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Fichte - Guido Frilli

El documento presenta una introducción a la filosofía de Johann Gottlieb Fichte, uno de los filósofos más fascinantes pero también complejos de la historia del pensamiento. Explica que Fichte propuso un "primer sistema de libertad" donde colocó la libertad del yo en el origen de todo conocimiento y deberes, rompiendo las cadenas internas del hombre como la Revolución Francesa había roto las externas. Además, analiza el contexto histórico en el que vivió Fichte y algunos de los temas centrales de su filos
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Fichte - Guido Frilli

El documento presenta una introducción a la filosofía de Johann Gottlieb Fichte, uno de los filósofos más fascinantes pero también complejos de la historia del pensamiento. Explica que Fichte propuso un "primer sistema de libertad" donde colocó la libertad del yo en el origen de todo conocimiento y deberes, rompiendo las cadenas internas del hombre como la Revolución Francesa había roto las externas. Además, analiza el contexto histórico en el que vivió Fichte y algunos de los temas centrales de su filos
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La

filosofía de Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) es, en palabras de su


autor, «El primer sistema de libertad». Así como la Revolución Francesa
rompe las cadenas externas del hombre, la doctrina de la ciencia de Fichte
rompe las internas: la libertad del yo es colocada por Fichte en el origen de
todo conocimiento y de todos los deberes. Este libro pretende ofrecer, en un
lenguaje accesible, una introducción a la lectura de uno de los filósofos más
fascinantes y complejos de la historia del pensamiento. Cada capítulo afronta,
desde un punto de vista diferente, la gran paradoja de una libertad que debe
ser, al mismo tiempo, un impulso dentro de cada uno y un principio absoluto
y universal, que siempre se impone a todos.

Página 2
Guido Frilli

Fichte
El absoluto y la libertad
Descubrir la filosofía - 55

ePub r1.0
Titivillus 19.02.2021

Página 3
Título original: Fichte, L’assoluto e la libertà
Guido Frilli, 2016
Traducción: Roger Renau
Ilustración de cubierta: Nacho García
Diseño de portada: Víctor Fernández y Natalia Sánchez
Diseño y maquetación: Kira Riera

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

Página 4
Índice de contenido

Cubierta
Fichte
Prefacio. Fichte, el idealismo y nosotros
Vida, obras y contexto histórico
Los jóvenes preceptores en la Alemania de Fichte
La disputa sobre el ateísmo y la sociedad alemana ante la Revolución
francesa
La fundación de la Universidad de Berlín y la Prusia después de la
derrota en Jena
La filosofía como la ciencia de las ciencias: ¿por qué buscar un principio
absoluto del saber?
El alquimista filosófico
La filosofía del Absoluto
La filosofía como ciencia evidente
La exigencia de un fundamento absoluto sobre las ciencias particulares
La filosofía como saber científico
La unidad del saber y la unidad del hombre
El Yo absoluto como acción espontánea
El Yo como evidente principio del saber
Debate sobre la cosa en sí kantiana
Descartes y Fichte: el Yo empírico y el Yo puro
La oposición interna del Yo puro
La síntesis cuantitativa entre Yo y No-Yo
Inteligencia y voluntad. Los principios del conocimiento y de la acción
El Yo puro como principio constitutivo de la experiencia: toda pasividad
se basa en una actividad originaria
El fundamento del saber teórico
La tensión entre el Yo y el Romanticismo
La subjetividad trascendental y las categorías de Kant y Fichte
La moral como principio último de la experiencia
La intuición entre la percepción y la imaginación: un problema
La unidad de la inteligencia y la voluntad
La libertad infinita del hombre: una imagen nueva de la experiencia

Página 5
Jacobi y el nihilismo
¿Cómo podemos hablar del Absoluto? El desarrollo de la Doctrina de la
ciencia
La intuición intelectual
El conocimiento intuitivo de las esencias
El Absoluto y el conocimiento-imagen
Las principales exposiciones de la Doctrina de la ciencia
La representación, la vida y el concepto
La ética y la filosofía de la religión
La misión del erudito
La sensibilidad y la autonomía de la voluntad
La teoría de los impulsos
La tensión entre el Yo y el Romanticismo
Dios como orden moral del mundo. ¿Fichte, ateo?
La crítica al concepto de revelación
La vida bienaventurada
El derecho natural en la época del pecado. Teoría política y actualidad
histórica
La finalidad política de la razón
Moral y derecho
El derecho natural y la fundación del Estado
El derecho natural de los antiguos y de los modernos
El Estado fichteano
Fichte y la filosofía de la historia
La prevalencia de la política de fuerza y los Discursos a la nación alemana
Epílogo. ¿Cuál es el legado de Fichte?
APÉNDICES
Obras principales
Cronología
Notas

Página 6
Excepto la vida, no existe nada con un valor y un significado
absoluto. Cualquier otro pensamiento, poesía o conocimiento tiene
valor solo en cuya medida se refiere a lo que está vivo, procede de
aquello que está vivo y tiende a volver a confluir hacia él.

J. G. Fichte, Informe claro como el sol (1801)

Página 7
Página 8
Prefacio.
Fichte, el idealismo y nosotros
Con motivo de la muerte de Fichte, la escritora Rahel Varnhagen,
anfitriona del principal salón literario de Berlín, dijo de forma contundente:
«Alemania ha cerrado su único ojo». Desde entonces ya han pasado
doscientos años y el ojo de Fichte no solo parece cerrado, sino ciego. Su
trabajo no encaja con la cultura filosófica del mundo contemporáneo, el
estudio de su obra se considera farragoso y lejos de los ideales histórico-
políticos fruto de su pensamiento. Leer las obras de Fichte es como
contemplar una galaxia lejana en el espacio: observamos la riqueza de las
conexiones, la increíble vitalidad de los argumentos, la grandeza del conjunto;
sin embargo, no podemos escuchar su significado, nos parecen ajenas, fuera
de cualquier órbita de pensamiento.

Podríamos tener la impresión de que la distancia entre Fichte y nosotros


es la misma que existe entre la razón y el error, o mejor dicho, entre la
madurez y la inmadurez; que nuestra mirada desorientada hacia los textos de
Fichte en realidad es la misma con la que un adulto, consciente de sus
limitaciones y de su responsabilidad, dialoga con un adolescente idealista,
impetuoso e ingenuo. Si tenemos en cuenta el adjetivo «idealista», nos
podremos acercar a Fichte y a los otros clásicos del idealismo alemán
despojándoles desde el inicio de cualquier autoridad o credibilidad filosófica.

De entre todos los idealistas. Fichte es quien está más comprometido con
esta labor de adolescente, vanagloriosa y un poco ridícula: convertir la razón
humana en Absoluto, convertirla en el centro y en el origen de todos los
valores, y en el poder para juzgar y dirigir cualquier acción. Hoy en día
sonreímos ante tal pretensión con un cierto paternalismo, pero también con
seriedad. Creemos saber más de las cosas que en cualquier otra época, y así es
con la de Fichte, puesto que el fanatismo permanecía oculto y a la espera de
imponer el Absoluto en todas partes. Como amantes del buen conocimiento,
dejamos a un lado cualquier esfuerzo por comprender. Lo que no entendemos
de Fichte lo atribuimos a la inmadurez de su proyecto filosófico.

Página 9
Este volumen quiere ser una presentación de Fichte e intentar ver
modestamente las verdades de la conciencia histórica que residen en el
paternalismo hacia las épocas anteriores y sus ilusiones. El punto de partida es
la pregunta que el gran filósofo alemán del siglo xx Theodor Adorno escribe
en sus Tres estudios sobre Hegel y que, en nuestro caso, podríamos
reformular así: ¿y si Fichte tuviera razón? ¿Y si estuviésemos desorientados,
no por causa de una inmadurez en Fichte, sino por nuestra época con sus
banales verdades? Estamos seguros de que todos los intentos para encontrar
una dimensión absoluta en el ser humano son insensatos y dañinos por igual;
entonces, ¿cómo podemos encontrar respuestas? ¿De verdad pensamos que
Fichte tenía en cuenta las objeciones escépticas de la filosofía de los siglos
xix y xx hacia el idealismo alemán? ¿O incluso que aprovecharíamos la
superioridad histórica que nos ofrece el paso del tiempo para juzgar sin más lo
que pervive o no del pensamiento fichteano?

La conclusión es que nada puede remplazar un estudio serio, profundo y


privado de prejuicios de un gran pensador como Fichte. La seriedad del
estudio es sobre todo la disposición a aprender ex novo, a poner sobre la mesa
todas las certezas que hemos heredado de nuestra época. A pesar de que al
final no compartamos algunas de sus conclusiones, habremos podido seguir el
recorrido de una mente excepcional que trató los problemas fundamentales
del pensamiento.

Este libro no puede ni siquiera ofrecer el inicio de semejante estudio. Por


ello, nos limitaremos a introducir algunos temas del pensamiento fichteano e
intentaremos esclarecer las causas con un lenguaje no especializado. Hemos
intentado mantener un hilo coherente a lo largo de los capítulos teniendo en
cuenta los diferentes temas y sus perspectivas. El hilo conductor es
justamente la aceptación de una filosofía del Absoluto y, en especial, de una
filosofía idealista como la de Fichte.

Veamos un momento este último concepto. ¿Qué es el idealismo? Se trata


del concepto filosófico por el cual lo que tiene realidad, significado y valor es
la razón y lo que produce, es decir, las ideas. Para los idealistas, solo la razón
es capaz de gobernarse a sí misma, de desarrollarse a partir de ella misma.
Solo la razón es absoluta, es decir, etimológicamente absoluta, libre de
cualquier causa anterior y condicionamiento exterior, ya que es la única
actividad que puede ser causa, objetivo y juicio al mismo tiempo.

Página 10
En términos generales, podemos decir que lo que buscamos en la acción y
en el conocimiento es la realidad. Lo que permanece y se adapta se mantiene
fijo y acepta que podamos medir el valor de lo que cambia. No obstante, nada
en el mundo permanece inalterable. Fichte, discípulo de Kant, se opone con
beligerancia a la metafísica de la objetividad, a la «doctrina» de querer basar
nuestra forma de vivir en la realidad y en sus valores externos, también en
Dios: la realidad exterior no es más que un acercamiento de las apariencias.
Las apariencias, sin embargo, aparecen a algunas personas. Son experiencias
de un sujeto que busca un sentido, que quiere fundamentar un proyecto de
acción coherente en el mundo. Lograr un proyecto de vida, y hacerlo de forma
coherente, no es algo que el sujeto pueda obtener en las apariencias, sino que
se trata de una actividad que desarrollamos a partir de nosotros mismos. Es
cierto que podemos no ser conscientes de ello, que a menudo creemos que nos
regulamos en función de las cosas a las cuales nos enfrentamos. Pero las
cosas no producen las ideas que nos guían en la acción: ideas como la
coherencia, la justicia, la reciprocidad, la independencia. Las ideas son fruto
de la razón y por eso la razón es la fuente principal de la actividad subjetiva
que da valor al mundo. Las ideas son más reales que las cosas, son los
ladrillos del mundo interior que compartimos con otros seres inteligentes,
porque son universales y necesarias. En cambio, las experiencias sensibles
son específicas y privadas. Para Fichte, la verdadera libertad no es el poder de
elegir arbitrariamente las cosas que encontramos, sino elegir según la razón,
es decir, guiándonos por las ideas que la razón produce sola, lo Absoluto es la
libertad, porque no es más que la producción autónoma de la razón[1].

Si bien es cierto que podríamos dudar de que la razón sea capaz de


autoafirmarse, no existe ningún otro motivo para no concederle al menos el
mérito de intentarlo: lo que la razón quiere construir es un mundo monocolor
y despótico, puramente lógico, pero en el cual todos podamos ejercer nuestra
libertad. La razón idealista no es ni prepotente ni exclusiva porque es
patrimonio universal de la humanidad y vive del enfrentamiento entre las
diferencias.

El lector de Fichte deberá juzgar si un simple proyecto de educación


universal de la humanidad para la razón, defendido por Fichte, puede ser una
respuesta real a los conflictos y al sufrimiento de nuestro tiempo. En mi
opinión, pocos filósofos nos ofrecen unos instrumentos tan buenos contra la
mísera idea de que cada uno tiene su propia razón, incomparable con la de los

Página 11
demás. Con esta idea solo decimos que la razón no existe en realidad y que la
mejor opinión es la del más fuerte.

Página 12
Vida, obras y contexto histórico

Johann Gottlieb Fichte nace el 19 de mayo de 1762 en Rammenau, en


Lusacia, una región de Sajonia en la frontera con la República Checa. Es el
mayor de los ocho hijos de Christian, un tejedor. Al viajar por la tierra natal
de Fichte, se observan sobre todo las grandes minas de lignito excavadas
durante la segunda mitad del siglo XX en la República Democrática Alemana,
muchas de las cuales han sido transformadas en lagos artificiales. En cambio,
en el siglo XVIII, Lusacia era un territorio agrícola con pueblos repartidos con
sus típicas casas de madera y estaba bajo el control feudal del Ducado de
Sajonia. Al año siguiente de la muerte de Fichte y a raíz del Congreso de
Viena (1815), Lusacia formó parte del Reino de Prusia.

La familia de Fichte es pobre y dependiente jurídicamente, en bienes y en


actividad, de los barones propietarios del lugar. A Fichte le encargan tareas de
pastoreo, no va a la escuela y con ocho años todavía no sabe ni leer ni
escribir. Pero un golpe de suerte cambiará su vida. Un barón llamado Ernest
Haubold von Miltitz, primo del propietario del feudo, se asombra al ver como
un niño analfabeto puede repetir a la perfección la prédica dominical del
capellán. Von Miltitz se ofrece a pagarle los estudios del colegio y lo toma
bajo su protección al ver los magníficos resultados que Fichte obtiene.
Gracias a la ayuda económica del barón, Fichte se inscribe en 1774 en el
Colegio de Schulpforta. Se trataba de un colegio cuya tendencia educativa
respondía a una significativa y reciente reforma pedagógica que difería de los
estudios religiosos tradicionales, pero mantenía el estudio de las lenguas
antiguas y modernas, las matemáticas, la retórica, la historia y la filosofía.

Una vez más con la ayuda del barón, en 1780 Fichte ingresa en la facultad
de teología de la Universidad de Jena y también recibirá clases de lógica,
dogmática y de derecho en Leipzig y en Wittemberg. La muerte de su
protector le obliga a abandonar los estudios: de 1785 a 1792, Fichte se gana la
vida como preceptor privado en varias ciudades, pero sobre todo en Zúrich
(donde conocerá a su mujer, Marie Johanne Rahn). Su vida da un salto
intelectual en 1790, con 28 años: para poder dar unas clases privadas sobre
Kant, Fichte estudia por primera vez el sistema crítico kantiano y en especial
queda asombrado por la Crítica de la razón práctica.

Página 13
Fruto de este estudio, en 1791 escribe el Ensayo de una crítica a toda
revelación. Fichte decide ir a pie hasta Königsberg para llevar una copia de su
obra a Kant: el encuentro con un hombre mayor encerrado en sus rigidísimas
costumbres y frío es un poco decepcionante para un joven e impetuoso
filósofo. Sin embargo, el manuscrito gusta a Kant, que decide publicarlo de
forma anónima en 1792 de la mano de su editor.

El ensayo logra un gran éxito, sobre todo porque al principio se cree que
es obra de Kant; cuando este desvela la auténtica paternidad del libro, Fichte
logra una gran popularidad dentro del panorama filosófico alemán y se le
considera inmediatamente una gran autoridad en Kant. Con la reseña del
Enesidemo de Schulze que aparece en 1793, Fichte toma partido en el vivo
debate ya célebre sobre la noción kantiana del noúmeno. Decide echar una
mano a Kant, sin embargo, lo que hace es negar la existencia de las realidades
o «cosa en sí» y solo afirma el valor práctico del noúmeno. La reacción de
desaprobación de Kant convence a Fichte de que la filosofía kantiana está
incompleta: debe refundarse y reducirse a partir de un único principio
verdadero e incondicional. Y es con este objetivo que Fichte inicia la
elaboración del sistema de la Doctrina de la ciencia (Wissenschaftslehre en
alemán), que expone por primera vez en Zúrich a principios de 1794, en casa
del pastor Johann Raspar Lavater.

Los jóvenes preceptores en la Alemania de Fichte

Al igual que muchos otros jóvenes estudiantes de esa época, tras


los estudios Fichte debe mantenerse trabajando de preceptor
privado para familias aristocráticas. Eran muy pocos los jóvenes
que disponían de un apoyo económico proveniente de la familia o
de algún noble. A menudo, como de ocurrió a Hegel, se daba el
caso de que sus familias, aunque fuesen acomodadas, no les
daban dinero, ya que las ideas tradicionales sobre política y
religión de los padres eran totalmente opuestas. Como eran
legión los jóvenes preceptores que buscaban trabajo, muchos de
ellos tenían que marcharse a ciudades lejanas o incluso al
extranjero, y les resultaba muy difícil mantener el contacto con el
mundo científico, conseguir libros y revistas o ir a las bibliotecas.
En resumen, seguir con los estudios. Muchos de los jóvenes

Página 14
maestros, incluyendo a Fichte, se veían obligados a estudiar por
la noche o durante el tiempo libre, lo que derivaba en problemas
de salud. Fichte sufrirá durante toda su vida problemas de vista y
en las manos, motivo por el que se habría puesto enfermo a los
45 años.

Gracias a su notoriedad, en 1794 empieza a enseñar en la Universidad de


Jena. Fruto del material de sus lecciones publica entre 1794 y 1795 primero
Sobre el concepto de la teoría de la ciencia, y luego (en dos partes), su obra
capital Fundamento de la Doctrina total de la ciencia, destinada a llamar la
atención del público filosófico. Durante sus años como docente en Jena
(1794-1799), Fichte conecta con las nuevas generaciones de jóvenes, que lo
consideran la única persona capaz y lo bastante radical para ver el espíritu de
libertad que introduce Kant, no solo por su trabajo teórico, sino también por
su compromiso con la situación política del momento. En 1793, Fichte ya
había publicado las Contribuciones destinadas a rectificar el juicio del
público sobre la Revolución francesa, donde defendía vivamente la
legitimidad de la acción revolucionaria. Durante sus años en Jena se
manifiesta en contra de los privilegios y de la injusticia de la vida
universitaria, lo que le lleva a entrar a menudo en conflicto con algunas
asociaciones de estudiantes. En aquellos años publica algunas de sus obras
fundamentales: Fundamento del derecho natural (1796-1797), Sistema de la
doctrina moral (1798), y otras dos introducciones a la Doctrina de la ciencia.

Sin embargo, Fichte se ve obligado a dimitir en 1799 tras la llamada


«disputa sobre el ateísmo» que había desencadenado el breve ensayo Sobre el
fundamento de nuestra fe en un gobierno divino del mundo (1798). En este
escrito. Fichte precisa su posición innovadora sobre la religión, pues reduce la
fe en Dios a una parte de la ética. Fichte es sustituido en Jena por una estrella
emergente, Schelling, con quien entabla una buena amistad que, sin embargo,
termina de forma abrupta al cabo de un tiempo.

Fichte permanece en Berlín hasta 1805, vive de clases particulares, trabaja


en la reelaboración de las bases de su pensamiento y expone la Doctrina de la
ciencia ante grupos de notables y expertos.

Página 15
La disputa sobre el ateísmo y la sociedad alemana
ante la Revolución francesa

El célebre Atheismusstreit aparece tras la publicación de un


ensayo de Fredrich Kart Forberg, profesor y amigo de Fichte, en
el Philosophisches Journal, cuyo codirector era Fichte, titulado
«Desarrollo del concepto de religión». El escrito fichteano, el ya
citado Sobre el fundamento de nuestra fe, en verdad es más
prudente y menos alusivo que el radical ensayo de Forberg, quien
niega directamente cualquier trascendencia divina y solo
considera a Dios como el orden creado por los actos virtuosos de
los hombres. Como se publican ambos ensayos en el mismo
número de la revista, las posiciones de los dos estudiosos se
confunden. A esto hay que añadirle la aparición de un
malintencionado opúsculo anónimo que acusa a Fichte, a Forberg
y al idealismo de ateísmo y de impiedad. Las cortes alemanas
dan crédito a esta acusación y ordenan el secuestro inmediato de
todas las copias de la revista. Esta reacción es un buen ejemplo
de la situación en la que se encontraba la sociedad alemana: para
la opinión pública alemana existe una relación entre la nueva
cultura universitaria —sobre todo la inspirada por la filosofía de
Kant— y la Francia revolucionaria y contraria a las tradiciones. El
poder eclesiástico y el feudal tienen miedo, ya que se sienten
amenazados ante una revolución dotada de armas y de un
ejército potente y bien dirigido. El gobierno de Sajonia intentará
aislar y castigar a los intelectuales progresistas con el apoyo de
muchos de los padres de los estudiantes que, de hecho, pedían
una represión ejemplar para sus hijos.

La reacción de Fichte es fuerte pero imprudente. En algunos de


sus escritos dirigidos al público y a las autoridades académicas,
rechaza las acusaciones de ateísmo y pide —como veremos más
adelante— la ayuda de grandes intelectuales como Goethe y el
filósofo Jacobi. Al final, Fichte manda una carta al ministro de
Educación en la que amenaza con dimitir ante cualquier medida
en contra de su libertad académica y sostiene que muchos
profesores seguirán su ejemplo por solidaridad. El ministro, bajo
la presión de la opinión pública, acepta la dimisión, aunque solo

Página 16
habían sido amenazas. Ninguno de los colegas de Fichte dimite y
el filósofo se ve obligado a abandonar la universidad.

En 1800 publica su escrito político El estado comercial cerrado y la obra


El destino del hombre, donde Fichte —en el contexto de una exposición más
popular de su pensamiento— profundiza en su posición sobre la religión:
todavía cuece la acusación de ateísmo y esto incita al filósofo a demostrar no
solo la compatibilidad de su sistema con la fe, sino su coincidencia con la
religión verdadera. Otras obras «populares» de Fichte y publicadas en 1806
son fruto de los cursos realizados en la Academia de las Ciencias de Berlín:
Las características de la edad actual y La exhortación a la vida
bienaventurada. Un año antes, en 1805, recibe una cátedra en Erlangen,
donde ofrece un curso sobre la Doctrina de la ciencia. Aglutina las lecciones
de ese año y en 1806 publica Sobre la esencia del sabio y sus manifestaciones
en el dominio de la libertad.

Tras la victoria en Jena (1806), Napoleón Bonaparte domina Alemania:


Fichte emigra primero a Copenhague, luego a Königsberg siguiendo a la corte
prusiana, que había abandonado Berlín, ya ocupado por las tropas francesas.
En este contexto político tan agitado, Fichte se alza como mensajero de la
necesidad de un despertar de la nación alemana contra el invasor, que lleve al
nacimiento de una nación moderna y dotada de una constitución. Con este
objetivo, entre 1807 y 1808 escribe en el Berlín ocupado y arriesgando su
vida los Discursos a la nación alemana, publicados en 1808 y que le
otorgarán una nueva y notable notoriedad.

