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CALVINO J Institucion de La Religion Cristiana II

Este documento parece ser un extracto de la obra de Juan Calvino titulada "Institución de la religión cristiana". Habla sobre la necesidad del hombre de conocerse a sí mismo, reconociendo tanto su dignidad original creada por Dios, como su estado actual de miseria y pecado tras la caída de Adán. Solo reconociendo humildemente nuestra condición podemos alcanzar el propósito para el que fuimos creados y cumplir con nuestros deberes hacia Dios.

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CALVINO J Institucion de La Religion Cristiana II

Este documento parece ser un extracto de la obra de Juan Calvino titulada "Institución de la religión cristiana". Habla sobre la necesidad del hombre de conocerse a sí mismo, reconociendo tanto su dignidad original creada por Dios, como su estado actual de miseria y pecado tras la caída de Adán. Solo reconociendo humildemente nuestra condición podemos alcanzar el propósito para el que fuimos creados y cumplir con nuestros deberes hacia Dios.

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INSTITUCIÓN DE LA RELIGIÓN
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CRISTIANA
LIBRO 2: DEL CONOCIMIENTO DE DIOS COMO REDENTOR EN

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CRISTO, CONOCIMIENTO QUE PRIMERAMENTE FUE
MANIFESTADO A LOS PATRIARCAS BAJO LA LEY, Y DESPUÉS A
NOSOTROS EN EL EVANGELIO

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JUAN CALVINO

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CAPÍTULO I: TODO EL GÉNERO HUMANO ESTÁ SUJETO A LA MALDICIÓN
POR LA CAÍDA Y CULPA DE ADÁN, Y HA DEGENERADO DE SU ORIGEN.
SOBRE EL PECADO ORIGINAL

1. PARA RESPONDER A NUESTRA VOCACIÓN CON HUMILDAD, ES


NECESARIO CONOCERNOS TAL CUAL SOMOS

No sin causa el antiguo proverbio encarga al hombre tan encarecidamente el


conocimiento de sí mismo. Porque si se tiene por afrenta ignorar alguna de las
cosas pertinentes a la suerte y común condición de la vida humana, mucho más
afrentoso será sin duda el ignorarnos a nosotros mismos, siendo ello causa de que
al tomar consejo sobre cualquier cosa importante o necesaria, vayamos a tientas y
como ciegos. Pero cuanto más útil es esta exhortación, con tanta mayor diligencia
hemos de procurar no equivocarnos respecto a ella, como vemos que aconteció a
algunos filósofos. Pues al exhortar al hombre a conocerse a sí mismo, le proponen
al mismo tiempo como fin, que no ignore su dignidad y excelencia, y quieren que
no contemple en sí más que lo que puede suscitar en él una vana confianza y
henchirlo de soberbia.
Sin embargo, el conocimiento de nosotros mismos consiste primeramente en que,
considerando lo que se nos dio en la creación y cuán liberal se ha mostrado Dios
al seguir demostrándonos su buena voluntad, sepamos cuán grande sería la
excelencia de nuestra naturaleza, si aún permaneciera en su integridad y
perfección, y a la vez pensemos que no hay nada en nosotros que nos pertenezca
como propio, sino que todo lo que Dios nos ha concedido lo tenemos en préstamo,
a fin de que siempre dependamos de Él. Y en segundo lugar, acordarnos de
nuestro miserable estado y condición después del pecado de Adán; sentimiento
que echa por tierra toda gloria y presunción, y verdaderamente nos humilla y
avergüenza. Porque, como Dios nos formó al principio a imagen suya para
levantar nuestro espíritu al ejercicio de la virtud y a la meditación de la vida eterna,
así, para que la nobleza por la que nos diferenciamos de los brutos no fuese
ahogada por nuestra negligencia, nos fue dada la razón y el entendimiento, para
que llevando una vida santa y honesta, caminemos hacia el blanco que se nos
propone de la bienaventurada inmortalidad. Más no es posible en manera alguna
acordarnos de aquella dignidad primera, sin que al momento se nos ponga ante
los ojos el triste y miserable espectáculo de nuestra deformidad e ignorancia,
puesto que en la persona del primer hombre hemos caído de nuestro origen. De
donde nace un odio de nosotros mismos y un desagrado y verdadera humildad, y
se enciende en nosotros un nuevo deseo de buscar a Dios para recuperar en Él
aquellos bienes de los que nos sentimos vacíos y privados.
2. PARA ALCANZAR EL FIN, NOS ES NECESARIO DESPOJARNOS DE
TODO ORGULLO Y VANAGLORIA
La verdad de Dios indudablemente prescribe que pongamos la mano en el pecho
y examinemos nuestra conciencia; exige un conocimiento tal, que destruya en
nosotros toda confianza de poder hacer algo, y privándonos de todo motivo y
ocasión de gloriamos, nos enseña a someternos y humillarnos. Es necesario que
guardemos esta regla, si queremos llegar al fin de sentir y obrar bien.
Sé muy bien que resulta mucho más agradable al hombre inducirle a reconocer
sus gracias y excelencias, que exhortarle a que considere su propia miseria y
pobreza, para que de ella sienta sonrojo y vergüenza. Pues no hay nada que más
apetezca la natural inclinación del hombre que ser regalado con halagos y dulces
palabras. Y por eso, donde quiera que se oye ensalzar, se siente propenso a
creerlo y lo oye de muy buena gana. Por lo cual no hemos de maravillarnos de que
la mayor parte de la gente haya faltado a esto. Porque, como quiera que el
hombre naturalmente siente un desordenado y ciego amor de sí mismo, con toda
facilidad se convence de que no hay en él cosa alguna que deba a justo título ser
condenada. De esta manera, sin ayuda ajena, concibe en sí la vana opinión de
que se basta a sí mismo y puede por sí solo vivir bien y santamente. Y si algunos
parecen sentir sobre esto más modestamente, aunque conceden algo a Dios, para
no parecer que todo se lo atribuyen a sí mismos, sin embargo, de tal manera
reparten entre Dios y ellos, que la parte principal de la gloria y la presunción queda
siempre para ellos. Si, pues, se entabla conversación que acaricie y excite con sus
halagos la soberbia, que reside en la médula misma de sus huesos, nada hay que
le procure mayor contento. Por lo cual cuanto más encomia alguien la excelencia
del hombre, tanto mejor es acogido.
Sin embargo, la doctrina que enseña al hombre a estar satisfecho de sí mismo, no
pasa de ser mero pasatiempo, y de tal manera engaña, que arruina totalmente a
cuantos le prestan oídos. Porque, ¿de qué nos sirve con una vana confianza en
nosotros mismos deliberar, ordenar, intentar y emprender lo que creemos
conveniente, y entre tanto estar faltos tanto en perfecta inteligencia como en
verdadera doctrina, y así ir adelante hasta dar con nosotros en el precipicio y en la
ruina total? Y en verdad, no puede suceder de otra suerte a cuantos presumen de
poder alguna cosa por su propia virtud. Si alguno, pues, escucha a estos doctores
que nos incitan a considerar nuestra propia justicia y virtud, éste tal nada
aprovechará en el conocimiento de sí mismo, sino que se verá presa de una
perniciosa ignorancia.
3. EL CONOCIMIENTO DE NOSOTROS MISMOS NOS INSTRUYE ACERCA
DE NUESTRO FIN, NUESTROS DEBERES Y NUESTRA INDIGENCIA

Así pues, aunque la verdad de Dios concuerda con la opinión común de los
hombres de que la segunda parte de la sabiduría consiste en conocernos a
nosotros mismos, sin embargo, hay gran diferencia en cuanto al modo de
conocernos. Porque según el juicio de la carne, le parece al hombre que se
conoce muy bien cuando fiado en su entendimiento y virtud, se siente con ánimo
para cumplir con su deber, y renunciando a todos los vicios se esfuerza con todo
ahincó en poner por obra lo que es justo y recto. Mas el que se examina y
considera según la regla del juicio de Dios, no encuentra nada en que poder
confiar, y cuanto más profundamente se examina, tanto más se siente abatido,
hasta tal punto que, desechando en absoluto la confianza en sí mismo, no
encuentra nada en sí con que ordenar su propia vida.
Sin embargo, no quiere Dios que nos olvidemos de la primera nobleza y dignidad
con que adornó a nuestro primer padre Adán; la cual ciertamente debería
incitarnos a practicar la justicia y la bondad. Porque no es posible verdaderamente
pensar en nuestro primer origen o el fin para el que hemos sido creados, sin
sentirnos espoleados y estimulados a considerar la vida eterna y a desear el reino
de Dios. Pero este conocimiento, tan lejos está de darnos ocasión de
ensoberbecernos, que más bien nos humilla y abate.
Porque, ¿cuál es aquel origen? Aquel en el que no hemos permanecido, sino del
que hemos caído. ¿Cuál aquel fin para que fuimos creados? Aquel del que del
todo nos hemos apartado, de manera que, cansados ya del miserable estado y
condición en que estamos, gemimos y suspiramos por aquella excelencia que
perdimos. Así pues, cuando decimos que el hombre no puede considerar en sí
mismo nada de que gloriarse, entendemos que no hay en él cosa alguna de parte
suya de la que se pueda enorgullecer.
Por tanto, si no parece mal, dividamos como sigue el conocimiento que el hombre
debe tener de sí mismo: en primer lugar, considere cada uno para qué fin fue
creado y dotado de dones tan excelentes; esta consideración le llevará a meditar
en el culto y servicio que Dios le pide, y a pensar en la vida futura. Después,
piense en sus dones, o mejor, en la falta que tiene de ellos, con cuyo conocimiento
se sentirá extremadamente confuso, como si se viera reducido a la nada. La
primera consideración se encamina a que el hombre conozca cuál es su
obligación y su deber; la otra, a que conozca las fuerzas con que cuenta para
hacer lo que debe. De una y otra trataremos, según lo requiere el orden de la
exposición.
4. LA CAUSA VERDADERA DE LA CAÍDA DE ADÁN FUE LA
INCREDULIDAD

Mas, como no pudo ser un delito ligero, sino una maldad detestable, lo que Dios
tan rigurosamente castigó, debemos considerar aquí qué clase de pecado fue la
caída de Adán, que movió a Dios a imponer tan horrendo castigo a todo el linaje
humano.
Pensar que se trata de la gula es una puerilidad. Como si la suma y perfección de
todas las virtudes pudiera consistir en abstenerse de un solo fruto, cuando por
todas partes había abundancia grandísima de cuantos regalos se podían desear; y
en la bendita fertilidad de la tierra, no solamente había abundancia de regalos,
sino también gran diversidad de ellos.
Hay, pues, que mirar más alto, y es que el prohibir Dios al hombre que tocase el
árbol de la ciencia del bien y del mal fue una prueba de su obediencia, para que
así mostrase que de buena voluntad se sometía al mandato de Dios. El mismo
nombre del árbol demuestra que el mandato se había dado con el único fin de
que, contento con su estado y condición, no se elevase más alto, impulsado por
algún loco y desordenado apetito. Además la promesa que se le hizo, que sería
inmortal mientras comiera del árbol de vida, y por el contrario, la terrible amenaza
de que en el punto en que comiera del árbol de la ciencia del bien y del mal,
moriría, era para probar y ejercitar su fe. De aquí claramente se puede concluir de
qué modo ha provocado Adán contra sí la ira de Dios. No se expresa mal san
Agustín, cuando dice que la soberbia ha sido el principio de todos los males,
porque si la ambición no hubiera transportado al hombre más alto de lo que le
pertenecía, muy bien hubiera podido permanecer en su estado.1 No obstante,
busquemos una definición más perfecta de esta clase de tentación que nos refiere
Moisés.
Cuando la mujer con el engaño de la serpiente se apartó de la fidelidad a la
palabra de Dios, claramente se ve que el principio de la caída fue la
desobediencia, y así lo confirma también san Pablo, diciendo que "por la
desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores" (Rom.
5,19). Además de esto hay que notar que el primer hombre se apartó de la
obediencia de Dios, no solamente por haber sido engañado con los
embaucamientos de Satanás, sino porque despreciando la verdad siguió la
mentira. De hecho, cuando no se tiene en cuenta la palabra de Dios se pierde todo
el temor que se le debe. Pues no es posible que su majestad subsista entre
nosotros, ni puede permanecer su culto en su perfección si no estamos pendientes
de su palabra y somos regidos por ella. Concluyamos, pues, diciendo que la
infidelidad fue la causa de esta caída.
Consecuencia de la incredulidad. De ahí procedió la ambición y soberbia, a las
que se juntó la ingratitud, con que Adán, apeteciendo más de lo que se le había
concedido, vilmente menospreció la gran liberalidad de Dios, por la que había sido
tan enriquecido. Ciertamente fue una impiedad monstruosa que el que acababa de
ser formado de la tierra no le contentase con ser hecho a semejanza de Dios, sino
que también presendiese ser igual a Él. Si la apostasía por la que el hombre se
apartó de tal sujeción de su Creador, o por mejor decir, desvergonzadamente
desechó su yugo, es una cosa abominable y vil, es vano querer excusar el pecado
de Adán.
Pues no fue una mera apostasía, sino que estuvo acompañada de abominables
injurias contra Dios, poniéndose de acuerdo con Satanás, que calumniosamente
acusaba a Dios de mentiroso, envidioso y malvado. En fin, la infidelidad abrió la
puerta a la ambición, y la ambición fue madre de la contumacia y la obstinación,
de tal manera que Adán y Eva, dejando a un lado todo temor de Dios, se
precipitasen y diesen consigo en todo aquello hacia lo que su desenfrenado
apetito los llevaba. Por tanto, muy bien dice san Bernardo que la puerta de nuestra
salvación se nos abre cuando oímos la doctrina evangélica con nuestros oídos,
igual que ellos, escuchando a Satanás, fueron las ventanas por donde se nos
1
San Agustín, en Salmo 18, 2.
metió la muerte2. Porque nunca se hubiera atrevido Adán a resistir al mandato de
Dios, si no hubiera sido incrédulo a su palabra. En verdad no había mejor freno
para dominar y regir todos los afectos, que saber que lo mejor era obedecer al
mandato de Dios y cumplir con el deber, y que lo sumo de la bienaventuranza
consiste en ser amados por Dios. Al dejarse, pues, arrebatar por las blasfemias
del diablo, deshizo y aniquiló, en cuanto pudo, toda la gloria de Dios.
5. LAS CONSECUENCIAS DE LA CAÍDA DE ADÁN AFECTAN A TODA SU
POSTERIDAD Y A LA CREACIÓN ENTERA

Consistiendo, pues, la vida espiritual de Adán en estar unido con su Creador, su


muerte fue apartarse de Él. Y no hemos de maravillarnos de que con su
alejamiento de Dios haya arruinado a toda su posteridad, pues con ello pervirtió
todo el orden de la naturaleza en el cielo y en la tierra. "Toda criatura gime a una,"
dice san Pablo, "porque... fue sujetada a vanidad, no por su propia voluntad"
(Rom. 8,22 . 20). Si se busca la causa de ello, no hay duda de que se debe a que
padecen una parte del castigo y de la pena que mereció el hombre, para cuyo
servicio fueron creados. Así, pues, si la maldición de Dios lo llenó todo de arriba
abajo y se derramó por todas las partes del mundo a causa del pecado de Adán,
no hay por qué extrañarse de que se haya propagado también a su posteridad.
Por ello, al borrarse en él la imagen celestial, no ha sufrido él solo este castigo,
consistente en que a la sabiduría, poder, santidad, verdad y justicia de que estaba
revestido y dotado hayan sucedido la ceguera, la debilidad, la inmundicia, la
vanidad y la injusticia, sino que toda su posteridad se ha visto envuelta y
encenagada en estas mismas miserias. Ésta es la corrupción que por herencia
nos viene, y que los antiguos llamaron pecado original, entendiendo por la palabra
"pecado" la depravación de la naturaleza, que antes era buena y pura.
Lucha de los Padres de la Iglesia contra la "imitación" de los pelagianos. Sobre
esta materia sostuvieron grandes disputas, porque no hay cosa más contraria a
nuestra razón que afirmar que por la falta de un solo hombre todo el mundo es
culpable, y con ello hacer el pecado común.
Ésta parece ser la causa de que los más antiguos doctores de la Iglesia hablaran
tan oscuramente en esta materia, o por lo menos no la explicasen con la claridad
que el asunto requería. Sin embargo, tal temor no pudo impedir que surgiera
Pelagio, cuya profana opinión era que Adán, al pecar, se dañó sólo a sí mismo, y
no a sus descendientes. Sin duda, Satanás, al encubrir la enfermedad con esta
astucia, pretendía hacerla incurable. Mas como se le convencía, con evidentes
testimonios de la Escritura, de que el pecado había descendido del primer hombre
a toda su posteridad, él argüía que había descendido por imitación, y no por
generación. Por esta razón aquellos santos varones, especialmente san Agustín,
se esforzaron cuanto pudieron para demostrar que nuestra corrupción no proviene
de la fuerza de los malos ejemplos que en los demás hayamos podido ver, sino
que salimos del mismo seno materno con la perversidad que tenemos, lo cual no

2
Bernardo Claravallo, en Cantar de los Cantares, serm. 28.
se puede negar sin gran descaro. Pero nadie se maravillará de la temeridad de los
pelagianos y de los celestinos, si ha leído en los escritos de san Agustín qué
desenfreno y brutalidad han desplegado en las demás controversias.
Ciertamente es indiscutible lo que confiesa David : que ha sido engendrado en
iniquidad y que su madre le ha concebido en pecado (Sal 51,5). No hace
responsables a las faltas de sus padres, sino que para más glorificar la bondad de
Dios hacia él, recuerda su propia perversidad desde su misma concepción. Ahora
bien, como consta que no ha sido cosa exclusiva de David, siguese que con su
ejemplo queda demostrad la común condición y el estado de todos los hombres.
Por tanto, todos nosotros, al ser engendrados de una simiente inmunda, nacemos
infectados por el pecado, y aun antes de ver la luz estamos manchados y
contaminados ante la faz de Dios. Porque, ¿"quién hará limpio a lo inmundo"?;
nadie, como está escrito en el libro de Job (Job 14,4).
6. LA DEPRAVACIÓN ORIGINAL SE NOS COMUNICA POR
PROPAGACIÓN

Oímos que la mancha de los padres se comunica a los hijos de tal manera, que
todos, sin excepción alguna, están manchados desde que empiezan a existir. Pero
no se podrá hallar el principio de esta mancha si no ascendemos como a fuente y
manantial hasta nuestro primer padre. Hay, pues, que admitir como cierto que
Adán no solamente ha sido el progenitor del linaje humano, sino que ha sido,
además, su raíz; y por eso, con razón, con su corrupción ha corrompido a todo el
linaje humano. Lo cual claramente muestra el Apóstol por la comparación que
establece entre Adán y Cristo, diciendo : como por un hombre entró el pecado en
todo el mundo, y por el pecado la muerte, la cual se extendió a todos los hombres,
pues todos pecaron, de la misma manera por la gracia de Cristo, la justicia y la
vida nos son restituidas (Rom. 5,12 .18). ¿Qué dirán a esto los pelagianos? ¿Que
el pecado de Adán se propaga por imitación? ¿Entonces, el único provecho que
obtenemos de la justicia de Cristo consiste en que nos es propuesto como
dechado y ejemplo que imitar? ¿Quién puede aguantar tal blasfemia? Si es
evidente que la justicia de Cristo es nuestra por comunicación y que por ella
tenemos la vida, síguese por la misma razón que una y otra fueron pérdidas en
Adán, recobrándose en Cristo; y que el pecado y la muerte han sido engendrados
en nosotros por Adán, siendo abolidos por Cristo. No hay oscuridad alguna en
estas palabras: muchos son justificados por la obediencia de Cristo, como fueron
constituidos pecadores por la desobediencia de Adán. Luego, como Adán fue
causa de nuestra ruina envolviéndonos en su perdición, así Cristo con su gracia
volvió a darnos la vida. No creo que sean necesarias más pruebas para una
verdad tan manifiesta y clara. De la misma manera también en la primera carta a
los Corintios, queriendo confirmar a los piadosos con la esperanza de la
resurrección, muestra qué en Cristo se recupera la vida que en Adán habíamos
perdido (1 Cór. 15, 22). Al decir que todos nosotros hemos muerto en Adán,
claramente da a entender que estamos manchados con el contagio del pecado,
pues la condenación no alcanzaría a los que no estuviesen tocados del pecado.
Pero su intención puede comprenderse mejor aún por lo que añade eh la segunda
parte, al decir que 'la esperanza de vida nos es restituida 'por Cristo'. Bien
sabemos que esto se verifica solamente cuando Jesucristo se nos comunica,
infundiendo en nosotros la virtud de su justicia, como se dice en otro lugar: que su
Espíritu nos es vida por su justicia. (Rom. 8,10). Así que de ninguna otra manera
se puede interpretar el texto "nosotros hemos muerto en Adán" sino diciendo que
él, al pecar, no solamente se buscó a sí mismo la ruina y la perdición, sino que
arrastró consigo a todo el linaje humano al mismo despeñadero; y no de manera
que la culpa sea solamente suya y no nos toque nada a nosotros, pues con su
caída infectó a toda su descendencia. Pues de otra manera no podría ser verdad
lo que dice san Pablo que todos por naturaleza son hijos de ira (Ef. 2, 3), si no
fuesen ya malditos en el mismo vientre de su madre. Cuando hablamos de
naturaleza, fácilmente se comprende que no nos referimos a la naturaleza tal cual
fue creada por Dios, sino como quedó corrompida en Adán, pues no es ir por buen
camino hacer a Dios autor de la muerte. De tal suerte, pues, se corrompió Adán,
que su contagio se ha comunicado a toda su posteridad. Con suficiente claridad el
mismo Jesucristo, Juez ante el cual todos hemos de rendir cuentas, declara que
todos nacemos malos y viciosos: "Lo que es nacido de la carne, carne es" (Jn. 3,
6), y por lo mismo a todos les está cerrada la puerta de la vida hasta que son
regenerados.
7. RESPUESTA A DOS OBJECIONES

Y no es menester que para entender esto nos enredemos en la enojosa disputa


que tanto dio que hacer a los antiguos doctores, de si el alma del hijo procede de
la sustancia del alma del padre, ya que en el alma reside la corrupción original.
Bástenos saber al respecto, que el Señor puso en Adán los dones y las gracias
que quiso dar al género humano. Por tanto, al perder él lo que recibió, no lo perdió
para él solamente, sino que todos lo perdimos juntamente con él. ¿A quién le
puede preocupar el origen del alma, después de saber que Adán había recibido
tanto para él como para nosotros, los dones que perdió, puesto que Dios no los
había concedido a un solo hombre, sino a todo el género humano? No hay, pues,
inconveniente alguno en que al ser él despojado de tales dones, la naturaleza
humana también quede privada de ellos; en que al mancharse él con el pecado,
se comunique la infección a todo el género humano. Y como de una raíz podrida
salen ramas podridas, que a su vez comunican su podredumbre a los vástagos
que originan, así son dañados en el padre los hijos, que a su vez comunican la
infección a sus descendientes. Quiero con ello decir que Adán fue el principio de la
corrupción que perpetuamente se comunica de unas a otras generaciones. Pues
este contagio no tiene su causa y fundamento en la sustancia de la carne o del
alma, sino que procede de una ordenación divina, según la cual los dones que
concedió al primer hombre le eran comunes a él y a sus descendientes, tanto para
conservarlos como para perderlos.
Es también fácil de refutar lo que afirman los pelagianos, que no es verosímil que
los hijos nacidos de padres fieles resulten afectados por la corrupción original,
pues deben quedar purificados con su pureza; pero los hijos no proceden de
regeneración espiritual, sino de la generación carnal. Como dice san Agustín:
"Trátese de un infiel condenado o de un fiel perdonado, ni el uno ni el otro
engendran hijos perdonados, sino condenados, porque engendran según su
naturaleza corrompida"3. El que de alguna manera comuniquen algo de su
santidad es una bendición especial de Dios, que no impide que la primera
maldición se propague universalmente al género humano; porque tal condenación
viene de la naturaleza, y el que sean santificados proviene de la gracia
sobrenatural.
8. DEFINICIÓN DEL PECADO ORIGINAL

A fin de no hablar de esto infundadamente, definamos el pecado original. No


quiero pasar revista a todas las definiciones propuestas por los escritores; me
limitaré a exponer una, que me parece muy conforme a la verdad. Digo, pues, que
el pecado original es una corrupción y perversión hereditarias de nuestra
naturaleza, difundidas en todas las partes del alma; lo cual primeramente nos hace
culpables de la ira de Dios, y, además, produce en nosotros lo que la Escritura
denomina "obras de la carne". Y esto es precisamente lo que san Pablo tantas
veces llama "pecado". Las obras que de él proceden, como son los adulterios,
fornicaciones, hurtos, odios, muertes, glotonerías (Gál. 5, 19), las llama por esta
razón frutos de pecado; aunque todas estas obras son comúnmente llamadas
pecado en toda la Escritura, como en el mismo san Pablo.
Somos culpables ante Dios. Es menester, pues, que consideremos estas dos
cosas por separado: a saber, que de tal manera estamos corrompidos en todas las
partes de nuestra naturaleza, que por esta corrupción somos con justo título reos
de condenación ante los ojos de Dios, a quien sólo le puede agradar la justicia, la
inocencia y la pureza. Y no hemos de pensar que la causa de esta obligación es
únicamente la falta de otro, como si nosotros pagásemos por el pecado de Adán,
sin haber tenido en ello parte alguna. Pues, al decir que por el pecado de Adán
nos hacemos reos ante el juicio de Dios, no queremos decir que seamos
inocentes, y que padecemos la culpa de su pecado sin haber merecido castigo
alguno, sino que, porque con su transgresión hemos quedado todos revestidos de
maldición, él nos ha hecho ser reos. No entendamos que solamente nos ha hecho
culpables de la pena, sin habernos comunicado su pecado, porque, en verdad, el
pecado que de Adán procede reside en nosotros, y con toda justicia se le debe el
castigo. Por lo cual san Agustín4, aunque muchas veces le llama pecado ajeno
para demostrar más claramente que lo tenemos por herencia, sin embargo afirma
que nos es propio a cada uno de nosotros. Y el mismo Apóstol clarísima-mente
testifica que la muerte se apoderó de todos los hombres "porque todos han
pecado" (Rom. 5,12).

3
De la Gracia de Cristo y del Pecado Original, lib. II, cap. XI, 45.
4
Principalmente en De la Pena y de la Remisión de los Pecados, lib. III, cap. 8, 15.
Por esta razón los mismos niños vienen ya del seno materno envueltos en esta
condenación, a la que están sometidos, no por el pecado ajeno, sino por el suyo
propio. Porque, si bien no han producido aún los frutos de su maldad, sin embargo
tienen ya en sí la simiente; y lo que es más, toda su naturaleza no es más que
germen de pecado, por lo cual no puede por menos que ser odiosa y abominable
a Dios. De donde se sigue que Dios con toda justicia la reputa como pecado,
porque si no hubiese culpa, no estaríamos sujetos a condenación.
Nosotros producimos las "obras de la carne". El otro punto que tenemos que
considerar es que esta perversión jamás cesa en nosotros, sino que de continuo
engendra en nosotros nuevos frutos, a saber, aque llas obras de la carne de las
que poco antes hemos hablado, del mismo modo que un horno encendido echa
sin cesar llamas y chispas, o un manantial el agua. Por lo cual los que han definido
el pecado original como una "carencia de la justicia original" que deberíamos
tener, aunque con estas palabras han expresado la plenitud de su sustancia, no
han expuesto, sin embargo, suficientemente su fuerza y actividad. Porque nuestra
naturaleza no solamente está vacía y falta del bien, sino que además es también
fértil y fructífera en toda clase de mal, sin que pueda permanecer ociosa.
Los que la llaman "concupiscencia" no han usado un término muy fuera de
propósito siempre que añadan – a lo cual muchos de ellos se resisten – que todo
cuanto hay en el hombre, sea el entendimiento, la voluntad, el alma o la carne,
todo está mancillado y saturado por esta concupiscencia; o bien, para decirlo más
brevemente, que todo el hombre no es en sí mismo más que concupiscencia.
9. TODAS LAS PARTES DEL ALMA ESTÁN POSEÍDAS POR EL PECADO

Por esto dije antes que, después de que Adán se apartó de la fuente de la justicia,
todas las partes del hombre se encuentran poseídas por el pecado. Porque no
solamente su apetito inferior o sensualidad le indujo al mal, sino que aquella
maldita impiedad penetró incluso a lo supremo y más excelente del espíritu, y la
soberbia penetró hasta lo más secreto del corazón. Así que es locura y desatino
querer restringir la corrupción que de ella procedió, únicamente a los movimientos
o apetitos sensuales, como comúnmente son llamados, o llamarla "foco de fuego"
que convida, atrae y provoca a pecar sólo a la sensualidad. En lo cual Pedro
Lombardo, a quien llaman el Maestro de las Sentencias, ha demostrado una crasa
ignorancia, pues preguntando por la sede de este vicio dice que es la carne, según
lo indica san Pablo; y añade su glosa, diciendo que no es así estrictamente, sino
sólo porque se muestra más evidentemente en la carne. Como si san Pablo dijese
solamente una parte del alma, y no toda la naturaleza, la cual se opone a la gracia
sobrenatural. El mismo Pablo ha suprimido esta duda diciendo que el pecado no
tiene su asiento en una sola parte, sino que no hay nada puro ni limpio de su
mortal corrupción. Porque al disputar de la naturaleza corrompida, no solamente
condena los movimientos desordenados de los apetitos que se ven, sino que
insiste ante todo en que el entendimiento está ciego y el corazón inclinado a la
perversidad. Indudablemente todo el capítulo tercero de la epístola a los Romanos
no es otra cosa que una descripción del pecado original.
Esto se ve más claramente aún por la regeneración. Porque el "espíritu", que se
opone al viejo hombre y a la carne, no solamente indica la gracia con la que la
parte inferior o sensualidad es corregida, sino también la entera y completa
reforma de todas las partes. Y por ello san Pablo, no solamente manda derribar y
destruir los grandes apetitos, sino que quiere también que seamos renovados en
el espíritu del entendimiento (Ef 4,23); y en otro lugar, que seamos transformados
por medio de la renovación del entendimiento (Rom. 12, 2); de donde se sigue que
la parte en la cual más se muestra la excelencia y nobleza del alma, no solamente
está tocada y herida, sino de tal manera corrompida, que no sólo necesita ser
curada, sino que tiene necesidad de vestirse de otra nueva naturaleza.
Luego veremos de qué manera el pecado ocupa el entendimiento y el corazón.
Ahora solamente quiero, como de paso, mostrar que todo el hombre, de los pies a
la cabeza, está como anegado en un diluvio, de modo que no hay en él parte
alguna exenta o libre de pecado, y, por tanto, cuanto de él procede se le imputa
como pecado, según lo que dice san Pablo, que todos los afectos de la carne son
enemigos de Dios y, por consiguiente, muerte (Rom. 8, 7).
10. LA CAUSA DEL PECADO NO ESTÁ EN DIOS SINO EN LOS HOMBRES

Vean, pues, los que se atreven a imputar a Dios la causa de sus pecados, por qué
decimos que los hombres son viciosos por naturaleza. Ellos obran perversamente
al considerar la obra de Dios en su corrupción, cuando deberían buscarla en la
naturaleza perfecta e incorrupta en la que Dios creó a Adán. Así que nuestra
perdición procede de la culpa de nuestra carne, y no de Dios; pues no estamos
perdidos sino porque hemos degenerado de la primera condición y estado en que
fuimos creados.
Y no hay motivo para que alguno replique que Dios podía haber provisto mucho
mejor a nuestra salvación, si hubiera prevenido la caída de Adán. Pues esta
objeción, por una parte es abominable por su excesiva curiosidad y temeridad5, y
por otra pertenece al misterio de la predestinación, del cual trataremos
oportunamente.
Así pues, procuremos imputar siempre nuestra caída a la corrupción de nuestra
naturaleza, y en modo alguno a la naturaleza con que Adán fue creado; y así no
acusaremos a Dios de que todo nuestro mal nos viene de Él. Es cierto que esta
herida mortal del pecado está en nuestra naturaleza; pero hay una gran diferencia
en que este mal sea de origen y le afecte desde un principio, o que le haya
sobrevenido luego de otra manera. Ahora bien, está claro que reinó por el pecado;
así que no podemos quejamos más que de nosotros mismos, como lo hace notar
con gran diligencia la Escritura; porque dice el Eclesiastés: "He aquí, solamente
esto he hallado : que Dios hizo al hombre recto, pero ellos buscaron muchas
perversiones" (Ec1.7, 29). Con esto se ve bien claro, que solamente al hombre ha

5
El francés añade: "que no debe entrar en la mente de los fieles". Así también el latín.
de imputarse su caída, ya que por la bondad de Dios fue adornado de rectitud,
pero por su locura y desvarío cayó en la vanidad.
11. DISTINCIÓN ENTRE PERVERSIDAD "DE NATURALEZA" Y
PERVERSIDAD "NATURAL"

Decimos, pues, que el hombre se halla afectado de una corrupción natural, pero
que esta corrupción no le viene de su naturaleza. Negamos que haya provenido
de su naturaleza para demostrar que se trata más bien de una cualidad adventicia
con una procedencia extraña, que no. una propiedad sustancial innata. Sin
embargo, la llamamos natural, para que nadie piense que se adquiere por una
mala costumbre, pues nos domina a todos desde nuestro nacimiento.
Y no se trata de una opinión nuestra, pues por la misma razón el Apóstol dice que
todos somos por naturaleza hijos de ira (Ef. 2, 3). ¿Cómo iba a estar Dios airado
con la más excelente de sus criaturas, cuando le complacen las más ínfimas e
insignificantes? Es que Él está enojado, no con su obra, sino con la corrupción de
la misma. Así pues, si se dice con razón que el hombre, por tener corrompida su
naturaleza, es naturalmente abominable a los ojos de Dios, con toda razón
también podemos decir que es naturalmente malo y vicioso. Y san Agustín no
duda en absoluto en llamar naturales a nuestros pecados a causa de nuestra
naturaleza corrompida, pues necesariamente reinan en nuestra naturaleza cuando
la gracia de Dios no está presente.
Así se refuta el desvarío de los maniqueos, que imaginando una malicia esencial
en el hombre, se atrevieron a decir que fue creado por otro, para no atribuir a Dios
el principio y la causa del mal.

CAPÍTULO II: EL HOMBRE SE ENCUENTRA AHORA DESPOJADO DE SU


ARBITRIO, Y MISERABLEMENTE SOMETIDO A TODO MAL

1. PELIGROS DEL ORGULLO Y LA INDOLENCIA

Después de haber visto que la tiranía del pecado, después de someter al primer
hombre, no solamente consiguió el dominio sobre todo el género humano, sino
que domina totalmente en el alma de cada hombre en particular, debemos
considerar ahora si, después de haber caído en este cautiverio, hemos perdido
toda la libertad que teníamos, o si queda aún en nosotros algún indicio de la
misma, y hasta dónde alcanza. Pero para alcanzar más fácilmente la verdad de
esta cuestión, debemos poner un blanco en el cual concentrar todas nuestras
disputas. Ahora bien, el mejor medio de no errar es considerar los peligros que
hay por una y otra parte. Pues cuando el hombre es privado de toda rectitud, luego
toma de ello ocasión para la indolencia; porque cuando se dice al hombre que por
sí mismo no puede hacer bien alguno, deja de aplicarse a conseguirlo, como si
fuera algo que ya no tiene nada que ver con él. Y al contrario, no se le puede
atribuir el menor mérito del mundo, pues al momento despoja a Dios de su propio
honor y se infla de vana confianza y temeridad. Por tanto, para no caer en tales
inconvenientes, hay que usar de tal moderación que el hombre, al enseñarle que
no hay en él bien alguno y que está cercado por todas partes de miseria_ y
necesidad, comprenda, sin embargo, que ha de tender al bien de que está privado
y a la libertad de la que se halla despojado, y se despierte realmente de su torpeza
más que si le hiciesen comprender que tenía la mayor virtud y poder para
conseguirlo.
Hay que glorificar a Dios con la humildad. No hay quien no vea cuán necesario es
lo segundo, o sea, despertar al hombre de su negligencia y torpeza. En cuanto a lo
primero – demostrarle su miseria –, hay muchos que lo dudan más de lo que
debieran. Porque, si concedemos que no hay que quitar al hombre nada que sea
suyo, también es evidente que es necesario despojarle de la gloria falsa y vana.
Porque, si no le fue lícito al hombre gloriarse de sí mismo ni cuando estaba
adornado, por la liberalidad de Dios, de dones y gracias tan excelentes, ¿hasta
qué punto no debería ahora ser humillado, cuando por su ingratitud se ve rebajado
a una extrema ignominia, al perder la excelencia que entonces tenía? En cuanto a
aquel momento en que el hombre fue colocado en la cumbre de su honra, la
Escritura todo lo que le permite atribuirse es decir que fue creado a la imagen de
Dios, con lo cual da a entender que era rico y bienaventurado, no por sus propios
bienes, sino por la participación que tenía de Dios. ¿Qué le queda pues, ahora,
sino al verse privado y despojado de toda gloria, reconocer a Dios, a cuya
liberalidad no pudo ser agradecido cuando estaba enriquecido con todos los dones
de su gracia? Y ya que no le glorificó reconociendo los dones que de Él recibió,
que al menos ahora le glorifique confesando su propia indigencia. Además no nos
es menos útil el que se nos prive de toda alabanza de sabiduría y virtud, que
necesario para mantener la gloria de Dios. De suerte que los que nos atribuyen
más de lo que es nuestro, no solamente cometen un sacrilegio, quitando a Dios lo
que es suyo, sino que también nos arruinan y destruyen a nosotros mismos.
Porque, ¿qué otra cosa hacen cuando nos inducen a caminar con nuestras
propias fuerzas, sino encumbrarnos en una caña, la cual al quebrarse da en
seguida con nosotros en tierra? Y aun excesiva honra se tributa a nuestras
fuerzas, comparándolas con una caña, porque no es más que humo todo cuanto
los hombres vanos imaginan y dicen de ellas. Por ello, no sin motivo repite tantas
veces san Agustín esta sentencia: que los que defienden el libre arbitrio más bien
lo echan por tierra, que no lo confirman.
Ha sido necesario hacer esta introducción, a causa de ciertos hombres, los cuales
de ninguna manera pueden sufrir que la potencia del hombre sea confundida y
destruida, para establecer en él la de Dios, por lo cual juzgan que esta disputa no
solamente es inútil, sino muy peligrosa. Sin embargo, a nosotros nos parece muy
provechosa, y uno de los fundamentos de nuestra religión.
2. LA OPINIÓN DE LOS FILÓSOFOS
Puesto que poco antes hemos dicho que las potencias del alma están situadas en
el entendimiento y en el corazón, consideremos ahora cada una de ellas.
Los filósofos de común asentimiento piensan que la razón se asienta en el
entendimiento, la cual como una antorcha alumbra y dirige nuestras deliberaciones
y propósitos, y rige, como una reina, a la voluntad. Pues se figuran que está tan
llena de luz divina, que puede perfectamente aconsejar; y que tiene tal virtud, que
puede muy bien mandar. Y, al contrario, que la parte sensual está llena de
ignorancia y rudeza, que no puede elevarse a la consideración de cosas altas y
excelentes, sino que siempre anda a ras de tierra; y que el apetito, si se deja llevar
de la razón y no se somete a la sensualidad, tiene un cierto impulso natural para
buscar lo bueno y honesto, y puede así seguir el recto camino; por el contrario, si
se entrega a la sensualidad, ésta lo corrompe y deprava, con lo que se entrega sin
freno a todo vicio e impureza.
Habiendo, pues, entre las facultades del alma, según ellos, entendimiento,
sensualidad, y apetito o voluntad, como más comúnmente se le llama, dicen que el
entendimiento tiene en sí la razón para encaminar al hombre a vivir bien y
santamente, siempre que él mantenga su nobleza y use de la virtud y poder que
naturalmente reside en él. En cuanto al movimiento inferior, que llaman
sensualidad, con el cual es atraído hacia el error, opinan que con el
amaestramiento de la razón poco a poco puede ser domado y desterrado.
Finalmente, a la voluntad la ponen como medio entre la razón y la sensualidad, a
saber, con libertad para obedecer a la razón si le parece, o bien para someterse a
la sensualidad.
3. LA PERPLEJIDAD DE LOS FILÓSOFOS

Es verdad que ellos, forzados por la experiencia misma, no niegan cuán difícil le
resulta al hombre erigir en sí mismo el reino de la razón; pues unas veces se
siente seducido por los alicientes del placer, otras es engañado por una falsa
apariencia de bien, y otras se ve fuertemente combatido por afectos
desordenados, que a modo de cuerdas – según Platón – tiran de él y le llevan de
un lado para otro6. Y por lo mismo dice Cicerón que aquellas chispitas de bien,
que naturalmente poseemos, pronto son apagadas por las falsas opiniones y las
malas costumbres7. Admiten también, que tan pronto como tales enfermedades se
apoderan del espíritu del hombre, reinan allí tan absolutamente, que no es fácil
reprimirlas; y no dudan en compararlas a caballos desbocados y feroces. Porque,
como un caballo salvaje, al echar por tierra a su jinete, respinga y tira coces sin
medida, así el alma, al dejar de la mano a la razón, entregándose a la
concupiscencia se desboca y rompe del todo los frenos.
Resumen de sus enseñanzas. Por lo demás, tienen por cosa cierta que las
virtudes y los vicios están en nuestra potestad. Porque si tenemos opción – dicen

6
De las Leyes, lib. I.
7
Tusculanas, lib. III.
– de hacer el bien o el mal, también la tendremos para abstenemos de hacerlo8; y
si somos libres de abstenemos, también lo seremos para hacerlo. Y parece
realmente que todo cuanto hacemos, lo hacemos por libre elección, e igualmente
cuando nos abstenemos de alguna cosa. De lo cual se sigue, que si podemos
hacer alguna cosa buena cuando se nos antoja, también la podemos dejar de
hacer; y si algún mal cometemos, podemos también no cometerlo. Y, de hecho,
algunos de ellos llegaron a tal desatino, que jactanciosamente afirmaron que es
beneficio de los dioses que vivamos, pero es mérito nuestro el vivir honesta y
santamente. Y Cicerón se atrevió a decir, en la persona de Cota, que como cada
cual adquiere su propia virtud, ninguno entre los sabios ha dado gracias a Dios por
ella; porque — dice él — por la virtud somos alabados, y de ella nos gloriamos; lo
cual no sería así, si la virtud fuese un don de Dios y no procediese de nosotros
mismos9. Y un poco más abajo: la opinión de todos los hombres es que los bienes
temporales se han de pedir a Dios, pero que cada uno ha de buscar por sí mismo
la sabiduría.
En resumen, ésta es la doctrina de los filósofos: La razón, que reside en el
entendimiento, es suficiente para dirigirnos convenientemente y mostrarnos el bien
que debemos hacer; la voluntad, que depende de ella, se ve solicitada al mal por
la sensualidad; sin embargo, goza de libre elección y no puede ser inducida a la
fuerza a desobedecer a la razón.
4. LOS PADRES ANTIGUOS HAN SEGUIDO EXCESIVAMENTE A LOS
FILÓSOFOS

En cuanto a los doctores de la Iglesia, aunque no ha habido ninguno que no


comprendiera cuán debilitada está la razón en el hombre a causa del pecado, y
que la voluntad se halla sometida a muchos malos impulsos de la concupiscencia,
sin embargo, la mayor parte de ellos han aceptado la opinión de los filósofos
mucho más de lo que hubiera sido de desear. A mi parecer, ello se debe a dos
razones. La primera, porque temían que si quitaban al hombre toda libertad para
hacer el bien, los filósofos con quienes se hallaban en controversia se mofarían de
su doctrina. La segunda, para que la carne, ya de por sí excesivamente tarda para
el bien, no encontrase en ello un nuevo motivo de indolencia y descuidase el
ejercicio de la virtud. Por eso, para no enseñar algo contrario a la común opinión
de los hombres, procuraron un pequeño acuerdo entre la doctrina de la Escritura y
la de los filósofos. Sin embargo, se ve bien claro por sus escritos que lo que
buscaban es lo segundo, o sea, incitar a los hombres a obrar bien.
Crisóstomo dice en cierto lugar: "Dios nos ha dado la facultad de obrar bien o mal,
dándonos el libre arbitrio para escoger el primero y dejar el segundo; no nos lleva
a la fuerza, pero nos recibe si voluntaria-mente vamos a Él"10. Y: "Muchas veces el
malo se hace bueno si quiere, y el bueno cae por su torpeza y se hace malo,

8
Aristóteles, Ética, lib. III, cap. v.
9
De la Naturaleza de los Dioses, Lib. III.
10
Homilías de la traición de Judas; 1, 3.
porque Dios ha conferido a nuestra naturaleza el libre albedrío y no nos impone
las cosas por necesidad, sino que nos da los remedios de que hemos de
servirnos, si nos parece bien"11. Y también: "Así como no podremos jamás hacer
ninguna obra buena sin ayuda de la gracia de Dios, tampoco, si no ponemos lo
que está de nuestra parte, podremos nunca conseguir su gracia." Y antes había
dicho: "Para que no todo sea mero favor divino, es preciso que pongamos algo de
nuestra parte"12. Y es una frase muy corriente en él: "Hagamos lo que está de
nuestra parte, y Dios suplirá lo demás"13.
Esto mismo es lo que dice san Jerónimo: "A nosotros compete el comenzar, a
Dios el terminar; a nosotros, ofrecer lo que podemos; a Él hacer lo que no
podemos."
Claramente vemos por estas citas, que han atribuido al hombre, respecto al
ejercicio de la virtud, más de lo debido, porque pensaban que no se podía suprimir
la pereza de nuestra alma, sino convenciéndonos de que en nosotros únicamente
está la causa de no hacer lo que debiéramos. Luego veremos con qué habilidad
han tratado este punto. Aunque también mostraremos cuán falsas son estas
sentencias que hemos citado.
Imprecisión de la enseñanza de los Padres. Aunque los doctores griegos, más que
nadie, y especialmente san Crisóstomo, han pasado toda medida al ensalzar las
fuerzas de la voluntad del hombre, sin embargo todos los escritores antiguos,
excepto san Agustín, son tan variables o hablan con tanta duda y oscuridad de
esta materia, que apenas es posible deducir nada cierto de sus escritos. Por lo
cual no nos detendremos en exponer sus particulares opiniones, sino solamente
de paso tocaremos lo que unos y otros han dicho, según lo pida la materia que
estamos tratando.
En cuanto a los escritores posteriores, pretendiendo cada uno demostrar su
ingenio en defensa de las fuerzas humanas, los unos después de los otros han ido
poco a poco cayendo de mal en peor, hasta llegar a hacer creer a todo el mundo
que el hombre no está corrompido más que en su naturaleza sensual, pero que su
razón es perfecta, y que conserva casi en su plenitud la libertad de la voluntad. Sin
embargo, estuvo en boca de todos el dicho de san Agustín: "Los dones naturales
se encuentran corrompidos en el hombre, y los sobrenaturales — los que se
refieren a la vida eterna — le han sido quitados del todo." Pero apenas de ciento,
uno entendió lo que esto quiere decir. Si yo quisiera simplemente enseñar la
corrupción de nuestra naturaleza, me contentaría con las palabras citadas. Pero
es en gran manera necesario considerar atentamente qué es lo que le ha quedado
al hombre y qué es lo que vale y puede, al encontrarse debilitado en todo lo que
respecta a su naturaleza, y totalmente despojado de todos los dones
sobrenaturales.

11
Sobre el Génesis, hom. XIX, 1.
12
Sobre S. Mateo, hom LXXXII, 4.
13
Sobre el Génesis, hom. XXV, 7.
Así pues, los que se jactaban de ser discípulos de Cristo se han amoldado
excesivamente en esta materia a los filósofos. Porque el nombre de "libre arbitrio"
ha quedado siempre entre los latinos como si el hombre permaneciese aún en su
integridad y perfección. Y los griegos no han encontrado inconveniente en servirse
de un término mucho más arrogante, con el cual querían decir que el hombre
podía hacer cuanto quisiese.
Antiguas definiciones del libre albedrío. Como quiera, pues, que la misma gente
sencilla se halla imbuida de la opinión de que cada uno goza de libre albedrío, y
que la mayor parte de los que presumen de sabios no entienden hasta dónde
alcanza esta libertad, debemos considerar primeramente lo que quiere decir este
término de libre albedrío, y ver luego por la pura doctrina de la Escritura, de qué
facultad goza el hombre para obrar bien o mal.
Aunque muchos han usado este término, son muy pocos los que lo han definido.
Parece que Orígenes dio una definición, comúnmente admitida, diciendo que el
libre arbitrio es la facultad de la razón para discernir el bien y el mal, y de la
voluntad para escoger lo uno de lo otro14. Y no discrepa de él san Agustín al decir
que es la facultad de la razón y de la voluntad, por la cual, con la gracia de Dios,
se escoge el bien, y sin ella, el mal. San Bernardo, por querer expresarse con
mayor sutileza, resulta más oscuro al decir que es un consentimiento de la
voluntad por la libertad, que nunca se puede perder, y un juicio indeclinable de la
razón15. No es mucho más clara la definición de Anselmo según la cual es una
facultad de guardar rectitud a causa de sí misma16. Por ello, el Maestro de las
Sentencias y los doctores escolásticos han preferido la definición de san Agustín,
por ser más clara y no excluir la gracia de Dios, sin la cual sabían muy bien que la
voluntad del hombre no puede hacer nada17. Sin embargo añadieron algo por sí
mismos, creyendo decir algo mejor, o al menos algo con lo que se entendiese
mejor lo que los otros habían dicho. Primeramente están de acuerdo en que el
nombre de "albedrío" se debe referir ante todo a la razón, cuyo oficio es discernir
entre el bien y el mal; y el término "libre", a la voluntad, que puede decidirse por
una u otra alternativa. Por tanto, como la libertad conviene en primer lugar a la
voluntad, Tomás de Aquino piensa que una definición excelente es: "el libre
albedrío es una facultad electiva que, participando del entendimiento y de la
voluntad, se inclina sin embargo más a la voluntad"18. Vemos, pues, en qué se
apoya, según él, la fuerza del libre arbitrio, a saber, en la razón y en la voluntad.
Hay que ver ahora brevemente qué hay que atribuir a cada una de ambas partes.
5. DE LA POTENCIA DEL LIBRE ARBITRIO. DISTINCIONES

14
De principiis, lib. III.
15
De la Gracia y el Libre Albedrío, cap. u, 4.
16
Diálogo sobre el Libre Albedrío, cap. m.
17
Pedro Lombardo, Libro de las Sentencias, lib. II, 24.
18
Suma Teológica, Parte I, cuest. 83, art. 3.
Por lo común las cosas indiferentes19, que no pertenecen al reino de Dios, se
suelen atribuir al consejo y elección de los hombres; en cambio, la verdadera
justicia suele reservarse a la gracia especial de Dios y a la regeneración espiritual.
Queriendo dar a entender esto, el autor del libro titulado De la vocación de los
Gentiles, atribuido a san Ambrosio, distingue tres maneras de voluntad: una
sensitiva, otra animal y una tercera espiritual. Las dos primeras dicen que están en
la facultad del hombre, y que la otra es obra del Espíritu Santo en él20. Después
veremos si esto es verdad o no. Ahora mi propósito es exponer brevemente las
opiniones de los otros; no refutarlas. De aquí procede que cuando los doctores
tratan del libre albedrío no consideren apenas su virtud por lo que respecta a las
cosas externas, sino principalmente en lo que se refiere a la obediencia de la Ley
de Dios. Convengo en que esta segunda cuestión es la principal; sin embargo,
afirmo que no hay que menospreciar la primera; y confío en que oportunamente
probaré lo que digo.
Aparte de esto, en las escuelas de teología se ha admitido una distinción en la que
nombran tres géneros de libertad. La primera es la libertad de necesidad; la
segunda, de pecado; la tercera, de miseria. De la primera dicen que por su misma
naturaleza está de tal manera arraigada en el hombre, que de ningún modo puede
ser privado de ella; las otras dos admiten que el hombre las perdió por el pecado.
Yo acepto de buen grado esta distinción, excepto el que en ella se confunda la
necesidad con la coacción. A su tiempo se verá cuanta diferencia existe entre
estas dos cosas.
6. LA GRACIA COOPERANTE DE LOS ESCOLÁSTICOS

Si se admite esto, es cosa indiscutible que el hombre carece de libre albedrío para
obrar bien si no le ayuda la gracia de Dios, una gracia especial que solamente se
concede a los elegidos, por su regeneración; pues dejo a un lado a los frenéticos
que fantasean que la gracia se ofrece a todos indistintamente. Sin embargo, aún
no está claro si el hombre está del todo privado de la facultad de poder obrar bien,
o si le queda alguna, aunque pequeña y débil; la cual por sí sola no pueda nada,
pero con la gracia de Dios logre también de su parte hacer el bien. El Maestro de
las Sentencias, para exponer esto dice que hay dos clases de gracia necesarias al
hombre para hacerlo idóneo y capaz de obrar bien; a una la llaman operante – que
obra –, la cual hace que queramos el bien con eficacia; a la otra cooperante – que
obra juntamente –, la cual sigue a la buena voluntad para ayudarla21. En esta
distinción me disgusta que cuando atribuye a la gracia de Dios el hacernos desear
eficazmente lo que es bueno, da a entender que nosotros naturalmente
apetecemos de alguna manera lo bueno, aunque nuestro deseo no llegue a
efecto. San Bernardo habla casi de la misma manera, diciendo que toda buena
voluntad es obra de Dios; pero que sin embargo, el hombre por su propio impulso

19
El francés : "externas".
20
Libro I, cap. 2.
21
Pedro Lombardo, Libro de las Sentencias, lib. II
puede apetecer esta buena voluntad22. Pero el Maestro de las Sentencias
entendió mal a san Agustín, aunque él piensa que le sigue con su distinción.
Además, en el segundo miembro de la distinción hay una duda que me desagrada,
porque ha dado lugar a una perversa opinión; pues los escolásticos pensaron que,
como él dijo que nosotros obramos juntamente con la segunda gracia, que está en
nuestro poder, o destruir la primera gracia rechazándola, o confirmarla
obedeciendo. Esto mismo dice el autor del libro titulado De la vocación de los
gentiles, pues dice que los que tienen uso de razón son libres para apartarse de la
gracia, de tal manera que hay que reputarles como virtud el que no se hayan
apartado, a fin de que se les impute a mérito aunque no se pudo hacer sin que
juntamente actuase el Espíritu Santo, pues en su voluntad estaba el que no se
llevase a cabo.
He querido notar de paso estas dos cosas, para que el lector entienda en qué no
estoy de acuerdo con los doctores escolásticos que han sido más sanos que los
nuevos sofistas que les han seguido; de los cuales tanto más me separo cuanto
ellos más se apartaron de la pureza de sus predecesores. Sea de esto lo que
quiera, con esta distinción comprendemos qué es lo que les ha movido a conceder
al hombre el libre albedrío. Porque, en conclusión, el Maestro de las Sentencias
dice que no se afirma que el hombre tenga libre albedrío porque sea capaz de
pensar o hacer tanto lo bueno como lo malo, sino solamente porque no está
coaccionado a ello y su libertad no se ve impedida, aunque nosotros seamos
malos y siervos del pecado y no podamos hacer otra cosa sino pecar.
7. LA EXPRESIÓN "LIBRE ALBEDRÍO" ES DESAFORTUNADA Y
PELIGROSA

Según esto, se dice que el hombre tiene libre albedrío, no porque sea libre para
elegir lo bueno o lo malo, sino porque el mal que hace lo hace voluntariamente y
no por coacción. Esto es verdad; ¿pero a qué fin atribuir un título tan arrogante a
una cosa tan intrascendente? ¡Donosa libertad, en verdad, decir que el hombre no
se ve forzado a pecar, sino que de tal manera es voluntariamente esclavo, que su
voluntad está aherrojada con las cadenas del pecado! Ciertamente detesto todas
estas disputas por meras palabras, con las cuales la Iglesia se ve sin motivo
perturbada; y por eso seré siempre del parecer que se han de evitar los términos
en los que se contiene algo absurdo, y principalmente los que dan ocasión de
error. Pues bien, ¿quién al oír decir que el hombre tiene libre arbitrio no concibe al
momento que el hombre es señor de su entendimiento y de su voluntad, con
potestad natural para inclinarse a una u otra alternativa?
Mas quizás alguno diga que este peligro se evita si se enseña convenientemente
al pueblo qué es lo que ha de entender por la expresión "libre albedrío". Yo por el
contrario afirmo, que conociendo nuestra natural inclinación a la mentira y la
falsedad, más bien encontraremos ocasión de afianzarnos más en el error por

22
De la Gracia y el Libro Albedrío, cap. ni, 7.
motivo de una simple palabra, que de instruirnos en la verdad mediante una prolija
exposición de la misma. Y de esto tenemos harta experiencia en la expresión que
nos ocupa. Pues sin hacer caso de las aclaraciones de los antiguos sobre la
misma, los que después vinieron, preocupándose únicamente de cómo sonaban
las palabras, han tomado de ahí ocasión para ensoberbecerse, destruyéndose a sí
mismo con su orgullo.
8. LA CORRECTA OPINIÓN DE SAN AGUSTÍN

Y si hemos de atender a la autoridad de los Padres, aunque es verdad que usan


muchas veces esta expresión, sin embargo nos dicen la estima en que la tienen,
especialmente san Agustín, que no duda en llamarlo "siervo"23. Es verdad que en
cierto pasaje se vuelve contra los que niegan el libre albedrío; pero la razón que
principalmente da es para que nadie se atreva a negar el arbitrio de la voluntad de
tal manera que pretenda excusar el pecado24. Pero él mismo en otro lugar
confiesa que la voluntad del hombre no es libre sin el Espíritu de Dios, pues está
sometida a la concupiscencia, que la tiene cautiva y encadenada25. Y, que
después de que la voluntad ha sido vencida por el pecado en que se arrojó,
nuestra naturaleza ha perdido la libertad26. Y, que el hombre, al usar mal de su
libre albedrío, lo perdió juntamente consigo mismo27. Y que el libre albedrío está
cautivo, y no puede hacer nada bueno28. Y, que no es libre lo que la gracia de Dios
no ha liberado29. Y, que la justicia de Dios no se cumple cuando la Ley la prescribe
y el hombre se esfuerza con sus solas energías, sino cuando el Espíritu ayuda y la
voluntad del hombre, no libre por sí misma, sino liberada por Dios, obedece30. La
causa de todo esto la expone en dos palabras en otro lugar diciendo que el
hombre en su creación recibió las grandes fuerzas de su libre albedrío, pero que al
pecar las perdió31. Y en otro lugar, después de haber demostrado que el libre
albedrío es confirmado por la gracia de Dios, reprende dura-mente a los que se lo
atribuyen independientemente de la gracia. "¿Por qué, pues" — dice —, "esos
infelices se atreven a ensoberbecerse del libre arbitrio antes de ser liberados, o de
sus fuerzas, después de haberlo sido? No se dan cuenta de que con esta
expresión de libre albedrío se significa la libertad. Ahora bien, "donde está el
Espíritu del Señor, allí hay libertad" (2 Cor. 3,17). Si, pues, son siervos del pecado,
¿para qué se jactan de su libre albedrío?; porque cada cual es esclavo de aquel
que lo ha vencido. Más, si son liberados, ¿por qué gloriarse de ello como de cosa
propia? ¿Es que son de tal manera libres, que no quieren ser siervos de aquel que

23
Contra Juliano, lib. Il, cap. 8.
24
Sobre Sn. Juan, hom. 53.
25
Epístola a Anastasio, 145, 3.
26
De la perfección de la justicia, cap. V.
27
Enquiridión; 9, 30.
28
A Bonifacio. lib. III, cap. 8.
29
Ibid., lib. III, cap. 6.
30
Ibid., lib. III, cap. 7.
31
Sermón 131, cap. VI.
dice: sin mí no podéis hacer nada?"32 ¿Qué más? Si el mismo san Agustín en otro
lugar parece que se burla de esta expresión, diciendo: "El libre albedrío sin duda
alguna es libre, pero no liberado; libre de justicia, pero siervo del pecado"33. Y lo
mismo repite en otro lugar, y lo explica diciendo: "El hombre no está libre de la
servidumbre de la justicia más que por el albedrío de su voluntad, pero del pecado
no se ha liberado más que por la gracia del Redentor"34. El que atestigua que su
opinión de la libertad no es otra sino que consiste en una liberación de la justicia, a
la cual no quiere servir, ¿no está sencillamente burlándose del título que le ha
dado al llamarla libre albedrío?
Por lo tanto, si alguno quiere usar esta expresión — con tal de que la entienda
rectamente — yo no me opongo a ello; mas, como al parecer, no es posible su uso
sin gran peligro, y, al contrario, sería un gran bien para la Iglesia que fuese
olvidada, preferiría no usarla; y si alguno me pidiera consejo sobre el particular, le
diría que se abstuviera de su empleo.
9. RENUNCIEMOS AL USO DE UN TÉRMINO TAN ENOJOSO

Puede que a algunos les parezca que me he perjudicado grandemente a mí


mismo al confesar que todos los Doctores de la Iglesia, excepto san Agustín, han
hablado de una manera tan dudosa y vacilante de esta materia, de tal forma que
no se puede deducir nada cierto y concreto de sus escritos. Pues algunos
tomarían esto como si yo quisiera desestimarlos por serme contrarios. Pero yo no
he hecho nada más que advertir de buena fe y sin engaño a los lectores, para su
provecho; pues si quieren depender de lo que los antiguos dijeron tocante a esta
materia, siempre estarán en duda, pues unas veces, despojando al hombre de las
fuerzas del libre albedrío le enseñan a acogerse a la sola gracia, y otras le
atribuyen cierta facultad, o al menos lo parece.
Sin embargo, no resulta difícil probar con sus escritos que, aunque se vea esa
incertidumbre y duda en sus palabras, sin embargo, al no hacer ningún caso o
muy poco de las fuerzas del hombre, han atribuido todo el mérito de las buenas
obras al Espíritu Santo. Porque ¿qué otra cosa quiere decir la sentencia de san
Cipriano, tantas veces citada por san Agustín, que no debemos gloriamos de
ninguna cosa, pues ninguna es nuestra?35 Evidentemente reduce al hombre a la
nada, para que aprenda a depender de Dios en todo. ¿Y no es lo mismo lo que
dicen Euquerio y san Agustín, que Cristo es el árbol de la vida, al cual cualquiera
que extendiese la mano, vivirá; y que el árbol de la ciencia del bien y del mal es el
albedrío de la voluntad, del cual quienquiera que gustare sin la gracia, morirá?36 E
igualmente lo que dice san Crisóstomo, que todo hombre naturalmente no sólo es

32
Del Espíritu y de la Letra, cap. xxx, 52.
33
De la corrección y la gracia, XIII, 42.
34
A Bonifacio, lib. 1, cap. II,
35
Libro de la Predestinación de los santos, cap. ni, 7.
36
Agustín, Sobre el Génesis, lib. 8, cap. Iv. Euquerio, Comentario al Génesis, lib. I.
pecador, sino del todo pecado37. Si ningún bien es nuestro, si desde los pies a la
cabeza el hombre todo es pecado, si ni siquiera es lícito intentar decir de qué vale
el libre albedrío, ¿cómo lo será el dividir entre Dios y el hombre la gloria de las
buenas obras?
Podría citar muchas otras sentencias semejantes a éstas de otros Padres; pero
para que no se crea que escoja únicamente las que hacen a mi propósito, y que
ladinamente deje a un lado las que me son contrarias, no citaré más. Sin embargo,
me atrevo a afirmar que, aunque ellos algunas veces se pasen de lo justo al
ensalzar el libre albedrío, sin embargo su propósito es apartar al hombre de
apoyarse en su propia virtud, a fin de enseñarle que toda su fuerza la debe buscar
en Dios únicamente. Y ahora pasemos a considerar simplemente lo que, en
realidad, de verdad es la naturaleza del hombre.
10. SÓLO EL SENTIMIENTO DE NUESTRA POBREZA NOS PERMITE
GLORIFICAR A DIOS Y RECIBIR SUS GRACIAS

Me veo obligado a repetir aquí otra vez lo que dije al principio de este capítulo, a
saber: que ha adelantado notablemente en el conocimiento de sí mismo, quien se
siente abatido y confundido con la inteligencia de su calamidad, pobreza,
desnudez e ignorancia. Porque no hay peligro alguno de que el hombre se rebaje
excesivamente, con tal que entienda que en Dios ha de recobrar todo lo que le
falta. Al contrario, no puede atribuirse ni un adarme más de lo que se le debe, sin
que se arruine con una vana confianza y se haga culpable de un grave sacrilegio,
al atribuirse a sí mismo la honra que sólo a Dios se debe. Evidentemente, siempre
que nos viene a la mente esta ansia de apetecer alguna cosa que nos pertenezca
a nosotros y no a Dios, hemos de comprender que tal pensamiento nos es
inspirado por el que indujo a nuestros primeros padres a querer ser semejantes a
Dios conociendo el bien y el mal. Si es palabra diabólica la que ensalza al hombre
en sí mismo, no debíamos darle oídos si no queremos tomar consejo de nuestro
enemigo. Es cosa muy grata pensar que tenemos tanta fuerza que podemos
confiar en nosotros mismos. Pero a fin de que no nos engolosinemos con otra
vana confianza, traigamos a la memoria algunas de las excelentes sentencias de
que está llena la Sagrada Escritura, en las que se nos humilla grandemente.38
El profeta Jeremías dice: "Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne
por su brazo" (Jer. 17, 5). Y: "(Dios) no se deleita en la fuerza del caballo, ni se
complace en la agilidad del hombre; se complace Jehová en los que le temen, y
en los que esperan en su misericordia" (Sal 147,10). Y: "El da esfuerzo al
cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas; los muchachos se
fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; pero los que esperan en Jehová
tendrán nuevas fuerzas" (Is. 40, 29-31). Todas estas sentencias tienen por fin que

37
Homilía 1 sobre Adviento. Esta Homilía aparece en la edición que Erasmo hizo de las obras de
Crisóstomo, pero no en posteriores ediciones.
38
La edición de Valera de 1597 dice: "en las que se pintan a lo vivo las fuerzas del hombre". En la
presente edición seguimos el original latino de 1559.
ninguno ponga la menor confianza en sí mismo, si queremos tener a Dios de
nuestra parte, pues Él resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (Sant.
4, 6).
Recordemos también aquellas promesas: "Yo derramaré aguas sobre el sequedal
y ríos sobre la tierra árida" (Is. 44, 3). Y: "A todos los sesedientos, Venid a las
aguas" (Is. 55,1). Todas ellas y otras semejantes, atestiguan que solamente es
admitido a recibir las bendiciones divinas el que se encuentra abatido con la
consideración de su miseria. Ni hay que olvidar otros testimonios, como el de
Isaías: "El sol nunca más te servirá de luz para el día, ni el resplandor de la luna te
alumbrará, sino que Jehová te será por luz perpetua" (Is. 60, 19). Ciertamente, el
Señor no quita a sus siervos la claridad del sol ni de la luna, sino que, para
mostrarse Él solo glorioso en ellos, les quita la confianza aun de aquellas cosas
que a nuestro parecer son las más excelentes.
11. TESTIMONIO DE LOS PADRES

Por esto me ha agradado siempre sobremanera esta sentencia de san


Crisóstomo: "El fundamento de nuestra filosofía es la humildad"39. Y más aún
aquella de san Agustín, que dice: "Como a Demóstenes, excelente orador griego,
fuera preguntado cuál era el primer precepto de la elocuencia, respondió: La
pronunciación; y el segundo, la pronunciación; y el tercero, también la
pronunciación; e igualmente si me preguntarais cual de los preceptos de la religión
cristiana es el primero, cuál el segundo, y cuál el tercero, os respondería siempre:
La humildad"40. Pero adviértase que él por humildad no entiende que el hombre,
reconociendo en sí alguna virtud, no obstante no se ensoberbece por ello, sino
que el hombre de tal manera se conozca que no encuentre más refugio que
humillarse ante Dios, como lo expone en otro lugar, diciendo: "Nadie se adule ni se
lisonjee; cada uno por sí mismo es un demonio; el bien que el hombre tiene, de
Dios solamente lo tiene. Porque ¿qué tienes de ti sino pecado? Si quieres gloriarte
de lo que es tuyo, gloríate del pecado; porque la justicia es de Dios"41. Y: "¿A qué
presumimos tanto del poder de nuestra naturaleza? Está llagada, herida,
atormentada y destruida. Tiene necesidad de verdadera confesión, no de falsa
defensa42. Y: "Cuando uno reconoce que no es nada en sí mismo y que ninguna
ayuda puede esperar de sí, sus armas se le rompen y cesa la guerra. Y es
necesario que todas las armas de la impiedad sean destruidas, rotas y quemadas
y te encuentres tan desarmado, que no halles en ti ayuda alguna. Cuanto más
débil eres por ti mismo, tanto mejor te recibirá' Dios"43. Por esta razón él mismo, a
propósito del Salmo 70, prohíbe que recordemos nuestra justicia, a fin de que
conozcamos la justicia de Dios, y muestra que Dios nos ensalza su gracia de

39
Homilía sobre la Perfección Evangélica.
40
Epístola 56. A Dióscoro.
41
Sobre el Evangelio de San Juan, 49.
42
Sobre la Naturaleza y la Gracia 53, 62.
43
Sobre el Salmo 46.
manera que sepamos que no somos nada, que sólo por la misericordia de Dios
nos mantenemos firmes, pues por nosotros mismos somos malos.
Así pues, no disputemos con Dios sobre nuestro derecho, como si perdiésemos en
nuestro provecho cuanto a Él le atribuimos. Porque como nuestra humildad es su
encumbramiento, así el confesar nuestra bajeza lleva siempre consigo su
misericordia por remedio. Y no pretendo que el hombre ceda sin estar convencido;
y que si tiene alguna virtud no la tenga en cuenta, para lograr la verdadera
humildad; lo que pido es que, dejando a un lado el amor de sí mismo, de su
elevación y ambición — sentimientos que le ciegan y le llevan a sentir de sí mismo
más de lo conveniente — se contemple como debe en el verdadero espejo de la
Escritura.
12. ABOLICIÓN DE LOS DONES SOBRENATURALES

Me agrada mucho aquella sentencia de san Agustín, que comúnmente se cita:


"Los dones naturales están corrompidos en el hombre por el pecado, y los
sobrenaturales los ha perdido del todo." Por lo segundo entienden la luz de la fe y
la justicia, las cuales bastan para alcanzar la vida eterna y la felicidad celestial. Así
que el hombre, al abandonar el reino de Dios, fue también privado de los dones
espirituales con los que había sido adornado para alcanzar la vida eterna. De
donde se sigue que está de tal manera desterrado del reino de Dios, que todas las
cosas concernientes a la vida bienaventurada del alma están en, él muertas, hasta
que por la gracia de la regeneración las vuelva a recobrar; a saber: la fe, el amor
de Dios, la caridad con el prójimo, el deseo de vivir santa y justamente. Y como
quiera que todas estas cosas nos sean restituidas por Cristo, no se deben reputar
propias de nuestra naturaleza, sino procedentes de otra parte. Por consiguiente,
concluimos que fueron abolidas.
Corrupción de los dones naturales. Además de esto, se le quitó también al hombre
la integridad del entendimiento y la rectitud del corazón. Y esto es lo que llamamos
corrupción de los dones naturales. Porque, aunque es verdad que nos ha quedado
algo de entendimiento y de juicio, como también de voluntad, sin embargo no
podemos decir que nuestro entendimiento esté sano y perfecto, cuando es tan
débil y está tan envuelto en tinieblas. En cuanto a la voluntad, bien sabemos
cuanta maldad hay en ella. Como la razón, con la cual el hombre distingue entre el
bien y el mal, y juzga y entiende, es un don natural, no pudo perderse del todo;
pero ha sido en parte debilitada, y en parte dañada, de tal manera que lo que se
ve de ella no es más que una ruina desfigurada.
En este sentido dice san Juan que la luz luce en las tinieblas, más que no es
comprendida por ellas (Jn. 1, 5). Con las cuales palabras se ven claramente
ambas cosas; que en la naturaleza humana, por más pervertida y degenerada que
esté, brillan ciertos destellos que demuestran que el hombre participa de la razón y
se diferencia de las fieras brutas puesto que tiene entendimiento; pero, a su vez,
que esta luz está tan sofocada por una oscuridad tan densa de ignorancia, que no
puede mostrar su eficacia. Igualmente la voluntad, como es del todo inseparable
de la naturaleza humana, no se perdió totalmente; pero se encuentra de tal
manera cogida y presa de sus propios apetitos, que no puede apetecer ninguna
cosa buena.
Es ésta una definición perfecta, pero hay que explicarla más detalladamente.
A fin de que la disquisición presente se desarrolle ordenadamente de acuerdo con
la distinción que antes establecimos en el alma del hombre, de entendimiento y
voluntad, es necesario que primeramente examinemos las fuerzas del
entendimiento.
Decir que el entendimiento está tan ciego, que carece en absoluto de inteligencia
respecto a todas las cosas del mundo, repugnaría, no sólo a la Palabra de Dios,
sino también a la experiencia de cada día. Pues vemos que en la naturaleza
humana existe un cierto deseo de investigar la verdad, hacia la cual no sentiría
tanta inclinación si antes no tuviese gusto por ella. Es, pues, ya un cierto destello
de luz en el espíritu del hombre este natural amor a la verdad; cuyo menosprecio
en los animales brutos prueba que son estúpidos y carecen de entendimiento y de
razón. Aunque este deseo, aun antes de comenzar a obrar, ya decae, pues luego
da consigo en la vanidad. Porque el entendimiento humano, a causa de su rudeza,
es incapaz de ir derecho en busca de la verdad, y anda vagando de un error a
otro, como quien va a tientas en la oscuridad y a cada paso tropieza, hasta que
desaparece aquélla; así, él, al investigar la verdad deja ver cuánta es su ineptitud
para lograrlo.
Tiene además otro defecto bien notable, y consiste en que muchas veces no sabe
determinar a qué deba aplicarse. Y así con desenfrenada curiosidad se pone a
buscar las cosas superfluas y sin valor alguno; y en cambio, las importantes no las
ve, o pasa por ellas despreciativamente44. En verdad, raramente sucede que se
aplique a conciencia. Y, aunque todos los escritores paganos se quejan de este
defecto, casi todos han caído en él. Por eso Salomón en su Eclesiastés, después
de citar las cosas en que se ejercitan los hombres creyéndose muy sabios,
concluye finalmente que todos ellos son frívolos y vanos.
13. LA INTELIGENCIA DE LAS COSAS TERRENAS Y DE LAS COSAS DEL
CIELO

Sin embargo, cuando el entendimiento del hombre se esfuerza en conseguir algo,


su esfuerzo no es tan en vano que no logre nada, especialmente cuando se trata
de cosas inferiores. Igualmente, no es tan estúpido y tonto que no sepa gustar
algo de las cosas celestiales, aunque es muy negligente en investigarlas. Pero no
tiene la misma facilidad para las unas que para las otras. Porque, cuando se
quiere elevar sobre las cosas de este mundo, entonces sobre todo aparece su
flaqueza. Por ello, a fin de comprender mejor hasta dónde puede llegar en cada

44
Valera 1597: "o pasa por ellas como gato sobre ascuas". Seguimos la edición latina de 1559.
cosa, será necesario hacer una distinción, a saber: que la inteligencia de las cosas
terrenas es distinta de la inteligencia de las cosas celestiales.
Llamo cosas terrenas a las que no se refieren a Dios, ni a su reino, ni a la
verdadera justicia y bienaventuranza de la vida eterna, sino que están ligadas a la
vida presente y en cierto modo quedan dentro de sus límites. Por cosas celestiales
entiendo el puro conocimiento de Dios, la regla de la verdadera justicia y los
misterios del reino celestial.
Bajo la primera clase se comprenden el gobierno del Estado, la dirección de la
propia familia, las artes mecánicas y liberales. A la segunda hay que referir el
conocimiento de Dios y de su divina voluntad, y la regla de conformar nuestra vida
con ella.
El orden social. En cuanto a la primera especie hay que confesar que como el
hombre es por su misma naturaleza sociable, siente una inclinación natural a
establecer y conservar la compañía de sus semejantes. Por esto vemos que
existen ideas generales de honestidad y de orden en el entendimiento de todos los
hombres. Y de aquí que no haya ninguno que no comprenda que las agrupaciones
de hombres han de regirse por leyes, y no tenga algún principio de las mismas en
su entendimiento. De aquí procede el perpetuo consentimiento, tanto de los
pueblos como de los individuos, en aceptar las leyes, porque naturalmente existe
en cada uno cierta semilla de ellas, sin necesidad de maestro que se las enseñe.
A esto no se oponen las disensiones y revueltas que luego nacen, por querer unos
que se arrinconen todas las leyes, y no se las tenga en cuenta, y que cada uno no
tenga más ley que su antojo y sus desordenados apetitos, como los ladrones y
salteadores; o que otros — como comúnmente sucede — piensen que es injusto
lo que sus adversarios han ordenado como bueno y justo, y, al contrario, apoyen
lo que ellos han condenado. Porque los primeros, no aborrecen las leyes por
ignorar que son buenas y santas, sino que, llevados de sus desordenados
apetitos, luchan contra la evidencia de la razón; y lo que aprueban en su
entendimiento, eso mismo lo reprueban en su corazón, en el cual reina la maldad.
En cuanto a los segundos, su oposición no se enfrenta en absoluto al concepto de
equidad y de justicia de que antes hablábamos. Porque consistiendo su oposición
simplemente en determinar qué leyes serán mejores, ello es señal de que aceptan
algún modo de justicia. En lo cual aparece también la flaqueza del entendimiento
humano, que incluso cuando cree ir bien, cojea y va dando traspiés. Sin embargo,
permanece cierto que en todos los hombres hay cierto germen de orden político; lo
cual es un gran argumento de que no existe nadie que no esté dotado de la luz de
la razón en cuanto al gobierno de esta vida.
14. LAS ARTES MECÁNICAS Y LIBERALES

En cuanto a las artes, así mecánicas como liberales, puesto que en nosotros hay
cierta aptitud para aprenderlas, se ve también por ellas que el entendimiento
humano posee alguna virtud. Y aunque no todos sean capaces de aprenderlas, sin
embargo, es prueba suficiente de que el entendimiento humano no está privado de
tal virtud, el ver que apenas existe hombre alguno que carezca de cierta facilidad
en alguna de las artes. Además no sólo tiene virtud y facilidad para aprenderlas,
sino que vemos a diario que cada cual inventa algo nuevo, o perfecciona lo que
los otros le enseñaron. En lo cual, aunque Platón se engañó pensando que esta
comprensión no era más que acordarse de lo que el alma sabía ya antes de entrar
en el cuerpo, sin embargo la razón nos fuerza a confesar que hay como cierto
principio de estas cosas esculpido en el entendimiento humano.
Estos ejemplos claramente demuestran que existe cierto conocimiento general del
entendimiento y de la razón, naturalmente impreso en todos los hombres;
conocimiento tan universal, que cada uno en particular debe reconocerlo como
una gracia peculiar de Dios. A este reconocimiento nos incita suficientemente el
mismo autor de la naturaleza creando seres locos y tontos, en los cuales
representa, corno en un espejo, cuál sería la excelencia del alma del hombre, si no
estuviera iluminada por Su luz; la cual, si bien es natural a todos, sin embargo no
deja de ser un don gratuito de su liberalidad para con cada uno en particular.
Además, la invención misma de las artes, el modo y el orden de enseñarlas, el
penetrarlas y entenderlas de verdad — lo cual consiguen muy pocos — no son
prueba suficiente para conocer el grado de ingenio que naturalmente poseen los
hombres; sin embargo, como quiera que son comunes a buenos y a malos, con
todo derecho hay que contarlos entre los dones naturales.
15. CUANTO PRODUCE LA INTELIGENCIA PROVIENE DE LAS GRACIAS
RECIBIDAS POR LA NATURALEZA HUMANA

Por lo tanto, cuando al leer los escritores paganos veamos en ellos esta admirable
luz de la verdad que resplandece en sus escritos, ello nos debe servir como
testimonio de que el entendimiento humano, por más que haya caído y
degenerado de su integridad y perfección, sin embargo no deja de estar aún
adornado y enriquecido con excelentes dones de Dios. Si reconocemos al Espíritu
de Dios por única fuente y manantial de la verdad, no desecharemos ni
menospreciaremos la verdad donde quiera que la halláremos; a no ser que
queramos hacer una injuria al Espíritu de Dios, porque los dones del Espíritu no
pueden ser menospreciados sin que Él mismo sea menospreciado y rebajado.
¿Cómo podremos negar que los antiguos juristas tuvieran una mente esclarecida
por la luz de la verdad, cuando constituyeron con tanta equidad un orden tan recto
y una política tan justa? ¿Diremos que estaban ciegos los filósofos, tanto al
considerar con gran diligencia los secretos de la naturaleza, como al redactarlos
con tal arte? ¿Vamos a decir que los que inventaron el arte de discutir y nos
enseñaron a hablar juiciosamente, estuvieron privados de juicio? ¿Que los que
inventaron la medicina fueron unos insensatos? Y de las restantes artes,
¿pensaremos que no son más que desvaríos? Por el contrario, es imposible leer
los libros que sobre estas materias escribieron los antiguos, sin sentirnos
maravilladlos y llenos de admiración. Y nos llenaremos de admiración, porque nos
veremos forzados a reconocer la sabiduría que en ellos se contiene. Ahora bien,
¿creeremos que existe cosa alguna excelente y digna de alabanza, que no
proceda de Dios? Sintamos vergüenza de cometer tamaña ingratitud, en la cual ni
los poetas paganos incurrieron; pues ellos afirmaron que la filosofía, las leyes y
todas las artes fueron inventadas por los dioses. Si, pues, estos hombres, que no
tenían más ayuda que la luz de la naturaleza, han sido tan ingeniosos en la
inteligencia de las cosas de este mundo, tales ejemplos deben enseñarnos
cuántos son los dones y gracias que el Señor ha dejado a la naturaleza humana,
aun después de ser despojada del verdadero y sumo bien.
16. AUNQUE CORROMPIDAS, ESAS GRACIAS DE NATURALEZA SON
DONES DEL ESPÍRITU SANTO

Sin embargo, no hay que olvidar que todas estas cosas son dones excelentes del
Espíritu Santo, que dispensa a quien quiere, para el bien del género humano.
Porque si fue necesario que el Espíritu de Dios inspirase a l3ezaleel y Aholiab la
inteligencia y arte requeridos para fabricar el tabernáculo (Éx. 31, 2; 35, 30-34), no
hay que maravillarse si decimos que el conocimiento de las cosas más
importantes de la vida nos es comunicado por el Espíritu de Dios.
Si alguno objeta: ¿qué tiene que ver el Espíritu de Dios con los impíos, tan
alejados de Dios?, respondo que, al decir que el Espíritu de Dios reside
únicamente en los fieles, ha de entenderse del Espíritu de santificación, por el cual
somos consagrados a Dios como templos suyos. Pero entre tanto, Dios no cesa
de llenar, vivificar y mover con la virtud de ese mismo Espíritu a todas sus
criaturas; y ello conforme a la naturaleza que a cada una de ellas le dio al crearlas.
Si, pues, Dios ha querido que los infieles nos sirviesen para entender la física, la
dialéctica, las matemáticas y otras ciencias, sirvámonos de ellos en esto, temiendo
que nuestra negligencia sea castigada si despreciamos los dones de Dios
doquiera nos fueren ofrecidos.
Mas, para que ninguno piense que el hombre es muy dichoso porque le
concedemos esta gran virtud de comprender las cosas de este mundo, hay que
advertir también que toda la facultad que posee 'de entender, y la subsiguiente
inteligencia de las cosas, son algo fútil y vano ante Dios, cuando no está fundado
sobre el firme fundamento de la verdad. Pues es muy cierta la citada sentencia de
san Agustín, que el Maestro de las Sentencias y los escolásticos se vieron
forzados a admitir, según la cual, al hombre le fueron quitados los dones gratuitos
después de su caída; y los naturales, que le quedaban, fueron corrompidos. No
que se puedan contaminar por proceder de Dios, sino que dejaron de estar puros
en el hombre, cuando él mismo dejó de serlo, de tal manera que no se puede
atribuir a sí mismo ninguna alabanza.
17. LA GRACIA GENERAL DE DIOS LIMITA LA CORRUPCIÓN DE LA
NATURALEZA
Concluyendo: En toda la especie humana se ve que la razón es propia de nuestra
naturaleza, la cual nos distingue de los animales brutos, como ellos se diferencian
por los sentidos de las cosas inanimadas. Porque el que algunos nazcan locos o
estúpidos no suprime la gracia universal de Dios; antes bien, tal espectáculo debe
incitarnos a atribuir lo que tenemos & más a una gran liberalidad de Dios. Porque
si Él no nos hubiera preservado, la caída de Adán hubiera destruido todo cuanto
nos había sido dado.
En cuanto a que unos tienen el entendimiento más vivo, otro mejor juicio, u otra
mayor rapidez para aprender algún arte, con esta variedad Dios nos da a conocer
su gracia, para que ninguno se atribuya nada como cosa propia, pues todo
proviene de la mera liberalidad de Dios. Pues ¿por qué uno es más excelente que
otro, sino para que la gracia especial de Dios tenga preeminencia en la naturaleza
común, dando a entender que al dejar a algunos atrás, no está obligada a
ninguno? Más aún, Dios inspira actividades particulares a cada uno, conforme a
su vocación. De esto vemos numerosos ejemplos en el libro de los Jueces, en el
cual se dice que el Señor revistió de su Espíritu a los que Él llamaba para regir a
su pueblo (6,34). En resumen, en todas las cosas importantes hay algún impulso.
Particular, Por esta causa muchos hombres valientes, cuyo corazón Dios había
tocado, siguieron a Saúl. Y cuando le comunican que Dios quiere ungirlo rey,
Samuel le dice: "El Espíritu de Jehová vendrá sobre ti con poder... y serás mudado
en otro hombre" (1 Sm. 10, 6). Esto se extiende a todo el tiempo de su reinado,
como se dice luego de David que "desde aquel día en adelante (el de su unción) el
Espíritu de Jehová vino sobre David" (1 Sm.16, 13).
Y lo mismo se ve en otro lugar respecto a estos impulsos particulares. Incluso
Homero dice que los hombre tienen ingenio, no solamente según se lo dio Júpiter
a cada uno, sino también según como le guía cada día45. Y la experiencia nos
enseña, cuando los más ingeniosos se hallan muchas veces perplejos, que los
entendimientos humanos están en manos de Dios, el cual los rige en cada
momento. Por esto se dice que Dios quita el entendimiento a los prudentes, para
hacerlos andar descaminados por lugares desiertos (Sal 107, 40). Sin embargo,
no dejamos de ver en esta diversidad las huellas que aún quedan de la imagen de
Dios, las cuales diferencian al género humano de todas las demás criaturas.
18. LAS COSAS CELESTIALES. POR NOSOTROS MISMOS NO PODEMOS
CONOCER AL VERDADERO DIOS

Queda ahora por aclarar qué es lo que puede la razón humana por lo que respecta
al reino de Dios, y la capacidad que posee para comprender la sabiduría celestial,
que consiste en tres cosas: (1) en conocer a Dios; (2) su voluntad paternal, y su
favor por nosotros, en el cual se apoya nuestra salvación; (3) cómo debemos
regular nuestra vida conforme a las disposiciones de su ley.

