo está vacío.
TROFIMOF.—De ningún modo. Dinero no me falta. Me pagan bien mis
traducciones. (Con énfasis.) No, yo no carezco de medios de subsistencia… ¿Dónde
están mis chanclos?
VARIA.—(Desde el interior, a gritos.) ¡Aquí está esa antigualla! (Le lanza, en medio
de la habitación, un par de chanclos viejos.)
TROFIMOF.—¡Pero si esos chanclos no son los míos!
LOPAKHIN.—En la primavera planté mil deciatinas de peonías y gané en ello
cuarenta mil rublos. ¡Qué hermoso era ver los campos en flor! Sobre ese beneficio,
yo te ofrezco un préstamo. ¿A qué tantos remilgos? Yo no soy más que un mujik, un
simple mujik. Mi proposición es sincera.
TROFIMOF.—Tu padre era un mujik. El mío es un pequeño farmacéutico…
LOPAKHIN.—(Extrae la cartera de un bolsillo.) ¿Aceptas?
TROFIMOF.—Déjame, déjame en paz. Aunque me ofrecieras veinte mil rublos, no
tomaría nada. Yo soy un hombre libre. Las deudas son servidumbre. Y todo eso que
vosotros, ricos o pobres, apreciáis a tal extremo, sobre mí no ejerce el menor poder.
Yo puedo prescindir de ti. Yo puedo pasar delante de ti sin advertir tu presencia. Yo
soy fuerte, orgulloso. La Humanidad es un camino en marcha que lleva a la felicidad
suprema, la cual es posible en este mundo. Yo me hallo en las primeras filas.
LOPAKHIN.—¿Y tú crees poder llegar?
TROFIMOF.—Llegaré. (Pausa.) Y si no llego, por lo menos habré mostrado el
camino a los que me seguirán.
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LOPAKHIN.—Mi buen amigo; hay que irse.
ANIA.—(En el umbral de la puerta.) Mamá os suplica que no se tale el jardín de los
cerezos mientras ella se encuentre en la casa.
TROFIMOF.—En verdad, ese individuo carece de tacto. (Vase.)
LOPAKHIN.—Entendido… Ellos son, verdaderamente… (Sigue a Trofimof.)
ANIA.—Y Firz, ¿le han llevado al hospital?
YASCHA.—Di las órdenes necesarias a este efecto. Supongo que las habrán
cumplido.
ANIA.—(A Epifotof, que atraviesa la habitación.) Simeón Panteleivitch, tened la
bondad de informaros de si han llevado a Firz al hospital.
YASCHA.—(Ofendido.) Yo se lo mandé esta mañana a Vegov. No hace falta insistir.
EPIFOTOF.—El viejo Firz, a mi juicio, no tiene compostura. Hay que expedirlo a
sus antepasados. (Diciendo esto, coloca una maleta sobre una sombrerera de cartón y
la aplasta.) Eso es; ya me lo maliciaba. (Parte.)
YASCHA.—(Riendo.) El «Veintidós desgracias». (Dentro suena la voz de Varia.)
¿Han llevado a Firz al hospital?
ANIA.—Sí.
VARIA.—¿Por qué se olvidó la carta para el doctor?
ANIA.—Enviaremos la carta; no te preocupes. (Vase.)
VARIA.—(Siempre desde el interior.) ¿Dónde anda Yascha? Dile que su madre vino
a despedirse de él.
YASCHA.—(Con un gesto de desdén.) ¡Qué fastidio!
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sombrero.) Duermo mejor. Yascha, que se lleven el equipaje. (A Ania.) Así, pues,
niña, pronto nos volveremos a ver… Yo, parto para París; allí viviré con los fondos
que la abuela de Yaroslaf nos envió para la compra de nuestra finca. ¡Viva la abuela!
Sin embargo, este dinero no me durará mucho tiempo.
ANIA.—Mamá, confío en que pronto estarás de regreso, ¿verdad? Yo, entretanto,
haré mis exámenes en el colegio; después, trabajaré, te ayudaré. Juntas leeremos
bonitos libros, muchos libros, ¿verdad, mamá? (La besa.) Ante nosotros ábrese un
mundo nuevo… (Pensativa.) Sí, mamá; vuelve a París; regresa lo más pronto posible.
LUBOVA.—Regresaré muy en breve; pronto nos volveremos a ver.
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zanjar el asunto en seguida.