Tras un período en el cual sufre graves problemas de salud, a Fichte lo


llaman de la recién creada Universidad de Berlín. Es nombrado decano de la
facultad de filosofía (1810) y rector (1811-1812). No obstante, su
intransigencia imparable en favor de una renovación lo lleva una vez más al
conflicto con las autoridades académicas y con las asociaciones de
estudiantes. Finalmente, abandona el cargo de rector. Fichte decide actuar en
primera persona en la guerra contra Napoleón de 1813. Acusa a Napoleón de
haber traicionado los ideales universales de la Revolución francesa con la
adopción de una política de fuerza y sometimiento del pueblo. El filósofo se
presenta como predicador para estar con los militares, pero no le aceptan.
Poco después contrae el tifus, que su mujer padece —asistía a los enfermos y
heridos de guerra—, y muere en Berlín el 29 de enero de 1814, a los 52 años.

Página 17
La fundación de la Universidad de Berlín y la Prusia
después de la derrota en Jena

Tras la victoria de Napoleón en Jena (1806) el Estado de Prusia


está debilitado y descompuesto. Unos cuantos ministros del rey
Federico Guillermo III, encabezados por el futuro canciller
Hardenberg y por el ministro Allenstein, empiezan a centralizar la
administración y a modernizar el Estado. Su objetivo es reforzar la
estructura jerárquica del Estado en la sociedad prusiana, hacer de
Prusia un estado constitucional con la ayuda de la nueva clase
que proviene del comercio y terminar con el inmovilismo y con los
privilegios tradicionales del estamento feudal.

Un elemento primordial de este proyecto es la reforma educativa


ideada por Allenstein y por el gran intelectual y ministro de
Educación. Se muestran resultados de Wilhelm von Humboldt Ver
resultados de Wilhelm von Humboldt: se modernizan y se
universalizan la educación primaria y secundaria, se funda la
Universidad de Berlín, destinada a seleccionar e instruir a una
nueva clase intelectual y administrativa para Prusia. También se
quiere formar una clase sensible a los ideales ilustrados y a las
conquistas constitucionales francesas, aunque desde un punto de
vista estatal y no liberal-burgués.

Sin embargo, la geopolítica europea hace difícil este proyecto


político y cultural, este acuerdo que quiere la modernización de la
sociedad prusiana tradicional y las conquistas francesas. Los
reformistas ambicionan una recuperación nacional de Francia que
rechace la incipiente galofobia nacionalista y que al mismo tiempo
mantenga lejos la oleada restauradora y anti modernizadora de la
Rusia zarista y de Austria. Muchos grupos del Estado, del ejército
prusiano y algunos intelectuales abogan hacia esta dirección.

Se trata de un delicado equilibrio que terminará inclinándose en


1813 con la victoria antinapoleónica. Esta supone el aumento del
poder del zar Alejandro en Europa y la eclosión del movimiento
patriótico alemán con el Landsturm, que rechaza el código civil
burgués en favor de las tradicionales costumbres alemanas.

Página 18
El papel político de Fichte en la Universidad de Berlín es
complejo: con los Discursos a la nación alemana de 1808 se
convierte en uno de los inspiradores nacionalistas del Landsturm.
Sin embargo, a diferencia de otros profesores y expertos como
Schleiermacher. Savigny, Niebuhr o Adam Müller, Fichte se
opone a la galofobia, a la restauración de la legislación tradicional
alemana y teme el despotismo del zar, si bien, a pesar de estar
en desacuerdo con Goethe y Hegel, Fichte cree que Napoleón es
más peligroso que Rusia.

Página 19
La filosofía como la ciencia de las
ciencias: ¿por qué buscar un principio
absoluto del saber?

El alquimista filosófico

Fichte es un filósofo complicado: puede confirmarlo cualquiera que se


haya atrevido a leer, aunque sean pocas páginas, el Fundamento de la
Doctrina total de la ciencia. Su estilo es un poco seco y rígido, sobre todo en
sus obras teóricas, y abusa un tanto de las repeticiones. Las explicaciones de
las frases más densas no llegan al lugar esperado y los párrafos no están ni
divididos proporcionalmente ni ordenados. Es una sensación que no solo
tenemos nosotros, que hemos perdido el contacto con la cultura alemana de la
época de Goethe y con su terminología filosófica, sino que compartimos con
los lectores y los críticos contemporáneos a Fichte.

El Fundamento de la Doctrina total de la ciencia (1794-1795) tuvo una


gran acogida, pero el asombro y la comprensión fueron a partes iguales. La
obra recibió críticas de aquellos que la consideraban un ejercicio estéril,
oscuro y vacío: el kantiano Beck, por ejemplo, definió a Fichte como un
«alquimista filosófico» en busca de la «piedra filosofal».

Fichte intentó defenderse de dichas acusaciones echando la culpa —a


veces con un tono cáustico— a la incultura filosófica de los lectores o a las
malas intenciones y los prejuicios de los críticos. Sin embargo, al final lo
aceptó a regañadientes y es por eso que reelaboró una y otra vez la estructura
de su sistema. La necesidad de entender y ser entendido es para Fichte una
prioridad, prueba de ello es el escrito titulado Informe claro como el sol.

Página 20
La filosofía del Absoluto

Podríamos decir que el esfuerzo de Fichte para explicarse fue en vano. Su


complejidad filosófica no radica en un defecto a la hora de exponer su
pensamiento o en el método, sino en la gran abstracción de los conceptos.
Cada una de las páginas del Fundamento lleva el pensamiento hasta el límite
de lo imposible, hasta lugares etéreos en los cuales el pensamiento concreto se
desvanece por completo. Resulta fácil saber por qué: el tema principal de la
filosofía de Fichte es el principio original, primero e incondicional, del saber
y de la experiencia: es lo que Fichte llama el Yo puro o, más adelante, el
Absoluto. ¿Cómo hablar del Absoluto? ¿Cómo lo podemos explicar en un
concepto y describirlo sin reducirlo a algo que no es? ¿Y, sobre todo, cómo
accedemos a él?

Probemos de tratar este tema con términos sencillos. Nos podemos dar
cuenta con facilidad de que nuestra capacidad de imaginación y nuestro
pensamiento han sido modelados basándose en los objetos tangibles de
nuestra experiencia cotidiana, es decir, con todo lo que tenemos a nuestro
alrededor todos los días: una mesa o un bolígrafo, esto que tiene una
característica determinada o sirve para una cosa y no otra. Pero el principio
absoluto de nuestra experiencia en el mundo, el Yo o el Absoluto, no es un
objeto que podamos identificar en comparación con otro, no es algo ni una
característica de algo, no existe en beneficio de otras cosas que podamos
lograr mediante él. No obstante, es normal que pensemos que hablar del
Absoluto signifique hablar de nada, no decir nada. ¿Cómo podemos construir
un discurso coherente sobre algo que no podemos ni identificar, ni describir
con alguna propiedad o uso?

La respuesta de Fichte es que, en cierto modo, hablar del Absoluto es


como hablar de nada. En términos más técnicos, el Absoluto no puede ser un
tema de nuestro pensar discursivo o lingüístico, que se basa necesariamente
en predicar (conceder propiedades a un sujeto para reconocerlo como ese
objeto y no otro).

Por ejemplo, si quiero hablar a alguien de un libro que he leído, empiezo


indicando su título, el autor y los detalles de la historia: las características que

Página 21
lo identifican como ese libro en especial. En cambio, el Absoluto excluye
cualquier intento de atribuirle un predicado porque resulta imposible referirse
a él de alguna manera, es decir, no podemos atribuirle características para
identificarlo.

En este caso, el Absoluto debe ser distinto de los predicados que lo


identifican, de la misma forma que el libro es diferente del autor. Pero si fuese
así tampoco sería verdaderamente el Absoluto, porque estaría limitado por las
cosas que me permiten hablar de él; sería como una cosa al lado de otra, ni
infinito ni entendido como un todo.

Página 22
La filosofía como ciencia evidente

Hablaré más adelante de los límites del pensamiento discursivo y de su


relación con el saber filosófico porque se trata del corazón del proyecto
fichteano, como también lo es la dificultad persistente de sus fundamentos.
Pero ahora quiero subrayar dos posibles conclusiones equivocadas que
podríamos deducir de lo que acabamos de ver. Primero, podríamos pensar que

el Absoluto no puede ser objeto de ningún discurso coherente, sino


solo del sentimiento, de la visión religiosa y viva: una experiencia
mística realizada en la soledad del individuo

O, segundo, a lo mejor

se puede hablar del Absoluto solo de un modo indirecto y negativo,


señalando su trascendencia en relación con cada una de nuestras
experiencias. Pero entonces no se entiende por qué hablamos de él,
cuál es el motivo de tener que abandonar el terreno de las ciencias, que
componen los objetos definidos de nuestra experiencia, para intentar
saber y definir algo infinito sobre lo que no tenemos ninguna noción
positiva.

Si queremos adentramos en el camino filosófico de Fichte, debemos


rechazar ambas conclusiones. En lo referente a la primera. Fichte no solo
mantiene que es posible hablar sensatamente del Absoluto, sino que además
es indispensable hacerlo si queremos adquirir un conocimiento del mundo y
de nuestra acción. Se trata de un discurso diferente al de las ciencias llamadas
««positivas», cierto, y sin embargo no se puede considerar negativo,
analógico o metafórico como sería según la segunda conclusión. La
exposición de la Doctrina de la ciencia necesita un rigor científico y debe
tener, según Fichte, la categoría de ciencia evidente.

¿Por qué, entonces, debemos hablar del Absoluto y hacerlo con rigor
científico? ¿A qué necesidad responde la Doctrina de la ciencia? La respuesta
a estas preguntas nos despeja las motivaciones fundamentales de la filosofía
de Fichte: sin la búsqueda del principio incondicional del saber, resulta
inconcebible la libertad del hombre y debe cuestionarse el propio concepto de
«humanidad».

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La exigencia de un fundamento absoluto sobre las
ciencias particulares

Vayamos por partes. En primer lugar, veamos las intenciones de Fichte


para adentramos en su sistema de pensamiento. Fichte publica el Sobre el
concepto de la Doctrina de la ciencia meses antes del Fundamento y resulta
interesante ver que ya en el primero insiste sobre la importancia del
significado de ciencia y de filosofía para conocer el fundamento principal del
saber humano. Debemos familiarizarnos con esta intención del autor porque
estamos hablando de conceptos que escapan a nuestro sentido común. Nuestra
cultura no siente la necesidad de encontrar un fundamento unitario y absoluto
del saber científico. Para lograrlo deberemos realizar un esfuerzo máximo,
por lo que conviene intentar arrinconar cualquier prejuicio y dejar que Fichte
nos muestre lo que busca en el Sobre el concepto de la Doctrina de la ciencia.

Las ciencias particulares, comenta Fichte, se definen cada una según su


objeto y en este buscan sus características fundamentales: por ejemplo, la
geometría estudia el movimiento de los puntos y de las líneas; la lógica trata
las formas abstractas del razonamiento; la física se interesa por las leyes de
los movimientos de los cuerpos. Pero ¿qué es lo que significa para cada
ciencia conocer el propio objeto? Si la validez del conocimiento se
estableciese de forma diferente para cada ciencia, unas con independencia de
las otras, entonces no dispondríamos de ningún significado verdaderamente
fiable, puesto que cada tipo de objeto pediría un sentido específico de
conocimiento, incomparable con el de las otras ciencias. Pero, en cambio, si
todas las ciencias comparten el significado de «validez», de «conocimiento» y
de «verdad», la definición del significado no depende de cada una de las
ciencias, sino de una ciencia de segundo orden, es decir, de una Doctrina de
la ciencia. Esta debe ocuparse de establecer con rigor los principios
fundamentales del saber que cada ciencia debe compartir. Además, también
debe deducir las tipologías fundamentales de los sujetos a los cuales hacen
referencia las ciencias particulares: la Doctrina de la ciencia ofrece, en otras
palabras, una base estable a las ciencias, y lo hace entendiéndolo como un
todo, es decir, excluyendo las características fundamentales sobre las cuales
se basa cada una de la ciencias particulares —la geometría, la lógica, la física,
etc.

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El ejemplo de Fichte es el mismo que había utilizado Kant en la Crítica de
la razón pura: la construcción de una casa. La renuncia a unificar la base de
nuestro saber es como construir una casa sin fundamentos: será una casa solo
en apariencia porque en realidad se derrumbará ante la más insignificante
tensión. Si el saber humano no dispone de un único fundamento, se parecerá
más a un montón de ruinas que a una construcción armónica. No obstante,
una casa no solo necesita unos fundamentos sólidas, las habitaciones deben
comunicar las unas con las otras de forma ordenada y funcional según las
exigencias de los residentes. La casa no solo es la suma de sus habitaciones,
sino que es la forma en que estas se conectan gracias a un criterio bien
elaborado. Es por este motivo que la Doctrina de la ciencia no solo trata del
fundamento del saber en su totalidad, sino también del diseño que permite
articular el saber en ámbitos diferentes, que corresponden a cada ciencia
particular. El fundamento separado de un diseño unitario no sería la base de
nada porque sería totalmente diferente respecto al conocimiento que sostiene:
el filósofo, el geómetra, el físico y el lógico vivirían en compartimentos
estancos, como en una casa donde los habitantes no pueden encontrarse
nunca, algo parecido a la peor de las prisiones.

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La filosofía como saber científico

Izquierda: Friedrich Schelling. Cuadro de Christian Friedrich Tieck (S.


XIX). Derecha: Friedrich Hölderlin, Cuadro de Franz Carl Hiemer (s.
XVIII-XIX)

La cultura de la época de Fichte confía más que la nuestra en la


idea de que la filosofía debe ser científica, es decir, debe
presentar unos criterios incontrovertibles en cuanto al rigor, la
objetividad y la capacidad de deducción.

Se trata de una herencia cultural del racionalismo filosófico del


siglo XVII. El racionalismo había intentado extender el método
matemático de la física nueva al conocimiento metafísico del
mundo, se trata de la misma herencia que se manifiesta en la
Ilustración del siglo XVIII de la filosofía como saber enciclopédico y
más tarde en la filosofía positivista del siglo XIX.

El Romanticismo es el primero que pone sobre la mesa la idea de


que la especulación filosófica debe tener un carácter científico. La
corriente romántica se desarrolla en Alemania en la época de
Fichte y obviamente es un movimiento que contacta con el primer

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idealismo, sobre todo con el de Schelling y Hölderlin. Para los
románticos, la fuente de la meditación filosófica es, en realidad,
una intuición inmediata e interior de la unidad profunda del
mundo, es decir, una experiencia mucho más parecida al arte que
al rigor del discurso científico.

Fichte —como antes Kant y Hegel después— niega la idea


racionalista de que la metafísica deba usar los mismos
mecanismos lógico-deductivos que las ciencias particulares. Pero,
a diferencia de los románticos, Fichte sostiene que la metafísica
debe ser capaz de deducir y de justificar un método riguroso y
evidente, algo que las ciencias particulares no pueden llevar a
cabo. La filosofía para Kant, Fichte y Hegel es la ciencia del
interior, es el saber arquitectónico que une los principios de las
ciencias simples y los presenta como momentos diferentes del
único y gran proyecto que es el saber humano.

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La unidad del saber y la unidad del hombre

Si el saber no tuviese unidad por sí mismo, no podría enseñarse tampoco


de forma unida. Incluso la diferencia entre conocedor y no conocedor perdería
su sentido, y con ello la posibilidad para el hombre de saber. Es por este
motivo que Fichte considera que urge fundar una filosofía verdaderamente
científica, ya que la unidad del saber refleja la unidad del conocedor, es decir,
la unidad del hombre. Sin un principio absoluto del conocimiento, el saber no
se convierte en la única misión común de la humanidad, y por eso el hombre
no puede entenderse a sí mismo como ciudadano del mundo, de una
comunidad universal de seres con capacidad de raciocinio. El objetivo final
del saber es práctico: se trata de la construcción infinita, sin fin, de una única
casa para el género humano, de un mundo donde cada persona pueda ejercer
su libertad y reconocer la de las demás como la suya propia.

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El Yo absoluto como acción espontánea

El Yo como evidente principio del saber

A lo largo de su vida, Fichte adopta diferentes estrategias para hablar del


Absoluto y lograr que sea la base de una ciencia del saber. La dificultad
consiste justo en esto: dado que tiene que construir la base de cada ciencia el
primer principio debe ser evidente por sí mismo, debe ser irrefutable y la
causa de cualquier certeza (llamado «criterio de evidencia»). Si debiese a otra
cosa su propia evidencia, dejaría de ser el primer principio del saber. Pero no
es suficiente: la evidencia que origina el principio también debe estar
relacionada con una cadena de proposiciones, de modo que se llegue a un fin.
La cadena tiene que estar enteramente formada por cada uno de los principios
del conocimiento y de la acción sin excepción alguna (criterio de
exhaustividad).

El fundamento de la Doctrina total de la ciencia (que Fichte volverá a


publicar en 1801, considerándolo en buena parte todavía adecuado) introduce
el Absoluto como Yo puro como acción: como Tathandlung, término
introducido por Fichte en oposición al Tatsache, es decir, el hecho. Gracias a
esta diferencia somos capaces de comprobar si se han respetado los criterios
de evidencia y de exhaustividad en el caso del Absoluto en cuanto Yo puro.

Cada elemento que se nos presenta en nuestra conciencia es un hecho o


Tatsache, en el sentido de que se trata de una X identificable, una cosa
diferente de las otras e idéntica a ella misma: la mesa, el bolígrafo, la persona
que está delante, la rabia que siento, etc. Saber es saber algo, saber X. Y es
precisamente por esto que cada X —cada elemento identificable del saber o
de la experiencia— debe darse en relación con el saber, con la conciencia que
tenemos de eso, que es el conocimiento de X. Si no hubiese la relación con un
saber, X no existiría: de esta forma Fichte se libera de la ambigüedad de la
cosa en sí de Kant y afirma el Yo como principio de cualquier realidad. No lo
hace, sin embargo, con la idea de que el Yo cree los sujetos de la nada, como

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si de un sueño se tratara, sino pensando que la auto-posición del Yo, el Yo
como acción espontánea (Tathandlung), es la entrada a la realidad que
permite la aparición de una X[2].

Fichte nos ofrece un ejemplo, con metáfora platónica incluida, con el cual
podemos considerar el Yo como la luz que ilumina cada objeto: si se apagase
la luz, nuestra experiencia y nuestro conocimiento no encontrarían nada y
sería, por lo tanto, el no ser. El Yo es la luz encendida y también los ojos
cerrados, incluso ante la ausencia de sensibilidad interna y externa, porque la
iluminación de la inteligencia es la que permite identificar cada X como
aquella X: en términos fichteanos, es el criterio de evidencia del principio
lógico más fundamental, el principio de identidad X=X.

La luz del Yo es la entrada originaria, espontánea, no causada por nada y


que permite que cada X aparezca en la conciencia y sea objeto de un saber
evidente.

No debemos confundir el Yo de Fichte con la conciencia que tengo de mí


mismo como individuo, aunque obviamente existe una relación entre los dos.
Si a otro individuo le reconozco una conciencia igual a la mía, como hacemos
con los seres humanos, entonces estoy estableciendo un terreno común entre
yo y él, un terreno en el cual nos podemos entender como conciencias, como
seres inteligentes y capaces de comunicarse. El Yo puro o la inteligencia
absoluta de Fichte es este terreno (más que Ich, Yo, es Ichheit, «yoidad»); y,
volviendo a la metáfora, también es la casa en la que vive cualquier ser
inteligente, que acepta el encuentro con el otro y la comunicación.

Para Fichte, todos tenemos las llaves para acceder a esta casa, es más,
siempre estamos dentro de ella. Si no fuese así, si no encendiéramos la luz de
la inteligencia de forma espontánea, siempre y sin condiciones, seríamos
incapaces de identificar no solo ningún objeto, sino tampoco encontrar a otros
sujetos y compartir los significados más simples, porque no existiría ningún
espacio común donde entenderse.

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Debate sobre la cosa en sí kantiana

Como ya sabemos, los inicios filosóficos de Fichte iban en la


defensa y la enseñanza del criticismo de Kant: tras el célebre
Ensayo de una crítica de toda revelación de 1792, Fichte toma
partido en el encendido debate sobre las nociones kantianas de
cosa en sí y noúmeno con su reseña al Enesidemo de Gottlob
Ernst Schulze de 1793. Todos los manuales de historia de la
filosofía señalan lo vital que fue este debate para pasar de la
filosofía crítica de Kant a la filosofía del idealismo. Veamos solo
cuatro indicaciones.

Uno de los protagonistas en la disputa fue Karl Leonhard


Reinhold, quien se propone la divulgación de Kant y su defensa
frente a las ideas de Fredrich Jacobi (véase recuadro), de
Salomón ben Josua Maimón y de Schulze. Según estos críticos,
la idea de que el noúmeno o cosa en sí pueda ser una realidad
pensable pero incognoscible es inaceptable, pues conocer
significa, según Kant, aplicar nuestras categorías a los
fenómenos. No obstante, pensando el noúmeno, resulta inevitable
tratarlo como una realidad inmanente, determinada por ejemplo
con la categoría de causalidad: Reinhold sostiene que el
noúmeno es pensable de forma coherente como una causa ignota
de la manifestación de los fenómenos en nuestra conciencia.

Fichte intenta acabar con esta ambigüedad y desea afirmar el


verdadero espíritu del kantismo: cada realidad es inmanente y
trascendental a nuestras conciencias, se da a esta de algún modo
y no existe una cosa en sí trascendente. Como veremos, el No-Yo
es opuesto al Yo porque el primero permanece en el interior del
segundo. Fichte se basa en la Crítica a la razón práctica para
decir que el noúmeno solo puede ser la libertad infinita del Yo. De
esta forma, el filósofo cree haber recuperado el pensamiento
central del criticismo, pero en realidad lo que hace Fichte es dar el
paso hacia una tesis idealista que ya no tiene vuelta atrás.

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Descartes y Fichte: el Yo empírico y el Yo puro

El Yo puro de Fichte no debe confundirse con el ego cogito de


Descartes: al fin y al cabo, este último es mi yo personal, porque
el principio absoluto de unidad según Descartes es Dios, no la
yoidad de Fichte. Pero además, en cuanto res cogitans, sustancia
pensante, el ego cartesiano es, en términos de Fichte, una
Tatsache, un hecho puesto al lado de otro hecho de la res
extensa.

Para Fichte, en cambio, el Yo no es un hecho, sino la pura acción


de ponerse a sí mismo para iluminar con la luz de la inteligencia
cada hecho de la experiencia.

Por consiguiente, el Yo puro no es visto como una autoconciencia


que se modifica, que se adquiere o se pierde en nuestra historia
personal, sino como la unidad permanente e inmutable de nuestra
subjetividad, que se «enciende» en nosotros de repente, sin aviso
e independiente a toda causa, cuando apenas somos conscientes
de nuestra presencia en el mundo.

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La oposición interna del Yo puro

Con la acción espontánea de autoposición de la conciencia hemos


alcanzado un principio irrefutable de evidencia, un conocimiento que siempre
es verdadero. Pero no hemos hecho ningún paso hacia el mundo: no hemos
elaborado un sistema de conocimiento que pueda unir el primer principio con
la experiencia ordinaria de las cosas. Si ahora nos preguntamos cómo
continuar, nos encontraremos con una gran dificultad.

