CALVINO J Institucion de La Religion Cristiana II
CALVINO J Institucion de La Religion Cristiana II
INSTITUCIÓN DE LA RELIGIÓN
CRISTIANA
LIBRO 2: DEL CONOCIMIENTO DE DIOS COMO REDENTOR EN
CRISTO, CONOCIMIENTO QUE PRIMERAMENTE FUE
MANIFESTADO A LOS PATRIARCAS BAJO LA LEY, Y DESPUÉS A
NOSOTROS EN EL EVANGELIO
JUAN CALVINO
CAPÍTULO I: TODO EL GÉNERO HUMANO ESTÁ SUJETO A LA MALDICIÓN
POR LA CAÍDA Y CULPA DE ADÁN, Y HA DEGENERADO DE SU ORIGEN.
SOBRE EL PECADO ORIGINAL
Así pues, aunque la verdad de Dios concuerda con la opinión común de los
hombres de que la segunda parte de la sabiduría consiste en conocernos a
nosotros mismos, sin embargo, hay gran diferencia en cuanto al modo de
conocernos. Porque según el juicio de la carne, le parece al hombre que se
conoce muy bien cuando fiado en su entendimiento y virtud, se siente con ánimo
para cumplir con su deber, y renunciando a todos los vicios se esfuerza con todo
ahincó en poner por obra lo que es justo y recto. Mas el que se examina y
considera según la regla del juicio de Dios, no encuentra nada en que poder
confiar, y cuanto más profundamente se examina, tanto más se siente abatido,
hasta tal punto que, desechando en absoluto la confianza en sí mismo, no
encuentra nada en sí con que ordenar su propia vida.
Sin embargo, no quiere Dios que nos olvidemos de la primera nobleza y dignidad
con que adornó a nuestro primer padre Adán; la cual ciertamente debería
incitarnos a practicar la justicia y la bondad. Porque no es posible verdaderamente
pensar en nuestro primer origen o el fin para el que hemos sido creados, sin
sentirnos espoleados y estimulados a considerar la vida eterna y a desear el reino
de Dios. Pero este conocimiento, tan lejos está de darnos ocasión de
ensoberbecernos, que más bien nos humilla y abate.
Porque, ¿cuál es aquel origen? Aquel en el que no hemos permanecido, sino del
que hemos caído. ¿Cuál aquel fin para que fuimos creados? Aquel del que del
todo nos hemos apartado, de manera que, cansados ya del miserable estado y
condición en que estamos, gemimos y suspiramos por aquella excelencia que
perdimos. Así pues, cuando decimos que el hombre no puede considerar en sí
mismo nada de que gloriarse, entendemos que no hay en él cosa alguna de parte
suya de la que se pueda enorgullecer.
Por tanto, si no parece mal, dividamos como sigue el conocimiento que el hombre
debe tener de sí mismo: en primer lugar, considere cada uno para qué fin fue
creado y dotado de dones tan excelentes; esta consideración le llevará a meditar
en el culto y servicio que Dios le pide, y a pensar en la vida futura. Después,
piense en sus dones, o mejor, en la falta que tiene de ellos, con cuyo conocimiento
se sentirá extremadamente confuso, como si se viera reducido a la nada. La
primera consideración se encamina a que el hombre conozca cuál es su
obligación y su deber; la otra, a que conozca las fuerzas con que cuenta para
hacer lo que debe. De una y otra trataremos, según lo requiere el orden de la
exposición.
4. LA CAUSA VERDADERA DE LA CAÍDA DE ADÁN FUE LA
INCREDULIDAD
Mas, como no pudo ser un delito ligero, sino una maldad detestable, lo que Dios
tan rigurosamente castigó, debemos considerar aquí qué clase de pecado fue la
caída de Adán, que movió a Dios a imponer tan horrendo castigo a todo el linaje
humano.
Pensar que se trata de la gula es una puerilidad. Como si la suma y perfección de
todas las virtudes pudiera consistir en abstenerse de un solo fruto, cuando por
todas partes había abundancia grandísima de cuantos regalos se podían desear; y
en la bendita fertilidad de la tierra, no solamente había abundancia de regalos,
sino también gran diversidad de ellos.
Hay, pues, que mirar más alto, y es que el prohibir Dios al hombre que tocase el
árbol de la ciencia del bien y del mal fue una prueba de su obediencia, para que
así mostrase que de buena voluntad se sometía al mandato de Dios. El mismo
nombre del árbol demuestra que el mandato se había dado con el único fin de
que, contento con su estado y condición, no se elevase más alto, impulsado por
algún loco y desordenado apetito. Además la promesa que se le hizo, que sería
inmortal mientras comiera del árbol de vida, y por el contrario, la terrible amenaza
de que en el punto en que comiera del árbol de la ciencia del bien y del mal,
moriría, era para probar y ejercitar su fe. De aquí claramente se puede concluir de
qué modo ha provocado Adán contra sí la ira de Dios. No se expresa mal san
Agustín, cuando dice que la soberbia ha sido el principio de todos los males,
porque si la ambición no hubiera transportado al hombre más alto de lo que le
pertenecía, muy bien hubiera podido permanecer en su estado.1 No obstante,
busquemos una definición más perfecta de esta clase de tentación que nos refiere
Moisés.
Cuando la mujer con el engaño de la serpiente se apartó de la fidelidad a la
palabra de Dios, claramente se ve que el principio de la caída fue la
desobediencia, y así lo confirma también san Pablo, diciendo que "por la
desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores" (Rom.
5,19). Además de esto hay que notar que el primer hombre se apartó de la
obediencia de Dios, no solamente por haber sido engañado con los
embaucamientos de Satanás, sino porque despreciando la verdad siguió la
mentira. De hecho, cuando no se tiene en cuenta la palabra de Dios se pierde todo
el temor que se le debe. Pues no es posible que su majestad subsista entre
nosotros, ni puede permanecer su culto en su perfección si no estamos pendientes
de su palabra y somos regidos por ella. Concluyamos, pues, diciendo que la
infidelidad fue la causa de esta caída.
Consecuencia de la incredulidad. De ahí procedió la ambición y soberbia, a las
que se juntó la ingratitud, con que Adán, apeteciendo más de lo que se le había
concedido, vilmente menospreció la gran liberalidad de Dios, por la que había sido
tan enriquecido. Ciertamente fue una impiedad monstruosa que el que acababa de
ser formado de la tierra no le contentase con ser hecho a semejanza de Dios, sino
que también presendiese ser igual a Él. Si la apostasía por la que el hombre se
apartó de tal sujeción de su Creador, o por mejor decir, desvergonzadamente
desechó su yugo, es una cosa abominable y vil, es vano querer excusar el pecado
de Adán.
Pues no fue una mera apostasía, sino que estuvo acompañada de abominables
injurias contra Dios, poniéndose de acuerdo con Satanás, que calumniosamente
acusaba a Dios de mentiroso, envidioso y malvado. En fin, la infidelidad abrió la
puerta a la ambición, y la ambición fue madre de la contumacia y la obstinación,
de tal manera que Adán y Eva, dejando a un lado todo temor de Dios, se
precipitasen y diesen consigo en todo aquello hacia lo que su desenfrenado
apetito los llevaba. Por tanto, muy bien dice san Bernardo que la puerta de nuestra
salvación se nos abre cuando oímos la doctrina evangélica con nuestros oídos,
igual que ellos, escuchando a Satanás, fueron las ventanas por donde se nos
1
San Agustín, en Salmo 18, 2.
metió la muerte2. Porque nunca se hubiera atrevido Adán a resistir al mandato de
Dios, si no hubiera sido incrédulo a su palabra. En verdad no había mejor freno
para dominar y regir todos los afectos, que saber que lo mejor era obedecer al
mandato de Dios y cumplir con el deber, y que lo sumo de la bienaventuranza
consiste en ser amados por Dios. Al dejarse, pues, arrebatar por las blasfemias
del diablo, deshizo y aniquiló, en cuanto pudo, toda la gloria de Dios.
5. LAS CONSECUENCIAS DE LA CAÍDA DE ADÁN AFECTAN A TODA SU
POSTERIDAD Y A LA CREACIÓN ENTERA
2
Bernardo Claravallo, en Cantar de los Cantares, serm. 28.
se puede negar sin gran descaro. Pero nadie se maravillará de la temeridad de los
pelagianos y de los celestinos, si ha leído en los escritos de san Agustín qué
desenfreno y brutalidad han desplegado en las demás controversias.
Ciertamente es indiscutible lo que confiesa David : que ha sido engendrado en
iniquidad y que su madre le ha concebido en pecado (Sal 51,5). No hace
responsables a las faltas de sus padres, sino que para más glorificar la bondad de
Dios hacia él, recuerda su propia perversidad desde su misma concepción. Ahora
bien, como consta que no ha sido cosa exclusiva de David, siguese que con su
ejemplo queda demostrad la común condición y el estado de todos los hombres.
Por tanto, todos nosotros, al ser engendrados de una simiente inmunda, nacemos
infectados por el pecado, y aun antes de ver la luz estamos manchados y
contaminados ante la faz de Dios. Porque, ¿"quién hará limpio a lo inmundo"?;
nadie, como está escrito en el libro de Job (Job 14,4).
6. LA DEPRAVACIÓN ORIGINAL SE NOS COMUNICA POR
PROPAGACIÓN
Oímos que la mancha de los padres se comunica a los hijos de tal manera, que
todos, sin excepción alguna, están manchados desde que empiezan a existir. Pero
no se podrá hallar el principio de esta mancha si no ascendemos como a fuente y
manantial hasta nuestro primer padre. Hay, pues, que admitir como cierto que
Adán no solamente ha sido el progenitor del linaje humano, sino que ha sido,
además, su raíz; y por eso, con razón, con su corrupción ha corrompido a todo el
linaje humano. Lo cual claramente muestra el Apóstol por la comparación que
establece entre Adán y Cristo, diciendo : como por un hombre entró el pecado en
todo el mundo, y por el pecado la muerte, la cual se extendió a todos los hombres,
pues todos pecaron, de la misma manera por la gracia de Cristo, la justicia y la
vida nos son restituidas (Rom. 5,12 .18). ¿Qué dirán a esto los pelagianos? ¿Que
el pecado de Adán se propaga por imitación? ¿Entonces, el único provecho que
obtenemos de la justicia de Cristo consiste en que nos es propuesto como
dechado y ejemplo que imitar? ¿Quién puede aguantar tal blasfemia? Si es
evidente que la justicia de Cristo es nuestra por comunicación y que por ella
tenemos la vida, síguese por la misma razón que una y otra fueron pérdidas en
Adán, recobrándose en Cristo; y que el pecado y la muerte han sido engendrados
en nosotros por Adán, siendo abolidos por Cristo. No hay oscuridad alguna en
estas palabras: muchos son justificados por la obediencia de Cristo, como fueron
constituidos pecadores por la desobediencia de Adán. Luego, como Adán fue
causa de nuestra ruina envolviéndonos en su perdición, así Cristo con su gracia
volvió a darnos la vida. No creo que sean necesarias más pruebas para una
verdad tan manifiesta y clara. De la misma manera también en la primera carta a
los Corintios, queriendo confirmar a los piadosos con la esperanza de la
resurrección, muestra qué en Cristo se recupera la vida que en Adán habíamos
perdido (1 Cór. 15, 22). Al decir que todos nosotros hemos muerto en Adán,
claramente da a entender que estamos manchados con el contagio del pecado,
pues la condenación no alcanzaría a los que no estuviesen tocados del pecado.
Pero su intención puede comprenderse mejor aún por lo que añade eh la segunda
parte, al decir que 'la esperanza de vida nos es restituida 'por Cristo'. Bien
sabemos que esto se verifica solamente cuando Jesucristo se nos comunica,
infundiendo en nosotros la virtud de su justicia, como se dice en otro lugar: que su
Espíritu nos es vida por su justicia. (Rom. 8,10). Así que de ninguna otra manera
se puede interpretar el texto "nosotros hemos muerto en Adán" sino diciendo que
él, al pecar, no solamente se buscó a sí mismo la ruina y la perdición, sino que
arrastró consigo a todo el linaje humano al mismo despeñadero; y no de manera
que la culpa sea solamente suya y no nos toque nada a nosotros, pues con su
caída infectó a toda su descendencia. Pues de otra manera no podría ser verdad
lo que dice san Pablo que todos por naturaleza son hijos de ira (Ef. 2, 3), si no
fuesen ya malditos en el mismo vientre de su madre. Cuando hablamos de
naturaleza, fácilmente se comprende que no nos referimos a la naturaleza tal cual
fue creada por Dios, sino como quedó corrompida en Adán, pues no es ir por buen
camino hacer a Dios autor de la muerte. De tal suerte, pues, se corrompió Adán,
que su contagio se ha comunicado a toda su posteridad. Con suficiente claridad el
mismo Jesucristo, Juez ante el cual todos hemos de rendir cuentas, declara que
todos nacemos malos y viciosos: "Lo que es nacido de la carne, carne es" (Jn. 3,
6), y por lo mismo a todos les está cerrada la puerta de la vida hasta que son
regenerados.
7. RESPUESTA A DOS OBJECIONES
3
De la Gracia de Cristo y del Pecado Original, lib. II, cap. XI, 45.
4
Principalmente en De la Pena y de la Remisión de los Pecados, lib. III, cap. 8, 15.
Por esta razón los mismos niños vienen ya del seno materno envueltos en esta
condenación, a la que están sometidos, no por el pecado ajeno, sino por el suyo
propio. Porque, si bien no han producido aún los frutos de su maldad, sin embargo
tienen ya en sí la simiente; y lo que es más, toda su naturaleza no es más que
germen de pecado, por lo cual no puede por menos que ser odiosa y abominable
a Dios. De donde se sigue que Dios con toda justicia la reputa como pecado,
porque si no hubiese culpa, no estaríamos sujetos a condenación.
Nosotros producimos las "obras de la carne". El otro punto que tenemos que
considerar es que esta perversión jamás cesa en nosotros, sino que de continuo
engendra en nosotros nuevos frutos, a saber, aque llas obras de la carne de las
que poco antes hemos hablado, del mismo modo que un horno encendido echa
sin cesar llamas y chispas, o un manantial el agua. Por lo cual los que han definido
el pecado original como una "carencia de la justicia original" que deberíamos
tener, aunque con estas palabras han expresado la plenitud de su sustancia, no
han expuesto, sin embargo, suficientemente su fuerza y actividad. Porque nuestra
naturaleza no solamente está vacía y falta del bien, sino que además es también
fértil y fructífera en toda clase de mal, sin que pueda permanecer ociosa.
Los que la llaman "concupiscencia" no han usado un término muy fuera de
propósito siempre que añadan – a lo cual muchos de ellos se resisten – que todo
cuanto hay en el hombre, sea el entendimiento, la voluntad, el alma o la carne,
todo está mancillado y saturado por esta concupiscencia; o bien, para decirlo más
brevemente, que todo el hombre no es en sí mismo más que concupiscencia.
9. TODAS LAS PARTES DEL ALMA ESTÁN POSEÍDAS POR EL PECADO
Por esto dije antes que, después de que Adán se apartó de la fuente de la justicia,
todas las partes del hombre se encuentran poseídas por el pecado. Porque no
solamente su apetito inferior o sensualidad le indujo al mal, sino que aquella
maldita impiedad penetró incluso a lo supremo y más excelente del espíritu, y la
soberbia penetró hasta lo más secreto del corazón. Así que es locura y desatino
querer restringir la corrupción que de ella procedió, únicamente a los movimientos
o apetitos sensuales, como comúnmente son llamados, o llamarla "foco de fuego"
que convida, atrae y provoca a pecar sólo a la sensualidad. En lo cual Pedro
Lombardo, a quien llaman el Maestro de las Sentencias, ha demostrado una crasa
ignorancia, pues preguntando por la sede de este vicio dice que es la carne, según
lo indica san Pablo; y añade su glosa, diciendo que no es así estrictamente, sino
sólo porque se muestra más evidentemente en la carne. Como si san Pablo dijese
solamente una parte del alma, y no toda la naturaleza, la cual se opone a la gracia
sobrenatural. El mismo Pablo ha suprimido esta duda diciendo que el pecado no
tiene su asiento en una sola parte, sino que no hay nada puro ni limpio de su
mortal corrupción. Porque al disputar de la naturaleza corrompida, no solamente
condena los movimientos desordenados de los apetitos que se ven, sino que
insiste ante todo en que el entendimiento está ciego y el corazón inclinado a la
perversidad. Indudablemente todo el capítulo tercero de la epístola a los Romanos
no es otra cosa que una descripción del pecado original.
Esto se ve más claramente aún por la regeneración. Porque el "espíritu", que se
opone al viejo hombre y a la carne, no solamente indica la gracia con la que la
parte inferior o sensualidad es corregida, sino también la entera y completa
reforma de todas las partes. Y por ello san Pablo, no solamente manda derribar y
destruir los grandes apetitos, sino que quiere también que seamos renovados en
el espíritu del entendimiento (Ef 4,23); y en otro lugar, que seamos transformados
por medio de la renovación del entendimiento (Rom. 12, 2); de donde se sigue que
la parte en la cual más se muestra la excelencia y nobleza del alma, no solamente
está tocada y herida, sino de tal manera corrompida, que no sólo necesita ser
curada, sino que tiene necesidad de vestirse de otra nueva naturaleza.
Luego veremos de qué manera el pecado ocupa el entendimiento y el corazón.
Ahora solamente quiero, como de paso, mostrar que todo el hombre, de los pies a
la cabeza, está como anegado en un diluvio, de modo que no hay en él parte
alguna exenta o libre de pecado, y, por tanto, cuanto de él procede se le imputa
como pecado, según lo que dice san Pablo, que todos los afectos de la carne son
enemigos de Dios y, por consiguiente, muerte (Rom. 8, 7).
10. LA CAUSA DEL PECADO NO ESTÁ EN DIOS SINO EN LOS HOMBRES
Vean, pues, los que se atreven a imputar a Dios la causa de sus pecados, por qué
decimos que los hombres son viciosos por naturaleza. Ellos obran perversamente
al considerar la obra de Dios en su corrupción, cuando deberían buscarla en la
naturaleza perfecta e incorrupta en la que Dios creó a Adán. Así que nuestra
perdición procede de la culpa de nuestra carne, y no de Dios; pues no estamos
perdidos sino porque hemos degenerado de la primera condición y estado en que
fuimos creados.
Y no hay motivo para que alguno replique que Dios podía haber provisto mucho
mejor a nuestra salvación, si hubiera prevenido la caída de Adán. Pues esta
objeción, por una parte es abominable por su excesiva curiosidad y temeridad5, y
por otra pertenece al misterio de la predestinación, del cual trataremos
oportunamente.
Así pues, procuremos imputar siempre nuestra caída a la corrupción de nuestra
naturaleza, y en modo alguno a la naturaleza con que Adán fue creado; y así no
acusaremos a Dios de que todo nuestro mal nos viene de Él. Es cierto que esta
herida mortal del pecado está en nuestra naturaleza; pero hay una gran diferencia
en que este mal sea de origen y le afecte desde un principio, o que le haya
sobrevenido luego de otra manera. Ahora bien, está claro que reinó por el pecado;
así que no podemos quejamos más que de nosotros mismos, como lo hace notar
con gran diligencia la Escritura; porque dice el Eclesiastés: "He aquí, solamente
esto he hallado : que Dios hizo al hombre recto, pero ellos buscaron muchas
perversiones" (Ec1.7, 29). Con esto se ve bien claro, que solamente al hombre ha
5
El francés añade: "que no debe entrar en la mente de los fieles". Así también el latín.
de imputarse su caída, ya que por la bondad de Dios fue adornado de rectitud,
pero por su locura y desvarío cayó en la vanidad.
11. DISTINCIÓN ENTRE PERVERSIDAD "DE NATURALEZA" Y
PERVERSIDAD "NATURAL"
Decimos, pues, que el hombre se halla afectado de una corrupción natural, pero
que esta corrupción no le viene de su naturaleza. Negamos que haya provenido
de su naturaleza para demostrar que se trata más bien de una cualidad adventicia
con una procedencia extraña, que no. una propiedad sustancial innata. Sin
embargo, la llamamos natural, para que nadie piense que se adquiere por una
mala costumbre, pues nos domina a todos desde nuestro nacimiento.
Y no se trata de una opinión nuestra, pues por la misma razón el Apóstol dice que
todos somos por naturaleza hijos de ira (Ef. 2, 3). ¿Cómo iba a estar Dios airado
con la más excelente de sus criaturas, cuando le complacen las más ínfimas e
insignificantes? Es que Él está enojado, no con su obra, sino con la corrupción de
la misma. Así pues, si se dice con razón que el hombre, por tener corrompida su
naturaleza, es naturalmente abominable a los ojos de Dios, con toda razón
también podemos decir que es naturalmente malo y vicioso. Y san Agustín no
duda en absoluto en llamar naturales a nuestros pecados a causa de nuestra
naturaleza corrompida, pues necesariamente reinan en nuestra naturaleza cuando
la gracia de Dios no está presente.
Así se refuta el desvarío de los maniqueos, que imaginando una malicia esencial
en el hombre, se atrevieron a decir que fue creado por otro, para no atribuir a Dios
el principio y la causa del mal.
Después de haber visto que la tiranía del pecado, después de someter al primer
hombre, no solamente consiguió el dominio sobre todo el género humano, sino
que domina totalmente en el alma de cada hombre en particular, debemos
considerar ahora si, después de haber caído en este cautiverio, hemos perdido
toda la libertad que teníamos, o si queda aún en nosotros algún indicio de la
misma, y hasta dónde alcanza. Pero para alcanzar más fácilmente la verdad de
esta cuestión, debemos poner un blanco en el cual concentrar todas nuestras
disputas. Ahora bien, el mejor medio de no errar es considerar los peligros que
hay por una y otra parte. Pues cuando el hombre es privado de toda rectitud, luego
toma de ello ocasión para la indolencia; porque cuando se dice al hombre que por
sí mismo no puede hacer bien alguno, deja de aplicarse a conseguirlo, como si
fuera algo que ya no tiene nada que ver con él. Y al contrario, no se le puede
atribuir el menor mérito del mundo, pues al momento despoja a Dios de su propio
honor y se infla de vana confianza y temeridad. Por tanto, para no caer en tales
inconvenientes, hay que usar de tal moderación que el hombre, al enseñarle que
no hay en él bien alguno y que está cercado por todas partes de miseria_ y
necesidad, comprenda, sin embargo, que ha de tender al bien de que está privado
y a la libertad de la que se halla despojado, y se despierte realmente de su torpeza
más que si le hiciesen comprender que tenía la mayor virtud y poder para
conseguirlo.
Hay que glorificar a Dios con la humildad. No hay quien no vea cuán necesario es
lo segundo, o sea, despertar al hombre de su negligencia y torpeza. En cuanto a lo
primero – demostrarle su miseria –, hay muchos que lo dudan más de lo que
debieran. Porque, si concedemos que no hay que quitar al hombre nada que sea
suyo, también es evidente que es necesario despojarle de la gloria falsa y vana.
Porque, si no le fue lícito al hombre gloriarse de sí mismo ni cuando estaba
adornado, por la liberalidad de Dios, de dones y gracias tan excelentes, ¿hasta
qué punto no debería ahora ser humillado, cuando por su ingratitud se ve rebajado
a una extrema ignominia, al perder la excelencia que entonces tenía? En cuanto a
aquel momento en que el hombre fue colocado en la cumbre de su honra, la
Escritura todo lo que le permite atribuirse es decir que fue creado a la imagen de
Dios, con lo cual da a entender que era rico y bienaventurado, no por sus propios
bienes, sino por la participación que tenía de Dios. ¿Qué le queda pues, ahora,
sino al verse privado y despojado de toda gloria, reconocer a Dios, a cuya
liberalidad no pudo ser agradecido cuando estaba enriquecido con todos los dones
de su gracia? Y ya que no le glorificó reconociendo los dones que de Él recibió,
que al menos ahora le glorifique confesando su propia indigencia. Además no nos
es menos útil el que se nos prive de toda alabanza de sabiduría y virtud, que
necesario para mantener la gloria de Dios. De suerte que los que nos atribuyen
más de lo que es nuestro, no solamente cometen un sacrilegio, quitando a Dios lo
que es suyo, sino que también nos arruinan y destruyen a nosotros mismos.
Porque, ¿qué otra cosa hacen cuando nos inducen a caminar con nuestras
propias fuerzas, sino encumbrarnos en una caña, la cual al quebrarse da en
seguida con nosotros en tierra? Y aun excesiva honra se tributa a nuestras
fuerzas, comparándolas con una caña, porque no es más que humo todo cuanto
los hombres vanos imaginan y dicen de ellas. Por ello, no sin motivo repite tantas
veces san Agustín esta sentencia: que los que defienden el libre arbitrio más bien
lo echan por tierra, que no lo confirman.
Ha sido necesario hacer esta introducción, a causa de ciertos hombres, los cuales
de ninguna manera pueden sufrir que la potencia del hombre sea confundida y
destruida, para establecer en él la de Dios, por lo cual juzgan que esta disputa no
solamente es inútil, sino muy peligrosa. Sin embargo, a nosotros nos parece muy
provechosa, y uno de los fundamentos de nuestra religión.
2. LA OPINIÓN DE LOS FILÓSOFOS
Puesto que poco antes hemos dicho que las potencias del alma están situadas en
el entendimiento y en el corazón, consideremos ahora cada una de ellas.
Los filósofos de común asentimiento piensan que la razón se asienta en el
entendimiento, la cual como una antorcha alumbra y dirige nuestras deliberaciones
y propósitos, y rige, como una reina, a la voluntad. Pues se figuran que está tan
llena de luz divina, que puede perfectamente aconsejar; y que tiene tal virtud, que
puede muy bien mandar. Y, al contrario, que la parte sensual está llena de
ignorancia y rudeza, que no puede elevarse a la consideración de cosas altas y
excelentes, sino que siempre anda a ras de tierra; y que el apetito, si se deja llevar
de la razón y no se somete a la sensualidad, tiene un cierto impulso natural para
buscar lo bueno y honesto, y puede así seguir el recto camino; por el contrario, si
se entrega a la sensualidad, ésta lo corrompe y deprava, con lo que se entrega sin
freno a todo vicio e impureza.
Habiendo, pues, entre las facultades del alma, según ellos, entendimiento,
sensualidad, y apetito o voluntad, como más comúnmente se le llama, dicen que el
entendimiento tiene en sí la razón para encaminar al hombre a vivir bien y
santamente, siempre que él mantenga su nobleza y use de la virtud y poder que
naturalmente reside en él. En cuanto al movimiento inferior, que llaman
sensualidad, con el cual es atraído hacia el error, opinan que con el
amaestramiento de la razón poco a poco puede ser domado y desterrado.
Finalmente, a la voluntad la ponen como medio entre la razón y la sensualidad, a
saber, con libertad para obedecer a la razón si le parece, o bien para someterse a
la sensualidad.
3. LA PERPLEJIDAD DE LOS FILÓSOFOS
Es verdad que ellos, forzados por la experiencia misma, no niegan cuán difícil le
resulta al hombre erigir en sí mismo el reino de la razón; pues unas veces se
siente seducido por los alicientes del placer, otras es engañado por una falsa
apariencia de bien, y otras se ve fuertemente combatido por afectos
desordenados, que a modo de cuerdas – según Platón – tiran de él y le llevan de
un lado para otro6. Y por lo mismo dice Cicerón que aquellas chispitas de bien,
que naturalmente poseemos, pronto son apagadas por las falsas opiniones y las
malas costumbres7. Admiten también, que tan pronto como tales enfermedades se
apoderan del espíritu del hombre, reinan allí tan absolutamente, que no es fácil
reprimirlas; y no dudan en compararlas a caballos desbocados y feroces. Porque,
como un caballo salvaje, al echar por tierra a su jinete, respinga y tira coces sin
medida, así el alma, al dejar de la mano a la razón, entregándose a la
concupiscencia se desboca y rompe del todo los frenos.
Resumen de sus enseñanzas. Por lo demás, tienen por cosa cierta que las
virtudes y los vicios están en nuestra potestad. Porque si tenemos opción – dicen
6
De las Leyes, lib. I.
7
Tusculanas, lib. III.
– de hacer el bien o el mal, también la tendremos para abstenemos de hacerlo8; y
si somos libres de abstenemos, también lo seremos para hacerlo. Y parece
realmente que todo cuanto hacemos, lo hacemos por libre elección, e igualmente
cuando nos abstenemos de alguna cosa. De lo cual se sigue, que si podemos
hacer alguna cosa buena cuando se nos antoja, también la podemos dejar de
hacer; y si algún mal cometemos, podemos también no cometerlo. Y, de hecho,
algunos de ellos llegaron a tal desatino, que jactanciosamente afirmaron que es
beneficio de los dioses que vivamos, pero es mérito nuestro el vivir honesta y
santamente. Y Cicerón se atrevió a decir, en la persona de Cota, que como cada
cual adquiere su propia virtud, ninguno entre los sabios ha dado gracias a Dios por
ella; porque — dice él — por la virtud somos alabados, y de ella nos gloriamos; lo
cual no sería así, si la virtud fuese un don de Dios y no procediese de nosotros
mismos9. Y un poco más abajo: la opinión de todos los hombres es que los bienes
temporales se han de pedir a Dios, pero que cada uno ha de buscar por sí mismo
la sabiduría.
En resumen, ésta es la doctrina de los filósofos: La razón, que reside en el
entendimiento, es suficiente para dirigirnos convenientemente y mostrarnos el bien
que debemos hacer; la voluntad, que depende de ella, se ve solicitada al mal por
la sensualidad; sin embargo, goza de libre elección y no puede ser inducida a la
fuerza a desobedecer a la razón.
4. LOS PADRES ANTIGUOS HAN SEGUIDO EXCESIVAMENTE A LOS
FILÓSOFOS
8
Aristóteles, Ética, lib. III, cap. v.
9
De la Naturaleza de los Dioses, Lib. III.
10
Homilías de la traición de Judas; 1, 3.
porque Dios ha conferido a nuestra naturaleza el libre albedrío y no nos impone
las cosas por necesidad, sino que nos da los remedios de que hemos de
servirnos, si nos parece bien"11. Y también: "Así como no podremos jamás hacer
ninguna obra buena sin ayuda de la gracia de Dios, tampoco, si no ponemos lo
que está de nuestra parte, podremos nunca conseguir su gracia." Y antes había
dicho: "Para que no todo sea mero favor divino, es preciso que pongamos algo de
nuestra parte"12. Y es una frase muy corriente en él: "Hagamos lo que está de
nuestra parte, y Dios suplirá lo demás"13.
Esto mismo es lo que dice san Jerónimo: "A nosotros compete el comenzar, a
Dios el terminar; a nosotros, ofrecer lo que podemos; a Él hacer lo que no
podemos."
Claramente vemos por estas citas, que han atribuido al hombre, respecto al
ejercicio de la virtud, más de lo debido, porque pensaban que no se podía suprimir
la pereza de nuestra alma, sino convenciéndonos de que en nosotros únicamente
está la causa de no hacer lo que debiéramos. Luego veremos con qué habilidad
han tratado este punto. Aunque también mostraremos cuán falsas son estas
sentencias que hemos citado.
Imprecisión de la enseñanza de los Padres. Aunque los doctores griegos, más que
nadie, y especialmente san Crisóstomo, han pasado toda medida al ensalzar las
fuerzas de la voluntad del hombre, sin embargo todos los escritores antiguos,
excepto san Agustín, son tan variables o hablan con tanta duda y oscuridad de
esta materia, que apenas es posible deducir nada cierto de sus escritos. Por lo
cual no nos detendremos en exponer sus particulares opiniones, sino solamente
de paso tocaremos lo que unos y otros han dicho, según lo pida la materia que
estamos tratando.
En cuanto a los escritores posteriores, pretendiendo cada uno demostrar su
ingenio en defensa de las fuerzas humanas, los unos después de los otros han ido
poco a poco cayendo de mal en peor, hasta llegar a hacer creer a todo el mundo
que el hombre no está corrompido más que en su naturaleza sensual, pero que su
razón es perfecta, y que conserva casi en su plenitud la libertad de la voluntad. Sin
embargo, estuvo en boca de todos el dicho de san Agustín: "Los dones naturales
se encuentran corrompidos en el hombre, y los sobrenaturales — los que se
refieren a la vida eterna — le han sido quitados del todo." Pero apenas de ciento,
uno entendió lo que esto quiere decir. Si yo quisiera simplemente enseñar la
corrupción de nuestra naturaleza, me contentaría con las palabras citadas. Pero
es en gran manera necesario considerar atentamente qué es lo que le ha quedado
al hombre y qué es lo que vale y puede, al encontrarse debilitado en todo lo que
respecta a su naturaleza, y totalmente despojado de todos los dones
sobrenaturales.
11
Sobre el Génesis, hom. XIX, 1.
12
Sobre S. Mateo, hom LXXXII, 4.
13
Sobre el Génesis, hom. XXV, 7.
Así pues, los que se jactaban de ser discípulos de Cristo se han amoldado
excesivamente en esta materia a los filósofos. Porque el nombre de "libre arbitrio"
ha quedado siempre entre los latinos como si el hombre permaneciese aún en su
integridad y perfección. Y los griegos no han encontrado inconveniente en servirse
de un término mucho más arrogante, con el cual querían decir que el hombre
podía hacer cuanto quisiese.
Antiguas definiciones del libre albedrío. Como quiera, pues, que la misma gente
sencilla se halla imbuida de la opinión de que cada uno goza de libre albedrío, y
que la mayor parte de los que presumen de sabios no entienden hasta dónde
alcanza esta libertad, debemos considerar primeramente lo que quiere decir este
término de libre albedrío, y ver luego por la pura doctrina de la Escritura, de qué
facultad goza el hombre para obrar bien o mal.
Aunque muchos han usado este término, son muy pocos los que lo han definido.
Parece que Orígenes dio una definición, comúnmente admitida, diciendo que el
libre arbitrio es la facultad de la razón para discernir el bien y el mal, y de la
voluntad para escoger lo uno de lo otro14. Y no discrepa de él san Agustín al decir
que es la facultad de la razón y de la voluntad, por la cual, con la gracia de Dios,
se escoge el bien, y sin ella, el mal. San Bernardo, por querer expresarse con
mayor sutileza, resulta más oscuro al decir que es un consentimiento de la
voluntad por la libertad, que nunca se puede perder, y un juicio indeclinable de la
razón15. No es mucho más clara la definición de Anselmo según la cual es una
facultad de guardar rectitud a causa de sí misma16. Por ello, el Maestro de las
Sentencias y los doctores escolásticos han preferido la definición de san Agustín,
por ser más clara y no excluir la gracia de Dios, sin la cual sabían muy bien que la
voluntad del hombre no puede hacer nada17. Sin embargo añadieron algo por sí
mismos, creyendo decir algo mejor, o al menos algo con lo que se entendiese
mejor lo que los otros habían dicho. Primeramente están de acuerdo en que el
nombre de "albedrío" se debe referir ante todo a la razón, cuyo oficio es discernir
entre el bien y el mal; y el término "libre", a la voluntad, que puede decidirse por
una u otra alternativa. Por tanto, como la libertad conviene en primer lugar a la
voluntad, Tomás de Aquino piensa que una definición excelente es: "el libre
albedrío es una facultad electiva que, participando del entendimiento y de la
voluntad, se inclina sin embargo más a la voluntad"18. Vemos, pues, en qué se
apoya, según él, la fuerza del libre arbitrio, a saber, en la razón y en la voluntad.
Hay que ver ahora brevemente qué hay que atribuir a cada una de ambas partes.
5. DE LA POTENCIA DEL LIBRE ARBITRIO. DISTINCIONES
14
De principiis, lib. III.
15
De la Gracia y el Libre Albedrío, cap. u, 4.
16
Diálogo sobre el Libre Albedrío, cap. m.
17
Pedro Lombardo, Libro de las Sentencias, lib. II, 24.
18
Suma Teológica, Parte I, cuest. 83, art. 3.
Por lo común las cosas indiferentes19, que no pertenecen al reino de Dios, se
suelen atribuir al consejo y elección de los hombres; en cambio, la verdadera
justicia suele reservarse a la gracia especial de Dios y a la regeneración espiritual.
Queriendo dar a entender esto, el autor del libro titulado De la vocación de los
Gentiles, atribuido a san Ambrosio, distingue tres maneras de voluntad: una
sensitiva, otra animal y una tercera espiritual. Las dos primeras dicen que están en
la facultad del hombre, y que la otra es obra del Espíritu Santo en él20. Después
veremos si esto es verdad o no. Ahora mi propósito es exponer brevemente las
opiniones de los otros; no refutarlas. De aquí procede que cuando los doctores
tratan del libre albedrío no consideren apenas su virtud por lo que respecta a las
cosas externas, sino principalmente en lo que se refiere a la obediencia de la Ley
de Dios. Convengo en que esta segunda cuestión es la principal; sin embargo,
afirmo que no hay que menospreciar la primera; y confío en que oportunamente
probaré lo que digo.
Aparte de esto, en las escuelas de teología se ha admitido una distinción en la que
nombran tres géneros de libertad. La primera es la libertad de necesidad; la
segunda, de pecado; la tercera, de miseria. De la primera dicen que por su misma
naturaleza está de tal manera arraigada en el hombre, que de ningún modo puede
ser privado de ella; las otras dos admiten que el hombre las perdió por el pecado.
Yo acepto de buen grado esta distinción, excepto el que en ella se confunda la
necesidad con la coacción. A su tiempo se verá cuanta diferencia existe entre
estas dos cosas.
6. LA GRACIA COOPERANTE DE LOS ESCOLÁSTICOS
Si se admite esto, es cosa indiscutible que el hombre carece de libre albedrío para
obrar bien si no le ayuda la gracia de Dios, una gracia especial que solamente se
concede a los elegidos, por su regeneración; pues dejo a un lado a los frenéticos
que fantasean que la gracia se ofrece a todos indistintamente. Sin embargo, aún
no está claro si el hombre está del todo privado de la facultad de poder obrar bien,
o si le queda alguna, aunque pequeña y débil; la cual por sí sola no pueda nada,
pero con la gracia de Dios logre también de su parte hacer el bien. El Maestro de
las Sentencias, para exponer esto dice que hay dos clases de gracia necesarias al
hombre para hacerlo idóneo y capaz de obrar bien; a una la llaman operante – que
obra –, la cual hace que queramos el bien con eficacia; a la otra cooperante – que
obra juntamente –, la cual sigue a la buena voluntad para ayudarla21. En esta
distinción me disgusta que cuando atribuye a la gracia de Dios el hacernos desear
eficazmente lo que es bueno, da a entender que nosotros naturalmente
apetecemos de alguna manera lo bueno, aunque nuestro deseo no llegue a
efecto. San Bernardo habla casi de la misma manera, diciendo que toda buena
voluntad es obra de Dios; pero que sin embargo, el hombre por su propio impulso
19
El francés : "externas".
20
Libro I, cap. 2.
21
Pedro Lombardo, Libro de las Sentencias, lib. II
puede apetecer esta buena voluntad22. Pero el Maestro de las Sentencias
entendió mal a san Agustín, aunque él piensa que le sigue con su distinción.
Además, en el segundo miembro de la distinción hay una duda que me desagrada,
porque ha dado lugar a una perversa opinión; pues los escolásticos pensaron que,
como él dijo que nosotros obramos juntamente con la segunda gracia, que está en
nuestro poder, o destruir la primera gracia rechazándola, o confirmarla
obedeciendo. Esto mismo dice el autor del libro titulado De la vocación de los
gentiles, pues dice que los que tienen uso de razón son libres para apartarse de la
gracia, de tal manera que hay que reputarles como virtud el que no se hayan
apartado, a fin de que se les impute a mérito aunque no se pudo hacer sin que
juntamente actuase el Espíritu Santo, pues en su voluntad estaba el que no se
llevase a cabo.
He querido notar de paso estas dos cosas, para que el lector entienda en qué no
estoy de acuerdo con los doctores escolásticos que han sido más sanos que los
nuevos sofistas que les han seguido; de los cuales tanto más me separo cuanto
ellos más se apartaron de la pureza de sus predecesores. Sea de esto lo que
quiera, con esta distinción comprendemos qué es lo que les ha movido a conceder
al hombre el libre albedrío. Porque, en conclusión, el Maestro de las Sentencias
dice que no se afirma que el hombre tenga libre albedrío porque sea capaz de
pensar o hacer tanto lo bueno como lo malo, sino solamente porque no está
coaccionado a ello y su libertad no se ve impedida, aunque nosotros seamos
malos y siervos del pecado y no podamos hacer otra cosa sino pecar.
7. LA EXPRESIÓN "LIBRE ALBEDRÍO" ES DESAFORTUNADA Y
PELIGROSA
Según esto, se dice que el hombre tiene libre albedrío, no porque sea libre para
elegir lo bueno o lo malo, sino porque el mal que hace lo hace voluntariamente y
no por coacción. Esto es verdad; ¿pero a qué fin atribuir un título tan arrogante a
una cosa tan intrascendente? ¡Donosa libertad, en verdad, decir que el hombre no
se ve forzado a pecar, sino que de tal manera es voluntariamente esclavo, que su
voluntad está aherrojada con las cadenas del pecado! Ciertamente detesto todas
estas disputas por meras palabras, con las cuales la Iglesia se ve sin motivo
perturbada; y por eso seré siempre del parecer que se han de evitar los términos
en los que se contiene algo absurdo, y principalmente los que dan ocasión de
error. Pues bien, ¿quién al oír decir que el hombre tiene libre arbitrio no concibe al
momento que el hombre es señor de su entendimiento y de su voluntad, con
potestad natural para inclinarse a una u otra alternativa?
Mas quizás alguno diga que este peligro se evita si se enseña convenientemente
al pueblo qué es lo que ha de entender por la expresión "libre albedrío". Yo por el
contrario afirmo, que conociendo nuestra natural inclinación a la mentira y la
falsedad, más bien encontraremos ocasión de afianzarnos más en el error por
22
De la Gracia y el Libro Albedrío, cap. ni, 7.
motivo de una simple palabra, que de instruirnos en la verdad mediante una prolija
exposición de la misma. Y de esto tenemos harta experiencia en la expresión que
nos ocupa. Pues sin hacer caso de las aclaraciones de los antiguos sobre la
misma, los que después vinieron, preocupándose únicamente de cómo sonaban
las palabras, han tomado de ahí ocasión para ensoberbecerse, destruyéndose a sí
mismo con su orgullo.
8. LA CORRECTA OPINIÓN DE SAN AGUSTÍN
23
Contra Juliano, lib. Il, cap. 8.
24
Sobre Sn. Juan, hom. 53.
25
Epístola a Anastasio, 145, 3.
26
De la perfección de la justicia, cap. V.
27
Enquiridión; 9, 30.
28
A Bonifacio. lib. III, cap. 8.
29
Ibid., lib. III, cap. 6.
30
Ibid., lib. III, cap. 7.
31
Sermón 131, cap. VI.
dice: sin mí no podéis hacer nada?"32 ¿Qué más? Si el mismo san Agustín en otro
lugar parece que se burla de esta expresión, diciendo: "El libre albedrío sin duda
alguna es libre, pero no liberado; libre de justicia, pero siervo del pecado"33. Y lo
mismo repite en otro lugar, y lo explica diciendo: "El hombre no está libre de la
servidumbre de la justicia más que por el albedrío de su voluntad, pero del pecado
no se ha liberado más que por la gracia del Redentor"34. El que atestigua que su
opinión de la libertad no es otra sino que consiste en una liberación de la justicia, a
la cual no quiere servir, ¿no está sencillamente burlándose del título que le ha
dado al llamarla libre albedrío?
Por lo tanto, si alguno quiere usar esta expresión — con tal de que la entienda
rectamente — yo no me opongo a ello; mas, como al parecer, no es posible su uso
sin gran peligro, y, al contrario, sería un gran bien para la Iglesia que fuese
olvidada, preferiría no usarla; y si alguno me pidiera consejo sobre el particular, le
diría que se abstuviera de su empleo.
9. RENUNCIEMOS AL USO DE UN TÉRMINO TAN ENOJOSO
32
Del Espíritu y de la Letra, cap. xxx, 52.
33
De la corrección y la gracia, XIII, 42.
34
A Bonifacio, lib. 1, cap. II,
35
Libro de la Predestinación de los santos, cap. ni, 7.
36
Agustín, Sobre el Génesis, lib. 8, cap. Iv. Euquerio, Comentario al Génesis, lib. I.
pecador, sino del todo pecado37. Si ningún bien es nuestro, si desde los pies a la
cabeza el hombre todo es pecado, si ni siquiera es lícito intentar decir de qué vale
el libre albedrío, ¿cómo lo será el dividir entre Dios y el hombre la gloria de las
buenas obras?
Podría citar muchas otras sentencias semejantes a éstas de otros Padres; pero
para que no se crea que escoja únicamente las que hacen a mi propósito, y que
ladinamente deje a un lado las que me son contrarias, no citaré más. Sin embargo,
me atrevo a afirmar que, aunque ellos algunas veces se pasen de lo justo al
ensalzar el libre albedrío, sin embargo su propósito es apartar al hombre de
apoyarse en su propia virtud, a fin de enseñarle que toda su fuerza la debe buscar
en Dios únicamente. Y ahora pasemos a considerar simplemente lo que, en
realidad, de verdad es la naturaleza del hombre.
10. SÓLO EL SENTIMIENTO DE NUESTRA POBREZA NOS PERMITE
GLORIFICAR A DIOS Y RECIBIR SUS GRACIAS
Me veo obligado a repetir aquí otra vez lo que dije al principio de este capítulo, a
saber: que ha adelantado notablemente en el conocimiento de sí mismo, quien se
siente abatido y confundido con la inteligencia de su calamidad, pobreza,
desnudez e ignorancia. Porque no hay peligro alguno de que el hombre se rebaje
excesivamente, con tal que entienda que en Dios ha de recobrar todo lo que le
falta. Al contrario, no puede atribuirse ni un adarme más de lo que se le debe, sin
que se arruine con una vana confianza y se haga culpable de un grave sacrilegio,
al atribuirse a sí mismo la honra que sólo a Dios se debe. Evidentemente, siempre
que nos viene a la mente esta ansia de apetecer alguna cosa que nos pertenezca
a nosotros y no a Dios, hemos de comprender que tal pensamiento nos es
inspirado por el que indujo a nuestros primeros padres a querer ser semejantes a
Dios conociendo el bien y el mal. Si es palabra diabólica la que ensalza al hombre
en sí mismo, no debíamos darle oídos si no queremos tomar consejo de nuestro
enemigo. Es cosa muy grata pensar que tenemos tanta fuerza que podemos
confiar en nosotros mismos. Pero a fin de que no nos engolosinemos con otra
vana confianza, traigamos a la memoria algunas de las excelentes sentencias de
que está llena la Sagrada Escritura, en las que se nos humilla grandemente.38
El profeta Jeremías dice: "Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne
por su brazo" (Jer. 17, 5). Y: "(Dios) no se deleita en la fuerza del caballo, ni se
complace en la agilidad del hombre; se complace Jehová en los que le temen, y
en los que esperan en su misericordia" (Sal 147,10). Y: "El da esfuerzo al
cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas; los muchachos se
fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; pero los que esperan en Jehová
tendrán nuevas fuerzas" (Is. 40, 29-31). Todas estas sentencias tienen por fin que
37
Homilía 1 sobre Adviento. Esta Homilía aparece en la edición que Erasmo hizo de las obras de
Crisóstomo, pero no en posteriores ediciones.
38
La edición de Valera de 1597 dice: "en las que se pintan a lo vivo las fuerzas del hombre". En la
presente edición seguimos el original latino de 1559.
ninguno ponga la menor confianza en sí mismo, si queremos tener a Dios de
nuestra parte, pues Él resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (Sant.
4, 6).
Recordemos también aquellas promesas: "Yo derramaré aguas sobre el sequedal
y ríos sobre la tierra árida" (Is. 44, 3). Y: "A todos los sesedientos, Venid a las
aguas" (Is. 55,1). Todas ellas y otras semejantes, atestiguan que solamente es
admitido a recibir las bendiciones divinas el que se encuentra abatido con la
consideración de su miseria. Ni hay que olvidar otros testimonios, como el de
Isaías: "El sol nunca más te servirá de luz para el día, ni el resplandor de la luna te
alumbrará, sino que Jehová te será por luz perpetua" (Is. 60, 19). Ciertamente, el
Señor no quita a sus siervos la claridad del sol ni de la luna, sino que, para
mostrarse Él solo glorioso en ellos, les quita la confianza aun de aquellas cosas
que a nuestro parecer son las más excelentes.
11. TESTIMONIO DE LOS PADRES
39
Homilía sobre la Perfección Evangélica.
40
Epístola 56. A Dióscoro.
41
Sobre el Evangelio de San Juan, 49.
42
Sobre la Naturaleza y la Gracia 53, 62.
43
Sobre el Salmo 46.
manera que sepamos que no somos nada, que sólo por la misericordia de Dios
nos mantenemos firmes, pues por nosotros mismos somos malos.
Así pues, no disputemos con Dios sobre nuestro derecho, como si perdiésemos en
nuestro provecho cuanto a Él le atribuimos. Porque como nuestra humildad es su
encumbramiento, así el confesar nuestra bajeza lleva siempre consigo su
misericordia por remedio. Y no pretendo que el hombre ceda sin estar convencido;
y que si tiene alguna virtud no la tenga en cuenta, para lograr la verdadera
humildad; lo que pido es que, dejando a un lado el amor de sí mismo, de su
elevación y ambición — sentimientos que le ciegan y le llevan a sentir de sí mismo
más de lo conveniente — se contemple como debe en el verdadero espejo de la
Escritura.
12. ABOLICIÓN DE LOS DONES SOBRENATURALES
44
Valera 1597: "o pasa por ellas como gato sobre ascuas". Seguimos la edición latina de 1559.
cosa, será necesario hacer una distinción, a saber: que la inteligencia de las cosas
terrenas es distinta de la inteligencia de las cosas celestiales.
Llamo cosas terrenas a las que no se refieren a Dios, ni a su reino, ni a la
verdadera justicia y bienaventuranza de la vida eterna, sino que están ligadas a la
vida presente y en cierto modo quedan dentro de sus límites. Por cosas celestiales
entiendo el puro conocimiento de Dios, la regla de la verdadera justicia y los
misterios del reino celestial.
Bajo la primera clase se comprenden el gobierno del Estado, la dirección de la
propia familia, las artes mecánicas y liberales. A la segunda hay que referir el
conocimiento de Dios y de su divina voluntad, y la regla de conformar nuestra vida
con ella.
El orden social. En cuanto a la primera especie hay que confesar que como el
hombre es por su misma naturaleza sociable, siente una inclinación natural a
establecer y conservar la compañía de sus semejantes. Por esto vemos que
existen ideas generales de honestidad y de orden en el entendimiento de todos los
hombres. Y de aquí que no haya ninguno que no comprenda que las agrupaciones
de hombres han de regirse por leyes, y no tenga algún principio de las mismas en
su entendimiento. De aquí procede el perpetuo consentimiento, tanto de los
pueblos como de los individuos, en aceptar las leyes, porque naturalmente existe
en cada uno cierta semilla de ellas, sin necesidad de maestro que se las enseñe.
A esto no se oponen las disensiones y revueltas que luego nacen, por querer unos
que se arrinconen todas las leyes, y no se las tenga en cuenta, y que cada uno no
tenga más ley que su antojo y sus desordenados apetitos, como los ladrones y
salteadores; o que otros — como comúnmente sucede — piensen que es injusto
lo que sus adversarios han ordenado como bueno y justo, y, al contrario, apoyen
lo que ellos han condenado. Porque los primeros, no aborrecen las leyes por
ignorar que son buenas y santas, sino que, llevados de sus desordenados
apetitos, luchan contra la evidencia de la razón; y lo que aprueban en su
entendimiento, eso mismo lo reprueban en su corazón, en el cual reina la maldad.
En cuanto a los segundos, su oposición no se enfrenta en absoluto al concepto de
equidad y de justicia de que antes hablábamos. Porque consistiendo su oposición
simplemente en determinar qué leyes serán mejores, ello es señal de que aceptan
algún modo de justicia. En lo cual aparece también la flaqueza del entendimiento
humano, que incluso cuando cree ir bien, cojea y va dando traspiés. Sin embargo,
permanece cierto que en todos los hombres hay cierto germen de orden político; lo
cual es un gran argumento de que no existe nadie que no esté dotado de la luz de
la razón en cuanto al gobierno de esta vida.
14. LAS ARTES MECÁNICAS Y LIBERALES
En cuanto a las artes, así mecánicas como liberales, puesto que en nosotros hay
cierta aptitud para aprenderlas, se ve también por ellas que el entendimiento
humano posee alguna virtud. Y aunque no todos sean capaces de aprenderlas, sin
embargo, es prueba suficiente de que el entendimiento humano no está privado de
tal virtud, el ver que apenas existe hombre alguno que carezca de cierta facilidad
en alguna de las artes. Además no sólo tiene virtud y facilidad para aprenderlas,
sino que vemos a diario que cada cual inventa algo nuevo, o perfecciona lo que
los otros le enseñaron. En lo cual, aunque Platón se engañó pensando que esta
comprensión no era más que acordarse de lo que el alma sabía ya antes de entrar
en el cuerpo, sin embargo la razón nos fuerza a confesar que hay como cierto
principio de estas cosas esculpido en el entendimiento humano.
Estos ejemplos claramente demuestran que existe cierto conocimiento general del
entendimiento y de la razón, naturalmente impreso en todos los hombres;
conocimiento tan universal, que cada uno en particular debe reconocerlo como
una gracia peculiar de Dios. A este reconocimiento nos incita suficientemente el
mismo autor de la naturaleza creando seres locos y tontos, en los cuales
representa, corno en un espejo, cuál sería la excelencia del alma del hombre, si no
estuviera iluminada por Su luz; la cual, si bien es natural a todos, sin embargo no
deja de ser un don gratuito de su liberalidad para con cada uno en particular.
Además, la invención misma de las artes, el modo y el orden de enseñarlas, el
penetrarlas y entenderlas de verdad — lo cual consiguen muy pocos — no son
prueba suficiente para conocer el grado de ingenio que naturalmente poseen los
hombres; sin embargo, como quiera que son comunes a buenos y a malos, con
todo derecho hay que contarlos entre los dones naturales.
15. CUANTO PRODUCE LA INTELIGENCIA PROVIENE DE LAS GRACIAS
RECIBIDAS POR LA NATURALEZA HUMANA
Por lo tanto, cuando al leer los escritores paganos veamos en ellos esta admirable
luz de la verdad que resplandece en sus escritos, ello nos debe servir como
testimonio de que el entendimiento humano, por más que haya caído y
degenerado de su integridad y perfección, sin embargo no deja de estar aún
adornado y enriquecido con excelentes dones de Dios. Si reconocemos al Espíritu
de Dios por única fuente y manantial de la verdad, no desecharemos ni
menospreciaremos la verdad donde quiera que la halláremos; a no ser que
queramos hacer una injuria al Espíritu de Dios, porque los dones del Espíritu no
pueden ser menospreciados sin que Él mismo sea menospreciado y rebajado.
¿Cómo podremos negar que los antiguos juristas tuvieran una mente esclarecida
por la luz de la verdad, cuando constituyeron con tanta equidad un orden tan recto
y una política tan justa? ¿Diremos que estaban ciegos los filósofos, tanto al
considerar con gran diligencia los secretos de la naturaleza, como al redactarlos
con tal arte? ¿Vamos a decir que los que inventaron el arte de discutir y nos
enseñaron a hablar juiciosamente, estuvieron privados de juicio? ¿Que los que
inventaron la medicina fueron unos insensatos? Y de las restantes artes,
¿pensaremos que no son más que desvaríos? Por el contrario, es imposible leer
los libros que sobre estas materias escribieron los antiguos, sin sentirnos
maravilladlos y llenos de admiración. Y nos llenaremos de admiración, porque nos
veremos forzados a reconocer la sabiduría que en ellos se contiene. Ahora bien,
¿creeremos que existe cosa alguna excelente y digna de alabanza, que no
proceda de Dios? Sintamos vergüenza de cometer tamaña ingratitud, en la cual ni
los poetas paganos incurrieron; pues ellos afirmaron que la filosofía, las leyes y
todas las artes fueron inventadas por los dioses. Si, pues, estos hombres, que no
tenían más ayuda que la luz de la naturaleza, han sido tan ingeniosos en la
inteligencia de las cosas de este mundo, tales ejemplos deben enseñarnos
cuántos son los dones y gracias que el Señor ha dejado a la naturaleza humana,
aun después de ser despojada del verdadero y sumo bien.
16. AUNQUE CORROMPIDAS, ESAS GRACIAS DE NATURALEZA SON
DONES DEL ESPÍRITU SANTO
Sin embargo, no hay que olvidar que todas estas cosas son dones excelentes del
Espíritu Santo, que dispensa a quien quiere, para el bien del género humano.
Porque si fue necesario que el Espíritu de Dios inspirase a l3ezaleel y Aholiab la
inteligencia y arte requeridos para fabricar el tabernáculo (Éx. 31, 2; 35, 30-34), no
hay que maravillarse si decimos que el conocimiento de las cosas más
importantes de la vida nos es comunicado por el Espíritu de Dios.
Si alguno objeta: ¿qué tiene que ver el Espíritu de Dios con los impíos, tan
alejados de Dios?, respondo que, al decir que el Espíritu de Dios reside
únicamente en los fieles, ha de entenderse del Espíritu de santificación, por el cual
somos consagrados a Dios como templos suyos. Pero entre tanto, Dios no cesa
de llenar, vivificar y mover con la virtud de ese mismo Espíritu a todas sus
criaturas; y ello conforme a la naturaleza que a cada una de ellas le dio al crearlas.
Si, pues, Dios ha querido que los infieles nos sirviesen para entender la física, la
dialéctica, las matemáticas y otras ciencias, sirvámonos de ellos en esto, temiendo
que nuestra negligencia sea castigada si despreciamos los dones de Dios
doquiera nos fueren ofrecidos.
Mas, para que ninguno piense que el hombre es muy dichoso porque le
concedemos esta gran virtud de comprender las cosas de este mundo, hay que
advertir también que toda la facultad que posee 'de entender, y la subsiguiente
inteligencia de las cosas, son algo fútil y vano ante Dios, cuando no está fundado
sobre el firme fundamento de la verdad. Pues es muy cierta la citada sentencia de
san Agustín, que el Maestro de las Sentencias y los escolásticos se vieron
forzados a admitir, según la cual, al hombre le fueron quitados los dones gratuitos
después de su caída; y los naturales, que le quedaban, fueron corrompidos. No
que se puedan contaminar por proceder de Dios, sino que dejaron de estar puros
en el hombre, cuando él mismo dejó de serlo, de tal manera que no se puede
atribuir a sí mismo ninguna alabanza.
17. LA GRACIA GENERAL DE DIOS LIMITA LA CORRUPCIÓN DE LA
NATURALEZA
Concluyendo: En toda la especie humana se ve que la razón es propia de nuestra
naturaleza, la cual nos distingue de los animales brutos, como ellos se diferencian
por los sentidos de las cosas inanimadas. Porque el que algunos nazcan locos o
estúpidos no suprime la gracia universal de Dios; antes bien, tal espectáculo debe
incitarnos a atribuir lo que tenemos & más a una gran liberalidad de Dios. Porque
si Él no nos hubiera preservado, la caída de Adán hubiera destruido todo cuanto
nos había sido dado.
En cuanto a que unos tienen el entendimiento más vivo, otro mejor juicio, u otra
mayor rapidez para aprender algún arte, con esta variedad Dios nos da a conocer
su gracia, para que ninguno se atribuya nada como cosa propia, pues todo
proviene de la mera liberalidad de Dios. Pues ¿por qué uno es más excelente que
otro, sino para que la gracia especial de Dios tenga preeminencia en la naturaleza
común, dando a entender que al dejar a algunos atrás, no está obligada a
ninguno? Más aún, Dios inspira actividades particulares a cada uno, conforme a
su vocación. De esto vemos numerosos ejemplos en el libro de los Jueces, en el
cual se dice que el Señor revistió de su Espíritu a los que Él llamaba para regir a
su pueblo (6,34). En resumen, en todas las cosas importantes hay algún impulso.
Particular, Por esta causa muchos hombres valientes, cuyo corazón Dios había
tocado, siguieron a Saúl. Y cuando le comunican que Dios quiere ungirlo rey,
Samuel le dice: "El Espíritu de Jehová vendrá sobre ti con poder... y serás mudado
en otro hombre" (1 Sm. 10, 6). Esto se extiende a todo el tiempo de su reinado,
como se dice luego de David que "desde aquel día en adelante (el de su unción) el
Espíritu de Jehová vino sobre David" (1 Sm.16, 13).
Y lo mismo se ve en otro lugar respecto a estos impulsos particulares. Incluso
Homero dice que los hombre tienen ingenio, no solamente según se lo dio Júpiter
a cada uno, sino también según como le guía cada día45. Y la experiencia nos
enseña, cuando los más ingeniosos se hallan muchas veces perplejos, que los
entendimientos humanos están en manos de Dios, el cual los rige en cada
momento. Por esto se dice que Dios quita el entendimiento a los prudentes, para
hacerlos andar descaminados por lugares desiertos (Sal 107, 40). Sin embargo,
no dejamos de ver en esta diversidad las huellas que aún quedan de la imagen de
Dios, las cuales diferencian al género humano de todas las demás criaturas.
18. LAS COSAS CELESTIALES. POR NOSOTROS MISMOS NO PODEMOS
CONOCER AL VERDADERO DIOS
Queda ahora por aclarar qué es lo que puede la razón humana por lo que respecta
al reino de Dios, y la capacidad que posee para comprender la sabiduría celestial,
que consiste en tres cosas: (1) en conocer a Dios; (2) su voluntad paternal, y su
favor por nosotros, en el cual se apoya nuestra salvación; (3) cómo debemos
regular nuestra vida conforme a las disposiciones de su ley.