LUBOVA.—Voy a llamarla… ¡Varia!
LOPAKHIN.—A propósito, tenemos aquí el champaña para celebrar el suceso…
(Mira la bandeja y las copas.) ¡Todas están ya vacías! (Yascha circula a diestro y
siniestro. Lubova, con Yascha, sale. Lopakhin saca su reloj.) ¡Ah! (Detrás de la
puerta, risa ahogada; Varia entra contemplando las maletas.) ¿Y usted qué va a
hacer, Varia Michelovna?
VARIA.—¿Yo? Iré a casa de los Rasdinlin, como ama de llaves.
LOPAKHIN.—Yo salgo inmediatamente para Kharkof. He arrendado la propiedad a
Epifotof.
VARIA.—Está bien.
LUBOVA.—Tenemos que irnos. (Varia levanta la cabeza, se enjuga los ojos.) Sí;
vámonos. ¡Ania! ¿Estás lista?
(Sale con Ania. Varia contempla la habitación y sale sin darse ninguna prisa.
Carlota la sigue, llevando su perrito en brazos.)
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LOPAKHIN.—¡Hasta la primavera próxima! Salid, si os place… ¡Hasta la vista!
(Parte.)
LUBOVA.—¿Es una pesadilla? (Cae en los brazos de Gaief, y ambos lloran
silenciosos, como si temieran ser oídos.)
GAIEF.—(Desesperado.) ¡Ay, hermana mía! ¡Hermana mía!
LUBOVA.—¡Ay, mi querido jardín! ¡Mi querido, mi hermoso jardín!… ¡Mi vida, mi
juventud, mi felicidad! ¡Adiós!… ¡Adiós!…
VOZ DE ANIA.—(Gozosa.) ¡Mamá!…
VOZ DE TROFIMOF.—(Alegre, con exaltación.) ¡Ea!…
LUBOVA.—Miro, por última vez, estos muros, estas ventanas… ¡Mi madre sentíase
tan feliz en este aposento!
GAIEF.—¡Hermana mía, hermana mía!
VOZ DE ANIA.—¡Mamá!
VOZ DE TROFIMOF.—¡Ea!…
LUBOVA.—Vámonos.
(Se van. La habitación queda vacía. Óyese cómo van cerrando con llave
todas las puertas. Luego, el ruido de los coches; resuena el golpe seco del
hacha que tala los cerezos. Este golpe es extraño, lúgubre. Alguien se acerca.
Rumor de pasos. Por la puerta de la derecha entra Firz. Viste como siempre,
de librea y chaleco blanco; usa zapatillas. Tiene aspecto de enfermo. Semeja
un fantasma.)
Ruido lejano, como si viniera del cielo, como el de una cuerda de violín,
que estalla. Ruido siniestro que se extingue poco a poco. Todo está en calma.
En el profundo silencio los hachazos continúan.
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ANTÓN PÁVLOVICH CHÉJOV, (1860-1904) nació en Taganrog, el puerto
principal del Mar de Azov. Era el tercero de seis hermanos. Su padre, Pável
Yegórovich Chéjov, director del coro de la parroquia y devoto cristiano ortodoxo, les
impartió una disciplina estricta y muy religiosa, que a veces adquiría rasgos
despóticos. Ese es uno de los motivos por los que Chéjov siempre fue un amante de la
libertad y de la independencia. La madre de Chéjov, Yevguéniya, era una gran
cuentacuentos, y entretenía a sus hijos con historias de sus viajes junto a su padre (un
comerciante de telas) por toda Rusia.
El padre de Chéjov empezó a tener serias dificultades económicas en 1875; su
negocio quebró y se vio forzado a escapar a Moscú para evitar que lo encarcelaran.
Hasta que no finalizó sus estudios de bachillerato en 1879, Antón no se reunió con su
familia. Comenzó a estudiar Medicina en la Universidad de Moscú.
En un intento de ayudar a su familia, Chéjov comenzó a escribir relatos
humorísticos cortos y caricaturas de la vida en Rusia bajo el pseudónimo de «Antosha
Chejonté». Se desconoce cuántas historias escribió Chéjov durante este periodo, pero
se sabe que se ganó con rapidez fama de buen cronista de la vida rusa.