Para proceder de un modo deductivo, debemos predicar algo sobre alguna


cosa, y predicar siempre conlleva identificar X gracias a la propiedad Y: este
objeto es una manzana gracias a su forma, su color, etc. Pero sobre el saber,
que es el principio de posición de cualquier objeto, no podemos predicar
nada: debemos intuirlo como una luz que está siempre presente en cada uno
de nosotros y convertirlo en un tema de reflexión de segundo grado, es decir,
un saber alrededor de la fuente de la evidencia de toda identidad. No podemos
hablar del saber puro de un modo identificativo y limitado (¡el conocimiento
de X no es X!). Tampoco podemos deducir nada a partir de esto: la intuición
de yo como Yo puro es perfecta, completa y total, y resulta imposible ir más
allá. Según Fichte, lo que podemos hacer es ir más lejos y profundizar con
una acción de introspección sobre la intuición del Yo. Deducir las
condiciones hasta que pueda unirse con la experiencia —con el saber y la
acción cuyo fundamento estamos buscando.

Esta es seguramente la parte más complicada y abstracta de todo el


sistema fichteano. Vamos a intentar explicarla con la metáfora de la luz. El
Yo puro es la luz espontánea de nuestra inteligencia, pero ¿cómo es posible
que la luz ilumine algo si no está en contraste con la oscuridad? Una luz sin
oscuridad no sería luz, no sería nada. Es verdad que con el nivel de
abstracción en el que nos movemos, ahora no se trata de iluminar algo, es
decir, de hablar de nuestra experiencia limitada. Fichte se pregunta si
podemos pensar en una luz que se ilumine paradójicamente a sí misma,
pensar en un saber puro que, con la propia acción de ponerse, se conozca.
Pero el problema se nos presenta del mismo modo: para «iluminarse», el Yo
debe determinar un contraste, una oposición en su interior, una distancia en él
mismo. Lo que hacemos para lograr intuir el principio absoluto del saber es,

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de hecho, una oposición entre el Yo sujeto —la acción espontánea de la
autointuición, generada e incondicional— y el Yo objeto —la acción
espontánea de la cual somos conscientes.

No se trata de dos Yo diferentes, porque la acción de autoconciencia es


única. La clave es que para que de verdad podamos ser conscientes de ello, la
autoposición del Yo debe implicar una oposición en su interior: el Yo debe
oponerse a un No-Yo. Es necesario que la oposición sea absoluta, sin medias
tintas, de lo contrario implicaría la presencia de características comunes entre
el Yo y el No-Yo.

Por ejemplo, esta manzana no es una naranja, pero tampoco es lo opuesto


a una naranja: si bien son diferentes en color y consistencia, los dos objetos
tienen en común la característica de ser un fruto. El Yo como sujeto no tiene
sin embargo ninguna característica que pueda dividirlo o unirlo con el No-Yo
(o Yo como objeto) porque no es un objeto al lado de otro, sino una actividad
sin causas y sin condiciones. Es por este motivo que la oposición interior al
Yo es una negación absoluta entre dos elementos completos que no tienen
puntos en común o características que sirvan para diferenciarlos.

Para explicar mejor este pasaje delicado y abstracto, que tampoco


podríamos pasar por alto, no debemos imaginar una especie de creación del
mundo material a partir de un acto divino que se encuentra en el interior de
nuestras conciencias. Al contrario, debemos esforzarnos en tener en cuenta
que la acción de autoconciencia, si de verdad tiene que ser espontánea e
incondicional —es decir, causada por otro—, es simultáneamente conciencia
de sí misma y conciencia del mundo. Solo puede ser conciencia de sí misma
porque al mismo tiempo es conciencia de algo que se opone al Yo. La luz,
para iluminarse, debe oponerse a la oscuridad y «contener» en su interior esta
oposición.

No hay que olvidar que Fichte también quería reducir los principios
fundamentales lógicos de nuestro pensamiento, por lo que en términos lógicos
si X=X, es decir, una acción se conoce a sí misma, entonces al mismo tiempo
X≠X: la negación lógica debe existir simultáneamente con la identidad.

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La síntesis cuantitativa entre Yo y No-Yo

Conviene recordar que Fichte está tratando el principio de toda evidencia


y de cualquier unidad de saber: la oposición entre el Yo y el No-Yo no
significa que sobre nuestras cabezas exista un Yo absoluto que cree el mundo
a partir de sí mismo. Si nos detuviésemos en la oposición entre Yo y No-Yo,
todavía estaríamos dentro de la evidencia del primer principio, sin lograr
explicar la experiencia de aquello que conocemos.

Retomemos la metáfora de la luz. Es fácil ver como cada objeto de la


experiencia es la síntesis y la compenetración entre luz y oscuridad: veo la
manzana porque la luz que incide sobre ella contrasta con sus zonas de
sombra, que dibujan frente a mí una forma precisa. Sin la relación entre luz y
sombra no veríamos nada. Con esto quiero decir que si Yo y No-Yo fuesen
opuestos como dos grandes absolutos e impermeables el uno del otro,
entonces el primer principio no explicaría nada, no sería verdaderamente un
principio del saber. Por lo tanto, es necesaria una tercera articulación interna
en el Yo puro como acción espontánea: la que afirma la compenetración entre
el Yo y el No-Yo. Para compenetrarse, el Yo y el No-Yo deben cesar de
oponerse el uno contra el otro y unirse sin diferencias internas. Según Fichte,
tienen que convertirse en una cantidad divisible: la luz y la oscuridad, para
poder interactuar, deben existir obligatoriamente como espacios iluminados u
oscuros, divisibles en partes iguales para que los dos principios se puedan
mezclar sin anularse mutuamente.

Esto significa que cuando me intuyo como Yo puro, no solo me opongo al


mundo, sino que considero saber y mundo como dos grandezas que se
comunican y se influyen recíprocamente: la conciencia modifica partes de la
realidad y asume su resistencia, a la vez que cambia su consiguiente
comportamiento. Con este tercer principio todavía estamos dentro de la
evidencia primera del Yo como acción espontánea, pero al fin hemos
alcanzado la experiencia; nuestra conciencia y nuestra acción, de hecho, no
pueden explicarse a partir de la sencilla autoposición espontánea del Yo,
como tampoco de la oposición absoluta entre el Yo y el No-Yo. Solo es
posible con el continuo intercambio entre conciencia y realidad. Este

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intercambio es la razón (el principio de explicación y en términos lógicos la
razón suficiente) de cualquier conocimiento y cualquier acción.

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Inteligencia y voluntad. Los principios
del conocimiento y de la acción

El Yo puro como principio constitutivo de la


experiencia: toda pasividad se basa en una actividad
originaria

Nos podríamos preguntar por qué Fichte necesita introducir la oscura y


«alquimística» teoría de la autoposición del Yo puro para lograr explicar la
experiencia cotidiana. ¿Hemos ganado algo con ello?

Incluso Fichte ve que la exposición de la teoría del Yo como acción


espontánea es difícil y no convence, y el propio filósofo terminará
modificando algunos de sus aspectos fundamentales. No obstante. Fichte no
se exige un rigor científico severo. La teoría fichteana quiere revolucionar
nuestra visión general de la experiencia. Nos invita a transformar el concepto
cotidiano que tenemos del mundo y nos obliga a considerar todo
conocimiento y cualquier deber como producto de la libertad que forma parte
de nuestra esencia más profunda: la libertad absoluta de la inteligencia. Cada
persona es ciudadana de un único mundo racional, un mundo formado por la
absoluta espontaneidad del Yo puro. Esta espontaneidad es la base de la
validez de cualquier conocimiento, de la moralidad de toda acción y de la
justicia de cualquier sociedad. El ambicioso objetivo de la teoría de Fichte
quiere reconstruir toda la experiencia humana sobre la base de la libertad del
Yo. De esta forma se libera definitivamente al hombre de cualquier
obligación que no sea fruto de su inteligencia y que no tenga como objetivo
final la igualdad de la libertad entre los seres racionales.

Por este motivo resulta sustancial ser partícipe de la libertad que


caracteriza nuestra conciencia más profunda. Y Fichte nos invita a participar
mediante la difícil tarea de la autorreflexión. Son numerosas las cadenas que

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hay que romper para alcanzar este objetivo: no solo las cadenas sociales del
despotismo político, que están en declive gracias a la Revolución francesa,
sino sobre todo las de nuestros conceptos cotidianos de la vida y las teorías
dogmáticas que los legitiman. En la experiencia cotidiana no tenemos
conciencia de nuestra libertad, escuchamos su reclamo de forma intermitente
y a menudo simplemente la ignoramos. ¿Por qué? Porque regulamos nuestro
comportamiento de acuerdo con la convicción dogmática de que todo lo que
nos envuelve subsiste por una fuerza propia, casi por inercia, y que las
obligaciones sociales que nos son impuestas se mantienen por desgracia. No
somos conscientes de que no se nos puede imponer nada sin nuestra
participación. Con términos propios del idealismo fichteano podríamos decir
que nos cuesta entender que toda pasividad —frente a las cosas y a los
deberes que conllevan— está fundamentada en nuestra actividad, en una
disposición creativa para recibir las cosas y hacerlas valer de una forma
determinada. Esta actividad originaria es el acto espontáneo del Yo puro, que
desde este punto de vista desempeña el papel de principio constitutivo de toda
la experiencia.

Esto no quiere decir que seamos los autores materiales de todo lo que nos
envuelve, aunque, de hecho, el trabajo colectivo es el que produce gran parte
del mundo en el que vivimos y Fichte fue testigo del comienzo de la
tecnología contemporánea. En un sentido más radical, más bien significa que
nuestro comportamiento no responde a una necesidad mecánica y que las
cosas externas a nosotros no le obligan a nada. Sería más adecuado decir que
es un producto, a menudo inconsciente, de la libertad. Y esto no solo
concierne a la praxis. Para Fichte también debe valer para el conocimiento, en
otras palabras, parece inevitable que se compare la dimensión de la pasividad
con las cosas.

Página 38
El fundamento del saber teórico

La tensión entre el Yo y el Romanticismo

En la segunda parte del Fundamento de la


Doctrina total de la ciencia se formula una teoría
del conocimiento basada en la actividad originaría
del Yo absoluto. Una buena parte del trabajo de
Fichte se centra en la crítica del realismo y del
idealismo, teorías contrarias e igualmente
dogmáticas y dañinas para la auténtica libertad del
hombre. La crítica de Fichte alcanza diferentes
niveles desde diferentes puntos de vista.

George Berkeley. Retrato de El realismo es la traducción teórica de la


Andrea Soldi (1755).
espontaneidad metafísica del sentido común, tal y
como la hemos descrito en el párrafo anterior. Para el realismo, el sujeto es
básicamente pasivo frente a las cosas —no solo los objetos sensibles, sino
todo tipo de realidad—. La conciencia puede introducir cambios de
perspectiva, pero cualquier perspectiva siempre hará referencia a un núcleo
compacto que caracterice las cosas por sí mismas: conocer la verdad significa
prepararse pasivamente hacia el mundo, minimizando nuestra intervención.
Para Fichte, la crisis definitiva de este punto de vista —que encarna la versión
más coherente de la filosofía de Spinoza— llegó con la revolución
copernicana de Kant. Sin embargo, siempre mantendrá sus objeciones
escépticas en contra de la filosofía realista. Es por este motivo que muchos
pensadores adoptaron una justificación idealista y contraintuitiva del
conocimiento, negando la pasividad del sujeto frente a las cosas. Fichte piensa
por ejemplo en Berkeley, en las teorías de Kant de la Refutación del idealismo
que aparecen en la Crítica de la razón pura, pero también en las críticas
escépticas sobre la cosa en sí kantiana.

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Para los idealistas, el sujeto es la fuente de creación de cada orden y la
forma de la experiencia, el encuentro sensible con la realidad no aporta
ningún conocimiento, sino solo un caos desmesurado de las impresiones.

Para Fichte, estas dos estrategias pueden ser coherentes, pero no explican
ni la experiencia ni el conocimiento. Fichte llama a veces a la propia posición
—concebida como la reformulación coherente y completa del criticismo de
Kant y de Reinhold— «realismo cuantitativo» (diferente del realismo
dogmático o cualitativo) y a veces «idealismo crítico» o «trascendental». Pero
el pensamiento fundamental subyacente tras estas definiciones es el mismo, el
sujeto no es ni pasivo en esencia (como afirman las teorías realistas) ni activo-
creador (como dice el idealismo vulgar). La experiencia es una síntesis activa
de actividad y pasividad. En otras palabras, la experiencia cognoscitiva es una
receptividad provocada por la actividad originaria del Yo o, también, una
actividad que se determina frente a la receptividad.

Intentemos aclararlo. Según Fichte, un hecho indudable de la conciencia


es la representación: la vida ideal de las cosas en nuestra mente. La
representación de una mesa es una actividad totalmente diferente a la
percepción de esta mesa, porque gracias a las operaciones pertinentes puedo
proyectar una nueva mesa basada en mis deseos. El realismo no es capaz de
explicar la diferencia entre la mesa real y la mesa ideal, porque concibe la
idealidad como la copia insulsa de una realidad completa y total. Pero el
idealismo vulgar tampoco logra explicar la diferencia entre representación y
realidad, porque elimina cualquier resistencia, cualquier relación entre la
idealidad y el mundo: de esta forma, la representación de la mesa no puede
ser un proyecto, es decir, algo subjetivo que debe convertirse en objetivo y
concreto, porque no se le atribuye ninguna falta, ninguna necesidad de ser
realidad.

Kant encuentra la forma para desacreditar la supuesta realidad. Dice que


la subjetividad debe ser el origen del orden y de la forma de todas las cosas:
no heredamos un orden ya escrito de las cosas que solo debemos traducir a
representaciones y a conocimiento, sino que creamos la legalidad del mundo a
partir de nuestra espontaneidad y de sus normas trascendentales.

Pero, según el idealismo vulgar, esta creación no es una libertad absoluta


y solipsista: se trata de una actividad ideal que interacciona con un contraste,
con una resistencia de la realidad. Esto significa que para Fichte resulta

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imposible conocer el mundo sin una resistencia, un contraste constante de la
conciencia con la realidad que necesita orden (pero sin ofrecer orden: cuando
hablamos de realismo, debemos pensar en un realismo no cualitativo). Pero
sentir un contraste, una pasividad y un obstáculo solo es posible en una fuerza
que contenga en sí misma una característica espontánea, una idealidad activa.
Algo rígido e inactivo no puede sentir pasividad alguna porque ya es pasivo
por sí mismo.

Fichte nos pide que pensemos en la conciencia como en una actividad


originaria y espontánea que, en cierto modo se refugia en sí misma, se vuelve
pasiva: ella misma se opone a una resistencia real, como cuando una energía
puede ejercer su fuerza constructiva de una forma concreta porque solo
encuentra una resistencia.

Una vez más esto no significa que estemos ante un profundo estado de
conciencia —igual para todos— que sea capaz de crear el mundo. Al
contrario, significa que la relación entre oposición e interacción con la
realidad es la energía dinámica más intrínseca de la conciencia, el carburante
con el que el fuego eterno de la libertad se alimenta. En palabras técnicas, la
pasividad —y por lo tanto nuestra experiencia en cuanto sujetos finidos—
sería imposible si ella misma no fuese un momento de la actividad originaria
de la conciencia.

Veamos un fragmento un poco complicado del Fundamento en el que


Fichte explica la relación entre la actividad y la pasividad del Yo, como
esfuerzo o tensión (Streben).

La actividad pura del Yo, que vuelve sobre sí misma, es en relación con un objeto posible, un
esfuerzo, y, de hecho (…) un esfuerzo infinito. Este esfuerzo infinito es, al infinito, la condición
de la posibilidad de todo objeto: sin esfuerzo, no hay objeto.

De esto se desprende que la teoría abstracta del Yo opuesto al No-Yo se


convierte en el principio para explicar la experiencia cognoscitiva (y también
la práctica, como veremos). La experiencia está formada por la actividad
espontánea de la conciencia que se vuelve pasiva por ella misma y contrasta
con el mundo. En la interacción con esta resistencia se determinan nuestras
categorías cognoscitivas y trascendentales, que son una síntesis activa de
idealidad y realidad.

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¿Cómo podemos estar de acuerdo con la teoría de una actividad «pasiva»
del Yo como base sintética del conocimiento? La respuesta de Fichte se basa
en el papel inédito que se atribuye a la imaginación[3]. La imaginación es la
tensión activa, sintética, que «concilia» sin cesar el encuentro entre el Yo y el
mundo, sin que seamos conscientes de ello. La productividad de la
imaginación es, por así decirlo, el aire con el que vive nuestra inteligencia,
aporta objetos determinados sobre los cuales se ejerce el razonamiento
consciente. No creamos la imagen de la mesa como una copia de la mesa real
(realismo); tampoco la producimos partiendo de la nada, solo con la
explicación de un impulso interior (idealismo vulgar).

La imagen de la mesa es nuestra síntesis activa que responde a un


contraste con el mundo (todas las circunstancias y las necesidades que nos
inducen a ver una mesa en un conjunto determinado de materiales) y que al
mismo tiempo pide este contraste (porque desea ser real y volver al mundo
como mesa concreta, percibida en cuanto producto hecho artificialmente).
Para Fichte, todo el conocimiento es inmediato por imágenes, porque la
imaginación —y no la percepción— aporta la base intuitiva permanente de
nuestra experiencia. El intelecto y la razón son, según Fichte, el proceso
progresivo de disciplina de la energía espontánea de la imaginación, y estos
aceptan fijar las oscilaciones caóticas de esta energía en objetos específicos.
Esto no significa que toda nuestra conciencia sea imaginaria o subjetiva,
porque la estructura trascendental de la imaginación resulta idéntica para
todos: de hecho, es la traducción de la libertad originaria del Yo puro en lo
referente a la experiencia intuitiva.

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La subjetividad trascendental y las categorías de
Kant y Fichte

Kant y Fichte comparten una idea


fundamental: la realidad externa no se
sostiene por sí misma, no es una fuente
independiente de conciencia y de orden.
De hecho, es la actividad trascendental de
la subjetividad, y en particular las
categorías de la inteligencia, la que aporta
orden. Las categorías, que se producen
con la síntesis apriorística de las
facultades intelectuales, son las reglas
universales con las cuates la subjetividad
organiza el mundo, aportándole un orden
objetivo, y convirtiéndola en accesible para
Immanuel Kant.
la experiencia.

No obstante, Kant y Fichte no coinciden ni en cómo funciona la


síntesis apriorística de las categorías ni en su explicación. Para
Kant las categorías son el resultado de la interacción entre la
síntesis lógica del Yo y la materia que proporciona la sensibilidad,
que en primer lugar se organiza en función de los sentidos y
luego mediante un esquema por parte de la imaginación. De
hecho, la imaginación traduce la base intuitiva de la percepción a
una figura modelo y homogénea según los conceptos universales.

En cambio, para Fichte las categorías se pueden deducir


completamente a partir de la actividad originaria del Yo, porque la
receptividad del Yo es, desde su inicio, un momento interno de su
actividad y no está sujeta a los sentidos. Como veremos pronto,
esto es posible gracias a la nueva función de la imaginación
trascendental, que ya no media entre la sensibilidad y la
inteligencia, como decía Kant, sino que aporta de manera
espontánea el material intuitivo que la inteligencia determina y
organiza en las categorías.

Página 43
La moral como principio último de la experiencia

Fichte era consciente de la dificultad de su teoría del conocimiento y en


especial de la problemática de desautorizar los sentidos como fuente de
intuición. De acuerdo con Fichte, ¿debemos acatar la idea de que nuestro
conocimiento nunca alcanza las cosas? ¿Que sabemos solo aquello que
imaginamos, siempre y cuando los fenómenos no establezcan un vínculo con
la imaginación? Si bien admitimos que la cooperación entre imaginación e
intelecto produce categorías con las cuales aprendemos la regularidad de la
naturaleza, debemos soportar la nulidad total del valor cognoscitivo de los
sentidos, puesto que los fenómenos que esperamos se construyen, según
Fichte, desde la imaginación trascendental. Los sentidos son los responsables
del incesante impacto con un mundo que nos sobrepasa, que nos empuja a
agudizar nuestro conocimiento; pero este impacto es en sí mismo ciego, no
conlleva ningún eco de realidad organizada. La respuesta a esta dificultad
constituye el momento más original, genial y fascinante del pensamiento de
Fichte.

Fichte dice no obtener nada de la espontaneidad de la imaginación


productiva: afirma, en cambio, la radical y perdurable limitación de nuestra
capacidad teorética a la hora de explicar la posibilidad de saber en todo su
conjunto. Fichte lo expone así:

Por tanto, la verdadera cuestión disputada del realismo y del idealismo es la siguiente: ¿qué
camino se debe seguir para explicar la representación? Se verá que en la parte teórica de nuestra
Doctrina de la ciencia esta cuestión no tiene en absoluto respuesta: o lo que es igual, aquí
responderá: estos dos caminos son justos; bajo cierta condición se está obligado a seguir uno, y
bajo la condición opuesta, el otro; y así la razón humana, es decir, toda la razón finita, se pierde
en una contradicción consigo misma y queda encerrada en un círculo.

En otras palabras: no existe en la base de la imaginación otra fuente de


conocimiento que una el Yo al mundo y que sintetice así la forma ideal que
aporta el sujeto con la multiplicidad de fenómenos. No sirven la sensibilidad,
que es pasiva —a diferencia de Kant— ni tampoco nuestros conceptos, cuyo
material deriva de la base intuitiva aportada de forma espontánea por las
imágenes. Podemos afirmar que, para Fichte, la realidad es una resistencia
práctica, no una fuente independiente de significado.

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He aquí el punto clave: según Fichte, no puede justificarse la objetividad
de nuestra conciencia con el análisis teorético de nuestras facultades, sino que
solo puede ser práctica, tiene que ser el resultado de nuestra voluntad, de la
transformación práctica del mundo sobre la base del imperativo de la libertad
infinita del Yo.

Fichte es conocido por su original


argumentación de que la consciencia no
necesita más fundamento que ella misma: de
esta forma, el conocimiento no parte ya del
fenómeno, sino del Sujeto en cuanto dota de
sentido al mismo proceso cognitivo.

La voluntad no es un poder que permanece en silencio hasta que Fichte lo


invoca en el momento que perdemos nuestra capacidad de conocer: la
voluntad es precisamente la energía espontánea del Yo, es la fuerza libre y
absoluta de la conciencia para superar la resistencia del No-Yo y, así,
encontrarse y mostrarse al mundo. No debemos olvidar un hecho
trascendental: tras el Fundamento de la Doctrina total de la ciencia de 1794-
1795, Fichte abandona la idea de una diferencia entre el saber teórico y la
acción práctica, del conocimiento y de la voluntad, para exponer que son
momentos simultáneos. La razón de este cambio es que no son ni dos
momentos diferentes ni dos facultades diversas. Hasta ahora hemos visto la
conciencia desde el punto de vista de la inteligencia: un Yo que se deja
determinar por el No-Yo para así conocerlo. El Yo quiere, en cambio,
modificar activamente el No-Yo, no quiere acogerlo en su interior, sino que

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desea cambiar el interior en exterior, la intención en realidad. Sin embargo,
estamos ante la misma actividad fundamental.