45
Odisea, 18, 137.
No podemos por nosotros mismos conocer al verdadero Dios. Respecto a los dos
primeros puntos y especialmente al segundo, los hombres más inteligentes son
tan ciegos como topos. No niego que muchas veces se encuentran en los libros de
los filósofos sentencias admirables y muy atinadas respecto a Dios, pero siempre
se ven en ellas confusas imaginaciones. Ciertamente Dios les ha dado como
arriba dijimos un cierto gusto de Su divinidad, a fin de que no pretendiesen
ignorancia para excusar su impiedad, y a veces les ha forzado a decir sentencias
tales, que pudieran convencerles; pero las vieron de tal manera, que no pudieron
encaminarse a la verdad, ¡y cuánto menos alcanzarla!
Podemos aclarar esto con ejemplos. Cuando hay tormenta, si un hombre se
encuentra de noche en medio del campo, con el relámpago verá un buen trecho
de espacio a su alrededor, pero no será más que por un momento y tan de
repente, que, antes de que pueda moverse, ya está otra vez rodeado por la
oscuridad de la noche, de modo que aquella repentina claridad no le sirve para
atinar con el recto camino.
Además, aquellas gotitas de verdad que los filósofos vertieron en sus libros ¡con
cuántas horribles mentiras no están mezcladas! Y finalmente, la certidumbre de la
buena voluntad de Dios hacia nosotros – sin la cual por necesidad el
entendimiento del hombre se llena de confusión – ni siquiera les pasó por el
pensamiento. Y así, nunca pudieron acercarse a esta verdad ni encaminarse a
ella, ni tomarla por blanco, para poder conocer quién es el verdadero Dios y qué
es lo que pide de nosotros.
19. TESTIMONIO DE LA ESCRITURA
Pero como, embriagados por una falsa presunción, se nos hace muy difícil creer
que nuestra razón sea tan ciega e ignorante para entender las cosas divinas, me
parece mejor probar esto con el testimonio de la Escritura, que con argumentos.
Admirablemente lo expone san Juan cuando dice que desde el principio la vida
estuvo en Dios, y aquella vida era la luz de los hombres, y que la luz resplandece
en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron (Jn. 1,4-5). Con estas palabras
nos da a entender que el alma del hombre tiene en cierta manera algo de luz
divina, de suerte que jamás está sin algún destello de ella; pero que con eso no
puede comprender a Dios. ¿Por qué esto? Porque toda su penetración del
conocimiento de Dios no es más que pura oscuridad. Pues al llamar el Espíritu
Santo a los hombres "tinieblas", los despoja por completo de la facultad del
conocimiento espiritual. Por esto afirma que los fieles que reciben a Cristo "no son
engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de
Dios" (Jn. 1,13). Como si dijese que la carne no es capaz de tan alta sabiduría
como es comprender a Dios y lo que a Dios pertenece, sin ser iluminada por el
Espíritu de Dios. Como el mismo Jesucristo atestiguó a san Pedro que se debía a
una revelación especial del Padre, que él le hubiese conocido (Mt. 16,17).
20. SIN REGENERACIÓN E ILUMINACIÓN NO PODEMOS RECONOCER A
DIOS
Por esta causa, lo que aquí quita al hombre lo atribuye en otro lugar a Dios,
rogándole por los efesios de esta manera: "El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el
Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación" (Ef. 1, 17). Vemos por
ello que toda la sabiduría y revelación es don de Dios. ¿Qué sigue a continuación?
Que ilumine los ojos de su entendimiento. Si tienen necesidad de una nueva
revelación, es que por sí mismos son ciegos. Y añade: para que sepáis cuál es la
esperanza de nuestra vocación. Con estas palabras el Apóstol demuestra que el
entendimiento humano es incapaz de comprender su vocación. Y no hay razón
alguna para que los pelagianos digan que Dios socorre a esta torpeza e
ignorancia, cuando guía el entendimiento del hombre con su Palabra a donde él
sin guía no podría en manera alguna llegar. Porque David tenía la Ley, en la que
estaba comprendida toda la sabiduría que se podía desear; y, sin embargo, no
contento con ello, pedía a Dios que abriera sus ojos, para considerar los misterios
de su Ley (Sal 119, 18). Con lo cual declaró que la Palabra de Dios, cuando
ilumina a los hombres, es como el sol cuando alumbra la tierra; pero no consiguen
gran provecho de ello hasta que Dios les da, o les abre los ojos para que vean. Y
por esta causa es llamado "Padre de las luces" (Sant. 1, 17), porque doquiera que
Él no alumbra con su Espíritu, no puede haber más que tinieblas. Que esto es así,
claramente se ve por los apóstoles, que adoctrinados más que de sobra por el
mejor de los maestros, sin embargo les promete el Espíritu de verdad, para que
los instruya en la doctrina que antes habían oído (Jn. 14,26). Si al pedir una cosa a
Dios confesamos por lo mismo que carecemos de ella, y si Él al prometérnosla,
deja ver que estamos faltos de ella, hay que confesar sin lugar a dudas, que la
facultad que poseemos para entender los misterios divinos, es la que su majestad
nos concede iluminándonos con su gracia. Y el que presume de más inteligencia,
ese tal está tanto más ciego, cuanto menos comprende su ceguera.
22. ¿PODEMOS POR NOSOTROS MISMOS REGULAR BIEN NUESTRA
VIDA?
46
Protágoras, 357.
23. EL FILÓSOFO TEMISTIO SE ACERCÓ MÁS A LA VERDAD, DICIENDO
QUE EL ENTENDIMIENTO SE ENGAÑA MUY POCAS VECES
RESPECTO A LOS PRINCIPIOS GENERALES, PERO QUE CON
FRECUENCIA CAE EN EL ERROR CUANDO JUZGA DE LAS COSAS
EN PARTICULAR
Ahora bien, cuando oímos que hay en el hombre un juicio universal para discernir
el bien y el mal, no hemos de pensar que tal juicio esté por completo sano e
íntegro. Porque si el entendimiento de los hombres tuviese la facultad de discernir
entre el bien y el mal solamente para que no pretexten ignorancia, no sería
necesario que conociesen la verdad en cada cosa particular; bastaría conocerla lo
suficiente para que no se excusasen sin poder ser convencidos por el testimonio
de su conciencia, y que desde ese punto comenzasen a sentir temor del tribunal
de Dios.
47
Paráfrasis al libro III; Del Alma.
48
Medea, en Metamorfosis, de Ovidio, VII, 20.
Si de hecho confrontamos nuestro entendimiento con la Ley de Dios, que es la
norma perfecta de justicia, veremos cuánta es su ceguera. Ciertamente no
comprende lo principal de la primera Tabla49, que es poner toda nuestra confianza
en Dios, darle la alabanza de la virtud y la justicia, invocar su santo nombre y
guardar el verdadero sábado que es el descanso espiritual. ¿Qué entendimiento
humano ha olfateado y rastreado jamás, por su natural sentimiento, que el
verdadero culto a Dios consiste en estas cosas y otras semejantes? Porque
cuando los paganos quieren honrar a Dios, aunque los apartéis mil veces de sus
locas fantasías, vuelven siempre a recaer en ellas. Ciertamente confesarán que
los sacrificios no agradan a Dios si no les acompaña la pureza del corazón. Con
ello atestiguan que tienen algún sentimiento del culto espiritual que se debe a
Dios, el cual falsifican luego de hecho con sus falsas ilusiones. Porque nunca se
podrían convencer de que lo que la Ley prescribe sobre el culto es la verdad.
¿Será razonable que alabemos de vivo y agudo a un entendimiento que, por sí
mismo no es capaz de entender, ni quiere escuchar a quien le aconseja bien?
En cuanto a los mandamientos de la segunda Tabla, tiene algo más de
inteligencia, porque se refiere más al orden de la vida humana; aunque aun
en esto cae en deficiencias. Pues al más excelente ingenio le parece absurdo
aguantar un poder duro y excesivamente riguroso, cuando de alguna manera
puede librarse de él. La razón humana no puede concebir sino que es de
corazones serviles soportar pacientemente tal dominio; y, al contrario, que es
de espíritus animosos y esforzados hacerle frente. Los mismos filósofos no
reputan un vicio vengarse de las injurias. Sin embargo, el Señor condena
esta excesiva altivez del corazón y manda que los suyos tengan esa
paciencia que los hombres condenan y vituperan. Asimismo nuestro
entendimiento es tan ciego respecto a la observancia de la Ley, que es
incapaz de conocer el mal de su concupiscencia. Pues el hombre sensual no
puede ser convencido de que reconozca el mal de su concupiscencia; antes
de llegar a la entrada del abismo se apaga su luz natural. Porque, cuando los
filósofos designan como vicios los impulsos excesivos del corazón, se refieren
a los que aparecen y se ven claramente por signos visibles. Pero los malos
deseos que solicitan el corazón más ocultamente, no los tienen en cuenta.
25. A PESAR DE LAS BUENAS INTENCIONES, SOMOS INCAPACES POR
NOSOTROS MISMOS DE CONCEBIR EL BIEN
Por tanto, así como justamente hemos rechazado antes la opinión de Platón,
de que todos los pecados proceden de ignorancia, también hay que condenar
la de los que piensan que en todo pecado hay malicia deliberada, pues
demasiado sabemos por experiencia que muchas veces caemos con toda la
buena intención. Nuestra razón está presa por tanto desvarío, y sujeta a
tantos errores; encuentra tantos obstáculos y se ve en tanta perplejidad
49
Los diez mandamientos son divididos aquí en dos partes: la Tabla primera contiene los cuatro
primeros mandamientos relativos al amor de Dios; la segunda Tabla los seis últimos referentes al
amor del prójimo (Institución II, vm, II).
194 LIBRO II — CAPÍTULO II LIBRO II — CAPÍTULO I I
muchas veces, que está muy lejos de encontrarse capacitada para guiamos
por el debido camino. Sin lugar a dudas el apóstol san Pablo muestra cuán
sin fuerzas se encuentra la razón para conducirnos por la vida, cuando dice
que nosotros, de nosotros mismos, no somos aptos para pensar algo como de
nosotros mismos (2 Cor. 3, 5). No habla de la voluntad ni de los afectos, pero
nos prohíbe suponer que está en nuestra mano ni siquiera pensar el bien que
debemos hacer. ¿Cómo?, dirá alguno. ¿Tan depravada está toda nuestra
habilidad, sabiduría, inteligencia y solicitud, que no puede concebir ni pensar
cosa alguna aceptable a Dios? Confieso que esto nos parece excesivamente
duro, pues no consentimos fácilmente que quieran privarnos de la agudeza de
nuestro entendimiento, que consideramos el más valioso don que poseemos.
Pero el Espíritu Santo, que sabe que todos los pensamientos de los sabios del
mundo son vanos y que claramente afirma que todo cuanto el corazón del
hombre maquina e inventa no es más que maldad ( Sal 94,11; Gn. 6, 3),
juzga que ello es así. Si todo cuanto nuestro entendimiento concibe, ordena
e intenta es siempre malo ¿cómo puede pensar algo grato a Dios, a quien
únicamente puede agradar la justicia y la santidad? Y por ello se puede ver
que, doquiera se vuelva nuestro entendimiento, está sujeto a la vanidad. Esto
es lo que echaba muy en falta David en sí mismo cuando pedía
entendimiento para conocer bien los mandatos de Dios (Sal 119,34), dando a
entender con tales palabras que no le bastaba su entendimiento, y que por ello
necesitaba uno nuevo. Y esto no lo pide una sola vez, sino hasta casi diez
veces reitera tal petición en un mismo salmo, denotando así cuánto necesitaba
conseguir esto de Dios. Y lo que David pide para sí, san Pablo lo suele pedir
en general para todas las iglesias: "No cesamos de orar por vosotros, y de
pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e
inteligencia espiritual, para que andéis como es digno del Señor..." (Col. 1, 9-10 ;
Flp. 1, 4). Adviértase que al decir que ello es un beneficio de Dios equivale a
proclamar que no estriba en la facultad del hombre.
San Agustín ha experimentado hasta tal punto esta deficiencia de nuestro
entendimiento en orden a entender las cosas divinas, que confiesa que no es
menos necesaria 'la gracia del Espíritu Santo para iluminar nuestro
entendimiento, que lo es la claridad del sol para nuestros ojos 50. Y no
satisfecho con esto, como si no hubiera dicho bastante, se corrige al punto,
diciendo que nosotros abrimos los ojos del cuerpo para ver la claridad del
sol, pero que los ojos de nuestro entendimiento siempre estarán cerrados, si
el Señor no los abre.
En cada momento nuestro espíritu depende de Dios. Además, la Escritura no
dice que nuestro entendimiento es iluminado de una vez para siempre, de
suerte que en adelante pueda ver ya por sí mismo. Porque la cita de san
Pablo poco antes mencionada, se refiere a una ininterrumpida continuidad y
progreso de los fieles. Y claramente lo da a entender David con estas
palabras: "Con todo mi corazón te he buscado; no me dejes desviarme de tus
50
De la pena y remisión de los pecados, lib. II. cap. 5
mandamientos" (Sal 119, 10). Pues, aunque fue regenerado y había aventajado
a los demás en el temor de Dios, sin embargo, confiesa que necesita a
cada momento ser enderezado por el buen camino, a fin de no apartarse de la
doctrina en que ha sido instruido. Por eso en otro lugar pide que le sea
renovado el espíritu de rectitud, que por su culpa había perdido (Sal 51, 10),
porque a Dios pertenece devolvernos lo que por algún tiempo nos había
quitado, igual que dárnoslo al principio.
26. EL DESEO NATURAL DEL BIEN NO PRUEBA LA LIBERTAD DE LA
VOLUNTAD
Los que atribuyen a la primera gracia de Dios el que nosotros podamos querer
eficazmente, parecen dar a entender con sus palabras, igualmente, que existe en
el alma una cierta facultad de apetecer voluntariamente el bien, pero tan débil que
no logra cuajar en un firme anhelo, ni hacer que el hombre realice el esfuerzo
necesario. No hay duda de que ésta ha sido opinión común entre los
escolásticos, y que la tomaron de Orígenes y algunos otros escritores
antiguos; pues, cuando consideran al hombre en su pura naturaleza, lo
describen según las palabras de san Pablo : "No hago lo que quiero, sino lo
que aborrezco, eso hago". "El querer el bien está en mí, pero no el hacerlo"
(Rom. 7, 15. 18). Pero pervierten toda la disputa de que trata en aquel lugar
el Apóstol. Él se refiere a la lucha cristiana, de la que también trata más
brevemente en la epístola a los Gálatas, que los fieles experimentan
perpetuamente entre la carne y el espíritu; pero el espíritu no lo poseen
naturalmente, sino por la regeneración. Y que el Apóstol habla de los
regenerados se ve porque, después de decir que en él no habita bien alguno,
explica luego que él entiende esto de su carne; y, por tanto, niega que sea él
quien hace el mal, sino que es el pecado que habita en él. ¿Qué quiere decir
esta corrección: "En mí, o sea, en mi carne"? Evidentemente es como si dijera :
"No habita en mí bien alguno mío, pues no es posible hallar ninguno en mi
carne". Y de ahí se sigue aquella excusa: "No soy yo quien hace el mal, sino
el pecado que habita en mí", excusa aplicable solamente a los fieles, que se
esfuerzan en tender al bien por lo que hace a la parte principal de su alma.
Además, la conclusión que sigue claramente explica esto mismo : "Según el
hombre interior" dice el Apóstol "me deleito en la Ley de Dios ; pero veo otra ley
en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente" (Rom. 7, 22-23).
¿Quién puede llevar en sí mismo tal lucha, sino el que, regenerado por el
Espíritu de Dios, lleva siempre en sí restos de su carne? Y por eso san Agustín,
habiendo aplicado algún tiempo este texto de la Escritura a la naturaleza del
hombre, ha retractado luego su exposición como falsa e inconveniente51. Y
verdaderamente, si admitimos que el hombre tiene la más insignificante
tendencia al bien sin la gracia de Dios, ¿qué responderemos al Apóstol, que
niega que seamos capaces incluso de concebir el bien (2 Cor. 3, 5)? ¿Qué
responderemos al Señor, el cual dice por Moisés, que todo cuanto forja el
corazón del hombre no es más que maldad (Gn.8,21)?
51
Retractaciones, lib. 1, 23.
Estamos completamente bajo la servidumbre del pecado. Por tanto, habiéndose
equivocado en la exposición de este pasaje, no hay por qué hacer caso de sus
fantasías. Más bien, aceptemos lo que dice Cristo: "Todo aquel que hace pecado,
esclavo es del pecado" (Jn. 8,34). Todos somos por nuestra naturaleza pecadores;
luego se sigue que estamos bajo el yugo del pecado. Y si todo hombre está
sometido a pecado, por necesidad su voluntad, sede principal del pecado, tiene
que estar estrechamente ligada. Pues no podría ser verdad en otro caso lo que
dice san Pablo, que Dios es quien produce en nosotros el querer (Flp. 2,13), si
algo en nuestra voluntad precediese a la gracia del Espíritu Santo.
Por tanto, dejemos a un lado cuantos desatinos se han proferido respecto a la
preparación al bien; pues, aunque muchas veces los fieles piden a Dios que
disponga su corazón para obedecer a la Ley, como lo hace David en muchos
lugares, sin embargo hay que notar que ese mismo deseo proviene de Dios. Lo
cual se puede deducir de sus mismas palabras; pues al desear que se cree en él
un corazón limpio, evidentemente no se atribuye a sí mismo tal creación. Por lo
cual admitimos lo que dice san Agustín: "Dios te ha prevenido en todas las cosas;
prevén tú alguna vez su ira. ¿De qué manera? Confiesa que todas estas cosas las
tienes de Dios, que todo cuanto de bueno tienes viene de Él, y todo el mal viene
de ti." Y concluye él: "Nosotros no tenemos otra cosa sino el pecado''52.
52
Sermón 176.
Y en cuanto al alma, no se dice que renace si sólo es renovada en cuanto a
alguna facultad, y no completamente. Y se confirma por la comparación que
tanto Cristo como san Pablo establecen; pues el espíritu se compara con la
carne de tal manera, que no queda nada en lo que convengan entre sí.
Luego, cuanto hay en el hombre, si no es espiritual, por el mismo hecho tiene
que ser carnal. Ahora bien, no tenemos nada espiritual que no proceda de la
regeneración; por tanto, todo cuanto tenemos en virtud de nuestra
naturaleza no es sino carne. Y si alguna duda nos queda sobre este
punto, nos la quita el Apóstol, cuando, después de describir y pintar al
viejo hombre, del que dice que está viciado por sus desatinadas
concupiscencias, manda que nos renovemos en el espíritu de nuestra mente
(EL 4, 23). No pone los deseos ilícitos y malvados solamente en la parte
sensual, sino también en el mismo entendimiento; y por eso manda que sea
renovado. Y poco antes hace una descripción de la naturaleza humana, que
demuestra que estamos corrompidos y pervertidos en todas nuestras
facultades. Pues cuando dice que los gentiles "andan en la vanidad de su
mente, teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por
la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazón" (Ef. 4, 17-18), no
hay duda de que se refiere a todos aquellos que Dios no ha reformado aún
conforme a la rectitud de su sabiduría y justicia. Y más claramente se puede
ver por la comparación que luego pone, en la cual recuerda a los fieles que no
han aprendido así a Cristo. Porque de estas palabras podemos concluir que la
gracia de Jesucristo es el único remedio para librarnos de tal ceguera y de los
males subsiguientes.
Lo mismo afirma Isaías, que había profetizado acerca del reino de Cristo
diciendo: "He aquí que las tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones;
más sobre ti amanecerá Jehová, y sobre ti será vista su gloria" (Is. 60, 2).
No citaré todos los textos que hablan de la vanidad del hombre, especialmente los
de David y los profetas. Pero viene muy a propósito lo que dice David, que
pesando al hombre y a la vanidad, se vería que él es más vano que ella
misma (Sal 62,9). Es éste un buen golpe a su entendimiento, pues todos los
pensamientos que de él proceden son tenidos por locos, frívolos, desatinados y
perversos.
2. EL CORAZÓN DEL HOMBRE ES VICIOSO Y ESTÁ VACÍO DE TODO
BIEN
53
Edición Valera, 1597: "procurando con un cierto género de majestad que aun los demás hagan
su deber".
4. SIN EL DESEO DE GLORIFICAR A DIOS, TODAS SUS GRACIAS SON
MANCILLADAS
Quizá diga alguno que la cuestión no está aún resuelta. Porque, o hacemos
a Camilo54 semejante a Catilina, o tendremos que ver por fuerza en Camilo,
que si la naturaleza se encamina bien, no está totalmente vacía de bondad.
Confieso que las excelentes virtudes de Camilo fueron dones de Dios, y que
con toda justicia, consideradas en sí mismas, son dignas de ala banza. Pero
¿de qué manera prueban que él tenía una bondad natural? Para demostrar
esto hay que volver a reflexionar sobre el corazón y argumentar así: Si un
hombre natural fue dotado de tal integridad en su manera de vivir, nuestra
naturaleza evidentemente no carece de cierta facultad para apetecer el bien.
Pero, ¿qué sucederá si el corazón fuere perverso y malo, que nada desea
menos que seguir el bien? Ahora bien, si concedemos que él fue un hombre
natural, no hay duda alguna de que su corazón fue así. Entonces, ¿qué
facultad respecto al bien pondremos en la naturaleza humana, si en la mayor
manifestación de integridad que conocemos resulta que siempre tiende a la
corrupción? En consecuencia, así como no debemos alabar a un hombre de
virtuoso, si sus vicios están encubiertos bajo capa de virtud, igualmente no
hemos de atribuir a la voluntad del hombre la facultad de apetecer lo bueno,
mientras permanezca estancada en su maldad.
Por lo demás, la solución más fácil y evidente de esta cuestión es decir que estas
virtudes no son comunes a la naturaleza, sino gracias particulares del Señor,
que las distribuye incluso a los infieles del modo y en la medida que lo tiene por
conveniente. Por eso en nuestro modo corriente de hablar no dudamos en
decir que uno es bien nacido, y el otro no; que éste es de buen natural, y el
otro de malo. Sin embargo, no por ello excluimos a ninguno de la universal
condición de la corrupción humana, sino que damos a entender la gracia
particular que Dios ha concedido a uno, y de la que ha privado al otro.
Queriendo Dios hacer rey a Saúl lo formó como a un hombre nuevo (1 Sm.10,
6). Por esto Platón, siguiendo la fábula de Hornero, dice que los hijos de los
reyes son formados de una masa preciosa, para diferenciarlos del vulgo, porque
Dios, queriendo mirar por el linaje humano, dota de virtudes singulares a los
que constituye en dignidad; y ciertamente que de este taller han salido los
excelentes gobernantes de los que las historias nos hablan. Y lo mismo se
ha de decir de los que no desempeñan oficios públicos.
Mas, como quiera que cada uno, cuanto mayor era su excelencia, más se
haya dejado llevar de la ambición, todas sus virtudes, quedaron mancilladas
y perdieron su valor ante Dios, y todo cuanto parecía digno de alabanza en los
hombres profanos ha de ser tenido en nada. Además, cuando no hay deseo
alguno de que Dios sea glorificado, falta lo principal de la rectitud. Es
evidente que cuantos no han sido regenerados están vacíos y bien lejos de
54
Camilo era un personaje muy a menudo citado por los poetas romanos como ejemplo de virtud.
Cfr. Horacio, Carmen I, 12, 42.
poseer este bien. No en vano se dice en Isaías, que el espíritu de temor
de Dios reposará sobre Cristo (Is. 11,2). Con lo cual se quiere dar a
entender, que cuantos son ajenos a Cristo están también privados de este
temor, que es principio de sabiduría.
En cuanto a las virtudes que nos engañan con su vana apariencia, serán muy
ensalzadas ante la sociedad y entre los hombres en general, pero ante el
juicio de Dios no valdrán lo más mínimo para obtener con ellas justicia.
5. EL HOMBRE NATURAL ESTÁ DESPOJADO DE TODA SANA
VOLUNTAD
Así que la voluntad estando ligada y cautiva del pecado, no puede en modo
alguno moverse al bien, ¡cuánto menos aplicarse al mismo! ; Pues semejante
movimiento es el principio de la conversión a Dios, lo cual la Escritura lo
atribuye totalmente a la gracia de Dios. Y así Jeremías pide al Señor que le
convierta, si quiere que sea convertido (Jer. 31,18). Y por esta razón en el
mismo capítulo, el profeta dice, describiendo la redención espiritual de los
fieles, que son rescatados de la mano de otro más fuerte; dando a entender
con tales palabras, cuán fuertes son los lazos que aprisionan al pecador
mientras, alejado de Dios, vive bajo la tiranía del Diablo. Sin embargo, el
hombre cuenta siempre con su voluntad, la cual por su misma afición está
muy inclinada a pecar, y busca cuantas ocasiones puede para ello. Porque
cuando el hombre se vio envuelto en esta necesidad, no por ello fue despojado
de su voluntad, sino de su sana voluntad. Por esto no se expresa mal san
Bernardo, al decir que en todos los hombres existe el querer; mas querer el
bien es bendición, y querer lo malo, es pérdida. Así que al hombre le
queda simplemente el querer; el querer el mal viene de nuestra naturaleza
corrompida, y querer el bien, de la gracia 55. Y en cuanto a lo que digo, que la
voluntad se halla despojada de su libertad y necesariamente atraída hacia el mal,
es de maravillar que haya quien tenga por dura tal manera de hablar, pues
ningún absurdo encierra en sí misma, y ha sido usada por los doctores
antiguos.
57
La perfección de la justicia, cap. VI.
58
De la naturaleza y la gracia, cap. Lxvi, 79.
59
Sermón sobre el Cantar de los Cantares, cap. LXXXI, 7
60
Ibid., cap. txxxi, 9.
Sentencias, no habiendo sabido distinguir entre necesidad y violencia, ha
abierto la puerta a un error muy pernicioso, diciendo que el hombre podría
evitar el pecado, puesto que peca libremente'.61
6. EL ÚNICO REMEDIO ES QUE DIOS REGENERE NUESTROS
CORAZONES Y NUESTRO ESPÍRITU
Cuando el Apóstol dice a los filipenses que él confía en que quien comenzó la
buena obra en ellos, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo (Flp. 1, 6), no
hay duda de que por principio de buena obra entiende el origen mismo y el
principio de la conversión, lo cual tiene lugar cuando Dios convierte la voluntad.
Así que Dios comienza su obra en nosotros inspirando en nuestro corazón el
amor y el deseo de la justicia; o, para hablar con mayor propiedad, inclinando,
formando y enderezando nuestro corazón hacia la justicia; pero perfecciona
y acaba su obra confirmándonos, para que perseveremos. Así pues, para que
nadie se imagine que Dios comienza el bien en nosotros cuando nuestra
voluntad, que por sí sola es débil, recibe ayuda de Dios, el Espíritu Santo
en otro lugar expone de qué vale nuestra voluntad por sí sola. "Os daré"
dice Dios, "corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y
quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de
carne. Y pondré en vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis esta tutos"
(Ez. 36, 26-27). ¿Quién dirá ahora que simplemente la debilidad de nuestra
voluntad es fortalecida para que pueda aspirar eficazmente a escoger el bien,
puesto que vemos que es totalmente reformada y renovada? Si la piedra
fuera tan suave que simplemente con tocarla se le pudiera dar la forma que
nos agradare, no negaré que el corazón del hombre posea cierta aptitud para
obedecer a Dios, con tal de que su gracia supla la imperfección que tiene. Pero si
con esta semejanza el Señor ha querido demostrarnos que era imposible extraer
de nuestro corazón una sola gota de bien, sí no es del todo transformado,
entonces no dividamos entre Él y nosotros la gloria y alabanza que Él se apropia y
atribuye como exclusivamente suya.
Dios cambia nuestra voluntad de buena en mala. Así que, si cuando el Señor nos
convierte al bien, es como si una piedra fuese convertida en carne, evidentemente
cuanto hay en nuestra voluntad desaparece del todo, y lo que se introduce en su
lugar es todo de Dios. Digo que la voluntad es suprimida, no en cuanta voluntad,
porque en la conversión del hombre permanece íntegro lo que es propio de su
primera naturaleza. Digo también que la voluntad es hecha nueva, no porque
comience a existir de nuevo, sino porque de mala es convertida en buena. Y digo
61
Libro de las Sentencias, lib. II, dist. 25.
que esto lo hace totalmente Dios, porque, según el testimonio del Apóstol, no
somos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros
mismos (2 Cor. 3, 5). Por esta causa en otro lugar dice, que Dios no solamente
ayuda a nuestra débil voluntad y corrige su malicia, sino que produce el querer en
nosotros (Flp. 2,13). De donde se deduce fácilmente lo que antes he dicho: que
todo el bien que hay en la voluntad es solamente obra de la gracia. Y en este
sentido el Apóstol dice en otra parte, que Dios es quien obra "todas las cosas en
todos" (1 Cor. 12, 6). En este lugar no se trata del gobierno universal, sino que
atribuye a Dios exclusivamente la gloria de todos los bienes de que están los fieles
adornados. Y al decir "todas las cosas", evidentemente hace a Dios autor de la
vida espiritual desde su principio a su término. Esto mismo lo había enseñado
antes con otras palabras, diciendo que los fieles son de Dios en Cristo (1 Cor. 8,6).
Con lo cual bien claramente afirma una nueva creación, por la cual queda
destruido todo lo que es de la naturaleza común.
A esto viene también la oposición entre Adán y Cristo, que en otro lugar propone
más claramente, donde dice que nosotros "somos hechura suya, creados en
Cristo, para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que
anduviésemos en ellas" (Ef. 2,10). Pues con esta razón quiere probar que nuestra
salvación es gratuita, en cuanto que el principio de todo bien proviene de la
segunda creación, que obtenemos en Cristo. Ahora bien, si hubiese en nosotros la
menor facultad del mundo, también tendríamos alguna parte de mérito. Pero, a fin
de disipar esta fantasía de un mérito de nuestra parte, argumenta de esta manera:
"porque en Cristo fuimos creados para las buenas obras, las cuales Dios preparó
de antemano"; con las cuales palabras quiere decir que todas las buenas obras en
su totalidad, desde el primer momento hasta la perseverancia final, pertenecen a
Dios.
Por la misma razón el Profeta, después de haber dicho que somos hechura de
Dios, para que no se establezca división alguna añade que nosotros no nos
hicimos (Sal 100, 3); y que se refiere a la regeneración, principio de la vida
espiritual, está claro por el contexto; pues luego sigue: "pueblo suyo somos, y
ovejas de su prado" (Ibid.). Vemos, pues, que el Profeta no se dio por satisfecho
con haber atribuido a Dios simplemente la gloria de nuestra salvación, sino que
nos excluye totalmente de su compañía, como si dijera que ni tanto así le queda al
hombre de que poderse gloriar, porque todo es de Dios.
Mas, quizás haya alguno que se muestre de acuerdo en que la voluntad por sí
misma está alejada del bien y que por la sola potencia de Dios se convierte a la
justicia, pero que, a pesar de todo, una vez preparada, obra también en ella por
su parte, como escribe san Agustín: "La gracia precede a toda buena obra, y
en el bien obrar la voluntad es conducida por la gracia, y no la guía; la
voluntad sigue, y no precede" 62. Esta sentencia no contiene mal alguno en sí,
pero ha sido pervertida y mal aplicada a este propósito por el Maestro de las
Sentencias63. Ahora bien, digo que tanto en las palabras que he citado del
Profeta como en otros lugares semejantes, hay que notar dos cosas: que el
Señor corrige, o por mejor decir, destruye nuestra perversa voluntad, y que
luego nos da El mismo otra buena. En cuanto nuestra voluntad es prevenida
por la gracia, admito que se la llame sierva; pero en cuanto al ser
reformada es obra de Dios, no se puede atribuir al hombre que él por su
voluntad obedezca a la gracia preveniente.
La gracia sola produce la voluntad. Por tanto, no se expresó bien san Crisóstomo
cuando dijo: "Ni la gracia sin la voluntad, ni la voluntad sin la gracia,
pueden obrar cosa alguna" 64. Como si la voluntad misma no fuera hecha y
formada por la gracia según lo hemos probado poco antes por san Pablo.
8. TESTIMONIO DE LA ESCRITURA
62
Carta 176, cap. III
63
Libro de las Sentencias, lib. II, dist. 26.
64
Homilía LXXXII, 4.
65
De la Pena y el Perdón de los pecados, lib. II, cap. xv, 28.
66
De la Gracia de Cristo y del Pecado Original, lib. I, cap. xiv.
evidentes de la Escritura. Y luego, para que nadie nos acuse de que alteramos
la Escritura, mostremos que la verdad que enseñamos, también la enseñó san
Agustín. No creo que sea conveniente citar todos los testimonios que se
pueden hallar en la Escritura para confirmación de nuestra doctrina; bastará
que escojamos algunos que sirvan para comprender los demás, que por
doquier aparecen en la Escritura. Por otra parte me parece que no estará de
más mostrar con toda evidencia que estoy lejos de disentir del parecer de este
gran santo, al que la Iglesia tiene en tanta veneración 67
Ante todo, se verá con razones claras y evidentes que el principio del bien no
viene de nadie más que de Dios. Pues nunca se verá que la voluntad se
incline al bien si no es en los elegidos. Ahora bien, la causa de la elección hay
que buscarla fuera de los hombres; de donde se sigue que el hombre no tiene
la buena voluntad por sí mismo, sino que proviene del mismo gratuito favor
con que fuimos elegidos antes de la creación del mundo.
Por tanto, cuando el Señor en la conversión de los suyos pone estas dos
cosas: quitarles el corazón de piedra, y dárselo de carne, claramente atestigua la
necesidad de que desaparezca lo que es nuestro, para que podamos ser
convertidos a la justicia; y, por otra parte, que todo cuanto pone en su lugar,
viene de su gracia. Y esto no lo dice en un solo pasaje. Porque también leemos en
Jeremías: "Y les daré un corazón, y un camino, para que me teman
perpetuamente" (Jer. 32, 39). Y un poco después: "Y pondré mi temor en el
corazón de ellos, para que no se aparten de mí" (Jer. 32,40). Igualmente en
Ezequiel: "Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos;
y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un
corazón de carne" (Ez.11, 19). Más claramente no podría Dios privamos a
nosotros y atribuirse a sí mismo la gloria de todo el bien y rectitud de nuestra
voluntad, que llamando a nuestra conversión creación de un nuevo espíritu y un
nuevo corazón.
Pues de ahí se sigue que ninguna cosa buena puede proceder de nuestra
voluntad mientras no sea reformada; y que después de haberlo sido, en
cuanto es buena es de Dios, y no de nosotros mismos.
67
Latín: "cui plurimum authoritas merito defert piorum consensus" (al cual la opinión general de los fieles
adscribe la mayor autoridad).
9. LA EXPERIENCIA DE LOS SANTOS
Y así vemos que los santos han orado, como cuando Salomón decía: "Incline" —
el Señor — "nuestro corazón hacia él, para que andemos en todos sus
caminos, y guardemos todos sus mandamientos..." (1 Re. 8, 58). Con ello
demuestra la rebeldía de nuestro corazón al decir que es naturalmente rebelde
contra Dios y su Ley, si Dios no lo convierte. Lo mismo se dice en el Salmo:
"Inclina mi corazón a tus testimonios" (Sal 119,36). Pues hay que notar
siempre la oposición entre la perversidad que nos induce a ser rebeldes a
Dios, y el cambio por el que somos sometidos a su servicio. Y cuando David,
viendo que durante algún tiempo había sido privado de la gracia de Dios, pide
al Señor que cree en él un corazón limpio y renueve en sus entrañas el espíritu de
rectitud (Sal 51,10), ¿no reconoce con ello que todo su corazón está lleno de
suciedad, y que su espíritu se halla encenagado en la maldad? Además, al
llamar a la limpieza que pide, "obra de Dios", ¿no le atribuye por ventura
toda la gloria?
Por supuesto, hay que enseñar a los hombres que la bondad de Dios está a
disposición de cuantos la buscan, sin excepción alguna. Pero, como quiera que
ninguno comienza a buscarla antes de ser inspirado a ello por el cielo, no hay
que disminuir, ni aun en esto, la gracia de Dios. Y es cierto que sólo a los
elegidos pertenece el privilegio de, una vez regenerados por el Espíritu de Dios,
ser por Él guiados y regidos. Por ello san Agustín, con toda razón, no se burla
menos de los que se jactan de tener parte alguna en cuanto a querer el bien,
que reprende a los que piensan que la gracia de Dios les es dada a todos
indiferentemente. Porque la gracia es el testimonio especial de una gratuita
elección70. "La naturaleza", dice, "es común a todos, mas no la gracia"71. Y dice
que es una sutileza reluciente y frágil como el vidrio, la de aquellos que extienden
a todos en general lo que Dios da a quien le place. Y en otro lugar: "¿Cómo viniste
a Cristo? Creyendo. Pues teme que por jactarte de haber encontrado por ti mismo
el verdadero camino, no lo pierdas. Yo vine, dirás, por mi libre albedrío, por
mi propia voluntad. ¿De qué te ufanas tanto? ¿Quieres ver cómo aun esto te ha
68
Homilía XXII, 5.
69
Calvino atribuye, con dudas, a Ockham una frase que en realidad pertenece a Gabriel Biel, y que
aparece en su comentario a las "Sentencias" de Pedro Lombardo: Epythoma Pariter... II, 27,2.
70
Sermón XXVI, cap. III y XII.
71
Ibíd., cap. VD.
sido dado? Oye al que llama, diciendo: Ninguno viene a mí, si mi Padre no le
trajere"72. Y sin disputa alguna se saca de las palabras del evangelista san Juan
que el corazón de los fieles está gobernado desde arriba con tanta eficacia, que
ellos siguen ese impulso con un afecto inflexible. "Todo aquel", dice, "que es
nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece
en él" (1 Jn. 3, 9). Vemos, pues, que el movimiento sin eficacia que se imaginan
los sofistas, por el cual Dios ofrece su gracia de tal manera que cada uno pueda
rehusarla o aceptarla según su beneplácito, queda del todo excluido cuando
afirmamos que Dios nos hace de tal manera perseverar, que no corremos
peligro de poder apartarnos.
11. LA PERSEVERANCIA NADA DEBE AL MÉRITO DEL HOMBRE
En cuanto a la primera, hay que decir que el Señor, al multiplicar sus gracias
en los suyos y concederles cada día otras nuevas, como le es acepta y
grata la obra que en ellos comenzó, encuentra en ellos motivo y ocasión de
enriquecerlos más aumentando cada día sus gracias. A este propósito hay que
aplicar las sentencias siguientes: "Al que tiene se le dará". Y: "Bien, buen
siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré" (Mt. 25, 21;
Lc.19, 17 .26). Pero hemos de guardarnos de dos vicios: que el buen uso de la
gracia primera no se le atribuya al hombre, como si él con su industria hiciera
eficaz la gracia de Dios; y lo segundo, que no se puede decir que las gracias
concedidas a los fieles son para premiarles por haber usado bien la primera
gracia, como si no les viniese todo de la bondad gratuita de Dios.
Concedo que los fieles han de esperar esta bendición de Dios, que cuanto
mejor uso hagan de sus gracias, tanto mayores les serán conce didas. Pero
digo además, que este buen uso viene igualmente del Señor, y que esta
remuneración procede de su gratuita benevolencia.
72
Cartas de los Pelagianos, lib. 1, cap. XIX.
Agustín la empleó, pero añadiendo una aclaración para dulcificar lo que
parecía tener de áspero. "Dios", dice, "perfecciona cooperando" — quiere decir,
obrando juntamente con otro — "lo que comenzó obrando; y esto es una misma
gracia, pero se llama con nombres diversos conforme a las diversas maneras que
tiene de obrar”73. De donde se sigue que no hace división entre Dios y nosotros,
como si hubiese concurrencia simultánea de Dios y nuestra, sino que
únicamente demuestra cómo aumenta la gracia. A este propósito viene bien
lo que antes hemos alegado, que la buena voluntad del hombre precede a
muchos dones de Dios, entre los cuales está la misma voluntad. De donde se
sigue que no queda nada que pueda atribuirse a sí misma. Lo cual
expresamente san Pablo lo ha declarado. Después de decir que Dios es
quien produce en nosotros el querer como el obrar (Flp. 2, 13), añade que lo
uno y lo otro lo hace "por su buena voluntad", queriendo decir con esta
expresión, su gratuita benignidad.
"He trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo"
(1 Cor. 15, 10). Entienden este texto como sigue: como parece que el Apóstol
se gloría con mucha arrogancia de haber aventajado a los demás, se
corrige atribuyendo la gloria a la gracia de Dios, pero de tal manera que se
pone como parte con Dios en su obrar. Es sorprendente que tantos — que
bajo otro aspecto no eran malos — hayan tropezado en este obstáculo.
Porque el Apóstol no dice que la gracia de Dios trabajó con él, tomándolo
como compañero y parte en el trabajo, sino que precisamente con tal
corrección atribuye todo el honor de la obra a la gracia exclusivamente. No soy
yo, dice, el que ha trabajado, sino la gracia de Dios, que me asistía. Les
engañó lo ambiguo de la expresión, y especialmente la deficiente traducción,
que pasa por alto la fuerza del artículo griego. Pues si se traduce al pie de la
letra el texto del Apóstol, no dice que la gracia de Dios cooperó con él, sino
que la gracia que le asistía lo hacía todo. Es lo que san Agustín con toda
evidencia y con pocas palabras expone como sigue: "Precede la buena
voluntad del hombre a muchos dones de Dios, mas no a todos, porque ella
73
De la Gracia y del Libro Albedrío, cap. xvii.
entra en su número". Y da luego la razón: "porque está escrito: su misericordia
me previene, y su misericordia me seguirá (Sal 59,10; 23,6); al que no
quiere, Dios le previene para que quiera; al que quiere, le sigue, para que
no quiera en vano'74. Con lo cual se muestra de acuerdo san Bernardo al
presentar a la Iglesia diciendo: "Oh Dios, atráeme como por fuerza, para
hacer que yo quiera; tira de mí, que soy perezosa, para que me hagas correr"75
Oigamos ahora las palabras mismas de san Agustín, para que los pelagianos de
nuestro tiempo, sea decir, los sofistas de la Sorbona, no nos echen en cara, como
acostumbran, que todos los doctores antiguos nos son contrarios. Con lo cual
evidentemente imitan a su padre Pelagio, que empleó la misma calumnia con san
Agustín.
Trata éste por extenso esta materia en el libro que tituló De la Corrección y de la
Gracia, del cual citaré brevemente algunos lugares, aunque con sus mismas
palabras. Dice él, que la gracia de perseverar en el bien le fue dada a Adán, para
que usara de ella si quería; pero que a nosotros se nos da para que queramos, y,
queriendo, venzamos la concupiscencia (cap. XI). Así que Adán tuvo el poder, si
hubiere querido, mas no tuvo el querer, para poder; a nosotros se nos da el querer
y el poder. La primera libertad fue poder no pecar; la nuestra es mucho mayor: no
poder pecar (cap. XII). Y a fin de que no pensemos algunos, como lo hizo el
Maestro de las Sentencias76, que se refería a la perfección de que gozamos en la
gloria, más abajo quita la duda, diciendo: "La voluntad de los fieles es de tal
manera guiada por el Espíritu Santo, que pueden obrar bien precisamente porque
así lo quieren; y quieren, porque Dios hace que quieran (2 Cor. 12,9). Porque si
con tan grande debilidad que requiere la intervención de la potencia de Dios para
reprimir nuestro orgullo, se quedasen con su voluntad, de suerte que con el favor
de Dios pudiesen, si quisieran, y Dios no hiciese que ellos quisieran, en medio de
tantas tentaciones su flaca voluntad caería, y con ello no podrían perseverar. Por
eso Dios ha socorrido a la flaqueza de la voluntad de los hombres dirigiéndola con
su gracia sin que ella pueda irse hacia un lado u otro; y así, por débil que sea, no
puede desfallecer". Poco después, en el capítulo catorce, trata también por
extenso de cómo nuestros corazones necesariamente siguen el impulso de Dios,
cuando Él los toca, diciendo así: "Es verdad que Dios atrae a los hombres de
acuerdo con la voluntad de los mismos y no forzándolos, pero es Él quien les ha
dado tal voluntad".
74
Enquiridión, cap. ix.
75
Sermones sobre el Cantar de los Cantares, xxi.
76
Pedro Lombardo, Libro de las Sentencias, lib. 11, dist. 25.
He aquí, confirmado por boca de san Agustín, nuestro principal intento; a saber:
que la gracia no la ofrece Dios solamente para que pueda ser rehusada o
aceptada, según le agrade a cada uno, sino que la gracia, y únicamente ella, es la
que inclina nuestros corazones a seguir su impulso, y hace que elijan y quieran, de
tal manera que todas las buenas obras que se siguen después son frutos y efecto
de la misma; y que no hay voluntad alguna que la obedezca, sino la que ella
misma ha formado. Y por ello, el mismo san Agustín dice en otra parte, que no hay
cosa alguna, pequeña o grande, que haga obrar bien, más que la gracia77.
14. LA GRACIA DE LA PERSEVERANCIA ES GRATUITA
77
De la Gracia y el Libre Albedrío, cap. xx.
78
Carta XCIV, cap. v.
79
El original dice por error "a Bonifacio", Carta CLXXXVI, cap. IV.
80
Ibid., cap. IX.
— que el que él describe en otro lugar: "tal que ni puede convertirse a Dios, ni
permanecer en Dios, más que por la sola gracia; y que todo cuanto puede, sólo
por la gracia lo puede"81
81
Carta CCXIV, cap. VII.
82
Calvino ya ha abordado este tema desde un ángulo distinto: I, XVIII.
abominaciones que de ella se siguen, son llamadas obras de Satanás; la causa,
sin embargo, no se debe buscar fuera de la voluntad de los hombres, de donde
procede la raíz del mal, y en la cual reside el fundamento del reino de Satanás,
que es el pecado.
2. EN QUÉ SE DISTINGUE LA OBRA DE DIOS DENTRO DE UN MISMO
ACTO, DE LA DE SATANÁS Y DE LOS MALVADOS
También se dice que Dios obra en cierta manera, por cuanto Satanás, instrumento
de su ira, según la voluntad y disposición de Dios va de acá para allá para ejecutar
los justos juicios de Dios. Y no me refiero al movimiento universal de Dios por el
cual todas las criaturas son sustentadas, y del que toman el poder y eficacia para
hacer cuanto llevan a cabo. Hablo de su acción particular, la cual se muestra en
83
El paréntesis lo añade el texto francés, pero no el latino ni el de Valera.
cualquier obra. Vemos, pues, que no hay inconveniente alguno en que una misma
obra sea imputada a Dios, a Satanás y al hombre. Pero la diversidad de la
intención y de los medios a ella conducentes hacen que la justicia de Dios
aparezca en tal obra imprescindible, y que la malicia de Satanás y del hombre
resulten evidentes para confusión de los mismos.
3. LA ACCIÓN DE DIOS NO EQUIVALE A SU PRESCIENCIA O
PERMISIÓN
Los doctores antiguos algunas veces temen confesar la verdad en cuanto a esta
materia, para evitar dar ocasión a los impíos de maldecir y hablar
irrespetuosamente y sin la debida reverencia de las obras de Dios. Yo apruebo y
estimo en gran manera semejante modestia. Sin embargo creo que no hay peligro
alguno en retener simplemente lo que la Escritura nos enseña. Ni aun el mismo
san Agustín se vio siempre libre de semejante escrúpulo; por ejemplo cuando dice
que el obceca-miento y el endurecimiento no pertenecen a la operación de Dios,
sino a su presciencia84. Pero su sutileza no puede compaginarse con tantas
expresiones de la Escritura que evidentemente demuestran que interviene algún
otro factor, además de la presciencia de Dios. Y el mismo san Agustín, en el libro
quinto contra Juliano, retractándose de lo que en otro lugar había dicho, prueba
con un largo razonamiento que los pecados no se cometen solamente por
permisión y tolerancia de Dios, sino también por su potencia, a fin de castigar de
esta manera los pecados pasados.
Igualmente, tampoco tiene pies ni cabeza lo que algunos afirman: que Dios
permite el mal, pero que Él no lo envía. Muchísimas veces se dice en la Escritura
que Dios ciega y endurece a los réprobos, que cambia, inclina y empuja su
corazón, según hemos expuesto ya más ampliamente85 Si recurrimos a la
permisión o a la presciencia, no podemos explicar en modo alguno cómo sucede
esto.
Nosotros respondemos que ello tiene lugar de dos maneras. En primer lugar,
siendo así que apenas nos es quitada la luz de Dios, no queda en nosotros más
que oscuridad y ceguera, y que cuando el Espíritu de Dios se aleja de nosotros,
nuestro corazón se endurece como una piedra; resultando que, cuando Él no nos
encamina, andamos perdidos sin remedio; con toda justicia se dice que Él ciega,
endurece e inclina a aquellos a quienes quita la facultad y el poder de ver, de
obedecer y hacer bien.
84
Pseudo-Agustín, De la Predestinación y la Gracia, cap. v.
85
Institución, I, XVIII, 1 y 2.
La segunda manera, más próxima a la propiedad de las palabras, es que Dios,
para ejecutar sus designios por medio del Diablo, ministro de su ira, vuelve hacia
donde le place los propósitos de los hombres, mueve su voluntad y los incita a
lograr sus intentos. Por esto Moisés, después de narrar cómo Sehón, rey de los
amorreos, tomó las armas para no dejar pasar al pueblo de Israel, porque Dios
había endurecido su espíritu y había llenado de obstinación su corazón, dice que
el fin y la intención que Dios perseguía era entregarlo en manos de los hebreos
(Dt. 2,30). Así que, porque Dios quería destruirlo, aquella obstinación de corazón
era una preparación para la ruina que Dios le tenía determinada.
4. DIOS CASTIGA A LOS HOMBRES, YA PRIVÁNDOLOS DE SU LUZ, YA
ENTREGANDO SU CORAZÓN A SATANÁS
Según la primera explicación hay que entender lo que dice Job: (Él) "priva del
habla a los que dicen verdad, y quita a los ancianos el consejo" (Job 12,20). "Él
quita el entendimiento a los jefes del pueblo de la tierra, y los hace vagar como por
un yermo sin camino" (Job 12,24). E igualmente lo que dice Isaías: "¿Por qué, oh
Jehová, nos has hecho errar de tus caminos, y endureciste nuestro corazón a tu
temor?" (Is. 63,17). Porque estas sentencias demuestran más bien lo que hace
Dios con los hombres al abandonarlos, que no de qué modo obra en ellos.
Pero quedan aún otros testimonios, que van mucho más adelante, como cuando
Dios dice: "Endureceré su corazón (del Faraón), de modo que no dejará ir al
pueblo" (Éx. 4, 21). Después dice que Él endureció el corazón del Faraón (Éx.
10,1). ¿Acaso lo endureció no ablandándolo? (Éx. 3,19). Así es; pero hizo algo
más: entregó el corazón de Faraón a Satanás para que robusteciese su
obstinación. Por eso había dicho antes: "Yo endureceré su corazón".
Asimismo cuando el pueblo de Israel sale de Egipto, los habitantes de las tierras
por las que ellos han de pasar, les salen al encuentro decididamente para
impedirles el paso. ¿Quién diremos que los incitó? Moisés indudablemente decía
al pueblo que había sido el Señor quien había obstinado su corazón (Dt. 2,30). Y
el Profeta, contando la misma historia, dice que el Señor "cambió el corazón de
ellos para que aborreciesen a su pueblo" (Sal 105,25). Nadie podrá ahora decir
que ellos cometieron esto por haber sido privados del consejo de Dios. Porque si
ellos han sido endurecidos y guiados para hacer esto, de propósito están
inclinados a hacerlo.
Sin incurrir en la menor mancha, Dios se sirve de los malvados. Además, siempre
que quiso castigar los pecados de su pueblo, ¿cómo ejecutó sus propósitos y
castigos por medio de los impíos? De tal manera que la virtud y la eficacia de la
obra procedía de Dios, y que los impíos solamente sirvieron de ministros. Por eso
a veces amenaza con que con un silbo hará venir a los pueblos infieles para que
destruyan a los israelitas (Is. 5, 26; 7,18); otras, dice que los impíos le servirán
como de redes (Ez.12, 13; 17,20); o bien como martillos para quebrantar a su
pueblo (Jer. 50,23). Pero sobre todo ha demostrado hasta qué punto no estaba
ocioso, al llamar a Senaquerib hacha que Él agita con su mano para cortar con
ella por donde le agradare (Is.10, 15).
San Agustín nota muy atinadamente: "Que los malos pequen, esto lo hacen por sí
mismos; pero que al pecar hagan esto o lo otro, depende de la virtud y potencia de
Dios, que divide las tinieblas como le place"86.
5. DIOS SE SIRVE TAMBIÉN DE SATANÁS
Sin embargo, como hemos ya expuesto, existe una gran diferencia entre lo que
hace Dios y lo que hacen el Diablo y los impíos. En una misma obra Dios hace
que los malos instrumentos, que están bajo su autoridad y a quienes puede
ordenar lo que le agradare, sirvan a su justicia; pero estos otros, siendo ellos
malos por sí mismos, muestran en sus obras la maldad que en sus mentes
malditas concibieron.
Todo lo demás que atañe a la defensa de la majestad de Dios contra todas las
calumnias, y para refutar los subterfugios que emplean los blasfemos respecto a
esta materia, queda ya expuesto anteriormente en el capítulo de la Providencia de
Dios87. Aquí solamente he querido mostrar con pocas palabras de qué manera
Satanás reina en el réprobo, y cómo obra Dios en uno y otro.
86
De la Predestinación de los Santos, cap. XVI.
87
Supra I, XVII-XVIII.
6. LA LIBERTAD DEL HOMBRE EN LOS ACTOS ORDINARIOS DE LA
VIDA ESTÁ SOMETIDA A LA PROVIDENCIA DE DIOS
En cuanto a las obras que de por sí ni son buenas ni malas, y que se relacionan
más con la vida corporal que con la del espíritu, aunque ya antes la hemos tocado
de paso, sin embargo no hemos expuesto cuál es la libertad del hombre en las
mismas. Algunos dicen que en ellas tenemos libertad de elección. A mi parecer
han afirmado esto, más por que no querían discutir sobre un tema que juzgaban
de poca importancia, que porque pretendiesen afirmar que era cosa cierta.
Pero yo digo que bastan para probar mi propósito de que Dios siempre que así lo
quiere abre camino a su providencia, y que aun en las cosas exteriores mueve y
doblega la voluntad de los hombres, y que su facultad de elegir no es libre de tal
manera que excluya el dominio superior de Dios sobre ella. Nos guste, pues, o no,
la misma experiencia de cada día nos fuerza a pensar que nuestro corazón es
guiado más bien por el impulso — moción de Dios, que por su relación y libertad;
ya que en muchísimos casos nos falta el juicio y el conocimiento en cosas no muy
difíciles de entender, y desfallecemos en otras bien fáciles de llevar a cabo. Y, al
contrario, en asuntos muy oscuros, en seguida y sin deliberación, al momento
tenemos a mano el consejo oportuno para seguir adelante; y en cosas de gran
importancia y trascendencia nos sentimos muy animados y sin temor alguno. ¿De
dónde procede todo esto, sino de Dios, que hace lo uno y lo otro? De esta manera
entiendo yo lo que dice Salomón: que el oído oiga, y que el ojo vea, es el Señor
quien lo hace (Prov. 20,12). Porque no creo que se refiera Salomón en este lugar
a la creación, sino a la gracia especial que cada día otorga Dios a los hombres. Y
cuando él mismo dice que: "como los repartimientos de las aguas, así está el
corazón del rey en la mano de Jehová; a todo lo que quiere lo inclina" (Prov. 21,1),
sin duda alguna bajo una única clase comprendió a todos los hombres en general.
Porque si hay hombre alguno cuya voluntad está libre de toda sujeción,
evidentemente tal privilegio se aplica a la majestad regia más que a ningún otro
ser, ya que todos son gobernados por su voluntad. Por tanto, si la voluntad del rey
es guiada por la mano de Dios, tampoco la voluntad de los que no somos reyes
quedará libre de esta condición.
Hay a propósito de esto una bella sentencia de san Agustín, quien dice: "La
Escritura, si se considera atentamente, muestra que, no solamente la buena
voluntad de los hombres — la cual Él hace de mala, buena, y así transformada la
encamina al bien obrar y a la vida eterna — está bajo la mano y el poder de Dios,
sino también toda voluntad durante la vida presente; y de tal manera lo están, que
las inclina y las mueve según le place de un lado a otro, para hacer bien a los
demás, o para causarles un daño, cuando los quiere castigar; y todo esto lo realiza
según sus juicios ocultos, pero justísimos"88.
8. UN MAL ARGUMENTO CONTRA EL LIBRE ALBEDRÍO
Es necesario que los lectores recuerden que el poder y la facultad del libre
albedrío del hombre no hay que estimarla según los acontecimientos, como
indebidamente lo hacen algunos ignorantes. Les parece que pueden probar con
toda facilidad que la voluntad del hombre se halla cautiva, por el hecho de que ni
aun a los más altos príncipes y monarcas del mundo les suceden las cosas como
ellos quieren.
88
De la Gracia y el Libre Albedrío, cap. xx.
Ahora bien, la libertad de que hablamos hemos de considerarla dentro del hombre
mismo, y no examinarla según los acontecimientos exteriores. Porque cuando se
discute sobre el libre albedrío, no se pregunta si puede el hombre poner por obra y
cumplir todo cuanto ha deliberado sin que se lo pueda impedir cosa alguna; lo que
se pregunta es si tiene en todas las cosas libertad de elección en su juicio para
discernir entre el bien y el mal y aprobar lo uno y rechazar lo otro; y asimismo,
libertad de afecto en su voluntad, para apetecer, buscar y seguir el bien, y
aborrecer y evitar el mal. Porque si el hombre posee estas dos cosas, no será
menos libre respecto a su albedrío encerrado en una prisión, como lo estuvo Atilio
Régulo, que siendo señor de todo el mundo como César Augusto.
Nos daríamos por satisfechos con cuanto hemos dicho acerca de la servidumbre y
cautividad del libre albedrío del hombre, si no fuera porque los que pretenden
engañado con una falsa opinión, aducen razones en contrario para refutar cuanto
hemos dicho.
En primer lugar amontonan absurdos con los cuales hacen odiosa nuestra
sentencia, como si fuese contraria a la común experiencia de los hombres.
Después se sirven de los testimonios de la Escritura para rebatirla.
Responderemos según este mismo orden.
Argumentan ellos así: Si el pecado es de necesidad, ya no es pecado; y si es
voluntario, síguese que se puede evitar. De estas mismas armas y este mismo
argumento se sirvió Pelagio contra san Agustín; sin embargo, no queremos
tacharlos de pelagianos mientras no los hayamos refutado.
Niego, pues, que el pecado deje de ser imputado como tal por ser de necesidad. Y
niego también que se pueda deducir, como ellos lo hacen, que si el pecado es
voluntario, se puede evitar. Porque si alguno quisiera disputar con Dios y rehuir su
juicio con este pretexto, con decir que no lo puedo hacer de otra manera, tendría
bien a la mano la respuesta – que ya antes hemos dado89 –, a saber: que no
depende de la creación, sino de la corrupción de la naturaleza el que los hombres
no puedan querer más que el mal, por estar sometidos al pecado. Porque, ¿de
dónde viene la debilidad con que los impíos se quieren escudar y tan de buen
grado alegan, sino de que Adán por su propia voluntad se sometió a la tiranía del
Diablo? De ahí, pues, viene la perversión que tan encadenados nos tiene: de que
el primer hombre apostató de su Creador y se rebeló contra Él. Si todos los
hombres muy justamente son tenidos por culpables a causa de esta rebeldía, no
89
Supra, cap. III, 5.
crean que les vaya a servir de excusa el pretexto de esta necesidad, en la cual se
ve con toda claridad la causa de su condenación. Es lo que antes expuse ya, al
poner como ejemplo a los diablos, por lo que claramente se ve que los que pecan
por necesidad no dejan por lo mismo de pecar voluntariamente. Y al contrario,
aunque los ángeles buenos no pueden apartar su voluntad del bien, no por eso
deja de ser voluntad. Lo cual lo expuso muy bien san Bernardo, al decir que
nosotros somos más desventurados, por ser nuestra necesidad voluntaria; la cual,
sin embargo, de tal manera nos tiene atados, que somos esclavos del pecado,
como ya hemos visto90.
La segunda parte de su argumentación carece de todo valor. Ellos entienden que
todo cuanto se hace voluntariamente, se hace libremente. Pero ya hemos probado
antes que son muchísimas las cosas que hacemos voluntariamente, cuya
elección, sin embargo, no es libre.
2. CON TODO DERECHO, LOS VICIOS SON CASTIGADOS Y LAS
VIRTUDES RECOMPENSADAS
Dicen también que si las virtudes y los vicios no proceden de la libre elección, que
no es conforme a la razón que el hombre sea remunerado o castigado. Aunque
este argumento está tomado de Aristóteles, también lo emplearon algunas veces
san Crisóstomo y san Jerónimo; aunque el mismo san Jerónimo no oculta que los
pelagianos se sirvieron corrientemente de este argumento, de los cuales cita las
palabras siguientes: "Si la gracia de Dios obra en nosotros, ella, y no nosotros, que
no obramos, será remunerada".91
En cuanto a los castigos que Dios impone por los pecados, respondo que
justamente somos por ellos castigados, pues la culpa del pecado reside en
nosotros. Porque, ¿qué importa que pequemos con un juicio libre o servil, si
pecamos con un apetito voluntario, tanto más que el hombre es convicto de
pecador por cuanto está bajo la servidumbre del pecado?