45
Odisea, 18, 137.
No podemos por nosotros mismos conocer al verdadero Dios. Respecto a los dos
primeros puntos y especialmente al segundo, los hombres más inteligentes son
tan ciegos como topos. No niego que muchas veces se encuentran en los libros de
los filósofos sentencias admirables y muy atinadas respecto a Dios, pero siempre
se ven en ellas confusas imaginaciones. Ciertamente Dios les ha dado como
arriba dijimos un cierto gusto de Su divinidad, a fin de que no pretendiesen
ignorancia para excusar su impiedad, y a veces les ha forzado a decir sentencias
tales, que pudieran convencerles; pero las vieron de tal manera, que no pudieron
encaminarse a la verdad, ¡y cuánto menos alcanzarla!
Podemos aclarar esto con ejemplos. Cuando hay tormenta, si un hombre se
encuentra de noche en medio del campo, con el relámpago verá un buen trecho
de espacio a su alrededor, pero no será más que por un momento y tan de
repente, que, antes de que pueda moverse, ya está otra vez rodeado por la
oscuridad de la noche, de modo que aquella repentina claridad no le sirve para
atinar con el recto camino.
Además, aquellas gotitas de verdad que los filósofos vertieron en sus libros ¡con
cuántas horribles mentiras no están mezcladas! Y finalmente, la certidumbre de la
buena voluntad de Dios hacia nosotros – sin la cual por necesidad el
entendimiento del hombre se llena de confusión – ni siquiera les pasó por el
pensamiento. Y así, nunca pudieron acercarse a esta verdad ni encaminarse a
ella, ni tomarla por blanco, para poder conocer quién es el verdadero Dios y qué
es lo que pide de nosotros.
19. TESTIMONIO DE LA ESCRITURA

Pero como, embriagados por una falsa presunción, se nos hace muy difícil creer
que nuestra razón sea tan ciega e ignorante para entender las cosas divinas, me
parece mejor probar esto con el testimonio de la Escritura, que con argumentos.
Admirablemente lo expone san Juan cuando dice que desde el principio la vida
estuvo en Dios, y aquella vida era la luz de los hombres, y que la luz resplandece
en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron (Jn. 1,4-5). Con estas palabras
nos da a entender que el alma del hombre tiene en cierta manera algo de luz
divina, de suerte que jamás está sin algún destello de ella; pero que con eso no
puede comprender a Dios. ¿Por qué esto? Porque toda su penetración del
conocimiento de Dios no es más que pura oscuridad. Pues al llamar el Espíritu
Santo a los hombres "tinieblas", los despoja por completo de la facultad del
conocimiento espiritual. Por esto afirma que los fieles que reciben a Cristo "no son
engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de
Dios" (Jn. 1,13). Como si dijese que la carne no es capaz de tan alta sabiduría
como es comprender a Dios y lo que a Dios pertenece, sin ser iluminada por el
Espíritu de Dios. Como el mismo Jesucristo atestiguó a san Pedro que se debía a
una revelación especial del Padre, que él le hubiese conocido (Mt. 16,17).
20. SIN REGENERACIÓN E ILUMINACIÓN NO PODEMOS RECONOCER A
DIOS

Si estuviésemos persuadidos sin lugar a dudas de que todo lo que el Padre


celestial concede a sus elegidos por el Espíritu de regeneración le falta a nuestra
naturaleza, no tendríamos respecto a esta materia motivo alguno de vacilación.
Pues así habla el pueblo fiel por boca del Profeta: "Porque contigo está el
manantial de la vida; en tu luz veremos la luz" (Sal 36,9). Lo mismo atestigua el
Apóstol cuando dice que "nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu
Santo" (1 Cor. 12, 3). Y san Juan Bautista, viendo la rudeza de sus discípulos,
exclama que nadie puede recibir nada, si no le fuere dado del cielo (Jn. 3, 27). Y
que él por "don" entiende una revelación especial, y no una inteligencia común de
naturaleza, se ve claramente cuando se queja de que sus discípulos no habían
sacado provecho alguno de tanto como les había hablado de Cristo. Bien veo,
dice, que mis palabras no sirven de nada para instruir a los hombres en las cosas
celestiales, si Dios no lo hace con su Espíritu. Igualmente Moisés, echando en
cara al pueblo su negligencia, advierte al mismo tiempo que no pueden entender
nada de los misterios divinos si el mismo Dios no les concede esa gracia.
"Vosotros", dice, "habéis visto...las grandes pruebas que vieron vuestros ojos, las
señales y las grandes maravillas; pero hasta hoy Jehová no os ha dado corazón
para entender, ni ojos para ver, ni oídos para oír" (Dt. 29, 2-4). ¿Qué más podría
decir, si les llamara "leños" para comprender las obras de Dios? Por eso el Señor,
por su profeta promete como un singular beneficio de su gracia que daría a los
israelitas entendimiento para que le conociesen (Jer. 24,7), dando con ello a
entender evidentemente, que el entendimiento humano en las cosas espirituales
no puede entender más que en cuanto es iluminado por Dios. Esto mismo lo
confirmó Cristo con sus palabras, cuando dijo que nadie puede ir a Él sino aquel a
quien el Padre lo hubiere concedido (Jn. 6,44). ¿No es Él la viva imagen del Padre
en la cual se nos representa todo el resplandor de su gloria?
Por ello no podía mostrar mejor cuál es nuestra capacidad de conocer a Dios, que
diciendo que no tenemos ojos para contemplar su imagen, que con tanta evidencia
se nos manifiesta. ¿No descendió Él a la tierra para manifestar a los hombres la
voluntad del Padre? ¿No cumplió fielmente su misión? Sin embargo, su
predicación de nada podía aprovechar sin que el maestro interior, el Espíritu,
abriera el corazón de los hombres. No va, pues, nadie a Él, si no ha oído al Padre
y es instruido por Él.
Y ¿en qué consiste este oír y aprender? En que el Espíritu Santo, con su
admirable y singular potencia, hace que los oídos oigan y el entendimiento
entienda. Y para que no nos suene a novedad, cita el pasaje de Isaías, en el cual
Dios, después de haber prometido la restauración de su Iglesia, dice que los fieles
que Él reunirá de nuevo serán discípulos de Dios (Is. 54,13). Si Dios habla aquí de
una gracia especial que da a los suyos, se ve claramente que la instrucción que
promete darles es distinta de la que Él mismo concede indistintamente a los
buenos y a los malos. Por tanto, hay que comprender que ninguno ha entrado en
el reino de los cielos, sino aquél cuyo entendimiento ha sido iluminado por el
Espíritu Santo.
Pero san Pablo, más que nadie, se ha expresado claramente. Tratando a
propósito de esta materia, después de condenar toda la sabiduría humana como
loca y vana, después de haberla echado por tierra, concluye con estas palabras:
"El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para
él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente"
(1 Cor. 2, 14). ¿A quién llama "hombre natural"? Al que se apoya en la luz de la
naturaleza. Éste, en verdad, no entiende cosa alguna de los misterios espirituales.
¿Acaso porque por negligencia no les presta atención? Aunque con todas sus
fuerzas lo intentara, nada conseguiría, porque hay que juzgar de ellos
espiritualmente. Es decir, que las cosas recónditas solamente por la revelación del
Espíritu le son manifestadas al entendimiento humano, de tal manera que son
tenidas por locura cuando el Espíritu de Dios no le ilumina. Y antes, el mismo
apóstol había colocado por encima de la capacidad de los ojos, de los oídos y del
entendimiento humano, las cosas que Dios tiene preparadas para los que le aman,
y hasta había declarado que la sabiduría humana es como un velo que nos impide
contemplar bien a Dios. ¿Qué más? El mismo san Pablo dice que "Dios ha
enloquecido la sabiduría del mundo" (1 Cor. 1, 20). ¿Vamos nosotros a atribuirle
tal agudeza, que pueda penetrar hasta Dios y los secretos de su reino celestial?
¡No caigamos en tal locuras!
21. TODA NUESTRA FACULTAD VIENE DE DIOS

Por esta causa, lo que aquí quita al hombre lo atribuye en otro lugar a Dios,
rogándole por los efesios de esta manera: "El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el
Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación" (Ef. 1, 17). Vemos por
ello que toda la sabiduría y revelación es don de Dios. ¿Qué sigue a continuación?
Que ilumine los ojos de su entendimiento. Si tienen necesidad de una nueva
revelación, es que por sí mismos son ciegos. Y añade: para que sepáis cuál es la
esperanza de nuestra vocación. Con estas palabras el Apóstol demuestra que el
entendimiento humano es incapaz de comprender su vocación. Y no hay razón
alguna para que los pelagianos digan que Dios socorre a esta torpeza e
ignorancia, cuando guía el entendimiento del hombre con su Palabra a donde él
sin guía no podría en manera alguna llegar. Porque David tenía la Ley, en la que
estaba comprendida toda la sabiduría que se podía desear; y, sin embargo, no
contento con ello, pedía a Dios que abriera sus ojos, para considerar los misterios
de su Ley (Sal 119, 18). Con lo cual declaró que la Palabra de Dios, cuando
ilumina a los hombres, es como el sol cuando alumbra la tierra; pero no consiguen
gran provecho de ello hasta que Dios les da, o les abre los ojos para que vean. Y
por esta causa es llamado "Padre de las luces" (Sant. 1, 17), porque doquiera que
Él no alumbra con su Espíritu, no puede haber más que tinieblas. Que esto es así,
claramente se ve por los apóstoles, que adoctrinados más que de sobra por el
mejor de los maestros, sin embargo les promete el Espíritu de verdad, para que
los instruya en la doctrina que antes habían oído (Jn. 14,26). Si al pedir una cosa a
Dios confesamos por lo mismo que carecemos de ella, y si Él al prometérnosla,
deja ver que estamos faltos de ella, hay que confesar sin lugar a dudas, que la
facultad que poseemos para entender los misterios divinos, es la que su majestad
nos concede iluminándonos con su gracia. Y el que presume de más inteligencia,
ese tal está tanto más ciego, cuanto menos comprende su ceguera.
22. ¿PODEMOS POR NOSOTROS MISMOS REGULAR BIEN NUESTRA
VIDA?

Queda por tratar el tercer aspecto, o sea, el conocimiento de la regla conforme a la


cual hemos de ordenar nuestra vida, lo cual justamente llamamos la justicia de las
obras.
Respecto a esto parece que el entendimiento del hombre tiene mayor penetración
que en las cosas antes tratadas. Porque el Apóstol testifica que los gentiles, que
no tienen Ley, son ley para sí mismos; y demuestran que las obras de la Ley están
escritas en sus corazones, en que su conciencia les da testimonio, y sus
pensamientos les acusan o defienden ante el juicio de Dios (Rom. 2,11-15). Si los
gentiles tienen naturalmente grabada en su alma la justicia de la Ley, no podemos
decir en verdad que son del todo ciegos respecto a cómo han de vivir. Y es cosa
corriente decir que el hombre tiene suficiente conocimiento para bien vivir
conforme a esta ley natural, de la que, aquí habla el Apóstol. Consideremos, sin
embargo, con qué fin se ha dado a los hombres este conocimiento natural de la
Ley; entonces comprenderemos hasta dónde nos puede guiar para dar en el
blanco de la razón y la verdad.
Definición de la ley natural. Ésta hace al hombre inexcusable. También las
palabras de san Pablo nos harán comprender esto, si entendemos debidamente el
texto citado. Poco antes había dicho que los que pecaron bajo la Ley, por la Ley
serán juzgados, y que los que sin Ley pecaron, sin Ley perecerán. Como lo último
podría parecer injusto, que sin juicio alguno anterior fuesen condenados los
gentiles, añade en seguida que su conciencia les servía de ley, y, por tanto,
bastaba para condenarlos justamente. Por consiguiente, el fin de la ley natural es
hacer al hombre inexcusable. Y podríamos definirla adecuadamente diciendo que
es un sentimiento de la conciencia mediante el cual discierne entre el bien y el mal
lo suficiente para que los hombres no pretexten ignorancia, siendo convencidos
por su propio testimonio. Hay en el hombre tal inclinación a adularse, que siempre,
en cuanto le es posible, aparta su entendimiento del conocimiento de sus culpas.
Esto parece que movió a Platón a decir que nadie peca, si no es por ignorancia46.
Sería verdad, si la hipocresía de los hombres no tuviese tanta fuerza para encubrir
sus vicios, que la conciencia no sienta escrúpulo alguno en presencia de Dios.
Mas como el pecador, que se empeña en evitar el discernimiento natural del bien y
del mal, se ve muchas veces como forzado, y no puede cerrar los ojos, de tal
manera que, quiera o no, tiene que abrirlos algunas veces a la fuerza, es falso
decir que peca solamente por ignorancia.

46
Protágoras, 357.
23. EL FILÓSOFO TEMISTIO SE ACERCÓ MÁS A LA VERDAD, DICIENDO
QUE EL ENTENDIMIENTO SE ENGAÑA MUY POCAS VECES
RESPECTO A LOS PRINCIPIOS GENERALES, PERO QUE CON
FRECUENCIA CAE EN EL ERROR CUANDO JUZGA DE LAS COSAS
EN PARTICULAR

Por ejemplo47: Si se pregunta si el homicidio en general es malo, no hay hombre


que lo niegue; pero el que conspira contra su enemigo, piensa en ello como si
fuese una cosa buena. El adúltero condenará el adulterio en general, sin embargo,
alabará el suyo en particular. Así pues, en esto estriba la ignorancia: en que el
hombre, después de juzgar rectamente sobre los principios generales, cuando se
trata de sí mismo en particular se olvida de lo que había establecido
independientemente de sí mismo. De esto trata magistralmente san Agustín en la
exposición del versículo primero del Salmo cincuenta y siete.
Sin embargo, la afirmación de Temistio no es del todo verdad. Algunas veces la
fealdad del pecado de tal manera atormenta la conciencia del pecador, que al
pecar no sufre engaño alguno respecto a lo que ha de hacer, sino que a sabiendas
y voluntariamente se deja arrastrar por el mal. Esta convicción inspiró aquella
sentencia: "Veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor"48.
Para suprimir toda duda en esta materia, me parece que Aristóteles ha establecido
una buena distinción entre incontinencia e intemperancia. Dice él, que
dondequiera que reina la incontinencia pierde el hombre, por su desordenada
concupiscencia, el sentimiento particular de su culpa, que condena en los demás;
pero que pasada la perturbación de la misma, luego se arrepiente; en cambio, la
intemperancia es una enfermedad más grave, y consiste en que el hombre ve el
mal que hace, y, sin embargo, no desiste, sino que persevera obstinadamente en
su propósito.
24. INSUFICIENCIA DE LA LEY NATURAL, QUE NO CONOCE LA LEY DE
DIOS

Ahora bien, cuando oímos que hay en el hombre un juicio universal para discernir
el bien y el mal, no hemos de pensar que tal juicio esté por completo sano e
íntegro. Porque si el entendimiento de los hombres tuviese la facultad de discernir
entre el bien y el mal solamente para que no pretexten ignorancia, no sería
necesario que conociesen la verdad en cada cosa particular; bastaría conocerla lo
suficiente para que no se excusasen sin poder ser convencidos por el testimonio
de su conciencia, y que desde ese punto comenzasen a sentir temor del tribunal
de Dios.

47
Paráfrasis al libro III; Del Alma.
48
Medea, en Metamorfosis, de Ovidio, VII, 20.
Si de hecho confrontamos nuestro entendimiento con la Ley de Dios, que es la
norma perfecta de justicia, veremos cuánta es su ceguera. Ciertamente no
comprende lo principal de la primera Tabla49, que es poner toda nuestra confianza
en Dios, darle la alabanza de la virtud y la justicia, invocar su santo nombre y
guardar el verdadero sábado que es el descanso espiritual. ¿Qué entendimiento
humano ha olfateado y rastreado jamás, por su natural sentimiento, que el
verdadero culto a Dios consiste en estas cosas y otras semejantes? Porque
cuando los paganos quieren honrar a Dios, aunque los apartéis mil veces de sus
locas fantasías, vuelven siempre a recaer en ellas. Ciertamente confesarán que
los sacrificios no agradan a Dios si no les acompaña la pureza del corazón. Con
ello atestiguan que tienen algún sentimiento del culto espiritual que se debe a
Dios, el cual falsifican luego de hecho con sus falsas ilusiones. Porque nunca se
podrían convencer de que lo que la Ley prescribe sobre el culto es la verdad.
¿Será razonable que alabemos de vivo y agudo a un entendimiento que, por sí
mismo no es capaz de entender, ni quiere escuchar a quien le aconseja bien?
En cuanto a los mandamientos de la segunda Tabla, tiene algo más de
inteligencia, porque se refiere más al orden de la vida humana; aunque aun
en esto cae en deficiencias. Pues al más excelente ingenio le parece absurdo
aguantar un poder duro y excesivamente riguroso, cuando de alguna manera
puede librarse de él. La razón humana no puede concebir sino que es de
corazones serviles soportar pacientemente tal dominio; y, al contrario, que es
de espíritus animosos y esforzados hacerle frente. Los mismos filósofos no
reputan un vicio vengarse de las injurias. Sin embargo, el Señor condena
esta excesiva altivez del corazón y manda que los suyos tengan esa
paciencia que los hombres condenan y vituperan. Asimismo nuestro
entendimiento es tan ciego respecto a la observancia de la Ley, que es
incapaz de conocer el mal de su concupiscencia. Pues el hombre sensual no
puede ser convencido de que reconozca el mal de su concupiscencia; antes
de llegar a la entrada del abismo se apaga su luz natural. Porque, cuando los
filósofos designan como vicios los impulsos excesivos del corazón, se refieren
a los que aparecen y se ven claramente por signos visibles. Pero los malos
deseos que solicitan el corazón más ocultamente, no los tienen en cuenta.
25. A PESAR DE LAS BUENAS INTENCIONES, SOMOS INCAPACES POR
NOSOTROS MISMOS DE CONCEBIR EL BIEN

Por tanto, así como justamente hemos rechazado antes la opinión de Platón,
de que todos los pecados proceden de ignorancia, también hay que condenar
la de los que piensan que en todo pecado hay malicia deliberada, pues
demasiado sabemos por experiencia que muchas veces caemos con toda la
buena intención. Nuestra razón está presa por tanto desvarío, y sujeta a
tantos errores; encuentra tantos obstáculos y se ve en tanta perplejidad

49
Los diez mandamientos son divididos aquí en dos partes: la Tabla primera contiene los cuatro
primeros mandamientos relativos al amor de Dios; la segunda Tabla los seis últimos referentes al
amor del prójimo (Institución II, vm, II).
194 LIBRO II — CAPÍTULO II LIBRO II — CAPÍTULO I I

muchas veces, que está muy lejos de encontrarse capacitada para guiamos
por el debido camino. Sin lugar a dudas el apóstol san Pablo muestra cuán
sin fuerzas se encuentra la razón para conducirnos por la vida, cuando dice
que nosotros, de nosotros mismos, no somos aptos para pensar algo como de
nosotros mismos (2 Cor. 3, 5). No habla de la voluntad ni de los afectos, pero
nos prohíbe suponer que está en nuestra mano ni siquiera pensar el bien que
debemos hacer. ¿Cómo?, dirá alguno. ¿Tan depravada está toda nuestra
habilidad, sabiduría, inteligencia y solicitud, que no puede concebir ni pensar
cosa alguna aceptable a Dios? Confieso que esto nos parece excesivamente
duro, pues no consentimos fácilmente que quieran privarnos de la agudeza de
nuestro entendimiento, que consideramos el más valioso don que poseemos.
Pero el Espíritu Santo, que sabe que todos los pensamientos de los sabios del
mundo son vanos y que claramente afirma que todo cuanto el corazón del
hombre maquina e inventa no es más que maldad ( Sal 94,11; Gn. 6, 3),
juzga que ello es así. Si todo cuanto nuestro entendimiento concibe, ordena
e intenta es siempre malo ¿cómo puede pensar algo grato a Dios, a quien
únicamente puede agradar la justicia y la santidad? Y por ello se puede ver
que, doquiera se vuelva nuestro entendimiento, está sujeto a la vanidad. Esto
es lo que echaba muy en falta David en sí mismo cuando pedía
entendimiento para conocer bien los mandatos de Dios (Sal 119,34), dando a
entender con tales palabras que no le bastaba su entendimiento, y que por ello
necesitaba uno nuevo. Y esto no lo pide una sola vez, sino hasta casi diez
veces reitera tal petición en un mismo salmo, denotando así cuánto necesitaba
conseguir esto de Dios. Y lo que David pide para sí, san Pablo lo suele pedir
en general para todas las iglesias: "No cesamos de orar por vosotros, y de
pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e
inteligencia espiritual, para que andéis como es digno del Señor..." (Col. 1, 9-10 ;
Flp. 1, 4). Adviértase que al decir que ello es un beneficio de Dios equivale a
proclamar que no estriba en la facultad del hombre.
San Agustín ha experimentado hasta tal punto esta deficiencia de nuestro
entendimiento en orden a entender las cosas divinas, que confiesa que no es
menos necesaria 'la gracia del Espíritu Santo para iluminar nuestro
entendimiento, que lo es la claridad del sol para nuestros ojos 50. Y no
satisfecho con esto, como si no hubiera dicho bastante, se corrige al punto,
diciendo que nosotros abrimos los ojos del cuerpo para ver la claridad del
sol, pero que los ojos de nuestro entendimiento siempre estarán cerrados, si
el Señor no los abre.
En cada momento nuestro espíritu depende de Dios. Además, la Escritura no
dice que nuestro entendimiento es iluminado de una vez para siempre, de
suerte que en adelante pueda ver ya por sí mismo. Porque la cita de san
Pablo poco antes mencionada, se refiere a una ininterrumpida continuidad y
progreso de los fieles. Y claramente lo da a entender David con estas
palabras: "Con todo mi corazón te he buscado; no me dejes desviarme de tus

50
De la pena y remisión de los pecados, lib. II. cap. 5
mandamientos" (Sal 119, 10). Pues, aunque fue regenerado y había aventajado
a los demás en el temor de Dios, sin embargo, confiesa que necesita a
cada momento ser enderezado por el buen camino, a fin de no apartarse de la
doctrina en que ha sido instruido. Por eso en otro lugar pide que le sea
renovado el espíritu de rectitud, que por su culpa había perdido (Sal 51, 10),
porque a Dios pertenece devolvernos lo que por algún tiempo nos había
quitado, igual que dárnoslo al principio.
26. EL DESEO NATURAL DEL BIEN NO PRUEBA LA LIBERTAD DE LA
VOLUNTAD

Tenemos que examinar ahora la voluntad, en la cual principalmente reside la


libertad de nuestro albedrío, pues ya hemos visto que a ella le corresponde
propiamente elegir, y no al entendimiento.
En primer lugar, a fin de que no parezca que lo que dijeron los filósofos, y fue
opinión general (a saber, que todas las cosas naturalmente apetecen lo bueno),
es argumento convincente para probar que existe cierta rectitud en la voluntad,
hemos de advertir que la facultad del libre albedrío no debe considerarse en
un deseo que procede de una inclinación natural, y no de una cierta
deliberación. Porque los mismos teólogos escolásticos confiesan que no hay
acción alguna del libre albedrío, más que donde la razón sopesa los pros y los
contra. Con esto quieren decir que el objeto del deseo ha de estar sometido a
elección, y que le debe preceder la deliberación que abra el camino hacia aquélla.
Si de hecho consideramos cuál es este deseo natural del bien e n el
hombre, veremos que es el mismo que tienen las bestias. También ellas
buscan su provecho, y cuando hay alguna apariencia de bien perceptible a sus
sentidos, se van tras él. En cuanto al hombre, no escoge lo que verdaderamente
es bueno para él, según la excelencia de su naturaleza inmortal y el dictado
de su corazón, para ir en su seguimiento, sino que contra toda razón y consejo
sigue, como una bestia, la inclinación natural. Por tanto, no pertenece en modo
alguno al libre albedrío, el que el hombre se sienta incitado por un
sentimiento natural a apetecer lo bueno; sino que es necesario que juzgue lo
bueno con rectitud de juicio; que, después de conocerlo, lo elija; y que persiga lo
que ha elegido.
A fin de orillar toda dificultad hemos de advertir que hay dos puntos en que
podemos engañarnos en esta materia. Porque en esta manera de expresarse, el
nombre de "deseo" no significa el movimiento propio de la voluntad, sino una
inclinación natural. Y lo segundo es que "bien", no quiere decir aquí la
justicia o la virtud, sino lo que cada criatura natural apetece conforme a su
estado para su bienestar. Y aunque el hombre apetezca el bien con todas
sus fuerzas, nunca empero lo sigue. Como tampoco hay nadie que no desee
la bienaventuranza, y, sin embargo, nadie aspira a ella si no le ayuda el Espíritu
Santo.
Resulta, entonces, que este deseo natural no sirve en modo alguno para
probar que el hombre tiene libre albedrío, del mismo modo que la inclinación
natural de todas las criaturas a conseguir su perfección natural, nada prueba
respecto a que tengan libertad. Conviene, pues, considerar en las otras
cosas, si la voluntad del hombre está de tal manera corrompida y viciada, que
no puede concebir sino el mal; o si queda en ella parte alguna en su
perfección e integridad de la cual procedan los buenos deseos.
27. EL TESTIMONIO DE ROMANOS 7,14-25 CONTRADICE A LOS
TEÓLOGOS ESCOLÁSTICOS

Los que atribuyen a la primera gracia de Dios el que nosotros podamos querer
eficazmente, parecen dar a entender con sus palabras, igualmente, que existe en
el alma una cierta facultad de apetecer voluntariamente el bien, pero tan débil que
no logra cuajar en un firme anhelo, ni hacer que el hombre realice el esfuerzo
necesario. No hay duda de que ésta ha sido opinión común entre los
escolásticos, y que la tomaron de Orígenes y algunos otros escritores
antiguos; pues, cuando consideran al hombre en su pura naturaleza, lo
describen según las palabras de san Pablo : "No hago lo que quiero, sino lo
que aborrezco, eso hago". "El querer el bien está en mí, pero no el hacerlo"
(Rom. 7, 15. 18). Pero pervierten toda la disputa de que trata en aquel lugar
el Apóstol. Él se refiere a la lucha cristiana, de la que también trata más
brevemente en la epístola a los Gálatas, que los fieles experimentan
perpetuamente entre la carne y el espíritu; pero el espíritu no lo poseen
naturalmente, sino por la regeneración. Y que el Apóstol habla de los
regenerados se ve porque, después de decir que en él no habita bien alguno,
explica luego que él entiende esto de su carne; y, por tanto, niega que sea él
quien hace el mal, sino que es el pecado que habita en él. ¿Qué quiere decir
esta corrección: "En mí, o sea, en mi carne"? Evidentemente es como si dijera :
"No habita en mí bien alguno mío, pues no es posible hallar ninguno en mi
carne". Y de ahí se sigue aquella excusa: "No soy yo quien hace el mal, sino
el pecado que habita en mí", excusa aplicable solamente a los fieles, que se
esfuerzan en tender al bien por lo que hace a la parte principal de su alma.
Además, la conclusión que sigue claramente explica esto mismo : "Según el
hombre interior" dice el Apóstol "me deleito en la Ley de Dios ; pero veo otra ley
en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente" (Rom. 7, 22-23).
¿Quién puede llevar en sí mismo tal lucha, sino el que, regenerado por el
Espíritu de Dios, lleva siempre en sí restos de su carne? Y por eso san Agustín,
habiendo aplicado algún tiempo este texto de la Escritura a la naturaleza del
hombre, ha retractado luego su exposición como falsa e inconveniente51. Y
verdaderamente, si admitimos que el hombre tiene la más insignificante
tendencia al bien sin la gracia de Dios, ¿qué responderemos al Apóstol, que
niega que seamos capaces incluso de concebir el bien (2 Cor. 3, 5)? ¿Qué
responderemos al Señor, el cual dice por Moisés, que todo cuanto forja el
corazón del hombre no es más que maldad (Gn.8,21)?

51
Retractaciones, lib. 1, 23.
Estamos completamente bajo la servidumbre del pecado. Por tanto, habiéndose
equivocado en la exposición de este pasaje, no hay por qué hacer caso de sus
fantasías. Más bien, aceptemos lo que dice Cristo: "Todo aquel que hace pecado,
esclavo es del pecado" (Jn. 8,34). Todos somos por nuestra naturaleza pecadores;
luego se sigue que estamos bajo el yugo del pecado. Y si todo hombre está
sometido a pecado, por necesidad su voluntad, sede principal del pecado, tiene
que estar estrechamente ligada. Pues no podría ser verdad en otro caso lo que
dice san Pablo, que Dios es quien produce en nosotros el querer (Flp. 2,13), si
algo en nuestra voluntad precediese a la gracia del Espíritu Santo.
Por tanto, dejemos a un lado cuantos desatinos se han proferido respecto a la
preparación al bien; pues, aunque muchas veces los fieles piden a Dios que
disponga su corazón para obedecer a la Ley, como lo hace David en muchos
lugares, sin embargo hay que notar que ese mismo deseo proviene de Dios. Lo
cual se puede deducir de sus mismas palabras; pues al desear que se cree en él
un corazón limpio, evidentemente no se atribuye a sí mismo tal creación. Por lo
cual admitimos lo que dice san Agustín: "Dios te ha prevenido en todas las cosas;
prevén tú alguna vez su ira. ¿De qué manera? Confiesa que todas estas cosas las
tienes de Dios, que todo cuanto de bueno tienes viene de Él, y todo el mal viene
de ti." Y concluye él: "Nosotros no tenemos otra cosa sino el pecado''52.

C AP Í T ULO I I I : TODO CUANTO PRODUCE LA NATURALEZA


CORROMPIDA DEL HOMBRE MERECE CONDENACIÓN

1. SEGÚN LA ESCRITURA, EL HOMBRE NATURAL ES CORROMPIDO Y


CARNAL

Pero ninguna manera mejor de conocer al hombre respecto a ambas facultades,


que atribuirle los títulos con que le pinta la Escritura. Si todo hombre queda
descrito con estas palabras de Cristo: "Lo que es nacido de la carne, carne
es" (Jn. 3, 6), bien se ve que es una criatura harto miserable. Porque como
dice el Apóstol, todo afecto de la carne es muerte, puesto que es enemistad
contra Dios; y por eso no se sujeta a la Ley de Dios, ni se puede sujetar
(Rom. 8, 6-7). ¿Es tanta la perversidad de la carne que osa disputar con
Dios, que no puede someterse a la justicia de Su Ley, y que, finalmente, no
es capaz de producir por sí misma más que la muerte? Supongamos .que no
hay en la naturaleza del hombre más que carne: decidme si podréis sacar de
allí algo bueno.
Pero alguno puede que diga que este término "carne" tiene relación únicamente
con la parte sensual, y no con la superior del alma. Respondo que eso se
puede refutar fácilmente por las palabras de Cristo y del Apóstol. El
argumento del Señor es que es necesario que el hombre vuelva a nacer otra
vez, porque es carne (Jn. 3, 6). No dice que vuelva a nacer según el cuerpo.

52
Sermón 176.
Y en cuanto al alma, no se dice que renace si sólo es renovada en cuanto a
alguna facultad, y no completamente. Y se confirma por la comparación que
tanto Cristo como san Pablo establecen; pues el espíritu se compara con la
carne de tal manera, que no queda nada en lo que convengan entre sí.
Luego, cuanto hay en el hombre, si no es espiritual, por el mismo hecho tiene
que ser carnal. Ahora bien, no tenemos nada espiritual que no proceda de la
regeneración; por tanto, todo cuanto tenemos en virtud de nuestra
naturaleza no es sino carne. Y si alguna duda nos queda sobre este
punto, nos la quita el Apóstol, cuando, después de describir y pintar al
viejo hombre, del que dice que está viciado por sus desatinadas
concupiscencias, manda que nos renovemos en el espíritu de nuestra mente
(EL 4, 23). No pone los deseos ilícitos y malvados solamente en la parte
sensual, sino también en el mismo entendimiento; y por eso manda que sea
renovado. Y poco antes hace una descripción de la naturaleza humana, que
demuestra que estamos corrompidos y pervertidos en todas nuestras
facultades. Pues cuando dice que los gentiles "andan en la vanidad de su
mente, teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por
la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazón" (Ef. 4, 17-18), no
hay duda de que se refiere a todos aquellos que Dios no ha reformado aún
conforme a la rectitud de su sabiduría y justicia. Y más claramente se puede
ver por la comparación que luego pone, en la cual recuerda a los fieles que no
han aprendido así a Cristo. Porque de estas palabras podemos concluir que la
gracia de Jesucristo es el único remedio para librarnos de tal ceguera y de los
males subsiguientes.
Lo mismo afirma Isaías, que había profetizado acerca del reino de Cristo
diciendo: "He aquí que las tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones;
más sobre ti amanecerá Jehová, y sobre ti será vista su gloria" (Is. 60, 2).
No citaré todos los textos que hablan de la vanidad del hombre, especialmente los
de David y los profetas. Pero viene muy a propósito lo que dice David, que
pesando al hombre y a la vanidad, se vería que él es más vano que ella
misma (Sal 62,9). Es éste un buen golpe a su entendimiento, pues todos los
pensamientos que de él proceden son tenidos por locos, frívolos, desatinados y
perversos.
2. EL CORAZÓN DEL HOMBRE ES VICIOSO Y ESTÁ VACÍO DE TODO
BIEN

Y no es menos grave la condenación proferida contra su corazón, cuando se


dice que todo él es engañoso y perverso más que todas las cosas (Jer. 17,
9). Más, como quiero ser breve, me contentaré con una sola cita, que sea
como un espejo muy claro en el cual podremos contemplar la imagen total de
nuestra naturaleza.
Queriendo el Apóstol abatir la arrogancia de los hombres, afirma: "No hay
justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos
se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay
ni siquiera uno. Sepulcro abierto es su garganta; con su lengua engañan;
veneno de áspides hay debajo de sus labios. Su boca está llena de maldición
y de amargura; sus pies se apresuran para derramar sangre; quebranto y
desventura hay en sus caminos; y no conocieron camino de paz. No hay temor
de Dios delante de sus ojos" (Rom. 3,10-18; Sal 14,1-3). El Apóstol fulmina
con estas graves palabras, no a cierta clase de personas, sino a todos los
descendientes de Adán. No reprende las malas costumbres de éste o del
otro siglo, sino que acusa a la perpetua corrupción de nuestra naturaleza.
Pues su intención en este lugar no es simplemente reprender a los hombres
para que se enmienden, sino enseñarles a todos, desde el primero al último,
que se encuentran oprimidos por tal calamidad, que jamás podrán librarse
de ella si la misericordia de Dios no lo hace. Y como no se podía probar
esto sin poner de manifiesto que nuestra naturaleza se halla hundida en'
esta miseria y perdición, alega estos testimonios con los que claramente se
ve que nuestra naturaleza está más que perdida. Queda pues bien esta-
blecido que los hombres son como el Apóstol los ha descrito, no simplemente
en virtud de alguna mala costumbre, sino por perversión natural. Pues de otra
manera el argumento que usa no serviría para nada. Muestra el Apóstol que
nuestra única salvación está en la misericordia de Dios; pues todo hombre
está por sí mismo sin esperanza y perdido. No me detengo aquí a aplicar
estos testimonios a la intención de san Pablo, pues los acepto ahora como si el
Apóstol hubiera sido el primero en proponerlas, sin tomarlos de los Profetas.
En primer lugar, despoja al hombre de la justicia, es decir, de la inte gridad y
pureza. Luego le priva de inteligencia dando como prueba el haberse
apartado el hombre de Dios, que es el primer grado de la sabiduría. A
continuación afirma que todos se han extraviado, y están como podridos, de
suerte que no hacen bien alguno. Cuenta luego las abominaciones con que
han contaminado su cuerpo los que se han entregado a. la maldad.
Finalmente, declara que todos están privados del temor de Dios, el cual
debiera ser la regla a la que conformáramos toda nuestra vida.
Si tales son las riquezas que los hombres reciben en herencia, en vano se busca
en nuestra naturaleza cosa alguna que sea buena. Convengo en que no
aparecen en cada hombre todas estas abominaciones; pero nadie podrá negar
que todos llevamos en nuestro pecho esta semilla del mal. Porque igual que un
cuerpo cuando tiene en sí la causa de su enfermedad no se dice ya que esté
sano, aunque aún no haya hecho su aparición la enfermedad ni experimente
dolor alguno, del mismo modo el alma no podrá ser tenida por sana
encerrando en sí misma tanta inmundicia. Y aun esta semejanza no tiene plena
aplicación; porque en el cuerpo, por muy enfermo que esté, siempre queda alguna
fuerza vital; pero el alma, hundida en este cieno mortal, no solamente está
cargada de vicios, sino además vacía de todo bien.
3. LOS PAGANOS NO TIENEN VIRTUD ALGUNA SI NO ES POR LA
GRACIA DE DIOS
Surge aquí de nuevo la misma disputa de que antes hemos tratado. Porque
siempre ha habido algunos que, tomando la naturaleza por guía, han
procurado durante toda su vida seguir el sendero de la virtud. Y no considero
el que se puedan hallar muchas faltas en sus costumbres; pues lo cierto es
que con su honestidad demostraron que en su naturaleza hubo ciertos grados
de pureza. Aunque luego explicaremos más ampliamente en qué estima son
tenidas estas virtudes delante de Dios, al tratar del valor de las obras, es
necesario decir ahora lo que hace al propósito que tenemos entre manos.
Estos ejemplos parece que nos invitan a pensar que la naturaleza humana
no es del todo viciosa, pues vemos que algunos por inclinación natural, no
solamente hicieron obras heroicas, sino que se condujeron honestísimamente
toda su vida. Pero hemos de advertir, que en la corrupción universal de que
aquí hablamos aún queda lugar para la gracia de Dios; no para enmendar la
perversión natural, sino para reprimirla y contenerla dentro. Porque si el
Señor permitiera a cada uno seguir sus apetitos a rienda suelta, no habría
nadie que no demostrase con su personal experiencia que todos los vicios
con que san Pablo condena a la naturaleza humana estaban en él. Pues,
¿quién podrá eximirse de no ser del número de aquéllos cuyos pies son
ligeros para derramar sangre, cuyas manos están manchadas por hurtos y
homicidios; sus gargantas semejantes a sepulcros abiertos, sus lenguas
engañosas, sus labios emponzoñados, sus obras inútiles, malas, podridas y
mortales; cuyo corazón está sin Dios, sus entrañas llenas de malicia, sus
ojos al acecho para causar mal, su ánimo engreído para mofarse; en fin,
todas sus facultades prestas para hacer mal (Rom. 3,10)? Si toda alma está
sujeta a estos monstruosos vicios, como muy abiertamente lo atestigua el
Apóstol, bien se ve lo que sucedería si el Señor soltase las riendas a la
concupiscencia del hombre, para que hiciese cuanto se le antojase. No hay fiera
tan enfurecida, que a tanto desatino llegara; no hay río, por enfurecido y
violento que sea, capaz de desbordarse con tal ímpetu.
El Señor cura estas enfermedades en sus escogidos del modo que luego
diremos, y a los réprobos solamente los reprime tirándoles del freno para
que no se desmanden, según lo que Dios sabe que con viene para la
conservación del mundo. De aquí procede el que unos por vergüenza, y otros
por temor de las leyes, se sientan frenados para no cometer muchos
géneros de torpezas, aunque en parte no pueden disimular su inmundicia
y sus perversas inclinaciones. Otros, pensando que el vivir honestamente
les resulta muy provechoso, procuran como pueden llevar este género de
vida. Otros, no contentos con esto, quieren ir más allá, esforzándose con cierta
majestad en tener a los demás en sujeción 53. De esta manera Dios, con su
providencia refrena la perversidad de nuestra naturaleza para que no se
desmande, pero no la purifica por dentro.

53
Edición Valera, 1597: "procurando con un cierto género de majestad que aun los demás hagan
su deber".
4. SIN EL DESEO DE GLORIFICAR A DIOS, TODAS SUS GRACIAS SON
MANCILLADAS

Quizá diga alguno que la cuestión no está aún resuelta. Porque, o hacemos
a Camilo54 semejante a Catilina, o tendremos que ver por fuerza en Camilo,
que si la naturaleza se encamina bien, no está totalmente vacía de bondad.
Confieso que las excelentes virtudes de Camilo fueron dones de Dios, y que
con toda justicia, consideradas en sí mismas, son dignas de ala banza. Pero
¿de qué manera prueban que él tenía una bondad natural? Para demostrar
esto hay que volver a reflexionar sobre el corazón y argumentar así: Si un
hombre natural fue dotado de tal integridad en su manera de vivir, nuestra
naturaleza evidentemente no carece de cierta facultad para apetecer el bien.
Pero, ¿qué sucederá si el corazón fuere perverso y malo, que nada desea
menos que seguir el bien? Ahora bien, si concedemos que él fue un hombre
natural, no hay duda alguna de que su corazón fue así. Entonces, ¿qué
facultad respecto al bien pondremos en la naturaleza humana, si en la mayor
manifestación de integridad que conocemos resulta que siempre tiende a la
corrupción? En consecuencia, así como no debemos alabar a un hombre de
virtuoso, si sus vicios están encubiertos bajo capa de virtud, igualmente no
hemos de atribuir a la voluntad del hombre la facultad de apetecer lo bueno,
mientras permanezca estancada en su maldad.
Por lo demás, la solución más fácil y evidente de esta cuestión es decir que estas
virtudes no son comunes a la naturaleza, sino gracias particulares del Señor,
que las distribuye incluso a los infieles del modo y en la medida que lo tiene por
conveniente. Por eso en nuestro modo corriente de hablar no dudamos en
decir que uno es bien nacido, y el otro no; que éste es de buen natural, y el
otro de malo. Sin embargo, no por ello excluimos a ninguno de la universal
condición de la corrupción humana, sino que damos a entender la gracia
particular que Dios ha concedido a uno, y de la que ha privado al otro.
Queriendo Dios hacer rey a Saúl lo formó como a un hombre nuevo (1 Sm.10,
6). Por esto Platón, siguiendo la fábula de Hornero, dice que los hijos de los
reyes son formados de una masa preciosa, para diferenciarlos del vulgo, porque
Dios, queriendo mirar por el linaje humano, dota de virtudes singulares a los
que constituye en dignidad; y ciertamente que de este taller han salido los
excelentes gobernantes de los que las historias nos hablan. Y lo mismo se
ha de decir de los que no desempeñan oficios públicos.
Mas, como quiera que cada uno, cuanto mayor era su excelencia, más se
haya dejado llevar de la ambición, todas sus virtudes, quedaron mancilladas
y perdieron su valor ante Dios, y todo cuanto parecía digno de alabanza en los
hombres profanos ha de ser tenido en nada. Además, cuando no hay deseo
alguno de que Dios sea glorificado, falta lo principal de la rectitud. Es
evidente que cuantos no han sido regenerados están vacíos y bien lejos de

54
Camilo era un personaje muy a menudo citado por los poetas romanos como ejemplo de virtud.
Cfr. Horacio, Carmen I, 12, 42.
poseer este bien. No en vano se dice en Isaías, que el espíritu de temor
de Dios reposará sobre Cristo (Is. 11,2). Con lo cual se quiere dar a
entender, que cuantos son ajenos a Cristo están también privados de este
temor, que es principio de sabiduría.
En cuanto a las virtudes que nos engañan con su vana apariencia, serán muy
ensalzadas ante la sociedad y entre los hombres en general, pero ante el
juicio de Dios no valdrán lo más mínimo para obtener con ellas justicia.
5. EL HOMBRE NATURAL ESTÁ DESPOJADO DE TODA SANA
VOLUNTAD

Así que la voluntad estando ligada y cautiva del pecado, no puede en modo
alguno moverse al bien, ¡cuánto menos aplicarse al mismo! ; Pues semejante
movimiento es el principio de la conversión a Dios, lo cual la Escritura lo
atribuye totalmente a la gracia de Dios. Y así Jeremías pide al Señor que le
convierta, si quiere que sea convertido (Jer. 31,18). Y por esta razón en el
mismo capítulo, el profeta dice, describiendo la redención espiritual de los
fieles, que son rescatados de la mano de otro más fuerte; dando a entender
con tales palabras, cuán fuertes son los lazos que aprisionan al pecador
mientras, alejado de Dios, vive bajo la tiranía del Diablo. Sin embargo, el
hombre cuenta siempre con su voluntad, la cual por su misma afición está
muy inclinada a pecar, y busca cuantas ocasiones puede para ello. Porque
cuando el hombre se vio envuelto en esta necesidad, no por ello fue despojado
de su voluntad, sino de su sana voluntad. Por esto no se expresa mal san
Bernardo, al decir que en todos los hombres existe el querer; mas querer el
bien es bendición, y querer lo malo, es pérdida. Así que al hombre le
queda simplemente el querer; el querer el mal viene de nuestra naturaleza
corrompida, y querer el bien, de la gracia 55. Y en cuanto a lo que digo, que la
voluntad se halla despojada de su libertad y necesariamente atraída hacia el mal,
es de maravillar que haya quien tenga por dura tal manera de hablar, pues
ningún absurdo encierra en sí misma, y ha sido usada por los doctores
antiguos.

Distinción entre necesidad y violencia. Puede que se ofendan los que no


saben distinguir entre necesidad y violencia 56. Pero si alguien les preguntare a
estos tales si Dios es necesariamente bueno y el Diablo es malo por necesidad,
¿qué responderán? Evidentemente la bondad de Dios está de tal manera
unida a su divinidad, que tan necesario es que sea bueno, como que sea
Dios. Y el Diablo por su caída de tal manera está alejado del bien, que no
puede hacer cosa alguna, sino el mal. Y si alguno afirma con blasfemia que
Dios no merece que se le alabe grandemente por su bondad, pues la tiene
por necesidad, ¿quién no tendrá en seguida a mano la respuesta, que a su
inmensa bondad se debe el que no pueda obrar mal, y no por violencia y a la
55
De la Gracia y el Libre Albedrío, cap. vi.
56
La necesidad es una obligación interior...; la violencia es una fuerza exterior que nos obliga. — Nota
de la Ed. francesa de la "Société Calviniste de France".
fuerza? Luego, si no impide que la voluntad de Dios sea libre para obrar bien
el que por necesidad haga el bien; y si el Diablo, que no es capaz de hacer
más que el mal, sin embargo peca voluntariamente, ¿quién osará decir que el
hombre no peca voluntariamente porque se ve forzado a pecar?

San Agustín enseña de continuo esta necesidad; y, aun cuando Celestio le


acusaba calumniosamente de hacer odiosa esta doctrina, no por eso dejó de
insistir en ella, diciendo que por la libertad del hombre ha acontecido que
pecase; pero ahora, la corrupción que ha seguido al castigo del pecado ha
trocado la libertad en necesidad 57. Y siempre que toca este punto habla
abiertamente de la necesaria servidumbre de pecar en que estamos. Así que
debemos tener en cuenta esta distinción: que el hombre, después de su
corrupción por su caída, peca voluntariamente, no forzado ni violentado; en
virtud de una inclinación muy acentuada a pecar, y no por fuerza; por un
movimiento de su misma concupiscencia, no porque otro le impulse a ello; y,
sin embargo, que su naturaleza es tan perversa que no puede ser inducido ni
encaminado más que al mal 58. Si esto es verdad, evidentemente está sometido a
la necesidad de pecar.

San Bernardo, teniendo presente la doctrina de san Agustín, habla de esta


manera: "Sólo el hombre entre todos los animales es libre; y, sin embargo,
después del pecado, padece una cierta violencia; pero de la voluntad, no de
naturaleza, de suerte que ni aun así queda privado de su libertad natural"59,
porque lo que es voluntario es también libre. Y poco después añade: "La voluntad
cambiada hacia el mal por el pecado, por no sé qué extraña y nunca vista
manera, se impone una necesidad tal, que ni la necesidad, siendo voluntaria,
puede excusar la voluntad, ni la voluntad de continuo solicitada, puede
desentenderse de la necesidad; porque esta necesidad en cierta manera es
voluntaria". Y añade luego que estamos oprimidos por un yugo que no es otro
que el de la sujeción voluntaria; y que por razón de tal servidumbre somos
miserables, y por razón de la voluntad somos inexcusables; pues la voluntad
siendo libre se hizo esclava del pecado. Finalmente concluye: "El alma, pues,
queda encadenada como sierva de esta necesidad voluntaria y de una libertad
perjudicial; y queda libre de modo extraño y harto nocivo; sierva por
necesidad, y libre por voluntad. Y lo que es aún más sorprendente y doloroso:
es culpable, por Ser libre; y es esclava, porque es culpable; y de esta manera es
esclava precisamente en cuanto es libre".60

Claramente se ve por estos testimonios que no estoy yo diciendo nada nuevo,


sino que me limito a repetir lo que san Agustín ha dicho ya, con el común
consentimiento de los antiguos, y lo que casi mil años después se ha
conservado en los monasterios de los monjes. Pero el Maestro de las

57
La perfección de la justicia, cap. VI.
58
De la naturaleza y la gracia, cap. Lxvi, 79.
59
Sermón sobre el Cantar de los Cantares, cap. LXXXI, 7
60
Ibid., cap. txxxi, 9.
Sentencias, no habiendo sabido distinguir entre necesidad y violencia, ha
abierto la puerta a un error muy pernicioso, diciendo que el hombre podría
evitar el pecado, puesto que peca libremente'.61
6. EL ÚNICO REMEDIO ES QUE DIOS REGENERE NUESTROS
CORAZONES Y NUESTRO ESPÍRITU

Es menester considerar, por el contrario, cuál es el remedio que nos aporta la


gracia de Dios, por la cual nuestra natural perversión queda corregida y
subsanada. Pues, como el Señor, al darnos su ayuda, nos concede lo que
nos falta, cuando entendamos qué es lo que obra en nosotros, veremos en
seguida por contraposición cuál es nuestra pobreza.

Cuando el Apóstol dice a los filipenses que él confía en que quien comenzó la
buena obra en ellos, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo (Flp. 1, 6), no
hay duda de que por principio de buena obra entiende el origen mismo y el
principio de la conversión, lo cual tiene lugar cuando Dios convierte la voluntad.
Así que Dios comienza su obra en nosotros inspirando en nuestro corazón el
amor y el deseo de la justicia; o, para hablar con mayor propiedad, inclinando,
formando y enderezando nuestro corazón hacia la justicia; pero perfecciona
y acaba su obra confirmándonos, para que perseveremos. Así pues, para que
nadie se imagine que Dios comienza el bien en nosotros cuando nuestra
voluntad, que por sí sola es débil, recibe ayuda de Dios, el Espíritu Santo
en otro lugar expone de qué vale nuestra voluntad por sí sola. "Os daré"
dice Dios, "corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y
quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de
carne. Y pondré en vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis esta tutos"
(Ez. 36, 26-27). ¿Quién dirá ahora que simplemente la debilidad de nuestra
voluntad es fortalecida para que pueda aspirar eficazmente a escoger el bien,
puesto que vemos que es totalmente reformada y renovada? Si la piedra
fuera tan suave que simplemente con tocarla se le pudiera dar la forma que
nos agradare, no negaré que el corazón del hombre posea cierta aptitud para
obedecer a Dios, con tal de que su gracia supla la imperfección que tiene. Pero si
con esta semejanza el Señor ha querido demostrarnos que era imposible extraer
de nuestro corazón una sola gota de bien, sí no es del todo transformado,
entonces no dividamos entre Él y nosotros la gloria y alabanza que Él se apropia y
atribuye como exclusivamente suya.

Dios cambia nuestra voluntad de buena en mala. Así que, si cuando el Señor nos
convierte al bien, es como si una piedra fuese convertida en carne, evidentemente
cuanto hay en nuestra voluntad desaparece del todo, y lo que se introduce en su
lugar es todo de Dios. Digo que la voluntad es suprimida, no en cuanta voluntad,
porque en la conversión del hombre permanece íntegro lo que es propio de su
primera naturaleza. Digo también que la voluntad es hecha nueva, no porque
comience a existir de nuevo, sino porque de mala es convertida en buena. Y digo

61
Libro de las Sentencias, lib. II, dist. 25.
que esto lo hace totalmente Dios, porque, según el testimonio del Apóstol, no
somos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros
mismos (2 Cor. 3, 5). Por esta causa en otro lugar dice, que Dios no solamente
ayuda a nuestra débil voluntad y corrige su malicia, sino que produce el querer en
nosotros (Flp. 2,13). De donde se deduce fácilmente lo que antes he dicho: que
todo el bien que hay en la voluntad es solamente obra de la gracia. Y en este
sentido el Apóstol dice en otra parte, que Dios es quien obra "todas las cosas en
todos" (1 Cor. 12, 6). En este lugar no se trata del gobierno universal, sino que
atribuye a Dios exclusivamente la gloria de todos los bienes de que están los fieles
adornados. Y al decir "todas las cosas", evidentemente hace a Dios autor de la
vida espiritual desde su principio a su término. Esto mismo lo había enseñado
antes con otras palabras, diciendo que los fieles son de Dios en Cristo (1 Cor. 8,6).
Con lo cual bien claramente afirma una nueva creación, por la cual queda
destruido todo lo que es de la naturaleza común.

A esto viene también la oposición entre Adán y Cristo, que en otro lugar propone
más claramente, donde dice que nosotros "somos hechura suya, creados en
Cristo, para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que
anduviésemos en ellas" (Ef. 2,10). Pues con esta razón quiere probar que nuestra
salvación es gratuita, en cuanto que el principio de todo bien proviene de la
segunda creación, que obtenemos en Cristo. Ahora bien, si hubiese en nosotros la
menor facultad del mundo, también tendríamos alguna parte de mérito. Pero, a fin
de disipar esta fantasía de un mérito de nuestra parte, argumenta de esta manera:
"porque en Cristo fuimos creados para las buenas obras, las cuales Dios preparó
de antemano"; con las cuales palabras quiere decir que todas las buenas obras en
su totalidad, desde el primer momento hasta la perseverancia final, pertenecen a
Dios.

Por la misma razón el Profeta, después de haber dicho que somos hechura de
Dios, para que no se establezca división alguna añade que nosotros no nos
hicimos (Sal 100, 3); y que se refiere a la regeneración, principio de la vida
espiritual, está claro por el contexto; pues luego sigue: "pueblo suyo somos, y
ovejas de su prado" (Ibid.). Vemos, pues, que el Profeta no se dio por satisfecho
con haber atribuido a Dios simplemente la gloria de nuestra salvación, sino que
nos excluye totalmente de su compañía, como si dijera que ni tanto así le queda al
hombre de que poderse gloriar, porque todo es de Dios.

7. LA VOLUNTAD, PREPARADA POR LA GRACIA, ¿DESEMPEÑA ALGÚN


PAPEL INDEPENDIENTEMENTE DE ÉSTA?

Mas, quizás haya alguno que se muestre de acuerdo en que la voluntad por sí
misma está alejada del bien y que por la sola potencia de Dios se convierte a la
justicia, pero que, a pesar de todo, una vez preparada, obra también en ella por
su parte, como escribe san Agustín: "La gracia precede a toda buena obra, y
en el bien obrar la voluntad es conducida por la gracia, y no la guía; la
voluntad sigue, y no precede" 62. Esta sentencia no contiene mal alguno en sí,
pero ha sido pervertida y mal aplicada a este propósito por el Maestro de las
Sentencias63. Ahora bien, digo que tanto en las palabras que he citado del
Profeta como en otros lugares semejantes, hay que notar dos cosas: que el
Señor corrige, o por mejor decir, destruye nuestra perversa voluntad, y que
luego nos da El mismo otra buena. En cuanto nuestra voluntad es prevenida
por la gracia, admito que se la llame sierva; pero en cuanto al ser
reformada es obra de Dios, no se puede atribuir al hombre que él por su
voluntad obedezca a la gracia preveniente.

La gracia sola produce la voluntad. Por tanto, no se expresó bien san Crisóstomo
cuando dijo: "Ni la gracia sin la voluntad, ni la voluntad sin la gracia,
pueden obrar cosa alguna" 64. Como si la voluntad misma no fuera hecha y
formada por la gracia según lo hemos probado poco antes por san Pablo.

En cuanto a san Agustín, su intención, al llamar a la voluntad sierva de la


gracia, no fue atribuirle papel alguno en el bien obrar, sino que únicamente
pretendía refutar la falsa doctrina de Pelagio, el cual ponía como causa
primera de la salvación los méritos del hombre. Así que san Agustín insistía en
lo que hacía a su propósito, a saber, que la gracia precede a todo mérito;
dejando aparte la cuestión del perpetuo efecto de la gracia en nosotros, de
lo cual trata admirablemente en otro lugar. Porque, cuando dice repetidas
veces que el Señor previene al que no quiere, para que quiera, y que asiste
al que quiere, para que no quiera en vano, pone al Señor como autor
absoluto de las buenas obras. Por lo demás, sobre este tema hay en sus
escritos muchas sentencias harto claras: "Los hombres," dice, "se esfuerzan
por hallar en nuestra voluntad lo que nos pertenece a nosotros, y no a Dios;
mas yo no sé cómo lo podrán encontrar" 65. Y en el libro primero contra
Pelagio y Celestio, interpretando aquel dicho de Cristo : "Todo aquel que
oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí" (Jn. 6, 45), dice : "La voluntad del
hombre es ayudada de tal manera que no solamente sepa lo que ha de hacer,
sino que, sabiéndolo, lo ponga también por obra; y así, cuando Dios enseña,
no por la letra de la ley, sino por la gracia del espíritu, de tal manera enseña
que lo que cada uno ha aprendido, no solamente lo vea conociéndolo, sino
que también, queriéndolo lo apetezca, y obrando lo lleve a cabo" 66

8. TESTIMONIO DE LA ESCRITURA

Y como quiera que nos encontremos en el punto central de esta materia,


resumamos en pocas palabras este tema, y confirmémoslo con testimonios

62
Carta 176, cap. III
63
Libro de las Sentencias, lib. II, dist. 26.
64
Homilía LXXXII, 4.
65
De la Pena y el Perdón de los pecados, lib. II, cap. xv, 28.
66
De la Gracia de Cristo y del Pecado Original, lib. I, cap. xiv.
evidentes de la Escritura. Y luego, para que nadie nos acuse de que alteramos
la Escritura, mostremos que la verdad que enseñamos, también la enseñó san
Agustín. No creo que sea conveniente citar todos los testimonios que se
pueden hallar en la Escritura para confirmación de nuestra doctrina; bastará
que escojamos algunos que sirvan para comprender los demás, que por
doquier aparecen en la Escritura. Por otra parte me parece que no estará de
más mostrar con toda evidencia que estoy lejos de disentir del parecer de este
gran santo, al que la Iglesia tiene en tanta veneración 67

Ante todo, se verá con razones claras y evidentes que el principio del bien no
viene de nadie más que de Dios. Pues nunca se verá que la voluntad se
incline al bien si no es en los elegidos. Ahora bien, la causa de la elección hay
que buscarla fuera de los hombres; de donde se sigue que el hombre no tiene
la buena voluntad por sí mismo, sino que proviene del mismo gratuito favor
con que fuimos elegidos antes de la creación del mundo.

Hay también otra razón no muy diferente a ésta: perteneciendo a la fe el


principio del bien querer y del bien obrar, hay que ver de dónde proviene la
fe misma. Ahora bien, como la Escritura repite de continuo que la fe es un
don gratuito de Dios, se sigue que es una pura gracia suya el que
comencemos a querer el bien, estando naturalmente inclinados al mal con todo el
corazón.

Por tanto, cuando el Señor en la conversión de los suyos pone estas dos
cosas: quitarles el corazón de piedra, y dárselo de carne, claramente atestigua la
necesidad de que desaparezca lo que es nuestro, para que podamos ser
convertidos a la justicia; y, por otra parte, que todo cuanto pone en su lugar,
viene de su gracia. Y esto no lo dice en un solo pasaje. Porque también leemos en
Jeremías: "Y les daré un corazón, y un camino, para que me teman
perpetuamente" (Jer. 32, 39). Y un poco después: "Y pondré mi temor en el
corazón de ellos, para que no se aparten de mí" (Jer. 32,40). Igualmente en
Ezequiel: "Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos;
y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un
corazón de carne" (Ez.11, 19). Más claramente no podría Dios privamos a
nosotros y atribuirse a sí mismo la gloria de todo el bien y rectitud de nuestra
voluntad, que llamando a nuestra conversión creación de un nuevo espíritu y un
nuevo corazón.

Pues de ahí se sigue que ninguna cosa buena puede proceder de nuestra
voluntad mientras no sea reformada; y que después de haberlo sido, en
cuanto es buena es de Dios, y no de nosotros mismos.

67
Latín: "cui plurimum authoritas merito defert piorum consensus" (al cual la opinión general de los fieles
adscribe la mayor autoridad).
9. LA EXPERIENCIA DE LOS SANTOS

Y así vemos que los santos han orado, como cuando Salomón decía: "Incline" —
el Señor — "nuestro corazón hacia él, para que andemos en todos sus
caminos, y guardemos todos sus mandamientos..." (1 Re. 8, 58). Con ello
demuestra la rebeldía de nuestro corazón al decir que es naturalmente rebelde
contra Dios y su Ley, si Dios no lo convierte. Lo mismo se dice en el Salmo:
"Inclina mi corazón a tus testimonios" (Sal 119,36). Pues hay que notar
siempre la oposición entre la perversidad que nos induce a ser rebeldes a
Dios, y el cambio por el que somos sometidos a su servicio. Y cuando David,
viendo que durante algún tiempo había sido privado de la gracia de Dios, pide
al Señor que cree en él un corazón limpio y renueve en sus entrañas el espíritu de
rectitud (Sal 51,10), ¿no reconoce con ello que todo su corazón está lleno de
suciedad, y que su espíritu se halla encenagado en la maldad? Además, al
llamar a la limpieza que pide, "obra de Dios", ¿no le atribuye por ventura
toda la gloria?

Si alguno replica que esta oración es mera señal de un afecto bueno y


santo, la respuesta la tenemos a mano; pues, aunque David ya estaba
en parte en el buen camino, no obstante él compara el estado en que
primeramente se encontraba con el horrible estrago y miseria en que había
caído, de lo cual tenía buena experiencia. Y así, con siderándose como
apartado de Dios, con toda razón pide que se le dé todo lo que Dios
otorga a sus elegidos en la regeneración. Y por eso, sintiéndose semejante
a un muerto, deseó ser formado de nuevo, a fin de que, de esclavo de
Satanás, sea convertido en instrumento del Espíritu Santo.

Nada podemos sin Cristo. De cierto, ¡es sorprendente nuestro orgullo! No


hay nada que con mayor encarecimiento nos mande el Señor que la religiosa
observancia del sábado, es decir, que descansemos de las obras; y no hay
nada más difícil de conseguir de nosotros que dejar a un lado nuestras obras
para dar el debido lugar a las de Dios. Si no nos lo impidiera nuestro orgullo, el
Señor Jesús nos ha dado suficientes testimonios de sus gracias y mercedes, para
que no sean arrinconadas maliciosamente. "Yo soy", dice, "la vid verdadera,
y mi Padre es el labrador" (Jn. 15,1). "Como el pámpano no puede llevar
fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no
permanecéis en mí...; porque separados de mí nada podéis hacer" (Jn. 15, 4.
5). Si nosotros no damos más fruto que un sarmiento cortado de su cepa,
que está privado de su savia, no hay por qué seguir investigando respecto a la
aptitud de nuestra naturaleza para el bien. Ni tampoco ofrece duda alguna la
conclusión: Separados de mí nada podéis hacer. No dice que es tal nuestra
enfermedad que no podemos valernos; sino que al reducirnos a nada,
excluye cualquier suposición de que haya en nosotros ni sombra de poder. Si
nosotros, injertados en Cristo, damos fruto como la cepa, que recibe su fuerza de
la humedad de la tierra, del rocío del cielo y del calor del sol, me parece
evidente que no nos queda parte alguna en las buenas obras, si queremos dar
enteramente a Dios lo que es suyo.
Es una vana sutileza la de algunos, al decir que en el sarmiento está ya el
jugo y la fuerza para producir el fruto; y, por tanto, que el sar miento no lo
toma todo de la tierra ni de su principal raíz, pues pone algo por sí mismo.
Porque. Cristo no quiere decir sino que por nosotros mismos no somos más
que un palo seco y sin virtud alguna cuando estamos separados de Él;
porque en nosotros mismos no existe facultad alguna para obrar bien, como
lo dice en otra parte: "Toda planta que no plantó mi Padre celestial será
desarraigada" (Mt.15, 13).

Dios da el querer y el obrar. Por esto el Apóstol le atribuye toda la gloria:


"Dios es el que en nosotros produce así el querer como el hacer" (Flp. 2,13).
La primera parte de la buena obra es la voluntad; la otra, el esfuerzo de
ponerla en práctica: de lo uno y de lo otro es Dios autor. Por tanto, se sigue
que si el hombre se atribuye a sí mismo alguna cosa, sea respecto al querer
el bien, o a llevarlo a la práctica, en la misma medida priva de algo a Dios. Si
se dijere que Dios ayuda la debilidad de la voluntad, algo nos quedaría a
nosotros; pero al decir que hace la voluntad, demuestra que todo el bien que
hay en nosotros viene de fuera, y no es nuestro. Y porque aun la misma
buena voluntad está oprimida por el peso de la carne, de suerte que no puede
conseguir lo que pretende, añade luego que para vencer las dificultades que
nos salen al paso, el Señor nos da constancia y esfuerzo a fin de obrar hasta
el fin. Pues de otro modo no podría ser verdad lo que dice en otro lugar:
"Dios que hace todas las cosas en todos, es el mismo" (1 Cor.12, 6), en lo cual
hemos demostrado que se comprende todo el curso de la vida espiritual. Por
esta causa David, después de haber pedido al Señor que le mostrase sus
caminos, para andar en su verdad, dice luego: "Afirma mi corazón para que
tema tu nombre" (Sal 86,11). Con lo cual quiere decir que incluso los de
buenos sentimientos están tan sujetos a engaños, que fácilmente se
desvanecerían, o se irían como el agua, si no fuesen fortalecidos con la
constancia. Y de acuerdo con esto, en otro lugar, después de haber pedido
que sus pasos sean encaminados a guardar la Palabra de Dios, suplica
luego que se le conceda la fuerza para luchar. "Ninguna iniquidad", dice, "se
enseñoree de mí" (Sal 119,133).

De esta manera, pues, el Señor comienza y lleva a cabo la buena obra en


nosotros: en cuanto con su gracia incita nuestra voluntad a amar lo bueno y
aficionarse a ello, a querer buscarlo y entregarse a ello; y, además, que
este amor, deseo y esfuerzo no desfallezcan, sino que duren hasta concluir la
obra; y, finalmente, que el hombre prosiga constantemente en la búsqueda del
bien y persevere en él hasta el fin.

10. SE RECHAZA EL LIBRE ARBITRIO EN LA OBRA DE LA GRACIA


SALVADORA

Dios mueve nuestra voluntad, no como durante mucho tiempo se ha


enseñado y creído, de tal manera que después esté en nuestra mano
desobedecer u oponernos a dicho impulso; sino con tal eficacia, que hay que
seguirlo por necesidad. Por esta razón no se puede admitir lo que tantas veces
repite san Crisóstomo: "Dios no atrae sino a aquellos que quieren ser
atraídos" 68. Con lo cual quiere dar a entender que Dios extiende su mano
hacia nosotros, esperando únicamente que aceptemos ser ayudados por su
gracia. Concedemos, desde luego, que mientras el hombre permaneció en su
perfección, su estado era tal que podía inclinarse a una u otra parte; pero
después de que Adán ha demostrado con su ejemplo cuán pobre cosa es el
libre albedrío, si Dios no lo quiere y lo puede todo en nosotros, ¿de qué nos
servirá que nos otorgue su gracia de esa manera? Nosotros la destruiremos
con nuestra ingratitud. Y el Apóstol no nos enseña que nos sea ofrecida la
gracia de querer el bien, de suerte que podamos aceptarla, sino que Dios
hace y forma en nosotros el querer; lo cual no significa otra cosa sino que
Dios, por su Espíritu, encamina nuestro corazón, lo lleva y lo dirige, y reina
en él como cosa suya. Y por Ezequiel no promete Dios dar a sus elegidos un
corazón nuevo solamente para que puedan caminar por sus mandamientos,
sino para que de hecho caminen (Ez.11, 19-20; 36,27). Ni es posible entender de
otra manera lo que dice Cristo: "Todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de
él, viene a mí" (Jn. 6, 45), si no se entiende que la gracia de Dios es por sí
misma eficaz para cumplir y perfeccionar su obra, como lo sostiene san Agustín
en su libro De la Predestinación de los Santos (cap. VIII); gracia que Dios no
concede a cada uno indistintamente, como dice, si no me engaño, el
proverbio de Ockham: "La gracia no es negada a ninguno que hace lo que está
en sí"69.

Por supuesto, hay que enseñar a los hombres que la bondad de Dios está a
disposición de cuantos la buscan, sin excepción alguna. Pero, como quiera que
ninguno comienza a buscarla antes de ser inspirado a ello por el cielo, no hay
que disminuir, ni aun en esto, la gracia de Dios. Y es cierto que sólo a los
elegidos pertenece el privilegio de, una vez regenerados por el Espíritu de Dios,
ser por Él guiados y regidos. Por ello san Agustín, con toda razón, no se burla
menos de los que se jactan de tener parte alguna en cuanto a querer el bien,
que reprende a los que piensan que la gracia de Dios les es dada a todos
indiferentemente. Porque la gracia es el testimonio especial de una gratuita
elección70. "La naturaleza", dice, "es común a todos, mas no la gracia"71. Y dice
que es una sutileza reluciente y frágil como el vidrio, la de aquellos que extienden
a todos en general lo que Dios da a quien le place. Y en otro lugar: "¿Cómo viniste
a Cristo? Creyendo. Pues teme que por jactarte de haber encontrado por ti mismo
el verdadero camino, no lo pierdas. Yo vine, dirás, por mi libre albedrío, por
mi propia voluntad. ¿De qué te ufanas tanto? ¿Quieres ver cómo aun esto te ha

68
Homilía XXII, 5.
69
Calvino atribuye, con dudas, a Ockham una frase que en realidad pertenece a Gabriel Biel, y que
aparece en su comentario a las "Sentencias" de Pedro Lombardo: Epythoma Pariter... II, 27,2.
70
Sermón XXVI, cap. III y XII.
71
Ibíd., cap. VD.
sido dado? Oye al que llama, diciendo: Ninguno viene a mí, si mi Padre no le
trajere"72. Y sin disputa alguna se saca de las palabras del evangelista san Juan
que el corazón de los fieles está gobernado desde arriba con tanta eficacia, que
ellos siguen ese impulso con un afecto inflexible. "Todo aquel", dice, "que es
nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece
en él" (1 Jn. 3, 9). Vemos, pues, que el movimiento sin eficacia que se imaginan
los sofistas, por el cual Dios ofrece su gracia de tal manera que cada uno pueda
rehusarla o aceptarla según su beneplácito, queda del todo excluido cuando
afirmamos que Dios nos hace de tal manera perseverar, que no corremos
peligro de poder apartarnos.
11. LA PERSEVERANCIA NADA DEBE AL MÉRITO DEL HOMBRE

Tampoco se debería dudar absolutamente de que la perseverancia es un


don gratuito de Dios, si no hubiera arraigado entre los hombres la falsa
opinión de que se le dispensa a cada uno según sus méritos; quiero decir,
según que demuestre no ser ingrato a la primera gracia. Mas, como este
error procede de los que se imaginaron que está en nuestra mano poder
rehusar o aceptar la gracia que Dios nos ofrece, refutada esta opinión,
fácilmente también se deshace el error subsiguiente. Aunque en esto hay un
doble error. Porque, además de decir que usando bien de la primera gracia
merecemos otras nuevas con las que somos premiados por el buen uso de la
primera, añaden también que ya no es solamente la gracia quien obra en
nosotros, sino que obra juntamente con nosotros cooperando.

En cuanto a la primera, hay que decir que el Señor, al multiplicar sus gracias
en los suyos y concederles cada día otras nuevas, como le es acepta y
grata la obra que en ellos comenzó, encuentra en ellos motivo y ocasión de
enriquecerlos más aumentando cada día sus gracias. A este propósito hay que
aplicar las sentencias siguientes: "Al que tiene se le dará". Y: "Bien, buen
siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré" (Mt. 25, 21;
Lc.19, 17 .26). Pero hemos de guardarnos de dos vicios: que el buen uso de la
gracia primera no se le atribuya al hombre, como si él con su industria hiciera
eficaz la gracia de Dios; y lo segundo, que no se puede decir que las gracias
concedidas a los fieles son para premiarles por haber usado bien la primera
gracia, como si no les viniese todo de la bondad gratuita de Dios.

Concedo que los fieles han de esperar esta bendición de Dios, que cuanto
mejor uso hagan de sus gracias, tanto mayores les serán conce didas. Pero
digo además, que este buen uso viene igualmente del Señor, y que esta
remuneración procede de su gratuita benevolencia.

Se rechaza la gracia cooperante de los escolásticos. Los doctores escolásticos


distinguen corrientemente la gracia operante y la cooperante; pero abusan
de tal distinción echándolo todo a perder. Es cierto que también san

72
Cartas de los Pelagianos, lib. 1, cap. XIX.
Agustín la empleó, pero añadiendo una aclaración para dulcificar lo que
parecía tener de áspero. "Dios", dice, "perfecciona cooperando" — quiere decir,
obrando juntamente con otro — "lo que comenzó obrando; y esto es una misma
gracia, pero se llama con nombres diversos conforme a las diversas maneras que
tiene de obrar”73. De donde se sigue que no hace división entre Dios y nosotros,
como si hubiese concurrencia simultánea de Dios y nuestra, sino que
únicamente demuestra cómo aumenta la gracia. A este propósito viene bien
lo que antes hemos alegado, que la buena voluntad del hombre precede a
muchos dones de Dios, entre los cuales está la misma voluntad. De donde se
sigue que no queda nada que pueda atribuirse a sí misma. Lo cual
expresamente san Pablo lo ha declarado. Después de decir que Dios es
quien produce en nosotros el querer como el obrar (Flp. 2, 13), añade que lo
uno y lo otro lo hace "por su buena voluntad", queriendo decir con esta
expresión, su gratuita benignidad.

En cuanto a lo que dicen, que después de haber aceptado la primera gracia,


cooperamos nosotros con Dios, respondo: si quieren decir que, una vez que
por el poder de Dios somos reducidos a obedecer a la justicia, voluntariamente
vamos adelante siguiendo la gracia, entonces no me opongo, porque es
cosa bien sabida que donde reina la gracia de Dios hay tal prontitud para
obedecer. Pero ¿de dónde viene esto, sino de que el Espíritu Santo, que
nunca se contradice, alienta y confirma en nosotros la inclinación a obedecer
que al principio formó, para que persevere? Más, si por el contrario, quieren
decir que el hombre tiene de su propia virtud el cooperar con la gracia de Dios,
afirmo que sostienen un error pernicioso.
12. PARA CONFIRMACIÓN DE SU ERROR ALEGAN FALSAMENTE EL
DICHO DEL APÓSTOL:

"He trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo"
(1 Cor. 15, 10). Entienden este texto como sigue: como parece que el Apóstol
se gloría con mucha arrogancia de haber aventajado a los demás, se
corrige atribuyendo la gloria a la gracia de Dios, pero de tal manera que se
pone como parte con Dios en su obrar. Es sorprendente que tantos — que
bajo otro aspecto no eran malos — hayan tropezado en este obstáculo.
Porque el Apóstol no dice que la gracia de Dios trabajó con él, tomándolo
como compañero y parte en el trabajo, sino que precisamente con tal
corrección atribuye todo el honor de la obra a la gracia exclusivamente. No soy
yo, dice, el que ha trabajado, sino la gracia de Dios, que me asistía. Les
engañó lo ambiguo de la expresión, y especialmente la deficiente traducción,
que pasa por alto la fuerza del artículo griego. Pues si se traduce al pie de la
letra el texto del Apóstol, no dice que la gracia de Dios cooperó con él, sino
que la gracia que le asistía lo hacía todo. Es lo que san Agustín con toda
evidencia y con pocas palabras expone como sigue: "Precede la buena
voluntad del hombre a muchos dones de Dios, mas no a todos, porque ella

73
De la Gracia y del Libro Albedrío, cap. xvii.
entra en su número". Y da luego la razón: "porque está escrito: su misericordia
me previene, y su misericordia me seguirá (Sal 59,10; 23,6); al que no
quiere, Dios le previene para que quiera; al que quiere, le sigue, para que
no quiera en vano'74. Con lo cual se muestra de acuerdo san Bernardo al
presentar a la Iglesia diciendo: "Oh Dios, atráeme como por fuerza, para
hacer que yo quiera; tira de mí, que soy perezosa, para que me hagas correr"75

13. TESTIMONIO DE SAN AGUSTÍN

Oigamos ahora las palabras mismas de san Agustín, para que los pelagianos de
nuestro tiempo, sea decir, los sofistas de la Sorbona, no nos echen en cara, como
acostumbran, que todos los doctores antiguos nos son contrarios. Con lo cual
evidentemente imitan a su padre Pelagio, que empleó la misma calumnia con san
Agustín.

Trata éste por extenso esta materia en el libro que tituló De la Corrección y de la
Gracia, del cual citaré brevemente algunos lugares, aunque con sus mismas
palabras. Dice él, que la gracia de perseverar en el bien le fue dada a Adán, para
que usara de ella si quería; pero que a nosotros se nos da para que queramos, y,
queriendo, venzamos la concupiscencia (cap. XI). Así que Adán tuvo el poder, si
hubiere querido, mas no tuvo el querer, para poder; a nosotros se nos da el querer
y el poder. La primera libertad fue poder no pecar; la nuestra es mucho mayor: no
poder pecar (cap. XII). Y a fin de que no pensemos algunos, como lo hizo el
Maestro de las Sentencias76, que se refería a la perfección de que gozamos en la
gloria, más abajo quita la duda, diciendo: "La voluntad de los fieles es de tal
manera guiada por el Espíritu Santo, que pueden obrar bien precisamente porque
así lo quieren; y quieren, porque Dios hace que quieran (2 Cor. 12,9). Porque si
con tan grande debilidad que requiere la intervención de la potencia de Dios para
reprimir nuestro orgullo, se quedasen con su voluntad, de suerte que con el favor
de Dios pudiesen, si quisieran, y Dios no hiciese que ellos quisieran, en medio de
tantas tentaciones su flaca voluntad caería, y con ello no podrían perseverar. Por
eso Dios ha socorrido a la flaqueza de la voluntad de los hombres dirigiéndola con
su gracia sin que ella pueda irse hacia un lado u otro; y así, por débil que sea, no
puede desfallecer". Poco después, en el capítulo catorce, trata también por
extenso de cómo nuestros corazones necesariamente siguen el impulso de Dios,
cuando Él los toca, diciendo así: "Es verdad que Dios atrae a los hombres de
acuerdo con la voluntad de los mismos y no forzándolos, pero es Él quien les ha
dado tal voluntad".

74
Enquiridión, cap. ix.
75
Sermones sobre el Cantar de los Cantares, xxi.
76
Pedro Lombardo, Libro de las Sentencias, lib. 11, dist. 25.
He aquí, confirmado por boca de san Agustín, nuestro principal intento; a saber:
que la gracia no la ofrece Dios solamente para que pueda ser rehusada o
aceptada, según le agrade a cada uno, sino que la gracia, y únicamente ella, es la
que inclina nuestros corazones a seguir su impulso, y hace que elijan y quieran, de
tal manera que todas las buenas obras que se siguen después son frutos y efecto
de la misma; y que no hay voluntad alguna que la obedezca, sino la que ella
misma ha formado. Y por ello, el mismo san Agustín dice en otra parte, que no hay
cosa alguna, pequeña o grande, que haga obrar bien, más que la gracia77.
14. LA GRACIA DE LA PERSEVERANCIA ES GRATUITA

En cuanto a lo que dice en otra parte, que la voluntad no es destruida por la


gracia, sino simplemente de mala convertida en buena, y que después de volverla
buena, es además ayudada78, con esto solamente pretende decir que el hombre
no es atraído como si fuese un tronco sin movimiento alguno de su corazón, y
como a la fuerza; sino que es de tal manera tocado, que obedece de corazón.
Y que la gracia sea otorgada gratuitamente a los elegidos, lo dice particularmente
escribiendo a Paulino79: "Sabemos que la gracia de Dios no es dada a todos los
hombres; y a los que se les da, no les es dada según el mérito de sus obras, ni los
méritos de su voluntad, sino de acuerdo con la gratuita bondad de Dios; y a los
que no se les da, sabemos que no se les da por justo juicio de Dios." Y en la
misma carta80 condena de hecho la opinión de los que piensan que la gracia
segunda es dada a los hombres por sus méritos, como si al no rechazar la gracia
primera se hubieran hecho dignos de ella. Porque él quiere que Pelagio confiese
que la gracia nos es necesaria en toda obra, y que no se da en pago de las obras,
para que dé veras sea gracia.
Pero no es posible resumir esta materia más brevemente de lo que él lo expone
en el capítulo octavo del libro De la Corrección y de la Gracia. Enseña allí
primeramente que la voluntad del hombre no alcanza la gracia por su libertad, sino
la libertad por la gracia; en segundo lugar, que en virtud de aquella gracia se
conforma al bien, porque se le imprime un deleitable afecto a perseverar en él; lo
tercero, que es fortalecida con una fuerza invencible para resistir al mal; en cuarto
lugar, que estando regida por ella jamás falta, pero si es abandonada, al punto cae
otra vez. Asimismo, que por la gratuita misericordia de Dios la voluntad es
convertida al bien, y convertida, persevera en él. Que, cuando la voluntad del
hombre es guiada al bien, el que, después de ser a él encaminada, sea constante
en él, todo esto depende de la voluntad de Dios únicamente, y no de mérito alguno
suyo. De esta manera, no le queda al hombre más albedrío si así se puede llamar

77
De la Gracia y el Libre Albedrío, cap. xx.
78
Carta XCIV, cap. v.
79
El original dice por error "a Bonifacio", Carta CLXXXVI, cap. IV.
80
Ibid., cap. IX.
— que el que él describe en otro lugar: "tal que ni puede convertirse a Dios, ni
permanecer en Dios, más que por la sola gracia; y que todo cuanto puede, sólo
por la gracia lo puede"81

CAPÍTULO IV: CÓMO OBRA DIOS EN EL CORAZÓN DE LOS HOMBRES


1. INTRODUCCIÓN

Creo que he probado suficientemente que el hombre de tal manera se halla


cautivo bajo el yugo del pecado, que por su propia naturaleza no puede desear el
bien en su voluntad, ni aplicarse a él82. Asimismo he distinguido entre violencia y
necesidad, para que se viese claramente que cuando el hombre peca
necesariamente, no por ello deja de pecar voluntariamente.
Mas, como quiera que mientras permanezca bajo la servidumbre del Demonio
parece más bien gobernado por la voluntad de éste que por la suya propia, queda
por exponer de qué modo ocurre esto. Luego resolveremos la cuestión que
comúnmente se propone, de si en las obras malas se debe imputar algo a Dios,
pues la Escritura da a entender que Dios obra en ellas en cierta manera.
El hombre bajo el dominio de Satanás. San Agustín compara en cierto lugar la
voluntad del hombre a un caballo, que se deja gobernar por la voluntad del que lo
monta. Por otra parte, compara a Dios y al Diablo a dos personas distintas que
cabalgan sobre él. Dice que si Dios cabalga en el caballo de la voluntad, la dirige
como corresponde a quien conoce muy bien a su caballo, la incita cuando la ve
perezosa, la contiene cuando la ve demasiado precipitada, reprime su gallardía y
ferocidad, corrige su rebeldía, y la lleva por el debido camino. Al contrario, si es el
Diablo quien monta en ella, como un necio y mal caballista la hace correr fuera de
camino, y caer en hoyos, la conduce por despeñaderos, la provoca para que se
enfurezca y se desboque. Nos contentaremos por ahora con esta comparación,
pues no tenemos otra mejor.
Que la voluntad del hombre natural está sometida al dominio del Diablo, no quiere
decir que se vea obligada a hacer por fuerza lo que él le mandare – como
obligamos por la fuerza a los esclavos a cumplir con su deber, por más que no
quieran –; queremos con ello dar a entender que la voluntad, engañada por los
ardides del Diablo, necesariamente se somete a él y hace cuanto él quiere.
Porque aquellos a quienes el Señor no les da la gracia de ser dirigidos por su
Espíritu, por justo juicio los entrega a Satanás, para que los rija. Por eso el Apóstol
dice que "el dios de este siglo" (que es el Diablo) "cegó el entendimiento de los
incrédulos" (que están predestinados para ser condenados) "para que no les
resplandezca la luz del evangelio" (2 Cor. 4, 4). Y en otra parte dice que él "opera
en los hijos de desobediencia" (Ef. 2,2). La ceguera de los impíos y todas las

81
Carta CCXIV, cap. VII.
82
Calvino ya ha abordado este tema desde un ángulo distinto: I, XVIII.
abominaciones que de ella se siguen, son llamadas obras de Satanás; la causa,
sin embargo, no se debe buscar fuera de la voluntad de los hombres, de donde
procede la raíz del mal, y en la cual reside el fundamento del reino de Satanás,
que es el pecado.
2. EN QUÉ SE DISTINGUE LA OBRA DE DIOS DENTRO DE UN MISMO
ACTO, DE LA DE SATANÁS Y DE LOS MALVADOS

Respecto a la acción de Dios, es muy distinta en ellos. Pero para comprenderlo


mejor, tomemos como ejemplo el daño que hicieron a Job los caldeos, quienes,
después de haber dado muerte a los pastores, robaron todo su ganado (Job 1,17).
Sin dificultad vemos quiénes fueron los autores de esta maldad (porque cuando
vemos a unos ladrones cometer un robo, no dudamos en imputarles la falta y
condenarlos)83. Sin embargo, Satanás no se estuvo mano sobre mano mientras
los otros perpetraban tal acto, pues la historia nos dice que todo procedía de él.
Por otra parte, el mismo Job confiesa que todo es obra de Dios, del cual dice que
le quitó todo cuanto le habían robado los caldeos. ¿Cómo podemos decir que un
mismo acto lo ha hecho Dios, Satanás y los hombres, sin que, o bien tengamos
que excusar a Satanás por haber obrado juntamente con Dios, o que acusar a
Dios como autor del mal? Fácilmente, si consideramos el fin y la intención, y
además el modo de obrar.

El fin y la voluntad de Dios era ejercitar con la adversidad la paciencia de su


siervo; Satanás, pretendía hacerle desesperar; y los caldeos, enriquecerse con los
bienes ajenos usurpados contra toda justicia y razón. Esta diferencia tan radical de
propósitos distingue suficientemente la obra de cada uno.