Fichte tiene una imagen diferente de la voluntad. Como a veces queremos


hacer cosas que en realidad no deseamos, o actuamos sin tener en cuenta
nuestras motivaciones reales, a menudo concebimos la voluntad como una
capacidad superior a nuestros impulsos. Para Fichte, en cambio, el conjunto
práctico es un todo porque se basa en el impulso espontáneo del Yo que
quiere mostrarse al mundo. Este impulso puede ser consciente y, por lo tanto,
desordenado y caótico: es el caso de nuestra tendencia natural y no aprendida
hacia la razón, como son los impulsos y los deseos. Pero los impulsos
naturales no son heterogéneos respecto a la voluntad (que está alimentada por
la inteligencia), pues representan su forma inconsciente y no aprendida.

En este punto, Fichte se distancia de la ética kantiana: la moral no frustra


los impulsos, sino que los transfigura y los eleva hasta poder responder a la
tendencia fundamental del Yo. En cambio, la voluntad moral del Yo presenta
una paradoja, en la que se unen en la percepción la propia necesidad y la
urgencia del impulso: el Yo puro se desea a sí mismo, quiere encontrarse y
mostrarse al mundo, es a la vez su incentivo y su motivación. El acto de
autoposición de la conciencia, considerado desde este punto de vista, aparece
como el imperativo moral que debe proyectarse y mostrarse en un mundo
gobernado por la razón.

Profundizaremos en este discurso al hablar de la ética de Fichte, pero


antes sería interesante realizar una última consideración. Hemos dicho que la
teoría no se sostiene por sí misma, no llega a conocer la realidad en igualdad
con el Yo porque para garantizar su autonomía debe anular la de los sentidos
y la de la receptividad en general. Sin embargo, podemos apreciar como en el
pensamiento de Fichte la teoría se fundamenta en la práctica, la inteligencia
sobre la voluntad. El impulso para conocer la realidad es insaciable: su
insatisfacción solo puede remediarse con la acción para transformar la
realidad.

Esta acción es la exigencia moral fundamental de todo ser humano. Se


trata de un impulso moral porque desea reconocer a cada hombre como un ser
racional e igual, desea construir una patria común donde todos podamos vivir
en armonía. Lo común en todos los hombres es el imperativo que quiere
transformar la naturaleza —tanto los deseos naturales como el mundo exterior

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— en consonancia con la libertad infinita de la inteligencia. La moral precede
al conocimiento.

No podemos decir que la explica —porque precisamente se trata de


actuar, no de explicar—, si bien la satisface: llena y completa al hombre
porque responde a la necesidad fundamental de la razón. No es una solución
para salir del paso: la satisfacción del Yo, su tendencia incondicional a
transformar el No-Yo, resulta más importante en comparación con el saber,
ya que es la forma más autónoma y pura en que el individuo se acerca al Yo
puro. Se trata, pues, de una tendencia infinita que nunca se completa: un
imperativo que quiere ser racional y libre, que vale y será siempre válido para
cualquier persona y que alimenta su acción en el mundo.

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La intuición entre la percepción y la imaginación: un
problema

Podríamos reprocharte a Fichte que la solución es peor que el


problema. La doctrina gnoseológica que propone no representa
una alternativa real al idealismo vulgar y representa un retroceso
respecto al criticismo de Kant.

A diferencia de Kart Fichte presenta te productividad de la


imaginación como fuente de toda intuición sensible, la percepción,
que siempre tiene un lado pasivo y dependiente de los objetos, no
es autónoma porque su carácter intuitivo deriva del de la
imaginación trascendental (que a su vez no es, como hemos
visto, la imaginación empírica del individuo sino un poder interno
de la estructura trascendental de la conciencia). Si bien es cierto
que a la imaginación se le pide que actúe al contrastar con la
realidad, este contraste solo es un contragolpe «anestésico», es
decir, no aporta ningún material sensible organizado.

En cambio, en Kant podemos ver que la sensibilidad aporta un


material al intelecto que ya es un todo articulado y unitario que
prescinde del uso productivo de la imaginación. En Fichte, el
mundo no es un artefacto del Yo porque muestra resistencia, pero
el orden intuitivo y de los fenómenos del mundo, su multiplicidad y
diversidad sensible en cuanto a manifestaciones (no solo su
orden inteligible, su reglamentación interna de las leyes),
aparecen rebajados con una subjetividad más radical que la de
Kant.

La imagen de la experiencia que encontramos en la teoría


fichteana del saber parece incompleta: para preservar la unidad
activa de la conciencia, Fichte parece querer reducir el valor del
momento sensible y transfiere las prerrogativas al poder
productivo e inconsciente de la imaginación. No es casualidad
que la concesión de Fichte a la imaginación productiva suponga
una gran fuente de inspiración para los románticos. Según estos,
las experiencias esenciales de la vida no provienen de tos
sentidos o de la cooperación entre sentidos y razón, sino de la

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creación artística y simbólica de la realidad que trasciende el
mundo sensible.

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La unidad de la inteligencia y la voluntad

El sentido común trata la inteligencia y la voluntad como dos


poderes separados y con prerrogativas muy diferentes. Los
filósofos que hablan del voluntarismo también defienden esta
idea, como es el caso de San Agustín y Descartes.

Fichte no podría estar más en desacuerdo: según él, no existe


una voluntad que no sea inteligente o una inteligencia que no sea
voluntaria. Se manifiesta la propia energía libre del Yo, la
autoposición espontánea y absoluta de la conciencia. Podríamos
decir que el Yo es solo una cosa: una tendencia irresistible y
permanente a ser él mismo, a estar en todas partes y a ser
plenamente consciente de sí mismo. Se trata de la llama eterna
que alimenta la vida de la conciencia.

Hasta ahora hemos visto cómo el Yo aspira a superar la oposición


del No-Yo mediante la conciencia: conocer significa, al fin y al
cabo, buscar en la realidad la misma razón que es propia del Yo.
Pero esta misma oposición se puede superar actuando sobre la
realidad para transformarla de acuerdo con la razón:
convirtiéndola en igual al Yo. La inteligencia es a la voluntad
como la búsqueda es a la producción: ambas actividades
necesitan tanto del saber como del querer, porque es el propio
Yo, la unidad con el mundo, el que debe ser buscado y
encontrado, igual que es solo el Yo el que busca y produce.

Para ser más intuitivos, pensamos otra vez en nuestra conciencia


como en una luz espontánea que se conoce porque, en el fondo,
se quiere conocer, su energía consiste en buscarse, en
producirse y en expandirse por todas partes, en una tensión
infinita, inagotable y que nunca llega a completarse. Esta energía
infinita de la inteligencia se «contagia» y une a todos los hombres,
ya que reside en el fondo de las conciencias de cada uno de
nosotros. Podemos decir que la filosofía ilumina al hombre porque
lo libera de la naturaleza y de la inconsciencia: lo vuelve sensible
al imperativo infinito que constituye su humanidad.

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La unidad de la voluntad y la inteligencia es visible en todo
aquello que hemos dicho hasta el momento. La tensión voluntaria
que sostiene el conocimiento —pensemos, por ejemplo, en una
actividad como la atención— es la tendencia a superar la
resistencia de la realidad para penetrar en su interior. Pero para
poder transformar el mundo también es necesario conocerlo:
basta con ver cuánta ciencia participa en un proyecto técnico
cualquiera. En el primer caso, sin embargo, la conciencia quiere
respetar el mundo y, por lo tanto, se deja determinar. Por el
contrario, «querer» significa superar la pasividad, convertir lo
externo (el mundo) en igual a lo interno (los impulsos, los deseos,
las intenciones, los proyectos).

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La libertad infinita del hombre: una imagen nueva
de la experiencia

La conclusión de Fichte es verdaderamente original y revolucionaria


respecto a la tradición y a la filosofía de su época. En Kant, por ejemplo, no
existe una superioridad de la razón práctica, pero Fichte piensa lo contrario.
Existe una misma razón que se da en varias formas, sin que un aspecto sea
superior a los otros. Este es uno de los mejores ejemplos para ver cómo el
pensamiento de Fichte modifica nuestra imagen cotidiana de la vida. Tenemos
la idea de que somos seres que queremos conocer el mundo para vivir mejor.
Para actuar de un modo responsable y justo, decimos que es necesario saber
cómo son verdaderamente las cosas. Este es el razonamiento habitual del
sentido común, pero también es la idea de la tradición filosófica, antigua y
moderna, que llega hasta Kant (con la particularidad de que, para Kant,
conocer la esencia del mundo significa conocer la esencia de nuestra razón).

Fichte da un giro a esta relación. Queremos conocer la esencia del mundo


y nunca renunciamos a este objetivo, porque tal objetivo forma parte de la
libertad del Yo, de su necesidad de reencontrarse en la naturaleza. Pero según
Fichte solo podemos ser nosotros mismos si transformamos el mundo, si
hacemos de él un producto de nuestra libertad. Si le preguntamos a la
naturaleza cómo debemos vivir, no recibimos respuesta alguna. La respuesta
es la libertad de nuestra conciencia, que trasciende la naturaleza y nos encarga
que la transformemos, que construyamos un mundo donde todos los seres
libres y con capacidad de raciocinio puedan vivir juntos, respetándose y
reconociéndose.

Desde este punto de vista podemos entender la filosofía de Fichte como


una apuesta casi existencialista con un valor no solo creativo, sino también, y
sobre todo, capaz de ordenar la libertad del hombre. De esto se desprende que
para Fichte el mundo no goza en sí mismo de un orden natural que nos diga
cómo vivir bien. Todo orden se construye desde la libertad del hombre. Como
consecuencia de ello, el conocimiento nunca logra darnos una total seguridad
sobre la razonabilidad de la naturaleza. El conocimiento debe dejar paso a la
acción, la teoría a la práctica: si el mundo nos habla de un modo racional,

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debemos modificarlo a imagen de nuestra razón, imponerle el lenguaje de la
libertad.

Esta conclusión, que constituye la idea central del idealismo práctico de


Fichte, plantea dos problemas evidentes. El primero es la circularidad perenne
del proyecto de Fichte (el propio filósofo era consciente de ello). El
conocimiento nunca ofrece la certeza irrefutable de la libertad infinita del Yo,
porque no puede superar los límites de la experiencia finita, de la pasividad
del No-Yo. El imperativo moral que debería aportar esta certeza en el ámbito
práctico solo habla a quien le escucha, a aquel que percibe la orden absoluta
«¡sé libre!» que proviene de nuestra conciencia. No es posible demostrar el
imperativo moral, ni tampoco se puede obligar a nadie a escucharlo, porque el
imperativo moral se coloca justamente al principio de toda demostración y de
cualquier obligación.

Es por este motivo que el filósofo puede argumentar en favor de su


presencia, pero no puede obligar a escuchar a quien no escucha o no quiere
oír, pues estos permanecen encerrados en el terreno de los impulsos naturales.
Fichte admite perspicazmente que en última instancia el aprendizaje de la
Doctrina de la ciencia depende de cómo es la persona o de lo que esta
libremente elige ser. Es un círculo inevitable: si la elección de la libertad no
fuese incondicional, indemostrable y pre-racional, no se podría colocar al
principio de toda demostración y de todo razonamiento.

El segundo problema que se presenta está relacionado con esta paradoja


pre-racional en la elección de la razón y la libertad. Para Fichte, la libertad
logra ordenar el caos de la experiencia, es capaz de aportar una ley que falta
en la naturaleza y, por lo tanto, proyecta un mundo en el que los seres
racionales coexisten pacíficamente. Pero si la elección de la libertad resulta
radicalmente individual y precede a la propia razón; si, en otras palabras, la
intuición del Absoluto es indemostrable, entonces esta elección pone en duda
el mantenimiento de todo orden racional y puede destruir la base de la
construcción de la libertad humana. Desde este punto de vista, las tensiones
de la filosofía de Fichte corren el riesgo de implosionar el sistema de la razón
que intenta construir, lo cual significaría tomar un camino algo parecido a la
filosofía de Nietzsche.

La voluntad ya no aparece como autora de un orden objetivo común (en


ausencia de un orden objetivo dado, que se puede conocer y encontrar en la

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naturaleza), sino como la creación artística de elementos diferentes, sin valor
intrínseco y aumentados únicamente por la voluntad de poder de sus
creadores. Se podría decir así: Fichte desea que la espontaneidad de la
imaginación refuerce el imperativo práctico para transformar y volver a
proyectar una realidad que no podemos conocer verdaderamente. Pero si la
universalidad de este imperativo no se puede demostrar, la imaginación corre
el riesgo de emanciparse de toda moralidad. En consecuencia, iríamos hacia la
creatividad amoral del nihilismo, la identificación postmoderna del
conocimiento y de la creación, y llegaríamos a eclipsar toda universalidad y
toda verdad.

A pesar de este riesgo, el pensamiento de Fichte muestra su grandeza y es


totalmente vigente en la actualidad.

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Jacobi y el nihilismo

Según el gran filósofo alemán Friedrich


Jacobi (1743-1819), el idealismo fichteano
contiene un núcleo indestructible nihilista,
al igual que toda la filosofía racionalista
cuyo máximo exponente es Fichte. Jacobi
había llegado a la misma idea en relación
con Spinoza, tal y como demuestran sus
conocidas cartas Über die Lehre des
Spinoza in Briefen an den Herrn Moses
Mendelssohn (1785), que significaron el
Friedrich Jacobi. Retrato de
descubrimiento del filósofo holandés en Peter von Langer (1801).
Alemania. Para Jacobi, el pensamiento de
Fichte es la culminación y la verdad del espinosismo, pues
encarna la afirmación del sujeto —y descarta la substancia
objetiva— como única y absoluta verdad de la realidad. Esta
afirmación es la esencia del nihilismo y conduce a la pérdida de
cualquier valor y de cualquier referencia estable: el valor se
convierte en un artefacto de la libertad del sujeto, que termina por
conocer solo aquello de lo que él mismo es autor, y pierde la
médula y el sentido de la propia acción en el mundo.

Por otro lado, el nihilismo es, según Jacobi, la respuesta


necesaria a una razón filosófica que pretende ser exhaustiva y
autosuficiente, sin ayuda de la fe y de la intuición: la fe, entendida
como certeza personal de lo divino en cuanto creencia directa e
inmediata de la realidad independiente del mundo, es para Jacobi
el complemento necesario de la razón, que debe abandonar
cualquier intento de explicar completamente la realidad a partir de
ella misma. Jacobi expone este teoría en una carta pública a
Fichte: este último le había pedido que interviniese durante la
disputa sobre el ateísmo, sabiendo que le apoyaría. A pesar del
respeto y la admiración que siente por Fichte (la misma
expresada por Spinoza y Kant), resulta irónico ver cómo Jacobi
confirma las acusaciones de ateísmo y de inmoralidad que pesan
sobre Fichte, porque entiende que el ateísmo es un elemento
clave de la subjetividad nihilista.

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¿Cómo podemos hablar del Absoluto?
El desarrollo de la Doctrina de la
ciencia

La intuición intelectual

La dificultad del pensamiento fichteano se puede plantear de la siguiente


forma: El Absoluto, el acto de autoposición de la conciencia, es el principio
de toda razón y de toda explicación. Así pues, de él no podemos esperar
ninguna prueba, no se puede explicar ni demostrar a partir de un principio
superior. El Absoluto es la prueba de sí mismo cuando se muestra. Esta
prueba debe ser evidente, irrefutable, de lo contrario, todo el sistema se
derrumba. Sin embargo, puede que todavía no conozcamos la evidencia del
Absoluto. El filósofo debe guiar a sus lectores para que intuyan claramente la
espontaneidad de su propia conciencia. ¿Cómo podemos describir esta
intuición y al mismo tiempo conservar la evidencia? ¿Qué tipo de saber nos
permite hablar del Absoluto si solo podemos hablar —tener un discurso que
predique algo sobre otra cosa, que delimite, que identifique— de aquello que
no es absoluto, sino finito, determinado y condicionado? ¿El objetivo de
describir la autointuición del Yo no es lograr distanciarse irremediablemente
de su evidencia? Pero, si no la podemos describir, ¿podemos convencer a los
lectores para que la acepten?

Este laberíntico problema lleva a Fichte a reelaborar en muchas ocasiones


la forma en que expone la Doctrina de la ciencia y a profundizar en sus
argumentos fundamentales. La idea de una intuición intelectual del Absoluto
resulta necesaria para el sistema de Fichte, pero al mismo tiempo esta plantea
problemas y dilemas sin solución. Probemos de entender algunas de sus
características, para así vislumbrar el inicio del camino que toma Fichte al
exponer su sistema con todas sus variaciones.

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Fichte ya introduce el concepto de «intuición intelectual» en la reseña al
Enesidemo de Schulze, de 1793, y, por lo tanto, antes de la publicación del
Fundamento. Más tarde, en Berlín. Fichte preferirá hablar de «visión
trascendental». Pero ¿a qué se refiere Fichte cuando habla de una intuición o
de una visión propia de la mente? ¿Y cuál es el objeto de esta visión?

En un modo más sencillo, podríamos decir que la intuición es un único


vistazo con el que se observa la unidad de un múltiple. En toda comunicación
de la conciencia, el pensamiento discursivo empieza dando una serie de
pasos, una sucesión. Por ejemplo, sí quiero describir una mesa, debo
completar una secuencia de predicados, debo conectar la mesa con una serie
de propiedades que la identifiquen: la mesa posee esta forma típica, está
hecha de este o ese material, tiene una función determinada, entre otras. La
conexión en forma de secuencia de un objeto determinado con una serie de
propiedades es la base de toda demostración científica, porque es posible
concebir las propiedades como un conjunto de requisitos necesarios para
poder identificar, analizar y conocer un objeto determinado, una ley
determinada o un comportamiento.

Al contrario, la intuición no analiza las propiedades del objeto en una


secuencia, sino que las observa simultáneamente a través de una única acción.
La intuición sensible, por ejemplo, permite conocer en un instante un objeto
como un conjunto unitario formado por partes: para percibir una mesa no
necesito percibir cada una de sus propiedades, porque tengo bastante con
observar la mesa mediante una única perspectiva instantánea. Para muchas
doctrinas filosóficas, incluyendo la de Fichte, la sensibilidad no es la única
facultad intuitiva del hombre. Basta con recordar que, según Fichte, la
imaginación actúa en la intuición sensible, y esta no proviene directamente de
los sentidos. También la mente debe disponer de una mirada instantánea, de
una visión inmediata y directa de las cosas, de lo contrario no se podría
elaborar ningún tipo de discurso al respecto. Para Platón, Aristóteles o
Descartes, entre otros, si no dispusiéramos de la percepción intelectual de la
mesa (y no solo de una visión sensible), seríamos incapaces de intentar
describir o demostrar sus propiedades.

No obstante, resulta fácil darse cuenta de que Fichte no habla de la


intuición intelectual de la forma de la mesa: se refiere a una especie de
autointuición de la conciencia. En consonancia con Kant, Fichte sostiene que
no conocemos las formas esenciales de las cosas gracias a la intuición

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intelectual, sino que construimos las reglas de su conocimiento mediante la
síntesis trascendental a partir de nuestras facultades. Sin embargo, para
Fichte, en la base de toda actividad de construcción debe haber una visión del
Yo, del constructor, de lo contrario, al sistema de la razón le faltaría un
principio sólido y unitario. Este es el primer principio de la evidencia de todo
saber y sobre el cual se construye la Doctrina de la ciencia.

Al igual que en la doctrina clásica de la intuición intelectual, la


autointuición del Yo también debe preceder todo pensamiento discursivo: un
acto instantáneo de aprehensión de sí mismo es la base de toda predicación,
de toda secuencia discursiva. La base de cualquier discurso es la identidad:
tengo que poder ver el objeto X como idéntico a sí mismo (X=X) para poder
hablar de él y describirlo. Pero el acto del saber que pone a X en la conciencia
es único e instantáneo. No obstante, aún hay más; como ya hemos visto,
mediante una única acción la conciencia se opone a sí misma, se opone a un
mundo y se ve a sí misma en relación con un mundo. Se trata justamente de
una intuición porque hay una multiplicidad (el Yo como acto, el Yo como
objeto del propio acto, y la relación recíproca entre estos dos momentos) que
no podemos conocer recorriendo mentalmente una serie de consecuencias,
sino que debe ser conocida simultáneamente. Y, para Fichte, el último
principio de todo saber es esta autointuición del Yo: no existe un principio
más allá que la explique y, sin esta, todo saber se derrumba.

El conocimiento intuitivo de las esencias

La intuición intelectual es un elemento fundamental de la filosofía


tradicional porque es el único acto que permite conocer y describir
las esencias de las cosas. Para describir con seguridad las
propiedades de un objeto tengo que poder distinguir sus
propiedades accidentales de las esenciales, por ejemplo, una
mesa tiene necesariamente una superficie plana pero no tiene
necesariamente cuatro patas. ¿Cuál es el criterio que debo
adoptar para realizar esta distinción? ¿Cómo puedo identificar
una mesa sin equivocarme? ¡Pero no todo es tan sencillo! ¿Cómo
puedo identificar un lémur, una araucaria o una enfermedad
mental? Es mucho más difícil. Si tuviera que buscar para cada
uno de estos ejemplos nuevas propiedades esenciales que me

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permitiesen diferenciar las propiedades esenciales de las
accidentales, me encontraría con el mismo problema una y otra
vez; nunca lograría hablar con seguridad de ningún objeto. Por
otro lado, la percepción sensible no ofrece este criterio. No solo
porque no puedo percibir una enfermedad mental, por ejemplo,
sino tampoco porque, a pesar de las diferentes tendencias
empíricas de la filosofía que afirman lo contrario, la sensibilidad (o
una experiencia sensible repetida por costumbre) no puede
sugerirme que no sea indispensable que una mesa tenga cuatro
patas para ser una mesa. En otras palabras, debo disponer de
una percepción intelectual de lo que debe ser una mesa de
verdad (tengo que ver la idea o la forma de la mesa, en términos
de Platón y Aristóteles).

Se trata de un acto que, sin embargo, resulta poco claro. Una cosa es tener
una visión mental de la mesa o de cualquier otro objeto determinado, pero
otra cosa es ver mentalmente la actividad de la conciencia. La conciencia no
es un objeto, sino un acto. En especial, el acto de verse a sí misma, de
generarse mediante el saberse. No existe una conciencia que no sea
consciente de ella misma. A su vez, consciente de ella misma significa
generar la conciencia, crear de la nada, porque no hay nada más allá de la cual
podría derivar y todo saber la presupone (por ejemplo, una explicación de la
conciencia en términos de procesos neurológicos no es, de hecho, una
explicación del acto de conciencia, sino solo de su base material: no soy
consciente de mí mismo como un conjunto de neuronas). Solo un Dios
creador genera la mesa con la intuición: pero lo que se genera no es una forma
según Fichte, una cosa determinada y diferente de cualquier otra, porque se
trata de la actividad que pone toda forma y distinción entre las cosas. Esto no
significa que la conciencia cree materialmente la realidad, sino que la
autointuición de la conciencia es, efectivamente, una autogénesis, una
espontánea y absoluta producción de sí misma.