Referente al galardón y premio de las buenas obras, ¿dónde está el absurdo por
confesar que se nos da, más por la benignidad de Dios que por nuestros propios
méritos? ¿Cuántas veces no repite san Agustín que Dios no galardona nuestros
méritos, sino sus dones, y que se llaman premios, no lo que se nos debe por
nuestros méritos, sino la retribución de las mercedes anteriormente recibidas?92
Muy atinadamente advierten que los méritos no tendrían lugar, si las buenas obras
no brotasen de la fuente del libre albedrío; pero están muy engañados al creer que
esto es algo nuevo. Porque san Agustín no duda en enseñar a cada paso que es
necesario lo que ellos piensan que es tan fuera de razón; como cuando dice:
"¿Cuáles son los méritos de todos los hombres? Pues Jesucristo vino, no con el
galardón que se nos debía, sino con su gracia gratuitamente dada; a todos los
90
Sermón LXXXI, Sobre el Cantar de los Cantares.
91
Diálogo contra los Pelagianos, lib. l.
92
De la Gracia y el Libre Albedrío, cap. VI
halló pecadores, siendo Él solo libre de pecado, y el que libra del pecado" 93. Y: "Si
se te da lo que se te debe, mereces ser castigado; ¿qué hacer? Dios no te castiga
con la pena que merecías, sino que te da la gracia que no merecías. Si tú quieres
excluir la gracia, gloríate de tus méritos”94. Y: "Por ti mismo nada eres; los pecados
son tuyos, pero los méritos son de Dios; tú mereces ser castigado, y cuando Dios
te concede el galardón de la vida, premiará sus dones, no tus méritos" 95. De
acuerdo con esto enseña en otro lugar que la gracia no procede del mérito, sino al
revés, el mérito de la gracia. Y poco después concluye que Dios precede con sus
dones a todos los méritos, para de allí sacar sus méritos, y que Él da del todo
gratuitamente lo que da, porque no encuentra motivo alguno para salvar. Pero es
inútil proseguir, pues a cada paso se hallan en sus escritos dichos semejantes.
Sin embargo, el mismo Apóstol les librará mejor aún de este desvarío, si quieren
oír de qué principio deduce él nuestra bienaventuranza y la gloria eterna que
esperamos: "A los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a
éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó" (Rom. 8, 30).
¿Por qué, pues, según el Apóstol, son los fieles coronados? Porque por la
misericordia de Dios, y no por sus esfuerzos, fueron escogidos, llamados y
justificados.
Cese, pues, nuestro vano temor de que no habría ya méritos si no hubiese libre
albedrío. Pues sería gran locura apartarnos del camino que nos muestra la
Escritura. "Si (todo) lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras
recibido?" (1 Cor. 4,7). ¿No vemos que con esto quita el Apóstol toda virtud y
eficacia al libre albedrío, para no dejar lugar alguno a sus méritos? Más, como
quiera que Dios es sobremanera munífico y liberal, remunera las gracias que Él
mismo nos ha dado, como si procediesen de nosotros mismos, por cuanto al
dárnoslas, las ha hecho nuestras.
3. LA ELECCIÓN DE DIOS ES LO QUE HACE QUE CIERTOS HOMBRES
SEAN BUENOS
Alegan después una objeción, que parece tomada de san Crisóstomo que si no
estuviese en nuestra mano escoger el bien o el mal, sería necesario que todos los
hombres fuesen o buenos o malos; puesto que todos tienen la misma naturaleza.
No es muy diferente a esto lo que escribió el autor del libro De la vocación de los
gentiles, comúnmente atribuido a san Ambrosio, cuando argumenta que nadie se
apartaría jamás de la fe, si la gracia de Dios no dejase a la voluntad tal que pueda
cambiar de propósito (lib. II).
Me maravilla que hombres tan excelentes se hayan llamado así a engaño. ¿Cómo
es posible que Crisóstomo no tuviera presente que es la elección de Dios la que
diferencia a los hombres? Ciertamente no hemos de avergonzarnos en absoluto
93
Carta CLV, cap. II.
94
Sobre el Salmo XXXI.
95
Sobre el Salmo LXX.
de confesar lo que tan contundentemente afirma san Pablo: "No hay justo, ni aun
uno" (Rom. 3,10); pero añadimos con él que a la misericordia de Dios se debe que
no todos permanezcan en su maldad. Por tanto, como todos tenemos de
naturaleza la misma enfermedad, solamente se restablecen aquellos a quienes
agrada al Señor curar. Los otros, a los cuales Él por su justo juicio desampara, se
van corrompiendo poco a poco hasta consumirse del todo. Y no hay otra
explicación de que unos perseveren hasta el fin, y otros desfallezcan a mitad de
camino. Porque la misma perseverancia es don de Dios, que no da a todos
indistintamente, sino solamente a quienes le place. Y si se pregunta por la causa
de esta diferencia, que unos perseveren y los otros sean inconstantes, sólo se
podrá responder que Dios sostiene con su potencia a los primeros para que no
perezcan, pero que a los otros no les da la misma fuerza y vigor; y esto, porque
quiere mostrar en ellos un ejemplo de la inconstancia humana.
4. LAS EXHORTACIONES A VIVIR BIEN SON NECESARIAS
¿De qué, pues, sirven las exhortaciones?, dirá alguno. Si los Impíos de corazón
obstinado las menosprecian, les servirán de testimonio para acusarlos cuando
comparezcan ante el tribunal y juicio de Dios; y aún más: que incluso en esta vida
su mala conciencia se ve presionada por ellas. Porque, por más que se quieran
mofar de ellas, ni el más descarado de los hombres podrá condenarlas por malas.
Pero replicará alguno: ¿Qué puede hacer un pobre hombre, cuando la presteza de
ánimo requerida para obedecer, le es negada? A esto respondo: ¿Cómo puede
tergiversar las cosas, puesto que no puede imputar la dureza de su corazón más
que a sí mismo? Por eso los impíos, aunque quisieran burlarse de los avisos y
exhortaciones que Dios les da a pesar suyo y' mal de su grado, se ven
confundidos por la fuerza de las mismas.
Con ellas prepara Dios a los creyentes a recibir la gracia de obedecer. Pero su
principal utilidad se ve en los fieles, en los cuales, aunque el Señor obre todas las
cosas por su Espíritu, no dejan de usar del instrumento de su Palabra para realizar
su obra en los mismos, y se sirve de ella eficazmente, y no en vano. Tengamos,
pues, como cierta esta gran verdad: que toda la fuerza de los fieles consiste en la
gracia de Dios, según lo que dice el profeta: "Y les daré un corazón, y un espíritu
nuevo pondré dentro de ellos" (Ez. 11,19), "para que anden en mis ordenanzas, y
guarden mis decretos, y los cumplan" (Ez.11, 20). Y si alguno pregunta por qué se
les amonesta sobre lo que han de hacer, y no se les deja que les guíe el Espíritu
Santo; a qué fin les instan con exhortaciones, puesto que no pueden darse más
prisa que según lo que el Espíritu los estimule; por qué son castigados cuando han
faltado, puesto que necesariamente han tenido que caer debido a la flaqueza de
su carne; a quien así objeta le responderé: ¡Oh, hombre! ¿Tú quién eres para dar
leyes a Dios? Si Él quiere prepararnos mediante exhortaciones a recibir la gracia
de obedecer a las mismas, ¿qué puedes tú reprender ni criticar en esta
disposición y orden de que Dios quiere servirse? Si las exhortaciones y
reprensiones sirviesen a los piadosos únicamente para convencerlos de su
pecado, no podrían ya por esto solo ser tenidas por inútiles. Pero, como quiera
que sirvan también grandemente para inflamar el corazón al amor de la justicia,
para desechar la pereza, rechazar el placer y el deleite dañinos; y, al contrario,
para engendrar en nosotros el odio y descontento del pecado, en cuanto el
Espíritu Santo obra interiormente, ¿quién se atreverá a decir que son superfluas?
Y si aún hay quien desee una respuesta más clara, hela aquí en pocas palabras:
Dios obra en sus elegidos de dos maneras: la primera es desde dentro por su
Espíritu; la segunda, desde fuera, por su Palabra. Con su Espíritu, alumbrando su
entendimiento y formando sus corazones, para que amen la justicia y la guarden,
los hace criaturas nuevas. Con su Palabra, los despierta y estimula a que
apetezcan, busquen y alcancen esta renovación. En ambas cosas muestra la
virtud de su mano conforme al orden de su dispensación.
Cuando dirige esta su Palabra a los réprobos, aunque no sirve para corregirlos,
consigue otro fin, que es oprimir en este mundo su conciencia mediante su
testimonio, y en el día del juicio hacer que, por lo mismo, sean mucho más
inexcusables. Y por esto, aunque Cristo dice que "ninguno puede venir a mí, si el
Padre que me envió, no le trajere"; y "todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de
él, viene a mí" (Jn. 6,44. 45), sin embargo, no por eso deja de enseñar y convida
insistentemente a quienes necesitan ser enseñados interiormente por el Espíritu
Santo, para que aprovechen lo que han oído. En cuanto a los réprobos, advierte
san Pablo que la doctrina no les es inútil, pues les es "ciertamente olor de muerte
para muerte" (2 Cor. 2,16); y sin embargo, es olor suavísimo a Dios.
6. LA LEY Y LOS MANDAMIENTOS
Ciertamente, si la Escritura no enseñase otra cosa sino que la Ley es una regla de
vida a la cual hemos de conformar nuestros actos y todo cuanto pensemos, yo no
tendría dificultad mayor en aceptar su opinión. Pero, como quiera que ella
insistentemente y con toda claridad nos explica sus diversas utilidades, será mejor
considerar, según lo dice el Apóstol, qué es lo que la Ley puede en el hombre.
Por lo que respecta al tema que tenemos entre manos, tan pronto como nos dice
la Ley lo que tenemos que hacer, al punto nos enseña también que la virtud y la
facultad de obedecer proceden de la bondad de Dios; por esto, nos insta a que lo
pidamos al Señor. Si solamente se nos propusieran los mandamientos, sin
promesa de ninguna clase, tendríamos que probar nuestras fuerzas para ver si
bastaban a hacer lo mandado. Mas, como quiera que juntamente con los
mandamientos van las promesas que nos dicen que no solamente necesitamos la
asistencia de la gracia de Dios, sino que toda nuestra fuerza y virtud se apoya en
su gracia, bien a las claras nos dicen que no solamente no somos capaces de
guardar la Ley, sino que somos del todo inhábiles para ella. Por lo tanto, que no
nos molesten más con la objeción de la proporción entre nuestras fuerzas y los
mandamientos de la Ley, como si el Señor hubiese acomodado la regla de la
justicia que había de promulgar en su Ley, a nuestra debilidad y flaqueza. Más
bien consideremos por las promesas hasta qué punto llega nuestra incapacidad,
pues para todo tenemos tanta necesidad de la gracia de Dios.
Más ¿a quién se va a convencer, dicen ellos, de que Dios ha promulgado su Ley a
unos troncos o piedras? Respondo que nadie quiere convencer de esto. Porque
los infieles no son piedras ni leños, cuando adoctrinados por la Ley de que sus
concupiscencias son contrarias a Dios, se hacen culpables según el testimonio de
su propia conciencia. Ni tampoco lo son los fieles, cuando advertidos de su propia
debilidad se acogen a la gracia de Dios. Está del todo de acuerdo con esto, lo que
dice san Agustín : "Manda Dios lo que no podemos, para que entendamos qué es
lo que debemos pedir" . Y: "Grande es la utilidad de los mandamientos, si de tal
manera se estima el libre albedrío que la gracia de Dios sea más honrada" .
Asimismo : "La fe alcanza lo que la Ley manda; y aun por eso manda la Ley, para
que la fe alcance lo que estaba mandado por la Ley; y Dios pide de nosotros la fe,
y no halla lo que pide si Él no da lo que quiere hallar" . Y: "Dé Dios lo que quiere, y
mande lo que quiera"
8. DIOS NOS MANDA CONVERTIRNOS Y NOS CONVIERTE
Los más finos y sutiles discuten "estos testimonios" porque dicen que todo esto no
impide que unamos nuestras fuerzas a la gracia de Dios, y que así Él ayude
nuestra flaqueza. Citan también pasajes de los profetas en los cuales parece que
Dios divide la obra de nuestra conversión con nosotros. "Volveos a mí," dice, "...y
yo me volveré a vosotros" (Zac. 1, 3).
Cuál es la ayuda con la que el Señor nos asiste, lo hemos expuesto antes , y no
hay por qué repetirlo de nuevo, puesto que sólo se trata de probar que en vano
nuestros adversarios ponen en el hombre la facultad de cumplir la Ley, en virtud
de que Dios nos pide que la obedezcamos; ya que es claro que la gracia de Dios
es necesaria para cumplir lo que Él manda, y que para este fin se nos promete.
Pues por aquí se ve, por lo menos, que se nos pide más de lo que podemos pagar
y hacer. Ni pueden tergiversar de manera alguna lo que dice Jeremías, que el
pacto que había hecho con el pueblo antiguo quedaba cancelado y sin valor
alguno, porque solamente consistía en la letra; y que no podía ser válido, más que
uniéndose a él el Espíritu, el cual ablanda nuestros corazones para que
obedezcan (Jer. 31,32).
En cuanto a la sentencia: "volveos a mí, y yo me volveré a vosotros", tampoco les
sirve de nada para confirmar su error. Porque por conversión de Dios no debemos
entender la gracia con que Él renueva nuestros corazones para la penitencia y la
santidad de vida, sino aquella con la que testifica su buena voluntad y el amor que
nos tiene, haciendo que todas las cosas nos sucedan prósperamente; igual que
algunas veces se dice también que Dios se aleja de nosotros, cuando nos aflige y
nos envía adversidades.
Así, pues, como el pueblo de Israel se quejaba por el mucho tiempo que llevaba
padeciendo grandes tribulaciones, de que Dios lo había desamparado y
abandonado, Dios les responde que jamás les faltaría su favor y liberalidad, si
ellos volvían a vivir rectamente y para Él, que es el dechado y la regla de toda
justicia. Por tanto se aplica mal este lugar al querer deducir del mismo que la obra
de la conversión se reparte entre Dios y nosotros.
Hemos tratado brevemente aquí de esta materia, porque cuando hablemos de la
Ley tendremos oportunidad de tratar de ello más por extenso.
10. LAS PROMESAS DE LA ESCRITURA ESTÁN DADAS A PROPÓSITO
También los de la tercera clase tienen gran afinidad con los precedentes, porque
alegan pasajes en los que Dios reprocha su ingratitud al pueblo de Israel, pues
solamente gracias a la liberalidad de Dios ha recibido todo género de bienes y de
prosperidad. Así cuando dice: "El amalecita y el cananeo están allí delante de
vosotros, y caeréis a espada...por cuanto os habéis negado a seguir a Jehová"
(Nm.14,43). Y: "Aunque os hablé desde temprano y sin cesar, no oísteis; y os
llamé, y no respondisteis; haré también a esta casa...como hice a Silo" (Jer. 7,13).
Y: "Esta es la nación que no escuchó la voz de Jehová su Dios, ni admitió
corrección; ... Jehová ha aborrecido y dejado la generación objeto de su ira" (Jer.
7,28). Y: "porque habéis endurecido vuestro corazón y no habéis obedecido al
Señor, todos estos males han caído sobre vosotros" (Jer. 32,23). Estos reproches,
dicen, ¿cómo podrían aplicarse a quienes podrían contestar: ciertamente nosotros
no deseábamos más que la prosperidad, y temíamos la adversidad; por tanto, que
no hayamos obedecido al Señor, ni oído su voz para evitar el mal y ser mejor
tratados se ha debido a que, estando nosotros sometidos al pecado, no pudimos
hacer otra cosa. Por tanto, sin razón nos echa en cara Dios los males que
padecemos, pues no estuvo en nuestra mano evitarlos?
La conciencia de los malos les convence de su mala voluntad. Con todo derecho
son castigados. Para responder a esto, dejando el pretexto de la necesidad, que
es frívolo y sin importancia, pregunto si se pueden excusar de no haber pecado.
Porque si se les convence de haber faltado, no sin razón Dios les echa en cara
que por su culpa no les ha mantenido en la prosperidad. Respondan, pues, si
pueden negar que la causa de su obstinación ha sido su mala voluntad. Si hallan
dentro de sí mismos la fuente del mal ¿a qué molestarse en buscar otras causas
fuera de ellos, para no aparecer como autores de su propia perdición?
Por tanto, si es cierto que los pecadores por su propia culpa se ven privados de
los beneficios de Dios y son castigados por su mano, sobrado motivo hay para que
oigan tales reproches de labios de Dios; a fin de que si obstinadamente persisten
en el mal, aprendan en sus desgracias más bien a acusar a su maldad y a
abominar de ella, que no a echar la culpa a Dios y tacharle de excesivamente
riguroso. Y si no se han endurecido del todo, y hay en ellos aún cierta docilidad,
que conciban disgusto de sus pecados y los aborrezcan, pues por causa de ellos
son infelices y están perdidos; y que se arrepientan y confiesen de todo corazón
que es verdad aquello que Dios les echa en cara. Para esto sirvieron a los
piadosos las reprensiones que refieren los profetas; como se ve por aquella
solemne oración de Daniel (Dn. 9).
En cuanto a la primera utilidad tenemos un ejemplo en los judíos, a los cuales
Jeremías por mandato de Dios muestra las causas de sus miserias, aunque no
pudo suceder más que lo que Dios había dicho antes: "Tú, pues, les dirás todas
estas palabras, pero no te oirán; los llamarás, y no te responderán" (Jer. 7, 27).
Pero ¿con qué fin hablaba el profeta a gente sorda? Para que a pesar de sí
mismos y a la fuerza comprendiesen que era verdad lo que oían, a saber: que era
un horrendo sacrilegio echar a Dios la culpa de sus desventuras, cuando era
únicamente de ellos.
Con estas tres soluciones podrá cada uno librarse fácilmente de la infinidad de'
testimonios que los enemigos de la gracia de Dios suelen amontonar, tanto sobre
los mandamientos, como sobre los reproches de Dios a los pecadores, para erigir
y confirmar el ídolo del libre albedrío del hombre.
Para vergüenza de los judíos, dice el salmo: "Generación contumaz y rebelde;
generación que no dispuso su corazón" (Sal 78,8). Y en otro salmo exhorta el
Profeta a sus contemporáneos a que no endurezcan sus corazones (Sal 95, 8); y
con toda razón, pues toda la culpa de la rebeldía estriba en la perversidad de los
hombres. Pero injustamente se deduce de aquí que el corazón puede inclinarse a
un lado o a otro, puesto que es Dios el que lo prepara. El Profeta dice: "Mi corazón
incliné a cumplir tus estatutos" (Sa1.119,112), porque de buen grado y con alegría
se había entregado al Señor; pero no se ufana de haber sido él el autor de este
buen afecto, ya que en el mismo salmo confiesa que es un don de Dios.
Hemos, pues, de retener la advertencia de san Pablo cuando exhorta a los fieles a
que se ocupen de su salvación con temor y temblor, por ser Dios el que produce el
querer y el hacer (Flp.2,12-13). Es cierto que les manda que pongan mano a la
obra, y que no estén ociosos; pero al decirles que lo hagan con temor y solicitud,
los humilla de tal modo, que han de tener presente que es obra propia de Dios lo
mismo que les manda hacer. Con lo cual enseña que los fieles obran
pasivamente, si así puede decirse, en cuanto que el cielo es quien les da la gracia
y el poder de obrar, a fin de que no se atribuyan ninguna cosa a sí mismos, ni se
gloríen de nada.
Por tanto, cuando Pedro nos exhorta a "añadir virtud a la fe" (2 Pe. 1,5), no nos
atribuye una parte de la obra, como si algo hiciéramos por nosotros mismos, sino
que únicamente despierta la pereza de nuestra carne, por la que muchas veces
queda sofocada la fe. A esto mismo viene lo que dice san Pablo: "No apaguéis al
Espíritu" (1 Tes. 5,19), porque muchas veces la pereza se apodera de los fieles, si
no se la corrige.
Si hay aún alguno que quiera deducir de esto que los fieles tienen el poder de
alimentar la luz que se les ha dado, fácilmente se puede refutar su ignorancia, ya
que esta misma diligencia que pide el Apóstol no viene más que de Dios. Porque
también se nos manda muchas veces que nos limpiemos de toda contaminación
(2 Cor. 7, 1), y sin embargo, el Espíritu Santo se reserva para sí solo la dignidad
de santificar.
En conclusión; bien claro se ve por la palabras de san Juan, que lo que pertenece
exclusivamente a Dios nos es atribuido a nosotros por una cierta concesión.
"Cualquiera que es engendrado de Dios", dice, "se guarda a sí mismo" (1 Jn.
5,18). Los apóstoles del libre albedrío hacen mucho hincapié en esta frase, como
si dijese que nuestra salvación se debe en parte a la virtud de Dios, y en parte a
nosotros. Como si ese guardarse de que habla el apóstol, no nos viniera también
del cielo. Y por eso Cristo ruega al Padre que nos guarde del mal y del Maligno. Y
sabemos que los fieles cuando luchan contra Satanás no alcanzan la victoria con
otras armas que con las de Dios. Por esta razón san Pedro, después de mandar
purificar las almas por obediencia a la verdad (1 Pe. 1, 22), añade como
corrigiéndose: "por el Espíritu".
Para concluir, san Juan en pocas palabras prueba cuán poco valen y pueden las
fuerzas humanas en la lucha espiritual, cuando dice que "todo aquél que es nacido
de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él" (1 Jn.
3, 9). Y da la razón en otra parte: porque nuestra fe es la victoria que vence al
mundo (1 Jn. 5, 4).
12. EXPLICACIÓN DE DEUTERONOMIO 30,11-14
Sin embargo, alegan un texto de la Ley de Moisés, que parece muy contrario a
nuestra solución. Después de haber promulgado la Ley, declara ante el pueblo lo
siguiente: este mandamiento que yo te ordeno hoy no es demasiado difícil para ti,
ni está lejos ni en el cielo, sino muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para
que lo cumplas (Dt. 30, 11).
Si estas palabras se entienden de los mandamientos simplemente, confieso que
nos veríamos muy apurados para responder; porque, aunque se podría argüir que
se dice de la facilidad para entender los mandamientos, y no para cumplirlos,
siempre quedaría alguna duda y escrúpulo. Pero el Apóstol, que es un excelente
intérprete, nos ahorra andar con elucubraciones, al afirmar que Moisés se refiere
en este lugar a la doctrina del Evangelio (Rom. 10,8). Y si alguno osadamente
afirma que san Pablo retorció el texto aplicándolo al Evangelio, aunque semejante
osadía no deja de sonar a impiedad y poca religiosidad, sin embargo, además de
la autoridad del Apóstol, tenemos medios para convencer a ese tal. Porque si
Moisés hablara solamente de los mandamientos, el pueblo se hubiera llenado de
vana confianza; pues ¿qué les hubiera quedado sino arruinarse, si hubieran
querido guardar la Ley con sus propias fuerzas, como si fuera algo fácil? ¿Dónde
está esa facilidad, para guardarla, si nuestra naturaleza fracasa, y no hay quien no
tropiece al intentar caminar?
Por tanto, es evidente que Moisés con estas palabras se refería al pacto de
misericordia, que había promulgado juntamente con la Ley. Pues poco antes había
dicho que es menester que nuestros corazones sean circuncidados por Dios (Dt.
30, 6), para que le amemos. Y así Él puso la facilidad de que luego habla, no en la
virtud del hombre, sino en el favor, y ayuda del Espíritu Santo, que poderosamente
lleva a cabo su obra en nuestra debilidad. Por tanto, el texto no se puede entender
únicamente de los mandamientos, sino también, y mucho más, de las promesas
del Evangelio, las cuales muy lejos de atribuirnos la facultad de alcanzar la justicia,
la destruyen completamente. Considerando san Pablo que la salvación nos es
presentada en el Evangelio, no bajo la dura, difícil e imposible condición que
emplea la Ley, — a saber: que tan sólo la alcanzan los que hubieren cumplido
todos los mandamientos —, sino con una condición fácil y sencilla, aplica este
testimonio para confirmar cuán liberalmente ha sido puesta en nuestras manos la
misericordia de Dios. Por tanto, este testimonio no sirve en absoluto para
establecer la libertad en la voluntad del hombre.
13. PARA HUMILLARNOS Y PARA QUE NOS ARREPINTAMOS CON SU
GRACIA, DIOS A VECES NOS RETIRA TEMPORALMENTE SUS
FAVORES
Suelen traer también como objeción algunos testimonios, por los que se muestra
que Dios retira algunas veces su gracia a los hombres, para que consideren hacia
qué lado van a volverse. Así se dice en Oseas: "Andaré y volveré a mi lugar, hasta
que reconozcan su pecado y busquen mi rostro" (0s.5,15). Sería ridículo, dicen,
que el Señor pensase que Israel le había de buscar, si sus corazones no fuesen
capaces de inclinarse a una parte u otra. Como si no fuese cosa corriente que
Dios por sus profetas se muestre airado,- y deje ver su deseo de abandonar a su
pueblo hasta que cambie su modo de vivir.
Pero ¿qué pueden deducir nuestros adversarios de tales amenazas? Si pretenden
que el pueblo, abandonado de Dios, puede por sí mismo convertirse a Él, tienen
en contra suya toda la Escritura; y si admiten que es necesaria la gracia de Dios
para la conversión, ¿a qué fin disputan con nosotros?
Pero quizás digan que admiten que la gracia de Dios es necesaria, pero de tal
manera que el hombre hace algo de su parte. Mas ¿cómo lo prueban?
Evidentemente que no por el texto citado, ni por otros semejantes. Porque es muy
distinto decir que Dios deja de su mano al hombre para ver en qué parará, a
afirmar que socorre la flaqueza del mismo para robustecer sus fuerzas.
Pero preguntarán, ¿qué quieren, entonces, decir estas dos maneras de hablar?
Respondo que vienen a ser como si Dios dijera: Puesto que no saco provecho
alguno de este pueblo aconsejándole, exhortándole y reprendiéndole, me apartaré
de él un poco, y consentiré en silencio que se vea afligido. Quiero ver si por
ventura, al sentirse oprimido por grandes tribulaciones, se acuerda de mí y me
busca. Cuando se dice que Dios se apartará de él, se quiere dar a entender que le
privará de su Palabra; al afirmar que quiere ver qué es lo que los hombres harán
en su ausencia, quiere significar, que secretamente les probará por algún tiempo
con varias tribulaciones; y tanto lo uno como lo otro lo hace para humillarnos.
Porque si Él con su Espíritu no nos concediese docilidad, el castigo de las
tribulaciones, en vez de lograr nuestra corrección, sólo conseguiría quebrantarnos.
Falsamente se concluye, por tanto, que el hombre dispone de algunas fuerzas,
cuando Dios, enojado con nuestra continua contumacia y cansado de ella, nos
desampara por algún tiempo, — privándonos de su Palabra, mediante la cual en
cierta manera nos comunica su presencia —, y ve lo que en su ausencia hacemos;
pues Él hace todo esto únicamente para forzarnos a reconocer que por nosotros
mismos no podemos ni somos nada.
14. POR SU LIBERALIDAD, DIOS HACE NUESTRO LO QUE NOS DA POR
SU GRACIA
Por aquí se ve que la gracia de Dios — según se toma este nombre cuando se
trata de la regeneración —, es la regla del Espíritu para encaminar y dirigir la
voluntad del hombre. No puede dirigirla sin corregirla, sin que la reforme y
renueve; de ahí que digamos que el principio de la regeneración consiste en que
lo que es nuestro sea desarraigado de nosotros. Asimismo no la puede corregir sin
que la mueva, la empuje, la lleve y la mantenga. Por eso decimos con todo
derecho, que todas las acciones que de allí proceden son enteramente suyas.
Sin embargo, no negamos que es muy gran verdad lo que enseña san Agustín 97:
que la voluntad no es destruida por la gracia, sino más bien reparada. Pues se
pueden admitir muy bien ambas cosas: que se diga que está restaurada la
voluntad del hombre, cuando, corregida su malicia y perversidad, es encaminado a
la verdadera justicia, y que a la vez se afirme que es una nueva voluntad pues tan
pervertida y corrompida está, que tiene necesidad de ser totalmente renovada.
Ahora no hay nada que nos impida decir que nosotros hacemos lo que el Espíritu
de Dios hace en nosotros, aunque nuestra voluntad no pone nada suyo, que sea
distinto de la gracia.
Debemos recordar lo que ya hemos citado de san Agustín: que algunos trabajan
en vano para hallar en la voluntad del hombre algún bien que sea propio de ella,
porque todo cuanto quieren añadir a la gracia de Dios para ensalzar el libre
albedrío, no es más que corrupción, como si uno aguase el vino con agua
encenagada y amarga. Mas, aunque todo el bien que hay en la voluntad procede
de la pura inspiración del Espíritu, como el querer es cosa natural en el hombre,
no sin razón se dice que nosotros hacemos aquellas cosas, de las cuales Dios se
ha reservado la alabanza con toda justicia. Primeramente, porque todo lo que Dios
hace en nosotros, quiere que sea nuestro, con tal que entendamos que no
procede de nosotros: y, además, porque nosotros naturalmente estamos dotados
de entendimiento, voluntad y deseos, todo lo cual Él lo dirige al bien, para sacar de
ello algo de provecho.
16. GÉNESIS 4,7
Los demás testimonios que toman de acá y de allá de la Escritura, no ofrecen gran
dificultad, ni siquiera a las personas de mediano entendimiento: siempre que
tengan bien presentes las soluciones que hemos dado.
Citan lo que está escrito en el Génesis: "A ti será su deseo, y tú te enseñorearás
de él" (Gn. 4, 7), e interpretan este texto del pecado, como si el Señor prometiese
a Caín, que el pecado no podría enseñorearse de su corazón, si el trabajare en
97
De la Gracia y el Libre Albedrío, cap. xx.
dominarle. Pero nosotros afirmamos que está más de acuerdo con el contexto y
con el hilo del razonamiento referirlo a Abel, y no al pecado. La intención de Dios
en este lugar es reprender la envidia perniciosa que Caín había concebido contra
su hermano Abel; y lo hace aduciendo dos razones; la primera, que se engañaba
al pensar que era tenido en más que su hermano ante Dios, el cual no admite más
alabanza que la que procede de la justicia y la integridad. La segunda, que era
muy ingrato para con Dios por el beneficio que de Él había recibido, pues no podía
sufrir a su propio hermano, menor que él, y que estaba a su cuidado.
Mas, para que no parezca que abrazamos esta interpretación porque la otra nos
es contraria, supongamos que Dios habla del pecado. En tal caso, o el Señor le
promete que será superior, o le manda que lo sea. Si se lo manda, ya hemos
demostrado que de esto no se puede obtener prueba alguna para probar el libre
albedrío. Si se lo promete, ¿dónde está el cumplimiento de la promesa, pues Caín
fue vencido por el pecado, del cual debía enseñorearse?
Dirán que en la promesa iba incluida una condición tácita, como si Dios hubiese
querido decir: Tú lograrás la victoria, si luchas. Pero ¿quién puede admitir
tergiversaciones semejantes? Porque si este señorío se refiere al pecado, no hay
duda posible de que se trata de un mandato de Dios, en el cual no se dice lo que
podemos, sino cuál es nuestro deber, aunque no lo podamos hacer. Sin embargo,
la frase y la gramática exigen que Caín sea comparado con Abel, porque siendo él
el primogénito no sería pospuesto a su hermano, si él con su propio pecado no se
hubiera rebajado.
17. ROMANOS 9,16
Aducen también el testimonio del Apóstol, cuando dice: "no depende del que
quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia" (Rom. 9, 16). De lo
cual concluyen, que hay algo en la voluntad y en el impulso del hombre que
aunque débil, ayudada no obstante por la misericordia de Dios, no deja de tener
éxito.
Mas si considerasen razonablemente a qué se refiere el Apóstol en este pasaje,
no abusarían tan inconsideradamente del mismo. Bien sé que pueden aducir como
defensores de su opinión a Orígenes y a san Jerónimo98; pero no hace al caso
saber sus fantasías sobre este lugar, si nos consta lo que allí ha querido decir san
Pablo. Ahora bien, él afirma que solamente alcanzarán la salvación aquellos a
quienes el Señor tiene a bien dispensarles su misericordia; y que para cuantos Él
no ha elegido está preparada la ruina y la perdición. Antes había expuesto la
suerte y condición de los réprobos con el ejemplo de Faraón; y con el de Moisés
había confirmado la certeza de la elección gratuita. Tendré, dice, misericordia, de
quien la tenga. Y concluye que aquí no tiene valor alguno el que uno quiera o
corra, sino el que Dios tenga misericordia. Pero si el texto se entiende en el
sentido de que no basta la voluntad y el esfuerzo para lograr una cosa tan
98
Orígenes, Carta a los Romanos, lib. VII. San Jerónimo, Diálogo contra los Pelagianos, lib. 1.
excelente, san Pablo diría esto muy impropiamente. Por tanto, no hagamos caso
de tales sutilezas: No depende, dicen, del que quiere ni del que corre; luego hay
una cierta voluntad y un cierto correr. Lo que dice san Pablo es mucho más
sencillo: no hay voluntad ni hay correr que nos lleven a la salvación; lo único que
nos puede valer es la misericordia de Dios. Pues no habla aquí de una manera
distinta de lo que lo hace escribiendo a Tito : "Cuando se manifestó la bondad de
Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras
de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia" (Tit. 3,4-5).
Incluso los que arguyen que san Pablo ha dado a entender que existe una cierta
voluntad y un cierto correr, por haber negado que sea propio del que quiere o del
que corre conseguir la salvación, incluso ellos no admitirán que yo argumente de
la misma forma, diciendo que hemos hecho algunas buenas obras, porque san
Pablo niega que hayamos alcanzado la gracia de Dios mediante ellas. Pues si les
parece deficiente esta manera de argumentar, que abran bien los ojos, y verán
que la suya no puede salvarse de la acusación de falaz.
También es firme la razón en que se funda san Agustín99, al afirmar que si se
hubiera dicho que no es propio del que quiere ni del que corre, porque no bastan
ni la voluntad ni el correr, se podría también dar la vuelta al argumento, y concluir
que no es propio de la misericordia de Dios, ya que tampoco obraría ella sola.
Pero como esto segundo es del todo absurdo, con toda razón concluye san
Agustín que por eso se dice que no existe ninguna voluntad humana buena, si no
la prepara el Señor; no que debamos querer y correr, sino que lo uno y lo otro lo
hace Dios en nosotros.
No menos neciamente fuerzan algunos el texto de san Pablo: "somos
colaboradores de Dios" (1 Cor.3,9). Es indudable que se debe limitar únicamente a
los ministros; y se llaman cooperadores, no porque pongan algo de sí mismos,
sino porque Dios obra mediante ellos, después de haberlos hecho idóneos para
serlo, adornándolos con los dones necesarios.
18. ECLESIÁSTICO 15,14-17
Aportan también el testimonio del libro del Eclesiástico, aunque, como se sabe, su
autor es de dudosa autoridad. Pero aunque no le repudiemos – que podríamos
hacerlo con toda razón – ¿qué es lo que allí se dice en confirmación del libre
albedrío? Se dice que el hombre, después de haber sido creado, fue dejado a su
libre albedrío, y que Dios le impuso unos mandamientos que guardar, los cuales a
su vez le guardarían a él; que la vida y la muerte, el bien y el mal fueron puestos
ante el hombre, para que escogiese según su gusto.
Aceptemos que el hombre haya recibido en su creación el poder de escoger la
vida o la muerte. ¿Qué sucederá, si respondemos que lo perdió? Desde luego, no
es mi intención contradecir a Salomón, quien afirma que el hombre al principio fue
creado bueno, y que él ha inventado por sí mismo muchas perversas novedades
99
Enquiridión, cap.
(Ecl. 7, 29). Mas, como el hombre al degenerar y no permanecer en el estado en
el cual Dios lo creó, se echó a perder a sí mismo y todo cuanto tenía, cuanto se
dice que recibió en su primera creación no se puede aplicar a su naturaleza
viciada y corrompida. Así que no solamente respondo a éstos, sino también al
mismo autor del Eclesiástico, quien quiera que sea, de esta manera: Si queréis
enseñar al hombre a buscar en sí mismo el poder de alcanzar la salvación, vuestra
autoridad no es de tanto valor ni merece tanta estima, que pueda menoscabar en
lo más mínimo la Palabra de Dios, dotada de plena certeza. Mas, si solamente
queréis reprimir la maldad de la carne, que imputando sus vicios a Dios pretende
vanamente excusarse, y por esto decís que el hombre tiene una naturaleza buena
dada por Dios, y que él ha sido causa de su propia ruina y perdición, entonces yo
afirmo lo mismo; con tal que convengamos también en que por su culpa se halla
ahora despojado de aquellos dones y gracias con que el Señor le había adornado
al principio, y así confesemos a la vez que el hombre tiene ahora necesidad de
médico, y no de abogado.
19. LUCAS 10,30
No hay cosa que más corrientemente tengan en la boca que la parábola de Cristo
sobre el buen samaritano, en la cual se dice que los ladrones dejaron a un viajero
medio muerto en el camino. Sé muy bien que lo que de ordinario se enseña es
que la persona de este viajero representa la desgracia del linaje humano. De aquí
arguyen nuestros adversarios: El hombre no ha sido de tal manera asaltado por el
pecado y por el Diablo, que no le quede aún algo de vida y algunas reliquias de los
bienes que antes poseía, puesto que se dice que le dejaron medio muerto. Porque
¿dónde, dicen, estaría aquella media vida, si no le quedase aún al hombre parte
de su entendimiento y de su voluntad?
En primer lugar, si yo no admitiese su alegoría ¿qué podrían alegar?
Porque es indudable que los doctores antiguos en esta alegoría han ido más allá
del sentido literal propio que el Señor pretendía con tal parábola. Las alegorías no
deben ir más allá de lo que permite el sentido señalado por la Escritura; pues lejos
están de ser suficientes y aptas para probar una doctrina determinada.
Tampoco me faltan razones con las que poder refutar toda esta fantasía, porque la
Palabra de Dios no dice que el hombre tiene media vida, sino que está muerto del
todo en cuanto a la vida bienaventurada. San Pablo cuando habla de nuestra
redención no dice que nosotros estábamos medio muertos y hemos sido curados;
dice que estando muertos hemos sido resucitados. Él no llama a recibir la gracia
de Cristo a los que viven a medias, sino a los que están muertos y sepultados (Ef.
2, 5; 5,14). Está de acuerdo con esto lo que dice el Señor que ha llegado la hora
en que los muertos oigan la voz del Hijo de Dios (Jn. 5,25). ¿Cómo podrán oponer
una vana alegoría a tan claros testimonios de la Escritura?
Pero supongamos que esta alegoría tenga tanto valor como un testimonio. ¿Qué
pueden concluir contra nosotros? El hombre está medio vivo, luego tiene alguna
parte de vida, a saber, alma capaz de razón; aunque no penetre hasta la sabiduría
celestial y espiritual, tiene un cierto juicio para conocer lo bueno y lo malo; tiene
cierto sentimiento de Dios, aunque no verdadero conocimiento del mismo. Pero
¿en qué se resuelven todas estas cosas? Evidentemente no pueden lograr que no
sea verdad lo que dice san Agustín, y que incluso los mismos escolásticos
admiten: que los dones gratuitos pertinentes a la salvación han sido quitados al
hombre después del pecado; y que los dones naturales han quedado mancillados
y corrompidos.
Por tanto, quede firmemente asentada esta verdad: que el entendimiento del
hombre de tal manera está apartado de la justicia de Dios, que no puede imaginar,
concebir, ni comprender más que impiedad, impureza y abominación. E
igualmente que su corazón de tal manera se halla emponzoñado por el veneno del
pecado, que no puede producir más que hediondez. Y si por casualidad brota de
él alguna apariencia de bondad, sin embargo el entendimiento permanece siempre
envuelto en hipocresía y falsedad, y el corazón enmarañado en una malicia
interna.
Como quiera que todo el linaje humano quedó corrompido en la persona de Adán,
la dignidad y nobleza nuestra, de que hemos hablado, de nada podría servirnos, y
más bien se convertiría en ignorancia, si Dios no se hubiera hecho nuestro
Redentor en la persona de su Hijo unigénito, quien no reconoce ni tiene por obra
suya a los hombres viciosos y llenos de pecados. Por tanto, después de haber
caído nosotros de la vida a la muerte, de nada nos aprovechará todo el
conocimiento de Dios en cuanto Creador, al cual nos hemos ya referido, si a él no
se uniese la fe que nos propone a Dios por Padre en Cristo. Ciertamente el orden
natural era que la obra del mundo nos sirviese de escuela para aprender la
piedad, y de este modo encontrar el camino hacia la vida eterna y la perfecta
felicidad. Pero después de la caída de Adán, doquiera que pongamos los ojos, en
el cielo o en la tierra, no vemos más que maldición de Dios, que al extenderse por
culpa nuestra a todas las criaturas y tenerlas como envueltas en ella, por
necesidad colma nuestra alma de desesperación. Porque, aunque Dios nos
insinúa aún de muchas maneras el paternal amor que nos profesa, sin embargo
por la mera consideración de las cosas del mundo no podemos tener seguridad de
que sea verdaderamente nuestro Padre; porque interiormente la conciencia nos
convence y nos hace sentir que, a causa del pecado, merecemos ser rechazados
por Dios y que no nos considere y tenga por hijos suyos.
A esto hay que añadir la torpeza e ingratitud; pues nuestro entendimiento está tan
ciego, que no percibe la verdad, y todos nuestros sentidos tan pervertidos, que
injustamente privamos a Dios de su gloria.
De ahí que debemos concluir con san Pablo: "Pues ya que en la sabiduría de Dios
el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los
creyentes por la locura de la predicación" (1 Cor.1, 21). Llama él sabiduría de Dios
a este admirable espectáculo del cielo y de la tierra, adornado y lleno de tan
infinitas maravillas, por cuya consideración podíamos llegar al conocimiento de
Dios sabia y prudentemente; mas como nada adelantamos con todo esto, nos
llama el Apóstol a la fe de Jesucristo, que por su apariencia de locura, es objeto de
desdén para los incrédulos. Así pues, aunque la predicación de la cruz no
satisfaga los juicios de la carne, no obstante hemos de abrazarla con humildad, si
deseamos volver a nuestro Creador, de quien estamos apartados, para que de
nuevo comience a ser nuestro Padre.
Desde la caída de Adán los hombres han tenido necesidad de un Mediador. De
hecho, después de la caída de Adán, ningún conocimiento de Dios ha podido
valernos para lograr nuestra salvación sin el Mediador. Porque cuando dice
Jesucristo: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y
a Jesucristo, a quien has enviado" (Jn. 17,3), no lo entiende solamente de su
tiempo, sino que lo dice de todos los tiempos y épocas. Por lo cual es tanto más
de condenar la necedad de los que abren la puerta del cielo a todos los incrédulos
y toda clase de gente profana sin la gracia de Jesucristo, el cual, según la
Escritura enseña en muchos pasajes, es la única puerta por donde podemos
entrar en el camino de la salvación.
Y si alguno quiere restringir lo que dice Jesucristo a la promulgación del Evangelio,
es bien fácil de refutarlo; porque en todo tiempo y por todos se tuvo como cierto
que los que están alejados de Dios no pueden agradarle, si antes no se
reconcilian con Él, y que son considerados como malditos e hijos de ira. Añádase
a esto lo que Cristo responde a la samaritana: "Vosotros adoráis lo que no sabéis;
nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos" (Jn.
4,22). Con estas palabras condena todas las religiones de los gentiles, y da la
causa diciendo que el Redentor había sido prometido bajo la Ley solamente a los
judíos. De donde se sigue que ninguna clase de servicio fue jamás del agrado de
Dios, sino el que tuvo por blanco a Jesucristo. Por eso afirma san Pablo que todos
los gentiles han estado sin Dios y excluidos de la esperanza de la vida (Ef. 2,12).
Además, como quiera que san Juan enseña que la vida estuvo desde el principio
en Cristo, y que todo el mundo se apartó de ella (Jn.1,4-5), resulta del todo
necesario recurrir a esta fuente. Y por esta causa Cristo, en cuanto es Mediador
para aplacar al Padre, dice que Él es la vida.
Ciertamente la herencia del reino de los cielos no compete más que a los hijos de
Dios; y no es razón que los que no están incorporados a Jesucristo, único Hijo de
Dios, sean tenidos ni contados en el número de sus hijos. Y san Juan claramente
afirma, que los que creen en el nombre de Jesucristo tienen la prerrogativa y el
privilegio de ser hechos hijos de Dios (Jn. 1, 12).
Mas como mi intención no es tratar ahora expresamente de la fe en Jesucristo,
basta haber tocado este tema de paso.
2. DIOS NO HA SIDO PROPICIO AL ANTIGUO ISRAEL MÁS QUE EN
CRISTO, EL MEDIADOR. LOS SACRIFICIOS
Dios jamás se mostró propicio a los patriarcas del Antiguo Testamento, ni jamás
les dio esperanza alguna de gracia y de favor sin proponerles un Mediador.
No hablo de los sacrificios de la Ley, con los cuales clara y evidentemente se les
enseñó a los fieles que no debían buscar la salvación más que en la expiación que
sólo Jesucristo ha realizado. Solamente quiero decir, que la felicidad y el próspero
estado que Dios ha prometido a su Iglesia se han fundado siempre en la persona
de Jesucristo. Porque aunque Dios haya comprendido en su pacto a todos los
descendientes de Abraham, sin embargo con toda razón concluye san Pablo que,
propiamente hablando, es Jesucristo aquella simiente en la que habían de ser
benditas todas las gentes (Gál. 3,16); pues sabemos que no todos los
descendientes de Abraham según la carne son considerados de su linaje. Porque
dejando a un lado a Ismael y a otros semejantes, ¿cuál pudo ser la causa de que
dos hijos mellizos que tuvo Isaac, a saber, Esaú y Jacob, cuando aún estaban
juntos en el seno de su madre, uno de ellos fuese escogido y el otro repudiado? E
igualmente, ¿cómo se explica que haya sido desheredada la mayor parte de los
descendientes de Abraham?
Es, por tanto, evidente que la raza de Abraham se denomina tal por su cabeza, y
que la salvación que había sido prometida no se logra más que en Cristo, cuya
misión es unir lo que estaba disperso. De donde se sigue que la primera adopción
del pueblo escogido dependía del Mediador. Lo cual, aunque Moisés no lo dice
expresamente, bien claro se ve que todos los personajes piadosos lo entendieron
así.
Ya antes de que fuese elegido un rey para el pueblo, Ana, madre de Samuel,
hablando de la felicidad de los fieles, había dicho en su cántico: "(Jehová) dará
poder a su Rey, y exaltará el poderío de su Ungido" (1 Sm. 2, 10), queriendo decir
con estas palabras que Dios bendeciría a su Iglesia. Está de acuerdo con esto lo
que poco después dice Dios a Elí
"Y andará (el sacerdote fiel) delante de mi ungido todos los días" (1 Sm. 2,35). Y
no hay duda de que el Padre celestial ha querido mostrar en David y en sus
descendientes una viva imagen de Cristo. Por eso queriendo David exhortar a los
fieles a temer a Dios manda que honren al Hijo (Sal 2,12); con lo cual está de
acuerdo lo que dice el Evangelio: "El que no honra al Hijo, no honra al Padre que
le envió" (Jn. 5, 23). Y así, aunque el reino de David vino a tierra al apartarse las
diez tribus y dividir el reino, sin embargo el pacto que Dios había hecho con David
y sus descendientes permaneció firme y estable, como Él lo dice por sus profetas:
"Pero no romperé todo el reino, sino que dará una tribu a tu hijo, por amor a David
mi siervo, y por amor a Jerusalén, la cual yo he elegido" (1 Re.11, 13). Lo mismo
repite dos o tres veces en el mismo lugar, y particularmente dice: "Yo afligiré a la
descendencia de David por esto, más no para siempre" (1 Re.11, 39). Y poco
después se dice: "Mas por amor a David, Jehová su Dios le dio lámpara en
Jerusalén" (1 Re.15, 4). Y como las cosas cada vez fueran peor, se vuelve a decir:
"Con todo esto, Jehová no quiso destruir a Judá, por amor a David su siervo,
porque había prometido darle lámpara a él y a todos sus descendientes
perpetuamente" (2 Re. 8,19). El resumen de todo esto es que Dios escogió
únicamente a David dejando a un lado a todos los demás, para que perseverase
en su favor y en su gracia, según se dice en otro lugar: "Dejó el tabernáculo de
Silo ... , Desechó la tienda de José y no escogió la tribu de Efraím, sino que
escogió la tribu de Judá, el monte de Sión, al cual amó ... Eligió a David, su siervo,
...para que apacentase a Jacob su pueblo y a Israel su heredad." (Sa1.78, 60...).
En resumen, Dios ha querido conservar a su Iglesia de tal modo que su perfección
y salvación dependiesen de su Cabeza. Por esto exclama David: "Jehová es la
fortaleza de su pueblo, y el refugio salvador de su ungido" (Sal 28,8). Y luego hace
esta oración: "Salva a tu pueblo y bendice a tu heredad" (Sal 28, 9), queriendo
decir con estas palabras que el bienestar de la Iglesia está ligado indisolublemente
al reino de Jesucristo. Y conforme a esto dice en otro salmo: "Salva, Jehová; que
el rey nos oiga en el día que lo invoquemos" (Sal 20,9). Con lo cual claramente
muestra que el único motivo de los fieles para acudir confiada-mente a implorar el
fervor de Dios es el estar cubiertos con la protección y el amparo del Rey; lo cual
se deduce también de otro salmo: "Oh, Jehová, sálvanos,... Bendito el que viene
en el nombre de Jehová" (Sal 118,25-26). Por todo lo cual se ve claramente que
los fieles son encaminados a Jesucristo para conseguir la esperanza de ser
salvados por la mano de Dios. Este es también el fin de otra oración, en la cual
toda la Iglesia implora la misericordia de Dios: "Sea tu mano sobre el varón de tu
diestra, sobre el hijo del hombre que para ti afirmaste" (Sal 80,17). Porque aunque
el autor de este salmo lamenta la dispersión de todo el pueblo, sin embargo pide
su restauración por medio de su única Cabeza. Y cuando Jeremías, al ver al
pueblo que era llevado cautivo, la tierra saqueada y todo destruido, llora y gime la
desolación de la Iglesia, hace mención sobre todo de la desolación del reino,
porque con ella era como si desapareciese la esperanza de los fieles: "En aliento
de nuestras vidas, el ungido de Jehová, de quien habíamos dicho: a su sombra
tendremos vida entre las naciones, fue apresado en sus lazos" (Lam. 4,20). Por
aquí se ve claramente que Dios no puede ser propicio ni favorable a los hombres
sin que haya un Mediador, y que Cristo les fue siempre puesto ante los ojos a los
padres del Antiguo Testamento, para que en El pusiesen su confianza.
3. CRISTO, FUNDAMENTO DEL PACTO, CONSUELO PROMETIDO A LOS
AFLIGIDOS
Quiso Dios que los judíos tuviesen tales profecías, a fin de que se acostumbrasen
a poner los ojos en Jesucristo, cada vez que pidiesen ser liberados del cautiverio
en que se hallaban. Y aunque ellos habían caído muy bajo, ciertamente que el
recuerdo general de que Dios, según lo había prometido a David, sería quien por
medio de Cristo libertaría a su Iglesia, nunca lo pudieron olvidar; y asimismo, que
el pacto gratuito con que Dios había adoptado a sus elegidos permanecería firme
y estable. De aquí que cuando Cristo poco antes de su muerte entró en Jerusalén,
resonaba en boca de los niños como cosa corriente este cantar: "Hosanna al hijo
de David" (Mt. 21, 9); pues no hay duda alguna que esto reflejaba lo que
corrientemente se decía entre el pueblo, y que lo cantaban a diario; a saber: que
su única prenda de la misericordia de Dios era la venida del Redentor.
Dios no ha sido ni será jamás verdaderamente conocido más que en Cristo. Por
esto Cristo manda a sus discípulos que crean en El, para creer perfectamente en
Dios. "Creéis en Dios, creed en mí también" (Jn. 14,1). Porque aunque
propiamente hablando, la fe sube de Cristo al Padre, Él quiere decir sin embargo,
que si bien ella se apoya en Dios, poco a poco se va debilitando, si Él no
interviene para hacer que permanezca en toda su robustez. Además, la majestad
de Dios está demasiado alta para que puedan llegar a ella los hombres mortales,
que como los gusanillos andan arrastrándose por la tierra. Por lo cual, lo que
comúnmente se dice, que Dios es el objeto de la fe, yo lo admito a condición de
que se añada esta corrección: pues no en vano Cristo es llamado "imagen del
Dios invisible" (Col. 1,15), con este título se nos advierte, que si Dios no nos es
presentado por medio de Jesucristo, nosotros no podemos conocer que es nuestra
salvación. Y aunque entre los judíos los escribas habían oscurecido con falsas
glosas e interpretaciones lo que los (profetas habían dicho del Redentor, Cristo dio
por cosa sabida y comúnmente admitida por todos, que no había otro remedio
para la calamitosa situación en que los judíos se encontraban ni otra manera de
libertar a la Iglesia, que la venida del Redentor prometido. El vulgo no entendió,
como debiera, lo que enseña san Pablo, que "el fin de la ley es Cristo" (Rom.10,
4). Pero cuán gran verdad es esto se ve por la misma Ley y los Profetas.
No discuto aún acerca de la fe. Esto se verá en el lugar oportuno. Sola-mente
quiero que los lectores ahora tengan por inconcuso, que consistiendo el primer
grado de la piedad en conocer que Dios es Padre nuestro para defendernos,
gobernarnos y alimentarnos, hasta que nos reciba en la eterna herencia de su
reino, de esto se sigue evidentemente lo que poco antes hemos dicho : que es
imposible llegar al verdadero conocimiento de Dios sin Cristo, y que por esta razón
desde el principio del mundo fue propuesto a los elegidos, para que tuviesen fijos
en Él sus ojos y descansase en Él su confianza.
En este sentido escribe Ireneo, que el Padre, que en sí mismo es infinito, se ha
hecho finito en el Hijo, al rebajarse hasta adoptar nuestra pequeñez, a fin de no
absorber nuestros entendimientos en la inmensidad de su gloria. No
comprendiendo esto, algunos fanáticos retuercen esta sentencia para
confirmación de sus fantasías erróneas, como si se dijera en ella que sólo una
parte de la divinidad derivó del Padre a Cristo, cuando es evidente que Ireneo100
no quiere decir otra cosa sino que Dios es comprendido en Cristo, y en nadie más
fuera de Él. Siempre ha sido verdad lo que dice san Juan: "Todo aquel que niega
al Hijo, tampoco tiene al Padre" (1 Jn. 2, 23). Porque, aunque muchos
antiguamente se gloriaron que adoraban al supremo Dios que creó el cielo y la
tierra, como quiera que no tuvieran Mediador alguno fue imposible que gustasen
de veras la misericordia de Dios y de esta manera se persuadieran de que Dios
era su Padre. Como no tenían a la Cabeza, es decir, Cristo, el conocimiento que
tuvieron de Dios fue vano y no les sirvió de nada; de lo cual también se siguió que
habiendo caído en enormes y horrendas supersticiones, dejasen ver claramente
su ignorancia. Así por ejemplo, actualmente los turcos, quienes, por más que se
gloríen a boca llena de que el Dios que ellos adoran es el que creó el cielo y la
tierra, sin embargo no adoran más que a un pobre ídolo en lugar de Dios, puesto
que rechazan a Jesucristo.
De todo cuanto hemos expuesto se deduce muy fácilmente que la Ley no fue
dada, casi cuatrocientos años después de la muerte de Abraham, para apartar de
Cristo al pueblo elegido, sino precisamente para tener los ánimos en suspenso
hasta que viniese, y para incitarlos a un mayor deseo de esta venida, y animarlos
en esta esperanza, a fin de que no desmayasen con lo largo de la espera.
Por Ley no entiendo solamente los diez mandamientos, los cuales nos dan la regla
para vivir piadosa y santamente, sino la forma de la religión tal y como Dios la
promulgó por medio de Moisés. Porque Moisés no fue dado como legislador, para
que abrogase la bendición prometida al linaje de Abraham, sino que más bien
vemos cómo a cada paso trae a la memoria a los judíos el pacto gratuito hecho
100
Contra las Herejías, lib. IV.
con sus padres, del cual ellos eran los herederos, como si él hubiera sido enviado
para renovarlo.
Sentido espiritual de las ceremonias. Esto se vio con toda evidencia en las
ceremonias. Porque, ¿qué cosa más vana y más frívola, que el que los hombres
ofrezcan grasa y olor hediondo de animales para reconciliarse con Dios, o
refugiarse en una aspersión de agua o de sangre para lavar la impureza del alma?
En suma, si se considera en sí mismo todo el culto y servicio de Dios prescrito por
la Ley, como si no contuviese en sí figuras a las cuales correspondía la verdad,
evidentemente no parecería más que una farsa. Por esto, no sin razón, lo mismo
en el discurso de Esteban que en la epístola a los Hebreos, se hace notar
diligentemente el texto en el que Dios manda a Moisés fabricar el tabernáculo y
todo cuanto a él pertenecía conforme al modelo que le había sido mostrado en el
monte (Hch. 7,44; Heb. 8, 5; Éx.25,40). Porque si no hubiera en todas estas cosas
un fin espiritual determinado, al que todas ellas fueran enderezadas, los judíos
hubieran perdido en ellas su tiempo y su trabajo, no menos que los gentiles con
sus fantasías.
Los hombres mundanos, que no hacen jamás caso alguno de la religión y la
piedad, no pueden oír ni nombrar, sin sentir fastidio, tantas clases de ritos y
ceremonias; y no sólo se maravillan de que Dios haya querido sobrecargar al
pueblo judío con tantas, sino que incluso las menosprecian y se burlan de ellas,
como si fuesen juego de niños. Esto les sucede porque no consideran el fin de las
mismas; pues si se separan de él las figuras de la Ley, no pueden por menos de
ser consideradas vanas y frívolas. Pero el modelo, del que hemos hecho mención,
muestra bien claramente que no ha dispuesto Dios los sacrificios, para que los que
le servían se ocupasen en ejercicios terrenos, sino más bien para levantar su
entendimiento más alto. Lo cual se puede comprender por su misma naturaleza,
pues siendo Él espíritu, no puede darse por satisfecho con un culto y servicio que
no sea espiritual. Así lo confirman muchas sentencias de los profetas, que acusan
a los judíos de necedad, por creer que Dios hacía caso de los sacrificios como
eran en sí mismos. ¿Tenían ellos, por ventura, la intención de derogar en algo la
Ley? De ningún modo. Mas, precisamente porque eran sus verdaderos
intérpretes, querían de esta manera dirigir a los judíos por el verdadero y recto
camino del cual muchos de ellos se habían apartado, andando descarriados.
La Ley moral y ritual no está vacía de Cristo. Debemos, pues, concluir de lo dicho,
que puesto que a los judíos se les ofreció la gracia de Dios, la Ley no ha estado
privada de Cristo. Porque Moisés les propuso como fin de su adopción, que
fuesen un reino sacerdotal para Dios (Ex. 19, 6), lo cual ellos no hubieran podido
conseguir de no haber intervenido una reconciliación mucho más excelente que la
sangre de las víctimas sacrificadas. Porque, ¿qué cosa podría haber menos
conforme a la razón, que el que los hijos de Adán, que nacen todos esclavos del
pecado por contagio hereditario, fueran elevados a una dignidad real, y de esta
manera hechos participantes de la gloria de Dios, si un don tan excelso no les
viniera de otra parte? ¿Cómo podrían ostentar y ejercer el título y derecho del
sacerdocio, siendo objeto de abominación ante los ojos de Dios por sus pecados,
si no quedaran consagrados en su oficio por la santidad de su Cabeza? Por ello
san Pedro, admirablemente acomoda las palabras de Moisés, enseñando que la
plenitud de la gracia, que los judíos solamente habían gustado en el tiempo de la
Ley, ha sido manifestada en Cristo: "Vosotros sois linaje escogido, real
sacerdocio" (1 Pe. 2,9). Pues la acomodación de las palabras de Moisés tiende a
demostrar que mucho más alcanzaron por el Evangelio aquellos a los que Cristo
se manifestó, que sus padres; porque todos ellos están adornados y enriquecidos
con el honor sacerdotal y real, para que, confiando en su Mediador, se atrevan
libremente a presentarse ante el acatamiento de Dios.
2. LA LEY MORAL Y RITUAL ERA UN PEDAGOGO QUE CONDUCÍA A
CRISTO
Hay que notar aquí de paso que el reino que se fundó en la casa de David, es una
parte de la Ley, y está contenido en la misión que le fue dada a Moisés. De donde
se sigue que Cristo, lo mismo en todos los descendientes de Leví, que en los de
David, ha sido puesto ante los ojos del pueblo judío, como en dos espejos: porque
como ya he dicho, ellos no hubieran podido ser reyes y sacerdotes delante de
Dios, por ser esclavos del pecado y de la muerte, y estar manchados por su propia
corrupción.
Por ahí puede verse claramente cuánta verdad es lo que dice san Pablo: que los
judíos estaban como confinados, bajo la disciplina de un maestro de escuela hasta
que viniese la semilla en favor de la cual se había hecho la promesa (Gál. 3, 24).
Pues como Jesucristo no se había manifestado aun íntimamente, eran semejantes
a muchachos cuya rudeza y poca capacidad no puede penetrar completamente
los misterios de las cosas celestiales.
De qué manera han sido guiados como de la mano mediante las ceremonias a
Cristo, lo hemos dicho ya, y podemos entenderlo mejor por muchos testimonios de
la Escritura. Porque aunque tenían que ofrecer todos los días nuevos sacrificios
para reconciliarse con Dios, sin embargo Isaías promete que todos los pecados
serán expiados con un solo y único sacrificio. Y lo mismo lo confirma Daniel (Is.
