La
filosofía	 de	 Johann	 Gottlieb	 Fichte	 (1762-1814)	 es,	 en	 palabras	 de	 su
autor,	 «El	 primer	 sistema	 de	 libertad».	 Así	 como	 la	 Revolución	 Francesa
rompe	 las	 cadenas	 externas	 del	 hombre,	 la	 doctrina	 de	 la	 ciencia	 de	 Fichte
rompe	las	internas:	la	libertad	del	yo	es	colocada	por	Fichte	en	el	origen	de
todo	conocimiento	y	de	todos	los	deberes.	Este	libro	pretende	ofrecer,	en	un
lenguaje	accesible,	una	introducción	a	la	lectura	de	uno	de	los	filósofos	más
fascinantes	y	complejos	de	la	historia	del	pensamiento.	Cada	capítulo	afronta,
desde	un	punto	de	vista	diferente,	la	gran	paradoja	de	una	libertad	que	debe
ser,	al	mismo	tiempo,	un	impulso	dentro	de	cada	uno	y	un	principio	absoluto
y	universal,	que	siempre	se	impone	a	todos.
                                      Página	2
       Guido	Frilli
       Fichte
El	absoluto	y	la	libertad
Descubrir	la	filosofía	-	55
           ePub	r1.0
       Titivillus	19.02.2021
          Página	3
Título	original:	Fichte,	L’assoluto	e	la	libertà
Guido	Frilli,	2016
Traducción:	Roger	Renau
Ilustración	de	cubierta:	Nacho	García
Diseño	de	portada:	Víctor	Fernández	y	Natalia	Sánchez
Diseño	y	maquetación:	Kira	Riera
	
Editor	digital:	Titivillus
ePub	base	r2.1
                                       Página	4
                           Índice	de	contenido
Cubierta
Fichte
Prefacio.	Fichte,	el	idealismo	y	nosotros
   Vida,	obras	y	contexto	histórico
      Los	jóvenes	preceptores	en	la	Alemania	de	Fichte
      La	disputa	sobre	el	ateísmo	y	la	sociedad	alemana	ante	la	Revolución
      francesa
      La	fundación	de	la	Universidad	de	Berlín	y	la	Prusia	después	de	la
      derrota	en	Jena
La	filosofía	como	la	ciencia	de	las	ciencias:	¿por	qué	buscar	un	principio
absoluto	del	saber?
   El	alquimista	filosófico
   La	filosofía	del	Absoluto
   La	filosofía	como	ciencia	evidente
   La	exigencia	de	un	fundamento	absoluto	sobre	las	ciencias	particulares
       La	filosofía	como	saber	científico
   La	unidad	del	saber	y	la	unidad	del	hombre
El	Yo	absoluto	como	acción	espontánea
   El	Yo	como	evidente	principio	del	saber
      Debate	sobre	la	cosa	en	sí	kantiana
      Descartes	y	Fichte:	el	Yo	empírico	y	el	Yo	puro
   La	oposición	interna	del	Yo	puro
   La	síntesis	cuantitativa	entre	Yo	y	No-Yo
Inteligencia	y	voluntad.	Los	principios	del	conocimiento	y	de	la	acción
   El	Yo	puro	como	principio	constitutivo	de	la	experiencia:	toda	pasividad
   se	basa	en	una	actividad	originaria
El	fundamento	del	saber	teórico
   La	tensión	entre	el	Yo	y	el	Romanticismo
      La	subjetividad	trascendental	y	las	categorías	de	Kant	y	Fichte
   La	moral	como	principio	último	de	la	experiencia
      La	intuición	entre	la	percepción	y	la	imaginación:	un	problema
      La	unidad	de	la	inteligencia	y	la	voluntad
   La	libertad	infinita	del	hombre:	una	imagen	nueva	de	la	experiencia
                                  Página	5
        Jacobi	y	el	nihilismo
¿Cómo	podemos	hablar	del	Absoluto?	El	desarrollo	de	la	Doctrina	de	la
ciencia
   La	intuición	intelectual
      El	conocimiento	intuitivo	de	las	esencias
   El	Absoluto	y	el	conocimiento-imagen
      Las	principales	exposiciones	de	la	Doctrina	de	la	ciencia
   La	representación,	la	vida	y	el	concepto
La	ética	y	la	filosofía	de	la	religión
   La	misión	del	erudito
   La	sensibilidad	y	la	autonomía	de	la	voluntad
   La	teoría	de	los	impulsos
      La	tensión	entre	el	Yo	y	el	Romanticismo
   Dios	como	orden	moral	del	mundo.	¿Fichte,	ateo?
   La	crítica	al	concepto	de	revelación
   La	vida	bienaventurada
El	derecho	natural	en	la	época	del	pecado.	Teoría	política	y	actualidad
histórica
   La	finalidad	política	de	la	razón
   Moral	y	derecho
   El	derecho	natural	y	la	fundación	del	Estado
       El	derecho	natural	de	los	antiguos	y	de	los	modernos
       El	Estado	fichteano
   Fichte	y	la	filosofía	de	la	historia
   La	prevalencia	de	la	política	de	fuerza	y	los	Discursos	a	la	nación	alemana
Epílogo.	¿Cuál	es	el	legado	de	Fichte?
APÉNDICES
  Obras	principales
  Cronología
Notas
                                   Página	6
    Excepto	 la	 vida,	 no	 existe	 nada	 con	 un	 valor	 y	 un	 significado
absoluto.	 Cualquier	 otro	 pensamiento,	 poesía	 o	 conocimiento	 tiene
valor	 solo	 en	 cuya	 medida	 se	 refiere	 a	 lo	 que	 está	 vivo,	 procede	 de
aquello	que	está	vivo	y	tiende	a	volver	a	confluir	hacia	él.
                           J.	G.	Fichte,	Informe	claro	como	el	sol	(1801)
                              Página	7
Página	8
Prefacio.
Fichte,	el	idealismo	y	nosotros
    Con	 motivo	 de	 la	 muerte	 de	 Fichte,	 la	 escritora	 Rahel	 Varnhagen,
anfitriona	 del	 principal	 salón	 literario	 de	 Berlín,	 dijo	 de	 forma	 contundente:
«Alemania	 ha	 cerrado	 su	 único	 ojo».	 Desde	 entonces	 ya	 han	 pasado
doscientos	 años	 y	 el	 ojo	 de	 Fichte	 no	 solo	 parece	 cerrado,	 sino	 ciego.	 Su
trabajo	 no	 encaja	 con	 la	 cultura	 filosófica	 del	 mundo	 contemporáneo,	 el
estudio	 de	 su	 obra	 se	 considera	 farragoso	 y	 lejos	 de	 los	 ideales	 histórico-
políticos	 fruto	 de	 su	 pensamiento.	 Leer	 las	 obras	 de	 Fichte	 es	 como
contemplar	 una	 galaxia	 lejana	 en	 el	 espacio:	 observamos	 la	 riqueza	 de	 las
conexiones,	la	increíble	vitalidad	de	los	argumentos,	la	grandeza	del	conjunto;
sin	embargo,	no	podemos	escuchar	su	significado,	nos	parecen	ajenas,	fuera
de	cualquier	órbita	de	pensamiento.
     Podríamos	tener	la	impresión	de	que	la	distancia	entre	Fichte	y	nosotros
es	 la	 misma	 que	 existe	 entre	 la	 razón	 y	 el	 error,	 o	 mejor	 dicho,	 entre	 la
madurez	y	la	inmadurez;	que	nuestra	mirada	desorientada	hacia	los	textos	de
Fichte	 en	 realidad	 es	 la	 misma	 con	 la	 que	 un	 adulto,	 consciente	 de	 sus
limitaciones	 y	 de	 su	 responsabilidad,	 dialoga	 con	 un	 adolescente	 idealista,
impetuoso	 e	 ingenuo.	 Si	 tenemos	 en	 cuenta	 el	 adjetivo	 «idealista»,	 nos
podremos	 acercar	 a	 Fichte	 y	 a	 los	 otros	 clásicos	 del	 idealismo	 alemán
despojándoles	desde	el	inicio	de	cualquier	autoridad	o	credibilidad	filosófica.
    De	entre	todos	los	idealistas.	Fichte	es	quien	está	más	comprometido	con
esta	labor	de	adolescente,	vanagloriosa	y	un	poco	ridícula:	convertir	la	razón
humana	 en	 Absoluto,	 convertirla	 en	 el	 centro	 y	 en	 el	 origen	 de	 todos	 los
valores,	 y	 en	 el	 poder	 para	 juzgar	 y	 dirigir	 cualquier	 acción.	 Hoy	 en	 día
sonreímos	 ante	 tal	 pretensión	 con	 un	 cierto	 paternalismo,	 pero	 también	 con
seriedad.	Creemos	saber	más	de	las	cosas	que	en	cualquier	otra	época,	y	así	es
con	la	de	Fichte,	puesto	que	el	fanatismo	permanecía	oculto	y	a	la	espera	de
imponer	el	Absoluto	en	todas	partes.	Como	amantes	del	buen	conocimiento,
dejamos	a	un	lado	cualquier	esfuerzo	por	comprender.	Lo	que	no	entendemos
de	Fichte	lo	atribuimos	a	la	inmadurez	de	su	proyecto	filosófico.
                                       Página	9
    Este	 volumen	 quiere	 ser	 una	 presentación	 de	 Fichte	 e	 intentar	 ver
modestamente	 las	 verdades	 de	 la	 conciencia	 histórica	 que	 residen	 en	 el
paternalismo	hacia	las	épocas	anteriores	y	sus	ilusiones.	El	punto	de	partida	es
la	pregunta	que	el	gran	filósofo	alemán	del	siglo	xx	Theodor	Adorno	escribe
en	 sus	 Tres	 estudios	 sobre	 Hegel	 y	 que,	 en	 nuestro	 caso,	 podríamos
reformular	así:	¿y	si	Fichte	tuviera	razón?	¿Y	si	estuviésemos	desorientados,
no	 por	 causa	 de	 una	 inmadurez	 en	 Fichte,	 sino	 por	 nuestra	 época	 con	 sus
banales	 verdades?	 Estamos	 seguros	 de	 que	 todos	 los	 intentos	 para	 encontrar
una	dimensión	absoluta	en	el	ser	humano	son	insensatos	y	dañinos	por	igual;
entonces,	 ¿cómo	 podemos	 encontrar	 respuestas?	 ¿De	 verdad	 pensamos	 que
Fichte	 tenía	 en	 cuenta	 las	 objeciones	 escépticas	 de	 la	 filosofía	 de	 los	 siglos
xix	 y	 xx	 hacia	 el	 idealismo	 alemán?	 ¿O	 incluso	 que	 aprovecharíamos	 la
superioridad	histórica	que	nos	ofrece	el	paso	del	tiempo	para	juzgar	sin	más	lo
que	pervive	o	no	del	pensamiento	fichteano?
    La	conclusión	es	que	nada	puede	remplazar	un	estudio	serio,	profundo	y
privado	 de	 prejuicios	 de	 un	 gran	 pensador	 como	 Fichte.	 La	 seriedad	 del
estudio	es	sobre	todo	la	disposición	a	aprender	ex	novo,	a	poner	sobre	la	mesa
todas	 las	 certezas	 que	 hemos	 heredado	 de	 nuestra	 época.	 A	 pesar	 de	 que	 al
final	no	compartamos	algunas	de	sus	conclusiones,	habremos	podido	seguir	el
recorrido	 de	 una	 mente	 excepcional	 que	 trató	 los	 problemas	 fundamentales
del	pensamiento.
    Este	libro	no	puede	ni	siquiera	ofrecer	el	inicio	de	semejante	estudio.	Por
ello,	nos	limitaremos	a	introducir	algunos	temas	del	pensamiento	fichteano	e
intentaremos	 esclarecer	 las	 causas	 con	 un	 lenguaje	 no	 especializado.	 Hemos
intentado	mantener	un	hilo	coherente	a	lo	largo	de	los	capítulos	teniendo	en
cuenta	 los	 diferentes	 temas	 y	 sus	 perspectivas.	 El	 hilo	 conductor	 es
justamente	la	aceptación	de	una	filosofía	del	Absoluto	y,	en	especial,	de	una
filosofía	idealista	como	la	de	Fichte.
     Veamos	un	momento	este	último	concepto.	¿Qué	es	el	idealismo?	Se	trata
del	concepto	filosófico	por	el	cual	lo	que	tiene	realidad,	significado	y	valor	es
la	razón	y	lo	que	produce,	es	decir,	las	ideas.	Para	los	idealistas,	solo	la	razón
es	 capaz	 de	 gobernarse	 a	 sí	 misma,	 de	 desarrollarse	 a	 partir	 de	 ella	 misma.
Solo	 la	 razón	 es	 absoluta,	 es	 decir,	 etimológicamente	 absoluta,	 libre	 de
cualquier	 causa	 anterior	 y	 condicionamiento	 exterior,	 ya	 que	 es	 la	 única
actividad	que	puede	ser	causa,	objetivo	y	juicio	al	mismo	tiempo.
                                       Página	10
     En	términos	generales,	podemos	decir	que	lo	que	buscamos	en	la	acción	y
en	el	conocimiento	es	la	realidad.	Lo	que	permanece	y	se	adapta	se	mantiene
fijo	y	acepta	que	podamos	medir	el	valor	de	lo	que	cambia.	No	obstante,	nada
en	el	mundo	permanece	inalterable.	Fichte,	discípulo	de	Kant,	se	opone	con
beligerancia	a	la	metafísica	de	la	objetividad,	a	la	«doctrina»	de	querer	basar
nuestra	 forma	 de	 vivir	 en	 la	 realidad	 y	 en	 sus	 valores	 externos,	 también	 en
Dios:	la	realidad	exterior	no	es	más	que	un	acercamiento	de	las	apariencias.
Las	apariencias,	sin	embargo,	aparecen	a	algunas	personas.	Son	experiencias
de	 un	 sujeto	 que	 busca	 un	 sentido,	 que	 quiere	 fundamentar	 un	 proyecto	 de
acción	coherente	en	el	mundo.	Lograr	un	proyecto	de	vida,	y	hacerlo	de	forma
coherente,	no	es	algo	que	el	sujeto	pueda	obtener	en	las	apariencias,	sino	que
se	 trata	 de	 una	 actividad	 que	 desarrollamos	 a	 partir	 de	 nosotros	 mismos.	 Es
cierto	que	podemos	no	ser	conscientes	de	ello,	que	a	menudo	creemos	que	nos
regulamos	 en	 función	 de	 las	 cosas	 a	 las	 cuales	 nos	 enfrentamos.	 Pero	 las
cosas	 no	 producen	 las	 ideas	 que	 nos	 guían	 en	 la	 acción:	 ideas	 como	 la
coherencia,	la	justicia,	la	reciprocidad,	la	independencia.	Las	ideas	son	fruto
de	la	razón	y	por	eso	la	razón	es	la	fuente	principal	de	la	actividad	subjetiva
que	 da	 valor	 al	 mundo.	 Las	 ideas	 son	 más	 reales	 que	 las	 cosas,	 son	 los
ladrillos	 del	 mundo	 interior	 que	 compartimos	 con	 otros	 seres	 inteligentes,
porque	 son	 universales	 y	 necesarias.	 En	 cambio,	 las	 experiencias	 sensibles
son	específicas	y	privadas.	Para	Fichte,	la	verdadera	libertad	no	es	el	poder	de
elegir	arbitrariamente	las	cosas	que	encontramos,	sino	elegir	según	la	razón,
es	decir,	guiándonos	por	las	ideas	que	la	razón	produce	sola,	lo	Absoluto	es	la
libertad,	porque	no	es	más	que	la	producción	autónoma	de	la	razón[1].
    Si	 bien	 es	 cierto	 que	 podríamos	 dudar	 de	 que	 la	 razón	 sea	 capaz	 de
autoafirmarse,	 no	 existe	 ningún	 otro	 motivo	 para	 no	 concederle	 al	 menos	 el
mérito	de	intentarlo:	lo	que	la	razón	quiere	construir	es	un	mundo	monocolor
y	despótico,	puramente	lógico,	pero	en	el	cual	todos	podamos	ejercer	nuestra
libertad.	 La	 razón	 idealista	 no	 es	 ni	 prepotente	 ni	 exclusiva	 porque	 es
patrimonio	 universal	 de	 la	 humanidad	 y	 vive	 del	 enfrentamiento	 entre	 las
diferencias.
    El	 lector	 de	 Fichte	 deberá	 juzgar	 si	 un	 simple	 proyecto	 de	 educación
universal	de	la	humanidad	para	la	razón,	defendido	por	Fichte,	puede	ser	una
respuesta	 real	 a	 los	 conflictos	 y	 al	 sufrimiento	 de	 nuestro	 tiempo.	 En	 mi
opinión,	pocos	filósofos	nos	 ofrecen	unos	instrumentos	 tan	buenos	contra	 la
mísera	idea	de	que	cada	uno	tiene	su	propia	razón,	incomparable	con	la	de	los
                                      Página	11
demás.	Con	esta	idea	solo	decimos	que	la	razón	no	existe	en	realidad	y	que	la
mejor	opinión	es	la	del	más	fuerte.
                                 Página	12
Vida,	obras	y	contexto	histórico
    Johann	 Gottlieb	 Fichte	 nace	 el	 19	 de	 mayo	 de	 1762	 en	 Rammenau,	 en
Lusacia,	una	región	de	Sajonia	en	la	frontera	con	la	República	Checa.	Es	el
mayor	de	los	ocho	hijos	de	Christian,	un	tejedor.	Al	viajar	por	la	tierra	natal
de	 Fichte,	 se	 observan	 sobre	 todo	 las	 grandes	 minas	 de	 lignito	 excavadas
durante	la	segunda	mitad	del	siglo	 XX	en	la	República	Democrática	Alemana,
muchas	de	las	cuales	han	sido	transformadas	en	lagos	artificiales.	En	cambio,
en	el	siglo	 XVIII,	Lusacia	era	un	territorio	agrícola	con	pueblos	repartidos	con
sus	 típicas	 casas	 de	 madera	 y	 estaba	 bajo	 el	 control	 feudal	 del	 Ducado	 de
Sajonia.	 Al	 año	 siguiente	 de	 la	 muerte	 de	 Fichte	 y	 a	 raíz	 del	 Congreso	 de
Viena	(1815),	Lusacia	formó	parte	del	Reino	de	Prusia.
    La	familia	de	Fichte	es	pobre	y	dependiente	jurídicamente,	en	bienes	y	en
actividad,	de	los	barones	propietarios	del	lugar.	A	Fichte	le	encargan	tareas	de
pastoreo,	 no	 va	 a	 la	 escuela	 y	 con	 ocho	 años	 todavía	 no	 sabe	 ni	 leer	 ni
escribir.	Pero	un	golpe	de	suerte	cambiará	su	vida.	Un	barón	llamado	Ernest
Haubold	von	Miltitz,	primo	del	propietario	del	feudo,	se	asombra	al	ver	como
un	 niño	 analfabeto	 puede	 repetir	 a	 la	 perfección	 la	 prédica	 dominical	 del
capellán.	 Von	 Miltitz	 se	 ofrece	 a	 pagarle	 los	 estudios	 del	 colegio	 y	 lo	 toma
bajo	 su	 protección	 al	 ver	 los	 magníficos	 resultados	 que	 Fichte	 obtiene.
Gracias	 a	 la	 ayuda	 económica	 del	 barón,	 Fichte	 se	 inscribe	 en	 1774	 en	 el
Colegio	 de	 Schulpforta.	 Se	 trataba	 de	 un	 colegio	 cuya	 tendencia	 educativa
respondía	a	una	significativa	y	reciente	reforma	pedagógica	que	difería	de	los
estudios	 religiosos	 tradicionales,	 pero	 mantenía	 el	 estudio	 de	 las	 lenguas
antiguas	y	modernas,	las	matemáticas,	la	retórica,	la	historia	y	la	filosofía.
    Una	vez	más	con	la	ayuda	del	barón,	en	1780	Fichte	ingresa	en	la	facultad
de	 teología	 de	 la	 Universidad	 de	 Jena	 y	 también	 recibirá	 clases	 de	 lógica,
dogmática	 y	 de	 derecho	 en	 Leipzig	 y	 en	 Wittemberg.	 La	 muerte	 de	 su
protector	le	obliga	a	abandonar	los	estudios:	de	1785	a	1792,	Fichte	se	gana	la
vida	 como	 preceptor	 privado	 en	 varias	 ciudades,	 pero	 sobre	 todo	 en	 Zúrich
(donde	 conocerá	 a	 su	 mujer,	 Marie	 Johanne	 Rahn).	 Su	 vida	 da	 un	 salto
intelectual	 en	 1790,	 con	 28	 años:	 para	 poder	 dar	 unas	 clases	 privadas	 sobre
Kant,	Fichte	estudia	por	primera	vez	el	sistema	crítico	kantiano	y	en	especial
queda	asombrado	por	la	Crítica	de	la	razón	práctica.
                                      Página	13
    Fruto	 de	 este	 estudio,	 en	 1791	 escribe	 el	 Ensayo	 de	 una	 crítica	 a	 toda
revelación.	Fichte	decide	ir	a	pie	hasta	Königsberg	para	llevar	una	copia	de	su
obra	a	Kant:	el	encuentro	con	un	hombre	mayor	encerrado	en	sus	rigidísimas
costumbres	 y	 frío	 es	 un	 poco	 decepcionante	 para	 un	 joven	 e	 impetuoso
filósofo.	 Sin	 embargo,	 el	 manuscrito	 gusta	 a	 Kant,	 que	 decide	 publicarlo	 de
forma	anónima	en	1792	de	la	mano	de	su	editor.
    El	ensayo	logra	un	gran	éxito,	sobre	todo	porque	al	principio	se	cree	que
es	obra	de	Kant;	cuando	este	desvela	la	auténtica	paternidad	del	libro,	Fichte
logra	 una	 gran	 popularidad	 dentro	 del	 panorama	 filosófico	 alemán	 y	 se	 le
considera	 inmediatamente	 una	 gran	 autoridad	 en	 Kant.	 Con	 la	 reseña	 del
Enesidemo	 de	 Schulze	 que	 aparece	 en	 1793,	 Fichte	 toma	 partido	 en	 el	 vivo
debate	 ya	 célebre	 sobre	 la	 noción	 kantiana	 del	 noúmeno.	 Decide	 echar	 una
mano	a	Kant,	sin	embargo,	lo	que	hace	es	negar	la	existencia	de	las	realidades
o	 «cosa	 en	 sí»	 y	 solo	 afirma	 el	 valor	 práctico	 del	 noúmeno.	 La	 reacción	 de
desaprobación	 de	 Kant	 convence	 a	 Fichte	 de	 que	 la	 filosofía	 kantiana	 está
incompleta:	 debe	 refundarse	 y	 reducirse	 a	 partir	 de	 un	 único	 principio
verdadero	 e	 incondicional.	 Y	 es	 con	 este	 objetivo	 que	 Fichte	 inicia	 la
elaboración	 del	 sistema	 de	 la	 Doctrina	 de	 la	 ciencia	 (Wissenschaftslehre	 en
alemán),	que	expone	por	primera	vez	en	Zúrich	a	principios	de	1794,	en	casa
del	pastor	Johann	Raspar	Lavater.
  Los	jóvenes	preceptores	en	la	Alemania	de	Fichte
  Al	igual	que	muchos	otros	jóvenes	estudiantes	de	esa	época,	tras
  los	 estudios	 Fichte	 debe	 mantenerse	 trabajando	 de	 preceptor
  privado	 para	 familias	 aristocráticas.	 Eran	 muy	 pocos	 los	 jóvenes
  que	disponían	de	un	apoyo	económico	proveniente	de	la	familia	o
  de	algún	noble.	A	menudo,	como	de	ocurrió	a	Hegel,	se	daba	el
  caso	 de	 que	 sus	 familias,	 aunque	 fuesen	 acomodadas,	 no	 les
  daban	 dinero,	 ya	 que	 las	 ideas	 tradicionales	 sobre	 política	 y
  religión	 de	 los	 padres	 eran	 totalmente	 opuestas.	 Como	 eran
  legión	los	jóvenes	preceptores	que	buscaban	trabajo,	muchos	de
  ellos	 tenían	 que	 marcharse	 a	 ciudades	 lejanas	 o	 incluso	 al
  extranjero,	y	les	resultaba	muy	difícil	mantener	el	contacto	con	el
  mundo	científico,	conseguir	libros	y	revistas	o	ir	a	las	bibliotecas.
  En	 resumen,	 seguir	 con	 los	 estudios.	 Muchos	 de	 los	 jóvenes
                                      Página	14
  maestros,	incluyendo	a	Fichte,	se	veían	obligados	a	estudiar	por
  la	noche	o	durante	el	tiempo	libre,	lo	que	derivaba	en	problemas
  de	salud.	Fichte	sufrirá	durante	toda	su	vida	problemas	de	vista	y
  en	las	manos,	motivo	por	el	que	se	habría	puesto	enfermo	a	los
  45	años.
    Gracias	a	su	notoriedad,	en	1794	empieza	a	enseñar	en	la	Universidad	de
Jena.	Fruto	del	material	de	sus	lecciones	publica	entre	1794	y	1795	primero
Sobre	el	concepto	de	la	teoría	de	la	ciencia,	y	luego	(en	dos	partes),	su	obra
capital	Fundamento	de	la	Doctrina	total	de	la	ciencia,	destinada	a	llamar	la
atención	 del	 público	 filosófico.	 Durante	 sus	 años	 como	 docente	 en	 Jena	
(1794-1799),	 Fichte	 conecta	 con	 las	 nuevas	 generaciones	 de	 jóvenes,	 que	 lo
consideran	la	única	persona	capaz	y	lo	bastante	radical	para	ver	el	espíritu	de
libertad	que	introduce	Kant,	no	solo	por	su	trabajo	teórico,	sino	también	por
su	 compromiso	 con	 la	 situación	 política	 del	 momento.	 En	 1793,	 Fichte	 ya
había	 publicado	 las	 Contribuciones	 destinadas	 a	 rectificar	 el	 juicio	 del
público	 sobre	 la	 Revolución	 francesa,	 donde	 defendía	 vivamente	 la
legitimidad	 de	 la	 acción	 revolucionaria.	 Durante	 sus	 años	 en	 Jena	 se
manifiesta	 en	 contra	 de	 los	 privilegios	 y	 de	 la	 injusticia	 de	 la	 vida
universitaria,	 lo	 que	 le	 lleva	 a	 entrar	 a	 menudo	 en	 conflicto	 con	 algunas
asociaciones	 de	 estudiantes.	 En	 aquellos	 años	 publica	 algunas	 de	 sus	 obras
fundamentales:	Fundamento	del	derecho	natural	(1796-1797),	Sistema	de	la
doctrina	moral	(1798),	y	otras	dos	introducciones	a	la	Doctrina	de	la	ciencia.
    Sin	 embargo,	 Fichte	 se	 ve	 obligado	 a	 dimitir	 en	 1799	 tras	 la	 llamada
«disputa	sobre	el	ateísmo»	que	había	desencadenado	el	breve	ensayo	Sobre	el
fundamento	 de	 nuestra	 fe	 en	 un	 gobierno	 divino	 del	 mundo	 (1798).	 En	 este
escrito.	Fichte	precisa	su	posición	innovadora	sobre	la	religión,	pues	reduce	la
fe	en	Dios	a	una	parte	de	la	ética.	Fichte	es	sustituido	en	Jena	por	una	estrella
emergente,	Schelling,	con	quien	entabla	una	buena	amistad	que,	sin	embargo,
termina	de	forma	abrupta	al	cabo	de	un	tiempo.
    Fichte	permanece	en	Berlín	hasta	1805,	vive	de	clases	particulares,	trabaja
en	la	reelaboración	de	las	bases	de	su	pensamiento	y	expone	la	Doctrina	de	la
ciencia	ante	grupos	de	notables	y	expertos.
                                     Página	15
La	disputa	sobre	el	ateísmo	y	la	sociedad	alemana
ante	la	Revolución	francesa
El	 célebre	 Atheismusstreit	 aparece	 tras	 la	 publicación	 de	 un
ensayo	de	Fredrich	Kart	Forberg,	profesor	y	amigo	de	Fichte,	en
el	 Philosophisches	 Journal,	 cuyo	 codirector	 era	 Fichte,	 titulado
«Desarrollo	 del	 concepto	 de	 religión».	 El	 escrito	 fichteano,	 el	 ya
citado	 Sobre	 el	 fundamento	 de	 nuestra	 fe,	 en	 verdad	 es	 más
prudente	y	menos	alusivo	que	el	radical	ensayo	de	Forberg,	quien
niega	 directamente	 cualquier	 trascendencia	 divina	 y	 solo
considera	a	Dios	como	el	orden	creado	por	los	actos	virtuosos	de
los	 hombres.	 Como	 se	 publican	 ambos	 ensayos	 en	 el	 mismo
número	 de	 la	 revista,	 las	 posiciones	 de	 los	 dos	 estudiosos	 se
confunden.	 A	 esto	 hay	 que	 añadirle	 la	 aparición	 de	 un
malintencionado	opúsculo	anónimo	que	acusa	a	Fichte,	a	Forberg
y	 al	 idealismo	 de	 ateísmo	 y	 de	 impiedad.	 Las	 cortes	 alemanas
dan	crédito	a	esta	acusación	y	ordenan	el	secuestro	inmediato	de
todas	las	copias	de	la	revista.	Esta	reacción	es	un	buen	ejemplo
de	la	situación	en	la	que	se	encontraba	la	sociedad	alemana:	para
la	 opinión	 pública	 alemana	 existe	 una	 relación	 entre	 la	 nueva
cultura	 universitaria	 —sobre	 todo	 la	 inspirada	 por	 la	 filosofía	 de
Kant—	y	la	Francia	revolucionaria	y	contraria	a	las	tradiciones.	El
poder	 eclesiástico	 y	 el	 feudal	 tienen	 miedo,	 ya	 que	 se	 sienten
amenazados	 ante	 una	 revolución	 dotada	 de	 armas	 y	 de	 un
ejército	 potente	 y	 bien	 dirigido.	 El	 gobierno	 de	 Sajonia	 intentará
aislar	 y	 castigar	 a	 los	 intelectuales	 progresistas	 con	 el	 apoyo	 de
muchos	 de	 los	 padres	 de	 los	 estudiantes	 que,	 de	 hecho,	 pedían
una	represión	ejemplar	para	sus	hijos.
La	 reacción	 de	 Fichte	 es	 fuerte	 pero	 imprudente.	 En	 algunos	 de
sus	 escritos	 dirigidos	 al	 público	 y	 a	 las	 autoridades	 académicas,
rechaza	las	acusaciones	de	ateísmo	y	pide	—como	veremos	más
adelante—	 la	 ayuda	 de	 grandes	 intelectuales	 como	 Goethe	 y	 el
filósofo	 Jacobi.	 Al	 final,	 Fichte	 manda	 una	 carta	 al	 ministro	 de
Educación	 en	 la	 que	 amenaza	 con	 dimitir	 ante	 cualquier	 medida
en	 contra	 de	 su	 libertad	 académica	 y	 sostiene	 que	 muchos
profesores	 seguirán	 su	 ejemplo	 por	 solidaridad.	 El	 ministro,	 bajo
la	 presión	 de	 la	 opinión	 pública,	 acepta	 la	 dimisión,	 aunque	 solo
                                Página	16
  habían	sido	amenazas.	Ninguno	de	los	colegas	de	Fichte	dimite	y
  el	filósofo	se	ve	obligado	a	abandonar	la	universidad.
    En	1800	publica	su	escrito	político	El	estado	comercial	cerrado	y	la	obra
El	destino	del	hombre,	donde	Fichte	—en	el	contexto	de	una	exposición	más
popular	 de	 su	 pensamiento—	 profundiza	 en	 su	 posición	 sobre	 la	 religión:
todavía	cuece	la	acusación	de	ateísmo	y	esto	incita	al	filósofo	a	demostrar	no
solo	 la	 compatibilidad	 de	 su	 sistema	 con	 la	 fe,	 sino	 su	 coincidencia	 con	 la
religión	 verdadera.	 Otras	 obras	 «populares»	 de	 Fichte	 y	 publicadas	 en	 1806
son	fruto	de	los	cursos	realizados	en	la	Academia	de	las	Ciencias	de	Berlín:
Las	 características	 de	 la	 edad	 actual	 y	 La	 exhortación	 a	 la	 vida
bienaventurada.	 Un	 año	 antes,	 en	 1805,	 recibe	 una	 cátedra	 en	 Erlangen,
donde	ofrece	un	curso	sobre	la	Doctrina	de	la	ciencia.	Aglutina	las	lecciones
de	ese	año	y	en	1806	publica	Sobre	la	esencia	del	sabio	y	sus	manifestaciones
en	el	dominio	de	la	libertad.
    Tras	 la	 victoria	 en	 Jena	 (1806),	 Napoleón	 Bonaparte	 domina	 Alemania:
Fichte	emigra	primero	a	Copenhague,	luego	a	Königsberg	siguiendo	a	la	corte
prusiana,	que	había	abandonado	Berlín,	ya	ocupado	por	las	tropas	francesas.
En	 este	 contexto	 político	 tan	 agitado,	 Fichte	 se	 alza	 como	 mensajero	 de	 la
necesidad	de	un	despertar	de	la	nación	alemana	contra	el	invasor,	que	lleve	al
nacimiento	 de	 una	 nación	 moderna	 y	 dotada	 de	 una	 constitución.	 Con	 este
objetivo,	 entre	 1807	 y	 1808	 escribe	 en	 el	 Berlín	 ocupado	 y	 arriesgando	 su
vida	 los	 Discursos	 a	 la	 nación	 alemana,	 publicados	 en	 1808	 y	 que	 le
otorgarán	una	nueva	y	notable	notoriedad.
    Tras	 un	 período	 en	 el	 cual	 sufre	 graves	 problemas	 de	 salud,	 a	 Fichte	 lo
llaman	de	la	recién	creada	Universidad	de	Berlín.	Es	nombrado	decano	de	la
facultad	 de	 filosofía	 (1810)	 y	 rector	 (1811-1812).	 No	 obstante,	 su
intransigencia	imparable	en	favor	de	una	renovación	lo	lleva	una	vez	más	al
conflicto	 con	 las	 autoridades	 académicas	 y	 con	 las	 asociaciones	 de
estudiantes.	Finalmente,	abandona	el	cargo	de	rector.	Fichte	decide	actuar	en
primera	persona	en	la	guerra	contra	Napoleón	de	1813.	Acusa	a	Napoleón	de
haber	 traicionado	 los	 ideales	 universales	 de	 la	 Revolución	 francesa	 con	 la
adopción	de	una	política	de	fuerza	y	sometimiento	del	pueblo.	El	filósofo	se
presenta	 como	 predicador	 para	 estar	 con	 los	 militares,	 pero	 no	 le	 aceptan.
Poco	después	contrae	el	tifus,	que	su	mujer	padece	—asistía	a	los	enfermos	y
heridos	de	guerra—,	y	muere	en	Berlín	el	29	de	enero	de	1814,	a	los	52	años.
                                      Página	17
La	fundación	de	la	Universidad	de	Berlín	y	la	Prusia
después	de	la	derrota	en	Jena
Tras	la	victoria	de	Napoleón	en	Jena	(1806)	el	Estado	de	Prusia
está	 debilitado	 y	 descompuesto.	 Unos	 cuantos	 ministros	 del	 rey
Federico	 Guillermo	 III,	 encabezados	 por	 el	 futuro	 canciller
Hardenberg	y	por	el	ministro	Allenstein,	empiezan	a	centralizar	la
administración	y	a	modernizar	el	Estado.	Su	objetivo	es	reforzar	la
estructura	jerárquica	del	Estado	en	la	sociedad	prusiana,	hacer	de
Prusia	 un	 estado	 constitucional	 con	 la	 ayuda	 de	 la	 nueva	 clase
que	proviene	del	comercio	y	terminar	con	el	inmovilismo	y	con	los
privilegios	tradicionales	del	estamento	feudal.