Jacobi propone una explicación más clara para explicar la idea fichteana
de la intuición intelectual como autogénesis de la conciencia. Pensemos en la
acción de dibujar con un lápiz una línea en una hoja. Intuimos la línea
mientras la generamos, y solo porque la generamos nosotros mismos, no
porque la encontramos hecha. En esta imagen, el Yo sería tanto la mano que

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traza como la línea dibujada. El Yo se «ve», se intuye, de un modo parecido
al del ojo cuando ve la línea: no como un objeto externo, sino como la
actividad misma del hecho de trazar la línea. Y «verse» es, simultáneamente,
el propio hecho de trazar, la producción en sí.

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El Absoluto y el conocimiento-imagen

En el concepto fichteano de la intuición intelectual anida un gran


problema que Fichte va dibujando progresivamente y que centra el
pensamiento de su período en Berlín. Esta cuestión es necesaria para el
conjunto de su sistema. El problema radica en que el origen del saber, del Yo
como acto espontáneo, permanece escondido, como una fuente de agua
inagotable de la cual solo podemos ver el torrente una vez formado. Vemos
solo la línea trazada, pero el hecho de trazar siempre permanece a nuestras
espaldas.

Analicémoslo. El Yo surge necesariamente como saber de sí mismo. Pero


el Yo que conozco no es el mismo acto del saber, el Yo como objeto ya no es
el Yo en cuanto saber inmediato y directo. Cuando el filósofo me lleva a
realizar un acto de reflexión y, con este, tomo conciencia de mí mismo, me
intuyo en cuanto el Yo que se presenta libre y el propio acto del presentarse
ya existe, está dentro de mí. No sirve de nada querer echar marcha atrás,
como Orfeo con Eurídice: darse la vuelta sería un nuevo acto de
autoconciencia, en el que yo me conozco a mí mismo como objeto, pero soy
incapaz del acto de saber.

Es por este motivo que Fichte introduce progresivamente una diferencia


entre el Absoluto y el saber, entre la génesis del Yo y el propio Yo, sobre todo
tras haber abandonado Jena. El saber originario, es decir, el autoponerse del
Yo, es el lugar —¡el único lugar!— en el que el Absoluto se manifiesta, pero
no es el Absoluto en sí. Con «Absoluto» debemos entender el proceso de
génesis del saber. El Absoluto se muestra solo en el saber y gracias al saber.
Es por este motivo que Fichte sigue considerando su proyecto filosófico como
un sistema crítico y trascendental: no se da un Absoluto dogmático,
trascendente respeto al sujeto que lo conoce, porque el Absoluto es
precisamente el origen del saber, el proceso del cual surge. La clave reside en
que el saber, el Yo, no puede ser la consecuencia de una causa anterior, sino
que es una causa espontánea de sí mismo (autogénesis). Sin embargo, no
dispone del propio inicio, no puede tener su propio origen. Este origen debe
entenderse como el acto libre, gratuito, absoluto —independiente de cualquier
condición y causa— mediante el cual la vida originaria de la inteligencia se

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une con el saber de sí mismo a través del pensamiento del hombre. A
diferencia de su etapa en Jena, el Yo ya no es un acto autosuficiente e
independiente en sí mismo, sino el eje de una relación con la vida originaria
que mediante el Yo (y solo a través de la conciencia del hombre) se
manifiesta y se conoce.

Podríamos decir que el darse gratuito de la vida al saber, de lo Absoluto a


la inteligencia del hombre, es inexplicable. Pero esta es precisamente la clave
de Fichte: la génesis del saber y, en consecuencia, del principio de toda
explicación, de toda razón. Fichte no propone una rendición de la razón a la
religión, sino una búsqueda autocrítica llevada hasta el punto más extremo
posible, hasta la mismísima génesis de la razón, cuya explicación racional no
existe. La razón, si tiene que ser verdaderamente libre, incondicional y
productiva, debe pensar en sí misma como un inicio espontáneo, absoluto y,
por lo tanto, como una especie de regalo del Absoluto al hombre.

Imaginémonos otra vez que el Absoluto es como la luz, o mejor dicho,


como el sol. El propio Fichte nos presenta esta metáfora: vemos y conocemos
los fenómenos del mundo gracias a la luz del sol intelectual de lo contrario
todo sería oscuro y seríamos incapaces de distinguir nada. La filosofía quiere
volver al origen, quiere describir críticamente la génesis de este saber, de esta
luz. Es por ello que no debe dirigirse directamente a los fenómenos (a los
muchos que hay, dice Fichte), sino a la luz que ilumina (al Uno). El principio
originario del saber es una especie de «visión de sí mismo» del sol. Pero no
podemos ver el sol directamente, porque el sol intelectual en cuestión es el
propio «ver», sería como pedir al único faro del mundo que se iluminara a sí
mismo. Por eso es como si pudiésemos ver esta luz —que somos nosotros en
nuestro interior— solo en su reflejo, de forma indirecta y mediante las cosas
que ilumina, las infinitas gotas de agua que la reflejan. La intuición intelectual
de la cual se sirve la filosofía no es, según Fichte, una autovisión del sol
imposible y mística, sino que se trata de una consideración reflexiva (en el
mismo sentido que el reflejo de la única luz en las gotas de agua) de nuestros
conceptos, los cuales por un lado se dirigen al múltiple indefinido de la
experiencia, pero que por el otro deben reflejar el propio origen, el origen del
saber en el Absoluto.

El conocimiento filosófico sobre el cual se basa la Doctrina de la ciencia


es, en este sentido, un reflejo del Absoluto. El saber no puede capturar lo
originario mediante conceptos, es decir, con reglas discursivas que nos

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permitan hablar de los objetos: hay que entreverlo como la génesis que
desaparece tras lo generado, como el principio que solo se muestra de forma
indirecta, por mediación de aquello que produce. Lo que produce son
conceptos, instrumentos que usa el saber para apropiarse de las cosas. Una
vez los conceptos forman parte de la crítica filosófica en su génesis
trascendental, estos se revelan como imágenes del Absoluto.

No hay que confundir la idea de imágenes, que acepta la reflexión


filosófica de Absoluto (y sobre el Absoluto), con la facultad de imaginación
de la cual ya hemos hablado. A partir de la exposición de 1804, Fichte da un
nuevo sentido a este concepto, por el cual la imagen es esencialmente el
propio saber. El saber recuerda al propio origen como la imagen recuerda a
eso de lo cual es imagen. En el ejemplo de la línea trazada, esta es la imagen
de la actividad del hecho de trazar.

Fichte utiliza la idea de la imagen para destacar la dependencia del saber


frente a su origen, pues no existe una imagen que no sea una imagen de algo
ausente, que no sea una copia de un original. La relación de la imagen con el
Absoluto, del saber con su génesis, es el elemento intuitivo, la visión que
permanece en la base del saber filosófico. No vemos el original directamente,
sino mediante una imagen. El término alemán «a través» o «mediante»,
Durch, es precisamente el que Fichte utiliza para entender la naturaleza de los
conceptos.

Al mismo tiempo, la dualidad entre Absoluto y el saber-imagen —


dualidad que solo puede superarse con una visión intelectual, con una
intuición guiada por el discurso del filósofo, pero que no encuentra una
traducción discursiva adecuada— es la relación que abre el espacio del
discurso, que intuye el concepto entendido como una regla discursiva con la
que ordenamos el mundo. El saber, el Yo, ya no es el originario, es la
mediación entre el Uno —la vida originaria que en el saber se convierte
autoconsciente— y los muchos —la experiencia del fenómeno, de la
conciencia finita, que habla del mundo a través de los conceptos—. Pero
también el Yo es el puente entre la visión y el discurso, entre el silencio que
entrevé la unidad y la palabra que se dirige a la multiplicidad de la
experiencia.

Este valor doble aúna de forma intuitiva Absoluto y relación discursiva.


El saber-imagen asume esta dualidad en la reflexión filosófica.

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Se trata del núcleo persistente que Fichte coloca en la cima del proyecto
de renovación de su Doctrina de la ciencia a lo largo de las sucesivas
exposiciones desde 1804.

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Las principales exposiciones de la Doctrina de la
ciencia

Tras la publicación del Fundamento (1794-95), Fichte empieza a


exponer la Doctrina de la ciencia en sus clases en Jena, y lo hace
con una base metodológica diferente que ya no prevé la
diferencia entre teorética y práctica. Fruto de esta nueva Doctrina
de la ciencia (conocida como Wissenschaftslehre Nova Methodo),
Fichte publica dos introducciones en 1797. En 1801 publica (junto
con su escrito más divulgativo, el Informe claro como el sol) la
segunda edición del Fundamento.

Entre 1801 y 1802, Fichte da lecciones en su casa de Berlín a un


público restringido y expone un nuevo texto que publicará más
adelante su hijo, Immanuel Hermann. La exposición de 1804 es
más completa y definida, y es por esto que Fichte tenía intención
de publicarla. Sin embargo, la Doctrina de la ciencia de 1804
nunca se llegó a publicar, pero sigue siendo el mejor testigo del
pensamiento de Fichte en su etapa berlinesa. El filósofo nunca
dejó de reelaborar su philosophia prima, tanto para los cursos
privados como para los públicos. A todo esto también hay que
añadir la exposición que contiene las treinta lecciones de
Erlangen (1805), la de Königsberg (1807) y los cursos sobre la
Doctrina de la ciencia que dio en la Universidad de Berlín en
1811, 1812 y 1813.

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La representación, la vida y el concepto

En las últimas exposiciones de la Doctrina de la ciencia, desde la de


Königsberg de 1807 a los cursos en Berlín (en especial el de 1811, que
muestra una forma estructurada y completa), se observa un abandono de la
noción de imagen en favor de la noción de representación, de origen
teológico pero con una fuerte connotación política. El Yo es el representante
del Absoluto antes que su imagen. Con este punto de vista, Fichte logra
reformular su idea de la intuición intelectual de la forma más amable y más
compatible posible con la dimensión fundamental de la práctica del Yo y a
partir de la Grundlage. Es posible porque la relación entre la imagen y el
original es estática y pasiva: se trata de una reproducción, si bien
paradójicamente el original no puede ser reproducido (porque no es un objeto,
sino un proceso genético). En cambio, la relación entre el Yo que representa y
el Absoluto representado es práctica, dinámica y creativa. Aclarémoslo: si el
Absoluto no era antes un objeto externo cuya copia era el saber, ahora
igualmente no es un mandante que expresa la voluntad y cuyo representante
es el Yo. Si el Yo tiene un mandato que cumplir del Absoluto, se trata de un
mandato libre, es más, es un mandato que libera al Yo, que apela a la
responsabilidad moral para construir un mundo inteligible a partir del
conocimiento y de la acción. El Absoluto no se impone a la conciencia como
un «¡debes hacer esto!»: se trata de un deber que Fichte llama
«condicionado», es decir, relacionado con unas condiciones específicas de
acción, siempre en parte naturales, y que se expresan con el verbo müssen. En
cambio, la orden del Absoluto es solo un «¡debes!» (Soll!), un imperativo no
coactivo pero moral en el que la conciencia puede elegir libremente si lo
sigue; pero sobre todo se trata de un imperativo «vacío» que el Yo tiene que
llenar y configurar con el inicio de un proyecto de acción en el mundo.

El mandato que el Yo recibe por parte del Absoluto es la conciencia de ser


irreducible a la necesidad natural y de poder ser determinado libremente
según la propia razón. Esta es la importancia del «¡debes!» a partir de 1804
como forma de aparición del Absoluto en la conciencia. El Yo deja de ser
práctico porque determina el No-Yo que se le opone. Es práctico porque se le
ordena que responda al llamamiento de su origen, al «Soll!» que le recuerda
que su aparición no se debe a la cadena de necesidades naturales (de un

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coercitivo müssen), sino de la manifestación inexplicable, gratuita y
espontánea de la vida como inteligencia consciente. Solo en virtud de esta
llamada, el Yo puede convertirse en el lugar de la libertad y de la
autodeterminación, si bien, por otro lado, sigue siendo un producto de la
necesidad natural.

Por otra parte, calificar al Absoluto de «representante» supone un


distanciamiento del Yo respecto al sujeto imperativo moral en sentido
kantiano: el «Soll» no es la forma práctica de la razón, como en Kant y en la
primera etapa de Fichte, sino que es un imperativo ontológico, es decir,
constitutivo de la propia existencia del Yo. El Yo no es otra cosa que el
representante de la vida divina que encuentra en ella misma su conciencia. La
existencia del Yo es deudora de su proceso de origen, que es absoluto y
espontáneo. De esta forma, el imperativo «¡debes!» equivale a «sé libre» y
recuerda al Yo cuál es su esencia, no solo su carácter moral.

Pero la representación expresa de forma mucho más específica la relación


de dependencia del Yo con la «vida originaria», con el Absoluto.

El Yo está llamado a dar forma, a aportar una configuración específica a


lo que no tiene forma: el Absoluto precede a toda forma determinada. El
concepto es una vez más el instrumento de este poder formativo que el Yo
ejerce por encargo del Absoluto: gracias al orden que aporta el saber
conceptual, la vida divina no solo se manifiesta en la autoconciencia, sino que
se articula ordenadamente en un mundo inteligible. Esto es así porque el
concepto es el Durch, el trámite o «mediante» que refleja el Uno pero al
mismo tiempo se relaciona con la multiplicidad y lo clasifica. El «concepto»,
en este sentido, es otra imagen o Bild, tanto en un sentido cognoscitivo como
también como el impulso que da una figura al mundo, y es así como se
convierte en un modelo (Vorbild). El concepto es el agente de la libertad que
forma al Yo y que este solo logra cuando representa al Absoluto.

En el escrito de 1800 El destino del hombre. Fichte expresa con maestría


la base del concepto y el sentido práctico de esta.
Del modo siguiente concibo mi autonomía como un Yo. Yo me atribuyo la facultad de elaborar
un concepto […], me atribuyo asimismo la facultad de manifestar este concepto mediante una
acción real más allá del concepto; me atribuyo una fuerza real, efectiva, productora de un ser —
que es completamente distinta a la mera capacidad de un concepto—. Aquellos conceptos que
llamamos «conceptos de fin» no deben ser, como los «conceptos de conocimiento», copias de
algo ya dado, sino modelos (Vorbilder) de algo que deberá ser producido.

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El pensamiento de Fichte durante su etapa final podría resumirse como
una dialéctica interminable e incompleta entre la vida y el concepto. El
Absoluto es la vida, no la vida biológica —que es parte del mecanismo
natural—, sino la vida de la inteligencia, la autogénesis espontánea del saber.
El concepto no es el saber en sí (por el cual no existe ningún concepto sino
solo intuición), sino el saber de la multiplicidad de los fenómenos. El
concepto nunca puede agotar el torrente espontáneo de la vida y tampoco
puede encerrarlo completamente en una única mirada: la vida trasciende todo
concepto determinado, porque es el inicio inalcanzable de todo concepto.
Además, el concepto no es solo la señal de esta imposibilidad: cuando el
concepto se convierte en autorreflexivo mediante la Doctrina de la ciencia,
también se vuelve el instrumento que une el Uno de la vida con la
multiplicidad de la experiencia, ya que da forma y orden al mundo y así
refleja y amplía el poder inagotable de la vida. Con una metáfora que propone
Fichte podemos decir que el concepto esparce por el mundo las gotas de la
vida, que son el reflejo de una infinidad inagotable de puntos de vista
diferentes y que, a su vez, refleja la única luz infinita que verdaderamente nos
representa: la luz de la inteligencia.

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La ética y la filosofía de la religión

La misión del erudito

Hasta ahora hemos dedicado buena parte de nuestro tiempo a explicar


algunos conceptos fundamentales de la filosofía teorética fichteana, pues son
los conceptos más difíciles de entender cuando leemos la obra de Fichte. Pero
Fichte no solo habla de la sistematización (nunca completa) de la Doctrina de
la ciencia. También demuestra que es un hábil filósofo de la praxis: elabora
una ética, una doctrina del derecho, una política (con elementos concretos que
encajan en la actualidad) y una filosofía de la religión que Fichte entiende
como una guía a la vida «bienaventurada», hacia la conducta más feliz y justa
para el hombre.

El interés práctico vuelve acompañado de una aguda sensibilidad por la


situación histórico-política de la época y es consecuencia directa de la
filosofía especulativa fichteana: como ya hemos visto, el impulso de la razón
para mostrarse al mundo y transformarlo es la dimensión central y
fundamental de la actividad del Yo.

La filosofía práctica de Fichte se basa en la Doctrina de la ciencia y


depende de la claridad de las estructuras esenciales de la conciencia como
acción libre. No obstante, aporta algo nuevo completa la idea de la misión del
hombre de ciencia. Esta no consiste solamente en perfeccionar un saber
gracias a su fundamento y validez, sino que también consiste en difundir el
saber entre la gente de cultura para luego transmitirlo a las generaciones
futuras.

La misión práctica del hombre culto presupone la verdadera comprensión


y la justificación de la universalidad racional porque solo la razón aporta y
legitima las ideas de justicia (moral, social, política). La Doctrina de la
ciencia ofrece esta justificación ya que es la única y verdadera filosofía que
existe. Al mismo tiempo, la Doctrina de la ciencia no puede ser patrimonio de

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unos pocos. Tras algunas generaciones debería convertirse en la base de la
autocomprensión de la sociedad gracias a un trabajo de difusión metódico,
paciente y sistemático. De hecho, todo intento impaciente de «divulgación» y
popularización directa desencadenaría el efecto contrario: las obras
«populares» de Fichte también presentan una dificultad y sus lecciones fuera
de la universidad siempre fueron de carácter privado y con un público erudito
y selecto. La inexistencia de una gradual revolución en el sistema de las ideas
(revolución basada en la universalidad de la razón) es para Fichte la
imposibilidad de crear usa sociedad justa.

Debemos tener en cuenta que, según Fichte, el pensamiento de la


universalidad de la razón pide la construcción de una sociedad justa y
racional: la misión educadora del erudito es un deber impuesto por el objeto
de su estudio.

La razón es, en esencia, práctica y activa, pues no solo pide un estudio


destacado de las formas abstractas del pensamiento y de las leyes generales
del conocimiento, sino que forma un todo con la ética, con la realización de la
libertad. Por ello, el erudito fichteano no es el típico ilustrado del siglo XVIII
que considera que rescatar la sociedad es sinónimo de criticar la superstición.
Difundir la razón significa lograr que todo hombre sea capaz de hacer que la
libertad sea el centro de su experiencia vital, la actividad que le permita una
vida «bienaventurada» y justa. Para quien cultiva y educa la razón, esta se
convierte en un interés que hay que difundir por todas partes, que hay que
«contagiar» a todo ser inteligente para que sea patrimonio de todos.

El filósofo es el «agente especial» de esta razón que quiere mostrarse al


mundo y el Absoluto le encarga esta misión. En términos religiosos
fichteanos —análogos al contenido—, el sabio es el profeta del Absoluto
porque es la semilla con la cual la vida divina de la inteligencia puede crecer
en la realidad y puede dar lugar a una sociedad de hombres racionales.

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La sensibilidad y la autonomía de la voluntad

La razón es la facultad que produce las ideas universales. A su vez y


según Fichte, se trata de un poder en esencia práctico, pues es la propia
actividad de la libertad que es, al fin, la autoposición del Yo. Pero esto plantea
un problema: la libertad racional no puede ser igual que la libertad de seguir
los propios impulsos y satisfacer cualquier deseo que esté en nuestras manos.
Los impulsos y los deseos no son universales, se dirigen directamente a los
objetos particulares y, simplemente, el Yo los encuentra en su interior. En
otras palabras, el hombre no solo es un ser racional, también es un ser
sensible, condicionado por las inclinaciones empíricas (término kantiano), por
la materia natural de sus necesidades y sus deseos.

La ética de Fichte parte de la dicotomía (derivada claramente de la ética


de Kant) entre las inclinaciones naturales y la autodeterminación moral, entre
la heteronomía y la autonomía de la voluntad. La voluntad es el poder (la
facultad, das Vermögen, para Fichte) de dominarse en la acción: iniciar una
serie de efectos en el mundo basándose en la representación consciente de un
objetivo, puedo decir que quería algo —ir a la piscina, por ejemplo— si antes
de hacerlo visualizo este objetivo en mi representación, incluso junto a otras
opciones que finalmente desestimo. Para el hombre, los deseos como ir a
piscina no son el único objeto de su voluntad, porque el hombre también
puede decidir si quiere y cuándo quiere satisfacer las necesidades, como el
hambre o la sed, por ejemplo. Ser capaz de querer ya implica una gran
libertad en el mecanismo de las causas naturales, en el cual debemos incluir
nuestro cuerpo: la causa de la acción querida no es un evento natural, una
presión material o un instinto incontrolable, sino la representación ideal de un
objetivo.

Sin embargo, una gran cantidad de impulsos y deseos se presentan de


forma espontánea en la representación del hombre y estos se convierten en
material para la voluntad. Esta presencia espontánea está causada por la
limitación y la pasividad del ser humano en su relación con la naturaleza.
También por su sensibilidad a todo lo que muta en el objeto, mientras que el
Yo como acción espontánea es lo que permanece siempre idéntico a sí mismo.

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El cambio entre las representaciones prácticas es continuo y depende de
causas de toda índole.

Lo primordial es que a la hora de elegir entre uno u otro objetivo (por


ejemplo, ir a la piscina o al mar), la voluntad es sencillamente arbitraria, no es
verdaderamente libre y racional. Esto no significa que el arbitrio esté privado
de razón, pero la razón activa en el arbitrio es la forma subordinada de cálculo
de la utilidad individual y a la cual Fichte llama prudencia. La prudencia no
es libertad, porque supone la dependencia del Yo a los deseos y a los
objetivos de los cuales el Yo no es autor, pero se da en su interior en cuanto
ser sensible y natural.

En calidad de arbitrio, la voluntad es heterónoma porque depende de la


representación sensible de la cual no es la causa. Observamos que la
prudencia es, en términos de Fichte, una voluntad que se comporta como
inteligencia porque se deja determinar por el No-Yo en lugar de determinarlo.
Para ser autónoma, la voluntad debe producir las representaciones de los
objetivos a partir de ella misma, no asumirlas de forma pasiva con el trabajo
de la imaginación y de la facultad del deseo. La voluntad siempre quiere
realizar un objetivo y un objetivo es un contenido determinado. Pero ningún
contenido que asuma la sensibilidad (que incluye la imaginación) puede
satisfacer la exigencia de autonomía de la voluntad. Así pues, ¿cuál es la voz
pura de la voluntad? ¿Qué contenido representativo puede producirse de
forma autónoma?

La respuesta de Fichte es, en parte, kantiana: se trata del imperativo


categórico como ley moral de la voluntad. La voluntad autónoma quiere la
propia forma universal. Querer la forma de la universalidad significa aceptar
como único contenido el bien máximo, la idea de una voluntad
completamente determinada por la ley moral y no por los impulsos naturales.
Pero también significa querer un mundo en el que reine la lealtad, el respeto
mutuo y el reconocimiento de todo ser racional y esforzarse para alcanzarlo.
La ley moral es la manifestación del Yo o —en el Fichte tardío— del
Absoluto en la conciencia, y constituye el criterio universal para examinar
toda acción del hombre en el mundo.

La voluntad autónoma es tal porque obedece a la ley moral, y la ley moral


determina las representaciones de la acción no basándose en motivos

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sensibles, sino basándose en las ideas, en producciones puras de la razón,
como son la justicia y el bien máximo.