53,5; Dan. 9, 26-27). Los sacerdotes elegidos de la tribu de Leví entraban en el
santuario; sin embargo, se dijo que Dios había escogido uno solo, y que había
confirmado con juramento solemne que sería sacerdote para siempre según el
orden de Melquisedec (Sal 110, 4). Usábase entonces la unción con aceite; pero
Daniel, según lo había visto en su visión, dice que habrá otra. Y para no
alargarnos más, el autor de la epístola a los Hebreos amplia y claramente
demuestra desde el capítulo cuarto al once, que las ceremonias no valen para
nada, ni sirven de cosa alguna, hasta que no lleguemos a Cristo.
Cristo es el fin de la Ley. Por lo que hace a los diez mandamientos, recordemos
muy bien lo que dice san Pablo en otro lugar: "el fin de la Ley es Cristo, para
justicia a todo aquél que cree" (Rom. 10, 4). E igualmente lo que dice en otro
lugar: que Jesucristo es el espíritu o el alma que da vida a la letra, la cual por sí
misma es mortífera (2 Cor.3, 6). Porque en el primer pasaje dice que en vano
somos enseñados con preceptos en qué consiste la justicia, mientras Jesucristo
no nos la dé, tanto por imputación gratuita, como por el Espíritu de regeneración;
por lo cual con toda razón llama a Jesucristo cumplimiento y fin de la Ley; porque
de nada nos aprovecharía saber qué es lo que Dios pide de nosotros, si Cristo no
socorriese a los que se encuentran oprimidos por un yugo y una carga
insoportables.
En otro lugar dice que la Ley ha sido dada a causa de las transgresiones (Gál. 3,
19); a saber, para humillar a los hombres convenciéndolos de su condenación. Y
como es ésta la única preparación para ir a Cristo, todo cuanto Él dice en diversas
frases concuerda muy bien. Mas, como tenía que combatir con engañadores, los
cuales enseñaban que los hombres alcanzaban la justicia por las obras de la Ley,
para refutar su error se vio obligado a tomar algunas veces en sentido preciso y
estricto el término de "Ley", como si denotase únicamente la norma del bien vivir,
bien que cuando se habla de ella en su totalidad, no hay que separar de la misma
el pacto de la adopción gratuita.
3. LA LEY MORAL HACE SURGIR LA MALDICIÓN
Así que si solamente consideramos la Ley, no nos queda más que desalentarnos,
confundirnos y desesperarnos, pues por ella somos todos condenados,
maldecidos y arrojados de la bienaventuranza que promete a los que la guardan.
Dirá quizás alguno, ¿es posible que de tal manera se burle Dios de nosotros?
Porque, ¿qué falta para que sea una burla, mostrarle al hombre una esperanza,
convidarlo y exhortarle a ella, afirmar que nos está preparada, y que al mismo
tiempo no haya camino ni modo de llegar a ella?
A esto respondo, que aunque las promesas de la Ley por ser condicionales
dependen de la perfecta obediencia de la Ley — que en ningún hombre puede
hallarse —, sin embargo no han sido dadas en vano. Porque después de
comprender nosotros que no nos sirven de nada, ni tienen eficacia alguna, a no
ser que Dios por su bondad gratuita quiera recibirnos sin consideración alguna de
nuestras obras, y que por la fe aceptemos aquella su bondad que nos presenta en
su Evangelio, estas mismas promesas no dejan de ser eficaces, incluso con la
condición que se les pone. Porque entonces el Señor nos concede gratuitamente
todas las cosas, y su liberalidad llega hasta no rechazar nuestra imperfecta
obediencia, sino que, perdonándonos lo que nos falta, la acepta por buena e
íntegra, y, por consiguiente, nos hace partícipes del fruto de las promesas legales,
como si hubiésemos cumplido por entero la condición.
Mas, como esta materia se tratará con mucha mayor amplitud cuando tratemos de
la justificación por la fe, no me extenderé más en ella al presente.
5. NADIE PUEDE CUMPLIR LA LEY
101
Del Espíritu y de la Letra, cap. 36.
6. REVELA A LOS HOMBRES SU IMPOTENCIA, SU PECADO, SU
ARROGANCIA
Mas, para que se entienda mejor toda esta cuestión, resumamos el oficio y uso de
la Ley, que llaman moral, la cual puede decirse que comprende tres partes.
La primera es que cuando propone la justicia de Dios, es decir, la que a Dios le es
grata, hace conocer a cada uno su propia injusticia, le da la certeza y el
convencimiento de ello, condenándolo, en conclusión. Y es necesario que el
hombre, que está ciego y embriagado por su amor propio, se vea forzado a
conocer y confesar su debilidad e impureza; pues si no se le demuestra con toda
evidencia su vanidad y se le convence de ella, está tan hinchado por una torpe
confianza en sus fuerzas, que es imposible que comprenda y se dé cuenta de
cuánta es su debilidad, cuando con su fantasía no hace más que ponderarlas.
Pero tan pronto como comienza a compararlas con la dificultad de la Ley,
encuentra un motivo para deponer su arrogancia. Porque aunque haya tenido muy
alta opinión de sus fuerzas, sin embargo, al punto ve que se encuentran gravadas
con un peso tan grande, que le hace vacilar, hasta desfallecer finalmente por
completo. Y así, instruido el hombre de esta manera con la doctrina de la Ley, se
despoja de la arrogancia que antes le cegaba.
Es necesario asimismo que el hombre sea curado de otra enfermedad que
también le aqueja, y es la soberbia. Mientras él descansa solamente en su juicio
humano, en lugar de la verdadera justicia pone una hipocresía, satisfecho con la
cual, se enorgullece frente a la gracia de Dios, al amparo de no sé qué
observancias inventadas en su cabeza. Pero cuando se ve forzado a examinar su
modo de vivir conforme a la balanza de la Ley de Dios, dejando a un lado las
fantasías de una falsa justicia que había concebido por sí mismo, ve que está muy
lejos de la verdadera santidad; y, por el contrario, cargado de vicios, de los que
creía estar libre. Porque las concupiscencias están tan ocultas y enmarañadas,
que fácilmente engañan al hombre y hacen que no las vea. Y no sin razón dice el
Apóstol, que él no había sabido lo que era la concupiscencia hasta que la Ley le
dijo: "No codiciarás" (Rom. 7,7). Pues si no es descubierta y sacada de su
escondrijo por la Ley, destruirá en secreto al hombre infeliz sin que él se entere
siquiera.
7. LA LEY HACE ABUNDAR PARA TODOS EL PECADO, LA
CONDENACIÓN Y LA MUERTE
102
De la Corrección y de la Gracia, cap. I.
El Apóstol afirma que todo el mundo queda condenado por el juicio de la ley, a fin
de que toda boca sea tapada, y todo el mundo se vea obligado a Dios (Rom. 3,
19). Y en otro lugar dice: "Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener
misericordia de todos." (Rom. 11,32). 0 sea, para que dejando a un lado la vana
opinión que tenían de sus fuerzas, comprendan que no viven ni existen más que
por la sola potencia d Dios; para que vacíos de toda otra confianza se acojan a su
misericordia y a ésta sola tomen como justicia y méritos suyos, la cual se presenta
en Jesucristo, a todos los que con 'verdadera fe la desean, la procuran y esperan
en ella. Porque Dios en los mandamientos solamente remunera la perfecta justicia,
de la cual todos estamos faltos; y, al contrario, se muestra juez severo de los
pecados. Pero en Cristo resplandece su rostro lleno de gracia y dulzura para con
nosotros, aunque seamos miserables e indignos pecadores.
9. TESTIMONIO DE SAN AGUSTÍN
103
Carta CL VII, cap. II
104
Carta XCCVI, cap. II
105
Carta CLXXVII, cap. V.
106
De la Graciay el Libre Albedrío, cap. XVI.
107
Sobre el Salmo LXX.
108
Sobre el Salmo CXVIlI.
109
Ibid.
Respecto a la segunda utilidad, no la expone tan claramente. Quizás porque
pensaba que la segunda era mera consecuencia de la primera, o porque no
estaba tan convencido de la misma, o bien porque no conseguía formularla tan
distinta y claramente como quería.
Aunque esta utilidad de que hemos hablado convenga propiamente a los hijos de
Dios, sin embargo, también se aplica a los réprobos. Pues si bien ellos no llegan,
como los fieles, hasta el punto de sentirse confusos según la carne, para
renovarse según el hombre interior, que es el Espíritu, sino que aterrados se dejan
llevar por la desesperación, sin embargo sirve para manifestarles la equidad del
juicio de Dios el que sus conciencias se vean de tal manera atormentadas por el
remordimiento; ya que ellos, en cuanto les es posible, tergiversan siempre el juicio
de Dios. Y aunque por ahora no se revele el juicio del Señor, sin embargo sus con-
ciencias de tal manera se ven abatidas por el testimonio de la Ley y de sus propias
conciencias, que bien claramente dejan ver lo que han merecido.
10. LA LEY MORAL RETIENE A LOS QUE NO SE DEJAN VENCER POR
LAS PROMESAS
A ambos propósitos se puede aplicar lo que dice el Apóstol en otro lugar, que la
Ley ha sido para los judíos un pedagogo que los encaminara a Cristo (Gál. 3,24).
Porque hay dos clases de hombres a los que ella dirige hacia Cristo con sus
enseñanzas.
Los primeros son aquellos de quienes hemos hablado, que por confiar
excesivamente en su propia virtud y justicia, no son aptos para recibir la gracia de
Dios, si no desechan primero esta opinión. Y así la Ley, al ponerles delante de los
ojos su miseria, hace que se humillen, preparándolos de esta manera a desear lo
que ellos creían que no les faltaba.
Los segundos son los que tienen necesidad de freno para ser retenidos, a fin de
que no suelten las riendas al ímpetu de su carne y se olviden por completo de vivir
según la justicia. Porque donde quiera que no domina aún el Espíritu de Dios, son
tan enormes y exorbitantes a veces las concupiscencias, que hay peligro de que el
alma, enredada en ellas, caiga en olvido y menosprecio de Dios. Y evidentemente
así sucedería, si no proveyera el Señor con este remedio de retener con el freno
de su Ley a aquellos en los que aún domina la carne. Por eso, cuando no
regenera inmediatamente a los que ha escogido para la vida eterna, los mantiene
hasta el tiempo de su visitación por medio de la Ley en el temor, que no es puro ni
perfecto, cual conviene a los hijos de Dios; pero sí útil durante aquel tiempo, para
que conforme a su capacidad sean como guiados de la mano a la verdadera
piedad.
De esto tenemos tantas experiencias, que no es necesario alegar ningún ejemplo.
Porque todos aquellos que durante algún tiempo vivieron en la ignorancia de Dios
convendrán en que mediante el freno de la Ley se mantuvieron en un cierto temor
y respeto de Dios, hasta que regenerados por el Espíritu de Dios, comenzaron a
amarle de verdad y de corazón.
12. LA LEY MORAL REVELA LA VOLUNTAD DE DIOS A LOS CREYENTES
Así que la Ley sirve para exhortar a los fieles, no para complicar sus conciencias
con maldiciones. Incitándolos una y otra vez los despierta de su pereza y los
estimula para que salgan de su imperfección. Hay muchos que por defender la
libertad de la maldición de la Ley dicen que ésta ha sido abrogada y que no tiene
valor para los fieles – sigo hablando de la Ley moral –, no porque no siga
prescribiendo cosas justas, sino únicamente para que ya no siga significando para
ellos lo que antes, y no los condene y destruya pervirtiendo y confundiendo sus
conciencias. San Pablo bien claramente muestra esta derogación de la Ley. Y que
el Señor también la haya enseñado se ve manifiestamente por el hecho de no
haber refutado la opinión de que Él había de destruir y hacer vana la Ley, lo cual
no hubiera hecho si no se le hubiera acusado de ello. Ahora bien, tal opinión no se
hubiera podido difundir sin algún pretexto o razón, por lo cual es verosímil que
nació de una falsa exposición de la doctrina de Cristo; pues casi todos los errores
suelen tomar ocasión de la verdad. Por tanto, para no caer nosotros también en el
mismo error, será necesario que distingamos cuidadosamente lo que está
abrogado en la Ley, y lo que aún permanece en vigor.
Cuando el Señor afirma que Él no había venido a destruir la Ley, sino a cumplirla,
y que no faltaría ni una tilde hasta que pasasen el cielo y la tierra y todo se
cumpliese (Mt. 5,17), con estas palabras muestra bien claramente que la
reverencia y obediencia que se debe a la Ley no ha sido disminuida en nada por
su venida. Y con toda razón, puesto que Él vino para poner remedio a sus
transgresiones. Así que de ningún modo es rebajada la doctrina de la- Ley por
Cristo, pues ella, enseñándonos, amonestándonos, con reprensiones y
correcciones nos prepara y forma para toda buena obra.
15. LLEVANDO SOBRE SÍ NUESTRA MALDICIÓN, CRISTO NOS HACE
HIJOS DE DIOS
Para librarnos de esta maldición, Cristo se hizo maldición por nosotros, porque
está escrito: "Maldito todo el que pende del madero" (Dt. 21,23; Gál. 3,13). Y en el
capítulo siguiente el Apóstol dice que Cristo estuvo sujeto a la Ley, para redimir a
los que estaban debajo de la Ley; pero en seguida añade: para que gozásemos
del privilegio de hijos. ¿Qué quiere decir con esto? Para que no estuviésemos
oprimidos por un cautiverio que tuviese apresadas nuestras conciencias con el
horror de la muerte.
No obstante, a pesar de todo, ha de quedar bien establecido que la autoridad de la
Ley no es rebajada en absoluto, y que debemos profesarle la misma reverencia y
obediencia.
16. SUS CEREMONIAS QUEDAN ABOLIDAS EN CUANTO AL USO,
PORQUE CRISTO HA REALIZADO TODOS SUS EFECTOS
La razón es distinta para las ceremonias, las cuales no fueron abolidas en cuanto
a su efecto, sino en cuanto a su uso. Y el que Cristo con su venida las haya hecho
cesar, no les quita nada de su santidad, sino más bien las enaltece y ensalza.
Porque así como se hubieran reducido antiguamente a una simple farsa, de no
haberse mostrado en ellas la virtud y eficacia de la muerte y resurrección de
Jesucristo, igualmente si no cesaran nos sería hoy imposible entender el fin para
el que fueron instituidas. Y por eso san Pablo, para probar que su observancia no
sólo es superflua, sino incluso nociva, dice que fueron sombra de lo que ha de
venir, y que el cuerpo de las mismas se nos muestra en Cristo (Col. 2, 17). Vemos,
pues, cómo al ser abolidas resplandece mucho mejor en ellas la verdad, que si
aún siguiese representando veladamente a Jesucristo, que ya ha aparecido
públicamente. Y he aquí también por qué en la muerte de Jesucristo se rasgó el
velo del templo en dos partes (Mt. 27, 51). Porque se había ya manifestado la
imagen viva y perfecta de los bienes celestiales, que en las ceremonias antiguas
aparecía solamente en sombras, según dice el autor de la epístola a los Hebreos
(Heb. 10,1). A esto viene también lo que dice Cristo; que la Ley y los profetas eran
hasta Juan; desde entonces el reino de Dios es anunciado (Lc. 16,16). No porque
los patriarcas del Antiguo Testamento se hayan visto privados de la predicación
que contiene en sí la esperanza de salvación y de vida eterna, sino porque
solamente de lejos y como entre sombras vieron lo que nosotros hoy en día
contemplamos con nuestros ojos.
Juan Bautista da la razón de por qué fue necesario que la Iglesia comenzase por
tales rudimentos para ir subiendo poco a poco; a saber, porque "la ley por medio
de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo."
(Jn. 1,17). Porque si bien en los antiguos sacrificios se prometió la verdadera
remisión de los pecados, y el arca de la alianza fue una cierta prenda del amor
paternal de Dios, sin embargo todo ello no hubiera pasado de una sombra, de no
estar fundado en la gracia de Jesucristo, en quien únicamente se halla sólida y
eterna firmeza.
De todas formas estemos bien seguros de que aunque las ceremonias y ritos de la
Ley hayan cesado, sin embargo, por el fin y la intención de las mismas se puede
conocer perfectamente cuánta ha sido su utilidad antes de la venida de Cristo,
quien, al hacer que cesasen, ratificó con su muerte la virtud y eficacia de las
mismas.
17. PARA SAN PABLO, LA LEY RITUAL HA CESADO; PERO LA LEY
MORAL PERMANECE
Un poco más de dificultad tiene la razón que da san Pablo, al decir: "Y a vosotros,
estando muertos en vuestros pecados y en la incircuncición de vuestra carne, os
dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de
los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en
medio y clavándola en la cruz" (Col. 2,13-14). Porque parece que quiere llevar
más adelante la abolición de la Ley, incluso hasta no tener ya nada que ver con
sus decretos e instituciones. Pero se engañan los que entienden esto simplemente
de la Ley moral, bien que exponen que tal abolición se refiere a su inexorable
severidad, y no a su doctrina.
Otros, considerando más detenidamente las palabras de san Pablo, ven con razón
que esto propiamente se refiera a la ley ritual, y prueban que san Pablo usa
muchas veces el término "decreto" en este sentido. Así a los efesios les dice:
"Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno,... aboliendo en su
carne...la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, ("decretos") para
crear en sí mismo de los dos un nuevo pueblo..." (Ef.2, 14-15). No hay duda
alguna de que en este lugar se trata de las ceremonias, pues en él se dice que
esta Ley era una pared que diferenciaba y separaba a los judíos de los gentiles
(Ef. 2,14-15). Por esto yo también admito que los que sostienen esta segunda
opinión critican con razón el parecer de los primeros. No obstante, me parece que
ellos mismos no exponen suficientemente lo que quiere decir el Apóstol, pues no
puedo admitir que confundan estos dos testimonios, como si quisiera decir lo
mismo el uno que el otro.
Por lo que hace a la Epístola a los Efesios, el sentido es el siguiente: el Apóstol
desea darles la certeza de que están admitidos e incorporados a la comunión con
el pueblo de Israel, y les da como razón, que el impedimento que antes los dividía,
a saber: las ceremonias, ha quedado suprimido; porque los ritos de las abluciones
y sacrificios que consagraban al Señor los diferenciaban de los gentiles.
En cambio, ¿quién no ve que en la epístola a los Colosenses el Apóstol toca un
misterio más alto? Se trata allí de las observancias mosaicas, que los falsos
apóstoles querían imponer al pueblo cristiano. Y lo mismo que en la epístola a los
Gálatas, al tratar de esta misma materia la toma desde mucho más arriba,
llevándola en cierta manera hasta su mismo principio y origen, igualmente lo hace
en este lugar. Porque si en las ceremonias no se considera más que la necesidad
de abolirlas, ¿a qué viene que el Apóstol las llame "obligación"; y tal obligación
que es contraria a nosotros? E igualmente ¿por qué se iba a hacer consistir casi
toda nuestra salvación en su abolición? Por todo lo cual se ve claramente que hay
que atender aquí a otra cosa distinta de la exterioridad de las ceremonias. Y creo
haber encontrado su verdadero sentido, si se me concede que es cierto lo que
dice con toda verdad san Agustín110; o mejor dicho, lo que él ha sacado de las
clarísimas palabras del Apóstol; a saber, que en las ceremonias judaicas había
más bien confesión de los pecados, que no expiación de los mismos. Porque,
¿qué otra cosa hacían con sus sacrificios, sino confesar que eran dignos de
muerte, ya que en su lugar ponían un animal, al que sacrificaban? ¿Qué hacían
110
De la Pena y de la Remisión, lib. I, cap. xxvn.
con sus purificaciones, sino testimoniar que eran impuros? De esta manera
renovaban la obligación de su pecado e impureza; pero con esta declaración no la
pagaban en absoluto. Y por esto dice el Apóstol que la remisión de los pecados
que había bajo el primer pacto fue realizada por la muerte de Jesucristo (Heb. 9,
15). Con toda razón, por tanto, llama el Apóstol a las ceremonias, obligaciones
contrarias a los que se servían de ellas, pues con las mismas testificaban y daban
a entender su condenación e impureza. Y no contradice esto el que los padres del
Antiguo Testamento hayan sido partícipes de la misma gracia que nosotros,
porque ellos lograron esto por Cristo, no por las ceremonias, a las cuales el
Apóstol en el lugar citado diferencia de Cristo, en cuanto que ellas, después de
haber sido revelado el Evangelio, oscurecían su gloria.
Vemos, pues, qué las ceremonias, en sí mismas consideradas, son llamadas con
toda propiedad obligaciones contrarias a la salvación de los hombres; pues eran a
modo de escrituras auténticas, para obligar a las conciencias a declarar sus faltas.
Por ello, como los falsos apóstoles quisieran obligar a los cristianos a seguir
guardándolas, san Pablo, considerando según su primer origen su verdadero
significado, avisó con toda razón a los colosenses del peligro en que iban a caer,
si consentían que los oprimieran de este modo. Porque juntamente con esto
perdían el beneficio de Cristo, en cuanto que con una única y perpetua expiación,
había abolido para siempre esas observancias de cada día, que valían únicamente
para poner de relieve los pecados, pero en modo alguno para expiarlos.
Paréceme que no estará fuera de propósito introducir aquí una breve exposición
de los mandamientos de la Ley. De esta manera se entenderá mucho más
claramente lo que vengo exponiendo; a saber, que el servicio y culto que Dios
estableció en otro tiempo permanece aún en su fuerza y vigor. Y asimismo
quedará confirmado el segundo punto que hemos mencionado: que no solamente
se ha enseñado a los judíos la legítima manera de servir a Dios, sino además, por
el horror del juicio, viendo que no tenían fuerza suficiente para cumplir la Ley, han
sido llevados como a la fuerza hasta el Mediador.
Al exponer las cosas que se requieren para conocer verdaderamente a Dios,
dijimos que nosotros no podemos comprenderle conforme a su verdadera
grandeza sin sentirnos al momento sobrecogido por su majestad, que nos obliga a
servirle. Y respecto al conocimiento de nosotros mismos hemos dicho que el punto
principal consiste en que, vaciándonos nosotros de toda opinión de nuestra propia
virtud y despojándonos de toda confianza en nuestra propia justicia, humillados
con el sentimiento de nuestra necesidad y miseria, aprendamos la verdadera
humildad y el conocimiento de lo que realmente somos.
Ambas cosas nos las muestra el Señor en su Ley. En ella, atribuyéndose en
primer lugar la autoridad de mandar, nos enseña el temor y la reverencia que
debemos a su divina majestad, y nos enseña en qué consiste esta reverencia.
Luego, al promulgar la regla de su justicia (a la cual nuestra mala y corrompida
naturaleza es perpetuamente contraria y siente repugnancia de la misma, no
pudiendo corresponder a ella con la perfección que exige, por ser nuestra
posibilidad de hacer el bien muy débil) nos convence de nuestra impotencia y de la
injusticia que existe en nosotros.
Ahora bien, todo cuanto hay que saber de las dos Tablas, en cierta manera nos lo
dicta y enseña esa ley interior, que antes hemos dicho está escrita y como
impresa en los corazones de todos los hombres. Porque nuestra conciencia no
nos permite dormir en un sueño perpetuo sin experimentar dentro el sentimiento
de su presencia para advertirnos de nuestras obligaciones para con Dios, y
demostrarnos sin lugar a dudas la diferencia que existe entre el bien y el mal, y así
acusarnos cuando no cumplimos con nuestro deber.
Sin embargo, el hombre está de tal manera sumido en la ignorancia de sus
errores, que le resulta difícil mediante esta ley natural gustar, siquiera sea un
poco, cuál es el servicio y culto que a Dios le agrada; evidentemente se halla muy
lejos de él. Además, está tan lleno de arrogancia y de ambición, y tan ciego por el
amor de sí mismo, que ni siquiera es capaz de mirarse para aprender a
someterse, humillarse y confesar su miseria. Por ello, por sernos necesario en
virtud de la torpeza y contumacia de nuestro entendimiento, el Señor nos dio su
Ley escrita, para que nos testificase más clara y evidentemente lo que en la ley
natural estaba más oscuro, y para avivar nuestro entendimiento y nuestra
memoria, librándonos de nuestra dejadez.
2. EL DIOS CREADOR, NUESTRO SEÑOR Y PADRE, TIENE EL DERECHO
DE SER GLORIFICADO
Resulta ahora fácil entender qué es lo que debemos aprender de la Ley; a saber,
que siendo Dios nuestro Creador, con todo título hace con nosotros de Padre y de
Señor; y que por esta razón nosotros debemos glorificarle, amarle, reverenciarle y
temerle. Asimismo, que nosotros no somos libres para hacer todo aquello a que
nuestros apetitos nos inclinan, sino que estando pendientes de Su voluntad,
solamente hemos de insistir en lo que a Él le place. Que Él ama la justicia y la
rectitud; y, por el contrario, aborrece la maldad. Por lo tanto, si no queremos
apartarnos de nuestro Creador mediante una perversa ingratitud, es necesario que
todos los días de nuestra vida amemos la justicia y vivamos de acuerdo con ella.
Porque si precisamente le damos la reverencia que le es debida, cuando
anteponemos su voluntad a la nuestra, se sigue que el único culto verdadero con
que le debemos, servir es vivir conforme a la justicia, la santidad y la pureza. Y es
inútil que el hombre pretenda excusarse con que no le es posible pagar sus
deudas, por ser un deudor pobre, ya que no hemos de medir la gloria de Dios
conforme a nuestra posibilidad. Seamos nosotros como fuéremos, Él siempre es
semejante a sí mismo; siempre es amigo de la justicia y enemigo de la maldad.
Todo cuanto nos pide – pues no puede pedirnos más que lo que es justo – por
natural obligación estamos obligados a hacerlo; y la culpa de que no podamos
hacerlo es enteramente nuestra. Porque si nos encontramos enredados en
nuestros propios apetitos, en los cuales reina el pecado, de tal manera que no nos
sintamos libres para hacer lo que nuestro Padre nos ordena, es inútil que
aleguemos en defensa propia esta necesidad, cuyo mal está dentro de nosotros
mismos, y a nosotros mismos únicamente debe ser imputada.
3. LA LEY NOS OBLIGA A RECURRIR A LA MISERICORDIA DE DIOS
Mas el Señor, no contento con mostrar el respeto y obediencia que debemos tener
a su justicia, para inducir nuestros corazones a amarla y aborrecer la maldad,
añade además promesas y amenazas. Porque como nuestro entendimiento de tal
manera se ciega, que es incapaz de conmoverse por la sola hermosura de la
virtud, quiso este Padre clementísimo, conforme a su benignidad, atraernos con la
dulzura y el galardón que nos ha propuesto, para que la amemos y deseemos.
Por eso el Señor declara que quiere remunerar la virtud, y que el que obedezca a
sus mandamientos no perderá su recompensa. Y, al contrario, afirma que no
solamente detesta la injusticia, sino que no la dejará pasar sin castigo, pues ha
determinado vengar los ultrajes a su majestad. Y para estimularnos por todos los
medios posibles, promete las bendiciones de la vida presente y la eterna
bienaventuranza a los que guardaren sus mandamientos; y, al contrario, amenaza
a los transgresores con las calamidades de esta vida y con la muerte eterna.
Porque aquella promesa: "Los cuales (estatutos) haciendo el hombre, vivirá en
ellos" (Lv. 18, 5), y la amenaza correspondiente: "El alma que pecare, esa morirá"
(Ez. 18,4 .20), sin duda alguna se entienden de la muerte o inmortalidad futura que
jamás tendrá fin. Por lo demás, en todos los lugares en los que se hace mención
de la buena voluntad de Dios o de su ira, bajo la primera se contiene la eternidad
de vida, y bajo la segunda, la eterna condenación.
En la Ley se recita un gran catálogo de maldiciones y bendiciones de esta vida
presente. Por las primeras se ve cuánta es la pureza de Dios, que no puede
tolerar la maldad. Por otra parte, en las promesas se muestra, además de aquel
infinito amor que tiene a la justicia – que no permite que quede sin remuneración –
, su admirable benignidad. Pues, como nosotros estamos obligados a su majestad
con todo cuanto tenernos, con todo derecho, cuando nos pide una cosa, lo hace
como algo que le debemos y sin que merezcamos premio por pagar una deuda.
Por tanto Él cede de su derecho, al proponer un premio a nuestros servicios, como
si fuera una cosa que no le debiéramos.
En cuando al provecho que podemos sacar de las promesas en sí mismas, ya se
ha expuesto en otra parte, y se verá con mayor claridad en el lugar oportuno.111
Baste aquí saber que en las promesas de la Ley se contiene una singular
exaltación de la justicia, a fin de que se vea más claramente lo que agrada a Dios
la observancia de la misma; y por otra parte, que los castigos se ordenan para que
se deteste la injusticia más y más, y para que el pecador seducido por los halagos
del pecado, no se olvide del juicio del legislador, que le está preparado.
5. LA LEY CONTIENE LA REGLA DE LA JUSTICIA PERFECTA Y
SUFICIENTE, A LA CUAL HEMOS DE SOMETERNOS
El que el Señor, queriendo dar una regla de justicia perfecta, haya reducido todas
sus partes a su voluntad, demuestra evidentemente que nada le agrada más que
la obediencia. Lo cual es tanto más de notar cuanto que el entendimiento humano
está muy propenso a inventar nuevos cultos y modos de servicio para obligar a
Dios. Pues a través de todos los tiempos ha florecido esta afectación de religión
sin religión; y aun al presente florece, por lo arraigada que está en el
entendimiento humano; y consiste en el deseo y tendencia de los hombres de
inventar un modo de conseguir la justicia independientemente de la Palabra de
Dios. De ahí viene que entre las que comúnmente se llaman buenas obras, los
mandamientos de Dios ocupan el último lugar, mientras que se da la preferencia a
una infinidad de preceptos meramente humanos.
111
Véase II, v, 10; II, VII, 4; III, XVII, 1-3, 6, 7.
Precisamente este deseo es lo que con más tesón procuró Moisés refrenar,
cuando después de haber promulgado la Ley, habló al pueblo de esta manera:
"Guarda y escucha todas estas palabras que yo te mando, para que haciendo lo
bueno y lo recto ante los ojos de Jehová tu Dios, te vaya bien a ti y a tus hijos
después de ti para siempre." "Cuidarás de hacer todo lo que yo te mando; no
añadirás a ello, ni de ello quitarás." (Dt.12, 28. 32). Y antes, después de haber
declarado que la sabiduría e inteligencia del pueblo de Israel delante de todas las
naciones era haber recibido del Señor juicios y ceremonias, añade a continuación:
"Por tanto, guárdate, y guarda tu alma con diligencia, para que no te olvides de las
cosas que tus ojos han visto, ni se aparten de tu corazón todos los días de tu vida"
(Dt. 4, 9).
Viendo Dios que los israelitas no habían de obedecer, sino que después de recibir
la Ley habían de inventar nuevas maneras de servirle, de no retenerlos
fuertemente, declara que en su Palabra se contiene toda justicia, lo cual debería
refrenarlos y detenerlos; y sin embargo, ellos no desistieron de su atrevimiento, a
pesar de habérselo tan insistentemente prohibido.
¿Y nosotros? También nos vemos frenados por la misma Palabra; pues no hay
duda de que la doctrina de perfecta justicia que el Señor quiso atribuir a su Ley ha
conservado siempre su valor. Sin embargo, no satisfechos con ella, nos
esforzamos a porfía en inventar y forjar de continuo nuevas clases de buenas
obras.
Para corregir este defecto, el mejor remedio será grabar bien en nuestro corazón
la consideración de que el Señor nos dio la Ley para enseñarnos la perfecta
justicia, y que en ella no se enseña más doctrina que la que está conforme con la
voluntad de Dios; y, por tanto, que es vano nuestro intento de hallar nuevas
formas de culto a Dios, pues el único verdadero
consiste en obedecerle; y que, por el contrario, el ejercicio de buenas obras que
están fuera de lo que prescribe la Ley de Dios, es una intolerable profanación de la
divina y verdadera justicia. Y por esto se expresa muy bien san Agustín', cuando
llama a la obediencia que se da a Dios, unas veces madre y guarda de todas las
virtudes, y otras, fuente y manantial de las mismas.
6. REGLA PRIMERA: PARA DIOS, QUE ES ESPÍRITU, NUESTROS
PENSAMIENTOS SON ACTOS.
La Ley exige también la obediencia del Espíritu y del corazón Cuando se exponga
la Ley del Señor, quedará mejor confirmado cuanto he dicho respecto a su
función. Mas antes de comenzar a tratar en particular cada uno de sus puntos, es
preciso comprender lo que se refiere a ella en general.
En primer lugar, hay que tener por cierto que la vida del hombre debe estar
regulada por la Ley, no sólo por lo que se refiere a su honestidad externa, sino
también en su justicia interna y espiritual. Lo cual, aunque nadie lo puede negar,
sin embargo muy pocos son los que lo consideran como se debe. Y ello sucede
así, porque no tienen en cuenta al Legislador, por cuya naturaleza hay que juzgar
también de la misma Ley.
Si un rey diese un edicto prohibiendo fornicar, matar o hurtar, admito que el que
hubiese deseado solamente en su corazón verificar algún acto contrario a tales
prescripciones sin llevarlo a efecto ni intentarlo, ése tal estaría libre de la pena
dispuesta para los transgresores. La causa de ello es que las disposiciones de un
legislador mortal solamente comprenden la honestidad exterior; sus edictos son
violados solamente cuando el mal se lleva a efecto. Mas Dios, cuyos ojos todo lo
ven sin que nada se les pase, y que no se fija tanto en las apariencias externas
cuanto en la pureza del corazón, al prohibir la fornicación, el hurto o el homicidio,
prohíbe toda clase de concupiscencia, de ira, de odio, de deseo de lo ajeno, de
engaño, y cuanto es semejante a ello. Porque siendo un Legislador espiritual, no
habla menos al alma que al cuerpo. Ahora bien, la ira y el odio son un homicidio
del alma; la avaricia es un hurto; la concupiscencia desordenada es fornicación.
También las leyes humanas, dirá alguno, tienen en cuenta las intenciones y la
voluntad de los hombres, y no solamente los acontecimientos fortuitos. Admito que
es verdad; pero únicamente las intenciones que salen a luz y llegan a efecto.
Consideran la intención con que un delito se ha cometido; pero no escudriñan los
pensamientos ocultos. Por lo tanto, cualquiera que se abstuviere del acto externo
habrá cumplido las leyes; en cambio, como la Ley de Dios mira a la conciencia, si
la queremos guardar bien, es necesario que reprimamos precisamente nuestra
alma.
Pero la mayoría de los hombres, aunque desean pasar por muy observantes de
ella y que no la menosprecian, y adoptan actitudes exteriores de acuerdo con lo
que ella prescribe, sin embargo, su corazón permanece mientras tanto del todo
ajeno a su obediencia y piensan que han cumplido perfectamente con su deber si
han logrado ocultar a los hombres las transgresiones en que incurren ante la
majestad divina112. Oyen decir: No matarás, no fornicarás, no hurtarás. Por ello, no
desenvainan la espada para matar, no van con mujeres públicas, ni tocan la
hacienda ajena; pero en sus corazones están ansiosos de muertes, se abrasan en
concupiscencias carnales, no pueden ver con buenos ojos el bien del prójimo, sino
que todo lo querrían para ellos. Con esto falta lo que en la Ley es lo principal. ¿De
dónde, os pregunto, procede tal necedad, sino de que haciendo caso omiso del
Legislador acomodan la justicia a sus caprichos?
Contra todos éstos habla expresamente san Pablo al decir que la Ley es espiritual
(Rom. 7,14), con lo cual da entender, que no solamente exige la obediencia del
alma, del entendimiento y de la voluntad, sino incluso una pureza angélica, que
limpie de todas las inmundicias de la carne y sepa únicamente a espíritu.
7. CRISTO NOS HA DADO EL SENTIDO VERDADERO Y PURO DE LA LEY
112
La Ciudad de Dios, lib. XIV, cap. XII.
Al decir nosotros que es éste el sentido de la Ley, no inventamos una exposición
nueva a nuestro capricho, sino que seguimos a Cristo, perfecto intérprete de la
Ley. Pues, habiendo sembrado los fariseos entre el pueblo la perversa opinión de
que todo aquel que no transgredía externamente la Ley, ese tal la cumplía y
guardaba, Él refuta este error perniciosísimo, y afirma que mirar deshonestamente
a una mujer es fornicación (Mt. 5,28); y que todo el que tiene odio a su hermano
es homicida (Mt. 5,21-22.44). Porque El hace reos de juicio a aquellos que
hubieren concebido ira aunque sólo sea en su corazón; hace reos de ser
sometidos al tribunal a los que con murmuraciones dieran alguna muestra de
enojo o rencor; hace reos del fuego del infierno a los que con injurias o afrentas
hubiesen abiertamente manifestado su malquerer.
Los que no comprendieron esto se imaginaron que Cristo era otro Moisés, que
había promulgado la Ley evangélica para suplir los defectos de la Ley mosaica. Y
de ahí nació la sentencia tan difundida de la perfección de la Ley evangélica, como
mucho más ventajosa que la antigua; doctrina que es en gran manera perjudicial.
Pues claramente se verá por el mismo Moisés, cuando expongamos en resumen
los mandamientos, cuán gran injuria se hace a la Ley de Dios al decir esto. E
igualmente se sigue de semejante opinión que la santidad de los padres del
Antiguo Testamento no difería mucho de una hipocresía. Y, en fin, esto sería
apartarnos de aquella verdadera y eterna regla de justicia.
Cosa muy fácil es refutar este error. Pensaron los que admitieron esta opinión que
Cristo añadía algo a la Ley, siendo así que solamente la restituyó a su perfección,
purificándola de las mentiras con que los fariseos la habían oscurecido y
mancillado.
8. SEGUNDA REGLA: CUANDO DIOS MANDA UNA COSA, PROHÍBE LA
CONTRARIA; E INVERSAMENTE
Lo que al presente es oscuro por tocarlo de paso, quedará mucho más aclarado
con la experiencia en la exposición de los mandamientos que luego hacemos. Por
esto baste haberlo tocado; y pasemos a exponer el último punto que dijimos, pues
de otra manera no podría ser entendido, o parecería irrazonable.
Lo que hemos dicho, que siempre que se manda el bien, queda prohibido el mal
que le es contrario, no necesita ser probado, pues no hay quien no lo conceda.
Asimismo, el común sentir de los hombres admitirá de buen grado que cuando se
prohíbe el mal, se manda el bien que le es contrario, pues es cosa corriente decir
que cuando los vicios son condenados, son alabadas las virtudes contrarias.
Pero nosotros preguntamos algo más de lo que los hombres comúnmente
entienden al decir esto. Porque ellos por virtud contraria al vicio suelen
normalmente entender abstenerse del vicio; pero nosotros vamos más allá y
decimos que la virtud es hacer lo contrario del vicio. Y así, en el mandamiento: No
matarás, el común sentir de los hombres no considerará sino que nos debemos
abstener de todo ultraje y todo deseo de hacer mal. Más yo digo que se entiende
aún algo más; a saber, que ayudemos a conservar la vida de nuestro prójimo por
todos los medios que nos fueren posibles. Y para que no parezca que hablo
infundadamente, lo probaré de esta manera: Dios prohíbe que injuriemos o
maltratemos a nuestro prójimo, porque quiere que estimemos y amemos
grandemente su vida; por lo tanto, nos pide todos los servicios de caridad con los
cuales puede ser conservada. De esta manera se podrá entender cómo el fin del
precepto nos enseña siempre todo cuanto en él se nos manda o prohíbe.
10. NO EXISTEN FALTAS LEVES. CADA PECADO QUEDA COMPRENDIDO
BAJO UN GÉNERO PARTICULAR
Mas aunque toda la Ley se comprende en estos dos puntos, Dios, para quitar todo
pretexto de excusa, ha querido exponer más amplia y claramente en diez
mandamientos, tanto lo que se refiere a su honra, temor y amor, como lo que toca
a la caridad que nos manda tener con los hombres por amor a Él. Y no se pierde
el tiempo por conocer la división de los mandamientos, con tal que tengamos
presente que se trata de una cosa en la cual cada uno puede tener su opinión, y
por la que no hemos de disputar, si alguno no está conforme con nuestro parecer.
Digo esto, para que nadie se extrañe ni se burle de la división de los
mandamientos que aquí propondré, como si se tratara de algo nuevo y nunca
oído.
Nadie tiene duda alguna de que la Ley se divide en diez mandamientos por
haberlo así declarado el Señor. No se trata, por tanto, del número de los
mandamientos, sino de la manera de dividirlos. Los que los dividen de tal manera
que ponen tres mandamientos en la primera Tabla, y los otros siete en la segunda,
excluyen de los mandamientos el precepto de las imágenes, o a lo más lo incluyen
en el primero; siendo así que el Señor lo ha puesto como un mandamiento
especial y distinto. Asimismo es infundado dividir es dos el décimo mandamiento,
en el que se nos manda no desear los bienes ajenos. Además hay otra razón para
refutar esta división: a saber, que esa manera de dividir los mandamientos no fue
usada antiguamente cuando florecía la Iglesia, como luego veremos.
Hay otros que ponen, como nosotros, cuatro puntos principales en la primera
Tabla; pero opinan que el primero es una simple promesa, y no un mandamiento.
Por mi parte, no puedo, si no me convencen con razones evidentes, dejar de
entender por los diez mandamientos de que hace mención Moisés, sino diez
mandamientos; y me parece que están muy bien divididos de esta manera en diez.
Dejándoles, pues, libertad de dividirlos como quieran, yo seguiré la división que
me parece más probable; a saber, que lo que ellos ponen por primer mandamiento
es como una introducción a toda la Ley; que luego vienen los cuatro
mandamientos de la primera Tabla; y a continuación los seis de la segunda, según
el orden en que serán expuestos.
Esta división la pone Orígenes, como admitida sin controversia alguna en su
tiempo113. San Agustín114, escribiendo a Bonifacio, la aprueba115.
Es verdad que en otro lugar le agrada más la primera división; pero, ciertamente la
razón por la que la aprueba es de muy poco peso; a saber, porque poner
solamente tres mandamientos en la primera Tabla representaría mucho mejor el
misterio de la Trinidad. Pero, incluso en ese mismo lugar, da a entender que
nuestra división le agrada más.
Hay también otro Padre116 antiguo, que es de nuestra misma opinión; es el que
escribió los Comentarios Imperfectos sobre San Mateo.
Josefo117, conforme a la división que se usaba en su tiempo, pone cinco
mandamientos en cada Tabla. Pero, además de ir contra la razón por confundir el
culto divino y la caridad al prójimo, se refuta también esta división por la autoridad
del Señor, el cual en san Mateo pone el mandamiento de honrar al padre y a la
madre en la segunda Tabla (Mt.19, 19).
Pero escuchemos a Dios sus mismas palabras.
13. EL PRIMER MANDAMIENTO: JEHOVÁ ES EL SEÑOR
TODOPODEROSO
113
Homilía sobre el Éxodo, VIII, 2.
114
Contra dos Cartas de los Pelagianos, lib. III, cap. iv.
115
El original latino añade: "... y al enumerarlos los mantiene en este orden: Servir al único Dios
con religiosa obediencia; no adorar ídolos; no tomar el nombre del Señor en vano. Antes ya había
hablado separadamente del mandamiento sobre el sábado como prefiguración de una realidad
espiritual."
116
Seudo-Crisóstomó, Homilía XXXIII
117
Antigüedades Judías, lib. III, cap. tv.
Poco hace al caso que pongamos la primera cláusula como parte del primer
mandamiento, o que la consideremos aparte, con tal que la entendamos como una
introducción a toda la Ley.
Lo primero que se debe procurar al promulgar leyes es disponer que no sean
abolidas al poco tiempo por menosprecio. Por esta causa el Señor ante todo
provee para que la majestad de la Ley que va a dar no sea menospreciada; y lo
hace fundándola en tres razones. Primero se atribuye la autoridad y el derecho de
mandar, con lo cual obliga al pueblo que se había escogido, a que le obedezca.
Luego promete su gracia para atraer su voluntad mediante Su dulzura.
Finalmente, les recuerda el beneficio que les había hecho, para convencerlos de
ingratitud, si no le corresponden con su liberalidad.
Bajo el nombre de "Jehová" se entiende su imperio y el legítimo señorío que tiene
sobre nosotros. Porque si "de él, y por él, y para él, son todas las cosas" (Rom.11,
36), es razonable que todas se refieran a Él, como lo dice san Pablo. Por tanto,
con el solo nombre de "Jehová" se nos da suficientemente a entender que
debemos sujetarnos al yugo de su divina majestad, pues sería cosa monstruosa
querer apartarnos del gobierno de aquél fuera del cual no podemos existir.
14. GRACIA Y BONDAD DEL PADRE, EL DIOS DE SU IGLESIA
Es verdad que Dios recuerda al pueblo de Israel un beneficio bien reciente; pero
tal y tan admirable, que merecía ser conservado siempre en la memoria. Además
era aptísimo para el fin que se perseguía. Por él el Señor declara que los había
liberado de aquella mísera cautividad a fin de que le reconociesen como autor
de su libertad, rindiéndole el honor y la obediencia debidos.
Por esto los profetas, siempre que lo quieren describir y mostrar con-
venientemente, lo revisten de todas aquellas notas con las que Él se había dado a
conocer al pueblo de Israel. Porque cuando es llamado "Dios de Abraham" o
"Dios de Israel" (Éx. 3, 6), y cuando lo colocan "en el templo de Jerusalén en
medio de los querubines" (Am. 1, 2; Sal 80, 2; 99,1; Is.37, 16), todas estas
maneras de hablar, y otras semejantes, no lo ligan a un lugar ni a un pueblo,
sino que únicamente se expone para que el pensamiento de los fieles se fije en
aquel Dios que, mediante el pacto que estableció con los israelitas, de tal
manera se presentó ante ellos, que no era licito en modo alguno poner el
pensamiento en otra parte para buscarle. Y tengamos presente que se hace
especialmente mención de la redención, para que los judíos se aplicaran con
mayor alegría a servir al Dios que, habiéndoles adquirido, con todo derecho se
los apropia.
Entiendo por adoración, la veneración y culto que cada uno de noso tros le da
cuando se somete a su grandeza; y por ello, no sin razón, pongo como una parte
de la misma someter nuestras conciencias a su Ley.
Acción de gracias es la gratitud por la cual se le tributa la debida ala banza por
todos los bienes que nos ha dado.
Como Dios no puede consentir que ninguna de estas cosas sea atri buida a
nadie más que a Él, quiere igualmente que todo íntegramente le sea a Él
dado. Porque no basta abstenemos de todo dios extraño, si no nos
contentamos con Él solo; como lo hacen los ateos, qui enes para
desentenderse de polémicas, piensan que lo mejor es burlarse de cuantas
religiones existen. Pero, por el contrario, para observar bien este manda -
miento, conviene que vaya por delante la verdadera religión,, por la cual nuestras
almas se aplican a conocer al Dios omnipotente, y con este conocimiento
nos sentimos inducidos a admitir, temer, venerar su majestad, a aceptar la
comunicación de sus bienes, a implorar y pedir su favor en todas partes, a
reconocer y ensalzar la magnificencia de sus obras; y finalmente a poner en
Él nuestros ojos en todo cuanto hiciéremos, como único meta y blanco de
nuestras aspiraciones.
Por tanto, si queremos que Dios apruebe nuestra religión, nuestra conciencia
debe estar pura y limpia aun de los más secretos pensamientos de inclinarse a la
superstición y la idolatría. Porque el Señor exige que su gloria se le reserve
por completo mediante la confesión externa; y, sobre todo, en su presencia, ya
que sus ojos ven los secretos más recónditos del corazón.
No harás imagen de talla, ni semejanza alguna de las cosas que están arriba
en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No las
adores, ni las honres. Porque yo soy Jehová, tu Dios, Dios celoso, que visita
la iniquidad de los padres en los hijos, en la tercera y la cuarta generación de
los que me odian, y que se muestra misericordioso por miles de generaciones
con los que me aman y guardan mis mandatos.118
Por tanto, el fin de este mandamiento es que Dios no quiere que el culto
legítimo a Él debido sea profanado con ritos supersticiosos. Y por eso se
puede resumir diciendo que quiere apartarnos totalmente de todas las clases
de servicios carnales, que nuestro necio entendimiento inventa después de
imaginarse a Dios conforme a su rudeza; y, en consecuencia, nos mantiene
dentro del culto legítimo que se le debe; a saber, un culto espiritual, cual a Él le
pertenece. Al mismo tiempo pone de relieve el vicio más palpable de esta
transgresión, que es la idolatría exterior.
118
Enunciado según la "Biblia francesa", de Calvino.
119
1, XI, 2 . 12.
nombre "El", que significa Dios; pero como este nombre viene de "fortaleza",
para mejor exponer su sentido no he dudado en traducirla por "fuerte", o bien
lo he añadido en segundo lugar.
Luego se llama así mismo "celoso"; dando a entender que no puede admitir
terceros.
Pero, dirá alguno, el Señor dice lo contrario, al asegurar que el castigo del pecado
del padre no pasará al hijo (Ez. 18, 20). Hay que fijarse bien de qué se trata
en esta sentencia de Ezequiel. Los israelitas siendo de continuo y por tanto
tiempo afligidos por innumerables calamidades tenían ya como proverbio el
decir que sus padres habían comido las uvas y los hijos sufrían la dentera;
dando con ello a entender, que los padres habían cometido los pecados, y
ellos injustamente eran castigados por ellos; y ello debido al riguroso enfado de
Dios más bien que a una justa severidad. A éstos el profeta les dice que no es así,
sino que son castigados por las culpas que ellos mismos han cometido, y que
no es propio de la justicia divina que el hijo inocente pague por el pecado
que su padre cometió; lo cual tampoco se afirma en el pasaje del
mandamiento que estamos explicando. Porque si la visitación de que
hablamos se cumple cuando el Señor retira de la familia de los impíos su
gracia, la luz de su verdad, y todos los demás medios de salvación, en el
sentido de que los hijos sienten sobre sí la maldición de Dios por los pecados
de sus padres, en cuanto que, abandonados por Dios en su ceguera, siguen
las huellas de sus padres; y que luego sean castigados, tanto con penas
temporales, como con la condenación eterna, no es más que el justo juicio de
Dios, en virtud no de pecados ajenos, sino de su propia maldad.
21. DIOS EXTIENDE SU MISERICORDIA SOBRE LA POSTERIDAD DE LOS
QUE LE AMAN
Por otra parte tenemos la promesa de que Dios extenderá su mise ricordia a
miles de generaciones: y se introduce en el pacto solemne que Dios hace con
su Iglesia: "seré tu Dios, y el de tu descendencia después de ti" (Gn. 17,7).
Considerando lo cual Salomón dice que los hijos de los justos después de la
muerte de sus padres serán dichosos (Prov. 20,7); no solamente a causa de su
buena educación e instrucción, que evidentemente tiene gran importancia
para ello, sino también por esta bendición que Dios prometió en su pacto, de
que su gracia residiría para siempre en las familias de los piadosos.
Por tanto, hay que considerar con diligencia estos tres puntos: pri mero, que
todo cuanto conciba nuestro entendimiento, y cuanto expresen nuestros labios
reflejen su excelencia, responda a la grandeza sacrosanta de su nombre, y
vaya dirigido a ensalzar su magnificencia. En segundo lugar, que no
abusemos temerariamente de su santa Palabra, ni de sus misterios dignos
de adoración, para provecho de nuestra avaricia, ambición o locura; sino que
conforme a la dignidad de su nombre impresa en su Palabra y en sus
misterios, los tengamos siempre en el aprecio y reputación debidos. El
tercero y último es que no hablemos mal ni murmuremos de sus obras, como lo
suelen hacer ignominiosamente algunos miserables; sino que ensalcemos todo
cuanto Él ha hecho, como efecto de su suprema sabiduría, justicia y bondad.
En esto consiste santificar el nombre de Dios. Y cuando se procede de otra
manera se le profana, porque se le saca de su uso legítimo, al cual únicamente
está dedicado. Y aunque no se siguiese ningún otro mal, por lo menos se le
despoja de su dignidad, y así poco a poco viene a ser menospreciado.
Y si tan grave es usar en vano el nombre de Dios por temeridad, mucho mayor
pecado será servirse de él para actos nefandos, como la nigromancia,
supersticiones, hechizos, exorcismos ilícitos y otras clases abominables de
encantamientos.
Y con toda razón se dice que siempre que ponemos como testimonio el
nombre del Señor, testificamos nuestra religión para con Él, pues de esta
manera confesamos que es la verdad eterna e inmutable, ya que no sólo lo
invocamos como testigo de la verdad, por encima de cualquier otro, sino
además como único mantenedor de la misma, capaz de sacar a luz las cosas
secretas, e igualmente como a quien conoce los secretos del corazón. Porque
cuando no tenemos testimonios humanos, tomamos a Dios por testigo; y
principalmente cuando lo que hemos de atestiguar pertenece a la conciencia.
Y por eso Dios se enoja sobremanera con los que juran por dioses ajenos;
y juzga tal modo de jurar como una señal de haberse apartado de Él: "Sus
hijos me dejaron y juraron por lo que no es Dios" (Jer. 5, 7). Y declara cuánta
es la malicia de semejante acto por la gravedad del castigo: "(Exterminaré)
a los que se postran jurando por Jehová y jurando por Milcom" (Sof. 1, 5).
24. DIOS ES OFENDIDO: CUANDO SE COMETE PERJURIO EN SU
NOMBRE
Igualmente las fórmulas que usa la Escritura nos enseñan el temor que hemos de
tener a jurar mal. Por ejemplo: "Vive Jehová" (1 Sm. 14,39); que el Señor
me haga tal cosa y me añada tal otra (2 Sm. 3,9; 2 Re. 6,31); "invoco a
Dios por testigo sobre mi alma" (2 Cor. 1, 23). Todas ellas muestran que no
podemos tomar a Dios por testigo de nuestras palabras, sin que al mismo
tiempo le pidamos que castigue nuestro perjurio, si juramos falsamente.
Contra esto se peca hoy en día excesivamente; siendo tanto más intolerable,
cuanto que en virtud de la costumbre ha llegado a no ser tenido por pecado;
aunque, sin duda, no es de poco valor ante el juicio de Dios. Porque a cada
paso, indiferentemente abusan los hombres del nombre de Dios en sus
conversaciones vanas y necias, y ni piensan que hacen mal; porque con la
excesiva licencia que se toman, y al no verse castigados, han entrado como en
posesión de tal práctica. Sin embargo, el mandamiento de Dios permanece
firme; la amenaza que añade permanece inviolable, y ha de surtir su efecto en
lo porvenir; pues en ella se anuncia una venganza particular de cuantos
hayan tomado el nombre de Dios en vano.
Sin embargo, les parece que tienen ellos razón, haciendo hincapié en
aquella expresión: "en ninguna manera". Mas ésta hay que referirla, no a la
palabra precedente: Jurar, sino a las formas de juramento que van a
continuación. Pues, precisamente uno de sus errores era creer que al jurar
por el cielo o por la tierra no tocaban para nada el nombre de Dios. Y el Señor,
queriendo corregir el punto principal del error, les priva luego de todo
subterfugio, creyendo que por haber jurado por el cielo y por la tierra
dejaban intacto el nombre de Dios. Pues es menester notar aquí de paso,
que, aunque no se nombre expresamente a Dios, sin embargo los hombres
no dejan de jurar por Él indirectamente; como cuando juran por el sol que les
alumbra, por el pan que comen, por el bautismo que han recibido, o por otros
beneficios de Dios, que son para nosotros como prendas de su bondad. Y
ciertamente que Jesucristo en este lugar, al prohibir que se jure por el cielo, por la
tierra y por Jerusalén, no corrige la superstición, como algunos falsamente
afirman, sino más bien refuta la vana y sofística excusa de los que no daban
importancia a tener de continuo en su boca juramentos indirectos y disfrazados,
como si por no nombrarlo no injuriasen el sacrosanto nombre de Dios, siendo
así que está impreso en cada uno de sus beneficios.
Otro modo es cuando se jura por algún hombre mortal, o ya difunto, o por un
ángel, o como los paganos, que por adulación acostumbraban a jurar por la vida o
la buena fortuna del rey, porque entonces, al divinizar a los hombres y darles la
misma honra que se debe a Dios, han oscurecido y menoscabado la gloria del
único verdadero Dios.
Juramentos públicos y privados. Sin embargo, aún no está del todo resuelta la
cuestión. Algunos piensan que sólo los juramentos públicos quedan exceptuados
de esta prohibición. Tales son los juramentos que hacemos por orden del
magistrado, los que hacen los príncipes para ratificar sus acuerdos y alianzas, los
que hace el pueblo a sus gobernantes, el soldado a sus jefes, y otros semejantes.
En éstos incluyen, con razón, todos los juramentos que se leen en san Pablo para
confirmar la dignidad del Evangelio, puesto que los apóstoles no son hombres
particulares en el desempeño de su misión, sino ministros públicos de Dios.
Ciertamente, no niego que los juramentos públicos sean los más seguros, pues
encuentran mayor aprobación en numerosos testimonios de la Escritura. Manda
Dios al magistrado que obligue al testigo, cuando el asunto es dudoso, a que jure;
y el testigo está obligado a responder en fuerza de su-juramento; y el Apóstol dice
que las controversias de los hombres se resuelven con este remedio (Heb. 6,16).
Por tanto, uno y otro encuentran firme aprobación de lo que hacen en este
mandamiento. Asimismo se puede observar que los antiguos paganos tenían en
gran veneración los juramentos solemnes y públicos; pero los privados y los que
usaban vulgarmente, o no les daban valor alguno, o los tenían en muy poco, por
pensar que Dios no hacía mucho caso de ellos. Sin embargo, querer condenar los
juramentos particulares que se hacen en cosas necesarias con sobriedad, santidad
y reverencia sería cosa muy perniciosa, pues se fundan en una buena razón y en
los ejemplos de la Escritura. Porque si es lícito que las personas particulares en
asuntos graves y de importancia pongan a Dios por Juez, con mucha mayor razón
será licito invocarle como testigo. Así, si tu prójimo te acusa de deslealtad, tú pro-
curarás justificarte en virtud de la caridad; pero si él no quiere darse por
satisfecho con tus razones, entonces, si tu fama peligra a causa de su
obstinación; podrás apelar al juicio de Dios, para que Él a su tiempo demuestre tu
.
inocencia. Menos importancia tiene, si consideramos las palabras, llamarle como
testigo, que como juez. No veo, pues, por qué se debe reprobar la forma de
juramento, en la que se pone a Dios por testigo.
La Escritura nos presenta muchos ejemplos en confirmación de esto. Dicen
algunos que cuando Abraham e Isaac juraron con Abimelec, aquellos juramentos
fueron públicos (Gn. 21, 24; 26,32). Pero ciertamente Jacob y Labán obraron como
personas particulares y, sin embargo, confirmaron su alianza con un juramento
(Gn. 31,53). Persona particular era Booz, y ratificó con juramento la promesa de
matrimonio hecha a Rut (Rut 3,13). Asimismo, Abdías, varón justo y temeroso de
Dios, era un particular, y no obstante, afirma con juramento aquello de que quiere
persuadir a Elías (1 Re. 18,10).
Acuérdate del día del descanso para santificarlo. Seis días trabajarás y en ellos
harás tus obras. El séptimo día es el descanso del Señor tu Dios. No harás en él
obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu asno,
ni el extranjero que está dentro de tus puertas. Porque en seis días... etc.
El fin de este mandamiento es que muertos nosotros a nuestros propios afectos y a
nuestras obras, meditemos en el Reino de Dios, y como efecto de esta meditación
nos ejercitemos en los caminos que Él ha ordenado. Mas, como este
mandamiento encierra una consideración particular y distinta que los otros, exige
una disposición un tanto diversa.
Los doctores antiguos suelen llamarlo "umbrátil" – es decir, en sombras – porque
contiene las observancias externas de un día, las cuales han sido abolidas con la
venida de Cristo, como todas las demás figuras. Esto es muy verdad, pero no
tocan el asunto más que a medias. Por ello es necesario exponerlo de raíz,
considerando las tres causas que, a mi parecer, se contienen en este
mandamiento.
En primer lugar, el Legislador celeste ha querido ilustrar al pueblo de Israel, bajo el
reposo del séptimo día, el reposo espiritual con el que los fieles deben cesar en su
trabajo para dejar a Dios obrar en ellos.
La segunda causa es que Él quiso que hubiese un día determinado, en el cual se
reuniesen para oír la Ley y usar sus ceremonias; o por lo menos, lo dedicasen
especialmente a meditar en sus obras, para con ese recuerdo ejercitarse en la
piedad y en lo que atañe a la gloria de Dios.
En tercer lugar, quiso dar un día de descanso a los siervos y a todos aquellos que
viven sometidos a otros, para que tuviesen algún reposo en sus trabajos.
29. LOS FIELES DEBEN DESCANSAR DE SUS PROPIOS OBRAS, A FIN DE
DEJAR QUE DIOS OBRE EN ELLOS
Sin embargo, en muchos lugares de la Escritura se nos muestra que esta figura
del reposo espiritual es la principal de este mandamiento. Porque el Señor casi
nunca exigió tan severamente la guarda de otros mandamientos, como lo hizo con
éste. Cuando quiere decir en los profetas que toda la religión está destruida, se
queja de que sus sábados son profanados, violados, no observados, ni
santificados; como si al no ofrecerle este servicio, no guardase ya nada con que
poder hacerlo (Nm. 15,32-36; Ez.20, 12-13; 22,8; 23,38; Jer.17, 21-23.27).