Un	elemento	primordial	de	este	proyecto	es	la	reforma	educativa
ideada	 por	 Allenstein	 y	 por	 el	 gran	 intelectual	 y	 ministro	 de
Educación.	Se	muestran	resultados	de	Wilhelm	von	Humboldt	Ver
resultados	 de	 Wilhelm	 von	 Humboldt:	 se	 modernizan	 y	 se
universalizan	 la	 educación	 primaria	 y	 secundaria,	 se	 funda	 la
Universidad	 de	 Berlín,	 destinada	 a	 seleccionar	 e	 instruir	 a	 una
nueva	 clase	 intelectual	 y	 administrativa	 para	 Prusia.	 También	 se
quiere	 formar	 una	 clase	 sensible	 a	 los	 ideales	 ilustrados	 y	 a	 las
conquistas	constitucionales	francesas,	aunque	desde	un	punto	de
vista	estatal	y	no	liberal-burgués.
Sin	 embargo,	 la	 geopolítica	 europea	 hace	 difícil	 este	 proyecto
político	y	cultural,	este	acuerdo	que	quiere	la	modernización	de	la
sociedad	 prusiana	 tradicional	 y	 las	 conquistas	 francesas.	 Los
reformistas	ambicionan	una	recuperación	nacional	de	Francia	que
rechace	la	incipiente	galofobia	nacionalista	y	que	al	mismo	tiempo
mantenga	lejos	la	oleada	restauradora	y	anti	modernizadora	de	la
Rusia	zarista	y	de	Austria.	Muchos	grupos	del	Estado,	del	ejército
prusiano	y	algunos	intelectuales	abogan	hacia	esta	dirección.
Se	 trata	 de	 un	 delicado	 equilibrio	 que	 terminará	 inclinándose	 en
1813	con	la	victoria	antinapoleónica.	Esta	supone	el	aumento	del
poder	 del	 zar	 Alejandro	 en	 Europa	 y	 la	 eclosión	 del	 movimiento
patriótico	 alemán	 con	 el	 Landsturm,	 que	 rechaza	 el	 código	 civil
burgués	en	favor	de	las	tradicionales	costumbres	alemanas.
                                Página	18
El	 papel	 político	 de	 Fichte	 en	 la	 Universidad	 de	 Berlín	 es
complejo:	 con	 los	 Discursos	 a	 la	 nación	 alemana	 de	 1808	 se
convierte	en	uno	de	los	inspiradores	nacionalistas	del	Landsturm.
Sin	 embargo,	 a	 diferencia	 de	 otros	 profesores	 y	 expertos	 como
Schleiermacher.	 Savigny,	 Niebuhr	 o	 Adam	 Müller,	 Fichte	 se
opone	a	la	galofobia,	a	la	restauración	de	la	legislación	tradicional
alemana	 y	 teme	 el	 despotismo	 del	 zar,	 si	 bien,	 a	 pesar	 de	 estar
en	desacuerdo	con	Goethe	y	Hegel,	Fichte	cree	que	Napoleón	es
más	peligroso	que	Rusia.
                                Página	19
La	filosofía	como	la	ciencia	de	las
ciencias:	¿por	qué	buscar	un	principio
absoluto	del	saber?
El	alquimista	filosófico
     Fichte	 es	 un	 filósofo	 complicado:	 puede	 confirmarlo	 cualquiera	 que	 se
haya	 atrevido	 a	 leer,	 aunque	 sean	 pocas	 páginas,	 el	 Fundamento	 de	 la
Doctrina	total	de	la	ciencia.	Su	estilo	es	un	poco	seco	y	rígido,	sobre	todo	en
sus	obras	teóricas,	y	abusa	un	tanto	de	las	repeticiones.	Las	explicaciones	de
las	 frases	 más	 densas	 no	 llegan	 al	 lugar	 esperado	 y	 los	 párrafos	 no	 están	 ni
divididos	 proporcionalmente	 ni	 ordenados.	 Es	 una	 sensación	 que	 no	 solo
tenemos	nosotros,	que	hemos	perdido	el	contacto	con	la	cultura	alemana	de	la
época	de	Goethe	y	con	su	terminología	filosófica,	sino	que	compartimos	con
los	lectores	y	los	críticos	contemporáneos	a	Fichte.
    El	 Fundamento	 de	 la	 Doctrina	 total	 de	 la	 ciencia	 (1794-1795)	 tuvo	 una
gran	 acogida,	 pero	 el	 asombro	 y	 la	 comprensión	 fueron	 a	 partes	 iguales.	 La
obra	 recibió	 críticas	 de	 aquellos	 que	 la	 consideraban	 un	 ejercicio	 estéril,
oscuro	 y	 vacío:	 el	 kantiano	 Beck,	 por	 ejemplo,	 definió	 a	 Fichte	 como	 un
«alquimista	filosófico»	en	busca	de	la	«piedra	filosofal».
    Fichte	 intentó	 defenderse	 de	 dichas	 acusaciones	 echando	 la	 culpa	 —a
veces	con	un	tono	cáustico—	a	la	incultura	filosófica	de	los	lectores	o	a	las
malas	 intenciones	 y	 los	 prejuicios	 de	 los	 críticos.	 Sin	 embargo,	 al	 final	 lo
aceptó	a	regañadientes	y	es	por	eso	que	reelaboró	una	y	otra	vez	la	estructura
de	 su	 sistema.	 La	 necesidad	 de	 entender	 y	 ser	 entendido	 es	 para	 Fichte	 una
prioridad,	prueba	de	ello	es	el	escrito	titulado	Informe	claro	como	el	sol.
                                       Página	20
La	filosofía	del	Absoluto
    Podríamos	decir	que	el	esfuerzo	de	Fichte	para	explicarse	fue	en	vano.	Su
complejidad	 filosófica	 no	 radica	 en	 un	 defecto	 a	 la	 hora	 de	 exponer	 su
pensamiento	 o	 en	 el	 método,	 sino	 en	 la	 gran	 abstracción	 de	 los	 conceptos.
Cada	una	de	las	páginas	del	Fundamento	lleva	el	pensamiento	hasta	el	límite
de	lo	imposible,	hasta	lugares	etéreos	en	los	cuales	el	pensamiento	concreto	se
desvanece	por	completo.	Resulta	fácil	saber	por	qué:	el	tema	principal	de	la
filosofía	de	Fichte	es	el	principio	original,	primero	e	incondicional,	del	saber
y	 de	 la	 experiencia:	 es	 lo	 que	 Fichte	 llama	 el	 Yo	 puro	 o,	 más	 adelante,	 el
Absoluto.	 ¿Cómo	 hablar	 del	 Absoluto?	 ¿Cómo	 lo	 podemos	 explicar	 en	 un
concepto	y	describirlo	sin	reducirlo	a	algo	que	no	es?	¿Y,	sobre	todo,	cómo
accedemos	a	él?
    Probemos	 de	 tratar	 este	 tema	 con	 términos	 sencillos.	 Nos	 podemos	 dar
cuenta	 con	 facilidad	 de	 que	 nuestra	 capacidad	 de	 imaginación	 y	 nuestro
pensamiento	 han	 sido	 modelados	 basándose	 en	 los	 objetos	 tangibles	 de
nuestra	 experiencia	 cotidiana,	 es	 decir,	 con	 todo	 lo	 que	 tenemos	 a	 nuestro
alrededor	 todos	 los	 días:	 una	 mesa	 o	 un	 bolígrafo,	 esto	 que	 tiene	 una
característica	 determinada	 o	 sirve	 para	 una	 cosa	 y	 no	 otra.	 Pero	 el	 principio
absoluto	 de	 nuestra	 experiencia	 en	 el	 mundo,	 el	 Yo	 o	 el	 Absoluto,	 no	 es	 un
objeto	 que	 podamos	 identificar	 en	 comparación	 con	 otro,	 no	 es	 algo	 ni	 una
característica	 de	 algo,	 no	 existe	 en	 beneficio	 de	 otras	 cosas	 que	 podamos
lograr	 mediante	 él.	 No	 obstante,	 es	 normal	 que	 pensemos	 que	 hablar	 del
Absoluto	signifique	hablar	de	nada,	no	decir	nada.	¿Cómo	podemos	construir
un	discurso	coherente	sobre	algo	que	no	podemos	ni	identificar,	ni	describir
con	alguna	propiedad	o	uso?
    La	 respuesta	 de	 Fichte	 es	 que,	 en	 cierto	 modo,	 hablar	 del	 Absoluto	 es
como	hablar	de	nada.	En	términos	más	técnicos,	el	Absoluto	no	puede	ser	un
tema	 de	 nuestro	 pensar	 discursivo	 o	 lingüístico,	 que	 se	 basa	 necesariamente
en	 predicar	 (conceder	 propiedades	 a	 un	 sujeto	 para	 reconocerlo	 como	 ese
objeto	y	no	otro).
    Por	ejemplo,	si	quiero	hablar	a	alguien	de	un	libro	que	he	leído,	empiezo
indicando	su	título,	el	autor	y	los	detalles	de	la	historia:	las	características	que
                                      Página	21
lo	 identifican	 como	 ese	 libro	 en	 especial.	 En	 cambio,	 el	 Absoluto	 excluye
cualquier	intento	de	atribuirle	un	predicado	porque	resulta	imposible	referirse
a	 él	 de	 alguna	 manera,	 es	 decir,	 no	 podemos	 atribuirle	 características	 para
identificarlo.
    En	 este	 caso,	 el	 Absoluto	 debe	 ser	 distinto	 de	 los	 predicados	 que	 lo
identifican,	de	la	misma	forma	que	el	libro	es	diferente	del	autor.	Pero	si	fuese
así	tampoco	sería	verdaderamente	el	Absoluto,	porque	estaría	limitado	por	las
cosas	que	me	permiten	hablar	de	él;	sería	como	una	cosa	al	lado	de	otra,	ni
infinito	ni	entendido	como	un	todo.
                                     Página	22
La	filosofía	como	ciencia	evidente
    Hablaré	 más	 adelante	 de	 los	 límites	 del	 pensamiento	 discursivo	 y	 de	 su
relación	 con	 el	 saber	 filosófico	 porque	 se	 trata	 del	 corazón	 del	 proyecto
fichteano,	 como	 también	 lo	 es	 la	 dificultad	 persistente	 de	 sus	 fundamentos.
Pero	 ahora	 quiero	 subrayar	 dos	 posibles	 conclusiones	 equivocadas	 que
podríamos	deducir	de	lo	que	acabamos	de	ver.	Primero,	podríamos	pensar	que
       el	 Absoluto	 no	 puede	 ser	 objeto	 de	 ningún	 discurso	 coherente,	 sino
       solo	 del	 sentimiento,	 de	 la	 visión	 religiosa	 y	 viva:	 una	 experiencia
       mística	realizada	en	la	soledad	del	individuo
    O,	segundo,	a	lo	mejor
       se	 puede	 hablar	 del	 Absoluto	 solo	 de	 un	 modo	 indirecto	 y	 negativo,
       señalando	 su	 trascendencia	 en	 relación	 con	 cada	 una	 de	 nuestras
       experiencias.	 Pero	 entonces	 no	 se	 entiende	 por	 qué	 hablamos	 de	 él,
       cuál	es	el	motivo	de	tener	que	abandonar	el	terreno	de	las	ciencias,	que
       componen	 los	 objetos	 definidos	 de	 nuestra	 experiencia,	 para	 intentar
       saber	 y	 definir	 algo	 infinito	 sobre	 lo	 que	 no	 tenemos	 ninguna	 noción
       positiva.
    Si	 queremos	 adentramos	 en	 el	 camino	 filosófico	 de	 Fichte,	 debemos
rechazar	 ambas	 conclusiones.	 En	 lo	 referente	 a	 la	 primera.	 Fichte	 no	 solo
mantiene	que	es	posible	hablar	sensatamente	del	Absoluto,	sino	que	además
es	indispensable	hacerlo	si	queremos	adquirir	un	conocimiento	del	mundo	y
de	nuestra	acción.	Se	trata	de	un	discurso	diferente	al	de	las	ciencias	llamadas
««positivas»,	 cierto,	 y	 sin	 embargo	 no	 se	 puede	 considerar	 negativo,
analógico	 o	 metafórico	 como	 sería	 según	 la	 segunda	 conclusión.	 La
exposición	 de	 la	 Doctrina	 de	 la	 ciencia	 necesita	 un	 rigor	 científico	 y	 debe
tener,	según	Fichte,	la	categoría	de	ciencia	evidente.
    ¿Por	 qué,	 entonces,	 debemos	 hablar	 del	 Absoluto	 y	 hacerlo	 con	 rigor
científico?	¿A	qué	necesidad	responde	la	Doctrina	de	la	ciencia?	La	respuesta
a	estas	preguntas	nos	despeja	las	motivaciones	fundamentales	de	la	filosofía
de	 Fichte:	 sin	 la	 búsqueda	 del	 principio	 incondicional	 del	 saber,	 resulta
inconcebible	la	libertad	del	hombre	y	debe	cuestionarse	el	propio	concepto	de
«humanidad».
                                     Página	23
La	exigencia	de	un	fundamento	absoluto	sobre	las
ciencias	particulares
    Vayamos	 por	 partes.	 En	 primer	 lugar,	 veamos	 las	 intenciones	 de	 Fichte
para	 adentramos	 en	 su	 sistema	 de	 pensamiento.	 Fichte	 publica	 el	 Sobre	 el
concepto	de	la	Doctrina	de	la	ciencia	meses	antes	del	Fundamento	y	resulta
interesante	 ver	 que	 ya	 en	 el	 primero	 insiste	 sobre	 la	 importancia	 del
significado	de	ciencia	y	de	filosofía	para	conocer	el	fundamento	principal	del
saber	 humano.	 Debemos	 familiarizarnos	 con	 esta	 intención	 del	 autor	 porque
estamos	hablando	de	conceptos	que	escapan	a	nuestro	sentido	común.	Nuestra
cultura	no	siente	la	necesidad	de	encontrar	un	fundamento	unitario	y	absoluto
del	 saber	 científico.	 Para	 lograrlo	 deberemos	 realizar	 un	 esfuerzo	 máximo,
por	lo	que	conviene	intentar	arrinconar	cualquier	prejuicio	y	dejar	que	Fichte
nos	muestre	lo	que	busca	en	el	Sobre	el	concepto	de	la	Doctrina	de	la	ciencia.
     Las	 ciencias	 particulares,	 comenta	 Fichte,	 se	 definen	 cada	 una	 según	 su
objeto	 y	 en	 este	 buscan	 sus	 características	 fundamentales:	 por	 ejemplo,	 la
geometría	estudia	el	movimiento	de	los	puntos	y	de	las	líneas;	la	lógica	trata
las	 formas	 abstractas	 del	 razonamiento;	 la	 física	 se	 interesa	 por	 las	 leyes	 de
los	 movimientos	 de	 los	 cuerpos.	 Pero	 ¿qué	 es	 lo	 que	 significa	 para	 cada
ciencia	 conocer	 el	 propio	 objeto?	 Si	 la	 validez	 del	 conocimiento	 se
estableciese	de	forma	diferente	para	cada	ciencia,	unas	con	independencia	de
las	 otras,	 entonces	 no	 dispondríamos	 de	 ningún	 significado	 verdaderamente
fiable,	 puesto	 que	 cada	 tipo	 de	 objeto	 pediría	 un	 sentido	 específico	 de
conocimiento,	incomparable	con	el	de	las	otras	ciencias.	Pero,	en	cambio,	si
todas	las	ciencias	comparten	el	significado	de	«validez»,	de	«conocimiento»	y
de	 «verdad»,	 la	 definición	 del	 significado	 no	 depende	 de	 cada	 una	 de	 las
ciencias,	sino	de	una	ciencia	de	segundo	orden,	es	decir,	de	una	Doctrina	de
la	 ciencia.	 Esta	 debe	 ocuparse	 de	 establecer	 con	 rigor	 los	 principios
fundamentales	 del	 saber	 que	 cada	 ciencia	 debe	 compartir.	 Además,	 también
debe	 deducir	 las	 tipologías	 fundamentales	 de	 los	 sujetos	 a	 los	 cuales	 hacen
referencia	las	ciencias	particulares:	la	Doctrina	de	la	ciencia	ofrece,	en	otras
palabras,	 una	 base	 estable	 a	 las	 ciencias,	 y	 lo	 hace	 entendiéndolo	 como	 un
todo,	 es	 decir,	 excluyendo	 las	 características	 fundamentales	 sobre	 las	 cuales
se	basa	cada	una	de	la	ciencias	particulares	—la	geometría,	la	lógica,	la	física,
etc.
                                       Página	24
     El	ejemplo	de	Fichte	es	el	mismo	que	había	utilizado	Kant	en	la	Crítica	de
la	razón	pura:	la	construcción	de	una	casa.	La	renuncia	a	unificar	la	base	de
nuestro	saber	es	como	construir	una	casa	sin	fundamentos:	será	una	casa	solo
en	 apariencia	 porque	 en	 realidad	 se	 derrumbará	 ante	 la	 más	 insignificante
tensión.	Si	el	saber	humano	no	dispone	de	un	único	fundamento,	se	parecerá
más	 a	 un	 montón	 de	 ruinas	 que	 a	 una	 construcción	 armónica.	 No	 obstante,
una	 casa	 no	 solo	 necesita	 unos	 fundamentos	 sólidas,	 las	 habitaciones	 deben
comunicar	 las	 unas	 con	 las	 otras	 de	 forma	 ordenada	 y	 funcional	 según	 las
exigencias	de	los	residentes.	La	casa	no	solo	es	la	suma	de	sus	habitaciones,
sino	 que	 es	 la	 forma	 en	 que	 estas	 se	 conectan	 gracias	 a	 un	 criterio	 bien
elaborado.	Es	por	este	motivo	que	la	Doctrina	de	la	ciencia	no	solo	trata	del
fundamento	 del	 saber	 en	 su	 totalidad,	 sino	 también	 del	 diseño	 que	 permite
articular	 el	 saber	 en	 ámbitos	 diferentes,	 que	 corresponden	 a	 cada	 ciencia
particular.	El	fundamento	separado	de	un	diseño	unitario	no	sería	la	base	de
nada	porque	sería	totalmente	diferente	respecto	al	conocimiento	que	sostiene:
el	 filósofo,	 el	 geómetra,	 el	 físico	 y	 el	 lógico	 vivirían	 en	 compartimentos
estancos,	 como	 en	 una	 casa	 donde	 los	 habitantes	 no	 pueden	 encontrarse
nunca,	algo	parecido	a	la	peor	de	las	prisiones.
                                     Página	25
La	filosofía	como	saber	científico
      Izquierda:	 Friedrich	 Schelling.	 Cuadro	 de	 Christian	 Friedrich	 Tieck	 (S.
      XIX).	 Derecha:	 Friedrich	 Hölderlin,	 Cuadro	 de	 Franz	 Carl	 Hiemer	 (s.
      XVIII-XIX)
La	cultura	de	la	época	de	Fichte	confía	más	que	la	nuestra	en	la
idea	 de	 que	 la	 filosofía	 debe	 ser	 científica,	 es	 decir,	 debe
presentar	 unos	 criterios	 incontrovertibles	 en	 cuanto	 al	 rigor,	 la
objetividad	y	la	capacidad	de	deducción.
Se	 trata	 de	 una	 herencia	 cultural	 del	 racionalismo	 filosófico	 del
siglo	 XVII.	 El	 racionalismo	 había	 intentado	 extender	 el	 método
matemático	 de	 la	 física	 nueva	 al	 conocimiento	 metafísico	 del
mundo,	 se	 trata	 de	 la	 misma	 herencia	 que	 se	 manifiesta	 en	 la
Ilustración	del	siglo	XVIII	de	la	filosofía	como	saber	enciclopédico	y
más	tarde	en	la	filosofía	positivista	del	siglo	XIX.
El	Romanticismo	es	el	primero	que	pone	sobre	la	mesa	la	idea	de
que	la	especulación	filosófica	debe	tener	un	carácter	científico.	La
corriente	 romántica	 se	 desarrolla	 en	 Alemania	 en	 la	 época	 de
Fichte	y	obviamente	es	un	movimiento	que	contacta	con	el	primer
                                      Página	26
idealismo,	 sobre	 todo	 con	 el	 de	 Schelling	 y	 Hölderlin.	 Para	 los
románticos,	 la	 fuente	 de	 la	 meditación	 filosófica	 es,	 en	 realidad,
una	 intuición	 inmediata	 e	 interior	 de	 la	 unidad	 profunda	 del
mundo,	es	decir,	una	experiencia	mucho	más	parecida	al	arte	que
al	rigor	del	discurso	científico.
Fichte	 —como	 antes	 Kant	 y	 Hegel	 después—	 niega	 la	 idea
racionalista	 de	 que	 la	 metafísica	 deba	 usar	 los	 mismos
mecanismos	lógico-deductivos	que	las	ciencias	particulares.	Pero,
a	 diferencia	 de	 los	 románticos,	 Fichte	 sostiene	 que	 la	 metafísica
debe	 ser	 capaz	 de	 deducir	 y	 de	 justificar	 un	 método	 riguroso	 y
evidente,	 algo	 que	 las	 ciencias	 particulares	 no	 pueden	 llevar	 a
cabo.	 La	 filosofía	 para	 Kant,	 Fichte	 y	 Hegel	 es	 la	 ciencia	 del
interior,	 es	 el	 saber	 arquitectónico	 que	 une	 los	 principios	 de	 las
ciencias	 simples	 y	 los	 presenta	 como	 momentos	 diferentes	 del
único	y	gran	proyecto	que	es	el	saber	humano.
                                Página	27
La	unidad	del	saber	y	la	unidad	del	hombre
    Si	el	saber	no	tuviese	unidad	por	sí	mismo,	no	podría	enseñarse	tampoco
de	forma	unida.	Incluso	la	diferencia	entre	conocedor	y	no	conocedor	perdería
su	 sentido,	 y	 con	 ello	 la	 posibilidad	 para	 el	 hombre	 de	 saber.	 Es	 por	 este
motivo	 que	 Fichte	 considera	 que	 urge	 fundar	 una	 filosofía	 verdaderamente
científica,	ya	que	la	unidad	del	saber	refleja	la	unidad	del	conocedor,	es	decir,
la	unidad	del	hombre.	Sin	un	principio	absoluto	del	conocimiento,	el	saber	no
se	convierte	en	la	única	misión	común	de	la	humanidad,	y	por	eso	el	hombre
no	 puede	 entenderse	 a	 sí	 mismo	 como	 ciudadano	 del	 mundo,	 de	 una
comunidad	 universal	 de	 seres	 con	 capacidad	 de	 raciocinio.	 El	 objetivo	 final
del	saber	es	práctico:	se	trata	de	la	construcción	infinita,	sin	fin,	de	una	única
casa	para	el	género	humano,	de	un	mundo	donde	cada	persona	pueda	ejercer
su	libertad	y	reconocer	la	de	las	demás	como	la	suya	propia.
                                      Página	28
El	Yo	absoluto	como	acción	espontánea
El	Yo	como	evidente	principio	del	saber
    A	lo	largo	de	su	vida,	Fichte	adopta	diferentes	estrategias	para	hablar	del
Absoluto	 y	 lograr	 que	 sea	 la	 base	 de	 una	 ciencia	 del	 saber.	 La	 dificultad
consiste	justo	en	esto:	dado	que	tiene	que	construir	la	base	de	cada	ciencia	el
primer	 principio	 debe	 ser	 evidente	 por	 sí	 mismo,	 debe	 ser	 irrefutable	 y	 la
causa	de	cualquier	certeza	(llamado	«criterio	de	evidencia»).	Si	debiese	a	otra
cosa	su	propia	evidencia,	dejaría	de	ser	el	primer	principio	del	saber.	Pero	no
es	 suficiente:	 la	 evidencia	 que	 origina	 el	 principio	 también	 debe	 estar
relacionada	con	una	cadena	de	proposiciones,	de	modo	que	se	llegue	a	un	fin.
La	cadena	tiene	que	estar	enteramente	formada	por	cada	uno	de	los	principios
del	 conocimiento	 y	 de	 la	 acción	 sin	 excepción	 alguna	 (criterio	 de
exhaustividad).
    El	 fundamento	 de	 la	 Doctrina	 total	 de	 la	 ciencia	 (que	 Fichte	 volverá	 a
publicar	en	1801,	considerándolo	en	buena	parte	todavía	adecuado)	introduce
el	 Absoluto	 como	 Yo	 puro	 como	 acción:	 como	 Tathandlung,	 término
introducido	por	Fichte	en	oposición	al	Tatsache,	es	decir,	el	hecho.	Gracias	a
esta	diferencia	somos	capaces	de	comprobar	si	se	han	respetado	los	criterios
de	evidencia	y	de	exhaustividad	en	el	caso	del	Absoluto	en	cuanto	Yo	puro.
    Cada	 elemento	 que	 se	 nos	 presenta	 en	 nuestra	 conciencia	 es	 un	 hecho	 o
Tatsache,	 en	 el	 sentido	 de	 que	 se	 trata	 de	 una	 X	 identificable,	 una	 cosa
diferente	de	las	otras	e	idéntica	a	ella	misma:	la	mesa,	el	bolígrafo,	la	persona
que	está	delante,	la	rabia	que	siento,	etc.	Saber	es	saber	algo,	saber	X.	Y	es
precisamente	por	esto	que	cada	X	—cada	elemento	identificable	del	saber	o
de	la	experiencia—	debe	darse	en	relación	con	el	saber,	con	la	conciencia	que
tenemos	de	eso,	que	es	el	conocimiento	de	X.	Si	no	hubiese	la	relación	con	un
saber,	 X	 no	 existiría:	 de	 esta	 forma	 Fichte	 se	 libera	 de	 la	 ambigüedad	 de	 la
cosa	en	sí	de	Kant	y	afirma	el	Yo	como	principio	de	cualquier	realidad.	No	lo
hace,	sin	embargo,	con	la	idea	de	que	el	Yo	cree	los	sujetos	de	la	nada,	como
                                       Página	29
si	 de	 un	 sueño	 se	 tratara,	 sino	 pensando	 que	 la	 auto-posición	 del	 Yo,	 el	 Yo
como	 acción	 espontánea	 (Tathandlung),	 es	 la	 entrada	 a	 la	 realidad	 que
permite	la	aparición	de	una	X[2].
     Fichte	nos	ofrece	un	ejemplo,	con	metáfora	platónica	incluida,	con	el	cual
podemos	considerar	el	Yo	como	la	luz	que	ilumina	cada	objeto:	si	se	apagase
la	 luz,	 nuestra	 experiencia	 y	 nuestro	 conocimiento	 no	 encontrarían	 nada	 y
sería,	 por	 lo	 tanto,	 el	 no	 ser.	 El	 Yo	 es	 la	 luz	 encendida	 y	 también	 los	 ojos
cerrados,	incluso	ante	la	ausencia	de	sensibilidad	interna	y	externa,	porque	la
iluminación	 de	 la	 inteligencia	 es	 la	 que	 permite	 identificar	 cada	 X	 como
aquella	 X:	 en	 términos	 fichteanos,	 es	 el	 criterio	 de	 evidencia	 del	 principio
lógico	más	fundamental,	el	principio	de	identidad	X=X.
    La	luz	del	Yo	es	la	entrada	originaria,	espontánea,	no	causada	por	nada	y
que	 permite	 que	 cada	 X	 aparezca	 en	 la	 conciencia	 y	 sea	 objeto	 de	 un	 saber
evidente.
    No	debemos	confundir	el	Yo	de	Fichte	con	la	conciencia	que	tengo	de	mí
mismo	como	individuo,	aunque	obviamente	existe	una	relación	entre	los	dos.
Si	a	otro	individuo	le	reconozco	una	conciencia	igual	a	la	mía,	como	hacemos
con	los	seres	humanos,	entonces	estoy	estableciendo	un	terreno	común	entre
yo	y	él,	un	terreno	en	el	cual	nos	podemos	entender	como	conciencias,	como
seres	 inteligentes	 y	 capaces	 de	 comunicarse.	 El	 Yo	 puro	 o	 la	 inteligencia
absoluta	de	Fichte	es	este	terreno	(más	que	Ich,	Yo,	es	Ichheit,	«yoidad»);	y,
volviendo	 a	 la	 metáfora,	 también	 es	 la	 casa	 en	 la	 que	 vive	 cualquier	 ser
inteligente,	que	acepta	el	encuentro	con	el	otro	y	la	comunicación.
     Para	 Fichte,	 todos	 tenemos	 las	 llaves	 para	 acceder	 a	 esta	 casa,	 es	 más,
siempre	estamos	dentro	de	ella.	Si	no	fuese	así,	si	no	encendiéramos	la	luz	de
la	 inteligencia	 de	 forma	 espontánea,	 siempre	 y	 sin	 condiciones,	 seríamos
incapaces	de	identificar	no	solo	ningún	objeto,	sino	tampoco	encontrar	a	otros
sujetos	y	 compartir	los	 significados	más	 simples,	 porque	no	 existiría	 ningún
espacio	común	donde	entenderse.
                                        Página	30
Debate	sobre	la	cosa	en	sí	kantiana
Como	 ya	 sabemos,	 los	 inicios	 filosóficos	 de	 Fichte	 iban	 en	 la
defensa	 y	 la	 enseñanza	 del	 criticismo	 de	 Kant:	 tras	 el	 célebre
Ensayo	 de	 una	 crítica	 de	 toda	 revelación	 de	 1792,	 Fichte	 toma
partido	 en	 el	 encendido	 debate	 sobre	 las	 nociones	 kantianas	 de
cosa	 en	 sí	 y	 noúmeno	 con	 su	 reseña	 al	 Enesidemo	 de	 Gottlob
Ernst	 Schulze	 de	 1793.	 Todos	 los	 manuales	 de	 historia	 de	 la
filosofía	 señalan	 lo	 vital	 que	 fue	 este	 debate	 para	 pasar	 de	 la
filosofía	 crítica	 de	 Kant	 a	 la	 filosofía	 del	 idealismo.	 Veamos	 solo
cuatro	indicaciones.
Uno	 de	 los	 protagonistas	 en	 la	 disputa	 fue	 Karl	 Leonhard
Reinhold,	 quien	 se	 propone	 la	 divulgación	 de	 Kant	 y	 su	 defensa
frente	 a	 las	 ideas	 de	 Fredrich	 Jacobi	 (véase	 recuadro),	 de
Salomón	ben	Josua	Maimón	y	de	Schulze.	Según	estos	críticos,
la	 idea	 de	 que	 el	 noúmeno	 o	 cosa	 en	 sí	 pueda	 ser	 una	 realidad
pensable	 pero	 incognoscible	 es	 inaceptable,	 pues	 conocer
significa,	 según	 Kant,	 aplicar	 nuestras	 categorías	 a	 los
fenómenos.	No	obstante,	pensando	el	noúmeno,	resulta	inevitable
tratarlo	 como	 una	 realidad	 inmanente,	 determinada	 por	 ejemplo
con	 la	 categoría	 de	 causalidad:	 Reinhold	 sostiene	 que	 el
noúmeno	es	pensable	de	forma	coherente	como	una	causa	ignota
de	la	manifestación	de	los	fenómenos	en	nuestra	conciencia.
Fichte	 intenta	 acabar	 con	 esta	 ambigüedad	 y	 desea	 afirmar	 el
verdadero	 espíritu	 del	 kantismo:	 cada	 realidad	 es	 inmanente	 y
trascendental	a	nuestras	conciencias,	se	da	a	esta	de	algún	modo
y	no	existe	una	cosa	en	sí	trascendente.	Como	veremos,	el	No-Yo
es	 opuesto	 al	 Yo	 porque	 el	 primero	 permanece	 en	 el	 interior	 del
segundo.	 Fichte	 se	 basa	 en	 la	 Crítica	 a	 la	 razón	 práctica	 para
decir	que	el	noúmeno	solo	puede	ser	la	libertad	infinita	del	Yo.	De
esta	 forma,	 el	 filósofo	 cree	 haber	 recuperado	 el	 pensamiento
central	del	criticismo,	pero	en	realidad	lo	que	hace	Fichte	es	dar	el
paso	hacia	una	tesis	idealista	que	ya	no	tiene	vuelta	atrás.
                                 Página	31
Descartes	y	Fichte:	el	Yo	empírico	y	el	Yo	puro
El	 Yo	 puro	 de	 Fichte	 no	 debe	 confundirse	 con	 el	 ego	 cogito	 de
Descartes:	al	fin	y	al	cabo,	este	último	es	mi	yo	personal,	porque
el	 principio	 absoluto	 de	 unidad	 según	 Descartes	 es	 Dios,	 no	 la
yoidad	de	Fichte.	Pero	además,	en	cuanto	res	cogitans,	sustancia
pensante,	 el	 ego	 cartesiano	 es,	 en	 términos	 de	 Fichte,	 una
Tatsache,	 un	 hecho	 puesto	 al	 lado	 de	 otro	 hecho	 de	 la	 res
extensa.
Para	Fichte,	en	cambio,	el	Yo	no	es	un	hecho,	sino	la	pura	acción
de	ponerse	a	sí	mismo	para	iluminar	con	la	luz	de	la	inteligencia
cada	hecho	de	la	experiencia.
Por	consiguiente,	el	Yo	puro	no	es	visto	como	una	autoconciencia
que	se	modifica,	que	se	adquiere	o	se	pierde	en	nuestra	historia
personal,	sino	como	la	unidad	permanente	e	inmutable	de	nuestra
subjetividad,	que	se	«enciende»	en	nosotros	de	repente,	sin	aviso
e	independiente	a	toda	causa,	cuando	apenas	somos	conscientes
de	nuestra	presencia	en	el	mundo.
                               Página	32
La	oposición	interna	del	Yo	puro
     Con	 la	 acción	 espontánea	 de	 autoposición	 de	 la	 conciencia	 hemos
alcanzado	un	principio	irrefutable	de	evidencia,	un	conocimiento	que	siempre
es	 verdadero.	 Pero	 no	 hemos	 hecho	 ningún	 paso	 hacia	 el	 mundo:	 no	 hemos
elaborado	un	sistema	de	conocimiento	que	pueda	unir	el	primer	principio	con
la	 experiencia	 ordinaria	 de	 las	 cosas.	 Si	 ahora	 nos	 preguntamos	 cómo
continuar,	nos	encontraremos	con	una	gran	dificultad.
    Para	proceder	de	un	modo	deductivo,	debemos	predicar	algo	sobre	alguna
cosa,	y	predicar	siempre	conlleva	identificar	X	gracias	a	la	propiedad	Y:	este
objeto	es	una	manzana	gracias	a	su	forma,	su	color,	etc.	Pero	sobre	el	saber,
que	 es	 el	 principio	 de	 posición	 de	 cualquier	 objeto,	 no	 podemos	 predicar
nada:	debemos	intuirlo	como	una	luz	que	está	siempre	presente	en	cada	uno
de	nosotros	y	convertirlo	en	un	tema	de	reflexión	de	segundo	grado,	es	decir,
un	saber	alrededor	de	la	fuente	de	la	evidencia	de	toda	identidad.	No	podemos
hablar	del	saber	puro	de	un	modo	identificativo	y	limitado	(¡el	conocimiento
de	X	no	es	X!).	Tampoco	podemos	deducir	nada	a	partir	de	esto:	la	intuición
de	yo	como	Yo	puro	es	perfecta,	completa	y	total,	y	resulta	imposible	ir	más
allá.	 Según	 Fichte,	 lo	 que	 podemos	 hacer	 es	 ir	 más	 lejos	 y	 profundizar	 con
una	 acción	 de	 introspección	 sobre	 la	 intuición	 del	 Yo.	 Deducir	 las
condiciones	 hasta	 que	 pueda	 unirse	 con	 la	 experiencia	 —con	 el	 saber	 y	 la
acción	cuyo	fundamento	estamos	buscando.
    Esta	 es	 seguramente	 la	 parte	 más	 complicada	 y	 abstracta	 de	 todo	 el
sistema	 fichteano.	 Vamos	 a	 intentar	 explicarla	 con	 la	 metáfora	 de	 la	 luz.	 El
Yo	puro	es	la	luz	espontánea	de	nuestra	inteligencia,	pero	¿cómo	es	posible
que	la	luz	ilumine	algo	si	no	está	en	contraste	con	la	oscuridad?	Una	luz	sin
oscuridad	 no	 sería	 luz,	 no	 sería	 nada.	 Es	 verdad	 que	 con	 el	 nivel	 de
abstracción	 en	 el	 que	 nos	 movemos,	 ahora	 no	 se	 trata	 de	 iluminar	 algo,	 es
decir,	 de	 hablar	 de	 nuestra	 experiencia	 limitada.	 Fichte	 se	 pregunta	 si
podemos	 pensar	 en	 una	 luz	 que	 se	 ilumine	 paradójicamente	 a	 sí	 misma,
pensar	 en	 un	 saber	 puro	 que,	 con	 la	 propia	 acción	 de	 ponerse,	 se	 conozca.