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La teoría de los impulsos

Ya hemos visto que Fichte se distancia claramente de Kant en la


concesión directa ontológica, y no solo moral, del imperativo categórico: la
ley moral constituye la conciencia porque es la acción espontánea de la
autoposición del Yo. De esta forma, el imperativo categórico es la actividad
originaria de la conciencia, no solo su forma práctica como propone Kant: es
la tendencia (concepto crucial de la ética y de la filosofía fichteanas) infinita,
inagotable e incondicional del Yo a querer superar el contraste con el No-Yo
y a realizarse en su totalidad.

Vale la pena leer un fragmento de la Ética (1798) donde Fichte expone la


idea fundamental de su doctrina moral: la ley moral no es otra cosa que la
libertad de la inteligencia, la autoposición del Yo.

Nuestra afirmación es, por consiguiente, esta: solo la inteligencia puede ser pensada como
libre, y llega a ser libre meramente porque se capta como inteligencia; pues solo así pone su ser
bajo algo que es superior a todo ser: bajo el concepto. Alguien podría objetar […] se ha
presupuesto la absolutez como un ser y como algo puesto, y la reflexión, que ahora debe hacer
tan grandes cosas, está ella misma condicionada manifiestamente por aquella absolutez […] Sin
embargo, se inferirá en su lugar que incluso esta absolutez es exigida para la posibilidad de una
inteligencia en general y que proviene de ella; que, por tanto, la proposición que se acaba de
establecer puede ser invertida y se puede decir: solo un ser libre puede ser pensado como
inteligencia, una inteligencia es necesariamente libre.

Esta diferencia no permanece en un plano teorético, tiene una gran


repercusión en la imagen de la vida práctica del hombre. Fichte desarrolla en
la Ética (System der Sittenlehre) una sorprendente e innovadora teoría sobre
los impulsos. Este libro es uno de los exponentes del pensamiento de Fichte y
forma parte de las grandes obras maestras del idealismo alemán.

El impulso (Trieb, del verbo treiben, que significa «empujar» o «incitar» y


pensamos en el impulso como en un empuje interno e inmediato) es la
realidad práctica que el Yo adquiere con el conocimiento sensible, en la
experiencia cotidiana. Sabemos que la tendencia infinita del Yo actúa siempre
en relación con un contraste, con una oposición con el No-Yo. Se trata
justamente de la tendencia a superar sin cesar esta oposición. Para el
conocimiento concreto, el contraste se representa mediante la sensibilidad.
Mientras la actividad del Yo es inmutable y atemporal, permanece sensible a

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todo aquello que en nosotros cambia con el tiempo, ya sea material
representativo que adoptamos de forma pasiva, ya sea nuestro propio cuerpo
con su biología que sigue las leyes de la naturaleza y no las de la voluntad.

Sin embargo, la ley moral ordena que se actúe: actuar significa modificar
de forma intencionada la sensibilidad, captar en un primer momento la
representación de nuestros objetivos, luego la materia de nuestros cuerpos y
empezar una serie de efectos en el mundo a través del cuerpo[4].

La tendencia del Yo es, de este modo, por un lado, la energía de la


autoconciencia, que es una acción atemporal porque —como hemos visto—
es instantánea e inteligible, no sensible. Por otro lado, es necesario que la
autoconciencia ejerza una fuerza concreta, un impulso material en la
sensibilidad a la cual se opone, ya que de lo contrario no podría actuar en un
mundo sensible. Fichte concibe este empuje como un impulso infinito hacia
la independencia. Para la conciencia sensible, el Yo existe como una presión
sin una causa material precedente, porque deriva de la actividad inmaterial y
atemporal —solo inteligible— de la conciencia.

Pero ¿qué consecuencias tiene que la ley moral sea un impulso originario
del Yo? ¿Esta es la forma en que se menosprecia la adhesión desinteresada
que caracteriza la obediencia a la ley moral, tal y como lo había logrado Kant
con la separación de la razón respecto a la sensibilidad? En primer lugar
podríamos responder que solo en el caso de que el Yo pueda convertirse en
una fuerza material, en un sentimiento positivo que incentiva la acción
correcta, entonces la ley moral cobra sentido para la conciencia. En Kant, la
unión práctica entre la razón pura y la sensibilidad estaba garantizada por el
sentimiento del respeto, pero se trataba de una solución un poco precaria. En
cambio, en la teoría fichteana de la autoposición del Yo la conciencia se
determina por sí misma con la receptividad: acoge en su interior la materia de
la sensibilidad y del No-Yo, y, por lo tanto, se vuelve sensible, encarnada en
un sentimiento práctico gracias únicamente a sí misma y a su espontaneidad.

Pero este no es el punto central. Es necesario que el impulso originario se


divida, que siempre se manifieste en una duplicidad: una parte como impulso
puro hacia la independencia, que incite a superar activamente la sensibilidad
y la pasividad del Yo, y otra como un conjunto de los impulsos naturales que
persiguen la satisfacción mediante los estímulos sensibles. Los principios de
la ética reflejan los de la Doctrina de la ciencia: el Yo como sujeto se opone

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necesariamente al Yo como objeto, pasivo frente al No-Yo. Estos dos
momentos pueden subsistir solamente gracias a su relación recíproca. El
impulso puro expresa la tendencia infinita del Yo a determinar la sensibilidad.
El impulso natural expresa la misma tendencia, pero solo en cuanto receptiva
del No-Yo: se trata de un único e igual impulso hacia la autoafirmación del
Yo, que, sin embargo, debe existir con esta forma dual y conflictiva.

La vida concreta del sujeto es una lucha constante sin tregua entre el
impulso hacia la independencia absoluta del Yo y los impulsos que podríamos
llamar autoconservadores, en los cuales el Yo busca afirmarse mediante la
satisfacción de los estímulos sensibles. A diferencia del pensamiento de Kant,
estos impulsos también tienen su raíz en la actividad del Yo, que se convierte
con Fichte en la base unitaria de toda vida práctica, incluyendo la
caracterizada por inclinaciones sensibles como las necesidades y los deseos.
Una vez más podemos ver como el impulso puro no es en sí mismo moral,
sino más bien ontológico, ya que expresa simplemente la autoconstitución
espontánea de la conciencia.

Sin embargo, para Fichte existe obligatoriamente un impulso moral: se


trata de aquel que en el plano práctico corresponde al tercer principio
fundamental de la Doctrina de la ciencia y que determina la relación entre el
Yo y el No-Yo.

El impulso moral es la necesidad del sujeto para dar rienda suelta al


impulso puro en una forma determinada: como educación y «cultivo» de los
impulsos naturales. El impulso moral es también un impulso mixto: pide la
subordinación de la sensibilidad a la independencia del Yo, pero no en calidad
de oposición y negación absoluta, sino como forma progresiva de la
sensibilidad hacia los objetivos de la razón. La moral no es otra cosa que este
proceso educativo incesante cuyo objetivo final es la idea perfecta (en sí
misma inalcanzable) del bien máximo, es decir, de una conciencia cuya
sensibilidad es la expresión directa de una voluntad moral.

La deducción de un impulso moral específico en cuanto impulso mixto es


el elemento fundamental y original de la ética de Fichte. Este impulso siempre
está presente en todo hombre, de lo contrario, la voz de la ley moral no podría
ser nunca escuchada por una conciencia sensible. Pero en el caso de que
ocurriera, la ley moral desaparecería y, con ella, también la naturaleza del Yo
como acción espontánea. Pero esto no significa que todos los hombres

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busquen siempre e incesantemente esta tendencia hacia la moralidad. De
hecho, al principio el impulso moral solo es la abstracción del sentimiento del
bien y del mal, que Fichte llama Gewissen: la ética pide que este sentimiento
tome forma y actúe, que pueda organizar y educar los impulsos naturales en
un sistema concreto de deberes (lo encontramos en la tercera parte de la
Ética). La consecuencia que sacamos es que la ética de Fichte no es una ética
de la forma racional como la de Kant (lo que no quiere decir una ética
formalista en sentido peyorativo): se trata de una doctrina material de los
deberes basada en la acción del impulso moral, en la educación progresiva de
los impulsos materiales y concretos de los hombres guiada por la idea del bien
máximo como independencia absoluta del Yo.

Merece la pena ver un último punto: la crítica hegeliana considera que la


ética de Fichte es una expresión ruda, un proceso incompleto y frustrado sin
solución, e incapaz de tratar la educación racional con sensibilidad. Esta
crítica malinterpreta el sentido de la doctrina fichteana de los impulsos,
porque coloca la idea del bien máximo al exterior del proceso de educación
moral de los hombres y parece que tenga una estructura incompleta.

En cambio, la idea de una independencia absoluta, de una voluntad


perfectamente justa, es completa gracias a la acción del propio impulso moral
es una acción del Yo que no tiene otra finalidad que la misma, que la propia
acción.

Lo interesante es que se trata de una idea intrínsecamente inagotable, que


nunca se realizará por completo en la realidad temporal; a una idea que
recuerda a la libertad que tiene el hombre para organizar la vida práctica en
figuras que siempre son nuevas. Para entender este punto, debemos tener en
cuenta que para Fichte la constitución política perfecta es aquella que se
modifica por sí misma en el tiempo, realizando con formas nuevas una
relación de igualdad entre todas los hombres en cuanto seres morales.

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La tensión entre el Yo y el Romanticismo

Durante los años en que Fichte enseña en


Jena, esta ciudad se convierte en la cuna
del movimiento romántico, cuyos
protagonistas (los hermanos Schlegel,
Novalis, Tieck y en parte Schelling) se
reúnen alrededor de la revista Athenaeum.
De todos los topoi o argumentos de la
naciente literatura romántica, el más
valioso es la imagen del Streben, de la
tensión inagotable de la subjetividad hacia
el infinito. Y no podía ser de otra forma en
la doctrina ética de Fichte.

Si bien existen puntos en común entre la


Un ejemplar de la revista filosofía fichteana y el Romanticismo
Athenaeum. (Novalis era un lector apasionado de
Fichte y Schopenhauer asistirá a los
cursos en Berlín), predominan no obstante los elementos de
desacuerdo.

De hecho, según los románticos, la tensión del individuo hacia el


infinito está guiada por un presentimiento irracional, por una
intuición casi artística de la profunda unidad de las cosas. Es por
este motivo que hablamos de una tensión creativa, capaz de
liberar el poder simbólico y productivo de una imaginación que
trasciende toda razón.

Para Fichte, en cambio, la tensión es la actividad de la razón, su


producción en el mundo. No se trata de la potencia inconsciente
de la imaginación o de la intuición que alimenta la tensión del Yo
hacia el infinito, sino de la fuerza de una razón que busca su
propio contenido en el mundo, que quiere encontrarse en la
realidad como patrimonio común de todos los hombres. Si en los
románticos el motor del hombre es la energía profunda e
indescriptible de la individualidad, para Fichte, en cambio, se trata
de la universalidad de la razón.

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Dios como orden moral del mundo. ¿Fichte, ateo?

La reflexión sobre la religión es fundamental a lo largo de la vida de


Fichte, y en particular a partir de su ópera prima, el Ensayo de una crítica de
toda revelación de 1792, que, como sabemos, le aportó la fama. Tras las
acusaciones de ateísmo y el abandono de la Universidad de Jena, Fichte
intenta conciliar los principios de la Doctrina de la ciencia con los
fundamentos de la religión cristiana, en especial a través de una original
relectura de tipo filosófico del Evangelio de San Juan. Para recuperarse de las
acusaciones, Fichte empieza a enfatizar la coincidencia entre la auténtica
filosofía y el auténtico cristianismo. Esto, junto con la cada vez mayor huella
teológica que observamos en su filosofía berlinesa (que ve el Absoluto o la
vida divina en la base del Yo o del saber), ha hecho que muchos lectores
piensen que no existe una continuidad entre el primer Fichte y el segundo.

En realidad, el verdadero núcleo del pensamiento de Fichte permanece


intacto a lo largo de los años, si bien es verdad que algunos aspectos de tipo
teológico sobresalen más. Es por este motivo que la relación entre filosofía y
religión no logra rechazar las tesis célebres que hallamos en el Ensayo de una
crítica de toda revelación. En este ensayo ya encontramos el primer esbozo
de la doctrina de la ética que se convertirá en la obra maestra de 1798. Fichte
trata y articula con gran maestría la tesis kantiana por la cual la verdadera
religión solo puede ser una parte de la ética.

Esta tesis es claramente provocadora y arma un gran revuelo, no solo por


el tradicionalismo religioso del período de Fichte, sino también porque se ve
como un ataque a una idea que se repite en todas las épocas: Dios es un ente
personal y trascendente, que se revela al hombre sin condición y de forma
inexplicable para la razón, siendo solo accesible mediante la fe. De hecho,
Dios es para Fichte una idea inmanente a la voluntad moral, un producto de la
razón práctica.

En su escrito de 1798 Sobre el fundamento de nuestra fe en un gobierno


divino del mundo, Fichte escribe:
este orden moral vivo y actuante es Dios mismo; no necesitamos ningún otro Dios ni podríamos
comprenderlo.

Página 79
Estamos ante una idea necesaria para todo ser moral y debemos recordar,
una vez más, que en Fichte «idea» no es sinónimo de representación subjetiva
e irreal: la actividad de la razón es la producción de ideas, pero también de
perfección, bienaventuranza y justicia, que no encuentran una
correspondencia adecuada en el mundo, pero que admiten juzgarlo desde un
punto de vista universal. Y la actividad de la razón es lo más real que existe,
más que los objetos externos, porque es la única actividad que se sostiene por
sí misma, que no tiene causa externa ni debe responder ante nadie, pero que se
genera y se justifica a partir de sí misma. Es por estos dos motivos que Fichte
siempre rechaza claramente las acusaciones de ateísmo. Pero todavía
debemos hablar del hecho de que, para Fichte, Dios no es trascendente
respecto a la razón humana y tampoco se revela a ella como un milagro, sino
que es el orden moral interior de la razón, el producto más elevado de su
autolegislación práctica.

La transformación progresiva del pensamiento de Fichte consiste más bien


en esto. La actividad de la razón es a primera vista autogenerada por el Yo
mientras que luego aparece como una vida humana de la cual participa el Yo
del hombre sin poder agotarla. Pero esta vida divina sigue siendo la vida de la
razón, no la revelación de una voluntad personal trascendente. Por lo demás,
en el primer Fichte el Yo puro es sencillamente ca consciencia del hombre
porque de lo que se trata es de su acción originaria de autogénesis.

Página 80
La crítica al concepto de revelación

En su libro de 1792, Fichte somete el concepto religioso de revelación a


una fuerte crítica trascendental que se basa en la teoría de Kant. Se trata de
una búsqueda que debe probar la validez de un concepto mediante su génesis
en los primeros principios del saber. De esta crítica se desprende una severa
restricción del uso legítimo del concepto de revelación, una crítica que
conduce a la eliminación del valor cognoscitivo y práctico de toda fe no
inspirada en la razón, de toda voluntad de obediencia que no esté reforzada
por aquello que nuestra autonomía racional nos ordena.

Según Fichte, la obediencia a Dios no puede legitimarse con la fe en la


revelación, sino solo con la obediencia a la ley moral de la razón.

Toda autoridad religiosa es ilegítima si se opone a las órdenes morales y


superiores de la razón, que para el hombre son la única fuente auténtica de
obligación. Frente a la razón práctica, Dios encarna la idea necesaria de la
santidad, es decir, una voluntad que encaja a la perfección con la ley moral. A
su vez, la inmortalidad del alma es la idea en la que la razón proyecta una
coincidencia infinita en el tiempo entre voluntad moral y sensibilidad, pero
ambas ideas solo son posibles en los postulados prácticos de la razón, no
como entidades objetivas y trascendentales. Dios es lo sobrenatural en
nosotros, es el poder de autolegislación de nuestra razón y no es la causa
sobrenatural de los fenómenos externos tal y como lo presenta la revelación
religiosa.

La religión racional es la idea necesaria de toda voluntad racional de Dios


en cuanto orden moral del mundo. En lo que concierne a Kant, e insinuando
las diferencias que ya hemos visto en relación con la ética, Fichte reconoce la
génesis de esta religión en un impulso moral que está presente de forma
natural en todos los hombres. Existe una tendencia religiosa espontánea y
natural en el hombre: tan pronto como se experimenta el conflicto entre la ley
moral y la sensibilidad, resulta inevitable imaginar un ser perfecto en el que la
lucha ha sido pacificada gracias al dominio de la razón. Esto explicaría como
surge la idea de una religión revelada, algo bastante natural en muchos
pueblos del mundo.

Página 81
La respuesta de Fichte es que la búsqueda crítico-genética de las
facultades prácticas del hombre no logra demostrar la necesidad de la
revelación, ni siquiera su imposibilidad. De hecho, la religión natural parte
del deber como hecho indiscutible de la conciencia y que todo hombre debe
percibir. Sin embargo, la religión natural no logra explicar cómo este hecho es
producto sea cual sea la causa de la razón. Esta explicación es necesaria para
que el deber nos obligue de forma legítima.

La revelación se resume con la aceptación de una causa sobrenatural de


orden material (la creación, una idea a la que Fichte niega cualquier realidad)
en cuanto principio del deber que cada uno de nosotros siente en su interior.
Así pues, si Dios debe revelarse en cuanto causa sobrenatural, lo hará a unos
pocos elegidos y no a todos, pues si se revelara a todos no sería necesario
discutir la posibilidad de la revelación. Admitir una revelación divina
significa, de hecho, conferir autoridad moral o política a profetas o a
iluminados, a personas que afirman hablar en nombre de la divinidad. Y esta
afirmación nunca podría ser ni convalidada ni desmentida por la razón
teorética.

Sin embargo, la media aceptación de una posible revelación divina (y en


consecuencia de la institución eclesiástica) esconde una deslegitimación
crítica más radical. ¿Cómo podemos otorgar la autoridad divina a los profetas
si no sabemos qué es el concepto de divinidad y qué puede ser una autoridad
para Dios? La posibilidad de una revelación dependería de la disposición a la
religión natural, pero también demostraría un grado de inmadurez de la
humanidad. Si de verdad tenemos que recurrir al origen del deber moral para
legitimarlo, esta explicación sería la base de gestación de la Doctrina de la
ciencia de Fichte: el sentimiento del deber no puede tener una causa material
externa, porque es el propio acto con el cual la razón se produce en la
conciencia, se revela en cuanto causa de sí misma. La filosofía crítica no
puede demostrar que la revelación sea imposible, pero con los hechos puede
convertirla en inútil para todo hombre que mire hacia la moralidad.

Página 82
La vida bienaventurada

La obra La exhortación a la vida bienaventurada (1806) presenta la mejor


y menos compleja introducción al difícil pensamiento teórico de Fichte en su
etapa berlinesa. Es fruto de un pensamiento maduro que muestra unas nuevas
relaciones (pero no todas) entre filosofía y religión. Fichte expone su teoría
del saber en cuanto existencia de la vida originaria, en cuanto Absoluto.
Como ya sabemos, esta dualidad se encuentra a caballo entre el origen del
saber (que los conceptos no pueden abarcar) y el saber como forma del
concepto, del Yo que se refleja en sí y se opone a un mundo. El concepto es el
trámite entre el Uno de la vida originaria (al que se alude en modo indirecto,
metafórico) y la multiplicidad del mundo. Es por ello que sin la aparición del
Uno como concepto, como Yo en el hombre, el mundo no estaría iluminado
por la luz de la inteligencia, cuya fuerza es la única que puede construir el
orden y las leyes internas.

En términos figurativos podemos decir que el concepto crea el mundo,


incluso cuando Fichte no cambia de opinión sobre la irrealidad de la idea de
creación.

Este nuevo punto de vista le permite valorar el auténtico núcleo de la


verdad del cristianismo que las Sagradas Escrituras han transmitido al
Evangelio de San Juan y a las enseñanzas, según las cuales el Verbo (Logos
para Fichte) se hace carne en el mundo con El Salvador. De esta forma, Fichte
admite la posibilidad de una lectura auténticamente religiosa de su doctrina
teorética: el saber surge como la acción divina de la revelación, pues la vida
originaria se ofrece sin condiciones al saber y al Yo. Jesús, en este sentido, es
un símbolo adecuado de la unidad inexplicable y originaria entre la vida
divina y la vida humana, entre el Absoluto y el saber. No obstante, no hay
nada que se aleje más de la idea del Absoluto en cuanto voluntad personal o
causa sobrenatural de los fenómenos: Fichte sigue manteniendo que la «vida
divina» es el acto de origen de la inteligencia, el surgimiento de la razón.

Pero la adecuación de una representación religiosa como nexo entre el


Absoluto y el Yo ya supone un cambio significativo respeto a sus primeros
escritos. Fichte ya no entiende la vida religiosa como una parte secundaria de

Página 83
la moral, sino como el complemento de la moralidad en sí. La mayor
aspiración del hombre es, de hecho, la bienaventuranza, entendida como la
satisfacción de la unión del Yo con el Uno, de la experiencia temporal con la
unidad absoluta que está fuera del tiempo. Si en la primera etapa de Fichte la
moral es la expresión de la afirmación de la independencia infinita del Yo,
ahora el objetivo es la autodestrucción del Yo por su amor al Absoluto, el
amor a Dios es la auténtica forma de vida religiosa.

Sin embargo, no exageremos y hagamos dos consideraciones sobre la


importancia de esta transformación. En primer lugar, el objetivo primario de
las aspiraciones humanas sigue siendo la comprensión filosófica, no la
religión. De hecho, la unión con el Uno, si bien es verdad que complementa y
satisface al hombre, solo se completa con la explicación trascendental de la
génesis del Yo. El sentimiento religioso de bienaventuranza no es
autosuficiente, porque depende de la comprensión filosófica de la relación del
Uno y lo múltiple. Así pues, en definitiva, para Fichte la religión sigue siendo
una parte subordinada al orden de la razón.

En segundo lugar, la disolución del Yo en el Uno no es sinónimo de amor


místico: es la expansión infinita del poder de la vida divina «canalizada» a
través del concepto, a través de la acción y el conocimiento del hombre en el
mundo. Se trata de la afirmación de la independencia de una razón que se
gobierna a sí misma, que se produce y se comprende a partir de ella misma, a
lo que Fichte llama en su primera etapa el Yo puro o yoidad. Desde un punto
de vista nuevo vemos que el cambio del concepto fichteano depende de una
nueva formulación del mismo problema —la intuición intelectual del Yo— en
lugar de depender de una nueva solución.

Página 84
El derecho natural en la época del
pecado. Teoría política y actualidad
histórica

La finalidad política de la razón

La reflexión política de Fichte es fundamental en todo su pensamiento, tal


y como lo demuestran sus obras Reivindicaciones de la libertad de
pensamiento y otros escritos políticos y Contribuciones destinadas a
rectificar el juicio del público sobre la Revolución francesa, ambas
publicadas en 1793. Con estas dos obras, el joven Fichte se da a conocer
como uno de los mayores seguidores alemanes de la legitimidad de la
revolución jacobina. Como consecuencia de ello alcanza popularidad entre los
estudiantes jóvenes y da una imagen tangible al gran impacto político del
pensamiento crítico kantiano. Tenemos la impresión de que en esta época
Kant y sus seguidores (Fichte, el más brillante) eliminan por completo el
pensamiento tradicional y dogmático, y afirman los derechos infinitos de la
razón y de una moral basada en fundamentos racionales, no en la revelación
religiosa. Una vez terminada esta transformación del pensamiento que sitúa la
razón en el escalafón más alto, la revolución política resulta inevitable:
Francia demuestra que ha llegado el momento propicio para una sociedad
fundada en la libertad igualitaria de los hombres en cuanto seres morales y
racionales. El poder de la razón se convierte en una fuerza histórica que
avanza impetuosamente y transforma por completo las estructuras de una
sociedad basada en los privilegios, en la desigualdad y en el predominio
ilegítimo de las jerarquías eclesiástica y nobiliaria.