Por otra parte ensalza grandemente la observancia del sábado. Por esta causa los
fieles estimaban como el mayor de todos los beneficios, que Dios les hubiera
revelado la guarda del sábado (Is. 56, 2). Porque así hablan los levitas en
Nehemías: "Y les ordenaste (a nuestros padres) el día del reposo santo para ti, y
por mano de Moisés tu siervo les prescribiste mandamientos, estatutos y la ley"
(Neh. 9, 14). Vemos, pues, que lo tenían en singular estima por encima de los
otros mandamientos de la Ley; todo lo cual viene a propósito para mostrar la
dignidad y excelencia de este misterio, que tan admirablemente expone Moisés y
Ezequiel. Por-que leemos en el Éxodo: "En verdad vosotros guardaréis mis días
de reposo; porque es señal entre mi y vosotros por vuestras generaciones, para
que sepáis que yo soy Jehová que os santifico"; "Guardarán, pues, el día de
reposo los hijos de Israel, celebrándolo por sus generaciones por pacto perpetuo.
Señal es para siempre entre mí y los hijos de Israel" (Ex. 31,13. 16). Y aún más
ampliamente lo dice Ezequiel; aunque el resumen de sus palabras es que el
sábado era una señal para que Israel conociese que Dios era su santificador (Ez.
20,12).
Si nuestra santificación consiste en mortificar nuestra propia voluntad, bien se ve
la perfecta proporción que hay entre la señal externa y la realidad interior.
Debemos dejar absolutamente de obrar para que obre Dios en nosotros; debemos
dejar de hacer nuestra voluntad, dejar a un lado nuestro corazón, renunciar a los
deseos de la carne y no hacer caso de ellos. En resumen, debemos dejar cuanto
procede de nuestro entendimiento, para que obrando Dios en nosotros,
reposemos en Él; como también nos lo enseña el Apóstol (Heb. 3,13; 4, 4-11).
30. EL SÉPTIMO DÍA FIGURA LA PERFECCIÓN FINAL, A LA CUAL
DEBEMOS ASPIRAR
Esto es lo que representaba para los judíos la observancia del descanso del
sábado. Y a fin de que se celebrara con mayor religiosidad, el Señor la confirmó
con su ejemplo. Porque no es de poco valor para excitar su deseo saber que en lo
que el hombre hace imita y sigue a su Creador.
Si alguno busca un significado misterioso y secreto en el número "siete", es
verosímil que, significando este número en la Escritura perfección, no sin causa
haya sido escogido en este lugar para denotar perpetuidad. Con lo cual está de
acuerdo lo que dice Moisés, quien, después de narrar que el Señor descansó en el
séptimo día de todas sus obras, deja ya de contar la sucesión de los días y las
noches (Gn.2, 3).
También se puede aducir respecto al número siete otra conjetura probable, y es
que el Señor ha querido con este nombre significar que el sábado de los fieles no
se cumplirá nunca perfectamente hasta el último día. Porque nosotros
comenzamos aquí nuestro bienaventurado reposo y cada día avanzamos en él;
pero como tenemos que sostener una batalla perpetua contra nuestra carne, este
reposo no será perfecto mientras no se cumpla lo que dice Isaías de la continuidad
de la festividad de un novilunio con otro, y de un sábado con el siguiente, lo cual
tendrá lugar cuando Dios sea todo en todos (Is. 66,23; 1 Cor.15, 28).
Podrá, pues, parecer que con el séptimo día el Señor quiso figurar a su pueblo la
perfección del sábado que tendrá lugar el último día, para que con la constante
meditación de este sábado, aspirase siempre a esta perfección.
31. TAMBIÉN NOS ENSEÑA EL REPOSO ESPIRITUAL
Si estas consideraciones sobre el número siete le pareciese a alguno demasiado
sutil y, en consecuencia, no las quiere admitir, no me opondré a que se quede con
otra más sencilla; y es, que el Señor ha establecido un día determinado en el cual
el pueblo se ejercitase, bajo la dirección de la Ley, en meditar en el reposo
espiritual que no tendrá fin; y que asignó el séptimo día, bien pensando que
bastaba, o bien para mejor iniciar al pueblo en la guarda de esta ceremonia,
poniendo ante los ojos del mismo su propio ejemplo, o más bien para mostrarle
que el sábado no pretendía más que hacerlo semejante a su Creador. Poco
importa las diferencias, con tal que permanezca el sentido del misterio que
principalmente se describe aquí, del perpetuo descanso de nuestras obras.
Los profetas muchas veces traían a la memoria de los judíos esta contemplación,
para que no pensasen haber cumplido con su deber por abstenerse exteriormente
de cosas manuales. Además de los lugares que hemos alegado hay otro en
Isaías, que dice: "Si retrajeres del día de reposo tu pie, de hacer tu voluntad en mi
día santo, y llamares delicia, santo y glorioso de Jehová; y lo venerares, no
andando en tus propios caminos, ni buscando tu voluntad, ni hablando tus
palabras, entonces te deleitarás en Jehová" (Is. 58, 13).
Cristo es el verdadero cumplimiento del sábado. No hay duda de que con la
venida de nuestro Señor Jesucristo ha quedado abolido lo que en este
mandamiento era ceremonial. Porque Él es la verdad, ante cuya presencia todas
las figuras se desvanecen; Él es el cuerpo, con cuya contemplación desaparecen
las sombras; Él es el verdadero cumplimiento del sábado. Por el bautismo somos
sepultados juntamente con Él, somos injertados en su muerte, para que siendo
partícipes de su resurrección andemos en vida nueva (Rom. 8, 4). Por esta causa
el Apóstol dice en otro lugar que el sábado fue una sombra de lo que había de
venir, y que el cuerpo es de Cristo (Col. 2,16-17); quiere decir, la sólida sustancia
de la verdad, que él muy bien expuso en este lugar. Ahora bien, esto no se
extiende a un solo día, sino que requiere todo el curso de nuestra vida, hasta que
enteramente muertos a nosotros mismos, seamos llenos de la vida de Dios. De
esto se sigue, pues, que los cristianos deben estar muy lejos de la supersticiosa
observancia de los días.
32. LAS ASAMBLEAS ECLESIÁSTICAS Y EL DESCANSO DE LOS
TRABAJADORES
Sin embargo, como las dos últimas causas no se deben contar en el número de
las sombras antiguas, sino que convienen igualmente a todos los tiempos y
edades, aunque el sábado ha sido abrogado, no obstante no deja de tener su
valor entre nosotros el que tengamos ciertos días señalados en los cuales nos
reunamos para oír la Palabra de Dios; para administrar los sacramentos y para las
oraciones públicas; y asimismo para que los criados y trabajadores gocen de
algún descanso en su trabajo. No hay duda de que el Señor tuvo en cuenta estas
dos causas cuando instituyó el sábado.
En cuanto a la primera, la misma costumbre de los judíos lo prueba
suficientemente. La segunda, el mismo Moisés la advirtió en el Deuteronomio, al
decir: "Para que descanse tu siervo y tu sierva como tú, acuérdate que fuiste
siervo en tierra de Egipto (Dt. 5,14-15). Y en el Éxodo: "Para que descanse tu
buey, y tu asno, y tome refrigerio el hijo de tu siervo" (Ex. 23,12). ¿Quién negará
que ambas cosas tengan que ver con nosotros lo mismo que con los judíos?
Las asambleas eclesiásticas son mandadas por la Palabra de Dios; y la misma
experiencia prueba cuán necesarias son. Si no hubiese días señalados, ¿cuándo
podríamos servirnos? Todas las cosas se deben hacer entre nosotros
"decentemente y con orden", como manda el Apóstol (1 Cor. 14,40). Tan difícil es
que se pueda guardar la conveniencia y el orden sin esta seguridad de unos días
determinados, que si no existiesen, pronto veríamos grandes perturbaciones y
confusiones en la Iglesia. Y si nosotros tenemos la misma necesidad que tenían
los judíos, para cuyo remedio quiso el Señor instituir el sábado, nadie diga que la
Ley del descanso sabático no tiene nada que ver con nosotros; pues quiso nuestro
próvido y misericordioso Padre tener en cuenta y proveer a nuestra necesidad no
menos que a la de los judíos.
¿Por qué no nos reunimos todos los días, dirá alguno, para suprimir así esta
diferencia de días? Quisiera Dios que así fuese; ciertamente que la divina y
espiritual Sabiduría se merece muy bien que cada día se le dedique un rato. Más
si no se puede conseguir de la debilidad de muchos que se reúnan cada día y la
ley de la caridad no permite que se le exija más, ¿por qué no vamos a seguir
nosotros la razón que el Señor nos ha mostrado?
33. NOSOTROS OBSERVAMOS EL DOMINGO SIN JUDAÍSMO Y SIN
SUPERSTICIÓN
Es necesario que trate este punto un poco más por extenso, pues ciertos espíritus
inquietos se alborotan a causa del día del domingo. Se quejan de que el pueblo
cristiano permanece aún dentro del judaísmo, porque retiene aún la observancia
de unos días determinados.
A eso respondo que guardamos el domingo sin caer en el judaísmo, ya que hay
una grandísima diferencia entre nosotros y los judíos tocante a esto. Porque no lo
celebramos con un criterio religioso estrecho, como una ceremonia en la que se
figura un misterio espiritual, sino que lo admitimos como un remedio necesario
para conservar el orden en la Iglesia.
Pero san Pablo, dicen, enseña que los cristianos no deben ser juzgados por la
observancia de los días, puesto que esto es una sombra de las cosas que han de
venir (Col. 2, 16), y precisamente teme haber trabajado en vano entre los gálatas,
porque seguían observando aún los días (Gál. 4,10-11). Y escribiendo a los
romanos dice que es una superstición hacer diferencia entre día y día (Rom. 14,
5).
Pero ¿quién, fuera de esta gente no ve de qué observancia habla el Apóstol?
Pues ellos no tenían en vista este fin público y de orden en la Iglesia, sino que
manteniendo las fiestas como sombras de cosas espirituales, empañaban la gloria
de Cristo y la luz de su Evangelio; no se abstenían de las obras manuales porque
les impidieran entregarse a la meditación de la Palabra de Dios, sino por una
insensata devoción, pues se imaginaban que con el descanso hacían un gran
servicio a Dios. Así pues, contra esta perversa distinción de días habla el Apóstol,
y no contra el orden legítimo que mantiene la paz en el pueblo cristiano. Porque en
las iglesias que él fundó se guardaba el sábado con este fin; y a los corintios les
señala ese día para poder recoger la ofrenda en ayuda de los hermanos de
Jerusalén (1 Cor. 16, 2).
Si tememos la superstición, mucho mayor peligro había ciertamente en las fiestas
de los judíos, que en la celebración del domingo por parte de los cristianos.
Porque como era conveniente para suprimir la superstición, se ha abandonado el
día que guardaban los judíos; y como era necesario para mantener cierto orden y
paz en la Iglesia, se ha establecido otro día en su lugar.
34. AUNQUE LOS ANTIGUOS NO HAN ESCOGIDO EL DÍA DEL DOMINGO
PARA PONERLO EN LUGAR DEL SÁBADO SIN RAZÓN ALGUNA
Honra a tu padre y a tu madre para que tus días se alarguen en la tierra que
Jehová tu Dios te da.
El fin de este mandamiento es que, como el Señor Dios quiere que sea guardado
el orden que Él ha instituido, debemos guardar inviolablemente los grados de
preeminencia, como Él los ha establecido. La suma, pues, de todo ello será que,
aquellos a quienes el Señor nos ha dado por superiores, les tengamos gran
respeto, los honremos, les obedezcamos, y reconozcamos el bien que de ellos
hemos recibido. De aquí se sigue la prohibición de que no rebajemos su dignidad
ni por menosprecio, ni por contumacia o por ingratitud, pues todo esto quiere decir
el vocablo honrar en la Escritura; por ejemplo, cuando dice el Apóstol: "Los
ancianos que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doble honor" (1 Tim.
5,17), no solamente entiende que se les debe reverencia, sino también la
remuneración que merece su ministerio.
Mas como este mandamiento, en el cual se nos manda someternos a nuestros
superiores, es muy contrario a la perversión de nuestra naturaleza – pues
naturalmente estamos henchidos de orgullo y de ambición y con gran dificultad
aceptamos someternos a nadie –, por esta causa nos es propuesta como ejemplo
la superioridad menos odiosa y la más amable de todas, para doblegar y ablandar
nuestros corazones, a fin de que se acostumbre a obedecer. Y así el Señor, poco
a poco, mediante la sujeción más dulce y fácil de tolerar, nos acostumbra a toda
legítima sumisión, ya que la razón es la misma en todos los casos. Porque cuando
Él constituye en autoridad a alguno le comunica su nombre en la medida requerida
para mantenerla y conservarla. Los títulos de Padre, Dios y Señor, de tal manera
le competen a Él sólo, que cuando oímos cualquiera de ellos, nuestro corazón se
siente conmovido por el sentimiento de su majestad. Ahora bien, aquellos a
quienes Él ha hecho partícipes de estos títulos les dan como un destello de su
misma claridad, para ennoblecer a cada uno conforme a su grado. Por esto hemos
de pensar que hay una cierta especie de divinidad en aquél a quien llamamos
padre, pues no sin motivo lleva un título que compete a Dios. De modo semejante,
el que es príncipe o señor participa en cierta medida de Dios.
36. POR LO CUAL NADIE DEBE DUDAR QUE EL SEÑOR ESTABLECE
AQUÍ UNA REGLA UNIVERSAL
Y es, que al reconocer a alguien como superior nuestro por ordenación de Dios, le
profesemos reverencia y obediencia, y le hagamos cuantos servicios nos sea
posible. Y no hemos de considerar si aquellos a quienes hacemos este honor son
dignos o no. Porque, sean como fueren, solamente por providencia y voluntad de
Dios tienen aquella autoridad, por la cual el mismo Legislador quiere que sean
honrados.
Nuestros padres. Sin embargo, expresamente nos manda que honremos a
nuestros padres, quienes nos engendraron y son la razón de que tengamos el ser
que poseemos, lo cual la misma naturaleza nos lo debe enseñar. Porque son
monstruos, y no hombres, los que por menosprecio, rebeldía o contumacia
quebrantan la autoridad de sus propios padres. Por esto manda el Señor que
todos aquellos que son desobedientes a su padre o a su madre mueran por ello,
pues son hombres indignos de gozar de esta vida, ya que no reconocen a aquellos
por cuyo medio vinieron al mundo.
Por muchos lugares de la Ley se ve que lo que hemos dicho es verdad; a saber,
que la honra de que se habla en este mandamiento contiene tres partes:
reverencia, obediencia y gratitud.
Manda el Señor la primera, cuando prescribe que el que maldijere a su padre o a
su madre muera por ello; porque con ello castiga toda suerte de menosprecio y
afrenta (Éx. 21, 17; Lv. 20, 9; Prov. 20,20).
La segunda, al ordenar que los hijos desobedientes y rebeldes sea castigada con
la muerte (Dt. 21, 18).
A la tercera se refiere lo que Cristo dice en el capítulo quince de san Mateo, que
es mandamiento de Dios que hagamos bien a nuestros padres (Mt. 15,4-6). Y
siempre que san Pablo hace mención de este mandamiento nos exhorta a ser
obedientes a nuestros padres; lo cual pertenece a la segunda parte (Ef. 6, 1; Col.
3, 20).
37. PROMESA DE BENDICIÓN
Sigue luego la promesa para encarecerlo más, a fin de advertirnos cuánto agrada
a Dios la sumisión que aquí se nos manda. Porque Pablo nos incita con este
estímulo para arrojar de nosotros la pereza, cuando dice que "es el primer
mandamiento con promesa" (Ef. 6,2); porque la promesa de la primera Tabla no es
especial ni pertenece a un solo mandamiento, sino que se extiende a toda la Ley
en general.
En cuanto a la promesa de que tratamos al presente, se ha de entender de esta
manera: que el Señor hablaba estrictamente con los israelitas acerca de la tierra
que les había prometido como herencia. Si, pues, la posesión de esta tierra era
una prenda de la bondad y liberalidad de Dios, no nos maravillemos si el Señor ha
querido testimoniar su favor prometiéndoles larga vida, con la cual pudiesen gozar
más largamente del beneficio y la merced que se les hacía. Lo que quiere, pues,
decir es: Honra a tu padre y a tu madre, para que vivas mucho tiempo y puedas
gozar largamente de la tierra, que ha de servirte como testimonio de mi favor.
Por lo demás, como toda la tierra es bendita para los fieles, con toda justicia
ponemos en el número de las bendiciones de Dios la vida presente. Por ello, esta
promesa también nos toca a nosotros, en cuanto el vivir larga vida nos es un
testimonio de la buena voluntad que Dios nos tiene, porque la larga vida, ni se nos
promete a nosotros, ni les fue prometida a los judíos, como si contuviese en sí
misma la bienaventuranza; sino porque suele ser para los piadosos una señal de
la benevolencia de Dios.
Y si sucede que un hijo obediente a sus padres, muere en su juventud — lo cual
no raras veces ocurre — no por eso deja el Señor de permanecer firme a su
promesa; más aún, al cumplirla procede como el que habiendo prometido a otro
una parcela de terreno, en vez de una le da ciento. Todo consiste en que
consideremos que la larga vida nos es prometida en cuanto es una bendición de
Dios, y que es bendición de Dios en cuanto testimonio de la benevolencia que el
Señor nos tiene, la cual Él en realidad de verdad la manifiesta abundante y
ampliamente cuando saca a sus siervos de esta vida efímera.
38. POR OTRA PARTE, CUANDO EL SEÑOR PROMETE LA BENDICIÓN DE
ESTA VIDA PRESENTE A LOS QUE HONRAREN COMO DEBEN A SUS
PADRES, A LA VEZ DA A ENTENDER CON ELLO QUE,
INDUDABLEMENTE, SU MALDICIÓN CAERÁ SOBRE TODOS
AQUELLOS QUE LE FUEREN DESOBEDIENTES.
Y para que su juicio se ejecute, decreta en su Ley que los tales son dignos de
muerte; y si ellos escapan del modo que fuere, de la mano de los hombres, Él no
dejará de castigarlos. De sobra vemos qué gran número de gente de esta clase
pereceen guerras, en disputas y pendencias; cómo otros se ven atormentados de
modo imprevisto; de tal manera, que casi a simple vista se ve que es Dios quien
los persigue y les hace morir ignominiosamente. Y si hay algunos que logran llegar
a edad muy avanzada, como quiera que en esta vida presente se ven privados de
la bendición de Dios, no hacen más que consumirse miserablemente, y son
preservados para sufrir tormentos mucho mayores en el futuro. Tan lejos están de
participar y gozar de la bendición prometida a los buenos hijos.
Límites de la obediencia. Para concluir esta materia, debemos advertir
brevemente, que no se nos manda obedecer a nuestros padres, sino "en el Señor"
(Ef. 6,1), y ello estará claro, si tenemos presente el fundamento que ya hemos
establecido. Porque ellos tienen autoridad sobre nosotros en cuanto Dios los ha
constituido en ella, comunicándoles una parte de la honra que le es debida. Por
tanto, la obediencia que se les debe ha de ser como un escalón, que nos lleve a
obedecer a Aquel que es el sumo Padre. Y por eso, si ellos nos incitan a
quebrantar la Ley de Dios, con toda justicia no los consideraremos entonces como
padres, sino como extraños, puesto que procuran apartarnos de la obediencia que
debemos a nuestro verdadero Padre.
Lo mismo se debe entender de los príncipes, señores y toda clase de superiores;
pues sería cosa indigna y fuera de razón que su autoridad se ejerciera para
rebajar la alteza y majestad de Dios; ya que dependiendo de la divina, debe
guiarnos y encaminarnos a ella.
39. EL SEXTO MANDAMIENTO: EL FIN DE ESTE MANDAMIENTO ES QUE
HABIENDO FORMADO DIOS AL LINAJE HUMANO COMO UNA
UNIDAD, CADA UNO DEBE PREOCUPARSE DEL BIENESTAR Y
CONSERVACIÓN DE LOS DEMÁS.
No matarás.
En resumen, este mandamiento prohíbe toda violencia, toda injuria, y cualquier
daño que se pueda inferir al prójimo en su cuerpo. Y, por tanto, se nos manda que
nos sirvamos de nuestras fuerzas en lo posible para conservar la vida del prójimo,
procurándole las cosas convenientes y saliendo al paso de las que pueden
perjudicarle; y asimismo ayudándole y socorriéndole cuando se encuentre en
algún peligro o necesidad.
La Escritura da dos razones sobre las que se funda este mandamiento. La primera
es que el hombre es imagen de Dios; y la otra que es carne nuestra. Por tanto, si
no queremos violar la imagen de Dios, no debemos ofender en cosa alguna a
nuestro prójimo; y si no queremos despojarnos de nuestra humanidad, debemos
cuidarlo como a nuestra propia carne.
En otro lugar trataremos de la exhortación que se puede obtener a este respecto
del beneficio de la Redención de Jesucristo. El Señor ha querido que
consideremos naturalmente estas dos cosas que hemos señalado en el hombre, y
que nos llevasen a hacerle bien: quiere que honremos su imagen, la cual Él ha
imprimido en el hombre; y que nos cuidemos de nuestra propia carne y la
amemos.
Y por ello, no es inocente del crimen de homicidio el que simplemente se abstiene
de derramar sangre. Porque cualquiera que cometiere o intentare algo de hecho, o
en su voluntad y deseo concibiere dañar en algo al bien del prójimo, ante Dios es
ya considerado homicida. Asimismo, si no procuramos según la posibilidad y
ocasión se nos ofreciere, hacerle bien, pecamos también contra esta ley con esta
falta de humanidad.
Y si el Señor se preocupa tanto de la salud del cuerpo, podemos figurarnos cuánto
nos obliga a procurar la del alma, la cual tiene sin comparación en mucha mayor
estima.
41. EL SÉPTIMO MANDAMIENTO: EL FIN DE ESTE MANDAMIENTO ES
QUE TODA INMUNDICIA E IMPUREZA DEBE ESTAR MUY LEJOS DE
NOSOTROS, PORQUE DIOS AMA LA PUREZA Y LA CASTIDAD.
No cometerás adulterio.
Y se resume, en que no nos manchemos con suciedad alguna, ni apetito de
lujuria. A lo cual corresponde el mandamiento afirmativo de que regulemos nuestra
vida de una manera casta y guardemos continencia.
De una manera más expresa prohíbe la fornicación, a la que tiende toda suerte de
lujuria, a fin de que por la impureza y deshonestidad que consigo lleva — que es
más manifiesta y palpable en ella, en cuanto que deshonra al mismo cuerpo —
nos incite a aborrecer todo género de lujuria.
Fines del matrimonio. Como el hombre ha sido creado de tal manera que no viva
solo, sino en compañía de la ayuda semejante que se le dio — tanto más, que por
el pecado se encuentra más sometido aún a esta necesidad —, el Señor ha
puesto remedio a ello, instituyendo el matrimonio y santificándolo después con su
bendición. De donde se deduce que toda otra compañía fuera del matrimonio, es
maldita en su presencia; y que la misma compañía del marido y la mujer ha sido
ordenada para remedio de nuestra necesidad, a fin de que no aflojemos las
riendas a nuestros deseos carnales y nos arrastren en pos de sí. No nos
lisonjeemos, pues, cuando oímos decir que el hombre puede juntarse con una
mujer fuera del matrimonio sin la maldición de Dios.
42. LA VOCACIÓN DE CONTINENCIA
Por tanto, como quiera que por la naturaleza de nuestra condición y por el ardor
que después de la caída de encendió en nosotros, tenemos doble necesidad de
este remedio, exceptuando aquellos a quienes Él ha hecho gracia particular,
considere bien cada uno lo que se le ha dado.
Confieso que la virginidad es una virtud que ha de tenerse en mucha estima; mas
como a unos les es negada, y a otros concedida sólo por algún tiempo, los que se
ven atormentados por la incontinencia y no pueden conseguir la victoria, deben
acogerse al remedio del matrimonio, para que de esta manera guarde la castidad
cada uno según su vocación. Porque, los que no han recibido el don de la
continencia, si no salen al encuentro de su intemperancia con el remedio que se
les ha propuesto y concedido, resisten a Dios y se enfrentan a sus disposiciones.
Y no tienen razón para contradecir, como lo hacen muchos hoy en día, diciendo
que con la ayuda de Dios lo podrán todo; porque la ayuda de Dios solamente se
da a los que caminan por la senda que Él ha trazado; es decir, según su vocación
(Sal 91,1 .14), de la cual se apartan cuantos dejando a un lado los remedios que
Dios les ofrece, con loca temeridad intentan sobreponerse a sus necesidades.
El Señor afirma que la continencia es un don particular de Dios, que no se
concede indiferentemente ni en general a cuantos son miembros de la Iglesia, sino
a muy pocos. Porque pone ante nuestra consideración una clase de hombres, que
se han castrado por el reino de los cielos; es decir, para entregarse con mayor
libertad al servicio de la gloria de Dios (Mt. 19, 12). Y para que nadie piense que
está en la mano del hombre poder obrar de esta manera, poco antes dice que no
todos son aptos para hacer esto, sino solamente aquellos a quienes les es
concedido por el cielo. De donde concluye san Pablo, que "cada uno tiene su
propio don de Dios; uno, a la verdad de un modo; y otro de otro" (1 Cor. 7, 7).
43. ¿CUÁNDO ES NECESARIO EL MATRIMONIO?
Puesto que tan claramente se nos advierte que no todos pueden guardar castidad
fuera del matrimonio por más que lo intenten, sino que es una gracia particular que
Dios concede a ciertas personas para tenerlas más prontas y dispuestas a
servirle, ¿no será posible que nos opongamos a Dios y a la naturaleza que Él
creó, si no adaptamos nuestro modo de vida según la medida de las facultades
que se nos han concedido? El Señor prohíbe la fornicación; exige, pues, pureza y
castidad. La única manera de guardarla es que cada uno considere lo que tiene.
Que nadie menosprecie temerariamente el matrimonio como cosa superflua e
inútil; que nadie desee permanecer soltero, si no puede prescindir de la mujer; que
nadie mire a su tranquilidad y comodidad carnal, sino únicamente estar preparado
y pronto para servir a Dios libre de todo lazo que se lo pudiera impedir. Y como
muchos no tienen el don de la contimencia más que por algún tiempo, el que se
abstiene de casarse, se abstenga mientras pueda prescindir de la mujer. Cuando
le faltaren las fuerzas para vencer y dominar sus apetitos carnales, comprenda por
ello que Dios le impone el matrimonio. Así lo dice el Apóstol, cuando manda que "a
causa de las fornicaciones, cada uno tenga su propia mujer, y cada una tenga su
propio marido"; y: "si no tienen donde continencia, cásense" (1 Cor. 7, 2. 9).
Quiere decir con esto, en primer lugar, que la mayor parte de los hombres está
sujeta al vicio de la incontinencia; y lo segundo, que no exceptúa a ninguno de
ellos de acogerse a este único remedio que propone, para que no caigan en la
impureza. Por tanto, los incontinentes, si no quieren poner remedio de este modo
a su flaqueza, por el hecho mismo pecan, ya que no obedecen al precepto del
Apóstol.
La verdadera castidad. Y no tiene motivo de gloriarse el que no toca a una mujer,
de que realmente no fornica con ella, y por lo mismo, que no es culpable de
deshonestidad, si mientras tanto su corazón se abrasa en las llamas de la lujuria.
Porque san Pablo define la verdadera castidad como pureza del alma a la vez que
castidad del cuerpo. "La doncella", dice, "tiene cuidado de las cosas del Señor,
para ser santa así en cuerpo como en espíritu" (1 Cor. 7,34). Y por ello, cuando
añade la razón que confirma esta sentencia: que el que no se puede contener se
debe casar, no dice solamente que es mejor tomar mujer que no vivir en la
fornicación, sino que es mejor casarse que quemarse.
44. LA SANTIDAD DEL MATRIMONIO
120
Citado por san Agustín en Contra Juliano, lib. II, cap. vit.
La verdadera pureza. Finalmente consideremos quién es el Legislador que
condena la fornicación. Evidentemente, el que siendo Señor absoluto de nosotros,
exige en virtud de su título de Señor, integridad de alma, de espíritu y de cuerpo
en nosotros. Por tanto, al prohibir la fornicación prohíbe a la vez que no
induzcamos a otros al mal, ni con vestidos lascivos, ni con gestos obscenos e
impuros, ni con conversaciones deshonestas. Porque un filósofo, llamado
Arquéalo, dijo no sin razón a un joven muy galano y excesivamente recompuesto,
que poco importaba en qué parte del cuerpo mostrase su deshonestidad. Yo
refiero esto a Dios, el cual detesta toda impureza en cualquier parte que sea, ya
del cuerpo, bien del alma. Y para que nadie lo dude, acordémonos que Dios en
este mandamiento nos prescribe la castidad. Si nos exige que seamos castos,
condena por lo mismo, cuanto es contrario y no conviene a esa virtud.
Por lo tanto, si queremos obedecer este mandamiento es necesario que el
corazón no se abrase por dentro en malos deseos, que los ojos no miren
impúdicamente, que el cuerpo no se componga para atraer y engañar a los otros,
que la lengua no induzca con palabras inconvenientes a pensar en tales cosas, ni
que el deseo provoque la lujuria; porque todos estos vicios son a modo de
manchas que empañan la transparencia de la castidad.
45. EL OCTAVO MANDAMIENTO: EL FIN ES: QUE SE DÉ A CADA UNO LO
QUE ES SUYO, PUES DIOS ABOMINA TODA INJUSTICIA.
No hurtarás.
El resumen será, por tanto, que nos prohíbe procurar nos los bienes ajenos, y nos
manda, consecuentemente, que conservemos fielmente los bienes y la hacienda
de nuestros prójimos. Porque debemos considerar que lo que cada uno posee no
lo ha conseguido a la ventura o por casualidad, sino por la distribución del que es
supremo Señor de todas las cosas; y por eso, a ninguna persona se le pueden
quitar sus bienes con malas artes y engaños, sin que sea violada la distribución
divina.
Diferentes clases de hurtos. Ahora bien, son muchos los géneros de hurto. Una
manera de hurto se ejerce con la violencia, cuando por fuerza y desenfreno se
arrebatan los bienes ajenos. Otra, por malicia y engaño, cuando con mucha
cautela se engaña al prójimo y se le quita la posesión de sus bienes. Hay otro
modo de hacerlo con una astucia más velada y más fina, cuando so color de
derecho y justicia se priva a uno de lo que le pertenece. También se hace con
lisonjas, cuando con buenas palabras y a título de donación se consiguen los
bienes ajenos.
Pero para no perder el tiempo en hacer un catálogo de las clases que hay de
hurtos, digamos en resumen que todas las maneras y caminos que usamos para
conseguir las posesiones, la hacienda y el dinero del prójimo, cuando se apartan
de la sinceridad y de la caridad cristiana o se disfrazan con el deseo de engañar y
dañar como fuere, han de ser consideradas como hurtos. Porque, aunque los que
usan tales procedimientos ganen la causa a veces ante los jueces, sin embargo
ante el tribunal de Dios son tenidos por ladrones. Porque Él ve las artimañas con
que los hombres astutos enredan desde lejos a los sencillos, y que proceden con
una aparente inocencia hasta que los tienen cogidos en sus redes; Él ve los
insoportables impuestos y exacciones con que los poderosos oprimen a los
pobres; las lisonjas con que los más astutos ceban sus anzuelos para sorprender
a los imprudentes y menos avisados. Todo lo cual permanece oculto.
Dar a cada uno lo que le pertenece. Además, la transgresión de este precepto no
consiste solamente en que se perjudique a alguno en su dinero, en sus
posesiones o heredades, sino también en cualquier deber o derecho que
tengamos para con los demás. Porque defraudamos a nuestro prójimo en su
hacienda si le negamos los servicios y deberes que le debemos. Así, si un
procurador o un mayordomo a causa de su ociosidad y des-preocupación destruye
la hacienda de su amo y no se cuida de ella; si gasta indebidamente lo que se le
ha confiado, o superfluamente lo mal-gasta; si un criado se burla de su amo, si
descubre sus secretos, o intenta algo contra su vida o sus bienes; asimismo, si un
padre de familia trata cruelmente a los suyos, evidentemente todos éstos cometen
latrocinio ante Dios. Porque el que no pone por obra lo que según su vocación
está obligado a hacer, retiene o pervierte lo que no es suyo.
46. LA VERDADERA OBSERVANCIA DE ESTE MANDAMIENTO
Sin embargo es cosa que maravilla con cuánta seguridad y sin darle importancia
los hombres pecan a cada paso contra esto; de tal manera que resulta muy difícil
encontrar quien no se halla notablemente afectado de esta dolencia. ¡Tan grande
es la ponzoñosa dulzura que experimentamos en investigar y descubrir los vicios
ajenos! Y no creamos que sea excusa suficiente el que no mintamos; porque el
que manda que no se manche la fama del prójimo con la mentira, quiere también
que se la conserve sin detrimento alguno, y esto en cuanto se puede hacer dentro
de la verdad. Porque, aunque Él no prohíbe más que el causar perjuicio mintiendo,
sin embargo da con ello a entender que se preocupa de la honra y fama del
prójimo. Y debe bastarnos para conservar íntegra la fama del prójimo ver que Dios
se preocupa de ella.
Por lo cual, sin duda alguna en este lugar se condena totalmente la detracción y el
vicio de hablar mal de otro. Entendemos por detracción, no la reprensión que se
hace para castigar las faltas; ni la acusación o denuncia formuladas en el juicio,
con la que se procura remediar el mal; ni la reprensión pública, hecha en vista a
que los demás escarmienten; ni la admonición o advertencia acerca de la maldad
de algún hombre, para que no sean engañados por ignorancia aquellos a los
cuales conviene saberla; sino la odiosa acusación que procede de la mala
voluntad y del deseo de maledicencia.
E incluso más allá se extiende este mandamiento; a saber, que no afectemos decir
gracias y donaires, como farsantes, que mientras ríen muerden en lo más
sensible, y con lo que los vicios ajenos, en son de broma, son referidos y puestos
de manifiesto; como lo suelen hacer algunos, que se las dan de graciosos y
chistosos, y que, como suele decirse, se bañan en agua de rosas, cuando
consiguen avergonzar o afrentar a alguno ; porque muchas veces queda la señal
de esta afrenta en los que han sido sus víctimas.
Mas si ponemos los ojos en el Legislador, que tiene no menor señorío sobre los
oídos y el corazón que sobre la lengua, comprenderemos sin lugar a dudas, que
en este mandamiento prohíbe no menos oír y creer a la ligera los chismes y
acusaciones, que el decirlas y ser autores de las mismas. Porque sería ridículo
pensar que Dios aborrece el vicio de la maledicencia, y no lo condena en el
corazón.
Por tanto, si hay en nosotros verdadero temor y amor de Dios, procuremos en
cuanto sea posible y lícito, y en cuanto la caridad lo requiera, no ocuparnos en
decir u oír murmuraciones, denigraciones o gracias que molesten; y asimismo, no
creer fácil y temerariamente las malas sospechas; sino que tomando en buen
sentido los dichos y hechos de los demás, conservemos en el juzgar, como en el
oír y en el hablar, íntegra y salva la honra y fama de cada uno.
49. EL DECIMO MANDAMIENTO: EL FIN DE ESTE MANDAMIENTO ES
QUE, COMO DIOS QUIERE QUE TODA NUESTRA ALMA ESTÉ LLENA
Y REBOSE DE AMOR Y CARIDAD, DEBEMOS ALEJAR DE NUESTRO
CORAZÓN TODO AFECTO CONTRARIO A LA CARIDAD
No sin motivo exige de nosotros tal rectitud. Porque, ¿quién negará que es justo
que todas las potencias del alma se ejerciten en el servicio de la caridad? Y si
alguna no se emplea en ello, ¿quién negará que es viciosa? ¿De dónde viene que
haya en tu entendimiento deseos malos y perjudiciales a tu prójimo, sino de que
prescindes de él y atiendes única-mente a ti mismo? Porque, ciertamente que si tu
corazón estuviera por completo empapado de caridad no tendrían entrada en él en
manera algunas tales imaginaciones. Por tanto, hay que afirmar que cuando
admite tales pensamientos está vacío de caridad.
No faltará quien replique que, sin embargo, no es muy razonable que las fantasías
que dan vueltas sin control en el entendimiento y al fin se desvanecen, sean
condenadas como los deseos, que tienen su asiento en el corazón. A esto
respondo que aquí se trata de aquella clase de fantasías, que además de radicar
en el entendimiento punzan el corazón con su concupiscencia; pues jamás el
entendimiento podrá apetecer algo sin que se alborote e inflame el corazón
despertado por tal deseo.
Pide, pues, el Señor un admirable ardor de caridad, y quiere que no se vea
retardado por el menor asomo de concupiscencia. Exige un corazón
perfectamente bien regulado, y no quiere que se vea incitado contra la ley de la
caridad por los más pequeños estímulos.
San Agustín fue el primero que me hizo ver el camino para llegar a entender así
este mandamiento. Y lo confieso, para que nadie crea que soy el único en exponer
de esta manera este mandamiento.
Bien que la intención del Señor fue prohibir la codicia pecaminosa, sin embargo
puso como ejemplo aquellos objetos, que más corrientemente nos suelen atraer y
engañar con su falsa apariencia de deleite, y de este modo no dejar en absoluto
lugar a la codicia del hombre, pues Dios lo aparta de aquellas cosas que
principalmente le fascinan y deleitan.
Los que dividen en dos este mandamiento, en el que se prohíbe la codicia,
separan indebidamente lo que Dios unió, como lo podrá ver cualquier lector de
mediano entendimiento, aunque yo no lo indicase. Poco importa que se repita dos
veces: No desearás; porque el Señor, después de nombrar la casa, enumera sus
partes, comenzando por la mujer; por donde se ve que todas estas cosas están
ligadas entre sí y que forman una sola cosa, como lo entienden los hebreos.
Manda, pues, en resumen Dios, que no solamente nos abstengamos de defraudar
y hacer mal y que dejemos a cada uno poseer en paz sus bienes, sino además
que no nos mueva la menor sombra de codicia, que incite nuestro corazón a hacer
algún daño al prójimo.
He aquí, pues, la segunda Tabla de la Ley, en la cual se nos enseña
suficientemente por Dios nuestras obligaciones para con los hombres, y cómo
debemos conducirnos respecto a ellos; y sobre la cual se funda la caridad. Por lo
cual sería en vano inculcar cuanto en ella se enseña, si tal doctrina no estuviese
apoyada en el temor y reverencia de Dios, como sobre su fundamento121.
51. LA LEY TIENE COMO FIN UNIR, MEDIANTE LA SANTIDAD DE VIDA,
AL HOMBRE CON SU DIOS
No será ahora difícil ver cuál es la intención y el fin de toda la Ley; a saber, una
justicia perfecta, para que la vida del hombre esté del todo conforme con el
dechado de la divina pureza. Porque de tal manera pintó en ella Dios su
naturaleza y condición, que si alguno cumpliese cuanto en ella está mandado,
reflejaría en su vida en cierta manera la imagen misma de Dios. Y por ello Moisés,
queriendo recordársela brevemente a los israelitas, decía: "Ahora, pues, Israel,
¿qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a Jehová tu Dios, que andes en
todos sus caminos, y que lo ames, y sirvas a Jehová tu Dios con todo tu corazón y
con toda tu alma?" (Dt.10, 12). Y no cesaba de repetirles esto siempre que quería
ponerles ante los ojos el fin para el que era dada la Ley. De tal manera tiene esto
en cuenta la Ley, que une al hombre por la santidad de vida con Dios, y como dice
en otra parte122 Moisés, le hace adherirse a Él.
El amor es el resumen de la Ley. Ahora bien, la perfección de esta santidad
consiste en los dos puntos que hemos mencionado. Que amemos al Señor Dios
con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas; y a
121
Este último párrafo aparece indebidamente colocado en la edición de Valera de 1597. Ello es
debido a que también las ediciones de los originales de 1559, lo colo¬caron dos párrafos más
arriba (después de: ". . le fascinan y deleitan").
122
Cfr. Dt. 11, 22 y 30, 20.
nuestro prójimo como a nosotros mismos (Dt. 6, 5; 11, 13; Lv. 19, 18; Mt. 22, 37-
39).
Lo primero, pues, es que nuestra alma esté llena del amor de Dios; de este amor
nacerá luego el amor al prójimo. Y así lo declara san Pablo, cuando escribe que el
fin de los mandamientos es "el amor nacido del corazón limpio, y de buena
conciencia, y de fe no fingida" (1 Tim. 1,5). ¿No veis cómo la buena conciencia y la
fe, que en otras palabras quiere decir la verdadera piedad y el temor de Dios, son
puestas en cabeza, y luego sigue la caridad?
Se engañaría, por tanto, el que pensase que en la Ley solamente se enseñan
ciertos principios de justicia por los que los hombres comienzan, y que no se les
instruye en el recto camino del bien obrar; pues no podríamos desear una
perfección mayor que la encerrada en la sentencia de Moisés arriba citada, y la de
san Pablo, que acabamos de exponer. Por-que, ¿qué podrá buscar el que no se
diere por satisfecho con esta doctrina en la cual se enseña al hombre el temor de
Dios, el culto espiritual, la obediencia a los mandamientos, a seguir la rectitud del
camino del Señor y, en fin, la pureza de conciencia y la sinceridad de la fe y de la
caridad?
Todo esto confirma nuestra exposición, en la cual reducimos todo cuanto exigen la
piedad y la caridad a los mandamientos de la Ley. Porque los que se aferran a
ciertos principios vanos y sin importancia, como si la Ley enseñase a medias la
voluntad de Dios, no entienden cuál es el fin de la misma, como lo dice el Apóstol.
52. PRACTICANDO LA SEGUNDA TABLA ES COMO SE MANIFIESTA EL
VERDADERO AFECTO DEL CORAZÓN PARA CON DIOS
Mas como Cristo y los apóstoles algunas veces al resumir la Ley no hacen
mención de la primera Tabla es necesario decir algo al respecto, pues muchos se
engañan, refiriendo a toda la Ley las palabras que solamente dicen relación a la
mitad de ella.
Cristo dice en san Mateo que la Ley principalmente consiste en "la justicia, la
misericordia y la fe" (Mt. 23, 23). Con el nombre de fe no hay duda que entiende la
veracidad que debe presidir las relaciones entre los hombres. Pero algunos, para
extender esta sentencia a toda la Ley, entienden por este término la religión que
se debe a Dios; aunque sin fundamento, porque Cristo habla en este lugar de las
obras que el hombre ha de practicar para demostrar ser justo.
Si consideramos esto, no nos maravillaremos de que Cristo, preguntado en otro
lugar por un joven cuáles son los mandamientos que debemos guardar para entrar
en la vida eterna, respondiese únicamente: No matarás, no adulterarás, no
hurtarás, no dirás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, ama a tu prójimo
como a ti mismo (Mt. 19,18); porque la observancia de la primera Tabla consistía
casi exclusivamente o en el afecto interior del corazón, o en las ceremonias. El
afecto del corazón no se ve; las ceremonias las practicaban asiduamente los
hipócritas; en cambio, las obras de caridad son tales, que dan verdadero
testimonio de la sólida y perfecta justicia.
Y esto ocurre con tanta frecuencia en los profetas, que al que está medianamente
familiarizado con su doctrina le resultará del todo evidente. Pues casi siempre que
exhortan a los pecadores a penitencia, dejan a un lado la primera Tabla y, sin
hacer mención de ella, insisten en la fe – o veracidad en el trato entre los hombres
–, el juicio, la misericordia y la equidad. Y al obrar así no se olvidan del temor de
Dios; antes al contrario, por las señales que dan, exigen una viva aprobación del
mismo. Está bien claro que, cuando tratan de la observancia de la Ley, la mayoría
de las veces insisten en la segunda Tabla; y la causa es porque en ella se ve
mucho mejor el deseo y el afecto de cada uno de cumplir la justicia. No es
necesario aducir citas, pues cada uno puede comprobarlo con toda facilidad por sí
mismo.
53. LA SEGUNDA TABLA DE LA LEY NO ES SUPERIOR A LA PRIMERA
Pero preguntará alguno: ¿es por ventura de mayor importancia para conseguir la
justicia vivir rectamente y sin hacer mal a nadie, que temer y honrar a Dios?
Respondo que de ninguna manera. Mas como nadie puede guardar por completo
la caridad si antes no teme de veras a Dios, de ahí que las obras de caridad sirvan
también de testimonio de la piedad. Además, como Dios no puede recibir de
nosotros beneficio alguno – como lo testifica el Profeta (Sal 16, 2) – no nos pide
buenas obras para con Él, sino que nos ejercitemos en ellas con nuestros
prójimos. Por eso el Apóstol con toda razón pone la perfección de los santos en la
caridad (Ef. 3, 19; Col. 3, 14). Y en otro lugar la llama "cumplimiento de la ley",
diciendo que el que ama a su prójimo ha cumplido la Ley (Rom. 13, 8). Y que "toda
la Ley en esta sola palabra se cumple: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Gál.
5,14). Y no enseña él con esto más que lo que Cristo mismo nos enseñó al decir:
"todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, también haced
vosotros con ellos, porque esto es la Ley y los Profetas" (Mt. 7,12).
Es cosa cierta que tanto la Ley como los Profetas conceden el primer lugar a la fe
y a cuanto se refiere al culto legítimo de Dios; y luego, ponen en segundo lugar la
caridad; pero el Señor entiende que en la Ley se nos manda guardar solamente el
derecho y la equidad con los hombres, para ejercitamos en testificar el verdadero
temor de Dios que hay en nosotros.
54. "AMARÁS A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO"
Estemos, pues, seguros de que nuestra vida estará del todo conforme con la
voluntad de Dios y con las disposiciones de la Ley, cuando resulte provechosa de
todas las formas posibles a nuestro prójimo. Por el contrario, en toda la Ley no se
dice una sola palabra para dar normas al hombre sobre lo que debe hacer o dejar
de hacer para su provecho particular.
Pues como los hombres por su misma naturaleza están mucho más inclinados de
lo justo a amarse a sí mismos, y por más que se aparten de la verdad siempre
permanecen aferrados a este amor, no fue necesario darles ley alguna para
inflamarlos más en este excesivo amor de sí mismos. Por donde se ve
manifiestamente que no es el amor de nosotros mismos, sino el amor de Dios y el
del prójimo el cumplimiento de la Ley; y, por tanto, que el que vive recta y
santamente, es el que vive lo menos posible para sí mismo; y que nadie vive peor
ni más desordenadamente que el que vive solamente para sí y no piensa más que
en su provecho propio, y de esto sólo se cuida.
Incluso el Señor para mejor exponer el afecto y amor que debemos tener a
nuestros prójimos nos remite al amor con que cada uno se ama a sí mismo,
poniéndolo como regla y modelo, pues no hay afecto ni amor más vehemente que
éste. Y debemos considerar diligentemente la fuerza de la expresión. Pues no
debemos entenderla como lo hicieron algunos sofistas, los cuales pensaron que
Dios mandaba que cada cual primeramente se amase a sí mismo sobre todas las
cosas, y en segundo lugar amase a su prójimo; sino más bien ha querido transferir
a los otros el amor que naturalmente nos tenemos a nosotros mismos. De aquí lo
que dice el Apóstol: que la caridad "no busca lo suyo" (1 Cor. 13, 5).
En cuanto a la regla que alegan, no vale nada; es a saber, que lo regulado es
siempre de menos valor que la regla. Porque el Señor no constituye nuestro propio
amor como regla a la cual se deba reducir el amor del prójimo como inferior, sino
que en vez de residir nuestro propio amor en nosotros mismos por su perversa
naturaleza, se derrame sobre los demás, a fin de que con no menor solicitud,
alegría y entusiasmo estemos dispuestos y preparados para hacer bien al prójimo
como a nosotros mismos.
55. ¿QUIÉN ES NUESTRO PRÓJIMO?
Habiendo mostrado Jesucristo en la parábola del samaritano que con este término
de prójimo se debe entender cualquier persona por más extraña que sea, no hay
por qué limitar el mandamiento de la caridad a aquellos con quienes tenemos
parentesco o amistad. No niego que cuanto más unidos estamos a alguien, tanto
más le debemos ayudar. Porque la misma razón humana pide que cuanto más
íntimos sean los lazos de parentesco o amistad que ligan a las personas, tanto
más se ayuden los hombres entre sí; y ello sin ofensa de Dios, cuya providencia
en cierta manera nos lleva a hacerlo así. Lo que afirmo es que debemos amar con
un mismo afecto de caridad a toda clase de hombres sin excepción alguna, sin
establecer diferencias entre griego y bárbaro, entre dignos e indignos, entre
amigos y enemigos; pues todos deben ser considerados en Dios y no en sí
mismos. Y cuando nos apartamos de esta consideración, no ha de causarnos
maravilla si caemos en grandes errores.
Por lo tanto, si queremos seguir el recto camino de la caridad, no debemos fijarnos
en primer lugar en los hombres, cuya consideración más bien engendraría odio
que amor, sino en Dios que nos manda que hagamos extensivo el amor que le
tenemos a todos los hombres; de tal manera que debemos tener siempre como
regla, que se trate de quien se trate hemos de amarle, si es que de veras amamos
a Dios.
56. SE RECHAZA LA DISTINCIÓN ESCOLÁSTICA ENTRE MANDAMIENTO
Y CONSEJO EVANGÉLICO
Y por ello ha sido una perniciosa ignorancia o malicia el que los doctores
escolásticos hayan hecho de los mandamientos de no desear la venganza y de
amar a los enemigos, que fueron dados en general tanto a los judíos como a los
cristianos, meros consejos, a los cuales se puede libremente obedecer o no. Y
aseguraron que solamente los frailes estaban obligados a guardarlos, y que eran
más perfectos que los demás cristianos, ya que por su propia voluntad se han
obligado a guardar los consejos evangélicos, como los llaman. La razón que dan
para no admitirlos como preceptos es que es muy difícil y pesado, incluso a los
cristianos que están bajo la ley de la gracia.123
¿Es posible que se atrevan a anular y cancelar la ley eterna de amar al prójimo,
que Dios nos ha dado? ¿Se encuentra por ventura en toda la Escritura distinción
semejante, o más bien todo lo contrario; a saber, numerosos mandamientos con
los que estrechamente se nos preceptúa amar a nuestros enemigos? Porque,
¿qué quiere decir que alimentemos a nuestro enemigo cuando tuviere hambre
(Prov. 25,21); que encaminemos por el buen camino a sus asnos y bueyes cuando
estuvieren extraviados, y que los pongamos de pie, si han caído bajo el peso de
su carga (Ex 23, 4)? ¿Es que tenemos obligación de hacer el bien a las bestias de
nuestros enemigos por ellos, y no deberemos amarlos a ellos mismos? ¿No es por
ventura palabra eterna de Dios: "Mía es la venganza y la retribución" (Dt. 32, 35)?
Lo cual se dice más claramente aún en otro lugar: "No te vengarás, ni guardarás
rencor a los hijos de tu pueblo" (Lv. 19,18). Por tanto, o bien borren estos artículos
de la Ley, o bien confiesen que el Señor ha querido ser legislador al mandar esto,
y no un mero consejero.
57. TESTIMONIOS DE LA ESCRITURA Y DE LOS PADRES
Y ¿qué quieren decir, pregunto, estas palabras que ellos se han atrevido a
falsificar con una glosa: "Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os
aborrecen, orad por vuestros perseguidores; bendecid a los que os maldicen, a fin
de que seáis hijos de vuestro padre, que está en los cielos" (Mt. 5, 44)? ¿Quién no
concluirá con san Crisóstomo124 que resulta necesariamente evidente que no son
exhortaciones, sino mandamientos? ¿Qué nos queda si el Señor nos borra del
número de sus hijos? Mas según su doctrina, sólo los frailes serán hijos del Padre
celestial; ellos únicamente se atreverán a invocar a Dios como Padre suyo. ¿Y qué
será entretanto de la Iglesia? Atendiendo a esta razón se la contará en el número
123
Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II, 1, qu. 108, art. 4; etc.
124
Libro de la Compunción, lib. I, cap. tv; Apología de la Vida Monástica, lib. III, cap. xiv.
de los publicanos y los gentiles. Porque nuestro Señor dice: "Porque si amáis a los
que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los
publicanos" (Mt.5, 46)? ¡Bastante ganaríamos con tener el nombre y el título de
cristianos, y ser despojados de la herencia del reino de los cielos! Y no tiene
menos fuerza el argumento de san Agustín: "Cuando el Señor", dice, "prohíbe
fornicar, no menos prohíbe tocar a la mujer de nuestro enemigo que a la de
nuestro amigo; cuando nos prohíbe hurtar, no menos prohíbe robar los bienes del
enemigo que los del amigo. Y estos dos mandamientos, san Pablo los reduce al
de la caridad; e incluso añade que están comprendidos bajo el mandamiento:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Rom. 13, 9). Por tanto, es necesario decir
que san Pablo ha sido un falso intérprete de la Ley, o concluir necesariamente de
aquí, que por mandamiento de Dios estamos obligados a amar tanto a nuestros
enemigos como a nuestros amigos”.125 Tales son las palabras de san Agustín.
Verdaderamente estas gentes demuestran ser hijos de Satanás, pues tan
atrevidamente rechazan el yugo que es común a todos los hijos de Dios.
Realmente no sé si maravillarme más de su necedad o de su des-vergüenza.
Porque no hay ni uno entre los antiguos que no declare como cosa incontrovertible
que todos éstos son verdaderos mandamientos.126
En cuanto al argumento con que ellos lo prueban, carece de todo peso. Dicen que
sería una carga muy pesada para los cristianos. ¡Como si se pudiera imaginar
cosa más pesada ni difícil que amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda
nuestra alma, con todas nuestras fuerzas! No hay mandamiento que no resulte
fácil en comparación con éste, sea que haya que amar a nuestros enemigos, o
que tengamos que desarraigar de nuestros corazones todo deseo de venganza.
Ciertamente todo cuanto se nos manda en la Ley, hasta el menor ápice de ella, es
muy arduo y difícil para nuestra debilidad. Solamente por la virtud del Señor
obramos bien. Dé Él lo que manda, y mande lo que quiera.
Respecto a lo que alegan, que los cristianos viven bajo la ley de la gracia, esto no
quiere decir que deban caminar a rienda suelta sin ley alguna; sino que han sido
injertados en Cristo, por cuya gracia están libres de la maldición de la Ley, y por
cuyo espíritu tienen la Ley escrita en sus corazones. El Apóstol llamó "ley" a esta
gracia, pero no en sentido estricto, sino aludiendo a la Ley de Dios, a la cual en
aquella disputa él la oponía; pero estos doctores sin fundamento alguno ven un
gran misterio en ese nombre de "ley".
58. SE RECHAZA LA DISTINCIÓN ROMANA ENTRE PECADOS VENIALES
Y MORTALES
Semejante a esto es que hayan llamado pecado venial a la impiedad oculta, que
va contra la primera Tabla, como a la manifiesta transgresión del último
mandamiento. He aquí cómo lo definen ellos: "Pecado venial es un mal deseo sin
125
La Doctrina Cristiana, lib. I, cap. xxx.
126
Gregorio el Grande, Homilía sobre los Evangelios, lib. II, hom. 27.
consentimiento deliberado, que no arraiga mucho en el corazón" 127 Pero yo digo,
al contrario, que ningún mal deseo puede entrar en el corazón, sino por falta de
alguna cosa que la Ley de Dios requiere. Se nos prohíbe que tengamos dioses
ajenos. Cuando el alma tentada de desconfianza pone sus ojos en otra cosa
diferente de Dios; cuando se siente impulsada por un deseo repentino a colocar su
bienaventuranza en otro que Dios, ¿de dónde proceden estos movimientos, por
ligeros que sean, sino de que hay algún vacío en el alma para admitir tales
tentaciones? Y para no alargar más este argumento, se nos manda que amemos a
Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todo nuestro
entendimiento. Por tanto, si todas las facultades y potencias de nuestra alma no se
aplican a amar a Dios, ya nos hemos apartado de la obediencia de la Ley. Porque
las tentaciones – las cuales hacen la guerra a Dios – que se levantan en el alma e
impiden que se lleven a efecto los mandamientos que nos ha dado, muestran que
el reino de Dios no está aún bien establecido en nuestra conciencia. Y ya hemos
probado que el último mandamiento se refiere precisamente a esto. ¿Ha punzado
algún mal deseo nuestro corazón? Ya somos culpables de concupiscencia, y por
consiguiente, transgresores de la Ley; porque el Señor no solamente prohíbe
deliberar e inventar algo en perjuicio del prójimo, sino incluso que seamos
instigados e incitados por la codicia. Ahora bien, donde quiera que haya
transgresión de la Ley, está preparada la maldición de Dios. No hay, pues,
fundamento para excluir de la sentencia de muerte a los deseos, por pequeños
que sean. Cuando se trata de pesar los pecados, dice san Agustín 128, no
pongamos balanzas falsas, para pesar lo que queramos y conforme a nuestro
antojo, diciendo: esto es pesado; esto, ligero; sino pesémoslo con la balanza de
Dios, que son las santas Escrituras, que son el tesoro del Señor; pesemos con
esta balanza, para saber cuál es más pesado o más ligero; o por mejor decir, no lo
pesemos, sino admitamos el peso que Dios le ha asignado.
Testimonio de la Escritura. ¿Y qué es lo que dice la Escritura? Ciertamente que
cuando Pablo llama a la muerte "paga del pecado" (Rom. 6,23), muestra bien
claramente que ignoraba esta distinción. Además, que estando nosotros más
inclinados de lo que conviene a la hipocresía, no estaba bien atizar el fuego con
tales distinciones, para adormecer las conciencias torpes.
59. ¡OJALÁ SE PREOCUPARAN DE CONSIDERAR BIEN LO QUE QUIERE
DECIR ESTA SENTENCIA DE CRISTO:
CAPÍTULO IX: AUNQUE CRISTO FUE CONOCIDO POR LOS JUDÍOS BAJO
LA LEY, NO HA SIDO PLENAMENTE REVELADO MÁS QUE EN EL
EVANGELIO
Del mismo modo se convence también de error a los que, oponiendo la Ley al
Evangelio, no admiten más diferencia entre ellos que la que existe entre los
méritos de las obras y la gratuita imputación de la justicia con la que somos
justificados.
Es verdad que no hay que rechazar esta oposición sin más, pues muchas veces
san Pablo entiende bajo el nombre de Ley la regla de bien vivir que Dios nos ha
dado y mediante la cual exige de nosotros el cumplimiento de nuestros deberes
para con Él, sin darnos esperanza alguna de salvación y de vida, si no
obedecemos absolutamente en todo, amenazándonos, por el contrario, con la
maldición si faltáremos en lo más in-significante. Con ello nos quiere enseñar que
nosotros gratuitamente, por la pura bondad de Dios, le agradamos, en cuanto Él
nos reputa por justos perdonándonos nuestras faltas y pecados; porque de otra
manera la observancia de la Ley, a la cual se ha prometido la recompensa, jamás
se daría en hombre alguno mortal.( Muy justamente, pues, san Pablo, pone como
contrarias entre sí la justicia de la Ley y la del Evangelio.
Pero el Evangelio no ha sucedido a toda la Ley de tal manera que traiga consigo
un modo totalmente nuevo de conseguir la justicia; sino más bien para asegurar y
ratificar cuanto ella había prometido, y para juntar el cuerpo con las sombras, la
figura con lo figurado. Porque cuando Jesucristo dice que "todos los Profetas y la
Ley profetizaron hasta Juan" (Mt. 11, 13; Lc. 16, 16), no entiende que los padres
del Antiguo Testamento han estado bajo la maldición, de la que no pueden
escapar los siervos de la Ley, sino que han sido mantenidos en los rudimentos y
primeros principios, de tal manera que no han llegado a una instrucción tan alta
como es la del Evangelio.
Por esto san Pablo, al llamar al Evangelio "poder de Dios para salvación a todo
aquel que cree", añade que tiene el testimonio de la Ley y los Profetas (Rom. 1,
16). Y al final de la misma epístola, aunque dice que el predicar a Jesucristo es
una manifestación del misterio que había estado oculto desde toda la eternidad,
luego para mejor exponer su intención, añade que este misterio ha sido
manifestado por los escritos de los profetas. De donde concluimos que, cuando se
trata de la totalidad de la Ley, el Evangelio no difiere de ella más que bajo el
aspecto de una manifestación mayor y más clara.
Por lo demás, como Jesucristo nos ha abierto en sí mismo una inestimable
corriente de gracia, no sin razón se dice que con su venida ha sido erigido en la
tierra el reino celestial de Dios.
5. EL MINISTERIO DE JUAN BAUTISTA
Entre la Ley y el Evangelio fue puesto Juan, que tuvo como un cometido de
intermediario entre ambos. Porque, bien que al llamar a Jesucristo "Cordero de
Dios" y "sacrificio para expiar los pecados", comprendió la suma del Evangelio, sin
embargo, como no explicó la incomparable gloria y virtud que al fin se manifestó
en la resurrección, por esto Cristo afirma que no es igual que los apóstoles.
Porque esto quieren decir sus palabras : "Entre los que nacen de mujer no se ha
levantado otro mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de los
cielos, mayor es que él" (Mt. 11,11). Pues no se trata aquí de la alabanza
personal, sino que después de haber preferido a Juan a todos los profetas,
ensalza soberanamente el Evangelio, al cual, según su costumbre, llama reino de
los cielos.
En cuanto a lo que san Juan responde a los enviados de los escribas, que él no
era más que una voz (Jn. 1,23), como si fuera inferior a los profetas, no lo hace
por falsa humildad; más bien quiere mostrar que Dios no le había dado a él un
mensaje particular, sino que simplemente desempeñaba el papel de precursor,
como lo había antes profetizado Malaquías : "He aquí, yo os envío el profeta Elías,
antes que venga el día de Jehová, grande y terrible" (Mal. 4, 5). De hecho no hizo
otra cosa en el curso de todo su ministerio, que preparar discípulos de Cristo; y
prueba por Isaías que Dios le ha encomendado esta misión (Is. 40,3). En este
sentido también le llamó Cristo "antorcha que ardía y alumbraba" (Jn. 5,35),
porque no había llegado aún la plena claridad del día.