Y no es menor la diferencia en el modo de obrar. El Señor permite a Satanás que


aflija a su siervo Job, y le entrega a los caldeos – a quienes había escogido como
ministros de tal acción –, para que él los dirija. Satanás instiga el corazón de éstos
con sus venenosos estímulos para que lleven a cabo tan gran maldad, y ellos se
apresuran a llevarlo a cabo, contaminando su alma y su cuerpo. Hablamos, pues,
con toda propiedad al decir que Satanás mueve a los impíos, en quienes tiene su
reino de maldad.

También se dice que Dios obra en cierta manera, por cuanto Satanás, instrumento
de su ira, según la voluntad y disposición de Dios va de acá para allá para ejecutar
los justos juicios de Dios. Y no me refiero al movimiento universal de Dios por el
cual todas las criaturas son sustentadas, y del que toman el poder y eficacia para
hacer cuanto llevan a cabo. Hablo de su acción particular, la cual se muestra en

83
El paréntesis lo añade el texto francés, pero no el latino ni el de Valera.
cualquier obra. Vemos, pues, que no hay inconveniente alguno en que una misma
obra sea imputada a Dios, a Satanás y al hombre. Pero la diversidad de la
intención y de los medios a ella conducentes hacen que la justicia de Dios
aparezca en tal obra imprescindible, y que la malicia de Satanás y del hombre
resulten evidentes para confusión de los mismos.
3. LA ACCIÓN DE DIOS NO EQUIVALE A SU PRESCIENCIA O
PERMISIÓN

Los doctores antiguos algunas veces temen confesar la verdad en cuanto a esta
materia, para evitar dar ocasión a los impíos de maldecir y hablar
irrespetuosamente y sin la debida reverencia de las obras de Dios. Yo apruebo y
estimo en gran manera semejante modestia. Sin embargo creo que no hay peligro
alguno en retener simplemente lo que la Escritura nos enseña. Ni aun el mismo
san Agustín se vio siempre libre de semejante escrúpulo; por ejemplo cuando dice
que el obceca-miento y el endurecimiento no pertenecen a la operación de Dios,
sino a su presciencia84. Pero su sutileza no puede compaginarse con tantas
expresiones de la Escritura que evidentemente demuestran que interviene algún
otro factor, además de la presciencia de Dios. Y el mismo san Agustín, en el libro
quinto contra Juliano, retractándose de lo que en otro lugar había dicho, prueba
con un largo razonamiento que los pecados no se cometen solamente por
permisión y tolerancia de Dios, sino también por su potencia, a fin de castigar de
esta manera los pecados pasados.

Igualmente, tampoco tiene pies ni cabeza lo que algunos afirman: que Dios
permite el mal, pero que Él no lo envía. Muchísimas veces se dice en la Escritura
que Dios ciega y endurece a los réprobos, que cambia, inclina y empuja su
corazón, según hemos expuesto ya más ampliamente85 Si recurrimos a la
permisión o a la presciencia, no podemos explicar en modo alguno cómo sucede
esto.

Nosotros respondemos que ello tiene lugar de dos maneras. En primer lugar,
siendo así que apenas nos es quitada la luz de Dios, no queda en nosotros más
que oscuridad y ceguera, y que cuando el Espíritu de Dios se aleja de nosotros,
nuestro corazón se endurece como una piedra; resultando que, cuando Él no nos
encamina, andamos perdidos sin remedio; con toda justicia se dice que Él ciega,
endurece e inclina a aquellos a quienes quita la facultad y el poder de ver, de
obedecer y hacer bien.

84
Pseudo-Agustín, De la Predestinación y la Gracia, cap. v.
85
Institución, I, XVIII, 1 y 2.
La segunda manera, más próxima a la propiedad de las palabras, es que Dios,
para ejecutar sus designios por medio del Diablo, ministro de su ira, vuelve hacia
donde le place los propósitos de los hombres, mueve su voluntad y los incita a
lograr sus intentos. Por esto Moisés, después de narrar cómo Sehón, rey de los
amorreos, tomó las armas para no dejar pasar al pueblo de Israel, porque Dios
había endurecido su espíritu y había llenado de obstinación su corazón, dice que
el fin y la intención que Dios perseguía era entregarlo en manos de los hebreos
(Dt. 2,30). Así que, porque Dios quería destruirlo, aquella obstinación de corazón
era una preparación para la ruina que Dios le tenía determinada.
4. DIOS CASTIGA A LOS HOMBRES, YA PRIVÁNDOLOS DE SU LUZ, YA
ENTREGANDO SU CORAZÓN A SATANÁS

Según la primera explicación hay que entender lo que dice Job: (Él) "priva del
habla a los que dicen verdad, y quita a los ancianos el consejo" (Job 12,20). "Él
quita el entendimiento a los jefes del pueblo de la tierra, y los hace vagar como por
un yermo sin camino" (Job 12,24). E igualmente lo que dice Isaías: "¿Por qué, oh
Jehová, nos has hecho errar de tus caminos, y endureciste nuestro corazón a tu
temor?" (Is. 63,17). Porque estas sentencias demuestran más bien lo que hace
Dios con los hombres al abandonarlos, que no de qué modo obra en ellos.

Pero quedan aún otros testimonios, que van mucho más adelante, como cuando
Dios dice: "Endureceré su corazón (del Faraón), de modo que no dejará ir al
pueblo" (Éx. 4, 21). Después dice que Él endureció el corazón del Faraón (Éx.
10,1). ¿Acaso lo endureció no ablandándolo? (Éx. 3,19). Así es; pero hizo algo
más: entregó el corazón de Faraón a Satanás para que robusteciese su
obstinación. Por eso había dicho antes: "Yo endureceré su corazón".

Asimismo cuando el pueblo de Israel sale de Egipto, los habitantes de las tierras
por las que ellos han de pasar, les salen al encuentro decididamente para
impedirles el paso. ¿Quién diremos que los incitó? Moisés indudablemente decía
al pueblo que había sido el Señor quien había obstinado su corazón (Dt. 2,30). Y
el Profeta, contando la misma historia, dice que el Señor "cambió el corazón de
ellos para que aborreciesen a su pueblo" (Sal 105,25). Nadie podrá ahora decir
que ellos cometieron esto por haber sido privados del consejo de Dios. Porque si
ellos han sido endurecidos y guiados para hacer esto, de propósito están
inclinados a hacerlo.

Sin incurrir en la menor mancha, Dios se sirve de los malvados. Además, siempre
que quiso castigar los pecados de su pueblo, ¿cómo ejecutó sus propósitos y
castigos por medio de los impíos? De tal manera que la virtud y la eficacia de la
obra procedía de Dios, y que los impíos solamente sirvieron de ministros. Por eso
a veces amenaza con que con un silbo hará venir a los pueblos infieles para que
destruyan a los israelitas (Is. 5, 26; 7,18); otras, dice que los impíos le servirán
como de redes (Ez.12, 13; 17,20); o bien como martillos para quebrantar a su
pueblo (Jer. 50,23). Pero sobre todo ha demostrado hasta qué punto no estaba
ocioso, al llamar a Senaquerib hacha que Él agita con su mano para cortar con
ella por donde le agradare (Is.10, 15).

San Agustín nota muy atinadamente: "Que los malos pequen, esto lo hacen por sí
mismos; pero que al pecar hagan esto o lo otro, depende de la virtud y potencia de
Dios, que divide las tinieblas como le place"86.
5. DIOS SE SIRVE TAMBIÉN DE SATANÁS

Que el ministerio y servicio de Satanás intervenga para provocar e incitar a los


malvados, cuando Dios con su providencia quiere llevarlos a un lado u otro, se ve
bien claramente, aunque no sea más que por el texto del libro primero de Samuel,
en el cual se repite con frecuencia que "le atormentaba (a Saúl) un espíritu malo
de parte de Jehová" (1 Sm.16, 14). Sería una impiedad referir esto al Espíritu
Santo. Si bien el espíritu inmundo es llamado espíritu de Dios, ello es porque
responde a la voluntad y potencia de Dios, y es más bien instrumento del cual se
sirve Dios cuando obra, que no autor de la acción. A esto hay que añadir el
testimonio de san Pablo, que "Dios les envía un poder engañoso, para que crean
la mentira... todos los que no creyeron a la verdad" (2 Tes. 2, 11-12).

Sin embargo, como hemos ya expuesto, existe una gran diferencia entre lo que
hace Dios y lo que hacen el Diablo y los impíos. En una misma obra Dios hace
que los malos instrumentos, que están bajo su autoridad y a quienes puede
ordenar lo que le agradare, sirvan a su justicia; pero estos otros, siendo ellos
malos por sí mismos, muestran en sus obras la maldad que en sus mentes
malditas concibieron.

Todo lo demás que atañe a la defensa de la majestad de Dios contra todas las
calumnias, y para refutar los subterfugios que emplean los blasfemos respecto a
esta materia, queda ya expuesto anteriormente en el capítulo de la Providencia de
Dios87. Aquí solamente he querido mostrar con pocas palabras de qué manera
Satanás reina en el réprobo, y cómo obra Dios en uno y otro.

86
De la Predestinación de los Santos, cap. XVI.
87
Supra I, XVII-XVIII.
6. LA LIBERTAD DEL HOMBRE EN LOS ACTOS ORDINARIOS DE LA
VIDA ESTÁ SOMETIDA A LA PROVIDENCIA DE DIOS

En cuanto a las obras que de por sí ni son buenas ni malas, y que se relacionan
más con la vida corporal que con la del espíritu, aunque ya antes la hemos tocado
de paso, sin embargo no hemos expuesto cuál es la libertad del hombre en las
mismas. Algunos dicen que en ellas tenemos libertad de elección. A mi parecer
han afirmado esto, más por que no querían discutir sobre un tema que juzgaban
de poca importancia, que porque pretendiesen afirmar que era cosa cierta.

En cuanto a mí, aunque los que afirman — y yo también lo admito —que el


hombre no tiene fuerza alguna para alcanzar la justificación, entienden ante todo
lo que es necesario para conseguir la salvación, sin embargo, yo creo que no hay
que olvidar que es una gracia especial del Señor el que nos venga a la memoria
elegir lo que nos es provechoso, y que nuestra voluntad se incline a ello; y
asimismo, por el contrarió, el que nuestro espíritu y entendimiento rehúsen lo que
podría sernos nocivo. Realmente la providencia de Dios se extiende, no solamente
a conseguir que suceda lo que Él sabe que nos es útil y necesario, sino también a
que la voluntad de los hombres se incline a lo mismo. Es verdad que si
consideramos conforme a nuestro juicio el modo cómo se administran las cosas
externas, juzgaremos que están bajo el poder y la voluntad del hombre; pero si
prestamos atención a tantos testimonios de la Escritura, que afirman que el Señor
aun en esas cosas gobierna el corazón de los hombres, tales testimonios harán
que sometamos la voluntad y el poder del hombre al impulso particular de Dios.
¿Quién movió el corazón de los egipcios para que diesen a los hebreos las
mejores alhajas y los mejores vasos que tenían? (Éx. 11, 2-3). Jamás los egipcios
por sí mismos hubieran hecho tal cosa. Por tanto, se sigue, que era Dios quien
movía su corazón, y no sus personales sentimientos o inclinaciones. Y ciertamente
que si Jacob no hubiera estado convencido de que Dios pone diversos afectos en
los hombres según su beneplácito, no hubiera dicho de su hijo José, a quien tomó
por un egipcio: "El Dios omnipotente os dé misericordia delante de aquel varón"
(Gn. 43,14). Como lo confiesa también la Iglesia entera en el Salmo, diciendo:
"Hizo asimismo que tuviesen misericordia de ellos todos los que los tenían
cautivos" (Sal 106,46). Por el contrario, cuando Saúl se encendió en ira hasta
suscitar la guerra, se da como razón que "el Espíritu de Dios vino sobre él con
poder" (1 Sm. 11,6). ¿Quién cambió el corazón de Absalón para que no aceptara
el consejo de Ahitofel, al cual solía tomar como un oráculo? (2 Sm. 17, 14).
¿Quién indujo a Roboam a que siguiese el consejo de los jóvenes? (1 Re. 12, 10).
¿Quién hizo que a la llegada del pueblo de Israel, aquellos pueblos antes tan
aguerridos, temblasen de miedo? La mujer de vida licenciosa, Rahab, confesó que
esto venía de la mano de Dios. Y, al contrario, ¿quién abatió de miedo el ánimo de
los israelitas, sino el que en su Ley amenazó darles un corazón lleno de terror?
(Lv. 26, 36; Dt. 28, 63).
7. DIRÁ ALGUNO QUE SE TRATA DE CASOS PARTICULARES, DE LOS
CUALES NO ES POSIBLE DEDUCIR UNA REGLA GENERAL.

Pero yo digo que bastan para probar mi propósito de que Dios siempre que así lo
quiere abre camino a su providencia, y que aun en las cosas exteriores mueve y
doblega la voluntad de los hombres, y que su facultad de elegir no es libre de tal
manera que excluya el dominio superior de Dios sobre ella. Nos guste, pues, o no,
la misma experiencia de cada día nos fuerza a pensar que nuestro corazón es
guiado más bien por el impulso — moción de Dios, que por su relación y libertad;
ya que en muchísimos casos nos falta el juicio y el conocimiento en cosas no muy
difíciles de entender, y desfallecemos en otras bien fáciles de llevar a cabo. Y, al
contrario, en asuntos muy oscuros, en seguida y sin deliberación, al momento
tenemos a mano el consejo oportuno para seguir adelante; y en cosas de gran
importancia y trascendencia nos sentimos muy animados y sin temor alguno. ¿De
dónde procede todo esto, sino de Dios, que hace lo uno y lo otro? De esta manera
entiendo yo lo que dice Salomón: que el oído oiga, y que el ojo vea, es el Señor
quien lo hace (Prov. 20,12). Porque no creo que se refiera Salomón en este lugar
a la creación, sino a la gracia especial que cada día otorga Dios a los hombres. Y
cuando él mismo dice que: "como los repartimientos de las aguas, así está el
corazón del rey en la mano de Jehová; a todo lo que quiere lo inclina" (Prov. 21,1),
sin duda alguna bajo una única clase comprendió a todos los hombres en general.
Porque si hay hombre alguno cuya voluntad está libre de toda sujeción,
evidentemente tal privilegio se aplica a la majestad regia más que a ningún otro
ser, ya que todos son gobernados por su voluntad. Por tanto, si la voluntad del rey
es guiada por la mano de Dios, tampoco la voluntad de los que no somos reyes
quedará libre de esta condición.

Hay a propósito de esto una bella sentencia de san Agustín, quien dice: "La
Escritura, si se considera atentamente, muestra que, no solamente la buena
voluntad de los hombres — la cual Él hace de mala, buena, y así transformada la
encamina al bien obrar y a la vida eterna — está bajo la mano y el poder de Dios,
sino también toda voluntad durante la vida presente; y de tal manera lo están, que
las inclina y las mueve según le place de un lado a otro, para hacer bien a los
demás, o para causarles un daño, cuando los quiere castigar; y todo esto lo realiza
según sus juicios ocultos, pero justísimos"88.
8. UN MAL ARGUMENTO CONTRA EL LIBRE ALBEDRÍO

Es necesario que los lectores recuerden que el poder y la facultad del libre
albedrío del hombre no hay que estimarla según los acontecimientos, como
indebidamente lo hacen algunos ignorantes. Les parece que pueden probar con
toda facilidad que la voluntad del hombre se halla cautiva, por el hecho de que ni
aun a los más altos príncipes y monarcas del mundo les suceden las cosas como
ellos quieren.
88
De la Gracia y el Libre Albedrío, cap. xx.
Ahora bien, la libertad de que hablamos hemos de considerarla dentro del hombre
mismo, y no examinarla según los acontecimientos exteriores. Porque cuando se
discute sobre el libre albedrío, no se pregunta si puede el hombre poner por obra y
cumplir todo cuanto ha deliberado sin que se lo pueda impedir cosa alguna; lo que
se pregunta es si tiene en todas las cosas libertad de elección en su juicio para
discernir entre el bien y el mal y aprobar lo uno y rechazar lo otro; y asimismo,
libertad de afecto en su voluntad, para apetecer, buscar y seguir el bien, y
aborrecer y evitar el mal. Porque si el hombre posee estas dos cosas, no será
menos libre respecto a su albedrío encerrado en una prisión, como lo estuvo Atilio
Régulo, que siendo señor de todo el mundo como César Augusto.

CAPÍTULO V: SE REFUTAN LAS OBJECIONES EN FAVOR DEL LIBRE


ALBEDRÍO
1. AUNQUE POR NECESIDAD, PECAMOS VOLUNTARIAMENTE

Nos daríamos por satisfechos con cuanto hemos dicho acerca de la servidumbre y
cautividad del libre albedrío del hombre, si no fuera porque los que pretenden
engañado con una falsa opinión, aducen razones en contrario para refutar cuanto
hemos dicho.
En primer lugar amontonan absurdos con los cuales hacen odiosa nuestra
sentencia, como si fuese contraria a la común experiencia de los hombres.
Después se sirven de los testimonios de la Escritura para rebatirla.
Responderemos según este mismo orden.
Argumentan ellos así: Si el pecado es de necesidad, ya no es pecado; y si es
voluntario, síguese que se puede evitar. De estas mismas armas y este mismo
argumento se sirvió Pelagio contra san Agustín; sin embargo, no queremos
tacharlos de pelagianos mientras no los hayamos refutado.
Niego, pues, que el pecado deje de ser imputado como tal por ser de necesidad. Y
niego también que se pueda deducir, como ellos lo hacen, que si el pecado es
voluntario, se puede evitar. Porque si alguno quisiera disputar con Dios y rehuir su
juicio con este pretexto, con decir que no lo puedo hacer de otra manera, tendría
bien a la mano la respuesta – que ya antes hemos dado89 –, a saber: que no
depende de la creación, sino de la corrupción de la naturaleza el que los hombres
no puedan querer más que el mal, por estar sometidos al pecado. Porque, ¿de
dónde viene la debilidad con que los impíos se quieren escudar y tan de buen
grado alegan, sino de que Adán por su propia voluntad se sometió a la tiranía del
Diablo? De ahí, pues, viene la perversión que tan encadenados nos tiene: de que
el primer hombre apostató de su Creador y se rebeló contra Él. Si todos los
hombres muy justamente son tenidos por culpables a causa de esta rebeldía, no
89
Supra, cap. III, 5.
crean que les vaya a servir de excusa el pretexto de esta necesidad, en la cual se
ve con toda claridad la causa de su condenación. Es lo que antes expuse ya, al
poner como ejemplo a los diablos, por lo que claramente se ve que los que pecan
por necesidad no dejan por lo mismo de pecar voluntariamente. Y al contrario,
aunque los ángeles buenos no pueden apartar su voluntad del bien, no por eso
deja de ser voluntad. Lo cual lo expuso muy bien san Bernardo, al decir que
nosotros somos más desventurados, por ser nuestra necesidad voluntaria; la cual,
sin embargo, de tal manera nos tiene atados, que somos esclavos del pecado,
como ya hemos visto90.
La segunda parte de su argumentación carece de todo valor. Ellos entienden que
todo cuanto se hace voluntariamente, se hace libremente. Pero ya hemos probado
antes que son muchísimas las cosas que hacemos voluntariamente, cuya
elección, sin embargo, no es libre.
2. CON TODO DERECHO, LOS VICIOS SON CASTIGADOS Y LAS
VIRTUDES RECOMPENSADAS

Dicen también que si las virtudes y los vicios no proceden de la libre elección, que
no es conforme a la razón que el hombre sea remunerado o castigado. Aunque
este argumento está tomado de Aristóteles, también lo emplearon algunas veces
san Crisóstomo y san Jerónimo; aunque el mismo san Jerónimo no oculta que los
pelagianos se sirvieron corrientemente de este argumento, de los cuales cita las
palabras siguientes: "Si la gracia de Dios obra en nosotros, ella, y no nosotros, que
no obramos, será remunerada".91
En cuanto a los castigos que Dios impone por los pecados, respondo que
justamente somos por ellos castigados, pues la culpa del pecado reside en
nosotros. Porque, ¿qué importa que pequemos con un juicio libre o servil, si
pecamos con un apetito voluntario, tanto más que el hombre es convicto de
pecador por cuanto está bajo la servidumbre del pecado?
Referente al galardón y premio de las buenas obras, ¿dónde está el absurdo por
confesar que se nos da, más por la benignidad de Dios que por nuestros propios
méritos? ¿Cuántas veces no repite san Agustín que Dios no galardona nuestros
méritos, sino sus dones, y que se llaman premios, no lo que se nos debe por
nuestros méritos, sino la retribución de las mercedes anteriormente recibidas?92
Muy atinadamente advierten que los méritos no tendrían lugar, si las buenas obras
no brotasen de la fuente del libre albedrío; pero están muy engañados al creer que
esto es algo nuevo. Porque san Agustín no duda en enseñar a cada paso que es
necesario lo que ellos piensan que es tan fuera de razón; como cuando dice:
"¿Cuáles son los méritos de todos los hombres? Pues Jesucristo vino, no con el
galardón que se nos debía, sino con su gracia gratuitamente dada; a todos los

90
Sermón LXXXI, Sobre el Cantar de los Cantares.
91
Diálogo contra los Pelagianos, lib. l.
92
De la Gracia y el Libre Albedrío, cap. VI
halló pecadores, siendo Él solo libre de pecado, y el que libra del pecado" 93. Y: "Si
se te da lo que se te debe, mereces ser castigado; ¿qué hacer? Dios no te castiga
con la pena que merecías, sino que te da la gracia que no merecías. Si tú quieres
excluir la gracia, gloríate de tus méritos”94. Y: "Por ti mismo nada eres; los pecados
son tuyos, pero los méritos son de Dios; tú mereces ser castigado, y cuando Dios
te concede el galardón de la vida, premiará sus dones, no tus méritos" 95. De
acuerdo con esto enseña en otro lugar que la gracia no procede del mérito, sino al
revés, el mérito de la gracia. Y poco después concluye que Dios precede con sus
dones a todos los méritos, para de allí sacar sus méritos, y que Él da del todo
gratuitamente lo que da, porque no encuentra motivo alguno para salvar. Pero es
inútil proseguir, pues a cada paso se hallan en sus escritos dichos semejantes.
Sin embargo, el mismo Apóstol les librará mejor aún de este desvarío, si quieren
oír de qué principio deduce él nuestra bienaventuranza y la gloria eterna que
esperamos: "A los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a
éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó" (Rom. 8, 30).
¿Por qué, pues, según el Apóstol, son los fieles coronados? Porque por la
misericordia de Dios, y no por sus esfuerzos, fueron escogidos, llamados y
justificados.
Cese, pues, nuestro vano temor de que no habría ya méritos si no hubiese libre
albedrío. Pues sería gran locura apartarnos del camino que nos muestra la
Escritura. "Si (todo) lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras
recibido?" (1 Cor. 4,7). ¿No vemos que con esto quita el Apóstol toda virtud y
eficacia al libre albedrío, para no dejar lugar alguno a sus méritos? Más, como
quiera que Dios es sobremanera munífico y liberal, remunera las gracias que Él
mismo nos ha dado, como si procediesen de nosotros mismos, por cuanto al
dárnoslas, las ha hecho nuestras.
3. LA ELECCIÓN DE DIOS ES LO QUE HACE QUE CIERTOS HOMBRES
SEAN BUENOS

Alegan después una objeción, que parece tomada de san Crisóstomo que si no
estuviese en nuestra mano escoger el bien o el mal, sería necesario que todos los
hombres fuesen o buenos o malos; puesto que todos tienen la misma naturaleza.
No es muy diferente a esto lo que escribió el autor del libro De la vocación de los
gentiles, comúnmente atribuido a san Ambrosio, cuando argumenta que nadie se
apartaría jamás de la fe, si la gracia de Dios no dejase a la voluntad tal que pueda
cambiar de propósito (lib. II).
Me maravilla que hombres tan excelentes se hayan llamado así a engaño. ¿Cómo
es posible que Crisóstomo no tuviera presente que es la elección de Dios la que
diferencia a los hombres? Ciertamente no hemos de avergonzarnos en absoluto

93
Carta CLV, cap. II.
94
Sobre el Salmo XXXI.
95
Sobre el Salmo LXX.
de confesar lo que tan contundentemente afirma san Pablo: "No hay justo, ni aun
uno" (Rom. 3,10); pero añadimos con él que a la misericordia de Dios se debe que
no todos permanezcan en su maldad. Por tanto, como todos tenemos de
naturaleza la misma enfermedad, solamente se restablecen aquellos a quienes
agrada al Señor curar. Los otros, a los cuales Él por su justo juicio desampara, se
van corrompiendo poco a poco hasta consumirse del todo. Y no hay otra
explicación de que unos perseveren hasta el fin, y otros desfallezcan a mitad de
camino. Porque la misma perseverancia es don de Dios, que no da a todos
indistintamente, sino solamente a quienes le place. Y si se pregunta por la causa
de esta diferencia, que unos perseveren y los otros sean inconstantes, sólo se
podrá responder que Dios sostiene con su potencia a los primeros para que no
perezcan, pero que a los otros no les da la misma fuerza y vigor; y esto, porque
quiere mostrar en ellos un ejemplo de la inconstancia humana.
4. LAS EXHORTACIONES A VIVIR BIEN SON NECESARIAS

Objetan también que es vano hacer exhortaciones, que las amonestaciones no


servirían de nada, que las reprensiones serían ridículas, si el pecador no tuviese
poder por sí mismo para obedecer.
San Agustín se vio obligado a escribir un libro que tituló De la corrección y de la
gracia, porque se le objetaban cosas semejantes a éstas; y en él responde
ampliamente a todas las objeciones. Sin embargo, reduce la cuestión en suma a
esto: "Oh, hombre, entiende en lo que se te manda qué es lo que debes hacer;
cuando eres reprendido por no haberlo hecho, entiende que por tu culpa te falta la
virtud para hacerlo; cuando invocas a Dios, entiende de dónde has de recibir lo
que pides" (cap. III). Casi el mismo argumento trata en el libro que tituló Del
espíritu y de la letra, en el cual enseña que Dios no mide sus mandamientos
conforme a las fuerzas del hombre, sino que después de mandar lo que es justo,
da gratuitamente a sus escogidos la gracia y el poder de cumplirlo. Para probar lo
cual no es menester mucho tiempo.
Primeramente, no somos sólo nosotros los que sostenemos esta causa, sino
Cristo y todos sus apóstoles. Miren, pues, bien nuestros adversarios cómo se van
a arreglar para salir victoriosos contra tales competidores. ¿Por ventura Cristo, el
cual afirma que sin Él no podemos nada (Jn. 15 ,5), deja por eso de reprender y
castigar a los que sin Él obraban mal? ¿Acaso no exhortaba a todos a obrar bien?
¡Cuán severamente reprende san Pablo a los corintios porque no vivían en
hermandad y caridad! (1 Cor. 3, 3). Sin embargo, luego pide él a Dios que les dé
gracia, para que vivan en caridad y en amor. En la carta a los Romanos afirma que
la justicia "no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene
misericordia" (Rom. 9,16); y sin embargo, no deja luego de amonestar, exhortar y
reprender. ¿Por qué, pues, no advierten al Señor que no se tome el trabajo de
pedir en balde a los hombres lo que sólo Él puede darles, y de castigarlos por
actos que cometen únicamente porque les falta su gracia? ¿Por qué no advierten
a san Pablo que perdone a aquellos en cuya mano no está ni querer, ni correr, si
la misericordia de Dios no les acompaña y guía, la cual les falta y por eso pecan?
Pero de nada valen todos estos desvaríos, pues la doctrina de Dios se apoya en
un óptimo fundamento, si bien lo consideramos.
Es verdad que san Pablo muestra cuán poco valen en sí mismas las enseñanzas,
las exhortaciones y reprensiones para cambiar el corazón del hombre, al decir que
"ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento" (1 Cor.
3,7). Él es quien obra eficazmente. E igualmente vemos con qué severidad
establece Moisés los mandamientos de la Ley, y cómo los Profetas insisten con
celo y amenazan a quienes los quebrantan. Sin embargo, confiesan que los
hombres solamente comienzan a tener entendimiento cuando les es dado corazón
para que entiendan; y que es obra propia de Dios circuncidar los corazones, y
hacer que de corazones de piedra se conviertan en corazones de carne; que Él es
quien escribe su Ley en nuestras entrañas; y, en fin, que Él, renovando nuestra
alma, hace que su doctrina sea eficaz.
5. LAS EXHORTACIONES HACEN INEXCUSABLES A LOS OBSTINADOS

¿De qué, pues, sirven las exhortaciones?, dirá alguno. Si los Impíos de corazón
obstinado las menosprecian, les servirán de testimonio para acusarlos cuando
comparezcan ante el tribunal y juicio de Dios; y aún más: que incluso en esta vida
su mala conciencia se ve presionada por ellas. Porque, por más que se quieran
mofar de ellas, ni el más descarado de los hombres podrá condenarlas por malas.
Pero replicará alguno: ¿Qué puede hacer un pobre hombre, cuando la presteza de
ánimo requerida para obedecer, le es negada? A esto respondo: ¿Cómo puede
tergiversar las cosas, puesto que no puede imputar la dureza de su corazón más
que a sí mismo? Por eso los impíos, aunque quisieran burlarse de los avisos y
exhortaciones que Dios les da a pesar suyo y' mal de su grado, se ven
confundidos por la fuerza de las mismas.
Con ellas prepara Dios a los creyentes a recibir la gracia de obedecer. Pero su
principal utilidad se ve en los fieles, en los cuales, aunque el Señor obre todas las
cosas por su Espíritu, no dejan de usar del instrumento de su Palabra para realizar
su obra en los mismos, y se sirve de ella eficazmente, y no en vano. Tengamos,
pues, como cierta esta gran verdad: que toda la fuerza de los fieles consiste en la
gracia de Dios, según lo que dice el profeta: "Y les daré un corazón, y un espíritu
nuevo pondré dentro de ellos" (Ez. 11,19), "para que anden en mis ordenanzas, y
guarden mis decretos, y los cumplan" (Ez.11, 20). Y si alguno pregunta por qué se
les amonesta sobre lo que han de hacer, y no se les deja que les guíe el Espíritu
Santo; a qué fin les instan con exhortaciones, puesto que no pueden darse más
prisa que según lo que el Espíritu los estimule; por qué son castigados cuando han
faltado, puesto que necesariamente han tenido que caer debido a la flaqueza de
su carne; a quien así objeta le responderé: ¡Oh, hombre! ¿Tú quién eres para dar
leyes a Dios? Si Él quiere prepararnos mediante exhortaciones a recibir la gracia
de obedecer a las mismas, ¿qué puedes tú reprender ni criticar en esta
disposición y orden de que Dios quiere servirse? Si las exhortaciones y
reprensiones sirviesen a los piadosos únicamente para convencerlos de su
pecado, no podrían ya por esto solo ser tenidas por inútiles. Pero, como quiera
que sirvan también grandemente para inflamar el corazón al amor de la justicia,
para desechar la pereza, rechazar el placer y el deleite dañinos; y, al contrario,
para engendrar en nosotros el odio y descontento del pecado, en cuanto el
Espíritu Santo obra interiormente, ¿quién se atreverá a decir que son superfluas?
Y si aún hay quien desee una respuesta más clara, hela aquí en pocas palabras:
Dios obra en sus elegidos de dos maneras: la primera es desde dentro por su
Espíritu; la segunda, desde fuera, por su Palabra. Con su Espíritu, alumbrando su
entendimiento y formando sus corazones, para que amen la justicia y la guarden,
los hace criaturas nuevas. Con su Palabra, los despierta y estimula a que
apetezcan, busquen y alcancen esta renovación. En ambas cosas muestra la
virtud de su mano conforme al orden de su dispensación.
Cuando dirige esta su Palabra a los réprobos, aunque no sirve para corregirlos,
consigue otro fin, que es oprimir en este mundo su conciencia mediante su
testimonio, y en el día del juicio hacer que, por lo mismo, sean mucho más
inexcusables. Y por esto, aunque Cristo dice que "ninguno puede venir a mí, si el
Padre que me envió, no le trajere"; y "todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de
él, viene a mí" (Jn. 6,44. 45), sin embargo, no por eso deja de enseñar y convida
insistentemente a quienes necesitan ser enseñados interiormente por el Espíritu
Santo, para que aprovechen lo que han oído. En cuanto a los réprobos, advierte
san Pablo que la doctrina no les es inútil, pues les es "ciertamente olor de muerte
para muerte" (2 Cor. 2,16); y sin embargo, es olor suavísimo a Dios.
6. LA LEY Y LOS MANDAMIENTOS

Nuestros adversarios se esfuerzan mucho en amontonar numerosos testimonios


de la Escritura, y ponen en ello gran diligencia, pues no pudiendo vencemos con
autoridades traídas más a propósito que las citadas por nosotros, quieren al
menos oprimirnos con su número. Pero como suele acontecer en la guerra,
cuando la gente no acostumbrada a pelear viene a las manos, por mucho
lucimiento que traigan, a los primeros golpes son desbaratados y puestos en fuga;
y de la misma manera nos será a nosotros muy fácil deshacer cuanto ellos
objetan, por más apariencia y ostentación de que hagan gala. Y como todos los
textos que citan en contra de nosotros se pueden reducir a ciertos puntos
generales de doctrina, al ordenarlos todos bajo una misma respuesta, de una vez
contestaremos a varios de ellos. Por eso no es necesario responder a cada uno en
particular.
Ante todo hacen mucho hincapié en los mandamientos, pensando que están de tal
manera proporcionados con nuestras fuerzas, que todo cuanto en ellos se
prescribe lo podemos hacer. Amontonan, pues, un gran número, y por ellos miden
las fuerzas humanas. Su argumentación procede así: O bien Dios se burla de
nosotros al prescribirnos la santidad, la piedad, la obediencia, la castidad y la
mansedumbre, y prohibirnos la impureza, la idolatría, la deshonestidad, la ira, el
robo, la soberbia y otras cosas semejantes; o bien, no exige más que lo que
podemos hacer.
Ahora bien, todo el conjunto de mandamientos que citan, se pueden distribuir en
tres clases. Los unos piden al hombre que se convierta a Dios; otros simplemente
le mandan que guarde la Ley; los últimos piden que perseveremos en la gracia
que Dios nos ha otorgado. Hablemos de todos en general, y luego descenderemos
a cada clase en particular.
Con sus mandamientos Dios nos demuestra nuestra impotencia. La costumbre de
medir las fuerzas del hombre por los mandamientos es ya muy antigua, y confieso
que tiene cierta apariencia de verdad; sin embargo afirmo que todo ello procede
de una grandísima ignorancia de la Ley de Dios. Porque los que tienen como una
abominación el que se diga que es imposible guardar la Ley, dan como principal
argumento — muy débil por cierto — que si no fuese así se habría dado la Ley en
vano. Pero al hablar así lo hacen como si san Pablo jamás hubiera tocado la
cuestión de la Ley. Porque, pregunto yo, ¿qué quieren decir estos textos de san
Pablo : "Por medio de la ley es el conocimiento del pecado" (Rom. 3,20);
"no conocí el pecado sino por la ley" (Rom. 7, 7); "fue añadida (la ley) a causa de
las trasgresiones" (Gál.3,19); "la ley se introdujo para que el pecado abundase"
(Rom. 5, 20)? ¿Quiere por ventura decir san Pablo que la Ley, para que no fuese
dada en vano, había de ser limitada conforme a nuestras fuerzas? Sin embargo él
demuestra en muchos lugares que la Ley exige más de lo que nosotros podemos
hacer, y ello para convencernos de nuestra debilidad y pocas fuerzas. Según la
definición que el mismo Apóstol da de la Ley, evidentemente el fin y cumplimiento
de la misma es la caridad (1 Tim. 1,5) ; y cuando ruega a Dios que llene de ella el
corazón de los tesalonicenses, harto claramente declara que en vano suena la Ley
en nuestros oídos, si Dios no inspira a nuestro corazón lo que ella enseña (1 Tes.
3,12).
7. LA LEY CONTIENE TAMBIÉN LAS PROMESAS DE GRACIA POR LA
QUE NOS ES DADO OBEDECER

Ciertamente, si la Escritura no enseñase otra cosa sino que la Ley es una regla de
vida a la cual hemos de conformar nuestros actos y todo cuanto pensemos, yo no
tendría dificultad mayor en aceptar su opinión. Pero, como quiera que ella
insistentemente y con toda claridad nos explica sus diversas utilidades, será mejor
considerar, según lo dice el Apóstol, qué es lo que la Ley puede en el hombre.
Por lo que respecta al tema que tenemos entre manos, tan pronto como nos dice
la Ley lo que tenemos que hacer, al punto nos enseña también que la virtud y la
facultad de obedecer proceden de la bondad de Dios; por esto, nos insta a que lo
pidamos al Señor. Si solamente se nos propusieran los mandamientos, sin
promesa de ninguna clase, tendríamos que probar nuestras fuerzas para ver si
bastaban a hacer lo mandado. Mas, como quiera que juntamente con los
mandamientos van las promesas que nos dicen que no solamente necesitamos la
asistencia de la gracia de Dios, sino que toda nuestra fuerza y virtud se apoya en
su gracia, bien a las claras nos dicen que no solamente no somos capaces de
guardar la Ley, sino que somos del todo inhábiles para ella. Por lo tanto, que no
nos molesten más con la objeción de la proporción entre nuestras fuerzas y los
mandamientos de la Ley, como si el Señor hubiese acomodado la regla de la
justicia que había de promulgar en su Ley, a nuestra debilidad y flaqueza. Más
bien consideremos por las promesas hasta qué punto llega nuestra incapacidad,
pues para todo tenemos tanta necesidad de la gracia de Dios.
Más ¿a quién se va a convencer, dicen ellos, de que Dios ha promulgado su Ley a
unos troncos o piedras? Respondo que nadie quiere convencer de esto. Porque
los infieles no son piedras ni leños, cuando adoctrinados por la Ley de que sus
concupiscencias son contrarias a Dios, se hacen culpables según el testimonio de
su propia conciencia. Ni tampoco lo son los fieles, cuando advertidos de su propia
debilidad se acogen a la gracia de Dios. Está del todo de acuerdo con esto, lo que
dice san Agustín : "Manda Dios lo que no podemos, para que entendamos qué es
lo que debemos pedir" . Y: "Grande es la utilidad de los mandamientos, si de tal
manera se estima el libre albedrío que la gracia de Dios sea más honrada" .
Asimismo : "La fe alcanza lo que la Ley manda; y aun por eso manda la Ley, para
que la fe alcance lo que estaba mandado por la Ley; y Dios pide de nosotros la fe,
y no halla lo que pide si Él no da lo que quiere hallar" . Y: "Dé Dios lo que quiere, y
mande lo que quiera"
8. DIOS NOS MANDA CONVERTIRNOS Y NOS CONVIERTE

Esto se comprenderá mejor considerando los tres géneros de mandamientos que


antes hemos mencionado.
Manda muchas veces el Señor, así en la Ley como en los Profetas, que nos
convirtamos a Él. Pero por otra parte dice un profeta: "Conviérteme, y seré
convertido ...; porque después que me convertí tuve arrepentimiento" (Jer. 31,
18.19). Nos manda también que circuncidemos nuestros corazones (Dt.10,16);
pero luego nos advierte que esta circuncisión es hecha por su mano (Dt. 30, 6).
Continuamente está exigiendo un corazón nuevo en el hombre; pero también
afirma que solamente Él es quien lo renueva (Ez. 36,26). Mas, como dice san
Agustín, lo que Dios promete, nosotros no lo hacemos por nuestro libre albedrío, ni
por nuestra naturaleza, sino que Él lo hace por gracia . Y es ésta la quinta de las
reglas que san Agustín nota entre las reglas de la doctrina cristiana que debemos
distinguir bien entre la Ley y las promesas, o entre los mandamientos y la gracia .
¿Qué dirán pues ahora, los que de los mandamientos de Dios quieren deducir que
el hombre tiene fuerzas para hacer lo que le manda Dios, y amortiguar de esta
manera la gracia del Señor, por la cual se cumplen los mandamientos?
Él manda y da el obedecer y perseverar. La segunda clase de mandamientos que
hemos mencionado no ofrece dificultad; son aquellos en los que se nos manda
honrar a Dios, servirle, vivir conforme a su voluntad, hacer lo que Él ordena, y
profesar su doctrina. Pero hay muchos lugares en que se afirma que toda la
justicia, santidad y piedad que hay en nosotros son don gratuito suyo.
Al tercer género pertenece aquella exhortación que, según san Lucas, hicieron
Pablo y Bernabé a los fieles : ¡que perseverasen en la gracia de Dios! (Hch.13,
43). Pero el mismo san Pablo demuestra en otro lugar a quién se debe pedir esta
virtud de la perseverancia. "Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor
y en el poder de su fuerza" (Ef. 6,10). Y en otra parte manda que no contristemos
al Espíritu de Dios con el cual fuimos sellados para el día de la redención
(Ef.4,30). Pero, como los hombres no pueden hacer lo que él pide, ruega a Dios
que se lo conceda a los tesalonicenses: que Su majestad los haga dignos de Su
santa vocación y que cumpla en ellos todo lo que Él había determinado por su
bondad, y por la obra de la fe (2 Tes. 1,11). De la misma manera en la segunda
carta a los Corintios, tratando de las ofrendas alaba muchas veces su buena y
santa voluntad; pero poco después da gracias a Dios por haber infundido a Tito la
voluntad de encargarse de exhortarlos. Luego, si Tito no pudo ni abrir la boca para
exhortar a otros, sino en cuanto que Dios se lo inspiró, ¿cómo podrán ser
inducidos los fieles a practicar la caridad, si Dios no toca primero sus corazones?
9. ZACARÍAS 1,3 NO PRUEBA EL LIBRE ALBEDRÍO

Los más finos y sutiles discuten "estos testimonios" porque dicen que todo esto no
impide que unamos nuestras fuerzas a la gracia de Dios, y que así Él ayude
nuestra flaqueza. Citan también pasajes de los profetas en los cuales parece que
Dios divide la obra de nuestra conversión con nosotros. "Volveos a mí," dice, "...y
yo me volveré a vosotros" (Zac. 1, 3).
Cuál es la ayuda con la que el Señor nos asiste, lo hemos expuesto antes , y no
hay por qué repetirlo de nuevo, puesto que sólo se trata de probar que en vano
nuestros adversarios ponen en el hombre la facultad de cumplir la Ley, en virtud
de que Dios nos pide que la obedezcamos; ya que es claro que la gracia de Dios
es necesaria para cumplir lo que Él manda, y que para este fin se nos promete.
Pues por aquí se ve, por lo menos, que se nos pide más de lo que podemos pagar
y hacer. Ni pueden tergiversar de manera alguna lo que dice Jeremías, que el
pacto que había hecho con el pueblo antiguo quedaba cancelado y sin valor
alguno, porque solamente consistía en la letra; y que no podía ser válido, más que
uniéndose a él el Espíritu, el cual ablanda nuestros corazones para que
obedezcan (Jer. 31,32).
En cuanto a la sentencia: "volveos a mí, y yo me volveré a vosotros", tampoco les
sirve de nada para confirmar su error. Porque por conversión de Dios no debemos
entender la gracia con que Él renueva nuestros corazones para la penitencia y la
santidad de vida, sino aquella con la que testifica su buena voluntad y el amor que
nos tiene, haciendo que todas las cosas nos sucedan prósperamente; igual que
algunas veces se dice también que Dios se aleja de nosotros, cuando nos aflige y
nos envía adversidades.
Así, pues, como el pueblo de Israel se quejaba por el mucho tiempo que llevaba
padeciendo grandes tribulaciones, de que Dios lo había desamparado y
abandonado, Dios les responde que jamás les faltaría su favor y liberalidad, si
ellos volvían a vivir rectamente y para Él, que es el dechado y la regla de toda
justicia. Por tanto se aplica mal este lugar al querer deducir del mismo que la obra
de la conversión se reparte entre Dios y nosotros.
Hemos tratado brevemente aquí de esta materia, porque cuando hablemos de la
Ley tendremos oportunidad de tratar de ello más por extenso.
10. LAS PROMESAS DE LA ESCRITURA ESTÁN DADAS A PROPÓSITO

El segundo modo de exponer sus argumentos no difiere mucho del primero.


Alegan las promesas en las cuales parece que Dios hace un pacto con nosotros,
como son: "Buscad lo bueno, y no lo malo, para que viváis" (Am. 5,14). Y: "Si
quisiereis y oyereis, comeréis el bien de la tierra; si no quisiereis y fuereis
rebeldes, seréis consumidos a espada; porque la boca de Jehová lo ha dicho" (Is.
1,19-20). "Si quitares de delante de mí tus abominaciones" no serás rechazado
(Jer.4,1). "Si oyeres atentamente la voz de Jehová tu Dios, para guardar y poner
por obra todos sus mandamientos que yo te prescribo hoy, también Jehová tu Dios
te exaltará sobre todas las naciones de la tierra" (Dt. 28,1). Y otras semejantes.
Piensan, pues, ellos que Dios se burlaría de nosotros dejando estas cosas a
nuestra voluntad, si no estuviese en nuestra mano y voluntad hacerlas o dejarlas
de hacer. Ciertamente que esta razón parece tener mucha fuerza, y que hombres
elocuentes podrían ampliarla con muchos reparos. Porque, podrían argüir, que
sería gran crueldad por parte de Dios que nos diese a entender que solamente
nosotros tenemos la culpa de no estar en su gracia y así recibir de Él todos los
bienes, si nuestra voluntad no fuese libre y dueña de sí misma; que sería ridícula
la liberalidad de Dios, si de tal manera nos ofreciese sus beneficios, que no
pudiéramos disfrutar de ellos; e igualmente en cuanto a sus promesas, si para
tener efecto, las hace depender de una cosa imposible.
En otro lugar hablaremos de las promesas que llevan consigo alguna condición,
para que claramente se vea que, aunque la condición sea imposible de cumplir,
sin embargo no hay absurdo alguno en ellas.
En cuanto a lo que al tratado presente toca, niego que el Señor sea cruel o
inhumano con nosotros, cuando nos exhorta y convida a merecer sus beneficios y
mercedes, sabiendo que somos del todo impotentes para ello. Porque, como las
promesas son ofrecidas tanto a los fieles como a los impíos, cumplen con su
deber respecto a ambos. Pues así como el Señor con sus mandamientos
aguijonea la conciencia de los impíos para que no se duermen en el deleite de sus
pecados, olvidándose de sus juicios, igualmente con sus promesas, en cierta
manera les hace ver con toda certeza cuán indignos son de su benignidad.
Porque, ¿quién negará que es muy justo y conveniente que el Señor haga bien a
los que le honran, y que castigue con severidad a los que le menosprecian? Por
tanto, el Señor procede justa y ordenadamente, cuando a los impíos, que
permanecen cautivos bajo el yugo del pecado, les pone como condición, que si se
retiran de su mala vida, entonces Él les enviará toda clase de bienes; y ello
aunque no sea más que para que entiendan que con justas razones son excluidos
de los beneficios que se deben a los que verdaderamente honran a Dios.
Por otra parte, como Él procura por todos los medios inducir a los fieles a que
imploren su gracia, no será extraño que procure conseguir en ellos tanto provecho
con sus promesas, como lo hace, según hemos visto, con sus mandamientos.
Cuando en sus mandamientos nos enseña cuál es su voluntad, nos avisa de
nuestra miseria, dándonos a entender cuán opuestos somos a su voluntad; y a la
vez somos inducidos a invocar su Espíritu, para que nos guíe por el recto camino.
Pero, como nuestra pereza no se despierta lo bastante con los mandamientos,
añade Él sus promesas, las cuales nos atraen con una especie de dulzura a que
amemos lo que nos manda. Y cuanto más amamos la justicia, con tanto mayor
fervor buscamos la gracia de Dios. He aquí como con estas amonestaciones: si
quisiereis, si oyereis ..., Dios no nos da la libre facultad ni de querer, ni de oír, y sin
embargo no se burla de nuestra impotencia; porque de esta manera hace gran
beneficio a los suyos, y también que los impíos sean mucho más dignos de
condenación.
11. LOS REPROCHES DE LA ESCRITURA NO SON VANOS

También los de la tercera clase tienen gran afinidad con los precedentes, porque
alegan pasajes en los que Dios reprocha su ingratitud al pueblo de Israel, pues
solamente gracias a la liberalidad de Dios ha recibido todo género de bienes y de
prosperidad. Así cuando dice: "El amalecita y el cananeo están allí delante de
vosotros, y caeréis a espada...por cuanto os habéis negado a seguir a Jehová"
(Nm.14,43). Y: "Aunque os hablé desde temprano y sin cesar, no oísteis; y os
llamé, y no respondisteis; haré también a esta casa...como hice a Silo" (Jer. 7,13).
Y: "Esta es la nación que no escuchó la voz de Jehová su Dios, ni admitió
corrección; ... Jehová ha aborrecido y dejado la generación objeto de su ira" (Jer.
7,28). Y: "porque habéis endurecido vuestro corazón y no habéis obedecido al
Señor, todos estos males han caído sobre vosotros" (Jer. 32,23). Estos reproches,
dicen, ¿cómo podrían aplicarse a quienes podrían contestar: ciertamente nosotros
no deseábamos más que la prosperidad, y temíamos la adversidad; por tanto, que
no hayamos obedecido al Señor, ni oído su voz para evitar el mal y ser mejor
tratados se ha debido a que, estando nosotros sometidos al pecado, no pudimos
hacer otra cosa. Por tanto, sin razón nos echa en cara Dios los males que
padecemos, pues no estuvo en nuestra mano evitarlos?
La conciencia de los malos les convence de su mala voluntad. Con todo derecho
son castigados. Para responder a esto, dejando el pretexto de la necesidad, que
es frívolo y sin importancia, pregunto si se pueden excusar de no haber pecado.
Porque si se les convence de haber faltado, no sin razón Dios les echa en cara
que por su culpa no les ha mantenido en la prosperidad. Respondan, pues, si
pueden negar que la causa de su obstinación ha sido su mala voluntad. Si hallan
dentro de sí mismos la fuente del mal ¿a qué molestarse en buscar otras causas
fuera de ellos, para no aparecer como autores de su propia perdición?
Por tanto, si es cierto que los pecadores por su propia culpa se ven privados de
los beneficios de Dios y son castigados por su mano, sobrado motivo hay para que
oigan tales reproches de labios de Dios; a fin de que si obstinadamente persisten
en el mal, aprendan en sus desgracias más bien a acusar a su maldad y a
abominar de ella, que no a echar la culpa a Dios y tacharle de excesivamente
riguroso. Y si no se han endurecido del todo, y hay en ellos aún cierta docilidad,
que conciban disgusto de sus pecados y los aborrezcan, pues por causa de ellos
son infelices y están perdidos; y que se arrepientan y confiesen de todo corazón
que es verdad aquello que Dios les echa en cara. Para esto sirvieron a los
piadosos las reprensiones que refieren los profetas; como se ve por aquella
solemne oración de Daniel (Dn. 9).
En cuanto a la primera utilidad tenemos un ejemplo en los judíos, a los cuales
Jeremías por mandato de Dios muestra las causas de sus miserias, aunque no
pudo suceder más que lo que Dios había dicho antes: "Tú, pues, les dirás todas
estas palabras, pero no te oirán; los llamarás, y no te responderán" (Jer. 7, 27).
Pero ¿con qué fin hablaba el profeta a gente sorda? Para que a pesar de sí
mismos y a la fuerza comprendiesen que era verdad lo que oían, a saber: que era
un horrendo sacrilegio echar a Dios la culpa de sus desventuras, cuando era
únicamente de ellos.
Con estas tres soluciones podrá cada uno librarse fácilmente de la infinidad de'
testimonios que los enemigos de la gracia de Dios suelen amontonar, tanto sobre
los mandamientos, como sobre los reproches de Dios a los pecadores, para erigir
y confirmar el ídolo del libre albedrío del hombre.
Para vergüenza de los judíos, dice el salmo: "Generación contumaz y rebelde;
generación que no dispuso su corazón" (Sal 78,8). Y en otro salmo exhorta el
Profeta a sus contemporáneos a que no endurezcan sus corazones (Sal 95, 8); y
con toda razón, pues toda la culpa de la rebeldía estriba en la perversidad de los
hombres. Pero injustamente se deduce de aquí que el corazón puede inclinarse a
un lado o a otro, puesto que es Dios el que lo prepara. El Profeta dice: "Mi corazón
incliné a cumplir tus estatutos" (Sa1.119,112), porque de buen grado y con alegría
se había entregado al Señor; pero no se ufana de haber sido él el autor de este
buen afecto, ya que en el mismo salmo confiesa que es un don de Dios.
Hemos, pues, de retener la advertencia de san Pablo cuando exhorta a los fieles a
que se ocupen de su salvación con temor y temblor, por ser Dios el que produce el
querer y el hacer (Flp.2,12-13). Es cierto que les manda que pongan mano a la
obra, y que no estén ociosos; pero al decirles que lo hagan con temor y solicitud,
los humilla de tal modo, que han de tener presente que es obra propia de Dios lo
mismo que les manda hacer. Con lo cual enseña que los fieles obran
pasivamente, si así puede decirse, en cuanto que el cielo es quien les da la gracia
y el poder de obrar, a fin de que no se atribuyan ninguna cosa a sí mismos, ni se
gloríen de nada.
Por tanto, cuando Pedro nos exhorta a "añadir virtud a la fe" (2 Pe. 1,5), no nos
atribuye una parte de la obra, como si algo hiciéramos por nosotros mismos, sino
que únicamente despierta la pereza de nuestra carne, por la que muchas veces
queda sofocada la fe. A esto mismo viene lo que dice san Pablo: "No apaguéis al
Espíritu" (1 Tes. 5,19), porque muchas veces la pereza se apodera de los fieles, si
no se la corrige.
Si hay aún alguno que quiera deducir de esto que los fieles tienen el poder de
alimentar la luz que se les ha dado, fácilmente se puede refutar su ignorancia, ya
que esta misma diligencia que pide el Apóstol no viene más que de Dios. Porque
también se nos manda muchas veces que nos limpiemos de toda contaminación
(2 Cor. 7, 1), y sin embargo, el Espíritu Santo se reserva para sí solo la dignidad
de santificar.
En conclusión; bien claro se ve por la palabras de san Juan, que lo que pertenece
exclusivamente a Dios nos es atribuido a nosotros por una cierta concesión.
"Cualquiera que es engendrado de Dios", dice, "se guarda a sí mismo" (1 Jn.
5,18). Los apóstoles del libre albedrío hacen mucho hincapié en esta frase, como
si dijese que nuestra salvación se debe en parte a la virtud de Dios, y en parte a
nosotros. Como si ese guardarse de que habla el apóstol, no nos viniera también
del cielo. Y por eso Cristo ruega al Padre que nos guarde del mal y del Maligno. Y
sabemos que los fieles cuando luchan contra Satanás no alcanzan la victoria con
otras armas que con las de Dios. Por esta razón san Pedro, después de mandar
purificar las almas por obediencia a la verdad (1 Pe. 1, 22), añade como
corrigiéndose: "por el Espíritu".
Para concluir, san Juan en pocas palabras prueba cuán poco valen y pueden las
fuerzas humanas en la lucha espiritual, cuando dice que "todo aquél que es nacido
de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él" (1 Jn.
3, 9). Y da la razón en otra parte: porque nuestra fe es la victoria que vence al
mundo (1 Jn. 5, 4).
12. EXPLICACIÓN DE DEUTERONOMIO 30,11-14

Sin embargo, alegan un texto de la Ley de Moisés, que parece muy contrario a
nuestra solución. Después de haber promulgado la Ley, declara ante el pueblo lo
siguiente: este mandamiento que yo te ordeno hoy no es demasiado difícil para ti,
ni está lejos ni en el cielo, sino muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para
que lo cumplas (Dt. 30, 11).
Si estas palabras se entienden de los mandamientos simplemente, confieso que
nos veríamos muy apurados para responder; porque, aunque se podría argüir que
se dice de la facilidad para entender los mandamientos, y no para cumplirlos,
siempre quedaría alguna duda y escrúpulo. Pero el Apóstol, que es un excelente
intérprete, nos ahorra andar con elucubraciones, al afirmar que Moisés se refiere
en este lugar a la doctrina del Evangelio (Rom. 10,8). Y si alguno osadamente
afirma que san Pablo retorció el texto aplicándolo al Evangelio, aunque semejante
osadía no deja de sonar a impiedad y poca religiosidad, sin embargo, además de
la autoridad del Apóstol, tenemos medios para convencer a ese tal. Porque si
Moisés hablara solamente de los mandamientos, el pueblo se hubiera llenado de
vana confianza; pues ¿qué les hubiera quedado sino arruinarse, si hubieran
querido guardar la Ley con sus propias fuerzas, como si fuera algo fácil? ¿Dónde
está esa facilidad, para guardarla, si nuestra naturaleza fracasa, y no hay quien no
tropiece al intentar caminar?
Por tanto, es evidente que Moisés con estas palabras se refería al pacto de
misericordia, que había promulgado juntamente con la Ley. Pues poco antes había
dicho que es menester que nuestros corazones sean circuncidados por Dios (Dt.
30, 6), para que le amemos. Y así Él puso la facilidad de que luego habla, no en la
virtud del hombre, sino en el favor, y ayuda del Espíritu Santo, que poderosamente
lleva a cabo su obra en nuestra debilidad. Por tanto, el texto no se puede entender
únicamente de los mandamientos, sino también, y mucho más, de las promesas
del Evangelio, las cuales muy lejos de atribuirnos la facultad de alcanzar la justicia,
la destruyen completamente. Considerando san Pablo que la salvación nos es
presentada en el Evangelio, no bajo la dura, difícil e imposible condición que
emplea la Ley, — a saber: que tan sólo la alcanzan los que hubieren cumplido
todos los mandamientos —, sino con una condición fácil y sencilla, aplica este
testimonio para confirmar cuán liberalmente ha sido puesta en nuestras manos la
misericordia de Dios. Por tanto, este testimonio no sirve en absoluto para
establecer la libertad en la voluntad del hombre.
13. PARA HUMILLARNOS Y PARA QUE NOS ARREPINTAMOS CON SU
GRACIA, DIOS A VECES NOS RETIRA TEMPORALMENTE SUS
FAVORES

Suelen traer también como objeción algunos testimonios, por los que se muestra
que Dios retira algunas veces su gracia a los hombres, para que consideren hacia
qué lado van a volverse. Así se dice en Oseas: "Andaré y volveré a mi lugar, hasta
que reconozcan su pecado y busquen mi rostro" (0s.5,15). Sería ridículo, dicen,
que el Señor pensase que Israel le había de buscar, si sus corazones no fuesen
capaces de inclinarse a una parte u otra. Como si no fuese cosa corriente que
Dios por sus profetas se muestre airado,- y deje ver su deseo de abandonar a su
pueblo hasta que cambie su modo de vivir.
Pero ¿qué pueden deducir nuestros adversarios de tales amenazas? Si pretenden
que el pueblo, abandonado de Dios, puede por sí mismo convertirse a Él, tienen
en contra suya toda la Escritura; y si admiten que es necesaria la gracia de Dios
para la conversión, ¿a qué fin disputan con nosotros?
Pero quizás digan que admiten que la gracia de Dios es necesaria, pero de tal
manera que el hombre hace algo de su parte. Mas ¿cómo lo prueban?
Evidentemente que no por el texto citado, ni por otros semejantes. Porque es muy
distinto decir que Dios deja de su mano al hombre para ver en qué parará, a
afirmar que socorre la flaqueza del mismo para robustecer sus fuerzas.
Pero preguntarán, ¿qué quieren, entonces, decir estas dos maneras de hablar?
Respondo que vienen a ser como si Dios dijera: Puesto que no saco provecho
alguno de este pueblo aconsejándole, exhortándole y reprendiéndole, me apartaré
de él un poco, y consentiré en silencio que se vea afligido. Quiero ver si por
ventura, al sentirse oprimido por grandes tribulaciones, se acuerda de mí y me
busca. Cuando se dice que Dios se apartará de él, se quiere dar a entender que le
privará de su Palabra; al afirmar que quiere ver qué es lo que los hombres harán
en su ausencia, quiere significar, que secretamente les probará por algún tiempo
con varias tribulaciones; y tanto lo uno como lo otro lo hace para humillarnos.
Porque si Él con su Espíritu no nos concediese docilidad, el castigo de las
tribulaciones, en vez de lograr nuestra corrección, sólo conseguiría quebrantarnos.
Falsamente se concluye, por tanto, que el hombre dispone de algunas fuerzas,
cuando Dios, enojado con nuestra continua contumacia y cansado de ella, nos
desampara por algún tiempo, — privándonos de su Palabra, mediante la cual en
cierta manera nos comunica su presencia —, y ve lo que en su ausencia hacemos;
pues Él hace todo esto únicamente para forzarnos a reconocer que por nosotros
mismos no podemos ni somos nada.
14. POR SU LIBERALIDAD, DIOS HACE NUESTRO LO QUE NOS DA POR
SU GRACIA

También argumentan de la manera corriente de hablar, que no sólo los hombres,


sino también la Escritura emplea, según la cual se dice que las buenas obras son
nuestras, y que no menos hacemos lo que es santo y agradable a Dios, que lo
malo y lo que le disgusta. Y si con razón nos son imputados los pecados por
proceder de nosotros, por la misma razón hay que atribuirnos también las buenas
obras. Pues, no está conforme con la razón decir, que nosotros hacemos las
cosas que Dios nos mueve a hacer, si por nosotros mismos somos tan incapaces
como una piedra para hacerlas. Por eso concluyen que, aunque la gracia de Dios
sea el agente principal, sin embargo, expresiones como las mencionadas
significan que nosotros tenemos cierta virtud natural para obrar.
Si ellos no acentuasen más que el primer punto: que las buenas obras si dice que
son nuestras, les objetaría que también se dice que es nuestro el pan, que
pedimos a Dios nos lo conceda. Por tanto, ¿qué se puede decir del título de
posesión, sino que por la liberalidad de Dios y su gratuita merced se hace nuestro
lo que de ninguna manera nos pertenecía? Así que, o admiten el mismo absurdo
en la oración del Señor, o que no tengan por cosa nueva el que se llamen
nuestras las buenas obras, en las cuales el único título para que sean nuestras es
la liberalidad de Dios.
Los malos cometen el mal por su propia malvada voluntad. Pero la segunda
objeción encierra mayor dificultad. Se asegura que la Escritura afirma muchas
veces que nosotros servimos a Dios, guardamos su justicia, obedecemos su Ley,
y que nos dedicamos a obrar bien. Siendo todo esto cometido propio del
entendimiento y de la voluntad del hombre ¿cómo podría atribuirse a la vez al
Espíritu de Dios y a nosotros, si nuestra facultad y poder no tuviese cierta
comunicación con la potencia de Dios?
Será fácil desentendernos de estos lazos, si consideramos bien cómo el Espíritu
de Dios obra en los santos.
Primeramente, la semejanza que aducen está quí fuera de propósito; porque
¿quién hay tan insensato que crea que Dios mueve al hombre ni más ni menos
que como nosotros arrojamos una piedra? Ciertamente, tal cosa no se sigue de
nuestra doctrina. Nosotros contamos entre las facultades del hombre el aprobar,
desechar, querer y no querer, procurar, resistir; es decir, aprobar la vanidad,
desechar el verdadero bien, querer lo malo, no querer lo bueno, procurar el
pecado, resistir a la justicia. ¿Qué hace el Señor en todo esto? Si quiere usar de la
perversidad del hombre como instrumento de su ira, la encamina y dirige hacia
donde le place para realizar mediante los malvados sus obras buenas y justas.
Por tanto, cuando vemos a un hombre perverso servir a Dios, satisfaciendo su
propia maldad, ¿podremos por ventura compararlo con una piedra, que arrojada
por mano ajena, va, no por su movimiento o sentimiento, o su propia voluntad?
Vemos, pues, la gran diferencia que existe.
Los creyentes, por su voluntad regenerada y fortalecida por el Espíritu Santo,
quieren el bien. Y ¿qué decir de los buenos, de los cuales se trata principalmente?
Cuando el Señor erige en ellos su reino, les refrena y modera su voluntad para
que no se vea arrebatada por apetitos desordenados, según tiene ella por
costumbre conforme a su inclinación natural. Por otra parte, para que se incline a
la santidad y la justicia, la endereza conforme a la norma de su justicia, la forma y
dirige; para que no vacile ni caiga, la fortalece y confirma con la potencia de su
Espíritu.
De acuerdo con esto, responde san Agustín a tales gentes; "Tú me dirás: a
nosotros nos obliga a hacer, no hacemos por nosotros. Es verdad lo uno y lo otro.
Tú haces y te hacen hacer, eres movido para que hagas; y tú obras bien, cuando
el que es bueno es quien te hace obrar. El Espíritu de Dios que te hace hacer, es
el que ayuda a los que hacen; su nombre de `Ayudador' denota que también tú
haces algo"96. Esto es lo que dice san Agustín.
En la primera parte de esta sentencia afirma que la operación del hombre no
queda suprimida por el movimiento e intervención del Espíritu Santo; porque la
voluntad, que es guiada para que se encamine hacia el bien es de naturaleza.
Pero luego añade que del nombre "Ayudador" se puede deducir que nosotros
hacemos algo; esto no hay que tomarlo como si nos atribuyese algo por nosotros
mismos, sino que para no retenernos en nuestra indolencia, concuerda de tal
manera la operación de Dios con la nuestra, que el querer sea de naturaleza, pero
el querer bien, de la gracia. Por eso un poco antes había dicho: Si Dios no nos
ayuda, no solamente no podremos vencer, sino ni siquiera pelear.
96
De la Corrección y de la Gracia, cap. II, 4.
15. POR LA GRACIA HACEMOS LAS OBRAS QUE EL ESPÍRITU DE DIOS
HACE EN NOSOTROS

Por aquí se ve que la gracia de Dios — según se toma este nombre cuando se
trata de la regeneración —, es la regla del Espíritu para encaminar y dirigir la
voluntad del hombre. No puede dirigirla sin corregirla, sin que la reforme y
renueve; de ahí que digamos que el principio de la regeneración consiste en que
lo que es nuestro sea desarraigado de nosotros. Asimismo no la puede corregir sin
que la mueva, la empuje, la lleve y la mantenga. Por eso decimos con todo
derecho, que todas las acciones que de allí proceden son enteramente suyas.
Sin embargo, no negamos que es muy gran verdad lo que enseña san Agustín 97:
que la voluntad no es destruida por la gracia, sino más bien reparada. Pues se
pueden admitir muy bien ambas cosas: que se diga que está restaurada la
voluntad del hombre, cuando, corregida su malicia y perversidad, es encaminado a
la verdadera justicia, y que a la vez se afirme que es una nueva voluntad pues tan
pervertida y corrompida está, que tiene necesidad de ser totalmente renovada.
Ahora no hay nada que nos impida decir que nosotros hacemos lo que el Espíritu
de Dios hace en nosotros, aunque nuestra voluntad no pone nada suyo, que sea
distinto de la gracia.
Debemos recordar lo que ya hemos citado de san Agustín: que algunos trabajan
en vano para hallar en la voluntad del hombre algún bien que sea propio de ella,
porque todo cuanto quieren añadir a la gracia de Dios para ensalzar el libre
albedrío, no es más que corrupción, como si uno aguase el vino con agua
encenagada y amarga. Mas, aunque todo el bien que hay en la voluntad procede
de la pura inspiración del Espíritu, como el querer es cosa natural en el hombre,
no sin razón se dice que nosotros hacemos aquellas cosas, de las cuales Dios se
ha reservado la alabanza con toda justicia. Primeramente, porque todo lo que Dios
hace en nosotros, quiere que sea nuestro, con tal que entendamos que no
procede de nosotros: y, además, porque nosotros naturalmente estamos dotados
de entendimiento, voluntad y deseos, todo lo cual Él lo dirige al bien, para sacar de
ello algo de provecho.
16. GÉNESIS 4,7

Los demás testimonios que toman de acá y de allá de la Escritura, no ofrecen gran
dificultad, ni siquiera a las personas de mediano entendimiento: siempre que
tengan bien presentes las soluciones que hemos dado.
Citan lo que está escrito en el Génesis: "A ti será su deseo, y tú te enseñorearás
de él" (Gn. 4, 7), e interpretan este texto del pecado, como si el Señor prometiese
a Caín, que el pecado no podría enseñorearse de su corazón, si el trabajare en

97
De la Gracia y el Libre Albedrío, cap. xx.
dominarle. Pero nosotros afirmamos que está más de acuerdo con el contexto y
con el hilo del razonamiento referirlo a Abel, y no al pecado. La intención de Dios
en este lugar es reprender la envidia perniciosa que Caín había concebido contra
su hermano Abel; y lo hace aduciendo dos razones; la primera, que se engañaba
al pensar que era tenido en más que su hermano ante Dios, el cual no admite más
alabanza que la que procede de la justicia y la integridad. La segunda, que era
muy ingrato para con Dios por el beneficio que de Él había recibido, pues no podía
sufrir a su propio hermano, menor que él, y que estaba a su cuidado.
Mas, para que no parezca que abrazamos esta interpretación porque la otra nos
es contraria, supongamos que Dios habla del pecado. En tal caso, o el Señor le
promete que será superior, o le manda que lo sea. Si se lo manda, ya hemos
demostrado que de esto no se puede obtener prueba alguna para probar el libre
albedrío. Si se lo promete, ¿dónde está el cumplimiento de la promesa, pues Caín
fue vencido por el pecado, del cual debía enseñorearse?
Dirán que en la promesa iba incluida una condición tácita, como si Dios hubiese
querido decir: Tú lograrás la victoria, si luchas. Pero ¿quién puede admitir
tergiversaciones semejantes? Porque si este señorío se refiere al pecado, no hay
duda posible de que se trata de un mandato de Dios, en el cual no se dice lo que
podemos, sino cuál es nuestro deber, aunque no lo podamos hacer. Sin embargo,
la frase y la gramática exigen que Caín sea comparado con Abel, porque siendo él
el primogénito no sería pospuesto a su hermano, si él con su propio pecado no se
hubiera rebajado.
17. ROMANOS 9,16

Aducen también el testimonio del Apóstol, cuando dice: "no depende del que
quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia" (Rom. 9, 16). De lo
cual concluyen, que hay algo en la voluntad y en el impulso del hombre que
aunque débil, ayudada no obstante por la misericordia de Dios, no deja de tener
éxito.
Mas si considerasen razonablemente a qué se refiere el Apóstol en este pasaje,
no abusarían tan inconsideradamente del mismo. Bien sé que pueden aducir como
defensores de su opinión a Orígenes y a san Jerónimo98; pero no hace al caso
saber sus fantasías sobre este lugar, si nos consta lo que allí ha querido decir san
Pablo. Ahora bien, él afirma que solamente alcanzarán la salvación aquellos a
quienes el Señor tiene a bien dispensarles su misericordia; y que para cuantos Él
no ha elegido está preparada la ruina y la perdición. Antes había expuesto la
suerte y condición de los réprobos con el ejemplo de Faraón; y con el de Moisés
había confirmado la certeza de la elección gratuita. Tendré, dice, misericordia, de
quien la tenga. Y concluye que aquí no tiene valor alguno el que uno quiera o
corra, sino el que Dios tenga misericordia. Pero si el texto se entiende en el
sentido de que no basta la voluntad y el esfuerzo para lograr una cosa tan

98
Orígenes, Carta a los Romanos, lib. VII. San Jerónimo, Diálogo contra los Pelagianos, lib. 1.
excelente, san Pablo diría esto muy impropiamente. Por tanto, no hagamos caso
de tales sutilezas: No depende, dicen, del que quiere ni del que corre; luego hay
una cierta voluntad y un cierto correr. Lo que dice san Pablo es mucho más
sencillo: no hay voluntad ni hay correr que nos lleven a la salvación; lo único que
nos puede valer es la misericordia de Dios. Pues no habla aquí de una manera
distinta de lo que lo hace escribiendo a Tito : "Cuando se manifestó la bondad de
Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras
de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia" (Tit. 3,4-5).
Incluso los que arguyen que san Pablo ha dado a entender que existe una cierta
voluntad y un cierto correr, por haber negado que sea propio del que quiere o del
que corre conseguir la salvación, incluso ellos no admitirán que yo argumente de
la misma forma, diciendo que hemos hecho algunas buenas obras, porque san
Pablo niega que hayamos alcanzado la gracia de Dios mediante ellas. Pues si les
parece deficiente esta manera de argumentar, que abran bien los ojos, y verán
que la suya no puede salvarse de la acusación de falaz.
También es firme la razón en que se funda san Agustín99, al afirmar que si se
hubiera dicho que no es propio del que quiere ni del que corre, porque no bastan
ni la voluntad ni el correr, se podría también dar la vuelta al argumento, y concluir
que no es propio de la misericordia de Dios, ya que tampoco obraría ella sola.
Pero como esto segundo es del todo absurdo, con toda razón concluye san
Agustín que por eso se dice que no existe ninguna voluntad humana buena, si no
la prepara el Señor; no que debamos querer y correr, sino que lo uno y lo otro lo
hace Dios en nosotros.
No menos neciamente fuerzan algunos el texto de san Pablo: "somos
colaboradores de Dios" (1 Cor.3,9). Es indudable que se debe limitar únicamente a
los ministros; y se llaman cooperadores, no porque pongan algo de sí mismos,
sino porque Dios obra mediante ellos, después de haberlos hecho idóneos para
serlo, adornándolos con los dones necesarios.
18. ECLESIÁSTICO 15,14-17

Aportan también el testimonio del libro del Eclesiástico, aunque, como se sabe, su
autor es de dudosa autoridad. Pero aunque no le repudiemos – que podríamos
hacerlo con toda razón – ¿qué es lo que allí se dice en confirmación del libre
albedrío? Se dice que el hombre, después de haber sido creado, fue dejado a su
libre albedrío, y que Dios le impuso unos mandamientos que guardar, los cuales a
su vez le guardarían a él; que la vida y la muerte, el bien y el mal fueron puestos
ante el hombre, para que escogiese según su gusto.
Aceptemos que el hombre haya recibido en su creación el poder de escoger la
vida o la muerte. ¿Qué sucederá, si respondemos que lo perdió? Desde luego, no
es mi intención contradecir a Salomón, quien afirma que el hombre al principio fue
creado bueno, y que él ha inventado por sí mismo muchas perversas novedades

99
Enquiridión, cap.
(Ecl. 7, 29). Mas, como el hombre al degenerar y no permanecer en el estado en
el cual Dios lo creó, se echó a perder a sí mismo y todo cuanto tenía, cuanto se
dice que recibió en su primera creación no se puede aplicar a su naturaleza
viciada y corrompida. Así que no solamente respondo a éstos, sino también al
mismo autor del Eclesiástico, quien quiera que sea, de esta manera: Si queréis
enseñar al hombre a buscar en sí mismo el poder de alcanzar la salvación, vuestra
autoridad no es de tanto valor ni merece tanta estima, que pueda menoscabar en
lo más mínimo la Palabra de Dios, dotada de plena certeza. Mas, si solamente
queréis reprimir la maldad de la carne, que imputando sus vicios a Dios pretende
vanamente excusarse, y por esto decís que el hombre tiene una naturaleza buena
dada por Dios, y que él ha sido causa de su propia ruina y perdición, entonces yo
afirmo lo mismo; con tal que convengamos también en que por su culpa se halla
ahora despojado de aquellos dones y gracias con que el Señor le había adornado
al principio, y así confesemos a la vez que el hombre tiene ahora necesidad de
médico, y no de abogado.
19. LUCAS 10,30

No hay cosa que más corrientemente tengan en la boca que la parábola de Cristo
sobre el buen samaritano, en la cual se dice que los ladrones dejaron a un viajero
medio muerto en el camino. Sé muy bien que lo que de ordinario se enseña es
que la persona de este viajero representa la desgracia del linaje humano. De aquí
arguyen nuestros adversarios: El hombre no ha sido de tal manera asaltado por el
pecado y por el Diablo, que no le quede aún algo de vida y algunas reliquias de los
bienes que antes poseía, puesto que se dice que le dejaron medio muerto. Porque
¿dónde, dicen, estaría aquella media vida, si no le quedase aún al hombre parte
de su entendimiento y de su voluntad?
En primer lugar, si yo no admitiese su alegoría ¿qué podrían alegar?
Porque es indudable que los doctores antiguos en esta alegoría han ido más allá
del sentido literal propio que el Señor pretendía con tal parábola. Las alegorías no
deben ir más allá de lo que permite el sentido señalado por la Escritura; pues lejos
están de ser suficientes y aptas para probar una doctrina determinada.
Tampoco me faltan razones con las que poder refutar toda esta fantasía, porque la
Palabra de Dios no dice que el hombre tiene media vida, sino que está muerto del
todo en cuanto a la vida bienaventurada. San Pablo cuando habla de nuestra
redención no dice que nosotros estábamos medio muertos y hemos sido curados;
dice que estando muertos hemos sido resucitados. Él no llama a recibir la gracia
de Cristo a los que viven a medias, sino a los que están muertos y sepultados (Ef.
2, 5; 5,14). Está de acuerdo con esto lo que dice el Señor que ha llegado la hora
en que los muertos oigan la voz del Hijo de Dios (Jn. 5,25). ¿Cómo podrán oponer
una vana alegoría a tan claros testimonios de la Escritura?
Pero supongamos que esta alegoría tenga tanto valor como un testimonio. ¿Qué
pueden concluir contra nosotros? El hombre está medio vivo, luego tiene alguna
parte de vida, a saber, alma capaz de razón; aunque no penetre hasta la sabiduría
celestial y espiritual, tiene un cierto juicio para conocer lo bueno y lo malo; tiene
cierto sentimiento de Dios, aunque no verdadero conocimiento del mismo. Pero
¿en qué se resuelven todas estas cosas? Evidentemente no pueden lograr que no
sea verdad lo que dice san Agustín, y que incluso los mismos escolásticos
admiten: que los dones gratuitos pertinentes a la salvación han sido quitados al
hombre después del pecado; y que los dones naturales han quedado mancillados
y corrompidos.
Por tanto, quede firmemente asentada esta verdad: que el entendimiento del
hombre de tal manera está apartado de la justicia de Dios, que no puede imaginar,
concebir, ni comprender más que impiedad, impureza y abominación. E
igualmente que su corazón de tal manera se halla emponzoñado por el veneno del
pecado, que no puede producir más que hediondez. Y si por casualidad brota de
él alguna apariencia de bondad, sin embargo el entendimiento permanece siempre
envuelto en hipocresía y falsedad, y el corazón enmarañado en una malicia
interna.