En una famosa carta de 1795 dirigida al poeta danés Baggesen,


filosóficamente cercano a Jacobi, Fichte se muestra consciente de la relación
solidaria que existe entre la Revolución francesa y la filosofo del idealismo

Página 85
alemán, pero también de cómo esta relación puede ser de utilidad para definir
con exactitud su sistema:

Mi sistema es el primer sistema de la libertad, así como aquella nación [la Francia
revolucionaria] libera al hombre de las cadenas exteriores, mi sistema lo libera de las ataduras
de la cosa en sí, de los influjos exteriores, que han sido puestos alrededor de él más o menos en
todos los sistemas habidos hasta ahora, incluso en el kantiano.

Fichte se destaca de Kant por la audacia y radicalidad de sus posiciones y


por tener una gran sensibilidad histórico-política de la actualidad. Pero
también porque desempeña un papel decisivo en el refuerzo de la unión entre
la revolución política y la revolución filosófica del criticismo. En las
Contribuciones (1793) sostiene que la verdadera legitimidad de la revolución
no puede medirse con las circunstancias histérico-políticas que la rodean ni
tampoco con el grado de avance histórico del espíritu humano, sino solo con
la búsqueda infinita de la razón para juzgar todo evento a partir de sí misma.
La voz de la ley moral, que se percibe de todo ser racional, está por encima de
la historia, es absoluta y se fundamenta en sí misma: admite que todo hombre
pueda levantarse por encima de la descripción neutral de los hechos y, por
ello, se debe entender desde el punto de vista valorativo de su supuesto
derecho, de su correspondencia o al menos con el orden que la razón exige. El
filósofo debe conocer los hechos históricos, no para describirlos, sino más
bien para verificar su veracidad y que estén de acuerdo con la razón. Solo el
uso autónomo de nuestra razón dictamina aquello que es por derecho.

Pero ¿cuál es la finalidad política de la razón? La respuesta es simple que


todo hombre pueda obedecer la ley moral y, en consecuencia, respetar su
propia e infinita dignidad racional. Esta condición es, sin embargo, muy
difícil de lograr, porque no implica solo unas condiciones morales (como la
educación), sino también unos vínculos jurídicos entre los hombres. La
relación necesaria entre la obligación moral y la obligación específicamente
jurídica es, según Fichte, el corazón del juicio político que la razón debe
ejercer en los acontecimientos históricos y, en particular, representa el centro
de la legitimidad de la revolución.

Aclarémoslo. Hemos visto que la ley moral es la forma con la que el


impulso de la independencia del Yo se presenta a la conciencia del hombre en
cuanto ser sensible. El hombre es libre de poder obedecer o desobedecer la
orden de la ley moral: si no fuese así, la ley moral no sería una orden, sino
una ley física que cada uno de nosotros seguiría de forma espontánea.

Página 86
Obedecer la ley moral significa, como hemos visto, actuar sobre la
sensibilidad: modificar a partir de mi cuerpo las condiciones físicas en las que
vivo. Llevar una vida moral exige la presencia de una esfera material
conectada directamente al cuerpo, a la integridad física y a las condiciones
directas de vida de la cual tengo que poder disponer completamente: se trata
de una esfera de libertad exterior, el dominio de la cual me permite obedecer
o desobedecer el impulso moral. Es la esfera jurídica intangible que cualquier
otra persona o institución deben respetar, promover y consolidar: moverse
libremente en el interior de este espacio debe considerarse jurídicamente
lícito: prejuzgar u obstaculizar resulta ilícito. Un régimen político que oprima,
niegue o reconozca la desigualdad de este espacio debe ser criticado y, si es
posible, abolido mediante la revolución. Solo el respeto incondicional a las
condiciones jurídicas de la convivencia permite que perfeccionemos el
dominio moral de nuestra sensibilidad.

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Moral y derecho

La gran obra Fundamentos del derecho natural (1796) articula la


estructura completa de la filosofía jurídica y política de Fichte. Entre muchas
de las contribuciones de esta obra, destaca su explicación sobre la compleja
relación entre la moral y el derecho.

Hemos visto cómo el derecho constituye un espacio externo de la licitud


de la acción. El derecho considera la característica exterior e intersubjetiva de
la acción como un evento sensible, no su conformidad interior y subjetiva a la
ley moral. Es por eso que existe una discrepancia entre licitud jurídica y
licitud moral: realizar acciones que en determinadas circunstancias son
moralmente dañinas u ofensivas puede ser jurídicamente lícito, de la misma
forma que algunas decisiones moralmente irrelevantes pueden adquirir cierta
relevancia jurídica.

Sin embargo, sería un grave error considerar las esferas de la moral y del
derecho como dos universos opuestos y aislados: se trata de dos momentos
complementarios porque solo pueden actuar el uno mediante el otro. Esta
complementación se explica gracias a algunos razonamientos. En primer
lugar, la consistencia efectiva del espacio de licitud jurídica (en otras
palabras, qué bienes exteriores deben incluirse) solo se determina a través de
consideraciones morales. Por ejemplo, la tortura resulta inaceptable
moralmente y, a consecuencia, ilícita jurídicamente. Es verdad que a lo mejor
es posible obedecer las normas jurídicas solo externamente, sin convicción
moral alguna; pero al final la ley moral es la que afirma la validez jurídica de
las normas, porque la relación con los demás es un imperativo moral en
cuanto nos relacionamos con seres morales, racionales y semejantes a
nosotros.

La complementación es igualmente válida en sentido contrario: la


estructura jurídica de la relación intersubjetiva permite descubrirme y
realizarme como sujeto moral. Este aspecto de la teoría de Fichte es
completamente vigente y forma parte del pensamiento contemporáneo actual:
solo la relación intersubjetiva, mediante la acción de un reconocimiento

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mutuo entre sujetos conscientes, permite que los individuos pongan en acción
sus predisposiciones morales internas.

Para actuar conscientemente como sujeto moral, debo ser consciente de un


hecho básico: la transformación que impongo a mi sensibilidad (en especial a
mi cuerpo) no se encuentra con las causas naturales y mecánicas, sino que es
el resultado de mi libertad. Pero solo puedo ser consciente de este hecho si
otro sujeto consciente me invita a serlo: solo si un objeto se dirige a mí con
intención comunicativa y entonces veo en sus actos exteriores la acción de
una causalidad que no es natural sino libre.

Llegados a este punto podemos apreciar el elemento introducido sobre el


Yo puro de la Doctrina de la ciencia: el Yo puro es el lugar común donde
todos los seres inteligentes viven y pueden encontrarse. Solo gracias a este
encuentro cada uno toma conciencia de su libertad infinita: nos conocemos
como ciudadanos de un mundo moral.

Por lo tanto, si el derecho es una consecuencia necesaria de la libertad


moral, esta última solo se realiza y se consolida por el derecho, con un cuadro
de normas intersubjetivas que permiten una interacción paritaria, recíproca e
igualitaria entre todos los sujetos.

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El derecho natural y la fundación del Estado

Para Fichte, el sujeto moral, considerado como un sujeto jurídico en una


relación intersubjetiva, es la persona. La personalidad es el primer y
fundamental título jurídico, porque afirma la capacidad originaria de adquirir
derechos[5]. Las tendencias positivistas del pensamiento jurídico conciben la
personalidad como un producto histórico, como el resultado de una voluntad
política o de un tipo de ordenamiento jurídico.

Para Fichte, en cambio, la personalidad jurídica forma parte de la


naturaleza del hombre, porque es el resultado del necesario reconocimiento
mutuo entre sujetos morales. El derecho natural de todo hombre es ser
reconocido como sujeto jurídico, porque lleva al exterior de la relación
intersubjetiva el hecho de que todo hombre posee la dignidad infinita de la
libertad y está obligado moralmente a reconocerla a los demás. Este derecho
implica el reconocimiento, igual para todos, de un espacio físico que admita
la formación y el ejercicio de la libertad moral: es un derecho natural y
absoluto a la vida, a la seguridad, a las condiciones materiales que admiten
que todo hombre tenga derecho a una vida digna, al uso público de su razón;
es un derecho a la libertad cuyos límites solo son la libertad de los demás.

Para Fichte, este conjunto de derechos constituye la esencia de la


personalidad, es decir, la base de todo orden jurídico. La personalidad no es
solo incontestable, sino también inalienable, porque renunciar a los derechos
fundamentales de la persona equivale a renunciar a la propia libertad moral;
ningún pacto que incluya en sus condiciones la alienación de la personalidad
o de parte de esta puede ser válido (por ejemplo no es lícito aceptar ser
esclavo de alguien).

Así, el problema político fundamental es: ¿cómo garantizamos el respeto


del derecho natural de la personalidad? ¿Cuál es la condición para que la
relación jurídica se vuelva efectiva, es decir, se convierta en un conjunto de
normas que sancionen lo jurídicamente ilícito?

Esta pregunta lleva a Fichte a hablar del Estado como el orden


institucional que puede convertir en efectiva la relación jurídica natural. De
acuerdo con la tradición iusnaturalista moderna que empieza con Hobbes,

Página 90
Fichte concibe el Estado como el resultado ideal de un contrato, es decir,
como una construcción artificial cuya base es el derecho natural de los
individuos y que preexiste a toda unión política. Con el fin de que este
derecho sea efectivo, cada uno de nosotros lo debe poder reclamar en el caso
de que no haya sido respetado por los demás. Pero entonces es necesario un
juicio externo con las partes encausadas que pueda hacer respetar las reglas
del derecho. Y es necesario que el juez disponga de la fuerza de coacción
suficiente como para actuar en consecuencia.

El Estado, en esencia, es el resultado de un contrato (que Fichte llama


contrato de ciudadanía) mediante el cual los individuos ceden al colectivo
parte de su libertad con el fin de que este mantenga legítimamente la fuerza
para resolver los conflictos y defender los derechos de sus miembros. Para
lograrlo, el Estado debe poder promulgar leyes, las reglas de la convivencia
común: es por este motivo que el contrato de ciudadanía autoriza a tener
representantes (como en Hobbes) cuya voluntad legislativa coincide con la
voluntad de la comunidad. Gracias a esta autorización representativa, la
voluntad del Estado se convierte en la expresión unitaria de la voluntad de sus
ciudadanos y, en consecuencia, de su exigencia jurídica natural.

Aquí es cuando Fichte debe afrontar el problema clásico de toda


concesión contractual con el Estado. El contrato de la ciudadanía no puede,
por definición, alienar los derechos de la persona. Si ocurriese, el contrato
quedaría inmediatamente invalidado, porque la personalidad jurídica es
inalienable y el Estado debería aparecer para defenderla. Lo que yo cedo a la
comunidad es el poder de limitar (gracias a la leyes) mi libertad con el fin de
que esta pueda coexistir en orden con la de los demás. Pero esta limitación
nunca puede degenerar hasta el punto de que mis derechos fundamentales se
vean restringidos.

Sin embargo, ¿qué ocurre en un Estado despótico cuyos representantes


violan el mandato contractual y vulneran los derechos fundamental de los
individuos?[6]

A diferencia de lo que pueda parecer a simple vista, no es un problema


fácil de solucionar, porque con la autorización de los representantes, la
comunidad (que en Fichte, a diferencia de Hobbes, preexiste al Estado y no se
constituye junto a este) pierde su poder para actuar como comunidad:

Página 91
transfiere el poder de decisión legítimo a los representantes y se disuelve en la
masa de simples ciudadanos sujetos a la ley.

No parece que pueda existir una destitución jurídicamente legítima de los


representantes, o una revolución política que reclame una base jurídica.
Aunque el pacto que constituye el Estado presenta unas determinadas
condiciones jurídicas (la tutela de los derechos naturales de los ciudadanos y
su relación ordenada de una comunidad), no existe, sin embargo, el modo de
hacer valer legítimamente estas condiciones si el Estado ya está constituido y
en el caso de que viole estas condiciones con una legislación despótica o
injusta.

La solución de Fichte pasa por la introducción del éforo, un organismo


controlado por el aparato judicial del Estado (parecido al actual tribunal
constitucional). Los éforos pueden llevar a juicio la comunidad en la cual se
aprecie una acción despótica del Estado. Basándose en esta situación
hipotética, la comunidad debería mostrarse a favor del Estado y destituir a los
éforos, o posicionarse en su contra y optar por el pacto social para ir hada un
proceso revolucionario.

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El derecho natural de los antiguos y de los modernos

Izquierda: Thomas Hobbes. Retrato de John Michael Wright (s. XVIII)


National Portrait Gallery, Londres. Derecha: Jean-Jacques Rousseau,
Retrato de Maurice Quentin de La Tour (s. XVIII).

El derecho natural (iusnaturalismo) es la tesis filosófica que afirma


la existencia de un orden natural en la sociedad humana: un
conjunto de normas inscritas en la naturaleza del hombre, cuyo
respeto debe garantizar una existencia correcta y ordenada para
los hombres en la sociedad.

A esta tesis se le opone desde el siglo XIX el positivismo jurídico:


toda norma de justicia ha sido puesta, es decir, es un artefacto de
la voluntad humana o una variable histórico-cultural y no existe
como tal en la naturaleza. Los seguidores del derecho natural
normalmente son antipositivistas, antirretativistas (porque las
normas del derecho son universales, no relativas a una u otra
sociedad) y antihistóricos (las normas no son funciones de las
diferentes épocas históricas, sino que permanecen en el tiempo).

Pero existe una diferencia de fondo entre iusnaturalistas antiguos


y modernos. Los iusnaturalistas premodernos, platónicos,
aristotélicos y sobre todo aristotélicos cristiano-medievales

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defienden la existencia de un bien común en la sociedad: buscan
las normas del buen orden social, en que a cada una de las
partes de la sociedad se le otorga un papel en función de su
naturaleza. Casi siempre se trata de un pensamiento de tipo
orgánico, donde la sociedad aparece como un organismo vivo y
jerarquizado según las funciones naturales de sus partes.

En cambio, el iusnaturalismo moderno de Hobbes, Locke o


Rousseau parte del individuo y de su derecho natural a la
autoconservación: la comunidad no es un orden natural, sino un
mecanismo artificial destinado a preservar y a hacer efectivos los
derechos originales de los individuos. Mientas el iusnaturalismo
antiguo admite jerarquías naturales entre los hombres, los
modernos parten de la igualdad natural entre los hombres y
estudian cuál puede ser la construcción política para establecer el
orden y la paz, y para disfrutar sin alteraciones de los derechos
individuales de la libertad.

Fichte retoma y revitaliza la tradición del iusnaturalismo moderno


del siglo XVII, sobre todo a Hobbes y a Rousseau, y la reinterpreta
desde la óptica de los temas centrales del idealismo alemán: para
Fichte, la igualdad natural de los hombres no se afirma con la
distribución igualitaria de las fuerzas o con la igualdad de las
pasiones, sino con la dignidad igualitaria de todo hombre en
cuanto sujeto libre de voluntad racional. Esta nueva mirada tiene
una consecuencia significativa: para los primeros iusnaluralistas
modernos como Hobbes, el orden social legítimo es aquel que
constituye la paz y nos permite a cada uno de nosotros vivir con
seguridad y querer lograr todos los deseos, siempre y cuando no
dañen a los demás. Para Fichte, el Estado es el resultado de un
contrato entre individuos libres, pero también posee un elemento
educativo fundamental: su objetivo principal es promover y
enriquecer la libertad moral y racional de los ciudadanos, y no
solo mantener el orden y la seguridad.

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El Estado fichteano

El pensamiento político de Fichte no es democrático ni en el


sentido antiguo de la palabra (la democracia como forma de
autogobierno directo de los ciudadanos) ni en el significado
moderno de un régimen constitucional de tipo efectivo con
sufragio universal. No obstante, el Estado fichteano se parece
bastante al concepto moderno y contemporáneo de Estado
constitucional del derecho, sobre todo por el papel imprescindible
—y problemático— del control constitucional que desempeña el
éforo. Pero todavía más avanzada en su tiempo es la doctrina
económica y social de Fichte, que, sin llegar a conceptos
plenamente socialistas, presento la idea de la iniciativa pública del
Estado como centro de control y de unión de los procesos
económicos y comerciales, con una fuerte presencia de medidas
asistenciales, políticas de igualdad económica y ocupacional.
Fichte sostiene que «el principio de toda constitución racional es:
todo el mundo debe poder vivir de su trabajo».

Esta solución fichteana es, sin embargo, muy difícil, porque en se


momento las objeciones de Hobbes a la atribución de la
soberanía son claras: un juicio de la comunidad contra los
representantes significa el fin del contrato de ciudadanía. Pero si
los éforos disponen en todo momento de esta acción judicial,
entonces el contrato está invalidado desde su inicio.

Se puede reformular esta problemática en un modo que incluya


las dos caras de la filosofía política de Fichte: si la llamada del
derecho natural a la razón siempre puede legitimar la revolución,
entonces la comunidad nunca delega por completo su soberanía
en el Estado, pero sin la expresión de la comunidad como única
voluntad soberana (como es el caso del ordenamiento estatal), el
derecho natural corre el riesgo de no aplicarse nunca. También
en este caso vale la pena destacar la brillantez con la que Fichte
se sitúa a la altura de los problemas que todavía existen en la
actualidad (por ejemplo, sobre los derechos de las personas fuera
de un Estado).

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Fichte y la filosofía de la historia

Durante toda su vida, Fichte tiene un único objetivo teórico: elaborar un


buen sistema filosófico basado en la Doctrina de la ciencia y articulado en las
ciencias filosóficas de la lógica, la ética, el derecho, la religión y la naturaleza
(que Fichte nunca llegó a realizar). Como ya hemos visto al hablar de la
posición de Fichte sobre la Revolución francesa, este duro trabajo sistemático
se lleva a cabo en un constante cuerpo a cuerpo con las extraordinarias
transformaciones de su época, de las cuales Fichte es un magnífico y
apasionado testigo, y en la mayoría de los casos partidario de una de las
partes.

La posición de Fichte frente a los acontecimientos de su tiempo se puede


observar sobre todo en sus obras «populares», con las que el filósofo desea
presentar su sistema al público culto pero inexperto en temas especulativos.
Destacan, entre otras, El destino del texto, Algunas lecciones sobre el destino
del sabio y La exhortación a la vida bienaventurada.

Fichte intenta afirmar su sistema científico no solo con una base deductiva
rigurosa, sino también como una obra culta a la altura de su tiempo y
necesaria para señalar el camino correcto de la historia de la humanidad. En
consecuencia, una parte significativa de la argumentación de estos escritos
consiste en aportar una visión global de la historia de la humanidad, con el fin
de determinar las necesidades históricas y políticas fundamentales del
presente y saber cómo satisfacerlas.

Existe una buena razón del porqué se deben confiar estas consideraciones
históricas y culturales a los escritos «populares»: la historia, según Fichte y de
acuerdo con Kant, nunca podrá alcanzar el rango de ciencia porque
permanece en el terreno de la accidentalidad y del empirismo.

El curso de la historia se determina mediante el encuentro de la acción


humana con el reino de las contingencias naturales, cuyos factores (la
distribución geográfica y climática, la variedad de pueblos y de lenguas, las
pasiones y los caracteres de las personas) impiden que la necesidad racional
propia de la libertad se desarrolle sin ninguna perturbación. Es por este

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motivo que la consideración histórica siempre a posteriori y no participa del
carácter genético-deductivo de las ciencias filosóficas a priori.

Sin embargo, reducir la historia a un irremediable reino de la


irracionalidad o convertirla en objeto de una historiografía únicamente
empírica significa dañar el único terreno en el que la libertad del hombre
puede crecer en cuanto ser colectivo. La historia está llena de contingencias y
mantiene un curso impredecible, pero es la dimensión en la que los objetivos
inteligibles que pone la libertad se trasladan a un plano efectivo, tangible y
compartido.

La acción histórica interrumpe la cadena de efectos del mecanismo


natural: inicia unas cadenas nuevas de acontecimientos cuando presenta al
mundo la imagen —opaca, si se quiere— de la razón y de la libertad. Y este
resulta ser un elemento clave.

Como solo existe una única razón, los recorridos que la voluntad humana
emprende —que son muchos y con todo tipo de contingencias— tienen un
objetivo común y necesario: la construcción de un mundo en el que reine el
reconocimiento a la dignidad de todo ser racional.

En otras palabras, el curso de la historia no puede conocerse a priori, pero


su objetivo final debe ser este. Por este motivo es posible realizar una
consideración filosófica sui generis (porque es a posteriori) de los
acontecimientos históricos que sea en parte entendida como época de la
libertad humana que quiere afirmarse en el mundo. Es lo que Fichte introduce
primero en las Contribuciones de 1793, luego en El Estado comercial cerrado
(1800), y sobre todo en su escrito célebre Las características de la edad
actual, publicado en 1806, pero que ya había aparecido en las lecciones de
1804-1805 en la Academia de las Ciencias de Berlín.

Según Fichte, la libertad y la razón no aparecen en origen en cuanto


fuerzas conscientes del comportamiento humano, sino como instintos que
buscan afirmarse en una forma inconsciente y violenta. Por eso, el Estado
despótico se encuentra en el origen de la historia, cuando dominan los más
fuertes y los débiles se convierten en esclavos.

Largos períodos de la historia, que incluyen civilizaciones evolucionadas


como la Grecia antigua o la Europa cristiana, presentan rasgos de despotismo

Página 97
natural, porque se basan en la diferencia entre una minoría de sabios, de
fuertes o de ricos y una mayoría que son gobernados.

El nacimiento del Estado moderno anula esta diferencia, ya que se


fundamenta en la autoridad legal del soberano y no en la sabiduría o derecho
divino. No obstante, la diferencia que existe entre gobernados y gobernantes,
entre soberanos y súbditos, no puede eliminarse: las dos tendencias
fundamentales de las épocas despóticas —que para Fichte son la
concentración excesiva de Estados en un imperio y la disolución de los
imperios en diferentes Estados autónomos— siguen existiendo en la Europa
moderna.

Pero según Fichte la alternancia de políticas de fuerza con políticas de


equilibrio tiene efectos positivos para los Estados, pero siempre y cuando la
balanza esté bien ajustada: se logra tanto la difusión supranacional de la
igualdad jurídica que afirma la Revolución francesa, como el aumento de una
igualdad necesaria en términos económicos y patrimoniales que aporte la base
material de la igualdad jurídica.

Como consecuencia de estas consideraciones, observamos que la visión


fichteana del progreso histórico rechaza tanto el triunfalismo ingenuo de la
libertad como la diagnosis pesimista de la decadencia de los valores y de las
virtudes. Fichte ve la Edad Moderna, que se inaugura con la Reforma, como
la época de la crítica y del rechazo a toda autoridad: se trata de la época del
pecado por excelencia, en la que todo valor puede ser criticado o puede
negociarse según su utilidad individual.