Todo esto no impide, sin embargo, que sea contado entre los predicadores del
Evangelio, pues de hecho usó el mismo bautismo que luego fue confiado a los
apóstoles. Más lo que él comenzó no se cumplió hasta que Cristo, entrando en la
gloria celestial, lo verificó con mayor libertad y progreso por medio de sus
apóstoles.
Por lo que hasta aquí hemos tratado, resulta claramente que todos aquellos a
quienes Dios ha querido asociar a su pueblo han sido unidos a Él en las mismas
condiciones y con el mismo vínculo y clase de doctrina con que lo estamos
nosotros en el día de hoy. Mas como interesa no poco que esta verdad quede bien
establecida, expondré también de qué manera los patriarcas han sido partícipes
de la misma herencia que nosotros, y han esperado la misma salvación que
nosotros por la gracia de un mismo Mediador, aunque su condición fue muy
distinta de la nuestra.
Si bien los testimonios de la Ley y de los Profetas que hemos recogido en
confirmación de esto, demuestran claramente que jamás hubo en el pueblo de
Dios otra regla de religión y piedad que la que nosotros tenemos, sin embargo,
como los doctores eclesiásticos tratan muchas veces de la diferencia entre el
Antiguo y el Nuevo Testamento – lo cual podría suscitar escrúpulos entre algunos
lectores no muy avisados – me ha parecido muy conveniente tratar más en
particular este punto, para que quede bien aclarado. Y además, lo que ya de por sí
era muy útil se convierte en una necesidad por la importunidad de ese monstruo
de Servet, y de algunos exaltados anabaptistas, que no hacen más caso del
pueblo de Israel que de una manada de puercos, y piensan que nuestro Señor no
ha querido sino cebarlos en la tierra sin esperanza alguna de la inmortalidad
celeste. Por tanto, para alejar este pernicioso error del corazón de los fieles, y para
disipar todas las dificultades que podrían surgir al oír hablar de la diferencia entre
el Antiguo y el Nuevo Testamento, consideremos brevemente en qué conviene y
en qué se diferencia el pacto que Dios estableció con el pueblo de Israel antes de
la venida de Cristo al mundo, y el que con nosotros ha establecido después de
manifestarse Cristo en carne humana.
2. LOS PACTOS ENCIERRAN UNA MISMA SUSTANCIA Y VERDAD, PERO
DIFIEREN EN SU DISPENSACIÓN
Ahora bien, todo se puede aclarar con una simple palabra. El pacto que Dios
estableció con los patriarcas del Antiguo Testamento, en cuanto a la verdad y a la
sustancia es tan semejante y de tal manera coincide con la nuestra que es
realmente la misma, y se diferencia únicamente en el orden y manera de la
dispensación.
Mas como nadie podría obtener un conocimiento cierto y seguro de una simple
afirmación, es menester explicarlo más ampliamente, si queremos que sirva de
algún provecho. Al exponer las semejanzas de las mismas, o por mejor decir, su
unidad, sería superfluo volver a tratar de cada una de las partes ya expuestas; e
igualmente estaría fuera de propósito traer aquí lo que ha de decirse en otro lugar.
Ahora habremos de insistir principalmente en tres puntos.
El primero será entender que el Señor no ha propuesto a los judíos una
abundancia o felicidad terrenas como fin al que debieran de aspirar o tender, sino
que los adoptó en la esperanza de una inmortalidad, y que les reveló tal adopción,
tanto en la Ley como en los Profetas.
El segundo es que el pacto por el que fueron asociados a Dios no se debió a sus
méritos, sino que tuvo por única razón la misericordia del que los llamó.
El tercero, que ellos tuvieron y conocieron a Cristo como Mediador, por el cual
habían de ser reconciliados con Dios y ser hechos partícipes de sus promesas.
El segundo punto, como no ha sido aún bien explicado, se desarrollará más
ampliamente en el lugar oportuno; probaremos con numerosos testimonios de los
profetas, que todo el bien que el Señor ha podido prometer a su pueblo ha
procedido exclusivamente de su bondad y clemencia .EI tercero lo hemos
demostrado ya en varios lugares; e incluso el primero, lo hemos tocado de paso.
3. TESTIMONIO DE LA ESCRITURA
Mas como éste tiene mayor interés para lo que ahora tratamos, y porque respecto
a él hay mucha controversia, es preciso que pongamos mayor diligencia en
aclararlo. Nos detendremos, pues, en él; y al mismo tiempo, si algo falta para
explicar claramente los otros dos, lo indicaremos brevemente, o lo remitiremos a
su lugar oportuno.
Respecto a los tres puntos, el Apóstol nos quita toda duda posible cuando dice
que Dios Padre había prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras el
Evangelio de su Hijo, el cual El ahora ha publicado en el tiempo que había
determinado (Rom, 1,2). Y que: la justicia de la fe enseñada en el Evangelio tiene
el testimonio de la Ley y los Profetas (Rom. 3, 21).
1°. Esperanza de inmortalidad. El Evangelio ciertamente no retiene el corazón de
los hombres en el gozo de esta vida presente, sino que lo eleva a la esperanza de
la inmortalidad; no lo fija en los deleites terrenos, sino que al anunciar que su
esperanza ha de estar puesta en el cielo, en cierto modo lo transporta allá. Y así el
Apóstol lo define en otro lugar, diciendo: "Habiendo oído la palabra de la verdad, el
evangelio de nuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el
Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia" (Ef. 1, 13). Y:
"(hemos) oído de vuestra fe en Cristo Jesús, y del amor que tenéis a todos los
santos, a causa de la esperanza que os está guardada en los cielos, de la cual ya
habéis oído por la palabra verdadera del evangelio" (Col. 1, 4). Igualmente: "A lo
cual os llamó mediante nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor
Jesucristo" (2 Tes. 2,14). De ahí que se le llame "palabra de verdad" (Ef. 1, 13);
"poder de Dios para salvación a todo aquel que cree" (Rom. 1, 16), y "reino de los
cielos" (Mt. 3, 2). Mas si la doctrina del Evangelio es espiritual y abre la puerta
para entrar en posesión de la vida incorruptible, no pensemos que aquellos a
quienes les fue prometido y anunciado se han envilecido entre deleites corporales
como animales, descuidando en absoluto sus almas.
Y no hay motivo para que nadie piense que las promesas del Evangelio que se
hallan en la Ley y en los Profetas fueron asignadas al pueblo del Nuevo
Testamento, porque el Apóstol, después de afirmar que el Evangelio había sido
prometido en la Ley, añade que "todo lo que la ley dice, lo dice a los que están
bajo la ley" (Rom. 3,19). Concedo que esto viene a otro propósito; pero el Apóstol
no era tan distraído, que al decir que todo cuanto la Ley enseña pertenece
realmente a los judíos, no recordase lo que pocos versículos antes había dicho
respecto al Evangelio prometido en la Ley. Clarísimamente, pues, el Apóstol
demuestra que el Antiguo Testamento se refería principalmente a la vida futura,
pues dice que las promesas del Evangelio están contenidas en él.
4. SALVACIÓN GRATUITA
Para rebatir la autoridad del Apóstol, objetan lo que dice Cristo: "Vuestros padres
comieron el maná en el desierto, y murieron. Si alguno comiere de este pan, vivirá
para siempre" (Jn. 6,49 .51). Pero fácilmente se puede concordar lo uno con lo
otro. El Señor, como dirigía su palabra a hombres que sólo pensaban en saciar
sus vientres, sin preocuparse gran cosa del alimento espiritual, acomoda en cierta
manera su razonamiento a su capacidad; y particularmente establece la
comparación entre el maná y su cuerpo en el sentido en que ellos la podían
entender. Le exigían, para merecer su crédito, que confirmase su virtud haciendo
algún milagro, como lo había hecho Moisés en el desierto, cuando hizo que
lloviese maná del cielo. En el maná ellos no veían más que un remedio para saciar
el hambre que afligía al pueblo; su penetración no llegaba a sorprender el misterio
que considera san Pablo. Por eso Cristo, para mostrar cuánto más excelente era
el beneficio que debían esperar de Él que el que ellos creían haber recibido de
Moisés, establece esta comparación: Si, según vosotros pensáis, fue tan grande y
admirable milagro que el Señor por medio de Moisés enviara el mantenimiento a
su pueblo para que no pereciese de hambre en el desierto, y con el cual fue
sustentado durante algún tiempo, concluid de aquí cuánto más excelente ha de
ser el alimento que confiere la inmortalidad.
Vemos la razón de que el Señor haya pasado por alto lo que era lo principal en el
maná, y solamente se haya fijado en su utilidad; a saber, que como los judíos le
habían reprochado el ejemplo de Moisés, que había socorrido la necesidad del
pueblo con el remedio del maná, Él responde que era dispensador de una gracia
mucho más admirable, en cuya comparación lo que había hecho Moisés, y que
ellos en tanto estimaban, apenas tenía valor.
Pero san Pablo, sabiendo que el Señor, al hacer llover maná del cielo, no
solamente había querido mantener los cuerpos, sino también comunicar un
misterio espiritual para figurar la vida espiritual, que debían esperar de Cristo, trata
este argumento, como muy digno de ser explicado (1 Cor.10, 1-5).
Por lo cual podemos concluir sin lugar a dudas que no solamente fueron
comunicadas a los judíos las promesas de la vida eterna y celestial que tenemos
actualmente por la misericordia del Señor, sino que fueron selladas y confirmadas
con sacramentos verdaderamente espirituales. Sobre lo cual disputa ampliamente
san Agustín contra Fausto, el maniqueo.130
7. LA PALABRA DE DIOS BASTA PARA VIVIFICAR LAS ALMAS DE
CUANTOS PARTICIPAN DE ELLA
Y si los lectores prefieren que les aduzca testimonios de la Ley y de los Profetas,
mediante los cuales puedan ver claramente que el pacto espiritual de que al
presente gozamos fue comunicado también a los patriarcas, como Cristo y los
apóstoles lo han manifestado, con gusto haré lo que desean; y tanto más, que
estoy cierto de que los adversarios serán convencidos de tal manera que no
puedan ya andar con tergiversaciones.
Comenzaré con un argumento, que estoy seguro de que a los anabaptistas les
parece débil y casi ridículo; pero de gran importancia para las personas
razonables y juiciosas. Admito como cosa irrebatible, que la Palabra de Dios tiene
en sí tal eficacia, que vivifica las almas de todos aquellos a quienes el Señor hace
la merced de comunicársela. Porque siempre ha sido verdad lo que dice san
Pedro, que la Palabra de Dios es una simiente incorruptible, la cual permanece
para siempre; como lo confirma con la autoridad de Isaías (1 Pe. 1,23; Is. 40, 6). Y
como en el pasado Dios ligó a sí mismo a los judíos con este santo nudo, no se
puede dudar que Él los ha escogido para hacerles esperar en la vida eterna.
Porque cuando afirmo que abrazaron la Palabra por la cual se acercaron más a
Dios, no lo entiendo de la manera general de comunicarse con Él que se extiende
por el cielo y la tierra y todas las criaturas del mundo. Pues aunque da el ser a
cada una según su naturaleza, sin embargo no las libra de la corrupción a que
están sometidas. Me refiero a una manera particular de comunicación, por la cual
las almas de las personas fieles son iluminadas en el conocimiento de Dios, y en
cierta manera, unidas a Él.
130
Agustín, Réplica a Fausto el maniqueo, XV, 11; XIX, 16.
Ahora bien, como Adán, Abel, Noé, Abraham y los demás patriarcas se unieron a
Dios mediante esta iluminación de su Palabra, no hay duda que ha sido para ellos
una entrada en el reino inmortal de Dios; pues era una auténtica participación de
Dios, que no puede tener lugar sin la gracia de la vida eterna.
8. EL PACTO DE LA GRACIA ES ESPIRITUAL
Y si esto parece aún algo intrincado y oscuro, pasemos a la fórmula misma del
pacto, que no solamente satisfará a los espíritus apacibles, sino que demostrará
suficientemente la ignorancia de los que pretenden contradecirnos.
El Señor ha hecho siempre este pacto con sus siervos: "Yo seré vuestro Dios, y
vosotros seréis mi pueblo" (Lv. 26,12); palabras en las que los mismos profetas
declaran que se contiene la vida, la salvación y la plenitud de la bienaventuranza.
Pues no sin motivo David afirma muchas veces: "Bienaventurado el pueblo cuyo
Dios es Jehová" (Sal 144,15); "el pueblo que él escogió como heredad para sí"
(Sal 33,12). Lo cual no se debe entender de una felicidad terrena, sino que Él libra
de la muerte, conserva perpetuamente, y mantiene con su eterna misericordia a
aquellos a quienes ha admitido en la compañía de su pueblo. E igualmente otros
profetas: "Tú eres nuestro Dios; no moriremos" (Hab. 1, 12). Y: "Jehová es nuestro
legislador; Jehová es nuestro rey; Él mismo nos salvará" (Is. 33,22).
"Bienaventurado tú, oh Israel; ¿Quién como tú, pueblo salvo por Jehová?" (Dt.
33,29).
Mas para no fatigarnos excesivamente con una cosa que no lo requiere, a cada
paso en los Profetas se lee: ninguna cosa nos falta para tener todos los bienes en
abundancia y para estar ciertos de nuestra salvación, a condición de que el Señor
sea nuestro Dios. Y con toda razón; porque si su rostro, tan pronto como se
manifiesta, es una prenda ciertísima de salvación, ¿cómo podrá declararse por
Dios a alguno, sin que al momento le descubra tesoros de vida? Porque Él es
nuestro Dios, siempre que resida en medio de nosotros, como lo testificaba por
medio de Moisés (Lv. 26,11). Y no se puede obtener de Él tal preferencia sin que a
la vez se posea la vida. Aunque no hubiese otra razón, ciertamente tenían una
promesa de vida espiritual harto clara y evidente en estas palabras: "Yo soy
vuestro Dios" (Éx. 6, 7). Pues no les decía solamente que sería Dios de sus
cuerpos, sino principalmente de sus almas. Ahora bien, si las almas no están
unidas con Dios por la justicia y la santidad, permanecen alejadas de Él por la
muerte; pero si tienen esa unión, ésta les traerá la salvación eterna.
9. LAS PROMESAS DEL PACTO SON ESPIRITUALES
Añádase a esto que Él no solamente les afirmaba que sería su Dios, sino también
les prometía que lo sería para siempre, a fin de que su esperanza, insatisfecha
con los bienes presentes, pusiese sus ojos en la eternidad. Y que este modo de
hablar del futuro haya querido significar esto, se ve claramente por numerosos
testimonios de los fieles, en los cuales no solamente se consolaban de las
calamidades actuales que padecían, sino también respecto al futuro, seguros de
que Dios nunca les había de faltar.
Asimismo había otra cosa en el pacto, que aún les confirmaba más en que la
bendición les sería prolongada más allá de los límites de la vida terrena; y es que
se les había dicho: Yo seré Dios de vuestros descendientes después de vosotros
(Gn.17, 7). Porque si había de mostrarles la buena voluntad que tenía con ellos ya
muertos, haciendo bien a su posteridad, con mucha mayor razón no dejaría de
amarlos a ellos. Pues Dios no es como los hombres, que cambian el amor que
tenían a los difuntos por el de sus hijos, porque ellos una vez muertos no tienen la
facultad de hacer bien a los que querían. Pero Dios, cuya liberalidad no encuentra
obstáculos en la muerte, no quita el fruto de su misericordia a los difuntos, aunque
en consideración a ellos hace objeto de la misma a sus sucesores por mil
generaciones (Ex 20, 6). Con esto ha querido mostrar la inconmensurable
abundancia de su bondad, la cual sus siervos habían de sentir aun después de su
muerte, al describirla de tal manera que habría de redundar en toda su
descendencia.
El Señor ha sellado la verdad de esta promesa, y casi mostrado su cumplimiento,
al llamarse Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob mucho tiempo después de que
hubieran muerto (Éx. 3, 6; Mt. 22,32; Lc. 20,37). Porque sería ridículo que Dios se
llamara así, si ellos hubieran perecido; pues sería como si Dios dijera: Yo soy Dios
de los que ya no existen. Y los evangelistas cuentan que los saduceos fueron
confundidos por Cristo con este solo argumento, de tal manera que no pudieron
negar que Moisés hubiese afirmado la resurrección de los muertos en este lugar.
De hecho, también sabían por Moisés que todos los consagrados a Dios están en
sus manos (Dt.33, 3). De lo cual fácilmente se colegía que ni aun con la muerte
perecen aquellos a quienes el Señor admite bajo su protección, amparo y defensa,
pues tiene a su disposición la vida y la muerte.
10. LA VIDA DE LOS PATRIARCAS DEMUESTRA QUE ASPIRABAN POR
LA FE A LA PATRIA DEL CIELO
11. ABRAHAM
Vengamos a Isaac, que, si bien no padeció tantos trabajos, sin embargo, el más
pequeño placer y alegría le costó grandes esfuerzos. Las miserias y trabajos que
experimentó son suficientes para que un hombre no sea dichoso en la tierra. El
hambre le hace huir de la tierra de Canaán; le arrebatan de las manos a su mujer;
sus vecinos le molestan y le atormentan por dondequiera que va; y esto con tanta
frecuencia y de tantas maneras, que se ve obligado a luchar por el agua, como su
padre. Las mujeres de su hijo Esaú llenan la casa de disgustos (Gn.26, 35). Le
aflige sobremanera la discordia de sus hijos, y no puede solucionar tan grave
problema más que desterrando a aquel a quien había otorgado su bendición.
Jacob. En cuanto a Jacob, ciertamente es un admirable retrato de suprema
desgracia. Pasa en casa de su padre la juventud atormentado por la inquietud a
causa de las amenazas de su hermano mayor, a las cuales tiene que ceder,
huyendo (Gn. 28,5). Proscrito de la casa de su padre y de la tierra en que nació,
aparte de que es muy penoso sentirse desterrado, su tío Labán no le trata con
más afecto y humanidad. No le basta que pase siete años en dura y rigurosa
servidumbre, sino que al fin sea injustamente engañado, dándosele una mujer por
otra (Gn. 29,25). Para conseguir la mujer que antes había pedido, tuvo que
ponerse de nuevo a servir, abrasándose de día con el calor del sol, y sin dormir de
noche a causa del frío, según él mismo se lamenta. Después de veinte años de
tanta miseria, cada día se veía atormentado por nuevas afrentas de su suegro
(Gn.31, 7). En su casa no había tranquilidad alguna, pues la destruían los odios y
las envidias de sus mujeres.
Cuando Dios le manda que se retire a su país, tuvo que preparar de tal manera el
momento de su partida, que más bien pareció una huida afrentosa; e incluso no
pudo escapar de la iniquidad de su suegro, sin ser molestado en el camino por los
denuestos e injurias del mismo.
Después de esto se encuentra con otra dificultad mayor, porque al acercarse a su
hermano, contempla ante sí tantos géneros de muertes, como se pueden esperar
de un enemigo cruel (Gn.32, 11); y por eso se ve atormentado con horribles
temores mientras espera su venida. Cuando se encuentra ante él, se arroja a sus
pies medio muerto, hasta que lo ve más aplacado de lo que se atrevía a esperar
(Gn.33, 3).
Cuando al fin entra en su tierra se le muere Raquel, a quien amaba especialmente
(Gn. 35,16-19). Algún tiempo después oye decir que el hijo que le había dado
Raquel, a quien por esta razón amaba más que a los otros, había sido
despedazado por una fiera. Cuánta tristeza experimentó con su muerte, él mismo
nos lo deja ver, pues después de haberlo llorado, no quiere admitir consuelo
alguno, y sólo desea seguir a su hijo muerto. Además, ¿qué pesar, qué tristeza y
dolor no le proporcionaría el rapto y la violación de su hija, el atrevimiento de sus
hijos al vengar tales injurias, que no solamente fue causa de que le aborreciesen
todos los habitantes de aquella región, sino que incluso le puso en grave peligro
de muerte?
Después tuvo lugar el horrendo crimen de su primogénito Rubén, que debió
afligirle muy hondamente; pues si una de las mayores desgracias que pueden
acontecerle a un hombre es que su mujer sea violada, ¿qué hemos de decir
cuando es el propio hijo quien comete tamaña afrenta? Poco después su familia
se ve manchada con un nuevo incesto (Gn. 38,18); de tal manera, que tal cúmulo
de afrentas era capaces de destrozar el corazón del hombre más fuerte y paciente
del mundo.
Y al fin de su vejez, queriendo poner remedio a las necesidades que él y toda su
familia padecían a causa del hambre, le traen la triste nueva de que uno de sus
hijos queda en prisión en Egipto, y para librarlo es necesario enviar a Benjamín, a
quien amaba más que a ningún otro (Gn. 42, 34 . 38).
¿Quién podría pensar que entre tantas desventuras haya tenido un solo momento
para respirar siquiera seguro y tranquilo? Por eso él mismo afirma hablando con
Faraón que los años de su peregrinación habían sido pocos y malos (Gn. 47,9). El
que asegura que ha pasado su vida en continuas miserias, evidentemente niega
que haya experimentado la prosperidad que el Señor le había prometido. Por
tanto, o Jacob era ingrato y ponderaba mal los beneficios que Dios le había hecho,
o decía la verdad al afirmar que había sido desdichado en la tierra. Si lo que decía
era verdad, se sigue que no tuvo puesta su esperanza en las cosas terrenas y
caducas.
13. TODOS ESTOS PATRIARCAS HAN SIDO EXTRANJEROS Y VIAJEROS
EN LA TIERRA
Si todos estos santos patriarcas esperaron de la mano de Dios una vida dichosa –
de lo cual no hay duda –, evidentemente conocieron otra felicidad que la de este
mundo, como admirablemente lo muestra el Apóstol: "Por la fe", dice, "(Abraham)
habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en
tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la
ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios ... Conforme
a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de
lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos
sobre la tierra. Porque lo que éstos dicen, clara-mente dan a entender que buscan
una patria; pues si hubiesen estado pensando en aquélla de donde salieron,
ciertamente tenían tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial;
por lo cual Dios no se avergüenza de ser llamado Dios de ellos, porque les ha
preparado una ciudad" (Heb. 11, 9-16).
Ciertamente hubiesen sido más necios que un tronco al seguir con tanto ahincó
las promesas, respecto a las cuales no tenían esperanza alguna de conseguirlas
en la tierra, si no esperasen su cumplimiento en otra parte. Por eso no sin motivo
insiste el Apóstol en que se llamaron peregrinos y extranjeros en este mundo,
como el mismo Moisés lo refiere (Gn. 47,9). Porque si son peregrinos y extranjeros
en la tierra de Canaán, ¿dónde está la promesa del Señor por la que eran
constituidos herederos de la misma? Ello demuestra claramente que la promesa
de posesión que Dios les había hecho, miraba más arriba de la tierra. Por esto no
poseyeron ni un palmo de tierra en Canaán, a no ser para su sepultura (Hch. 7,5).
Con lo cual declaraban que no esperaban gozar del beneficio de la promesa, sino
después de su muerte. Y ésa es la causa de que Jacob deseara tanto ser
sepultado en ella, hasta el punto de hacer que su hijo José se lo prometiera con
juramento (Gn. 47, 29-30), en fuerza del cual éste mandó que las cenizas de su
padre fuesen transportadas a la tierra de Canaán mucho tiempo después (Gn.
50,25).
14. JACOB DESEANDO EL DERECHO DE PRIMOGENITURA BUSCABA LA
VIDA FUTURA
Aún no nos hemos detenido en Moisés, del cual dicen los soñadores que
impugnamos, que no tuvo otro cometido que llevar al pueblo de Israel, de carnal
que era a temer y honrar a Dios, prometiéndoles tierras fertilísimas y abundancia
de todo. Sin embargo – si no se quiere deliberadamente negar la luz que alumbra
los ojos – nos encontramos ante la manifiesta revelación del pacto espiritual.
Los profetas. David espera en la vida futura. Y si descendemos a los profetas,
hallaremos en ellos una perfecta claridad para contemplar la vida eterna y el reino
de Cristo.
En primer lugar David, quien por haber existido antes que los otros habla en
figuras de los misterios celestiales conforme a la disposición divina y con mayor
oscuridad. Sin embargo, ¡con cuánta claridad y certeza dirige todo cuanto dice a
este blanco! Qué caso hacía de la morada terrena, lo declara en esta sentencia:
"Forastero soy para ti, y advenedizo, como todos mis padres. Ciertamente es
completa vanidad todo hombre que vive; ciertamente como una sombra que pasa.
Y ahora, Señor, ¿qué esperaré? Mi esperanza está en ti" (Sal 39,12. 6.7). Sin
duda, el que confiesa que no hay cosa alguna en la tierra permanente y firme, y
sin embargo conserva la firmeza de su esperanza en Dios, es porque contempla
su felicidad en otro sitio distinto de este mundo. Por eso suele invitar a los fieles a
que contemplen esto, siempre que desea consolarlos de verdad. Porque en otro
lugar, después de haber expuesto cuán breve, vana y fugaz es la vida del hombre,
añade: "Mas la misericordia de Jehová es desde la eternidad y hasta la eternidad
sobre los que le temen" (Sal 103,17). Con lo cual está de acuerdo lo que dice en
otra parte: "Desde el principio tú fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus
manos. Ellos perecerán, mas tú permanecerás; y todos ellos como una vestidura
se envejecerán; como un vestido los mudarás, y serán mudados; pero tú eres el
mismo, y tus años no se acabarán. Los hijos de tus siervos habitarán seguros y su
descendencia será establecida delante de ti" (Sal 102,25-28). Si, a pesar de la
destrucción del cielo y de la tierra, los fieles no dejan de permanecer delante del
Señor, se sigue que su salvación está unida a la eternidad de Dios. Y ciertamente
que tal esperanza no puede durar mucho, si no descansa en la promesa que
expone Isaías: "Los cielos serán deshechos como humo, y la tierra se envejecerá
como ropa de vestir, y de la misma manera perecerán sus moradores; pero mi
salvación será siempre, mi justicia no perecerá" (Is. 51, 6). En este texto se
atribuye perpetuidad a la justicia y a la salvación, no en cuanto residen en Dios,
sino en cuanto Él las comunica a los hombres, y ellos las experimentan en sí
mismos.
16. LA FELICIDAD DE LOS FIELES ES LA GLORIA CELESTIAL
Vemos, pues, aunque no sea más por el testimonio de David, que los padres del
Antiguo Testamento no ignoraron que pocas veces, por no decir nunca, cumple
Dios en este mundo lo que promete a sus siervos, y que por esta razón elevaron
sus corazones al Santuario de Dios, donde veían oculto lo que no podían
contemplar entre las sombras de este mundo. Este Santuario era el último día del
juicio que esperamos; no pudiendo verlo con los ojos del cuerpo, se contentaban
con entenderlo por la fe. Apoyados en esta confianza, a pesar de cuanto les
sucedía en el mundo, no dudaban que al fin vendría un tiempo en el cual las
promesas de Dios tendrían su cumplimiento. Así lo aseguran estas palabras: "En
cuanto a mí, veré tu rostro en justicia; estaré satisfecho cuando despierte a tu
semejanza" (Sa1.17, 15). Y: "Yo estoy como olivo verde en la casa de Dios" (Sal
52, 8). Igualmente: "El justo florecerá como la palmera; crecerá como cedro de
Líbano. Plantados en la casa de Jehová, en los atrios de nuestro Dios florecerán.
Aun en la vejez fructificarán; estarán vigorosos y verdes" (Sa1.92, 12-14). Y poco
antes había dicho: " ¡Oh Jehová, muy profundos son tus pensamientos! Cuando
brotan los impíos como la hierba, y florecen todos los que hacen iniquidad, es para
ser destruidos eternamente" (Sal 92, 5-7).
¿Dónde estará esta belleza de los fieles, sino cuando la apariencia de este mundo
se cambie por la manifestación del Reino de Dios? Al poner sus ojos en aquella
eternidad, no haciendo caso de la aspereza de las calamidades presentes, que
comprendían son efímeras, con toda seguridad exclamaban: "No dejará para
siempre caído al justo. Mas tú, oh Jehová, harás descender a aquéllos (los impíos)
al pozo de perdición" (Sal 55,22-23). ¿Dónde hay en este mundo un pozo de
muerte que se trague a los impíos, de cuya felicidad expresamente se dice en otro
sitio: "Pasan sus días en prosperidad, y en paz descienden al Seol" (Job 21,13)?
¿Dónde está aquella firmeza de los santos, a quienes el mismo David nos
presenta de continuo afligidos de infinitas maneras, y hasta totalmente abatidos?
Ciertamente que él tenía ante los ojos, no el espectáculo común de este mundo
inconstante y tornadizo como un mar en tempestad, sino lo que hará el Señor
cuando se siente a juicio para establecer un estado permanente del cielo y de la
tierra, como el mismo Profeta admirablemente lo refiere en otro lugar: "Los que
confían en sus bienes, y de la muchedumbre de sus riquezas se jactan, ninguno
de ellos podrá ver en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate"
(Sal 49,6-7). Aunque ven que incluso "los sabios mueren; que perecen del mismo
modo que el insensato y el necio, y dejan a otros sus riquezas, su íntimo
pensamiento es que sus casas serán eternas, y sus habitaciones para generación
y generación; dan sus nombres a sus tierras, mas el hombre no permanecerá en
honra; es semejante a las bestias que perecen. Este su camino es locura; con
todo, sus descendientes se complacen en el dicho de ellos. Como a rebaños que
son conducidos al Seol, la muerte los pastoreará, y los rectos se enseñorearán de
ellos por la mañana; se consumirá su buen parecer, y el Seol será su morada" (Sal
49,10-14).
En primer lugar, al burlarse de los locos que hayan su reposo en los caducos y
transitorios placeres de este mundo, muestra que los sabios deben buscar otra
felicidad muy distinta; pero con mucha mayor claridad todavía expone el misterio
de la resurrección cuando establece el reino de los fieles, después de predecir la
ruina de los impíos. Porque, ¿qué se ha de entender por aquella expresión suya,
"por la mañana", sino la manifestación de una nueva vida que ha de seguir al
terminar la presente?
18. DE AQUÍ PROCEDÍA AQUEL PENSAMIENTO CON EL QUE LOS FIELES
SOLÍAN CON SOLARSE Y ANIMARSE A TENER PACIENCIA EN SUS
INFORTUNIOS SABIENDO QUE "EL ENOJO DE DIOS NO DURA MÁS
QUE UN MOMENTO, PERO SU FAVOR TODA LA VIDA" (SAL. 30, 6).
¿Cómo podían ellos dar por terminadas sus aflicciones en un momento, cuando se
veían afligidos toda la vida? ¿En qué contemplaban la duración de la bondad de
Dios hacia ellos, cuando a duras penas podían ni siquiera gustarla? Si no hubieran
levantado su pensamiento por encima de la tierra, les hubiera sido imposible hallar
tal cosa; mas como alzaban sus ojos al cielo, comprendían que no es más que un
momento el tiempo que los santos del Señor se ven afligidos; y, en cambio, los
beneficios que han de recibir, durarán para siempre; y, al revés, entendían que la
ruina de los impíos no tendría fin, aunque hubiesen sido tenidos por dichosos en
un plazo de tiempo tan breve como un sueño. Esta es la razón de aquellas
expresiones suyas: "La memoria del justo será bendita; mas el nombre del impío
se pudrirá" (Prov. 10, 7). Y: "Estimada es a los ojos de Jehová la muerte de sus
santos”; "pero la memoria de los impíos perecerá" (Sa1.116, 15; 34,21). Y: "Él
guarda los pies de sus santos; mas los impíos perecen en las tinieblas" (1 Sm.
2,9). Todo esto nos da a entender que ellos conocieron perfectamente que, por
más afligidos que los santos se vean en este mundo, no obstante, su fin será la
vida y la salvación; y, al contrario, la felicidad de los impíos es un camino de
placer, por el que insensiblemente se deslizan hacia una muerte perpetua. Por eso
llamaban a la muerte de los incrédulos "muerte de los incircuncisos" (Ez. 28,10;
31,18), dando con ello a entender que no tenían esperanza de resurrección. Y
David no pudo concebir una maldición más grave de sus enemigos, que decir:
"Sean raídos del libro de los vivientes, y no sean escritos entre los justos" (Sal 69,
28).
19. JOB SABE QUE SU REDENTOR VIVE
Pero, admirable sobre todas, es aquella sentencia de Job: "Yo sé que mi redentor
vive, y en el último día he de resucitar de la tierra, y en mi carne veré a Dios mi
salvador; esta esperanza reposa en mi corazón".131
Los que quieren hacer ostentación de ingenio arguyen sutilmente que esto no ha
de entenderse de la última resurrección, sino del día, cualquiera que fuese, en el
cual Job esperaba que Dios se le mostrase más benigno y amable. Aunque en
parte se lo concedamos, siempre será verdad, quiéranlo o no, que Job no hubiera
podido concebir tan alta esperanza, si no hubiera elevado sus pensamientos por
encima de la tierra. Por tanto hay que convenir en que fijó sus ojos en la
inmortalidad futura, pues comprendió que, incluso en la sepultura, su Redentor
había de preocuparse de él; ya que la muerte es la desesperación suprema para
los que tienen su pensamiento exclusivamente en este mundo, el cual no pudo
131
Traducción de Calvino. Job 19, 25-27a.
quitarle a él la esperanza, "Aunque él me matare", decía, "en él esperaré" (Job
13,15).
Y si algún obstinado murmura contra esto diciendo que muy pocos pronunciaron
palabras semejantes, y por lo tanto, no se puede probar que haya sido doctrina
comúnmente admitida entre los judíos, a ése le responderé en el acto, que éstos
con sus palabras no han querido enseñar una especie de sabiduría oculta,
solamente accesible a unos cuantos espíritus excelentes y particularmente
dotados, pues los que pronunciaron estas palabras fueron constituidos doctores
por el Espíritu Santo, y abiertamente enseñaron la doctrina que el pueblo había de
profesar. Por eso, cuando oímos oráculos tan claros del Espíritu Santo, que dan fe
de la vida espiritual de la Iglesia antigua de los judíos, sería obstinación intolerable
no conceder a este pueblo más que un pacto carnal, en el que no se hace
mención más que de la tierra y las riquezas mundanas.
Si desciendo a los profetas que siguieron a David, encontraría materia mucho más
amplia para desarrollar este tema. Y si la victoria no nos ha resultado difícil en
David, Job y Samuel, mucho más fácil resultará aquí. Porque el Señor, en la
dispensación del pacto de su misericordia siempre ha procedido de suerte que
cuanto más con el correr del tiempo se acercaba el día de la plena revelación, con
tanta mayor claridad lo ha querido anunciar. Por eso al principio, cuando a Adán
se le hizo la primera promesa de salvación, solamente se manifestaron unos
ligeros destellos; luego, poco a poco fue aumentando la claridad, hasta que el sol
de justicia, Jesucristo, disipando todas las nubes, ha iluminado claramente todo el
mundo. No debemos, pues, temer que si queremos servirnos del testimonio de los
profetas, para confirmar nuestra tesis, nos vayan a fallar.
Mas, como esta materia es tan amplia y hay tanto que decir de ella, que sería
menester detenerse en la misma considerablemente más de lo que conviene a
este tratado – se podría escribir un libro voluminoso sobre ello –, y como además
creo que con lo dicho hasta aquí he abierto el camino a cualquier lector, por cortas
que sean sus luces, para que por sí mismo pueda entenderlo, procuraré no ser
prolijo innecesariamente. Solamente quiero advertir a los lectores que procuren
emplear la clave que les he dado para abrirse camino; a saber, que siempre que
los profetas hacen mención de la felicidad de los fieles – de la que apenas se ve
un rastro en este mundo – recurran a la distinción de que los profetas, para más
ensalzar la bondad de Dios la han figurado en los beneficios terrenos, como una
especie de figuras; pero, al mismo tiempo han querido con estas figuras levantar
los entendimientos por encima de la tierra, más allá de los elementos de este
mundo corruptible, e incitarlos a meditar por necesidad en la bienaventuranza de
la vida futura y espiritual.
En cuanto a los otros dos puntos; a saber, que los padres del Antiguo Testamento
han tenido a Cristo por prenda y seguridad del pacto que Dios había establecido
con ellos, y que han puesto en Él toda la confianza de su bendición, no me
esforzaré mayormente en probarlos, pues son fáciles de entender y nunca han
existido grandes controversias sobre ellos.
Concluyamos, pues, con plena seguridad de que el Diablo con todas sus astucias
y artimañas no podrá rebatirlo, que el Antiguo Testamento o pacto que el Señor
hizo con el pueblo de Israel no se limitaba solamente a las cosas terrenas, sino
que contenía también en sí la promesa de una vida espiritual y eterna, cuya
esperanza fue necesario que permaneciera impresa en los corazones de todos
aquellos que verdaderamente pertenecían al pacto.
Por tanto, arrojemos muy lejos de nosotros la desatinada y nociva opinión de los
que dicen que Dios no propuso cosa alguna a los judíos, o que ellos sólo buscaron
llenar sus estómagos, vivir entre los deleites de la carne, poseer riquezas, ser muy
poderosos en el mundo, tener muchos hijos, y todo lo que apetece el hombre
natural y sin espíritu de Dios. Porque nuestro Señor Jesucristo no promete
actualmente a los suyos otro reino de los cielos que aquel en el que reposarán con
Abraham, Isaac y Jacob (Mt. 8, 11). Pedro aseguraba a los judíos de su tiempo,
que eran herederos de la gracia del Evangelio, que eran hijos de los profetas, que
estaban comprendidos en el pacto que Dios antiguamente había establecido con
el pueblo de Israel (Hch. 3, 25).
Y a fin de que no solamente fuese testimoniado con palabras, el Señor ha querido
también demostrarlo con un hecho. Porque en el momento de su resurrección hizo
que muchos santos resucitasen con Él, los cuales "fueron vistos en Jerusalén"
1Mt. 27,52). Esto fue como dar una especie de arras de que todo cuanto El había
hecho y padecido para redimir al género humano, no menos pertenecía a los fieles
del Antiguo Testamento, que a nosotros mismos. Porque, como lo asegura Pedro,
fueron dotados del mismo Espíritu con que nosotros somos regenerados (Hch. 15,
8). Y puesto que vemos que el Espíritu de Dios, que es como, un destello de
inmortalidad en nosotros, por lo cual es llamado "arras de nuestra herencia" (Ef. 1,
14) habitaba también en ellos, ¿cómo nos atreveremos a privarles de la herencia
de la vida?
Por esto no puede uno por menos de maravillarse de cómo fue posible que los
saduceos cayesen en tal necedad y estupidez, como es negar la resurrección y la
existencia del alma, puesto que ambas cosas se demuestran tan claramente en la
Escritura (Hch. 23,7-8). Ni nos resultaría menos extraña al presente la brutal
ignorancia que contemplamos en el pueblo judío, al esperar un reino temporal de
Cristo, si la Escritura no nos hubiera dicho mucho antes, que por haber repudiado
el Evangelio serían castigados de esta manera. Porque era muy conforme a la
justicia de Dios, que sus entendimientos de tal manera se cegasen, que ellos
mismos, rechazando la luz del cielo, buscaron por su propia voluntad las tinieblas.
Leen a Moisés, y meditan de continuo sobre él; pero tienen delante de los ojos un
velo, que les impide ver la luz que resplandece en su rostro. Y así permanecerán
hasta que se conviertan a Cristo, del cual se apartan ahora cuanto les es posible
(2 Cor. 3,14-15).
Dirá, pues, alguno, ¿no existe diferencia alguna entre el Antiguo y el Nuevo
Testamento? ¿Qué diremos de tantos textos en los que se los opone a ambos
como cosas completamente diversas? Respondo que admito plenamente las
diferencias que la Escritura menciona, mas a condición que no se suprima la unión
que hemos señalado, según podrá verse cuando las expongamos por orden.
Ahora bien, por lo que he podido notar en la Escritura, son cuatro las principales
diferencias. Si alguno quiere añadir otra más, no encuentro razón para oponerme.
Admito que son diferencias; pero afirmo que más se refieren a la diversa manera
que Dios ha observado al revelar su doctrina, que a la sustancia de la misma. Por
ello no puede haber impedimento alguno en que las promesas del Antiguo y del
Nuevo Testamento sean las mismas, y Cristo el único fundamento de ellas.
1°. El Nuevo Testamento nos lleva directamente a la meditación de la vida futura.
La primera diferencia es que, aunque el Señor quiso que el pueblo del Antiguo
Testamento elevase su entendimiento hasta la herencia celestial, sin embargo
para mejor mantenerlos en la esperanza de las cosas celestiales, se las hacía
contemplar a través de los beneficios terrenos, dándoles un cierto gusto de las
mismas. En cambio ahora, habiendo revelado mucho más claramente por el
Evangelio la gracia de la vida futura, guía y encamina nuestros entendimientos
derechamente a su meditación, sin entretenemos con estas cosas inferiores, como
hacía con los israelitas.
Los que no consideran esta determinación de Dios, creen que el pueblo del
Antiguo Testamento no ha pasado de la esperanza de los bienes terrenos que se
le prometían. Ven que la tierra de Canaán se nombra tantas veces como premio
admirable y único para remunerar a los que guardan la Ley de Dios; ven también
que las mayores y más severas amenazas que el Señor hace a los judíos son
arrojarlos de la tierra que les había dado en posesión y desparramarlos por las
naciones extrañas; ven, finalmente, que todas las maldiciones y bendiciones que
anuncia Moisés vienen casi a parar a esto mismo. Y de ahí concluyen, sin dudar lo
más mínimo, que Dios separó a los judíos de los otros pueblos, no en provecho de
ellos mismos, sino de los demás; a saber, para que la Iglesia cristiana tuviese una
imagen exterior en que poder contemplar los bienes espirituales.
Mas, como la Escritura demuestra que Dios con todos los beneficios temporales
que les otorgaba, pretendía llevarlos como de la mano a la esperanza de los
celestiales, evidentemente fue gran ignorancia, e incluso necedad, no tener
presente esta economía que El quiso emplear.
He aquí, pues, el punto principal de la controversia que sostenemos con esta
gente: ellos dicen que la posesión de la tierra de Canaán, que para el pueblo de
Israel representaba la suprema felicidad, nos figuraba a nosotros, que vivimos
después de Cristo, la herencia celestial. Nosotros, por el contrario, sostenemos
que el pueblo de Israel en esta posesión terrena de que gozaba, ha contemplado
como en un espejo, la herencia que habían de gozar después y les estaba
preparada en los cielos.
2. BAJO EL ANTIGUO TESTAMENTO, ESTA MEDITACIÓN SE BASABA
EN LAS PROMESAS TERRENAS
Esto se verá mucho más claramente por la semejanza que usa san Pablo en la
carta que escribió a los gálatas. Compara el pueblo judío con un heredero menor
de edad, el cual, incapaz de gobernarse aún por sí mismo, tiene un tutor que lo
dirige (Gál. 4, 1-3). Es verdad que el Apóstol se refiere en este lugar
principalmente a las ceremonias; pero ello no impide que pueda también aplicarse
a nuestro propósito. Por tanto, la misma herencia les fue señalada a ellos que a
nosotros; pero ellos no eran idóneos, como menores de edad, para tomar
posesión y gozar de ella. A la misma Iglesia pertenecen ellos que nosotros; pero
en su tiempo se encontraba aún en su primer desarrollo; era aún una niña.
El Señor, pues, los mantuvo en esta clase de enseñanza: darles las promesas
espirituales, pero no claras y evidentes, sino en cierto modo encubiertas y bajo la
figura de las promesas terrenas. Queriendo, pues, Dios introducir a Abraham,
Isaac y Jacob, y a toda su descendencia en la esperanza de la inmortalidad, les
prometió la tierra de Canaán como herencia; y ello, no para que se detuviesen allí
sin apetecer otra cosa, sino a fin de que con su contemplación se ejercitasen y
confirmasen en la esperanza de aquella verdadera herencia que aún no se veía. Y
para que no se llamasen a engaño, añadía también Dios esta otra promesa mucho
más alta, que les daba la certidumbre de que la tierra de Canaán no era la
suprema felicidad y bienaventuranza que deseaba darles.
Por eso Abraham, cuando recibe la promesa de que poseería la tierra de Canaán
no se detiene en la promesa externa de la tierra, sino que por la promesa superior
aneja eleva su entendimiento a Dios en cuanto se le dijo: "Abram; yo soy tu
escudo, y tu galardón será sobre manera grande" (Gn.15, 1). Vemos que el fin de
la recompensa de Abraham se sitúa en el Señor, para que no busque un galardón
transitorio y caduco en este mundo, sino en el incorruptible del cielo. Por tanto, la
promesa de la tierra de Canaán no tiene otra finalidad que la de ser una marca y
señal de la buena voluntad de Dios hacia él, y una figura de la herencia celestial.
De hecho, las palabras de los patriarcas del Antiguo Testamento muestran que
ellos lo entendieron de esta manera. Así David, de las bendiciones temporales se
va elevando hasta aquella última y suprema bendición: "Mi corazón y mi carne se
consumen con el deseo de ti" (Sal 84, 2).132 "Mi porción es Dios para siempre"
(Sa1.73, 26). Y: "Jehová es la porción de mi herencia y de mi copa" (Sal 16,5). Y:
"Clamé a ti, oh Jehová; dije: tú eres mi esperanza, y mi porción en la tierra de los
vivientes" (Sa1.142, 5). Ciertamente, los que se atreven a hablar de esta manera
confiesan que con su esperanza van más allá del mundo y de cuantos bienes hay
en él.
Sin embargo, la mayoría de las veces los profetas describen la bienaventuranza
del siglo futuro bajo la imagen y figura que habían recibido del Señor. En ese
sentido han de entenderse las sentencias en las que se dice: Los malignos serán
destruidos, pero los que esperan en Jehová heredarán la tierra. Jerusalén
abundará en toda suerte de riquezas y Sión tendrá gran prosperidad (Sal 37,9; Job
18,17; Prov. 2,21-22; con frecuencia en Isaías). Vemos perfectamente que todas
estas cosas no competen propiamente a la Jerusalén terrena, sino a la verdadera
patria de los fieles; a aquella ciudad celestial a la que el Señor ha dado su
bendición y la vida para siempre (Sa1.132, 13-15; 133,3).
3. LA FELICIDAD ESPIRITUAL ESTABA REPRESENTADA POR
BENEFICIOS TERRENOS
Esta es la razón de que los santos del Antiguo Testamento prestaran mucha
mayor atención a esta vida mortal y a sus correspondientes bendiciones, de la que
nosotros debemos dedicarles. Porque aunque comprendían muy bien que no
debían considerar esta vida presente como su término y su fin, con todo, sabiendo
por otra parte, que Dios figuraba en ella su gracia para confirmarlos en la
esperanza conforme a su baja manera de comprender, la tenían que profesar
mayor afecto que si la hubiesen considerado en sí misma. Y así como el Señor, al
dar prueba a los fieles de su buena voluntad hacia ellos, con beneficios
temporales les figuraba la bienaventuranza que debían esperar; así, por el
contrario, las penas temporales que enviaba a los réprobos eran indicio seguro y
un principio de su juicio futuro contra ellos; de modo que, así como los beneficios
de Dios eran más patentes y manifiestos en las cosas temporales, de la misma
manera lo eran los castigos.
Los ignorantes, omitiendo esta analogía y conveniencia entre los castigos y los
premios de esta vida con que el pueblo de Israel era remunerado, se maravillan de
que haya tanta variedad en Dios; pues antiguamente estaba tan pronto y
preparado a castigar en el acto con horrendos castigos cualquier delito que los
hombres cometieran, mientras que al presente, como si hubiera templado su ira,
132
Traducción libre.
castiga con menos rigor y con mucha menos frecuencia; y poco falta para que
piensen, como se lo imaginaron los maniqueos, que no es el mismo el Dios del
Antiguo y el del Nuevo Testamento, sino distinto. Pero no será difícil librarnos de
tales dudas, si tenemos presente la economía de que Dios se ha servido, como
hemos explicado, por la cual cuando otorgó su testamento y pacto al pueblo de
Israel de una manera velada, quiso figurar y significar por una parte la eterna
bienaventuranza que les prometía bajo estos beneficios terrenos, y por otra, la
horrible condenación que los impíos debían esperar bajo las penas y castigos
corporales.
4. LA LEY NO CONTENÍA MÁS QUE LA SOMBRA DE LA REALIDAD,
CUYA SUSTANCIA NOS TRAE EL EVANGELIO
Se ve claro con esto en qué sentido el Apóstol ha dicho que los judíos han sido
conducidos a Cristo mediante la doctrina de principiantes que enseña la Ley (Gál.
3, 24), antes de que fuera manifestado en carne. Y confiesa también que fueron
hijos y herederos de Dios; pero por ser aún niños, dice que estaban bajo tutela
(Gál. 4,1 ss.). Pues era conveniente que, no habiendo salido aún el Sol de justicia,
no hubiese tanta claridad de revelación, ni tan perfecta inteligencia de cosas. El
Señor, pues, dispensó la luz de su Palabra, pero en forma tal que sólo se la veía
de lejos y entre sombras.
133
Para la exégesis de ciertos pasajes del N. Testamento y la inteligencia del presente capítulo es
esencial esta advertencia de que las ceremonias por sí mismas llevan a veces el nombre de
"Antiguo Testamento". La frase es una cita de San Agustín, Carta 98 a Bonifacio. Nota de la
Edición francesa de la Société Calviniste de France.
Por esto san Pablo, queriendo designar esta debilidad de entendimiento, ha usado
el término "infancia", diciendo que el Señor quiso instituirlos en aquella edad
mediante ceremonias y observancias a modo de primeros principios y rudimentos
convenientes para aquella edad, hasta que Jesucristo se manifestase; mediante el
cual el conocimiento de los fieles había de crecer de día en día, de tal suerte que
dejaran ya de ser niños.
El mismo Jesucristo notó esta distinción cuando dijo que "todos los Profetas y la
Ley profetizaron hasta Juan" (Mt. 11,13); pero que desde entonces se anunciaba
el reino de Dios. ¿Qué enseñaron la Ley y los Profetas a los que vivieron en su
tiempo? Daban un cierto gusto de la sabiduría que andando el tiempo se había de
manifestar por completo, y la mostraban desde lejos; mas cuando Cristo pudo ser
mostrado, entonces quedó abierto el reino de Dios; porque en Él "están
escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento" (Col. 2,3), para
subir casi a lo más alto del cielo.
6. LA EDAD DE LA INFANCIA PRECEDE A LA EDAD ADULTA
Y no prueba nada en contra de esto el que con gran dificultad se encuentra entre
los cristianos uno que pueda ser comparado con Abraham en la firmeza de la fe. E
igualmente que los profetas tuvieran un don tan excelso de inteligencia que aun
hoy basta para iluminar e ilumina a todo el mundo. Porque no consideramos aquí
las gracias que el Señor ha dispensado a algunos, sino la economía que ha
seguido para enseñar a los fieles, la cual aparece incluso en aquellos profetas que
fueron dotados de un don tan singular y extraordinario de inteligencia. Pues su
predicación es oscura, como de cosas lejanas, y está velada por figuras.
Además, por admirable que fuera la inteligencia que ellos poseían, como quiera,
sin embargo, que tenían que someterse a la común pedagogía del pueblo, son
también contados en el número de los niños, igual que los demás Finalmente,
nunca poseyó ninguno de ellos tanta perspicacia, que de algún modo no se
perciba la oscuridad que reinaba. Por esto decía Cristo: "Muchos profetas y reyes
desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron"; y
así: "Bienaventurados vuestros ojos, porque ven; y vuestros oídos, porque oyen"
(Lc. 10,24; Mt.13, 17). Ciertamente era muy justo que la presencia de Cristo
tuviese la prerrogativa de traer consigo una manifestación mucho más clara de los
misterios celestiales, de la que antes había existido. A lo cual viene también lo que
ya hemos citado de san Pedro: "A éstos se les reveló que no para sí mismos, sino
para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas" (1 Pe. 1,
12).
7. LA LEY ES LITERAL, MORTAL, TEMPORAL; EL EVANGELIO,
ESPIRITUAL, VIVIFICADOR, ETERNO
Dice que el Antiguo Testamento es literal. La razón es porque fue promulgado sin
la eficacia del Espíritu Santo. El Nuevo es espiritual, porque el Señor lo ha
esculpido espiritualmente en los corazones de los hombres. La segunda oposición
es como una declaración de la primera, dice que el Antiguo Testamento es mortal,
porque no es capaz más que de envolver en la maldición a todo el género
humano; y que el Nuevo es instrumento de vida, porque al librarnos de la
maldición nos devuelve a la gracia y el favor de Dios. El Antiguo Testamento es
ministro de condenación, porque demuestra que todos los hijos de Adán son reos
de injusticia; el Nuevo, es ministerio de justicia, porque nos revela la justicia de
Dios por la cual somos justificados. La última oposición hay que referirla a las
ceremonias de la Ley. Como eran imagen y representación de las cosas ausentes,
era necesario que con el tiempo desaparecieran; en cambio, el Evangelio, como
representa el cuerpo mismo, es firme y estable para siempre.
Es verdad que también Jeremías llama a la ley moral pacto débil y frágil; pero es
bajo otro aspecto; a saber, porque ha sido destruida por la ingratitud del pueblo;
mas como esta violación procedió de la culpa del pueblo y no del Testamento, no
se debe imputar a este último. Mas las ceremonias, como por su propia debilidad
contenían en sí mismas la causa de su impotencia, han sido abolidas con la
venida de Cristo.
Diferencia entre la letra y el espíritu. En cuanto a la diferencia que hemos
establecido entre letra y espíritu, no se debe entender como si el Señor haya dado
su Ley a los judíos sin provecho alguno, y sin que pudiese llevar a Él a ninguno de
ellos. La comparación se establece para realzar más la afluencia de gracia con la
cual se ha complacido el Legislador, como si Él se revistiera de una nueva
persona, en honrar la predicación del Evangelio. Porque si consideramos la
multitud de naciones que ha atraído a sí por la predicación del Evangelio,
regenerándolas con su Santo Espíritu, veremos que son poquísimos los que de
corazón admitieron antiguamente en el pueblo de Israel la doctrina de la Ley;
aunque considerado en sí mismo, sin compararlo con la Iglesia cristiana, sin duda
alguna que hubo muchos fieles.
9. LA LEY ES SERVIDUMBRE; EL EVANGELIO, LIBERTAD
Las tres últimas comparaciones que mencionamos son de la Ley y del Evangelio.
Por tanto, en ellas bajo el nombre de Antiguo Testamento entenderemos la Ley, y
con el de Nuevo Testamento, el Evangelio. La primera que expusimos tiene un
alcance mayor, pues se extiende también a las promesas hechas a los patriarcas
que vivieron antes de promulgarse la Ley.
En cuanto a que san Agustín134 niega que tales promesas estén comprendidas
bajo el nombre de Antiguo Testamento, le asiste toda la razón. No ha querido decir
más que lo que nosotros afirmamos. Él tenía presentes las autoridades que hemos
alegado de Jeremías y Pablo, en las que se establece la diferencia entre el
Antiguo Testamento y la doctrina de gracia y misericordia. Advierte también muy
134
Contra dos Cartas de los Pelagianos; a Bonifacio, lib. III, cap.
atinadamente, que los hijos de la promesa, los cuales han sido regenerados por
Dios y han obedecido por la fe, que obra por la caridad, a los mandamientos,
pertenecen al Nuevo Testamento desde el principio del mundo; y que tuvieron su
esperanza puesta, no en los bienes carnales, terrenos y temporales, sino en los
espirituales, celestiales y eternos; y, particularmente, que creyeron en el Mediador,
por el cual no dudaron que el Espíritu Santo se les daba para vivir rectamente, y
que alcanzaban el perdón de sus pecados siempre que delinquían.
Esto es precisamente lo que yo pretendía probar: que todos los santos, que según
la Escritura fueron elegidos por Dios desde el principio del mundo, han participado
con nosotros de la misma bendición que se nos otorga a nosotros para nuestra
salvación eterna. La única diferencia entre la división que yo he establecido y la de
san Agustín consiste en esto: yo he distinguido entre la claridad del Evangelio y la
oscuridad anterior al mismo, según la sentencia de Cristo: La Ley y los Profetas
fueron hasta Juan Bautista, y desde entonces ha comenzado a ser predicado el
reino de Dios (Mt. 11, 13); en cambio San Agustín no se contenta solamente con
distinguir entre la debilidad de la Ley y la firmeza del Evangelio.
Los antiguos patriarcas han participado del Nuevo Testamento. También hemos
de advertir respecto a los padres del Antiguo Testamento, que vivieron de tal
manera bajo el mismo, que no se detuvieron en él, sino que siempre han aspirado
al Nuevo, y han tenido una cierta comunicación con él. Porque a los que,
satisfechos con las sombras externas, no levantaron su entendimiento a Cristo, el
Apóstol los condena como ciegos y malditos. Y realmente, ¿qué mayor ceguera
puede imaginarse que esperar la purificación de los pecados del sacrificio de una
pobre bestia, o buscar la purificación del alma en la aspersión exterior del agua, o
querer aplacar a Dios con ceremonias de poca importancia, como si Dios se
deleitase en ellas? Mas, todos los que, olvidándose de Cristo, se dan a las
observancias exteriores de la Ley, caen en tales absurdos.
11. EL ANTIGUO TESTAMENTO NO SE REFERÍA MÁS QUE A UN
PUEBLO; EL NUEVO SE DIRIGE A TODOS
Por tanto, la vocación de los gentiles es una admirable señal por la que se ve
claramente la excelencia del Nuevo Testamento sobre el Antiguo. Fue anunciada
en numerosos y evidentes oráculos de los profetas; pero de tal manera, que su
cumplimiento lo reservaban para el advenimiento del reino del Mesías. Ni
Jesucristo mismo, al principio de su predicación quiso abrir las puertas a los
gentiles, sino que retardó su vocación hasta que, habiendo cumplido cuanto se
relacionaba con nuestra redención, y pasado el tiempo de su humillación, recibió
del Padre un nombre que es sobre todo nombre, para que ante él se doble toda
rodilla (Flp. 2, 9).
Por esto decía a la cananea: "No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la
casa de Israel" (Mt. 15, 24). Y por eso no permitió que los apóstoles, la primera
vez que los envió, pasasen estos límites: "Por el camino de gentiles no vayáis, y
en ciudad de samaritanos no entréis, sino id antes a las ovejas perdidas de la casa
de Israel" (Mt.10, 5-6); porque no habían llegado el tiempo y el momento
oportunos.
Y es muy de notar que, aunque la vocación de los gentiles había sido anunciada
con tan numerosos testimonios, sin embargo, cuando llegó la hora de comenzar a
llamarlos, les pareció a los apóstoles algo tan nuevo y sorprendente, que lo creían
una cosa prodigiosa. Al principio se les hizo difícil, y no pusieron manos a la obra
sin presentar primero sus excusas. No debe maravillarnos, pues parecía contra
razón, que el Señor que tanto tiempo antes había escogido a Israel entre todos los
pueblos del mundo, súbitamente y como de repente hubiese cambiado de
propósito y suprimiese aquella distinción. Es verdad que los profetas lo habían
predicho, pero no podían poner tal atención en las profecías, que la novedad de la
cosa no les resultase bien extraña. Los testimonios que Dios había dado antes de
la vocación de los gentiles, no eran suficientes para quitarles todos los escrúpulos.
Porque, aparte de que había llamado muy pocos gentiles a su Iglesia, a esos
mismos los incorporó por la circuncisión al pueblo de Israel, para que fuesen como
de la familia de Abraham ; en cambio, con la vocación pública, que tuvo lugar
después de la ascensión de Jesucristo, no solamente se igualaba los gentiles a los
judíos, sino incluso parecía que se los ponía en su lugar, como si los judíos
hubiesen dejado de existir; y tanto más extraño era que los extranjeros, que
habían sido incorporados a la Iglesia de Dios, nunca habían sido equiparados a
los judíos. Por eso Pablo, no sin motivo, ensalza tanto este misterio, que dice:
"había estado oculto desde los siglos y edades", y hasta llena de admiración a los
ángeles (Col. 1, 26).
13. RESPUESTA A DOS OBJECIONES QUE PONEN EN DUDA LA
JUSTICIA DE DIOS O LA VERDAD DE LA ESCRITURA
Me parece que en estos cuatro o cinco puntos he abarcado fielmente todas las
diferencias que separan al Antiguo del Nuevo Testamento, en cuanto lo requiere
una sencilla exposición como la presente. Mas como a algunos les parece un
absurdo esta diversidad en el modo de dirigir la Iglesia israelita y la Iglesia
cristiana, y el notable cambio de los ritos y ceremonias, es preciso salirles al paso,
antes de continuar adelante. Bastarán unas palabras, pues sus objeciones no son
de tanto peso, ni tan poderosas, que haya que emplear mucho tiempo en
refutarlas.
Dicen que no es razonable que Dios, el cual jamás cambia de parecer, permita un
cambio tan grande, que lo que una vez había dispuesto lo rechace después.
A esto respondo que no hay que tener a Dios por voluble porque conforme a la
diversidad de los tiempos haya ordenado diversas maneras de gobernar, según Él
sabía que era lo más conveniente. Si el labrador ordena a sus gañanes una clase
distinta de trabajos en invierno que en verano, no por eso le acusaremos de
inconstancia, ni pensaremos por ello que se aparta de las rectas normas de la
agricultura, que depende por completo del orden perpetuo de la naturaleza. Y si un
padre de familia instruye, riñe y trata a sus hijos de manera distinta en la juventud
que en la niñez, no por ello vamos a decir que es inconstante y que cambia de
parecer. ¿Por qué, pues, vamos a tachar a Dios de inconstancia, si ha querido
señalar la diversidad de los tiempos con unas ciertas marcas, que Él conocía
como convenientes y propias?
La segunda semejanza debe hacer que nos demos por satisfechos. Compara san
Pablo a los judíos con los niños y a los cristianos con los jóvenes. ¿Qué
inconveniente o desorden hay en tal economía, que Dios haya querido mantener a
los judíos en los rudimentos de acuerdo con su edad, y a nosotros nos haya
enseñado una doctrina más sublime y más viril?