Pero	el	problema	se	nos	presenta	del	mismo	modo:	para	«iluminarse»,	el	Yo
debe	determinar	un	contraste,	una	oposición	en	su	interior,	una	distancia	en	él
mismo.	Lo	que	hacemos	para	lograr	intuir	el	principio	absoluto	del	saber	es,
                                      Página	33
de	 hecho,	 una	 oposición	 entre	 el	 Yo	 sujeto	 —la	 acción	 espontánea	 de	 la
autointuición,	 generada	 e	 incondicional—	 y	 el	 Yo	 objeto	 —la	 acción
espontánea	de	la	cual	somos	conscientes.
    No	 se	 trata	 de	 dos	 Yo	 diferentes,	 porque	 la	 acción	 de	 autoconciencia	 es
única.	La	clave	es	que	para	que	de	verdad	podamos	ser	conscientes	de	ello,	la
autoposición	 del	 Yo	 debe	 implicar	 una	 oposición	 en	 su	 interior:	 el	 Yo	 debe
oponerse	a	un	No-Yo.	Es	necesario	que	la	oposición	sea	absoluta,	sin	medias
tintas,	de	lo	contrario	implicaría	la	presencia	de	características	comunes	entre
el	Yo	y	el	No-Yo.
    Por	ejemplo,	esta	manzana	no	es	una	naranja,	pero	tampoco	es	lo	opuesto
a	una	naranja:	si	bien	son	diferentes	en	color	y	consistencia,	los	dos	objetos
tienen	en	común	la	característica	de	ser	un	fruto.	El	Yo	como	sujeto	no	tiene
sin	embargo	ninguna	característica	que	pueda	dividirlo	o	unirlo	con	el	No-Yo
(o	Yo	como	objeto)	porque	no	es	un	objeto	al	lado	de	otro,	sino	una	actividad
sin	causas	y	sin	condiciones.	Es	por	este	motivo	que	la	oposición	interior	al
Yo	 es	 una	 negación	 absoluta	 entre	 dos	 elementos	 completos	 que	 no	 tienen
puntos	en	común	o	características	que	sirvan	para	diferenciarlos.
    Para	 explicar	 mejor	 este	 pasaje	 delicado	 y	 abstracto,	 que	 tampoco
podríamos	 pasar	 por	 alto,	 no	 debemos	 imaginar	 una	 especie	 de	 creación	 del
mundo	material	a	partir	de	un	acto	divino	que	se	encuentra	en	el	interior	de
nuestras	 conciencias.	 Al	 contrario,	 debemos	 esforzarnos	 en	 tener	 en	 cuenta
que	 la	 acción	 de	 autoconciencia,	 si	 de	 verdad	 tiene	 que	 ser	 espontánea	 e
incondicional	—es	decir,	causada	por	otro—,	es	simultáneamente	conciencia
de	sí	misma	y	conciencia	del	mundo.	Solo	puede	ser	conciencia	de	sí	misma
porque	 al	 mismo	 tiempo	 es	 conciencia	 de	 algo	 que	 se	 opone	 al	 Yo.	 La	 luz,
para	iluminarse,	debe	oponerse	a	la	oscuridad	y	«contener»	en	su	interior	esta
oposición.
    No	 hay	 que	 olvidar	 que	 Fichte	 también	 quería	 reducir	 los	 principios
fundamentales	lógicos	de	nuestro	pensamiento,	por	lo	que	en	términos	lógicos
si	X=X,	es	decir,	una	acción	se	conoce	a	sí	misma,	entonces	al	mismo	tiempo	
X≠X:	la	negación	lógica	debe	existir	simultáneamente	con	la	identidad.
                                     Página	34
La	síntesis	cuantitativa	entre	Yo	y	No-Yo
    Conviene	recordar	que	Fichte	está	tratando	el	principio	de	toda	evidencia
y	 de	 cualquier	 unidad	 de	 saber:	 la	 oposición	 entre	 el	 Yo	 y	 el	 No-Yo	 no
significa	que	sobre	nuestras	cabezas	exista	un	Yo	absoluto	que	cree	el	mundo
a	partir	de	sí	mismo.	Si	nos	detuviésemos	en	la	oposición	entre	Yo	y	No-Yo,
todavía	 estaríamos	 dentro	 de	 la	 evidencia	 del	 primer	 principio,	 sin	 lograr
explicar	la	experiencia	de	aquello	que	conocemos.
    Retomemos	 la	 metáfora	 de	 la	 luz.	 Es	 fácil	 ver	 como	 cada	 objeto	 de	 la
experiencia	 es	 la	 síntesis	 y	 la	 compenetración	 entre	 luz	 y	 oscuridad:	 veo	 la
manzana	 porque	 la	 luz	 que	 incide	 sobre	 ella	 contrasta	 con	 sus	 zonas	 de
sombra,	que	dibujan	frente	a	mí	una	forma	precisa.	Sin	la	relación	entre	luz	y
sombra	no	 veríamos	 nada.	 Con	 esto	 quiero	 decir	 que	 si	 Yo	 y	 No-Yo	 fuesen
opuestos	 como	 dos	 grandes	 absolutos	 e	 impermeables	 el	 uno	 del	 otro,
entonces	 el	 primer	 principio	 no	 explicaría	 nada,	 no	 sería	 verdaderamente	 un
principio	del	saber.	Por	lo	tanto,	es	necesaria	una	tercera	articulación	interna
en	el	Yo	puro	como	acción	espontánea:	la	que	afirma	la	compenetración	entre
el	 Yo	 y	 el	 No-Yo.	 Para	 compenetrarse,	 el	 Yo	 y	 el	 No-Yo	 deben	 cesar	 de
oponerse	el	uno	contra	el	otro	y	unirse	sin	diferencias	internas.	Según	Fichte,
tienen	 que	 convertirse	 en	 una	 cantidad	 divisible:	 la	 luz	 y	 la	 oscuridad,	 para
poder	interactuar,	deben	existir	obligatoriamente	como	espacios	iluminados	u
oscuros,	 divisibles	 en	 partes	 iguales	 para	 que	 los	 dos	 principios	 se	 puedan
mezclar	sin	anularse	mutuamente.
    Esto	significa	que	cuando	me	intuyo	como	Yo	puro,	no	solo	me	opongo	al
mundo,	 sino	 que	 considero	 saber	 y	 mundo	 como	 dos	 grandezas	 que	 se
comunican	y	se	influyen	recíprocamente:	la	conciencia	modifica	partes	de	la
realidad	 y	 asume	 su	 resistencia,	 a	 la	 vez	 que	 cambia	 su	 consiguiente
comportamiento.	 Con	 este	 tercer	 principio	 todavía	 estamos	 dentro	 de	 la
evidencia	 primera	 del	 Yo	 como	 acción	 espontánea,	 pero	 al	 fin	 hemos
alcanzado	 la	 experiencia;	 nuestra	 conciencia	 y	 nuestra	 acción,	 de	 hecho,	 no
pueden	 explicarse	 a	 partir	 de	 la	 sencilla	 autoposición	 espontánea	 del	 Yo,
como	 tampoco	 de	 la	 oposición	 absoluta	 entre	 el	 Yo	 y	 el	 No-Yo.	 Solo	 es
posible	 con	 el	 continuo	 intercambio	 entre	 conciencia	 y	 realidad.	 Este
                                      Página	35
intercambio	es	la	razón	(el	principio	de	explicación	y	en	términos	lógicos	la
razón	suficiente)	de	cualquier	conocimiento	y	cualquier	acción.
                                 Página	36
Inteligencia	y	voluntad.	Los	principios
del	conocimiento	y	de	la	acción
El	Yo	puro	como	principio	constitutivo	de	la
experiencia:	toda	pasividad	se	basa	en	una	actividad
originaria
    Nos	 podríamos	 preguntar	 por	 qué	 Fichte	 necesita	 introducir	 la	 oscura	 y
«alquimística»	 teoría	 de	 la	 autoposición	 del	 Yo	 puro	 para	 lograr	 explicar	 la
experiencia	cotidiana.	¿Hemos	ganado	algo	con	ello?
     Incluso	 Fichte	 ve	 que	 la	 exposición	 de	 la	 teoría	 del	 Yo	 como	 acción
espontánea	 es	 difícil	 y	 no	 convence,	 y	 el	 propio	 filósofo	 terminará
modificando	 algunos	 de	 sus	 aspectos	 fundamentales.	 No	 obstante.	 Fichte	 no
se	 exige	 un	 rigor	 científico	 severo.	 La	 teoría	 fichteana	 quiere	 revolucionar
nuestra	visión	general	de	la	experiencia.	Nos	invita	a	transformar	el	concepto
cotidiano	 que	 tenemos	 del	 mundo	 y	 nos	 obliga	 a	 considerar	 todo
conocimiento	y	cualquier	deber	como	producto	de	la	libertad	que	forma	parte
de	nuestra	esencia	más	profunda:	la	libertad	absoluta	de	la	inteligencia.	Cada
persona	es	ciudadana	de	un	único	mundo	racional,	un	mundo	formado	por	la
absoluta	 espontaneidad	 del	 Yo	 puro.	 Esta	 espontaneidad	 es	 la	 base	 de	 la
validez	 de	 cualquier	 conocimiento,	 de	 la	 moralidad	 de	 toda	 acción	 y	 de	 la
justicia	 de	 cualquier	 sociedad.	 El	 ambicioso	 objetivo	 de	 la	 teoría	 de	 Fichte
quiere	reconstruir	toda	la	experiencia	humana	sobre	la	base	de	la	libertad	del
Yo.	 De	 esta	 forma	 se	 libera	 definitivamente	 al	 hombre	 de	 cualquier
obligación	que	no	sea	fruto	de	su	inteligencia	y	que	no	tenga	como	objetivo
final	la	igualdad	de	la	libertad	entre	los	seres	racionales.
    Por	 este	 motivo	 resulta	 sustancial	 ser	 partícipe	 de	 la	 libertad	 que
caracteriza	nuestra	conciencia	más	profunda.	Y	Fichte	nos	invita	a	participar
mediante	la	difícil	tarea	de	la	autorreflexión.	Son	numerosas	las	cadenas	que
                                     Página	37
hay	que	romper	para	alcanzar	este	objetivo:	no	solo	las	cadenas	sociales	del
despotismo	 político,	 que	 están	 en	 declive	 gracias	 a	 la	 Revolución	 francesa,
sino	 sobre	 todo	 las	 de	 nuestros	 conceptos	 cotidianos	 de	 la	 vida	 y	 las	 teorías
dogmáticas	 que	 los	 legitiman.	 En	 la	 experiencia	 cotidiana	 no	 tenemos
conciencia	de	nuestra	libertad,	escuchamos	su	reclamo	de	forma	intermitente
y	a	menudo	simplemente	la	ignoramos.	¿Por	qué?	Porque	regulamos	nuestro
comportamiento	de	acuerdo	con	la	convicción	dogmática	de	que	todo	lo	que
nos	 envuelve	 subsiste	 por	 una	 fuerza	 propia,	 casi	 por	 inercia,	 y	 que	 las
obligaciones	sociales	que	nos	son	impuestas	se	mantienen	por	desgracia.	No
somos	 conscientes	 de	 que	 no	 se	 nos	 puede	 imponer	 nada	 sin	 nuestra
participación.	Con	términos	propios	del	idealismo	fichteano	podríamos	decir
que	 nos	 cuesta	 entender	 que	 toda	 pasividad	 —frente	 a	 las	 cosas	 y	 a	 los
deberes	 que	 conllevan—	 está	 fundamentada	 en	 nuestra	 actividad,	 en	 una
disposición	 creativa	 para	 recibir	 las	 cosas	 y	 hacerlas	 valer	 de	 una	 forma
determinada.	Esta	actividad	originaria	es	el	acto	espontáneo	del	Yo	puro,	que
desde	este	punto	de	vista	desempeña	el	papel	de	principio	constitutivo	de	toda
la	experiencia.
    Esto	no	quiere	decir	que	seamos	los	autores	materiales	de	todo	lo	que	nos
envuelve,	aunque,	de	hecho,	el	trabajo	colectivo	es	el	que	produce	gran	parte
del	 mundo	 en	 el	 que	 vivimos	 y	 Fichte	 fue	 testigo	 del	 comienzo	 de	 la
tecnología	contemporánea.	En	un	sentido	más	radical,	más	bien	significa	que
nuestro	 comportamiento	 no	 responde	 a	 una	 necesidad	 mecánica	 y	 que	 las
cosas	externas	a	nosotros	no	le	obligan	a	nada.	Sería	más	adecuado	decir	que
es	 un	 producto,	 a	 menudo	 inconsciente,	 de	 la	 libertad.	 Y	 esto	 no	 solo
concierne	a	la	praxis.	Para	Fichte	también	debe	valer	para	el	conocimiento,	en
otras	palabras,	parece	inevitable	que	se	compare	la	dimensión	de	la	pasividad
con	las	cosas.
                                       Página	38
El	fundamento	del	saber	teórico
La	tensión	entre	el	Yo	y	el	Romanticismo
                                     En	 la	 segunda	 parte	 del	 Fundamento	 de	 la
                                 Doctrina	total	de	la	ciencia	se	formula	una	teoría
                                 del	conocimiento	basada	en	la	actividad	originaría
                                 del	 Yo	 absoluto.	 Una	 buena	 parte	 del	 trabajo	 de
                                 Fichte	 se	 centra	 en	 la	 crítica	 del	 realismo	 y	 del
                                 idealismo,	 teorías	 contrarias	 e	 igualmente
                                 dogmáticas	y	dañinas	para	la	auténtica	libertad	del
                                 hombre.	 La	 crítica	 de	 Fichte	 alcanza	 diferentes
                                 niveles	desde	diferentes	puntos	de	vista.
George	 Berkeley.	 Retrato	 de      El	 realismo	 es	 la	 traducción	 teórica	 de	 la
Andrea	Soldi	(1755).
                                espontaneidad	metafísica	del	sentido	común,	tal	y
como	 la	 hemos	 descrito	 en	 el	 párrafo	 anterior.	 Para	 el	 realismo,	 el	 sujeto	 es
básicamente	 pasivo	 frente	 a	 las	 cosas	 —no	 solo	 los	 objetos	 sensibles,	 sino
todo	 tipo	 de	 realidad—.	 La	 conciencia	 puede	 introducir	 cambios	 de
perspectiva,	 pero	 cualquier	 perspectiva	 siempre	 hará	 referencia	 a	 un	 núcleo
compacto	que	caracterice	las	cosas	por	sí	mismas:	conocer	la	verdad	significa
prepararse	 pasivamente	 hacia	 el	 mundo,	 minimizando	 nuestra	 intervención.
Para	Fichte,	la	crisis	definitiva	de	este	punto	de	vista	—que	encarna	la	versión
más	 coherente	 de	 la	 filosofía	 de	 Spinoza—	 llegó	 con	 la	 revolución
copernicana	 de	 Kant.	 Sin	 embargo,	 siempre	 mantendrá	 sus	 objeciones
escépticas	 en	 contra	 de	 la	 filosofía	 realista.	 Es	 por	 este	 motivo	 que	 muchos
pensadores	 adoptaron	 una	 justificación	 idealista	 y	 contraintuitiva	 del
conocimiento,	negando	la	pasividad	del	sujeto	frente	a	las	cosas.	Fichte	piensa
por	ejemplo	en	Berkeley,	en	las	teorías	de	Kant	de	la	Refutación	del	idealismo
que	 aparecen	 en	 la	 Crítica	 de	 la	 razón	 pura,	 pero	 también	 en	 las	 críticas
escépticas	sobre	la	cosa	en	sí	kantiana.
                                        Página	39
   Para	 los	 idealistas,	 el	 sujeto	 es	 la	 fuente	 de	 creación	 de	 cada	 orden	 y	 la
forma	 de	 la	 experiencia,	 el	 encuentro	 sensible	 con	 la	 realidad	 no	 aporta
ningún	conocimiento,	sino	solo	un	caos	desmesurado	de	las	impresiones.
    Para	Fichte,	estas	dos	estrategias	pueden	ser	coherentes,	pero	no	explican
ni	la	experiencia	ni	el	conocimiento.	Fichte	llama	a	veces	a	la	propia	posición
—concebida	 como	 la	 reformulación	 coherente	 y	 completa	 del	 criticismo	 de
Kant	 y	 de	 Reinhold—	 «realismo	 cuantitativo»	 (diferente	 del	 realismo
dogmático	o	cualitativo)	y	a	veces	«idealismo	crítico»	o	«trascendental».	Pero
el	pensamiento	fundamental	subyacente	tras	estas	definiciones	es	el	mismo,	el
sujeto	no	es	ni	pasivo	en	esencia	(como	afirman	las	teorías	realistas)	ni	activo-
creador	(como	dice	el	idealismo	vulgar).	La	experiencia	es	una	síntesis	activa
de	actividad	y	pasividad.	En	otras	palabras,	la	experiencia	cognoscitiva	es	una
receptividad	 provocada	 por	 la	 actividad	 originaria	 del	 Yo	 o,	 también,	 una
actividad	que	se	determina	frente	a	la	receptividad.
     Intentemos	aclararlo.	Según	Fichte,	un	hecho	indudable	de	la	conciencia
es	 la	 representación:	 la	 vida	 ideal	 de	 las	 cosas	 en	 nuestra	 mente.	 La
representación	 de	 una	 mesa	 es	 una	 actividad	 totalmente	 diferente	 a	 la
percepción	de	esta	mesa,	porque	gracias	a	las	operaciones	pertinentes	puedo
proyectar	una	nueva	mesa	basada	en	mis	deseos.	El	realismo	no	es	capaz	de
explicar	 la	 diferencia	 entre	 la	 mesa	 real	 y	 la	 mesa	 ideal,	 porque	 concibe	 la
idealidad	 como	 la	 copia	 insulsa	 de	 una	 realidad	 completa	 y	 total.	 Pero	 el
idealismo	vulgar	tampoco	 logra	explicar	 la	diferencia	 entre	representación	 y
realidad,	 porque	 elimina	 cualquier	 resistencia,	 cualquier	 relación	 entre	 la
idealidad	 y	 el	 mundo:	 de	 esta	 forma,	 la	 representación	 de	 la	 mesa	 no	 puede
ser	 un	 proyecto,	 es	 decir,	 algo	 subjetivo	 que	 debe	 convertirse	 en	 objetivo	 y
concreto,	 porque	 no	 se	 le	 atribuye	 ninguna	 falta,	 ninguna	 necesidad	 de	 ser
realidad.
    Kant	encuentra	la	forma	para	desacreditar	la	supuesta	realidad.	Dice	que
la	subjetividad	debe	ser	el	origen	del	orden	y	de	la	forma	de	todas	las	cosas:
no	 heredamos	 un	 orden	 ya	 escrito	 de	 las	 cosas	 que	 solo	 debemos	 traducir	 a
representaciones	y	a	conocimiento,	sino	que	creamos	la	legalidad	del	mundo	a
partir	de	nuestra	espontaneidad	y	de	sus	normas	trascendentales.
    Pero,	según	el	idealismo	vulgar,	esta	creación	no	es	una	libertad	absoluta
y	solipsista:	se	trata	de	una	actividad	ideal	que	interacciona	con	un	contraste,
con	 una	 resistencia	 de	 la	 realidad.	 Esto	 significa	 que	 para	 Fichte	 resulta
                                       Página	40
imposible	conocer	el	mundo	sin	una	resistencia,	un	contraste	constante	de	la
conciencia	con	la	realidad	que	necesita	orden	(pero	sin	ofrecer	orden:	cuando
hablamos	 de	 realismo,	 debemos	 pensar	 en	 un	 realismo	 no	 cualitativo).	 Pero
sentir	un	contraste,	una	pasividad	y	un	obstáculo	solo	es	posible	en	una	fuerza
que	contenga	en	sí	misma	una	característica	espontánea,	una	idealidad	activa.
Algo	rígido	e	inactivo	no	puede	sentir	pasividad	alguna	porque	ya	es	pasivo
por	sí	mismo.
    Fichte	 nos	 pide	 que	 pensemos	 en	 la	 conciencia	 como	 en	 una	 actividad
originaria	y	espontánea	que,	en	cierto	modo	se	refugia	en	sí	misma,	se	vuelve
pasiva:	ella	misma	se	opone	a	una	resistencia	real,	como	cuando	una	energía
puede	 ejercer	 su	 fuerza	 constructiva	 de	 una	 forma	 concreta	 porque	 solo
encuentra	una	resistencia.
    Una	 vez	 más	 esto	 no	 significa	 que	 estemos	 ante	 un	 profundo	 estado	 de
conciencia	 —igual	 para	 todos—	 que	 sea	 capaz	 de	 crear	 el	 mundo.	 Al
contrario,	 significa	 que	 la	 relación	 entre	 oposición	 e	 interacción	 con	 la
realidad	es	la	energía	dinámica	más	intrínseca	de	la	conciencia,	el	carburante
con	el	que	el	fuego	eterno	de	la	libertad	se	alimenta.	En	palabras	técnicas,	la
pasividad	 —y	 por	 lo	 tanto	 nuestra	 experiencia	 en	 cuanto	 sujetos	 finidos—
sería	imposible	si	ella	misma	no	fuese	un	momento	de	la	actividad	originaria
de	la	conciencia.
    Veamos	 un	 fragmento	 un	 poco	 complicado	 del	 Fundamento	 en	 el	 que
Fichte	 explica	 la	 relación	 entre	 la	 actividad	 y	 la	 pasividad	 del	 Yo,	 como
esfuerzo	o	tensión	(Streben).
      La	actividad	pura	del	Yo,	que	vuelve	sobre	sí	misma,	es	en	relación	con	un	objeto	posible,	un
      esfuerzo,	y,	de	hecho	(…)	un	esfuerzo	infinito.	Este	esfuerzo	infinito	es,	al	infinito,	la	condición
      de	la	posibilidad	de	todo	objeto:	sin	esfuerzo,	no	hay	objeto.
     De	esto	se	desprende	que	la	teoría	abstracta	del	Yo	opuesto	al	No-Yo	se
convierte	en	el	principio	para	explicar	la	experiencia	cognoscitiva	(y	también
la	 práctica,	 como	 veremos).	 La	 experiencia	 está	 formada	 por	 la	 actividad
espontánea	de	la	conciencia	que	se	vuelve	pasiva	por	ella	misma	y	contrasta
con	 el	 mundo.	 En	 la	 interacción	 con	 esta	 resistencia	 se	 determinan	 nuestras
categorías	 cognoscitivas	 y	 trascendentales,	 que	 son	 una	 síntesis	 activa	 de
idealidad	y	realidad.
                                             Página	41
    ¿Cómo	podemos	estar	de	acuerdo	con	la	teoría	de	una	actividad	«pasiva»
del	Yo	como	base	sintética	del	conocimiento?	La	respuesta	de	Fichte	se	basa
en	el	papel	inédito	que	se	atribuye	a	la	imaginación[3].	La	imaginación	es	la
tensión	activa,	sintética,	que	«concilia»	sin	cesar	el	encuentro	entre	el	Yo	y	el
mundo,	 sin	 que	 seamos	 conscientes	 de	 ello.	 La	 productividad	 de	 la
imaginación	 es,	 por	 así	 decirlo,	 el	 aire	 con	 el	 que	 vive	 nuestra	 inteligencia,
aporta	 objetos	 determinados	 sobre	 los	 cuales	 se	 ejerce	 el	 razonamiento
consciente.	No	creamos	la	imagen	de	la	mesa	como	una	copia	de	la	mesa	real
(realismo);	 tampoco	 la	 producimos	 partiendo	 de	 la	 nada,	 solo	 con	 la
explicación	de	un	impulso	interior	(idealismo	vulgar).
    La	 imagen	 de	 la	 mesa	 es	 nuestra	 síntesis	 activa	 que	 responde	 a	 un
contraste	 con	 el	 mundo	 (todas	 las	 circunstancias	 y	 las	 necesidades	 que	 nos
inducen	a	ver	una	mesa	en	un	conjunto	determinado	de	materiales)	y	que	al
mismo	 tiempo	 pide	 este	 contraste	 (porque	 desea	 ser	 real	 y	 volver	 al	 mundo
como	 mesa	 concreta,	 percibida	 en	 cuanto	 producto	 hecho	 artificialmente).
Para	 Fichte,	 todo	 el	 conocimiento	 es	 inmediato	 por	 imágenes,	 porque	 la
imaginación	 —y	 no	 la	 percepción—	 aporta	 la	 base	 intuitiva	 permanente	 de
nuestra	 experiencia.	 El	 intelecto	 y	 la	 razón	 son,	 según	 Fichte,	 el	 proceso
progresivo	de	disciplina	de	la	energía	espontánea	de	la	imaginación,	y	estos
aceptan	fijar	las	oscilaciones	caóticas	de	esta	energía	en	objetos	específicos.
Esto	 no	 significa	 que	 toda	 nuestra	 conciencia	 sea	 imaginaria	 o	 subjetiva,
porque	 la	 estructura	 trascendental	 de	 la	 imaginación	 resulta	 idéntica	 para
todos:	 de	 hecho,	 es	 la	 traducción	 de	 la	 libertad	 originaria	 del	 Yo	 puro	 en	 lo
referente	a	la	experiencia	intuitiva.
                                       Página	42
La	subjetividad	trascendental	y	las	categorías	de
Kant	y	Fichte
Kant	 y	 Fichte	 comparten	 una	 idea
fundamental:	 la	 realidad	 externa	 no	 se
sostiene	 por	 sí	 misma,	 no	 es	 una	 fuente
independiente	 de	 conciencia	 y	 de	 orden.
De	hecho,	es	la	actividad	trascendental	de
la	 subjetividad,	 y	 en	 particular	 las
categorías	de	la	inteligencia,	la	que	aporta
orden.	 Las	 categorías,	 que	 se	 producen
con	 la	 síntesis	 apriorística	 de	 las
facultades	 intelectuales,	 son	 las	 reglas
universales	 con	 las	 cuates	 la	 subjetividad
organiza	 el	 mundo,	 aportándole	 un	 orden
objetivo,	y	convirtiéndola	en	accesible	para
                                                       Immanuel	Kant.
la	experiencia.
No	 obstante,	 Kant	 y	 Fichte	 no	 coinciden	 ni	 en	 cómo	 funciona	 la
síntesis	 apriorística	 de	 las	 categorías	 ni	 en	 su	 explicación.	 Para
Kant	 las	 categorías	 son	 el	 resultado	 de	 la	 interacción	 entre	 la
síntesis	lógica	del	Yo	y	la	materia	que	proporciona	la	sensibilidad,
que	 en	 primer	 lugar	 se	 organiza	 en	 función	 de	 los	 sentidos	 y
luego	 mediante	 un	 esquema	 por	 parte	 de	 la	 imaginación.	 De
hecho,	la	imaginación	traduce	la	base	intuitiva	de	la	percepción	a
una	figura	modelo	y	homogénea	según	los	conceptos	universales.
En	 cambio,	 para	 Fichte	 las	 categorías	 se	 pueden	 deducir
completamente	a	partir	de	la	actividad	originaria	del	Yo,	porque	la
receptividad	del	Yo	es,	desde	su	inicio,	un	momento	interno	de	su
actividad	 y	 no	 está	 sujeta	 a	 los	 sentidos.	 Como	 veremos	 pronto,
esto	 es	 posible	 gracias	 a	 la	 nueva	 función	 de	 la	 imaginación
trascendental,	 que	 ya	 no	 media	 entre	 la	 sensibilidad	 y	 la
inteligencia,	 como	 decía	 Kant,	 sino	 que	 aporta	 de	 manera
espontánea	 el	 material	 intuitivo	 que	 la	 inteligencia	 determina	 y
organiza	en	las	categorías.
                                Página	43
La	moral	como	principio	último	de	la	experiencia
     Fichte	era	 consciente	de	 la	dificultad	 de	 su	teoría	 del	conocimiento	 y	 en
especial	 de	 la	 problemática	 de	 desautorizar	 los	 sentidos	 como	 fuente	 de
intuición.	 De	 acuerdo	 con	 Fichte,	 ¿debemos	 acatar	 la	 idea	 de	 que	 nuestro
conocimiento	 nunca	 alcanza	 las	 cosas?	 ¿Que	 sabemos	 solo	 aquello	 que
imaginamos,	siempre	y	cuando	los	fenómenos	no	establezcan	un	vínculo	con
la	 imaginación?	 Si	 bien	 admitimos	 que	 la	 cooperación	 entre	 imaginación	 e
intelecto	 produce	 categorías	 con	 las	 cuales	 aprendemos	 la	 regularidad	 de	 la
naturaleza,	 debemos	 soportar	 la	 nulidad	 total	 del	 valor	 cognoscitivo	 de	 los
sentidos,	 puesto	 que	 los	 fenómenos	 que	 esperamos	 se	 construyen,	 según
Fichte,	desde	la	imaginación	trascendental.	Los	sentidos	son	los	responsables
del	 incesante	 impacto	 con	 un	 mundo	 que	 nos	 sobrepasa,	 que	 nos	 empuja	 a
agudizar	 nuestro	 conocimiento;	 pero	 este	 impacto	 es	 en	 sí	 mismo	 ciego,	 no
conlleva	 ningún	 eco	 de	 realidad	 organizada.	 La	 respuesta	 a	 esta	 dificultad
constituye	 el	 momento	 más	 original,	 genial	 y	 fascinante	 del	 pensamiento	 de
Fichte.
   Fichte	 dice	 no	 obtener	 nada	 de	 la	 espontaneidad	 de	 la	 imaginación
productiva:	 afirma,	 en	 cambio,	 la	 radical	 y	 perdurable	 limitación	 de	 nuestra
capacidad	 teorética	 a	 la	 hora	 de	 explicar	 la	 posibilidad	 de	 saber	 en	 todo	 su
conjunto.	Fichte	lo	expone	así:
      Por	 tanto,	 la	 verdadera	 cuestión	 disputada	 del	 realismo	 y	 del	 idealismo	 es	 la	 siguiente:	 ¿qué
      camino	se	debe	seguir	para	explicar	la	representación?	Se	verá	que	en	la	parte	teórica	de	nuestra
      Doctrina	 de	 la	 ciencia	 esta	 cuestión	 no	 tiene	 en	 absoluto	 respuesta:	 o	 lo	 que	 es	 igual,	 aquí
      responderá:	estos	dos	caminos	son	justos;	bajo	cierta	condición	se	está	obligado	a	seguir	uno,	y
      bajo	la	condición	opuesta,	el	otro;	y	así	la	razón	humana,	es	decir,	toda	la	razón	finita,	se	pierde
      en	una	contradicción	consigo	misma	y	queda	encerrada	en	un	círculo.
    En	 otras	 palabras:	 no	 existe	 en	 la	 base	 de	 la	 imaginación	 otra	 fuente	 de
conocimiento	que	una	el	Yo	al	mundo	y	que	sintetice	así	la	forma	ideal	que
aporta	el	sujeto	con	la	multiplicidad	de	fenómenos.	No	sirven	la	sensibilidad,
que	es	pasiva	—a	diferencia	de	Kant—	ni	tampoco	nuestros	conceptos,	cuyo
material	 deriva	 de	 la	 base	 intuitiva	 aportada	 de	 forma	 espontánea	 por	 las
imágenes.	 Podemos	 afirmar	 que,	 para	 Fichte,	 la	 realidad	 es	 una	 resistencia
práctica,	no	una	fuente	independiente	de	significado.
                                                 Página	44
    He	aquí	el	punto	clave:	según	Fichte,	no	puede	justificarse	la	objetividad
de	nuestra	conciencia	con	el	análisis	teorético	de	nuestras	facultades,	sino	que
solo	puede	ser	práctica,	tiene	que	ser	el	resultado	de	nuestra	voluntad,	de	la
transformación	práctica	del	mundo	sobre	la	base	del	imperativo	de	la	libertad
infinita	del	Yo.
  Fichte	 es	 conocido	 por	 su	 original
  argumentación	 de	 que	 la	 consciencia	 no
  necesita	 más	 fundamento	 que	 ella	 misma:	 de
  esta	 forma,	 el	 conocimiento	 no	 parte	 ya	 del
  fenómeno,	 sino	 del	 Sujeto	 en	 cuanto	 dota	 de
  sentido	al	mismo	proceso	cognitivo.
    La	voluntad	no	es	un	poder	que	permanece	en	silencio	hasta	que	Fichte	lo
invoca	 en	 el	 momento	 que	 perdemos	 nuestra	 capacidad	 de	 conocer:	 la
voluntad	 es	 precisamente	 la	 energía	 espontánea	 del	 Yo,	 es	 la	 fuerza	 libre	 y
absoluta	 de	 la	 conciencia	 para	 superar	 la	 resistencia	 del	 No-Yo	 y,	 así,
encontrarse	 y	 mostrarse	 al	 mundo.	 No	 debemos	 olvidar	 un	 hecho
trascendental:	tras	el	Fundamento	de	la	Doctrina	total	de	la	ciencia	de	1794-
1795,	 Fichte	 abandona	 la	 idea	 de	 una	 diferencia	 entre	 el	 saber	 teórico	 y	 la
acción	 práctica,	 del	 conocimiento	 y	 de	 la	 voluntad,	 para	 exponer	 que	 son
momentos	 simultáneos.	 La	 razón	 de	 este	 cambio	 es	 que	 no	 son	 ni	 dos
momentos	 diferentes	 ni	 dos	 facultades	 diversas.	 Hasta	 ahora	 hemos	 visto	 la
conciencia	 desde	 el	 punto	 de	 vista	 de	 la	 inteligencia:	 un	 Yo	 que	 se	 deja
determinar	 por	 el	 No-Yo	 para	 así	 conocerlo.	 El	 Yo	 quiere,	 en	 cambio,
modificar	activamente	el	No-Yo,	no	quiere	acogerlo	en	su	interior,	sino	que
                                               Página	45
desea	 cambiar	 el	 interior	 en	 exterior,	 la	 intención	 en	 realidad.	 Sin	 embargo,
estamos	ante	la	misma	actividad	fundamental.
     Fichte	tiene	una	imagen	diferente	de	la	voluntad.	Como	a	veces	queremos
hacer	 cosas	 que	 en	 realidad	 no	 deseamos,	 o	 actuamos	 sin	 tener	 en	 cuenta
nuestras	 motivaciones	 reales,	 a	 menudo	 concebimos	 la	 voluntad	 como	 una
capacidad	 superior	 a	 nuestros	 impulsos.	 Para	 Fichte,	 en	 cambio,	 el	 conjunto
práctico	 es	 un	 todo	 porque	 se	 basa	 en	 el	 impulso	 espontáneo	 del	 Yo	 que
quiere	mostrarse	al	mundo.	Este	impulso	puede	ser	consciente	y,	por	lo	tanto,
desordenado	y	caótico:	es	el	caso	de	nuestra	tendencia	natural	y	no	aprendida
hacia	 la	 razón,	 como	 son	 los	 impulsos	 y	 los	 deseos.	 Pero	 los	 impulsos
naturales	no	son	heterogéneos	respecto	a	la	voluntad	(que	está	alimentada	por
la	inteligencia),	pues	representan	su	forma	inconsciente	y	no	aprendida.
    En	este	punto,	Fichte	se	distancia	de	la	ética	kantiana:	la	moral	no	frustra
los	impulsos,	sino	que	los	transfigura	y	los	eleva	hasta	poder	responder	a	la
tendencia	fundamental	del	Yo.	En	cambio,	la	voluntad	moral	del	Yo	presenta
una	 paradoja,	 en	 la	 que	 se	 unen	 en	 la	 percepción	 la	 propia	 necesidad	 y	 la
urgencia	 del	 impulso:	 el	 Yo	 puro	 se	 desea	 a	 sí	 mismo,	 quiere	 encontrarse	 y
mostrarse	 al	 mundo,	 es	 a	 la	 vez	 su	 incentivo	 y	 su	 motivación.	 El	 acto	 de
autoposición	de	la	conciencia,	considerado	desde	este	punto	de	vista,	aparece
como	 el	 imperativo	 moral	 que	 debe	 proyectarse	 y	 mostrarse	 en	 un	 mundo
gobernado	por	la	razón.