Sin embargo, el rechazo a toda autoridad externa podría generar las


condiciones necesarias para una afirmación incondicional de la autoridad
interna de la razón. La completa pecaminosidad de un mundo en el que todo
puede ser objeto de crítica puede originar una auténtica santidad moral basada
en la libertad racional.

Este éxito no está garantizado, pues una transformación de este calibre no


está exenta de peligro: por eso resulta imprescindible una forma de arte
racional, que los sabios den una educación basada en la sabiduría y en la
razón que una a los doctos con la vida, la razón universal con las pasiones
individuales.

Página 98
Sin esta forma moderna de arte política enclavada en la verdadera
filosofía, los complejos procesos y los delicados equilibrios de la vida
moderna corren el riesgo de ser transgredidos y de convertirse en
ingobernables, alejándose de los valiosos avances que contienen en su
interior.

Página 99
La prevalencia de la política de fuerza y los
Discursos a la nación alemana

Los Discursos a la nación alemana tuvieron lugar en 1807 en la


Academia de las Ciencias de Berlín, ciudad por aquel entonces ocupada por
las tropas prusianas. Con esta obra, la filosofía fichteana se sitúa en un
contexto político agitado (la dolorosa derrota de Prusia frente al ejército de
Napoleón) y no duda en posicionarse de forma valiente y arriesgada. Por todo
ello, esta obra aporta a Fichte todavía más notoriedad. En este texto, Fichte no
cambia su base de pensamiento histórico-político, que va desde la defensa de
la igualdad jurídica y económica introducida por los revolucionarios
franceses, hasta la centralidad de un proyecto educativo-cultural basado en la
filosofía, Sin embargo, sí que modifica el destinatario de su mensaje ahora es
la nación alemana, que se encuentra perdida y derrotada.

El proyecto de educar a la humanidad con la razón solo puede lograrse


gracias a un despertar político y cultural de la nación alemana que, humillada,
debe reunir sus partes para crear un Estado unitario. De hecho, el pueblo
alemán es el guía necesario de esta educación, es la única nación que habla la
lengua universal de la razón y cuya subsistencia política y dignidad
internacional son históricamente necesarias.

Fichte basa la presunta superioridad alemana en argumentos filosóficos,


culturales y lingüísticos, no biológicos y raciales. Resulta evidente que la
venganza política y la exhortación retórica a la libertad planean sobre la prosa
de Fichte (sobre todo en los capítulos en que determina las características
diferenciales de la cultura y la lengua alemanas) y, en consecuencia, el
filósofo llega a conclusiones que pueden parecer solemnes y sin demasiada
convicción.

Resulta más interesante ver cómo Fichte determina las condiciones


necesarias para lograr una pax perpetua en Europa, siempre y curdo la nación
alemana haga sus deberes histórico-políticos.

Las guerras napoleónicas han demostrado que el equilibrio entre las


políticas diplomáticas de los Estados y las políticas de fuerza se la roto; es

Página 100
más, siendo más radical, se ha demostrado que la fuerza es el verdadero
espíritu de las políticas de Estado y el resultado inevitable de las ficticias y
temporales estrategias de equilibrio. Toda diferencia de poder obliga a los
Estados a aumentar su fuerza para autoconservarse, y para ello engullen a los
Estados más débiles. De esta forma se eliminan progresivamente las
diferencias culturales entre los pueblos, lo que impide una educación
verdadera y plural del género humano en favor de la imposición despótica de
un único modelo de vida y de cultura.

Fichte propone una solución política a este proceso en su escrito El


Estado comercial cerrado (1800): reducir el comercio mundial y sustituir la
moneda de oro por diferentes títulos territoriales con el apoyo de economías
cerradas y autosuficientes[7]. La causa sustancial de la política de fuerza de un
Estado, verdadero símbolo del proceso histórico moderno, es el
expansionismo económico y colonial: solo si cortamos esta raíz podremos
concebir un futuro de paz entre los Estados y construir la base política
necesaria para desarrollar los derechos fundamentales de toda persona.

Pero en el escrito de 1808 encontramos algo que es más relevante que la


solución político-económica a la guerra de fuerza: se trata de la llamada a un
despertar cultural del pueblo alemán. La nación alemana es, según Fichte, la
única que puede conciliar el amor al propio Estado con el respeto a la
independencia y a las diferencias culturales.

Al margen de esta más que discutible idea fichteana, confirmamos la


conclusión principal: el gobierno de los procesos contrapuestos en política y
economía que encontramos en la modernidad corre el riesgo de retomar la
senda despótica. Además, dicho gobierno solo es posible si se basa en una
profunda y amplia educación cultural que permita a todos alcanzar el mundo
universal de la razón.

En la actualidad, las dos teorías fundamentales del pensamiento histórico-


político de Fichte —la interrupción progresiva del comercio mundial y la
superioridad de la educación filosófica— han perdido totalmente su
credibilidad: pero los problemas que intentaban resolver son más urgentes y
graves que nunca. Para quien no se conforme con renunciar al proyecto de
una educación universal para la humanidad, escuchar de nuevo la voz «pasada
de moda» de Fichte puede significar la alternativa para alcanzar una vida
mejor.

Página 101
Epílogo.
¿Cuál es el legado de Fichte?

Ludwig Feuerbach, Friedrich Schelling y Edmund Husserl. Caricaturas de


Nacho García para esta colección.

La importancia de Fichte para la historia del pensamiento filosófico ha


sido enorme. Durante los años de docencia en Jena, Fichte se convierte en el
centro de la vida filosófica alemana. Estamos en un período dorado para la
filosofía y la literatura, donde coinciden el criticismo de Kant, las figuras de
Goethe y Schiller, el nacimiento del Romanticismo y el fervor político de la
Revolución francesa. Y Fichte es capaz de llamar la atención de muchos
jóvenes estudiantes, entre los que destaca Schelling, y dará cuerpo y
visibilidad a la nueva filosofía idealista.

En las primeras décadas del siglo XIX, la acogida de la obra de Fichte


depende en gran parte del auge de la filosofía hegeliana: en el paradigma
interpretativo que Hegel convierte en canónico, Fichte aparece como una
figura menor e inmadura del idealismo alemán, todavía demasiado marcado

Página 102
por el criticismo kantiano y prisionero de los mismos límites subjetivos que
Kant.

Esta etiqueta de «menor» marca mucho porque la gran mayoría del trabajo
berlinés de Fichte, y en especial las nuevas exposiciones sobre la Doctrina de
la ciencia, no ha sido publicado por Fichte. Debemos esperar hasta las
décadas de 1830 y 1840 para que el hijo de Fichte, Immanuel Hermann,
publique muchas obras de la etapa berlinesa en una edición crítica destinada a
ser vigente durante los decenios posteriores. Sin embargo, esta edición
muestra lagunas e imprecisiones que distorsionan la imagen de Fichte en
Berlín y, además, llegaban tarde, cuando Fichte ya había caído en el olvido.

De hecho, solo gracias a la nueva edición crítica de 1962 realizada bajo la


dirección del experto Reinhardt Lauth ha sido posible empezar a ver un
cuadro completo y coherente del desarrollo del pensamiento fichteano. De
esta forma, la antigua tesis de una supuesta división entre el Fichte de Jena y
el de Berlín pierde credibilidad poco a poco. Las posibles discontinuidades
pueden entenderse en un pensamiento unitario y sólido como el de Fichte. En
definitiva, este volumen ha querido reflejar esta idea en todo momento. Esta
recuperación crítica resulta muy significativa porque ha generado el
nacimiento de una consistente línea de estudios fichteanos durante las últimas
décadas. Al fin se ha rechazado la imagen de Fichte como un filósofo
incompleto, como un pensador que, una vez alcanza la cima de su
popularidad, empieza una rápida y agridulce involución que modifica el
idealismo de la libertad con elementos religiosos, románticos e incluso
místicos cada vez más marcados.

Si bien en las últimas décadas el pensamiento de Fichte ha sido


revalorizado por parte de grandes pensadores (desde Ludwig Feuerbach hasta
Giovanni Gentile, desde Edmund Husserl hasta Dieter Henrich, desde Luigi
Pateyson hasta Xavier Tilliette), no es hasta hace muy poco que la literatura
filosófica especializada se empieza a interesar cada vez más por Fichte. No
obstante, Fichte todavía está lejos del puesto que se merece en el pensamiento
filosófico contemporáneo y aún no se le reconoce la completa vigencia de su
obra. «¿Cuál es el legado de Fichte?» Es una pregunta que no exige solo una
respuesta actual —si el filósofo goza de la simpatía del público—, sino
también un juicio de valores sobre la base de su persistencia, de la verdad, del
significado del pensamiento fichteano: en todo aquello que Fichte puede
ayudarnos para cuestionarnos a nosotros mismos y a nuestro tiempo. En este

Página 103
sentido, el legado de Fichte es enorme. Nos lega la extraordinaria tarea de
haber intentado construir una ciencia de la libertad, un binomio que hoy
concebimos como un oxímoron: estamos convencidos de que la libertad trata
de las preferencias incondicionales y de las elecciones individuales, y que no
puede estar sujeta a ningún saber universal sin ser sencillamente negada.
Nuestra libertad —no solo como individuos, sino en cuanto complejos
culturales, entidades políticas y sujetos históricos— es una libertad sin
medida, porque creemos que la medida es lo contrario de la libertad; pero una
libertad sin medida es una acción sin reciprocidad, que diferencia y separa a
la hombres en lugar de unirlos. Fichte quiere encontrar la libertad justamente
porque esta distingue a los individuos, las culturas y los pueblos, y los une
como aportaciones diferentes al único e ininterrumpido proceso de educación
de la humanidad. El pensamiento de Fichte nunca está satisfecho y no cesa
jamás en su intento de unificarlo Absoluto con la libertad, lo común con lo
particular, la construcción universal de una sola humanidad con la conciencia
de sí misma y de todo individuo. Esta unión es, sencillamente, la vida, el
corazón que late en la inteligencia y en la razón.

Fichte nos ofrece una valiosa y estimulante alternativa al pensamiento


dogmático que afirma el Absoluto a expensas de la individualidad y de la
libertad. También es una alternativa al relativismo que niega toda dimensión
absoluta y unitaria de la humanidad: en la filosofía de Fichte lo Absoluto se
manifiesta como libertad del individuo, en el que la libertad está completa
gracias al encuentro y al reconocimiento de los individuos en cuanto
ciudadanos de un único mundo ideal. Las relaciones sin solución del
pensamiento fichteano no significan su fracaso. Al contrario, son el testigo de
la persistencia y de la capacidad inagotable de los problemas filosóficos
fundamentales que Fichte ha sabido llevar hasta nuestra conciencia.

Página 104
APÉNDICES

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Obras principales

Ensayo de una crítica de toda revelación (1792)


En esta obra, Fichte se basa en las enseñanzas de Kant para presentar una
crítica de tipo genético-trascendental sobre el concepto de «revelación»: su
tesis es que Dios es un producto necesario de la razón práctica del hombre.
Para demostrarlo, Fichte empieza por deducir los conceptos de religión y
revelación a partir de los principios apriorísticos de nuestra razón. Más
adelante, busca la manera de comprobar la realidad de estos conceptos en la
estructura de la vida y los deseos del hombre.

Contribuciones destinadas a rectificar el juicio del público sobre la


Revolución francesa (1793-1794)
Fichte nos presenta su teoría del derecho natural y la utiliza para legitimar
la revolución a partir de principios totalmente racionales. La razón debe
alzarse como juez supremo de los acontecimientos histórico-políticos. El
criterio básico sobre el cual se hace justicia es el concepto de estado de
naturaleza: se trata de una condición ideal en la que cada uno tiene la
posibilidad de ejercer la propia voluntad moral. En el caso de que las
instituciones nieguen los fundamentos de la estructura racional y moral del
hombre, la justicia pedirá que estas sean eliminadas.

Fundamento de la Doctrina total de la ciencia (1794-1795)


Es la obra de Fichte más teórica y su mayor intento de construir una
metafísica de la libertad, una ciencia evidente de los primeros principios del
saber. Fichte quiere demostrar que el ser, es su pensamiento originario, es el
hacer del pensamiento, la acción del Yo: en la primera parte de la obra, el
primer principio de todo saber se presenta como la actividad de autodesarrollo
del Yo. Esta actividad necesita una resistencia para poder actuar y por este
motivo al Yo se le opone el No-Yo. Sin embargo, esta oposición es, en
realidad, una limitación y una acción de reciprocidad en la que el Yo —en
cuanto conciencia finita y no como acción infinita de su presentación— por
un lado acepta al No-Yo (en la conciencia cuyos principios se exponen en la

Página 106
segunda parte de la obra), pero por el otro lo determina mediante la voluntad
(cuyos principios Fichte analiza en la tercera parte). La tesis principal de la
obra es que la libertad es el principio último de la experiencia, porque es la
forma más pura en la que existe el Yo infinito en la conciencia finita.

Fundamento del derecho natural (1796)


Con esta obra, Fichte profundiza en su teoría del derecho natural de la
cual ya había hablado en las Contribuciones. Fichte asume de forma creativa
la teoría del contrato que proponen los iusnaturalistas modernos: concibe el
Estado como el resultado de un contrato de ciudadanía en el que la comunidad
permite la creación de un cuerpo de representantes para que promulguen leyes
y sancionen las ilegalidades, y de esta forma el derecho natural permanezca
en vigor. Para evitar que los representantes abusen del poder o introduzcan
una legislación en contra de la igualdad y de la dignidad de la razón de todo
individuo, Fichte introduce un órgano de control llamado éforo que tiene la
facultad de llevar a la comunidad a juicio contra sus representantes.

Ética (1798)
Se trata de una obra extraordinaria en que Fichte expone minuciosamente
su doctrina de la acción moral y profundiza en el idealismo ético que ya había
presentado en el Fundamento. El hombre, en cuanto ser sensible, está sujeto a
inclinaciones y a deseos naturales; pero en cuanto ser pensante puede
determinar su voluntad en un modo puramente racional, poniéndose como
objetivo la absoluta autodeterminación. Por este motivo, para Fichte la moral
se identifica con la libertad. Fichte supera la ética kantiana cuando declara
que para que la autodeterminación sea posible, debe existir un determinado
impulso moral, es decir, una inclinación natural que una la ley moral con la
sensibilidad y que aporte a la vida del hombre una educación infinita de las
pasiones en la razón.

Una exhortación a la vida bienaventurada (1806)


Es una de las obras más «populares» de Fichte y en la que este nos
presenta su filosofía de la religión. Su teoría muestra algunos cambios
significativos respecto a los escritos de su primera etapa. Fichte concibe la
culminación de la vida del hombre, la bienaventuranza, como amor a Dios, la

Página 107
anulación del Yo como consecuencia de su origen divino e infinito. Para
legitimar esta teoría, Fichte utiliza la filosofía cristiana y, en particular, el
Evangelio de San Juan.

Discursos a la nación alemana (1808)


Este libro es fruto de un ciclo de conferencias ofrecidas en Berlín, ciudad
que por aquel entonces estaba ocupada por los franceses. La obra defiende la
tesis de que solo la nación alemana es capaz de desempeñar el papel de
educar a la humanidad sobre la libertad. Está capacitada gracias a su unidad
como pueblo, a sus costumbres y a su lengua, que ha sabido mantener a
diferencia de otras naciones. Por todo esto, el pueblo alemán debe alcanzar la
unidad y la dignidad de un Estado, porque tiene el encargo histórico de
conducir la humanidad hacia el progreso moral. Las ambiciones tiránicas de
Francia han traicionado el ideal universal de la Revolución: gracias al carácter
vivo y comunitario de su cultura, Alemania es la única que puede alcanzar
estos ideales sin anular la autonomía política y cultural de las naciones.

Página 108
Ediciones críticas sobre la obra de Fichte

Die J. G. Fichte-Gesamtausgabe der Bayerischen Akademie der


Wissenschaften, a cargo de R. Lauth. H. Jacob. H. Gliwitzky, L. Fusch,
R. K. Scneider. Stoccarda. 1962; y Werke (I); Nachgelassene Schriften
(II); Briefe (III); Kollegnachschriften (IV).

Principales traducciones en español

J. G. Fichte. Ensayo de una crítica de toda revelación, a cargo de V. Serrano.


Biblioteca Nueva. 2002.
J. G. Fichte. Reivindicaciones de la libertad de pensamiento y otros escritos
políticos, Editorial Tecnos, 1986.
J. G. Fichte. Algunas lecciones sobre el destino del sabio. Istmo, 2002.
J. G. Fichte. Fundamento del derecho natural. Centro de Estudios
Constitucionales, 1994.
J. G. Fichte. Ética. Ediciones Akal. 2005.
J. G. Fichte. Sobre la esencia del sabio y sus manifestaciones en el domino de
la libertad. Tecnos, 1998.
J. G. Fichte. El destino del hombre. Ediciones Sígueme Salamanca. 2011.
J. G. Fichte. Introducciones a la Doctrina de la ciencia. Tecnos, 1997.
J. G. Fichte. El estado comercial cerrado. Tecnos. 1991.
J. G. Fichte. Discursos a la nación alemana. Tecnos, 2002.
J. G. Fichte. La exhortación a la vida bienaventurada. Tecnos, 1995.
J. G. Fichte. La doctrina de la ciencia, 1811, Ediciones Akal. 2000.
J. G. Fichte. Primera y segunda introducción a la Doctrina de la ciencia -
Ensayo de una nueva exposición de la Doctrina de la ciencia, Tecnos.
1987.

Selección de obras sobre Fichte en español

Página 109
Hegel. Diferencia entre los sistemas de filosofía de Fichte y Schelling,
Tecnos. 1990.
M. Álvarez Gómez, M.ª del Carmen Paredes. La controversia de Hegel con
Kant, Ediciones Universidad Salamanca. 2002.
M. F. Lorenzo. Meditaciones fichteanas. Logos Verlag. 2014.
V. López Domínguez. Fichte 200 años después, Editorial Complutense,
1996.

Página 110
CRONOLOGÍA

Vida y obras de Fichte Contexto histórico y cultural

1762 Nace en Rammenau el 19 de 1762 Se publican El contrato social


mayo. y Emilio, o De la educación de Jean-
Jacques Rousseau. El Parlamento de
París y La Sorbona ordenan que
ambos libros deben ser quemados.

1763 Fin de la guerra de los Siete


Años.

1765 James Watt inventa la máquina


de vapor.

1769-1770 James Cook explora y


dibuja los mapas de Nueva Zelanda y
Australia.

1770 Sistema de la naturaleza de


D’Holbach. Nace Hegel.

1774 Ingresa en el Colegio de


Schulpforta.

1775 Se termina la Enciclopedia que


Diderot y otros ilustrados habían
empezado en 1751.

1776 Declaración de independencia


de los Estados Unidos. Adam Smith
publica La riqueza de las naciones.
Muere David Hume.

1778 Mueren Voltaire y Rousseau.

1780 Se inscribe en la Facultad de


Teología de la Universidad de Jena.

Página 111
1781 Primera edición de la Crítica
de la razón pura de Kant.

1783 El Tratado de París pone fin a


la guerra de la Independencia de los
Estados Unidos.

1784 Debido a su penuria


económica, debe dejar los estudios y
emplearse como instructor privado.

1787 Se promulga la Constitución de


los Estados Unidos de América y es
aprobada en Filadelfia.

1788 Nace Schopenhauer.

1789 Inicio de la Revolución


francesa (fin 1799).
Declaración de los derechos del
Hombre y del Ciudadano.

1791 Muere Mozart. Ese mismo año


había publicado La flauta mágica y
el Requiem.

1792 Publica de forma anónima el 1792 Problemas con la censura para


Ensayo de una crítica de toda Kant a causa de la publicación del
revelación. tratado La religión dentro de los
límites de la mera razón.

1792-1802 Guerras revolucionarias


francesas.

1793 Se casa en Zúrich con Marie 1793 Luis XVI es guillotinado.


Johanne Rahn.

1794 Es nombrado profesor en Jena. 1794 Robespierre es guillotinado.


Publica la primera parte del
Fundamento de la Doctrina de la
ciencia.

Página 112
1795 Publicación de las Cartas sobre
la educación estética del hombre y
Sobre poesía ingenua y poesía
sentimental de Schiller, y del Yo
como principio de la filosofía, de
Schelling.

1796 Publica el Fundamento del 1796 Napoleón empieza su campaña


derecho natural. Nace su hijo en Italia. Publicación de Los años de
Immanuel Hermann. aprendizaje de Wilhelm Meister, de
Goethe.

1798 Publica Ética

1799 Abandona Jena como 1799 Se produce el golpe de Estado


consecuencia de la disputa sobre el del 18 de brumario.
ateísmo y se traslada a Berlín.

1800 Publica El destino del hombre 1800 Victoria de Napoleón en


y El estado comercial cerrado. Marengo.

1801 Hegel publica la Diferencia


entre los sistemas de filosofía de
Fichte y Schelling.

1802 Enemistad con Schelling.

1804 Coronación imperial de


Napoleón. Muere Immanuel Kant.

1806 Publica Sobre la esencia del 1806 Fin del Sacro Imperio Romano
sabio, las características de la edad Germánico. En octubre Napoleón
actual y la Exhortación a la vida vence en Jena y entra en Berlín.
bienaventurada.

1807 Publicación de La
fenomenología del espíritu, de
Hegel.

1808 Publica los Discursos a la


nación alemana.

1809 Es nombrado profesor de la 1809 Metternich, ministro de Interior

Página 113
Universidad de Berlín. del Imperio Habsburgo.

1810 Hardenberg, primer ministro


del Reino de Prusia.

1811 Abandona el cargo de rector de


la Universidad de Berlín.

1812 Derrota de Napoleón en Rusia.

1814 Muere el 29 de enero. 1814 Abdicación de Napoleón y


Congreso de Viena.

Página 114
Notas

Página 115
[1] En una carta a Reinhold con fecha de 8 de enero de 1800, Fichte escribe:

«Mi sistema es, de principio a fin, solamente un análisis del concepto de


libertad». <<

Página 116
[2] «El Yo pone originariamente de modo absoluto su propio ser» es una de

las afirmaciones sobre el Yo puro que aparecen en el Fundamento <<

Página 117
[3] La imaginación es «la más admirable de las facultades del Yo», escribe

Fichte. También en el Fundamento encontramos que «toda realidad —


entiéndase para nosotros, pues debe entenderse de otro modo en un sistema de
filosofía trascendental— solo es producida por la imaginación». <<

Página 118
[4] «El ser racional no puede encontrar en sí ninguna aplicación de su libertad

sin a la vez, atribuirse una causalidad real fuera de sí», dice Fichte en uno de
sus teoremas de la Ética. <<

Página 119
[5] «Solo este es propiamente un derecho del hombre, que viene al hombre en

cuanto hombre: la posibilidad de adquirir derechos». <<

Página 120
[6] El despotismo es «una constitución en la que los aadministradores del

poder público no asumen ninguna responsabilidad», escribe Fichte en el


Fundamentos de derecho natural. <<

Página 121
[7] En el Fundamento del derecho natural Fichte escribe que «El Estado debe

velar por que lo superfluo, en particular lo que solo se puede procurar por el
comercio exterior, con cuya continuidad no puede contarse, no se convierta en
indispensable». <<

Página 122
Página 123

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