Por tanto, en esto se ve la constancia de Dios, pues ha ordenado una misma
doctrina para todos los tiempos, y sigue pidiendo a los hombres el mismo culto y
manera de servirle que exigió desde el principio. En cuanto a que ha cambiado la
forma y manera externa, con eso no demuestra que esté sujeto a alteración, sino
únicamente ha querido acomodarse a la capacidad de los hombres, que es varia y
mudable.
14. PERO INSISTEN ELLOS, ¿DE DÓNDE PROCEDE ESTA DIVERSIDAD,
SINO DE QUE DIOS LA QUISO?
¿No pudo Él muy bien, tanto antes como después de la venida de Cristo, revelar la
vida eterna con palabras claras y sin figuras? ¿No pudo enseñar a los suyos
mediante pocos y patentes sacramentos? ¿No pudo enviar a su Espíritu Santo y
difundir su gracia por todo el mundo?
Esto es como si disputasen con Dios porque no ha querido antes crear el mundo y
lo ha dejado para tan tarde, pudiendo haberlo hecho al principio; e igualmente,
porque ha establecido diferencias entre las estaciones del año; entre verano e
invierno; entre el día y la noche.
Por lo que a nosotros respecta, hagamos lo que debe hacer toda persona fiel: no
dudemos que cuanto Dios ha hecho, lo ha hecho sabia y justamente, aunque
muchas veces no entendamos la causa de que con-venga hacerlo así. Sería
atribuirnos excesiva importancia no conceder a Dios que conozca las razones de
sus obras, que a nosotros nos están ocultas.
Pero, dicen, es sorprendente que Dios rechace actualmente los sacrificios de
animales con todo aquel aparato y pompa del sacerdocio levítico que tanto le
agradaba en el pasado. ¡Como si las cosas externas y transitorias dieran contento
alguno a Dios y pudiera deleitarse en ellas! Ya hemos dicho que Dios no creó
ninguna de esas cosas a causa de sí mismo, sino que todo lo ordenó al bien y la
salvación de los hombres.
Si un médico usa cierto remedio para curar a un joven, y cuando tal paciente es ya
viejo usa otro, ¿podremos decir que el tal médico repudia la manera y arte de
curar que antes había usado, y que le desagrada? Más bien responderá que ha
guardado siempre la misma regla; sencillamente que ha tenido en cuenta la edad.
De esta manera también fue conveniente que Cristo, aunque ausente, fuese
figurado con ciertas señales, que anunciaran su venida, que no son las que nos
representan que haya venido.
En cuanto a la vocación de Dios y de su gracia, que en la venida de Cristo ha sido
derramada sobre todos los pueblos con mucha mayor abundancia que antes,
¿quién, pregunto, negará que es justo que Dios dispense libremente sus gracias y
dones según su beneplácito, y que ilumine los pueblos y naciones según le place;
que haga que su Palabra se predique donde bien le pareciere, y que produzca
poco o mucho fruto, como a Él le agradare; que se dé a conocer al mundo por su
misericordia cuando lo tenga a bien, e igualmente retire el conocimiento de sí que
anteriormente había dado, a causa de la ingratitud de los hombres?
Vemos, pues, cuán indignas son las calumnias con que los infieles pretenden
turbar los corazones de la gente sencilla, para poner en duda la justicia de Dios o
la verdad de la Escritura.
Fue sobremanera necesario que el que había de ser nuestro Mediador fuese
verdadero Dios y hombre. Si se pregunta qué clase de necesidad fue ésta, no se
trata de una necesidad simple y absoluta, como suele llamarse, sino que procedió
del eterno decreto de Dios, de quien dependía la salvación de los hombres.
Dios, nuestro clementísimo Padre, dispuso lo que sabía nos era más útil y
provechoso. Porque, habiéndonos nuestros pecados apartados totalmente del
reino de Dios, como si entre Él y nosotros se hubiera interpuesto una nube, nadie
que no estuviera relacionado con Él podía negociar y concluir la paz. ¿Y quién
podía serlo? ¿Acaso alguno de los hijos de Adán? Todos ellos, lo mismo que su
padre, temblaban a la idea de comparecer ante el acatamiento de la majestad
divina. ¿Algún ángel? También ellos tenían necesidad de una Cabeza, a través de
la cual quedar sólida e indisolublemente ligados y unidos a Dios. No quedaba más
solución que la de que la majestad divina misma descendiera a nosotros, pues no
había nadie que pudiera llegar hasta ella.
Debía ser "Dios con nosotros"; es decir, hombre. Y así convino que el Hijo de Dios
se hiciera "Emmanuel”; o sea, Dios con nosotros, de tal manera que su divinidad y
la naturaleza humana quedasen unidas. De otra manera no hubiera habido
vecindad lo bastante próxima, ni afinidad lo suficientemente estrecha para poder
esperar que Dios habitase con nosotros. ¡Tanta era la enemistad reinante entre
nuestra impureza y la santidad de Dios! Aunque el hombre hubiera perseverado
en la integridad y perfección en que Dios lo había creado, no obstante su
condición y estado eran excesivamente bajos para llegar a Dios sin Mediador.
Mucho menos, por lo tanto, podría conseguirlo, encontrándose hundido con su
ruina mortal en la muerte y en el infierno, lleno de tantas manchas y fétido por su
corrupción y, en una palabra, sumido en un abismo de maldición.
Por eso san Pablo, queriendo presentar a Cristo como Mediador, lo llama
expresamente hombre: "Un mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo
hombre" (1 Tim. 2, 5). Podría haberlo llamado Dios, o bien omitir el nombre de
hombre, como omitió el de Dios; mas como el Espíritu Santo que hablaba por su
boca, conocía muy bien nuestra debilidad ha usado como remedio aptísimo
presentar entre nosotros familiarmente al Hijo de Dios, como si fuera uno de
nosotros. Y así, para que nadie se atormente investigando dónde se podrá hallar
este Mediador, o de qué forma se podría llegar a Él, al llamarle hombre nos da a
entender que está cerca de nosotros, puesto que es de nuestra carne.
Y esto mismo quiere decir lo que en otro lugar se explica más ampliamente; a
saber, que "no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de
nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza,
pero sin pecado" (Heb. 4, 15).
2. SIN LA ENCARNACIÓN DEL HIJO NO PODRÍAMOS LLEGAR A SER
HIJOS DE DIOS Y SUS HEREDEROS
El segundo requisito de nuestra reconciliación con Dios era que el hombre, que
con su desobediencia se había perdido, con el remedio de su obediencia
satisficiese el juicio de Dios y pagase su deuda por el pecado. Apareció, pues,
nuestro Señor Jesucristo como verdadero hombre, se revistió de la persona de
Adán, y tomó su nombre poniéndose en su lugar para obedecer al Padre y
presentar ante su justo juicio nuestra carne como satisfacción y sufrir en ella la
pena y el castigo que habíamos merecido. En resumen, como Dios solo no puede
sentir la muerte, ni el hombre solo vencerla, unió la naturaleza humana con la
divina para someter la debilidad de aquélla a la muerte, y así purificarla del pecado
y obtener para ella la victoria con la potencia de la divina, sosteniendo el combate
de la muerte por nosotros.
De ahí que los que privan a Jesucristo de su divinidad o de su humanidad
menoscaban su majestad y gloria y oscurecen su bondad. Y, por otra parte, no
infieren menor injuria a los hombres al destruir su fe, que no puede tener
consistencia, si no descansa en este fundamento.
Cristo, hijo de Abraham y de David. Asimismo era necesario que el Redentor fuera
hijo de Abraham y de David, como Dios lo había prometido en la Ley y en los
Profetas. De lo cual las almas piadosas sacan otro fruto; a saber, que por el curso
de las generaciones, guiados de David a Abraham, comprenden mucho más
perfectamente que nuestro Señor es aquel Cristo tan celebrado en las
predicciones de los Profetas.
Conclusión. Mas, sobre todo conviene que retengamos, como lo acabo de decir,
que el Hijo de Dios nos ha dado una excelente prenda de la relación que tenemos
con Él en la naturaleza que participa en común con nosotros, y en que habiéndose
revestido de nuestra carne, ha destruido la muerte y el pecado, a fin de que fuesen
nuestros el triunfo y la victoria; y que ha ofrecido en sacrificio la carne que de
nosotros había tomado, para borrar nuestra condenación expiando nuestros
pecados, y aplacar la justa ira del Padre.
4. REFUTACIÓN DE UNA VANA ESPECULACIÓN
El que considere estas cosas con la atención que merecen, despreciará ciertas
extravagantes especulaciones que llevan tras de sí a algunos espíritus ligeros y
amigos de novedades. Tal es la cuestión que algunos suscitan afirmando que,
aunque el género humano no hubiera tenido necesidad de redención, sin
embargo, Jesucristo no hubiera dejado de encarnarse.
Convengo en que ya al principio de la creación y en el estado perfecto de la
naturaleza Cristo fue constituido Cabeza de los ángeles y de los hombres. Por eso
san Pablo le llama "el Primogénito de toda creación" (Col. 1,15). Mas como toda la
Escritura claramente afirma que se ha revestido de nuestra carne para ser nuestro
Redentor, sería notable temeridad imaginarse otra causa o fin distintos.
Es cosa manifiesta que Cristo ha sido prometido para restaurar el mundo, que
estaba arruinado, y socorrer a los hombres, que se habían perdido. Y así su
imagen fue figurada bajo la Ley en los sacrificios, para que los fieles esperasen
que Dios les fuera favorable, reconciliándose con ellos por la expiación de los
pecados.
Como quiera que a través de todos los siglos, incluso antes de que la Ley fuese
promulgada, jamás fue prometido el Mediador sino con sangre, de aquí deducimos
que fue destinado por el eterno consejo de Dios para purificar las manchas de los
hombres, porque el derramamiento de sangre es señal de reparación de las
ofensas. Y los profetas no han hablado de Él, sino prometiendo que vendría para
ser la reconciliación de Dios con los hombres. Bastará para probarlo el célebre
testimonio de Isaías, en que dice que será herido por nuestras rebeliones, para
que el castigo de nuestra paz sea sobre Él; y que será sacerdote que se ofreciese
a sí mismo en sacrificio; que sus heridas serán salvación para otros, y que por
haber andado todos descarriados como ovejas, plugo a Dios afligirlo, para que
llevase sobre sí las iniquidades de todos (Is. 53, 4-6).
Cuando se nos dice que a Jesucristo se le ordenó por un decreto divino socorrer a
los miserables pecadores, querer investigar más allá de estos límites es ser
excesivamente curioso y necio. Él mismo, al manifestarse al mundo, dijo que la
causa de su venida era aplacar a Dios y llevarnos de la muerte a la vida. Lo mismo
declararon los apóstoles. Por eso san Juan, antes de referir que el Verbo se hizo
carne, cuenta la transgresión del hombre (Jn. 1, 9-10). Pero lo mejor es que
oigamos al mismo Jesucristo hablar acerca de su misión. Así cuando dice: "De tal
manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquél
que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna" (Jn.3, 16). Y: "Viene la hora,
y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren
vivirán" (Jn. 5,25). Y: "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque
esté muerto, vivirá" (Jn.11, 25). Y: "El Hijo del Hombre ha venido para salvar lo
que se había perdido" (Mt. 18,11). Y: "Los sanos no tienen necesidad de médico"
(Mt.9, 12). Sería cosa de nunca acabar querer citar todos los pasajes relativos a
esta materia. Todos los apóstoles nos remiten a este principio.
Evidentemente, si Cristo no hubiera venido para reconciliarnos con Dios, su
dignidad sacerdotal perdería casi todo su sentido; ya que el sacerdote es
interpuesto entre Dios y los hombres "para que presente ofrendas y sacrificios por
los pecados" (Heb. 5,1). No sería nuestra justicia, porque fue hecho sacrificio por
nosotros para que Dios no nos imputase nuestros pecados (2 Cor. 5, 19). En una
palabra; sería despojarle de todos los títulos y alabanzas con que la Escritura lo
ensalza. Y asimismo dejaría de ser cierto lo que dice san Pablo, que Dios ha
enviado a su Hijo para que hiciese lo que la Ley no podía, a saber, que en
semejanza de carne de pecado satisficiese por nosotros (Rom. 3,8). Ni tampoco
sería verdad lo que el mismo Apóstol enseña en otro lugar diciendo que la bondad
de Dios y su inmenso amor a los hombres se han manifestado en que nos ha dado
a Jesucristo por Redentor.
Finalmente, la Escritura no señala ningún otro fin por el que el Hijo de Dios haya
querido encarnarse, y para el cual el Padre le haya enviado, sino éste de
sacrificarse, a fin de aplacar al Padre (Tit. 2,14). "Así está escrito, y así fue
necesario que el Cristo padeciese, y que se predicase en su nombre el
arrepentimiento" (Lc. 24,46-47). Y: "por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi
vida... por las ovejas. Este mandamiento recibí del Padre" (Jn. 10, 17 .15. 18). Y:
"Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del
Hombre sea levantado" (Jn. 3, 14). Asimismo: "Padre, sálvame de esta hora. Mas
para esto he llegado a esta hora" (Jn. 12,27). En todos estos pasajes claramente
se indica el fin por el que se ha encarnado: para ser víctima, sacrificio y expiación
de los pecados. Por esto también dice Zacarías que vino, conforme a la promesa
que había hecho a los patriarcas, "para dar luz a los que habitan en tinieblas y en
sombra de muerte" (Lc. 1, 79).
Recordemos que todas estas cosas se dicen del Hijo de Dios, del cual san Pablo
afirma que en Él "están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del
conocimiento" (Col. 2,3), y fuera del cual se gloría de no saber nada (1 Cor. 2,2).
5. SEGUNDA OBJECIÓN. RESPUESTA: SOMOS ELEGIDOS EN CRISTO
ANTES DE LA CREACIÓN
Quizás alguno replique que todo esto no impide que Jesucristo, si bien es cierto
que ha rescatado a los que estaban condenados, hubiera podido igualmente
manifestar su amor al hombre, aunque éste hubiese conservado su integridad,
revistiéndose de su carne. La respuesta es fácil, ya que el Espíritu Santo declara
que en el decreto eterno de Dios estaban indisolublemente unidas estas dos
cosas: que Cristo fuese nuestro Redentor, y que participase de nuestra naturaleza.
Con ello ya no nos es lícito andar con más divagaciones. Y si alguno no se da por
satisfecho con la inmutable ordenación divina, y se siente tentado por su deseo de
saber más, éste tal demuestra que no le basta con que Cristo se haya entregado a
sí mismo como precio de nuestro rescate.
San Pablo no solamente expone el fin por el cual Cristo ha sido enviado al mundo,
sino que elevándose al sublime misterio de la predestinación, reprime
oportunamente la excesiva inquietud y apetencia del ingenio humano, diciendo :
"Nos escogió (el Padre) en Él antes de la fundación del mundo, en amor
habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de
Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su
gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por
su sangre" (Ef. 1,4-7). Aquí no se supone que la caída de Adán haya precedido en
el tiempo, pero sí se demuestra lo que Dios había determinado antes de los siglos,
cuando quería poner remedio a la miseria del género humano.
Si alguno arguye de nuevo que este consejo de Dios dependía de la ruina del
hombre, que Él preveía, para mí es suficiente y me sobra saber que todos
aquéllos que se toman la libertad de investigar en Cristo o apetecen saber de Él
más de lo que Dios ha predestinado en su secreto consejo, con su impío
atrevimiento llegan a forjarse un nuevo Cristo. Con razón san Pablo, después de
exponer el verdadero oficio de Cristo, ora por los efesios para que les dé espíritu
de inteligencia, a fin de que comprendan la anchura, la longitud, la profundidad y la
altura; a saber, el amor de Cristo que excede toda ciencia (Ef. 3,16-19); como si
adrede pusiese una valla a nuestro entendimiento, para impedir que se aparte lo
más mínimo cada vez que se hace mención de Cristo, sino que se limiten a la
reconciliación que nos ha traído. Ahora bien, siendo verdad, como lo asegura el
Apóstol, que "Cristo vino al mundo a salvar a los pecadores" (1 Tim. 1,15), yo me
doy por satisfecho con esto. Y como el mismo san Pablo demuestra en otro lugar
que la gracia que se nos manifiesta en el Evangelio nos fue dada en Cristo Jesús
antes de los tiempos de los siglos (2 Tim. 1,9), concluyo que debemos permanecer
en ella hasta el fin.
Refutación de varios alegatos de Osiander. Osiander sin razón alguna se revuelve
contra esta sencillez. Si bien ya en otro tiempo se había suscitado esta cuestión,
sin embargo él, de tal manera se ha soliviantado con ella, que ha perturbado
infelizmente a la Iglesia.
Acusa él de presuntuosos a los que afirman que si Adán no hubiera pecado, el
Hijo de Dios no se hubiese encarnado; y da como razón, que no hay testimonio
alguno en la Escritura que condene tal hipótesis. Como si san Pablo no refrenara
nuestra insana curiosidad cuando, hablando de la redención que Cristo nos
adquirió, nos manda seguidamente que evitemos las cuestiones necias (Tit. 3, 9).
Llega a tanto el desenfreno de algunos, que movidos por un vituperable apetito de
pasar por agudos y sutiles, disputan acerca de si el Hijo de Dios hubiera podido
tomar la naturaleza de asno. Osiander puede pretender justificar esta cuestión —
que cuantos temen a Dios miran con horror como algo detestable —, pretextando
que en ningún lugar de la Escritura está expresamente condenada. ¡Como si san
Pablo, cuando juzga que ninguna cosa es digna de ser conocida, sino Jesucristo
crucificado (1 Cor. 2,2), no se guardara muy bien de admitir un asno como autor
de la salvación! Y así, al enseñar que Cristo ha sido puesto por eterno decreto del
Padre, para someter todas las cosas (Ef. 1,22), por la misma razón jamás
reconocería por Cristo al que no tuviese el oficio de rescatar.
6. EL PRINCIPIO DE QUE TANTO SE GLORÍA OSIANDER ES
TOTALMENTE INFUNDADO.
Pretende que el hombre fue creado a imagen de Dios, en cuanto fue formado
según el patrón de Cristo, para representarlo en la naturaleza humana, de la cual
el Padre había ya decidido revestirlo. De ahí concluye, que aunque jamás hubiera
decaído Adán de su origen primero, Cristo no hubiera dejado, no obstante, de
hacerse hombre.
Toda persona de sano juicio verá cuán vano y retorcido es todo esto. Sin
embargo, este hombre piensa que fue él el primero en comprender de qué modo
el hombre fue imagen de Dios; a saber, en cuanto que la gloria de Dios relucía en
Adán, no solamente por los excelentes dones de que le había adornado, sino
porque Dios habitaba en él esencialmente. Aunque yo le conceda que Adán
llevaba en sí la imagen de Dios en cuanto estaba unido a Él — en lo cual está la
verdadera y suma perfección de su dignidad —, sin embargo afirmo que la imagen
de Dios no se debe buscar sino en aquellas señales de excelencia con que Dios le
había dotado y ennoblecido por encima del resto de los demás animales.
En cuanto a que Jesucristo ya entonces era imagen de. Dios, y por tanto, que toda
la excelencia impresa en Adán procedía de esta fuente: acercarse a la gloria de su
Creador por medio del Unigénito, todos de común acuerdo lo confiesan. Por tanto,
el hombre fue creado a la imagen de Dios, y en él quiso el Creador que
resplandeciese su gloria como en un espejo; y fue elevado a esta dignidad por la
gracia de su Hijo Unigénito. Pero luego hay que añadir que este Hijo ha sido
Cabeza tanto de los ángeles como de los hombres; de tal suerte que la dignidad
en que el hombre fue colocado pertenecía igualmente a los ángeles; pues cuando
oímos que la Escritura los llama "dioses" (Sal 82, 6), no sería razonable negar que
también ellos han tenido algunas notas con las cuales representaban al Padre.
Y si Dios ha querido representar su gloria tanto en los ángeles como en los
hombres, y hacerse evidente en ambas naturalezas, la humana y la angélica,
neciamente afirma Osiander que los ángeles fueron pospuestos a los hombres
porque no fueron hechos a la imagen de Cristo. Pero no gozarían perpetuamente
de la presencia y la visión de Dios, si no fueran semejantes a Él. Y san Pablo no
enseña (Col. 3,10) que los hombres hayan sido renovados a imagen de Dios, sino
para ser compañeros de los ángeles, de tal manera que todos permanezcan
unidos en una sola Cabeza. Y, en fin, si hemos de dar crédito a Cristo, nuestra
felicidad suprema la conseguiremos cuando en el cielo seamos semejantes a los
ángeles (Mt. 22,30). Y si se quiere conceder a Osiander que el principal patrón y
dechado de la imagen de Dios ha sido aquella naturaleza humana que Cristo
había de tomar, por la misma razón se podrá concluir al contrario, que convino que
Cristo tomase la forma angélica, pues también a ellos les pertenece la imagen de
Dios.
NO TIENE, PUES, POR QUÉ TEMER OSIANDER, COMO LO AFIRMA, QUE
DIOS SEA COGIDO EN UNA MENTIRA, SI NO HUBIERA CONCEBIDO EL
DECRETO INMUTABLE DE HACER HOMBRE A SU HIJO.
Porque, aunque Adán no hubiera caído, no hubiera por eso dejado de ser
semejante a Dios, como lo son los ángeles; y sin embargo, no hubiera sido
necesario que el Hijo de Dios se hiciera hombre ni ángel.
Es también infundado su temor de que, si Dios no hubiera determinado en su
consejo inmutable antes de que Adán fuese creado, que Jesucristo había de ser
hombre, no en cuanto Redentor, sino como el primero de los hombres, su gloria
hubiera perdido con ello, ya que entonces hubiera nacido accidentalmente, para
restaurar al género humano caído; y de esta manera hubiera sido creado a la
imagen de Adán. Pues, ¿por qué ha de sentir horror de lo que la Escritura tan
manifiestamente enseña: que fue en todas las cosas semejante a nosotros,
excepto en el pecado (Heb. 4,15)? Y por eso Lucas no encuentra dificultad alguna
en nombrarlo en la genealogía de Adán (Lc. 3, 38).
Querría saber también por qué san Pablo llama a Cristo "segundo Adán" (1 Cor.
15, 45), sino precisamente porque el Padre lo sometió a la condición de los
hombres, para levantar a los descendientes de Adán de la ruina y perdición en que
se encontraban. Porque si el consejo de Dios de hacer a Cristo hombre precedió
en orden a la creación, se le debía llamar primer Adán. Contesta Osiander muy
seguro de sí mismo, que es porque en el entendimiento divino Cristo estaba
predestinado a ser hombre y que todos los hombres fueron formados de acuerdo
con Él. Más san Pablo, por el contrario, al llamar a Cristo segundo Adán, pone
entre la creación del hombre y su restitución por Cristo, la ruina y perdición que
ocurrió, fundando la venida de Jesucristo sobre la necesidad de devolvernos a
nuestro primer estado. De lo cual se sigue que ésta fue la causa de que Cristo
naciese y se hiciese hombre.
Pero Osiander replica neciamente que Adán, mientras permaneciera en su
integridad, había de ser imagen de sí mismo y no de Cristo. Yo respondo, al revés,
que aunque el Hijo de Dios no se hubiera encarnado jamás, no por eso hubiera
dejado de mostrarse y resplandecer en el cuerpo y en el alma de Adán la imagen
de Dios, a través de cuyos destellos siempre se hubiese visto que Jesucristo era
verdaderamente Cabeza, y que tenía el primado sobre todos los hombres.
De esta manera se resuelve la vana objeción, a la que tanta importancia da
Osiander, que los ángeles hubieran quedado privados de Cabeza, si Dios no
hubiera determinado que su Hijo se hiciera hombre, y ello aunque la culpa de
Adán no lo hubiera exigido. Pues es una consideración del todo infundada, que
ninguna persona sensata le concederá, decir que a Cristo no le pertenece el
primado de los ángeles, sino en cuanto hombre, ya que es muy fácil de probar lo
contrario con palabras de san Pablo, cuando afirma que Cristo, en cuanto es
Verbo eterno de Dios es "el primogénito de toda creación" (Col. 1, 15); no porque
haya sido creado, ni porque deba ser contado entre las criaturas, sino porque el
mundo, en la excelencia que tuvo al principio, no tuvo otro origen. Además de
esto, en cuanto que se hizo hombre es llamado "primogénito de entre los muertos"
(Col. 1, 18). El Apóstol resume ambas cosas y las pone ante nuestra
consideración, diciendo que por el Hijo fueron creadas todas las cosas, para que
Él fuese señor de los ángeles. Y que se hizo hombre para comenzar a ser
Redentor.
Otro despropósito de Osiander es afirmar que los hombres no tendrían a Cristo
por rey, si Cristo no fuera hombre. ¡Como si no pudiera haber reino de Dios con
que el eterno Hijo de Dios, aun sin hacerse hombre, uniendo a los ángeles y a los
hombres a su gloria y vida celestiales, mantuviese el principado sobre ellos! Pero
él sigue engañado con este falso principio, o bien le fascina el desvarío de que la
Iglesia estaría sin Cabeza, si Cristo no se hubiera encarnado. ¡Como si no pudiera
conservar su preeminencia entre los hombres pala gobernarlos con su divina
potencia, y alimentarlos y conservarlos con la virtud secreta de su Espíritu, como a
su propio cuerpo, igual que se hace sentir Cabeza de los ángeles, hasta que los
llevase a gozar de la misma vida de que gozan los ángeles!
Osiander estima como oráculos infalibles estas habladurías suyas, que hasta
ahora he refutado, acostumbrado como está a embriagarse con la dulzura de sus
especulaciones, y forjar triunfos de la nada. Pero él se gloría de que posee un
argumento indestructible y mucho más firme que los otros: la profecía de Adán,
cuando al ver a Eva, su mujer, exclamó: "Esto ahora es hueso de mis huesos y
carne de mi carne" (Gn. 2, 23). ¿Cómo prueba que esto es una profecía? Porque
Cristo en san Mateo atribuye esta sentencia a Dios. ¡Como si todo cuanto Dios ha
hablado por los hombres contuviera una profecía! Según este principio, cada uno
de los mandamientos encierra una profecía, pues todos proceden de Dios. Pero
todavía serían peores las consecuencias; si diéramos oídos a sus desvaríos; pues
Cristo habría sido un intérprete vulgar, cuyo entendimiento no comprendía más
que el sentido literal, pues no trata de su mística unión con la Iglesia, sino que trae
este texto para demostrar la fidelidad que debe el marido a su mujer, ya que Dios
ha dicho que el hombre y la mujer habían de ser una sola carne, a fin de que nadie
intente por el divorcio anular este vínculo y nudo indisoluble. Si Osiander reprueba
esta sencillez, que reprenda a Cristo por no haber enseñado a sus discípulos esta
admirable alegoría que él explica, y diga que Cristo no ha expuesto con suficiente
profundidad lo que dice el Padre.
Ni sirve tampoco como confirmación de su despropósito la cita del Apóstol, quien
después de decir que somos "miembros de su cuerpo", añade que esto es un gran
misterio (Ef. 5,30 .32), pues no quiso decir cuál era el sentido de las palabras de
Adán, sino que, bajo la figura y semejanza del matrimonio, quiso inducirnos a
considerar la sagrada unión que nos hace ser una misma cosa con Cristo; y las
mismas palabras lo indican así; pues a modo de corrección, al afirmar que decía
esto de Cristo y de su Iglesia, hace distinción entre la unión espiritual de Cristo y
su Iglesia y la unión matrimonial. Con lo cual se destruye fácilmente la sutileza de
Osiander.
Por tanto, no será menester remover más este lodo, pues ha sido puesto bien de
manifiesto su inconsistencia con esta breve refutación. Bastará, pues, para que se
den por satisfechos cuantos son hijos de Dios, esta breve afirmación: "Cuando
vino el cumplimiento del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer y nacido
bajo la Ley, para que redimiese a los que estaban bajo la Ley" (Gál. 4, 4).
Es verdad que ellos alegan algunos pasajes en confirmación de su error; pero los
retuercen sin razón suficiente, y de nada les valen sus argucias cuando intentan
refutar los testimonios que yo he citado en favor nuestro.
Afirma Marción que Cristo se revistió de un fantasma en lugar de un cuerpo;
porque en cierto lugar está escrito que fue "hecho semejante a los hombres" (Flp.
2, 7). Pero no se ha fijado bien en lo que dice el Apóstol en ese lugar. No
pretende, en efecto, explicar la clase de cuerpo que Cristo ha tomado, sino que,
aunque con todo derecho podría mostrar la gloria de su divinidad, sin embargo se
limitó a manifestarse bajo la forma y la condición de un simple hombre. Y así san
Pablo, para exhortarnos a que a ejemplo de Cristo nos humillemos, muestra que
Cristo, siendo Dios, pudo manifestar en seguida su gloria al mundo; sin embargo
prefirió ceder de su derecho, y por su propia voluntad se humilló a sí mismo, ya
que tomó la semejanza y condición de un siervo, permitiendo que su divinidad
permaneciese escondida bajo el velo de la carne. Por tanto, no enseña el Apóstol
lo que Cristo era en cuanto a su sustancia, sino de qué modo se ha comportado.
Además, del mismo contexto se deduce espontáneamente que Cristo se anonadó
en la verdadera naturaleza humana. Porque, ¿qué quiere decir, que fue hallado en
forma de hombre, sino que por un determinado espacio de tiempo no resplandeció
su gloria divina, sino que sólo se mostró como hombre en condición vil y
despreciable? Pues de otra manera tampoco estaría bien lo que dice Pedro:
"siendo muerto en la carne, pero vivificado en espíritu" (1 Pe.3, 18), si el Hijo de
Dios no hubiera sido débil en cuanto a su naturaleza humana. Es lo que más
claramente expone san Pablo, diciendo que padeció según la debilidad de la carne
(2 Cor. 13, 4). Y de aquí provino su exaltación; porque expresamente afirma san
Pablo que Cristo consiguió nueva gloria, después de haberse humillado, lo cual no
podría convenir sino a un hombre verdadero, compuesto de cuerpo y alma.
Maniqueo le atribuye la forma de un cuerpo de aire, porque Cristo es llamado el
segundo Adán celeste (1 Cor.15, 47). Tampoco aquí explica el Apóstol la esencia
celestial del cuerpo, sino la potencia espiritual, que difundida por Cristo, nos
vivifica; y ya hemos visto que Pedro y Pablo la diferencian de su carne. Por eso,
ese pasaje confirma más bien la doctrina que toda la Iglesia cristiana profesa
respecto a la carne de Cristo. Porque si Cristo no tuviera la misma naturaleza
corporal que nosotros, no tendría valor alguno el argumento que san Pablo aduce:
Si Cristo resucitó, también nosotros resucitaremos; si nosotros no resucitamos,
tampoco Cristo resucitó (1 Cor.15, 16). Por más cavilaciones y subterfugios que
busquen los maniqueos, sean los antiguos o sus discípulos, jamás podrán
desembarazarse de esas razones.
Vana es su escapatoria de que Cristo es llamado Hijo del Hombre por haber sido
prometido al género humano; porque es evidente que por esa expresión — según
la manera de hablar de los hebreos — no hay que entender más que verdadero
hombre. Es verdad que Cristo se atuvo en su manera de hablar a las exigencias
de su lengua. Ahora bien, nadie ignora que por "hijos de Adán" se entiende
simplemente "hombres". Y para no ir más lejos, baste el salmo octavo, que los
apóstoles interpretan de Cristo; en el versículo cuarto de dice: "¿Qué es el
hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?".
Con esta manera de hablar se expresa la verdadera humanidad de Cristo, porque
aunque no ha sido engendrado de padre mortal, sin embargo su origen procede
de Adán. Y de hecho, sin esto no podría tener consistencia lo que ya hemos
alegado: que Cristo participó de la carne y de la sangre, para juntar en uno a los
hijos de Dios (Heb. 2,14). En estas palabras se ve claramente que Él es
compañero y partícipe con nosotros de nuestra naturaleza. Y a esto mismo viene
lo que dice el Apóstol "el que santifica y los que son santificados, de uno son
todos" (Heb. 2,11). Claramente se ve por el contexto que esto se refiere a la
comunicación de naturaleza que tiene con nosotros, porque luego sigue: "por lo
cual no se avergüenza de llamarlos hermanos" (Heb. 2,11); pues, si antes hubiera
dicho que los fieles son hijos de Dios, Jesucristo no tendría motivo alguno para
sentirse avergonzado de nosotros; mas, como según su inmensa bondad se hace
uno de nosotros, que somos pobres y despreciables, por eso dice que no se siente
afrentado.
En vano replican los adversarios que de esta manera los impíos serían hermanos
de Cristo, puesto que sabemos que los hijos de Dios no nacen de la carne ni de la
sangre, sino del Espíritu por la fe. Por tanto la carne sola no hace esta unión.
Aunque el Apóstol atribuye solamente a los fieles la honra de ser juntamente con
Cristo de una misma sustancia, sin embargo no se sigue que los infieles no tengan
el mismo origen de carne. Así cuando decimos que Cristo se hizo hombre para
hacernos hijos de Dios, este modo de hablar no se extiende a todos, pues se
interpone la fe, para injertamos espiritualmente en el cuerpo de Cristo.
También demuestran su necedad al discutir a propósito del nombre de
primogénito. Dicen que Cristo debía haber nacido de Adán al principio del mundo,
para que fuese "primogénito entre muchos hermanos" (Rom. 8,29). Mas este
nombre no se refiere a la edad, sino a la dignidad y eminencia que Cristo tiene
sobre los demás.
Tampoco tiene mayor consistencia el reparo de que Cristo ha tomado la
naturaleza de los hombres y no la de los ángeles, por haber recibido en su gracia
al género humano (Heb. 2, 16). Porque el Apóstol, para ensalzar la honra que
Jesucristo nos ha hecho compara a los ángeles con nosotros, que en este aspecto
nos son inferiores. Y si se pondera debidamente el testimonio de Moisés, en el
que dice que la simiente de la mujer quebrantará la cabeza de la serpiente (Gn.
3,15), ello solo bastará para solucionar la cuestión; porque en este pasaje no se
trata sólo de Jesucristo, sino de todo el linaje humano. Como Jesucristo había de
lograr la victoria para nosotros, Dios afirma en general, que los descendientes de
la mujer saldrán victoriosos contra el Diablo. De donde se sigue que Jesucristo
pertenece a la especie humana; porque el decreto de Dios era consolar y dar
esperanza a Eva, a la cual dirigió estas palabras, a fin de que no se consumiese
de dolor y desesperación.
3. LOS TESTIMONIOS EN QUE CRISTO ES LLAMADO SIMIENTE DE
ABRAHAM, Y FRUTO DEL VIENTRE DE DAVID, ELLOS
MALICIOSAMENTE LOS CONFUNDEN CON ALEGORÍAS.
Creen que sería grande afrenta y rebajar la honra de Jesucristo, que perteneciera
al linaje de los hombres, porque no podría entonces estar exento de la ley común,
que incluye sin excepción a toda la descendencia de Adán bajo el pecado. Pero la
antítesis que establece san Pablo resuelve fácilmente tal dificultad: "Como el
pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, de la misma
manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida"
(Rom. 5,12.18). E igualmente la otra oposición: "El primer hombre es de la tierra,
terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo" (1 Cor. 15, 47). Y así el
Apóstol, al decir que Jesucristo fue enviado en semejanza de carne pecadora para
que satisficiese a la Ley (Rom. 8,3), lo exime expresamente de la suerte común,
para que fuera verdadero hombre sin vicio ni mancha alguna.
Muestran también muy poco sentido cuando argumentan: Si Cristo fue libre de
toda mancha, y fue engendrado milagrosamente por el Espíritu Santo del semen
de la Virgen, se sigue que el semen de las mujeres no es impuro, sino únicamente
el de los hombres. Nosotros no decimos que Jesucristo esté exento de la mancha
y corrupción original por haber sido engendrado de su madre sin concurso de
varón, sino por haber sido santificado por el Espíritu, para que su generación
fuese pura y sin mancha, como hubiera sido la generación antes de la caída de
Adán. Debemos, pues, tener bien presente en el entendimiento, que siempre que
la Escritura hace mención de la pureza de Cristo, se señala su verdadera
naturaleza de hombre: pues sería superfluo decir que Dios es puro. E igualmente
la santificación de la que habla san Juan en el capitulo diecisiete, no puede
aplicarse a la divinidad.
Respecto a la objeción, que nosotros admitimos dos clases de simientes de Adán,
si Jesucristo, que descendió de ella, no tuvo mancha alguna, carece de todo valor.
La generación del hombre no es inmunda ni viciosa en sí, sino accidentalmente
por la caída de Adán. Por lo tanto, no hemos de maravillarnos de que Cristo, por
quien había de ser restituida la integridad y la perfección, quedase exento de la
corrupción común.
Nos echan en cara, como si fuera un gran absurdo, que si el Verbo divino se vistió
de carne tendría que estar encerrado en la estrecha prisión de un cuerpo formado
de tierra. Esto es un despropósito. Aunque unió su esencia infinita con la
naturaleza humana en una sola persona, sin embargo no podemos hablar de
encerramiento ni prisión alguna: porque el Hijo de Dios descendió milagrosamente
del cielo, sin dejar de estar en él; y también milagrosamente descendió al seno de
María, y vivió en el mundo y fue crucificado de tal forma que, entretanto, con su
divinidad ha llenado el mundo, como antes.
Respecto a la afirmación que "el Verbo fue hecho carne" (Jn. 1,14), no hay que
entenderla como si se hubiera convertido en carne, o mezclado confusamente con
ella; sino que en el seno de María ha tomado un cuerpo humano como templo en
el que habitar; de modo que el que era Hijo de Dios se hizo también hijo del
hombre; no por confusión de la sustancia, sino por unidad de la Persona. Porque
nosotros afirmamos que de tal manera se ha unido la divinidad con la humanidad
que ha asumido, que cada una de estas dos naturalezas retiene íntegramente su
propiedad, y sin embargo ambas constituyen a Cristo.
Si hay algo que pueda tener alguna semejanza con tan alto misterio, parece que lo
más apropiado es el hombre, que está compuesto de dos naturalezas, cada una
de las cuales, sin embargo, de tal manera está unida con la otra, que retiene su
propiedad. Ni el alma es cuerpo, ni el cuerpo es alma. Por eso al alma se le
atribuyen cualidades peculiares que no pueden convenir en modo alguno al
cuerpo, y viceversa; e igual-mente del hombre en su totalidad se predican cosas,
que no pueden atribuirse a ninguna de las partes en sí mismas consideradas.
Finalmente, las cosas propias del alma son transferidas al cuerpo, y las del cuerpo
al alma. Sin embargo, la persona que está compuesta de estas dos sustancias es
un solo hombre, no varios. Todos estos modos de expresarse significan que hay
en el hombre una naturaleza compuesta de dos unidas; y que sin embargo, existe
una gran diferencia entre cada una de ellas.
De la misma manera habla la Escritura de Cristo. Unas veces le atribuye lo que
necesariamente debe atribuirse únicamente a la humanidad; otras, lo que compete
en particular a la divinidad; y otras veces, lo que compete a ambas naturalezas
unidas, y no a alguna de ellas en particular. Y esta unión de las dos naturalezas
que hay en Cristo la trata la Escritura con tal veneración, que a veces comunica a
una lo que pertenece a la otra. Es lo que los antiguos doctores de la Iglesia
llamaban "comunicación de idiomas, o de propiedades".
2. LA COMUNICACIÓN DE LAS PROPIEDADES DE LAS DOS
NATURALEZAS A LA PERSONA DEL MEDIADOR
Pero los textos más fáciles de la Escritura para mostrar cuál es la verdadera
sustancia de Jesucristo son los que comprenden ambas naturalezas. El evangelio
de san Juan está lleno de ellos.
Cuando leemos en él que Cristo ha recibido del Padre la autoridad de perdonar los
pecados (Jn. 1, 29), de resucitar a los que Él quisiere, de dar justicia, santidad y
salvación, de ser constituido Juez de los vivos y de los muertos, para ser honrado
de la misma manera que el Padre (Jn. 5, 21-23); finalmente, lo que dice de sí
mismo, que es luz del mundo (Jn. 8,12; 9,5); buen pastor (Jn. 10,7 . 11), la única
puerta (Jn.10, 9) y vid verdadera (Jn.15, 1), etc.; todo esto no era peculiar de la
divinidad ni de la humanidad en sí mismas consideradas, sino en cuanto estaban
unidas. Porque el Hijo de Dios, al manifestarse en carne, fue adornado con estos
privilegios, los cuales, si bien los tenía en unión del Padre antes de que el mundo
fuese creado, sin embargo no de la misma manera y bajo el mismo aspecto; pues
de ninguna manera podían competer a un hombre, que no fuera más que puro
hombre.
En el mismo sentido hemos de tomar lo que dice Pablo, que Cristo después de
cumplir con su oficio de Juez entregará en el último día el reino a Dios su Padre (1
Cor. 15, 24). Ciertamente el reino del Hijo de Dios, ni tuvo principio ni tampoco
tendrá fin. Mas así como se humilló tomando forma de siervo, hecho semejante a
los hombres, dejando a un lado la gloria de su majestad, y se sometió al Padre
para obedecerle (Flp. 2,7-8), y después de cumplir el tiempo de su sujeción, fue
coronado de gloria y de honra y ensalzado a suma dignidad, para que toda rodilla
se doble ante él (Heb. 2,7; Flp. 2,9-10); de la misma manera someterá después al
Padre ese gran imperio, la corona de gloria y todo cuanto haya recibido de Él, para
que sea todo en todos (1 Cor.15,28). Porque, ¿con qué fin se le concede autoridad
y mando, sino para que por su mano nos gobierne el Padre? En este sentido se
dice que está sentado a la diestra del Padre, y esto es temporal, hasta que
gocemos de la visión de la divinidad.
No se puede excusar el error de los antiguos por no prestar suficiente atención a
la Persona del Mediador al leer estos pasajes de san Juan, oscureciendo con ello
su sentido natural y verdadero, y enredándose en mil dificultades. Conservemos,
pues, esta máxima como clave para la recta inteligencia de los mismos: Todo
cuanto respecta al oficio de Mediador no se dice simplemente de la naturaleza
humana, ni de la divina. Por tanto, Jesucristo, en cuanto adaptándose a nuestra
pequeñez y poca capacidad, nos une con el Padre, reinará hasta que venga a
juzgar al mundo; pero después de hacernos partícipes de la gloria celestial y de
que contemplemos a Dios tal cual es, entonces, terminado su oficio de Mediador,
dejará de ser embajador de Dios, y se contentará con la gloria de que gozaba
antes de que el mundo fuese creado. De hecho, la razón de atribuir en particular a
la Persona de Jesucristo el nombre de Señor es precisamente porque constituye
un grado intermedio entre Dios y nosotros. Es lo que quiere decir san Pablo,
cuando afirma: "sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas; y
un Señor Jesucristo, por medio del cual son todas las cosas" (1 Cor.8, 6); a saber,
en cuanto este imperio temporal de que hemos hablado le ha sido entregado por
el Padre hasta que veamos su divina majestad cara a cara. Y Él estará tan lejos
de perder nada devolviendo el imperio a su Padre, que gozará de una mayor
preeminencia. Porque entonces Dios dejará de ser Cabeza de Cristo, en cuanto
que la divinidad de Cristo resplandecerá plenamente por sí misma, mientras que
ahora está como cubierta con un velo.
4. UTILIDAD DE ESTA DISTINCIÓN DE LAS DOS NATURALEZAS EN LA
UNIDAD DE LA PERSONA
Esta observación será muy útil para solucionar muchas dificultades, con tal de que
los lectores sepan usar de ella. Resulta sorprendente de qué manera los
ignorantes, e incluso algunos que no lo son tanto, se atormentan con tales
expresiones, pues ven que se le atribuyen a Cristo, y no son propias ni de su
divinidad, ni de su humanidad. La causa es porque no se fijan en que convienen a
la Persona de Cristo, en la que se ha manifestado Dios y hombre, y a su oficio de
Mediador. Realmente es digno de considerar cuán admirablemente conviene entre
sí todo lo que hemos expuesto, con tal de que consideremos tales misterios con la
sobriedad y reverencia que se merecen.
Mas los espíritus inquietos y desquiciados no hay cosa que no revuelvan. Toman
los atributos y propiedades de la humanidad para deshacer la divinidad, y
viceversa; y los que pertenecen a ambas naturalezas en cuanto están unidas y no
convienen a ninguna de ellas por separado, para destruirlas a ambas. Más, ¿qué
es esto sino pretender que Cristo no es hombre porque es Dios; que no es Dios
porque es hombre; que no es ni Dios ni hombre, porque es a la vez ambas cosas?
Concluyamos pues, que Cristo en cuanto es Dios y hombre, compuesto de dos
naturalezas unidas, pero no confundidas, es nuestro Señor y verdadero Hijo de
Dios, aun según su humanidad, aunque no a causa de su humanidad.
Debemos sentir horror de la herejía de Nestorio, el cual dividiendo, más bien que
distinguiendo las naturalezas de Jesucristo, se imaginaba en consecuencia un
doble Cristo. Sin embargo, la Escritura le contradice abiertamente, llamando Hijo
de Dios al que nació de la Virgen (Lc. I, 32,43), y a la misma Virgen, madre de
nuestro Señor.
Asimismo debemos guardarnos también del error de Eutiques, el cual queriendo
probar la unidad de la persona de Cristo, destruía ambas naturalezas. Ya hemos
alegado tantos testimonios de la Escritura en los que la divinidad es diferenciada
de la humanidad — aunque quedan otros muchos, que no he citado — que bastan
para hacer callar aun a los más amigos de discusiones. Además, en seguida citaré
algunos muy a propósito para destruir este error. Bástenos al presente ver que
Jesucristo no llamaría a su cuerpo "templo" (Jn. 2,19), si no habitase en él
expresamente la divinidad.
Por eso con toda razón fue condenado Nestorio en el concilio de Éfeso, y después
Eutiques en el de Constantinopla y en el de Calcedonia; puesto que tan incito es
confundir las dos naturalezas en Cristo como separarlas; sino que hay que
distinguirlas de tal manera que no queden separadas.
5. REFUTACIÓN DE MIGUEL SERVET
135
Cfr. Servet, Christianismi restitutio, De Trinitate, dial. II.
argumentación es: que antes de que Cristo se manifestara como hombre, no había
en Dios más que unas ciertas figuras o sombras, cuya verdad y efecto comenzó a
tener realidad, precisamente cuando el Verbo empezó de veras a ser Hijo de Dios,
según estaba predestinado para este honor.
Por nuestra parte confesamos que el Mediador, que nació de la Virgen María, es
propiamente el Hijo de Dios. Pues ciertamente que Jesucristo no sería en cuanto
hombre espejo de la gracia inestimable de Dios, si no le fuera concedida la
dignidad de Hijo unigénito de Dios. Sin embargo, permanece firme la doctrina de la
Iglesia, según la cual es tenido por Hijo de Dios, porque antes de todos los siglos
el Verbo fue engendrado del Padre, y ha tomado nuestra naturaleza humana
uniéndola a la divina.
Los antiguos llamaron a esto unión hipostática, entendiendo por esta expresión,
que las dos naturalezas han sido unidas en una Persona. Esta expresión se
inventó y usó para refutar la herejía de Nestorio, quien se imaginaba que el Hijo de
Dios había habitado en la carne de tal manera que no fuese hombre sin embargo.
6. OBJECIONES (1 – 3)
Nos acusa Servet de que ponemos dos hijos de Dios, porque decimos que el
Verbo eterno, antes de que se encarnara, ya era Hijo de Dios. ¡Como si dijésemos
algo más, sino que el Hijo de Dios se ha manifestado en la carne! Porque, aunque
fue Dios antes de ser hombre, no se sigue de ahí que comenzó a ser un nuevo
dios.
Tampoco es más absurdo nuestro aserto de que el Hijo de Dios se ha manifestado
en la carne, aunque respecto a su generación eterna fue siempre Hijo. Es lo que
significan las palabras que el ángel dijo a María: "el santo Ser que nacerá, será
llamado Hijo de Dios" (Lc.1, 35). Como si dijera: el nombre de Hijo que en tiempo
de la Ley había sido oscuro, en adelante será célebre y muy conocido. Con lo cual
está de acuerdo lo que dice san Pablo: que nosotros por ser hijos de Dios por
Cristo clamamos libremente y con confianza: Abba, Padre (Rom.8, 15). ¿Es que
los padres del Antiguo Testamento no fueron en su tiempo tenidos por hijos de
Dios? Yo afirmo que, confiados en este derecho, invocaron a Dios llamándole
Padre. Pero como desde que el Hijo Unigénito de Dios se manifestó al mundo esta
paternidad celestial se hizo mucho más manifiesta, san Pablo atribuye este
privilegio al reino de Cristo. Sin embargo, debemos tener como cierto, que Dios
jamás ha sido Padre de los ángeles ni de los hombres, sino respecto a su Hijo
Unigénito; y especialmente de los hombres, a los cuales su propia iniquidad les
hizo aborrecibles a Dios; y así nosotros somos hijos por adopción, porque
Jesucristo lo es por naturaleza.
Y no hay razón para que Servet replique que esto dependía de la filiación que Dios
había determinado en su consejo; por-que aquí no se trata de las figuras, como la
expiación de los pecados fue representada por la sangre de los animales. Mas
como quiera que los padres bajo la Ley no pudieran ser de veras hijos de Dios de
no haber estado su adopción fundada sobre la Cabeza, quitar a ésta lo que ha
sido común a sus miembros, sería un disparate. Más aún; como quiera que la
Escritura llama a los ángeles hijos de Dios (Sal 82 ,6), bien que su dignidad no
dependía de la redención futura, es necesario que Cristo los preceda en orden, ya
que a Él le pertenece reconciliarlos con el Padre.
Resumiré esto, aplicándolo al género humano. Como tanto los ángeles como los
hombres, desde el principio del mundo fueron creados, para que Dios fuese Padre
común de todos ellos, según lo que dice san Pablo, que Cristo fue Cabeza y
primogénito de todo lo creado, a fin de que tuviese el primado de todo (Co1.1, 15),
me parece que se puede concluir con toda razón que el Hijo de Dios ha existido
antes de que el mundo fuese creado.
Y si su filiación comenzó al manifestarse Él en carne, se sigue que fue Hijo
respecto a la naturaleza humana. Servet y otros desaprensivos quieren que Cristo
no sea Hijo de Dios, sino en cuanto que se encarnó, porque fuera de la naturaleza
humana no pudo ser tenido por Hijo de Dios. Respondan entonces si es Hijo
según ambas naturalezas y respecto a cada una de ellas. Ahora bien, según san
Pablo, admitimos que Jesucristo en su humanidad es Hijo de Dios, no como los
fieles, solamente por adopción y gracia, sino Hijo natural y verdadero y, por
consiguiente, único, para que así se diferencie de todos los demás. Porque a
nosotros, que somos regenerados a nueva vida, Dios tiene a bien hacernos la
merced de tenernos por hijos suyos; pero se reserva para Jesucristo el nombre de
verdadero y único Hijo. ¿Y cómo es Él único entre tantos hermanos, sino porque
posee por naturaleza lo que nosotros hemos recibido por gracia? Nosotros
extendemos esta honra y dignidad a toda la Persona del Mediador, de tal manera,
que Aquel mismo que nació de la Virgen y se ofreció al Padre como sacrificio en la
cruz sea verdadera y propiamente Hijo de Dios; todo ello por razón de la divinidad.
Así lo enseña san Pablo, al decir de sí mismo, que fue "apartado para el evangelio
de Dios, que Él había prometido antes acerca de su Hijo, que era del linaje de
David según la carne, declarado Hijo de Dios con poder" (Rom. 1,14). ¿Por qué al
llamarle expresamente Hijo de David según la carne, iba a decir por otra parte que
era declarado Hijo de Dios, sino porque quería dar a entender que esto provenía
de otro origen? Por eso en el mismo sentido que dijo en otro lugar que Jesucristo
sufrió conforme a la debilidad de la carne, y que ha resucitado según la virtud del
Espíritu (2 Cor. 13,4), así ahora establece la diferencia entre las dos naturalezas.
Indudablemente es necesario que esta gente exaltada confiese, quiéranlo o no,
que así como Jesucristo ha tomado de su madre una naturaleza en virtud de la
cual es llamado Hijo de David, de la misma manera tiene del Padre otra naturaleza
por la cual es llamado Hijo de Dios; lo cual es muy distinto de la naturaleza
humana.
Dos títulos le atribuye la Escritura; unas veces le llama Hijo de Dios; otras, Hijo del
hombre. En cuanto a lo segundo es indudable que es llamado así, de acuerdo con
el modo corriente de hablar de los hebreos, porque desciende de Adán. Y, por el
contrario, yo concluyo que es llamado Hijo de Dios a causa de su divinidad y
esencia eterna; pues no es menos razonable, que el nombre de Hijo de Dios, se
refiera a la naturaleza divina, que el de Hijo del hombre a la humana.
En conclusión, en el texto que he citado, el Apóstol no entiende que el que según
la carne era engendrado del linaje de David fue declarado Hijo de Dios, sino en el
mismo sentido que en otro lugar, cuando dice, que Cristo, el cual descendió de los
judíos según la carne, es Dios bendito eternamente (Rom. 9, 5). Y si en ambos
lugares se nota la diferencia entre las dos naturalezas, ¿en virtud de qué niegan
éstos que Jesucristo, hijo de hombre según la carne, sea Hijo de Dios respecto a
su naturaleza divina?
7. OBJECIONES (4)
Para defender su error, insisten mucho en los siguientes pasajes: que Dios "no
escatimó ni a su propio Hijo" (Rom. 8,32); que Dios mandó al ángel a decir que el
que naciese de la Virgen fuese llamado "Hijo del Altísimo" (Lc. 1,32). Más, a fin de
que no se enorgullezcan con tan vana objeción, consideren un poco la fuerza de
tal argumento.
Si quieren concluir que Jesucristo es llamado Hijo de Dios después de ser
concebido, y, por tanto, que ha comenzado a serlo después de su concepción, se
seguiría que el Verbo, que es Dios, habría comenzado a existir después de su
manifestación como hombre, porque san Juan dice que anuncia el Verbo de vida
que tocó con sus manos (1 Jn. 1, 1). Asimismo, dentro de su manera de
argumentar, ¿cómo interpretarán lo que dice el profeta: "Pero tú, Belén Efrata,
pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor
en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad" (Miq.
5, 2)?
Ya he expuesto que nosotros no seguimos ni remotamente la opinión de Nestorio,
que se imaginó un doble Cristo. Nuestra doctrina es que Cristo nos ha hecho hijos
de Dios juntamente con Él en virtud de su unión fraternal con nosotros; y la razón
de ello es que en la carne que tomo es el Hijo Unigénito de Dios. San Agustín136
nos advierte con mucha prudencia, que es un maravillo espejo de la admirable y
singular gracia de Dios que Jesucristo en cuanto hombre haya alcanzado una
honra que no podía merecer. Por tanto Jesucristo, ya desde el seno materno, ha
sido adornado con la prerrogativa de ser Hijo de Dios. Sin embargo, no hay que
imaginarse en la unidad de la Persona, mezcla o confusión alguna, que quite a la
divinidad lo que le es propio.
Por lo demás, no hay tampoco absurdo alguno en que el Verbo eterno de Dios
haya sido siempre Hijo de Dios, y que después de encarnarse se le llame también
así, según los diversos aspectos que hay en Jesucristo; lo mismo que se le llama,
bien Hijo de Dios, bien Hijo del hombre, por razones diversas.
136
De la Corrección y de la Gracia, cap. XI, 30; La Ciudad de Dios, lib. X, cap. XXIX.
Quinta objeción. Tampoco nos preocupa en absoluto la otra calumnia de Servet,
según la cual el Verbo jamás fue llamado en la Escritura Hijo de Dios, a no ser en
figura, hasta la venida del Redentor.
A esto respondo que, aunque bajo la Ley la declaración fue muy oscura, sin
embargo fácilmente se puede concluir que aun en tiempo de la Ley y los Profetas,
Jesucristo ha sido Hijo de Dios, bien que ese nombre no fuese tan conocido y
usado como en la Iglesia. En efecto, ya hemos demostrado claramente que no
sería Dios eterno, sino por ser el Verbo engendrado "ab aeterno" del Padre, y que
este nombre no compete a la Persona del Mediador que tomó, sino en cuanto Él
es Dios, que se encarnó; y asimismo, que Dios no hubiera sido desde el principio
llamado Padre, si ya desde entonces no hubiera tenido una cierta correspondencia
y relación con su Hijo unigénito, de quien proviene todo parentesco o paternidad
en el cielo y en la tierra (Ef.3, 14-15).
Y si nos limitamos a discutir el vocablo mismo, Salomón, hablando de la elevación
inmensa de Dios, afirma que tanto Él como su Hijo son incomprensibles. Estas son
sus palabras: "¿Cuál es su nombre, y el nombre de su Hijo, si sabes?" (Prov.
30,4). Sé muy bien que este testimonio tendrá poco valor para los amigos de
disputas; ni tampoco yo insisto particularmente en él, sino en cuanto sirve para
mostrar que los que niegan que Jesucristo haya sido Hijo de Dios hasta después
de haberse hecho hombre, no hacen más que argüir maliciosamente.
Hay que advertir también que todos los doctores antiguos han estado siempre de
acuerdo y unánimemente así lo han enseñado. Por ello es una desfachatez
ridícula e imperdonable la de aquellos que se atreven a escudarse en Ireneo y
Tertuliano137, pues ambos confiesan que el Hijo de Dios era invisible, y luego se
hizo visible.
8. CONCLUSIÓN
137
Ireneo, Contra las Herejías, lib. III, cap. xvi, 6; Tertuliano, Contra Praxeas, cap. XV.
Sería muy útil refutar los enormes errores e ilusiones con que Servet se ha
fascinado a sí mismo y a otros, a fin de que, amonestados con tal ejemplo, los
lectores se mantengan dentro de la sobriedad y la modestia; pero creo que no
será necesario, pues ya lo he hecho en otro libro compuesto expresamente con
este fin.138
Resumen de los errores de Miguel Servet. El resumen de tales errores es el
siguiente: El Hijo de Dios ha sido al principio una idea o figura, ya desde entonces
predestinado a hacerse hombre, el cual debía ser la imagen esencial de Dios. En
lugar del Verbo, de quien afirma san Juan que ha sido siempre verdadero Dios, no
reconoce más que un resplandor visible. Respecto a la generación de Jesucristo
dice que, desde el principio tuvo Dios la voluntad de engendrar un Hijo, lo cual se
verificó cuando fue formado y hecho criatura. Con todo esto confunde al Espíritu
Santo con el Verbo, porque dice que Dios ha dispensado la Palabra invisible y el
Espíritu sobre la carne y el alma. En conclusión, en lugar de la generación de
Jesucristo pone las fantasías que él se ha forjado, concluyendo que ha habido un
Hijo en sombra o en figura, que ha sido engendrado por la Palabra, a la cual
atribuye el oficio de semen.
Ahora bien, si nos atenemos a tales principios, de ellos se sigue que los puercos y
los perros son también hijos de Dios, porque son creados del semen original de la
Palabra de Dios. Y aunque él compone a Jesucristo de tres elementos increados
para decir que es engendrado de la esencia divina, sin embargo lo constituye de
tal manera primogénito de las criaturas, que las piedras en su grado tienen la
misma divinidad esencial. Para no parecer que despoja a Cristo de su divinidad,
dice que su carne es de la esencia misma de Dios, y que el Verbo se encarnó en
cuanto la carne fue convertida en Dios. De esta manera, incapaz de entender
cómo puede Jesucristo ser Hijo de Dios, si su carne no procede de la esencia
divina y es convertida en divinidad, destruye y aniquila la segunda y eterna
Persona, que es el Verbo, y nos quita al Hijo de David, prometido por Redentor.
Pues él repite con frecuencia que el Hijo fue engendrado de Dios por presciencia y
predestinación, y finalmente fue hecho hombre de aquella materia que desde el
principio resplandecía en Dios en los tres elementos, y que por fin apareció en la
primera claridad del mundo, en la nube y en la columna de fuego.
Sería cosa de nunca acabar enumerar las contradicciones en que cae a cada
paso. Pero por este resumen comprenderán los lectores cristianos que este perro
se había propuesto apagar con sus fantasías toda esperanza de salvación. Porque
si la carne de Jesucristo fue su divinidad, no hubiera podido ser su templo. Ni
tampoco podría ser nuestro Redentor, sino el que engendrado del linaje de
Abraham y David, fuese verdadera y realmente hombre. Y en vano insiste en las
palabras de san Juan, que el Verbo fue hecho carne; pues así como con ellas se
refuta el error de Nestorio, así tampoco se puede confirmar con las mismas la
138
El libro, publicado en latin, lleva por titulo : Declaración para mantener la verdadera fe que
tienen todos los cristianos sobre la Trinidad de las Personas en un solo Dios, por Calvino contra los
errores de Miguel Servet, español. Ginebra, 1554.
herejía de Eutiques, que ha renovado Servet; ya que el propósito del evangelista
no fue otro que establecer la unidad de Persona en las dos naturalezas.
CAPÍTULO XV: PARA SABER CON QUÉ FIN HA SIDO ENVIADO JESUCRISTO
POR EL PADRE Y LOS BENEFICIOS QUE SU VENIDA NOS APORTA,
DEBEMOS CONSIDERAR EN ÉL PRINCIPALMENTE TRES COSAS: SU
OFICIO DE PROFETA, EL REINO Y EL SACERDOCIO
Dice muy bien san Agustín, que aunque los herejes prediquen el nombre de
Cristo, sin embargo no les sirve de fundamento común con los fieles, sino que
permanece como bien propio de la Iglesia; porque si se considera atentamente lo
que pertenece a Cristo, no se le podrá encontrar entre los herejes más que de
nombre; pero en cuanto al efecto y la virtud no está entre ellos139. De la misma
manera en el día de hoy, aunque los papistas digan a boca llena que el Hijo es
Redentor del mundo, sin embargo, como se contentan con confesarlo de boca,
pero de hecho le despojan de su virtud y dignidad, se les puede aplicar con toda
propiedad lo que dice san Pablo, que no tienen Cabeza (Col. 2,19).