Chéjov se hizo médico en 1884 pero siguió escribiendo para diferentes
semanarios. En 1885 comenzó a colaborar con la Peterbúrgskaya gazeta con artículos
más elaborados que los que había redactado hasta entonces. En diciembre de ese
mismo año, fue invitado a colaborar en uno de los periódicos más respetados de San
Petersburgo, el Nóvoye Vremia (Tiempo Nuevo). En 1886 Chéjov se había convertido
ya en un escritor de renombre. Ese mismo año publicó su primer libro de relatos,
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Cuentos de Melpómene; al año siguiente ganó el Premio Pushkin gracias a la
colección de relatos cortos Al anochecer.
En 1887 a causa de una debilitación de su salud (primeros síntomas de la
tuberculosis que acabaría con su vida) Chéjov viajó hasta Ucrania. A su regreso se
estrenó su obra La Gaviota, un éxito que interpretó la compañía del Teatro de Arte de
Moscú, tras una primera interpretación absolutamente desastrosa en el teatro
Alexandrinski de San Petersburgo un año antes. El éxito que cosechó fue debido en
gran medida a la compañía del Teatro de Arte de Moscú, anteriormente citada, que
dirigida por Konstantín Stanislavski había visto la necesidad de crear un nuevo medio
artístico basado en la naturalidad del actor para expresar de manera adecuada las
tribulaciones y los sentimientos de los personajes de Chéjov.
Antón Pávlovich escribió tres obras más para esta compañía: Tío Vania (1897),
Las Tres Hermanas (1901) y El Jardín de los Cerezos (1904), todas ellas de gran
éxito. En 1901 contrajo matrimonio con Olga Leonárdovna Knipper, una actriz que
había actuado en sus obras.
Aparte de su faceta como autor teatral, Chéjov destacó como autor de relatos,
creando unos personajes atribulados por sus propios sentimientos que constituyen una
de las más acertadas descripciones del abanico de variopintas personas de la Rusia
zarista de finales del siglo XIX y principios del XX. Destacar el relato Campesinos de
1897, el inquietante La sala nº 6 de 1892 y el apasionado La dama del perrito
publicado en 1899, que surgió como contraposición a Anna Karénina de Tolstói, ya
que el propio autor afirmó que «no deseo mostrar una convención social, sino mostrar
a unos seres humanos que aman, lloran, piensan y ríen. No podía censurarlos por un
acto de amor».
Chéjov pasó gran parte de sus 44 años gravemente enfermo a causa de la
tuberculosis que contrajo de sus pacientes a finales de 1880. La enfermedad lo obligó
a pasar largas temporadas en Niza (Francia) y posteriormente en Yalta (Crimea), ya
que el clima templado de estas zonas era preferible a los crueles inviernos rusos.
En mayo de 1904 ya se encontraba gravemente enfermo, por lo que el 3 de junio
se trasladó junto con su mujer Olga al spa alemán de Badenweiler, en la Selva Negra.
Desde allí escribió cartas a su hermana Masha, en las que se podía apreciar que
Chéjov estaba animado. En ellas describía las comidas que le servían y los
alrededores, y aseguraba que se estaba recuperando. En su última carta, se quejaba
del modo de vestir de las mujeres alemanas. Fallece el 2 de julio.
Su cuerpo fue trasladado a Moscú en un vagón de tren refrigerado que se usaba
para transportar ostras, hecho que molestó a Máximo Gorki. Está enterrado junto a su
padre en el cementerio Novodévichi en Moscú.
Aunque ya era conocido en Rusia antes de su muerte, Chéjov no se hizo
internacionalmente famoso hasta los años posteriores a la Primera Guerra Mundial,
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cuando las traducciones de Constance Garnett al inglés ayudaron a popularizar su
obra.
Las obras de Chéjov se hicieron tremendamente famosas en Inglaterra en la
década de los 20 y se han convertido en todo un clásico de la escena británica. En
Estados Unidos, autores como Tennessee Williams, Raymond Carver o Arthur Miller
utilizaron técnicas de Chéjov para escribir algunas de sus obras.
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Notas
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[1] Proverbio ruso. <<
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[2] Bebida refrescante, hecha con agua, en la que se pone a fermentar pan de centeno.
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[3] Diminutivo de Piotor. (Pedro). <<
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[4] Casas veraniegas de madera, que se construyeron de ordinario en las cercanías de
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[5] Propietario de datcha… <<
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[6] Una hectárea y 9.250 metros cuadrados. <<
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[7] Aire caucasiano. <<
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