    Profundizaremos	 en	 este	 discurso	 al	 hablar	 de	 la	 ética	 de	 Fichte,	 pero
antes	sería	interesante	realizar	una	última	consideración.	Hemos	dicho	que	la
teoría	no	se	sostiene	por	sí	misma,	no	llega	a	conocer	la	realidad	en	igualdad
con	el	Yo	porque	para	garantizar	su	autonomía	debe	anular	la	de	los	sentidos
y	la	de	la	receptividad	en	general.	Sin	embargo,	podemos	apreciar	como	en	el
pensamiento	de	Fichte	la	teoría	se	fundamenta	en	la	práctica,	la	inteligencia
sobre	 la	 voluntad.	 El	 impulso	 para	 conocer	 la	 realidad	 es	 insaciable:	 su
insatisfacción	 solo	 puede	 remediarse	 con	 la	 acción	 para	 transformar	 la
realidad.
    Esta	 acción	 es	 la	 exigencia	 moral	 fundamental	 de	 todo	 ser	 humano.	 Se
trata	de	un	impulso	moral	porque	desea	reconocer	a	cada	hombre	como	un	ser
racional	e	igual,	desea	construir	una	patria	común	donde	todos	podamos	vivir
en	 armonía.	 Lo	 común	 en	 todos	 los	 hombres	 es	 el	 imperativo	 que	 quiere
transformar	la	naturaleza	—tanto	los	deseos	naturales	como	el	mundo	exterior
                                      Página	46
—	en	consonancia	con	la	libertad	infinita	de	la	inteligencia.	La	moral	precede
al	conocimiento.
    No	 podemos	 decir	 que	 la	 explica	 —porque	 precisamente	 se	 trata	 de
actuar,	 no	 de	 explicar—,	 si	 bien	 la	 satisface:	 llena	 y	 completa	 al	 hombre
porque	responde	a	la	necesidad	fundamental	de	la	razón.	No	es	una	solución
para	 salir	 del	 paso:	 la	 satisfacción	 del	 Yo,	 su	 tendencia	 incondicional	 a
transformar	 el	 No-Yo,	 resulta	 más	 importante	 en	 comparación	 con	 el	 saber,
ya	que	es	la	forma	más	autónoma	y	pura	en	que	el	individuo	se	acerca	al	Yo
puro.	 Se	 trata,	 pues,	 de	 una	 tendencia	 infinita	 que	 nunca	 se	 completa:	 un
imperativo	que	quiere	ser	racional	y	libre,	que	vale	y	será	siempre	válido	para
cualquier	persona	y	que	alimenta	su	acción	en	el	mundo.
                                     Página	47
La	intuición	entre	la	percepción	y	la	imaginación:	un
problema
Podríamos	 reprocharte	 a	 Fichte	 que	 la	 solución	 es	 peor	 que	 el
problema.	 La	 doctrina	 gnoseológica	 que	 propone	 no	 representa
una	alternativa	real	al	idealismo	vulgar	y	representa	un	retroceso
respecto	al	criticismo	de	Kant.
A	 diferencia	 de	 Kart	 Fichte	 presenta	 te	 productividad	 de	 la
imaginación	como	fuente	de	toda	intuición	sensible,	la	percepción,
que	siempre	tiene	un	lado	pasivo	y	dependiente	de	los	objetos,	no
es	 autónoma	 porque	 su	 carácter	 intuitivo	 deriva	 del	 de	 la
imaginación	 trascendental	 (que	 a	 su	 vez	 no	 es,	 como	 hemos
visto,	la	imaginación	empírica	del	individuo	sino	un	poder	interno
de	la	estructura	trascendental	de	la	conciencia).	Si	bien	es	cierto
que	 a	 la	 imaginación	 se	 le	 pide	 que	 actúe	 al	 contrastar	 con	 la
realidad,	 este	 contraste	 solo	 es	 un	 contragolpe	 «anestésico»,	 es
decir,	no	aporta	ningún	material	sensible	organizado.
En	 cambio,	 en	 Kant	 podemos	 ver	 que	 la	 sensibilidad	 aporta	 un
material	 al	 intelecto	 que	 ya	 es	 un	 todo	 articulado	 y	 unitario	 que
prescinde	 del	 uso	 productivo	 de	 la	 imaginación.	 En	 Fichte,	 el
mundo	no	es	un	artefacto	del	Yo	porque	muestra	resistencia,	pero
el	orden	intuitivo	y	de	los	fenómenos	del	mundo,	su	multiplicidad	y
diversidad	 sensible	 en	 cuanto	 a	 manifestaciones	 (no	 solo	 su
orden	 inteligible,	 su	 reglamentación	 interna	 de	 las	 leyes),
aparecen	 rebajados	 con	 una	 subjetividad	 más	 radical	 que	 la	 de
Kant.
La	 imagen	 de	 la	 experiencia	 que	 encontramos	 en	 la	 teoría
fichteana	 del	 saber	 parece	 incompleta:	 para	 preservar	 la	 unidad
activa	 de	 la	 conciencia,	 Fichte	 parece	 querer	 reducir	 el	 valor	 del
momento	 sensible	 y	 transfiere	 las	 prerrogativas	 al	 poder
productivo	 e	 inconsciente	 de	 la	 imaginación.	 No	 es	 casualidad
que	 la	 concesión	 de	 Fichte	 a	 la	 imaginación	 productiva	 suponga
una	gran	fuente	de	inspiración	para	los	románticos.	Según	estos,
las	 experiencias	 esenciales	 de	 la	 vida	 no	 provienen	 de	 tos
sentidos	 o	 de	 la	 cooperación	 entre	 sentidos	 y	 razón,	 sino	 de	 la
                                Página	48
creación	 artística	 y	 simbólica	 de	 la	 realidad	 que	 trasciende	 el
mundo	sensible.
                               Página	49
La	unidad	de	la	inteligencia	y	la	voluntad
El	 sentido	 común	 trata	 la	 inteligencia	 y	 la	 voluntad	 como	 dos
poderes	 separados	 y	 con	 prerrogativas	 muy	 diferentes.	 Los
filósofos	 que	 hablan	 del	 voluntarismo	 también	 defienden	 esta
idea,	como	es	el	caso	de	San	Agustín	y	Descartes.
Fichte	 no	 podría	 estar	 más	 en	 desacuerdo:	 según	 él,	 no	 existe
una	voluntad	que	no	sea	inteligente	o	una	inteligencia	que	no	sea
voluntaria.	 Se	 manifiesta	 la	 propia	 energía	 libre	 del	 Yo,	 la
autoposición	espontánea	y	absoluta	de	la	conciencia.	Podríamos
decir	 que	 el	 Yo	 es	 solo	 una	 cosa:	 una	 tendencia	 irresistible	 y
permanente	 a	 ser	 él	 mismo,	 a	 estar	 en	 todas	 partes	 y	 a	 ser
plenamente	 consciente	 de	 sí	 mismo.	 Se	 trata	 de	 la	 llama	 eterna
que	alimenta	la	vida	de	la	conciencia.
Hasta	ahora	hemos	visto	cómo	el	Yo	aspira	a	superar	la	oposición
del	 No-Yo	 mediante	 la	 conciencia:	 conocer	 significa,	 al	 fin	 y	 al
cabo,	buscar	en	la	realidad	la	misma	razón	que	es	propia	del	Yo.
Pero	 esta	 misma	 oposición	 se	 puede	 superar	 actuando	 sobre	 la
realidad	 para	 transformarla	 de	 acuerdo	 con	 la	 razón:
convirtiéndola	 en	 igual	 al	 Yo.	 La	 inteligencia	 es	 a	 la	 voluntad
como	 la	 búsqueda	 es	 a	 la	 producción:	 ambas	 actividades
necesitan	 tanto	 del	 saber	 como	 del	 querer,	 porque	 es	 el	 propio
Yo,	 la	 unidad	 con	 el	 mundo,	 el	 que	 debe	 ser	 buscado	 y
encontrado,	igual	que	es	solo	el	Yo	el	que	busca	y	produce.
Para	ser	más	intuitivos,	pensamos	otra	vez	en	nuestra	conciencia
como	en	una	luz	espontánea	que	se	conoce	porque,	en	el	fondo,
se	 quiere	 conocer,	 su	 energía	 consiste	 en	 buscarse,	 en
producirse	 y	 en	 expandirse	 por	 todas	 partes,	 en	 una	 tensión
infinita,	inagotable	y	que	nunca	llega	a	completarse.	Esta	energía
infinita	de	la	inteligencia	se	«contagia»	y	une	a	todos	los	hombres,
ya	 que	 reside	 en	 el	 fondo	 de	 las	 conciencias	 de	 cada	 uno	 de
nosotros.	Podemos	decir	que	la	filosofía	ilumina	al	hombre	porque
lo	libera	de	la	naturaleza	y	de	la	inconsciencia:	lo	vuelve	sensible
al	imperativo	infinito	que	constituye	su	humanidad.
                               Página	50
La	 unidad	 de	 la	 voluntad	 y	 la	 inteligencia	 es	 visible	 en	 todo
aquello	que	hemos	dicho	hasta	el	momento.	La	tensión	voluntaria
que	 sostiene	 el	 conocimiento	 —pensemos,	 por	 ejemplo,	 en	 una
actividad	 como	 la	 atención—	 es	 la	 tendencia	 a	 superar	 la
resistencia	 de	 la	 realidad	 para	 penetrar	 en	 su	 interior.	 Pero	 para
poder	 transformar	 el	 mundo	 también	 es	 necesario	 conocerlo:
basta	 con	 ver	 cuánta	 ciencia	 participa	 en	 un	 proyecto	 técnico
cualquiera.	 En	 el	 primer	 caso,	 sin	 embargo,	 la	 conciencia	 quiere
respetar	 el	 mundo	 y,	 por	 lo	 tanto,	 se	 deja	 determinar.	 Por	 el
contrario,	 «querer»	 significa	 superar	 la	 pasividad,	 convertir	 lo
externo	(el	mundo)	en	igual	a	lo	interno	(los	impulsos,	los	deseos,
las	intenciones,	los	proyectos).
                                Página	51
La	libertad	infinita	del	hombre:	una	imagen	nueva
de	la	experiencia
    La	 conclusión	 de	 Fichte	 es	 verdaderamente	 original	 y	 revolucionaria
respecto	a	la	tradición	y	a	la	filosofía	de	su	época.	En	Kant,	por	ejemplo,	no
existe	una	superioridad	de	la	razón	práctica,	pero	Fichte	piensa	lo	contrario.
Existe	 una	 misma	 razón	 que	 se	 da	 en	 varias	 formas,	 sin	 que	 un	 aspecto	 sea
superior	 a	 los	 otros.	 Este	 es	 uno	 de	 los	 mejores	 ejemplos	 para	 ver	 cómo	 el
pensamiento	de	Fichte	modifica	nuestra	imagen	cotidiana	de	la	vida.	Tenemos
la	idea	de	que	somos	seres	que	queremos	conocer	el	mundo	para	vivir	mejor.
Para	actuar	de	un	modo	responsable	y	justo,	decimos	que	es	necesario	saber
cómo	 son	 verdaderamente	 las	 cosas.	 Este	 es	 el	 razonamiento	 habitual	 del
sentido	 común,	 pero	 también	 es	 la	 idea	 de	 la	 tradición	 filosófica,	 antigua	 y
moderna,	 que	 llega	 hasta	 Kant	 (con	 la	 particularidad	 de	 que,	 para	 Kant,
conocer	la	esencia	del	mundo	significa	conocer	la	esencia	de	nuestra	razón).
    Fichte	da	un	giro	a	esta	relación.	Queremos	conocer	la	esencia	del	mundo
y	 nunca	 renunciamos	 a	 este	 objetivo,	 porque	 tal	 objetivo	 forma	 parte	 de	 la
libertad	del	Yo,	de	su	necesidad	de	reencontrarse	en	la	naturaleza.	Pero	según
Fichte	 solo	 podemos	 ser	 nosotros	 mismos	 si	 transformamos	 el	 mundo,	 si
hacemos	 de	 él	 un	 producto	 de	 nuestra	 libertad.	 Si	 le	 preguntamos	 a	 la
naturaleza	cómo	debemos	vivir,	no	recibimos	respuesta	alguna.	La	respuesta
es	la	libertad	de	nuestra	conciencia,	que	trasciende	la	naturaleza	y	nos	encarga
que	 la	 transformemos,	 que	 construyamos	 un	 mundo	 donde	 todos	 los	 seres
libres	 y	 con	 capacidad	 de	 raciocinio	 puedan	 vivir	 juntos,	 respetándose	 y
reconociéndose.
    Desde	 este	 punto	 de	 vista	 podemos	 entender	 la	 filosofía	 de	 Fichte	 como
una	apuesta	casi	existencialista	con	un	valor	no	solo	creativo,	sino	también,	y
sobre	todo,	capaz	de	ordenar	la	libertad	del	hombre.	De	esto	se	desprende	que
para	Fichte	el	mundo	no	goza	en	sí	mismo	de	un	orden	natural	que	nos	diga
cómo	vivir	bien.	Todo	orden	se	construye	desde	la	libertad	del	hombre.	Como
consecuencia	de	ello,	el	conocimiento	nunca	logra	darnos	una	total	seguridad
sobre	la	razonabilidad	de	la	naturaleza.	El	conocimiento	debe	dejar	paso	a	la
acción,	 la	 teoría	 a	 la	 práctica:	 si	 el	 mundo	 nos	 habla	 de	 un	 modo	 racional,
                                      Página	52
debemos	modificarlo	a	imagen	de	nuestra	razón,	imponerle	el	lenguaje	de	la
libertad.
    Esta	 conclusión,	 que	 constituye	 la	 idea	 central	 del	 idealismo	 práctico	 de
Fichte,	plantea	dos	problemas	evidentes.	El	primero	es	la	circularidad	perenne
del	 proyecto	 de	 Fichte	 (el	 propio	 filósofo	 era	 consciente	 de	 ello).	 El
conocimiento	nunca	ofrece	la	certeza	irrefutable	de	la	libertad	infinita	del	Yo,
porque	 no	 puede	 superar	 los	 límites	 de	 la	 experiencia	 finita,	 de	 la	 pasividad
del	No-Yo.	El	imperativo	moral	que	debería	aportar	esta	certeza	en	el	ámbito
práctico	solo	habla	a	quien	le	escucha,	a	aquel	que	percibe	la	orden	absoluta
«¡sé	 libre!»	 que	 proviene	 de	 nuestra	 conciencia.	 No	 es	 posible	 demostrar	 el
imperativo	moral,	ni	tampoco	se	puede	obligar	a	nadie	a	escucharlo,	porque	el
imperativo	moral	se	coloca	justamente	al	principio	de	toda	demostración	y	de
cualquier	obligación.
     Es	 por	 este	 motivo	 que	 el	 filósofo	 puede	 argumentar	 en	 favor	 de	 su
presencia,	 pero	 no	 puede	 obligar	 a	 escuchar	 a	 quien	 no	 escucha	 o	 no	 quiere
oír,	pues	estos	permanecen	encerrados	en	el	terreno	de	los	impulsos	naturales.
Fichte	 admite	 perspicazmente	 que	 en	 última	 instancia	 el	 aprendizaje	 de	 la
Doctrina	 de	 la	 ciencia	 depende	 de	 cómo	 es	 la	 persona	 o	 de	 lo	 que	 esta
libremente	elige	ser.	Es	un	círculo	inevitable:	si	la	elección	de	la	libertad	no
fuese	 incondicional,	 indemostrable	 y	 pre-racional,	 no	 se	 podría	 colocar	 al
principio	de	toda	demostración	y	de	todo	razonamiento.
    El	 segundo	 problema	 que	 se	 presenta	 está	 relacionado	 con	 esta	 paradoja
pre-racional	 en	 la	 elección	 de	 la	 razón	 y	 la	 libertad.	 Para	 Fichte,	 la	 libertad
logra	ordenar	el	caos	de	la	experiencia,	es	capaz	de	aportar	una	ley	que	falta
en	 la	 naturaleza	 y,	 por	 lo	 tanto,	 proyecta	 un	 mundo	 en	 el	 que	 los	 seres
racionales	 coexisten	 pacíficamente.	 Pero	 si	 la	 elección	 de	 la	 libertad	 resulta
radicalmente	individual	 y	 precede	 a	la	 propia	 razón;	 si,	en	 otras	 palabras,	 la
intuición	del	Absoluto	es	indemostrable,	entonces	esta	elección	pone	en	duda
el	 mantenimiento	 de	 todo	 orden	 racional	 y	 puede	 destruir	 la	 base	 de	 la
construcción	 de	 la	 libertad	 humana.	 Desde	 este	 punto	 de	 vista,	 las	 tensiones
de	la	filosofía	de	Fichte	corren	el	riesgo	de	implosionar	el	sistema	de	la	razón
que	intenta	construir,	lo	cual	significaría	tomar	un	camino	algo	parecido	a	la
filosofía	de	Nietzsche.
   La	voluntad	ya	no	aparece	como	autora	de	un	orden	objetivo	común	(en
ausencia	de	un	orden	objetivo	dado,	que	se	puede	conocer	y	encontrar	en	la
                                        Página	53
naturaleza),	sino	como	la	creación	artística	de	elementos	diferentes,	sin	valor
intrínseco	 y	 aumentados	 únicamente	 por	 la	 voluntad	 de	 poder	 de	 sus
creadores.	 Se	 podría	 decir	 así:	 Fichte	 desea	 que	 la	 espontaneidad	 de	 la
imaginación	 refuerce	 el	 imperativo	 práctico	 para	 transformar	 y	 volver	 a
proyectar	 una	 realidad	 que	 no	 podemos	 conocer	 verdaderamente.	 Pero	 si	 la
universalidad	de	este	imperativo	no	se	puede	demostrar,	la	imaginación	corre
el	riesgo	de	emanciparse	de	toda	moralidad.	En	consecuencia,	iríamos	hacia	la
creatividad	 amoral	 del	 nihilismo,	 la	 identificación	 postmoderna	 del
conocimiento	y	de	la	creación,	y	llegaríamos	a	eclipsar	toda	universalidad	y
toda	verdad.
    A	pesar	de	este	riesgo,	el	pensamiento	de	Fichte	muestra	su	grandeza	y	es
totalmente	vigente	en	la	actualidad.
                                   Página	54
Jacobi	y	el	nihilismo
Según	 el	 gran	 filósofo	 alemán	 Friedrich
Jacobi	(1743-1819),	el	idealismo	fichteano
contiene	 un	 núcleo	 indestructible	 nihilista,
al	 igual	 que	 toda	 la	 filosofía	 racionalista
cuyo	máximo	exponente	es	Fichte.	Jacobi
había	llegado	a	la	misma	idea	en	relación
con	 Spinoza,	 tal	 y	 como	 demuestran	 sus
conocidas	 cartas	 Über	 die	 Lehre	 des
Spinoza	 in	 Briefen	 an	 den	 Herrn	 Moses
Mendelssohn	 (1785),	 que	 significaron	 el
                                                   Friedrich	 Jacobi.	 Retrato	 de
descubrimiento	 del	 filósofo	 holandés	 en Peter	von	Langer	(1801).
Alemania.	Para	Jacobi,	el	pensamiento	de
Fichte	 es	 la	 culminación	 y	 la	 verdad	 del	 espinosismo,	 pues
encarna	 la	 afirmación	 del	 sujeto	 —y	 descarta	 la	 substancia
objetiva—	 como	 única	 y	 absoluta	 verdad	 de	 la	 realidad.	 Esta
afirmación	 es	 la	 esencia	 del	 nihilismo	 y	 conduce	 a	 la	 pérdida	 de
cualquier	 valor	 y	 de	 cualquier	 referencia	 estable:	 el	 valor	 se
convierte	en	un	artefacto	de	la	libertad	del	sujeto,	que	termina	por
conocer	 solo	 aquello	 de	 lo	 que	 él	 mismo	 es	 autor,	 y	 pierde	 la
médula	y	el	sentido	de	la	propia	acción	en	el	mundo.
Por	 otro	 lado,	 el	 nihilismo	 es,	 según	 Jacobi,	 la	 respuesta
necesaria	 a	 una	 razón	 filosófica	 que	 pretende	 ser	 exhaustiva	 y
autosuficiente,	sin	ayuda	de	la	fe	y	de	la	intuición:	la	fe,	entendida
como	 certeza	 personal	 de	 lo	 divino	 en	 cuanto	 creencia	 directa	 e
inmediata	de	la	realidad	independiente	del	mundo,	es	para	Jacobi
el	 complemento	 necesario	 de	 la	 razón,	 que	 debe	 abandonar
cualquier	intento	de	explicar	completamente	la	realidad	a	partir	de
ella	 misma.	 Jacobi	 expone	 este	 teoría	 en	 una	 carta	 pública	 a
Fichte:	 este	 último	 le	 había	 pedido	 que	 interviniese	 durante	 la
disputa	 sobre	 el	 ateísmo,	 sabiendo	 que	 le	 apoyaría.	 A	 pesar	 del
respeto	 y	 la	 admiración	 que	 siente	 por	 Fichte	 (la	 misma
expresada	 por	 Spinoza	 y	 Kant),	 resulta	 irónico	 ver	 cómo	 Jacobi
confirma	las	acusaciones	de	ateísmo	y	de	inmoralidad	que	pesan
sobre	 Fichte,	 porque	 entiende	 que	 el	 ateísmo	 es	 un	 elemento
clave	de	la	subjetividad	nihilista.
                                   Página	55
¿Cómo	podemos	hablar	del	Absoluto?
El	desarrollo	de	la	Doctrina	de	la
ciencia
La	intuición	intelectual
    La	dificultad	del	pensamiento	fichteano	se	puede	plantear	de	la	siguiente
forma:	El	Absoluto,	el	acto	de	autoposición	de	la	conciencia,	es	el	principio
de	 toda	 razón	 y	 de	 toda	 explicación.	 Así	 pues,	 de	 él	 no	 podemos	 esperar
ninguna	 prueba,	 no	 se	 puede	 explicar	 ni	 demostrar	 a	 partir	 de	 un	 principio
superior.	 El	 Absoluto	 es	 la	 prueba	 de	 sí	 mismo	 cuando	 se	 muestra.	 Esta
prueba	 debe	 ser	 evidente,	 irrefutable,	 de	 lo	 contrario,	 todo	 el	 sistema	 se
derrumba.	 Sin	 embargo,	 puede	 que	 todavía	 no	 conozcamos	 la	 evidencia	 del
Absoluto.	El	filósofo	debe	guiar	a	sus	lectores	para	que	intuyan	claramente	la
espontaneidad	 de	 su	 propia	 conciencia.	 ¿Cómo	 podemos	 describir	 esta
intuición	y	al	mismo	tiempo	conservar	la	evidencia?	¿Qué	tipo	de	saber	nos
permite	hablar	del	Absoluto	si	solo	podemos	hablar	—tener	un	discurso	que
predique	algo	sobre	otra	cosa,	que	delimite,	que	identifique—	de	aquello	que
no	 es	 absoluto,	 sino	 finito,	 determinado	 y	 condicionado?	 ¿El	 objetivo	 de
describir	la	autointuición	del	Yo	no	es	lograr	distanciarse	irremediablemente
de	su	evidencia?	Pero,	si	no	la	podemos	describir,	¿podemos	convencer	a	los
lectores	para	que	la	acepten?
     Este	laberíntico	problema	lleva	a	Fichte	a	reelaborar	en	muchas	ocasiones
la	 forma	 en	 que	 expone	 la	 Doctrina	 de	 la	 ciencia	 y	 a	 profundizar	 en	 sus
argumentos	fundamentales.	La	idea	de	una	intuición	intelectual	del	Absoluto
resulta	necesaria	para	el	sistema	de	Fichte,	pero	al	mismo	tiempo	esta	plantea
problemas	 y	 dilemas	 sin	 solución.	 Probemos	 de	 entender	 algunas	 de	 sus
características,	 para	 así	 vislumbrar	 el	 inicio	 del	 camino	 que	 toma	 Fichte	 al
exponer	su	sistema	con	todas	sus	variaciones.
                                     Página	56
    Fichte	ya	introduce	el	concepto	de	«intuición	intelectual»	en	la	reseña	al
Enesidemo	 de	 Schulze,	 de	 1793,	 y,	 por	 lo	 tanto,	 antes	 de	 la	 publicación	 del
Fundamento.	 Más	 tarde,	 en	 Berlín.	 Fichte	 preferirá	 hablar	 de	 «visión
trascendental».	Pero	¿a	qué	se	refiere	Fichte	cuando	habla	de	una	intuición	o
de	una	visión	propia	de	la	mente?	¿Y	cuál	es	el	objeto	de	esta	visión?
    En	 un	 modo	 más	 sencillo,	 podríamos	 decir	 que	 la	 intuición	 es	 un	 único
vistazo	con	el	que	se	observa	la	unidad	de	un	múltiple.	En	toda	comunicación
de	 la	 conciencia,	 el	 pensamiento	 discursivo	 empieza	 dando	 una	 serie	 de
pasos,	 una	 sucesión.	 Por	 ejemplo,	 sí	 quiero	 describir	 una	 mesa,	 debo
completar	una	secuencia	de	predicados,	debo	conectar	la	mesa	con	una	serie
de	 propiedades	 que	 la	 identifiquen:	 la	 mesa	 posee	 esta	 forma	 típica,	 está
hecha	 de	 este	 o	 ese	 material,	 tiene	 una	 función	 determinada,	 entre	 otras.	 La
conexión	 en	 forma	 de	 secuencia	 de	 un	 objeto	 determinado	 con	 una	 serie	 de
propiedades	 es	 la	 base	 de	 toda	 demostración	 científica,	 porque	 es	 posible
concebir	 las	 propiedades	 como	 un	 conjunto	 de	 requisitos	 necesarios	 para
poder	 identificar,	 analizar	 y	 conocer	 un	 objeto	 determinado,	 una	 ley
determinada	o	un	comportamiento.
    Al	 contrario,	 la	 intuición	 no	 analiza	 las	 propiedades	 del	 objeto	 en	 una
secuencia,	sino	que	las	observa	simultáneamente	a	través	de	una	única	acción.
La	intuición	sensible,	por	ejemplo,	permite	conocer	en	un	instante	un	objeto
como	 un	 conjunto	 unitario	 formado	 por	 partes:	 para	 percibir	 una	 mesa	 no
necesito	 percibir	 cada	 una	 de	 sus	 propiedades,	 porque	 tengo	 bastante	 con
observar	 la	 mesa	 mediante	 una	 única	 perspectiva	 instantánea.	 Para	 muchas
doctrinas	 filosóficas,	 incluyendo	 la	 de	 Fichte,	 la	 sensibilidad	 no	 es	 la	 única
facultad	 intuitiva	 del	 hombre.	 Basta	 con	 recordar	 que,	 según	 Fichte,	 la
imaginación	actúa	en	la	intuición	sensible,	y	esta	no	proviene	directamente	de
los	sentidos.	También	la	mente	debe	disponer	de	una	mirada	instantánea,	de
una	 visión	 inmediata	 y	 directa	 de	 las	 cosas,	 de	 lo	 contrario	 no	 se	 podría
elaborar	 ningún	 tipo	 de	 discurso	 al	 respecto.	 Para	 Platón,	 Aristóteles	 o
Descartes,	entre	otros,	si	no	dispusiéramos	de	la	percepción	intelectual	de	la
mesa	 (y	 no	 solo	 de	 una	 visión	 sensible),	 seríamos	 incapaces	 de	 intentar
describir	o	demostrar	sus	propiedades.
    No	 obstante,	 resulta	 fácil	 darse	 cuenta	 de	 que	 Fichte	 no	 habla	 de	 la
intuición	 intelectual	 de	 la	 forma	 de	 la	 mesa:	 se	 refiere	 a	 una	 especie	 de
autointuición	de	la	conciencia.	En	consonancia	con	Kant,	Fichte	sostiene	que
no	 conocemos	 las	 formas	 esenciales	 de	 las	 cosas	 gracias	 a	 la	 intuición
                                      Página	57
intelectual,	 sino	 que	 construimos	 las	 reglas	 de	 su	 conocimiento	 mediante	 la
síntesis	 trascendental	 a	 partir	 de	 nuestras	 facultades.	 Sin	 embargo,	 para
Fichte,	en	la	base	de	toda	actividad	de	construcción	debe	haber	una	visión	del
Yo,	 del	 constructor,	 de	 lo	 contrario,	 al	 sistema	 de	 la	 razón	 le	 faltaría	 un
principio	sólido	y	unitario.	Este	es	el	primer	principio	de	la	evidencia	de	todo
saber	y	sobre	el	cual	se	construye	la	Doctrina	de	la	ciencia.
     Al	 igual	 que	 en	 la	 doctrina	 clásica	 de	 la	 intuición	 intelectual,	 la
autointuición	del	Yo	también	debe	preceder	todo	pensamiento	discursivo:	un
acto	instantáneo	de	aprehensión	de	sí	mismo	es	la	base	de	toda	predicación,
de	 toda	 secuencia	 discursiva.	 La	 base	 de	 cualquier	 discurso	 es	 la	 identidad:
tengo	que	poder	ver	el	objeto	X	como	idéntico	a	sí	mismo	(X=X)	para	poder
hablar	de	él	y	describirlo.	Pero	el	acto	del	saber	que	pone	a	X	en	la	conciencia
es	 único	 e	 instantáneo.	 No	 obstante,	 aún	 hay	 más;	 como	 ya	 hemos	 visto,
mediante	una	única	acción	la	conciencia	se	opone	a	sí	misma,	se	opone	a	un
mundo	y	se	ve	a	sí	misma	en	relación	con	un	mundo.	Se	trata	justamente	de
una	 intuición	 porque	 hay	 una	 multiplicidad	 (el	 Yo	 como	 acto,	 el	 Yo	 como
objeto	del	propio	acto,	y	la	relación	recíproca	entre	estos	dos	momentos)	que
no	 podemos	 conocer	 recorriendo	 mentalmente	 una	 serie	 de	 consecuencias,
sino	 que	 debe	 ser	 conocida	 simultáneamente.	 Y,	 para	 Fichte,	 el	 último
principio	 de	 todo	 saber	 es	 esta	 autointuición	 del	 Yo:	 no	 existe	 un	 principio
más	allá	que	la	explique	y,	sin	esta,	todo	saber	se	derrumba.
  El	conocimiento	intuitivo	de	las	esencias
  La	intuición	intelectual	es	un	elemento	fundamental	de	la	filosofía
  tradicional	porque	es	el	único	acto	que	permite	conocer	y	describir
  las	 esencias	 de	 las	 cosas.	 Para	 describir	 con	 seguridad	 las
  propiedades	 de	 un	 objeto	 tengo	 que	 poder	 distinguir	 sus
  propiedades	 accidentales	 de	 las	 esenciales,	 por	 ejemplo,	 una
  mesa	 tiene	 necesariamente	 una	 superficie	 plana	 pero	 no	 tiene
  necesariamente	 cuatro	 patas.	 ¿Cuál	 es	 el	 criterio	 que	 debo
  adoptar	 para	 realizar	 esta	 distinción?	 ¿Cómo	 puedo	 identificar
  una	mesa	sin	equivocarme?	¡Pero	no	todo	es	tan	sencillo!	¿Cómo
  puedo	 identificar	 un	 lémur,	 una	 araucaria	 o	 una	 enfermedad
  mental?	 Es	 mucho	 más	 difícil.	 Si	 tuviera	 que	 buscar	 para	 cada
  uno	 de	 estos	 ejemplos	 nuevas	 propiedades	 esenciales	 que	 me
                                      Página	58
  permitiesen	 diferenciar	 las	 propiedades	 esenciales	 de	 las
  accidentales,	 me	 encontraría	 con	 el	 mismo	 problema	 una	 y	 otra
  vez;	 nunca	 lograría	 hablar	 con	 seguridad	 de	 ningún	 objeto.	 Por
  otro	 lado,	 la	 percepción	 sensible	 no	 ofrece	 este	 criterio.	 No	 solo
  porque	 no	 puedo	 percibir	 una	 enfermedad	 mental,	 por	 ejemplo,
  sino	 tampoco	 porque,	 a	 pesar	 de	 las	 diferentes	 tendencias
  empíricas	de	la	filosofía	que	afirman	lo	contrario,	la	sensibilidad	(o
  una	 experiencia	 sensible	 repetida	 por	 costumbre)	 no	 puede
  sugerirme	que	no	sea	indispensable	que	una	mesa	tenga	cuatro
  patas	 para	 ser	 una	 mesa.	 En	 otras	 palabras,	 debo	 disponer	 de
  una	 percepción	 intelectual	 de	 lo	 que	 debe	 ser	 una	 mesa	 de
  verdad	(tengo	que	ver	la	idea	o	la	forma	de	la	mesa,	en	términos
  de	Platón	y	Aristóteles).
    Se	trata	de	un	acto	que,	sin	embargo,	resulta	poco	claro.	Una	cosa	es	tener
una	 visión	 mental	 de	 la	 mesa	 o	 de	 cualquier	 otro	 objeto	 determinado,	 pero
otra	cosa	es	ver	mentalmente	la	actividad	de	la	conciencia.	La	conciencia	no
es	 un	 objeto,	 sino	 un	 acto.	 En	 especial,	 el	 acto	 de	 verse	 a	 sí	 misma,	 de
generarse	 mediante	 el	 saberse.	 No	 existe	 una	 conciencia	 que	 no	 sea
consciente	 de	 ella	 misma.	 A	 su	 vez,	 consciente	 de	 ella	 misma	 significa
generar	la	conciencia,	crear	de	la	nada,	porque	no	hay	nada	más	allá	de	la	cual
podría	derivar	y	todo	saber	la	presupone	(por	ejemplo,	una	explicación	de	la
conciencia	 en	 términos	 de	 procesos	 neurológicos	 no	 es,	 de	 hecho,	 una
explicación	 del	 acto	 de	 conciencia,	 sino	 solo	 de	 su	 base	 material:	 no	 soy
consciente	 de	 mí	 mismo	 como	 un	 conjunto	 de	 neuronas).	 Solo	 un	 Dios
creador	genera	la	mesa	con	la	intuición:	pero	lo	que	se	genera	no	es	una	forma
según	 Fichte,	 una	 cosa	 determinada	 y	 diferente	 de	 cualquier	 otra,	 porque	 se
trata	de	la	actividad	que	pone	toda	forma	y	distinción	entre	las	cosas.	Esto	no
significa	 que	 la	 conciencia	 cree	 materialmente	 la	 realidad,	 sino	 que	 la
autointuición	 de	 la	 conciencia	 es,	 efectivamente,	 una	 autogénesis,	 una
espontánea	y	absoluta	producción	de	sí	misma.
    Jacobi	propone	una	explicación	más	clara	para	explicar	la	idea	fichteana
de	la	intuición	intelectual	como	autogénesis	de	la	conciencia.	Pensemos	en	la
acción	 de	 dibujar	 con	 un	 lápiz	 una	 línea	 en	 una	 hoja.	 Intuimos	 la	 línea
mientras	 la	 generamos,	 y	 solo	 porque	 la	 generamos	 nosotros	 mismos,	 no
porque	la	encontramos	hecha.	En	esta	imagen,	el	Yo	sería	tanto	la	mano	que
                                     Página	59
traza	como	la	línea	dibujada.	El	Yo	se	«ve»,	se	intuye,	de	un	modo	parecido
al	 del	 ojo	 cuando	 ve	 la	 línea:	 no	 como	 un	 objeto	 externo,	 sino	 como	 la
actividad	misma	del	hecho	de	trazar	la	línea.	Y	«verse»	es,	simultáneamente,
el	propio	hecho	de	trazar,	la	producción	en	sí.