Por tanto, para que la fe encuentre en Jesucristo firme materia de salvación y
descanse confiada en Él, debemos tener presente el principio de que el oficio y
cargo que le asignó el Padre al enviarlo al mundo, consta de tres partes; puesto
que ha sido enviado como Profeta, como Rey, y como Sacerdote. Aunque de poco
nos serviría conocer estos títulos, si no comprendiésemos a la vez el fin y el uso
de los mismos. Porque también los papistas los tienen en la boca, pero fríamente
y con muy poco provecho, pues ni entienden ni saben lo que contiene en sí cada
uno de ellos.
La profecía de Jesucristo es el cumplimiento de todas las profecías. Ya hemos
dicho que aunque Dios antiguamente estuvo enviando profetas a los judíos
continuamente y sin interrupción, y que de este modo no los privó jamás de la
doctrina que les era útil y suficiente para la salvación; sin embargo, tuvieron
siempre en sus corazones arraigada la creencia de que era necesario esperar
hasta la venida del Mesías para conseguir plena claridad y comprensión. Esta
opinión se había divulgado incluso entre los samaritanos, que nunca habían
entendido la verdadera religión, como se ve claramente por lo que la samaritana
respondió a nuestro Redentor: "Cuando él (el Mesías) venga, nos enseñará todas
las cosas" (Jn.4, 25). Por su parte, los judíos tampoco habían inventado esto;
simplemente creían lo que los profetas les prometían en sus profecías y oráculos
divinos. Entre ellas es muy ilustre la de Isaías: "He aquí que yo le di por testigo a
los pueblos, por jefe y por maestro a las naciones" (Is. 55,4). De la misma manera
que antes le había llamado Ángel y Embajador del alto consejo de Dios (Is.9, 6).
139
Enquiridión a Lorenzo, cap. I, 15.
En el mismo sentido el Apóstol, queriendo ensalzar la perfección de la doctrina
evangélica, después de decir que Dios muchas veces y de muchas maneras habló
antiguamente por los profetas a los padres, añade que, finalmente nos ha hablado
a nosotros por su Hijo muy amado (Heb. 1,1-2). Mas como los profetas tenían la
misión de mantener a la Iglesia en suspenso, y sin embargo darles en qué
apoyarse hasta la venida del Mediador, los fieles, dispersos por todas partes, se
quejaban de que estaban privados de este beneficio ordinario: "No vemos ya
nuestras señales", decían, "no hay más profeta, ni entre nosotros hay quien sepa
hasta cuándo" (Sa1.74, 9).
Mas cuando se le determinó a Daniel el tiempo de la venida de Jesucristo, se le
ordenó también clausurar la visión y la profecía (Dan. 12,4); no sólo para hacer
más auténtica la profecía allí contenida, sino también para infundir mayor
paciencia a los fieles, al verse por algún tiempo privados de profeta, sabiendo que
el cumplimiento y fin de todas las revelaciones estaba muy cercano.
2. LO QUE CONTIENE EL NOMBRE DE CRISTO
Debemos, pues, advertir que el nombre de Cristo se extiende a estos tres oficios.
Porque es bien sabido que tanto los profetas, como los sacerdotes y los reyes,
bajo la Ley eran ungidos con aceite sagrado, dedicado a esto. De aquí que al
Mediador prometido se le haya dado el nombre de Mesías, que quiere decir
"ungido". Y aunque admito que fue así llamado especialmente por razón de su
reino, sin embargo también la unción profética y sacerdotal conservan su valor y
no se deben menospreciar.
La profecía de Jesucristo pertenece a todo su cuerpo. De la unción profética se
hace expresa mención en Isaías con estas palabras: "El Espíritu de Jehová el
Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas
nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad
a los cautivos, y a los presos apertura de cárcel" (Is. 61,1). Vemos, pues, que fue
ungido por el Espíritu Santo para ser mensajero y testigo de la gracia del Padre; y
no como quiera y de la manera ordinaria y común que los otros, pues se le
diferenció de todos los demás maestros, que tenían el mismo oficio y encargo.
Conviene notar aquí otra vez que no recibió la unción para sí, a fin de que
enseñara, sino para todo su cuerpo, a fin de que resplandeciese en la predicación
ordinaria del Evangelio la virtud del Espíritu Santo.
Cristo ha puesto fin a todas las profecías. Queda, pues, por inconcuso y cierto que
con la perfección de su doctrina ha puesto fin a todas las profecías; de tal manera
que todo el que no satisfecho con el Evangelio pretende añadir algo, anula su
autoridad. Porque la voz que desde el cielo dijo: "Este es mi Hijo amado; a él oíd"
(Mt. 3,17; 17,5), lo elevó con un privilegio singular por encima de todos los demás.
De la Cabeza se derramó esta unción sobre sus miembros, como lo había
profetizado Joel: "y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas" (Jl. 2, 28).
Respecto a la afirmación de san Pablo, que Jesucristo nos ha sido dado "por
sabiduría" (1 Cor. 1,30), y en otro lugar, que en Él "están escondidos todos los
tesoros de la sabiduría y conocimiento" (Col. 2,3), su sentido es un poco diverso
del argumento que al presente tratamos; a saber, que fuera de Él no hay nada que
valga la pena conocer, y que cuantos comprenden mediante la fe cómo es Él,
tienen el conocimiento de la inmensidad de los bienes celestiales. Por ello el
Apóstol escribe en otro lugar acerca de sí mismo: "me propuse no saber entre
vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado" (1 Cor. 2,2): porque
no es lícito ir más allá de la simplicidad del Evangelio. Y la misma dignidad
profética que hay en Cristo tiende a que sepamos que todos los elementos de la
perfecta sabiduría se encierran en la suma de doctrina que nos ha enseñado.
3. LA REALEZA DE JESUCRISTO
Paso ahora a tratar del reino, del que hablaríamos en vano y sin utilidad alguna, si
no estuviesen ya advertidos los lectores de que este reino es por su naturaleza
espiritual. Así, por el contrario, podrán comprender su utilidad y el provecho que
les aporta; y, en definitiva, toda su virtud y eternidad. Y aunque el ángel en Daniel
atribuya la eternidad a la persona de Jesucristo (Dan.2, 44), sin embargo con toda
razón el ángel en san Lucas lo aplica a la salvación del pueblo (Lc. 1,33).
Sobre la Iglesia. No obstante comprendamos que la eternidad de la Iglesia es de
dos clases: la primera se extiende a todo el cuerpo de la Iglesia; la segunda es
propia de cada uno de sus miembros. A la primera hay que referir lo que se dice
en el salmo: "Una vez he jurado por mi santidad, y no mentiré a David. Su
descendencia será para siempre, y su trono corno el sol delante de mí, como la
luna será firme para siempre, y como un testigo fiel en el cielo" (Sal 89,35-37).
Porque no hay duda que en este lugar promete Dios por mediación de su Hijo
perpetuo defensor y protector de la Iglesia, ya que solamente en Jesucristo se
cumplió esta profecía. Porque después de la muerte de Salomón la majestad del
reino de Israel cayó por tierra en su mayor parte, y con grande afrenta y perjuicio
de la casa de David fue traspasada a un hombre particular. Y con el correr del
tiempo se fue menoscabando más y más, hasta quedar por completo destruida en
una vergonzosa ruina. Está de acuerdo con esto la exclamación de Isaías: "Su
generación, ¿quién la contará?" (Is. 53,8). Porque de tal manera afirma que Cristo
había de resucitar después de su muerte, que lo junta con sus miembros.
Por tanto, siempre que oímos que Jesucristo tiene una potencia eterna,
entendamos que esta potencia es la fortaleza y defensa con que se mantiene la
perpetuidad de la Iglesia, para que entre tanta agitación como la sacude, entre los
movimientos y tempestades tan graves y espantosas que la amenazan, no
obstante permanezca sana y salva. Así también cuando David se burla del
atrevimiento de los enemigos, que en vano se esfuerzan por hacer pedazos el
yugo de Dios y de su Cristo, dice que "en vano se alborotan los reyes y los
pueblos" (Sa1.2, 1), porque el que mora en los cielos es lo suficientemente fuerte
para reprimir y quebrantar su furor.
Con estas palabras exhorta a los fieles a tener buen ánimo, cuando vean que la
Iglesia es oprimida; y la razón es que tiene un Rey que la guardará
perpetuamente. Igualmente cuando el Padre dice a su Hijo: "Siéntate a mi diestra,
hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies" (Sal 110, 1), nos advierte
que por muchos y muy fuertes enemigos que conspiren contra la Iglesia para
destruirla, nunca tendrán tantas fuerzas, que puedan prevalecer contra el decreto
inmutable de Dios, mediante el cual constituye a su Hijo como Rey eterno. De
donde se sigue que es imposible que el Diablo con todas las fuerzas del mundo
pueda jamás destruir la Iglesia, fundada sobre el trono eterno de Cristo.
Sobre los fieles. También en cuanto al uso particular de cada uno de los fieles,
esta misma eternidad debe elevarnos a la esperanza de la inmortalidad que nos
está prometida. Porque bien vemos que cuanto es terreno y de este mundo, es
temporal y caduco. Por eso Cristo, a fin de levantar nuestra esperanza al cielo,
afirma que su reino no es de este mundo (Jn. 18,36). En resumen, cuando oímos
decir que el reino de Cristo es espiritual, despertados con esta palabra, dejémonos
llevar por la esperanza de una vida mejor; y tengamos por cierto que si ahora
estamos bajo la protección de Jesucristo, es para gozar eternamente del fruto en
la otra vida.
4. EL REINO ESPIRITUAL DE CRISTO
Por esto su unción real no nos es propuesta como si fuera hecha con aceite, o con
ungüentos aromáticos y preciosos, sino que se le llama el Cristo de Dios, porque
sobre Él había reposado el espíritu de sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza y
temor de Dios (Is.11, 2). Este es el aceite de alegría con el que el salmo dice que
fue ungido más que todos sus compañeros (Sal 45, 8); pues si no hubiera en él tal
excelencia y abundancia, todos seríamos pobres, y estaríamos hambrientos.
Mas Él, según hemos dicho, no fue enriquecido sólo para sí mismo, sino para que
repartiese su abundancia con los que estaban secos y sedientos. Pues se dice
que el Padre no ha dado el Espíritu a su Hijo con medida (Jn. 3,34); pero antes se
da también la razón: para que de su plenitud todos recibamos, y gracia sobre
gracia (Jn.1, 16). De esta fuente proviene aquella liberalidad, que menciona san
Pablo, por la cual la gracia es distribuida de diversas maneras a los fieles
"conforme a la medida del don de Cristo" (Ef. 4,7). Con todo esto queda
suficientemente probado que el reino de Cristo no consiste en deleites y pompas
terrenas, sino en el Espíritu; y que para ser partícipes de él debemos renunciar al
mundo.
En el bautismo de Cristo se nos propuso una muestra visible de esta sagrada
unción de Cristo, cuando el Espíritu se posó sobre Él en forma de paloma (Jn.
1,92; Lc. 3, 22). Y que con el nombre de unción se denota el Espíritu y sus dones,
no es cosa nueva, ni tampoco debe parecer a nadie cosa absurda, ya que de
nadie más que de Él recibimos la sustancia con que ser alimentados. Y
principalmente en lo que se refiere a la vida celestial, no hay en nosotros ni una
gota de virtud, excepto lo que el Espíritu Santo derrama sobre nosotros, el cual ha
elegido a Jesucristo como sede suya, para que de Él manasen en abundancia las
riquezas celestiales de las que tan faltos y necesitados estamos. Y precisamente
porque los fieles permanecen invencibles, fortalecidos con la fortaleza misma de
su Rey, y porque son enriquecidos sobremanera con sus riquezas espirituales, es
por lo que no sin motivo son llamados "cristianos".
El reino eterno de Cristo. Por lo demás, la autoridad de san Pablo cuando dice que
Cristo entregará el reino a Dios y al Padre, y que Él mismo se le someterá, a fin de
que Dios sea todo en todas las cosas (1 Cor. 15, 24-28), no quita nada a la
eternidad de que hemos hablado; porque el Apóstol no quiere decir sino que en
aquella perfecta gloria la manera de gobernar no será como ahora. Porque el
Padre ha dado todo el poder a su Hijo para que nos lleve de su mano, nos dirija,
nos acoja bajo su tutela y nos socorra en todas nuestras necesidades. De esta
manera, mientras permanecemos lejos de Dios peregrinando por este mundo,
Cristo media e intercede por nosotros para hacernos llegar poco a poco a una
perfecta unión con Dios. Realmente el que Él esté sentado a la diestra del Padre
es tanto como decir que es embajador o lugarteniente del Padre con plenitud de
poder, porque Dios quiere regir y defender a la Iglesia mediante la persona de su
Hijo. Y así lo expone san Pablo a los efesios, diciendo que ha sido colocado a la
diestra del Padre para que sea Cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo (Ef. 1, 20-
23).
La gloria de Cristo. Es lo que dice en otro lugar: que le ha sido dado a Cristo un
nombre que es sobre todo nombre; para que en el nombre de Jesús se doble toda
rodilla y toda lengua confiese que Él está en la gloria de Dios Padre (Flp. 2, 9-11).
En estas mismas palabras nos muestra el orden del reino de Cristo tal cual es
necesario para nuestra necesidad presente. Y así concluye muy bien san Pablo,
que Dios en el último día será por sí mismo Cabeza única de su Iglesia; pues
entonces Cristo habrá cumplido enteramente cuanto pertenece al oficio de regir y
conservar la Iglesia, que había sido puesto en sus manos. Por esto mismo la
Escritura le llama comúnmente Señor, porque el Padre le ha constituido sobre
nosotros con la condición de que quiere ejercer su autoridad y dominio por medio
de Él. "Pues aunque haya algunos que se llamen dioses, sea en el cielo, o en la
tierra — como hay muchos dioses y muchos señores —para nosotros, sin
embargo, sólo hay un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y
nosotros somos para él; y un Señor Jesucristo, por medio del cual son todas las
cosas, y nosotros por medio de él" (1 Cor. 8, 5-6); así dice san Pablo. Y de sus
palabras se puede concluir legítimamente que Jesucristo es el mismo Dios que por
boca de Isaías dijo que era Rey y Legislador de la Iglesia (Is. 33, 22). Porque
aunque Cristo declara en muchos lugares que toda la autoridad y el mando que
posee son beneficio y merced del Padre, con esto no quiere decir, sino que reina
con majestad y virtud divina; pues precisamente adoptó la persona de Mediador,
para descender del seno del Padre y de su gloria incomprensible y acercarse a
nosotros.
Debemos obedecer a Cristo. Con lo cual tanto más nos ha obligado a que de buen
grado y libremente nos sometamos a hacer cuanto nos mandare y a ofrecerle
nuestros servicios con alegría y prontitud de corazón. Pues si bien ejerce el oficio
de Rey y de Pastor con los fieles, que voluntariamente se le someten, sabemos
que por el contrario lleva en su mano un cetro de hierro para quebrantar y
desmenuzar como si fueran vasijas de alfarero a todos los rebeldes y contumaces
(Sal 2, 9). Y también sabemos que "juzgará entre las naciones, las llenará de
cadáveres; quebrantará las cabezas en muchas tierras" (Sal 110, 6). De ello se
ven ya algunos ejemplos actualmente; pero su pleno cumplimiento será el último
acto del reino de Jesucristo.
6. EL SACERDOCIO DE JESUCRISTO
Todo cuanto hemos dicho hasta aquí de nuestro Señor Jesucristo debe
conducirnos a que, estando nosotros condenados, muertos y perdidos por
nosotros mismos, busquemos la libertad, la vida y la salvación en El, como
admirablemente lo dice san Pedro: "No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los
hombres, en que podamos ser salvos" (Hch. 4,12). Y no ha sido por casualidad, o
por capricho de los hombres por lo que se le puso a Cristo el nombre de Jesús,
sino que fue traído del cielo por el ángel como embajador del eterno consejo de
Dios; dando como razón del nombre, que Él salvaría a su pueblo de sus pecados
(Mt. 1, 21; Lc. 1,31). Con estas palabras se le confía el cargo de Redentor, para
que fuese así nuestro Salvador.
Sin embargo, la redención se frustraría si no nos llevase de continuo y cada día
hasta conseguir la perfecta salvación. Por eso, por poco que nos apartemos de Él
se desvanece nuestra salvación, que reside totalmente en Él; de modo que los
que no descansan y se dan por satisfechos con Él se privan totalmente de la
gracia. Por ello es digno de ser meditado el aviso de san Bernardo: que el nombre
de Jesús no solamente es luz, sino también alimento; y asimismo aceite, sin el
cual todo alimento del alma se seca; que es sal, sin la cual todo resulta insípido;
en fin, que es miel en la boca, melodía en el oído, alegría en el corazón y medicina
para el alma; y que todo aquello de que se puede disputar carece de aliciente, si
no se nombra a Jesús140.
Pero hemos de considerar atentamente de qué modo nos ha alcanzado la
salvación, para que no solamente estemos persuadidos y ciertos de que es Él el
autor de nuestra salvación, sino también para que abrazando cuanto confirma
nuestra fe, rechacemos lo que de algún modo puede apartarnos de ella. Porque
como quiera que nadie puede descender a sí mismo, poner la mano en su corazón
y considerar lo que es de verdad, sin sentir que Dios le es enemigo y hostil, y que,
por consiguiente, necesita absolutamente procurarse algún modo de aplacarlo —
lo cual no se puede conseguir sin satisfacción — es menester tener una
certidumbre plena e indubitable. Porque la ira y maldición de Dios tienen siempre
cercados a los pecadores, hasta que logran su absolución; porque siendo Él justo
Juez, no consiente que su Ley sea violada sin el correspondiente castigo.
2. CÓMO SE CONCILIAN LA MISERICORDIA Y LA JUSTICIA DE DIOS
PARA CON NOSOTROS
140
San Bernardo, Sobre el Cantar de los Cantares, sermón XV.
nuestra condición fuera de Cristo. Porque si no se dijera con palabras tan claras,
que la ira, el castigo de Dios y la muerte eterna pendían sobre nosotros,
conoceríamos muchos peor hasta qué punto seríamos desventurados sin la
misericordia de Dios, y apreciaríamos mucho menos el beneficio de la redención.
Ejemplo: Cuando uno oyere decir: "Si Dios mientras tú eras aún pecador, te
hubiera aborrecido y desechado de sí como lo merecías, ciertamente debías
esperar un castigo horrible; mas como por su gratuita misericordia te mantuvo en
su gracia y no permitió que te separases de Él, te libró de tal castigo"; el
interesado se sentiría en parte conmovido y vería lo que debía a la misericordia de
Dios. Mas si oyese también decir, según lo enseña la Escritura, que había estado
muy apartado de Dios por el pecado, que había sido heredero de la muerte eterna,
sujeto a la maldición, privado de toda esperanza de salvación, excluido de las
bendiciones de Dios, esclavo de Satanás, cautivo bajo el yugo del pecado, y que,
finalmente le estaba preparado un horrible castigo; mas que entonces intervino
Cristo, e intercediendo por él tomó sobre sus espaldas la pena y pagó todo lo que
los pecadores habían de pagar por justo juicio de Dios; que expió con su sangre
todos los pecados que eran causa de la enemistad entre Dios y los hombres; que
con esta expiación se satisfizo al Padre y se aplacó su ira; que Él es el
fundamento de la paz entre Dios y nosotros; que Él es el lazo que nos mantiene
en su favor y gracia, ¿no le movería esto con tanta mayor intensidad, cuanto más
al vivo se le pinta ante sus ojos la gran miseria de que Dios le ha librado?
En suma, como no somos capaces de comprender con el agradecimiento y deseo
debidos la salvación y la vida que nos brinda la misericordia de Dios, sin que antes
nos sintamos conmovidos con el temor de la ira de Dios y el horror de la muerte
eterna, la Sagrada Escritura nos enseña a conocer que Dios está en cierta manera
airado con nosotros, cuando no tenemos a Jesucristo de nuestra parte y que su
mano está preparada para hundirnos en el abismo ; y, al contrario, que no
podemos albergar sentimiento alguno de su benevolencia y amor paterno hacia
nosotros, sino en Jesucristo.
3. FUERA DE CRISTO SOMOS OBJETO DE IRA. EN CRISTO NOS
HACEMOS OBJETO DE AMOR
Esta doctrina es clara y concuerda con la Escritura, y concilia muy bien los
diversos lugares en los que se dice que Dios ha demostrado el amor que nos tiene
en que entregó a su Hijo Unigénito para que muriese (Jn. 3, 16); y que, sin
embargo, era enemigo nuestro antes de que por la muerte de Jesucristo fuésemos
reconciliados con Él (Rom. 5,10).
Testimonio de san Agustín. Mas, para que lo que decimos tenga mayor autoridad
entre los que desean la aprobación de los doctores antiguos, alegaré solamente
un pasaje de san Agustín141, en el que enseña esto mismo.
"Incomprensible", dice, "e inmutable es el amor de Dios. Porque no comenzó a
amarnos cuando fuimos reconciliados con Él por la sangre de su Hijo, sino que
nos amó ya antes de la creación del mundo, a fin de que fuésemos sus hijos en
unión de su Unigénito, incluso antes de que fuésemos algo. Respecto a que
fuimos reconciliados por la muerte de Jesucristo, no se debe de entender como si
Jesucristo nos hubiese reconciliado con el Padre para que éste nos comenzase a
amar, porque antes nos odiase; sino que fuimos reconciliados con quien ya antes
nos amaba, aunque por el pecado estaba enemistado con nosotros. El Apóstol es
testigo de si afirmo la verdad o no: "Dios muestra su amor para con nosotros, en
que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros" (Rom. 5,8). Así que ya nos
amaba cuando éramos enemigos suyos y vivíamos mal. Por tanto, de una
admirable y divina manera, aun cuando nos aborrecía, ya nos amaba. Porque Él
nos aborrecía en cuanto éramos como Él no nos había hecho, mas como la
maldad no había deshecho del todo su obra, sabía muy bien aborrecer en
141
Tratados sobre el Evangelio de San Juan, CX, 6.
nosotros lo que nosotros habíamos hecho, y a la vez amar lo que Él había hecho."
Tales son las palabras de san Agustín.
5. NUESTRA SALVACIÓN DESCANSA EN LA OBEDIENCIA Y EN LA
MUERTE DE CRISTO
Otros lo exponen de otra manera, y afirman que Cristo descendió al lugar donde
estaban las almas de los patriarcas muertos antes de la venida de Cristo, para
llevarles la nueva de su redención y librarlos de la cárcel en que estaban
encerrados.
Para ilustrar esta fantasía retuercen algunos pasajes de la Escritura, haciéndoles
decir lo que ellos quieren; como lo del salmo: "quebrantó las puertas de bronce, y
desmenuzó los cerrojos de hierro" (Sal 107, 16). Y de Zacarías: "Yo he sacado tus
presos de la cisterna en que no hay agua" (Zac. 9,11). Mas el salmo relata el
modo cómo fueron libertados los que estaban aherrojados en tierras extrañas y
lejanas; y Zacarías compara el destierro que el pueblo de Israel padecía en
Babilonia a un pozo profundo y seco, o a un abismo, enseñando a la vez con ello
que la salvación y libertad de toda la Iglesia era como una salida de las
profundidades del infierno. No comprendo, pues, cómo posteriormente se llegó a
pensar en la existencia de un cierto lugar subterráneo, al cual llamaron Limbo. Sin
embargo, esta fábula, por más que haya contado con el apoyo de grandes
autores, y aun hoy en día muchos la tengan por verdad, no pasa de ser una
fábula. Porque es cosa pueril querer encerrar en una cárcel las almas de los
difuntos. Además, ¿fue necesario que el alma de Jesucristo descendiese allí para
darles la libertad? Admito de buen grado que Jesucristo las iluminó con la virtud de
su Espíritu, para que comprendiesen que la gracia, que ellos solamente habían
gustado, se había manifestado al mundo. Y no se andaría descaminado aplicando
a este propósito la autoridad de san Pedro, cuando dice que Cristo fue y predicó a
los espíritus que estaban en atalaya, — que comúnmente traducen por cárcel —
(1 Pe. 3,19). Pues el hilo mismo del contexto nos lleva a admitir que los fieles
fallecidos antes de aquel tiempo gozaban de la misma gracia que nosotros.
Porque el apóstol amplifica la virtud de la muerte de Jesucristo, diciendo que
penetró hasta los difuntos, cuando las almas de los fieles gozaron como de vista
de la visita que con tanto anhelo habían esperado; por el contrario, se hizo saber a
los réprobos que eran excluidos de toda esperanza de conseguir la salvación. Y
en cuanto a que san Pedro no habla clara y distintamente de los piadosos y los
impíos, no hay que tomarlo como si los mezclara sin hacer diferencia alguna entre
ellos; únicamente quiso mostrar que tanto los unos como los otros, sintieron
perfectamente el efecto de la muerte de Jesucristo.
10. CRISTO HA LLEVADO EN SU ALMA LA MUERTE ESPIRITUAL QUE
NOS ERA DEBIDA
Mas dejando aparte el Símbolo, hemos de buscar una interpretación más clara y
cierta del descenso de Jesucristo a los infiernos, tomada de la Palabra de Dios, y
que además de santa y piadosa, esté llena de singular consuelo.
Nada hubiera sucedido si Jesucristo hubiera muerto solamente de muerte
corporal. Pero era necesario a la vez que sintiese en su alma el rigor del castigo
de Dios, para oponerse a su ira y satisfacer a su justo juicio. Por lo cual convino
también que combatiese con las fuerzas del infierno y que luchase a brazo partido
con el horror de la muerte eterna. Antes hemos citado el aserto del profeta, que el
castigo de nuestra paz fue sobre Él, que fue herido por nuestras rebeliones,
molido por nuestros pecados (Ib. 53, 5). Con estas palabras quiere decir que ha
salido fiador y se hizo responsable, y que se sometió, como un delincuente, a
sufrir todas las penas y castigos que los malhechores habían de padecer, para
librarlos de ellas, exceptuando el que no pudo ser retenido por los dolores de la
muerte (Hch. 2, 24). Por tanto, no debemos maravillarnos de que se diga que
Jesucristo descendió a los infiernos, puesto que padeció la muerte con la que Dios
suele castigar a los perversos en su justa cólera.
Muy frívola y ridícula es la réplica de algunos, según los cuales de esta manera
quedaría pervertido el orden, pues sería absurdo poner después de la sepultura lo
que la precedió. En efecto, después de haber referido lo que Jesucristo padeció
públicamente a la vista de todos los hombres, viene muy a propósito exponer
aquel invisible e incomprensible juicio que sufrió en presencia de Dios, para que
sepamos que no solamente el cuerpo de Jesucristo fue entregado como precio de
nuestra redención, sino que se pagó además otro precio mucho mayor y más
excelente, cual fue el padecer y sentir Cristo en su alma los horrendos tormentos
que están reservados para los condenados y los réprobos.
11. CRISTO HA SUFRIDO EN SU ALMA LOS DOLORES DE NUESTRA
MALDICIÓN
En este sentido dijo Pedro, que Cristo resucitó "sueltos los dolores de la muerte,
por cuanto era imposible que fuese retenido por ella" (Hch. 2,24). No se nombra
meramente la muerte, sino que expresamente se dice que el Hijo de Dios fue
cercado por los dolores y angustias, que son fruto de la maldición y la ira de Dios,
la cual es el principio y el origen de la muerte. Porque, ¿qué mérito hubiera tenido
que Él se hubiese ofrecido a sufrir la muerte sin experimentar dolor ni
padecimiento alguno, sino como si se tratara de un juego? En cambio fue un
verdadero testimonio de su misericordia no rehusar la muerte hacia la que sentía
tanto horror. Y no hay duda alguna que esto mismo quiso dar a entender el
Apóstol en la epístola a los Hebreos, al decir que Jesucristo "fue oído a causa de
su temor" (Heb. 5,7). Otros traducen: "reverencia" o "piedad"; pero la misma
gramática y el tema que allí se trata muestran cuán fuera de propósito.
Así que Jesucristo, orando con lágrimas y con grande clamor, fue oído a causa de
su temor; no para ser eximido de la muerte, sino para no ser ahogado por ella
como pecador, puesto que entonces nos representaba a nosotros. Ciertamente no
se puede imaginar abismo más espantoso, ni que más miedo deba infundir al
hombre, que sentirse dejado y desamparado de Dios, y que, cuando le invoca, no
le oye; como si Dios mismo conspirara para destruir a tal hombre. Pues bien,
vemos que Jesucristo se vio obligado, en fuerza de la angustia, a gritar diciendo:
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mt. 27,46; Sal 22,1). Pues
la opinión de algunos, que Cristo dijo esto más en atención a los otros, que por la
aflicción que sentía, no es en modo alguno verosímil; pues clara mente se ve que
este grito surgió de la honda congoja de su corazón.
Con esto, sin embargo, no queremos decir que Dios le fuera adverso en algún
momento, o que se mostrase airado con Él. Porque, ¿cómo iba a enojarse el
Padre con su Hijo muy amado, en quien el mismo afirma que tiene todas sus
delicias (Mt.3, 17)? 0 ¿cómo Cristo iba a aplacar con su intercesión al Padre con
los hombres, si le tenía enojado contra sí? Lo que afirmamos es que Cristo sufrió
en sí mismo el gran peso de la ira de Dios, porque, al ser herido y afligido por la
mano de Dios, experimentó todas las señales que Dios muestra cuando está
airado y castiga. Por eso dice san Hilario142, que con esta bajada a los infiernos
hemos nosotros conseguido el beneficio de que la muerte quede muerta. Y en
otros lugares no se aparta mucho de nuestra exposición; así, cuando dice2143: "La
cruz, la muerte y los infiernos son nuestra vida". Y en otro lugar144; "El Hijo de Dios
está en los infiernos, pero el hombre es colocado en el cielo".
Mas, ¿a qué alegar testimonios de un particular, cuando el Apóstol dice lo mismo,
afirmando que este fruto nos viene de la victoria de nuestro Señor Jesucristo, que
142
De la Trinidad, lib. IV, 42.
143
Ibid., lib. II, 24.
144
Ibid., lib. III, 15.
estamos libres de la servidumbre a que estábamos sujetos para siempre a causa
del temor de la muerte (Heb. 2, 15)? Convino, pues, que Jesucristo venciese el
temor que naturalmente acongoja y angustia sin cesar a todos los hombres; lo cual
no hubiera podido realizarse, más que peleando. Y que la tristeza y angustia de
Jesucristo no fue corriente, ni concebida sin gran motivo, luego se verá
claramente.
En resumen, Jesucristo combatiendo contra el poder de Satanás, contra el horror
de la muerte, y contra los dolores del infierno alcanzó sobre ellos la victoria y el
triunfo, para que nosotros no temiésemos ya en la muerte aquello que nuestro
Príncipe y Capitán deshicieron y destruyó.
12. CONFESEMOS FRANCAMENTE LOS DOLORES DE JESUCRISTO, SI
NO NOS AVERGONZAMOS DE SU CRUZ
Ciertos hombres malvados y a la vez ignorantes, movidos más por malicia que por
necesidad, se alzan contra mí, acusándome de que injurio sobremanera a Cristo,
porque no es en absoluto razonable que Él temiese por la salvación de su alma.
Además, agravan aún la calumnia añadiendo que yo atribuyo al Hijo de Dios la
desesperación, lo cual es contrario a la fe.
Por lo que respecta al temor de Jesucristo, tan claramente referido por los
evangelistas, evidentemente disputan sin razón. Porque antes de que llegase la
hora de su muerte, Él mismo dice que se turbó su espíritu y se entristeció; y
cuando fue a su encuentro, comenzó a sentir mucho horror. Por tanto, el que
afirme que todo esto fue fingido, propone una escapatoria bien infame. Y así,
como muy bien dice san Ambrosio145, hemos de confesar libremente la tristeza de
Jesucristo, si no nos avergonzamos de la cruz. Ciertamente que si su alma no
hubiera sido partícipe de la pena, Él no hubiera sido Redentor más que de los
cuerpos. Así pues, fue necesario que luchase, para levantar a los que derribados
por tierra, eran incapaces de ponerse en pie. Y tan lejos está esto de menoscabar
su gloria celestial, que ello precisamente es un motivo más para admirar su
bondad, que nunca puede ser alabada como se merece, ya que no desdeñó tomar
sobre su propia persona nuestras miserias. Ésta es también la fuente del consuelo
en las angustias y tribulaciones, que nos propone el Apóstol: que nuestro
Mediador ha experimentado nuestras miserias para estar más pronto y dispuesto a
socorrer a los infelices y miserables (Heb. 4, 15).
Al sufrir, Cristo ha permanecido siempre dentro de los límites de la obediencia.
Alegan también que se hace gran injuria a Jesucristo, atribuyéndole una pasión
defectuosa. ¡Como si ellos fueran más sabios que el Espíritu de Dios, el cual
afirma que en Jesucristo se dieron a la vez ambas cosas: el ser tentado en todo y
por todo como nosotros, y, sin embargo, el haber permanecido sin pecado! No
debemos, pues, extrañarnos de la debilidad y miseria a que Cristo quiso
someterse, puesto que no fue obligado a ello por violencia o por necesidad, sino
145
Exposición del Evangelio según San Lucas, lib. X, cap. 56, 62.
por el puro amor y misericordia que nos profesa. Por eso, cuanto Él padeció por
nosotros por su propia voluntad, en nada menoscaba su virtud.
Viene a continuación: resucitó de entre los muertos; sin lo cual todo cuanto hemos
dicho, de nada valdría. Porque como quiera que en la cruz, la muerte y la
sepultura de Jesucristo no aparece más que flaqueza, es preciso que la fe pase
más allá de todo esto, para ser perfectamente corroborada. Por ello, aunque en la
muerte de Cristo tenemos el pleno cumplimiento de la salvación, pues por ella
somos reconciliados con Dios, se satisface al juicio divino, se suprime la maldición
y queda pagada la pena, sin embargo, no se dice que somos regenerados en una
viva esperanza por la muerte, sino por la resurrección.
Nuestra justificación, Cómo sea esto así, se ve muy claramente por las palabras
de san Pablo, cuando dice que Cristo "fue entregado por nuestras transgresiones,
y resucitado para nuestra justificación" (Rom. 4, 25); como si dijera que con su
muerte se quitó de en medio el pecado, y por su resurrección quedó restaurada y
restituida la justicia. Porque, ¿cómo podría Él, muriendo, librarnos de la muerte, si
hubiera sido vencido por ella? ¿Cómo alcanzamos la victoria, si hubiera caído en
el combate? Por eso distribuimos la sustancia de nuestra salvación entre la muerte
y la resurrección de Jesucristo, y afirmamos que por su muerte el pecado quedó
destruido y la muerte muerta; y que por su resurrección se estableció la justicia, y
la vida renació. Y de tal manera que, gracias a la resurrección, su muerte tiene
eficacia y virtud.
Por esta razón afirma san Pablo que Jesucristo "fue declarado Hijo de Dios por la
resurrección" (Rom. 1, 4); porque entonces, finalmente mostró su potencia
celestial, la cual es un claro espejo de su divinidad y un firme apoyo de nuestra fe.
Y en otro lugar asegura que Cristo "fue crucificado en debilidad", pero "vive por el
poder de Dios" (2 Cor. 13, 4). En este mismo sentido, tratando en otra parte de la
perfección, dice: "a fin de conocerle, y el poder de su resurrección" (Flp. 3, 10). Y
luego añade, que procura "la participación de sus padecimientos, llegando a ser
semejante a él en su muerte". Con lo cual está de acuerdo lo que dice Pedro, que
Dios "le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que nuestra fe y
esperanza sean en Dios" (1 Pe. 1,21); no porque la fe sea vacilante al apoyarse en
la muerte de Cristo, sino porque la virtud y el poder de Dios que nos guardan en la
fe, se muestra principalmente en la resurrección.
Por tanto, recordemos que cuantas veces se hace mención únicamente de la
muerte, hay que entender a la vez lo que es propio de la resurrección; y,
viceversa, cuando se nombra a la sola resurrección, hay que comprender lo que
compete particularmente a la muerte.
Mas, como Cristo alcanzó la victoria con su resurrección, para ser resurrección y
vida, con toda razón dice Pablo que la fe queda abolida y el Evangelio es nulo, si
no estamos bien persuadidos de la resurrección de Jesucristo (1 Cor. 15,17). Por
eso el Apóstol en otro lugar, después de gloriarse en la muerte de Jesucristo
contra el temor de la condenación, para amplificarlo más, añade que el mismo que
murió, ése es el que resucitó y ahora está delante de Dios hecho mediador por
nosotros (Rom. 8,34).
Nuestra santificación. Además de que, según lo hemos expuesto, de la
comunicación con la cruz depende la mortificación de nuestra carne, hay que
entender igualmente que hay otro fruto correspondiente a éste, que proviene de la
resurrección. Porque, como dice el Apóstol, fuimos plantados juntamente con Él
en la semejanza de su muerte, para que siendo partícipes de la resurrección,
caminemos en novedad de vida (Rom.6, 4-5). Y en otro lugar, como concluye que
hemos muerto con Cristo, y que debemos mortificar nuestros miembros,
igualmente argumenta que, ya que hemos resucitado con Cristo, debemos buscar
las cosas de arriba, y no las de la tierra (Col. 3,1-5). Con las cuales palabras no
sólo se nos invita, a ejemplo de Cristo resucitado, a una vida nueva, sino que
también se nos enseña que de su poder procede el que seamos regenerados en
la justicia.
Nuestra resurrección. Un tercer fruto de su resurrección es que es para nosotros a
modo de arras, que nos dan la seguridad de nuestra propia resurrección, cuyo
fundamento y realidad cierta se apoya en la resurrección de Cristo. De esto habla
el Apóstol muy por extenso en el capítulo decimoquinto de su primera epístola a
los Corintios.
Aquí de paso hay que notar que resucitó de entre los muertos, con lo cual se
indica la verdad de su muerte y su resurrección; como si dijésemos que sufrió la
misma muerte de los demás hombres, y que ha recibido la inmortalidad en la
misma carne que, siendo mortal, tomó.
14. LA ASCENSIÓN DE CRISTO; SU PRESENCIA Y SU ACCIÓN POR EL
ESPÍRITU SANTO
Por esto se añade a continuación, que está sentado a la diestra del Padre;
semejanza tomada de los reyes y los príncipes, que tienen sus lugartenientes, a
los cuales encargan la tarea de gobernar. Así Cristo, en quien el Padre quiere ser
ensalzado, y por cuya mano quiere reinar, se dice que está sentado a la diestra
del Padre; como si se dijese que se le ha entregado el señorío del cielo y de la
tierra, y que ha tomado solemnemente posesión del cargo y oficio que se le había
asignado; y no solamente la tomó una vez, sino que la retiene y retendrá hasta
que baje el último día a juzgar. Así lo declara el Apóstol, cuando dice que el Padre
le sentó "a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad
y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino
también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por
Cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia" (Ef. 1, 20-23 ; cfr. Flp. 2, 9-11; Ef. 4,15 ;
1 Cor. 15, 27).
Ya hemos visto qué quiere decir que Jesucristo está sentado a la diestra del
Padre; a saber, que todas las criaturas así celestiales como terrenas honren su
majestad, sean regidas por su mano, obedezcan a su voluntad, y se sometan a su
potencia. Y no otra cosa quiere decir los apóstoles, cuando tantas veces
146
Tratado sobre el Evangelio de San Juan, lib. CVI
147
De la Fe y del Símbolo, cap. IV, 6.
mencionan este tema, sino que todas las cosas están puestas en su mano, para
que las rija a su voluntad (Hch. 2,30-33; 3,21; Heb. 1, 8).
Se engañan, pues, los que piensan que con estas palabras simplemente se indica
la bienaventuranza a la que Cristo fue admitido. Y poco importa lo que en el libro
de los Hechos testifica san Esteban: que vio a Jesucristo de pie (Hch. 7, 56),
porque aquí no se trata de la actitud del cuerpo, sino de la majestad de su imperio;
de manera que estar sentado no significa otra cosa que presidir en el tribunal
celestial.
16. LOS FRUTOS DEL DOMINIO DE CRISTO
De aquí se siguen diversos frutos para nuestra fe. Porque comprendemos que el
Señor Jesús con su subida al cielo nos abrió la puerta del reino del cielo, que a
causa de Adán estaba cerrada148. Porque habiendo Él entrado con nuestra carne y
como en nuestro nombre, se sigue como dice el Apóstol, que en cierta manera
estamos con Él sentados en los lugares celestiales (EL 2,6); de suerte que no
esperamos el cielo con una vana esperanza, sino que ya hemos tomado posesión
de él en Cristo, nuestra Cabeza.
Asimismo la fe reconoce que Cristo está sentado a la diestra del Padre para
nuestro gran bien. Porque habiendo entrado en el Santuario, fabricado no por
mano de hombres, está allí de continuo ante el acatamiento del Padre como
intercesor y abogado nuestro (Heb. 7,25; 9,11). De esta manera hace que su
Padre ponga los ojos en su justicia y que no mire a nuestros pecados; y así nos
reconcilia con Él, y nos abre el camino con su intercesión para que nos
presentemos ante su trono real, haciendo que se muestre gracioso y clemente el
que para los miserables pecadores es causa de horrible espanto.
El tercer fruto que percibe la fe es la potencia de Cristo, en la cual descansa
nuestra fuerza, virtud, riquezas y el motivo de gloriamos frente al infierno. Porque,
"subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad" (Ef.4, 8), y despojando a sus
enemigos enriqueció a su pueblo y cada día sigue enriqueciéndolo con dones y
mercedes espirituales.
Está, pues, sentado en lo alto, para que, derramando desde allí su virtud sobre
nosotros, nos vivifique con la vida espiritual, nos santifique con su Espíritu, adorne
a su Iglesia con diversos y preciosos dones, la conserve con su amparo contra
todo daño y obstáculo ; para reprimir y confundir con su potencia a todos los
feroces enemigos de su cruz y de nuestra salvación; y, finalmente, para tener
absoluto poder y autoridad en el cielo y en la tierra, hasta que venza y derribe por
tierra a todos sus enemigos, que también lo son nuestros, y termine de edificar su
Iglesia.
148
Cfr. san Agustin, De la Fe y del Símbolo, cap. IV, 6,ss.
He aquí cuál es el verdadero estado de su reino y la potencia que el Padre le ha
dado hasta que lleve a cabo el acto último, viniendo a juzgar a los vivos y a los
muertos.
17. LA VUELTA DE CRISTO EN EL JUICIO FINAL
149
Cfr. san Ambrosio, Sobre Jacob y la Vida Bienaventurada, lib. I, cap. 6.
Puesto que vemos que toda nuestra salvación está comprendida en Cristo,
guardémonos de atribuir a nadie la mínima parte del mundo. Si buscamos
salvación, el nombre solo de Jesús nos enseña que en Él está. Si deseamos
cualesquiera otros dones del Espíritu, en su unción los hallaremos. Si buscamos
fortaleza, en su señorío la hay; si limpieza, en su concepción se da; si dulzura y
amor, en su nacimiento se puede encontrar, pues por Él se hizo semejante a
nosotros en todo, para aprender a condolerse de nosotros; si redención, su pasión
nos la da; si absolución, su condena; si remisión de la maldición, su cruz; si
satisfacción, su sacrificio; si purificación, su sangre; si reconciliación, su descenso
a los infiernos; si mortificación de la carne, su sepultura; si vida nueva, su
resurrección, en la cual también está la esperanza de la inmortalidad; si la
herencia del reino de los cielos, su ascensión; si ayuda, amparo, seguridad y
abundancia de todos los bienes, su reino; si tranquila esperanza de su juicio, la
tenemos en la autoridad de juzgar que el Padre puso en sus manos.
En fin, como quiera que los tesoros de todos los bienes están en Él, de Él se han
de sacar hasta saciarse, y de ninguna otra parte. Porque los que no contentos con
Él andan vacilantes de acá, para allá entre vanas esperanzas, aunque tengan sus
ojos puestos en El principalmente, sin embargo no van por el recto camino, puesto
que vuelven hacia otro lado una parte de sus pensamientos. Por lo demás, esta
desconfianza no puede penetrar en nuestro entendimiento una vez que hemos
conocido bien la abundancia de sus riquezas.
150
De la Predestinación de los Santos, lib. XV, cap. 30, 31.
Cristo en cuanto hombre ha podido merecer ser tomado por el Verbo coeterno con
el Padre en unidad de Persona, para ser Hijo unigénito de Dios? Muéstrese, pues,
en nuestra Cabeza la misma fuente de gracia de la cual corren sus diversos
arroyos sobre todos sus miembros, a cada uno conforme a su medida. Con esta
gracia cada uno es hecho cristiano desde el principio de su fe, como por ella,
desde que comenzó a existir, este hombre fue hecho Cristo". Y en otro lugar151:
"No hay ejemplo más ilustre de predestinación que el mismo Mediador. Porque el
que lo ha hecho hombre justo del linaje de David, para que nunca fuese injusto, y
ello sin mérito alguno precedente de su voluntad, es el mismo que hace justos a
los que eran injustos, haciéndolos miembros de esa Cabeza".
Por tanto, al tratar del mérito de Jesucristo no ponemos el principio de su mérito
en Él, sino que nos remontamos al decreto de Dios, que es su causa primera, en
cuanto que por puro beneplácito y graciosa voluntad lo ha constituido Mediador,
para que nos alcanzase la salvación. Y por ello, sin motivo se opone el mérito de
Cristo a la misericordia de Dios. Porque regla general es, que las cosas
subalternas no repugnan entre sí. Por eso no hay dificultad alguna en que la
justificación de los hombres sea gratuita por pura misericordia de Dios, y que a la
vez intervenga el mérito de Jesucristo, que está subordinado a la misericordia de
Dios.
En cambio, a nuestras obras ciertamente se oponen, tanto el gratuito favor de
Dios, como la obediencia de Cristo, cada uno de ellos según su orden. Porque
Jesucristo no pudo merecer nada, sino por beneplácito de Dios, en cuanto estaba
destinado para que con su sacrificio aplacase la ira de Dios y con su obediencia
borrase nuestras transgresiones.
En suma, puesto que el mérito de Jesucristo depende y procede de la sola gracia
de Dios, la cual nos ha ordenado esta manera de salvación, con toda propiedad se
opone a toda justicia humana, no menos que a la gracia de Dios, que es la causa
de donde procede.
2. CRISTO NO ES SOLAMENTE EL INSTRUMENTO, SINO TAMBIÉN LA
CAUSA Y LA MATERIA DE NUESTRA SALVACIÓN
Esta distinción se confirma con muchos textos de la Escritura. Así: "De tal manera
amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquél que en
él cree, no se pierda" (Jn. 3,16). Vemos cómo el amor de Dios ocupa el primer
lugar en cuanta causa principal y principio, y que la fe en Jesucristo sigue como
causa segunda y más próxima.
Si alguno replica que Cristo solamente es causa formal, éste tal rebaja la virtud de
Cristo mucho más de lo que lo consienten las palabras que hemos alegado;
porque si nosotros conseguimos la justicia por la fe, la cual reposa en Él, debemos
también buscar en Él la materia de nuestra salvación.
151
Del Don de la Perseverancia, lib. XXIV, cap. 67.
Esto se prueba claramente por muchos lugares. No que nosotros, dice san Juan,
le hayamos amado primero, sino que él fue quien nos amó primero y envió a su
Hijo en propiciación de nuestros pecados (1 Jn. 4, 10). El término propiciación
tiene mucho peso. Porque Dios, al mismo tiempo que nos amaba, de una manera
inefable imposible de explicar, era enemigo nuestro, hasta que se hubo
reconciliado en Cristo. A esto se refieren los siguientes lugares de la Escritura: "Él
es propiciación por nuestros pecados" (1 Jn. 2,2). Y: "Agradó al Padre, por medio
de él reconciliar consigo todas las cosas, haciendo la paz mediante la sangre de
su cruz" (Co1.1, 20). Igualmente, que "Dios estaba en Cristo reconciliando consigo
al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados" (2 Cor. 5,19). Y:
"nos hizo aceptos en el Amado" (Ef. 1,6). Y, en fin, para que reconciliase con Dios
por su cruz a los judíos y a los gentiles (Ef. 2, 16).
La razón de este misterio puede verse en el capítulo primero de la epístola a los
Efesios. Allí san Pablo, después de haber enseñado que nosotros fuimos elegidos
en Cristo, añade que en el mismo hemos alcanzado gracia. ¿Cómo comenzó Dios
a recibir en su favor y gracia a los que Él había amado antes de ser creado el
mundo, sino porque desplegó su amor al ser reconciliado por la sangre de Cristo?
Porque, siendo Dios la fuente de toda justicia, necesariamente el hombre mientras
es pecador, lo tiene por enemigo y juez. Y por ello la justicia, cual la describe san
Pablo, fue el principio de este amor: "Al que no conoció pecado, por nosotros lo
hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él" (2 Cor.
5,21); pues quiere decir que por el sacrificio de Jesucristo hemos conseguido
gratuitamente justicia, para poder ser agradables a Dios, siendo así que
naturalmente éramos hijos de ira y estábamos alejados de Él por el pecado.
Por lo demás esta distinción152 es puesta de relieve siempre que la Escritura une
la gracia de Cristo con el amor que Dios nos tiene; de donde se sigue que nuestro
Redentor reparte con nosotros lo que Él ha adquirido. De otra manera no habría
lugar a atribuirle separadamente la alabanza de que la gracia es suya y procede
de Él.
3. POR SU OBEDIENCIA CRISTO NOS HA MERECIDO Y ADQUIRIDO EL
FAVOR DEL PADRE
Que Jesucristo nos ha ganado de veras con su obediencia la gracia y el favor del
Padre, e incluso que lo ha merecido, se deduce clara y evidentemente de muchos
testimonios de la Escritura. Yo tengo por incontrovertible, que si Cristo satisfizo por
nuestros pecados, si pagó la pena que nosotros debíamos padecer, si con su
obediencia aplacó a Dios, si, en fin, siendo justo padeció por los injustos, con su
justicia nos ha adquirido la salvación; lo cual vale tanto como merecerla.
Según lo atestigua san Pablo, nosotros somos reconciliados por la muerte de
Cristo (Rom. 5,11). Evidentemente no hay lugar a reconciliación, si no ha
precedido alguna ofensa. Quiere, pues, decir el Apóstol que Dios, con quien
152
Entre la gracia de Dios y los méritos de Cristo.
estábamos enemistados a causa del pecado, fue aplacado por la muerte de su
Hijo, de tal manera que ahora nos es propicio, favorable y amigo.
Hay que notar también cuidadosamente la oposición que sigue: "así como por la
desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así
también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos" (Rom.
5,19). Con lo cual quiere decir el Apóstol que, como por el pecado de Adán somos
arrojados de Dios y destinados a la perdición, de la misma manera por la
obediencia de Cristo somos admitidos en su favor y gracia como justos. Como
también afirma que "el don vino a causa de muchas transgresiones para
justificación" (Rom. 5,16).
4. CON SU SANGRE Y SU MUERTE, CRISTO HA SATISFECHO POR
TODOS EN EL JUICIO DE DIOS
Ahora bien, cuando decimos que la gracia nos ha sido adquirida por los méritos de
Jesucristo, entendemos que hemos sido purificados por su sangre, y que su
muerte fue expiación de nuestros pecados. Como dice san Juan: "su sangre nos
limpia" (1 Jn.1, 7). Y Cristo mismo: "esto es mi sangre que es derramada para
remisión de los pecados" (Mt. 26,28; Lc. 22, 20). Si el efecto de la sangre
derramada es que los pecados no sean imputados, se sigue que a ese precio se
satisfizo el juicio de Dios.
Está de acuerdo con esto lo que dice san Juan: "He aquí el cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo" (Jn. 1,29). Pues contrapone Cristo a todos los
sacrificios de la Ley, y dice que sólo en Él se han cumplido lo que aquellas figuras
representaban. Y bien sabemos lo que Moisés repite muchas veces: la iniquidad
será expiada, el pecado será borrado y perdonado por las ofrendas.
Finalmente, las figuras antiguas nos enseñan muy bien cuál es la virtud y eficacia
de la muerte de Cristo. Esto mismo lo expone con toda propiedad el Apóstol en la
epístola a los Hebreos, sirviéndose del principio: "sin derramamiento de sangre no
se hace remisión" (Heb. 9, 22); de donde concluye, que Cristo apareció para
destruir con su sacrifico el pecado; y que fue ofrecido para quitar los pecados de
muchos. Y antes había dicho que Cristo, "no por sangre de machos cabríos ni
becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el lugar
santísimo habiendo obtenido eterna redención" (Heb. 9, 12). Y cuando argumenta,
"si la sangre de una becerra santifica para la purificación de la carne, cuánto más
la sangre de Cristo limpiará vuestras conciencias de obras muertas" (Heb.9,13-
14), es claro que los que no atribuyen al sacrificio de Jesucristo virtud y eficacia
para expiar los pecados, aplacar y satisfacer a Dios, rebajan en gran manera la
gracia y el beneficio de Cristo, como el mismo Apóstol lo dice poco después: "Por
eso es Mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la
remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto, los llamados
reciban la promesa de la herencia eterna" (Heb. 9,15).
Es de notar la semejanza que usa san Pablo; a saber, que Cristo fue "hecho
maldición por nosotros" (Gál.3, 13); porque hubiera sido cosa superflua y aun
absurda cargar a Cristo con la maldición, de no ser para que, pagando las deudas
de los demás, les alcanzase justicia.
Claro es también el testimonio de Isaías: "el castigo de nuestra paz fue sobre él, y
por su llaga fuimos nosotros curados" (Ib. 53,5), pues si Él no hubiera satisfecho
por nuestros pecados, no se podría decir que había aplacado a Dios tomando por
su cuenta toda la pena a que nosotros estábamos obligados y pagando por ella. Y
concuerda con esto lo que añade el profeta: "Yo le herí por la maldad de mi
pueblo".
Añadamos también la interpretación de san Pedro, que suprime toda la deuda:
"llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero" (1 Pe. 2,24),
pues afirma que la carga de nuestra condenación fue puesta sobre Cristo, para
librarnos de ella.
5. CRISTO HA PAGADO EL RESCATE DE NUESTRA MUERTE
Los apóstoles afirman también claramente que Jesucristo ha pagado el precio del
rescate, para que quedásemos libres de la obligación de la muerte. Así cuando
dice san Pablo: "Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la
redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio
de la fe en su sangre" (Rom.3, 24-25). Con estas palabras el Apóstol engrandece
la gracia de Dios, porque Él ha dado el precio de nuestra redención en la muerte
de Jesucristo. Luego nos exhorta a que nos acojamos a su sangre, para que,
consiguiendo justicia, nos presentemos con seguridad ante el tribunal de Dios.
Lo mismo quiere decir san Pedro, al afirmar que fuimos "rescatados, no con cosas
corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un
cordero sin mancha y sin contaminación" (1 Pe. 1,18719); porque sería
improcedente la antítesis, si con este precio no se hubiera satisfecho por el
pecado. Y por esta razón dice san Pablo que hemos sido comprados a gran precio
(1 Cor. 6, 20). Y tampoco tendría valor lo que el mismo Apóstol añade en otro
lugar: Porque hay un solo Mediador, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos
(1 Tim. 2,5-6), si la pena que nosotros merecíamos no hubiera sido puesta sobre
sus espaldas.
Él nos ha adquirido el perdón, la justicia y la vida. Por esto el mismo Apóstol
definiendo la redención en la sangre de Jesucristo la llama "perdón de pecados"
(Col. 1,14); como si dijera que somos justificados y absueltos delante de Dios en
cuanto que esta sangre responde como satisfacción. Con lo cual está de acuerdo
aquel otro texto, (que el acta de los decretos que había contra nosotros ha sido
anulada (Col. 2,14); porque da a entender que ha tenido lugar una compensación,
por la cual quedamos libres de la condenación.
También tienen mucho peso aquellas palabras de san Pablo: "pues si por la Ley
fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo" (Gál. 2, 21). De aquí
deducimos que hemos de pedir a Cristo lo que nos daría la Ley, de haber alguno
que la cumpliese; o lo que es lo mismo, que alcanzamos por la gracia de
Jesucristo lo que Dios prometió en la Ley a nuestras obras: El que hiciere estas
cosas vivirá en ellas (Lv. 18, 5). Lo cual se confirma claramente en el sermón que
predicó Pablo en Antioquía, en el cual se afirma que creyendo en Cristo somos
justificados de todas las cosas de que no pudimos serlo por la Ley de Moisés
(Hch. 13,39). Porque si la observancia de la Ley es tenido por justicia, ¿quién
puede negar que habiendo Cristo tomado sobre sus espaldas esta carga y
reconciliándonos con Dios ni más ni menos que si hubiésemos cumplido la Ley,
nos ha merecido este favor y gracia?
Esto mismo es lo que se dice a los Gálatas: "Dios envió a su Hijo nacido bajo la
Ley, para que redimiese a los que estaban bajo la Ley" (Gál. 4, 4). ¿A qué fin esta
sumisión, si no nos hubiera adquirido la justicia, obligándose a cumplir y pagar lo
que nosotros en manera alguna podíamos cumplir ni pagar?
De ahí procede la imputación de la justicia sin obras, de que habla san Pablo; a
saber, que Dios nos imputa y acepta por nuestra la justicia que sólo en Cristo se
halla (Rom. 4, 5-8). Y la carne de Cristo, no por otra razón es llamada
mantenimiento nuestro que porque en Él encontramos sustancia de vida (Jn. 6,
55). Ahora bien, esta virtud no procede sino de que el Hijo de Dios fue crucificado
como precio de nuestra justicia, o como dice san Pablo, que "se entregó a sí
mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante" (Ef. 5, 2). Y en
otro lugar, que "fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para
nuestra justificación" (Rom. 4, 25).
De aquí se concluye que por Cristo no solamente se nos da la salvación, sino que
también el Padre en atención a Él nos es propicio y favorable. Pues no hay duda
alguna de que se cumple enteramente en el Redentor lo que Dios anuncia
figuradamente por el profeta Isaías: Yo lo haré por amor de mí mismo, y por amor
de David mi siervo (Is.37, 35). De lo cual es fiel intérprete san Juan, cuando dice:
"vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre" (1 Jn. 2,12); porque
aunque no pone el nombre de Cristo, Juan, según lo tiene por costumbre, lo
insinúa con el pronombre Él. Y en este mismo sentido dice el Señor: Como yo vivo
por el Padre, asimismo vosotros viviréis por mí (Jn. 6, 57). Con lo cual concuerda
lo que dice san Pablo: "Os es concedido a causa de Cristo, no sólo que creáis en
él, sino también que padezcáis por él" (Flm. 1, 29).
6. JESUCRISTO NO HA MERECIDO NADA PARA SÍ MISMO, PORQUE
SOLAMENTE NOS HA TENIDO A NOSOTROS EN CONSIDERACIÓN
153
Pedro Lombardo, lib. III, dist. 18.
¿qué necesidad había de que el Hijo de Dios descendiese al mundo para adquirir
para sí mismo no sé qué de nuevo?
Además, Dios al exponer el propósito de por qué ha enviado a su Hijo, quita toda
duda; no pretendió el bien y provecho de Cristo por los méritos que pudiera tener,
sino que lo entregó a la muerte y no lo perdonó, por el grande amor que tenía al
mundo (Rom. 8,32).
Hay que notar también el modo de expresarse que usaron los profetas a este
propósito: "un niño nos es nacido, hijo nos es dado" (Ib. 9, 6). Y: "alégrate mucho,
hija de Sión; he aquí tu rey vendrá a ti" (Zac. 9,9). Todas ellas demuestran que
Jesucristo solamente ha pensado en nosotros y en nuestro bien154. Ni tendría
fuerza la alabanza del amor de Cristo que tanto encarece san Pablo, al decir que
murió por sus enemigos (Rom. 5,10); de lo cual concluimos que no pensó en sí
mismo. Y el mismo Cristo claramente lo dice con estas palabras: "por ellos yo me
santifico a mí mismo" (Jn.17, 19), mostrando con ello que no busca ninguna
ventaja para sí mismo, pues transfiere a otros el fruto de su santidad. Es éste un
punto muy digno de ser notado, que Jesucristo, para consagrarse del todo a
nuestra salvación, en cierto modo se ha olvidado de sí mismo.
Los teólogos de la Sorbona alegan sin razón el texto de san Pablo: "Por lo cual
(por haberse humillado) Dios lo exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es
sobre todo nombre" (Flp.2, 9). Porque, ¿en virtud de qué méritos pudo Cristo, en
cuanto hombre, llegar a tan gran dignidad como es ser Juez del mundo, Cabeza
de, los ángeles, gozar de aquella suma autoridad y mando que Dios tiene, de tal
manera que no hay criatura alguna, ni celestial ni terrena, ni hombre ni ángel, que
pueda llegar por su virtud ni a la milésima parte de lo que Él ha llegado? La
solución de las palabras de san Pablo es bien fácil y clara. El Apóstol no expone
allí la causa de por qué Jesucristo ha sido ensalzado, sino que únicamente
muestra un orden, que debe servirnos de dechado y ejemplo: que el
engrandecimiento ha seguido a la humillación155. Evidentemente no ha querido
decir aquí más que lo que en otro lugar se afirma; a saber, que era necesario que
Cristo padeciera estas cosas, y que entrara así en su gloria (Lc.24, 26).
154
La última frase no aparece en la edición de Valera de 1597, pero sí en la francesa de 1560.
155
La última oración no aparece en la edición española de 1597, pero sí en la francesa de 1560.
ÍNDICE