CAPITULO VI: EL HOMBRE, HABIÉNDOSE PERDIDO A SÍ MISMO, HA DE


BUSCAR SU REDENCIÓN EN CRISTO

1. AL DIOS CREADOR NO SE LE CONOCE MÁS QUE EN CRISTO


REDENTOR

Como quiera que todo el linaje humano quedó corrompido en la persona de Adán,
la dignidad y nobleza nuestra, de que hemos hablado, de nada podría servirnos, y
más bien se convertiría en ignorancia, si Dios no se hubiera hecho nuestro
Redentor en la persona de su Hijo unigénito, quien no reconoce ni tiene por obra
suya a los hombres viciosos y llenos de pecados. Por tanto, después de haber
caído nosotros de la vida a la muerte, de nada nos aprovechará todo el
conocimiento de Dios en cuanto Creador, al cual nos hemos ya referido, si a él no
se uniese la fe que nos propone a Dios por Padre en Cristo. Ciertamente el orden
natural era que la obra del mundo nos sirviese de escuela para aprender la
piedad, y de este modo encontrar el camino hacia la vida eterna y la perfecta
felicidad. Pero después de la caída de Adán, doquiera que pongamos los ojos, en
el cielo o en la tierra, no vemos más que maldición de Dios, que al extenderse por
culpa nuestra a todas las criaturas y tenerlas como envueltas en ella, por
necesidad colma nuestra alma de desesperación. Porque, aunque Dios nos
insinúa aún de muchas maneras el paternal amor que nos profesa, sin embargo
por la mera consideración de las cosas del mundo no podemos tener seguridad de
que sea verdaderamente nuestro Padre; porque interiormente la conciencia nos
convence y nos hace sentir que, a causa del pecado, merecemos ser rechazados
por Dios y que no nos considere y tenga por hijos suyos.
A esto hay que añadir la torpeza e ingratitud; pues nuestro entendimiento está tan
ciego, que no percibe la verdad, y todos nuestros sentidos tan pervertidos, que
injustamente privamos a Dios de su gloria.
De ahí que debemos concluir con san Pablo: "Pues ya que en la sabiduría de Dios
el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los
creyentes por la locura de la predicación" (1 Cor.1, 21). Llama él sabiduría de Dios
a este admirable espectáculo del cielo y de la tierra, adornado y lleno de tan
infinitas maravillas, por cuya consideración podíamos llegar al conocimiento de
Dios sabia y prudentemente; mas como nada adelantamos con todo esto, nos
llama el Apóstol a la fe de Jesucristo, que por su apariencia de locura, es objeto de
desdén para los incrédulos. Así pues, aunque la predicación de la cruz no
satisfaga los juicios de la carne, no obstante hemos de abrazarla con humildad, si
deseamos volver a nuestro Creador, de quien estamos apartados, para que de
nuevo comience a ser nuestro Padre.
Desde la caída de Adán los hombres han tenido necesidad de un Mediador. De
hecho, después de la caída de Adán, ningún conocimiento de Dios ha podido
valernos para lograr nuestra salvación sin el Mediador. Porque cuando dice
Jesucristo: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y
a Jesucristo, a quien has enviado" (Jn. 17,3), no lo entiende solamente de su
tiempo, sino que lo dice de todos los tiempos y épocas. Por lo cual es tanto más
de condenar la necedad de los que abren la puerta del cielo a todos los incrédulos
y toda clase de gente profana sin la gracia de Jesucristo, el cual, según la
Escritura enseña en muchos pasajes, es la única puerta por donde podemos
entrar en el camino de la salvación.
Y si alguno quiere restringir lo que dice Jesucristo a la promulgación del Evangelio,
es bien fácil de refutarlo; porque en todo tiempo y por todos se tuvo como cierto
que los que están alejados de Dios no pueden agradarle, si antes no se
reconcilian con Él, y que son considerados como malditos e hijos de ira. Añádase
a esto lo que Cristo responde a la samaritana: "Vosotros adoráis lo que no sabéis;
nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos" (Jn.
4,22). Con estas palabras condena todas las religiones de los gentiles, y da la
causa diciendo que el Redentor había sido prometido bajo la Ley solamente a los
judíos. De donde se sigue que ninguna clase de servicio fue jamás del agrado de
Dios, sino el que tuvo por blanco a Jesucristo. Por eso afirma san Pablo que todos
los gentiles han estado sin Dios y excluidos de la esperanza de la vida (Ef. 2,12).
Además, como quiera que san Juan enseña que la vida estuvo desde el principio
en Cristo, y que todo el mundo se apartó de ella (Jn.1,4-5), resulta del todo
necesario recurrir a esta fuente. Y por esta causa Cristo, en cuanto es Mediador
para aplacar al Padre, dice que Él es la vida.
Ciertamente la herencia del reino de los cielos no compete más que a los hijos de
Dios; y no es razón que los que no están incorporados a Jesucristo, único Hijo de
Dios, sean tenidos ni contados en el número de sus hijos. Y san Juan claramente
afirma, que los que creen en el nombre de Jesucristo tienen la prerrogativa y el
privilegio de ser hechos hijos de Dios (Jn. 1, 12).
Mas como mi intención no es tratar ahora expresamente de la fe en Jesucristo,
basta haber tocado este tema de paso.
2. DIOS NO HA SIDO PROPICIO AL ANTIGUO ISRAEL MÁS QUE EN
CRISTO, EL MEDIADOR. LOS SACRIFICIOS

Dios jamás se mostró propicio a los patriarcas del Antiguo Testamento, ni jamás
les dio esperanza alguna de gracia y de favor sin proponerles un Mediador.
No hablo de los sacrificios de la Ley, con los cuales clara y evidentemente se les
enseñó a los fieles que no debían buscar la salvación más que en la expiación que
sólo Jesucristo ha realizado. Solamente quiero decir, que la felicidad y el próspero
estado que Dios ha prometido a su Iglesia se han fundado siempre en la persona
de Jesucristo. Porque aunque Dios haya comprendido en su pacto a todos los
descendientes de Abraham, sin embargo con toda razón concluye san Pablo que,
propiamente hablando, es Jesucristo aquella simiente en la que habían de ser
benditas todas las gentes (Gál. 3,16); pues sabemos que no todos los
descendientes de Abraham según la carne son considerados de su linaje. Porque
dejando a un lado a Ismael y a otros semejantes, ¿cuál pudo ser la causa de que
dos hijos mellizos que tuvo Isaac, a saber, Esaú y Jacob, cuando aún estaban
juntos en el seno de su madre, uno de ellos fuese escogido y el otro repudiado? E
igualmente, ¿cómo se explica que haya sido desheredada la mayor parte de los
descendientes de Abraham?
Es, por tanto, evidente que la raza de Abraham se denomina tal por su cabeza, y
que la salvación que había sido prometida no se logra más que en Cristo, cuya
misión es unir lo que estaba disperso. De donde se sigue que la primera adopción
del pueblo escogido dependía del Mediador. Lo cual, aunque Moisés no lo dice
expresamente, bien claro se ve que todos los personajes piadosos lo entendieron
así.
Ya antes de que fuese elegido un rey para el pueblo, Ana, madre de Samuel,
hablando de la felicidad de los fieles, había dicho en su cántico: "(Jehová) dará
poder a su Rey, y exaltará el poderío de su Ungido" (1 Sm. 2, 10), queriendo decir
con estas palabras que Dios bendeciría a su Iglesia. Está de acuerdo con esto lo
que poco después dice Dios a Elí
"Y andará (el sacerdote fiel) delante de mi ungido todos los días" (1 Sm. 2,35). Y
no hay duda de que el Padre celestial ha querido mostrar en David y en sus
descendientes una viva imagen de Cristo. Por eso queriendo David exhortar a los
fieles a temer a Dios manda que honren al Hijo (Sal 2,12); con lo cual está de
acuerdo lo que dice el Evangelio: "El que no honra al Hijo, no honra al Padre que
le envió" (Jn. 5, 23). Y así, aunque el reino de David vino a tierra al apartarse las
diez tribus y dividir el reino, sin embargo el pacto que Dios había hecho con David
y sus descendientes permaneció firme y estable, como Él lo dice por sus profetas:
"Pero no romperé todo el reino, sino que dará una tribu a tu hijo, por amor a David
mi siervo, y por amor a Jerusalén, la cual yo he elegido" (1 Re.11, 13). Lo mismo
repite dos o tres veces en el mismo lugar, y particularmente dice: "Yo afligiré a la
descendencia de David por esto, más no para siempre" (1 Re.11, 39). Y poco
después se dice: "Mas por amor a David, Jehová su Dios le dio lámpara en
Jerusalén" (1 Re.15, 4). Y como las cosas cada vez fueran peor, se vuelve a decir:
"Con todo esto, Jehová no quiso destruir a Judá, por amor a David su siervo,
porque había prometido darle lámpara a él y a todos sus descendientes
perpetuamente" (2 Re. 8,19). El resumen de todo esto es que Dios escogió
únicamente a David dejando a un lado a todos los demás, para que perseverase
en su favor y en su gracia, según se dice en otro lugar: "Dejó el tabernáculo de
Silo ... , Desechó la tienda de José y no escogió la tribu de Efraím, sino que
escogió la tribu de Judá, el monte de Sión, al cual amó ... Eligió a David, su siervo,
...para que apacentase a Jacob su pueblo y a Israel su heredad." (Sa1.78, 60...).
En resumen, Dios ha querido conservar a su Iglesia de tal modo que su perfección
y salvación dependiesen de su Cabeza. Por esto exclama David: "Jehová es la
fortaleza de su pueblo, y el refugio salvador de su ungido" (Sal 28,8). Y luego hace
esta oración: "Salva a tu pueblo y bendice a tu heredad" (Sal 28, 9), queriendo
decir con estas palabras que el bienestar de la Iglesia está ligado indisolublemente
al reino de Jesucristo. Y conforme a esto dice en otro salmo: "Salva, Jehová; que
el rey nos oiga en el día que lo invoquemos" (Sal 20,9). Con lo cual claramente
muestra que el único motivo de los fieles para acudir confiada-mente a implorar el
fervor de Dios es el estar cubiertos con la protección y el amparo del Rey; lo cual
se deduce también de otro salmo: "Oh, Jehová, sálvanos,... Bendito el que viene
en el nombre de Jehová" (Sal 118,25-26). Por todo lo cual se ve claramente que
los fieles son encaminados a Jesucristo para conseguir la esperanza de ser
salvados por la mano de Dios. Este es también el fin de otra oración, en la cual
toda la Iglesia implora la misericordia de Dios: "Sea tu mano sobre el varón de tu
diestra, sobre el hijo del hombre que para ti afirmaste" (Sal 80,17). Porque aunque
el autor de este salmo lamenta la dispersión de todo el pueblo, sin embargo pide
su restauración por medio de su única Cabeza. Y cuando Jeremías, al ver al
pueblo que era llevado cautivo, la tierra saqueada y todo destruido, llora y gime la
desolación de la Iglesia, hace mención sobre todo de la desolación del reino,
porque con ella era como si desapareciese la esperanza de los fieles: "En aliento
de nuestras vidas, el ungido de Jehová, de quien habíamos dicho: a su sombra
tendremos vida entre las naciones, fue apresado en sus lazos" (Lam. 4,20). Por
aquí se ve claramente que Dios no puede ser propicio ni favorable a los hombres
sin que haya un Mediador, y que Cristo les fue siempre puesto ante los ojos a los
padres del Antiguo Testamento, para que en El pusiesen su confianza.
3. CRISTO, FUNDAMENTO DEL PACTO, CONSUELO PROMETIDO A LOS
AFLIGIDOS

Cuando Dios promete algún consuelo a los afligidos, y especialmente cuando


habla de la liberación de la Iglesia, pone el estandarte de la confianza y de la
esperanza en el mismo Jesucristo. "Saliste para socorrer a tu pueblo, para
socorrer a tu ungido" (Hab. 3,13). Y siempre que los profetas hacen mención de la
restauración de la Iglesia, reiteran al pueblo la promesa hecha a David de la
perpetuidad del reino. Y no ha de maravillarnos esto, porque de otra manera no
tendría valor ni firmeza alguna el pacto en el que ellos hacían hincapié. Muy a
propósito viene la admirable respuesta de Isaías, quien al ver como el incrédulo
rey Acaz rechaza el anuncio que le hacía de que Jerusalén sería libertada del
cerco, y que Dios quería socorrerle en seguida, saltando, por así decirlo de un
propósito a otro, va a terminar en el Mesías: "He aquí que la virgen concebirá y
dará a luz un hijo" (Is. 7, 14), dando a entender indirectamente que aunque el rey y
el pueblo rechazasen por su maldad la promesa que Dios les hacía, como si a
sabiendas y de propósito se esforzasen en destruir la verdad de Dios, no obstante,
el pacto no dejaría de ser firme, y el Redentor vendría a su tiempo.
Por esta causa todos los profetas tuvieron muy en el corazón, para asegurar al
pueblo que Dios les era propicio y favorable, poner siempre delante de sus ojos y
traerles a la memoria el reino de David, del cual dependía la redención y la
perpetua salud. Así, cuando dice Isaías: "Haré con vosotros pacto eterno, las
misericordias firmes a David. He aquí que yo le di por testigo a los pueblos" (Is.
55,3). Y esto, porque viendo los fieles que las cosas iban cada vez peor, no
podían concebir esperanza alguna de que Dios les fuera favorable y usara de
misericordia con ellos, sino poniendo ante ellos aquel testigo.
De la misma manera, Jeremías para dar ánimo a los que estaban desesperados,
"He aquí", dice, "que vienen días, dice Jehová, en que levantará a David renuevo
justo, y reinará como rey ... ; en sus días será salvo Judá, e Israel habitará
confiado" (Jer. 23,5). E igualmente Ezequiel: "Y levantará sobre ellas a un pastor,
y él las apacentará; a mi siervo David... Yo Jehová les seré por Dios, y mi siervo
David, él las apacentará...; y estableceré con ellos pacto de paz." (Ez. 34,23-25). Y
en otro lugar, después de haber tratado de una restauración que parecía increíble,
dice: "Mi siervo David será rey sobre ellos, y todos ellos tendrán un solo pastor; y
andarán en mis preceptos, y mis estatutos guardarán y los pondrán por obra;...y
hará con ellos pacto de paz" (Ez. 37, 24-26).
No entresaco más que estos pocos testimonios de una infinidad de ellos que se
podrían alegar, porque solamente quiero advertir a los lectores, que la esperanza
de los fieles jamás ha sido puesta más que en Jesucristo.
Esto mismo dicen todos los demás profetas. Así Oseas: "Y se congregarán los
hijos de Judá y de Israel, y nombrarán un solo jefe" (Os. 1,11). Y mucho más
claramente lo da a entender luego: "Después volverán los hijos de Israel, y
buscarán a Jehová su Dios, y a David su rey." (Os. 3, 5). E igualmente habla bien
claro Miqueas, refiriéndose a la vuelta del pueblo: "Y su rey pasará delante de
ellos y a la cabeza de ellos Jehová." (Miq. 2,13). Y lo mismo Amós, al prometer la
restauración del pueblo: "En aquel día yo levantaré el tabernáculo caído de David,
y cerraré sus portillos, y levantaré sus ruinas." (Am. 9,11), porque éste era el único
remedio y la única esperanza de salvación: volver a levantar de nuevo la gloria y la
majestad real de la casa de David; lo cual se cumplió en Cristo. Por eso Zacarías,
como mucho más cercano al tiempo en el que Cristo se había de manifestar,
exclama más abiertamente: "Alégrate mucho, hija de Sión; da voces de júbilo, hija
de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador." (Zac. 9, 9). Lo cual está
de acuerdo con el salmo ya citado: "(Jehová es) el refugio salvador de su ungido;
salva a tu pueblo." (Sal 28, 8-9), donde la salud de la cabeza se extiende a todo el
cuerpo.
4. DIOS ENSEÑA A LOS JUDÍOS DESDE SIEMPRE A ESPERAR EN
CRISTO

Quiso Dios que los judíos tuviesen tales profecías, a fin de que se acostumbrasen
a poner los ojos en Jesucristo, cada vez que pidiesen ser liberados del cautiverio
en que se hallaban. Y aunque ellos habían caído muy bajo, ciertamente que el
recuerdo general de que Dios, según lo había prometido a David, sería quien por
medio de Cristo libertaría a su Iglesia, nunca lo pudieron olvidar; y asimismo, que
el pacto gratuito con que Dios había adoptado a sus elegidos permanecería firme
y estable. De aquí que cuando Cristo poco antes de su muerte entró en Jerusalén,
resonaba en boca de los niños como cosa corriente este cantar: "Hosanna al hijo
de David" (Mt. 21, 9); pues no hay duda alguna que esto reflejaba lo que
corrientemente se decía entre el pueblo, y que lo cantaban a diario; a saber: que
su única prenda de la misericordia de Dios era la venida del Redentor.
Dios no ha sido ni será jamás verdaderamente conocido más que en Cristo. Por
esto Cristo manda a sus discípulos que crean en El, para creer perfectamente en
Dios. "Creéis en Dios, creed en mí también" (Jn. 14,1). Porque aunque
propiamente hablando, la fe sube de Cristo al Padre, Él quiere decir sin embargo,
que si bien ella se apoya en Dios, poco a poco se va debilitando, si Él no
interviene para hacer que permanezca en toda su robustez. Además, la majestad
de Dios está demasiado alta para que puedan llegar a ella los hombres mortales,
que como los gusanillos andan arrastrándose por la tierra. Por lo cual, lo que
comúnmente se dice, que Dios es el objeto de la fe, yo lo admito a condición de
que se añada esta corrección: pues no en vano Cristo es llamado "imagen del
Dios invisible" (Col. 1,15), con este título se nos advierte, que si Dios no nos es
presentado por medio de Jesucristo, nosotros no podemos conocer que es nuestra
salvación. Y aunque entre los judíos los escribas habían oscurecido con falsas
glosas e interpretaciones lo que los (profetas habían dicho del Redentor, Cristo dio
por cosa sabida y comúnmente admitida por todos, que no había otro remedio
para la calamitosa situación en que los judíos se encontraban ni otra manera de
libertar a la Iglesia, que la venida del Redentor prometido. El vulgo no entendió,
como debiera, lo que enseña san Pablo, que "el fin de la ley es Cristo" (Rom.10,
4). Pero cuán gran verdad es esto se ve por la misma Ley y los Profetas.
No discuto aún acerca de la fe. Esto se verá en el lugar oportuno. Sola-mente
quiero que los lectores ahora tengan por inconcuso, que consistiendo el primer
grado de la piedad en conocer que Dios es Padre nuestro para defendernos,
gobernarnos y alimentarnos, hasta que nos reciba en la eterna herencia de su
reino, de esto se sigue evidentemente lo que poco antes hemos dicho : que es
imposible llegar al verdadero conocimiento de Dios sin Cristo, y que por esta razón
desde el principio del mundo fue propuesto a los elegidos, para que tuviesen fijos
en Él sus ojos y descansase en Él su confianza.
En este sentido escribe Ireneo, que el Padre, que en sí mismo es infinito, se ha
hecho finito en el Hijo, al rebajarse hasta adoptar nuestra pequeñez, a fin de no
absorber nuestros entendimientos en la inmensidad de su gloria. No
comprendiendo esto, algunos fanáticos retuercen esta sentencia para
confirmación de sus fantasías erróneas, como si se dijera en ella que sólo una
parte de la divinidad derivó del Padre a Cristo, cuando es evidente que Ireneo100
no quiere decir otra cosa sino que Dios es comprendido en Cristo, y en nadie más
fuera de Él. Siempre ha sido verdad lo que dice san Juan: "Todo aquel que niega
al Hijo, tampoco tiene al Padre" (1 Jn. 2, 23). Porque, aunque muchos
antiguamente se gloriaron que adoraban al supremo Dios que creó el cielo y la
tierra, como quiera que no tuvieran Mediador alguno fue imposible que gustasen
de veras la misericordia de Dios y de esta manera se persuadieran de que Dios
era su Padre. Como no tenían a la Cabeza, es decir, Cristo, el conocimiento que
tuvieron de Dios fue vano y no les sirvió de nada; de lo cual también se siguió que
habiendo caído en enormes y horrendas supersticiones, dejasen ver claramente
su ignorancia. Así por ejemplo, actualmente los turcos, quienes, por más que se
gloríen a boca llena de que el Dios que ellos adoran es el que creó el cielo y la
tierra, sin embargo no adoran más que a un pobre ídolo en lugar de Dios, puesto
que rechazan a Jesucristo.

CAPÍTULO VII: LA LEY FUE DADA, NO PARA RETENER EN SÍ MISMA AL


PUEBLO ANTIGUO, SINO PARA ALIMENTAR LA ESPERANZA DE LA
SALVACIÓN QUE DEBÍA TENER EN JESUCRISTO, HASTA QUE VINIERA

1. LA RELIGIÓN MOSAICA, FUNDADA SOBRE EL PACTO DE LA


GRACIA, APUNTABA HACIA JESUCRISTO

De todo cuanto hemos expuesto se deduce muy fácilmente que la Ley no fue
dada, casi cuatrocientos años después de la muerte de Abraham, para apartar de
Cristo al pueblo elegido, sino precisamente para tener los ánimos en suspenso
hasta que viniese, y para incitarlos a un mayor deseo de esta venida, y animarlos
en esta esperanza, a fin de que no desmayasen con lo largo de la espera.
Por Ley no entiendo solamente los diez mandamientos, los cuales nos dan la regla
para vivir piadosa y santamente, sino la forma de la religión tal y como Dios la
promulgó por medio de Moisés. Porque Moisés no fue dado como legislador, para
que abrogase la bendición prometida al linaje de Abraham, sino que más bien
vemos cómo a cada paso trae a la memoria a los judíos el pacto gratuito hecho

100
Contra las Herejías, lib. IV.
con sus padres, del cual ellos eran los herederos, como si él hubiera sido enviado
para renovarlo.
Sentido espiritual de las ceremonias. Esto se vio con toda evidencia en las
ceremonias. Porque, ¿qué cosa más vana y más frívola, que el que los hombres
ofrezcan grasa y olor hediondo de animales para reconciliarse con Dios, o
refugiarse en una aspersión de agua o de sangre para lavar la impureza del alma?
En suma, si se considera en sí mismo todo el culto y servicio de Dios prescrito por
la Ley, como si no contuviese en sí figuras a las cuales correspondía la verdad,
evidentemente no parecería más que una farsa. Por esto, no sin razón, lo mismo
en el discurso de Esteban que en la epístola a los Hebreos, se hace notar
diligentemente el texto en el que Dios manda a Moisés fabricar el tabernáculo y
todo cuanto a él pertenecía conforme al modelo que le había sido mostrado en el
monte (Hch. 7,44; Heb. 8, 5; Éx.25,40). Porque si no hubiera en todas estas cosas
un fin espiritual determinado, al que todas ellas fueran enderezadas, los judíos
hubieran perdido en ellas su tiempo y su trabajo, no menos que los gentiles con
sus fantasías.
Los hombres mundanos, que no hacen jamás caso alguno de la religión y la
piedad, no pueden oír ni nombrar, sin sentir fastidio, tantas clases de ritos y
ceremonias; y no sólo se maravillan de que Dios haya querido sobrecargar al
pueblo judío con tantas, sino que incluso las menosprecian y se burlan de ellas,
como si fuesen juego de niños. Esto les sucede porque no consideran el fin de las
mismas; pues si se separan de él las figuras de la Ley, no pueden por menos de
ser consideradas vanas y frívolas. Pero el modelo, del que hemos hecho mención,
muestra bien claramente que no ha dispuesto Dios los sacrificios, para que los que
le servían se ocupasen en ejercicios terrenos, sino más bien para levantar su
entendimiento más alto. Lo cual se puede comprender por su misma naturaleza,
pues siendo Él espíritu, no puede darse por satisfecho con un culto y servicio que
no sea espiritual. Así lo confirman muchas sentencias de los profetas, que acusan
a los judíos de necedad, por creer que Dios hacía caso de los sacrificios como
eran en sí mismos. ¿Tenían ellos, por ventura, la intención de derogar en algo la
Ley? De ningún modo. Mas, precisamente porque eran sus verdaderos
intérpretes, querían de esta manera dirigir a los judíos por el verdadero y recto
camino del cual muchos de ellos se habían apartado, andando descarriados.
La Ley moral y ritual no está vacía de Cristo. Debemos, pues, concluir de lo dicho,
que puesto que a los judíos se les ofreció la gracia de Dios, la Ley no ha estado
privada de Cristo. Porque Moisés les propuso como fin de su adopción, que
fuesen un reino sacerdotal para Dios (Ex. 19, 6), lo cual ellos no hubieran podido
conseguir de no haber intervenido una reconciliación mucho más excelente que la
sangre de las víctimas sacrificadas. Porque, ¿qué cosa podría haber menos
conforme a la razón, que el que los hijos de Adán, que nacen todos esclavos del
pecado por contagio hereditario, fueran elevados a una dignidad real, y de esta
manera hechos participantes de la gloria de Dios, si un don tan excelso no les
viniera de otra parte? ¿Cómo podrían ostentar y ejercer el título y derecho del
sacerdocio, siendo objeto de abominación ante los ojos de Dios por sus pecados,
si no quedaran consagrados en su oficio por la santidad de su Cabeza? Por ello
san Pedro, admirablemente acomoda las palabras de Moisés, enseñando que la
plenitud de la gracia, que los judíos solamente habían gustado en el tiempo de la
Ley, ha sido manifestada en Cristo: "Vosotros sois linaje escogido, real
sacerdocio" (1 Pe. 2,9). Pues la acomodación de las palabras de Moisés tiende a
demostrar que mucho más alcanzaron por el Evangelio aquellos a los que Cristo
se manifestó, que sus padres; porque todos ellos están adornados y enriquecidos
con el honor sacerdotal y real, para que, confiando en su Mediador, se atrevan
libremente a presentarse ante el acatamiento de Dios.
2. LA LEY MORAL Y RITUAL ERA UN PEDAGOGO QUE CONDUCÍA A
CRISTO

Hay que notar aquí de paso que el reino que se fundó en la casa de David, es una
parte de la Ley, y está contenido en la misión que le fue dada a Moisés. De donde
se sigue que Cristo, lo mismo en todos los descendientes de Leví, que en los de
David, ha sido puesto ante los ojos del pueblo judío, como en dos espejos: porque
como ya he dicho, ellos no hubieran podido ser reyes y sacerdotes delante de
Dios, por ser esclavos del pecado y de la muerte, y estar manchados por su propia
corrupción.
Por ahí puede verse claramente cuánta verdad es lo que dice san Pablo: que los
judíos estaban como confinados, bajo la disciplina de un maestro de escuela hasta
que viniese la semilla en favor de la cual se había hecho la promesa (Gál. 3, 24).
Pues como Jesucristo no se había manifestado aun íntimamente, eran semejantes
a muchachos cuya rudeza y poca capacidad no puede penetrar completamente
los misterios de las cosas celestiales.
De qué manera han sido guiados como de la mano mediante las ceremonias a
Cristo, lo hemos dicho ya, y podemos entenderlo mejor por muchos testimonios de
la Escritura. Porque aunque tenían que ofrecer todos los días nuevos sacrificios
para reconciliarse con Dios, sin embargo Isaías promete que todos los pecados
serán expiados con un solo y único sacrificio. Y lo mismo lo confirma Daniel (Is.
53,5; Dan. 9, 26-27). Los sacerdotes elegidos de la tribu de Leví entraban en el
santuario; sin embargo, se dijo que Dios había escogido uno solo, y que había
confirmado con juramento solemne que sería sacerdote para siempre según el
orden de Melquisedec (Sal 110, 4). Usábase entonces la unción con aceite; pero
Daniel, según lo había visto en su visión, dice que habrá otra. Y para no
alargarnos más, el autor de la epístola a los Hebreos amplia y claramente
demuestra desde el capítulo cuarto al once, que las ceremonias no valen para
nada, ni sirven de cosa alguna, hasta que no lleguemos a Cristo.
Cristo es el fin de la Ley. Por lo que hace a los diez mandamientos, recordemos
muy bien lo que dice san Pablo en otro lugar: "el fin de la Ley es Cristo, para
justicia a todo aquél que cree" (Rom. 10, 4). E igualmente lo que dice en otro
lugar: que Jesucristo es el espíritu o el alma que da vida a la letra, la cual por sí
misma es mortífera (2 Cor.3, 6). Porque en el primer pasaje dice que en vano
somos enseñados con preceptos en qué consiste la justicia, mientras Jesucristo
no nos la dé, tanto por imputación gratuita, como por el Espíritu de regeneración;
por lo cual con toda razón llama a Jesucristo cumplimiento y fin de la Ley; porque
de nada nos aprovecharía saber qué es lo que Dios pide de nosotros, si Cristo no
socorriese a los que se encuentran oprimidos por un yugo y una carga
insoportables.
En otro lugar dice que la Ley ha sido dada a causa de las transgresiones (Gál. 3,
19); a saber, para humillar a los hombres convenciéndolos de su condenación. Y
como es ésta la única preparación para ir a Cristo, todo cuanto Él dice en diversas
frases concuerda muy bien. Mas, como tenía que combatir con engañadores, los
cuales enseñaban que los hombres alcanzaban la justicia por las obras de la Ley,
para refutar su error se vio obligado a tomar algunas veces en sentido preciso y
estricto el término de "Ley", como si denotase únicamente la norma del bien vivir,
bien que cuando se habla de ella en su totalidad, no hay que separar de la misma
el pacto de la adopción gratuita.
3. LA LEY MORAL HACE SURGIR LA MALDICIÓN

Es necesario explicar en pocas palabras de qué modo somos precisamente más


inexcusables por haber sido enseñados por la Ley moral, y ello en orden a
incitarnos a pedir perdón.
Si es verdad que la Ley nos muestra la perfecta justicia, síguese también que la
entera observancia de la Ley es perfecta justicia delante de Dios, por la cual el
hombre es tenido y reputado por justo delante del tribunal de Dios. Por eso
Moisés, después de promulgar la Ley, no duda en poner como testigos al cielo y a
la tierra de que había propuesto al pueblo de Israel la vida y la muerte, el bien y el
mal (Dt. 30,19). Y no podemos decir que la perfecta obediencia de la Ley no sea
remunerada con la vida eterna, como el Señor lo ha prometido.
Por otra parte, es menester también considerar si nuestra obediencia es tal que
podamos con justo título esperar confiados la remuneración. Porque ¿de qué nos
serviría saber que el premio de la vida eterna consiste en guardar la Ley, si no
sabemos también que por este medio podemos alcanzar la vida eterna? Y aquí
precisamente es donde se pone de manifiesto la debilidad de la Ley. Porque al no
hallarse en ninguno de nosotros ese modo perfecto de guardar la Ley, somos
excluidos de las promesas de la vida eterna y caemos en maldición perpetua: Y no
me refiero a una cuestión de hecho, sino a lo que necesariamente tiene que
acontecer.
Porque, como quiera que la doctrina de la Ley excede en mucho a la capacidad de
los hombres, podemos muy bien contemplar de lejos las promesas que se nos
hacen, pero no podemos obtener provecho alguno de las mismas. Lo único que
nos queda es ver mejor a su luz nuestra propia miseria, en cuanto que se nos
priva de toda esperanza de salvación, y no vemos otra cosa que la muerte.
Por otra parte, se ofrecen ante nuestros ojos las horribles amenazas que allí se
formulan, y que no pesan solamente sobre algunos, sino que incluyen a todos sin
excepción. Y nos oprimen y acosan con un rigor tan inexorable, que vemos la
muerte como certísima en la Ley.
4. SIN EMBARGO LAS PROMESAS DE LA LEY NO SON INÚTILES

Así que si solamente consideramos la Ley, no nos queda más que desalentarnos,
confundirnos y desesperarnos, pues por ella somos todos condenados,
maldecidos y arrojados de la bienaventuranza que promete a los que la guardan.
Dirá quizás alguno, ¿es posible que de tal manera se burle Dios de nosotros?
Porque, ¿qué falta para que sea una burla, mostrarle al hombre una esperanza,
convidarlo y exhortarle a ella, afirmar que nos está preparada, y que al mismo
tiempo no haya camino ni modo de llegar a ella?
A esto respondo, que aunque las promesas de la Ley por ser condicionales
dependen de la perfecta obediencia de la Ley — que en ningún hombre puede
hallarse —, sin embargo no han sido dadas en vano. Porque después de
comprender nosotros que no nos sirven de nada, ni tienen eficacia alguna, a no
ser que Dios por su bondad gratuita quiera recibirnos sin consideración alguna de
nuestras obras, y que por la fe aceptemos aquella su bondad que nos presenta en
su Evangelio, estas mismas promesas no dejan de ser eficaces, incluso con la
condición que se les pone. Porque entonces el Señor nos concede gratuitamente
todas las cosas, y su liberalidad llega hasta no rechazar nuestra imperfecta
obediencia, sino que, perdonándonos lo que nos falta, la acepta por buena e
íntegra, y, por consiguiente, nos hace partícipes del fruto de las promesas legales,
como si hubiésemos cumplido por entero la condición.
Mas, como esta materia se tratará con mucha mayor amplitud cuando tratemos de
la justificación por la fe, no me extenderé más en ella al presente.
5. NADIE PUEDE CUMPLIR LA LEY

En cuanto a lo que dijimos, que es imposible observar la Ley, es necesario


explicarlo y probarlo brevemente, porque comúnmente se tiene esto por una
sentencia absurda, de tal manera que san Jerónimo no duda en condenarla como
herética. Qué razón ha tenido para ello, es cosa que no me interesa; me basta
saber cuál es la verdad.
Yo llamo imposible a lo que por ordenación y decreto de Dios no existió nunca ni
existirá jamás. Si consideramos desde su principio el mundo, afirmo que no ha
habido santo alguno, que mientras vivió en la prisión de este cuerpo mortal, haya
tenido un amor tan perfecto, que haya amado a Dios con todo su corazón, con
todo su entendimiento, con toda su alma y con todas sus fuerzas; y asimismo,
afirmo que no ha habido ninguno que no haya sido tocado por la concupiscencia.
¿Quién dirá que no es esto verdad? Conozco muy bien la clase de santos que se
ha imaginado la vana superstición, con una pureza y santidad tales, que los
mismos ángeles del cielo apenas se pueden comparar con ellos. Pero esto no es
más que una imaginación suya frente a la autoridad de la Escritura, que enseña
otra cosa, y contra la misma experiencia. Y afirmo también que jamás habrá
ninguno que llegue a ser verdaderamente perfecto, mientras no se vea libre del
peso de este cuerpo mortal. Numerosos y muy claros son los testimonios de la
Escritura, que prueban este punto.
Salomón en la dedicación del templo decía: "No hay hombre que no peque" (1 Re.
8,46). David dice: "No se justificará delante de ti ningún ser humano" (Sal 143,2).
Lo mismo afirma Job en varios lugares. Pero mucho más claro que todos se
expresa san Pablo, diciendo: "el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del
Espíritu contra la carne" (Gál. 5,17); y para probar que todos cuantos están bajo la
Ley son malditos, no da más razón sino lo que está escrita: "Maldito todo aquel
que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la Ley, para
hacerlas" (Gál. 3, 10; Dt. 27,16). Con lo cual da a entender, o mejor dicho, da por
cierto, que no hay ninguno que pueda permanecer en ellas. Ahora bien, todo
cuanto se dice en la Escritura hay que aceptarlo por eterno y necesario, de tal
manera que no puede suceder de otra manera.
Con esta misma sutileza molestaban los pelagianos a san Agustín. Decían que era
una afrenta contra Dios suponer que Él pueda mandar más de lo que los fieles con
su gracia pueden hacer. Él, para escapar de la calumnia, respondía 101, que el
Señor podría, si lo quisiera, hacer que el hombre tuviese una perfección angélica,
pero que nunca lo había hecho ni lo haría jamás, por haberlo así afirmado en la
Escritura. Yo no niego esto, pero añado, que no hay por qué andar discutiendo de
la potencia de Dios contra su verdad; por lo cual digo que no hay por qué burlarse,
si alguno afirma que es imposible que sucedan determinadas cosas, que nuestro
Señor ha anunciado que no sucederán jamás.
Pero si, no obstante, se quiere discutir la palabra, el Señor, cuando los discípulos
le preguntaron quién podría salvarse, responde: "Para los hombres esto es
imposible, más para Dios todo es posible" (Mt. 19, 26). San Agustín muestra con
firmísimas razones que jamás, mientras vivimos en esta carne corruptible,
daremos a Dios el perfecto y legítimo amor que le debemos. El amor, dice,
procede de tal manera del conocimiento, que ninguno puede amar perfectamente
a Dios, sin que primero haya conocido perfectamente su bondad. Ahora bien,
nosotros mientras peregrinamos por este mundo no le vemos sino oscuramente y
como en un espejo; por lo tanto, el amor que le profesamos no puede ser perfecto.
Por lo tanto, tengamos como cosa cierta, que es imposible que mientras vivimos
en la carne cumplamos la Ley, debido a la debilidad de nuestra naturaleza, como
en otro lugar probaremos con el testimonio de san Pablo.

101
Del Espíritu y de la Letra, cap. 36.
6. REVELA A LOS HOMBRES SU IMPOTENCIA, SU PECADO, SU
ARROGANCIA

Mas, para que se entienda mejor toda esta cuestión, resumamos el oficio y uso de
la Ley, que llaman moral, la cual puede decirse que comprende tres partes.
La primera es que cuando propone la justicia de Dios, es decir, la que a Dios le es
grata, hace conocer a cada uno su propia injusticia, le da la certeza y el
convencimiento de ello, condenándolo, en conclusión. Y es necesario que el
hombre, que está ciego y embriagado por su amor propio, se vea forzado a
conocer y confesar su debilidad e impureza; pues si no se le demuestra con toda
evidencia su vanidad y se le convence de ella, está tan hinchado por una torpe
confianza en sus fuerzas, que es imposible que comprenda y se dé cuenta de
cuánta es su debilidad, cuando con su fantasía no hace más que ponderarlas.
Pero tan pronto como comienza a compararlas con la dificultad de la Ley,
encuentra un motivo para deponer su arrogancia. Porque aunque haya tenido muy
alta opinión de sus fuerzas, sin embargo, al punto ve que se encuentran gravadas
con un peso tan grande, que le hace vacilar, hasta desfallecer finalmente por
completo. Y así, instruido el hombre de esta manera con la doctrina de la Ley, se
despoja de la arrogancia que antes le cegaba.
Es necesario asimismo que el hombre sea curado de otra enfermedad que
también le aqueja, y es la soberbia. Mientras él descansa solamente en su juicio
humano, en lugar de la verdadera justicia pone una hipocresía, satisfecho con la
cual, se enorgullece frente a la gracia de Dios, al amparo de no sé qué
observancias inventadas en su cabeza. Pero cuando se ve forzado a examinar su
modo de vivir conforme a la balanza de la Ley de Dios, dejando a un lado las
fantasías de una falsa justicia que había concebido por sí mismo, ve que está muy
lejos de la verdadera santidad; y, por el contrario, cargado de vicios, de los que
creía estar libre. Porque las concupiscencias están tan ocultas y enmarañadas,
que fácilmente engañan al hombre y hacen que no las vea. Y no sin razón dice el
Apóstol, que él no había sabido lo que era la concupiscencia hasta que la Ley le
dijo: "No codiciarás" (Rom. 7,7). Pues si no es descubierta y sacada de su
escondrijo por la Ley, destruirá en secreto al hombre infeliz sin que él se entere
siquiera.
7. LA LEY HACE ABUNDAR PARA TODOS EL PECADO, LA
CONDENACIÓN Y LA MUERTE

Así que la Ley es como un espejo en el que contemplamos primeramente nuestra


debilidad, luego la iniquidad que de ella se deriva, y finalmente la maldición que de
ambas procede; exactamente igual que vemos en un espejo los defectos de
nuestra cara. Porque el que no ha tenido la posibilidad de vivir justamente, por
necesidad se halla atascado en el cieno del pecado; y tras el pecado viene luego
la maldición. Por lo tanto, cuanto más nos convence la Ley de que somos hombres
que hemos cometido grandes faltas, tanto más nos muestra que somos dignos de
pena y de castigo.
A este propósito dice san Pablo: "por medio de la ley es el conocimiento del
pecado" (Rom. 3,20); pues en este texto muestra el Apóstol solamente el primer
oficio de la Ley, que claramente aparece en los peca-dores que aún no han sido
regenerados. A lo mismo vienen las sentencias siguientes: "la ley se introdujo para
que el pecado abundase" (Rom. 5,20); y por consiguiente, que es "ministerio de
muerte", que "produce ira" (2 Cor. 3,7; Rom. 4, 15). Porque no hay duda alguna de
que cuanto más aguijoneada se ve la conciencia con el sentimiento del pecado,
tanto más crece la maldad, puesto que a la transgresión se junta la rebeldía y
contumacia contra el legislador. No queda, pues, sino que ella arme la ira de Dios,
para que destruya al pecador, porque por sí misma no puede hacer otra cosa que
acusar, condenar y destruir. Como escribe san Agustín102: "Si el espíritu de gracia
falta, la ley no sirve para otra cosa que para acusarnos y darnos muerte".
Al decir esto no se hace injuria alguna a la Ley ni se rebaja en nada su dignidad.
Porque si nuestra voluntad estuviera fundada y regulada por la obediencia a la
Ley, sin duda alguna bastaría para nuestra salvación su solo conocimiento. Mas
como quiera que nuestra naturaleza carnal y corrompida lucha mortalmente con la
Ley espiritual de Dios, y no puede corregirse en absoluto con su disciplina, no
queda sino que la Ley, que fue dada para la salvación, caso de encontrar sujetos
bien dispuestos, se convierta en ocasión de muerte y de pecado. Puesto que
todos somos convencidos de transgresores de la misma, cuanto más claramente
muestra ella la justicia de Dios, tanto más, por contraste, descubre nuestra
iniquidad; cuanta mayor certidumbre nos da del premio de vida y de salvación,
preparado para los que obran con justicia, tanto más confirma la ruina dispuesta
para los inicuos. Tan lejos, pues, estamos de hacer injuria al expresarnos así, que
no sabríamos cómo sería posible engrandecer más la bondad de Dios. Pues con
esto se ve claramente que sólo nuestra maldad e iniquidad nos impide conseguir y
gozar de la bienaventuranza que nos presenta la Ley. Y con esto encontramos
más motivos de tomarle gusto a la gracia de Dios, que suple en nosotros la
deficiencia de la Ley, y de amar más la misericordia de Dios, que nos otorga esta
gracia, por la cual aprendemos que su Majestad no se cansa nunca de hacernos
bien, amontonando a diario beneficios sobre beneficios.
8. LA LEY NOS LLEVA DE ESA MANERA A RECURRIR A LA GRACIA

En cuanto a que nuestra iniquidad y condenación es firmada y sellada con el


testimonio de la Ley, esto no se hace, sí nos aprovechamos de ella, para que
desesperados, lo echemos todo por tierra, y nos abandonemos a nuestra ruina,
desalentados. Es cierto que los réprobos desfallecen de esta manera; pero eso les
sucede por la obstinación de su espíritu. Más los hijos de Dios han de llegar a una
conclusión muy distinta.

102
De la Corrección y de la Gracia, cap. I.
El Apóstol afirma que todo el mundo queda condenado por el juicio de la ley, a fin
de que toda boca sea tapada, y todo el mundo se vea obligado a Dios (Rom. 3,
19). Y en otro lugar dice: "Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener
misericordia de todos." (Rom. 11,32). 0 sea, para que dejando a un lado la vana
opinión que tenían de sus fuerzas, comprendan que no viven ni existen más que
por la sola potencia d Dios; para que vacíos de toda otra confianza se acojan a su
misericordia y a ésta sola tomen como justicia y méritos suyos, la cual se presenta
en Jesucristo, a todos los que con 'verdadera fe la desean, la procuran y esperan
en ella. Porque Dios en los mandamientos solamente remunera la perfecta justicia,
de la cual todos estamos faltos; y, al contrario, se muestra juez severo de los
pecados. Pero en Cristo resplandece su rostro lleno de gracia y dulzura para con
nosotros, aunque seamos miserables e indignos pecadores.
9. TESTIMONIO DE SAN AGUSTÍN

En cuanto a la enseñanza que hemos de sacar de la Ley para implorar el auxilio


divino, san Agustín habla de ello en diversos lugares. Así escribe a Hilario 103: "La
Ley manda, para que nosotros, esforzándonos en hacer lo que manda y no
pudiendo hacerlo por nuestra flaqueza, aprendamos a implorar el favor de la
gracia de Dios". Y a Aselio104: "La utilidad de la Ley es convencer al hombre de su
debilidad, y forzarlo a que busque la medicina de la gracia que se halla en
Jesucristo"105. Y a Inocencio Romano le escribe: "La Ley manda; la gracia da la
fuerza para bien obrar". Y a Valentino106: "Manda Dios lo que no podemos hacer,
para que sepamos qué es lo que debemos pedirle". Y: "Se ha dado la Ley para
hacernos culpables; para que siendo culpables, temieseis, y temiendo, pidieseis
perdón, y no presumieseis de vuestras fuerzas"107. Y también: "La Ley ha sido
dada para esto, para hacernos de grandes pequeños, a fin de mostrar que por
nosotros mismos no tenemos fuerzas para vivir justamente, y viéndonos de esta
manera necesitados, indignos y pobres, nos acogiésemos a la gracia".108 Y luego,
dirigiéndose a Dios: "Hazlo así, Señor, hazlo así, misericordioso Señor; manda lo
que no podemos cumplir; o por mejor decir, manda lo que no podemos cumplir sin
tu gracia, para que cuando los hombres no puedan cumplirlo con sus fuerzas, sea
toda boca tapada y nadie se tenga por grande; que todo el mundo se vea
pequeño, y se vea culpable delante de Dios"'.109
Pero no es necesario acumular testimonios de san Agustín sobre esta materia, ya
que escribió todo un libro sobre el particular, al que puso por título Del Espíritu y
de la Letra.

103
Carta CL VII, cap. II
104
Carta XCCVI, cap. II
105
Carta CLXXVII, cap. V.
106
De la Graciay el Libre Albedrío, cap. XVI.
107
Sobre el Salmo LXX.
108
Sobre el Salmo CXVIlI.
109
Ibid.
Respecto a la segunda utilidad, no la expone tan claramente. Quizás porque
pensaba que la segunda era mera consecuencia de la primera, o porque no
estaba tan convencido de la misma, o bien porque no conseguía formularla tan
distinta y claramente como quería.
Aunque esta utilidad de que hemos hablado convenga propiamente a los hijos de
Dios, sin embargo, también se aplica a los réprobos. Pues si bien ellos no llegan,
como los fieles, hasta el punto de sentirse confusos según la carne, para
renovarse según el hombre interior, que es el Espíritu, sino que aterrados se dejan
llevar por la desesperación, sin embargo sirve para manifestarles la equidad del
juicio de Dios el que sus conciencias se vean de tal manera atormentadas por el
remordimiento; ya que ellos, en cuanto les es posible, tergiversan siempre el juicio
de Dios. Y aunque por ahora no se revele el juicio del Señor, sin embargo sus con-
ciencias de tal manera se ven abatidas por el testimonio de la Ley y de sus propias
conciencias, que bien claramente dejan ver lo que han merecido.
10. LA LEY MORAL RETIENE A LOS QUE NO SE DEJAN VENCER POR
LAS PROMESAS

El segundo cometido de la Ley es que aquellos que nada sienten de lo que es


bueno y justo, sino a la fuerza, al oír las terribles amenazas que en ella se
contienen, se repriman al menos por temor de la pena. Y se reprimen, no porque
su corazón se sienta interiormente tocado, sino como si se hubiera puesto un
freno a sus manos para que no ejecuten la obra externa y contengan dentro su
maldad, que de otra manera dejarían desbordarse. Pero esto no les hace mejores
ni más justos delante de Dios; porque, sea por temor o por vergüenza por lo que
no se atreven a poner por obra lo que concibieron, no tienen en modo alguno su
corazón sometido al temor y a la obediencia de Dios, sino que cuanto más se
contienen, más vivamente se encienden, hierven y se abrazan interiormente en
sus concupiscencias, estando siempre dispuestos a cometer cualquier maldad, si
ese terror a la Ley no les detuviese. Y no solamente eso, sino que además
aborrecen a muerte a la misma Ley, y detestan a Dios por ser su autor, de tal
manera que si pudiesen, le echarían de su trono y le privarían de su autoridad,
pues no le pueden soportar porque manda cosas santas y justas, y porque se
venga de los que menosprecian su majestad.
Este sentimiento se muestra más claramente en unos que en otros; sin embargo
existe en todos los que no están regenerados; no se sujetan a la Ley
voluntariamente, sino únicamente a la fuerza por el gran temor que le tienen. Sin
embargo, esta justicia forzada es necesaria para la común utilidad de los hombres,
por cuya tranquilidad se vela, al cuidar de que no ande todo revuelto y confuso,
como acontecería, si a cada uno le fuese lícito hacer lo que se le antojare.
Para los futuros creyentes, la Ley es una gracia preparatoria. Y aun a los mismos
hijos de Dios no les es inútil que se ejerciten en esta pedagogía, cuando no tienen
aún el Espíritu de santificación, y se ven agitados por la intemperancia de la carne.
Porque mientras en virtud del temor al castigo divino 'se reprimen y no se dejan
arrastrar por sus desvaríos, aun-que no les sirva de mucho por no tener aún
dominado su corazón, no obstante, en cierta manera se acostumbran a llevar el
yugo del Señor, sometiéndose a su justicia, para que cuando sean llamados no se
sientan del todo incapaces de sujetarse a sus mandamientos, como si fuera cosa
nueva y nunca oída.
Es verosímil que el Apóstol quisiera referirse a esta función de la Ley cuando dice
que "la ley no fue dada para el justo, sino para los transgresores y desobedientes,
para los impíos y los pecadores, para los irreverentes y profanos, para los
parricidas y los matricidas, para los homicidas, para los sodomitas, para los
secuestradores, para los mentirosos y perjuros, y para cuanto se oponga a la sana
doctrina" (1 Tim. 1, 9). Porque con estas palabras prueba que la Ley es un freno
para la concupiscencia de la carne, la cual de no ser así refrenada, se
desmandaría sin medida alguna.
11. EL TESTIMONIO DE LA EXPERIENCIA

A ambos propósitos se puede aplicar lo que dice el Apóstol en otro lugar, que la
Ley ha sido para los judíos un pedagogo que los encaminara a Cristo (Gál. 3,24).
Porque hay dos clases de hombres a los que ella dirige hacia Cristo con sus
enseñanzas.
Los primeros son aquellos de quienes hemos hablado, que por confiar
excesivamente en su propia virtud y justicia, no son aptos para recibir la gracia de
Dios, si no desechan primero esta opinión. Y así la Ley, al ponerles delante de los
ojos su miseria, hace que se humillen, preparándolos de esta manera a desear lo
que ellos creían que no les faltaba.
Los segundos son los que tienen necesidad de freno para ser retenidos, a fin de
que no suelten las riendas al ímpetu de su carne y se olviden por completo de vivir
según la justicia. Porque donde quiera que no domina aún el Espíritu de Dios, son
tan enormes y exorbitantes a veces las concupiscencias, que hay peligro de que el
alma, enredada en ellas, caiga en olvido y menosprecio de Dios. Y evidentemente
así sucedería, si no proveyera el Señor con este remedio de retener con el freno
de su Ley a aquellos en los que aún domina la carne. Por eso, cuando no
regenera inmediatamente a los que ha escogido para la vida eterna, los mantiene
hasta el tiempo de su visitación por medio de la Ley en el temor, que no es puro ni
perfecto, cual conviene a los hijos de Dios; pero sí útil durante aquel tiempo, para
que conforme a su capacidad sean como guiados de la mano a la verdadera
piedad.
De esto tenemos tantas experiencias, que no es necesario alegar ningún ejemplo.
Porque todos aquellos que durante algún tiempo vivieron en la ignorancia de Dios
convendrán en que mediante el freno de la Ley se mantuvieron en un cierto temor
y respeto de Dios, hasta que regenerados por el Espíritu de Dios, comenzaron a
amarle de verdad y de corazón.
12. LA LEY MORAL REVELA LA VOLUNTAD DE DIOS A LOS CREYENTES

El tercer oficio de la Ley, y el principal, que pertenece propiamente al verdadero fin


de la misma, tiene lugar entre los fieles, en cuyos corazones ya reina el Espíritu de
Dios, y en ellos tiene su morada. Porque, aunque tienen la Ley de Dios escrita y
grabada en sus corazones con el dedo de Dios, o sea, que como están guiados
por el Espíritu Santo son tan afectos a la Ley que desean obedecer a Dios, sin
embargo, de dos maneras les es aún provechosa la Ley, pues es para ellos un
excelente instrumento con el cual cada día pueden aprender a conocer mucho
mejor cuál es la voluntad de Dios, que tanto anhelan conocer, y con el que poder
ser confirmados en el conocimiento de la misma. Igual que un siervo, que
habiendo decidido ya en su corazón servir bien a su amo y agradarle en todas las
cosas, sin embargo siente la necesidad de conocer más familiarmente sus
costumbres y manera de ser, para acomodarse a ellas más perfectamente. Pues
nadie ha llegado a tal extremo de sabiduría, que no pueda con el aprendizaje
cotidiano de la Ley adelantar diariamente más y más en el perfecto conocimiento
de la voluntad de Dios.
La Ley les exhorta a la obediencia. Además, como no sólo tenemos necesidad de
doctrina, sino también de exhortación, aprovechará también el creyente de la Ley
de Dios, en cuanto que por la frecuente meditación de la misma se sentirá movido
a obedecer a Dios, y así fortalecido, se apartará del pecado. Pues conviene que
los santos se estimulen a sí mismos de esta manera; pues si bien en su espíritu
tienen una cierta prontitud para aplicarse a obrar bien, sin embargo están siempre
agobiados por el peso de la carne, de tal manera que no pueden nunca cumplir
enteramente su deber. A la carne la Ley le es como un látigo para hacerla trabajar;
igual que a un animal perezoso, que no se mueve sino a fuerza de palos. Y aún
digo más; que la Ley será, incluso para el hombre espiritual por no estar aún libre
del peso de la carne, como un aguijón que no le permitirá estarse ocioso ni
dormirse.
Este oficio de la Ley tenía sin duda presente David, cuando la colmaba de tantas
alabanzas: "La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma; el testimonio de
Jehová es fiel...; los mandamientos de Jehová son rectos, que alegran los
corazones...;" (Sal 19, 7). Y: "Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi
camino" (Sal 119, 105); y otros innumerables testimonios que hay en este salmo.
Y no se opone esto a los testimonios que hemos citado del Apóstol en los cuales
muestra, no la utilidad de la Ley respecto del hombre regenerado, sino lo que
puede aportar por sí misma al hombre. En cambio el Profeta en estos textos
expone cuánta es la utilidad de la Ley para aquellos a los que el Señor
interiormente inspira prontitud para obedecerle. Y no hace mención solamente de
los mandamientos, sino que añade también la promesa de la gracia, que, por lo
que a los fieles se refiere, no debe de ser separada, y que convierte en dulce lo
que es amargo. Porque, ¿qué habría menos amable que la Ley, si solamente nos
exigiera el cumplimiento del deber con amenazas, llenando nuestras almas de
temor? Sobre todo demuestra David, que en la Ley ha conocido él al Mediador, sin
el cual no hay placer ni alegría posibles.
13. ERROR DE LOS ANTINOMISTAS

Incapaces de establecer esta diferencia, algunos ignorantes rechazan


temerariamente a Moisés en general y sin excepción alguna, y arrinconan las dos
tablas de la Ley. La razón de esto es su opinión de que no es conveniente que los
cristianos profesen una doctrina, que contiene en sí la administración de la muerte.
Tal opinión hemos de rechazarla por completo, ya que Moisés ha expuesto
admirablemente que la Ley, aunque en el pecador no puede causar más que la
muerte, sin embargo en el regenerado produce un fruto y una utilidad muy
distintos. Pues estando ya para morir, declara ante todo el pueblo: "Aplicad
vuestro corazón a todas las palabras que yo os testifico hoy, para que las mandéis
a vuestros hijos, a fin de que cuiden de cumplir todas las palabras de esta Ley;
porque no os es cosa vana; es vuestra vida..." (Dt. 32, 46-47).
Y si nadie puede negar que en la Ley se propone un modelo perfectísimo de
justicia, hay que decir, o que no debemos tener regla alguna de bien, o que es
menester tener por regla a la Ley de Dios. Porque no hay muchas reglas de vivir,
sino una sola, la cual es perpetua e inmutable.
Por lo cual, lo que dice David: que el hombre justo medita día y noche en la Ley
del Señor (Sal, 1,2), no hay que entenderlo de una época determinada, sino que
conviene a todos los tiempos y a todas las épocas hasta el fin del mundo.
Y no debemos atemorizarnos ni intentar huir de su obediencia porque exige una
santidad mucho más perfecta de la que podemos tener mientras estamos
encerrados en la prisión del cuerpo; porque, cuando estamos en gracia de Dios,
no ejerce su rigor, forzándonos de tal manera que no se dé por satisfecha hasta
que no hayamos cumplido cuanto nos manda; sino que, exhortándonos a la
perfección a la cual nos llama, nos muestra el fin hacia el cual nos es provechoso
y útil tender, si queremos cumplir con nuestro deber; y este tender
incansablemente es suficiente. Porque toda esta vida no es más que una carrera,
al fin de la cual el Señor nos hará la merced de llegar al término hacia el cual
ahora tendemos y hacia el cual van encaminados todos nuestros esfuerzos,
aunque estamos muy lejos aún de él.
14. EN CRISTO QUEDA ABOLIDA LA MALDICIÓN DE LA LEY, PERO LA
OBEDIENCIA PERMANECE

Así que la Ley sirve para exhortar a los fieles, no para complicar sus conciencias
con maldiciones. Incitándolos una y otra vez los despierta de su pereza y los
estimula para que salgan de su imperfección. Hay muchos que por defender la
libertad de la maldición de la Ley dicen que ésta ha sido abrogada y que no tiene
valor para los fieles – sigo hablando de la Ley moral –, no porque no siga
prescribiendo cosas justas, sino únicamente para que ya no siga significando para
ellos lo que antes, y no los condene y destruya pervirtiendo y confundiendo sus
conciencias. San Pablo bien claramente muestra esta derogación de la Ley. Y que
el Señor también la haya enseñado se ve manifiestamente por el hecho de no
haber refutado la opinión de que Él había de destruir y hacer vana la Ley, lo cual
no hubiera hecho si no se le hubiera acusado de ello. Ahora bien, tal opinión no se
hubiera podido difundir sin algún pretexto o razón, por lo cual es verosímil que
nació de una falsa exposición de la doctrina de Cristo; pues casi todos los errores
suelen tomar ocasión de la verdad. Por tanto, para no caer nosotros también en el
mismo error, será necesario que distingamos cuidadosamente lo que está
abrogado en la Ley, y lo que aún permanece en vigor.
Cuando el Señor afirma que Él no había venido a destruir la Ley, sino a cumplirla,
y que no faltaría ni una tilde hasta que pasasen el cielo y la tierra y todo se
cumpliese (Mt. 5,17), con estas palabras muestra bien claramente que la
reverencia y obediencia que se debe a la Ley no ha sido disminuida en nada por
su venida. Y con toda razón, puesto que Él vino para poner remedio a sus
transgresiones. Así que de ningún modo es rebajada la doctrina de la- Ley por
Cristo, pues ella, enseñándonos, amonestándonos, con reprensiones y
correcciones nos prepara y forma para toda buena obra.
15. LLEVANDO SOBRE SÍ NUESTRA MALDICIÓN, CRISTO NOS HACE
HIJOS DE DIOS

Respecto a lo que dice san Pablo de la maldición, evidentemente no pertenece al


oficio de instruir, sino solamente a la fuerza que tiene para aprisionar las
conciencias. Porque la Ley no solamente enseña, sino que exige cuentas
autoritariamente de lo que manda. Si no se hace lo que manda, y aún digo más, si
halla deficiencias en alguna de las cosas que prescribe, al momento pronuncia la
horrible sentencia de maldición. Por esta causa dice el Apóstol que todos los que
dependen de las obras de la Ley están malditos, puesto que está escrito: Maldito
todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la Ley
para hacerlas (Gál.3, 10; Dt.17, 16). Y dice que todos cuantos están debajo de la
Ley no fundan su justicia en el perdón de los pecados, por el cual quedamos libres
del rigor de la misma. Y por eso Pablo nos enseña que hemos de librarnos de las
cadenas de la Ley, si no queremos perecer miserablemente en ellas. ¿De qué
cadenas? De aquella rigurosa y dura exacción con que nos persigue, llevándolo
todo con sumo rigor sin dejar falta alguna sin castigo.

Para librarnos de esta maldición, Cristo se hizo maldición por nosotros, porque
está escrito: "Maldito todo el que pende del madero" (Dt. 21,23; Gál. 3,13). Y en el
capítulo siguiente el Apóstol dice que Cristo estuvo sujeto a la Ley, para redimir a
los que estaban debajo de la Ley; pero en seguida añade: para que gozásemos
del privilegio de hijos. ¿Qué quiere decir con esto? Para que no estuviésemos
oprimidos por un cautiverio que tuviese apresadas nuestras conciencias con el
horror de la muerte.
No obstante, a pesar de todo, ha de quedar bien establecido que la autoridad de la
Ley no es rebajada en absoluto, y que debemos profesarle la misma reverencia y
obediencia.
16. SUS CEREMONIAS QUEDAN ABOLIDAS EN CUANTO AL USO,
PORQUE CRISTO HA REALIZADO TODOS SUS EFECTOS

La razón es distinta para las ceremonias, las cuales no fueron abolidas en cuanto
a su efecto, sino en cuanto a su uso. Y el que Cristo con su venida las haya hecho
cesar, no les quita nada de su santidad, sino más bien las enaltece y ensalza.
Porque así como se hubieran reducido antiguamente a una simple farsa, de no
haberse mostrado en ellas la virtud y eficacia de la muerte y resurrección de
Jesucristo, igualmente si no cesaran nos sería hoy imposible entender el fin para
el que fueron instituidas. Y por eso san Pablo, para probar que su observancia no
sólo es superflua, sino incluso nociva, dice que fueron sombra de lo que ha de
venir, y que el cuerpo de las mismas se nos muestra en Cristo (Col. 2, 17). Vemos,
pues, cómo al ser abolidas resplandece mucho mejor en ellas la verdad, que si
aún siguiese representando veladamente a Jesucristo, que ya ha aparecido
públicamente. Y he aquí también por qué en la muerte de Jesucristo se rasgó el
velo del templo en dos partes (Mt. 27, 51). Porque se había ya manifestado la
imagen viva y perfecta de los bienes celestiales, que en las ceremonias antiguas
aparecía solamente en sombras, según dice el autor de la epístola a los Hebreos
(Heb. 10,1). A esto viene también lo que dice Cristo; que la Ley y los profetas eran
hasta Juan; desde entonces el reino de Dios es anunciado (Lc. 16,16). No porque
los patriarcas del Antiguo Testamento se hayan visto privados de la predicación
que contiene en sí la esperanza de salvación y de vida eterna, sino porque
solamente de lejos y como entre sombras vieron lo que nosotros hoy en día
contemplamos con nuestros ojos.
Juan Bautista da la razón de por qué fue necesario que la Iglesia comenzase por
tales rudimentos para ir subiendo poco a poco; a saber, porque "la ley por medio
de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo."
(Jn. 1,17). Porque si bien en los antiguos sacrificios se prometió la verdadera
remisión de los pecados, y el arca de la alianza fue una cierta prenda del amor
paternal de Dios, sin embargo todo ello no hubiera pasado de una sombra, de no
estar fundado en la gracia de Jesucristo, en quien únicamente se halla sólida y
eterna firmeza.
De todas formas estemos bien seguros de que aunque las ceremonias y ritos de la
Ley hayan cesado, sin embargo, por el fin y la intención de las mismas se puede
conocer perfectamente cuánta ha sido su utilidad antes de la venida de Cristo,
quien, al hacer que cesasen, ratificó con su muerte la virtud y eficacia de las
mismas.
17. PARA SAN PABLO, LA LEY RITUAL HA CESADO; PERO LA LEY
MORAL PERMANECE
Un poco más de dificultad tiene la razón que da san Pablo, al decir: "Y a vosotros,
estando muertos en vuestros pecados y en la incircuncición de vuestra carne, os
dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de
los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en
medio y clavándola en la cruz" (Col. 2,13-14). Porque parece que quiere llevar
más adelante la abolición de la Ley, incluso hasta no tener ya nada que ver con
sus decretos e instituciones. Pero se engañan los que entienden esto simplemente
de la Ley moral, bien que exponen que tal abolición se refiere a su inexorable
severidad, y no a su doctrina.
Otros, considerando más detenidamente las palabras de san Pablo, ven con razón
que esto propiamente se refiera a la ley ritual, y prueban que san Pablo usa
muchas veces el término "decreto" en este sentido. Así a los efesios les dice:
"Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno,... aboliendo en su
carne...la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, ("decretos") para
crear en sí mismo de los dos un nuevo pueblo..." (Ef.2, 14-15). No hay duda
alguna de que en este lugar se trata de las ceremonias, pues en él se dice que
esta Ley era una pared que diferenciaba y separaba a los judíos de los gentiles
(Ef. 2,14-15). Por esto yo también admito que los que sostienen esta segunda
opinión critican con razón el parecer de los primeros. No obstante, me parece que
ellos mismos no exponen suficientemente lo que quiere decir el Apóstol, pues no
puedo admitir que confundan estos dos testimonios, como si quisiera decir lo
mismo el uno que el otro.
Por lo que hace a la Epístola a los Efesios, el sentido es el siguiente: el Apóstol
desea darles la certeza de que están admitidos e incorporados a la comunión con
el pueblo de Israel, y les da como razón, que el impedimento que antes los dividía,
a saber: las ceremonias, ha quedado suprimido; porque los ritos de las abluciones
y sacrificios que consagraban al Señor los diferenciaban de los gentiles.
En cambio, ¿quién no ve que en la epístola a los Colosenses el Apóstol toca un
misterio más alto? Se trata allí de las observancias mosaicas, que los falsos
apóstoles querían imponer al pueblo cristiano. Y lo mismo que en la epístola a los
Gálatas, al tratar de esta misma materia la toma desde mucho más arriba,
llevándola en cierta manera hasta su mismo principio y origen, igualmente lo hace
en este lugar. Porque si en las ceremonias no se considera más que la necesidad
de abolirlas, ¿a qué viene que el Apóstol las llame "obligación"; y tal obligación
que es contraria a nosotros? E igualmente ¿por qué se iba a hacer consistir casi
toda nuestra salvación en su abolición? Por todo lo cual se ve claramente que hay
que atender aquí a otra cosa distinta de la exterioridad de las ceremonias. Y creo
haber encontrado su verdadero sentido, si se me concede que es cierto lo que
dice con toda verdad san Agustín110; o mejor dicho, lo que él ha sacado de las
clarísimas palabras del Apóstol; a saber, que en las ceremonias judaicas había
más bien confesión de los pecados, que no expiación de los mismos. Porque,
¿qué otra cosa hacían con sus sacrificios, sino confesar que eran dignos de
muerte, ya que en su lugar ponían un animal, al que sacrificaban? ¿Qué hacían
110
De la Pena y de la Remisión, lib. I, cap. xxvn.
con sus purificaciones, sino testimoniar que eran impuros? De esta manera
renovaban la obligación de su pecado e impureza; pero con esta declaración no la
pagaban en absoluto. Y por esto dice el Apóstol que la remisión de los pecados
que había bajo el primer pacto fue realizada por la muerte de Jesucristo (Heb. 9,
15). Con toda razón, por tanto, llama el Apóstol a las ceremonias, obligaciones
contrarias a los que se servían de ellas, pues con las mismas testificaban y daban
a entender su condenación e impureza. Y no contradice esto el que los padres del
Antiguo Testamento hayan sido partícipes de la misma gracia que nosotros,
porque ellos lograron esto por Cristo, no por las ceremonias, a las cuales el
Apóstol en el lugar citado diferencia de Cristo, en cuanto que ellas, después de
haber sido revelado el Evangelio, oscurecían su gloria.
Vemos, pues, qué las ceremonias, en sí mismas consideradas, son llamadas con
toda propiedad obligaciones contrarias a la salvación de los hombres; pues eran a
modo de escrituras auténticas, para obligar a las conciencias a declarar sus faltas.
Por ello, como los falsos apóstoles quisieran obligar a los cristianos a seguir
guardándolas, san Pablo, considerando según su primer origen su verdadero
significado, avisó con toda razón a los colosenses del peligro en que iban a caer,
si consentían que los oprimieran de este modo. Porque juntamente con esto
perdían el beneficio de Cristo, en cuanto que con una única y perpetua expiación,
había abolido para siempre esas observancias de cada día, que valían únicamente
para poner de relieve los pecados, pero en modo alguno para expiarlos.

CAPÍTULO VIII: EXPOSICIÓN DE LA LEY MORAL, O LOS MANDAMIENTOS

1. RAZONES POR LAS CUALES NOS HA DADO DIOS SU LEY ESCRITA

Paréceme que no estará fuera de propósito introducir aquí una breve exposición
de los mandamientos de la Ley. De esta manera se entenderá mucho más
claramente lo que vengo exponiendo; a saber, que el servicio y culto que Dios
estableció en otro tiempo permanece aún en su fuerza y vigor. Y asimismo
quedará confirmado el segundo punto que hemos mencionado: que no solamente
se ha enseñado a los judíos la legítima manera de servir a Dios, sino además, por
el horror del juicio, viendo que no tenían fuerza suficiente para cumplir la Ley, han
sido llevados como a la fuerza hasta el Mediador.
Al exponer las cosas que se requieren para conocer verdaderamente a Dios,
dijimos que nosotros no podemos comprenderle conforme a su verdadera
grandeza sin sentirnos al momento sobrecogido por su majestad, que nos obliga a
servirle. Y respecto al conocimiento de nosotros mismos hemos dicho que el punto
principal consiste en que, vaciándonos nosotros de toda opinión de nuestra propia
virtud y despojándonos de toda confianza en nuestra propia justicia, humillados
con el sentimiento de nuestra necesidad y miseria, aprendamos la verdadera
humildad y el conocimiento de lo que realmente somos.
Ambas cosas nos las muestra el Señor en su Ley. En ella, atribuyéndose en
primer lugar la autoridad de mandar, nos enseña el temor y la reverencia que
debemos a su divina majestad, y nos enseña en qué consiste esta reverencia.
Luego, al promulgar la regla de su justicia (a la cual nuestra mala y corrompida
naturaleza es perpetuamente contraria y siente repugnancia de la misma, no
pudiendo corresponder a ella con la perfección que exige, por ser nuestra
posibilidad de hacer el bien muy débil) nos convence de nuestra impotencia y de la
injusticia que existe en nosotros.
Ahora bien, todo cuanto hay que saber de las dos Tablas, en cierta manera nos lo
dicta y enseña esa ley interior, que antes hemos dicho está escrita y como
impresa en los corazones de todos los hombres. Porque nuestra conciencia no
nos permite dormir en un sueño perpetuo sin experimentar dentro el sentimiento
de su presencia para advertirnos de nuestras obligaciones para con Dios, y
demostrarnos sin lugar a dudas la diferencia que existe entre el bien y el mal, y así
acusarnos cuando no cumplimos con nuestro deber.
Sin embargo, el hombre está de tal manera sumido en la ignorancia de sus
errores, que le resulta difícil mediante esta ley natural gustar, siquiera sea un
poco, cuál es el servicio y culto que a Dios le agrada; evidentemente se halla muy
lejos de él. Además, está tan lleno de arrogancia y de ambición, y tan ciego por el
amor de sí mismo, que ni siquiera es capaz de mirarse para aprender a
someterse, humillarse y confesar su miseria. Por ello, por sernos necesario en
virtud de la torpeza y contumacia de nuestro entendimiento, el Señor nos dio su
Ley escrita, para que nos testificase más clara y evidentemente lo que en la ley
natural estaba más oscuro, y para avivar nuestro entendimiento y nuestra
memoria, librándonos de nuestra dejadez.
2. EL DIOS CREADOR, NUESTRO SEÑOR Y PADRE, TIENE EL DERECHO
DE SER GLORIFICADO

Resulta ahora fácil entender qué es lo que debemos aprender de la Ley; a saber,
que siendo Dios nuestro Creador, con todo título hace con nosotros de Padre y de
Señor; y que por esta razón nosotros debemos glorificarle, amarle, reverenciarle y
temerle. Asimismo, que nosotros no somos libres para hacer todo aquello a que
nuestros apetitos nos inclinan, sino que estando pendientes de Su voluntad,
solamente hemos de insistir en lo que a Él le place. Que Él ama la justicia y la
rectitud; y, por el contrario, aborrece la maldad. Por lo tanto, si no queremos
apartarnos de nuestro Creador mediante una perversa ingratitud, es necesario que
todos los días de nuestra vida amemos la justicia y vivamos de acuerdo con ella.
Porque si precisamente le damos la reverencia que le es debida, cuando
anteponemos su voluntad a la nuestra, se sigue que el único culto verdadero con
que le debemos, servir es vivir conforme a la justicia, la santidad y la pureza. Y es
inútil que el hombre pretenda excusarse con que no le es posible pagar sus
deudas, por ser un deudor pobre, ya que no hemos de medir la gloria de Dios
conforme a nuestra posibilidad. Seamos nosotros como fuéremos, Él siempre es
semejante a sí mismo; siempre es amigo de la justicia y enemigo de la maldad.
Todo cuanto nos pide – pues no puede pedirnos más que lo que es justo – por
natural obligación estamos obligados a hacerlo; y la culpa de que no podamos
hacerlo es enteramente nuestra. Porque si nos encontramos enredados en
nuestros propios apetitos, en los cuales reina el pecado, de tal manera que no nos
sintamos libres para hacer lo que nuestro Padre nos ordena, es inútil que
aleguemos en defensa propia esta necesidad, cuyo mal está dentro de nosotros
mismos, y a nosotros mismos únicamente debe ser imputada.
3. LA LEY NOS OBLIGA A RECURRIR A LA MISERICORDIA DE DIOS

Si nosotros nos hubiéremos aprovechado de la doctrina de la Ley hasta este


punto, entonces ella misma nos dirigirá, y haciéndonos descender hasta nosotros
mismos, nos dará a conocer lo que somos; de lo cual sacaremos un doble fruto.
En primer lugar, que cotejando la justicia de la Ley con nuestra vida veamos cuán
lejos estamos de poder cumplir la voluntad de Dios, y que por ello somos indignos
de ser contados entre sus criaturas, cuanto más entre sus hijos. En segundo lugar,
que con la consideración de nuestras fuerzas nos demos cuenta de que no
solamente no puede cumplir lo que Dios nos manda, sino que carecen en absoluto
de todo valor.
De ahí se sigue necesariamente la desconfianza de nuestras propias fuerzas, y
una angustia y aflicción de espíritu. Porque la conciencia no puede tolerar el peso
del pecado, sin que al momento se presente a sus ojos el juicio de Dios. Y no
puede pensar en el juicio de Dios sin echarse a temblar con un horror de muerte.
Asimismo la conciencia, convencida de su impotencia por experiencia,
necesariamente tendrá que desesperar de sus fuerzas propias. Ambos
sentimientos engendran depresión de espíritu y abatimiento.
Como resultado de todo esto, el hombre, atemorizado por el sentimiento de la
muerte eterna, que ve amenazarle en virtud de sus injusticias, se acoge a la
misericordia de Dios como único puerto de salvación; y sintiéndose impotente para
saldar lo que debe a la Ley, desesperando de sí mismo, se anima a esperar y
pedir socorro en otra parte.
4. POR ESTO PRECISAMENTE LA LEY CONTIENE PROMESAS DE VIDA
Y AMENAZAS DE MUERTE

Mas el Señor, no contento con mostrar el respeto y obediencia que debemos tener
a su justicia, para inducir nuestros corazones a amarla y aborrecer la maldad,
añade además promesas y amenazas. Porque como nuestro entendimiento de tal
manera se ciega, que es incapaz de conmoverse por la sola hermosura de la
virtud, quiso este Padre clementísimo, conforme a su benignidad, atraernos con la
dulzura y el galardón que nos ha propuesto, para que la amemos y deseemos.
Por eso el Señor declara que quiere remunerar la virtud, y que el que obedezca a
sus mandamientos no perderá su recompensa. Y, al contrario, afirma que no
solamente detesta la injusticia, sino que no la dejará pasar sin castigo, pues ha
determinado vengar los ultrajes a su majestad. Y para estimularnos por todos los
medios posibles, promete las bendiciones de la vida presente y la eterna
bienaventuranza a los que guardaren sus mandamientos; y, al contrario, amenaza
a los transgresores con las calamidades de esta vida y con la muerte eterna.
Porque aquella promesa: "Los cuales (estatutos) haciendo el hombre, vivirá en
ellos" (Lv. 18, 5), y la amenaza correspondiente: "El alma que pecare, esa morirá"
(Ez. 18,4 .20), sin duda alguna se entienden de la muerte o inmortalidad futura que
jamás tendrá fin. Por lo demás, en todos los lugares en los que se hace mención
de la buena voluntad de Dios o de su ira, bajo la primera se contiene la eternidad
de vida, y bajo la segunda, la eterna condenación.
En la Ley se recita un gran catálogo de maldiciones y bendiciones de esta vida
presente. Por las primeras se ve cuánta es la pureza de Dios, que no puede
tolerar la maldad. Por otra parte, en las promesas se muestra, además de aquel
infinito amor que tiene a la justicia – que no permite que quede sin remuneración –
, su admirable benignidad. Pues, como nosotros estamos obligados a su majestad
con todo cuanto tenernos, con todo derecho, cuando nos pide una cosa, lo hace
como algo que le debemos y sin que merezcamos premio por pagar una deuda.
Por tanto Él cede de su derecho, al proponer un premio a nuestros servicios, como
si fuera una cosa que no le debiéramos.
En cuando al provecho que podemos sacar de las promesas en sí mismas, ya se
ha expuesto en otra parte, y se verá con mayor claridad en el lugar oportuno.111
Baste aquí saber que en las promesas de la Ley se contiene una singular
exaltación de la justicia, a fin de que se vea más claramente lo que agrada a Dios
la observancia de la misma; y por otra parte, que los castigos se ordenan para que
se deteste la injusticia más y más, y para que el pecador seducido por los halagos
del pecado, no se olvide del juicio del legislador, que le está preparado.
5. LA LEY CONTIENE LA REGLA DE LA JUSTICIA PERFECTA Y
SUFICIENTE, A LA CUAL HEMOS DE SOMETERNOS

El que el Señor, queriendo dar una regla de justicia perfecta, haya reducido todas
sus partes a su voluntad, demuestra evidentemente que nada le agrada más que
la obediencia. Lo cual es tanto más de notar cuanto que el entendimiento humano
está muy propenso a inventar nuevos cultos y modos de servicio para obligar a
Dios. Pues a través de todos los tiempos ha florecido esta afectación de religión
sin religión; y aun al presente florece, por lo arraigada que está en el
entendimiento humano; y consiste en el deseo y tendencia de los hombres de
inventar un modo de conseguir la justicia independientemente de la Palabra de
Dios. De ahí viene que entre las que comúnmente se llaman buenas obras, los
mandamientos de Dios ocupan el último lugar, mientras que se da la preferencia a
una infinidad de preceptos meramente humanos.

111
Véase II, v, 10; II, VII, 4; III, XVII, 1-3, 6, 7.
Precisamente este deseo es lo que con más tesón procuró Moisés refrenar,
cuando después de haber promulgado la Ley, habló al pueblo de esta manera:
"Guarda y escucha todas estas palabras que yo te mando, para que haciendo lo
bueno y lo recto ante los ojos de Jehová tu Dios, te vaya bien a ti y a tus hijos
después de ti para siempre." "Cuidarás de hacer todo lo que yo te mando; no
añadirás a ello, ni de ello quitarás." (Dt.12, 28. 32). Y antes, después de haber
declarado que la sabiduría e inteligencia del pueblo de Israel delante de todas las
naciones era haber recibido del Señor juicios y ceremonias, añade a continuación:
"Por tanto, guárdate, y guarda tu alma con diligencia, para que no te olvides de las
cosas que tus ojos han visto, ni se aparten de tu corazón todos los días de tu vida"
(Dt. 4, 9).
Viendo Dios que los israelitas no habían de obedecer, sino que después de recibir
la Ley habían de inventar nuevas maneras de servirle, de no retenerlos
fuertemente, declara que en su Palabra se contiene toda justicia, lo cual debería
refrenarlos y detenerlos; y sin embargo, ellos no desistieron de su atrevimiento, a
pesar de habérselo tan insistentemente prohibido.
¿Y nosotros? También nos vemos frenados por la misma Palabra; pues no hay
duda de que la doctrina de perfecta justicia que el Señor quiso atribuir a su Ley ha
conservado siempre su valor. Sin embargo, no satisfechos con ella, nos
esforzamos a porfía en inventar y forjar de continuo nuevas clases de buenas
obras.
Para corregir este defecto, el mejor remedio será grabar bien en nuestro corazón
la consideración de que el Señor nos dio la Ley para enseñarnos la perfecta
justicia, y que en ella no se enseña más doctrina que la que está conforme con la
voluntad de Dios; y, por tanto, que es vano nuestro intento de hallar nuevas
formas de culto a Dios, pues el único verdadero
consiste en obedecerle; y que, por el contrario, el ejercicio de buenas obras que
están fuera de lo que prescribe la Ley de Dios, es una intolerable profanación de la
divina y verdadera justicia. Y por esto se expresa muy bien san Agustín', cuando
llama a la obediencia que se da a Dios, unas veces madre y guarda de todas las
virtudes, y otras, fuente y manantial de las mismas.
6. REGLA PRIMERA: PARA DIOS, QUE ES ESPÍRITU, NUESTROS
PENSAMIENTOS SON ACTOS.

La Ley exige también la obediencia del Espíritu y del corazón Cuando se exponga
la Ley del Señor, quedará mejor confirmado cuanto he dicho respecto a su
función. Mas antes de comenzar a tratar en particular cada uno de sus puntos, es
preciso comprender lo que se refiere a ella en general.
En primer lugar, hay que tener por cierto que la vida del hombre debe estar
regulada por la Ley, no sólo por lo que se refiere a su honestidad externa, sino
también en su justicia interna y espiritual. Lo cual, aunque nadie lo puede negar,
sin embargo muy pocos son los que lo consideran como se debe. Y ello sucede
así, porque no tienen en cuenta al Legislador, por cuya naturaleza hay que juzgar
también de la misma Ley.
Si un rey diese un edicto prohibiendo fornicar, matar o hurtar, admito que el que
hubiese deseado solamente en su corazón verificar algún acto contrario a tales
prescripciones sin llevarlo a efecto ni intentarlo, ése tal estaría libre de la pena
dispuesta para los transgresores. La causa de ello es que las disposiciones de un
legislador mortal solamente comprenden la honestidad exterior; sus edictos son
violados solamente cuando el mal se lleva a efecto. Mas Dios, cuyos ojos todo lo
ven sin que nada se les pase, y que no se fija tanto en las apariencias externas
cuanto en la pureza del corazón, al prohibir la fornicación, el hurto o el homicidio,
prohíbe toda clase de concupiscencia, de ira, de odio, de deseo de lo ajeno, de
engaño, y cuanto es semejante a ello. Porque siendo un Legislador espiritual, no
habla menos al alma que al cuerpo. Ahora bien, la ira y el odio son un homicidio
del alma; la avaricia es un hurto; la concupiscencia desordenada es fornicación.
También las leyes humanas, dirá alguno, tienen en cuenta las intenciones y la
voluntad de los hombres, y no solamente los acontecimientos fortuitos. Admito que
es verdad; pero únicamente las intenciones que salen a luz y llegan a efecto.
Consideran la intención con que un delito se ha cometido; pero no escudriñan los
pensamientos ocultos. Por lo tanto, cualquiera que se abstuviere del acto externo
habrá cumplido las leyes; en cambio, como la Ley de Dios mira a la conciencia, si
la queremos guardar bien, es necesario que reprimamos precisamente nuestra
alma.
Pero la mayoría de los hombres, aunque desean pasar por muy observantes de
ella y que no la menosprecian, y adoptan actitudes exteriores de acuerdo con lo
que ella prescribe, sin embargo, su corazón permanece mientras tanto del todo
ajeno a su obediencia y piensan que han cumplido perfectamente con su deber si
han logrado ocultar a los hombres las transgresiones en que incurren ante la
majestad divina112. Oyen decir: No matarás, no fornicarás, no hurtarás. Por ello, no
desenvainan la espada para matar, no van con mujeres públicas, ni tocan la
hacienda ajena; pero en sus corazones están ansiosos de muertes, se abrasan en
concupiscencias carnales, no pueden ver con buenos ojos el bien del prójimo, sino
que todo lo querrían para ellos. Con esto falta lo que en la Ley es lo principal. ¿De
dónde, os pregunto, procede tal necedad, sino de que haciendo caso omiso del
Legislador acomodan la justicia a sus caprichos?
Contra todos éstos habla expresamente san Pablo al decir que la Ley es espiritual
(Rom. 7,14), con lo cual da entender, que no solamente exige la obediencia del
alma, del entendimiento y de la voluntad, sino incluso una pureza angélica, que
limpie de todas las inmundicias de la carne y sepa únicamente a espíritu.
7. CRISTO NOS HA DADO EL SENTIDO VERDADERO Y PURO DE LA LEY

112
La Ciudad de Dios, lib. XIV, cap. XII.
Al decir nosotros que es éste el sentido de la Ley, no inventamos una exposición
nueva a nuestro capricho, sino que seguimos a Cristo, perfecto intérprete de la
Ley. Pues, habiendo sembrado los fariseos entre el pueblo la perversa opinión de
que todo aquel que no transgredía externamente la Ley, ese tal la cumplía y
guardaba, Él refuta este error perniciosísimo, y afirma que mirar deshonestamente
a una mujer es fornicación (Mt. 5,28); y que todo el que tiene odio a su hermano
es homicida (Mt. 5,21-22.44). Porque El hace reos de juicio a aquellos que
hubieren concebido ira aunque sólo sea en su corazón; hace reos de ser
sometidos al tribunal a los que con murmuraciones dieran alguna muestra de
enojo o rencor; hace reos del fuego del infierno a los que con injurias o afrentas
hubiesen abiertamente manifestado su malquerer.
Los que no comprendieron esto se imaginaron que Cristo era otro Moisés, que
había promulgado la Ley evangélica para suplir los defectos de la Ley mosaica. Y
de ahí nació la sentencia tan difundida de la perfección de la Ley evangélica, como
mucho más ventajosa que la antigua; doctrina que es en gran manera perjudicial.
Pues claramente se verá por el mismo Moisés, cuando expongamos en resumen
los mandamientos, cuán gran injuria se hace a la Ley de Dios al decir esto. E
igualmente se sigue de semejante opinión que la santidad de los padres del
Antiguo Testamento no difería mucho de una hipocresía. Y, en fin, esto sería
apartarnos de aquella verdadera y eterna regla de justicia.
Cosa muy fácil es refutar este error. Pensaron los que admitieron esta opinión que
Cristo añadía algo a la Ley, siendo así que solamente la restituyó a su perfección,
purificándola de las mentiras con que los fariseos la habían oscurecido y
mancillado.
8. SEGUNDA REGLA: CUANDO DIOS MANDA UNA COSA, PROHÍBE LA
CONTRARIA; E INVERSAMENTE

Lo segundo que debemos notar es que los mandamientos y prohibiciones que


Dios promulga contienen en sí mismos mucho más de lo que suenan las palabras.
Lo cual, sin embargo, hay que moderarlo de tal manera, que no lo convirtamos en
una regla lesbia, como suele decirse, retorciéndolo a nuestro capricho cómo y
cuándo quisiéremos, y dándole el sentido que se nos antojare. Porque hay
algunos que con su excesiva licencia hacen que la autoridad de la Ley sea
menospreciada, como si fuera incierta; o que se pierda la esperanza de poderla
entender. Es, pues, necesario, en cuanto sea posible, hallar un camino, que
derecha y seguramente nos lleve a la voluntad de Dios. Quiero decir que es
necesario considerar hasta dónde deba extenderse la exposición más allá de lo
que suenan las palabras, para que se vea que la exposición presentada no es una
añadidura o una corrección tomada de los comentarios de los hombres e
incorporada a la Ley de Dios, sino que es el puro sentido natural del Legislador
fielmente expuesto.
Ciertamente es cosa notoria que en casi todos los mandamientos se toma muchas
veces la parte por el todo; de tal manera, que el que se empeña en restringir el
sentido estrictamente a lo que suenan las palabras, con toda razón merece que se
rían de él. Así pues, es evidente que la exposición de la Ley, por más sobria que
sea, va más allá de las meras palabras; pero hasta dónde, no se puede saber si
no se propone alguna norma y se señala un límite. Ahora bien, yo creo que una
norma excelente será que la exposición se haga conforme a la razón y la causa
por la cual el mandamiento ha sido instituido; por lo cual es conveniente que en la
exposición de cada uno de los mandamientos se considere la causa por la que
Dios lo ha dado. Un ejemplo: todo mandamiento es afirmativo o negativo; manda o
prohíbe. Llegaremos a la verdadera inteligencia de lo uno y de lo otro, si
consideramos la razón o el fin que persigue. Como el fin del quinto precepto es
que debemos honrar a aquellos que Dios quiere que sean honrados, este
mandamiento se resume en que es agradable a Dios que honremos a aquellos a
quienes Él ha concedido alguna prominencia : y que aborrece a aquellos que los
menosprecian y se muestran contumaces con ellos. El fin y la razón del primer
mandamiento es que solo Dios sea adorado; la suma, pues, de este mandamiento
será que a Dios le agrade la verdadera piedad; es decir, el culto que se da a su
majestad; y, al contrario, que aborrece la impiedad. E igualmente, en el resto de
los mandamientos hay que considerar aquello de que se trata. Luego hay que
buscar el fin, hasta encontrar qué es lo que el Legislador afirma propiamente en
aquel mandamiento que le agrada o disgusta. Después hay que formular un
argumento contrario, de esta manera: Si esto agrada a Dios, lo contrario le
desagradará; si esto disgusta a Dios, lo contrario le gustará. Si manda esto,
prohíbe lo contrario; si prohíbe tal cosa, manda la opuesta.
9. LA LEY ES POSITIVA

Lo que al presente es oscuro por tocarlo de paso, quedará mucho más aclarado
con la experiencia en la exposición de los mandamientos que luego hacemos. Por
esto baste haberlo tocado; y pasemos a exponer el último punto que dijimos, pues
de otra manera no podría ser entendido, o parecería irrazonable.
Lo que hemos dicho, que siempre que se manda el bien, queda prohibido el mal
que le es contrario, no necesita ser probado, pues no hay quien no lo conceda.
Asimismo, el común sentir de los hombres admitirá de buen grado que cuando se
prohíbe el mal, se manda el bien que le es contrario, pues es cosa corriente decir
que cuando los vicios son condenados, son alabadas las virtudes contrarias.
Pero nosotros preguntamos algo más de lo que los hombres comúnmente
entienden al decir esto. Porque ellos por virtud contraria al vicio suelen
normalmente entender abstenerse del vicio; pero nosotros vamos más allá y
decimos que la virtud es hacer lo contrario del vicio. Y así, en el mandamiento: No
matarás, el común sentir de los hombres no considerará sino que nos debemos
abstener de todo ultraje y todo deseo de hacer mal. Más yo digo que se entiende
aún algo más; a saber, que ayudemos a conservar la vida de nuestro prójimo por
todos los medios que nos fueren posibles. Y para que no parezca que hablo
infundadamente, lo probaré de esta manera: Dios prohíbe que injuriemos o
maltratemos a nuestro prójimo, porque quiere que estimemos y amemos
grandemente su vida; por lo tanto, nos pide todos los servicios de caridad con los
cuales puede ser conservada. De esta manera se podrá entender cómo el fin del
precepto nos enseña siempre todo cuanto en él se nos manda o prohíbe.
10. NO EXISTEN FALTAS LEVES. CADA PECADO QUEDA COMPRENDIDO
BAJO UN GÉNERO PARTICULAR

Si se pregunta la razón de por qué Dios ha manifestado su voluntad a medias y no


la ha expuesto claramente, muchas son las respuestas que se le suelen dar a ello;
pero sobre todas, la que a mí más me agrada es que, como quiera que la carne se
esfuerza continuamente en disminuir o dorar con falsos pretextos la suciedad y
hediondez del pecado, a no ser que sea tan palpable que se pueda tocar con la
mano, El quiso poner como ejemplo lo más repugnante y abominable de cada uno
de los géneros de pecados, de suerte que incluso los mismos sentidos lo
aborreciesen; y ello para imprimir en nuestros corazones el mayor horror a toda
clase de pecado. Muchas veces, al juzgar los vicios, nos engaña el que si de
alguna manera son ocultos nosotros disminuimos su gravedad. Pero el Señor
deshace este engaño, acostumbrándonos a reducir la multitud de los mismos a
ciertos géneros que representan muy a lo vivo la abominación que cada uno de
ellos encierra.
Ejemplo de ello: la ira y el odio cuando son llamados por sus nombres no nos
parecen vicios tan execrables; pero cuando el Señor los prohíbe, llamándolos
homicidio, entonces entendemos mucho mejor hasta qué punto los abomina,
puesto que con su propia boca les pone el nombre de un crimen tan horrible. Así,
advertidos por el juicio de Dios, aprendemos mejor a ponderar la gravedad de los
delitos que antes nos parecían leves.
11. TERCERA REGLA: LA JUSTICIA Y LA RELIGIÓN VAN JUNTAS.
MUTUA DEPENDENCIA DE LAS DOS TABLAS

Lo tercero que debemos considerar es el sentido de dividir la Ley en dos Tablas,


de las cuales toda persona sensata puede juzgar que no sin motivo se hace en la
Escritura algunas veces mención tan solemne. Al alcance de la mano tenemos la
respuesta, que nos librará de toda duda. Porque el Señor queriendo enseñar en su
Ley la justicia perfecta, la ha dividido en dos partes, dedicando la primera a los
ejercicios de religión, los cuales pertenecen más particularmente al culto que se
debe a su majestad, y la segunda, a los ejercicios de caridad, que debemos
practicar con los hombres.
Evidentemente el primer fundamento de la justicia es el culto divino; destruido el
cual, quedan destruidas todas las partes de la justicia, como lo son las partes de
un edificio en ruinas. Porque ¿qué justicia será que no hagas daño al prójimo
hurtándole o robándole lo que le pertenece, si mientras tanto con un abominable
sacrilegio robas su gloria a la majestad de Dios; e igualmente que no manches tu
cuerpo con la fornicación, si con tus blasfemias profanas el sacrosanto nombre de
Dios; que no mates a tu prójimo, si procuras matar y apagar el recuerdo de Dios?
Así que en vano se habla de justicia sin religión; sería ni más ni menos que si uno
quisiera exponer una bella muestra de un cuerpo, sin cabeza. Y no solamente es
la religión la parte principal de la justicia, sino que es incluso su misma alma, por la
que vive y tiene energías. Porque los hombres no pueden sin el temor de Dios
guardar equidad y amor.
Así que, llamamos al culto divino principio y fundamento de la justicia. Y la causa
es que suprimido este culto, toda la justicia, continencia y templanza con que los
hombres se esfuerzan por vivir, es cosa vana y frívola ante Dios.
Lo llamo fuente y espíritu de justicia, porque de él aprenden los hombres a vivir
moderadamente y sin hacerse mal los unos a los otros, temiendo a Dios, como
juez que es de lo bueno y de lo malo.
Así pues, el Señor nos instruye en la primera Tabla en la piedad y la religión con la
que debemos honrar a su majestad; y en la segunda nos ordena de qué manera, a
causa del temor y la reverencia que le tenemos, nos debemos conducir los unos
con los otros. Y por esto nuestro Señor, como cuentan los evangelistas, resumió
toda la Ley en dos artículos: que amemos a Dios con todo nuestro corazón, con
toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas; y que amemos a nuestro prójimo
como a nosotros mismos (Mt.22, 37; Lc.10, 27). Vemos cómo de las dos partes en
las que se comprende toda la Ley, El señala una para Dios y la otra para los
hombres.
12. LA PRIMERA TABLA CONTIENE CUATRO MANDAMIENTOS; LA
SEGUNDA SEIS

Mas aunque toda la Ley se comprende en estos dos puntos, Dios, para quitar todo
pretexto de excusa, ha querido exponer más amplia y claramente en diez
mandamientos, tanto lo que se refiere a su honra, temor y amor, como lo que toca
a la caridad que nos manda tener con los hombres por amor a Él. Y no se pierde
el tiempo por conocer la división de los mandamientos, con tal que tengamos
presente que se trata de una cosa en la cual cada uno puede tener su opinión, y
por la que no hemos de disputar, si alguno no está conforme con nuestro parecer.
Digo esto, para que nadie se extrañe ni se burle de la división de los
mandamientos que aquí propondré, como si se tratara de algo nuevo y nunca
oído.
Nadie tiene duda alguna de que la Ley se divide en diez mandamientos por
haberlo así declarado el Señor. No se trata, por tanto, del número de los
mandamientos, sino de la manera de dividirlos. Los que los dividen de tal manera
que ponen tres mandamientos en la primera Tabla, y los otros siete en la segunda,
excluyen de los mandamientos el precepto de las imágenes, o a lo más lo incluyen
en el primero; siendo así que el Señor lo ha puesto como un mandamiento
especial y distinto. Asimismo es infundado dividir es dos el décimo mandamiento,
en el que se nos manda no desear los bienes ajenos. Además hay otra razón para
refutar esta división: a saber, que esa manera de dividir los mandamientos no fue
usada antiguamente cuando florecía la Iglesia, como luego veremos.
Hay otros que ponen, como nosotros, cuatro puntos principales en la primera
Tabla; pero opinan que el primero es una simple promesa, y no un mandamiento.
Por mi parte, no puedo, si no me convencen con razones evidentes, dejar de
entender por los diez mandamientos de que hace mención Moisés, sino diez
mandamientos; y me parece que están muy bien divididos de esta manera en diez.
Dejándoles, pues, libertad de dividirlos como quieran, yo seguiré la división que
me parece más probable; a saber, que lo que ellos ponen por primer mandamiento
es como una introducción a toda la Ley; que luego vienen los cuatro
mandamientos de la primera Tabla; y a continuación los seis de la segunda, según
el orden en que serán expuestos.
Esta división la pone Orígenes, como admitida sin controversia alguna en su
tiempo113. San Agustín114, escribiendo a Bonifacio, la aprueba115.
Es verdad que en otro lugar le agrada más la primera división; pero, ciertamente la
razón por la que la aprueba es de muy poco peso; a saber, porque poner
solamente tres mandamientos en la primera Tabla representaría mucho mejor el
misterio de la Trinidad. Pero, incluso en ese mismo lugar, da a entender que
nuestra división le agrada más.
Hay también otro Padre116 antiguo, que es de nuestra misma opinión; es el que
escribió los Comentarios Imperfectos sobre San Mateo.
Josefo117, conforme a la división que se usaba en su tiempo, pone cinco
mandamientos en cada Tabla. Pero, además de ir contra la razón por confundir el
culto divino y la caridad al prójimo, se refuta también esta división por la autoridad
del Señor, el cual en san Mateo pone el mandamiento de honrar al padre y a la
madre en la segunda Tabla (Mt.19, 19).
Pero escuchemos a Dios sus mismas palabras.
13. EL PRIMER MANDAMIENTO: JEHOVÁ ES EL SEÑOR
TODOPODEROSO

Yo soy Jehová, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de


servidumbre; no tendrás dioses ajenos delante de mí.