                                    Página	60
El	Absoluto	y	el	conocimiento-imagen
    En	 el	 concepto	 fichteano	 de	 la	 intuición	 intelectual	 anida	 un	 gran
problema	 que	 Fichte	 va	 dibujando	 progresivamente	 y	 que	 centra	 el
pensamiento	 de	 su	 período	 en	 Berlín.	 Esta	 cuestión	 es	 necesaria	 para	 el
conjunto	de	su	sistema.	El	problema	radica	en	que	el	origen	del	saber,	del	Yo
como	 acto	 espontáneo,	 permanece	 escondido,	 como	 una	 fuente	 de	 agua
inagotable	de	la	cual	solo	podemos	ver	el	torrente	una	vez	formado.	Vemos
solo	 la	 línea	 trazada,	 pero	 el	 hecho	 de	 trazar	 siempre	 permanece	 a	 nuestras
espaldas.
    Analicémoslo.	El	Yo	surge	necesariamente	como	saber	de	sí	mismo.	Pero
el	Yo	que	conozco	no	es	el	mismo	acto	del	saber,	el	Yo	como	objeto	ya	no	es
el	 Yo	 en	 cuanto	 saber	 inmediato	 y	 directo.	 Cuando	 el	 filósofo	 me	 lleva	 a
realizar	 un	 acto	 de	 reflexión	 y,	 con	 este,	 tomo	 conciencia	 de	 mí	 mismo,	 me
intuyo	en	cuanto	el	Yo	que	se	presenta	libre	y	el	propio	acto	del	presentarse
ya	 existe,	 está	 dentro	 de	 mí.	 No	 sirve	 de	 nada	 querer	 echar	 marcha	 atrás,
como	 Orfeo	 con	 Eurídice:	 darse	 la	 vuelta	 sería	 un	 nuevo	 acto	 de
autoconciencia,	en	el	que	yo	me	conozco	a	mí	mismo	como	objeto,	pero	soy
incapaz	del	acto	de	saber.
    Es	 por	 este	 motivo	 que	 Fichte	 introduce	 progresivamente	 una	 diferencia
entre	el	Absoluto	y	el	saber,	entre	la	génesis	del	Yo	y	el	propio	Yo,	sobre	todo
tras	haber	abandonado	Jena.	El	saber	originario,	es	decir,	el	autoponerse	del
Yo,	es	el	lugar	—¡el	único	lugar!—	en	el	que	el	Absoluto	se	manifiesta,	pero
no	 es	 el	 Absoluto	 en	 sí.	 Con	 «Absoluto»	 debemos	 entender	 el	 proceso	 de
génesis	del	saber.	El	Absoluto	se	muestra	solo	en	el	saber	y	gracias	al	saber.
Es	por	este	motivo	que	Fichte	sigue	considerando	su	proyecto	filosófico	como
un	 sistema	 crítico	 y	 trascendental:	 no	 se	 da	 un	 Absoluto	 dogmático,
trascendente	 respeto	 al	 sujeto	 que	 lo	 conoce,	 porque	 el	 Absoluto	 es
precisamente	el	origen	del	saber,	el	proceso	del	cual	surge.	La	clave	reside	en
que	el	saber,	el	Yo,	no	puede	ser	la	consecuencia	de	una	causa	anterior,	sino
que	 es	 una	 causa	 espontánea	 de	 sí	 mismo	 (autogénesis).	 Sin	 embargo,	 no
dispone	del	propio	inicio,	no	puede	tener	su	propio	origen.	Este	origen	debe
entenderse	como	el	acto	libre,	gratuito,	absoluto	—independiente	de	cualquier
condición	y	causa—	mediante	el	cual	la	vida	originaria	de	la	inteligencia	se
                                     Página	61
une	 con	 el	 saber	 de	 sí	 mismo	 a	 través	 del	 pensamiento	 del	 hombre.	 A
diferencia	 de	 su	 etapa	 en	 Jena,	 el	 Yo	 ya	 no	 es	 un	 acto	 autosuficiente	 e
independiente	en	sí	mismo,	sino	el	eje	de	una	relación	con	la	vida	originaria
que	 mediante	 el	 Yo	 (y	 solo	 a	 través	 de	 la	 conciencia	 del	 hombre)	 se
manifiesta	y	se	conoce.
    Podríamos	decir	que	el	darse	gratuito	de	la	vida	al	saber,	de	lo	Absoluto	a
la	inteligencia	del	hombre,	es	inexplicable.	Pero	esta	es	precisamente	la	clave
de	 Fichte:	 la	 génesis	 del	 saber	 y,	 en	 consecuencia,	 del	 principio	 de	 toda
explicación,	de	toda	razón.	Fichte	no	propone	una	rendición	de	la	razón	a	la
religión,	 sino	 una	 búsqueda	 autocrítica	 llevada	 hasta	 el	 punto	 más	 extremo
posible,	hasta	la	mismísima	génesis	de	la	razón,	cuya	explicación	racional	no
existe.	 La	 razón,	 si	 tiene	 que	 ser	 verdaderamente	 libre,	 incondicional	 y
productiva,	debe	pensar	en	sí	misma	como	un	inicio	espontáneo,	absoluto	y,
por	lo	tanto,	como	una	especie	de	regalo	del	Absoluto	al	hombre.
     Imaginémonos	 otra	 vez	 que	 el	 Absoluto	 es	 como	 la	 luz,	 o	 mejor	 dicho,
como	el	sol.	El	propio	Fichte	nos	presenta	esta	metáfora:	vemos	y	conocemos
los	 fenómenos	 del	 mundo	 gracias	 a	 la	 luz	 del	 sol	 intelectual	 de	 lo	 contrario
todo	sería	oscuro	y	seríamos	incapaces	de	distinguir	nada.	La	filosofía	quiere
volver	al	origen,	quiere	describir	críticamente	la	génesis	de	este	saber,	de	esta
luz.	 Es	 por	 ello	 que	 no	 debe	 dirigirse	 directamente	 a	 los	 fenómenos	 (a	 los
muchos	que	hay,	dice	Fichte),	sino	a	la	luz	que	ilumina	(al	Uno).	El	principio
originario	del	saber	es	una	especie	de	«visión	de	sí	mismo»	del	sol.	Pero	no
podemos	 ver	 el	 sol	 directamente,	 porque	 el	 sol	 intelectual	 en	 cuestión	 es	 el
propio	«ver»,	sería	como	pedir	al	único	faro	del	mundo	que	se	iluminara	a	sí
mismo.	Por	eso	es	como	si	pudiésemos	ver	esta	luz	—que	somos	nosotros	en
nuestro	interior—	solo	en	su	reflejo,	de	forma	indirecta	y	mediante	las	cosas
que	ilumina,	las	infinitas	gotas	de	agua	que	la	reflejan.	La	intuición	intelectual
de	 la	 cual	 se	 sirve	 la	 filosofía	 no	 es,	 según	 Fichte,	 una	 autovisión	 del	 sol
imposible	 y	 mística,	 sino	 que	 se	 trata	 de	 una	 consideración	 reflexiva	 (en	 el
mismo	sentido	que	el	reflejo	de	la	única	luz	en	las	gotas	de	agua)	de	nuestros
conceptos,	 los	 cuales	 por	 un	 lado	 se	 dirigen	 al	 múltiple	 indefinido	 de	 la
experiencia,	pero	que	por	el	otro	deben	reflejar	el	propio	origen,	el	origen	del
saber	en	el	Absoluto.
     El	conocimiento	filosófico	sobre	el	cual	se	basa	la	Doctrina	de	la	ciencia
es,	 en	 este	 sentido,	 un	 reflejo	 del	 Absoluto.	 El	 saber	 no	 puede	 capturar	 lo
originario	 mediante	 conceptos,	 es	 decir,	 con	 reglas	 discursivas	 que	 nos
                                       Página	62
permitan	 hablar	 de	 los	 objetos:	 hay	 que	 entreverlo	 como	 la	 génesis	 que
desaparece	tras	lo	generado,	como	el	principio	que	solo	se	muestra	de	forma
indirecta,	 por	 mediación	 de	 aquello	 que	 produce.	 Lo	 que	 produce	 son
conceptos,	 instrumentos	 que	 usa	 el	 saber	 para	 apropiarse	 de	 las	 cosas.	 Una
vez	 los	 conceptos	 forman	 parte	 de	 la	 crítica	 filosófica	 en	 su	 génesis
trascendental,	estos	se	revelan	como	imágenes	del	Absoluto.
    No	 hay	 que	 confundir	 la	 idea	 de	 imágenes,	 que	 acepta	 la	 reflexión
filosófica	de	Absoluto	(y	sobre	el	Absoluto),	con	la	facultad	de	imaginación
de	la	cual	ya	hemos	hablado.	A	partir	de	la	exposición	de	1804,	Fichte	da	un
nuevo	 sentido	 a	 este	 concepto,	 por	 el	 cual	 la	 imagen	 es	 esencialmente	 el
propio	 saber.	 El	 saber	 recuerda	 al	 propio	 origen	 como	 la	 imagen	 recuerda	 a
eso	de	lo	cual	es	imagen.	En	el	ejemplo	de	la	línea	trazada,	esta	es	la	imagen
de	la	actividad	del	hecho	de	trazar.
    Fichte	utiliza	la	idea	de	la	imagen	para	destacar	la	dependencia	del	saber
frente	a	su	origen,	pues	no	existe	una	imagen	que	no	sea	una	imagen	de	algo
ausente,	que	no	sea	una	copia	de	un	original.	La	relación	de	la	imagen	con	el
Absoluto,	 del	 saber	 con	 su	 génesis,	 es	 el	 elemento	 intuitivo,	 la	 visión	 que
permanece	en	la	base	del	saber	filosófico.	No	vemos	el	original	directamente,
sino	 mediante	 una	 imagen.	 El	 término	 alemán	 «a	 través»	 o	 «mediante»,
Durch,	es	precisamente	el	que	Fichte	utiliza	para	entender	la	naturaleza	de	los
conceptos.
    Al	 mismo	 tiempo,	 la	 dualidad	 entre	 Absoluto	 y	 el	 saber-imagen	 —
dualidad	 que	 solo	 puede	 superarse	 con	 una	 visión	 intelectual,	 con	 una
intuición	 guiada	 por	 el	 discurso	 del	 filósofo,	 pero	 que	 no	 encuentra	 una
traducción	 discursiva	 adecuada—	 es	 la	 relación	 que	 abre	 el	 espacio	 del
discurso,	que	intuye	el	concepto	entendido	como	una	regla	discursiva	con	la
que	 ordenamos	 el	 mundo.	 El	 saber,	 el	 Yo,	 ya	 no	 es	 el	 originario,	 es	 la
mediación	 entre	 el	 Uno	 —la	 vida	 originaria	 que	 en	 el	 saber	 se	 convierte
autoconsciente—	 y	 los	 muchos	 —la	 experiencia	 del	 fenómeno,	 de	 la
conciencia	 finita,	 que	 habla	 del	 mundo	 a	 través	 de	 los	 conceptos—.	 Pero
también	el	Yo	es	el	puente	entre	la	visión	y	el	discurso,	entre	el	silencio	que
entrevé	 la	 unidad	 y	 la	 palabra	 que	 se	 dirige	 a	 la	 multiplicidad	 de	 la
experiencia.
    Este	 valor	 doble	 aúna	 de	 forma	 intuitiva	 Absoluto	 y	 relación	 discursiva.
El	saber-imagen	asume	esta	dualidad	en	la	reflexión	filosófica.
                                     Página	63
    Se	trata	del	núcleo	persistente	que	Fichte	coloca	en	la	cima	del	proyecto
de	 renovación	 de	 su	 Doctrina	 de	 la	 ciencia	 a	 lo	 largo	 de	 las	 sucesivas
exposiciones	desde	1804.
                                    Página	64
Las	principales	exposiciones	de	la	Doctrina	de	la
ciencia
Tras	la	publicación	del	Fundamento	(1794-95),	Fichte	empieza	a
exponer	la	Doctrina	de	la	ciencia	en	sus	clases	en	Jena,	y	lo	hace
con	 una	 base	 metodológica	 diferente	 que	 ya	 no	 prevé	 la
diferencia	entre	teorética	y	práctica.	Fruto	de	esta	nueva	Doctrina
de	la	ciencia	(conocida	como	Wissenschaftslehre	Nova	Methodo),
Fichte	publica	dos	introducciones	en	1797.	En	1801	publica	(junto
con	 su	 escrito	 más	 divulgativo,	 el	 Informe	 claro	 como	 el	 sol)	 la
segunda	edición	del	Fundamento.
Entre	1801	y	1802,	Fichte	da	lecciones	en	su	casa	de	Berlín	a	un
público	 restringido	 y	 expone	 un	 nuevo	 texto	 que	 publicará	 más
adelante	 su	 hijo,	 Immanuel	 Hermann.	 La	 exposición	 de	 1804	 es
más	completa	y	definida,	y	es	por	esto	que	Fichte	tenía	intención
de	 publicarla.	 Sin	 embargo,	 la	 Doctrina	 de	 la	 ciencia	 de	 1804
nunca	 se	 llegó	 a	 publicar,	 pero	 sigue	 siendo	 el	 mejor	 testigo	 del
pensamiento	 de	 Fichte	 en	 su	 etapa	 berlinesa.	 El	 filósofo	 nunca
dejó	 de	 reelaborar	 su	 philosophia	 prima,	 tanto	 para	 los	 cursos
privados	 como	 para	 los	 públicos.	 A	 todo	 esto	 también	 hay	 que
añadir	 la	 exposición	 que	 contiene	 las	 treinta	 lecciones	 de
Erlangen	 (1805),	 la	 de	 Königsberg	 (1807)	 y	 los	 cursos	 sobre	 la
Doctrina	 de	 la	 ciencia	 que	 dio	 en	 la	 Universidad	 de	 Berlín	 en
1811,	1812	y	1813.
                                Página	65
La	representación,	la	vida	y	el	concepto
    En	 las	 últimas	 exposiciones	 de	 la	 Doctrina	 de	 la	 ciencia,	 desde	 la	 de
Königsberg	 de	 1807	 a	 los	 cursos	 en	 Berlín	 (en	 especial	 el	 de	 1811,	 que
muestra	 una	 forma	 estructurada	 y	 completa),	 se	 observa	 un	 abandono	 de	 la
noción	 de	 imagen	 en	 favor	 de	 la	 noción	 de	 representación,	 de	 origen
teológico	pero	con	una	fuerte	connotación	política.	El	Yo	es	el	representante
del	 Absoluto	 antes	 que	 su	 imagen.	 Con	 este	 punto	 de	 vista,	 Fichte	 logra
reformular	su	idea	de	la	intuición	intelectual	de	la	forma	más	amable	y	más
compatible	 posible	 con	 la	 dimensión	 fundamental	 de	 la	 práctica	 del	 Yo	 y	 a
partir	 de	 la	 Grundlage.	 Es	 posible	 porque	 la	 relación	 entre	 la	 imagen	 y	 el
original	 es	 estática	 y	 pasiva:	 se	 trata	 de	 una	 reproducción,	 si	 bien
paradójicamente	el	original	no	puede	ser	reproducido	(porque	no	es	un	objeto,
sino	un	proceso	genético).	En	cambio,	la	relación	entre	el	Yo	que	representa	y
el	Absoluto	representado	es	práctica,	dinámica	y	creativa.	Aclarémoslo:	si	el
Absoluto	 no	 era	 antes	 un	 objeto	 externo	 cuya	 copia	 era	 el	 saber,	 ahora
igualmente	no	es	un	mandante	que	expresa	la	voluntad	y	cuyo	representante
es	el	Yo.	Si	el	Yo	tiene	un	mandato	que	cumplir	del	Absoluto,	se	trata	de	un
mandato	 libre,	 es	 más,	 es	 un	 mandato	 que	 libera	 al	 Yo,	 que	 apela	 a	 la
responsabilidad	 moral	 para	 construir	 un	 mundo	 inteligible	 a	 partir	 del
conocimiento	y	de	la	acción.	El	Absoluto	no	se	impone	a	la	conciencia	como
un	 «¡debes	 hacer	 esto!»:	 se	 trata	 de	 un	 deber	 que	 Fichte	 llama
«condicionado»,	 es	 decir,	 relacionado	 con	 unas	 condiciones	 específicas	 de
acción,	siempre	en	parte	naturales,	y	que	se	expresan	con	el	verbo	müssen.	En
cambio,	la	orden	del	Absoluto	es	solo	un	«¡debes!»	(Soll!),	un	imperativo	no
coactivo	 pero	 moral	 en	 el	 que	 la	 conciencia	 puede	 elegir	 libremente	 si	 lo
sigue;	pero	sobre	todo	se	trata	de	un	imperativo	«vacío»	que	el	Yo	tiene	que
llenar	y	configurar	con	el	inicio	de	un	proyecto	de	acción	en	el	mundo.
    El	mandato	que	el	Yo	recibe	por	parte	del	Absoluto	es	la	conciencia	de	ser
irreducible	 a	 la	 necesidad	 natural	 y	 de	 poder	 ser	 determinado	 libremente
según	la	propia	razón.	Esta	es	la	importancia	del	«¡debes!»	a	partir	de	1804
como	 forma	 de	 aparición	 del	 Absoluto	 en	 la	 conciencia.	 El	 Yo	 deja	 de	 ser
práctico	porque	determina	el	No-Yo	que	se	le	opone.	Es	práctico	porque	se	le
ordena	que	responda	al	llamamiento	de	su	origen,	al	«Soll!»	que	le	recuerda
que	 su	 aparición	 no	 se	 debe	 a	 la	 cadena	 de	 necesidades	 naturales	 (de	 un
                                     Página	66
coercitivo	 müssen),	 sino	 de	 la	 manifestación	 inexplicable,	 gratuita	 y
espontánea	 de	 la	 vida	 como	 inteligencia	 consciente.	 Solo	 en	 virtud	 de	 esta
llamada,	 el	 Yo	 puede	 convertirse	 en	 el	 lugar	 de	 la	 libertad	 y	 de	 la
autodeterminación,	 si	 bien,	 por	 otro	 lado,	 sigue	 siendo	 un	 producto	 de	 la
necesidad	natural.
    Por	 otra	 parte,	 calificar	 al	 Absoluto	 de	 «representante»	 supone	 un
distanciamiento	 del	 Yo	 respecto	 al	 sujeto	 imperativo	 moral	 en	 sentido
kantiano:	el	«Soll»	no	es	la	forma	práctica	de	la	razón,	como	en	Kant	y	en	la
primera	 etapa	 de	 Fichte,	 sino	 que	 es	 un	 imperativo	 ontológico,	 es	 decir,
constitutivo	 de	 la	 propia	 existencia	 del	 Yo.	 El	 Yo	 no	 es	 otra	 cosa	 que	 el
representante	de	la	vida	divina	que	encuentra	en	ella	misma	su	conciencia.	La
existencia	 del	 Yo	 es	 deudora	 de	 su	 proceso	 de	 origen,	 que	 es	 absoluto	 y
espontáneo.	 De	 esta	 forma,	 el	 imperativo	 «¡debes!»	 equivale	 a	 «sé	 libre»	 y
recuerda	al	Yo	cuál	es	su	esencia,	no	solo	su	carácter	moral.
    Pero	la	representación	expresa	de	forma	mucho	más	específica	la	relación
de	dependencia	del	Yo	con	la	«vida	originaria»,	con	el	Absoluto.
     El	Yo	está	llamado	a	dar	forma,	a	aportar	una	configuración	específica	a
lo	 que	 no	 tiene	 forma:	 el	 Absoluto	 precede	 a	 toda	 forma	 determinada.	 El
concepto	 es	 una	 vez	 más	 el	 instrumento	 de	 este	 poder	 formativo	 que	 el	 Yo
ejerce	 por	 encargo	 del	 Absoluto:	 gracias	 al	 orden	 que	 aporta	 el	 saber
conceptual,	la	vida	divina	no	solo	se	manifiesta	en	la	autoconciencia,	sino	que
se	 articula	 ordenadamente	 en	 un	 mundo	 inteligible.	 Esto	 es	 así	 porque	 el
concepto	 es	 el	 Durch,	 el	 trámite	 o	 «mediante»	 que	 refleja	 el	 Uno	 pero	 al
mismo	tiempo	se	relaciona	con	la	multiplicidad	y	lo	clasifica.	El	«concepto»,
en	este	sentido,	es	otra	imagen	o	Bild,	tanto	en	un	sentido	cognoscitivo	como
también	 como	 el	 impulso	 que	 da	 una	 figura	 al	 mundo,	 y	 es	 así	 como	 se
convierte	en	un	modelo	(Vorbild).	El	concepto	es	el	agente	de	la	libertad	que
forma	al	Yo	y	que	este	solo	logra	cuando	representa	al	Absoluto.
    En	el	escrito	de	1800	El	destino	del	hombre.	Fichte	expresa	con	maestría
la	base	del	concepto	y	el	sentido	práctico	de	esta.
      Del	modo	siguiente	concibo	mi	autonomía	como	un	Yo.	Yo	me	atribuyo	la	facultad	de	elaborar
      un	concepto	[…],	me	atribuyo	asimismo	la	facultad	de	manifestar	este	concepto	mediante	una
      acción	real	más	allá	del	concepto;	me	atribuyo	una	fuerza	real,	efectiva,	productora	de	un	ser	—
      que	es	completamente	distinta	a	la	mera	capacidad	de	un	concepto—.	Aquellos	conceptos	que
      llamamos	«conceptos	de	fin»	no	deben	ser,	como	los	«conceptos	de	conocimiento»,	copias	de
      algo	ya	dado,	sino	modelos	(Vorbilder)	de	algo	que	deberá	ser	producido.
                                            Página	67
    El	 pensamiento	 de	 Fichte	 durante	 su	 etapa	 final	 podría	 resumirse	 como
una	 dialéctica	 interminable	 e	 incompleta	 entre	 la	 vida	 y	 el	 concepto.	 El
Absoluto	 es	 la	 vida,	 no	 la	 vida	 biológica	 —que	 es	 parte	 del	 mecanismo
natural—,	sino	la	vida	de	la	inteligencia,	la	autogénesis	espontánea	del	saber.
El	concepto	no	es	el	saber	en	sí	(por	el	cual	no	existe	ningún	concepto	sino
solo	 intuición),	 sino	 el	 saber	 de	 la	 multiplicidad	 de	 los	 fenómenos.	 El
concepto	 nunca	 puede	 agotar	 el	 torrente	 espontáneo	 de	 la	 vida	 y	 tampoco
puede	encerrarlo	completamente	en	una	única	mirada:	la	vida	trasciende	todo
concepto	 determinado,	 porque	 es	 el	 inicio	 inalcanzable	 de	 todo	 concepto.
Además,	 el	 concepto	 no	 es	 solo	 la	 señal	 de	 esta	 imposibilidad:	 cuando	 el
concepto	 se	 convierte	 en	 autorreflexivo	 mediante	 la	 Doctrina	 de	 la	 ciencia,
también	 se	 vuelve	 el	 instrumento	 que	 une	 el	 Uno	 de	 la	 vida	 con	 la
multiplicidad	 de	 la	 experiencia,	 ya	 que	 da	 forma	 y	 orden	 al	 mundo	 y	 así
refleja	y	amplía	el	poder	inagotable	de	la	vida.	Con	una	metáfora	que	propone
Fichte	 podemos	 decir	 que	 el	 concepto	 esparce	 por	 el	 mundo	 las	 gotas	 de	 la
vida,	 que	 son	 el	 reflejo	 de	 una	 infinidad	 inagotable	 de	 puntos	 de	 vista
diferentes	y	que,	a	su	vez,	refleja	la	única	luz	infinita	que	verdaderamente	nos
representa:	la	luz	de	la	inteligencia.
                                     Página	68
La	ética	y	la	filosofía	de	la	religión
La	misión	del	erudito
    Hasta	 ahora	 hemos	 dedicado	 buena	 parte	 de	 nuestro	 tiempo	 a	 explicar
algunos	conceptos	fundamentales	de	la	filosofía	teorética	fichteana,	pues	son
los	conceptos	más	difíciles	de	entender	cuando	leemos	la	obra	de	Fichte.	Pero
Fichte	no	solo	habla	de	la	sistematización	(nunca	completa)	de	la	Doctrina	de
la	ciencia.	También	demuestra	que	es	un	hábil	filósofo	de	la	praxis:	elabora
una	ética,	una	doctrina	del	derecho,	una	política	(con	elementos	concretos	que
encajan	 en	 la	 actualidad)	 y	 una	 filosofía	 de	 la	 religión	 que	 Fichte	 entiende
como	una	guía	a	la	vida	«bienaventurada»,	hacia	la	conducta	más	feliz	y	justa
para	el	hombre.
    El	 interés	 práctico	 vuelve	 acompañado	 de	 una	 aguda	 sensibilidad	 por	 la
situación	 histórico-política	 de	 la	 época	 y	 es	 consecuencia	 directa	 de	 la
filosofía	especulativa	fichteana:	como	ya	hemos	visto,	el	impulso	de	la	razón
para	 mostrarse	 al	 mundo	 y	 transformarlo	 es	 la	 dimensión	 central	 y
fundamental	de	la	actividad	del	Yo.
    La	 filosofía	 práctica	 de	 Fichte	 se	 basa	 en	 la	 Doctrina	 de	 la	 ciencia	 y
depende	 de	 la	 claridad	 de	 las	 estructuras	 esenciales	 de	 la	 conciencia	 como
acción	libre.	No	obstante,	aporta	algo	nuevo	completa	la	idea	de	la	misión	del
hombre	 de	 ciencia.	 Esta	 no	 consiste	 solamente	 en	 perfeccionar	 un	 saber
gracias	 a	 su	 fundamento	 y	 validez,	 sino	 que	 también	 consiste	 en	 difundir	 el
saber	 entre	 la	 gente	 de	 cultura	 para	 luego	 transmitirlo	 a	 las	 generaciones
futuras.
     La	misión	práctica	del	hombre	culto	presupone	la	verdadera	comprensión
y	 la	 justificación	 de	 la	 universalidad	 racional	 porque	 solo	 la	 razón	 aporta	 y
legitima	 las	 ideas	 de	 justicia	 (moral,	 social,	 política).	 La	 Doctrina	 de	 la
ciencia	ofrece	 esta	 justificación	 ya	 que	 es	 la	 única	 y	 verdadera	 filosofía	 que
existe.	Al	mismo	tiempo,	la	Doctrina	de	la	ciencia	no	puede	ser	patrimonio	de
                                      Página	69
unos	 pocos.	 Tras	 algunas	 generaciones	 debería	 convertirse	 en	 la	 base	 de	 la
autocomprensión	 de	 la	 sociedad	 gracias	 a	 un	 trabajo	 de	 difusión	 metódico,
paciente	y	sistemático.	De	hecho,	todo	intento	impaciente	de	«divulgación»	y
popularización	 directa	 desencadenaría	 el	 efecto	 contrario:	 las	 obras
«populares»	de	Fichte	también	presentan	una	dificultad	y	sus	lecciones	fuera
de	la	universidad	siempre	fueron	de	carácter	privado	y	con	un	público	erudito
y	selecto.	La	inexistencia	de	una	gradual	revolución	en	el	sistema	de	las	ideas
(revolución	 basada	 en	 la	 universalidad	 de	 la	 razón)	 es	 para	 Fichte	 la
imposibilidad	de	crear	usa	sociedad	justa.
    Debemos	 tener	 en	 cuenta	 que,	 según	 Fichte,	 el	 pensamiento	 de	 la
universalidad	 de	 la	 razón	 pide	 la	 construcción	 de	 una	 sociedad	 justa	 y
racional:	la	misión	educadora	del	erudito	es	un	deber	impuesto	por	el	objeto
de	su	estudio.
    La	 razón	 es,	 en	 esencia,	 práctica	 y	 activa,	 pues	 no	 solo	 pide	 un	 estudio
destacado	 de	 las	 formas	 abstractas	 del	 pensamiento	 y	 de	 las	 leyes	 generales
del	conocimiento,	sino	que	forma	un	todo	con	la	ética,	con	la	realización	de	la
libertad.	Por	ello,	el	erudito	fichteano	no	es	el	típico	ilustrado	del	siglo	 XVIII
que	considera	que	rescatar	la	sociedad	es	sinónimo	de	criticar	la	superstición.
Difundir	la	razón	significa	lograr	que	todo	hombre	sea	capaz	de	hacer	que	la
libertad	sea	el	centro	de	su	experiencia	vital,	la	actividad	que	le	permita	una
vida	 «bienaventurada»	 y	 justa.	 Para	 quien	 cultiva	 y	 educa	 la	 razón,	 esta	 se
convierte	 en	 un	 interés	 que	 hay	 que	 difundir	 por	 todas	 partes,	 que	 hay	 que
«contagiar»	a	todo	ser	inteligente	para	que	sea	patrimonio	de	todos.
    El	filósofo	 es	el	 «agente	especial»	 de	 esta	razón	 que	quiere	 mostrarse	 al
mundo	 y	 el	 Absoluto	 le	 encarga	 esta	 misión.	 En	 términos	 religiosos
fichteanos	 —análogos	 al	 contenido—,	 el	 sabio	 es	 el	 profeta	 del	 Absoluto
porque	es	la	semilla	con	la	cual	la	vida	divina	de	la	inteligencia	puede	crecer
en	la	realidad	y	puede	dar	lugar	a	una	sociedad	de	hombres	racionales.
                                      Página	70
La	sensibilidad	y	la	autonomía	de	la	voluntad
    La	 razón	 es	 la	 facultad	 que	 produce	 las	 ideas	 universales.	 A	 su	 vez	 y
según	 Fichte,	 se	 trata	 de	 un	 poder	 en	 esencia	 práctico,	 pues	 es	 la	 propia
actividad	de	la	libertad	que	es,	al	fin,	la	autoposición	del	Yo.	Pero	esto	plantea
un	problema:	la	libertad	racional	no	puede	ser	igual	que	la	libertad	de	seguir
los	propios	impulsos	y	satisfacer	cualquier	deseo	que	esté	en	nuestras	manos.
Los	 impulsos	 y	 los	 deseos	 no	 son	 universales,	 se	 dirigen	 directamente	 a	 los
objetos	 particulares	 y,	 simplemente,	 el	 Yo	 los	 encuentra	 en	 su	 interior.	 En
otras	 palabras,	 el	 hombre	 no	 solo	 es	 un	 ser	 racional,	 también	 es	 un	 ser
sensible,	condicionado	por	las	inclinaciones	empíricas	(término	kantiano),	por
la	materia	natural	de	sus	necesidades	y	sus	deseos.
     La	ética	de	Fichte	parte	de	la	dicotomía	(derivada	claramente	de	la	ética
de	Kant)	entre	las	inclinaciones	naturales	y	la	autodeterminación	moral,	entre
la	 heteronomía	 y	 la	 autonomía	 de	 la	 voluntad.	 La	 voluntad	 es	 el	 poder	 (la
facultad,	 das	 Vermögen,	 para	 Fichte)	 de	 dominarse	 en	 la	 acción:	 iniciar	 una
serie	de	efectos	en	el	mundo	basándose	en	la	representación	consciente	de	un
objetivo,	puedo	decir	que	quería	algo	—ir	a	la	piscina,	por	ejemplo—	si	antes
de	hacerlo	visualizo	este	objetivo	en	mi	representación,	incluso	junto	a	otras
opciones	 que	 finalmente	 desestimo.	 Para	 el	 hombre,	 los	 deseos	 como	 ir	 a
piscina	 no	 son	 el	 único	 objeto	 de	 su	 voluntad,	 porque	 el	 hombre	 también
puede	 decidir	 si	 quiere	 y	 cuándo	 quiere	 satisfacer	 las	 necesidades,	 como	 el
hambre	 o	 la	 sed,	 por	 ejemplo.	 Ser	 capaz	 de	 querer	 ya	 implica	 una	 gran
libertad	en	el	mecanismo	de	las	causas	naturales,	en	el	cual	debemos	incluir
nuestro	 cuerpo:	 la	 causa	 de	 la	 acción	 querida	 no	 es	 un	 evento	 natural,	 una
presión	material	o	un	instinto	incontrolable,	sino	la	representación	ideal	de	un
objetivo.
    Sin	 embargo,	 una	 gran	 cantidad	 de	 impulsos	 y	 deseos	 se	 presentan	 de
forma	 espontánea	 en	 la	 representación	 del	 hombre	 y	 estos	 se	 convierten	 en
material	 para	 la	 voluntad.	 Esta	 presencia	 espontánea	 está	 causada	 por	 la
limitación	 y	 la	 pasividad	 del	 ser	 humano	 en	 su	 relación	 con	 la	 naturaleza.
También	por	su	sensibilidad	a	todo	lo	que	muta	en	el	objeto,	mientras	que	el
Yo	como	acción	espontánea	es	lo	que	permanece	siempre	idéntico	a	sí	mismo.
                                     Página	71
El	 cambio	 entre	 las	 representaciones	 prácticas	 es	 continuo	 y	 depende	 de
causas	de	toda	índole.
    Lo	 primordial	 es	 que	 a	 la	 hora	 de	 elegir	 entre	 uno	 u	 otro	 objetivo	 (por
ejemplo,	ir	a	la	piscina	o	al	mar),	la	voluntad	es	sencillamente	arbitraria,	no	es
verdaderamente	libre	y	racional.	Esto	no	significa	que	el	arbitrio	esté	privado
de	razón,	pero	la	razón	activa	en	el	arbitrio	es	la	forma	subordinada	de	cálculo
de	la	utilidad	individual	y	a	la	cual	Fichte	llama	prudencia.	La	prudencia	no
es	 libertad,	 porque	 supone	 la	 dependencia	 del	 Yo	 a	 los	 deseos	 y	 a	 los
objetivos	de	los	cuales	el	Yo	no	es	autor,	pero	se	da	en	su	interior	en	cuanto
ser	sensible	y	natural.
    En	 calidad	 de	 arbitrio,	 la	 voluntad	 es	 heterónoma	 porque	 depende	 de	 la
representación	 sensible	 de	 la	 cual	 no	 es	 la	 causa.	 Observamos	 que	 la
prudencia	 es,	 en	 términos	 de	 Fichte,	 una	 voluntad	 que	 se	 comporta	 como
inteligencia	porque	se	deja	determinar	por	el	No-Yo	en	lugar	de	determinarlo.
Para	 ser	 autónoma,	 la	 voluntad	 debe	 producir	 las	 representaciones	 de	 los
objetivos	a	partir	de	ella	misma,	no	asumirlas	de	forma	pasiva	con	el	trabajo
de	 la	 imaginación	 y	 de	 la	 facultad	 del	 deseo.	 La	 voluntad	 siempre	 quiere
realizar	un	objetivo	y	un	objetivo	es	un	contenido	determinado.	Pero	ningún
contenido	 que	 asuma	 la	 sensibilidad	 (que	 incluye	 la	 imaginación)	 puede
satisfacer	la	exigencia	de	autonomía	de	la	voluntad.	Así	pues,	¿cuál	es	la	voz
pura	 de	 la	 voluntad?	 ¿Qué	 contenido	 representativo	 puede	 producirse	 de
forma	autónoma?
    La	 respuesta	 de	 Fichte	 es,	 en	 parte,	 kantiana:	 se	 trata	 del	 imperativo
categórico	 como	 ley	 moral	 de	 la	 voluntad.	 La	 voluntad	 autónoma	 quiere	 la
propia	forma	universal.	Querer	la	forma	de	la	universalidad	significa	aceptar
como	 único	 contenido	 el	 bien	 máximo,	 la	 idea	 de	 una	 voluntad
completamente	determinada	por	la	ley	moral	y	no	por	los	impulsos	naturales.
Pero	también	significa	querer	un	mundo	en	el	que	reine	la	lealtad,	el	respeto
mutuo	y	el	reconocimiento	de	todo	ser	racional	y	esforzarse	para	alcanzarlo.
La	 ley	 moral	 es	 la	 manifestación	 del	 Yo	 o	 —en	 el	 Fichte	 tardío—	 del
Absoluto	 en	 la	 conciencia,	 y	 constituye	 el	 criterio	 universal	 para	 examinar
toda	acción	del	hombre	en	el	mundo.
    La	voluntad	autónoma	es	tal	porque	obedece	a	la	ley	moral,	y	la	ley	moral
determina	 las	 representaciones	 de	 la	 acción	 no	 basándose	 en	 motivos
                                      Página	72
sensibles,	 sino	 basándose	 en	 las	 ideas,	 en	 producciones	 puras	 de	 la	 razón,
como	son	la	justicia	y	el	bien	máximo.
                                     Página	73
La	teoría	de	los	impulsos
    Ya	 hemos	 visto	 que	 Fichte	 se	 distancia	 claramente	 de	 Kant	 en	 la
concesión	 directa	 ontológica,	 y	 no	 solo	 moral,	 del	 imperativo	 categórico:	 la
ley	 moral	 constituye	 la	 conciencia	 porque	 es	 la	 acción	 espontánea	 de	 la
autoposición	del	Yo.	De	esta	forma,	el	imperativo	categórico	es	la	actividad
originaria	de	la	conciencia,	no	solo	su	forma	práctica	como	propone	Kant:	es
la	tendencia	(concepto	crucial	de	la	ética	y	de	la	filosofía	fichteanas)	infinita,
inagotable	e	incondicional	del	Yo	a	querer	superar	el	contraste	con	el	No-Yo
y	a	realizarse	en	su	totalidad.
    Vale	la	pena	leer	un	fragmento	de	la	Ética	(1798)	donde	Fichte	expone	la
idea	 fundamental	 de	 su	 doctrina	 moral:	 la	 ley	 moral	 no	 es	 otra	 cosa	 que	 la
libertad	de	la	inteligencia,	la	autoposición	del	Yo.
      Nuestra	 afirmación	 es,	 por	 consiguiente,	 esta:	 solo	 la	 inteligencia	 puede	 ser	 pensada	 como
      libre,	y	llega	a	ser	libre	meramente	porque	se	capta	como	inteligencia;	pues	solo	así	pone	su	ser
      bajo	 algo	 que	 es	 superior	 a	 todo	 ser:	 bajo	 el	 concepto.	 Alguien	 podría	 objetar	 […]	 se	 ha
      presupuesto	la	absolutez	como	un	ser	y	como	algo	puesto,	y	la	reflexión,	que	ahora	debe	hacer
      tan	grandes	cosas,	está	ella	misma	condicionada	manifiestamente	por	aquella	absolutez	[…]	Sin
      embargo,	se	inferirá	en	su	lugar	que	incluso	esta	absolutez	es	exigida	para	la	posibilidad	de	una
      inteligencia	en	general	y	que	proviene	de	ella;	que,	por	tanto,	la	proposición	que	se	acaba	 de
      establecer	 puede	 ser	 invertida	 y	 se	 puede	 decir:	 solo	 un	 ser	 libre	 puede	 ser	 pensado	 como
      inteligencia,	una	inteligencia	es	necesariamente	libre.
    Esta	 diferencia	 no	 permanece	 en	 un	 plano	 teorético,	 tiene	 una	 gran
repercusión	en	la	imagen	de	la	vida	práctica	del	hombre.	Fichte	desarrolla	en
la	Ética	(System	der	Sittenlehre)	una	sorprendente	e	innovadora	teoría	sobre
los	impulsos.	Este	libro	es	uno	de	los	exponentes	del	pensamiento	de	Fichte	y
forma	parte	de	las	grandes	obras	maestras	del	idealismo	alemán.
    El	impulso	(Trieb,	del	verbo	treiben,	que	significa	«empujar»	o	«incitar»	y
pensamos	 en	 el	 impulso	 como	 en	 un	 empuje	 interno	 e	 inmediato)	 es	 la
realidad	 práctica	 que	 el	 Yo	 adquiere	 con	 el	 conocimiento	 sensible,	 en	 la
experiencia	cotidiana.	Sabemos	que	la	tendencia	infinita	del	Yo	actúa	siempre
en	 relación	 con	 un	 contraste,	 con	 una	 oposición	 con	 el	 No-Yo.	 Se	 trata
justamente	 de	 la	 tendencia	 a	 superar	 sin	 cesar	 esta	 oposición.	 Para	 el
conocimiento	 concreto,	 el	 contraste	 se	 representa	 mediante	 la	 sensibilidad.
Mientras	la	actividad	del	Yo	es	inmutable	y	atemporal,	permanece	sensible	a
                                               Página	74
todo	 aquello	 que	 en	 nosotros	 cambia	 con	 el	 tiempo,	 ya	 sea	 material
representativo	que	adoptamos	de	forma	pasiva,	ya	sea	nuestro	propio	cuerpo
con	su	biología	que	sigue	las	leyes	de	la	naturaleza	y	no	las	de	la	voluntad.
    Sin	embargo,	la	ley	moral	ordena	que	se	actúe:	actuar	significa	modificar
de	 forma	 intencionada	 la	 sensibilidad,	 captar	 en	 un	 primer	 momento	 la
representación	 de	 nuestros	 objetivos,	 luego	 la	 materia	 de	 nuestros	 cuerpos	 y
empezar	una	serie	de	efectos	en	el	mundo	a	través	del	cuerpo[4].
     La	 tendencia	 del	 Yo	 es,	 de	 este	 modo,	 por	 un	 lado,	 la	 energía	 de	 la
autoconciencia,	 que	 es	 una	 acción	 atemporal	 porque	 —como	 hemos	 visto—
es	 instantánea	 e	 inteligible,	 no	 sensible.	 Por	 otro	 lado,	 es	 necesario	 que	 la
autoconciencia	 ejerza	 una	 fuerza	 concreta,	 un	 impulso	 material	 en	 la
sensibilidad	a	la	cual	se	opone,	ya	que	de	lo	contrario	no	podría	actuar	en	un
mundo	sensible.	 Fichte	 concibe	este	 empuje	 como	un	 impulso	 infinito	 hacia
la	independencia.	Para	la	conciencia	sensible,	el	Yo	existe	como	una	presión
sin	una	causa	material	precedente,	porque	deriva	de	la	actividad	inmaterial	y
atemporal	—solo	inteligible—	de	la	conciencia.
    Pero	¿qué	consecuencias	tiene	que	la	ley	moral	sea	un	impulso	originario
del	 Yo?	 ¿Esta	 es	 la	 forma	 en	 que	 se	 menosprecia	 la	 adhesión	 desinteresada
que	caracteriza	la	obediencia	a	la	ley	moral,	tal	y	como	lo	había	logrado	Kant
con	 la	 separación	 de	 la	 razón	 respecto	 a	 la	 sensibilidad?	 En	 primer	 lugar
podríamos	responder	que	solo	en	el	caso	de	que	el	Yo	pueda	convertirse	en
una	 fuerza	 material,	 en	 un	 sentimiento	 positivo	 que	 incentiva	 la	 acción
correcta,	entonces	la	ley	moral	cobra	sentido	para	la	conciencia.	En	Kant,	la
unión	práctica	entre	la	razón	pura	y	la	sensibilidad	estaba	garantizada	por	el
sentimiento	del	respeto,	pero	se	trataba	de	una	solución	un	poco	precaria.	En
cambio,	 en	 la	 teoría	 fichteana	 de	 la	 autoposición	 del	 Yo	 la	 conciencia	 se
determina	por	sí	misma	con	la	receptividad:	acoge	en	su	interior	la	materia	de
la	sensibilidad	y	del	No-Yo,	y,	por	lo	tanto,	se	vuelve	sensible,	encarnada	en
un	sentimiento	práctico	gracias	únicamente	a	sí	misma	y	a	su	espontaneidad.
    Pero	este	no	es	el	punto	central.	Es	necesario	que	el	impulso	originario	se
divida,	que	siempre	se	manifieste	en	una	duplicidad:	una	parte	como	impulso
puro	hacia	la	independencia,	que	incite	a	superar	activamente	la	sensibilidad
y	la	pasividad	del	Yo,	y	otra	como	un	conjunto	de	los	impulsos	naturales	que
persiguen	la	satisfacción	mediante	los	estímulos	sensibles.	Los	principios	de
la	ética	reflejan	los	de	la	Doctrina	de	la	ciencia:	el	Yo	como	sujeto	se	opone
                                      Página	75
necesariamente	 al	 Yo	 como	 objeto,	 pasivo	 frente	 al	 No-Yo.	 Estos	 dos
momentos	 pueden	 subsistir	 solamente	 gracias	 a	 su	 relación	 recíproca.	 El
impulso	puro	expresa	la	tendencia	infinita	del	Yo	a	determinar	la	sensibilidad.
El	impulso	natural	expresa	la	misma	tendencia,	pero	solo	en	cuanto	receptiva
del	No-Yo:	se	trata	de	un	único	e	igual	impulso	hacia	la	autoafirmación	del
Yo,	que,	sin	embargo,	debe	existir	con	esta	forma	dual	y	conflictiva.
    La	 vida	 concreta	 del	 sujeto	 es	 una	 lucha	 constante	 sin	 tregua	 entre	 el
impulso	hacia	la	independencia	absoluta	del	Yo	y	los	impulsos	que	podríamos
llamar	 autoconservadores,	 en	 los	 cuales	 el	 Yo	 busca	 afirmarse	 mediante	 la
satisfacción	de	los	estímulos	sensibles.	A	diferencia	del	pensamiento	de	Kant,
estos	impulsos	también	tienen	su	raíz	en	la	actividad	del	Yo,	que	se	convierte
con	 Fichte	 en	 la	 base	 unitaria	 de	 toda	 vida	 práctica,	 incluyendo	 la
caracterizada	 por	 inclinaciones	 sensibles	 como	 las	 necesidades	 y	 los	 deseos.
Una	 vez	 más	 podemos	 ver	 como	 el	 impulso	 puro	 no	 es	 en	 sí	 mismo	 moral,
sino	 más	 bien	 ontológico,	 ya	 que	 expresa	 simplemente	 la	 autoconstitución
espontánea	de	la	conciencia.
    Sin	 embargo,	 para	 Fichte	 existe	 obligatoriamente	 un	 impulso	 moral:	 se
trata	 de	 aquel	 que	 en	 el	 plano	 práctico	 corresponde	 al	 tercer	 principio
fundamental	de	la	Doctrina	de	la	ciencia	y	que	determina	la	relación	entre	el
Yo	y	el	No-Yo.
    El	 impulso	 moral	 es	 la	 necesidad	 del	 sujeto	 para	 dar	 rienda	 suelta	 al
impulso	puro	en	una	forma	determinada:	como	educación	y	«cultivo»	de	los
impulsos	 naturales.	 El	 impulso	 moral	 es	 también	 un	 impulso	 mixto:	 pide	 la
subordinación	de	la	sensibilidad	a	la	independencia	del	Yo,	pero	no	en	calidad
de	 oposición	 y	 negación	 absoluta,	 sino	 como	 forma	 progresiva	 de	 la
sensibilidad	hacia	los	objetivos	de	la	razón.	La	moral	no	es	otra	cosa	que	este
proceso	 educativo	 incesante	 cuyo	 objetivo	 final	 es	 la	 idea	 perfecta	 (en	 sí
misma	 inalcanzable)	 del	 bien	 máximo,	 es	 decir,	 de	 una	 conciencia	 cuya
sensibilidad	es	la	expresión	directa	de	una	voluntad	moral.
    La	deducción	de	un	impulso	moral	específico	en	cuanto	impulso	mixto	es
el	elemento	fundamental	y	original	de	la	ética	de	Fichte.	Este	impulso	siempre
está	presente	en	todo	hombre,	de	lo	contrario,	la	voz	de	la	ley	moral	no	podría
ser	 nunca	 escuchada	 por	 una	 conciencia	 sensible.	 Pero	 en	 el	 caso	 de	 que
ocurriera,	la	ley	moral	desaparecería	y,	con	ella,	también	la	naturaleza	del	Yo
como	 acción	 espontánea.	 Pero	 esto	 no	 significa	 que	 todos	 los	 hombres
                                     Página	76
busquen	 siempre	 e	 incesantemente	 esta	 tendencia	 hacia	 la	 moralidad.	 De
hecho,	al	principio	el	impulso	moral	solo	es	la	abstracción	del	sentimiento	del
bien	y	del	mal,	que	Fichte	llama	Gewissen:	la	ética	pide	que	este	sentimiento
tome	forma	y	actúe,	que	pueda	organizar	y	educar	los	impulsos	naturales	en
un	 sistema	 concreto	 de	 deberes	 (lo	 encontramos	 en	 la	 tercera	 parte	 de	 la
Ética).	La	consecuencia	que	sacamos	es	que	la	ética	de	Fichte	no	es	una	ética
de	 la	 forma	 racional	 como	 la	 de	 Kant	 (lo	 que	 no	 quiere	 decir	 una	 ética
formalista	 en	 sentido	 peyorativo):	 se	 trata	 de	 una	 doctrina	 material	 de	 los
deberes	basada	en	la	acción	del	impulso	moral,	en	la	educación	progresiva	de
los	impulsos	materiales	y	concretos	de	los	hombres	guiada	por	la	idea	del	bien
máximo	como	independencia	absoluta	del	Yo.
     Merece	la	pena	ver	un	último	punto:	la	crítica	hegeliana	considera	que	la
ética	de	Fichte	es	una	expresión	ruda,	un	proceso	incompleto	y	frustrado	sin
solución,	 e	 incapaz	 de	 tratar	 la	 educación	 racional	 con	 sensibilidad.	 Esta
crítica	 malinterpreta	 el	 sentido	 de	 la	 doctrina	 fichteana	 de	 los	 impulsos,
porque	coloca	la	idea	del	bien	máximo	al	exterior	del	proceso	de	educación
moral	de	los	hombres	y	parece	que	tenga	una	estructura	incompleta.
    En	 cambio,	 la	 idea	 de	 una	 independencia	 absoluta,	 de	 una	 voluntad
perfectamente	justa,	es	completa	gracias	a	la	acción	del	propio	impulso	moral
es	una	acción	del	Yo	que	no	tiene	otra	finalidad	que	la	misma,	que	la	propia
acción.
    Lo	interesante	es	que	se	trata	de	una	idea	intrínsecamente	inagotable,	que
nunca	 se	 realizará	 por	 completo	 en	 la	 realidad	 temporal;	 a	 una	 idea	 que
recuerda	a	la	libertad	que	tiene	el	hombre	para	organizar	la	vida	práctica	en
figuras	que	siempre	son	nuevas.	Para	entender	este	punto,	debemos	tener	en
cuenta	 que	 para	 Fichte	 la	 constitución	 política	 perfecta	 es	 aquella	 que	 se
modifica	 por	 sí	 misma	 en	 el	 tiempo,	 realizando	 con	 formas	 nuevas	 una
relación	de	igualdad	entre	todas	los	hombres	en	cuanto	seres	morales.
                                     Página	77
La	tensión	entre	el	Yo	y	el	Romanticismo
                          Durante	los	años	en	que	Fichte	enseña	en
                          Jena,	 esta	 ciudad	 se	 convierte	 en	 la	 cuna
                          del	     movimiento	     romántico,	      cuyos
                          protagonistas	 (los	 hermanos	 Schlegel,
                          Novalis,	 Tieck	 y	 en	 parte	 Schelling)	 se
                          reúnen	alrededor	de	la	revista	Athenaeum.
                          De	 todos	 los	 topoi	 o	 argumentos	 de	 la
                          naciente	 literatura	 romántica,	 el	 más
                          valioso	 es	 la	 imagen	 del	 Streben,	 de	 la
                          tensión	inagotable	de	la	subjetividad	hacia
                          el	infinito.	Y	no	podía	ser	de	otra	forma	en
                          la	doctrina	ética	de	Fichte.
                              Si	 bien	 existen	 puntos	 en	 común	 entre	 la
Un	 ejemplar	 de	 la	 revista filosofía	 fichteana	 y	 el	 Romanticismo
Athenaeum.                    (Novalis	 era	 un	 lector	 apasionado	 de
                              Fichte	 y	 Schopenhauer	 asistirá	 a	 los
cursos	 en	 Berlín),	 predominan	 no	 obstante	 los	 elementos	 de
desacuerdo.
De	hecho,	según	los	románticos,	la	tensión	del	individuo	hacia	el
infinito	 está	 guiada	 por	 un	 presentimiento	 irracional,	 por	 una
intuición	casi	artística	de	la	profunda	unidad	de	las	cosas.	Es	por
este	 motivo	 que	 hablamos	 de	 una	 tensión	 creativa,	 capaz	 de
liberar	 el	 poder	 simbólico	 y	 productivo	 de	 una	 imaginación	 que
trasciende	toda	razón.
Para	Fichte,	en	cambio,	la	tensión	es	la	actividad	de	la	razón,	su
producción	en	el	mundo.	No	se	trata	de	la	potencia	inconsciente
de	la	imaginación	o	de	la	intuición	que	alimenta	la	tensión	del	Yo
hacia	 el	 infinito,	 sino	 de	 la	 fuerza	 de	 una	 razón	 que	 busca	 su
propio	 contenido	 en	 el	 mundo,	 que	 quiere	 encontrarse	 en	 la
realidad	como	patrimonio	común	de	todos	los	hombres.	Si	en	los
románticos	 el	 motor	 del	 hombre	 es	 la	 energía	 profunda	 e
indescriptible	de	la	individualidad,	para	Fichte,	en	cambio,	se	trata
de	la	universalidad	de	la	razón.
                                 Página	78
Dios	como	orden	moral	del	mundo.	¿Fichte,	ateo?
    La	 reflexión	 sobre	 la	 religión	 es	 fundamental	 a	 lo	 largo	 de	 la	 vida	 de
Fichte,	y	en	particular	a	partir	de	su	ópera	prima,	el	Ensayo	de	una	crítica	de
toda	 revelación	 de	 1792,	 que,	 como	 sabemos,	 le	 aportó	 la	 fama.	 Tras	 las
acusaciones	 de	 ateísmo	 y	 el	 abandono	 de	 la	 Universidad	 de	 Jena,	 Fichte
intenta	 conciliar	 los	 principios	 de	 la	 Doctrina	 de	 la	 ciencia	 con	 los
fundamentos	 de	 la	 religión	 cristiana,	 en	 especial	 a	 través	 de	 una	 original
relectura	de	tipo	filosófico	del	Evangelio	de	San	Juan.	Para	recuperarse	de	las
acusaciones,	 Fichte	 empieza	 a	 enfatizar	 la	 coincidencia	 entre	 la	 auténtica
filosofía	y	el	auténtico	cristianismo.	Esto,	junto	con	la	cada	vez	mayor	huella
teológica	 que	 observamos	 en	 su	 filosofía	 berlinesa	 (que	 ve	 el	 Absoluto	 o	 la
vida	 divina	 en	 la	 base	 del	 Yo	 o	 del	 saber),	 ha	 hecho	 que	 muchos	 lectores
piensen	que	no	existe	una	continuidad	entre	el	primer	Fichte	y	el	segundo.
    En	 realidad,	 el	 verdadero	 núcleo	 del	 pensamiento	 de	 Fichte	 permanece
intacto	a	lo	largo	de	los	años,	si	bien	es	verdad	que	algunos	aspectos	de	tipo
teológico	sobresalen	más.	Es	por	este	motivo	que	la	relación	entre	filosofía	y
religión	no	logra	rechazar	las	tesis	célebres	que	hallamos	en	el	Ensayo	de	una
crítica	 de	 toda	 revelación.	 En	 este	 ensayo	 ya	 encontramos	 el	 primer	 esbozo
de	la	doctrina	de	la	ética	que	se	convertirá	en	la	obra	maestra	de	1798.	Fichte
trata	 y	 articula	 con	 gran	 maestría	 la	 tesis	 kantiana	 por	 la	 cual	 la	 verdadera
religión	solo	puede	ser	una	parte	de	la	ética.
     Esta	tesis	es	claramente	provocadora	y	arma	un	gran	revuelo,	no	solo	por
el	tradicionalismo	religioso	del	período	de	Fichte,	sino	también	porque	se	ve
como	un	ataque	a	una	idea	que	se	repite	en	todas	las	épocas:	Dios	es	un	ente
personal	 y	 trascendente,	 que	 se	 revela	 al	 hombre	 sin	 condición	 y	 de	 forma
inexplicable	 para	 la	 razón,	 siendo	 solo	 accesible	 mediante	 la	 fe.	 De	 hecho,
Dios	es	para	Fichte	una	idea	inmanente	a	la	voluntad	moral,	un	producto	de	la
razón	práctica.
    En	su	escrito	de	1798	Sobre	el	fundamento	de	nuestra	fe	en	un	gobierno
divino	del	mundo,	Fichte	escribe:
      este	orden	moral	vivo	y	actuante	es	Dios	mismo;	no	necesitamos	ningún	otro	Dios	ni	podríamos
      comprenderlo.
                                          Página	79
     Estamos	ante	una	idea	necesaria	para	todo	ser	moral	y	debemos	recordar,
una	vez	más,	que	en	Fichte	«idea»	no	es	sinónimo	de	representación	subjetiva
e	 irreal:	 la	 actividad	 de	 la	 razón	 es	 la	 producción	 de	 ideas,	 pero	 también	 de
perfección,	 bienaventuranza	 y	 justicia,	 que	 no	 encuentran	 una
correspondencia	adecuada	en	el	mundo,	pero	que	admiten	juzgarlo	desde	un
punto	de	vista	universal.	Y	la	actividad	de	la	razón	es	lo	más	real	que	existe,
más	que	los	objetos	externos,	porque	es	la	única	actividad	que	se	sostiene	por
sí	misma,	que	no	tiene	causa	externa	ni	debe	responder	ante	nadie,	pero	que	se
genera	y	se	justifica	a	partir	de	sí	misma.	Es	por	estos	dos	motivos	que	Fichte
siempre	 rechaza	 claramente	 las	 acusaciones	 de	 ateísmo.	 Pero	 todavía
debemos	 hablar	 del	 hecho	 de	 que,	 para	 Fichte,	 Dios	 no	 es	 trascendente
respecto	a	la	razón	humana	y	tampoco	se	revela	a	ella	como	un	milagro,	sino
que	 es	 el	 orden	 moral	 interior	 de	 la	 razón,	 el	 producto	 más	 elevado	 de	 su
autolegislación	práctica.
    La	transformación	progresiva	del	pensamiento	de	Fichte	consiste	más	bien
en	 esto.	 La	 actividad	 de	 la	 razón	 es	 a	 primera	 vista	 autogenerada	 por	 el	 Yo
mientras	que	luego	aparece	como	una	vida	humana	de	la	cual	participa	el	Yo
del	hombre	sin	poder	agotarla.	Pero	esta	vida	divina	sigue	siendo	la	vida	de	la
razón,	no	la	revelación	de	una	voluntad	personal	trascendente.	Por	lo	demás,
en	 el	 primer	 Fichte	 el	 Yo	 puro	 es	 sencillamente	 ca	 consciencia	 del	 hombre
porque	de	lo	que	se	trata	es	de	su	acción	originaria	de	autogénesis.
                                       Página	80
La	crítica	al	concepto	de	revelación
    En	su	libro	de	1792,	Fichte	somete	el	concepto	religioso	de	revelación	a
una	 fuerte	 crítica	 trascendental	 que	 se	 basa	 en	 la	 teoría	 de	 Kant.	 Se	 trata	 de
una	búsqueda	que	debe	probar	la	validez	de	un	concepto	mediante	su	génesis
en	los	primeros	principios	del	saber.	De	esta	crítica	se	desprende	una	severa
restricción	 del	 uso	 legítimo	 del	 concepto	 de	 revelación,	 una	 crítica	 que
conduce	 a	 la	 eliminación	 del	 valor	 cognoscitivo	 y	 práctico	 de	 toda	 fe	 no
inspirada	 en	 la	 razón,	 de	 toda	 voluntad	 de	 obediencia	 que	 no	 esté	 reforzada
por	aquello	que	nuestra	autonomía	racional	nos	ordena.
    Según	 Fichte,	 la	 obediencia	 a	 Dios	 no	 puede	 legitimarse	 con	 la	 fe	 en	 la
revelación,	sino	solo	con	la	obediencia	a	la	ley	moral	de	la	razón.
    Toda	autoridad	religiosa	es	ilegítima	si	se	opone	a	las	órdenes	morales	y
superiores	 de	 la	 razón,	 que	 para	 el	 hombre	 son	 la	 única	 fuente	 auténtica	 de
obligación.	 Frente	 a	 la	 razón	 práctica,	 Dios	 encarna	 la	 idea	 necesaria	 de	 la
santidad,	es	decir,	una	voluntad	que	encaja	a	la	perfección	con	la	ley	moral.	A
su	 vez,	 la	 inmortalidad	 del	 alma	 es	 la	 idea	 en	 la	 que	 la	 razón	 proyecta	 una
coincidencia	 infinita	 en	 el	 tiempo	 entre	 voluntad	 moral	 y	 sensibilidad,	 pero
ambas	 ideas	 solo	 son	 posibles	 en	 los	 postulados	 prácticos	 de	 la	 razón,	 no
como	 entidades	 objetivas	 y	 trascendentales.	 Dios	 es	 lo	 sobrenatural	 en
nosotros,	 es	 el	 poder	 de	 autolegislación	 de	 nuestra	 razón	 y	 no	 es	 la	 causa
sobrenatural	de	los	fenómenos	externos	tal	y	como	lo	presenta	la	revelación
religiosa.
    La	religión	racional	es	la	idea	necesaria	de	toda	voluntad	racional	de	Dios
en	cuanto	orden	moral	del	mundo.	En	lo	que	concierne	a	Kant,	e	insinuando
las	diferencias	que	ya	hemos	visto	en	relación	con	la	ética,	Fichte	reconoce	la
génesis	 de	 esta	 religión	 en	 un	 impulso	 moral	 que	 está	 presente	 de	 forma
natural	 en	 todos	 los	 hombres.	 Existe	 una	 tendencia	 religiosa	 espontánea	 y
natural	en	el	hombre:	tan	pronto	como	se	experimenta	el	conflicto	entre	la	ley
moral	y	la	sensibilidad,	resulta	inevitable	imaginar	un	ser	perfecto	en	el	que	la
lucha	ha	sido	pacificada	gracias	al	dominio	de	la	razón.	Esto	explicaría	como
surge	 la	 idea	 de	 una	 religión	 revelada,	 algo	 bastante	 natural	 en	 muchos
pueblos	del	mundo.
                                        Página	81
    La	 respuesta	 de	 Fichte	 es	 que	 la	 búsqueda	 crítico-genética	 de	 las
facultades	 prácticas	 del	 hombre	 no	 logra	 demostrar	 la	 necesidad	 de	 la
revelación,	 ni	 siquiera	 su	 imposibilidad.	 De	 hecho,	 la	 religión	 natural	 parte
del	deber	como	hecho	indiscutible	de	la	conciencia	y	que	todo	hombre	debe
percibir.	Sin	embargo,	la	religión	natural	no	logra	explicar	cómo	este	hecho	es
producto	sea	cual	sea	la	causa	de	la	razón.	Esta	explicación	es	necesaria	para
que	el	deber	nos	obligue	de	forma	legítima.
    La	 revelación	 se	 resume	 con	 la	 aceptación	 de	 una	 causa	 sobrenatural	 de
orden	material	(la	creación,	una	idea	a	la	que	Fichte	niega	cualquier	realidad)
en	cuanto	principio	del	deber	que	cada	uno	de	nosotros	siente	en	su	interior.
Así	pues,	si	Dios	debe	revelarse	en	cuanto	causa	sobrenatural,	lo	hará	a	unos
pocos	 elegidos	 y	 no	 a	 todos,	 pues	 si	 se	 revelara	 a	 todos	 no	 sería	 necesario
discutir	 la	 posibilidad	 de	 la	 revelación.	 Admitir	 una	 revelación	 divina
significa,	 de	 hecho,	 conferir	 autoridad	 moral	 o	 política	 a	 profetas	 o	 a
iluminados,	a	personas	que	afirman	hablar	en	nombre	de	la	divinidad.	Y	esta
afirmación	 nunca	 podría	 ser	 ni	 convalidada	 ni	 desmentida	 por	 la	 razón
teorética.
     Sin	embargo,	la	media	aceptación	de	una	posible	revelación	divina	(y	en
consecuencia	 de	 la	 institución	 eclesiástica)	 esconde	 una	 deslegitimación
crítica	más	radical.	¿Cómo	podemos	otorgar	la	autoridad	divina	a	los	profetas
si	no	sabemos	qué	es	el	concepto	de	divinidad	y	qué	puede	ser	una	autoridad
para	Dios?	La	posibilidad	de	una	revelación	dependería	de	la	disposición	a	la
religión	 natural,	 pero	 también	 demostraría	 un	 grado	 de	 inmadurez	 de	 la
humanidad.	Si	de	verdad	tenemos	que	recurrir	al	origen	del	deber	moral	para
legitimarlo,	 esta	 explicación	 sería	 la	 base	 de	 gestación	 de	 la	 Doctrina	 de	 la
ciencia	de	Fichte:	el	sentimiento	del	deber	no	puede	tener	una	causa	material
externa,	 porque	 es	 el	 propio	 acto	 con	 el	 cual	 la	 razón	 se	 produce	 en	 la
conciencia,	 se	 revela	 en	 cuanto	 causa	 de	 sí	 misma.	 La	 filosofía	 crítica	 no
puede	demostrar	que	la	revelación	sea	imposible,	pero	con	los	hechos	puede
convertirla	en	inútil	para	todo	hombre	que	mire	hacia	la	moralidad.
                                      Página	82
La	vida	bienaventurada
    La	obra	La	exhortación	a	la	vida	bienaventurada	(1806)	presenta	la	mejor
y	menos	compleja	introducción	al	difícil	pensamiento	teórico	de	Fichte	en	su
etapa	berlinesa.	Es	fruto	de	un	pensamiento	maduro	que	muestra	unas	nuevas
relaciones	 (pero	 no	 todas)	 entre	 filosofía	 y	 religión.	 Fichte	 expone	 su	 teoría
del	 saber	 en	 cuanto	 existencia	 de	 la	 vida	 originaria,	 en	 cuanto	 Absoluto.
Como	 ya	 sabemos,	 esta	 dualidad	 se	 encuentra	 a	 caballo	 entre	 el	 origen	 del
saber	 (que	 los	 conceptos	 no	 pueden	 abarcar)	 y	 el	 saber	 como	 forma	 del
concepto,	del	Yo	que	se	refleja	en	sí	y	se	opone	a	un	mundo.	El	concepto	es	el
trámite	entre	el	Uno	de	la	vida	originaria	(al	que	se	alude	en	modo	indirecto,
metafórico)	y	la	multiplicidad	del	mundo.	Es	por	ello	que	sin	la	aparición	del
Uno	como	concepto,	como	Yo	en	el	hombre,	el	mundo	no	estaría	iluminado
por	 la	 luz	 de	 la	 inteligencia,	 cuya	 fuerza	 es	 la	 única	 que	 puede	 construir	 el
orden	y	las	leyes	internas.
    En	 términos	 figurativos	 podemos	 decir	 que	 el	 concepto	 crea	 el	 mundo,
incluso	cuando	Fichte	no	cambia	de	opinión	sobre	la	irrealidad	de	la	idea	de
creación.
    Este	 nuevo	 punto	 de	 vista	 le	 permite	 valorar	 el	 auténtico	 núcleo	 de	 la
verdad	 del	 cristianismo	 que	 las	 Sagradas	 Escrituras	 han	 transmitido	 al
Evangelio	de	San	Juan	y	a	las	enseñanzas,	según	las	cuales	el	Verbo	(Logos
para	Fichte)	se	hace	carne	en	el	mundo	con	El	Salvador.	De	esta	forma,	Fichte
admite	 la	 posibilidad	 de	 una	 lectura	 auténticamente	 religiosa	 de	 su	 doctrina
teorética:	el	saber	surge	como	la	acción	divina	de	la	revelación,	pues	la	vida
originaria	se	ofrece	sin	condiciones	al	saber	y	al	Yo.	Jesús,	en	este	sentido,	es
un	 símbolo	 adecuado	 de	 la	 unidad	 inexplicable	 y	 originaria	 entre	 la	 vida
divina	 y	 la	 vida	 humana,	 entre	 el	 Absoluto	 y	 el	 saber.	 No	 obstante,	 no	 hay
nada	que	se	aleje	más	de	la	idea	del	Absoluto	en	cuanto	voluntad	personal	o
causa	sobrenatural	de	los	fenómenos:	Fichte	sigue	manteniendo	que	la	«vida
divina»	es	el	acto	de	origen	de	la	inteligencia,	el	surgimiento	de	la	razón.
    Pero	 la	 adecuación	 de	 una	 representación	 religiosa	 como	 nexo	 entre	 el
Absoluto	 y	 el	 Yo	 ya	 supone	 un	 cambio	 significativo	 respeto	 a	 sus	 primeros
escritos.	Fichte	ya	no	entiende	la	vida	religiosa	como	una	parte	secundaria	de
                                       Página	83
la	 moral,	 sino	 como	 el	 complemento	 de	 la	 moralidad	 en	 sí.	 La	 mayor
aspiración	 del	 hombre	 es,	 de	 hecho,	 la	 bienaventuranza,	 entendida	 como	 la
satisfacción	de	la	unión	del	Yo	con	el	Uno,	de	la	experiencia	temporal	con	la
unidad	absoluta	que	está	fuera	del	tiempo.	Si	en	la	primera	etapa	de	Fichte	la
moral	 es	 la	 expresión	 de	 la	 afirmación	 de	 la	 independencia	 infinita	 del	 Yo,
ahora	 el	 objetivo	 es	 la	 autodestrucción	 del	 Yo	 por	 su	 amor	 al	 Absoluto,	 el
amor	a	Dios	es	la	auténtica	forma	de	vida	religiosa.
    Sin	 embargo,	 no	 exageremos	 y	 hagamos	 dos	 consideraciones	 sobre	 la
importancia	de	esta	transformación.	En	primer	lugar,	el	objetivo	primario	de
las	 aspiraciones	 humanas	 sigue	 siendo	 la	 comprensión	 filosófica,	 no	 la
religión.	De	hecho,	la	unión	con	el	Uno,	si	bien	es	verdad	que	complementa	y
satisface	 al	 hombre,	 solo	 se	 completa	 con	 la	 explicación	 trascendental	 de	 la
génesis	 del	 Yo.	 El	 sentimiento	 religioso	 de	 bienaventuranza	 no	 es
autosuficiente,	porque	depende	de	la	comprensión	filosófica	de	la	relación	del
Uno	y	lo	múltiple.	Así	pues,	en	definitiva,	para	Fichte	la	religión	sigue	siendo
una	parte	subordinada	al	orden	de	la	razón.
    En	segundo	lugar,	la	disolución	del	Yo	en	el	Uno	no	es	sinónimo	de	amor
místico:	 es	 la	 expansión	 infinita	 del	 poder	 de	 la	 vida	 divina	 «canalizada»	 a
través	del	concepto,	a	través	de	la	acción	y	el	conocimiento	del	hombre	en	el
mundo.	 Se	 trata	 de	 la	 afirmación	 de	 la	 independencia	 de	 una	 razón	 que	 se
gobierna	a	sí	misma,	que	se	produce	y	se	comprende	a	partir	de	ella	misma,	a
lo	que	Fichte	llama	en	su	primera	etapa	el	Yo	puro	o	yoidad.	Desde	un	punto
de	vista	nuevo	vemos	que	el	cambio	del	concepto	fichteano	depende	de	una
nueva	formulación	del	mismo	problema	—la	intuición	intelectual	del	Yo—	en
lugar	de	depender	de	una	nueva	solución.