113
Homilía sobre el Éxodo, VIII, 2.
114
Contra dos Cartas de los Pelagianos, lib. III, cap. iv.
115
El original latino añade: "... y al enumerarlos los mantiene en este orden: Servir al único Dios
con religiosa obediencia; no adorar ídolos; no tomar el nombre del Señor en vano. Antes ya había
hablado separadamente del mandamiento sobre el sábado como prefiguración de una realidad
espiritual."
116
Seudo-Crisóstomó, Homilía XXXIII
117
Antigüedades Judías, lib. III, cap. tv.
Poco hace al caso que pongamos la primera cláusula como parte del primer
mandamiento, o que la consideremos aparte, con tal que la entendamos como una
introducción a toda la Ley.
Lo primero que se debe procurar al promulgar leyes es disponer que no sean
abolidas al poco tiempo por menosprecio. Por esta causa el Señor ante todo
provee para que la majestad de la Ley que va a dar no sea menospreciada; y lo
hace fundándola en tres razones. Primero se atribuye la autoridad y el derecho de
mandar, con lo cual obliga al pueblo que se había escogido, a que le obedezca.
Luego promete su gracia para atraer su voluntad mediante Su dulzura.
Finalmente, les recuerda el beneficio que les había hecho, para convencerlos de
ingratitud, si no le corresponden con su liberalidad.
Bajo el nombre de "Jehová" se entiende su imperio y el legítimo señorío que tiene
sobre nosotros. Porque si "de él, y por él, y para él, son todas las cosas" (Rom.11,
36), es razonable que todas se refieran a Él, como lo dice san Pablo. Por tanto,
con el solo nombre de "Jehová" se nos da suficientemente a entender que
debemos sujetarnos al yugo de su divina majestad, pues sería cosa monstruosa
querer apartarnos del gobierno de aquél fuera del cual no podemos existir.
14. GRACIA Y BONDAD DEL PADRE, EL DIOS DE SU IGLESIA

Después de haber mostrado que Él es quien tiene derecho a mandar y que se le


debe obedecer, a fin de que no parezca que quiere forzarnos solamente por
necesidad, nos atrae también con su dulzura, declarando que Él es el Dios de su
Iglesia. Porque en esta manera de expresarse hay una relación y correspondencia
mutua, contenida en esta promesa: "Yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por
pueblo" (Jer.31, 33). De la cual Jesucristo prueba que Abraham, Isaac y Jacob han
conseguido la vida eterna, y que no están muertos, porque Dios les había
prometido que Él sería su Dios (Mt. 22,32). Por tanto, esto es como si dijera: Yo os
he escogido por pueblo mío, al cual no solamente doy bienes en la vida presente,
sino que también os hago partícipes de la esperanza de la vida eterna.
A qué fin tiende todo esto, se advierte en diversos lugares de la Ley. Porque
cuando el Señor nos concede el favor de admitirnos a formar parte de su pueblo,
nos elige, como dice Moisés, para "serle un pueblo especial", para serle un
"pueblo santo", y para guardar "todos sus mandamientos" (Dt. 7, 6; 14, 2; 26,18).
Y de ahí aquella exhortación del Señor a su pueblo: "Santos seréis, porque santo
soy yo" (Lv.19, 2). Y de estas dos se deduce lo que el Señor dice por su profeta:
"El hijo honra al padre; y el siervo a su señor. Si, pues, soy yo padre, ¿dónde está
mi honra?; y si soy señor, ¿dónde está mi temor?" (Ma1.1, 6).
15. SIGUE LUEGO LA CONMEMORACIÓN DE SU FAVOR, QUE TANTO
MÁS DEBE MOVERNOS, CUANTO MÁS DETESTABLE ES EL VICIO DE
LA INGRATITUD AUN ENTRE LOS HOMBRES.

Es verdad que Dios recuerda al pueblo de Israel un beneficio bien reciente; pero
tal y tan admirable, que merecía ser conservado siempre en la memoria. Además
era aptísimo para el fin que se perseguía. Por él el Señor declara que los había
liberado de aquella mísera cautividad a fin de que le reconociesen como autor
de su libertad, rindiéndole el honor y la obediencia debidos.

Suele también el Señor, para mantenernos en su culto, adornarse con ciertos


títulos mediante los cuales se diferencia de todos los ídolos y los dioses de los
gentiles. Porque, como ya he dicho, somos tan inclinados a la vanidad, y a la
vez tan atrevidos, que apenas se nos habla de Dios, nuestro entendimiento
no es capaz de reprimirse para no ir tras alguna vana fantasía. Por eso,
queriendo el Señor poner remedio a ello, Él mismo reviste su divinidad de ciertos
títulos, para de esta manera mantenernos dentro de ciertos límites, y que no
andemos vagando de un lado para otro, y temerariamente inventemos algún
nuevo dios, abandonándole a Él, único verdadero Dios, cuyo reino permanece
sin fin.

Por esto los profetas, siempre que lo quieren describir y mostrar con-
venientemente, lo revisten de todas aquellas notas con las que Él se había dado a
conocer al pueblo de Israel. Porque cuando es llamado "Dios de Abraham" o
"Dios de Israel" (Éx. 3, 6), y cuando lo colocan "en el templo de Jerusalén en
medio de los querubines" (Am. 1, 2; Sal 80, 2; 99,1; Is.37, 16), todas estas
maneras de hablar, y otras semejantes, no lo ligan a un lugar ni a un pueblo,
sino que únicamente se expone para que el pensamiento de los fieles se fije en
aquel Dios que, mediante el pacto que estableció con los israelitas, de tal
manera se presentó ante ellos, que no era licito en modo alguno poner el
pensamiento en otra parte para buscarle. Y tengamos presente que se hace
especialmente mención de la redención, para que los judíos se aplicaran con
mayor alegría a servir al Dios que, habiéndoles adquirido, con todo derecho se
los apropia.

En cuanto a nosotros, no sea que nos creamos que esto no va con


nosotros, debemos considerar que aquella cautividad y servidumbre de
Egipto eran figura del cautiverio espiritual, en el que todos nos encontramos
metidos y encerrados, hasta que el Señor, librándonos con la fuerza de su
brazo, nos traslade a la libertad de su Reino celestial. Como antiguamente,
queriendo Él reunir a los israelitas, que estaban dispersos, para que juntos
le honrasen, los libró del cruel dominio de Faraón; igualmente hoy en día, a
todos aquellos para los que quiere ser su Dios, los aparta de la miserable
servidumbre del Diablo, que ha sido figurada por la cautividad corporal de los
israelitas.

Así pues, no debe haber hombre alguno, cuyo corazón no se sienta


inflamado al escuchar la Ley, promulgada por aquel que es Rey de reyes y
sumo Monarca, de quien todas las cosas proceden, y hacia el cual justamente
deben ordenarse y dirigirse como a su fin. No debe de existir hombre alguno,
digo, que no se sienta incitado a recibir a un Legislador, por quien es
especialmente elegido para obedecer sus preceptos; de cuya liberalidad espera,
no solamente la abundancia de los bienes temporales, sino incluso la gloria
de la vida eterna; y por cuya virtud y misericordia sabe que al fin se verá
libertado de las garras del infierno.
16. SÓLO DIOS DEBE SER HONRADO Y GLORIFICADO

Después de haber fundamentado y establecido la autoridad de su Ley, da el


primer mandamiento; a saber, que no tengamos dioses ajenos delante de Él.

El fin de este mandamiento es que Dios quiere tener Él solo preeminencia en su


pueblo y desea gozar por completo de su privilegio. Para conseguirla, quiere
que cualquier impiedad o superstición que pueda oscurecer o menoscabar la
gloria de su divinidad esté muy lejos de nosotros; y por la misma causa
manda que le adoremos y honremos con el verdadero afecto de la religión,
que es lo que significan casi las simples palabras. Porque no podemos
tenerle por Dios sin que a la vez le atribuyamos las cosas que le pertenecen y
son propias de Él. Así que al prohibirnos que no tengamos dioses ajenos,
quiere darnos a entender que no atribuyamos a otro lo que le pertenece a Él
como derecho exclusivo.

La adoración, confianza, invocación, acción de gracias, a Él solo deben dirigirse.


Aunque las cosas que debemos a Dios son innumerables, sin embargo se
pueden muy bien reducir a cuatro puntos principales; a saber: adoración –
la cual lleva consigo el servicio espiritual de la conciencia –, confianza,
invocación y acción de gracias.

Entiendo por adoración, la veneración y culto que cada uno de noso tros le da
cuando se somete a su grandeza; y por ello, no sin razón, pongo como una parte
de la misma someter nuestras conciencias a su Ley.

Confianza es una seguridad de corazón que tenemos en Él, al darnos cuenta


de las virtudes que posee, cuando, atribuyéndole toda sabiduría, justicia,
potencia, verdad y bondad nos tenemos por bienaventurados simplemente
con poder comunicar y participar de Él.

Invocación es el recurso que en Él encuentra nuestra alma, como su única


esperanza, siempre que se ve oprimida por alguna necesidad.

Acción de gracias es la gratitud por la cual se le tributa la debida ala banza por
todos los bienes que nos ha dado.

Como Dios no puede consentir que ninguna de estas cosas sea atri buida a
nadie más que a Él, quiere igualmente que todo íntegramente le sea a Él
dado. Porque no basta abstenemos de todo dios extraño, si no nos
contentamos con Él solo; como lo hacen los ateos, qui enes para
desentenderse de polémicas, piensan que lo mejor es burlarse de cuantas
religiones existen. Pero, por el contrario, para observar bien este manda -
miento, conviene que vaya por delante la verdadera religión,, por la cual nuestras
almas se aplican a conocer al Dios omnipotente, y con este conocimiento
nos sentimos inducidos a admitir, temer, venerar su majestad, a aceptar la
comunicación de sus bienes, a implorar y pedir su favor en todas partes, a
reconocer y ensalzar la magnificencia de sus obras; y finalmente a poner en
Él nuestros ojos en todo cuanto hiciéremos, como único meta y blanco de
nuestras aspiraciones.

Después, hemos de guardarnos de la nefasta superstición, por la cual


nuestras almas alejadas de Dios andan de acá para allá buscando nuevos
dioses. Por tanto, si admitimos un solo Dios acordémonos, según se ha dicho,
que debemos echar muy lejos de nosotros los dioses inventados por los
hombres, y que no nos es lícito hacer de menos el culto y honra que Dios se
reserva para sí solo, pues no se puede privarle ni de un adarme de su gloria, sino
que es necesario que permanezca en Él cuanto es suyo y le pertenece.

Lo que luego añade: "delante de mí", es para poner más de relieve la


gravedad del crimen. Porque, cada vez que en lugar de Dios introducimos
nuestras invenciones, le provocamos a mayores celos; igual que si una mujer
sin pudor para más provocar el despecho de su marido, se muestra
complaciente con su amante en presencia de su propio marido. Habiendo, pues,
Dios atestiguado con la presencia de su gracia, y de su virtud, que miraba con
predilección al pueblo que se había elegido, para apartarlo más y más de todo
error y que no abandonase a su Dios, afirma que no es posible admitir nuevos
dioses sin que Él vea tal impiedad y sea testigo de ella. Porque la impiedad
cobra mayor osadía, pensando que puede engañar a Dios con sus
subterfugios y excusas. Mas el Señor, por el contrario, asegura que todo
cuanto nos imaginamos, intentamos y hacemos, lo ve Él con perfecta claridad.

Por tanto, si queremos que Dios apruebe nuestra religión, nuestra conciencia
debe estar pura y limpia aun de los más secretos pensamientos de inclinarse a la
superstición y la idolatría. Porque el Señor exige que su gloria se le reserve
por completo mediante la confesión externa; y, sobre todo, en su presencia, ya
que sus ojos ven los secretos más recónditos del corazón.

17. EL SEGUNDO MANDAMIENTO:NINGUNA IDOLATRÍA ES PERMITIDA

Igual que en el mandamiento anterior el Señor atestiguó que sola mente Él es


Dios, y fuera de Él no se deben imaginar más dioses, así ahora afirma con toda
claridad quién es Él y con qué clase de culto ha de ser honrado, para que no
nos atrevamos a imaginárnoslo como algo carnal.

No harás imagen de talla, ni semejanza alguna de las cosas que están arriba
en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No las
adores, ni las honres. Porque yo soy Jehová, tu Dios, Dios celoso, que visita
la iniquidad de los padres en los hijos, en la tercera y la cuarta generación de
los que me odian, y que se muestra misericordioso por miles de generaciones
con los que me aman y guardan mis mandatos.118

Por tanto, el fin de este mandamiento es que Dios no quiere que el culto
legítimo a Él debido sea profanado con ritos supersticiosos. Y por eso se
puede resumir diciendo que quiere apartarnos totalmente de todas las clases
de servicios carnales, que nuestro necio entendimiento inventa después de
imaginarse a Dios conforme a su rudeza; y, en consecuencia, nos mantiene
dentro del culto legítimo que se le debe; a saber, un culto espiritual, cual a Él le
pertenece. Al mismo tiempo pone de relieve el vicio más palpable de esta
transgresión, que es la idolatría exterior.

Sin embargo, el mandamiento tiene dos partes; la primera reprime nuestra


temeridad, para que no nos atrevamos a acomodar a nuestros sentidos a
Dios, que es incomprensible, ni a representarlo mediante forma o imagen
alguna. La segunda, prohíbe que adoremos ninguna imagen como objeto de
religión. Y, brevemente, resume los modos como los gentiles solían
representarlo. Por "las cosas que están en el cielo" entiende el sol, la luna, y las
demás estrellas, y puede que incluso las aves; pues de hecho en el capítulo
cuarto del Deuteronomio (vers. 15-19), exponiendo su intención nombra las
aves y las estrellas. No me hubiera detenido en esto, si no fuera por corregir
la mala interpretación de algunos, que refieren este texto a los ángeles.

Lo que sigue, como es claro por sí mismo, no lo explico. Además, hemos


demostrado con suficiente claridad en el libro primero 119, que cuantas
formas visibles de Dios inventa el hombre repugnan absolu tamente a Su
naturaleza; y que tan pronto como aparece algún ídolo se corrompe y falsea
la verdadera religión.
18. EL MATRIMONIO ESPIRITUAL DE DIOS CON LA IGLESIA REQUIERE
LEALTAD MUTUA

La amenaza que luego añade ha de servirnos de mucho para reme diar


nuestra torpeza. Dice que Él es Jehová nuestro Dios, Dios fuerte y celoso,
que visita la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y la cuarta
generación en aquellos que aborrecen su nombre, y hace misericordia en mil
generaciones a aquellos que le aman y guardan sus mandamientos.

Lo cual es como si dijese que Él es el único en quien debemos poner nuestra


confianza. Para inducirnos a ello ensalza su potencia, que no permite que
sea menospreciada ni menoscabada. Es verdad que en hebreo se pone el

118
Enunciado según la "Biblia francesa", de Calvino.
119
1, XI, 2 . 12.
nombre "El", que significa Dios; pero como este nombre viene de "fortaleza",
para mejor exponer su sentido no he dudado en traducirla por "fuerte", o bien
lo he añadido en segundo lugar.

Luego se llama así mismo "celoso"; dando a entender que no puede admitir
terceros.

Asegura después que vengará su majestad y su gloria, si alguno la atribuye


a las criaturas o a los ídolos; y no con una venganza cualquiera, sino tal, que
llegue a los hijos, nietos y biznietos que imitaren la maldad de sus padres.
Como, por otra parte, promete su misericordia y liberalidad por mil
generaciones a cuantos amen y guarden su Ley.
Es cosa muy corriente que Dios se presente ante nosotros bajo la forma de
marido; porque la unión con la que se ha juntado a nosotros al recibiros en el
seno de su Iglesia, es como un matrimonio espiritual, que requiere por una y
otra parte fidelidad. Y como Él en todo cumple el deber de un marido fiel y
leal, por eso exige de nuestra parte el amor y la castidad debidos al marido;
es decir, que no entreguemos nuestra alma a Satanás, ni al deleite y los
sucios deseos de la carne, lo cual es una especie de adulterio. Y por eso,
cuando reprende la apostasía y el abandono de los judíos, se queja de que
con sus adulterios han violado la ley del matrimonio (Jer. 3; Os. 2). Como un
buen marido, cuanto más fiel y más leal es, tanto más se indigna, si ve que su
mujer muestra afición a otro, de la misma manera el Señor, que verdaderamente
se desposó con nosotros, afirma que siente celos grandísimos siempre que,
menospreciando la limpieza de su santo matrimonio, nos manchamos con
los sucios apetitos de la carne; pero, principalmente, cuando privándole del
culto que por encima de todo se le debe, lo tributamos a otro, o lo manchamos con
alguna superstición. Porque, al obrar así, no solamente violamos la fe que le
dimos en el matrimonio, sino también nos hacemos reos de adulterio.
19. ¿CÓMO CASTIGA DIOS LA INIQUIDAD DE LOS PADRES EN SU
DESCENDENCIA?

Debemos de considerar ahora qué es lo que Dios quiere decir, al amenazar


con que castigará la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y
cuarta generación. Porque, aparte de que no corresponde a la equidad de la
divina justicia castigar al inocente por la falta que otro cometió, Dios mismo
afirma también que no consentirá que el hijo lleve sobre sí la maldad de su
padre (Ez. 18,14-17. 20). Sin embargo muchas veces se repite en la Escritura
esta sentencia: que los padres serán castigados en sus hijos. Porque Moisés
con frecuencia se expresa así: "Jehová, que visitas la maldad de los padres
sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación" (Nm.14, 18). E
igualmente Jeremías: "¡Oh Señor Jehová!... que haces misericordia a millares,
y castigas la maldad de los padres en sus hijos después de ellos" (Jer. 32,18).

Algunos no pudiendo resolver esta dificultad, piensan que hay que


entenderlo solamente de las penas temporales, las cuales no hay incon-
veniente en admitir que las sufran los hijos por los padres, pues muchas
veces castiga Dios con ellas para un bien mayor. Y esto es, desde luego,
cierto. Porque Isaías anunció al rey Ezequías que sus hijos serían pri vados
del reino y deportados a tierra extraña, a causa del pecado que él había
cometido (Is. 39, 7). Así mismo las familias de Faraón y del rey Abimelec fueron
castigadas a causa de la injuria que sus amos habían hecho a Abraham
(Gn.12, 17; 20,3). Mas citar tales cosas para resolver esta duda es servirse
de subterfugios más bien que presentar una interpretación verdadera.
Porque el Señor anuncia en este lugar y en otros semejantes un castigo
mucho más grave que el que pueda afectar únicamente a esta vida presente.
Hay, pues, que interpretar que la justa maldición de Dios no cae solamente
sobre la cabeza del impío, sino además sobre toda su familia. Y, siendo
esto así, ¿qué se puede esperar sino que el padre, privado del Espíritu de
Dios, viva abominablemente? ¿Y que el hijo asimismo, dejado de la mano del
Señor a causa de la maldad de su padre, siga el mismo camino de perdición?
¿Y, finalmente, que los nietos y demás sucesores, semilla de hombres
detestables, den consigo en el mismo abismo?
20. LA POSTERIDAD DEL CULPABLE SERA CASTIGADA POR SUS
PROPIAS CULPAS

Veamos en primer lugar, si tal venganza repugna a la justicia de Dios. Si toda la


especie humana merece ser condenada, es del todo evidente, que todos
aquellos a quienes el Señor no tiene a bien comunicar su gracia, perecerán
irremisiblemente. Sin embargo, ellos se pierden por su propia maldad, y no
porque Dios les tenga odio; ni pueden quejarse de que Dios no les haya
ayudado a que se salven, como lo ha hecho con otros. Pues cuando a los
impíos y los malvados les viene como castigo de sus pecados que sus
familias sean por mucho tiempo privadas de la gracia de Dios ¿quién podrá
vituperar a Dios por tan justo castigo?

Pero, dirá alguno, el Señor dice lo contrario, al asegurar que el castigo del pecado
del padre no pasará al hijo (Ez. 18, 20). Hay que fijarse bien de qué se trata
en esta sentencia de Ezequiel. Los israelitas siendo de continuo y por tanto
tiempo afligidos por innumerables calamidades tenían ya como proverbio el
decir que sus padres habían comido las uvas y los hijos sufrían la dentera;
dando con ello a entender, que los padres habían cometido los pecados, y
ellos injustamente eran castigados por ellos; y ello debido al riguroso enfado de
Dios más bien que a una justa severidad. A éstos el profeta les dice que no es así,
sino que son castigados por las culpas que ellos mismos han cometido, y que
no es propio de la justicia divina que el hijo inocente pague por el pecado
que su padre cometió; lo cual tampoco se afirma en el pasaje del
mandamiento que estamos explicando. Porque si la visitación de que
hablamos se cumple cuando el Señor retira de la familia de los impíos su
gracia, la luz de su verdad, y todos los demás medios de salvación, en el
sentido de que los hijos sienten sobre sí la maldición de Dios por los pecados
de sus padres, en cuanto que, abandonados por Dios en su ceguera, siguen
las huellas de sus padres; y que luego sean castigados, tanto con penas
temporales, como con la condenación eterna, no es más que el justo juicio de
Dios, en virtud no de pecados ajenos, sino de su propia maldad.
21. DIOS EXTIENDE SU MISERICORDIA SOBRE LA POSTERIDAD DE LOS
QUE LE AMAN

Por otra parte tenemos la promesa de que Dios extenderá su mise ricordia a
miles de generaciones: y se introduce en el pacto solemne que Dios hace con
su Iglesia: "seré tu Dios, y el de tu descendencia después de ti" (Gn. 17,7).
Considerando lo cual Salomón dice que los hijos de los justos después de la
muerte de sus padres serán dichosos (Prov. 20,7); no solamente a causa de su
buena educación e instrucción, que evidentemente tiene gran importancia
para ello, sino también por esta bendición que Dios prometió en su pacto, de
que su gracia residiría para siempre en las familias de los piadosos.

Esto sirve de admirable consuelo a los fieles y de gran terror a los


malvados. Porque si, aun después de la muerte, tienen tanta importancia a los
ojos de Dios la justicia, y la iniquidad, que su bendición o maldición
correspondiente alcanza a la posteridad, con mayor razón será bendecido el
que haya vivido bien, y será maldecido el que haya vivido mal.

A esto no se opone el que algunas veces los descendientes de los malvados


se conviertan y cumplan su deber; y viceversa, que entre la raza de los fieles
haya quien degenere y se dé a un mal vivir; porque el Legislador celestial no
ha querido aquí establecer una regla perpetua que pudiera derogar su
elección. De hecho, basta para consuelo del justo y terror del pecador que
esta ordenación y decreto no sean vanos e ineficaces aunque a veces no
tengan lugar. Porque, así como las penas temporales con que son castigados
algunos pecadores son testimonio de la ira de Dios contra el pecado, y del
juicio venidero contra los pecadores, aunque muchos de ellos vivan sin
recibir el castigo hasta el día de su muerte, de la misma manera, el Señor al
dar un ejemplo de la bendición mediante la cual prolonga su gracia y favor en
los hijos de los fieles a causa de los padres, da con ellos testimonio de que
su misericordia permanece firme para siempre con todos aquellos que guardan
sus mandamientos. Y, al contrario, cuando persigue una vez la maldad del
padre en el hijo, muestra qué castigo está preparado para los réprobos por los
propios pecados que cometieron. Y esto es lo que principalmente tuvo en
vista en este lugar. Y asimismo quiso, como de paso, ensalzarnos la grandeza de
su misericordia al extenderla a mil generaciones, mientras que no señaló más
que cuatro para su venganza.

22. EL TERCER MANDAMIENTO: EL NOMBRE DE DIOS NO DEBE SER


PROFANADO, SINO HONRADO
No tomarás el nombre de Jehová, tu Dios, en vano, porque Jehová no tendrá
por inocente al que toma su nombre en vano.

El fin de este mandamiento es que el Señor quiere que la majestad de su


nombre sea para nosotros sagrada y la tengamos en gran veneración. Por tanto,
el resumen será, que no ha de ser profanada por menosprecio o, por f alta de
reverencia; correspondiendo a esta prohibición el mandamiento afirmativo de
que hemos de poner suma atención y cuidado en honrarla con toda la
veneración posible. Nos enseña, pues, que tanto de corazón como oralmente
cuidemos de no pensar ni hablar de Dios y de sus misterios sino con gran
reverencia y sobriedad; y que al considerar sus obras no concibamos nada que
no sea para honra y gloria suya.

Por tanto, hay que considerar con diligencia estos tres puntos: pri mero, que
todo cuanto conciba nuestro entendimiento, y cuanto expresen nuestros labios
reflejen su excelencia, responda a la grandeza sacrosanta de su nombre, y
vaya dirigido a ensalzar su magnificencia. En segundo lugar, que no
abusemos temerariamente de su santa Palabra, ni de sus misterios dignos
de adoración, para provecho de nuestra avaricia, ambición o locura; sino que
conforme a la dignidad de su nombre impresa en su Palabra y en sus
misterios, los tengamos siempre en el aprecio y reputación debidos. El
tercero y último es que no hablemos mal ni murmuremos de sus obras, como lo
suelen hacer ignominiosamente algunos miserables; sino que ensalcemos todo
cuanto Él ha hecho, como efecto de su suprema sabiduría, justicia y bondad.
En esto consiste santificar el nombre de Dios. Y cuando se procede de otra
manera se le profana, porque se le saca de su uso legítimo, al cual únicamente
está dedicado. Y aunque no se siguiese ningún otro mal, por lo menos se le
despoja de su dignidad, y así poco a poco viene a ser menospreciado.

Y si tan grave es usar en vano el nombre de Dios por temeridad, mucho mayor
pecado será servirse de él para actos nefandos, como la nigromancia,
supersticiones, hechizos, exorcismos ilícitos y otras clases abominables de
encantamientos.

Pero este mandamiento se refiere principalmente al juramento, en el cual el


abuso perverso del nombre de Dios es particularmente detestable; y es para
apartarnos más eficazmente de profanarlo. Y que aquí Dios tiene más en
vista el honor y el servicio que le debemos y la reverencia que su nombre se
merece, y no la justicia que debemos ejercitar los unos con los otros, se ve
claro, porque luego en la segunda Tabla condena los perjurios y los falsos
testimonios con que los hombres se engañan y perjudican los unos a los
otros. Ahora bien, sería una repetición superflua, si este mandamiento tratase
de las obligaciones y deberes de la caridad. Y esto mismo lo exige la
distinción; porque no en vano Dios divide su Ley en dos Tablas, según hemos
dicho. De donde se sigue que en este lugar mantiene su derecho, y defiende la
santidad de su nombre; y no enseña las obligaciones y deberes que los
hombres tienen los unos respecto a los otros.
23. DEFINICIÓN Y USOS DEL JURAMENTO

Ante todo es necesario saber lo que es el juramento. Juramento es una


atestación de Dios (poner a Dios como testigo) para confirmar la verdad de
lo que decimos; porque las blasfemias públicas que se hacen por desprecio a
Dios, no merecen ser llamadas juramento.

Que tales atestaciones, cuando se hacen como se deben, sean una


especie de culto y gloria que se da a Dios se demuestra en muchos lugares de
la Escritura. Así cuando Isaías profetiza que los asirios y los egipcios serían
llamados a formar parte, con los israelitas, de la Iglesia de Dios: "Hablarán",
dice, "la lengua de Canaán, y jurarán en el nombre del Señor" (Is. 19, 18);
es decir, que al jurar en el nombre del Señor testificarán que lo tienen por
Dios. Y hablando de la propagación del reino de Dios: "El que se bendijere
en la tierra, en el Dios de verdad se bendecirá; y el que jurare en la tierra,
por el Dios de verdad jurará" (Is. 65,16). Y Jeremías: "Y si cuidadosamente
aprendieren...para jurar en mi nombre, diciendo: Vive Jehová, así como
enseñaron a mi pueblo a jurar por Baal, ellos serán prosperados en medio
de mi pueblo" (Jer. 12,16).

Y con toda razón se dice que siempre que ponemos como testimonio el
nombre del Señor, testificamos nuestra religión para con Él, pues de esta
manera confesamos que es la verdad eterna e inmutable, ya que no sólo lo
invocamos como testigo de la verdad, por encima de cualquier otro, sino
además como único mantenedor de la misma, capaz de sacar a luz las cosas
secretas, e igualmente como a quien conoce los secretos del corazón. Porque
cuando no tenemos testimonios humanos, tomamos a Dios por testigo; y
principalmente cuando lo que hemos de atestiguar pertenece a la conciencia.

Y por eso Dios se enoja sobremanera con los que juran por dioses ajenos;
y juzga tal modo de jurar como una señal de haberse apartado de Él: "Sus
hijos me dejaron y juraron por lo que no es Dios" (Jer. 5, 7). Y declara cuánta
es la malicia de semejante acto por la gravedad del castigo: "(Exterminaré)
a los que se postran jurando por Jehová y jurando por Milcom" (Sof. 1, 5).
24. DIOS ES OFENDIDO: CUANDO SE COMETE PERJURIO EN SU
NOMBRE

Después de haber comprendido que el Señor quiere ser glorificado con


nuestros juramentos, debemos evitar el afrentarle, menospreciarle o tenerle en
poco, en lugar de honrarle con ellos. Es una afrenta muy grande cometer
perjurio en su nombre; la Ley lo llama profanación (Lv.19, 12). Porque ¿qué
le queda al Señor si le despojamos de su verdad? Entonces deja de ser Dios.
Pues, evidentemente se le despoja cuando se le hace testigo y aprobador de la
mentira.
Por esto Josué, queriendo forzar a Acán a que confesase la verdad, le dice:
"Hijo mío, da gloria a Jehová, el Dios de Israel" (Jos. 7,19); dando evidentemente
a entender, que el Señor es sobre manera deshonrado si se perjura en su
nombre. Y no es de extrañar, pues al obrar así lo difamamos de mentiroso.
De hecho, por una manera semejante de conjurar que emplean los fariseos
en el evangelio de san Juan, se ve que tal manera de hablar era muy
corriente entre los judíos, cuando querían oír a alguno con juramento (Jn. 9,
24).

Igualmente las fórmulas que usa la Escritura nos enseñan el temor que hemos de
tener a jurar mal. Por ejemplo: "Vive Jehová" (1 Sm. 14,39); que el Señor
me haga tal cosa y me añada tal otra (2 Sm. 3,9; 2 Re. 6,31); "invoco a
Dios por testigo sobre mi alma" (2 Cor. 1, 23). Todas ellas muestran que no
podemos tomar a Dios por testigo de nuestras palabras, sin que al mismo
tiempo le pidamos que castigue nuestro perjurio, si juramos falsamente.

25. CUANDO SE JURA SIN NECESIDAD

Cuando usamos el nombre de Dios en nuestros juramentos verdaderos pero


superfluos, su santo nombre, aunque no del todo, queda, sin embargo,
profanado y menospreciado; pues también de esta manera se le toma en
vano. Por lo cual, no basta que nos abstengamos de perjurar, sino que es
conveniente también que tengamos presente que el juramento ha sido
permitido y ordenado, no para capricho y pasatiempo de los hombres, sino
para caso de necesidad. De donde se sigue que los que lo usan en cosas sin
importancia van contra el uso legítimo del juramento. Y no se puede pretextar
más necesidad que el servicio de la religión o de la caridad.

Contra esto se peca hoy en día excesivamente; siendo tanto más intolerable,
cuanto que en virtud de la costumbre ha llegado a no ser tenido por pecado;
aunque, sin duda, no es de poco valor ante el juicio de Dios. Porque a cada
paso, indiferentemente abusan los hombres del nombre de Dios en sus
conversaciones vanas y necias, y ni piensan que hacen mal; porque con la
excesiva licencia que se toman, y al no verse castigados, han entrado como en
posesión de tal práctica. Sin embargo, el mandamiento de Dios permanece
firme; la amenaza que añade permanece inviolable, y ha de surtir su efecto en
lo porvenir; pues en ella se anuncia una venganza particular de cuantos
hayan tomado el nombre de Dios en vano.

Se peca también, de otra parte, cuando en los juramentos usamos, en lugar


del nombre de Dios, el de los santos; lo cual es una evidente impiedad,
porque al obrar así les damos la gloria que a solo Dios es debida. Pues no
sin causa Dios expresamente manda jurar en su nombre (Dt. 6, 13), prohibiendo
especialmente que lo hagamos por dioses ajenos (Dt. 10, 20; Éx. 23,13). Y lo
mismo afirma claramente el Apóstol diciendo que los hombres juran por el que
es superior a ellos, pero que Dios jura por sí mismo, porque no hay nadie
que esté por encima de Él (Heb. 6,13 .16).
26. EL ERROR DE LOS ANABAPTISTAS. EXPLICACIÓN DE MT.5, 34-37

Los anabaptistas, no satisfechos con esta moderación, condenan, sin


excepción alguna, toda clase de juramentos, porque la prohibición que hace
Cristo es general, al decir: "Yo os digo: no juréis en ninguna manera...; Sea
vuestro hablar: sí, sí, no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede"
(Mt. 5, 34. 37; Sant. 5,12). Mas ellos desconsideradamente injurian a Cristo con
esto, haciéndolo contrario a su Padre; como si hubiese venido Cristo al
mundo para abolir sus mandamientos. Porque el Dios eterno, no solamente
permite en su Ley el juramento como cosa lícita – lo cual sería suficiente –, sino
que incluso manda, que cuando sea necesario, juremos (Éx. 22,11). Ahora
bien, Cristo testifica que Él y el Padre son uno (Jn. 10, 30); que Él no trae
nada más que lo que el Padre le ha mandado (Jn. 10, 18), que su doctrina no es
de sí mismo (Jn. 7, 16) etc. ¿Qué dirán a esto? ¿Van a hacer a Dios
contrario a sí mismo, de modo que lo que una vez ha aprobado y mandado
que se guarde, luego lo desapruebe y condene?

Mas, como las palabras de Cristo ofrecen alguna dificultad, considerémosles


más de cerca; pues jamás conseguimos entenderlas, si no comprendemos la
intención de Cristo, e ignoramos lo que con ellas pretende. Ahora bien, su intento
en este pasaje no es ampliar o restringir la Ley, sino reducirla a su sentido
verdadero y propio; pues con las interpretaciones falsas de los escribas y
los fariseos había sido corrompido. Si admitimos esto, no creeremos que
Jesucristo quiso condenar absolutamente toda suerte de juramentos, sino
solamente aquellos que van contra la Ley de Dios. Por sus palabras se ve que
el pueblo no se abstenía de los perjurios; siendo así que la Ley, no
solamente prohibía esto, sino también los juramentos innecesarios. Por eso
el Señor, fidelísimo intérprete de la Ley, amonesta que no solamente hace mal el
que perjura, sino también el que jura (Mt. 5, 34). ¿De qué modo? Jurando en
vano. Pero los juramentos que la Ley aprueba, El no los condena, sino que
los deja en vigor.

Sin embargo, les parece que tienen ellos razón, haciendo hincapié en
aquella expresión: "en ninguna manera". Mas ésta hay que referirla, no a la
palabra precedente: Jurar, sino a las formas de juramento que van a
continuación. Pues, precisamente uno de sus errores era creer que al jurar
por el cielo o por la tierra no tocaban para nada el nombre de Dios. Y el Señor,
queriendo corregir el punto principal del error, les priva luego de todo
subterfugio, creyendo que por haber jurado por el cielo y por la tierra
dejaban intacto el nombre de Dios. Pues es menester notar aquí de paso,
que, aunque no se nombre expresamente a Dios, sin embargo los hombres
no dejan de jurar por Él indirectamente; como cuando juran por el sol que les
alumbra, por el pan que comen, por el bautismo que han recibido, o por otros
beneficios de Dios, que son para nosotros como prendas de su bondad. Y
ciertamente que Jesucristo en este lugar, al prohibir que se jure por el cielo, por la
tierra y por Jerusalén, no corrige la superstición, como algunos falsamente
afirman, sino más bien refuta la vana y sofística excusa de los que no daban
importancia a tener de continuo en su boca juramentos indirectos y disfrazados,
como si por no nombrarlo no injuriasen el sacrosanto nombre de Dios, siendo
así que está impreso en cada uno de sus beneficios.

Otro modo es cuando se jura por algún hombre mortal, o ya difunto, o por un
ángel, o como los paganos, que por adulación acostumbraban a jurar por la vida o
la buena fortuna del rey, porque entonces, al divinizar a los hombres y darles la
misma honra que se debe a Dios, han oscurecido y menoscabado la gloria del
único verdadero Dios.

Cuando la intención es simplemente confirmar lo que se dice con el sagrado


nombre de Dios, aunque indirectamente, se ofende a su majestad con todos estos
juramentos. Jesucristo, al prohibir que se jure en absoluto, quita a los hombres la
vana excusa con que pretenden justificarse.

Santiago, al pronunciar estas mismas palabras de su Maestro, pretende lo mismo:


porque en todo tiempo ha sido muy corriente la licencia de abusar del nombre de
Dios, a pesar de que es una profanación de su nombre (Sant. 5,2). Porque, si la
expresión: "en ninguna manera" se refiriese a la esencia de la cosa, de tal manera
que, sin excepción alguna, se condenasen todos los juramentos, y no fuese licito
ninguno, ¿de qué serviría la explicación que luego se añade: Ni por el cielo, ni por
la tierra, etc...? Pues se ve claramente que viene a excluir todos los subterfugios
con los cuales los judíos pensaban quedar a salvo.
27. EJEMPLOS DE CRISTO Y DEL APÓSTOL

Por lo tanto, ya no pueden abrigar duda alguna las personas de sano


entendimiento, que el Señor en este lugar no condena más juramentos que los
que la Ley había prohibido. Porque Él mismo, que fue en su vida un dechado de
la perfección que enseñaba, no omitió el jurar siempre que la necesidad lo
requería; y el mismo ejemplo siguieron sus discípulos, quienes, como sabemos, en
todo obedecieron a su maestro. ¿Quién se atreverá a decir que Pablo hubiera
jurado, si el juramento fuera cosa completamente prohibida? Ahora bien,
cuando las circunstancias lo exigen, jura sin escrúpulo alguno, e incluso algunas
veces añadiendo la imprecación.

Juramentos públicos y privados. Sin embargo, aún no está del todo resuelta la
cuestión. Algunos piensan que sólo los juramentos públicos quedan exceptuados
de esta prohibición. Tales son los juramentos que hacemos por orden del
magistrado, los que hacen los príncipes para ratificar sus acuerdos y alianzas, los
que hace el pueblo a sus gobernantes, el soldado a sus jefes, y otros semejantes.
En éstos incluyen, con razón, todos los juramentos que se leen en san Pablo para
confirmar la dignidad del Evangelio, puesto que los apóstoles no son hombres
particulares en el desempeño de su misión, sino ministros públicos de Dios.

Ciertamente, no niego que los juramentos públicos sean los más seguros, pues
encuentran mayor aprobación en numerosos testimonios de la Escritura. Manda
Dios al magistrado que obligue al testigo, cuando el asunto es dudoso, a que jure;
y el testigo está obligado a responder en fuerza de su-juramento; y el Apóstol dice
que las controversias de los hombres se resuelven con este remedio (Heb. 6,16).
Por tanto, uno y otro encuentran firme aprobación de lo que hacen en este
mandamiento. Asimismo se puede observar que los antiguos paganos tenían en
gran veneración los juramentos solemnes y públicos; pero los privados y los que
usaban vulgarmente, o no les daban valor alguno, o los tenían en muy poco, por
pensar que Dios no hacía mucho caso de ellos. Sin embargo, querer condenar los
juramentos particulares que se hacen en cosas necesarias con sobriedad, santidad
y reverencia sería cosa muy perniciosa, pues se fundan en una buena razón y en
los ejemplos de la Escritura. Porque si es lícito que las personas particulares en
asuntos graves y de importancia pongan a Dios por Juez, con mucha mayor razón
será licito invocarle como testigo. Así, si tu prójimo te acusa de deslealtad, tú pro-
curarás justificarte en virtud de la caridad; pero si él no quiere darse por
satisfecho con tus razones, entonces, si tu fama peligra a causa de su
obstinación; podrás apelar al juicio de Dios, para que Él a su tiempo demuestre tu
.
inocencia. Menos importancia tiene, si consideramos las palabras, llamarle como
testigo, que como juez. No veo, pues, por qué se debe reprobar la forma de
juramento, en la que se pone a Dios por testigo.
La Escritura nos presenta muchos ejemplos en confirmación de esto. Dicen
algunos que cuando Abraham e Isaac juraron con Abimelec, aquellos juramentos
fueron públicos (Gn. 21, 24; 26,32). Pero ciertamente Jacob y Labán obraron como
personas particulares y, sin embargo, confirmaron su alianza con un juramento
(Gn. 31,53). Persona particular era Booz, y ratificó con juramento la promesa de
matrimonio hecha a Rut (Rut 3,13). Asimismo, Abdías, varón justo y temeroso de
Dios, era un particular, y no obstante, afirma con juramento aquello de que quiere
persuadir a Elías (1 Re. 18,10).

En conclusión; me parece que la norma mejor es que seamos moderados en


nuestros juramentos, no haciéndolos temerariamente, ni a la ligera, ni por
capricho o frivolidad, sino que procedan de necesidad, es decir, cuando es para
gloria de. Dios, o para conservar la caridad hacia los hombres. Pues, para este fin
únicamente nos ha sido dado este mandamiento.

28. EL CUARTO MANDAMIENTO: LAS TRES RAZONES DE ESTE


MANDAMIENTO

Acuérdate del día del descanso para santificarlo. Seis días trabajarás y en ellos
harás tus obras. El séptimo día es el descanso del Señor tu Dios. No harás en él
obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu asno,
ni el extranjero que está dentro de tus puertas. Porque en seis días... etc.
El fin de este mandamiento es que muertos nosotros a nuestros propios afectos y a
nuestras obras, meditemos en el Reino de Dios, y como efecto de esta meditación
nos ejercitemos en los caminos que Él ha ordenado. Mas, como este
mandamiento encierra una consideración particular y distinta que los otros, exige
una disposición un tanto diversa.
Los doctores antiguos suelen llamarlo "umbrátil" – es decir, en sombras – porque
contiene las observancias externas de un día, las cuales han sido abolidas con la
venida de Cristo, como todas las demás figuras. Esto es muy verdad, pero no
tocan el asunto más que a medias. Por ello es necesario exponerlo de raíz,
considerando las tres causas que, a mi parecer, se contienen en este
mandamiento.
En primer lugar, el Legislador celeste ha querido ilustrar al pueblo de Israel, bajo el
reposo del séptimo día, el reposo espiritual con el que los fieles deben cesar en su
trabajo para dejar a Dios obrar en ellos.
La segunda causa es que Él quiso que hubiese un día determinado, en el cual se
reuniesen para oír la Ley y usar sus ceremonias; o por lo menos, lo dedicasen
especialmente a meditar en sus obras, para con ese recuerdo ejercitarse en la
piedad y en lo que atañe a la gloria de Dios.
En tercer lugar, quiso dar un día de descanso a los siervos y a todos aquellos que
viven sometidos a otros, para que tuviesen algún reposo en sus trabajos.
29. LOS FIELES DEBEN DESCANSAR DE SUS PROPIOS OBRAS, A FIN DE
DEJAR QUE DIOS OBRE EN ELLOS

Sin embargo, en muchos lugares de la Escritura se nos muestra que esta figura
del reposo espiritual es la principal de este mandamiento. Porque el Señor casi
nunca exigió tan severamente la guarda de otros mandamientos, como lo hizo con
éste. Cuando quiere decir en los profetas que toda la religión está destruida, se
queja de que sus sábados son profanados, violados, no observados, ni
santificados; como si al no ofrecerle este servicio, no guardase ya nada con que
poder hacerlo (Nm. 15,32-36; Ez.20, 12-13; 22,8; 23,38; Jer.17, 21-23.27).
Por otra parte ensalza grandemente la observancia del sábado. Por esta causa los
fieles estimaban como el mayor de todos los beneficios, que Dios les hubiera
revelado la guarda del sábado (Is. 56, 2). Porque así hablan los levitas en
Nehemías: "Y les ordenaste (a nuestros padres) el día del reposo santo para ti, y
por mano de Moisés tu siervo les prescribiste mandamientos, estatutos y la ley"
(Neh. 9, 14). Vemos, pues, que lo tenían en singular estima por encima de los
otros mandamientos de la Ley; todo lo cual viene a propósito para mostrar la
dignidad y excelencia de este misterio, que tan admirablemente expone Moisés y
Ezequiel. Por-que leemos en el Éxodo: "En verdad vosotros guardaréis mis días
de reposo; porque es señal entre mi y vosotros por vuestras generaciones, para
que sepáis que yo soy Jehová que os santifico"; "Guardarán, pues, el día de
reposo los hijos de Israel, celebrándolo por sus generaciones por pacto perpetuo.
Señal es para siempre entre mí y los hijos de Israel" (Ex. 31,13. 16). Y aún más
ampliamente lo dice Ezequiel; aunque el resumen de sus palabras es que el
sábado era una señal para que Israel conociese que Dios era su santificador (Ez.
20,12).
Si nuestra santificación consiste en mortificar nuestra propia voluntad, bien se ve
la perfecta proporción que hay entre la señal externa y la realidad interior.
Debemos dejar absolutamente de obrar para que obre Dios en nosotros; debemos
dejar de hacer nuestra voluntad, dejar a un lado nuestro corazón, renunciar a los
deseos de la carne y no hacer caso de ellos. En resumen, debemos dejar cuanto
procede de nuestro entendimiento, para que obrando Dios en nosotros,
reposemos en Él; como también nos lo enseña el Apóstol (Heb. 3,13; 4, 4-11).
30. EL SÉPTIMO DÍA FIGURA LA PERFECCIÓN FINAL, A LA CUAL
DEBEMOS ASPIRAR

Esto es lo que representaba para los judíos la observancia del descanso del
sábado. Y a fin de que se celebrara con mayor religiosidad, el Señor la confirmó
con su ejemplo. Porque no es de poco valor para excitar su deseo saber que en lo
que el hombre hace imita y sigue a su Creador.
Si alguno busca un significado misterioso y secreto en el número "siete", es
verosímil que, significando este número en la Escritura perfección, no sin causa
haya sido escogido en este lugar para denotar perpetuidad. Con lo cual está de
acuerdo lo que dice Moisés, quien, después de narrar que el Señor descansó en el
séptimo día de todas sus obras, deja ya de contar la sucesión de los días y las
noches (Gn.2, 3).
También se puede aducir respecto al número siete otra conjetura probable, y es
que el Señor ha querido con este nombre significar que el sábado de los fieles no
se cumplirá nunca perfectamente hasta el último día. Porque nosotros
comenzamos aquí nuestro bienaventurado reposo y cada día avanzamos en él;
pero como tenemos que sostener una batalla perpetua contra nuestra carne, este
reposo no será perfecto mientras no se cumpla lo que dice Isaías de la continuidad
de la festividad de un novilunio con otro, y de un sábado con el siguiente, lo cual
tendrá lugar cuando Dios sea todo en todos (Is. 66,23; 1 Cor.15, 28).
Podrá, pues, parecer que con el séptimo día el Señor quiso figurar a su pueblo la
perfección del sábado que tendrá lugar el último día, para que con la constante
meditación de este sábado, aspirase siempre a esta perfección.
31. TAMBIÉN NOS ENSEÑA EL REPOSO ESPIRITUAL
Si estas consideraciones sobre el número siete le pareciese a alguno demasiado
sutil y, en consecuencia, no las quiere admitir, no me opondré a que se quede con
otra más sencilla; y es, que el Señor ha establecido un día determinado en el cual
el pueblo se ejercitase, bajo la dirección de la Ley, en meditar en el reposo
espiritual que no tendrá fin; y que asignó el séptimo día, bien pensando que
bastaba, o bien para mejor iniciar al pueblo en la guarda de esta ceremonia,
poniendo ante los ojos del mismo su propio ejemplo, o más bien para mostrarle
que el sábado no pretendía más que hacerlo semejante a su Creador. Poco
importa las diferencias, con tal que permanezca el sentido del misterio que
principalmente se describe aquí, del perpetuo descanso de nuestras obras.
Los profetas muchas veces traían a la memoria de los judíos esta contemplación,
para que no pensasen haber cumplido con su deber por abstenerse exteriormente
de cosas manuales. Además de los lugares que hemos alegado hay otro en
Isaías, que dice: "Si retrajeres del día de reposo tu pie, de hacer tu voluntad en mi
día santo, y llamares delicia, santo y glorioso de Jehová; y lo venerares, no
andando en tus propios caminos, ni buscando tu voluntad, ni hablando tus
palabras, entonces te deleitarás en Jehová" (Is. 58, 13).
Cristo es el verdadero cumplimiento del sábado. No hay duda de que con la
venida de nuestro Señor Jesucristo ha quedado abolido lo que en este
mandamiento era ceremonial. Porque Él es la verdad, ante cuya presencia todas
las figuras se desvanecen; Él es el cuerpo, con cuya contemplación desaparecen
las sombras; Él es el verdadero cumplimiento del sábado. Por el bautismo somos
sepultados juntamente con Él, somos injertados en su muerte, para que siendo
partícipes de su resurrección andemos en vida nueva (Rom. 8, 4). Por esta causa
el Apóstol dice en otro lugar que el sábado fue una sombra de lo que había de
venir, y que el cuerpo es de Cristo (Col. 2,16-17); quiere decir, la sólida sustancia
de la verdad, que él muy bien expuso en este lugar. Ahora bien, esto no se
extiende a un solo día, sino que requiere todo el curso de nuestra vida, hasta que
enteramente muertos a nosotros mismos, seamos llenos de la vida de Dios. De
esto se sigue, pues, que los cristianos deben estar muy lejos de la supersticiosa
observancia de los días.
32. LAS ASAMBLEAS ECLESIÁSTICAS Y EL DESCANSO DE LOS
TRABAJADORES

Sin embargo, como las dos últimas causas no se deben contar en el número de
las sombras antiguas, sino que convienen igualmente a todos los tiempos y
edades, aunque el sábado ha sido abrogado, no obstante no deja de tener su
valor entre nosotros el que tengamos ciertos días señalados en los cuales nos
reunamos para oír la Palabra de Dios; para administrar los sacramentos y para las
oraciones públicas; y asimismo para que los criados y trabajadores gocen de
algún descanso en su trabajo. No hay duda de que el Señor tuvo en cuenta estas
dos causas cuando instituyó el sábado.
En cuanto a la primera, la misma costumbre de los judíos lo prueba
suficientemente. La segunda, el mismo Moisés la advirtió en el Deuteronomio, al
decir: "Para que descanse tu siervo y tu sierva como tú, acuérdate que fuiste
siervo en tierra de Egipto (Dt. 5,14-15). Y en el Éxodo: "Para que descanse tu
buey, y tu asno, y tome refrigerio el hijo de tu siervo" (Ex. 23,12). ¿Quién negará
que ambas cosas tengan que ver con nosotros lo mismo que con los judíos?
Las asambleas eclesiásticas son mandadas por la Palabra de Dios; y la misma
experiencia prueba cuán necesarias son. Si no hubiese días señalados, ¿cuándo
podríamos servirnos? Todas las cosas se deben hacer entre nosotros
"decentemente y con orden", como manda el Apóstol (1 Cor. 14,40). Tan difícil es
que se pueda guardar la conveniencia y el orden sin esta seguridad de unos días
determinados, que si no existiesen, pronto veríamos grandes perturbaciones y
confusiones en la Iglesia. Y si nosotros tenemos la misma necesidad que tenían
los judíos, para cuyo remedio quiso el Señor instituir el sábado, nadie diga que la
Ley del descanso sabático no tiene nada que ver con nosotros; pues quiso nuestro
próvido y misericordioso Padre tener en cuenta y proveer a nuestra necesidad no
menos que a la de los judíos.
¿Por qué no nos reunimos todos los días, dirá alguno, para suprimir así esta
diferencia de días? Quisiera Dios que así fuese; ciertamente que la divina y
espiritual Sabiduría se merece muy bien que cada día se le dedique un rato. Más
si no se puede conseguir de la debilidad de muchos que se reúnan cada día y la
ley de la caridad no permite que se le exija más, ¿por qué no vamos a seguir
nosotros la razón que el Señor nos ha mostrado?
33. NOSOTROS OBSERVAMOS EL DOMINGO SIN JUDAÍSMO Y SIN
SUPERSTICIÓN

Es necesario que trate este punto un poco más por extenso, pues ciertos espíritus
inquietos se alborotan a causa del día del domingo. Se quejan de que el pueblo
cristiano permanece aún dentro del judaísmo, porque retiene aún la observancia
de unos días determinados.
A eso respondo que guardamos el domingo sin caer en el judaísmo, ya que hay
una grandísima diferencia entre nosotros y los judíos tocante a esto. Porque no lo
celebramos con un criterio religioso estrecho, como una ceremonia en la que se
figura un misterio espiritual, sino que lo admitimos como un remedio necesario
para conservar el orden en la Iglesia.
Pero san Pablo, dicen, enseña que los cristianos no deben ser juzgados por la
observancia de los días, puesto que esto es una sombra de las cosas que han de
venir (Col. 2, 16), y precisamente teme haber trabajado en vano entre los gálatas,
porque seguían observando aún los días (Gál. 4,10-11). Y escribiendo a los
romanos dice que es una superstición hacer diferencia entre día y día (Rom. 14,
5).
Pero ¿quién, fuera de esta gente no ve de qué observancia habla el Apóstol?
Pues ellos no tenían en vista este fin público y de orden en la Iglesia, sino que
manteniendo las fiestas como sombras de cosas espirituales, empañaban la gloria
de Cristo y la luz de su Evangelio; no se abstenían de las obras manuales porque
les impidieran entregarse a la meditación de la Palabra de Dios, sino por una
insensata devoción, pues se imaginaban que con el descanso hacían un gran
servicio a Dios. Así pues, contra esta perversa distinción de días habla el Apóstol,
y no contra el orden legítimo que mantiene la paz en el pueblo cristiano. Porque en
las iglesias que él fundó se guardaba el sábado con este fin; y a los corintios les
señala ese día para poder recoger la ofrenda en ayuda de los hermanos de
Jerusalén (1 Cor. 16, 2).
Si tememos la superstición, mucho mayor peligro había ciertamente en las fiestas
de los judíos, que en la celebración del domingo por parte de los cristianos.
Porque como era conveniente para suprimir la superstición, se ha abandonado el
día que guardaban los judíos; y como era necesario para mantener cierto orden y
paz en la Iglesia, se ha establecido otro día en su lugar.
34. AUNQUE LOS ANTIGUOS NO HAN ESCOGIDO EL DÍA DEL DOMINGO
PARA PONERLO EN LUGAR DEL SÁBADO SIN RAZÓN ALGUNA

Porque como el fin y cumplimiento de aquel verdadero reposo que el antiguo


sábado figuraba se cumplió en la resurrección del Señor, los cristianos son
amonestados por ese mismo día, en que se puso fin a las sombras, a que no se
paren en una ceremonia que no era más que una sombra.
Ni tampoco tengo yo tanto interés en insistir en el número siete, que quiera de
alguna manera forzar a la Iglesia por ello; y no condenaré a las iglesias que tienen
señalados otros días pala reunirse siempre que no tenga parte en ello la
superstición, como no la tiene cuando se hace por razón de disciplina y de buen
orden.
Resumamos así: Como a los judíos se les enseñaba la verdad en figuras, así a
nosotros se nos expone sin velos; y ello, en primer lugar, para que toda nuestra
vida meditemos en un sabatismo perpetuo, o descanso de nuestra obras, durante
el cual el Señor pueda obrar en nosotros mediante su Espíritu.
En segundo lugar, que cada uno de nosotros se aplique en su espíritu, en cuanto
le sea posible, a considerar con diligencia las obras de Dios para glorificarlo en
ellas; y asimismo, que cada uno guarde el orden legítimo de la Iglesia, señalado
para oír la Palabra de Dios, para la administración de los sacramentos, y para la
oración pública.
Lo tercero, que no oprimamos inhumanamente a aquellos sobre los cuales
tenemos dominio.
De esta manera se disipan las mentiras de los falsos doctores, que en el pasado
han enseñado al pueblo esta opinión judía, sin establecer más diferencia entre el
sábado y el domingo que la de que lo ceremonial de este mandamiento queda
abrogado, pero que permanece en su aspecto moral; a saber, que hay que
guardar un día a la semana. Ahora bien, esto no sería sino cambiar el día por
despecho a los judíos, reteniendo, sin embargo, en el corazón la misma
superstición de que hay en los días un significado secreto y misterioso, como lo
había en el Antiguo Testamento. Bien vemos el provecho que han obtenido de su
doctrina; pues los que la siguen dejan muy atrás a los judíos respecto a la crasa
superstición del sábado; de suerte que las reprensiones que leemos en Isaías no
les corresponden menos ahora de lo que correspondían a aquellos a los cuales se
dirigía el profeta (Is. 1, 13-15; 58,13).
Por lo demás, debemos ante todo profesar la doctrina general, para que no
decaiga y se enfríe la religión entre nosotros; a saber, que debemos ser diligentes
en frecuentar los templos y los lugares de reunión de los fieles, y nos apliquemos
en lo posible para ayudar con los medios externos a mantener y hacer que
progrese el culto y servicio de Dios.
35. EL QUINTO MANDAMIENTO: DEBEMOS HONOR, OBEDIENCIA Y
AMOR, A TODOS NUESTROS SUPERIORES, SEAN DIGNOS O
INDIGNOS

Honra a tu padre y a tu madre para que tus días se alarguen en la tierra que
Jehová tu Dios te da.
El fin de este mandamiento es que, como el Señor Dios quiere que sea guardado
el orden que Él ha instituido, debemos guardar inviolablemente los grados de
preeminencia, como Él los ha establecido. La suma, pues, de todo ello será que,
aquellos a quienes el Señor nos ha dado por superiores, les tengamos gran
respeto, los honremos, les obedezcamos, y reconozcamos el bien que de ellos
hemos recibido. De aquí se sigue la prohibición de que no rebajemos su dignidad
ni por menosprecio, ni por contumacia o por ingratitud, pues todo esto quiere decir
el vocablo honrar en la Escritura; por ejemplo, cuando dice el Apóstol: "Los
ancianos que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doble honor" (1 Tim.
5,17), no solamente entiende que se les debe reverencia, sino también la
remuneración que merece su ministerio.
Mas como este mandamiento, en el cual se nos manda someternos a nuestros
superiores, es muy contrario a la perversión de nuestra naturaleza – pues
naturalmente estamos henchidos de orgullo y de ambición y con gran dificultad
aceptamos someternos a nadie –, por esta causa nos es propuesta como ejemplo
la superioridad menos odiosa y la más amable de todas, para doblegar y ablandar
nuestros corazones, a fin de que se acostumbre a obedecer. Y así el Señor, poco
a poco, mediante la sujeción más dulce y fácil de tolerar, nos acostumbra a toda
legítima sumisión, ya que la razón es la misma en todos los casos. Porque cuando
Él constituye en autoridad a alguno le comunica su nombre en la medida requerida
para mantenerla y conservarla. Los títulos de Padre, Dios y Señor, de tal manera
le competen a Él sólo, que cuando oímos cualquiera de ellos, nuestro corazón se
siente conmovido por el sentimiento de su majestad. Ahora bien, aquellos a
quienes Él ha hecho partícipes de estos títulos les dan como un destello de su
misma claridad, para ennoblecer a cada uno conforme a su grado. Por esto hemos
de pensar que hay una cierta especie de divinidad en aquél a quien llamamos
padre, pues no sin motivo lleva un título que compete a Dios. De modo semejante,
el que es príncipe o señor participa en cierta medida de Dios.
36. POR LO CUAL NADIE DEBE DUDAR QUE EL SEÑOR ESTABLECE
AQUÍ UNA REGLA UNIVERSAL

Y es, que al reconocer a alguien como superior nuestro por ordenación de Dios, le
profesemos reverencia y obediencia, y le hagamos cuantos servicios nos sea
posible. Y no hemos de considerar si aquellos a quienes hacemos este honor son
dignos o no. Porque, sean como fueren, solamente por providencia y voluntad de
Dios tienen aquella autoridad, por la cual el mismo Legislador quiere que sean
honrados.
Nuestros padres. Sin embargo, expresamente nos manda que honremos a
nuestros padres, quienes nos engendraron y son la razón de que tengamos el ser
que poseemos, lo cual la misma naturaleza nos lo debe enseñar. Porque son
monstruos, y no hombres, los que por menosprecio, rebeldía o contumacia
quebrantan la autoridad de sus propios padres. Por esto manda el Señor que
todos aquellos que son desobedientes a su padre o a su madre mueran por ello,
pues son hombres indignos de gozar de esta vida, ya que no reconocen a aquellos
por cuyo medio vinieron al mundo.
Por muchos lugares de la Ley se ve que lo que hemos dicho es verdad; a saber,
que la honra de que se habla en este mandamiento contiene tres partes:
reverencia, obediencia y gratitud.
Manda el Señor la primera, cuando prescribe que el que maldijere a su padre o a
su madre muera por ello; porque con ello castiga toda suerte de menosprecio y
afrenta (Éx. 21, 17; Lv. 20, 9; Prov. 20,20).
La segunda, al ordenar que los hijos desobedientes y rebeldes sea castigada con
la muerte (Dt. 21, 18).
A la tercera se refiere lo que Cristo dice en el capítulo quince de san Mateo, que
es mandamiento de Dios que hagamos bien a nuestros padres (Mt. 15,4-6). Y
siempre que san Pablo hace mención de este mandamiento nos exhorta a ser
obedientes a nuestros padres; lo cual pertenece a la segunda parte (Ef. 6, 1; Col.
3, 20).
37. PROMESA DE BENDICIÓN

Sigue luego la promesa para encarecerlo más, a fin de advertirnos cuánto agrada
a Dios la sumisión que aquí se nos manda. Porque Pablo nos incita con este
estímulo para arrojar de nosotros la pereza, cuando dice que "es el primer
mandamiento con promesa" (Ef. 6,2); porque la promesa de la primera Tabla no es
especial ni pertenece a un solo mandamiento, sino que se extiende a toda la Ley
en general.
En cuanto a la promesa de que tratamos al presente, se ha de entender de esta
manera: que el Señor hablaba estrictamente con los israelitas acerca de la tierra
que les había prometido como herencia. Si, pues, la posesión de esta tierra era
una prenda de la bondad y liberalidad de Dios, no nos maravillemos si el Señor ha
querido testimoniar su favor prometiéndoles larga vida, con la cual pudiesen gozar
más largamente del beneficio y la merced que se les hacía. Lo que quiere, pues,
decir es: Honra a tu padre y a tu madre, para que vivas mucho tiempo y puedas
gozar largamente de la tierra, que ha de servirte como testimonio de mi favor.
Por lo demás, como toda la tierra es bendita para los fieles, con toda justicia
ponemos en el número de las bendiciones de Dios la vida presente. Por ello, esta
promesa también nos toca a nosotros, en cuanto el vivir larga vida nos es un
testimonio de la buena voluntad que Dios nos tiene, porque la larga vida, ni se nos
promete a nosotros, ni les fue prometida a los judíos, como si contuviese en sí
misma la bienaventuranza; sino porque suele ser para los piadosos una señal de
la benevolencia de Dios.
Y si sucede que un hijo obediente a sus padres, muere en su juventud — lo cual
no raras veces ocurre — no por eso deja el Señor de permanecer firme a su
promesa; más aún, al cumplirla procede como el que habiendo prometido a otro
una parcela de terreno, en vez de una le da ciento. Todo consiste en que
consideremos que la larga vida nos es prometida en cuanto es una bendición de
Dios, y que es bendición de Dios en cuanto testimonio de la benevolencia que el
Señor nos tiene, la cual Él en realidad de verdad la manifiesta abundante y
ampliamente cuando saca a sus siervos de esta vida efímera.
38. POR OTRA PARTE, CUANDO EL SEÑOR PROMETE LA BENDICIÓN DE
ESTA VIDA PRESENTE A LOS QUE HONRAREN COMO DEBEN A SUS
PADRES, A LA VEZ DA A ENTENDER CON ELLO QUE,
INDUDABLEMENTE, SU MALDICIÓN CAERÁ SOBRE TODOS
AQUELLOS QUE LE FUEREN DESOBEDIENTES.

Y para que su juicio se ejecute, decreta en su Ley que los tales son dignos de
muerte; y si ellos escapan del modo que fuere, de la mano de los hombres, Él no
dejará de castigarlos. De sobra vemos qué gran número de gente de esta clase
pereceen guerras, en disputas y pendencias; cómo otros se ven atormentados de
modo imprevisto; de tal manera, que casi a simple vista se ve que es Dios quien
los persigue y les hace morir ignominiosamente. Y si hay algunos que logran llegar
a edad muy avanzada, como quiera que en esta vida presente se ven privados de
la bendición de Dios, no hacen más que consumirse miserablemente, y son
preservados para sufrir tormentos mucho mayores en el futuro. Tan lejos están de
participar y gozar de la bendición prometida a los buenos hijos.
Límites de la obediencia. Para concluir esta materia, debemos advertir
brevemente, que no se nos manda obedecer a nuestros padres, sino "en el Señor"
(Ef. 6,1), y ello estará claro, si tenemos presente el fundamento que ya hemos
establecido. Porque ellos tienen autoridad sobre nosotros en cuanto Dios los ha
constituido en ella, comunicándoles una parte de la honra que le es debida. Por
tanto, la obediencia que se les debe ha de ser como un escalón, que nos lleve a
obedecer a Aquel que es el sumo Padre. Y por eso, si ellos nos incitan a
quebrantar la Ley de Dios, con toda justicia no los consideraremos entonces como
padres, sino como extraños, puesto que procuran apartarnos de la obediencia que
debemos a nuestro verdadero Padre.
Lo mismo se debe entender de los príncipes, señores y toda clase de superiores;
pues sería cosa indigna y fuera de razón que su autoridad se ejerciera para
rebajar la alteza y majestad de Dios; ya que dependiendo de la divina, debe
guiarnos y encaminarnos a ella.
39. EL SEXTO MANDAMIENTO: EL FIN DE ESTE MANDAMIENTO ES QUE
HABIENDO FORMADO DIOS AL LINAJE HUMANO COMO UNA
UNIDAD, CADA UNO DEBE PREOCUPARSE DEL BIENESTAR Y
CONSERVACIÓN DE LOS DEMÁS.

No matarás.
En resumen, este mandamiento prohíbe toda violencia, toda injuria, y cualquier
daño que se pueda inferir al prójimo en su cuerpo. Y, por tanto, se nos manda que
nos sirvamos de nuestras fuerzas en lo posible para conservar la vida del prójimo,
procurándole las cosas convenientes y saliendo al paso de las que pueden
perjudicarle; y asimismo ayudándole y socorriéndole cuando se encuentre en
algún peligro o necesidad.

Sentido espiritual de este mandamiento. Si tenemos presente que es Dios el


Legislador que así nos habla, debemos considerar que esta regla la da a nuestra
alma; porque sería cosa ridícula, que el que lee los pensamientos del corazón, y
ante todo se fija en ellos, no instruyese en la verdadera justicia más que nuestro
cuerpo. Por tanto, con esta ley se prohíbe también el homicidio de corazón, y se
nos manda profesar un afecto interno a la vida del prójimo. Es verdad que la mano
es quien lleva a cabo el homicidio, pero el corazón es el que lo concibe, cuando se
siente encendido en odio y en ira. Reflexionad si podéis enojaros con el prójimo
sin encenderos en deseos de hacerle daño. Luego si no podéis enojaros sin sentir
tal deseo, tampoco podéis aborrecerle; ya que el odio no es más que la ira
concentrada. Por más que disimuléis y procuréis excusaros con vanos pretextos y
rodeos, es cierto y está bien probado, que donde hay ira u odio, hay deseo de
hacer daño. Y por si aún persistís en excusaros, hace mucho que se dijo por boca
del Espíritu Santo: "Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida." (1 Jn.
3,15). Y también se ha dicho por boca de nuestro Señor Jesucristo: "Cualquiera
que se enoje contra su hermano será culpable de juicio; y cualquiera que diga:
Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga:
Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego" (Mt. 5, 22).
40. EL HOMBRE ES IMAGEN DE DIOS. NUESTRO PRÓJIMO ES NUESTRA
CARNE

La Escritura da dos razones sobre las que se funda este mandamiento. La primera
es que el hombre es imagen de Dios; y la otra que es carne nuestra. Por tanto, si
no queremos violar la imagen de Dios, no debemos ofender en cosa alguna a
nuestro prójimo; y si no queremos despojarnos de nuestra humanidad, debemos
cuidarlo como a nuestra propia carne.
En otro lugar trataremos de la exhortación que se puede obtener a este respecto
del beneficio de la Redención de Jesucristo. El Señor ha querido que
consideremos naturalmente estas dos cosas que hemos señalado en el hombre, y
que nos llevasen a hacerle bien: quiere que honremos su imagen, la cual Él ha
imprimido en el hombre; y que nos cuidemos de nuestra propia carne y la
amemos.
Y por ello, no es inocente del crimen de homicidio el que simplemente se abstiene
de derramar sangre. Porque cualquiera que cometiere o intentare algo de hecho, o
en su voluntad y deseo concibiere dañar en algo al bien del prójimo, ante Dios es
ya considerado homicida. Asimismo, si no procuramos según la posibilidad y
ocasión se nos ofreciere, hacerle bien, pecamos también contra esta ley con esta
falta de humanidad.
Y si el Señor se preocupa tanto de la salud del cuerpo, podemos figurarnos cuánto
nos obliga a procurar la del alma, la cual tiene sin comparación en mucha mayor
estima.
41. EL SÉPTIMO MANDAMIENTO: EL FIN DE ESTE MANDAMIENTO ES
QUE TODA INMUNDICIA E IMPUREZA DEBE ESTAR MUY LEJOS DE
NOSOTROS, PORQUE DIOS AMA LA PUREZA Y LA CASTIDAD.

No cometerás adulterio.
Y se resume, en que no nos manchemos con suciedad alguna, ni apetito de
lujuria. A lo cual corresponde el mandamiento afirmativo de que regulemos nuestra
vida de una manera casta y guardemos continencia.
De una manera más expresa prohíbe la fornicación, a la que tiende toda suerte de
lujuria, a fin de que por la impureza y deshonestidad que consigo lleva — que es
más manifiesta y palpable en ella, en cuanto que deshonra al mismo cuerpo —
nos incite a aborrecer todo género de lujuria.
Fines del matrimonio. Como el hombre ha sido creado de tal manera que no viva
solo, sino en compañía de la ayuda semejante que se le dio — tanto más, que por
el pecado se encuentra más sometido aún a esta necesidad —, el Señor ha
puesto remedio a ello, instituyendo el matrimonio y santificándolo después con su
bendición. De donde se deduce que toda otra compañía fuera del matrimonio, es
maldita en su presencia; y que la misma compañía del marido y la mujer ha sido
ordenada para remedio de nuestra necesidad, a fin de que no aflojemos las
riendas a nuestros deseos carnales y nos arrastren en pos de sí. No nos
lisonjeemos, pues, cuando oímos decir que el hombre puede juntarse con una
mujer fuera del matrimonio sin la maldición de Dios.
42. LA VOCACIÓN DE CONTINENCIA

Por tanto, como quiera que por la naturaleza de nuestra condición y por el ardor
que después de la caída de encendió en nosotros, tenemos doble necesidad de
este remedio, exceptuando aquellos a quienes Él ha hecho gracia particular,
considere bien cada uno lo que se le ha dado.
Confieso que la virginidad es una virtud que ha de tenerse en mucha estima; mas
como a unos les es negada, y a otros concedida sólo por algún tiempo, los que se
ven atormentados por la incontinencia y no pueden conseguir la victoria, deben
acogerse al remedio del matrimonio, para que de esta manera guarde la castidad
cada uno según su vocación. Porque, los que no han recibido el don de la
continencia, si no salen al encuentro de su intemperancia con el remedio que se
les ha propuesto y concedido, resisten a Dios y se enfrentan a sus disposiciones.
Y no tienen razón para contradecir, como lo hacen muchos hoy en día, diciendo
que con la ayuda de Dios lo podrán todo; porque la ayuda de Dios solamente se
da a los que caminan por la senda que Él ha trazado; es decir, según su vocación
(Sal 91,1 .14), de la cual se apartan cuantos dejando a un lado los remedios que
Dios les ofrece, con loca temeridad intentan sobreponerse a sus necesidades.
El Señor afirma que la continencia es un don particular de Dios, que no se
concede indiferentemente ni en general a cuantos son miembros de la Iglesia, sino
a muy pocos. Porque pone ante nuestra consideración una clase de hombres, que
se han castrado por el reino de los cielos; es decir, para entregarse con mayor
libertad al servicio de la gloria de Dios (Mt. 19, 12). Y para que nadie piense que
está en la mano del hombre poder obrar de esta manera, poco antes dice que no
todos son aptos para hacer esto, sino solamente aquellos a quienes les es
concedido por el cielo. De donde concluye san Pablo, que "cada uno tiene su
propio don de Dios; uno, a la verdad de un modo; y otro de otro" (1 Cor. 7, 7).
43. ¿CUÁNDO ES NECESARIO EL MATRIMONIO?

Puesto que tan claramente se nos advierte que no todos pueden guardar castidad
fuera del matrimonio por más que lo intenten, sino que es una gracia particular que
Dios concede a ciertas personas para tenerlas más prontas y dispuestas a
servirle, ¿no será posible que nos opongamos a Dios y a la naturaleza que Él
creó, si no adaptamos nuestro modo de vida según la medida de las facultades
que se nos han concedido? El Señor prohíbe la fornicación; exige, pues, pureza y
castidad. La única manera de guardarla es que cada uno considere lo que tiene.
Que nadie menosprecie temerariamente el matrimonio como cosa superflua e
inútil; que nadie desee permanecer soltero, si no puede prescindir de la mujer; que
nadie mire a su tranquilidad y comodidad carnal, sino únicamente estar preparado
y pronto para servir a Dios libre de todo lazo que se lo pudiera impedir. Y como
muchos no tienen el don de la contimencia más que por algún tiempo, el que se
abstiene de casarse, se abstenga mientras pueda prescindir de la mujer. Cuando
le faltaren las fuerzas para vencer y dominar sus apetitos carnales, comprenda por
ello que Dios le impone el matrimonio. Así lo dice el Apóstol, cuando manda que "a
causa de las fornicaciones, cada uno tenga su propia mujer, y cada una tenga su
propio marido"; y: "si no tienen donde continencia, cásense" (1 Cor. 7, 2. 9).
Quiere decir con esto, en primer lugar, que la mayor parte de los hombres está
sujeta al vicio de la incontinencia; y lo segundo, que no exceptúa a ninguno de
ellos de acogerse a este único remedio que propone, para que no caigan en la
impureza. Por tanto, los incontinentes, si no quieren poner remedio de este modo
a su flaqueza, por el hecho mismo pecan, ya que no obedecen al precepto del
Apóstol.
La verdadera castidad. Y no tiene motivo de gloriarse el que no toca a una mujer,
de que realmente no fornica con ella, y por lo mismo, que no es culpable de
deshonestidad, si mientras tanto su corazón se abrasa en las llamas de la lujuria.
Porque san Pablo define la verdadera castidad como pureza del alma a la vez que
castidad del cuerpo. "La doncella", dice, "tiene cuidado de las cosas del Señor,
para ser santa así en cuerpo como en espíritu" (1 Cor. 7,34). Y por ello, cuando
añade la razón que confirma esta sentencia: que el que no se puede contener se
debe casar, no dice solamente que es mejor tomar mujer que no vivir en la
fornicación, sino que es mejor casarse que quemarse.
44. LA SANTIDAD DEL MATRIMONIO

En cuanto a los casados, si reconocen que su unión es bendecida por el Señor,


ello ha de serviles de aviso para no contaminarla con una intemperancia disoluta.
Porque si la honestidad del matrimonio cubre la deshonestidad de la incontinencia,
no por eso debe ser una incitación a ella. Por tanto piensen los casados que no
todas las cosas les son lícitas, sino cada cual condúzcase sobriamente respecto a
su mujer, e igualmente la mujer respecto a su marido, regulándose de tal manera
que no atenten en nada contra la honestidad y templanza del matrimonio. Porque
ha de ser regulado y reducido a tal modestia el matrimonio y la unión en el Señor,
que no se dé rienda suelta a toda suerte de disolución. San Ambrosio120,
reprendiendo a los que abusan del matrimonio con su intemperancia y disolución,
usa un lenguaje muy duro, pero del todo conforme a este propósito, diciendo que
fornican con sus mujeres los maridos que en las relaciones conyugales no tienen
para nada en cuentra la honestidad y la vergüenza.

120
Citado por san Agustín en Contra Juliano, lib. II, cap. vit.
La verdadera pureza. Finalmente consideremos quién es el Legislador que
condena la fornicación. Evidentemente, el que siendo Señor absoluto de nosotros,
exige en virtud de su título de Señor, integridad de alma, de espíritu y de cuerpo
en nosotros. Por tanto, al prohibir la fornicación prohíbe a la vez que no
induzcamos a otros al mal, ni con vestidos lascivos, ni con gestos obscenos e
impuros, ni con conversaciones deshonestas. Porque un filósofo, llamado
Arquéalo, dijo no sin razón a un joven muy galano y excesivamente recompuesto,
que poco importaba en qué parte del cuerpo mostrase su deshonestidad. Yo
refiero esto a Dios, el cual detesta toda impureza en cualquier parte que sea, ya
del cuerpo, bien del alma. Y para que nadie lo dude, acordémonos que Dios en
este mandamiento nos prescribe la castidad. Si nos exige que seamos castos,
condena por lo mismo, cuanto es contrario y no conviene a esa virtud.
Por lo tanto, si queremos obedecer este mandamiento es necesario que el
corazón no se abrase por dentro en malos deseos, que los ojos no miren
impúdicamente, que el cuerpo no se componga para atraer y engañar a los otros,
que la lengua no induzca con palabras inconvenientes a pensar en tales cosas, ni
que el deseo provoque la lujuria; porque todos estos vicios son a modo de
manchas que empañan la transparencia de la castidad.
45. EL OCTAVO MANDAMIENTO: EL FIN ES: QUE SE DÉ A CADA UNO LO
QUE ES SUYO, PUES DIOS ABOMINA TODA INJUSTICIA.

No hurtarás.
El resumen será, por tanto, que nos prohíbe procurar nos los bienes ajenos, y nos
manda, consecuentemente, que conservemos fielmente los bienes y la hacienda
de nuestros prójimos. Porque debemos considerar que lo que cada uno posee no
lo ha conseguido a la ventura o por casualidad, sino por la distribución del que es
supremo Señor de todas las cosas; y por eso, a ninguna persona se le pueden
quitar sus bienes con malas artes y engaños, sin que sea violada la distribución
divina.
Diferentes clases de hurtos. Ahora bien, son muchos los géneros de hurto. Una
manera de hurto se ejerce con la violencia, cuando por fuerza y desenfreno se
arrebatan los bienes ajenos. Otra, por malicia y engaño, cuando con mucha
cautela se engaña al prójimo y se le quita la posesión de sus bienes. Hay otro
modo de hacerlo con una astucia más velada y más fina, cuando so color de
derecho y justicia se priva a uno de lo que le pertenece. También se hace con
lisonjas, cuando con buenas palabras y a título de donación se consiguen los
bienes ajenos.
Pero para no perder el tiempo en hacer un catálogo de las clases que hay de
hurtos, digamos en resumen que todas las maneras y caminos que usamos para
conseguir las posesiones, la hacienda y el dinero del prójimo, cuando se apartan
de la sinceridad y de la caridad cristiana o se disfrazan con el deseo de engañar y
dañar como fuere, han de ser consideradas como hurtos. Porque, aunque los que
usan tales procedimientos ganen la causa a veces ante los jueces, sin embargo
ante el tribunal de Dios son tenidos por ladrones. Porque Él ve las artimañas con
que los hombres astutos enredan desde lejos a los sencillos, y que proceden con
una aparente inocencia hasta que los tienen cogidos en sus redes; Él ve los
insoportables impuestos y exacciones con que los poderosos oprimen a los
pobres; las lisonjas con que los más astutos ceban sus anzuelos para sorprender
a los imprudentes y menos avisados. Todo lo cual permanece oculto.
Dar a cada uno lo que le pertenece. Además, la transgresión de este precepto no
consiste solamente en que se perjudique a alguno en su dinero, en sus
posesiones o heredades, sino también en cualquier deber o derecho que
tengamos para con los demás. Porque defraudamos a nuestro prójimo en su
hacienda si le negamos los servicios y deberes que le debemos. Así, si un
procurador o un mayordomo a causa de su ociosidad y des-preocupación destruye
la hacienda de su amo y no se cuida de ella; si gasta indebidamente lo que se le
ha confiado, o superfluamente lo mal-gasta; si un criado se burla de su amo, si
descubre sus secretos, o intenta algo contra su vida o sus bienes; asimismo, si un
padre de familia trata cruelmente a los suyos, evidentemente todos éstos cometen
latrocinio ante Dios. Porque el que no pone por obra lo que según su vocación
está obligado a hacer, retiene o pervierte lo que no es suyo.
46. LA VERDADERA OBSERVANCIA DE ESTE MANDAMIENTO

Obedeceremos, pues, debidamente este mandamiento si, satisfechos con nuestro


estado y condición, no apetecemos más ganancia, que la que sea legítima y
honesta; si no ansiamos enriquecernos con daño de los demás, ni intentamos
despojar al prójimo de su hacienda, para que aumente la nuestra; si no ponemos
nuestra diligencia en amontonar riquezas con la sangre, el trabajo y sudor ajenos;
si por las buenas o por las malas, vengan de donde vinieren, no nos empeñamos
en recoger riquezas por todos los medios posibles, para calmar nuestra avaricia o
satisfacer nuestra prodigalidad. Por el contrario, tengamos siempre ante nuestros
ojos como blanco, ayudar cuanto podamos y fielmente al prójimo, ya sea con
nuestro consejo, o de obra, o ayudándole a conservar lo que tiene. Y si tenemos
que tratar con gente mentirosa, falsa y engañadora, estemos preparados más bien
a ceder de nuestro derecho, que a disputar con ellos con sus mismas mañas. Y no
sólo esto; sino, cuando viéremos a alguno oprimido por la necesidad o la pobreza,
socorrámosle y aliviemos su falta con nuestra abundancia. Finalmente, que cada
uno considere la obligación que tiene de cumplir lealmente sus deberes para con
los demás. De esta manera, el pueblo respetará y reverenciará a sus superiores,
se someterá a ellos de corazón, obedecerá sus leyes y disposiciones, y no se
negará a nada que pueda hacer sin ofender a Dios.
Por su parte, los superiores tengan cuidado del pueblo, conserven la paz pública,
defiendan a los buenos, castiguen a los malos, y administren las cosas de tal
manera, que puedan rendir cuentas con la conciencia tranquila a Dios, Juez
supremo.
Los ministros de la Iglesia enseñen fielmente la Palabra de Dios, no adulteren ni
corrompan la doctrina de vida, sino enséñenla al pueblo cristiano limpio y pura. Y
no solamente instruyan al pueblo con la buena doctrina, sino también con el
ejemplo de su vida. En resumen, presidan como buenos pastores sobre sus
ovejas. Por su parte, el pueblo recíbalos como embajadores y apóstoles de Dios,
tributándoles la honra que el sumo Maestro tiene a bien conferirles; y provéanles
de lo necesario para su subsistencia.
Que los padres cuiden de alimentar, dirigir y enseñar a sus hijos, pues así se lo
encarga Dios; no los traten con excesivo rigor, sino con la dulzura y mansedumbre
convenientes; y los hijos, como ya hemos dicho, que les den la reverencia y
sumisión que les deben.
Los jóvenes honren a los ancianos, pues el Señor ha querido que se honre la
ancianidad. Y los ancianos que procuren dirigir a los jóvenes con su prudencia y
experiencia, suavizando la severidad con afabilidad y dulzura.
Que la servidumbre se muestre diligente y servicial en hacer lo que mandan los
amos; y ello no solamente en apariencia, sino de corazón, como quien sirve a
Dios. Los amos no se muestren duros e intratables con la servidumbre; no los
opriman con un rigor excesivo, no les dirijan palabras injuriosas, sino más bien
reconózcanlos como hermanos y compañeros en el servicio de Dios, a los cuales
deben amar y tratar con toda humanidad.
En fin, que cada uno considere qué es, según su estado y vocación, lo que debe a
su prójimo, y se conduzca en consecuencia.
Además de esto, hemos de poner siempre nuestros ojos en el Legislador, para
recordar que esta regla se dirige, no menos al alma que al cuerpo, a fin de que
cada uno aplique su voluntad a conservar y aumentar el bien y la utilidad de todos
los hombres.

47. EL NOVENO MANDAMIENTO: EL FIN DE ESTE MANDAMIENTO ES


QUE DEBEMOS DECIR LA VERDAD SIN FINGIMIENTO ALGUNO,
PORQUE DIOS, QUE ES LA VERDAD, DETESTA LA MENTIRA.

No hablarás contra tu prójimo falso testimonio.


La suma de todo será que no infamemos a nadie con calumnias, ni falsas
acusaciones, ni le hagamos daño en sus bienes con mentiras; y, en fin, que no
perjudiquemos a nadie, hablando mal de él o con burlas. A esta prohibición
responde el mandamiento afirmativo, de que ayudemos en cuanto podamos al
mantenimiento de la verdad, para conservar la hacienda del prójimo, o bien su
fama.
Dios odia la mentira, la falsedad, la maledicencia. Parece claro que nuestro Señor
quiso exponer este mandamiento en el capítulo veintitrés del Éxodo, versículos
uno al siete, al decir: "No admitirás falso rumor. No te concertarás con el impío
para ser testigo falso". Y: "De palabra de mentira te alejarás". Y en otro lugar, no
sólo nos prohíbe que andemos con chismes y maledicencias, sino también que
"ninguno engañe a su hermano", porque Él expresamente prohíbe lo uno y lo otro
(Lv. 19, 16).
Es indudable que, lo mismo que en los anteriores mandamientos corrigió la
crueldad, la deshonestidad, y la avaricia, de la misma manera aquí reprime la
falsedad y la mentira, que, como hemos dicho, tiene dos partes. Porque nosotros,
o por malicia pecamos contra la fama del prójimo, o mintiendo y contradiciendo
impedimos el bien y la comodidad de nuestros semejantes.
Y poco importa que se entienda este mandamiento del testimonio público y
solemne que se da ante el juez, o del corriente y vulgar que se emplea entre
particulares; pues siempre hemos de recurrir a lo que hemos dicho, que el Señor
de cada clase de vicios nos propone una especie como ejemplo, a la cual hemos
de referir todas las demás; y además, que escoge entre todas, aquella en la que
más claramente se ve la fealdad del vicio. Aunque es necesario extender este
mandamiento de un modo más general hasta incluir las calumnias y las
murmuraciones perversas con las que se daña inicuamente al prójimo; pues el
falso testimonio que se dice ante el juez, nunca se hace sin perjurio. Y ya en el
tercer mandamiento quedan prohibidos los perjurios, en cuanto profanan y violan
el nombre sacrosanto de Dios.
Dios ama la verdad y la justicia. Por tanto, la legítima manera de observar este
mandamiento es que al afirmar la verdad, ello sirva para conservar la buena fama
del prójimo, y también su fortuna. Cuán justo sea esto, está bien claro. Porque si la
buena fama-es más preciosa que cuantos bienes existen, evidentemente no se
hace menos daño a un hombre cuando se le priva de su buen nombre, que
cuando se le despoja de su hacienda. Tanto más que, incluso para robarle la
hacienda, a veces se sirven no menos de un falso testimonio que de sus propias
manos.
48. NI MALEDICENCIAS, NI SOSPECHAS, NI ADULACIONES A EXPENSAS
DEL PRÓJIMO

Sin embargo es cosa que maravilla con cuánta seguridad y sin darle importancia
los hombres pecan a cada paso contra esto; de tal manera que resulta muy difícil
encontrar quien no se halla notablemente afectado de esta dolencia. ¡Tan grande
es la ponzoñosa dulzura que experimentamos en investigar y descubrir los vicios
ajenos! Y no creamos que sea excusa suficiente el que no mintamos; porque el
que manda que no se manche la fama del prójimo con la mentira, quiere también
que se la conserve sin detrimento alguno, y esto en cuanto se puede hacer dentro
de la verdad. Porque, aunque Él no prohíbe más que el causar perjuicio mintiendo,
sin embargo da con ello a entender que se preocupa de la honra y fama del
prójimo. Y debe bastarnos para conservar íntegra la fama del prójimo ver que Dios
se preocupa de ella.
Por lo cual, sin duda alguna en este lugar se condena totalmente la detracción y el
vicio de hablar mal de otro. Entendemos por detracción, no la reprensión que se
hace para castigar las faltas; ni la acusación o denuncia formuladas en el juicio,
con la que se procura remediar el mal; ni la reprensión pública, hecha en vista a
que los demás escarmienten; ni la admonición o advertencia acerca de la maldad
de algún hombre, para que no sean engañados por ignorancia aquellos a los
cuales conviene saberla; sino la odiosa acusación que procede de la mala
voluntad y del deseo de maledicencia.
E incluso más allá se extiende este mandamiento; a saber, que no afectemos decir
gracias y donaires, como farsantes, que mientras ríen muerden en lo más
sensible, y con lo que los vicios ajenos, en son de broma, son referidos y puestos
de manifiesto; como lo suelen hacer algunos, que se las dan de graciosos y
chistosos, y que, como suele decirse, se bañan en agua de rosas, cuando
consiguen avergonzar o afrentar a alguno ; porque muchas veces queda la señal
de esta afrenta en los que han sido sus víctimas.

Mas si ponemos los ojos en el Legislador, que tiene no menor señorío sobre los
oídos y el corazón que sobre la lengua, comprenderemos sin lugar a dudas, que
en este mandamiento prohíbe no menos oír y creer a la ligera los chismes y
acusaciones, que el decirlas y ser autores de las mismas. Porque sería ridículo
pensar que Dios aborrece el vicio de la maledicencia, y no lo condena en el
corazón.
Por tanto, si hay en nosotros verdadero temor y amor de Dios, procuremos en
cuanto sea posible y lícito, y en cuanto la caridad lo requiera, no ocuparnos en
decir u oír murmuraciones, denigraciones o gracias que molesten; y asimismo, no
creer fácil y temerariamente las malas sospechas; sino que tomando en buen
sentido los dichos y hechos de los demás, conservemos en el juzgar, como en el
oír y en el hablar, íntegra y salva la honra y fama de cada uno.
49. EL DECIMO MANDAMIENTO: EL FIN DE ESTE MANDAMIENTO ES
QUE, COMO DIOS QUIERE QUE TODA NUESTRA ALMA ESTÉ LLENA
Y REBOSE DE AMOR Y CARIDAD, DEBEMOS ALEJAR DE NUESTRO
CORAZÓN TODO AFECTO CONTRARIO A LA CARIDAD

No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciaras la mujer de tu prójimo, ni su


siervo; ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo.
La suma del mismo será, que no concibamos pensamiento alguno, que suscite en
nuestro corazón una concupiscencia perjudicial o propensa a causar daño a
nuestro prójimo. A lo cual responde el precepto afirmativo de que cuanto
imaginamos, deliberamos, queremos y ejercitamos, vaya unido al bien y provecho
de nuestro prójimo.
Diferencia entre intento y concupiscencia. Pero en esto existe, al parecer, una
gran dificultad. Porque, si es verdad lo que un poco más arriba hemos dicho, que
bajo el nombre de fornicación .y el de hurto se prohíbe el deseo de fornicar y la
intención y propósito de hacer mal y de engañar, parece superfluo prohibir de
nuevo el deseo de los bienes ajenos.
Sin embargo, podemos resolver fácilmente esta duda considerando la diferencia
que existe entre intento y concupiscencia. Llamamos intento – según lo que
hemos notado en los mandamientos anteriores – a un propósito deliberado de la
voluntad, cuando el corazón del hombre es vencido y subyugado por la tentación.
La concupiscencia o deseo puede existir sin tal deliberación o consentimiento,
cuando el corazón es solamente incitado a cometer alguna maldad. Así como el
Señor ha querido en lo que hasta ahora hemos tratado, que nuestra voluntad y
nuestros actos estuviesen regulados por la norma de la caridad, igualmente en
esto desea que los pensamientos de nuestra inteligencia se sometan a la misma
norma, a fin de que no haya nada que incite al corazón del hombre a seguir otro
camino. Antes prohibió el Señor que el corazón se dejase llevar por la ira, el odio,
la fornicación, el hurto y la mentira; el presente prohíbe que sea provocado o
incitado a ello.
50. ¿POR QUÉ EXIGE DIOS TAL RECTITUD DE CORAZÓN?

No sin motivo exige de nosotros tal rectitud. Porque, ¿quién negará que es justo
que todas las potencias del alma se ejerciten en el servicio de la caridad? Y si
alguna no se emplea en ello, ¿quién negará que es viciosa? ¿De dónde viene que
haya en tu entendimiento deseos malos y perjudiciales a tu prójimo, sino de que
prescindes de él y atiendes única-mente a ti mismo? Porque, ciertamente que si tu
corazón estuviera por completo empapado de caridad no tendrían entrada en él en
manera algunas tales imaginaciones. Por tanto, hay que afirmar que cuando
admite tales pensamientos está vacío de caridad.
No faltará quien replique que, sin embargo, no es muy razonable que las fantasías
que dan vueltas sin control en el entendimiento y al fin se desvanecen, sean
condenadas como los deseos, que tienen su asiento en el corazón. A esto
respondo que aquí se trata de aquella clase de fantasías, que además de radicar
en el entendimiento punzan el corazón con su concupiscencia; pues jamás el
entendimiento podrá apetecer algo sin que se alborote e inflame el corazón
despertado por tal deseo.
Pide, pues, el Señor un admirable ardor de caridad, y quiere que no se vea
retardado por el menor asomo de concupiscencia. Exige un corazón
perfectamente bien regulado, y no quiere que se vea incitado contra la ley de la
caridad por los más pequeños estímulos.
San Agustín fue el primero que me hizo ver el camino para llegar a entender así
este mandamiento. Y lo confieso, para que nadie crea que soy el único en exponer
de esta manera este mandamiento.
Bien que la intención del Señor fue prohibir la codicia pecaminosa, sin embargo
puso como ejemplo aquellos objetos, que más corrientemente nos suelen atraer y
engañar con su falsa apariencia de deleite, y de este modo no dejar en absoluto
lugar a la codicia del hombre, pues Dios lo aparta de aquellas cosas que
principalmente le fascinan y deleitan.
Los que dividen en dos este mandamiento, en el que se prohíbe la codicia,
separan indebidamente lo que Dios unió, como lo podrá ver cualquier lector de
mediano entendimiento, aunque yo no lo indicase. Poco importa que se repita dos
veces: No desearás; porque el Señor, después de nombrar la casa, enumera sus
partes, comenzando por la mujer; por donde se ve que todas estas cosas están
ligadas entre sí y que forman una sola cosa, como lo entienden los hebreos.
Manda, pues, en resumen Dios, que no solamente nos abstengamos de defraudar
y hacer mal y que dejemos a cada uno poseer en paz sus bienes, sino además
que no nos mueva la menor sombra de codicia, que incite nuestro corazón a hacer
algún daño al prójimo.
He aquí, pues, la segunda Tabla de la Ley, en la cual se nos enseña
suficientemente por Dios nuestras obligaciones para con los hombres, y cómo
debemos conducirnos respecto a ellos; y sobre la cual se funda la caridad. Por lo
cual sería en vano inculcar cuanto en ella se enseña, si tal doctrina no estuviese
apoyada en el temor y reverencia de Dios, como sobre su fundamento121.
51. LA LEY TIENE COMO FIN UNIR, MEDIANTE LA SANTIDAD DE VIDA,
AL HOMBRE CON SU DIOS

No será ahora difícil ver cuál es la intención y el fin de toda la Ley; a saber, una
justicia perfecta, para que la vida del hombre esté del todo conforme con el
dechado de la divina pureza. Porque de tal manera pintó en ella Dios su
naturaleza y condición, que si alguno cumpliese cuanto en ella está mandado,
reflejaría en su vida en cierta manera la imagen misma de Dios. Y por ello Moisés,
queriendo recordársela brevemente a los israelitas, decía: "Ahora, pues, Israel,
¿qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a Jehová tu Dios, que andes en
todos sus caminos, y que lo ames, y sirvas a Jehová tu Dios con todo tu corazón y
con toda tu alma?" (Dt.10, 12). Y no cesaba de repetirles esto siempre que quería
ponerles ante los ojos el fin para el que era dada la Ley. De tal manera tiene esto
en cuenta la Ley, que une al hombre por la santidad de vida con Dios, y como dice
en otra parte122 Moisés, le hace adherirse a Él.
El amor es el resumen de la Ley. Ahora bien, la perfección de esta santidad
consiste en los dos puntos que hemos mencionado. Que amemos al Señor Dios
con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas; y a

121
Este último párrafo aparece indebidamente colocado en la edición de Valera de 1597. Ello es
debido a que también las ediciones de los originales de 1559, lo colo¬caron dos párrafos más
arriba (después de: ". . le fascinan y deleitan").
122
Cfr. Dt. 11, 22 y 30, 20.
nuestro prójimo como a nosotros mismos (Dt. 6, 5; 11, 13; Lv. 19, 18; Mt. 22, 37-
39).
Lo primero, pues, es que nuestra alma esté llena del amor de Dios; de este amor
nacerá luego el amor al prójimo. Y así lo declara san Pablo, cuando escribe que el
fin de los mandamientos es "el amor nacido del corazón limpio, y de buena
conciencia, y de fe no fingida" (1 Tim. 1,5). ¿No veis cómo la buena conciencia y la
fe, que en otras palabras quiere decir la verdadera piedad y el temor de Dios, son
puestas en cabeza, y luego sigue la caridad?
Se engañaría, por tanto, el que pensase que en la Ley solamente se enseñan
ciertos principios de justicia por los que los hombres comienzan, y que no se les
instruye en el recto camino del bien obrar; pues no podríamos desear una
perfección mayor que la encerrada en la sentencia de Moisés arriba citada, y la de
san Pablo, que acabamos de exponer. Por-que, ¿qué podrá buscar el que no se
diere por satisfecho con esta doctrina en la cual se enseña al hombre el temor de
Dios, el culto espiritual, la obediencia a los mandamientos, a seguir la rectitud del
camino del Señor y, en fin, la pureza de conciencia y la sinceridad de la fe y de la
caridad?
Todo esto confirma nuestra exposición, en la cual reducimos todo cuanto exigen la
piedad y la caridad a los mandamientos de la Ley. Porque los que se aferran a
ciertos principios vanos y sin importancia, como si la Ley enseñase a medias la
voluntad de Dios, no entienden cuál es el fin de la misma, como lo dice el Apóstol.
52. PRACTICANDO LA SEGUNDA TABLA ES COMO SE MANIFIESTA EL
VERDADERO AFECTO DEL CORAZÓN PARA CON DIOS

Mas como Cristo y los apóstoles algunas veces al resumir la Ley no hacen
mención de la primera Tabla es necesario decir algo al respecto, pues muchos se
engañan, refiriendo a toda la Ley las palabras que solamente dicen relación a la
mitad de ella.
Cristo dice en san Mateo que la Ley principalmente consiste en "la justicia, la
misericordia y la fe" (Mt. 23, 23). Con el nombre de fe no hay duda que entiende la
veracidad que debe presidir las relaciones entre los hombres. Pero algunos, para
extender esta sentencia a toda la Ley, entienden por este término la religión que
se debe a Dios; aunque sin fundamento, porque Cristo habla en este lugar de las
obras que el hombre ha de practicar para demostrar ser justo.
Si consideramos esto, no nos maravillaremos de que Cristo, preguntado en otro
lugar por un joven cuáles son los mandamientos que debemos guardar para entrar
en la vida eterna, respondiese únicamente: No matarás, no adulterarás, no
hurtarás, no dirás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, ama a tu prójimo
como a ti mismo (Mt. 19,18); porque la observancia de la primera Tabla consistía
casi exclusivamente o en el afecto interior del corazón, o en las ceremonias. El
afecto del corazón no se ve; las ceremonias las practicaban asiduamente los
hipócritas; en cambio, las obras de caridad son tales, que dan verdadero
testimonio de la sólida y perfecta justicia.
Y esto ocurre con tanta frecuencia en los profetas, que al que está medianamente
familiarizado con su doctrina le resultará del todo evidente. Pues casi siempre que
exhortan a los pecadores a penitencia, dejan a un lado la primera Tabla y, sin
hacer mención de ella, insisten en la fe – o veracidad en el trato entre los hombres
–, el juicio, la misericordia y la equidad. Y al obrar así no se olvidan del temor de
Dios; antes al contrario, por las señales que dan, exigen una viva aprobación del
mismo. Está bien claro que, cuando tratan de la observancia de la Ley, la mayoría
de las veces insisten en la segunda Tabla; y la causa es porque en ella se ve
mucho mejor el deseo y el afecto de cada uno de cumplir la justicia. No es
necesario aducir citas, pues cada uno puede comprobarlo con toda facilidad por sí
mismo.
53. LA SEGUNDA TABLA DE LA LEY NO ES SUPERIOR A LA PRIMERA

Pero preguntará alguno: ¿es por ventura de mayor importancia para conseguir la
justicia vivir rectamente y sin hacer mal a nadie, que temer y honrar a Dios?
Respondo que de ninguna manera. Mas como nadie puede guardar por completo
la caridad si antes no teme de veras a Dios, de ahí que las obras de caridad sirvan
también de testimonio de la piedad. Además, como Dios no puede recibir de
nosotros beneficio alguno – como lo testifica el Profeta (Sal 16, 2) – no nos pide
buenas obras para con Él, sino que nos ejercitemos en ellas con nuestros
prójimos. Por eso el Apóstol con toda razón pone la perfección de los santos en la
caridad (Ef. 3, 19; Col. 3, 14). Y en otro lugar la llama "cumplimiento de la ley",
diciendo que el que ama a su prójimo ha cumplido la Ley (Rom. 13, 8). Y que "toda
la Ley en esta sola palabra se cumple: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Gál.
5,14). Y no enseña él con esto más que lo que Cristo mismo nos enseñó al decir:
"todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, también haced
vosotros con ellos, porque esto es la Ley y los Profetas" (Mt. 7,12).
Es cosa cierta que tanto la Ley como los Profetas conceden el primer lugar a la fe
y a cuanto se refiere al culto legítimo de Dios; y luego, ponen en segundo lugar la
caridad; pero el Señor entiende que en la Ley se nos manda guardar solamente el
derecho y la equidad con los hombres, para ejercitamos en testificar el verdadero
temor de Dios que hay en nosotros.
54. "AMARÁS A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO"

Estemos, pues, seguros de que nuestra vida estará del todo conforme con la
voluntad de Dios y con las disposiciones de la Ley, cuando resulte provechosa de
todas las formas posibles a nuestro prójimo. Por el contrario, en toda la Ley no se
dice una sola palabra para dar normas al hombre sobre lo que debe hacer o dejar
de hacer para su provecho particular.
Pues como los hombres por su misma naturaleza están mucho más inclinados de
lo justo a amarse a sí mismos, y por más que se aparten de la verdad siempre
permanecen aferrados a este amor, no fue necesario darles ley alguna para
inflamarlos más en este excesivo amor de sí mismos. Por donde se ve
manifiestamente que no es el amor de nosotros mismos, sino el amor de Dios y el
del prójimo el cumplimiento de la Ley; y, por tanto, que el que vive recta y
santamente, es el que vive lo menos posible para sí mismo; y que nadie vive peor
ni más desordenadamente que el que vive solamente para sí y no piensa más que
en su provecho propio, y de esto sólo se cuida.
Incluso el Señor para mejor exponer el afecto y amor que debemos tener a
nuestros prójimos nos remite al amor con que cada uno se ama a sí mismo,
poniéndolo como regla y modelo, pues no hay afecto ni amor más vehemente que
éste. Y debemos considerar diligentemente la fuerza de la expresión. Pues no
debemos entenderla como lo hicieron algunos sofistas, los cuales pensaron que
Dios mandaba que cada cual primeramente se amase a sí mismo sobre todas las
cosas, y en segundo lugar amase a su prójimo; sino más bien ha querido transferir
a los otros el amor que naturalmente nos tenemos a nosotros mismos. De aquí lo
que dice el Apóstol: que la caridad "no busca lo suyo" (1 Cor. 13, 5).
En cuanto a la regla que alegan, no vale nada; es a saber, que lo regulado es
siempre de menos valor que la regla. Porque el Señor no constituye nuestro propio
amor como regla a la cual se deba reducir el amor del prójimo como inferior, sino
que en vez de residir nuestro propio amor en nosotros mismos por su perversa
naturaleza, se derrame sobre los demás, a fin de que con no menor solicitud,
alegría y entusiasmo estemos dispuestos y preparados para hacer bien al prójimo
como a nosotros mismos.
55. ¿QUIÉN ES NUESTRO PRÓJIMO?

Habiendo mostrado Jesucristo en la parábola del samaritano que con este término
de prójimo se debe entender cualquier persona por más extraña que sea, no hay
por qué limitar el mandamiento de la caridad a aquellos con quienes tenemos
parentesco o amistad. No niego que cuanto más unidos estamos a alguien, tanto
más le debemos ayudar. Porque la misma razón humana pide que cuanto más
íntimos sean los lazos de parentesco o amistad que ligan a las personas, tanto
más se ayuden los hombres entre sí; y ello sin ofensa de Dios, cuya providencia
en cierta manera nos lleva a hacerlo así. Lo que afirmo es que debemos amar con
un mismo afecto de caridad a toda clase de hombres sin excepción alguna, sin
establecer diferencias entre griego y bárbaro, entre dignos e indignos, entre
amigos y enemigos; pues todos deben ser considerados en Dios y no en sí
mismos. Y cuando nos apartamos de esta consideración, no ha de causarnos
maravilla si caemos en grandes errores.
Por lo tanto, si queremos seguir el recto camino de la caridad, no debemos fijarnos
en primer lugar en los hombres, cuya consideración más bien engendraría odio
que amor, sino en Dios que nos manda que hagamos extensivo el amor que le
tenemos a todos los hombres; de tal manera que debemos tener siempre como
regla, que se trate de quien se trate hemos de amarle, si es que de veras amamos
a Dios.
56. SE RECHAZA LA DISTINCIÓN ESCOLÁSTICA ENTRE MANDAMIENTO
Y CONSEJO EVANGÉLICO

Y por ello ha sido una perniciosa ignorancia o malicia el que los doctores
escolásticos hayan hecho de los mandamientos de no desear la venganza y de
amar a los enemigos, que fueron dados en general tanto a los judíos como a los
cristianos, meros consejos, a los cuales se puede libremente obedecer o no. Y
aseguraron que solamente los frailes estaban obligados a guardarlos, y que eran
más perfectos que los demás cristianos, ya que por su propia voluntad se han
obligado a guardar los consejos evangélicos, como los llaman. La razón que dan
para no admitirlos como preceptos es que es muy difícil y pesado, incluso a los
cristianos que están bajo la ley de la gracia.123
¿Es posible que se atrevan a anular y cancelar la ley eterna de amar al prójimo,
que Dios nos ha dado? ¿Se encuentra por ventura en toda la Escritura distinción
semejante, o más bien todo lo contrario; a saber, numerosos mandamientos con
los que estrechamente se nos preceptúa amar a nuestros enemigos? Porque,
¿qué quiere decir que alimentemos a nuestro enemigo cuando tuviere hambre
(Prov. 25,21); que encaminemos por el buen camino a sus asnos y bueyes cuando
estuvieren extraviados, y que los pongamos de pie, si han caído bajo el peso de
su carga (Ex 23, 4)? ¿Es que tenemos obligación de hacer el bien a las bestias de
nuestros enemigos por ellos, y no deberemos amarlos a ellos mismos? ¿No es por
ventura palabra eterna de Dios: "Mía es la venganza y la retribución" (Dt. 32, 35)?
Lo cual se dice más claramente aún en otro lugar: "No te vengarás, ni guardarás
rencor a los hijos de tu pueblo" (Lv. 19,18). Por tanto, o bien borren estos artículos
de la Ley, o bien confiesen que el Señor ha querido ser legislador al mandar esto,
y no un mero consejero.
57. TESTIMONIOS DE LA ESCRITURA Y DE LOS PADRES

Y ¿qué quieren decir, pregunto, estas palabras que ellos se han atrevido a
falsificar con una glosa: "Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os
aborrecen, orad por vuestros perseguidores; bendecid a los que os maldicen, a fin
de que seáis hijos de vuestro padre, que está en los cielos" (Mt. 5, 44)? ¿Quién no
concluirá con san Crisóstomo124 que resulta necesariamente evidente que no son
exhortaciones, sino mandamientos? ¿Qué nos queda si el Señor nos borra del
número de sus hijos? Mas según su doctrina, sólo los frailes serán hijos del Padre
celestial; ellos únicamente se atreverán a invocar a Dios como Padre suyo. ¿Y qué
será entretanto de la Iglesia? Atendiendo a esta razón se la contará en el número

123
Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II, 1, qu. 108, art. 4; etc.
124
Libro de la Compunción, lib. I, cap. tv; Apología de la Vida Monástica, lib. III, cap. xiv.
de los publicanos y los gentiles. Porque nuestro Señor dice: "Porque si amáis a los
que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los
publicanos" (Mt.5, 46)? ¡Bastante ganaríamos con tener el nombre y el título de
cristianos, y ser despojados de la herencia del reino de los cielos! Y no tiene
menos fuerza el argumento de san Agustín: "Cuando el Señor", dice, "prohíbe
fornicar, no menos prohíbe tocar a la mujer de nuestro enemigo que a la de
nuestro amigo; cuando nos prohíbe hurtar, no menos prohíbe robar los bienes del
enemigo que los del amigo. Y estos dos mandamientos, san Pablo los reduce al
de la caridad; e incluso añade que están comprendidos bajo el mandamiento:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Rom. 13, 9). Por tanto, es necesario decir
que san Pablo ha sido un falso intérprete de la Ley, o concluir necesariamente de
aquí, que por mandamiento de Dios estamos obligados a amar tanto a nuestros
enemigos como a nuestros amigos”.125 Tales son las palabras de san Agustín.
Verdaderamente estas gentes demuestran ser hijos de Satanás, pues tan
atrevidamente rechazan el yugo que es común a todos los hijos de Dios.
Realmente no sé si maravillarme más de su necedad o de su des-vergüenza.
Porque no hay ni uno entre los antiguos que no declare como cosa incontrovertible
que todos éstos son verdaderos mandamientos.126
En cuanto al argumento con que ellos lo prueban, carece de todo peso. Dicen que
sería una carga muy pesada para los cristianos. ¡Como si se pudiera imaginar
cosa más pesada ni difícil que amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda
nuestra alma, con todas nuestras fuerzas! No hay mandamiento que no resulte
fácil en comparación con éste, sea que haya que amar a nuestros enemigos, o
que tengamos que desarraigar de nuestros corazones todo deseo de venganza.
Ciertamente todo cuanto se nos manda en la Ley, hasta el menor ápice de ella, es
muy arduo y difícil para nuestra debilidad. Solamente por la virtud del Señor
obramos bien. Dé Él lo que manda, y mande lo que quiera.
Respecto a lo que alegan, que los cristianos viven bajo la ley de la gracia, esto no
quiere decir que deban caminar a rienda suelta sin ley alguna; sino que han sido
injertados en Cristo, por cuya gracia están libres de la maldición de la Ley, y por
cuyo espíritu tienen la Ley escrita en sus corazones. El Apóstol llamó "ley" a esta
gracia, pero no en sentido estricto, sino aludiendo a la Ley de Dios, a la cual en
aquella disputa él la oponía; pero estos doctores sin fundamento alguno ven un
gran misterio en ese nombre de "ley".
58. SE RECHAZA LA DISTINCIÓN ROMANA ENTRE PECADOS VENIALES
Y MORTALES

Semejante a esto es que hayan llamado pecado venial a la impiedad oculta, que
va contra la primera Tabla, como a la manifiesta transgresión del último
mandamiento. He aquí cómo lo definen ellos: "Pecado venial es un mal deseo sin

125
La Doctrina Cristiana, lib. I, cap. xxx.
126
Gregorio el Grande, Homilía sobre los Evangelios, lib. II, hom. 27.
consentimiento deliberado, que no arraiga mucho en el corazón" 127 Pero yo digo,
al contrario, que ningún mal deseo puede entrar en el corazón, sino por falta de
alguna cosa que la Ley de Dios requiere. Se nos prohíbe que tengamos dioses
ajenos. Cuando el alma tentada de desconfianza pone sus ojos en otra cosa
diferente de Dios; cuando se siente impulsada por un deseo repentino a colocar su
bienaventuranza en otro que Dios, ¿de dónde proceden estos movimientos, por
ligeros que sean, sino de que hay algún vacío en el alma para admitir tales
tentaciones? Y para no alargar más este argumento, se nos manda que amemos a
Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todo nuestro
entendimiento. Por tanto, si todas las facultades y potencias de nuestra alma no se
aplican a amar a Dios, ya nos hemos apartado de la obediencia de la Ley. Porque
las tentaciones – las cuales hacen la guerra a Dios – que se levantan en el alma e
impiden que se lleven a efecto los mandamientos que nos ha dado, muestran que
el reino de Dios no está aún bien establecido en nuestra conciencia. Y ya hemos
probado que el último mandamiento se refiere precisamente a esto. ¿Ha punzado
algún mal deseo nuestro corazón? Ya somos culpables de concupiscencia, y por
consiguiente, transgresores de la Ley; porque el Señor no solamente prohíbe
deliberar e inventar algo en perjuicio del prójimo, sino incluso que seamos
instigados e incitados por la codicia. Ahora bien, donde quiera que haya
transgresión de la Ley, está preparada la maldición de Dios. No hay, pues,
fundamento para excluir de la sentencia de muerte a los deseos, por pequeños
que sean. Cuando se trata de pesar los pecados, dice san Agustín 128, no
pongamos balanzas falsas, para pesar lo que queramos y conforme a nuestro
antojo, diciendo: esto es pesado; esto, ligero; sino pesémoslo con la balanza de
Dios, que son las santas Escrituras, que son el tesoro del Señor; pesemos con
esta balanza, para saber cuál es más pesado o más ligero; o por mejor decir, no lo
pesemos, sino admitamos el peso que Dios le ha asignado.
Testimonio de la Escritura. ¿Y qué es lo que dice la Escritura? Ciertamente que
cuando Pablo llama a la muerte "paga del pecado" (Rom. 6,23), muestra bien
claramente que ignoraba esta distinción. Además, que estando nosotros más
inclinados de lo que conviene a la hipocresía, no estaba bien atizar el fuego con
tales distinciones, para adormecer las conciencias torpes.
59. ¡OJALÁ SE PREOCUPARAN DE CONSIDERAR BIEN LO QUE QUIERE
DECIR ESTA SENTENCIA DE CRISTO:

"Cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así


enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos" (Mt.
5,19). ¿No pertenecen ellos por ventura a este número, al atreverse a debilitar la
transgresión de la Ley hasta el punto de no considerarla digna de muerte?
Ciertamente deberían considerar no sólo lo que se manda, sino quién es el que lo
manda, porque en la mínima transgresión de la Ley que Él ha establecido, es
derogado su autoridad. ¿Es que ellos tienen en poco violar la majestad divina,
127
Tomás de Aquino, Suma Teológica, II, 1, art. 3.
128
Sobre el Bautismo, contra los Donatistas, lib. II, cap. vi.
aunque sea en lo más mínimo del mundo? Además, si Dios ha declarado en la Ley
su voluntad, todo cuanto es contrario a esta Ley no le puede agradar. ¿Es que
piensan que la ira de Dios se encuentra tan desarmada, que no se ha de seguir al
momento la venganza? Pues el mismo Dios lo ha manifestado bien claramente, si
es que quieren oír sus palabras, en vez de empañar con sus necias sutilezas la
clara verdad. "El alma que pecare morirá" (Ez. 18,20). Y lo que acabo de citar de
san Pablo, que "la paga del pecado es la muerte" (Rom. 6,23). Ellos confiesan que
es pecado, pues no lo pueden negar; pero afirman que no es pecado mortal. Ya
que tanto tiempo han mantenido esta falsa opinión, que al menos ahora aprendan
a cambiar de parecer. Mas si todavía persisten en su locura, que los hijos de Dios
no les hagan caso, y estén ciertos de que es pecado mortal, porque es una
rebeldía contra la voluntad de Dios, lo cual necesariamente provoca la ira, pues es
una prevaricación de la Ley, contra la cual sin excepción alguna se ha
pronunciado sentencia de muerte.
En cuanto a los pecados que cometen los santos y los fieles, sepan que son
veniales, no por su naturaleza, sino porque por la misericordia de Dios son
perdonados.

CAPÍTULO IX: AUNQUE CRISTO FUE CONOCIDO POR LOS JUDÍOS BAJO
LA LEY, NO HA SIDO PLENAMENTE REVELADO MÁS QUE EN EL
EVANGELIO

1. LOS PATRIARCAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO HAN CONTEMPLADO


Y ESPERADO A CRISTO POR LA FE, PERO MÁS CONFUSAMENTE
QUE NOSOTROS

Como Dios no quiso testificar en vano antiguamente con las expiaciones y


sacrificios, que Él era el Padre, y no sin motivo santificó para sí el pueblo que
había elegido, no hay duda que ya entonces se dio a conocer en la misma imagen
en la que con entera claridad se nos manifiesta en el día de hoy. Por esto
Malaquías, después de haber ordenado a los judíos que observasen lo que la Ley
de Moisés les mandaba – porque a su muerte tendría lugar una interrupción en el
ministerio profético, – anuncia que luego nacería el Sol de justicia (Mal. 4, 2);
dando a entender con estas palabras que la Ley servía para mantener a los fieles
en la esperanza del Mesías futuro, pero que deberían esperar mayor claridad con
su venida. Por esto dice san Pedro que los profetas inquirieron y diligente-mente
indagaron acerca de la salvación que ahora se manifiesta en el Evangelio; y que
se les ha revelado que ellos no para sí mismos, sino para nosotros administraban
las cosas que ahora nos son anunciadas por el Evangelio (1 Pe. 1,10-12). No que
la doctrina de los profetas haya sido inútil para el pueblo de los judíos, ni les haya
servido de nada, sino que no gozaron del tesoro que Dios nos ha enviado por su
medio. Porque actualmente se ofrece ante nuestros ojos de una manera mucho
más íntima la gracia que ellos han testificado; y ellos solamente la probaron,
mientras que nosotros disfrutamos de ella con toda abundancia. Por esto Cristo, el
cual afirma que tenía en su favor el testimonio de Moisés (Jn. 5,46), no deja de
ensalzar la medida de la gracia en la que aventajamos a los judíos; pues hablando
con sus discípulos dice: "Bienaventurados vuestros ojos, porque ven; y vuestros
oídos, porque oyen. Porque de cierto os digo, que muchos profetas y justos
desearon ver lo que veis, y no lo vieron" (Mt. 13,16-17). No es pequeña alabanza
de la revelación que se nos da en el Evangelio, que Dios nos haya preferido a
aquellos patriarcas que con tanta santidad le sirvieron. Y no se opone a esto lo
que en otro lugar está escrito : "Abraham se gozó de que había de ver mi día; y lo
vio, y se gozó" (Jn. 8, 58). Porque la visión de la realidad, aunque era más oscura
por estar muy lejana, no les faltó en nada para que tuviesen una esperanza cierta,
de la cual nacía aquella alegría que acompañó siempre al santo patriarca hasta la
hora de su muerte. Ni tampoco lo que dice san Juan: "A Dios nadie le vio jamás; el
unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer" (Jn. 1,18),
excluye a los santos anteriormente fallecidos, de la inteligencia y claridad que
resplandece en la persona de Cristo; pero comparando su condición y estado con
el nuestro, resulta evidente que lo que ellos contemplaban oscuramente y entre
sombras, a nosotros se nos manifiesta ante nuestros ojos, como muy bien lo
expone el autor de la carta a los Hebreos, que "Dios habiendo hablado muchas
veces y de muchas maneras en otro tiempo por los profetas, en estos postreros
días nos ha hablado por el Hijo" (Heb. 1,1).
Así pues, aunque el Unigénito, que actualmente es resplandor de la gloria y un
vivo trasunto de la sustancia de Dios Padre, se haya manifestado antiguamente a
los judíos, – como lo hemos visto por san Pablo – pues Él fue el guía del pueblo al
salir de Egipto, sin embargo es muy verdad lo que dice el mismo Apóstol, que
"Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que
resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la
gloria de Dios en la faz de Jesucristo"129 (2 Cor. 4, 6). Porque al manifestarse en
esta imagen, en cierta manera se hizo visible, en comparación de lo que antes era
su rostro contemplado entre sombras. Y por ello, tanto mayor y más abominable
es la ingratitud y malicia de los que entre tanta claridad andan a tientas como
ciegos. Y por esto dice san Pablo, que Satanás ha oscurecido sus entendimientos
para que no vean la gloria de Cristo, que resplandece en el Evangelio sin velo
alguno que la cubra.
2. DEFINICIÓN DEL TÉRMINO "EVANGELIO"

Entiendo por "Evangelio" una clara manifestación del misterio de Jesucristo.


Convengo en que el Evangelio, en cuanto san Pablo lo llama "doctrina de fe" (1
Tim. 4, 6), comprende en sí todas las promesas de la Ley sobre la gratuita
remisión de los pecados, por la cual los hombres se reconcilian con Dios. Porque
san Pablo opone la fe a los horrores por los que la conciencia se ve angustiada y
atormentada, cuando se esfuerza por conseguir la salvación por las obras. De
donde se sigue que el nombre de Evangelio, en un sentido general, encierra en sí
mismo los testimonios de misericordia y de amor paterno, que Dios en el pasado
129
Véase Institución; 1, XIII, 10. Cfr. 2 Coro 10,4 YHch. 7, 30.
dio a los padres del Antiguo Testamento. Sin embargo, afirmo que hay que
entenderlo por la excelencia de la promulgación de gracia que en Jesucristo se
nos ha manifestado. Y esto no solamente por el uso comúnmente admitido, sino
que también se funda en la autoridad de Jesucristo y de sus apóstoles. Por ello se
le atribuye como cosa propia el haber predicado el Evangelio del reino (Mt. 4,17;
9,35). Y Marcos comienza su evangelio de esta manera: "Principio del evangelio
de Jesucristo" (Mc. 1,1). Mas no hay por qué amontonar testimonios para probar
una cosa harto clara y manifiesta.
Jesucristo, pues, con su venida "sacó a luz la vida y la inmortalidad por el
evangelio". Estas son las palabras de san Pablo (2 Tim. 1,10), por las cuales no
entiende el Apóstol que los patriarcas hayan sido anegados en las tinieblas de la
muerte, hasta que el Hijo de Dios se revistió de nuestra carne; sino que al atribuir
esta prerrogativa de honor al Evangelio, demuestra que se ha tratado de una
nueva y desacostumbrada embajada, con la cual Dios cumplió lo que había
prometido; y esto a fin de que la verdad de las promesas resplandeciese en la
persona del Hijo. Porque, aunque los fieles han experimentado siempre la verdad
de lo que dice san Pablo : "Todas las promesas de Dios son en él sí, y en él
amén" (2 Cor. 1, 20), porque ellas fueron selladas en sus corazones, sin embargo,
como Él cumplió perfectamente en su carne toda nuestra salvación, con toda
razón una demostración tan viva de estas cosas consiguió un título nuevo y una
singular alabanza. A lo cual viene lo que dice Jesucristo: "De aquí adelante veréis
el cielo abierto, y a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del
Hombre (Jn. 1,51). Porque, aunque parece que alude a la escala que en visión le
fue mostrada al patriarca Jacob, no obstante quiere con esto ensalzar la
excelencia de su venida, que nos ha abierto la puerta del cielo, para que podamos
entrar fácilmente.
3. UN ERROR DE MIGUEL SERVET

Sin embargo, guardémonos de la diabólica invención de Servet, el cual queriendo


ensalzar la grandeza de la gracia de Jesucristo, o simulando que lo pretende
hacer, suprime totalmente las promesas, como si hubiesen terminado juntamente
con la Ley. Y da como pretexto, que por la fe del Evangelio se nos comunica el
cumplimiento de todas las promesas; como si no hubiese existido distinción alguna
entre Cristo y nosotros. Hace poco he advertido que Jesucristo no dejó de cumplir
ninguna de cuantas cosas se requerían para la totalidad de nuestra salvación;
pero se concluiría sin fundamento de aquí, que gozamos ya de los beneficios que
para nosotros ha adquirido; como si no fuese verdad lo que dice san Pablo: "en
esperanza fuimos salvos" (Rom. 8,24).
Admito ciertamente que al creer en Cristo pasamos de la muerte a la vida; pero
debemos recordar también lo que dice san Juan, que aunque sabemos que somos
hijos de Dios, sin embargo aún no se ha manifestado (la plenitud de nuestra
filiación divina), hasta que seamos semejantes a Él; a saber, cuando le veamos
cara a cara tal cual es (1 Jn. 3,2). Por tanto, si bien Jesucristo nos presenta en el
Evangelio un verdadero y perfecto cumplimiento de todos los bienes espirituales,
el gozar de ellos sin embargo permanece guardado con la llave de la esperanza
hasta que, despojados de esta carne corruptible, seamos transfigurados en la
gloria de Aquel que nos precede.
Entretanto el Espíritu Santo nos manda que descansemos confiadamente en las
promesas, cuya autoridad debe reprimir los aullidos de ese perro. Porque, como lo
atestigua san Pablo: "la piedad tiene promesa de esta vida presente y de la
venidera" (1 Tim. 4,8); y por esta razón se gloría de ser apóstol de Jesucristo,
según la promesa de vida que es en Él (2 Tim. 1, 1). Y en otro lugar nos advierte
que tenemos las mismas promesas que antiguamente fueron hechas a los santos
(2 Cor. 7, 1). En conclusión, él pone la suma de la bienaventuranza en que
estamos sellados con el Espíritu de la promesa; y de hecho no poseemos a Cristo,
sino en cuanto lo recibimos y abrazamos revestido de sus promesas. De aquí que
Él vive en nuestros corazones, y sin embargo estemos separados de Él, debido a
que andamos por fe, no por vista (2 Cor. 5, 7).
Así pues, concuerdan muy bien entre sí estas dos cosas: que poseemos en Cristo
todo cuanto se refiere a la perfección de la vida celestial, y que, sin embargo, la fe
es la demostración de lo que no se ve (Heb. 11,1). Únicamente hay que notar que
la diferencia entre la Ley y el Evangelio consiste en la naturaleza o cualidad de las
promesas; porque el Evangelio nos muestra con el dedo lo que la Ley prefiguraba
en la oscuridad de las sombras.
4. DIFERENCIA, PERO NO OPOSICIÓN ENTRE LA LEY Y EL EVANGELIO

Del mismo modo se convence también de error a los que, oponiendo la Ley al
Evangelio, no admiten más diferencia entre ellos que la que existe entre los
méritos de las obras y la gratuita imputación de la justicia con la que somos
justificados.
Es verdad que no hay que rechazar esta oposición sin más, pues muchas veces
san Pablo entiende bajo el nombre de Ley la regla de bien vivir que Dios nos ha
dado y mediante la cual exige de nosotros el cumplimiento de nuestros deberes
para con Él, sin darnos esperanza alguna de salvación y de vida, si no
obedecemos absolutamente en todo, amenazándonos, por el contrario, con la
maldición si faltáremos en lo más in-significante. Con ello nos quiere enseñar que
nosotros gratuitamente, por la pura bondad de Dios, le agradamos, en cuanto Él
nos reputa por justos perdonándonos nuestras faltas y pecados; porque de otra
manera la observancia de la Ley, a la cual se ha prometido la recompensa, jamás
se daría en hombre alguno mortal.( Muy justamente, pues, san Pablo, pone como
contrarias entre sí la justicia de la Ley y la del Evangelio.
Pero el Evangelio no ha sucedido a toda la Ley de tal manera que traiga consigo
un modo totalmente nuevo de conseguir la justicia; sino más bien para asegurar y
ratificar cuanto ella había prometido, y para juntar el cuerpo con las sombras, la
figura con lo figurado. Porque cuando Jesucristo dice que "todos los Profetas y la
Ley profetizaron hasta Juan" (Mt. 11, 13; Lc. 16, 16), no entiende que los padres
del Antiguo Testamento han estado bajo la maldición, de la que no pueden
escapar los siervos de la Ley, sino que han sido mantenidos en los rudimentos y
primeros principios, de tal manera que no han llegado a una instrucción tan alta
como es la del Evangelio.
Por esto san Pablo, al llamar al Evangelio "poder de Dios para salvación a todo
aquel que cree", añade que tiene el testimonio de la Ley y los Profetas (Rom. 1,
16). Y al final de la misma epístola, aunque dice que el predicar a Jesucristo es
una manifestación del misterio que había estado oculto desde toda la eternidad,
luego para mejor exponer su intención, añade que este misterio ha sido
manifestado por los escritos de los profetas. De donde concluimos que, cuando se
trata de la totalidad de la Ley, el Evangelio no difiere de ella más que bajo el
aspecto de una manifestación mayor y más clara.
Por lo demás, como Jesucristo nos ha abierto en sí mismo una inestimable
corriente de gracia, no sin razón se dice que con su venida ha sido erigido en la
tierra el reino celestial de Dios.
5. EL MINISTERIO DE JUAN BAUTISTA

Entre la Ley y el Evangelio fue puesto Juan, que tuvo como un cometido de
intermediario entre ambos. Porque, bien que al llamar a Jesucristo "Cordero de
Dios" y "sacrificio para expiar los pecados", comprendió la suma del Evangelio, sin
embargo, como no explicó la incomparable gloria y virtud que al fin se manifestó
en la resurrección, por esto Cristo afirma que no es igual que los apóstoles.
Porque esto quieren decir sus palabras : "Entre los que nacen de mujer no se ha
levantado otro mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de los
cielos, mayor es que él" (Mt. 11,11). Pues no se trata aquí de la alabanza
personal, sino que después de haber preferido a Juan a todos los profetas,
ensalza soberanamente el Evangelio, al cual, según su costumbre, llama reino de
los cielos.
En cuanto a lo que san Juan responde a los enviados de los escribas, que él no
era más que una voz (Jn. 1,23), como si fuera inferior a los profetas, no lo hace
por falsa humildad; más bien quiere mostrar que Dios no le había dado a él un
mensaje particular, sino que simplemente desempeñaba el papel de precursor,
como lo había antes profetizado Malaquías : "He aquí, yo os envío el profeta Elías,
antes que venga el día de Jehová, grande y terrible" (Mal. 4, 5). De hecho no hizo
otra cosa en el curso de todo su ministerio, que preparar discípulos de Cristo; y
prueba por Isaías que Dios le ha encomendado esta misión (Is. 40,3). En este
sentido también le llamó Cristo "antorcha que ardía y alumbraba" (Jn. 5,35),
porque no había llegado aún la plena claridad del día.
Todo esto no impide, sin embargo, que sea contado entre los predicadores del
Evangelio, pues de hecho usó el mismo bautismo que luego fue confiado a los
apóstoles. Más lo que él comenzó no se cumplió hasta que Cristo, entrando en la
gloria celestial, lo verificó con mayor libertad y progreso por medio de sus
apóstoles.

CAPÍTULO X SEMEJANZA ENTRE EL ANTIGUO Y EL NUEVO TESTAMENTO

1. RAZÓN E INTERÉS DE ESTE CAPÍTULO

Por lo que hasta aquí hemos tratado, resulta claramente que todos aquellos a
quienes Dios ha querido asociar a su pueblo han sido unidos a Él en las mismas
condiciones y con el mismo vínculo y clase de doctrina con que lo estamos
nosotros en el día de hoy. Mas como interesa no poco que esta verdad quede bien
establecida, expondré también de qué manera los patriarcas han sido partícipes
de la misma herencia que nosotros, y han esperado la misma salvación que
nosotros por la gracia de un mismo Mediador, aunque su condición fue muy
distinta de la nuestra.
Si bien los testimonios de la Ley y de los Profetas que hemos recogido en
confirmación de esto, demuestran claramente que jamás hubo en el pueblo de
Dios otra regla de religión y piedad que la que nosotros tenemos, sin embargo,
como los doctores eclesiásticos tratan muchas veces de la diferencia entre el
Antiguo y el Nuevo Testamento – lo cual podría suscitar escrúpulos entre algunos
lectores no muy avisados – me ha parecido muy conveniente tratar más en
particular este punto, para que quede bien aclarado. Y además, lo que ya de por sí
era muy útil se convierte en una necesidad por la importunidad de ese monstruo
de Servet, y de algunos exaltados anabaptistas, que no hacen más caso del
pueblo de Israel que de una manada de puercos, y piensan que nuestro Señor no
ha querido sino cebarlos en la tierra sin esperanza alguna de la inmortalidad
celeste. Por tanto, para alejar este pernicioso error del corazón de los fieles, y para
disipar todas las dificultades que podrían surgir al oír hablar de la diferencia entre
el Antiguo y el Nuevo Testamento, consideremos brevemente en qué conviene y
en qué se diferencia el pacto que Dios estableció con el pueblo de Israel antes de
la venida de Cristo al mundo, y el que con nosotros ha establecido después de
manifestarse Cristo en carne humana.
2. LOS PACTOS ENCIERRAN UNA MISMA SUSTANCIA Y VERDAD, PERO
DIFIEREN EN SU DISPENSACIÓN

Ahora bien, todo se puede aclarar con una simple palabra. El pacto que Dios
estableció con los patriarcas del Antiguo Testamento, en cuanto a la verdad y a la
sustancia es tan semejante y de tal manera coincide con la nuestra que es
realmente la misma, y se diferencia únicamente en el orden y manera de la
dispensación.
Mas como nadie podría obtener un conocimiento cierto y seguro de una simple
afirmación, es menester explicarlo más ampliamente, si queremos que sirva de
algún provecho. Al exponer las semejanzas de las mismas, o por mejor decir, su
unidad, sería superfluo volver a tratar de cada una de las partes ya expuestas; e
igualmente estaría fuera de propósito traer aquí lo que ha de decirse en otro lugar.
Ahora habremos de insistir principalmente en tres puntos.
El primero será entender que el Señor no ha propuesto a los judíos una
abundancia o felicidad terrenas como fin al que debieran de aspirar o tender, sino
que los adoptó en la esperanza de una inmortalidad, y que les reveló tal adopción,
tanto en la Ley como en los Profetas.
El segundo es que el pacto por el que fueron asociados a Dios no se debió a sus
méritos, sino que tuvo por única razón la misericordia del que los llamó.
El tercero, que ellos tuvieron y conocieron a Cristo como Mediador, por el cual
habían de ser reconciliados con Dios y ser hechos partícipes de sus promesas.
El segundo punto, como no ha sido aún bien explicado, se desarrollará más
ampliamente en el lugar oportuno; probaremos con numerosos testimonios de los
profetas, que todo el bien que el Señor ha podido prometer a su pueblo ha
procedido exclusivamente de su bondad y clemencia .EI tercero lo hemos
demostrado ya en varios lugares; e incluso el primero, lo hemos tocado de paso.
3. TESTIMONIO DE LA ESCRITURA

Mas como éste tiene mayor interés para lo que ahora tratamos, y porque respecto
a él hay mucha controversia, es preciso que pongamos mayor diligencia en
aclararlo. Nos detendremos, pues, en él; y al mismo tiempo, si algo falta para
explicar claramente los otros dos, lo indicaremos brevemente, o lo remitiremos a
su lugar oportuno.
Respecto a los tres puntos, el Apóstol nos quita toda duda posible cuando dice
que Dios Padre había prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras el
Evangelio de su Hijo, el cual El ahora ha publicado en el tiempo que había
determinado (Rom, 1,2). Y que: la justicia de la fe enseñada en el Evangelio tiene
el testimonio de la Ley y los Profetas (Rom. 3, 21).
1°. Esperanza de inmortalidad. El Evangelio ciertamente no retiene el corazón de
los hombres en el gozo de esta vida presente, sino que lo eleva a la esperanza de
la inmortalidad; no lo fija en los deleites terrenos, sino que al anunciar que su
esperanza ha de estar puesta en el cielo, en cierto modo lo transporta allá. Y así el
Apóstol lo define en otro lugar, diciendo: "Habiendo oído la palabra de la verdad, el
evangelio de nuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el
Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia" (Ef. 1, 13). Y:
"(hemos) oído de vuestra fe en Cristo Jesús, y del amor que tenéis a todos los
santos, a causa de la esperanza que os está guardada en los cielos, de la cual ya
habéis oído por la palabra verdadera del evangelio" (Col. 1, 4). Igualmente: "A lo
cual os llamó mediante nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor
Jesucristo" (2 Tes. 2,14). De ahí que se le llame "palabra de verdad" (Ef. 1, 13);
"poder de Dios para salvación a todo aquel que cree" (Rom. 1, 16), y "reino de los
cielos" (Mt. 3, 2). Mas si la doctrina del Evangelio es espiritual y abre la puerta
para entrar en posesión de la vida incorruptible, no pensemos que aquellos a
quienes les fue prometido y anunciado se han envilecido entre deleites corporales
como animales, descuidando en absoluto sus almas.
Y no hay motivo para que nadie piense que las promesas del Evangelio que se
hallan en la Ley y en los Profetas fueron asignadas al pueblo del Nuevo
Testamento, porque el Apóstol, después de afirmar que el Evangelio había sido
prometido en la Ley, añade que "todo lo que la ley dice, lo dice a los que están
bajo la ley" (Rom. 3,19). Concedo que esto viene a otro propósito; pero el Apóstol
no era tan distraído, que al decir que todo cuanto la Ley enseña pertenece
realmente a los judíos, no recordase lo que pocos versículos antes había dicho
respecto al Evangelio prometido en la Ley. Clarísimamente, pues, el Apóstol
demuestra que el Antiguo Testamento se refería principalmente a la vida futura,
pues dice que las promesas del Evangelio están contenidas en él.
4. SALVACIÓN GRATUITA

Por la misma razón se sigue que el Antiguo Testamento consistía en la gratuita


misericordia de Dios y que era confirmado por la intercesión de Jesucristo. Porque
la predicación del Evangelio no anuncia sino que los infelices pecadores son
justificados por la sola clemencia paternal de Dios, sin que ellos la pudieran
merecer, y que toda ella se compendia en Cristo.
¿Quién, pues, se atreverá a separar a los israelitas de Cristo, cuando se nos dice
que el pacto del Evangelio, cuyo único fundamento es Cristo, ha sido establecido
con ellos? ¿Quién osará privarles del beneficio de la gratuita salvación, cuando se
nos dice que se les ha impartido la doctrina de la justicia de la fe?
Cristo Mediador. Para no alargar demasiado la discusión de una cosa tan clara,
oigamos la admirable sentencia del Señor: "Abraham, vuestro padre, se gozó de
que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó" (Jn. 8, 56). Y lo que en este lugar
afirma Cristo de Abraham, el Apóstol muestra que ha sido general en todo el
pueblo fiel, al decir: "Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos" (Heb.13,
8). Porque no se refiere en este lugar únicamente a la eterna divinidad de Cristo,
sino también a su virtud y potencia, la cual fue siempre manifestada a los fieles.
Por esto la bienaventurada Virgen y Zacarías en sus cánticos llaman a la salvación
que ha sido revelada en Cristo "cumplimiento de las promesas que Dios había
hecho a Abraham y a los patriarcas" (Lc. 1,54-55; 72-73). Si Dios, al manifestar a
Cristo, ha cumplido el juramento que antes había hecho, no se puede decir de
ningún modo que el fin del Antiguo Testamento no haya sido siempre Cristo y la
vida eterna.
5. EL SIGNIFICADO DE LOS SIGNOS Y SACRAMENTOS ES EL MISMO
EN AMBOS TESTAMENTOS
Más aún. El Apóstol no solamente hace a los israelitas iguales a nosotros en la
gracia del pacto, sino también en la significación de los sacramentos. Porque,
queriendo intimidar a los Corintios con el ejemplo de los castigos, con los que,
según refiere la Escritura, antiguamente fueron castigados los israelitas, a fin de
que ellos no cayesen en semejantes abominaciones, comienza con esta
introducción: que no hay razón para atribuirnos prerrogativa ni privilegio alguno,
por el cual nos veamos libres de la ira de Dios que cayó sobre ellos; pues el Señor
no solamente les hizo los mismos beneficios que a nosotros nos ha hecho, sino
que también les manifestó su gracia con las mismas señales y sacramentos (1
Cor. 10,1-11); como si dijese: si os confiáis y os creéis fuera de todo peligro,
porque el bautismo con el que sois marcados, y la Cena de la que cada día
participáis tienen admirables promesas, y entretanto vivís disolutamente
menospreciando la bondad de Dios, sabed que tampoco los judíos carecieron de
tales símbolos; a pesar de los cuales, sin embargo, el Señor ejerció el rigor de sus
juicios. Fueron bautizados al pasar el mar Rojo y en la nube que los defendía del
ardor del sol.
Los que rechazan esta doctrina arguyen que aquel paso fue un bautismo carnal,
que únicamente guardaba cierta semejanza con nuestro bautismo espiritual. Pero
si se concede esto, el argumento del Apóstol carecería de valor. Él, en efecto,
pretende quitar a los cristianos toda vana confianza de que son mucho más
excelentes que los judíos en virtud del bautismo, ya que ellos están bautizados y
los judíos no. Y de ningún modo se puede interpretar así lo que sigue
inmediatamente: que ellos comieron el mismo alimento espiritual y todos bebieron
la misma bebida espiritual; y afirma que esta comida y esta bebida fue Cristo.
6. EXPLICACIÓN DE JUAN 6,49

Para rebatir la autoridad del Apóstol, objetan lo que dice Cristo: "Vuestros padres
comieron el maná en el desierto, y murieron. Si alguno comiere de este pan, vivirá
para siempre" (Jn. 6,49 .51). Pero fácilmente se puede concordar lo uno con lo
otro. El Señor, como dirigía su palabra a hombres que sólo pensaban en saciar
sus vientres, sin preocuparse gran cosa del alimento espiritual, acomoda en cierta
manera su razonamiento a su capacidad; y particularmente establece la
comparación entre el maná y su cuerpo en el sentido en que ellos la podían
entender. Le exigían, para merecer su crédito, que confirmase su virtud haciendo
algún milagro, como lo había hecho Moisés en el desierto, cuando hizo que
lloviese maná del cielo. En el maná ellos no veían más que un remedio para saciar
el hambre que afligía al pueblo; su penetración no llegaba a sorprender el misterio
que considera san Pablo. Por eso Cristo, para mostrar cuánto más excelente era
el beneficio que debían esperar de Él que el que ellos creían haber recibido de
Moisés, establece esta comparación: Si, según vosotros pensáis, fue tan grande y
admirable milagro que el Señor por medio de Moisés enviara el mantenimiento a
su pueblo para que no pereciese de hambre en el desierto, y con el cual fue
sustentado durante algún tiempo, concluid de aquí cuánto más excelente ha de
ser el alimento que confiere la inmortalidad.
Vemos la razón de que el Señor haya pasado por alto lo que era lo principal en el
maná, y solamente se haya fijado en su utilidad; a saber, que como los judíos le
habían reprochado el ejemplo de Moisés, que había socorrido la necesidad del
pueblo con el remedio del maná, Él responde que era dispensador de una gracia
mucho más admirable, en cuya comparación lo que había hecho Moisés, y que
ellos en tanto estimaban, apenas tenía valor.
Pero san Pablo, sabiendo que el Señor, al hacer llover maná del cielo, no
solamente había querido mantener los cuerpos, sino también comunicar un
misterio espiritual para figurar la vida espiritual, que debían esperar de Cristo, trata
este argumento, como muy digno de ser explicado (1 Cor.10, 1-5).
Por lo cual podemos concluir sin lugar a dudas que no solamente fueron
comunicadas a los judíos las promesas de la vida eterna y celestial que tenemos
actualmente por la misericordia del Señor, sino que fueron selladas y confirmadas
con sacramentos verdaderamente espirituales. Sobre lo cual disputa ampliamente
san Agustín contra Fausto, el maniqueo.130
7. LA PALABRA DE DIOS BASTA PARA VIVIFICAR LAS ALMAS DE
CUANTOS PARTICIPAN DE ELLA

Y si los lectores prefieren que les aduzca testimonios de la Ley y de los Profetas,
mediante los cuales puedan ver claramente que el pacto espiritual de que al
presente gozamos fue comunicado también a los patriarcas, como Cristo y los
apóstoles lo han manifestado, con gusto haré lo que desean; y tanto más, que
estoy cierto de que los adversarios serán convencidos de tal manera que no
puedan ya andar con tergiversaciones.
Comenzaré con un argumento, que estoy seguro de que a los anabaptistas les
parece débil y casi ridículo; pero de gran importancia para las personas
razonables y juiciosas. Admito como cosa irrebatible, que la Palabra de Dios tiene
en sí tal eficacia, que vivifica las almas de todos aquellos a quienes el Señor hace
la merced de comunicársela. Porque siempre ha sido verdad lo que dice san
Pedro, que la Palabra de Dios es una simiente incorruptible, la cual permanece
para siempre; como lo confirma con la autoridad de Isaías (1 Pe. 1,23; Is. 40, 6). Y
como en el pasado Dios ligó a sí mismo a los judíos con este santo nudo, no se
puede dudar que Él los ha escogido para hacerles esperar en la vida eterna.
Porque cuando afirmo que abrazaron la Palabra por la cual se acercaron más a
Dios, no lo entiendo de la manera general de comunicarse con Él que se extiende
por el cielo y la tierra y todas las criaturas del mundo. Pues aunque da el ser a
cada una según su naturaleza, sin embargo no las libra de la corrupción a que
están sometidas. Me refiero a una manera particular de comunicación, por la cual
las almas de las personas fieles son iluminadas en el conocimiento de Dios, y en
cierta manera, unidas a Él.

130
Agustín, Réplica a Fausto el maniqueo, XV, 11; XIX, 16.
Ahora bien, como Adán, Abel, Noé, Abraham y los demás patriarcas se unieron a
Dios mediante esta iluminación de su Palabra, no hay duda que ha sido para ellos
una entrada en el reino inmortal de Dios; pues era una auténtica participación de
Dios, que no puede tener lugar sin la gracia de la vida eterna.
8. EL PACTO DE LA GRACIA ES ESPIRITUAL

Y si esto parece aún algo intrincado y oscuro, pasemos a la fórmula misma del
pacto, que no solamente satisfará a los espíritus apacibles, sino que demostrará
suficientemente la ignorancia de los que pretenden contradecirnos.
El Señor ha hecho siempre este pacto con sus siervos: "Yo seré vuestro Dios, y
vosotros seréis mi pueblo" (Lv. 26,12); palabras en las que los mismos profetas
declaran que se contiene la vida, la salvación y la plenitud de la bienaventuranza.
Pues no sin motivo David afirma muchas veces: "Bienaventurado el pueblo cuyo
Dios es Jehová" (Sal 144,15); "el pueblo que él escogió como heredad para sí"
(Sal 33,12). Lo cual no se debe entender de una felicidad terrena, sino que Él libra
de la muerte, conserva perpetuamente, y mantiene con su eterna misericordia a
aquellos a quienes ha admitido en la compañía de su pueblo. E igualmente otros
profetas: "Tú eres nuestro Dios; no moriremos" (Hab. 1, 12). Y: "Jehová es nuestro
legislador; Jehová es nuestro rey; Él mismo nos salvará" (Is. 33,22).
"Bienaventurado tú, oh Israel; ¿Quién como tú, pueblo salvo por Jehová?" (Dt.
33,29).
Mas para no fatigarnos excesivamente con una cosa que no lo requiere, a cada
paso en los Profetas se lee: ninguna cosa nos falta para tener todos los bienes en
abundancia y para estar ciertos de nuestra salvación, a condición de que el Señor
sea nuestro Dios. Y con toda razón; porque si su rostro, tan pronto como se
manifiesta, es una prenda ciertísima de salvación, ¿cómo podrá declararse por
Dios a alguno, sin que al momento le descubra tesoros de vida? Porque Él es
nuestro Dios, siempre que resida en medio de nosotros, como lo testificaba por
medio de Moisés (Lv. 26,11). Y no se puede obtener de Él tal preferencia sin que a
la vez se posea la vida. Aunque no hubiese otra razón, ciertamente tenían una
promesa de vida espiritual harto clara y evidente en estas palabras: "Yo soy
vuestro Dios" (Éx. 6, 7). Pues no les decía solamente que sería Dios de sus
cuerpos, sino principalmente de sus almas. Ahora bien, si las almas no están
unidas con Dios por la justicia y la santidad, permanecen alejadas de Él por la
muerte; pero si tienen esa unión, ésta les traerá la salvación eterna.
9. LAS PROMESAS DEL PACTO SON ESPIRITUALES

Añádase a esto que Él no solamente les afirmaba que sería su Dios, sino también
les prometía que lo sería para siempre, a fin de que su esperanza, insatisfecha
con los bienes presentes, pusiese sus ojos en la eternidad. Y que este modo de
hablar del futuro haya querido significar esto, se ve claramente por numerosos
testimonios de los fieles, en los cuales no solamente se consolaban de las
calamidades actuales que padecían, sino también respecto al futuro, seguros de
que Dios nunca les había de faltar.
Asimismo había otra cosa en el pacto, que aún les confirmaba más en que la
bendición les sería prolongada más allá de los límites de la vida terrena; y es que
se les había dicho: Yo seré Dios de vuestros descendientes después de vosotros
(Gn.17, 7). Porque si había de mostrarles la buena voluntad que tenía con ellos ya
muertos, haciendo bien a su posteridad, con mucha mayor razón no dejaría de
amarlos a ellos. Pues Dios no es como los hombres, que cambian el amor que
tenían a los difuntos por el de sus hijos, porque ellos una vez muertos no tienen la
facultad de hacer bien a los que querían. Pero Dios, cuya liberalidad no encuentra
obstáculos en la muerte, no quita el fruto de su misericordia a los difuntos, aunque
en consideración a ellos hace objeto de la misma a sus sucesores por mil
generaciones (Ex 20, 6). Con esto ha querido mostrar la inconmensurable
abundancia de su bondad, la cual sus siervos habían de sentir aun después de su
muerte, al describirla de tal manera que habría de redundar en toda su
descendencia.
El Señor ha sellado la verdad de esta promesa, y casi mostrado su cumplimiento,
al llamarse Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob mucho tiempo después de que
hubieran muerto (Éx. 3, 6; Mt. 22,32; Lc. 20,37). Porque sería ridículo que Dios se
llamara así, si ellos hubieran perecido; pues sería como si Dios dijera: Yo soy Dios
de los que ya no existen. Y los evangelistas cuentan que los saduceos fueron
confundidos por Cristo con este solo argumento, de tal manera que no pudieron
negar que Moisés hubiese afirmado la resurrección de los muertos en este lugar.
De hecho, también sabían por Moisés que todos los consagrados a Dios están en
sus manos (Dt.33, 3). De lo cual fácilmente se colegía que ni aun con la muerte
perecen aquellos a quienes el Señor admite bajo su protección, amparo y defensa,
pues tiene a su disposición la vida y la muerte.
10. LA VIDA DE LOS PATRIARCAS DEMUESTRA QUE ASPIRABAN POR
LA FE A LA PATRIA DEL CIELO

Consideremos ahora el punto principal de esta controversia; a saber, si los fieles


del Antiguo Testamento fueron instruidos por el Señor de tal manera, que
supiesen que después de esta vida les estaba preparada otra mejor, para que
despreciando la presente, meditasen en la que había de venir.
En primer lugar, el modo de vida en que los había colocado era un perpetuo
ejercicio, que debía advertirles que eran los hombres más desdichados del mundo,
si solamente contaba la felicidad de esta vida.
Adán. Adán, el cual, aunque sólo fuera por el recuerdo de la dicha que había
perdido, era infelicísimo, con gran dificultad logra mantenerse pobremente (Gn.
3,17-19). Y como si fuera poco esta maldición de Dios, de allí donde pensaba
recibir gran consuelo, le viene mayor dolor: de sus dos hijos, uno de ellos muere a
manos de su propio hermano (Gn. 4,8), quedándole aquel a quien con toda razón
había de aborrecer. Abel, muerto cruelmente en la misma flor de la edad, es un
ejemplo de la calamidad humana.
Noé. Noé gasta buena parte de su vida en construir con gran trabajo y fatiga el
arca, mientras que el resto de la gente se entregaba a sus diversiones y placeres
(Gn. 6,14-16,22). El hecho de que escape a la muerte le resulta más penoso que
si hubiera de morir cien veces; porque, aparte de que el arca le sirve de sepulcro
durante diez meses, nada podía serle más desagradable que permanecer como
anegado en los excrementos de los animales. Y, por fin, después de haber
escapado a tantas miserias, encuentra nuevo motivo de tristeza, al verse hecho
objeto de burla de su propio hijo (Gn. 9, 20-24), viéndose obligado a maldecir con
su propia boca a aquel a quien Dios con un gran beneficio había salvado.

11. ABRAHAM

Abraham ciertamente ha de, valernos por innumerables testigos, si consideramos


su fe, la cual nos es propuesta como regla perfectísima en el creer (Gn.12, 4);
hasta tal punto que para ser hijos de Dios hemos de ser contados entre su linaje.
¿Qué cosa, pues, puede parecer más contra la razón que el que Abraham sea
padre de los creyentes, y que no tenga siquiera un rincón entre ellos? Ciertamente
no pueden borrarlo del número de los mismos, ni siquiera del lugar más destacado
de todos sin que toda la Iglesia quede destruida. Pero en lo que toca a su
condición en esta vida, tan pronto como fue llamado por Dios, tuvo que dejar su
tierra y separarse de sus parientes y amigos, que son, en el sentir de los hombres,
lo que más se ama en este mundo; como si el Señor de propósito y a sabiendas
quisiera despojarlo de todos los placeres de la vida. Cuando llega a la tierra en la
que Dios le manda vivir, se ve obligado por el hambre a salir de ella. Se va de allí
para remediar sus necesidades a una tierra en la cual, para poder vivir, tiene que
dejar sola a su mujer, lo cual debe haberle sido más duro que mil muertes.
Cuando vuelve a la tierra que se le había señalado como morada, de nuevo tiene
que abandonarla por el hambre. ¿Qué clase de felicidad es ésta de tener que
habitar en una tierra donde tantas necesidades hay que pasar, hasta perecer de
hambre, si no se la abandona? Y de nuevo se ve obligado para salvar su vida, a
dejar su mujer en el país de Abimelec (Gn. 20, 2). Mientras se ve forzado a vagar
de un lado para otro, las continuas riñas de los criados le obligan a tomar la
determinación de separarse de su sobrino, al que quería como a un hijo;
separación que sin duda sintió tanto como si le amputaran un miembro de su
propio cuerpo. Al poco tiempo se entera de que sus enemigos lo llevaban cautivo.
Dondequiera que va halla en los vecinos gran barbarie y violencia, pues no le
dejan beber agua ni en los pozos que con gran trabajo había él mismo cavado;
porque si no le hubieran molestado no hubiera comprado al rey de Gerar el poder
de usar los pozos.
Entretanto llega a la vejez, y se ve sin hijos, que es lo más duro y penoso que
puede suceder en aquella edad; de tal manera, que perdida ya toda esperanza,
engendra a Ismael. Pero incluso su nacimiento le costó bien caro, cuando su
mujer Sara le llenaba de oprobios, como si él hubiera alimentado el orgullo de su
esclava y fuera la causa de toda la perturbación de su casa.
Finalmente, nace Isaac; pero la recompensa es que su hijo Ismael, el primogénito,
sea echado de casa, como si en vez de hijo, fuera un enemigo. Cuando sólo le
queda Isaac en quien encontrar el solaz de su vejez, Dios le manda que le dé
muerte. ¿Puede el entendimiento humano imaginar desgracia mayor que la de que
un padre tenga que ser el verdugo de su propio hijo? Si hubiera muerto de
enfermedad, ¿quién no tendría a este pobre anciano por desdichado, al cual,
como en son de burla, se le había dado un hijo, que redoblaría su dolor de
encontrarse sin ninguno en su vejez? Si algún desconocido lo hubiera matado, el
infortunio se agravaría con la indignidad del hecho. Pero que tenga que morir a
manos de su propio padre, sobrepasa cuantos ejemplos se conocen de
desventura.
En resumen: de tal manera se vio atormentado durante su vida, que si alguno
quisiera pintar un ejemplo de vida desgraciada, no encontraría otro más apto.
Y que nadie objete que Abraham no fue del todo desdichado, pues al fin se libró
de tantas dificultades y vivió prósperamente. Porque no se puede decir que lleva
una vida dichosa el que, a través de dificultades sin cuento, después de largo
tiempo, al fin logra salir de ellas, sino el que, sin apenas experimentar trabajos, ni
saber qué son, goza en paz de los bienes de este mundo.
12. ISAAC

Vengamos a Isaac, que, si bien no padeció tantos trabajos, sin embargo, el más
pequeño placer y alegría le costó grandes esfuerzos. Las miserias y trabajos que
experimentó son suficientes para que un hombre no sea dichoso en la tierra. El
hambre le hace huir de la tierra de Canaán; le arrebatan de las manos a su mujer;
sus vecinos le molestan y le atormentan por dondequiera que va; y esto con tanta
frecuencia y de tantas maneras, que se ve obligado a luchar por el agua, como su
padre. Las mujeres de su hijo Esaú llenan la casa de disgustos (Gn.26, 35). Le
aflige sobremanera la discordia de sus hijos, y no puede solucionar tan grave
problema más que desterrando a aquel a quien había otorgado su bendición.
Jacob. En cuanto a Jacob, ciertamente es un admirable retrato de suprema
desgracia. Pasa en casa de su padre la juventud atormentado por la inquietud a
causa de las amenazas de su hermano mayor, a las cuales tiene que ceder,
huyendo (Gn. 28,5). Proscrito de la casa de su padre y de la tierra en que nació,
aparte de que es muy penoso sentirse desterrado, su tío Labán no le trata con
más afecto y humanidad. No le basta que pase siete años en dura y rigurosa
servidumbre, sino que al fin sea injustamente engañado, dándosele una mujer por
otra (Gn. 29,25). Para conseguir la mujer que antes había pedido, tuvo que
ponerse de nuevo a servir, abrasándose de día con el calor del sol, y sin dormir de
noche a causa del frío, según él mismo se lamenta. Después de veinte años de
tanta miseria, cada día se veía atormentado por nuevas afrentas de su suegro
(Gn.31, 7). En su casa no había tranquilidad alguna, pues la destruían los odios y
las envidias de sus mujeres.
Cuando Dios le manda que se retire a su país, tuvo que preparar de tal manera el
momento de su partida, que más bien pareció una huida afrentosa; e incluso no
pudo escapar de la iniquidad de su suegro, sin ser molestado en el camino por los
denuestos e injurias del mismo.
Después de esto se encuentra con otra dificultad mayor, porque al acercarse a su
hermano, contempla ante sí tantos géneros de muertes, como se pueden esperar
de un enemigo cruel (Gn.32, 11); y por eso se ve atormentado con horribles
temores mientras espera su venida. Cuando se encuentra ante él, se arroja a sus
pies medio muerto, hasta que lo ve más aplacado de lo que se atrevía a esperar
(Gn.33, 3).
Cuando al fin entra en su tierra se le muere Raquel, a quien amaba especialmente
(Gn. 35,16-19). Algún tiempo después oye decir que el hijo que le había dado
Raquel, a quien por esta razón amaba más que a los otros, había sido
despedazado por una fiera. Cuánta tristeza experimentó con su muerte, él mismo
nos lo deja ver, pues después de haberlo llorado, no quiere admitir consuelo
alguno, y sólo desea seguir a su hijo muerto. Además, ¿qué pesar, qué tristeza y
dolor no le proporcionaría el rapto y la violación de su hija, el atrevimiento de sus
hijos al vengar tales injurias, que no solamente fue causa de que le aborreciesen
todos los habitantes de aquella región, sino que incluso le puso en grave peligro
de muerte?
Después tuvo lugar el horrendo crimen de su primogénito Rubén, que debió
afligirle muy hondamente; pues si una de las mayores desgracias que pueden
acontecerle a un hombre es que su mujer sea violada, ¿qué hemos de decir
cuando es el propio hijo quien comete tamaña afrenta? Poco después su familia
se ve manchada con un nuevo incesto (Gn. 38,18); de tal manera, que tal cúmulo
de afrentas era capaces de destrozar el corazón del hombre más fuerte y paciente
del mundo.
Y al fin de su vejez, queriendo poner remedio a las necesidades que él y toda su
familia padecían a causa del hambre, le traen la triste nueva de que uno de sus
hijos queda en prisión en Egipto, y para librarlo es necesario enviar a Benjamín, a
quien amaba más que a ningún otro (Gn. 42, 34 . 38).
¿Quién podría pensar que entre tantas desventuras haya tenido un solo momento
para respirar siquiera seguro y tranquilo? Por eso él mismo afirma hablando con
Faraón que los años de su peregrinación habían sido pocos y malos (Gn. 47,9). El
que asegura que ha pasado su vida en continuas miserias, evidentemente niega
que haya experimentado la prosperidad que el Señor le había prometido. Por
tanto, o Jacob era ingrato y ponderaba mal los beneficios que Dios le había hecho,
o decía la verdad al afirmar que había sido desdichado en la tierra. Si lo que decía
era verdad, se sigue que no tuvo puesta su esperanza en las cosas terrenas y
caducas.
13. TODOS ESTOS PATRIARCAS HAN SIDO EXTRANJEROS Y VIAJEROS
EN LA TIERRA

Si todos estos santos patriarcas esperaron de la mano de Dios una vida dichosa –
de lo cual no hay duda –, evidentemente conocieron otra felicidad que la de este
mundo, como admirablemente lo muestra el Apóstol: "Por la fe", dice, "(Abraham)
habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en
tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la
ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios ... Conforme
a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de
lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos
sobre la tierra. Porque lo que éstos dicen, clara-mente dan a entender que buscan
una patria; pues si hubiesen estado pensando en aquélla de donde salieron,
ciertamente tenían tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial;
por lo cual Dios no se avergüenza de ser llamado Dios de ellos, porque les ha
preparado una ciudad" (Heb. 11, 9-16).
Ciertamente hubiesen sido más necios que un tronco al seguir con tanto ahincó
las promesas, respecto a las cuales no tenían esperanza alguna de conseguirlas
en la tierra, si no esperasen su cumplimiento en otra parte. Por eso no sin motivo
insiste el Apóstol en que se llamaron peregrinos y extranjeros en este mundo,
como el mismo Moisés lo refiere (Gn. 47,9). Porque si son peregrinos y extranjeros
en la tierra de Canaán, ¿dónde está la promesa del Señor por la que eran
constituidos herederos de la misma? Ello demuestra claramente que la promesa
de posesión que Dios les había hecho, miraba más arriba de la tierra. Por esto no
poseyeron ni un palmo de tierra en Canaán, a no ser para su sepultura (Hch. 7,5).
Con lo cual declaraban que no esperaban gozar del beneficio de la promesa, sino
después de su muerte. Y ésa es la causa de que Jacob deseara tanto ser
sepultado en ella, hasta el punto de hacer que su hijo José se lo prometiera con
juramento (Gn. 47, 29-30), en fuerza del cual éste mandó que las cenizas de su
padre fuesen transportadas a la tierra de Canaán mucho tiempo después (Gn.
50,25).
14. JACOB DESEANDO EL DERECHO DE PRIMOGENITURA BUSCABA LA
VIDA FUTURA

En conclusión, se ve claramente que en todo cuanto emprendían tuvieron siempre


ante sus ojos la bienaventuranza de la vida futura. Porque, ¿con qué propósito
hubiera deseado Jacob la primogenitura hasta poner en peligro su vida, cuando
ningún beneficio le acarreaba; antes bien, era la causa de verse desterrado de la
casa de su padre, si no fuera porque él tenía en vista una bendición más alta? Y
que tal era su intención, lo asegura él mismo cuando estando ya para morir
exclamó: "Tu salvación esperé, oh Jehová" (Gn. 49,18). ¿Qué salvación esperaba
viéndose ya morir, sino que consideraba la muerte como un principio de nueva
vida?
La oración de Balaam. Más, ¿a qué discutimos respecto a los santos e hijos de
Dios, si incluso el que pretendía impugnar la verdad tuvo el mismo sentimiento y lo
comprendió así? Porque, ¿qué otra cosa quería dar a entender Balaam, al decir:
"Muera yo la muerte de los rectos, y mi postrimería, sea como la suya" (Nm.
23,10), sino porque sentía lo que más tarde dijo David: "Estimada es a los ojos de
Jehová la muerte de sus santos" (Sal 116, 15), y que la muerte de los malvados es
desgraciada (Sal 34, 22)? Si el término definitivo de los hombres fuera la muerte,
ciertamente no habría lugar a señalar diferencia alguna entre la del justo y la del
impío. Sin embargo, se los distingue por la diversa suerte y condición que les está
preparada a unos y a otros para después de su muerte.
15. MOISÉS

Aún no nos hemos detenido en Moisés, del cual dicen los soñadores que
impugnamos, que no tuvo otro cometido que llevar al pueblo de Israel, de carnal
que era a temer y honrar a Dios, prometiéndoles tierras fertilísimas y abundancia
de todo. Sin embargo – si no se quiere deliberadamente negar la luz que alumbra
los ojos – nos encontramos ante la manifiesta revelación del pacto espiritual.
Los profetas. David espera en la vida futura. Y si descendemos a los profetas,
hallaremos en ellos una perfecta claridad para contemplar la vida eterna y el reino
de Cristo.
En primer lugar David, quien por haber existido antes que los otros habla en
figuras de los misterios celestiales conforme a la disposición divina y con mayor
oscuridad. Sin embargo, ¡con cuánta claridad y certeza dirige todo cuanto dice a
este blanco! Qué caso hacía de la morada terrena, lo declara en esta sentencia:
"Forastero soy para ti, y advenedizo, como todos mis padres. Ciertamente es
completa vanidad todo hombre que vive; ciertamente como una sombra que pasa.
Y ahora, Señor, ¿qué esperaré? Mi esperanza está en ti" (Sal 39,12. 6.7). Sin
duda, el que confiesa que no hay cosa alguna en la tierra permanente y firme, y
sin embargo conserva la firmeza de su esperanza en Dios, es porque contempla
su felicidad en otro sitio distinto de este mundo. Por eso suele invitar a los fieles a
que contemplen esto, siempre que desea consolarlos de verdad. Porque en otro
lugar, después de haber expuesto cuán breve, vana y fugaz es la vida del hombre,
añade: "Mas la misericordia de Jehová es desde la eternidad y hasta la eternidad
sobre los que le temen" (Sal 103,17). Con lo cual está de acuerdo lo que dice en
otra parte: "Desde el principio tú fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus
manos. Ellos perecerán, mas tú permanecerás; y todos ellos como una vestidura
se envejecerán; como un vestido los mudarás, y serán mudados; pero tú eres el
mismo, y tus años no se acabarán. Los hijos de tus siervos habitarán seguros y su
descendencia será establecida delante de ti" (Sal 102,25-28). Si, a pesar de la
destrucción del cielo y de la tierra, los fieles no dejan de permanecer delante del
Señor, se sigue que su salvación está unida a la eternidad de Dios. Y ciertamente
que tal esperanza no puede durar mucho, si no descansa en la promesa que
expone Isaías: "Los cielos serán deshechos como humo, y la tierra se envejecerá
como ropa de vestir, y de la misma manera perecerán sus moradores; pero mi
salvación será siempre, mi justicia no perecerá" (Is. 51, 6). En este texto se
atribuye perpetuidad a la justicia y a la salvación, no en cuanto residen en Dios,
sino en cuanto Él las comunica a los hombres, y ellos las experimentan en sí
mismos.
16. LA FELICIDAD DE LOS FIELES ES LA GLORIA CELESTIAL

Realmente no se pueden entender de otra manera las cosas que en diversos


lugares David cuenta de la prosperidad de los fieles, sino atribuyéndolas a la
manifestación de la gloria celestial. Como cuando dice: "Él (Jehová) guarda las
almas de sus santos; de mano de los impíos los libra. Luz está sembrada para el
justo, y alegría para los rectos de corazón" (Sal 97, 10-11). Y: "Su justicia (de los
buenos) permanece para siempre, su poder será exaltado en gloria;... el deseo de
los impíos perecerá" (Sal 112, 9-10). Y: "Los justos alabarán tu nombre; los rectos
morarán en tu presencia" (Sal 140,13). Asimismo: "En memoria eterna será el
justo" (Sa1.112, 6). Y también: "Jehová redime el alma de sus siervos" (Sal 34,
22).
El Señor no solamente permite que sus siervos sean atormentados y afligidos por
los impíos, sino que muchas veces consiente que los despedacen y destruyan;
permite que los buenos se consuman en la oscuridad y en la desgracia, mientras
que los malos resplandecen como estrellas; y no muestra la claridad de su rostro a
su fieles, para que gocen mucho tiempo de ella. Por eso, el mismo David no oculta
que si los fieles fijan sus ojos en el estado de este mundo, sería una gravísima
tentación de duda, sobre si Dios galardona y recompensa la inocencia. Tan cierto
es que la impiedad es lo que más comúnmente prospera y florece, mientras que
los que temen a Dios son oprimidos con afrentas, pobreza, desprecios, y todo
género de cruces. "En cuanto a mí", dice David, "casi se deslizaron mis pies; por
poco resbalaron mis pasos. Porque tuve envidia de los arrogantes, viendo la
prosperidad de los impíos" (Sal 73,2-3). Y luego concluye: "Cuando pensé para
saber esto, fue duro trabajo para mí, hasta que entrando en el santuario de Dios
comprendí el fin de ellos" (Sal 73,16-17).