                                      Página	84
El	derecho	natural	en	la	época	del
pecado.	Teoría	política	y	actualidad
histórica
La	finalidad	política	de	la	razón
    La	reflexión	política	de	Fichte	es	fundamental	en	todo	su	pensamiento,	tal
y	 como	 lo	 demuestran	 sus	 obras	 Reivindicaciones	 de	 la	 libertad	 de
pensamiento	 y	 otros	 escritos	 políticos	 y	 Contribuciones	 destinadas	 a
rectificar	 el	 juicio	 del	 público	 sobre	 la	 Revolución	 francesa,	 ambas
publicadas	 en	 1793.	 Con	 estas	 dos	 obras,	 el	 joven	 Fichte	 se	 da	 a	 conocer
como	 uno	 de	 los	 mayores	 seguidores	 alemanes	 de	 la	 legitimidad	 de	 la
revolución	jacobina.	Como	consecuencia	de	ello	alcanza	popularidad	entre	los
estudiantes	 jóvenes	 y	 da	 una	 imagen	 tangible	 al	 gran	 impacto	 político	 del
pensamiento	 crítico	 kantiano.	 Tenemos	 la	 impresión	 de	 que	 en	 esta	 época
Kant	 y	 sus	 seguidores	 (Fichte,	 el	 más	 brillante)	 eliminan	 por	 completo	 el
pensamiento	 tradicional	 y	 dogmático,	 y	 afirman	 los	 derechos	 infinitos	 de	 la
razón	y	de	una	moral	basada	en	fundamentos	racionales,	no	en	la	revelación
religiosa.	Una	vez	terminada	esta	transformación	del	pensamiento	que	sitúa	la
razón	 en	 el	 escalafón	 más	 alto,	 la	 revolución	 política	 resulta	 inevitable:
Francia	 demuestra	 que	 ha	 llegado	 el	 momento	 propicio	 para	 una	 sociedad
fundada	 en	 la	 libertad	 igualitaria	 de	 los	 hombres	 en	 cuanto	 seres	 morales	 y
racionales.	 El	 poder	 de	 la	 razón	 se	 convierte	 en	 una	 fuerza	 histórica	 que
avanza	 impetuosamente	 y	 transforma	 por	 completo	 las	 estructuras	 de	 una
sociedad	 basada	 en	 los	 privilegios,	 en	 la	 desigualdad	 y	 en	 el	 predominio
ilegítimo	de	las	jerarquías	eclesiástica	y	nobiliaria.
    En	 una	 famosa	 carta	 de	 1795	 dirigida	 al	 poeta	 danés	 Baggesen,
filosóficamente	cercano	a	Jacobi,	Fichte	se	muestra	consciente	de	la	relación
solidaria	 que	 existe	 entre	 la	 Revolución	 francesa	 y	 la	 filosofo	 del	 idealismo
                                      Página	85
alemán,	pero	también	de	cómo	esta	relación	puede	ser	de	utilidad	para	definir
con	exactitud	su	sistema:
      Mi	 sistema	 es	 el	 primer	 sistema	 de	 la	 libertad,	 así	 como	 aquella	 nación	 [la	 Francia
      revolucionaria]	libera	al	hombre	de	las	cadenas	exteriores,	mi	sistema	lo	libera	de	las	ataduras
      de	la	cosa	en	sí,	de	los	influjos	exteriores,	que	han	sido	puestos	alrededor	de	él	más	o	menos	en
      todos	los	sistemas	habidos	hasta	ahora,	incluso	en	el	kantiano.
    Fichte	se	destaca	de	Kant	por	la	audacia	y	radicalidad	de	sus	posiciones	y
por	 tener	 una	 gran	 sensibilidad	 histórico-política	 de	 la	 actualidad.	 Pero
también	porque	desempeña	un	papel	decisivo	en	el	refuerzo	de	la	unión	entre
la	 revolución	 política	 y	 la	 revolución	 filosófica	 del	 criticismo.	 En	 las
Contribuciones	(1793)	sostiene	que	la	verdadera	legitimidad	de	la	revolución
no	 puede	 medirse	 con	 las	 circunstancias	 histérico-políticas	 que	 la	 rodean	 ni
tampoco	con	el	grado	de	avance	histórico	del	espíritu	humano,	sino	solo	con
la	búsqueda	infinita	de	la	razón	para	juzgar	todo	evento	a	partir	de	sí	misma.
La	voz	de	la	ley	moral,	que	se	percibe	de	todo	ser	racional,	está	por	encima	de
la	historia,	es	absoluta	y	se	fundamenta	en	sí	misma:	admite	que	todo	hombre
pueda	 levantarse	 por	 encima	 de	 la	 descripción	 neutral	 de	 los	 hechos	 y,	 por
ello,	 se	 debe	 entender	 desde	 el	 punto	 de	 vista	 valorativo	 de	 su	 supuesto
derecho,	de	su	correspondencia	o	al	menos	con	el	orden	que	la	razón	exige.	El
filósofo	 debe	 conocer	 los	 hechos	 históricos,	 no	 para	 describirlos,	 sino	 más
bien	para	verificar	su	veracidad	y	que	estén	de	acuerdo	con	la	razón.	Solo	el
uso	autónomo	de	nuestra	razón	dictamina	aquello	que	es	por	derecho.
    Pero	¿cuál	es	la	finalidad	política	de	la	razón?	La	respuesta	es	simple	que
todo	 hombre	 pueda	 obedecer	 la	 ley	 moral	 y,	 en	 consecuencia,	 respetar	 su
propia	 e	 infinita	 dignidad	 racional.	 Esta	 condición	 es,	 sin	 embargo,	 muy
difícil	 de	 lograr,	 porque	 no	 implica	 solo	 unas	 condiciones	 morales	 (como	 la
educación),	 sino	 también	 unos	 vínculos	 jurídicos	 entre	 los	 hombres.	 La
relación	 necesaria	 entre	 la	 obligación	 moral	 y	 la	 obligación	 específicamente
jurídica	 es,	 según	 Fichte,	 el	 corazón	 del	 juicio	 político	 que	 la	 razón	 debe
ejercer	en	los	acontecimientos	históricos	y,	en	particular,	representa	el	centro
de	la	legitimidad	de	la	revolución.
   Aclarémoslo.	 Hemos	 visto	 que	 la	 ley	 moral	 es	 la	 forma	 con	 la	 que	 el
impulso	de	la	independencia	del	Yo	se	presenta	a	la	conciencia	del	hombre	en
cuanto	 ser	 sensible.	 El	 hombre	 es	 libre	 de	 poder	 obedecer	 o	 desobedecer	 la
orden	 de	 la	 ley	 moral:	 si	 no	 fuese	 así,	 la	 ley	 moral	 no	 sería	 una	 orden,	 sino
una	 ley	 física	 que	 cada	 uno	 de	 nosotros	 seguiría	 de	 forma	 espontánea.
                                            Página	86
Obedecer	 la	 ley	 moral	 significa,	 como	 hemos	 visto,	 actuar	 sobre	 la
sensibilidad:	modificar	a	partir	de	mi	cuerpo	las	condiciones	físicas	en	las	que
vivo.	 Llevar	 una	 vida	 moral	 exige	 la	 presencia	 de	 una	 esfera	 material
conectada	 directamente	 al	 cuerpo,	 a	 la	 integridad	 física	 y	 a	 las	 condiciones
directas	de	vida	de	la	cual	tengo	que	poder	disponer	completamente:	se	trata
de	una	esfera	de	libertad	exterior,	el	dominio	de	la	cual	me	permite	obedecer
o	desobedecer	el	impulso	moral.	Es	la	esfera	jurídica	intangible	que	cualquier
otra	 persona	 o	 institución	 deben	 respetar,	 promover	 y	 consolidar:	 moverse
libremente	 en	 el	 interior	 de	 este	 espacio	 debe	 considerarse	 jurídicamente
lícito:	prejuzgar	u	obstaculizar	resulta	ilícito.	Un	régimen	político	que	oprima,
niegue	o	reconozca	la	desigualdad	de	este	espacio	debe	ser	criticado	y,	si	es
posible,	 abolido	 mediante	 la	 revolución.	 Solo	 el	 respeto	 incondicional	 a	 las
condiciones	 jurídicas	 de	 la	 convivencia	 permite	 que	 perfeccionemos	 el
dominio	moral	de	nuestra	sensibilidad.
                                     Página	87
Moral	y	derecho
     La	 gran	 obra	 Fundamentos	 del	 derecho	 natural	 (1796)	 articula	 la
estructura	completa	de	la	filosofía	jurídica	y	política	de	Fichte.	Entre	muchas
de	 las	 contribuciones	 de	 esta	 obra,	 destaca	 su	 explicación	 sobre	 la	 compleja
relación	entre	la	moral	y	el	derecho.
     Hemos	visto	cómo	el	derecho	constituye	un	espacio	externo	de	la	licitud
de	la	acción.	El	derecho	considera	la	característica	exterior	e	intersubjetiva	de
la	acción	como	un	evento	sensible,	no	su	conformidad	interior	y	subjetiva	a	la
ley	 moral.	 Es	 por	 eso	 que	 existe	 una	 discrepancia	 entre	 licitud	 jurídica	 y
licitud	 moral:	 realizar	 acciones	 que	 en	 determinadas	 circunstancias	 son
moralmente	 dañinas	 u	 ofensivas	 puede	 ser	 jurídicamente	 lícito,	 de	 la	 misma
forma	que	algunas	decisiones	moralmente	irrelevantes	pueden	adquirir	cierta
relevancia	jurídica.
     Sin	embargo,	sería	un	grave	error	considerar	las	esferas	de	la	moral	y	del
derecho	 como	 dos	 universos	 opuestos	 y	 aislados:	 se	 trata	 de	 dos	 momentos
complementarios	 porque	 solo	 pueden	 actuar	 el	 uno	 mediante	 el	 otro.	 Esta
complementación	 se	 explica	 gracias	 a	 algunos	 razonamientos.	 En	 primer
lugar,	 la	 consistencia	 efectiva	 del	 espacio	 de	 licitud	 jurídica	 (en	 otras
palabras,	qué	bienes	exteriores	deben	incluirse)	solo	se	determina	a	través	de
consideraciones	 morales.	 Por	 ejemplo,	 la	 tortura	 resulta	 inaceptable
moralmente	y,	a	consecuencia,	ilícita	jurídicamente.	Es	verdad	que	a	lo	mejor
es	 posible	 obedecer	 las	 normas	 jurídicas	 solo	 externamente,	 sin	 convicción
moral	alguna;	pero	al	final	la	ley	moral	es	la	que	afirma	la	validez	jurídica	de
las	 normas,	 porque	 la	 relación	 con	 los	 demás	 es	 un	 imperativo	 moral	 en
cuanto	 nos	 relacionamos	 con	 seres	 morales,	 racionales	 y	 semejantes	 a
nosotros.
    La	 complementación	 es	 igualmente	 válida	 en	 sentido	 contrario:	 la
estructura	 jurídica	 de	 la	 relación	 intersubjetiva	 permite	 descubrirme	 y
realizarme	 como	 sujeto	 moral.	 Este	 aspecto	 de	 la	 teoría	 de	 Fichte	 es
completamente	vigente	y	forma	parte	del	pensamiento	contemporáneo	actual:
solo	 la	 relación	 intersubjetiva,	 mediante	 la	 acción	 de	 un	 reconocimiento
                                     Página	88
mutuo	entre	sujetos	conscientes,	permite	que	los	individuos	pongan	en	acción
sus	predisposiciones	morales	internas.
     Para	actuar	conscientemente	como	sujeto	moral,	debo	ser	consciente	de	un
hecho	básico:	la	transformación	que	impongo	a	mi	sensibilidad	(en	especial	a
mi	cuerpo)	no	se	encuentra	con	las	causas	naturales	y	mecánicas,	sino	que	es
el	 resultado	 de	 mi	 libertad.	 Pero	 solo	 puedo	 ser	 consciente	 de	 este	 hecho	 si
otro	sujeto	consciente	me	invita	a	serlo:	solo	si	un	objeto	se	dirige	a	mí	con
intención	 comunicativa	 y	 entonces	 veo	 en	 sus	 actos	 exteriores	 la	 acción	 de
una	causalidad	que	no	es	natural	sino	libre.
   Llegados	a	este	punto	podemos	apreciar	el	elemento	introducido	sobre	el
Yo	 puro	 de	 la	 Doctrina	 de	 la	 ciencia:	 el	 Yo	 puro	 es	 el	 lugar	 común	 donde
todos	 los	 seres	 inteligentes	 viven	 y	 pueden	 encontrarse.	 Solo	 gracias	 a	 este
encuentro	 cada	 uno	 toma	 conciencia	 de	 su	 libertad	 infinita:	 nos	 conocemos
como	ciudadanos	de	un	mundo	moral.
    Por	 lo	 tanto,	 si	 el	 derecho	 es	 una	 consecuencia	 necesaria	 de	 la	 libertad
moral,	esta	última	solo	se	realiza	y	se	consolida	por	el	derecho,	con	un	cuadro
de	normas	intersubjetivas	que	permiten	una	interacción	paritaria,	recíproca	e
igualitaria	entre	todos	los	sujetos.
                                      Página	89
El	derecho	natural	y	la	fundación	del	Estado
    Para	Fichte,	el	sujeto	moral,	considerado	como	un	sujeto	jurídico	en	una
relación	 intersubjetiva,	 es	 la	 persona.	 La	 personalidad	 es	 el	 primer	 y
fundamental	título	jurídico,	porque	afirma	la	capacidad	originaria	de	adquirir
derechos[5].	Las	tendencias	positivistas	del	pensamiento	jurídico	conciben	la
personalidad	como	un	producto	histórico,	como	el	resultado	de	una	voluntad
política	o	de	un	tipo	de	ordenamiento	jurídico.
     Para	 Fichte,	 en	 cambio,	 la	 personalidad	 jurídica	 forma	 parte	 de	 la
naturaleza	 del	 hombre,	 porque	 es	 el	 resultado	 del	 necesario	 reconocimiento
mutuo	 entre	 sujetos	 morales.	 El	 derecho	 natural	 de	 todo	 hombre	 es	 ser
reconocido	 como	 sujeto	 jurídico,	 porque	 lleva	 al	 exterior	 de	 la	 relación
intersubjetiva	 el	 hecho	 de	 que	 todo	 hombre	 posee	 la	 dignidad	 infinita	 de	 la
libertad	y	está	obligado	moralmente	a	reconocerla	a	los	demás.	Este	derecho
implica	el	reconocimiento,	igual	para	todos,	de	un	espacio	físico	que	admita
la	 formación	 y	 el	 ejercicio	 de	 la	 libertad	 moral:	 es	 un	 derecho	 natural	 y
absoluto	 a	 la	 vida,	 a	 la	 seguridad,	 a	 las	 condiciones	 materiales	 que	 admiten
que	todo	hombre	tenga	derecho	a	una	vida	digna,	al	uso	público	de	su	razón;
es	un	derecho	a	la	libertad	cuyos	límites	solo	son	la	libertad	de	los	demás.
    Para	 Fichte,	 este	 conjunto	 de	 derechos	 constituye	 la	 esencia	 de	 la
personalidad,	es	decir,	la	base	de	todo	orden	jurídico.	La	personalidad	no	es
solo	incontestable,	sino	también	inalienable,	porque	renunciar	a	los	derechos
fundamentales	de	la	persona	equivale	a	renunciar	a	la	propia	libertad	moral;
ningún	pacto	que	incluya	en	sus	condiciones	la	alienación	de	la	personalidad
o	 de	 parte	 de	 esta	 puede	 ser	 válido	 (por	 ejemplo	 no	 es	 lícito	 aceptar	 ser
esclavo	de	alguien).
    Así,	el	problema	político	fundamental	es:	¿cómo	garantizamos	el	respeto
del	 derecho	 natural	 de	 la	 personalidad?	 ¿Cuál	 es	 la	 condición	 para	 que	 la
relación	jurídica	 se	 vuelva	efectiva,	 es	 decir,	se	 convierta	en	 un	 conjunto	de
normas	que	sancionen	lo	jurídicamente	ilícito?
    Esta	 pregunta	 lleva	 a	 Fichte	 a	 hablar	 del	 Estado	 como	 el	 orden
institucional	 que	 puede	 convertir	 en	 efectiva	 la	 relación	 jurídica	 natural.	 De
acuerdo	 con	 la	 tradición	 iusnaturalista	 moderna	 que	 empieza	 con	 Hobbes,
                                      Página	90
Fichte	 concibe	 el	 Estado	 como	 el	 resultado	 ideal	 de	 un	 contrato,	 es	 decir,
como	 una	 construcción	 artificial	 cuya	 base	 es	 el	 derecho	 natural	 de	 los
individuos	 y	 que	 preexiste	 a	 toda	 unión	 política.	 Con	 el	 fin	 de	 que	 este
derecho	sea	efectivo,	cada	uno	de	nosotros	lo	debe	poder	reclamar	en	el	caso
de	que	no	haya	sido	respetado	por	los	demás.	Pero	entonces	es	necesario	un
juicio	 externo	 con	 las	 partes	 encausadas	 que	 pueda	 hacer	 respetar	 las	 reglas
del	 derecho.	 Y	 es	 necesario	 que	 el	 juez	 disponga	 de	 la	 fuerza	 de	 coacción
suficiente	como	para	actuar	en	consecuencia.
    El	 Estado,	 en	 esencia,	 es	 el	 resultado	 de	 un	 contrato	 (que	 Fichte	 llama
contrato	 de	 ciudadanía)	 mediante	 el	 cual	 los	 individuos	 ceden	 al	 colectivo
parte	de	su	libertad	con	el	fin	de	que	este	mantenga	legítimamente	la	fuerza
para	 resolver	 los	 conflictos	 y	 defender	 los	 derechos	 de	 sus	 miembros.	 Para
lograrlo,	 el	 Estado	 debe	 poder	 promulgar	 leyes,	 las	 reglas	 de	 la	 convivencia
común:	 es	 por	 este	 motivo	 que	 el	 contrato	 de	 ciudadanía	 autoriza	 a	 tener
representantes	 (como	 en	 Hobbes)	 cuya	 voluntad	 legislativa	 coincide	 con	 la
voluntad	 de	 la	 comunidad.	 Gracias	 a	 esta	 autorización	 representativa,	 la
voluntad	del	Estado	se	convierte	en	la	expresión	unitaria	de	la	voluntad	de	sus
ciudadanos	y,	en	consecuencia,	de	su	exigencia	jurídica	natural.
    Aquí	 es	 cuando	 Fichte	 debe	 afrontar	 el	 problema	 clásico	 de	 toda
concesión	 contractual	 con	 el	 Estado.	 El	 contrato	 de	 la	 ciudadanía	 no	 puede,
por	 definición,	 alienar	 los	 derechos	 de	 la	 persona.	 Si	 ocurriese,	 el	 contrato
quedaría	 inmediatamente	 invalidado,	 porque	 la	 personalidad	 jurídica	 es
inalienable	y	el	Estado	debería	aparecer	para	defenderla.	Lo	que	yo	cedo	a	la
comunidad	es	el	poder	de	limitar	(gracias	a	la	leyes)	mi	libertad	con	el	fin	de
que	 esta	 pueda	 coexistir	 en	 orden	 con	 la	 de	 los	 demás.	 Pero	 esta	 limitación
nunca	puede	degenerar	hasta	el	punto	de	que	mis	derechos	fundamentales	se
vean	restringidos.
    Sin	 embargo,	 ¿qué	 ocurre	 en	 un	 Estado	 despótico	 cuyos	 representantes
violan	 el	 mandato	 contractual	 y	 vulneran	 los	 derechos	 fundamental	 de	 los
individuos?[6]
    A	 diferencia	 de	 lo	 que	 pueda	 parecer	 a	 simple	 vista,	 no	 es	 un	 problema
fácil	 de	 solucionar,	 porque	 con	 la	 autorización	 de	 los	 representantes,	 la
comunidad	(que	en	Fichte,	a	diferencia	de	Hobbes,	preexiste	al	Estado	y	no	se
constituye	 junto	 a	 este)	 pierde	 su	 poder	 para	 actuar	 como	 comunidad:
                                      Página	91
transfiere	el	poder	de	decisión	legítimo	a	los	representantes	y	se	disuelve	en	la
masa	de	simples	ciudadanos	sujetos	a	la	ley.
    No	parece	que	pueda	existir	una	destitución	jurídicamente	legítima	de	los
representantes,	 o	 una	 revolución	 política	 que	 reclame	 una	 base	 jurídica.
Aunque	 el	 pacto	 que	 constituye	 el	 Estado	 presenta	 unas	 determinadas
condiciones	jurídicas	(la	tutela	de	los	derechos	naturales	de	los	ciudadanos	y
su	relación	ordenada	de	una	comunidad),	no	existe,	sin	embargo,	el	modo	de
hacer	valer	legítimamente	estas	condiciones	si	el	Estado	ya	está	constituido	y
en	 el	 caso	 de	 que	 viole	 estas	 condiciones	 con	 una	 legislación	 despótica	 o
injusta.
    La	 solución	 de	 Fichte	 pasa	 por	 la	 introducción	 del	 éforo,	 un	 organismo
controlado	 por	 el	 aparato	 judicial	 del	 Estado	 (parecido	 al	 actual	 tribunal
constitucional).	Los	éforos	pueden	llevar	a	juicio	la	comunidad	en	la	cual	se
aprecie	 una	 acción	 despótica	 del	 Estado.	 Basándose	 en	 esta	 situación
hipotética,	la	comunidad	debería	mostrarse	a	favor	del	Estado	y	destituir	a	los
éforos,	o	posicionarse	en	su	contra	y	optar	por	el	pacto	social	para	ir	hada	un
proceso	revolucionario.
                                     Página	92
El	derecho	natural	de	los	antiguos	y	de	los	modernos
      Izquierda:	 Thomas	 Hobbes.	 Retrato	 de	 John	 Michael	 Wright	 (s.	 XVIII)
      National	 Portrait	 Gallery,	 Londres.	 Derecha:	 Jean-Jacques	 Rousseau,
      Retrato	de	Maurice	Quentin	de	La	Tour	(s.	XVIII).
El	derecho	natural	(iusnaturalismo)	es	la	tesis	filosófica	que	afirma
la	 existencia	 de	 un	 orden	 natural	 en	 la	 sociedad	 humana:	 un
conjunto	 de	 normas	 inscritas	 en	 la	 naturaleza	 del	 hombre,	 cuyo
respeto	debe	garantizar	una	existencia	correcta	y	ordenada	para
los	hombres	en	la	sociedad.
A	esta	tesis	se	le	opone	desde	el	siglo	 XIX	el	positivismo	jurídico:
toda	norma	de	justicia	ha	sido	puesta,	es	decir,	es	un	artefacto	de
la	 voluntad	 humana	 o	 una	 variable	 histórico-cultural	 y	 no	 existe
como	 tal	 en	 la	 naturaleza.	 Los	 seguidores	 del	 derecho	 natural
normalmente	 son	 antipositivistas,	 antirretativistas	 (porque	 las
normas	 del	 derecho	 son	 universales,	 no	 relativas	 a	 una	 u	 otra
sociedad)	 y	 antihistóricos	 (las	 normas	 no	 son	 funciones	 de	 las
diferentes	épocas	históricas,	sino	que	permanecen	en	el	tiempo).
Pero	existe	una	diferencia	de	fondo	entre	iusnaturalistas	antiguos
y	 modernos.	 Los	 iusnaturalistas	 premodernos,	 platónicos,
aristotélicos	 y	 sobre	 todo	 aristotélicos	 cristiano-medievales
                                     Página	93
defienden	la	existencia	de	un	bien	común	en	la	sociedad:	buscan
las	 normas	 del	 buen	 orden	 social,	 en	 que	 a	 cada	 una	 de	 las
partes	 de	 la	 sociedad	 se	 le	 otorga	 un	 papel	 en	 función	 de	 su
naturaleza.	 Casi	 siempre	 se	 trata	 de	 un	 pensamiento	 de	 tipo
orgánico,	 donde	 la	 sociedad	 aparece	 como	 un	 organismo	 vivo	 y
jerarquizado	según	las	funciones	naturales	de	sus	partes.
En	 cambio,	 el	 iusnaturalismo	 moderno	 de	 Hobbes,	 Locke	 o
Rousseau	 parte	 del	 individuo	 y	 de	 su	 derecho	 natural	 a	 la
autoconservación:	 la	 comunidad	 no	 es	 un	 orden	 natural,	 sino	 un
mecanismo	artificial	destinado	a	preservar	y	a	hacer	efectivos	los
derechos	 originales	 de	 los	 individuos.	 Mientas	 el	 iusnaturalismo
antiguo	 admite	 jerarquías	 naturales	 entre	 los	 hombres,	 los
modernos	 parten	 de	 la	 igualdad	 natural	 entre	 los	 hombres	 y
estudian	cuál	puede	ser	la	construcción	política	para	establecer	el
orden	 y	 la	 paz,	 y	 para	 disfrutar	 sin	 alteraciones	 de	 los	 derechos
individuales	de	la	libertad.
Fichte	retoma	y	revitaliza	la	tradición	del	iusnaturalismo	moderno
del	siglo	XVII,	sobre	todo	a	Hobbes	y	a	Rousseau,	y	la	reinterpreta
desde	la	óptica	de	los	temas	centrales	del	idealismo	alemán:	para
Fichte,	 la	 igualdad	 natural	 de	 los	 hombres	 no	 se	 afirma	 con	 la
distribución	 igualitaria	 de	 las	 fuerzas	 o	 con	 la	 igualdad	 de	 las
pasiones,	 sino	 con	 la	 dignidad	 igualitaria	 de	 todo	 hombre	 en
cuanto	sujeto	libre	de	voluntad	racional.	Esta	nueva	mirada	tiene
una	 consecuencia	 significativa:	 para	 los	 primeros	 iusnaluralistas
modernos	 como	 Hobbes,	 el	 orden	 social	 legítimo	 es	 aquel	 que
constituye	la	paz	y	nos	permite	a	cada	uno	de	nosotros	vivir	con
seguridad	y	querer	lograr	todos	los	deseos,	siempre	y	cuando	no
dañen	a	los	demás.	Para	Fichte,	el	Estado	es	el	resultado	de	un
contrato	entre	individuos	libres,	pero	también	posee	un	elemento
educativo	 fundamental:	 su	 objetivo	 principal	 es	 promover	 y
enriquecer	 la	 libertad	 moral	 y	 racional	 de	 los	 ciudadanos,	 y	 no
solo	mantener	el	orden	y	la	seguridad.
                                Página	94
El	Estado	fichteano
El	 pensamiento	 político	 de	 Fichte	 no	 es	 democrático	 ni	 en	 el
sentido	 antiguo	 de	 la	 palabra	 (la	 democracia	 como	 forma	 de
autogobierno	 directo	 de	 los	 ciudadanos)	 ni	 en	 el	 significado
moderno	 de	 un	 régimen	 constitucional	 de	 tipo	 efectivo	 con
sufragio	 universal.	 No	 obstante,	 el	 Estado	 fichteano	 se	 parece
bastante	 al	 concepto	 moderno	 y	 contemporáneo	 de	 Estado
constitucional	del	derecho,	sobre	todo	por	el	papel	imprescindible
—y	 problemático—	 del	 control	 constitucional	 que	 desempeña	 el
éforo.	 Pero	 todavía	 más	 avanzada	 en	 su	 tiempo	 es	 la	 doctrina
económica	 y	 social	 de	 Fichte,	 que,	 sin	 llegar	 a	 conceptos
plenamente	socialistas,	presento	la	idea	de	la	iniciativa	pública	del
Estado	 como	 centro	 de	 control	 y	 de	 unión	 de	 los	 procesos
económicos	y	comerciales,	con	una	fuerte	presencia	de	medidas
asistenciales,	 políticas	 de	 igualdad	 económica	 y	 ocupacional.
Fichte	sostiene	que	«el	principio	de	toda	constitución	racional	es:
todo	el	mundo	debe	poder	vivir	de	su	trabajo».
Esta	solución	fichteana	es,	sin	embargo,	muy	difícil,	porque	en	se
momento	 las	 objeciones	 de	 Hobbes	 a	 la	 atribución	 de	 la
soberanía	 son	 claras:	 un	 juicio	 de	 la	 comunidad	 contra	 los
representantes	significa	el	fin	del	contrato	de	ciudadanía.	Pero	si
los	 éforos	 disponen	 en	 todo	 momento	 de	 esta	 acción	 judicial,
entonces	el	contrato	está	invalidado	desde	su	inicio.
Se	 puede	 reformular	 esta	 problemática	 en	 un	 modo	 que	 incluya
las	 dos	 caras	 de	 la	 filosofía	 política	 de	 Fichte:	 si	 la	 llamada	 del
derecho	natural	a	la	razón	siempre	puede	legitimar	la	revolución,
entonces	la	comunidad	nunca	delega	por	completo	su	soberanía
en	el	Estado,	pero	sin	la	expresión	de	la	comunidad	como	única
voluntad	soberana	(como	es	el	caso	del	ordenamiento	estatal),	el
derecho	 natural	 corre	 el	 riesgo	 de	 no	 aplicarse	 nunca.	 También
en	este	caso	vale	la	pena	destacar	la	brillantez	con	la	que	Fichte
se	 sitúa	 a	 la	 altura	 de	 los	 problemas	 que	 todavía	 existen	 en	 la
actualidad	(por	ejemplo,	sobre	los	derechos	de	las	personas	fuera
de	un	Estado).
                                  Página	95
Fichte	y	la	filosofía	de	la	historia
     Durante	toda	su	vida,	Fichte	tiene	un	único	objetivo	teórico:	elaborar	un
buen	sistema	filosófico	basado	en	la	Doctrina	de	la	ciencia	y	articulado	en	las
ciencias	filosóficas	de	la	lógica,	la	ética,	el	derecho,	la	religión	y	la	naturaleza
(que	 Fichte	 nunca	 llegó	 a	 realizar).	 Como	 ya	 hemos	 visto	 al	 hablar	 de	 la
posición	de	Fichte	sobre	la	Revolución	francesa,	este	duro	trabajo	sistemático
se	 lleva	 a	 cabo	 en	 un	 constante	 cuerpo	 a	 cuerpo	 con	 las	 extraordinarias
transformaciones	 de	 su	 época,	 de	 las	 cuales	 Fichte	 es	 un	 magnífico	 y
apasionado	 testigo,	 y	 en	 la	 mayoría	 de	 los	 casos	 partidario	 de	 una	 de	 las
partes.
    La	posición	de	Fichte	frente	a	los	acontecimientos	de	su	tiempo	se	puede
observar	 sobre	 todo	 en	 sus	 obras	 «populares»,	 con	 las	 que	 el	 filósofo	 desea
presentar	 su	 sistema	 al	 público	 culto	 pero	 inexperto	 en	 temas	 especulativos.
Destacan,	entre	otras,	El	destino	del	texto,	Algunas	lecciones	sobre	el	destino
del	sabio	y	La	exhortación	a	la	vida	bienaventurada.
    Fichte	intenta	afirmar	su	sistema	científico	no	solo	con	una	base	deductiva
rigurosa,	 sino	 también	 como	 una	 obra	 culta	 a	 la	 altura	 de	 su	 tiempo	 y
necesaria	para	señalar	el	camino	correcto	de	la	historia	de	la	humanidad.	En
consecuencia,	 una	 parte	 significativa	 de	 la	 argumentación	 de	 estos	 escritos
consiste	en	aportar	una	visión	global	de	la	historia	de	la	humanidad,	con	el	fin
de	 determinar	 las	 necesidades	 históricas	 y	 políticas	 fundamentales	 del
presente	y	saber	cómo	satisfacerlas.
    Existe	una	buena	razón	del	porqué	se	deben	confiar	estas	consideraciones
históricas	y	culturales	a	los	escritos	«populares»:	la	historia,	según	Fichte	y	de
acuerdo	 con	 Kant,	 nunca	 podrá	 alcanzar	 el	 rango	 de	 ciencia	 porque
permanece	en	el	terreno	de	la	accidentalidad	y	del	empirismo.
    El	 curso	 de	 la	 historia	 se	 determina	 mediante	 el	 encuentro	 de	 la	 acción
humana	 con	 el	 reino	 de	 las	 contingencias	 naturales,	 cuyos	 factores	 (la
distribución	 geográfica	 y	 climática,	 la	 variedad	 de	 pueblos	 y	 de	 lenguas,	 las
pasiones	y	los	caracteres	de	las	personas)	impiden	que	la	necesidad	racional
propia	 de	 la	 libertad	 se	 desarrolle	 sin	 ninguna	 perturbación.	 Es	 por	 este
                                      Página	96
motivo	que	la	consideración	histórica	siempre	a	posteriori	y	no	participa	del
carácter	genético-deductivo	de	las	ciencias	filosóficas	a	priori.
    Sin	 embargo,	 reducir	 la	 historia	 a	 un	 irremediable	 reino	 de	 la
irracionalidad	 o	 convertirla	 en	 objeto	 de	 una	 historiografía	 únicamente
empírica	 significa	 dañar	 el	 único	 terreno	 en	 el	 que	 la	 libertad	 del	 hombre
puede	crecer	en	cuanto	ser	colectivo.	La	historia	está	llena	de	contingencias	y
mantiene	un	curso	impredecible,	pero	es	la	dimensión	en	la	que	los	objetivos
inteligibles	 que	 pone	 la	 libertad	 se	 trasladan	 a	 un	 plano	 efectivo,	 tangible	 y
compartido.
    La	 acción	 histórica	 interrumpe	 la	 cadena	 de	 efectos	 del	 mecanismo
natural:	 inicia	 unas	 cadenas	 nuevas	 de	 acontecimientos	 cuando	 presenta	 al
mundo	la	imagen	—opaca,	si	se	quiere—	de	la	razón	y	de	la	libertad.	Y	este
resulta	ser	un	elemento	clave.
    Como	solo	existe	una	única	razón,	los	recorridos	que	la	voluntad	humana
emprende	 —que	 son	 muchos	 y	 con	 todo	 tipo	 de	 contingencias—	 tienen	 un
objetivo	común	y	necesario:	la	construcción	de	un	mundo	en	el	que	reine	el
reconocimiento	a	la	dignidad	de	todo	ser	racional.
    En	otras	palabras,	el	curso	de	la	historia	no	puede	conocerse	a	priori,	pero
su	 objetivo	 final	 debe	 ser	 este.	 Por	 este	 motivo	 es	 posible	 realizar	 una
consideración	 filosófica	 sui	 generis	 (porque	 es	 a	 posteriori)	 de	 los
acontecimientos	 históricos	 que	 sea	 en	 parte	 entendida	 como	 época	 de	 la
libertad	humana	que	quiere	afirmarse	en	el	mundo.	Es	lo	que	Fichte	introduce
primero	en	las	Contribuciones	de	1793,	luego	en	El	Estado	comercial	cerrado
(1800),	 y	 sobre	 todo	 en	 su	 escrito	 célebre	 Las	 características	 de	 la	 edad
actual,	 publicado	 en	 1806,	 pero	 que	 ya	 había	 aparecido	 en	 las	 lecciones	 de
1804-1805	en	la	Academia	de	las	Ciencias	de	Berlín.
    Según	 Fichte,	 la	 libertad	 y	 la	 razón	 no	 aparecen	 en	 origen	 en	 cuanto
fuerzas	 conscientes	 del	 comportamiento	 humano,	 sino	 como	 instintos	 que
buscan	 afirmarse	 en	 una	 forma	 inconsciente	 y	 violenta.	 Por	 eso,	 el	 Estado
despótico	 se	 encuentra	 en	 el	 origen	 de	 la	 historia,	 cuando	 dominan	 los	 más
fuertes	y	los	débiles	se	convierten	en	esclavos.
   Largos	períodos	de	la	historia,	que	incluyen	civilizaciones	evolucionadas
como	la	Grecia	antigua	o	la	Europa	cristiana,	presentan	rasgos	de	despotismo
                                       Página	97
natural,	 porque	 se	 basan	 en	 la	 diferencia	 entre	 una	 minoría	 de	 sabios,	 de
fuertes	o	de	ricos	y	una	mayoría	que	son	gobernados.
    El	 nacimiento	 del	 Estado	 moderno	 anula	 esta	 diferencia,	 ya	 que	 se
fundamenta	en	la	autoridad	legal	del	soberano	y	no	en	la	sabiduría	o	derecho
divino.	No	obstante,	la	diferencia	que	existe	entre	gobernados	y	gobernantes,
entre	 soberanos	 y	 súbditos,	 no	 puede	 eliminarse:	 las	 dos	 tendencias
fundamentales	 de	 las	 épocas	 despóticas	 —que	 para	 Fichte	 son	 la
concentración	 excesiva	 de	 Estados	 en	 un	 imperio	 y	 la	 disolución	 de	 los
imperios	 en	 diferentes	 Estados	 autónomos—	 siguen	 existiendo	 en	 la	 Europa
moderna.