17. EL CUMPLIMIENTO DE LAS PROMESAS NO TENDRÁ LUGAR HASTA


EL JUICIO Y LA RESURRECCIÓN

Vemos, pues, aunque no sea más por el testimonio de David, que los padres del
Antiguo Testamento no ignoraron que pocas veces, por no decir nunca, cumple
Dios en este mundo lo que promete a sus siervos, y que por esta razón elevaron
sus corazones al Santuario de Dios, donde veían oculto lo que no podían
contemplar entre las sombras de este mundo. Este Santuario era el último día del
juicio que esperamos; no pudiendo verlo con los ojos del cuerpo, se contentaban
con entenderlo por la fe. Apoyados en esta confianza, a pesar de cuanto les
sucedía en el mundo, no dudaban que al fin vendría un tiempo en el cual las
promesas de Dios tendrían su cumplimiento. Así lo aseguran estas palabras: "En
cuanto a mí, veré tu rostro en justicia; estaré satisfecho cuando despierte a tu
semejanza" (Sa1.17, 15). Y: "Yo estoy como olivo verde en la casa de Dios" (Sal
52, 8). Igualmente: "El justo florecerá como la palmera; crecerá como cedro de
Líbano. Plantados en la casa de Jehová, en los atrios de nuestro Dios florecerán.
Aun en la vejez fructificarán; estarán vigorosos y verdes" (Sa1.92, 12-14). Y poco
antes había dicho: " ¡Oh Jehová, muy profundos son tus pensamientos! Cuando
brotan los impíos como la hierba, y florecen todos los que hacen iniquidad, es para
ser destruidos eternamente" (Sal 92, 5-7).
¿Dónde estará esta belleza de los fieles, sino cuando la apariencia de este mundo
se cambie por la manifestación del Reino de Dios? Al poner sus ojos en aquella
eternidad, no haciendo caso de la aspereza de las calamidades presentes, que
comprendían son efímeras, con toda seguridad exclamaban: "No dejará para
siempre caído al justo. Mas tú, oh Jehová, harás descender a aquéllos (los impíos)
al pozo de perdición" (Sal 55,22-23). ¿Dónde hay en este mundo un pozo de
muerte que se trague a los impíos, de cuya felicidad expresamente se dice en otro
sitio: "Pasan sus días en prosperidad, y en paz descienden al Seol" (Job 21,13)?
¿Dónde está aquella firmeza de los santos, a quienes el mismo David nos
presenta de continuo afligidos de infinitas maneras, y hasta totalmente abatidos?
Ciertamente que él tenía ante los ojos, no el espectáculo común de este mundo
inconstante y tornadizo como un mar en tempestad, sino lo que hará el Señor
cuando se siente a juicio para establecer un estado permanente del cielo y de la
tierra, como el mismo Profeta admirablemente lo refiere en otro lugar: "Los que
confían en sus bienes, y de la muchedumbre de sus riquezas se jactan, ninguno
de ellos podrá ver en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate"
(Sal 49,6-7). Aunque ven que incluso "los sabios mueren; que perecen del mismo
modo que el insensato y el necio, y dejan a otros sus riquezas, su íntimo
pensamiento es que sus casas serán eternas, y sus habitaciones para generación
y generación; dan sus nombres a sus tierras, mas el hombre no permanecerá en
honra; es semejante a las bestias que perecen. Este su camino es locura; con
todo, sus descendientes se complacen en el dicho de ellos. Como a rebaños que
son conducidos al Seol, la muerte los pastoreará, y los rectos se enseñorearán de
ellos por la mañana; se consumirá su buen parecer, y el Seol será su morada" (Sal
49,10-14).
En primer lugar, al burlarse de los locos que hayan su reposo en los caducos y
transitorios placeres de este mundo, muestra que los sabios deben buscar otra
felicidad muy distinta; pero con mucha mayor claridad todavía expone el misterio
de la resurrección cuando establece el reino de los fieles, después de predecir la
ruina de los impíos. Porque, ¿qué se ha de entender por aquella expresión suya,
"por la mañana", sino la manifestación de una nueva vida que ha de seguir al
terminar la presente?
18. DE AQUÍ PROCEDÍA AQUEL PENSAMIENTO CON EL QUE LOS FIELES
SOLÍAN CON SOLARSE Y ANIMARSE A TENER PACIENCIA EN SUS
INFORTUNIOS SABIENDO QUE "EL ENOJO DE DIOS NO DURA MÁS
QUE UN MOMENTO, PERO SU FAVOR TODA LA VIDA" (SAL. 30, 6).

¿Cómo podían ellos dar por terminadas sus aflicciones en un momento, cuando se
veían afligidos toda la vida? ¿En qué contemplaban la duración de la bondad de
Dios hacia ellos, cuando a duras penas podían ni siquiera gustarla? Si no hubieran
levantado su pensamiento por encima de la tierra, les hubiera sido imposible hallar
tal cosa; mas como alzaban sus ojos al cielo, comprendían que no es más que un
momento el tiempo que los santos del Señor se ven afligidos; y, en cambio, los
beneficios que han de recibir, durarán para siempre; y, al revés, entendían que la
ruina de los impíos no tendría fin, aunque hubiesen sido tenidos por dichosos en
un plazo de tiempo tan breve como un sueño. Esta es la razón de aquellas
expresiones suyas: "La memoria del justo será bendita; mas el nombre del impío
se pudrirá" (Prov. 10, 7). Y: "Estimada es a los ojos de Jehová la muerte de sus
santos”; "pero la memoria de los impíos perecerá" (Sa1.116, 15; 34,21). Y: "Él
guarda los pies de sus santos; mas los impíos perecen en las tinieblas" (1 Sm.
2,9). Todo esto nos da a entender que ellos conocieron perfectamente que, por
más afligidos que los santos se vean en este mundo, no obstante, su fin será la
vida y la salvación; y, al contrario, la felicidad de los impíos es un camino de
placer, por el que insensiblemente se deslizan hacia una muerte perpetua. Por eso
llamaban a la muerte de los incrédulos "muerte de los incircuncisos" (Ez. 28,10;
31,18), dando con ello a entender que no tenían esperanza de resurrección. Y
David no pudo concebir una maldición más grave de sus enemigos, que decir:
"Sean raídos del libro de los vivientes, y no sean escritos entre los justos" (Sal 69,
28).
19. JOB SABE QUE SU REDENTOR VIVE

Pero, admirable sobre todas, es aquella sentencia de Job: "Yo sé que mi redentor
vive, y en el último día he de resucitar de la tierra, y en mi carne veré a Dios mi
salvador; esta esperanza reposa en mi corazón".131
Los que quieren hacer ostentación de ingenio arguyen sutilmente que esto no ha
de entenderse de la última resurrección, sino del día, cualquiera que fuese, en el
cual Job esperaba que Dios se le mostrase más benigno y amable. Aunque en
parte se lo concedamos, siempre será verdad, quiéranlo o no, que Job no hubiera
podido concebir tan alta esperanza, si no hubiera elevado sus pensamientos por
encima de la tierra. Por tanto hay que convenir en que fijó sus ojos en la
inmortalidad futura, pues comprendió que, incluso en la sepultura, su Redentor
había de preocuparse de él; ya que la muerte es la desesperación suprema para
los que tienen su pensamiento exclusivamente en este mundo, el cual no pudo

131
Traducción de Calvino. Job 19, 25-27a.
quitarle a él la esperanza, "Aunque él me matare", decía, "en él esperaré" (Job
13,15).
Y si algún obstinado murmura contra esto diciendo que muy pocos pronunciaron
palabras semejantes, y por lo tanto, no se puede probar que haya sido doctrina
comúnmente admitida entre los judíos, a ése le responderé en el acto, que éstos
con sus palabras no han querido enseñar una especie de sabiduría oculta,
solamente accesible a unos cuantos espíritus excelentes y particularmente
dotados, pues los que pronunciaron estas palabras fueron constituidos doctores
por el Espíritu Santo, y abiertamente enseñaron la doctrina que el pueblo había de
profesar. Por eso, cuando oímos oráculos tan claros del Espíritu Santo, que dan fe
de la vida espiritual de la Iglesia antigua de los judíos, sería obstinación intolerable
no conceder a este pueblo más que un pacto carnal, en el que no se hace
mención más que de la tierra y las riquezas mundanas.

20. TODOS LOS PROFETAS MEDITAN EN LA FELICIDAD DE LA VIDA


ESPIRITUAL

Si desciendo a los profetas que siguieron a David, encontraría materia mucho más
amplia para desarrollar este tema. Y si la victoria no nos ha resultado difícil en
David, Job y Samuel, mucho más fácil resultará aquí. Porque el Señor, en la
dispensación del pacto de su misericordia siempre ha procedido de suerte que
cuanto más con el correr del tiempo se acercaba el día de la plena revelación, con
tanta mayor claridad lo ha querido anunciar. Por eso al principio, cuando a Adán
se le hizo la primera promesa de salvación, solamente se manifestaron unos
ligeros destellos; luego, poco a poco fue aumentando la claridad, hasta que el sol
de justicia, Jesucristo, disipando todas las nubes, ha iluminado claramente todo el
mundo. No debemos, pues, temer que si queremos servirnos del testimonio de los
profetas, para confirmar nuestra tesis, nos vayan a fallar.

Mas, como esta materia es tan amplia y hay tanto que decir de ella, que sería
menester detenerse en la misma considerablemente más de lo que conviene a
este tratado – se podría escribir un libro voluminoso sobre ello –, y como además
creo que con lo dicho hasta aquí he abierto el camino a cualquier lector, por cortas
que sean sus luces, para que por sí mismo pueda entenderlo, procuraré no ser
prolijo innecesariamente. Solamente quiero advertir a los lectores que procuren
emplear la clave que les he dado para abrirse camino; a saber, que siempre que
los profetas hacen mención de la felicidad de los fieles – de la que apenas se ve
un rastro en este mundo – recurran a la distinción de que los profetas, para más
ensalzar la bondad de Dios la han figurado en los beneficios terrenos, como una
especie de figuras; pero, al mismo tiempo han querido con estas figuras levantar
los entendimientos por encima de la tierra, más allá de los elementos de este
mundo corruptible, e incitarlos a meditar por necesidad en la bienaventuranza de
la vida futura y espiritual.

21. LA ESPERANZA DE LA RESURRECCIÓN. LA VISIÓN DE EZEQUIEL

Nos contentaremos con un solo ejemplo. Viendo los israelitas deportados a


Babilonia que el destierro y desolación en que se hallaban eran semejantes a la
muerte, no había quien les hiciese creer que cuanto les profetizaba Ezequiel de su
vuelta y restitución no era más que una fábula y mentira, y no una gran verdad. El
Señor, para demostrar que ni siquiera aquella dificultad podría impedir que les
otorgase aquel beneficio, le muestra al profeta en una visión un campo lleno de
huesos secos, a los cuales con la sola virtud de su palabra les devuelve la vida y
el vigor en un momento (Ez. 37, 4). Esta visión era muy a propósito para corregir
la incredulidad del pueblo; pero al mismo tiempo les daba a entender hasta qué
punto la potencia de Dios se extendía más allá de la vuelta y restitución que les
prometía, ya que con solo mandarlo, le era tan fácil dar vida a aquellos huesos
resecos, esparcidos por uno y otro lado.
Isaías. Y por esto hemos de comparar esta sentencia con otra semejante de
Isaías: "Tus muertos vivirán, sus cadáveres resucitarán. ¡Despertad y cantad,
moradores del polvo!; porque tu rocío es cual rocío de hortalizas, y la tierra dará
sus muertos. Anda, pueblo mío, entra en tus aposentos, cierra tras ti tus puertas;
escóndete un poquito, por un momento, en tanto que pasa la indignación. Porque
he aquí que Jehová sale de su lugar para castigar al morador de la tierra por su
maldad contra él; y la tierra descubrirá la sangre derramada sobre ella, y no
encubrirá ya más a sus muertos." (Is. 26, 19-21).
22. NO QUIERO, SIN EMBARGO DECIR, QUE HAYA QUE RELACIONAR
TODOS LOS PASAJES A ESTA REGLA.

Algunos de ellos, sin figura ni oscuridad alguna, demuestran la inmortalidad futura,


preparada en el reino de Dios para los fieles. Entre ellos, algunos de los alegados
y otros muchos, pero principalmente dos.
El primero es de Isaías. Dice: "Porque como los cielos nuevos y la nueva tierra
que yo hago permanecerán delante de mí, dice Jehová, así permanecerá vuestra
descendencia y vuestro nombre. Y de mes en mes, y de día de reposo en día de
reposo vendrán todos a adorar delante de mí, dice Jehová. Y saldrán y verán los
cadáveres de los hombres que se rebelaron contra mí; porque su gusano nunca
morirá, ni su fuego se apagará" (Is. 66, 22-24).
El otro es de Daniel: "En aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe que
está de parte de los hijos de tu pueblo; y será tiempo de angustia, cual nunca fue
desde que hubo gente hasta entonces; pero en aquel tiempo será libertado tu
pueblo, todos los que se hallan escritos en el libro. Y muchos de los que duermen
en el polvo de la tierra serán despertados, unos para la vida eterna, y otros para
confusión y vergüenza perpetua" (Dan. 12,1-2).
23. CONCLUSIONES

En cuanto a los otros dos puntos; a saber, que los padres del Antiguo Testamento
han tenido a Cristo por prenda y seguridad del pacto que Dios había establecido
con ellos, y que han puesto en Él toda la confianza de su bendición, no me
esforzaré mayormente en probarlos, pues son fáciles de entender y nunca han
existido grandes controversias sobre ellos.
Concluyamos, pues, con plena seguridad de que el Diablo con todas sus astucias
y artimañas no podrá rebatirlo, que el Antiguo Testamento o pacto que el Señor
hizo con el pueblo de Israel no se limitaba solamente a las cosas terrenas, sino
que contenía también en sí la promesa de una vida espiritual y eterna, cuya
esperanza fue necesario que permaneciera impresa en los corazones de todos
aquellos que verdaderamente pertenecían al pacto.
Por tanto, arrojemos muy lejos de nosotros la desatinada y nociva opinión de los
que dicen que Dios no propuso cosa alguna a los judíos, o que ellos sólo buscaron
llenar sus estómagos, vivir entre los deleites de la carne, poseer riquezas, ser muy
poderosos en el mundo, tener muchos hijos, y todo lo que apetece el hombre
natural y sin espíritu de Dios. Porque nuestro Señor Jesucristo no promete
actualmente a los suyos otro reino de los cielos que aquel en el que reposarán con
Abraham, Isaac y Jacob (Mt. 8, 11). Pedro aseguraba a los judíos de su tiempo,
que eran herederos de la gracia del Evangelio, que eran hijos de los profetas, que
estaban comprendidos en el pacto que Dios antiguamente había establecido con
el pueblo de Israel (Hch. 3, 25).
Y a fin de que no solamente fuese testimoniado con palabras, el Señor ha querido
también demostrarlo con un hecho. Porque en el momento de su resurrección hizo
que muchos santos resucitasen con Él, los cuales "fueron vistos en Jerusalén"
1Mt. 27,52). Esto fue como dar una especie de arras de que todo cuanto El había
hecho y padecido para redimir al género humano, no menos pertenecía a los fieles
del Antiguo Testamento, que a nosotros mismos. Porque, como lo asegura Pedro,
fueron dotados del mismo Espíritu con que nosotros somos regenerados (Hch. 15,
8). Y puesto que vemos que el Espíritu de Dios, que es como, un destello de
inmortalidad en nosotros, por lo cual es llamado "arras de nuestra herencia" (Ef. 1,
14) habitaba también en ellos, ¿cómo nos atreveremos a privarles de la herencia
de la vida?
Por esto no puede uno por menos de maravillarse de cómo fue posible que los
saduceos cayesen en tal necedad y estupidez, como es negar la resurrección y la
existencia del alma, puesto que ambas cosas se demuestran tan claramente en la
Escritura (Hch. 23,7-8). Ni nos resultaría menos extraña al presente la brutal
ignorancia que contemplamos en el pueblo judío, al esperar un reino temporal de
Cristo, si la Escritura no nos hubiera dicho mucho antes, que por haber repudiado
el Evangelio serían castigados de esta manera. Porque era muy conforme a la
justicia de Dios, que sus entendimientos de tal manera se cegasen, que ellos
mismos, rechazando la luz del cielo, buscaron por su propia voluntad las tinieblas.
Leen a Moisés, y meditan de continuo sobre él; pero tienen delante de los ojos un
velo, que les impide ver la luz que resplandece en su rostro. Y así permanecerán
hasta que se conviertan a Cristo, del cual se apartan ahora cuanto les es posible
(2 Cor. 3,14-15).

CAPÍTULO XI: DIFERENCIA ENTRE LOS DOS TESTAMENTOS

1. CINCO DIFERENCIAS ENTRE LOS DOS TESTAMENTOS

Dirá, pues, alguno, ¿no existe diferencia alguna entre el Antiguo y el Nuevo
Testamento? ¿Qué diremos de tantos textos en los que se los opone a ambos
como cosas completamente diversas? Respondo que admito plenamente las
diferencias que la Escritura menciona, mas a condición que no se suprima la unión
que hemos señalado, según podrá verse cuando las expongamos por orden.
Ahora bien, por lo que he podido notar en la Escritura, son cuatro las principales
diferencias. Si alguno quiere añadir otra más, no encuentro razón para oponerme.
Admito que son diferencias; pero afirmo que más se refieren a la diversa manera
que Dios ha observado al revelar su doctrina, que a la sustancia de la misma. Por
ello no puede haber impedimento alguno en que las promesas del Antiguo y del
Nuevo Testamento sean las mismas, y Cristo el único fundamento de ellas.
1°. El Nuevo Testamento nos lleva directamente a la meditación de la vida futura.
La primera diferencia es que, aunque el Señor quiso que el pueblo del Antiguo
Testamento elevase su entendimiento hasta la herencia celestial, sin embargo
para mejor mantenerlos en la esperanza de las cosas celestiales, se las hacía
contemplar a través de los beneficios terrenos, dándoles un cierto gusto de las
mismas. En cambio ahora, habiendo revelado mucho más claramente por el
Evangelio la gracia de la vida futura, guía y encamina nuestros entendimientos
derechamente a su meditación, sin entretenemos con estas cosas inferiores, como
hacía con los israelitas.
Los que no consideran esta determinación de Dios, creen que el pueblo del
Antiguo Testamento no ha pasado de la esperanza de los bienes terrenos que se
le prometían. Ven que la tierra de Canaán se nombra tantas veces como premio
admirable y único para remunerar a los que guardan la Ley de Dios; ven también
que las mayores y más severas amenazas que el Señor hace a los judíos son
arrojarlos de la tierra que les había dado en posesión y desparramarlos por las
naciones extrañas; ven, finalmente, que todas las maldiciones y bendiciones que
anuncia Moisés vienen casi a parar a esto mismo. Y de ahí concluyen, sin dudar lo
más mínimo, que Dios separó a los judíos de los otros pueblos, no en provecho de
ellos mismos, sino de los demás; a saber, para que la Iglesia cristiana tuviese una
imagen exterior en que poder contemplar los bienes espirituales.
Mas, como la Escritura demuestra que Dios con todos los beneficios temporales
que les otorgaba, pretendía llevarlos como de la mano a la esperanza de los
celestiales, evidentemente fue gran ignorancia, e incluso necedad, no tener
presente esta economía que El quiso emplear.
He aquí, pues, el punto principal de la controversia que sostenemos con esta
gente: ellos dicen que la posesión de la tierra de Canaán, que para el pueblo de
Israel representaba la suprema felicidad, nos figuraba a nosotros, que vivimos
después de Cristo, la herencia celestial. Nosotros, por el contrario, sostenemos
que el pueblo de Israel en esta posesión terrena de que gozaba, ha contemplado
como en un espejo, la herencia que habían de gozar después y les estaba
preparada en los cielos.
2. BAJO EL ANTIGUO TESTAMENTO, ESTA MEDITACIÓN SE BASABA
EN LAS PROMESAS TERRENAS

Esto se verá mucho más claramente por la semejanza que usa san Pablo en la
carta que escribió a los gálatas. Compara el pueblo judío con un heredero menor
de edad, el cual, incapaz de gobernarse aún por sí mismo, tiene un tutor que lo
dirige (Gál. 4, 1-3). Es verdad que el Apóstol se refiere en este lugar
principalmente a las ceremonias; pero ello no impide que pueda también aplicarse
a nuestro propósito. Por tanto, la misma herencia les fue señalada a ellos que a
nosotros; pero ellos no eran idóneos, como menores de edad, para tomar
posesión y gozar de ella. A la misma Iglesia pertenecen ellos que nosotros; pero
en su tiempo se encontraba aún en su primer desarrollo; era aún una niña.
El Señor, pues, los mantuvo en esta clase de enseñanza: darles las promesas
espirituales, pero no claras y evidentes, sino en cierto modo encubiertas y bajo la
figura de las promesas terrenas. Queriendo, pues, Dios introducir a Abraham,
Isaac y Jacob, y a toda su descendencia en la esperanza de la inmortalidad, les
prometió la tierra de Canaán como herencia; y ello, no para que se detuviesen allí
sin apetecer otra cosa, sino a fin de que con su contemplación se ejercitasen y
confirmasen en la esperanza de aquella verdadera herencia que aún no se veía. Y
para que no se llamasen a engaño, añadía también Dios esta otra promesa mucho
más alta, que les daba la certidumbre de que la tierra de Canaán no era la
suprema felicidad y bienaventuranza que deseaba darles.
Por eso Abraham, cuando recibe la promesa de que poseería la tierra de Canaán
no se detiene en la promesa externa de la tierra, sino que por la promesa superior
aneja eleva su entendimiento a Dios en cuanto se le dijo: "Abram; yo soy tu
escudo, y tu galardón será sobre manera grande" (Gn.15, 1). Vemos que el fin de
la recompensa de Abraham se sitúa en el Señor, para que no busque un galardón
transitorio y caduco en este mundo, sino en el incorruptible del cielo. Por tanto, la
promesa de la tierra de Canaán no tiene otra finalidad que la de ser una marca y
señal de la buena voluntad de Dios hacia él, y una figura de la herencia celestial.
De hecho, las palabras de los patriarcas del Antiguo Testamento muestran que
ellos lo entendieron de esta manera. Así David, de las bendiciones temporales se
va elevando hasta aquella última y suprema bendición: "Mi corazón y mi carne se
consumen con el deseo de ti" (Sal 84, 2).132 "Mi porción es Dios para siempre"
(Sa1.73, 26). Y: "Jehová es la porción de mi herencia y de mi copa" (Sal 16,5). Y:
"Clamé a ti, oh Jehová; dije: tú eres mi esperanza, y mi porción en la tierra de los
vivientes" (Sa1.142, 5). Ciertamente, los que se atreven a hablar de esta manera
confiesan que con su esperanza van más allá del mundo y de cuantos bienes hay
en él.
Sin embargo, la mayoría de las veces los profetas describen la bienaventuranza
del siglo futuro bajo la imagen y figura que habían recibido del Señor. En ese
sentido han de entenderse las sentencias en las que se dice: Los malignos serán
destruidos, pero los que esperan en Jehová heredarán la tierra. Jerusalén
abundará en toda suerte de riquezas y Sión tendrá gran prosperidad (Sal 37,9; Job
18,17; Prov. 2,21-22; con frecuencia en Isaías). Vemos perfectamente que todas
estas cosas no competen propiamente a la Jerusalén terrena, sino a la verdadera
patria de los fieles; a aquella ciudad celestial a la que el Señor ha dado su
bendición y la vida para siempre (Sa1.132, 13-15; 133,3).
3. LA FELICIDAD ESPIRITUAL ESTABA REPRESENTADA POR
BENEFICIOS TERRENOS

Esta es la razón de que los santos del Antiguo Testamento prestaran mucha
mayor atención a esta vida mortal y a sus correspondientes bendiciones, de la que
nosotros debemos dedicarles. Porque aunque comprendían muy bien que no
debían considerar esta vida presente como su término y su fin, con todo, sabiendo
por otra parte, que Dios figuraba en ella su gracia para confirmarlos en la
esperanza conforme a su baja manera de comprender, la tenían que profesar
mayor afecto que si la hubiesen considerado en sí misma. Y así como el Señor, al
dar prueba a los fieles de su buena voluntad hacia ellos, con beneficios
temporales les figuraba la bienaventuranza que debían esperar; así, por el
contrario, las penas temporales que enviaba a los réprobos eran indicio seguro y
un principio de su juicio futuro contra ellos; de modo que, así como los beneficios
de Dios eran más patentes y manifiestos en las cosas temporales, de la misma
manera lo eran los castigos.
Los ignorantes, omitiendo esta analogía y conveniencia entre los castigos y los
premios de esta vida con que el pueblo de Israel era remunerado, se maravillan de
que haya tanta variedad en Dios; pues antiguamente estaba tan pronto y
preparado a castigar en el acto con horrendos castigos cualquier delito que los
hombres cometieran, mientras que al presente, como si hubiera templado su ira,

132
Traducción libre.
castiga con menos rigor y con mucha menos frecuencia; y poco falta para que
piensen, como se lo imaginaron los maniqueos, que no es el mismo el Dios del
Antiguo y el del Nuevo Testamento, sino distinto. Pero no será difícil librarnos de
tales dudas, si tenemos presente la economía de que Dios se ha servido, como
hemos explicado, por la cual cuando otorgó su testamento y pacto al pueblo de
Israel de una manera velada, quiso figurar y significar por una parte la eterna
bienaventuranza que les prometía bajo estos beneficios terrenos, y por otra, la
horrible condenación que los impíos debían esperar bajo las penas y castigos
corporales.
4. LA LEY NO CONTENÍA MÁS QUE LA SOMBRA DE LA REALIDAD,
CUYA SUSTANCIA NOS TRAE EL EVANGELIO

La segunda diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento consiste en las


figuras. El Antiguo Testamento, mientras la verdad no se manifestaba claramente,
solamente la representaba y mostraba como la sombra en vez del mismo cuerpo;
en cambio, el Nuevo Testamento pone ante los ojos la verdad y la misma
sustancia. En casi todos los lugares en los que el Nuevo Testamento es opuesto al
Viejo se menciona esta diferencia; pero mucho más por extenso se trata de ello en
la epístola a los Hebreos.
Discute allí el Apóstol contra los que no creían posible que las observancias y
ceremonias de la Ley de Moisés fuesen abrogadas sin que se viniese a tierra toda
la religión. Para refutar este error, trae lo que el Profeta mucho antes había dicho a
propósito del sacerdocio de Cristo. Porque habiéndole constituido el Padre
"sacerdote para siempre" (Sal 110,4), es evidente que el sacerdocio levítico, en el
cual unos sacerdotes se sucedían a otros, queda abolido. Y que esta nueva
institución del sacerdocio sea mucho más excelente que la otra lo prueba diciendo
que fue confirmada con juramento. Luego añade que al cambiarse el sacerdocio,
necesariamente tuvo que cambiarse el testamento o pacto. Y da como razón de
esta necesidad la debilidad de la Ley, que no era capaz de llevar a la perfección
(Heb. 7,18-19). Sigue luego exponiendo en qué consistía esta debilidad de la Ley;
a saber, en que su justicia era exterior y no podía por lo mismo hacer perfectos
interiormente según la conciencia a los que la guardaban; porque no podía con los
sacrificios de los animales destruir los pecados ni conseguir la verdadera santidad
(Heb. 9, 9). Y concluye que hubo en la Ley una sombra de los bienes futuros, y no
una presencia real; y que por ello su papel fue simplemente preparar para una
esperanza mejor, que nos es comunicada en el Evangelio (Heb. 10,1).
Inmutabilidad del pacto de gracia a través de la economía legal y la evangélica.
Aquí hay que advertir el aspecto bajo el cual se compara el pacto legal con el
evangélico, y el ministerio de Cristo con el de Moisés.
Si la comparación fuese en cuanto a la sustancia de las promesas, evidentemente
existiría una grandísima diferencia entre ambos testamentos. Mas como la
intención del Apóstol es muy diferente, para hallar la verdad, es preciso ver qué
quiere decir san Pablo.
Pongamos ante nuestra consideración el pacto que Dios estableció de una vez
para siempre. El cumplimiento de su estabilidad y firmeza es Cristo. Hasta
entonces fue menester esperarlo; y el Señor instituyó por Moisés ceremonias que
sirviesen como de señales y notas solemnes de tal confirmación. El punto de
controversia era si convenía que las ceremonias ordenadas por la Ley cesasen
para dejar el lugar a Cristo.
Aunque tales ceremonias no eran más que accidentes y accesorias a la Ley, sin
embargo como instrumentos con los que Dios mantenía a su pueblo en su
doctrina, tenían el nombre de testamento, igual que la Escritura suele atribuir a los
sacramentos el nombre de las cosas que representan.133 Y por eso el Antiguo
Testamento es llamado aquí la razón o manera solemne como el pacto del Señor
era confirmado a los judíos, y que se comprendía en las ceremonias y los
sacrificios.
Mas como no hay en ellas nada sólido si no se pasa adelante, prueba el Apóstol
que debían tener fin y ser abolidas, para dar lugar a Jesucristo, que es "fiador y
mediador de otro Testamento mucho más excelente" (Heb. 7, 22), por el cual se
ha adquirido de una vez para siempre salvación eterna para los elegidos, y se han
borrado las transgresiones que había en la Ley.
Definición del Antiguo Testamento. Por si a alguno no le satisface esto, damos
esta definición: El Antiguo Testamento fue una doctrina que el Señor dio al pueblo
judío, repleta de observancias y ceremonias, sin eficacia ni firmeza alguna; y fue
otorgada por un cierto tiempo, porque estaba como en suspenso hasta que
pudiera apoyarse en su cumplimiento y ser confirmada en su sustancia; pero fue
hecho nuevo y eterno, al ser consagrado y establecido en la sangre de Jesucristo.
De ahí el que Cristo llame al cáliz que dio en la Cena a los apóstoles, "cáliz del
Nuevo Testamento en su sangre" (Mt. 26,28), para significar que al ser sellado el
Testamento de Dios con su sangre, se cumple enteramente la verdad, y con ello
es transformado en Testamento nuevo y eterno.
5. LA LEY ERA UN PEDAGOGO QUE CONDUCÍA A CRISTO

Se ve claro con esto en qué sentido el Apóstol ha dicho que los judíos han sido
conducidos a Cristo mediante la doctrina de principiantes que enseña la Ley (Gál.
3, 24), antes de que fuera manifestado en carne. Y confiesa también que fueron
hijos y herederos de Dios; pero por ser aún niños, dice que estaban bajo tutela
(Gál. 4,1 ss.). Pues era conveniente que, no habiendo salido aún el Sol de justicia,
no hubiese tanta claridad de revelación, ni tan perfecta inteligencia de cosas. El
Señor, pues, dispensó la luz de su Palabra, pero en forma tal que sólo se la veía
de lejos y entre sombras.

133
Para la exégesis de ciertos pasajes del N. Testamento y la inteligencia del presente capítulo es
esencial esta advertencia de que las ceremonias por sí mismas llevan a veces el nombre de
"Antiguo Testamento". La frase es una cita de San Agustín, Carta 98 a Bonifacio. Nota de la
Edición francesa de la Société Calviniste de France.
Por esto san Pablo, queriendo designar esta debilidad de entendimiento, ha usado
el término "infancia", diciendo que el Señor quiso instituirlos en aquella edad
mediante ceremonias y observancias a modo de primeros principios y rudimentos
convenientes para aquella edad, hasta que Jesucristo se manifestase; mediante el
cual el conocimiento de los fieles había de crecer de día en día, de tal suerte que
dejaran ya de ser niños.
El mismo Jesucristo notó esta distinción cuando dijo que "todos los Profetas y la
Ley profetizaron hasta Juan" (Mt. 11,13); pero que desde entonces se anunciaba
el reino de Dios. ¿Qué enseñaron la Ley y los Profetas a los que vivieron en su
tiempo? Daban un cierto gusto de la sabiduría que andando el tiempo se había de
manifestar por completo, y la mostraban desde lejos; mas cuando Cristo pudo ser
mostrado, entonces quedó abierto el reino de Dios; porque en Él "están
escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento" (Col. 2,3), para
subir casi a lo más alto del cielo.
6. LA EDAD DE LA INFANCIA PRECEDE A LA EDAD ADULTA

Y no prueba nada en contra de esto el que con gran dificultad se encuentra entre
los cristianos uno que pueda ser comparado con Abraham en la firmeza de la fe. E
igualmente que los profetas tuvieran un don tan excelso de inteligencia que aun
hoy basta para iluminar e ilumina a todo el mundo. Porque no consideramos aquí
las gracias que el Señor ha dispensado a algunos, sino la economía que ha
seguido para enseñar a los fieles, la cual aparece incluso en aquellos profetas que
fueron dotados de un don tan singular y extraordinario de inteligencia. Pues su
predicación es oscura, como de cosas lejanas, y está velada por figuras.
Además, por admirable que fuera la inteligencia que ellos poseían, como quiera,
sin embargo, que tenían que someterse a la común pedagogía del pueblo, son
también contados en el número de los niños, igual que los demás Finalmente,
nunca poseyó ninguno de ellos tanta perspicacia, que de algún modo no se
perciba la oscuridad que reinaba. Por esto decía Cristo: "Muchos profetas y reyes
desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron"; y
así: "Bienaventurados vuestros ojos, porque ven; y vuestros oídos, porque oyen"
(Lc. 10,24; Mt.13, 17). Ciertamente era muy justo que la presencia de Cristo
tuviese la prerrogativa de traer consigo una manifestación mucho más clara de los
misterios celestiales, de la que antes había existido. A lo cual viene también lo que
ya hemos citado de san Pedro: "A éstos se les reveló que no para sí mismos, sino
para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas" (1 Pe. 1,
12).
7. LA LEY ES LITERAL, MORTAL, TEMPORAL; EL EVANGELIO,
ESPIRITUAL, VIVIFICADOR, ETERNO

Pasemos a la tercera diferencia, tomada de Jeremías, cuyas palabras son: "He


aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré un nuevo pacto con la casa
de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día
que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi
pacto, aunque fui yo un marido para ellos, dice Jehová. Pero éste es el pacto que
haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová. Daré mi ley en
su mente, y la escribiré en su corazón, y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán
por pueblo. Y no enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano,
diciendo: Conoce a Jehová; porque todos me conocerán, desde el más pequeño
de ellos hasta el más grande, dice Jehová, porque perdonaré la maldad de ellos, y
no me acordaré más de su pecado" (Jer. 31,31-34).
De este lugar tomó ocasión el Apóstol para la comparación que establece entre la
Ley, doctrina literal, y el Evangelio, enseñanza espiritual. Llama a la Ley doctrina
literal, predicación de muerte y de condenación, escrita en tablas de piedra; y al
Evangelio, doctrina espiritual, de vida y de justicia, escrita en los corazones (2 Cor.
3,6-7). Y añade que la Ley es abrogada, más que el Evangelio permanece para
siempre.
Como quiera que el propósito del Apóstol haya sido exponer el sentido del profeta,
basta considerar lo que dice el uno para comprenderlos a los dos. Sin embargo,
hay alguna diferencia entre ellos. El Apóstol presenta a la Ley de una manera
mucho más odiosa que el profeta. Y lo hace así, no considerando simplemente la
naturaleza de la Ley, sino a causa de ciertas gentes, que con el celo perverso que
tenían de ella, oscurecían la luz del Evangelio. Él disputa acerca de la naturaleza
de la Ley según el error de ellos y el excesivo afecto que la profesaban. Y esto hay
que tenerlo en cuenta especialmente en san Pablo.
En cuanto a la concordancia con Jeremías, como ambos ex professo oponen el
Antiguo Testamento al Nuevo, ambos consideran en ella exclusivamente lo que le
es propio. Por ejemplo: en la Ley abundan las promesas de misericordia; mas
como son consideradas bajo otro aspecto, no se tienen en cuenta cuando se trata
de la naturaleza de la Ley; solamente le atribuyen el mandar cosas buenas,
prohibir las malas, prometer el galardón a los que viven justamente, y amenazar
con el castigo a los infractores de la justicia; sin que con todo esto pueda corregir
ni enmendar la maldad y perversidad del corazón connatural a los hombres.
8. EXPONGAMOS AHORA POR PARTES LA COMPARACIÓN QUE
ESTABLECE EL APÓSTOL

Dice que el Antiguo Testamento es literal. La razón es porque fue promulgado sin
la eficacia del Espíritu Santo. El Nuevo es espiritual, porque el Señor lo ha
esculpido espiritualmente en los corazones de los hombres. La segunda oposición
es como una declaración de la primera, dice que el Antiguo Testamento es mortal,
porque no es capaz más que de envolver en la maldición a todo el género
humano; y que el Nuevo es instrumento de vida, porque al librarnos de la
maldición nos devuelve a la gracia y el favor de Dios. El Antiguo Testamento es
ministro de condenación, porque demuestra que todos los hijos de Adán son reos
de injusticia; el Nuevo, es ministerio de justicia, porque nos revela la justicia de
Dios por la cual somos justificados. La última oposición hay que referirla a las
ceremonias de la Ley. Como eran imagen y representación de las cosas ausentes,
era necesario que con el tiempo desaparecieran; en cambio, el Evangelio, como
representa el cuerpo mismo, es firme y estable para siempre.
Es verdad que también Jeremías llama a la ley moral pacto débil y frágil; pero es
bajo otro aspecto; a saber, porque ha sido destruida por la ingratitud del pueblo;
mas como esta violación procedió de la culpa del pueblo y no del Testamento, no
se debe imputar a este último. Mas las ceremonias, como por su propia debilidad
contenían en sí mismas la causa de su impotencia, han sido abolidas con la
venida de Cristo.
Diferencia entre la letra y el espíritu. En cuanto a la diferencia que hemos
establecido entre letra y espíritu, no se debe entender como si el Señor haya dado
su Ley a los judíos sin provecho alguno, y sin que pudiese llevar a Él a ninguno de
ellos. La comparación se establece para realzar más la afluencia de gracia con la
cual se ha complacido el Legislador, como si Él se revistiera de una nueva
persona, en honrar la predicación del Evangelio. Porque si consideramos la
multitud de naciones que ha atraído a sí por la predicación del Evangelio,
regenerándolas con su Santo Espíritu, veremos que son poquísimos los que de
corazón admitieron antiguamente en el pueblo de Israel la doctrina de la Ley;
aunque considerado en sí mismo, sin compararlo con la Iglesia cristiana, sin duda
alguna que hubo muchos fieles.
9. LA LEY ES SERVIDUMBRE; EL EVANGELIO, LIBERTAD

De la tercera diferencia se desprende la cuarta. La Escritura llama al Antiguo


Testamento pacto de servidumbre, porque engendra el temor en los corazones de
los hombres; en cambio, al Nuevo lo llama pacto de libertad, porque los confirma
en la confianza y seguridad.
Así escribe san Pablo en su carta a los Romanos: "Pues no habéis recibido el
espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el
espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!" (Rom. 8,15). Está de
acuerdo con esto lo que se dice en la epístola a los Hebreos: "Porque no os
habéis acercado al monte que se podía palpar, y que ardía en fuego, a la
oscuridad, a las tinieblas y a la tempestad", donde no se veían ni oían más que
cosas que causaban espanto y horror, hasta tal punto que el mismo Moisés dijo:
'Estoy espantado y temblando', cuando sonó aquella voz terrible, que todos
rogaron que no les hablase más; "sino que os habéis acercado al monte de Sión, a
la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares
de ángeles" (Heb.12,18-22).
Lo que el Apóstol expone como de paso en el texto citado de la epístola a los
Romanos lo explica mucho más ampliamente en la epístola a los Gálatas, donde
construye una alegoría a propósito de los dos hijos de Abraham, como sigue:
Agar, la sierva, es figura del Sinaí, donde el pueblo de Israel recibió la Ley; Sara,
la dueña, era figura de la Jerusalén celestial, de la cual ha procedido el Evangelio.
Como la descendencia de Agar crece en servidumbre y nunca puede llegar a
heredar; y, al contrario, la de Sara es libre y le corresponde la herencia, del mismo
modo, por la Ley somos sometidos a servidumbre, y solamente por el Evangelio
somos regenerados en libertad (Gál. 4, 22).
El resumen de todo esto es que el Antiguo Testamento causó en las conciencias
temor y horror; en cambio el Nuevo les da gozo y alegría; que el primero tuvo las
conciencias oprimidas con el yugo de la servidumbre, y el segundo las libera y les
da la libertad.
Objeción y respuesta. Si alguno objeta que teniendo los padres del Antiguo
Testamento el mismo Espíritu de fe que nosotros, se sigue que participaron
también de nuestra misma libertad y alegría, respondo que no tuvieron por medio
de la Ley ninguna de ambas cosas, sino que al sentirse oprimidos por ella y
cautivos en la inquietud de la conciencia, se acogieron al Evangelio. Por donde se
ve que fue un beneficio particular del Nuevo Testamento el que se vieran libres de
tales miserias.
Además negamos que hayan gozado de tanta seguridad y libertad, que no
sintieran en absoluto el temor y la servidumbre que les causaba la Ley. Porque
aunque algunos gozasen del privilegio que habían obtenido mediante el Evangelio,
sin embargo estaban sometidos a las mismas observancias, ceremonias y cargas
de entonces. Estando, pues, obligados a guardar con toda solicitud las
ceremonias, que eran como señales de una pedagogía que, según san Pablo, era
semejante a la servidumbre, y cédulas con las que confesaban su culpabilidad
ante Dios, sin que con ello pagasen lo que debían, con toda razón se dice que en
comparación de nosotros estuvieron bajo el Testamento de servidumbre, cuando
se considera el orden y modo de proceder que el Señor usaba comúnmente en
aquel tiempo con el pueblo de Israel.
10. LAS PROMESAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO PERTENECEN AL
EVANGELIO. TESTIMONIO DE SAN AGUSTÍN

Las tres últimas comparaciones que mencionamos son de la Ley y del Evangelio.
Por tanto, en ellas bajo el nombre de Antiguo Testamento entenderemos la Ley, y
con el de Nuevo Testamento, el Evangelio. La primera que expusimos tiene un
alcance mayor, pues se extiende también a las promesas hechas a los patriarcas
que vivieron antes de promulgarse la Ley.
En cuanto a que san Agustín134 niega que tales promesas estén comprendidas
bajo el nombre de Antiguo Testamento, le asiste toda la razón. No ha querido decir
más que lo que nosotros afirmamos. Él tenía presentes las autoridades que hemos
alegado de Jeremías y Pablo, en las que se establece la diferencia entre el
Antiguo Testamento y la doctrina de gracia y misericordia. Advierte también muy

134
Contra dos Cartas de los Pelagianos; a Bonifacio, lib. III, cap.
atinadamente, que los hijos de la promesa, los cuales han sido regenerados por
Dios y han obedecido por la fe, que obra por la caridad, a los mandamientos,
pertenecen al Nuevo Testamento desde el principio del mundo; y que tuvieron su
esperanza puesta, no en los bienes carnales, terrenos y temporales, sino en los
espirituales, celestiales y eternos; y, particularmente, que creyeron en el Mediador,
por el cual no dudaron que el Espíritu Santo se les daba para vivir rectamente, y
que alcanzaban el perdón de sus pecados siempre que delinquían.
Esto es precisamente lo que yo pretendía probar: que todos los santos, que según
la Escritura fueron elegidos por Dios desde el principio del mundo, han participado
con nosotros de la misma bendición que se nos otorga a nosotros para nuestra
salvación eterna. La única diferencia entre la división que yo he establecido y la de
san Agustín consiste en esto: yo he distinguido entre la claridad del Evangelio y la
oscuridad anterior al mismo, según la sentencia de Cristo: La Ley y los Profetas
fueron hasta Juan Bautista, y desde entonces ha comenzado a ser predicado el
reino de Dios (Mt. 11, 13); en cambio San Agustín no se contenta solamente con
distinguir entre la debilidad de la Ley y la firmeza del Evangelio.
Los antiguos patriarcas han participado del Nuevo Testamento. También hemos
de advertir respecto a los padres del Antiguo Testamento, que vivieron de tal
manera bajo el mismo, que no se detuvieron en él, sino que siempre han aspirado
al Nuevo, y han tenido una cierta comunicación con él. Porque a los que,
satisfechos con las sombras externas, no levantaron su entendimiento a Cristo, el
Apóstol los condena como ciegos y malditos. Y realmente, ¿qué mayor ceguera
puede imaginarse que esperar la purificación de los pecados del sacrificio de una
pobre bestia, o buscar la purificación del alma en la aspersión exterior del agua, o
querer aplacar a Dios con ceremonias de poca importancia, como si Dios se
deleitase en ellas? Mas, todos los que, olvidándose de Cristo, se dan a las
observancias exteriores de la Ley, caen en tales absurdos.
11. EL ANTIGUO TESTAMENTO NO SE REFERÍA MÁS QUE A UN
PUEBLO; EL NUEVO SE DIRIGE A TODOS

La quinta diferencia, que dijimos podía añadirse, consiste en que el Señor se


había escogido hasta la venida de Jesucristo un pueblo, al cual había otorgado el
pacto de su gracia. "Cuando el Altísimo hizo heredar a las naciones, cuando hizo
dividir a los hijos de los hombres, estableció los límites de los pueblos según el
número de los hijos de Israel. Porque la porción de Jehová es su pueblo; Jacob la
heredad que le tocó" (Dt. 32,8-9). Y en otra parte habla así con su pueblo: "He
aquí, de Jehová, tu Dios, son los cielos, y los cielos de los cielos, la tierra, y todas
las cosas que hay en ella. Solamente de tus padres se agradó Jehová para
amarlos, y escogió su descendencia después de ellos, a vosotros, de entre todos
los pueblos" (Dt. 10, 14-15).
Así que el Señor hizo a aquel único pueblo la merced de dársele a conocer, como
si él solo, y ninguno más de cuantos existían, le perteneciera. Con él solo hizo su
pacto; a él le manifestó la presencia de su divinidad, y lo honró y ensalzó con
grandes privilegios. Pero dejemos a un lado los demás beneficios y
contentémonos con éste del que al presente tratamos; a saber, que Dios de tal
manera se unió a él por la comunicación de su Palabra, que fue llamado y tenido
como Dios suyo. Y mientras, a las demás naciones, como si no le importasen y
nada tuviesen que ver con Él, las dejaba "andar en sus propios caminos" (Hch. 14,
16), y no les daba el único remedio con que poner fin a tanto mal, es decir, la
predicación de su Palabra. Así que Israel era por entonces el pueblo predilecto de
Dios, y todos los demás considerados como extranjeros. Él era conocido,
defendido y amparado por Dios; todos los demás, abandonados en las tinieblas.
Israel consagrado a Dios; los demás, excluidos y alejados de Él.
Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo ordenado para la restauración de
todas las cosas (Gál. 4, 4), y se manifestó aquel Reconciliador de los hombres con
Dios y, derribado el muro que por tanto tiempo había tenido encerrada la
misericordia de Dios dentro de las fronteras de Israel, fue anunciada la paz a los
más alejados, igual que a los que estaban cerca, para que reconciliados todos con
Dios, formasen un solo pueblo (Ef. 2, 14-18). Por ello ya no hay distinción alguna
entre griego y judío (Rom. 10,12; Gál. 3, 28), entre circuncisión e incircuncisión
(Gál. 6,15); "sino que Cristo es el todo, y en todos" (Col. 3, 11), al cual le son
dados por herencia las naciones, y como posesión los confines de la tierra, para
que sin distinción alguna domine desde un mar hasta el otro y desde el río hasta
los confines de la tierra (Sal 2,8; 72, 8, etc.).
12. LA VOCACIÓN DE LOS PAGANOS

Por tanto, la vocación de los gentiles es una admirable señal por la que se ve
claramente la excelencia del Nuevo Testamento sobre el Antiguo. Fue anunciada
en numerosos y evidentes oráculos de los profetas; pero de tal manera, que su
cumplimiento lo reservaban para el advenimiento del reino del Mesías. Ni
Jesucristo mismo, al principio de su predicación quiso abrir las puertas a los
gentiles, sino que retardó su vocación hasta que, habiendo cumplido cuanto se
relacionaba con nuestra redención, y pasado el tiempo de su humillación, recibió
del Padre un nombre que es sobre todo nombre, para que ante él se doble toda
rodilla (Flp. 2, 9).
Por esto decía a la cananea: "No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la
casa de Israel" (Mt. 15, 24). Y por eso no permitió que los apóstoles, la primera
vez que los envió, pasasen estos límites: "Por el camino de gentiles no vayáis, y
en ciudad de samaritanos no entréis, sino id antes a las ovejas perdidas de la casa
de Israel" (Mt.10, 5-6); porque no habían llegado el tiempo y el momento
oportunos.
Y es muy de notar que, aunque la vocación de los gentiles había sido anunciada
con tan numerosos testimonios, sin embargo, cuando llegó la hora de comenzar a
llamarlos, les pareció a los apóstoles algo tan nuevo y sorprendente, que lo creían
una cosa prodigiosa. Al principio se les hizo difícil, y no pusieron manos a la obra
sin presentar primero sus excusas. No debe maravillarnos, pues parecía contra
razón, que el Señor que tanto tiempo antes había escogido a Israel entre todos los
pueblos del mundo, súbitamente y como de repente hubiese cambiado de
propósito y suprimiese aquella distinción. Es verdad que los profetas lo habían
predicho, pero no podían poner tal atención en las profecías, que la novedad de la
cosa no les resultase bien extraña. Los testimonios que Dios había dado antes de
la vocación de los gentiles, no eran suficientes para quitarles todos los escrúpulos.
Porque, aparte de que había llamado muy pocos gentiles a su Iglesia, a esos
mismos los incorporó por la circuncisión al pueblo de Israel, para que fuesen como
de la familia de Abraham ; en cambio, con la vocación pública, que tuvo lugar
después de la ascensión de Jesucristo, no solamente se igualaba los gentiles a los
judíos, sino incluso parecía que se los ponía en su lugar, como si los judíos
hubiesen dejado de existir; y tanto más extraño era que los extranjeros, que
habían sido incorporados a la Iglesia de Dios, nunca habían sido equiparados a
los judíos. Por eso Pablo, no sin motivo, ensalza tanto este misterio, que dice:
"había estado oculto desde los siglos y edades", y hasta llena de admiración a los
ángeles (Col. 1, 26).
13. RESPUESTA A DOS OBJECIONES QUE PONEN EN DUDA LA
JUSTICIA DE DIOS O LA VERDAD DE LA ESCRITURA

Me parece que en estos cuatro o cinco puntos he abarcado fielmente todas las
diferencias que separan al Antiguo del Nuevo Testamento, en cuanto lo requiere
una sencilla exposición como la presente. Mas como a algunos les parece un
absurdo esta diversidad en el modo de dirigir la Iglesia israelita y la Iglesia
cristiana, y el notable cambio de los ritos y ceremonias, es preciso salirles al paso,
antes de continuar adelante. Bastarán unas palabras, pues sus objeciones no son
de tanto peso, ni tan poderosas, que haya que emplear mucho tiempo en
refutarlas.
Dicen que no es razonable que Dios, el cual jamás cambia de parecer, permita un
cambio tan grande, que lo que una vez había dispuesto lo rechace después.
A esto respondo que no hay que tener a Dios por voluble porque conforme a la
diversidad de los tiempos haya ordenado diversas maneras de gobernar, según Él
sabía que era lo más conveniente. Si el labrador ordena a sus gañanes una clase
distinta de trabajos en invierno que en verano, no por eso le acusaremos de
inconstancia, ni pensaremos por ello que se aparta de las rectas normas de la
agricultura, que depende por completo del orden perpetuo de la naturaleza. Y si un
padre de familia instruye, riñe y trata a sus hijos de manera distinta en la juventud
que en la niñez, no por ello vamos a decir que es inconstante y que cambia de
parecer. ¿Por qué, pues, vamos a tachar a Dios de inconstancia, si ha querido
señalar la diversidad de los tiempos con unas ciertas marcas, que Él conocía
como convenientes y propias?
La segunda semejanza debe hacer que nos demos por satisfechos. Compara san
Pablo a los judíos con los niños y a los cristianos con los jóvenes. ¿Qué
inconveniente o desorden hay en tal economía, que Dios haya querido mantener a
los judíos en los rudimentos de acuerdo con su edad, y a nosotros nos haya
enseñado una doctrina más sublime y más viril?
Por tanto, en esto se ve la constancia de Dios, pues ha ordenado una misma
doctrina para todos los tiempos, y sigue pidiendo a los hombres el mismo culto y
manera de servirle que exigió desde el principio. En cuanto a que ha cambiado la
forma y manera externa, con eso no demuestra que esté sujeto a alteración, sino
únicamente ha querido acomodarse a la capacidad de los hombres, que es varia y
mudable.
14. PERO INSISTEN ELLOS, ¿DE DÓNDE PROCEDE ESTA DIVERSIDAD,
SINO DE QUE DIOS LA QUISO?

¿No pudo Él muy bien, tanto antes como después de la venida de Cristo, revelar la
vida eterna con palabras claras y sin figuras? ¿No pudo enseñar a los suyos
mediante pocos y patentes sacramentos? ¿No pudo enviar a su Espíritu Santo y
difundir su gracia por todo el mundo?
Esto es como si disputasen con Dios porque no ha querido antes crear el mundo y
lo ha dejado para tan tarde, pudiendo haberlo hecho al principio; e igualmente,
porque ha establecido diferencias entre las estaciones del año; entre verano e
invierno; entre el día y la noche.
Por lo que a nosotros respecta, hagamos lo que debe hacer toda persona fiel: no
dudemos que cuanto Dios ha hecho, lo ha hecho sabia y justamente, aunque
muchas veces no entendamos la causa de que con-venga hacerlo así. Sería
atribuirnos excesiva importancia no conceder a Dios que conozca las razones de
sus obras, que a nosotros nos están ocultas.
Pero, dicen, es sorprendente que Dios rechace actualmente los sacrificios de
animales con todo aquel aparato y pompa del sacerdocio levítico que tanto le
agradaba en el pasado. ¡Como si las cosas externas y transitorias dieran contento
alguno a Dios y pudiera deleitarse en ellas! Ya hemos dicho que Dios no creó
ninguna de esas cosas a causa de sí mismo, sino que todo lo ordenó al bien y la
salvación de los hombres.
Si un médico usa cierto remedio para curar a un joven, y cuando tal paciente es ya
viejo usa otro, ¿podremos decir que el tal médico repudia la manera y arte de
curar que antes había usado, y que le desagrada? Más bien responderá que ha
guardado siempre la misma regla; sencillamente que ha tenido en cuenta la edad.
De esta manera también fue conveniente que Cristo, aunque ausente, fuese
figurado con ciertas señales, que anunciaran su venida, que no son las que nos
representan que haya venido.
En cuanto a la vocación de Dios y de su gracia, que en la venida de Cristo ha sido
derramada sobre todos los pueblos con mucha mayor abundancia que antes,
¿quién, pregunto, negará que es justo que Dios dispense libremente sus gracias y
dones según su beneplácito, y que ilumine los pueblos y naciones según le place;
que haga que su Palabra se predique donde bien le pareciere, y que produzca
poco o mucho fruto, como a Él le agradare; que se dé a conocer al mundo por su
misericordia cuando lo tenga a bien, e igualmente retire el conocimiento de sí que
anteriormente había dado, a causa de la ingratitud de los hombres?
Vemos, pues, cuán indignas son las calumnias con que los infieles pretenden
turbar los corazones de la gente sencilla, para poner en duda la justicia de Dios o
la verdad de la Escritura.

CAPÍTULO XII: JESUCRISTO, PARA HACER DE MEDIADOR TUVO QUE


HACERSE HOMBRE

1. PARA RECONCILIARNOS CON DIOS, EL MEDIADOR DEBÍA SER


VERDADERO DIOS

Fue sobremanera necesario que el que había de ser nuestro Mediador fuese
verdadero Dios y hombre. Si se pregunta qué clase de necesidad fue ésta, no se
trata de una necesidad simple y absoluta, como suele llamarse, sino que procedió
del eterno decreto de Dios, de quien dependía la salvación de los hombres.
Dios, nuestro clementísimo Padre, dispuso lo que sabía nos era más útil y
provechoso. Porque, habiéndonos nuestros pecados apartados totalmente del
reino de Dios, como si entre Él y nosotros se hubiera interpuesto una nube, nadie
que no estuviera relacionado con Él podía negociar y concluir la paz. ¿Y quién
podía serlo? ¿Acaso alguno de los hijos de Adán? Todos ellos, lo mismo que su
padre, temblaban a la idea de comparecer ante el acatamiento de la majestad
divina. ¿Algún ángel? También ellos tenían necesidad de una Cabeza, a través de
la cual quedar sólida e indisolublemente ligados y unidos a Dios. No quedaba más
solución que la de que la majestad divina misma descendiera a nosotros, pues no
había nadie que pudiera llegar hasta ella.
Debía ser "Dios con nosotros"; es decir, hombre. Y así convino que el Hijo de Dios
se hiciera "Emmanuel”; o sea, Dios con nosotros, de tal manera que su divinidad y
la naturaleza humana quedasen unidas. De otra manera no hubiera habido
vecindad lo bastante próxima, ni afinidad lo suficientemente estrecha para poder
esperar que Dios habitase con nosotros. ¡Tanta era la enemistad reinante entre
nuestra impureza y la santidad de Dios! Aunque el hombre hubiera perseverado
en la integridad y perfección en que Dios lo había creado, no obstante su
condición y estado eran excesivamente bajos para llegar a Dios sin Mediador.
Mucho menos, por lo tanto, podría conseguirlo, encontrándose hundido con su
ruina mortal en la muerte y en el infierno, lleno de tantas manchas y fétido por su
corrupción y, en una palabra, sumido en un abismo de maldición.
Por eso san Pablo, queriendo presentar a Cristo como Mediador, lo llama
expresamente hombre: "Un mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo
hombre" (1 Tim. 2, 5). Podría haberlo llamado Dios, o bien omitir el nombre de
hombre, como omitió el de Dios; mas como el Espíritu Santo que hablaba por su
boca, conocía muy bien nuestra debilidad ha usado como remedio aptísimo
presentar entre nosotros familiarmente al Hijo de Dios, como si fuera uno de
nosotros. Y así, para que nadie se atormente investigando dónde se podrá hallar
este Mediador, o de qué forma se podría llegar a Él, al llamarle hombre nos da a
entender que está cerca de nosotros, puesto que es de nuestra carne.
Y esto mismo quiere decir lo que en otro lugar se explica más ampliamente; a
saber, que "no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de
nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza,
pero sin pecado" (Heb. 4, 15).
2. SIN LA ENCARNACIÓN DEL HIJO NO PODRÍAMOS LLEGAR A SER
HIJOS DE DIOS Y SUS HEREDEROS

Esto se entenderá aún más claramente si consideramos cuál ha sido la


importancia del papel de Mediador; a saber, restituirnos de tal manera en la gracia
de Dios, que de hijos de los hombres nos hiciese hijos de Dios; de herederos del
infierno, herederos del reino de los cielos. ¿Quién hubiera podido hacer esto, si el
mismo Hijo de Dios no se hubiera hecho hombre asumiendo de tal manera lo que
era nuestro que a la vez nos impartiese por gracia lo que era suyo por naturaleza?
Con estas arras de que el que es Hijo de Dios por naturaleza ha tomado un cuerpo
semejante al nuestro y se ha hecho carne de nuestra carne y hueso de nuestros
huesos, para ser una misma cosa con nosotros, poseemos una firmísima
confianza de que también nosotros somos hijos de Dios; ya que Él no ha
desdeñado tomar como suyo lo que era nuestro, para que, a su vez, lo que era
suyo nos perteneciera a nosotros; y de esa manera ser juntamente con nosotros
Hijo de Dios e Hijo del hombre. De aquí procede aquella santa fraternidad que Él
mismo nos enseña, diciendo: "Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a
vuestro Dios" (Jn. 20, 17). Aquí radica la certeza de nuestra herencia del reino de
los cielos; en que nos adoptó como hermanos suyos, porque si somos hermanos,
se sigue que juntamente con Él somos herederos (Rom. 8, 17).
Sólo la vida podía triunfar sobre la muerte; la justicia sobre el pecado; la potencia
divina, sobre los poderes del mundo. Asimismo fue muy necesario que aquél que
había de ser nuestro Redentor fuese verdadero Dios y verdadero hombre, porque
había de vencer a la muerte. ¿Quién podría hacer esto sino la Vida? Tenía que
vencer al pecado. ¿Quién podía lograrlo, sino la misma Justicia? Había de destruir
las potestades del mundo y del aire. ¿Quién lo conseguiría sino un poder mucho
más fuerte que el mundo y el aire? ¿Y dónde residen la vida, la justicia, el mando
y señorío del cielo, sino en Dios? Por eso Dios en su clemencia se hizo Redentor
nuestro en la persona de su Unigénito, cuando quiso redimirnos.
3. HABÍA QUE OFRECER UNA OBEDIENCIA PERFECTA EN NUESTRA
NATURALEZA HUMANA, PARA TRIUNFAR DEL JUICIO Y DE LA
MUERTE

El segundo requisito de nuestra reconciliación con Dios era que el hombre, que
con su desobediencia se había perdido, con el remedio de su obediencia
satisficiese el juicio de Dios y pagase su deuda por el pecado. Apareció, pues,
nuestro Señor Jesucristo como verdadero hombre, se revistió de la persona de
Adán, y tomó su nombre poniéndose en su lugar para obedecer al Padre y
presentar ante su justo juicio nuestra carne como satisfacción y sufrir en ella la
pena y el castigo que habíamos merecido. En resumen, como Dios solo no puede
sentir la muerte, ni el hombre solo vencerla, unió la naturaleza humana con la
divina para someter la debilidad de aquélla a la muerte, y así purificarla del pecado
y obtener para ella la victoria con la potencia de la divina, sosteniendo el combate
de la muerte por nosotros.
De ahí que los que privan a Jesucristo de su divinidad o de su humanidad
menoscaban su majestad y gloria y oscurecen su bondad. Y, por otra parte, no
infieren menor injuria a los hombres al destruir su fe, que no puede tener
consistencia, si no descansa en este fundamento.
Cristo, hijo de Abraham y de David. Asimismo era necesario que el Redentor fuera
hijo de Abraham y de David, como Dios lo había prometido en la Ley y en los
Profetas. De lo cual las almas piadosas sacan otro fruto; a saber, que por el curso
de las generaciones, guiados de David a Abraham, comprenden mucho más
perfectamente que nuestro Señor es aquel Cristo tan celebrado en las
predicciones de los Profetas.
Conclusión. Mas, sobre todo conviene que retengamos, como lo acabo de decir,
que el Hijo de Dios nos ha dado una excelente prenda de la relación que tenemos
con Él en la naturaleza que participa en común con nosotros, y en que habiéndose
revestido de nuestra carne, ha destruido la muerte y el pecado, a fin de que fuesen
nuestros el triunfo y la victoria; y que ha ofrecido en sacrificio la carne que de
nosotros había tomado, para borrar nuestra condenación expiando nuestros
pecados, y aplacar la justa ira del Padre.
4. REFUTACIÓN DE UNA VANA ESPECULACIÓN

El que considere estas cosas con la atención que merecen, despreciará ciertas
extravagantes especulaciones que llevan tras de sí a algunos espíritus ligeros y
amigos de novedades. Tal es la cuestión que algunos suscitan afirmando que,
aunque el género humano no hubiera tenido necesidad de redención, sin
embargo, Jesucristo no hubiera dejado de encarnarse.
Convengo en que ya al principio de la creación y en el estado perfecto de la
naturaleza Cristo fue constituido Cabeza de los ángeles y de los hombres. Por eso
san Pablo le llama "el Primogénito de toda creación" (Col. 1,15). Mas como toda la
Escritura claramente afirma que se ha revestido de nuestra carne para ser nuestro
Redentor, sería notable temeridad imaginarse otra causa o fin distintos.
Es cosa manifiesta que Cristo ha sido prometido para restaurar el mundo, que
estaba arruinado, y socorrer a los hombres, que se habían perdido. Y así su
imagen fue figurada bajo la Ley en los sacrificios, para que los fieles esperasen
que Dios les fuera favorable, reconciliándose con ellos por la expiación de los
pecados.
Como quiera que a través de todos los siglos, incluso antes de que la Ley fuese
promulgada, jamás fue prometido el Mediador sino con sangre, de aquí deducimos
que fue destinado por el eterno consejo de Dios para purificar las manchas de los
hombres, porque el derramamiento de sangre es señal de reparación de las
ofensas. Y los profetas no han hablado de Él, sino prometiendo que vendría para
ser la reconciliación de Dios con los hombres. Bastará para probarlo el célebre
testimonio de Isaías, en que dice que será herido por nuestras rebeliones, para
que el castigo de nuestra paz sea sobre Él; y que será sacerdote que se ofreciese
a sí mismo en sacrificio; que sus heridas serán salvación para otros, y que por
haber andado todos descarriados como ovejas, plugo a Dios afligirlo, para que
llevase sobre sí las iniquidades de todos (Is. 53, 4-6).
Cuando se nos dice que a Jesucristo se le ordenó por un decreto divino socorrer a
los miserables pecadores, querer investigar más allá de estos límites es ser
excesivamente curioso y necio. Él mismo, al manifestarse al mundo, dijo que la
causa de su venida era aplacar a Dios y llevarnos de la muerte a la vida. Lo mismo
declararon los apóstoles. Por eso san Juan, antes de referir que el Verbo se hizo
carne, cuenta la transgresión del hombre (Jn. 1, 9-10). Pero lo mejor es que
oigamos al mismo Jesucristo hablar acerca de su misión. Así cuando dice: "De tal
manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquél
que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna" (Jn.3, 16). Y: "Viene la hora,
y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren
vivirán" (Jn. 5,25). Y: "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque
esté muerto, vivirá" (Jn.11, 25). Y: "El Hijo del Hombre ha venido para salvar lo
que se había perdido" (Mt. 18,11). Y: "Los sanos no tienen necesidad de médico"
(Mt.9, 12). Sería cosa de nunca acabar querer citar todos los pasajes relativos a
esta materia. Todos los apóstoles nos remiten a este principio.
Evidentemente, si Cristo no hubiera venido para reconciliarnos con Dios, su
dignidad sacerdotal perdería casi todo su sentido; ya que el sacerdote es
interpuesto entre Dios y los hombres "para que presente ofrendas y sacrificios por
los pecados" (Heb. 5,1). No sería nuestra justicia, porque fue hecho sacrificio por
nosotros para que Dios no nos imputase nuestros pecados (2 Cor. 5, 19). En una
palabra; sería despojarle de todos los títulos y alabanzas con que la Escritura lo
ensalza. Y asimismo dejaría de ser cierto lo que dice san Pablo, que Dios ha
enviado a su Hijo para que hiciese lo que la Ley no podía, a saber, que en
semejanza de carne de pecado satisficiese por nosotros (Rom. 3,8). Ni tampoco
sería verdad lo que el mismo Apóstol enseña en otro lugar diciendo que la bondad
de Dios y su inmenso amor a los hombres se han manifestado en que nos ha dado
a Jesucristo por Redentor.
Finalmente, la Escritura no señala ningún otro fin por el que el Hijo de Dios haya
querido encarnarse, y para el cual el Padre le haya enviado, sino éste de
sacrificarse, a fin de aplacar al Padre (Tit. 2,14). "Así está escrito, y así fue
necesario que el Cristo padeciese, y que se predicase en su nombre el
arrepentimiento" (Lc. 24,46-47). Y: "por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi
vida... por las ovejas. Este mandamiento recibí del Padre" (Jn. 10, 17 .15. 18). Y:
"Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del
Hombre sea levantado" (Jn. 3, 14). Asimismo: "Padre, sálvame de esta hora. Mas
para esto he llegado a esta hora" (Jn. 12,27). En todos estos pasajes claramente
se indica el fin por el que se ha encarnado: para ser víctima, sacrificio y expiación
de los pecados. Por esto también dice Zacarías que vino, conforme a la promesa
que había hecho a los patriarcas, "para dar luz a los que habitan en tinieblas y en
sombra de muerte" (Lc. 1, 79).
Recordemos que todas estas cosas se dicen del Hijo de Dios, del cual san Pablo
afirma que en Él "están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del
conocimiento" (Col. 2,3), y fuera del cual se gloría de no saber nada (1 Cor. 2,2).
5. SEGUNDA OBJECIÓN. RESPUESTA: SOMOS ELEGIDOS EN CRISTO
ANTES DE LA CREACIÓN

Quizás alguno replique que todo esto no impide que Jesucristo, si bien es cierto
que ha rescatado a los que estaban condenados, hubiera podido igualmente
manifestar su amor al hombre, aunque éste hubiese conservado su integridad,
revistiéndose de su carne. La respuesta es fácil, ya que el Espíritu Santo declara
que en el decreto eterno de Dios estaban indisolublemente unidas estas dos
cosas: que Cristo fuese nuestro Redentor, y que participase de nuestra naturaleza.
Con ello ya no nos es lícito andar con más divagaciones. Y si alguno no se da por
satisfecho con la inmutable ordenación divina, y se siente tentado por su deseo de
saber más, éste tal demuestra que no le basta con que Cristo se haya entregado a
sí mismo como precio de nuestro rescate.
San Pablo no solamente expone el fin por el cual Cristo ha sido enviado al mundo,
sino que elevándose al sublime misterio de la predestinación, reprime
oportunamente la excesiva inquietud y apetencia del ingenio humano, diciendo :
"Nos escogió (el Padre) en Él antes de la fundación del mundo, en amor
habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de
Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su
gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por
su sangre" (Ef. 1,4-7). Aquí no se supone que la caída de Adán haya precedido en
el tiempo, pero sí se demuestra lo que Dios había determinado antes de los siglos,
cuando quería poner remedio a la miseria del género humano.
Si alguno arguye de nuevo que este consejo de Dios dependía de la ruina del
hombre, que Él preveía, para mí es suficiente y me sobra saber que todos
aquéllos que se toman la libertad de investigar en Cristo o apetecen saber de Él
más de lo que Dios ha predestinado en su secreto consejo, con su impío
atrevimiento llegan a forjarse un nuevo Cristo. Con razón san Pablo, después de
exponer el verdadero oficio de Cristo, ora por los efesios para que les dé espíritu
de inteligencia, a fin de que comprendan la anchura, la longitud, la profundidad y la
altura; a saber, el amor de Cristo que excede toda ciencia (Ef. 3,16-19); como si
adrede pusiese una valla a nuestro entendimiento, para impedir que se aparte lo
más mínimo cada vez que se hace mención de Cristo, sino que se limiten a la
reconciliación que nos ha traído. Ahora bien, siendo verdad, como lo asegura el
Apóstol, que "Cristo vino al mundo a salvar a los pecadores" (1 Tim. 1,15), yo me
doy por satisfecho con esto. Y como el mismo san Pablo demuestra en otro lugar
que la gracia que se nos manifiesta en el Evangelio nos fue dada en Cristo Jesús
antes de los tiempos de los siglos (2 Tim. 1,9), concluyo que debemos permanecer
en ella hasta el fin.
Refutación de varios alegatos de Osiander. Osiander sin razón alguna se revuelve
contra esta sencillez. Si bien ya en otro tiempo se había suscitado esta cuestión,
sin embargo él, de tal manera se ha soliviantado con ella, que ha perturbado
infelizmente a la Iglesia.
Acusa él de presuntuosos a los que afirman que si Adán no hubiera pecado, el
Hijo de Dios no se hubiese encarnado; y da como razón, que no hay testimonio
alguno en la Escritura que condene tal hipótesis. Como si san Pablo no refrenara
nuestra insana curiosidad cuando, hablando de la redención que Cristo nos
adquirió, nos manda seguidamente que evitemos las cuestiones necias (Tit. 3, 9).
Llega a tanto el desenfreno de algunos, que movidos por un vituperable apetito de
pasar por agudos y sutiles, disputan acerca de si el Hijo de Dios hubiera podido
tomar la naturaleza de asno. Osiander puede pretender justificar esta cuestión —
que cuantos temen a Dios miran con horror como algo detestable —, pretextando
que en ningún lugar de la Escritura está expresamente condenada. ¡Como si san
Pablo, cuando juzga que ninguna cosa es digna de ser conocida, sino Jesucristo
crucificado (1 Cor. 2,2), no se guardara muy bien de admitir un asno como autor
de la salvación! Y así, al enseñar que Cristo ha sido puesto por eterno decreto del
Padre, para someter todas las cosas (Ef. 1,22), por la misma razón jamás
reconocería por Cristo al que no tuviese el oficio de rescatar.
6. EL PRINCIPIO DE QUE TANTO SE GLORÍA OSIANDER ES
TOTALMENTE INFUNDADO.

Pretende que el hombre fue creado a imagen de Dios, en cuanto fue formado
según el patrón de Cristo, para representarlo en la naturaleza humana, de la cual
el Padre había ya decidido revestirlo. De ahí concluye, que aunque jamás hubiera
decaído Adán de su origen primero, Cristo no hubiera dejado, no obstante, de
hacerse hombre.
Toda persona de sano juicio verá cuán vano y retorcido es todo esto. Sin
embargo, este hombre piensa que fue él el primero en comprender de qué modo
el hombre fue imagen de Dios; a saber, en cuanto que la gloria de Dios relucía en
Adán, no solamente por los excelentes dones de que le había adornado, sino
porque Dios habitaba en él esencialmente. Aunque yo le conceda que Adán
llevaba en sí la imagen de Dios en cuanto estaba unido a Él — en lo cual está la
verdadera y suma perfección de su dignidad —, sin embargo afirmo que la imagen
de Dios no se debe buscar sino en aquellas señales de excelencia con que Dios le
había dotado y ennoblecido por encima del resto de los demás animales.
En cuanto a que Jesucristo ya entonces era imagen de. Dios, y por tanto, que toda
la excelencia impresa en Adán procedía de esta fuente: acercarse a la gloria de su
Creador por medio del Unigénito, todos de común acuerdo lo confiesan. Por tanto,
el hombre fue creado a la imagen de Dios, y en él quiso el Creador que
resplandeciese su gloria como en un espejo; y fue elevado a esta dignidad por la
gracia de su Hijo Unigénito. Pero luego hay que añadir que este Hijo ha sido
Cabeza tanto de los ángeles como de los hombres; de tal suerte que la dignidad
en que el hombre fue colocado pertenecía igualmente a los ángeles; pues cuando
oímos que la Escritura los llama "dioses" (Sal 82, 6), no sería razonable negar que
también ellos han tenido algunas notas con las cuales representaban al Padre.
Y si Dios ha querido representar su gloria tanto en los ángeles como en los
hombres, y hacerse evidente en ambas naturalezas, la humana y la angélica,
neciamente afirma Osiander que los ángeles fueron pospuestos a los hombres
porque no fueron hechos a la imagen de Cristo. Pero no gozarían perpetuamente
de la presencia y la visión de Dios, si no fueran semejantes a Él. Y san Pablo no
enseña (Col. 3,10) que los hombres hayan sido renovados a imagen de Dios, sino
para ser compañeros de los ángeles, de tal manera que todos permanezcan
unidos en una sola Cabeza. Y, en fin, si hemos de dar crédito a Cristo, nuestra
felicidad suprema la conseguiremos cuando en el cielo seamos semejantes a los
ángeles (Mt. 22,30). Y si se quiere conceder a Osiander que el principal patrón y
dechado de la imagen de Dios ha sido aquella naturaleza humana que Cristo
había de tomar, por la misma razón se podrá concluir al contrario, que convino que
Cristo tomase la forma angélica, pues también a ellos les pertenece la imagen de
Dios.
NO TIENE, PUES, POR QUÉ TEMER OSIANDER, COMO LO AFIRMA, QUE
DIOS SEA COGIDO EN UNA MENTIRA, SI NO HUBIERA CONCEBIDO EL
DECRETO INMUTABLE DE HACER HOMBRE A SU HIJO.
Porque, aunque Adán no hubiera caído, no hubiera por eso dejado de ser
semejante a Dios, como lo son los ángeles; y sin embargo, no hubiera sido
necesario que el Hijo de Dios se hiciera hombre ni ángel.
Es también infundado su temor de que, si Dios no hubiera determinado en su
consejo inmutable antes de que Adán fuese creado, que Jesucristo había de ser
hombre, no en cuanto Redentor, sino como el primero de los hombres, su gloria
hubiera perdido con ello, ya que entonces hubiera nacido accidentalmente, para
restaurar al género humano caído; y de esta manera hubiera sido creado a la
imagen de Adán. Pues, ¿por qué ha de sentir horror de lo que la Escritura tan
manifiestamente enseña: que fue en todas las cosas semejante a nosotros,
excepto en el pecado (Heb. 4,15)? Y por eso Lucas no encuentra dificultad alguna
en nombrarlo en la genealogía de Adán (Lc. 3, 38).
Querría saber también por qué san Pablo llama a Cristo "segundo Adán" (1 Cor.
15, 45), sino precisamente porque el Padre lo sometió a la condición de los
hombres, para levantar a los descendientes de Adán de la ruina y perdición en que
se encontraban. Porque si el consejo de Dios de hacer a Cristo hombre precedió
en orden a la creación, se le debía llamar primer Adán. Contesta Osiander muy
seguro de sí mismo, que es porque en el entendimiento divino Cristo estaba
predestinado a ser hombre y que todos los hombres fueron formados de acuerdo
con Él. Más san Pablo, por el contrario, al llamar a Cristo segundo Adán, pone
entre la creación del hombre y su restitución por Cristo, la ruina y perdición que
ocurrió, fundando la venida de Jesucristo sobre la necesidad de devolvernos a
nuestro primer estado. De lo cual se sigue que ésta fue la causa de que Cristo
naciese y se hiciese hombre.
Pero Osiander replica neciamente que Adán, mientras permaneciera en su
integridad, había de ser imagen de sí mismo y no de Cristo. Yo respondo, al revés,
que aunque el Hijo de Dios no se hubiera encarnado jamás, no por eso hubiera
dejado de mostrarse y resplandecer en el cuerpo y en el alma de Adán la imagen
de Dios, a través de cuyos destellos siempre se hubiese visto que Jesucristo era
verdaderamente Cabeza, y que tenía el primado sobre todos los hombres.
De esta manera se resuelve la vana objeción, a la que tanta importancia da
Osiander, que los ángeles hubieran quedado privados de Cabeza, si Dios no
hubiera determinado que su Hijo se hiciera hombre, y ello aunque la culpa de
Adán no lo hubiera exigido. Pues es una consideración del todo infundada, que
ninguna persona sensata le concederá, decir que a Cristo no le pertenece el
primado de los ángeles, sino en cuanto hombre, ya que es muy fácil de probar lo
contrario con palabras de san Pablo, cuando afirma que Cristo, en cuanto es
Verbo eterno de Dios es "el primogénito de toda creación" (Col. 1, 15); no porque
haya sido creado, ni porque deba ser contado entre las criaturas, sino porque el
mundo, en la excelencia que tuvo al principio, no tuvo otro origen. Además de
esto, en cuanto que se hizo hombre es llamado "primogénito de entre los muertos"
(Col. 1, 18). El Apóstol resume ambas cosas y las pone ante nuestra
consideración, diciendo que por el Hijo fueron creadas todas las cosas, para que
Él fuese señor de los ángeles. Y que se hizo hombre para comenzar a ser
Redentor.
Otro despropósito de Osiander es afirmar que los hombres no tendrían a Cristo
por rey, si Cristo no fuera hombre. ¡Como si no pudiera haber reino de Dios con
que el eterno Hijo de Dios, aun sin hacerse hombre, uniendo a los ángeles y a los
hombres a su gloria y vida celestiales, mantuviese el principado sobre ellos! Pero
él sigue engañado con este falso principio, o bien le fascina el desvarío de que la
Iglesia estaría sin Cabeza, si Cristo no se hubiera encarnado. ¡Como si no pudiera
conservar su preeminencia entre los hombres pala gobernarlos con su divina
potencia, y alimentarlos y conservarlos con la virtud secreta de su Espíritu, como a
su propio cuerpo, igual que se hace sentir Cabeza de los ángeles, hasta que los
llevase a gozar de la misma vida de que gozan los ángeles!
Osiander estima como oráculos infalibles estas habladurías suyas, que hasta
ahora he refutado, acostumbrado como está a embriagarse con la dulzura de sus
especulaciones, y forjar triunfos de la nada. Pero él se gloría de que posee un
argumento indestructible y mucho más firme que los otros: la profecía de Adán,
cuando al ver a Eva, su mujer, exclamó: "Esto ahora es hueso de mis huesos y
carne de mi carne" (Gn. 2, 23). ¿Cómo prueba que esto es una profecía? Porque
Cristo en san Mateo atribuye esta sentencia a Dios. ¡Como si todo cuanto Dios ha
hablado por los hombres contuviera una profecía! Según este principio, cada uno
de los mandamientos encierra una profecía, pues todos proceden de Dios. Pero
todavía serían peores las consecuencias; si diéramos oídos a sus desvaríos; pues
Cristo habría sido un intérprete vulgar, cuyo entendimiento no comprendía más
que el sentido literal, pues no trata de su mística unión con la Iglesia, sino que trae
este texto para demostrar la fidelidad que debe el marido a su mujer, ya que Dios
ha dicho que el hombre y la mujer habían de ser una sola carne, a fin de que nadie
intente por el divorcio anular este vínculo y nudo indisoluble. Si Osiander reprueba
esta sencillez, que reprenda a Cristo por no haber enseñado a sus discípulos esta
admirable alegoría que él explica, y diga que Cristo no ha expuesto con suficiente
profundidad lo que dice el Padre.
Ni sirve tampoco como confirmación de su despropósito la cita del Apóstol, quien
después de decir que somos "miembros de su cuerpo", añade que esto es un gran
misterio (Ef. 5,30 .32), pues no quiso decir cuál era el sentido de las palabras de
Adán, sino que, bajo la figura y semejanza del matrimonio, quiso inducirnos a
considerar la sagrada unión que nos hace ser una misma cosa con Cristo; y las
mismas palabras lo indican así; pues a modo de corrección, al afirmar que decía
esto de Cristo y de su Iglesia, hace distinción entre la unión espiritual de Cristo y
su Iglesia y la unión matrimonial. Con lo cual se destruye fácilmente la sutileza de
Osiander.
Por tanto, no será menester remover más este lodo, pues ha sido puesto bien de
manifiesto su inconsistencia con esta breve refutación. Bastará, pues, para que se
den por satisfechos cuantos son hijos de Dios, esta breve afirmación: "Cuando
vino el cumplimiento del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer y nacido
bajo la Ley, para que redimiese a los que estaban bajo la Ley" (Gál. 4, 4).