    Pero	 según	 Fichte	 la	 alternancia	 de	 políticas	 de	 fuerza	 con	 políticas	 de
equilibrio	tiene	efectos	positivos	para	los	Estados,	pero	siempre	y	cuando	la
balanza	 esté	 bien	 ajustada:	 se	 logra	 tanto	 la	 difusión	 supranacional	 de	 la
igualdad	jurídica	que	afirma	la	Revolución	francesa,	como	el	aumento	de	una
igualdad	necesaria	en	términos	económicos	y	patrimoniales	que	aporte	la	base
material	de	la	igualdad	jurídica.
    Como	 consecuencia	 de	 estas	 consideraciones,	 observamos	 que	 la	 visión
fichteana	 del	 progreso	 histórico	 rechaza	 tanto	 el	 triunfalismo	 ingenuo	 de	 la
libertad	como	la	diagnosis	pesimista	de	la	decadencia	de	los	valores	y	de	las
virtudes.	Fichte	ve	la	Edad	Moderna,	que	se	inaugura	con	la	Reforma,	como
la	época	de	la	crítica	y	del	rechazo	a	toda	autoridad:	se	trata	de	la	época	del
pecado	 por	 excelencia,	 en	 la	 que	 todo	 valor	 puede	 ser	 criticado	 o	 puede
negociarse	según	su	utilidad	individual.
    Sin	 embargo,	 el	 rechazo	 a	 toda	 autoridad	 externa	 podría	 generar	 las
condiciones	 necesarias	 para	 una	 afirmación	 incondicional	 de	 la	 autoridad
interna	de	la	razón.	La	completa	pecaminosidad	de	un	mundo	en	el	que	todo
puede	ser	objeto	de	crítica	puede	originar	una	auténtica	santidad	moral	basada
en	la	libertad	racional.
    Este	éxito	no	está	garantizado,	pues	una	transformación	de	este	calibre	no
está	 exenta	 de	 peligro:	 por	 eso	 resulta	 imprescindible	 una	 forma	 de	 arte
racional,	 que	 los	 sabios	 den	 una	 educación	 basada	 en	 la	 sabiduría	 y	 en	 la
razón	 que	 una	 a	 los	 doctos	 con	 la	 vida,	 la	 razón	 universal	 con	 las	 pasiones
individuales.
                                      Página	98
    Sin	 esta	 forma	 moderna	 de	 arte	 política	 enclavada	 en	 la	 verdadera
filosofía,	 los	 complejos	 procesos	 y	 los	 delicados	 equilibrios	 de	 la	 vida
moderna	 corren	 el	 riesgo	 de	 ser	 transgredidos	 y	 de	 convertirse	 en
ingobernables,	 alejándose	 de	 los	 valiosos	 avances	 que	 contienen	 en	 su
interior.
                                   Página	99
La	prevalencia	de	la	política	de	fuerza	y	los
Discursos	a	la	nación	alemana
     Los	 Discursos	 a	 la	 nación	 alemana	 tuvieron	 lugar	 en	 1807	 en	 la
Academia	de	las	Ciencias	de	Berlín,	ciudad	por	aquel	entonces	ocupada	por
las	 tropas	 prusianas.	 Con	 esta	 obra,	 la	 filosofía	 fichteana	 se	 sitúa	 en	 un
contexto	 político	 agitado	 (la	 dolorosa	 derrota	 de	 Prusia	 frente	 al	 ejército	 de
Napoleón)	y	no	duda	en	posicionarse	de	forma	valiente	y	arriesgada.	Por	todo
ello,	esta	obra	aporta	a	Fichte	todavía	más	notoriedad.	En	este	texto,	Fichte	no
cambia	su	base	de	pensamiento	histórico-político,	que	va	desde	la	defensa	de
la	 igualdad	 jurídica	 y	 económica	 introducida	 por	 los	 revolucionarios
franceses,	hasta	la	centralidad	de	un	proyecto	educativo-cultural	basado	en	la
filosofía,	Sin	embargo,	sí	que	modifica	el	destinatario	de	su	mensaje	ahora	es
la	nación	alemana,	que	se	encuentra	perdida	y	derrotada.
    El	 proyecto	 de	 educar	 a	 la	 humanidad	 con	 la	 razón	 solo	 puede	 lograrse
gracias	a	un	despertar	político	y	cultural	de	la	nación	alemana	que,	humillada,
debe	 reunir	 sus	 partes	 para	 crear	 un	 Estado	 unitario.	 De	 hecho,	 el	 pueblo
alemán	es	el	guía	necesario	de	esta	educación,	es	la	única	nación	que	habla	la
lengua	 universal	 de	 la	 razón	 y	 cuya	 subsistencia	 política	 y	 dignidad
internacional	son	históricamente	necesarias.
    Fichte	 basa	 la	 presunta	 superioridad	 alemana	 en	 argumentos	 filosóficos,
culturales	 y	 lingüísticos,	 no	 biológicos	 y	 raciales.	 Resulta	 evidente	 que	 la
venganza	política	y	la	exhortación	retórica	a	la	libertad	planean	sobre	la	prosa
de	 Fichte	 (sobre	 todo	 en	 los	 capítulos	 en	 que	 determina	 las	 características
diferenciales	 de	 la	 cultura	 y	 la	 lengua	 alemanas)	 y,	 en	 consecuencia,	 el
filósofo	 llega	 a	 conclusiones	 que	 pueden	 parecer	 solemnes	 y	 sin	 demasiada
convicción.
   Resulta	 más	 interesante	 ver	 cómo	 Fichte	 determina	 las	 condiciones
necesarias	para	lograr	una	pax	perpetua	en	Europa,	siempre	y	curdo	la	nación
alemana	haga	sus	deberes	histórico-políticos.
    Las	 guerras	 napoleónicas	 han	 demostrado	 que	 el	 equilibrio	 entre	 las
políticas	 diplomáticas	 de	 los	 Estados	 y	 las	 políticas	 de	 fuerza	 se	 la	 roto;	 es
                                       Página	100
más,	 siendo	 más	 radical,	 se	 ha	 demostrado	 que	 la	 fuerza	 es	 el	 verdadero
espíritu	 de	 las	 políticas	 de	 Estado	 y	 el	 resultado	 inevitable	 de	 las	 ficticias	 y
temporales	 estrategias	 de	 equilibrio.	 Toda	 diferencia	 de	 poder	 obliga	 a	 los
Estados	a	aumentar	su	fuerza	para	autoconservarse,	y	para	ello	engullen	a	los
Estados	 más	 débiles.	 De	 esta	 forma	 se	 eliminan	 progresivamente	 las
diferencias	 culturales	 entre	 los	 pueblos,	 lo	 que	 impide	 una	 educación
verdadera	y	plural	del	género	humano	en	favor	de	la	imposición	despótica	de
un	único	modelo	de	vida	y	de	cultura.
    Fichte	 propone	 una	 solución	 política	 a	 este	 proceso	 en	 su	 escrito	 El
Estado	comercial	cerrado	(1800):	reducir	el	comercio	mundial	y	sustituir	la
moneda	de	oro	por	diferentes	títulos	territoriales	con	el	apoyo	de	economías
cerradas	y	autosuficientes[7].	La	causa	sustancial	de	la	política	de	fuerza	de	un
Estado,	 verdadero	 símbolo	 del	 proceso	 histórico	 moderno,	 es	 el
expansionismo	 económico	 y	 colonial:	 solo	 si	 cortamos	 esta	 raíz	 podremos
concebir	 un	 futuro	 de	 paz	 entre	 los	 Estados	 y	 construir	 la	 base	 política
necesaria	para	desarrollar	los	derechos	fundamentales	de	toda	persona.
    Pero	en	el	escrito	de	1808	encontramos	algo	que	es	más	relevante	que	la
solución	político-económica	a	la	guerra	de	fuerza:	se	trata	de	la	llamada	a	un
despertar	cultural	del	pueblo	alemán.	La	nación	alemana	es,	según	Fichte,	la
única	 que	 puede	 conciliar	 el	 amor	 al	 propio	 Estado	 con	 el	 respeto	 a	 la
independencia	y	a	las	diferencias	culturales.
    Al	 margen	 de	 esta	 más	 que	 discutible	 idea	 fichteana,	 confirmamos	 la
conclusión	principal:	el	gobierno	de	los	procesos	contrapuestos	en	política	y
economía	 que	 encontramos	 en	 la	 modernidad	 corre	 el	 riesgo	 de	 retomar	 la
senda	 despótica.	 Además,	 dicho	 gobierno	 solo	 es	 posible	 si	 se	 basa	 en	 una
profunda	y	amplia	educación	cultural	que	permita	a	todos	alcanzar	el	mundo
universal	de	la	razón.
    En	la	actualidad,	las	dos	teorías	fundamentales	del	pensamiento	histórico-
político	 de	 Fichte	 —la	 interrupción	 progresiva	 del	 comercio	 mundial	 y	 la
superioridad	 de	 la	 educación	 filosófica—	 han	 perdido	 totalmente	 su
credibilidad:	pero	los	problemas	que	intentaban	resolver	son	más	urgentes	y
graves	 que	 nunca.	 Para	 quien	 no	 se	 conforme	 con	 renunciar	 al	 proyecto	 de
una	educación	universal	para	la	humanidad,	escuchar	de	nuevo	la	voz	«pasada
de	 moda»	 de	 Fichte	 puede	 significar	 la	 alternativa	 para	 alcanzar	 una	 vida
mejor.
                                       Página	101
Epílogo.
¿Cuál	es	el	legado	de	Fichte?
       Ludwig	 Feuerbach,	 Friedrich	 Schelling	 y	 Edmund	 Husserl.	 Caricaturas	 de
       Nacho	García	para	esta	colección.
    La	 importancia	 de	 Fichte	 para	 la	 historia	 del	 pensamiento	 filosófico	 ha
sido	enorme.	Durante	los	años	de	docencia	en	Jena,	Fichte	se	convierte	en	el
centro	 de	 la	 vida	 filosófica	 alemana.	 Estamos	 en	 un	 período	 dorado	 para	 la
filosofía	y	la	literatura,	donde	coinciden	el	criticismo	de	Kant,	las	figuras	de
Goethe	y	Schiller,	el	nacimiento	del	Romanticismo	y	el	fervor	político	de	la
Revolución	 francesa.	 Y	 Fichte	 es	 capaz	 de	 llamar	 la	 atención	 de	 muchos
jóvenes	 estudiantes,	 entre	 los	 que	 destaca	 Schelling,	 y	 dará	 cuerpo	 y
visibilidad	a	la	nueva	filosofía	idealista.
    En	 las	 primeras	 décadas	 del	 siglo	 XIX,	 la	 acogida	 de	 la	 obra	 de	 Fichte
depende	 en	 gran	 parte	 del	 auge	 de	 la	 filosofía	 hegeliana:	 en	 el	 paradigma
interpretativo	 que	 Hegel	 convierte	 en	 canónico,	 Fichte	 aparece	 como	 una
figura	 menor	 e	 inmadura	 del	 idealismo	 alemán,	 todavía	 demasiado	 marcado
                                       Página	102
por	 el	 criticismo	 kantiano	 y	 prisionero	 de	 los	 mismos	 límites	 subjetivos	 que
Kant.
     Esta	etiqueta	de	«menor»	marca	mucho	porque	la	gran	mayoría	del	trabajo
berlinés	de	Fichte,	y	en	especial	las	nuevas	exposiciones	sobre	la	Doctrina	de
la	 ciencia,	 no	 ha	 sido	 publicado	 por	 Fichte.	 Debemos	 esperar	 hasta	 las
décadas	 de	 1830	 y	 1840	 para	 que	 el	 hijo	 de	 Fichte,	 Immanuel	 Hermann,
publique	muchas	obras	de	la	etapa	berlinesa	en	una	edición	crítica	destinada	a
ser	 vigente	 durante	 los	 decenios	 posteriores.	 Sin	 embargo,	 esta	 edición
muestra	 lagunas	 e	 imprecisiones	 que	 distorsionan	 la	 imagen	 de	 Fichte	 en
Berlín	y,	además,	llegaban	tarde,	cuando	Fichte	ya	había	caído	en	el	olvido.
     De	hecho,	solo	gracias	a	la	nueva	edición	crítica	de	1962	realizada	bajo	la
dirección	 del	 experto	 Reinhardt	 Lauth	 ha	 sido	 posible	 empezar	 a	 ver	 un
cuadro	 completo	 y	 coherente	 del	 desarrollo	 del	 pensamiento	 fichteano.	 De
esta	forma,	la	antigua	tesis	de	una	supuesta	división	entre	el	Fichte	de	Jena	y
el	 de	 Berlín	 pierde	 credibilidad	 poco	 a	 poco.	 Las	 posibles	 discontinuidades
pueden	entenderse	en	un	pensamiento	unitario	y	sólido	como	el	de	Fichte.	En
definitiva,	este	volumen	ha	querido	reflejar	esta	idea	en	todo	momento.	Esta
recuperación	 crítica	 resulta	 muy	 significativa	 porque	 ha	 generado	 el
nacimiento	de	una	consistente	línea	de	estudios	fichteanos	durante	las	últimas
décadas.	 Al	 fin	 se	 ha	 rechazado	 la	 imagen	 de	 Fichte	 como	 un	 filósofo
incompleto,	 como	 un	 pensador	 que,	 una	 vez	 alcanza	 la	 cima	 de	 su
popularidad,	 empieza	 una	 rápida	 y	 agridulce	 involución	 que	 modifica	 el
idealismo	 de	 la	 libertad	 con	 elementos	 religiosos,	 románticos	 e	 incluso
místicos	cada	vez	más	marcados.
    Si	 bien	 en	 las	 últimas	 décadas	 el	 pensamiento	 de	 Fichte	 ha	 sido
revalorizado	por	parte	de	grandes	pensadores	(desde	Ludwig	Feuerbach	hasta
Giovanni	 Gentile,	 desde	 Edmund	 Husserl	 hasta	 Dieter	 Henrich,	 desde	 Luigi
Pateyson	hasta	Xavier	Tilliette),	no	es	hasta	hace	muy	poco	que	la	literatura
filosófica	 especializada	 se	 empieza	 a	 interesar	 cada	 vez	 más	 por	 Fichte.	 No
obstante,	Fichte	todavía	está	lejos	del	puesto	que	se	merece	en	el	pensamiento
filosófico	contemporáneo	y	aún	no	se	le	reconoce	la	completa	vigencia	de	su
obra.	«¿Cuál	es	el	legado	de	Fichte?»	Es	una	pregunta	que	no	exige	solo	una
respuesta	 actual	 —si	 el	 filósofo	 goza	 de	 la	 simpatía	 del	 público—,	 sino
también	un	juicio	de	valores	sobre	la	base	de	su	persistencia,	de	la	verdad,	del
significado	 del	 pensamiento	 fichteano:	 en	 todo	 aquello	 que	 Fichte	 puede
ayudarnos	para	cuestionarnos	a	nosotros	mismos	y	a	nuestro	tiempo.	En	este
                                     Página	103
sentido,	 el	 legado	 de	 Fichte	 es	 enorme.	 Nos	 lega	 la	 extraordinaria	 tarea	 de
haber	 intentado	 construir	 una	 ciencia	 de	 la	 libertad,	 un	 binomio	 que	 hoy
concebimos	como	un	oxímoron:	estamos	convencidos	de	que	la	libertad	trata
de	las	preferencias	incondicionales	y	de	las	elecciones	individuales,	y	que	no
puede	 estar	 sujeta	 a	 ningún	 saber	 universal	 sin	 ser	 sencillamente	 negada.
Nuestra	 libertad	 —no	 solo	 como	 individuos,	 sino	 en	 cuanto	 complejos
culturales,	 entidades	 políticas	 y	 sujetos	 históricos—	 es	 una	 libertad	 sin
medida,	porque	creemos	que	la	medida	es	lo	contrario	de	la	libertad;	pero	una
libertad	sin	medida	es	una	acción	sin	reciprocidad,	que	diferencia	y	separa	a
la	hombres	en	lugar	de	unirlos.	Fichte	quiere	encontrar	la	libertad	justamente
porque	 esta	 distingue	 a	 los	 individuos,	 las	 culturas	 y	 los	 pueblos,	 y	 los	 une
como	aportaciones	diferentes	al	único	e	ininterrumpido	proceso	de	educación
de	 la	 humanidad.	 El	 pensamiento	 de	 Fichte	 nunca	 está	 satisfecho	 y	 no	 cesa
jamás	 en	 su	 intento	 de	 unificarlo	 Absoluto	 con	 la	 libertad,	 lo	 común	 con	 lo
particular,	la	construcción	universal	de	una	sola	humanidad	con	la	conciencia
de	 sí	 misma	 y	 de	 todo	 individuo.	 Esta	 unión	 es,	 sencillamente,	 la	 vida,	 el
corazón	que	late	en	la	inteligencia	y	en	la	razón.
     Fichte	 nos	 ofrece	 una	 valiosa	 y	 estimulante	 alternativa	 al	 pensamiento
dogmático	 que	 afirma	 el	 Absoluto	 a	 expensas	 de	 la	 individualidad	 y	 de	 la
libertad.	También	es	una	alternativa	al	relativismo	que	niega	toda	dimensión
absoluta	y	unitaria	de	la	humanidad:	en	la	filosofía	de	Fichte	lo	Absoluto	se
manifiesta	 como	 libertad	 del	 individuo,	 en	 el	 que	 la	 libertad	 está	 completa
gracias	 al	 encuentro	 y	 al	 reconocimiento	 de	 los	 individuos	 en	 cuanto
ciudadanos	 de	 un	 único	 mundo	 ideal.	 Las	 relaciones	 sin	 solución	 del
pensamiento	fichteano	no	significan	su	fracaso.	Al	contrario,	son	el	testigo	de
la	 persistencia	 y	 de	 la	 capacidad	 inagotable	 de	 los	 problemas	 filosóficos
fundamentales	que	Fichte	ha	sabido	llevar	hasta	nuestra	conciencia.
                                      Página	104
APÉNDICES
  Página	105
Obras	principales
Ensayo	de	una	crítica	de	toda	revelación	(1792)
     En	esta	obra,	Fichte	se	basa	en	las	enseñanzas	de	Kant	para	presentar	una
crítica	 de	 tipo	 genético-trascendental	 sobre	 el	 concepto	 de	 «revelación»:	 su
tesis	 es	 que	 Dios	 es	 un	 producto	 necesario	 de	 la	 razón	 práctica	 del	 hombre.
Para	 demostrarlo,	 Fichte	 empieza	 por	 deducir	 los	 conceptos	 de	 religión	 y
revelación	 a	 partir	 de	 los	 principios	 apriorísticos	 de	 nuestra	 razón.	 Más
adelante,	busca	la	manera	de	comprobar	la	realidad	de	estos	conceptos	en	la
estructura	de	la	vida	y	los	deseos	del	hombre.
Contribuciones	destinadas	a	rectificar	el	juicio	del	público	sobre	la
Revolución	francesa	(1793-1794)
     Fichte	nos	presenta	su	teoría	del	derecho	natural	y	la	utiliza	para	legitimar
la	 revolución	 a	 partir	 de	 principios	 totalmente	 racionales.	 La	 razón	 debe
alzarse	 como	 juez	 supremo	 de	 los	 acontecimientos	 histórico-políticos.	 El
criterio	 básico	 sobre	 el	 cual	 se	 hace	 justicia	 es	 el	 concepto	 de	 estado	 de
naturaleza:	 se	 trata	 de	 una	 condición	 ideal	 en	 la	 que	 cada	 uno	 tiene	 la
posibilidad	 de	 ejercer	 la	 propia	 voluntad	 moral.	 En	 el	 caso	 de	 que	 las
instituciones	 nieguen	 los	 fundamentos	 de	 la	 estructura	 racional	 y	 moral	 del
hombre,	la	justicia	pedirá	que	estas	sean	eliminadas.
Fundamento	de	la	Doctrina	total	de	la	ciencia	(1794-1795)
    Es	 la	 obra	 de	 Fichte	 más	 teórica	 y	 su	 mayor	 intento	 de	 construir	 una
metafísica	de	la	libertad,	una	ciencia	evidente	de	los	primeros	principios	del
saber.	Fichte	quiere	demostrar	que	el	ser,	es	su	pensamiento	originario,	es	el
hacer	 del	 pensamiento,	 la	 acción	 del	 Yo:	 en	 la	 primera	 parte	 de	 la	 obra,	 el
primer	principio	de	todo	saber	se	presenta	como	la	actividad	de	autodesarrollo
del	 Yo.	 Esta	 actividad	 necesita	 una	 resistencia	 para	 poder	 actuar	 y	 por	 este
motivo	 al	 Yo	 se	 le	 opone	 el	 No-Yo.	 Sin	 embargo,	 esta	 oposición	 es,	 en
realidad,	 una	 limitación	 y	 una	 acción	 de	 reciprocidad	 en	 la	 que	 el	 Yo	 —en
cuanto	 conciencia	 finita	 y	 no	 como	 acción	 infinita	 de	 su	 presentación—	 por
un	lado	acepta	al	No-Yo	(en	la	conciencia	cuyos	principios	se	exponen	en	la
                                      Página	106
segunda	parte	de	la	obra),	pero	por	el	otro	lo	determina	mediante	la	voluntad
(cuyos	 principios	 Fichte	 analiza	 en	 la	 tercera	 parte).	 La	 tesis	 principal	 de	 la
obra	es	que	la	libertad	es	el	principio	último	de	la	experiencia,	porque	es	la
forma	más	pura	en	la	que	existe	el	Yo	infinito	en	la	conciencia	finita.
Fundamento	del	derecho	natural	(1796)
     Con	 esta	 obra,	 Fichte	 profundiza	 en	 su	 teoría	 del	 derecho	 natural	 de	 la
cual	ya	había	hablado	en	las	Contribuciones.	Fichte	asume	de	forma	creativa
la	 teoría	 del	 contrato	 que	 proponen	 los	 iusnaturalistas	 modernos:	 concibe	 el
Estado	como	el	resultado	de	un	contrato	de	ciudadanía	en	el	que	la	comunidad
permite	la	creación	de	un	cuerpo	de	representantes	para	que	promulguen	leyes
y	 sancionen	 las	 ilegalidades,	 y	 de	 esta	 forma	 el	 derecho	 natural	 permanezca
en	 vigor.	 Para	 evitar	 que	 los	 representantes	 abusen	 del	 poder	 o	 introduzcan
una	legislación	en	contra	de	la	igualdad	y	de	la	dignidad	de	la	razón	de	todo
individuo,	 Fichte	 introduce	 un	 órgano	 de	 control	 llamado	 éforo	 que	 tiene	 la
facultad	de	llevar	a	la	comunidad	a	juicio	contra	sus	representantes.
Ética	(1798)
     Se	trata	de	una	obra	extraordinaria	en	que	Fichte	expone	minuciosamente
su	doctrina	de	la	acción	moral	y	profundiza	en	el	idealismo	ético	que	ya	había
presentado	en	el	Fundamento.	El	hombre,	en	cuanto	ser	sensible,	está	sujeto	a
inclinaciones	 y	 a	 deseos	 naturales;	 pero	 en	 cuanto	 ser	 pensante	 puede
determinar	 su	 voluntad	 en	 un	 modo	 puramente	 racional,	 poniéndose	 como
objetivo	la	absoluta	autodeterminación.	Por	este	motivo,	para	Fichte	la	moral
se	 identifica	 con	 la	 libertad.	 Fichte	 supera	 la	 ética	 kantiana	 cuando	 declara
que	 para	 que	 la	 autodeterminación	 sea	 posible,	 debe	 existir	 un	 determinado
impulso	moral,	es	decir,	una	inclinación	natural	que	una	la	ley	moral	con	la
sensibilidad	y	que	aporte	a	la	vida	del	hombre	una	educación	infinita	de	las
pasiones	en	la	razón.
Una	exhortación	a	la	vida	bienaventurada	(1806)
    Es	 una	 de	 las	 obras	 más	 «populares»	 de	 Fichte	 y	 en	 la	 que	 este	 nos
presenta	 su	 filosofía	 de	 la	 religión.	 Su	 teoría	 muestra	 algunos	 cambios
significativos	 respecto	 a	 los	 escritos	 de	 su	 primera	 etapa.	 Fichte	 concibe	 la
culminación	de	la	vida	del	hombre,	la	bienaventuranza,	como	amor	a	Dios,	la
                                       Página	107
anulación	 del	 Yo	 como	 consecuencia	 de	 su	 origen	 divino	 e	 infinito.	 Para
legitimar	 esta	 teoría,	 Fichte	 utiliza	 la	 filosofía	 cristiana	 y,	 en	 particular,	 el
Evangelio	de	San	Juan.
Discursos	a	la	nación	alemana	(1808)
    Este	libro	es	fruto	de	un	ciclo	de	conferencias	ofrecidas	en	Berlín,	ciudad
que	por	aquel	entonces	estaba	ocupada	por	los	franceses.	La	obra	defiende	la
tesis	 de	 que	 solo	 la	 nación	 alemana	 es	 capaz	 de	 desempeñar	 el	 papel	 de
educar	a	la	humanidad	sobre	la	libertad.	Está	capacitada	gracias	a	su	unidad
como	 pueblo,	 a	 sus	 costumbres	 y	 a	 su	 lengua,	 que	 ha	 sabido	 mantener	 a
diferencia	de	otras	naciones.	Por	todo	esto,	el	pueblo	alemán	debe	alcanzar	la
unidad	 y	 la	 dignidad	 de	 un	 Estado,	 porque	 tiene	 el	 encargo	 histórico	 de
conducir	la	humanidad	hacia	el	progreso	moral.	Las	ambiciones	tiránicas	de
Francia	han	traicionado	el	ideal	universal	de	la	Revolución:	gracias	al	carácter
vivo	 y	 comunitario	 de	 su	 cultura,	 Alemania	 es	 la	 única	 que	 puede	 alcanzar
estos	ideales	sin	anular	la	autonomía	política	y	cultural	de	las	naciones.
                                       Página	108
Ediciones	críticas	sobre	la	obra	de	Fichte
Die	 J.	 G.	 Fichte-Gesamtausgabe	 der	 Bayerischen	 Akademie	 der
    Wissenschaften,	a	cargo	de	R.	Lauth.	H.	Jacob.	H.	Gliwitzky,	L.	Fusch,
    R.	 K.	 Scneider.	 Stoccarda.	 1962;	 y	 Werke	 (I);	 Nachgelassene	 Schriften
    (II);	Briefe	(III);	Kollegnachschriften	(IV).
Principales	traducciones	en	español
J.	G.	Fichte.	Ensayo	de	una	crítica	de	toda	revelación,	a	cargo	de	V.	Serrano.
     Biblioteca	Nueva.	2002.
J.	G.	Fichte.	Reivindicaciones	de	la	libertad	de	pensamiento	y	otros	escritos
    políticos,	Editorial	Tecnos,	1986.
J.	G.	Fichte.	Algunas	lecciones	sobre	el	destino	del	sabio.	Istmo,	2002.
J.	 G.	 Fichte.	 Fundamento	 del	 derecho	 natural.	 Centro	 de	 Estudios
    Constitucionales,	1994.
J.	G.	Fichte.	Ética.	Ediciones	Akal.	2005.
J.	G.	Fichte.	Sobre	la	esencia	del	sabio	y	sus	manifestaciones	en	el	domino	de
     la	libertad.	Tecnos,	1998.
J.	G.	Fichte.	El	destino	del	hombre.	Ediciones	Sígueme	Salamanca.	2011.
J.	G.	Fichte.	Introducciones	a	la	Doctrina	de	la	ciencia.	Tecnos,	1997.
J.	G.	Fichte.	El	estado	comercial	cerrado.	Tecnos.	1991.
J.	G.	Fichte.	Discursos	a	la	nación	alemana.	Tecnos,	2002.
J.	G.	Fichte.	La	exhortación	a	la	vida	bienaventurada.	Tecnos,	1995.
J.	G.	Fichte.	La	doctrina	de	la	ciencia,	1811,	Ediciones	Akal.	2000.
J.	 G.	 Fichte.	 Primera	 y	 segunda	 introducción	 a	 la	 Doctrina	 de	 la	 ciencia	 -
     Ensayo	 de	 una	 nueva	 exposición	 de	 la	 Doctrina	 de	 la	 ciencia,	 Tecnos.
     1987.
Selección	de	obras	sobre	Fichte	en	español
                                     Página	109
Hegel.	 Diferencia	 entre	 los	 sistemas	 de	 filosofía	 de	 Fichte	 y	 Schelling,
   Tecnos.	1990.
M.	Álvarez	Gómez,	M.ª	del	Carmen	Paredes.	La	controversia	de	Hegel	con
   Kant,	Ediciones	Universidad	Salamanca.	2002.
M.	F.	Lorenzo.	Meditaciones	fichteanas.	Logos	Verlag.	2014.
V.	 López	 Domínguez.	 Fichte	 200	 años	 después,	 Editorial	 Complutense,
    1996.
                                  Página	110
                          CRONOLOGÍA
Vida	y	obras	de	Fichte                Contexto	histórico	y	cultural
1762	Nace	en	Rammenau	el	19	de        1762	Se	publican	El	contrato	social
mayo.                                 y	Emilio,	o	De	la	educación	de	Jean-
                                      Jacques	Rousseau.	El	Parlamento	de
                                      París	y	La	Sorbona	ordenan	que
                                      ambos	libros	deben	ser	quemados.
	                                     1763	Fin	de	la	guerra	de	los	Siete
                                      Años.
	                                     1765	James	Watt	inventa	la	máquina
                                      de	vapor.
	                                     1769-1770	James	Cook	explora	y
                                      dibuja	los	mapas	de	Nueva	Zelanda	y
                                      Australia.
	                                     1770	Sistema	de	la	naturaleza	de	
                                      D’Holbach.	Nace	Hegel.
1774	Ingresa	en	el	Colegio	de         	
Schulpforta.
	                                     1775	Se	termina	la	Enciclopedia	que
                                      Diderot	y	otros	ilustrados	habían
                                      empezado	en	1751.
	                                     1776	Declaración	de	independencia
                                      de	los	Estados	Unidos.	Adam	Smith
                                      publica	La	riqueza	de	las	naciones.
                                      Muere	David	Hume.
	                                     1778	Mueren	Voltaire	y	Rousseau.
1780	Se	inscribe	en	la	Facultad	de    	
Teología	de	la	Universidad	de	Jena.
                                Página	111
	                                      1781	Primera	edición	de	la	Crítica
                                       de	la	razón	pura	de	Kant.
	                                      1783	El	Tratado	de	París	pone	fin	a
                                       la	guerra	de	la	Independencia	de	los
                                       Estados	Unidos.
1784	Debido	a	su	penuria               	
económica,	debe	dejar	los	estudios	y
emplearse	como	instructor	privado.
	                                      1787	Se	promulga	la	Constitución	de
                                       los	Estados	Unidos	de	América	y	es
                                       aprobada	en	Filadelfia.
	                                      1788	Nace	Schopenhauer.
	                                      1789	Inicio	de	la	Revolución
                                       francesa	(fin	1799).
                                       Declaración	de	los	derechos	del
                                       Hombre	y	del	Ciudadano.
	                                      1791	Muere	Mozart.	Ese	mismo	año
                                       había	publicado	La	flauta	mágica	y
                                       el	Requiem.
1792	Publica	de	forma	anónima	el       1792	Problemas	con	la	censura	para
Ensayo	de	una	crítica	de	toda          Kant	a	causa	de	la	publicación	del
revelación.                            tratado	La	religión	dentro	de	los
                                       límites	de	la	mera	razón.
	                                      1792-1802	Guerras	revolucionarias
                                       francesas.
1793	Se	casa	en	Zúrich	con	Marie       1793	Luis	XVI	es	guillotinado.
Johanne	Rahn.
1794	Es	nombrado	profesor	en	Jena.     1794	Robespierre	es	guillotinado.
Publica	la	primera	parte	del
Fundamento	de	la	Doctrina	de	la
ciencia.
                                Página	112
	                                       1795	Publicación	de	las	Cartas	sobre
                                        la	educación	estética	del	hombre	y
                                        Sobre	poesía	ingenua	y	poesía
                                        sentimental	de	Schiller,	y	del	Yo
                                        como	principio	de	la	filosofía,	de
                                        Schelling.
1796	Publica	el	Fundamento	del          1796	Napoleón	empieza	su	campaña
derecho	natural.	Nace	su	hijo           en	Italia.	Publicación	de	Los	años	de
Immanuel	Hermann.                       aprendizaje	de	Wilhelm	Meister,	de
                                        Goethe.
1798	Publica	Ética                      	
1799	Abandona	Jena	como                 1799	Se	produce	el	golpe	de	Estado
consecuencia	de	la	disputa	sobre	el     del	18	de	brumario.
ateísmo	y	se	traslada	a	Berlín.
1800	Publica	El	destino	del	hombre      1800	Victoria	de	Napoleón	en
y	El	estado	comercial	cerrado.          Marengo.
	                                       1801	Hegel	publica	la	Diferencia
                                        entre	los	sistemas	de	filosofía	de
                                        Fichte	y	Schelling.
1802	Enemistad	con	Schelling.           	
	                                       1804	Coronación	imperial	de
                                        Napoleón.	Muere	Immanuel	Kant.
1806	Publica	Sobre	la	esencia	del       1806	Fin	del	Sacro	Imperio	Romano
sabio,	las	características	de	la	edad   Germánico.	En	octubre	Napoleón
actual	y	la	Exhortación	a	la	vida       vence	en	Jena	y	entra	en	Berlín.
bienaventurada.
	                                       1807	Publicación	de	La
                                        fenomenología	del	espíritu,	de
                                        Hegel.
1808	Publica	los	Discursos	a	la         	
nación	alemana.
1809	Es	nombrado	profesor	de	la         1809	Metternich,	ministro	de	Interior
                                  Página	113
Universidad	de	Berlín.              del	Imperio	Habsburgo.
	                                   1810	Hardenberg,	primer	ministro
                                    del	Reino	de	Prusia.
1811	Abandona	el	cargo	de	rector	de 	
la	Universidad	de	Berlín.
	                                   1812	Derrota	de	Napoleón	en	Rusia.
1814	Muere	el	29	de	enero.          1814	Abdicación	de	Napoleón	y
                                    Congreso	de	Viena.
                               Página	114
 Notas
Página	115
[1]	En	una	carta	a	Reinhold	con	fecha	de	8	de	enero	de	1800,	Fichte	escribe:
«Mi	 sistema	 es,	 de	 principio	 a	 fin,	 solamente	 un	 análisis	 del	 concepto	 de
libertad».	<<
                                    Página	116
[2]	 «El	 Yo	 pone	 originariamente	 de	 modo	 absoluto	 su	 propio	 ser»	 es	 una	 de
las	afirmaciones	sobre	el	Yo	puro	que	aparecen	en	el	Fundamento	<<
                                    Página	117
[3]	 La	 imaginación	 es	 «la	 más	 admirable	 de	 las	 facultades	 del	 Yo»,	 escribe
Fichte.	 También	 en	 el	 Fundamento	 encontramos	 que	 «toda	 realidad	 —
entiéndase	para	nosotros,	pues	debe	entenderse	de	otro	modo	en	un	sistema	de
filosofía	trascendental—	solo	es	producida	por	la	imaginación».	<<
                                    Página	118
[4]	«El	ser	racional	no	puede	encontrar	en	sí	ninguna	aplicación	de	su	libertad
sin	a	la	vez,	atribuirse	una	causalidad	real	fuera	de	sí»,	dice	Fichte	en	uno	de
sus	teoremas	de	la	Ética.	<<
                                  Página	119
[5]	«Solo	este	es	propiamente	un	derecho	del	hombre,	que	viene	al	hombre	en
cuanto	hombre:	la	posibilidad	de	adquirir	derechos».	<<
                                Página	120
[6]	 El	 despotismo	 es	 «una	 constitución	 en	 la	 que	 los	 aadministradores	 del
poder	 público	 no	 asumen	 ninguna	 responsabilidad»,	 escribe	 Fichte	 en	 el
Fundamentos	de	derecho	natural.	<<
                                    Página	121
[7]	En	el	Fundamento	del	derecho	natural	Fichte	escribe	que	«El	Estado	debe
velar	por	que	lo	superfluo,	en	particular	lo	que	solo	se	puede	procurar	por	el
comercio	exterior,	con	cuya	continuidad	no	puede	contarse,	no	se	convierta	en
indispensable».	<<
                                 Página	122
Página	123