CAPÍTULO XIII: CRISTO HA ASUMIDO LA SUSTANCIA VERDADERA DE


CARNE HUMANA

1. CRISTO SE HA REVESTIDO DE UNA NATURALEZA


VERDADERAMENTE HUMANA
Me parece que sería superfluo volver a tratar otra vez de la divinidad de Cristo,
pues ya lo hemos probado con claros y firmes testimonios. Queda, pues por ver,
cómo al revestirse de nuestra carne ha cumplido su oficio de Mediador.
Los maniqueos y marcionitas se esforzaron antiguamente por destruir la verdad de
la naturaleza humana de Cristo. Los segundos se imaginaban un fantasma en vez
del cuerpo. Y los primeros afirmaban que su cuerpo era celestial. Sin embargo la
Escritura en numerosos y claros testimonios se opone a tales desatinos.
Así, la bendición nos es prometida no en una simiente celestial, ni en un fantasma
de hombre, sino en la descendencia de Abraham y de Jacob (Gn. 12, 2; 17,2-8).
Ni tampoco se promete el trono eterno a un hombre hecho de aire, sino al hijo de
David y al fruto de su vientre (Sal 45,7; 132,11). De aquí que Cristo al
manifestarse en carne sea llamado hijo de David y de Abraham (Mt. 1,1); no
solamente porque ha nacido del seno de la Virgen, aunque hubiera sido formado o
creado del aire, sino porque — como lo interpreta san Pablo — ha sido formado de
la simiente de David según la carne (Rom. 1,3); y, como el mismo Apóstol en otro
lugar dice, porque desciende de los judíos según la carne (Rom. 9, 5). Y el Señor
mismo, no satisfecho con el nombre de hombre, se llama muchas veces a sí
mismo "Hijo del Hombre", como para subrayar más intensamente que era hombre
y engendrado verdaderamente de linaje de hombres.
Puesto que el Espíritu Santo tantas veces y por tantos medios y con tanto cuidado
y sencillez ha expuesto una cosa que en sí misma es muy oscura, ¿quién podría
imaginarse nunca que hubiera hombres tan desvergonzados que se atrevieran a
afirmar lo contrario?
Aún se me ocurren muchos otros testimonios. Así cuando san Pablo dice que Dios
"envió a su Hijo nacido de mujer" (Gál.4, 4), y muchos otros lugares en los que se
afirma que Cristo estuvo sometido al hambre, la sed, el frío y otras necesidades, a
las que está sujeta la naturaleza humana. Sin embargo, entre una infinidad de
ellos, escojamos principalmente los que pueden servir para nuestra edificación en
la fe y la verdadera confianza de la salvación.
En la epístola a los Hebreos se dice: "Porque ciertamente no socorrió a los
ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham, por lo cual debía ser en
todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo
sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo" (Heb. 2,
15-16). Y que mediante esta comunicación somos tenidos por hermanos suyos; y
que debió ser semejante a nosotros para que fuese misericordioso y fiel
intercesor; que nosotros tenemos Pontífice que puede compadecerse de nosotros
(Heb. 2,11-17); y otros muchos lugares. Está de acuerdo con esto lo que poco
antes hemos citado: que fue conveniente que los pecados del mundo fuesen
expiados en nuestra carne; según claramente lo afirma san Pablo (Rom. 8,3).
Por eso nos pertenece a nosotros todo cuanto el Padre dio a Cristo, ya que es
Cabeza, de la que "todo el cuerpo bien concertado y unido entre sí por todas las
coyunturas recibe su crecimiento" (Ef. 4,16). Y el Espíritu le ha sido dado sin
medida, para que de su plenitud todos recibamos (Jn. 1,16; 3,34), pues no puede
haber absurdo mayor que decir que Dios ha sido enriquecido en su esencia con
algún nuevo don. Por esta razón también dice el mismo Cristo que se santifica a sí
mismo por nosotros (Jn.17, 19).
2. REFUTACIÓN DE LOS ERRORES DE MARCIÓN Y DE LOS
MANIQUEOS, QUE NIEGAN O DESTRUYEN LA VERDADERA
HUMANIDAD DE CRISTO

Es verdad que ellos alegan algunos pasajes en confirmación de su error; pero los
retuercen sin razón suficiente, y de nada les valen sus argucias cuando intentan
refutar los testimonios que yo he citado en favor nuestro.
Afirma Marción que Cristo se revistió de un fantasma en lugar de un cuerpo;
porque en cierto lugar está escrito que fue "hecho semejante a los hombres" (Flp.
2, 7). Pero no se ha fijado bien en lo que dice el Apóstol en ese lugar. No
pretende, en efecto, explicar la clase de cuerpo que Cristo ha tomado, sino que,
aunque con todo derecho podría mostrar la gloria de su divinidad, sin embargo se
limitó a manifestarse bajo la forma y la condición de un simple hombre. Y así san
Pablo, para exhortarnos a que a ejemplo de Cristo nos humillemos, muestra que
Cristo, siendo Dios, pudo manifestar en seguida su gloria al mundo; sin embargo
prefirió ceder de su derecho, y por su propia voluntad se humilló a sí mismo, ya
que tomó la semejanza y condición de un siervo, permitiendo que su divinidad
permaneciese escondida bajo el velo de la carne. Por tanto, no enseña el Apóstol
lo que Cristo era en cuanto a su sustancia, sino de qué modo se ha comportado.
Además, del mismo contexto se deduce espontáneamente que Cristo se anonadó
en la verdadera naturaleza humana. Porque, ¿qué quiere decir, que fue hallado en
forma de hombre, sino que por un determinado espacio de tiempo no resplandeció
su gloria divina, sino que sólo se mostró como hombre en condición vil y
despreciable? Pues de otra manera tampoco estaría bien lo que dice Pedro:
"siendo muerto en la carne, pero vivificado en espíritu" (1 Pe.3, 18), si el Hijo de
Dios no hubiera sido débil en cuanto a su naturaleza humana. Es lo que más
claramente expone san Pablo, diciendo que padeció según la debilidad de la carne
(2 Cor. 13, 4). Y de aquí provino su exaltación; porque expresamente afirma san
Pablo que Cristo consiguió nueva gloria, después de haberse humillado, lo cual no
podría convenir sino a un hombre verdadero, compuesto de cuerpo y alma.
Maniqueo le atribuye la forma de un cuerpo de aire, porque Cristo es llamado el
segundo Adán celeste (1 Cor.15, 47). Tampoco aquí explica el Apóstol la esencia
celestial del cuerpo, sino la potencia espiritual, que difundida por Cristo, nos
vivifica; y ya hemos visto que Pedro y Pablo la diferencian de su carne. Por eso,
ese pasaje confirma más bien la doctrina que toda la Iglesia cristiana profesa
respecto a la carne de Cristo. Porque si Cristo no tuviera la misma naturaleza
corporal que nosotros, no tendría valor alguno el argumento que san Pablo aduce:
Si Cristo resucitó, también nosotros resucitaremos; si nosotros no resucitamos,
tampoco Cristo resucitó (1 Cor.15, 16). Por más cavilaciones y subterfugios que
busquen los maniqueos, sean los antiguos o sus discípulos, jamás podrán
desembarazarse de esas razones.
Vana es su escapatoria de que Cristo es llamado Hijo del Hombre por haber sido
prometido al género humano; porque es evidente que por esa expresión — según
la manera de hablar de los hebreos — no hay que entender más que verdadero
hombre. Es verdad que Cristo se atuvo en su manera de hablar a las exigencias
de su lengua. Ahora bien, nadie ignora que por "hijos de Adán" se entiende
simplemente "hombres". Y para no ir más lejos, baste el salmo octavo, que los
apóstoles interpretan de Cristo; en el versículo cuarto de dice: "¿Qué es el
hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?".
Con esta manera de hablar se expresa la verdadera humanidad de Cristo, porque
aunque no ha sido engendrado de padre mortal, sin embargo su origen procede
de Adán. Y de hecho, sin esto no podría tener consistencia lo que ya hemos
alegado: que Cristo participó de la carne y de la sangre, para juntar en uno a los
hijos de Dios (Heb. 2,14). En estas palabras se ve claramente que Él es
compañero y partícipe con nosotros de nuestra naturaleza. Y a esto mismo viene
lo que dice el Apóstol "el que santifica y los que son santificados, de uno son
todos" (Heb. 2,11). Claramente se ve por el contexto que esto se refiere a la
comunicación de naturaleza que tiene con nosotros, porque luego sigue: "por lo
cual no se avergüenza de llamarlos hermanos" (Heb. 2,11); pues, si antes hubiera
dicho que los fieles son hijos de Dios, Jesucristo no tendría motivo alguno para
sentirse avergonzado de nosotros; mas, como según su inmensa bondad se hace
uno de nosotros, que somos pobres y despreciables, por eso dice que no se siente
afrentado.
En vano replican los adversarios que de esta manera los impíos serían hermanos
de Cristo, puesto que sabemos que los hijos de Dios no nacen de la carne ni de la
sangre, sino del Espíritu por la fe. Por tanto la carne sola no hace esta unión.
Aunque el Apóstol atribuye solamente a los fieles la honra de ser juntamente con
Cristo de una misma sustancia, sin embargo no se sigue que los infieles no tengan
el mismo origen de carne. Así cuando decimos que Cristo se hizo hombre para
hacernos hijos de Dios, este modo de hablar no se extiende a todos, pues se
interpone la fe, para injertamos espiritualmente en el cuerpo de Cristo.
También demuestran su necedad al discutir a propósito del nombre de
primogénito. Dicen que Cristo debía haber nacido de Adán al principio del mundo,
para que fuese "primogénito entre muchos hermanos" (Rom. 8,29). Mas este
nombre no se refiere a la edad, sino a la dignidad y eminencia que Cristo tiene
sobre los demás.
Tampoco tiene mayor consistencia el reparo de que Cristo ha tomado la
naturaleza de los hombres y no la de los ángeles, por haber recibido en su gracia
al género humano (Heb. 2, 16). Porque el Apóstol, para ensalzar la honra que
Jesucristo nos ha hecho compara a los ángeles con nosotros, que en este aspecto
nos son inferiores. Y si se pondera debidamente el testimonio de Moisés, en el
que dice que la simiente de la mujer quebrantará la cabeza de la serpiente (Gn.
3,15), ello solo bastará para solucionar la cuestión; porque en este pasaje no se
trata sólo de Jesucristo, sino de todo el linaje humano. Como Jesucristo había de
lograr la victoria para nosotros, Dios afirma en general, que los descendientes de
la mujer saldrán victoriosos contra el Diablo. De donde se sigue que Jesucristo
pertenece a la especie humana; porque el decreto de Dios era consolar y dar
esperanza a Eva, a la cual dirigió estas palabras, a fin de que no se consumiese
de dolor y desesperación.
3. LOS TESTIMONIOS EN QUE CRISTO ES LLAMADO SIMIENTE DE
ABRAHAM, Y FRUTO DEL VIENTRE DE DAVID, ELLOS
MALICIOSAMENTE LOS CONFUNDEN CON ALEGORÍAS.

Porque si el nombre de simiente estuviera usado alegóricamente, san Pablo no


dejaría de decirlo, cuando claramente y sin figura alguna afirma que no hay varios
redentores entre el linaje de Abraham, sino únicamente Cristo (Gál. 3, 16).
Lo mismo vale para la pretensión de que Cristo es llamado Hijo de David
solamente porque le había sido prometido y ha sido manifestado en su tiempo.
Porque san Pablo, al llamarlo "Hijo de David", añadiendo luego "según la carne"
(Rom. 1,3), especifica sin duda alguna la naturaleza humana. Igualmente, en el
capítulo nono, después de llamarlo "Dios bendito", añade que desciende de los
judíos según la carne (Rom. 9,5). Y si no fuera verdaderamente del linaje de
David, ¿qué sentido tendría decir que es fruto de su vientre? ¿Qué significaría
aquella promesa: "De tu descendencia pondré sobre tu trono" (Sa1.132, 11)?
Igualmente falsean la genealogía de Cristo que expone san Mateo. Porque
aunque no cuenta los progenitores de María, sino los de José, sin embargo como
trataba de una cosa que ninguno de sus contemporáneos ignoraba, le bastaba
demostrar que José pertenecía al linaje de David, pues se sabía que María
pertenecía también a él. San Lucas se remonta más allá, afirmando que la
salvación que trajo Jesucristo es común a todo el género humano, porque Cristo,
su autor, procede de Adán, padre común de todos. Confieso que de la genealogía,
tal como está expuesta, no se puede concluir que Jesucristo es Hijo de David, más
que por serlo también de María. Mas estos nuevos marcionitas se muestran muy
orgullosos, cuando para dorar su error de que Jesucristo ha tomado su cuerpo de
nada, dicen que las mujeres no tienen semen; con lo cual confunden todos los
elementos de la naturaleza.
Mas como esta cuestión no es propia de teólogos, sino de filósofos y médicos, y,
además, las razones que aportan son muy vanas y se pueden refutar sin dificultad
alguna, no la trataré. Me contentaré con responder a las objeciones tomadas de la
Escritura.
Dicen que Aarón y Joiada tomaron mujeres de la tribu de Judá (Éx. 6,23; 2 Cr.
22,11), y que con ello hubiera desaparecido la diferencia de las tribus, de haber
tenido las mujeres semen generador. Respondo a esto que el semen del varón
tiene en el orden político la prerrogativa de que la criatura lleve el nombre del
padre, pero eso no impide que la mujer contribuya por su parte a la generación.
Esta solución hay que extenderla a todas las genealogías que presenta la
Escritura. Muchas veces no hace mención más que de los varones; ¿significa esto
que las mujeres no son nada? Hasta un niño puede comprender que se las incluye
en los varones. Y se dice que las mujeres dan a luz para sus maridos, porque el
nombre de la familia reside siempre entre los varones. Y así como se ha
concedido a los varones, por la dignidad de su sexo, el privilegio de que según la
condición y estado de los padres, los hijos sean tenidos por nobles o plebeyos;
así, por el contrario, la ley civil ordena que, en cuanto a la servidumbre, el niño
siga la condición de la madre, como fruto proveniente de ella; de donde se sigue
que la criatura es engendrada también en parte del semen materno. Y por eso
desde antiguo en todos los pueblos se llama a las madres "genitrices" —
engendradoras.
Está de acuerdo con esto la Ley de Dios, que prohibiría sin razón el matrimonio
entre tío y sobrina carnal, si no hubiera consanguinidad. Y sería también lícito al
hombre casarse con su hermana, cuando lo fuese solamente de madre. También
yo admito que en el acto de la generación la mujer tiene una potencia pasiva; pero
añado, que lo que se dice de los hombres, se les atribuye también a ellas, porque
no se dice que Cristo fue hecho por mujer, sino "de mujer" (Gál. 4, 4).
Pero hay algunos tan desvergonzados que se atreven a preguntar si es
conveniente que Cristo haya sido engendrado de un semen afectado por la
menstruación. Por mi parte les preguntaré si Jesucristo no se ha alimentado en la
sangre de su madre, lo cual no tendrán más remedio que admitirlo. Con toda
legitimidad se deduce de las palabras de Mateo que, habiendo sido Jesucristo
engendrado de María, fue criado y formado de su semen; como al decir que Booz
fue engendrado de. Rahab, se denota una generación semejante (Mt. 1, 5). Ni
tampoco pretende Mateo en este lugar hacer a la Virgen como un canal por el cual
haya pasado Cristo; sino que distingue esta admirable e incomprensible manera
de engendrar, de la que es vulgar según la naturaleza, en que Jesucristo por
medio de una virgen fue engendrado de la raza de David. Porque se dice que
Jesucristo ha sido engendrado de su madre en el mismo sentido y por la misma
razón que decimos que Isaac fue engendrado de Abraham, Salomón de David, y
José de Jacob. Pues el evangelista procede de tal manera que queriendo probar
que Jesucristo procede de David, se contenta con la sencilla razón de que fue
engendrado de María. De donde se sigue que él tuvo por inconcuso que María era
pariente de José, y, por consiguiente, del linaje de David.
4. LOS ABSURDOS DE QUE NOS ACUSAN NO SON MÁS QUE
CALUMNIAS PUERILES.

Creen que sería grande afrenta y rebajar la honra de Jesucristo, que perteneciera
al linaje de los hombres, porque no podría entonces estar exento de la ley común,
que incluye sin excepción a toda la descendencia de Adán bajo el pecado. Pero la
antítesis que establece san Pablo resuelve fácilmente tal dificultad: "Como el
pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, de la misma
manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida"
(Rom. 5,12.18). E igualmente la otra oposición: "El primer hombre es de la tierra,
terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo" (1 Cor. 15, 47). Y así el
Apóstol, al decir que Jesucristo fue enviado en semejanza de carne pecadora para
que satisficiese a la Ley (Rom. 8,3), lo exime expresamente de la suerte común,
para que fuera verdadero hombre sin vicio ni mancha alguna.
Muestran también muy poco sentido cuando argumentan: Si Cristo fue libre de
toda mancha, y fue engendrado milagrosamente por el Espíritu Santo del semen
de la Virgen, se sigue que el semen de las mujeres no es impuro, sino únicamente
el de los hombres. Nosotros no decimos que Jesucristo esté exento de la mancha
y corrupción original por haber sido engendrado de su madre sin concurso de
varón, sino por haber sido santificado por el Espíritu, para que su generación
fuese pura y sin mancha, como hubiera sido la generación antes de la caída de
Adán. Debemos, pues, tener bien presente en el entendimiento, que siempre que
la Escritura hace mención de la pureza de Cristo, se señala su verdadera
naturaleza de hombre: pues sería superfluo decir que Dios es puro. E igualmente
la santificación de la que habla san Juan en el capitulo diecisiete, no puede
aplicarse a la divinidad.
Respecto a la objeción, que nosotros admitimos dos clases de simientes de Adán,
si Jesucristo, que descendió de ella, no tuvo mancha alguna, carece de todo valor.
La generación del hombre no es inmunda ni viciosa en sí, sino accidentalmente
por la caída de Adán. Por lo tanto, no hemos de maravillarnos de que Cristo, por
quien había de ser restituida la integridad y la perfección, quedase exento de la
corrupción común.
Nos echan en cara, como si fuera un gran absurdo, que si el Verbo divino se vistió
de carne tendría que estar encerrado en la estrecha prisión de un cuerpo formado
de tierra. Esto es un despropósito. Aunque unió su esencia infinita con la
naturaleza humana en una sola persona, sin embargo no podemos hablar de
encerramiento ni prisión alguna: porque el Hijo de Dios descendió milagrosamente
del cielo, sin dejar de estar en él; y también milagrosamente descendió al seno de
María, y vivió en el mundo y fue crucificado de tal forma que, entretanto, con su
divinidad ha llenado el mundo, como antes.

CAPÍTULO XIV: CÓMO LAS DOS NATURALEZAS FORMAN UNA SOLA


PERSONA EN EL MEDIADOR
1. DISTINCIÓN DE LAS DOS NATURALEZAS EN LA UNIDAD DE LA
PERSONA DE CRISTO

Respecto a la afirmación que "el Verbo fue hecho carne" (Jn. 1,14), no hay que
entenderla como si se hubiera convertido en carne, o mezclado confusamente con
ella; sino que en el seno de María ha tomado un cuerpo humano como templo en
el que habitar; de modo que el que era Hijo de Dios se hizo también hijo del
hombre; no por confusión de la sustancia, sino por unidad de la Persona. Porque
nosotros afirmamos que de tal manera se ha unido la divinidad con la humanidad
que ha asumido, que cada una de estas dos naturalezas retiene íntegramente su
propiedad, y sin embargo ambas constituyen a Cristo.
Si hay algo que pueda tener alguna semejanza con tan alto misterio, parece que lo
más apropiado es el hombre, que está compuesto de dos naturalezas, cada una
de las cuales, sin embargo, de tal manera está unida con la otra, que retiene su
propiedad. Ni el alma es cuerpo, ni el cuerpo es alma. Por eso al alma se le
atribuyen cualidades peculiares que no pueden convenir en modo alguno al
cuerpo, y viceversa; e igual-mente del hombre en su totalidad se predican cosas,
que no pueden atribuirse a ninguna de las partes en sí mismas consideradas.
Finalmente, las cosas propias del alma son transferidas al cuerpo, y las del cuerpo
al alma. Sin embargo, la persona que está compuesta de estas dos sustancias es
un solo hombre, no varios. Todos estos modos de expresarse significan que hay
en el hombre una naturaleza compuesta de dos unidas; y que sin embargo, existe
una gran diferencia entre cada una de ellas.
De la misma manera habla la Escritura de Cristo. Unas veces le atribuye lo que
necesariamente debe atribuirse únicamente a la humanidad; otras, lo que compete
en particular a la divinidad; y otras veces, lo que compete a ambas naturalezas
unidas, y no a alguna de ellas en particular. Y esta unión de las dos naturalezas
que hay en Cristo la trata la Escritura con tal veneración, que a veces comunica a
una lo que pertenece a la otra. Es lo que los antiguos doctores de la Iglesia
llamaban "comunicación de idiomas, o de propiedades".
2. LA COMUNICACIÓN DE LAS PROPIEDADES DE LAS DOS
NATURALEZAS A LA PERSONA DEL MEDIADOR

Estas cosas no podrían ofrecer seguridad, si no encontráramos a cada paso en la


Escritura muchos lugares para probar que ninguna de las cosas que hemos dicho
es invención de los hombres. Lo que Jesús decía de sí mismo: "Antes que
Abraham fuese yo soy" (Jn. 8, 58), de ningún modo podía convenir a la
humanidad. Y no desconozco la sofistería con que algunos retuercen este pasaje,
afirmando que Cristo existía antes del tiempo, porque ya estaba predestinado
como Redentor en el consejo del Padre, y como tal era conocido entre los fieles.
Mas como Él claramente distingue su esencia eterna, del tiempo de su
manifestación en carne, y lo que aquí intenta demostrar es que supera en
excelencia a Abraham por su antigüedad, no hay duda alguna que se atribuye a sí
mismo lo que propiamente pertenece a la divinidad.
Que san Pablo le llame "primogénito de toda la creación", y afirme que "él es antes
de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten" (Col. 1, 15 .17); y lo que Él
asegura de sí mismo, que ha tenido su gloria juntamente con el Padre antes de
que el mundo fuese creado (Jn.17, 5), todo esto de ningún modo compete a la
naturaleza humana; y por tanto, ha de ser atribuido a la divinidad.
El que sea llamado "siervo" del Padre (Is. 42,1 ; etc.); lo que refiere Lucas, que
"crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres" (Lc. 2,
52); lo que Él mismo declara: que no busca su gloria (Jn. 8, 50); que no sabe
cuándo será el último día (Mc. 13,32); que no habla por sí mismo (Jn.14,10); que
no hace su voluntad (Jn. 6,38); lo que refieren los evangelistas, que fue visto y
tocado (Lc. 24,39); todo esto solamente puede referirse a la humanidad. Porque,
en cuanto es Dios, en nada puede aumentar o disminuir, todo lo hace en vista de
sí mismo, nada hay que le sea oculto, todo lo hace conforme a su voluntad, es
invisible e impalpable. Todas estas cosas, sin embargo, no las atribuye
simplemente a su naturaleza humana, sino como pertenecientes a la persona del
Mediador.
La comunicación de propiedades se prueba por lo que dice san Pablo, que Dios
ha adquirido a su Iglesia con su sangre (Hch. 20,28); y que el Señor de gloria fue
crucificado (1 Cor. 2, 8); asimismo lo que acabamos de citar: que el Verbo de vida
fue tocado. Cierto que Dios no tiene sangre, ni puede padecer, ni ser tocado con
las manos Mas como Aquel que era verdadero Dios y hombre, Jesucristo, derramó
en la cruz su sangre por nosotros, lo que tuvo lugar en su naturaleza humana es
atribuido impropiamente, aunque no sin fundamento, a la divinidad.
Semejante a esto es lo que dice san Juan: que Dios puso su vida por nosotros (1
Jn. 3,16). También aquí lo que propiamente pertenece a la humanidad se
comunica a la otra naturaleza. Por el contrario, cuando decía mientras vivía en el
mundo, que nadie había subido al cielo más que el Hijo del hombre que estaba en
el cielo (Jn. 3, 13), ciertamente que Él, en cuanto hombre y con la carne de que se
había revestido no estaba en el cielo; mas como Él era Dios y hombre, en virtud
de las dos naturalezas atribuía a una lo que era propio de la otra.
3. UNIDAD DE LA PERSONA DEL MEDIADOR EN LA DISTINCIÓN DE LAS
DOS NATURALEZAS

Pero los textos más fáciles de la Escritura para mostrar cuál es la verdadera
sustancia de Jesucristo son los que comprenden ambas naturalezas. El evangelio
de san Juan está lleno de ellos.
Cuando leemos en él que Cristo ha recibido del Padre la autoridad de perdonar los
pecados (Jn. 1, 29), de resucitar a los que Él quisiere, de dar justicia, santidad y
salvación, de ser constituido Juez de los vivos y de los muertos, para ser honrado
de la misma manera que el Padre (Jn. 5, 21-23); finalmente, lo que dice de sí
mismo, que es luz del mundo (Jn. 8,12; 9,5); buen pastor (Jn. 10,7 . 11), la única
puerta (Jn.10, 9) y vid verdadera (Jn.15, 1), etc.; todo esto no era peculiar de la
divinidad ni de la humanidad en sí mismas consideradas, sino en cuanto estaban
unidas. Porque el Hijo de Dios, al manifestarse en carne, fue adornado con estos
privilegios, los cuales, si bien los tenía en unión del Padre antes de que el mundo
fuese creado, sin embargo no de la misma manera y bajo el mismo aspecto; pues
de ninguna manera podían competer a un hombre, que no fuera más que puro
hombre.
En el mismo sentido hemos de tomar lo que dice Pablo, que Cristo después de
cumplir con su oficio de Juez entregará en el último día el reino a Dios su Padre (1
Cor. 15, 24). Ciertamente el reino del Hijo de Dios, ni tuvo principio ni tampoco
tendrá fin. Mas así como se humilló tomando forma de siervo, hecho semejante a
los hombres, dejando a un lado la gloria de su majestad, y se sometió al Padre
para obedecerle (Flp. 2,7-8), y después de cumplir el tiempo de su sujeción, fue
coronado de gloria y de honra y ensalzado a suma dignidad, para que toda rodilla
se doble ante él (Heb. 2,7; Flp. 2,9-10); de la misma manera someterá después al
Padre ese gran imperio, la corona de gloria y todo cuanto haya recibido de Él, para
que sea todo en todos (1 Cor.15,28). Porque, ¿con qué fin se le concede autoridad
y mando, sino para que por su mano nos gobierne el Padre? En este sentido se
dice que está sentado a la diestra del Padre, y esto es temporal, hasta que
gocemos de la visión de la divinidad.
No se puede excusar el error de los antiguos por no prestar suficiente atención a
la Persona del Mediador al leer estos pasajes de san Juan, oscureciendo con ello
su sentido natural y verdadero, y enredándose en mil dificultades. Conservemos,
pues, esta máxima como clave para la recta inteligencia de los mismos: Todo
cuanto respecta al oficio de Mediador no se dice simplemente de la naturaleza
humana, ni de la divina. Por tanto, Jesucristo, en cuanto adaptándose a nuestra
pequeñez y poca capacidad, nos une con el Padre, reinará hasta que venga a
juzgar al mundo; pero después de hacernos partícipes de la gloria celestial y de
que contemplemos a Dios tal cual es, entonces, terminado su oficio de Mediador,
dejará de ser embajador de Dios, y se contentará con la gloria de que gozaba
antes de que el mundo fuese creado. De hecho, la razón de atribuir en particular a
la Persona de Jesucristo el nombre de Señor es precisamente porque constituye
un grado intermedio entre Dios y nosotros. Es lo que quiere decir san Pablo,
cuando afirma: "sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas; y
un Señor Jesucristo, por medio del cual son todas las cosas" (1 Cor.8, 6); a saber,
en cuanto este imperio temporal de que hemos hablado le ha sido entregado por
el Padre hasta que veamos su divina majestad cara a cara. Y Él estará tan lejos
de perder nada devolviendo el imperio a su Padre, que gozará de una mayor
preeminencia. Porque entonces Dios dejará de ser Cabeza de Cristo, en cuanto
que la divinidad de Cristo resplandecerá plenamente por sí misma, mientras que
ahora está como cubierta con un velo.
4. UTILIDAD DE ESTA DISTINCIÓN DE LAS DOS NATURALEZAS EN LA
UNIDAD DE LA PERSONA

Esta observación será muy útil para solucionar muchas dificultades, con tal de que
los lectores sepan usar de ella. Resulta sorprendente de qué manera los
ignorantes, e incluso algunos que no lo son tanto, se atormentan con tales
expresiones, pues ven que se le atribuyen a Cristo, y no son propias ni de su
divinidad, ni de su humanidad. La causa es porque no se fijan en que convienen a
la Persona de Cristo, en la que se ha manifestado Dios y hombre, y a su oficio de
Mediador. Realmente es digno de considerar cuán admirablemente conviene entre
sí todo lo que hemos expuesto, con tal de que consideremos tales misterios con la
sobriedad y reverencia que se merecen.
Mas los espíritus inquietos y desquiciados no hay cosa que no revuelvan. Toman
los atributos y propiedades de la humanidad para deshacer la divinidad, y
viceversa; y los que pertenecen a ambas naturalezas en cuanto están unidas y no
convienen a ninguna de ellas por separado, para destruirlas a ambas. Más, ¿qué
es esto sino pretender que Cristo no es hombre porque es Dios; que no es Dios
porque es hombre; que no es ni Dios ni hombre, porque es a la vez ambas cosas?
Concluyamos pues, que Cristo en cuanto es Dios y hombre, compuesto de dos
naturalezas unidas, pero no confundidas, es nuestro Señor y verdadero Hijo de
Dios, aun según su humanidad, aunque no a causa de su humanidad.
Debemos sentir horror de la herejía de Nestorio, el cual dividiendo, más bien que
distinguiendo las naturalezas de Jesucristo, se imaginaba en consecuencia un
doble Cristo. Sin embargo, la Escritura le contradice abiertamente, llamando Hijo
de Dios al que nació de la Virgen (Lc. I, 32,43), y a la misma Virgen, madre de
nuestro Señor.
Asimismo debemos guardarnos también del error de Eutiques, el cual queriendo
probar la unidad de la persona de Cristo, destruía ambas naturalezas. Ya hemos
alegado tantos testimonios de la Escritura en los que la divinidad es diferenciada
de la humanidad — aunque quedan otros muchos, que no he citado — que bastan
para hacer callar aun a los más amigos de discusiones. Además, en seguida citaré
algunos muy a propósito para destruir este error. Bástenos al presente ver que
Jesucristo no llamaría a su cuerpo "templo" (Jn. 2,19), si no habitase en él
expresamente la divinidad.
Por eso con toda razón fue condenado Nestorio en el concilio de Éfeso, y después
Eutiques en el de Constantinopla y en el de Calcedonia; puesto que tan incito es
confundir las dos naturalezas en Cristo como separarlas; sino que hay que
distinguirlas de tal manera que no queden separadas.
5. REFUTACIÓN DE MIGUEL SERVET

Mas ya en nuestros días ha surgido un monstruo, llamado Miguel Servet, no


menos nocivo que estos herejes antiguos de quienes hemos hablado. Quiso él
poner en lugar del Hijo de Dios no sé qué fantasma, compuesto de la esencia
divina, del espíritu, la carne y tres elementos increados. 135
En primer lugar niega que Jesucristo sea Hijo de Dios, más que por-que ha sido
engendrado en el seno de la Virgen por el Espíritu Santo. Su astucia tiende a que,
destruida la distinción de las dos naturalezas, Cristo quede reducido a una especie
de mezcla y de composición hecha de Dios y de hombre, y que sin embargo, no
sea tenido ni por Dios ni por hombre. Porque la conclusión a que tiende toda su

135
Cfr. Servet, Christianismi restitutio, De Trinitate, dial. II.
argumentación es: que antes de que Cristo se manifestara como hombre, no había
en Dios más que unas ciertas figuras o sombras, cuya verdad y efecto comenzó a
tener realidad, precisamente cuando el Verbo empezó de veras a ser Hijo de Dios,
según estaba predestinado para este honor.
Por nuestra parte confesamos que el Mediador, que nació de la Virgen María, es
propiamente el Hijo de Dios. Pues ciertamente que Jesucristo no sería en cuanto
hombre espejo de la gracia inestimable de Dios, si no le fuera concedida la
dignidad de Hijo unigénito de Dios. Sin embargo, permanece firme la doctrina de la
Iglesia, según la cual es tenido por Hijo de Dios, porque antes de todos los siglos
el Verbo fue engendrado del Padre, y ha tomado nuestra naturaleza humana
uniéndola a la divina.
Los antiguos llamaron a esto unión hipostática, entendiendo por esta expresión,
que las dos naturalezas han sido unidas en una Persona. Esta expresión se
inventó y usó para refutar la herejía de Nestorio, quien se imaginaba que el Hijo de
Dios había habitado en la carne de tal manera que no fuese hombre sin embargo.
6. OBJECIONES (1 – 3)

Nos acusa Servet de que ponemos dos hijos de Dios, porque decimos que el
Verbo eterno, antes de que se encarnara, ya era Hijo de Dios. ¡Como si dijésemos
algo más, sino que el Hijo de Dios se ha manifestado en la carne! Porque, aunque
fue Dios antes de ser hombre, no se sigue de ahí que comenzó a ser un nuevo
dios.
Tampoco es más absurdo nuestro aserto de que el Hijo de Dios se ha manifestado
en la carne, aunque respecto a su generación eterna fue siempre Hijo. Es lo que
significan las palabras que el ángel dijo a María: "el santo Ser que nacerá, será
llamado Hijo de Dios" (Lc.1, 35). Como si dijera: el nombre de Hijo que en tiempo
de la Ley había sido oscuro, en adelante será célebre y muy conocido. Con lo cual
está de acuerdo lo que dice san Pablo: que nosotros por ser hijos de Dios por
Cristo clamamos libremente y con confianza: Abba, Padre (Rom.8, 15). ¿Es que
los padres del Antiguo Testamento no fueron en su tiempo tenidos por hijos de
Dios? Yo afirmo que, confiados en este derecho, invocaron a Dios llamándole
Padre. Pero como desde que el Hijo Unigénito de Dios se manifestó al mundo esta
paternidad celestial se hizo mucho más manifiesta, san Pablo atribuye este
privilegio al reino de Cristo. Sin embargo, debemos tener como cierto, que Dios
jamás ha sido Padre de los ángeles ni de los hombres, sino respecto a su Hijo
Unigénito; y especialmente de los hombres, a los cuales su propia iniquidad les
hizo aborrecibles a Dios; y así nosotros somos hijos por adopción, porque
Jesucristo lo es por naturaleza.
Y no hay razón para que Servet replique que esto dependía de la filiación que Dios
había determinado en su consejo; por-que aquí no se trata de las figuras, como la
expiación de los pecados fue representada por la sangre de los animales. Mas
como quiera que los padres bajo la Ley no pudieran ser de veras hijos de Dios de
no haber estado su adopción fundada sobre la Cabeza, quitar a ésta lo que ha
sido común a sus miembros, sería un disparate. Más aún; como quiera que la
Escritura llama a los ángeles hijos de Dios (Sal 82 ,6), bien que su dignidad no
dependía de la redención futura, es necesario que Cristo los preceda en orden, ya
que a Él le pertenece reconciliarlos con el Padre.
Resumiré esto, aplicándolo al género humano. Como tanto los ángeles como los
hombres, desde el principio del mundo fueron creados, para que Dios fuese Padre
común de todos ellos, según lo que dice san Pablo, que Cristo fue Cabeza y
primogénito de todo lo creado, a fin de que tuviese el primado de todo (Co1.1, 15),
me parece que se puede concluir con toda razón que el Hijo de Dios ha existido
antes de que el mundo fuese creado.
Y si su filiación comenzó al manifestarse Él en carne, se sigue que fue Hijo
respecto a la naturaleza humana. Servet y otros desaprensivos quieren que Cristo
no sea Hijo de Dios, sino en cuanto que se encarnó, porque fuera de la naturaleza
humana no pudo ser tenido por Hijo de Dios. Respondan entonces si es Hijo
según ambas naturalezas y respecto a cada una de ellas. Ahora bien, según san
Pablo, admitimos que Jesucristo en su humanidad es Hijo de Dios, no como los
fieles, solamente por adopción y gracia, sino Hijo natural y verdadero y, por
consiguiente, único, para que así se diferencie de todos los demás. Porque a
nosotros, que somos regenerados a nueva vida, Dios tiene a bien hacernos la
merced de tenernos por hijos suyos; pero se reserva para Jesucristo el nombre de
verdadero y único Hijo. ¿Y cómo es Él único entre tantos hermanos, sino porque
posee por naturaleza lo que nosotros hemos recibido por gracia? Nosotros
extendemos esta honra y dignidad a toda la Persona del Mediador, de tal manera,
que Aquel mismo que nació de la Virgen y se ofreció al Padre como sacrificio en la
cruz sea verdadera y propiamente Hijo de Dios; todo ello por razón de la divinidad.
Así lo enseña san Pablo, al decir de sí mismo, que fue "apartado para el evangelio
de Dios, que Él había prometido antes acerca de su Hijo, que era del linaje de
David según la carne, declarado Hijo de Dios con poder" (Rom. 1,14). ¿Por qué al
llamarle expresamente Hijo de David según la carne, iba a decir por otra parte que
era declarado Hijo de Dios, sino porque quería dar a entender que esto provenía
de otro origen? Por eso en el mismo sentido que dijo en otro lugar que Jesucristo
sufrió conforme a la debilidad de la carne, y que ha resucitado según la virtud del
Espíritu (2 Cor. 13,4), así ahora establece la diferencia entre las dos naturalezas.
Indudablemente es necesario que esta gente exaltada confiese, quiéranlo o no,
que así como Jesucristo ha tomado de su madre una naturaleza en virtud de la
cual es llamado Hijo de David, de la misma manera tiene del Padre otra naturaleza
por la cual es llamado Hijo de Dios; lo cual es muy distinto de la naturaleza
humana.
Dos títulos le atribuye la Escritura; unas veces le llama Hijo de Dios; otras, Hijo del
hombre. En cuanto a lo segundo es indudable que es llamado así, de acuerdo con
el modo corriente de hablar de los hebreos, porque desciende de Adán. Y, por el
contrario, yo concluyo que es llamado Hijo de Dios a causa de su divinidad y
esencia eterna; pues no es menos razonable, que el nombre de Hijo de Dios, se
refiera a la naturaleza divina, que el de Hijo del hombre a la humana.
En conclusión, en el texto que he citado, el Apóstol no entiende que el que según
la carne era engendrado del linaje de David fue declarado Hijo de Dios, sino en el
mismo sentido que en otro lugar, cuando dice, que Cristo, el cual descendió de los
judíos según la carne, es Dios bendito eternamente (Rom. 9, 5). Y si en ambos
lugares se nota la diferencia entre las dos naturalezas, ¿en virtud de qué niegan
éstos que Jesucristo, hijo de hombre según la carne, sea Hijo de Dios respecto a
su naturaleza divina?
7. OBJECIONES (4)

Para defender su error, insisten mucho en los siguientes pasajes: que Dios "no
escatimó ni a su propio Hijo" (Rom. 8,32); que Dios mandó al ángel a decir que el
que naciese de la Virgen fuese llamado "Hijo del Altísimo" (Lc. 1,32). Más, a fin de
que no se enorgullezcan con tan vana objeción, consideren un poco la fuerza de
tal argumento.
Si quieren concluir que Jesucristo es llamado Hijo de Dios después de ser
concebido, y, por tanto, que ha comenzado a serlo después de su concepción, se
seguiría que el Verbo, que es Dios, habría comenzado a existir después de su
manifestación como hombre, porque san Juan dice que anuncia el Verbo de vida
que tocó con sus manos (1 Jn. 1, 1). Asimismo, dentro de su manera de
argumentar, ¿cómo interpretarán lo que dice el profeta: "Pero tú, Belén Efrata,
pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor
en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad" (Miq.
5, 2)?
Ya he expuesto que nosotros no seguimos ni remotamente la opinión de Nestorio,
que se imaginó un doble Cristo. Nuestra doctrina es que Cristo nos ha hecho hijos
de Dios juntamente con Él en virtud de su unión fraternal con nosotros; y la razón
de ello es que en la carne que tomo es el Hijo Unigénito de Dios. San Agustín136
nos advierte con mucha prudencia, que es un maravillo espejo de la admirable y
singular gracia de Dios que Jesucristo en cuanto hombre haya alcanzado una
honra que no podía merecer. Por tanto Jesucristo, ya desde el seno materno, ha
sido adornado con la prerrogativa de ser Hijo de Dios. Sin embargo, no hay que
imaginarse en la unidad de la Persona, mezcla o confusión alguna, que quite a la
divinidad lo que le es propio.
Por lo demás, no hay tampoco absurdo alguno en que el Verbo eterno de Dios
haya sido siempre Hijo de Dios, y que después de encarnarse se le llame también
así, según los diversos aspectos que hay en Jesucristo; lo mismo que se le llama,
bien Hijo de Dios, bien Hijo del hombre, por razones diversas.

136
De la Corrección y de la Gracia, cap. XI, 30; La Ciudad de Dios, lib. X, cap. XXIX.
Quinta objeción. Tampoco nos preocupa en absoluto la otra calumnia de Servet,
según la cual el Verbo jamás fue llamado en la Escritura Hijo de Dios, a no ser en
figura, hasta la venida del Redentor.
A esto respondo que, aunque bajo la Ley la declaración fue muy oscura, sin
embargo fácilmente se puede concluir que aun en tiempo de la Ley y los Profetas,
Jesucristo ha sido Hijo de Dios, bien que ese nombre no fuese tan conocido y
usado como en la Iglesia. En efecto, ya hemos demostrado claramente que no
sería Dios eterno, sino por ser el Verbo engendrado "ab aeterno" del Padre, y que
este nombre no compete a la Persona del Mediador que tomó, sino en cuanto Él
es Dios, que se encarnó; y asimismo, que Dios no hubiera sido desde el principio
llamado Padre, si ya desde entonces no hubiera tenido una cierta correspondencia
y relación con su Hijo unigénito, de quien proviene todo parentesco o paternidad
en el cielo y en la tierra (Ef.3, 14-15).
Y si nos limitamos a discutir el vocablo mismo, Salomón, hablando de la elevación
inmensa de Dios, afirma que tanto Él como su Hijo son incomprensibles. Estas son
sus palabras: "¿Cuál es su nombre, y el nombre de su Hijo, si sabes?" (Prov.
30,4). Sé muy bien que este testimonio tendrá poco valor para los amigos de
disputas; ni tampoco yo insisto particularmente en él, sino en cuanto sirve para
mostrar que los que niegan que Jesucristo haya sido Hijo de Dios hasta después
de haberse hecho hombre, no hacen más que argüir maliciosamente.
Hay que advertir también que todos los doctores antiguos han estado siempre de
acuerdo y unánimemente así lo han enseñado. Por ello es una desfachatez
ridícula e imperdonable la de aquellos que se atreven a escudarse en Ireneo y
Tertuliano137, pues ambos confiesan que el Hijo de Dios era invisible, y luego se
hizo visible.
8. CONCLUSIÓN

Y aunque Servet ha acumulado muchas y horrendas blasfemias, que quizás no


todos sus discípulos se atreverían a confesar, sin embargo todo el que no
reconoce que Jesucristo era Hijo de Dios antes de encarnarse, si se le urge más,
dejará ver en seguida su impiedad; a saber, que Jesucristo no es Hijo de Dios,
sino en cuanto fue concebido en el seno de la Virgen por obra del Espíritu Santo;
lo mismo que antiguamente los maniqueos decían que el alma del hombre no era
más que una derivación de la esencia divina, porque leían que Dios insufló en
Adán un alma viviente (Gn.2,7). Así éstos de tal manera se atan al nombre de Hijo,
que no establecen diferencia entre las dos naturalezas, sino que confusamente
afirman que Jesucristo es según su humanidad Hijo de Dios, porque según la
naturaleza humana es engendrado de Dios. De este modo la generación eterna de
la sabiduría que ensalza Salomón, queda destruída; y cuando se habla del
Mediador no se tiene en cuenta la naturaleza divina, o bien en lugar de Jesucristo
se propone un fantasma.

137
Ireneo, Contra las Herejías, lib. III, cap. xvi, 6; Tertuliano, Contra Praxeas, cap. XV.
Sería muy útil refutar los enormes errores e ilusiones con que Servet se ha
fascinado a sí mismo y a otros, a fin de que, amonestados con tal ejemplo, los
lectores se mantengan dentro de la sobriedad y la modestia; pero creo que no
será necesario, pues ya lo he hecho en otro libro compuesto expresamente con
este fin.138
Resumen de los errores de Miguel Servet. El resumen de tales errores es el
siguiente: El Hijo de Dios ha sido al principio una idea o figura, ya desde entonces
predestinado a hacerse hombre, el cual debía ser la imagen esencial de Dios. En
lugar del Verbo, de quien afirma san Juan que ha sido siempre verdadero Dios, no
reconoce más que un resplandor visible. Respecto a la generación de Jesucristo
dice que, desde el principio tuvo Dios la voluntad de engendrar un Hijo, lo cual se
verificó cuando fue formado y hecho criatura. Con todo esto confunde al Espíritu
Santo con el Verbo, porque dice que Dios ha dispensado la Palabra invisible y el
Espíritu sobre la carne y el alma. En conclusión, en lugar de la generación de
Jesucristo pone las fantasías que él se ha forjado, concluyendo que ha habido un
Hijo en sombra o en figura, que ha sido engendrado por la Palabra, a la cual
atribuye el oficio de semen.
Ahora bien, si nos atenemos a tales principios, de ellos se sigue que los puercos y
los perros son también hijos de Dios, porque son creados del semen original de la
Palabra de Dios. Y aunque él compone a Jesucristo de tres elementos increados
para decir que es engendrado de la esencia divina, sin embargo lo constituye de
tal manera primogénito de las criaturas, que las piedras en su grado tienen la
misma divinidad esencial. Para no parecer que despoja a Cristo de su divinidad,
dice que su carne es de la esencia misma de Dios, y que el Verbo se encarnó en
cuanto la carne fue convertida en Dios. De esta manera, incapaz de entender
cómo puede Jesucristo ser Hijo de Dios, si su carne no procede de la esencia
divina y es convertida en divinidad, destruye y aniquila la segunda y eterna
Persona, que es el Verbo, y nos quita al Hijo de David, prometido por Redentor.
Pues él repite con frecuencia que el Hijo fue engendrado de Dios por presciencia y
predestinación, y finalmente fue hecho hombre de aquella materia que desde el
principio resplandecía en Dios en los tres elementos, y que por fin apareció en la
primera claridad del mundo, en la nube y en la columna de fuego.
Sería cosa de nunca acabar enumerar las contradicciones en que cae a cada
paso. Pero por este resumen comprenderán los lectores cristianos que este perro
se había propuesto apagar con sus fantasías toda esperanza de salvación. Porque
si la carne de Jesucristo fue su divinidad, no hubiera podido ser su templo. Ni
tampoco podría ser nuestro Redentor, sino el que engendrado del linaje de
Abraham y David, fuese verdadera y realmente hombre. Y en vano insiste en las
palabras de san Juan, que el Verbo fue hecho carne; pues así como con ellas se
refuta el error de Nestorio, así tampoco se puede confirmar con las mismas la

138
El libro, publicado en latin, lleva por titulo : Declaración para mantener la verdadera fe que
tienen todos los cristianos sobre la Trinidad de las Personas en un solo Dios, por Calvino contra los
errores de Miguel Servet, español. Ginebra, 1554.
herejía de Eutiques, que ha renovado Servet; ya que el propósito del evangelista
no fue otro que establecer la unidad de Persona en las dos naturalezas.

CAPÍTULO XV: PARA SABER CON QUÉ FIN HA SIDO ENVIADO JESUCRISTO
POR EL PADRE Y LOS BENEFICIOS QUE SU VENIDA NOS APORTA,
DEBEMOS CONSIDERAR EN ÉL PRINCIPALMENTE TRES COSAS: SU
OFICIO DE PROFETA, EL REINO Y EL SACERDOCIO

1. LOS TRES OFICIOS DE CRISTO

Dice muy bien san Agustín, que aunque los herejes prediquen el nombre de
Cristo, sin embargo no les sirve de fundamento común con los fieles, sino que
permanece como bien propio de la Iglesia; porque si se considera atentamente lo
que pertenece a Cristo, no se le podrá encontrar entre los herejes más que de
nombre; pero en cuanto al efecto y la virtud no está entre ellos139. De la misma
manera en el día de hoy, aunque los papistas digan a boca llena que el Hijo es
Redentor del mundo, sin embargo, como se contentan con confesarlo de boca,
pero de hecho le despojan de su virtud y dignidad, se les puede aplicar con toda
propiedad lo que dice san Pablo, que no tienen Cabeza (Col. 2,19).
Por tanto, para que la fe encuentre en Jesucristo firme materia de salvación y
descanse confiada en Él, debemos tener presente el principio de que el oficio y
cargo que le asignó el Padre al enviarlo al mundo, consta de tres partes; puesto
que ha sido enviado como Profeta, como Rey, y como Sacerdote. Aunque de poco
nos serviría conocer estos títulos, si no comprendiésemos a la vez el fin y el uso
de los mismos. Porque también los papistas los tienen en la boca, pero fríamente
y con muy poco provecho, pues ni entienden ni saben lo que contiene en sí cada
uno de ellos.
La profecía de Jesucristo es el cumplimiento de todas las profecías. Ya hemos
dicho que aunque Dios antiguamente estuvo enviando profetas a los judíos
continuamente y sin interrupción, y que de este modo no los privó jamás de la
doctrina que les era útil y suficiente para la salvación; sin embargo, tuvieron
siempre en sus corazones arraigada la creencia de que era necesario esperar
hasta la venida del Mesías para conseguir plena claridad y comprensión. Esta
opinión se había divulgado incluso entre los samaritanos, que nunca habían
entendido la verdadera religión, como se ve claramente por lo que la samaritana
respondió a nuestro Redentor: "Cuando él (el Mesías) venga, nos enseñará todas
las cosas" (Jn.4, 25). Por su parte, los judíos tampoco habían inventado esto;
simplemente creían lo que los profetas les prometían en sus profecías y oráculos
divinos. Entre ellas es muy ilustre la de Isaías: "He aquí que yo le di por testigo a
los pueblos, por jefe y por maestro a las naciones" (Is. 55,4). De la misma manera
que antes le había llamado Ángel y Embajador del alto consejo de Dios (Is.9, 6).

139
Enquiridión a Lorenzo, cap. I, 15.
En el mismo sentido el Apóstol, queriendo ensalzar la perfección de la doctrina
evangélica, después de decir que Dios muchas veces y de muchas maneras habló
antiguamente por los profetas a los padres, añade que, finalmente nos ha hablado
a nosotros por su Hijo muy amado (Heb. 1,1-2). Mas como los profetas tenían la
misión de mantener a la Iglesia en suspenso, y sin embargo darles en qué
apoyarse hasta la venida del Mediador, los fieles, dispersos por todas partes, se
quejaban de que estaban privados de este beneficio ordinario: "No vemos ya
nuestras señales", decían, "no hay más profeta, ni entre nosotros hay quien sepa
hasta cuándo" (Sa1.74, 9).
Mas cuando se le determinó a Daniel el tiempo de la venida de Jesucristo, se le
ordenó también clausurar la visión y la profecía (Dan. 12,4); no sólo para hacer
más auténtica la profecía allí contenida, sino también para infundir mayor
paciencia a los fieles, al verse por algún tiempo privados de profeta, sabiendo que
el cumplimiento y fin de todas las revelaciones estaba muy cercano.
2. LO QUE CONTIENE EL NOMBRE DE CRISTO

Debemos, pues, advertir que el nombre de Cristo se extiende a estos tres oficios.
Porque es bien sabido que tanto los profetas, como los sacerdotes y los reyes,
bajo la Ley eran ungidos con aceite sagrado, dedicado a esto. De aquí que al
Mediador prometido se le haya dado el nombre de Mesías, que quiere decir
"ungido". Y aunque admito que fue así llamado especialmente por razón de su
reino, sin embargo también la unción profética y sacerdotal conservan su valor y
no se deben menospreciar.
La profecía de Jesucristo pertenece a todo su cuerpo. De la unción profética se
hace expresa mención en Isaías con estas palabras: "El Espíritu de Jehová el
Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas
nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad
a los cautivos, y a los presos apertura de cárcel" (Is. 61,1). Vemos, pues, que fue
ungido por el Espíritu Santo para ser mensajero y testigo de la gracia del Padre; y
no como quiera y de la manera ordinaria y común que los otros, pues se le
diferenció de todos los demás maestros, que tenían el mismo oficio y encargo.
Conviene notar aquí otra vez que no recibió la unción para sí, a fin de que
enseñara, sino para todo su cuerpo, a fin de que resplandeciese en la predicación
ordinaria del Evangelio la virtud del Espíritu Santo.
Cristo ha puesto fin a todas las profecías. Queda, pues, por inconcuso y cierto que
con la perfección de su doctrina ha puesto fin a todas las profecías; de tal manera
que todo el que no satisfecho con el Evangelio pretende añadir algo, anula su
autoridad. Porque la voz que desde el cielo dijo: "Este es mi Hijo amado; a él oíd"
(Mt. 3,17; 17,5), lo elevó con un privilegio singular por encima de todos los demás.
De la Cabeza se derramó esta unción sobre sus miembros, como lo había
profetizado Joel: "y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas" (Jl. 2, 28).
Respecto a la afirmación de san Pablo, que Jesucristo nos ha sido dado "por
sabiduría" (1 Cor. 1,30), y en otro lugar, que en Él "están escondidos todos los
tesoros de la sabiduría y conocimiento" (Col. 2,3), su sentido es un poco diverso
del argumento que al presente tratamos; a saber, que fuera de Él no hay nada que
valga la pena conocer, y que cuantos comprenden mediante la fe cómo es Él,
tienen el conocimiento de la inmensidad de los bienes celestiales. Por ello el
Apóstol escribe en otro lugar acerca de sí mismo: "me propuse no saber entre
vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado" (1 Cor. 2,2): porque
no es lícito ir más allá de la simplicidad del Evangelio. Y la misma dignidad
profética que hay en Cristo tiende a que sepamos que todos los elementos de la
perfecta sabiduría se encierran en la suma de doctrina que nos ha enseñado.
3. LA REALEZA DE JESUCRISTO

Paso ahora a tratar del reino, del que hablaríamos en vano y sin utilidad alguna, si
no estuviesen ya advertidos los lectores de que este reino es por su naturaleza
espiritual. Así, por el contrario, podrán comprender su utilidad y el provecho que
les aporta; y, en definitiva, toda su virtud y eternidad. Y aunque el ángel en Daniel
atribuya la eternidad a la persona de Jesucristo (Dan.2, 44), sin embargo con toda
razón el ángel en san Lucas lo aplica a la salvación del pueblo (Lc. 1,33).
Sobre la Iglesia. No obstante comprendamos que la eternidad de la Iglesia es de
dos clases: la primera se extiende a todo el cuerpo de la Iglesia; la segunda es
propia de cada uno de sus miembros. A la primera hay que referir lo que se dice
en el salmo: "Una vez he jurado por mi santidad, y no mentiré a David. Su
descendencia será para siempre, y su trono corno el sol delante de mí, como la
luna será firme para siempre, y como un testigo fiel en el cielo" (Sal 89,35-37).
Porque no hay duda que en este lugar promete Dios por mediación de su Hijo
perpetuo defensor y protector de la Iglesia, ya que solamente en Jesucristo se
cumplió esta profecía. Porque después de la muerte de Salomón la majestad del
reino de Israel cayó por tierra en su mayor parte, y con grande afrenta y perjuicio
de la casa de David fue traspasada a un hombre particular. Y con el correr del
tiempo se fue menoscabando más y más, hasta quedar por completo destruida en
una vergonzosa ruina. Está de acuerdo con esto la exclamación de Isaías: "Su
generación, ¿quién la contará?" (Is. 53,8). Porque de tal manera afirma que Cristo
había de resucitar después de su muerte, que lo junta con sus miembros.
Por tanto, siempre que oímos que Jesucristo tiene una potencia eterna,
entendamos que esta potencia es la fortaleza y defensa con que se mantiene la
perpetuidad de la Iglesia, para que entre tanta agitación como la sacude, entre los
movimientos y tempestades tan graves y espantosas que la amenazan, no
obstante permanezca sana y salva. Así también cuando David se burla del
atrevimiento de los enemigos, que en vano se esfuerzan por hacer pedazos el
yugo de Dios y de su Cristo, dice que "en vano se alborotan los reyes y los
pueblos" (Sa1.2, 1), porque el que mora en los cielos es lo suficientemente fuerte
para reprimir y quebrantar su furor.
Con estas palabras exhorta a los fieles a tener buen ánimo, cuando vean que la
Iglesia es oprimida; y la razón es que tiene un Rey que la guardará
perpetuamente. Igualmente cuando el Padre dice a su Hijo: "Siéntate a mi diestra,
hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies" (Sal 110, 1), nos advierte
que por muchos y muy fuertes enemigos que conspiren contra la Iglesia para
destruirla, nunca tendrán tantas fuerzas, que puedan prevalecer contra el decreto
inmutable de Dios, mediante el cual constituye a su Hijo como Rey eterno. De
donde se sigue que es imposible que el Diablo con todas las fuerzas del mundo
pueda jamás destruir la Iglesia, fundada sobre el trono eterno de Cristo.
Sobre los fieles. También en cuanto al uso particular de cada uno de los fieles,
esta misma eternidad debe elevarnos a la esperanza de la inmortalidad que nos
está prometida. Porque bien vemos que cuanto es terreno y de este mundo, es
temporal y caduco. Por eso Cristo, a fin de levantar nuestra esperanza al cielo,
afirma que su reino no es de este mundo (Jn. 18,36). En resumen, cuando oímos
decir que el reino de Cristo es espiritual, despertados con esta palabra, dejémonos
llevar por la esperanza de una vida mejor; y tengamos por cierto que si ahora
estamos bajo la protección de Jesucristo, es para gozar eternamente del fruto en
la otra vida.
4. EL REINO ESPIRITUAL DE CRISTO

En cuanto a la afirmación de que no podemos comprender la naturaleza y utilidad


del reino de Cristo, si no comprendemos que es espiritual, se prueba fácilmente
porque nuestra condición es miserable durante el curso de nuestra vida, pues
siempre debemos batallar bajo la cruz. ¿De qué nos serviría ser acogidos en el
imperio del Rey del cielo, si el fruto de esta gracia no se extendiese más que a
esta vida? Por eso hemos de comprender que toda la felicidad que nos es
prometida en Cristo no consiste en las comodidades exteriores, para que vivamos
una vida alegre y tranquila, y tengamos muchas riquezas y estemos seguros de
que no encontraremos obstáculo alguno, y gocemos de los pasatiempos que la
carne suele buscar, sino más bien que toda la felicidad se debe referir a la vida
celestial.
Sin embargo, así como en el mundo se juzga que es próspero el estado de una
nación, tanto por tener provisiones abundantes de todas las cosas necesarias y
por mantener la paz interior, como por sus fuertes fortalezas y defensas, que la
protegen de los ataques de sus enemigos; igualmente Cristo enriquece a los
suyos de todo lo necesario para la salvación de sus almas, y los fortalece con la
fortaleza de espíritu para que resistan inexpugnables e invencibles contra todos
los ataques de sus enemigos espirituales. De donde deducimos que reina más por
nosotros que por sí mismo, tanto por dentro como por fuera; para que
enriquecidos con los dones del Espíritu, de los cuales naturalmente estamos faltos
y vacíos, y recibiéndolos en la medida en que Dios sabe que nos son
convenientes, sintamos por tales primicias que estamos verdaderamente unidos
con Dios para llegar a una perfecta bienaventuranza; y que confiados en la
potencia de este mismo Espíritu, no dudemos que saldremos victoriosos contra el
Diablo, contra el mundo, y contra todo género de cosas, que pudieran hacernos
daño de alguna manera. Es lo que indica la respuesta de Cristo a los fariseos: que
el reino de Dios no vendrá con señales exteriores, porque está dentro de nosotros
(Lc. 17,20-21). Es verosímil que los fariseos, habiendo oído que Jesucristo se
tenía por aquel Rey, en cuyo tiempo y mediante el cual se había de esperar la
suprema bendición de Dios, en tono de burla le pidiesen que hicieran ver las
señales. Mas Cristo, queriendo prevenir a los que eran demasiado inclinados a las
cosas terrenas, les manda que entren dentro de sus conciencias, porque el reino
de Dios no es sino "justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rom. 14, 17).
De qué nos aprovecha el reino de Cristo. Con esto se nos enseña en pocas
palabras de qué nos aprovecha el reino de Cristo. Porque, no siendo terreno,
carnal, ni sujeto a corrupción, sino espiritual, nos orienta hacia la vida eterna, para
que con paciencia pasemos esta vida presente entre miserias, hambre, frío,
menosprecios, injurias, y otras molestias; satisfechos únicamente con saber que
tenemos un Rey, que nunca dejará de socorrernos en todas nuestras
necesidades, hasta que concluido el término de la guerra, seamos llamados al
triunfo. Porque su manera de reinar es tal, que nos comunica todo cuanto ha
recibido del Padre. Y siendo así que Él nos arma y fortalece con su potencia, nos
adorna con su hermosura y magnificencia y nos enriquece con sus riquezas, todo
esto ha de servirnos grandemente para gloriamos y sentir tanta confianza que no
temamos en modo alguno combatir con el Diablo, con el pecado y con la muerte.
Finalmente, puesto que estamos revestidos de su justicia, pasemos valientemente
por todas las infamias con que el mundo nos hiere, y pongámoslas a sus pies; y
así como Él tan liberalmente nos llena de sus dones, nosotros por nuestra parte
demos frutos que sirvan a su gloria.
5. CRISTO CONFIERE LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO

Por esto su unción real no nos es propuesta como si fuera hecha con aceite, o con
ungüentos aromáticos y preciosos, sino que se le llama el Cristo de Dios, porque
sobre Él había reposado el espíritu de sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza y
temor de Dios (Is.11, 2). Este es el aceite de alegría con el que el salmo dice que
fue ungido más que todos sus compañeros (Sal 45, 8); pues si no hubiera en él tal
excelencia y abundancia, todos seríamos pobres, y estaríamos hambrientos.
Mas Él, según hemos dicho, no fue enriquecido sólo para sí mismo, sino para que
repartiese su abundancia con los que estaban secos y sedientos. Pues se dice
que el Padre no ha dado el Espíritu a su Hijo con medida (Jn. 3,34); pero antes se
da también la razón: para que de su plenitud todos recibamos, y gracia sobre
gracia (Jn.1, 16). De esta fuente proviene aquella liberalidad, que menciona san
Pablo, por la cual la gracia es distribuida de diversas maneras a los fieles
"conforme a la medida del don de Cristo" (Ef. 4,7). Con todo esto queda
suficientemente probado que el reino de Cristo no consiste en deleites y pompas
terrenas, sino en el Espíritu; y que para ser partícipes de él debemos renunciar al
mundo.
En el bautismo de Cristo se nos propuso una muestra visible de esta sagrada
unción de Cristo, cuando el Espíritu se posó sobre Él en forma de paloma (Jn.
1,92; Lc. 3, 22). Y que con el nombre de unción se denota el Espíritu y sus dones,
no es cosa nueva, ni tampoco debe parecer a nadie cosa absurda, ya que de
nadie más que de Él recibimos la sustancia con que ser alimentados. Y
principalmente en lo que se refiere a la vida celestial, no hay en nosotros ni una
gota de virtud, excepto lo que el Espíritu Santo derrama sobre nosotros, el cual ha
elegido a Jesucristo como sede suya, para que de Él manasen en abundancia las
riquezas celestiales de las que tan faltos y necesitados estamos. Y precisamente
porque los fieles permanecen invencibles, fortalecidos con la fortaleza misma de
su Rey, y porque son enriquecidos sobremanera con sus riquezas espirituales, es
por lo que no sin motivo son llamados "cristianos".
El reino eterno de Cristo. Por lo demás, la autoridad de san Pablo cuando dice que
Cristo entregará el reino a Dios y al Padre, y que Él mismo se le someterá, a fin de
que Dios sea todo en todas las cosas (1 Cor. 15, 24-28), no quita nada a la
eternidad de que hemos hablado; porque el Apóstol no quiere decir sino que en
aquella perfecta gloria la manera de gobernar no será como ahora. Porque el
Padre ha dado todo el poder a su Hijo para que nos lleve de su mano, nos dirija,
nos acoja bajo su tutela y nos socorra en todas nuestras necesidades. De esta
manera, mientras permanecemos lejos de Dios peregrinando por este mundo,
Cristo media e intercede por nosotros para hacernos llegar poco a poco a una
perfecta unión con Dios. Realmente el que Él esté sentado a la diestra del Padre
es tanto como decir que es embajador o lugarteniente del Padre con plenitud de
poder, porque Dios quiere regir y defender a la Iglesia mediante la persona de su
Hijo. Y así lo expone san Pablo a los efesios, diciendo que ha sido colocado a la
diestra del Padre para que sea Cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo (Ef. 1, 20-
23).
La gloria de Cristo. Es lo que dice en otro lugar: que le ha sido dado a Cristo un
nombre que es sobre todo nombre; para que en el nombre de Jesús se doble toda
rodilla y toda lengua confiese que Él está en la gloria de Dios Padre (Flp. 2, 9-11).
En estas mismas palabras nos muestra el orden del reino de Cristo tal cual es
necesario para nuestra necesidad presente. Y así concluye muy bien san Pablo,
que Dios en el último día será por sí mismo Cabeza única de su Iglesia; pues
entonces Cristo habrá cumplido enteramente cuanto pertenece al oficio de regir y
conservar la Iglesia, que había sido puesto en sus manos. Por esto mismo la
Escritura le llama comúnmente Señor, porque el Padre le ha constituido sobre
nosotros con la condición de que quiere ejercer su autoridad y dominio por medio
de Él. "Pues aunque haya algunos que se llamen dioses, sea en el cielo, o en la
tierra — como hay muchos dioses y muchos señores —para nosotros, sin
embargo, sólo hay un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y
nosotros somos para él; y un Señor Jesucristo, por medio del cual son todas las
cosas, y nosotros por medio de él" (1 Cor. 8, 5-6); así dice san Pablo. Y de sus
palabras se puede concluir legítimamente que Jesucristo es el mismo Dios que por
boca de Isaías dijo que era Rey y Legislador de la Iglesia (Is. 33, 22). Porque
aunque Cristo declara en muchos lugares que toda la autoridad y el mando que
posee son beneficio y merced del Padre, con esto no quiere decir, sino que reina
con majestad y virtud divina; pues precisamente adoptó la persona de Mediador,
para descender del seno del Padre y de su gloria incomprensible y acercarse a
nosotros.
Debemos obedecer a Cristo. Con lo cual tanto más nos ha obligado a que de buen
grado y libremente nos sometamos a hacer cuanto nos mandare y a ofrecerle
nuestros servicios con alegría y prontitud de corazón. Pues si bien ejerce el oficio
de Rey y de Pastor con los fieles, que voluntariamente se le someten, sabemos
que por el contrario lleva en su mano un cetro de hierro para quebrantar y
desmenuzar como si fueran vasijas de alfarero a todos los rebeldes y contumaces
(Sal 2, 9). Y también sabemos que "juzgará entre las naciones, las llenará de
cadáveres; quebrantará las cabezas en muchas tierras" (Sal 110, 6). De ello se
ven ya algunos ejemplos actualmente; pero su pleno cumplimiento será el último
acto del reino de Jesucristo.
6. EL SACERDOCIO DE JESUCRISTO

En cuanto a su sacerdocio, en resumen hemos de saber que su fin y uso es que


Jesucristo haga con nosotros de Mediador sin mancha alguna, y con su santidad
nos reconcilie con Dios. Mas como la maldición consiguiente al pecado de Adán,
justamente nos ha cerrado la puerta del cielo, y Dios, en cuanto que es Juez, está
airado con nosotros, es necesario para aplacar la ira de Dios, que intervenga
como Mediador un sacerdote que ofrezca un sacrificio por el pecado. Por eso
Cristo, para cumplir con este cometido, se adelantó a ofrecer su sacrificio. Porque
bajo la Ley no era lícito al sacerdote entrar en el Santuario sin el presente de la
sangre; para que comprendiesen los fieles que, aunque el sacerdote fue
designado como intercesor para alcanzar el perdón, sin embargo Dios no podía
ser aplacado sin ofrecer la expiación por los pecados. De esto trata por extenso el
Apóstol en la carta a los Hebreos desde el capítulo séptimo hasta casi el final del
décimo. En resumen afirma, que la dignidad sacerdotal compete a Cristo en
cuanto por el sacrificio de su muerte suprimió cuanto nos hacía culpables a los
ojos de Dios, y satisfizo por el pecado.
Cuán grande sea la importancia de esta cuestión, se ve por el juramento que Dios
hizo, del cual no se arrepentirá: "Tú eres Sacerdote para siempre según el orden
de Melquisedec" (Sal 110,4); pues no hay duda de que con ello Dios quiso ratificar
el principio fundamental en que descansaba nuestra salvación. Porque, ni por
nuestros ruegos ni oraciones tenemos entrada a Dios, si primero no nos santifica
el Sacerdote y nos alcanza la gracia, de la cual la inmundicia de nuestros pecados
y vicios nos separa.
La muerte e intercesión de Cristo nos trae la confianza y la paz. Así vemos que
hemos de comenzar por la muerte de Cristo, para gozar de la eficacia y provecho
de su sacerdocio; y de ahí se sigue que es nuestro intercesor para siempre, y que
por su intercesión y súplicas alcanzamos favor y gracia ante el Padre. Y de ello
surge, además de la confianza para invocar a Dios, la seguridad y tranquilidad de
nuestras conciencias, puesto que Dios nos llama a Él de un modo tan humano, y
nos asegura que cuanto es ordenado por el Mediador le agrada.
Bajo la Ley Dios había mandado que se le ofreciesen sacrificios de animales; pero
con Cristo el procedimiento es diverso, y consiste en que Él mismo sea sacerdote
y víctima, puesto que no era posible hallar otra satisfacción adecuada por los
pecados, ni se podía tampoco encontrar un hombre digno para ofrecer a Dios su
Unigénito Hijo.
Podemos ofrecernos a Dios como sacrificio viviente. Cristo tiene además el
nombre de sacerdote, no solamente para hacer que el Padre nos sea favorable y
propicio, en cuanto que con su propia muerte nos ha reconciliado con Él para
siempre, sino también para hacernos compañeros y partícipes con Él de tan
grande honor. Porque aunque por nosotros mismos estamos manchados, empero,
siendo sacerdotes en él (Ap. 1, 6), nos ofrecemos a nosotros mismos y todo
cuanto tenemos a Dios, y libremente entramos en el Santuario celestial, para que
los sacrificios de oraciones y alabanza que le tributamos sean de buen olor y
aceptables ante el acatamiento divino. Y lo que dice Cristo, que Él se santifica a sí
mismo por nosotros (Jn. 17, 19), alcanza también a esto; porque estando bañados
en su santidad, en cuanto que nos ha consagrado a Dios su Padre, bien que por
otra parte seamos infectos y malolientes, sin embargo le agradamos como puros y
limpios, e incluso como santos y sagrados.
Y a este propósito viene la unción del santuario, de que habla Daniel (Dan. 9,24).
Porque se debe notar la oposición entre esta unción y la otra usada entonces
figurativa; como si dijera el ángel que, disipadas las sombras y figuras, el
sacerdocio quedaría manifiesto en la Persona de Cristo.
Por ello es tanto más detestable la invención de los que no satisfechos con el
sacerdocio de Cristo, se atreven a arrogarse la atribución de sacrificarlo; como se
hace a diario en el mundo del papado, donde la misa es considerada como
oblación expiatoria de los pecados.

CAPITULO XVI: CÓMO JESUCRISTO HA DESEMPEÑADO SU OFICIO DE


MEDIADOR PARA CONSEGUIRNOS LA SALVACIÓN. SOBRE SU MUERTE,
RESURRECCIÓN Y ASCENSIÓN
1. SOLAMENTE EN CRISTO SE ENCUENTRA PERDÓN, VIDA Y
SALVACIÓN

Todo cuanto hemos dicho hasta aquí de nuestro Señor Jesucristo debe
conducirnos a que, estando nosotros condenados, muertos y perdidos por
nosotros mismos, busquemos la libertad, la vida y la salvación en El, como
admirablemente lo dice san Pedro: "No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los
hombres, en que podamos ser salvos" (Hch. 4,12). Y no ha sido por casualidad, o
por capricho de los hombres por lo que se le puso a Cristo el nombre de Jesús,
sino que fue traído del cielo por el ángel como embajador del eterno consejo de
Dios; dando como razón del nombre, que Él salvaría a su pueblo de sus pecados
(Mt. 1, 21; Lc. 1,31). Con estas palabras se le confía el cargo de Redentor, para
que fuese así nuestro Salvador.
Sin embargo, la redención se frustraría si no nos llevase de continuo y cada día
hasta conseguir la perfecta salvación. Por eso, por poco que nos apartemos de Él
se desvanece nuestra salvación, que reside totalmente en Él; de modo que los
que no descansan y se dan por satisfechos con Él se privan totalmente de la
gracia. Por ello es digno de ser meditado el aviso de san Bernardo: que el nombre
de Jesús no solamente es luz, sino también alimento; y asimismo aceite, sin el
cual todo alimento del alma se seca; que es sal, sin la cual todo resulta insípido;
en fin, que es miel en la boca, melodía en el oído, alegría en el corazón y medicina
para el alma; y que todo aquello de que se puede disputar carece de aliciente, si
no se nombra a Jesús140.
Pero hemos de considerar atentamente de qué modo nos ha alcanzado la
salvación, para que no solamente estemos persuadidos y ciertos de que es Él el
autor de nuestra salvación, sino también para que abrazando cuanto confirma
nuestra fe, rechacemos lo que de algún modo puede apartarnos de ella. Porque
como quiera que nadie puede descender a sí mismo, poner la mano en su corazón
y considerar lo que es de verdad, sin sentir que Dios le es enemigo y hostil, y que,
por consiguiente, necesita absolutamente procurarse algún modo de aplacarlo —
lo cual no se puede conseguir sin satisfacción — es menester tener una
certidumbre plena e indubitable. Porque la ira y maldición de Dios tienen siempre
cercados a los pecadores, hasta que logran su absolución; porque siendo Él justo
Juez, no consiente que su Ley sea violada sin el correspondiente castigo.
2. CÓMO SE CONCILIAN LA MISERICORDIA Y LA JUSTICIA DE DIOS
PARA CON NOSOTROS

Pero antes de pasar más adelante, consideraremos brevemente cómo es posible


que Dios, el cual nos ha prevenido con su misericordia, haya sido enemigo nuestro
hasta que mediante Jesucristo se reconcilió con nosotros. Porque ¿cómo podría
habernos dado en su Hijo Unigénito una singular prenda de amor, si de antemano
no nos hubiera tenido buena voluntad y amor gratuito? Como parece, pues, que
hay aquí alguna repugnancia y contradicción, resolveré el escrúpulo que de aquí
podría seguirse.
El Espíritu Santo afirma corrientemente en la Escritura que Dios ha sido enemigo
de los hombres, hasta que fueron devueltos a su gracia y favor por la muerte de
Cristo (Rom. 5,10); que los hombres fueron malditos, hasta que su maldad fue
expiada por el sacrificio de Cristo (Gál. 3,10.13); que estuvieron apartados de
Dios, hasta que por el cuerpo de Cristo volvieron a ser admitidos en su compañía
(Co1.1, 21-22). Estas maneras de expresarse se adaptan muy bien a nuestro
sentido, para que comprendamos perfectamente cuán miserable e infeliz es

140
San Bernardo, Sobre el Cantar de los Cantares, sermón XV.
nuestra condición fuera de Cristo. Porque si no se dijera con palabras tan claras,
que la ira, el castigo de Dios y la muerte eterna pendían sobre nosotros,
conoceríamos muchos peor hasta qué punto seríamos desventurados sin la
misericordia de Dios, y apreciaríamos mucho menos el beneficio de la redención.
Ejemplo: Cuando uno oyere decir: "Si Dios mientras tú eras aún pecador, te
hubiera aborrecido y desechado de sí como lo merecías, ciertamente debías
esperar un castigo horrible; mas como por su gratuita misericordia te mantuvo en
su gracia y no permitió que te separases de Él, te libró de tal castigo"; el
interesado se sentiría en parte conmovido y vería lo que debía a la misericordia de
Dios. Mas si oyese también decir, según lo enseña la Escritura, que había estado
muy apartado de Dios por el pecado, que había sido heredero de la muerte eterna,
sujeto a la maldición, privado de toda esperanza de salvación, excluido de las
bendiciones de Dios, esclavo de Satanás, cautivo bajo el yugo del pecado, y que,
finalmente le estaba preparado un horrible castigo; mas que entonces intervino
Cristo, e intercediendo por él tomó sobre sus espaldas la pena y pagó todo lo que
los pecadores habían de pagar por justo juicio de Dios; que expió con su sangre
todos los pecados que eran causa de la enemistad entre Dios y los hombres; que
con esta expiación se satisfizo al Padre y se aplacó su ira; que Él es el
fundamento de la paz entre Dios y nosotros; que Él es el lazo que nos mantiene
en su favor y gracia, ¿no le movería esto con tanta mayor intensidad, cuanto más
al vivo se le pinta ante sus ojos la gran miseria de que Dios le ha librado?
En suma, como no somos capaces de comprender con el agradecimiento y deseo
debidos la salvación y la vida que nos brinda la misericordia de Dios, sin que antes
nos sintamos conmovidos con el temor de la ira de Dios y el horror de la muerte
eterna, la Sagrada Escritura nos enseña a conocer que Dios está en cierta manera
airado con nosotros, cuando no tenemos a Jesucristo de nuestra parte y que su
mano está preparada para hundirnos en el abismo ; y, al contrario, que no
podemos albergar sentimiento alguno de su benevolencia y amor paterno hacia
nosotros, sino en Jesucristo.
3. FUERA DE CRISTO SOMOS OBJETO DE IRA. EN CRISTO NOS
HACEMOS OBJETO DE AMOR

Aunque este modo de hablar sea debido al deseo de Dios de acomodarse a


nosotros, sin embargo es muy verdad. Porque Dios, suma justicia, no puede amar
la iniquidad que ve en todos nosotros. Hay, pues, en nosotros materia y motivo
para ser objeto de ira por parte de Dios. Por tanto, según la corrupción de nuestra
naturaleza, y atendiendo asimismo a nuestra vida depravada, estamos realmente
en desgracia de Dios y sometidos a su ira, y hemos nacido para ser condenados
al infierno. Mas como el Señor no quiere destruir en nosotros lo que es suyo
propio, aún encuentra en nosotros algo que amar según su gran bondad. Porque
por más pecadores que seamos por culpa nuestra, no dejamos de ser criaturas
suyas; y por más que nos hayamos buscado la muerte, Él nos había creado para
que viviésemos. Por eso se siente movido por el puro y gratuito amor que nos
tiene, a admitirnos en su gracia y favor.
Desde luego existe una perpetua e irreconciliable enemistad entre la justicia y la
maldad, en virtud de la cual, mientras permanecemos peca-dores no nos puede
Dios recibir en modo alguno. Por eso para suprimir todo motivo de diferencia y
reconciliarnos enteramente con Él, poniendo delante la expiación que Jesucristo
logró con su muerte, borra y destruye cuanta maldad hay en nosotros, para que
aparezcamos justos y santos en su acatamiento en vez de manchados e impuros
como antes. Por tanto es muy verdad que Dios Padre previene y anticipa con su
amor la reconciliación que hace con nosotros en Cristo; o más bien, nos reconcilia
con Él, porque nos ha amado primero (1 Jn. 4,19). Mas como hasta que Jesucristo
nos socorre con su muerte, permanece en nosotros la iniquidad, que merece la
indignación de Dios, y es maldita y condenada ante Él, no podemos lograr una
firme y perfecta unión con Dios hasta que Cristo no nos une a Él. Realmente, si
queremos tener entera seguridad de que Dios está aplacado y nos es propicio y
favorable, es preciso que pongamos nuestros ojos y entendimientos solamente en
Cristo; puesto que por Él solo, y por nadie más, alcanzamos que nuestros pecados
no nos sean imputados, imputación que lleva consigo la ira de Dios.
4. POR ESTA CAUSA DICE SAN PABLO QUE EL AMOR CON QUE DIOS
NOS AMÓ ANTES DE QUE EL MUNDO FUESE CREADO, SE FUNDA EN
CRISTO (EF. 1,4).

Esta doctrina es clara y concuerda con la Escritura, y concilia muy bien los
diversos lugares en los que se dice que Dios ha demostrado el amor que nos tiene
en que entregó a su Hijo Unigénito para que muriese (Jn. 3, 16); y que, sin
embargo, era enemigo nuestro antes de que por la muerte de Jesucristo fuésemos
reconciliados con Él (Rom. 5,10).
Testimonio de san Agustín. Mas, para que lo que decimos tenga mayor autoridad
entre los que desean la aprobación de los doctores antiguos, alegaré solamente
un pasaje de san Agustín141, en el que enseña esto mismo.
"Incomprensible", dice, "e inmutable es el amor de Dios. Porque no comenzó a
amarnos cuando fuimos reconciliados con Él por la sangre de su Hijo, sino que
nos amó ya antes de la creación del mundo, a fin de que fuésemos sus hijos en
unión de su Unigénito, incluso antes de que fuésemos algo. Respecto a que
fuimos reconciliados por la muerte de Jesucristo, no se debe de entender como si
Jesucristo nos hubiese reconciliado con el Padre para que éste nos comenzase a
amar, porque antes nos odiase; sino que fuimos reconciliados con quien ya antes
nos amaba, aunque por el pecado estaba enemistado con nosotros. El Apóstol es
testigo de si afirmo la verdad o no: "Dios muestra su amor para con nosotros, en
que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros" (Rom. 5,8). Así que ya nos
amaba cuando éramos enemigos suyos y vivíamos mal. Por tanto, de una
admirable y divina manera, aun cuando nos aborrecía, ya nos amaba. Porque Él
nos aborrecía en cuanto éramos como Él no nos había hecho, mas como la
maldad no había deshecho del todo su obra, sabía muy bien aborrecer en

141
Tratados sobre el Evangelio de San Juan, CX, 6.
nosotros lo que nosotros habíamos hecho, y a la vez amar lo que Él había hecho."
Tales son las palabras de san Agustín.
5. NUESTRA SALVACIÓN DESCANSA EN LA OBEDIENCIA Y EN LA
MUERTE DE CRISTO

Si alguno pregunta de qué manera Cristo, al destruir el pecado, ha suprimido la


diferencia que había entre Dios y nosotros, y nos ha alcanzado la justicia, que nos
le ha vuelto favorable y propicio, se puede responder de una manera general que
ha cumplido esto con la obediencia durante el transcurso de su vida, como lo
prueba el testimonio de san Pablo : "Como por la desobediencia de un hombre los
muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los
muchos serán constituidos justos" (Rom. 5, 19). Y en otro lugar extiende la causa
del perdón que nos libró de la maldición de la Ley a toda la vida de Jesucristo:
"Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y
nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley" (Gál.4, 4). Por
ello el mismo Cristo en su bautismo ha declarado que Él cumplía un acto de
justicia al obedecer, poniendo por obra lo que el Padre le había encargado (Mt.
3,15). En resumen, desde que tomó la forma de siervo comenzó a pagar el precio
de nuestra liberación, para de esta manera rescatamos.
Sin embargo, la Escritura, para determinar más claramente el modo de realizarse
nuestra salvación, expresamente lo atribuye a la muerte de Cristo, como obra
peculiar suya. Él mismo afirma que da su vida en rescate por muchos (Mt. 20, 28).
San Pablo asegura que ha muerto por nuestros pecados (Rom. 4, 25). San Juan
Bautista proclamaba que Cristo había venido para quitar los pecados del mundo,
porque era el Cordero de Dios (Jn. 1,29). En otro lugar san Pablo dice que somos
"justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo
Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre"
(Rom. 3,24-25); y que somos reconciliados por su muerte (Rom. 5,9). E
igualmente, que "al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que
nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él" (2 Cor.5, 21). No seguiré citando
autoridades de la Escritura, porque sería cosa de nunca acabar, y además
tendremos que citar aun muchos testimonios en el curso de este tratado.
En el sumario de la fe, que comúnmente se llama Símbolo de los Apóstoles, se
guarda el debido orden al pasar del nacimiento de Cristo a su muerte y
resurrección, para demostrarnos que allí está el fundamento de nuestra salvación.
Sin embargo, no se excluye con ello la obediencia que demostró durante todo el
curso de su vida; y así también san Pablo la comprende toda desde el principio al
fin, diciendo que "se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo; haciéndose
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Flp. 2, 7-8).
Cristo se ha hecho obediente libremente. De hecho, aun en su muerte tiene el
primer lugar su sacrificio voluntario; porque de nada nos hubiera servido para
nuestra salvación su sacrificio, si no se hubiera ofrecido libremente. Por eso el
Señor, después de haber dicho que daba su vida por sus ovejas, añade
expresamente que nadie se la quita, sino que Él mismo la entrega (Jn. 10,15. 18).
En este mismo sentido decía Isaías de Él: "como oveja delante de sus
trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca" (Ib. 53,7). Y el evangelio refiere
que Él mismo se presentó a los sayones, saliéndoles al encuentro (Jn.18, 4) y que
en presencia de Pilato se negó a defenderse, aceptando pacientemente su
condenación (Mt. 27, 11-14). No que no haya experimentado en sí mismo una
gran repugnancia, pues había tomado sobre sí nuestras miserias, y por lo mismo
fue conveniente que su obediencia y sumisión al Padre fuera probado de esta
manera. Y fue una muestra del incomparable amor que nos tiene el sostener tan
horribles asaltos y entre los crueles tormentos que sentía no pensar en sí mismo,
para conseguir nuestro bien. De todos modos hay que tener como cierto que la
única manera de que Dios pudiera ser aplacado era que Cristo, renunciando a sus
propios afectos, se sometiese a la voluntad de su Padre y se dirigiese
completamente por ella. En confirmación de esto cita muy a propósito el Apóstol el
testimonio del salmo: En el rollo de la Ley está escrito de mí: He aquí que vengo,
oh Dios, para hacer tu voluntad, y tu Ley está en medio de mi corazón. Entonces
dije: He aquí vengo (Heb. 10,5; Sal 40,8-9).
El juicio y la condenación de Cristo. Mas como las conciencias teme-rosas e
inquietas por el juicio dé Dios no hallan reposo sino en el sacrificio y purificación
de sus pecados, con toda justicia somos encaminados a Él y se nos propone la
materia de la salvación en la muerte de Jesucristo. Mas como nos estaba
preparada la maldición y nos tenía cercados mientras éramos reos, ante el tribunal
de Dios, se nos pone ante los ojos en primer lugar la condenación de Jesucristo
por Poncio Pilato, gobernador de Judea, para que comprendamos que la pena a
que estábamos obligados nosotros, le ha sido impuesta al inocente. Nosotros no
podíamos escapar al espantoso juicio de Dios; para librarnos de él, Jesucristo
consintió en ser condenado ante un hombre mortal, incluso malvado. Porque el
nombre del gobernador no solamente se consigna en razón de la certidumbre
histórica, sino también para que comprendamos mejor lo que dice Isaías, "el
castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados" (Ib.
53, 5). Porque no bastaba para deshacer nuestra condenación que Cristo muriese
con una muerte cualquiera, sino que para satisfacer a nuestra redención fue
necesario que escogiese un género de muerte mediante el cual, echando sobre
sus espaldas nuestra condenación, y tomando por su cuenta nuestra satisfacción,
nos librase de ambas cosas. Si unos salteadores le hubieran dado muerte, o
hubiera perdido la vida en algún alboroto o sedición popular, en semejante muerte
no existiría satisfacción a Dios. Mas al ser presentado como delincuente ante el
tribunal de un juez, y al procederse contra Él de acuerdo con los trámites de la
justicia, acusándolo con testigos y sentenciándolo a muerte por boca del mismo
juez, con todo eso comprendemos que en sí mismo representaba a los
delincuentes y malhechores.
Hay que advertir aquí dos cosas, que ya los profetas habían anunciado y dan un
consuelo muy grande a nuestra fe. Porque cuando oímos decir que Jesucristo fue
llevado del tribunal del juez a la muerte, y que fue crucificado entre dos ladrones,
en ello vemos el cumplimiento de aquella profecía que cita el evangelista: "Y fue
contado entre los inicuos" (Ib. 53,9; Mc. 15,28). ¿Por qué esto? Evidentemente por
hacer las veces de pecador, y no de justo e inocente; pues Él no moría por la
justicia, sino por el pecado. Por el contrario, cuando oímos que fue absuelto por
boca del mismo que lo condenó a muerte — pues más de una vez se vio obligado
Pilato a dar públicamente testimonio de su inocencia — debemos recordar lo que
dice otro Profeta : "¿He de pagar lo que no robé"? (Sal 69, 4).
Así vemos cómo Cristo hacía las veces de un pecador o malhechor; y a la vez
reconoceremos en su inocencia, que más bien padeció la muerte por los pecados
de otros, que por los suyos propios. Y así padeció bajo el poder de Poncio Pilato,
siendo condenado con una sentencia jurídica de un gobernador de la tierra, como
un malhechor; y sin embargo, el mismo juez que lo condenó, públicamente afirmó
que no encontraba en Él motivo alguno de condenación (Jn. 18,38).
Vemos, pues, dónde se apoya nuestra absolución; a saber, en que todo cuanto
podía sernos imputado para hacer que nuestro proceso fuese criminal ante Dios,
todo ha sido puesto a cuenta de Jesucristo, de tal manera que Él ha satisfecho por
ello. Y debemos tener presente esta recompensa, siempre que en la vida nos
sentimos temerosos y acongojados, como si el justo juicio de Dios, que su Hijo
tomó sobre sí mismo, estuviese para caer sobre nosotros.
6. LA CRUCIFIXIÓN DE CRISTO

Además, el mismo género de muerte que padeció no carece de misterio. La cruz


era maldita, no sólo según el parecer de los hombres, sino también por decreto de
la Ley de Dios (Dt. 21,22-23). Por tanto, cuando Jesucristo fue puesto en ella, se
sometió a la maldición. Y fue necesario que así sucediese, que la maldición que
nos estaba preparada por nuestros pecados, fuese transferida a Él, para que de
esta manera quedáramos nosotros libres. Lo cual también había sido figurado en
la Ley. Porque los sacrificios que se ofrecían por los pecados eran denominados
con el mismo nombre que el pecado; queriendo dar a entender con ese nombre el
Espíritu Santo que tales sacrificios recibían en sí mismos toda la maldición debida
al pecado. Así pues, lo que fue representado en figura en los sacrificios de la Ley
de Moisés, se cumplió realmente en Jesucristo, verdadera realidad y modelo de
las figuras. Por tanto, Jesucristo, para cumplir con su oficio de Redentor ha dado
su alma como sacrificio expiatorio por el pecado, como dice el profeta (Ib. 53,
5.11), a fin de que toda la maldición que nos era debida por ser pecadores, dejara
de sernos imputada, al ser transferida a Él.
Y aún más claramente lo afirma el Apóstol al decir: "Al que no conoció pecado, por
nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en
él" (2 Cor. 5, 21). Porque el Hijo de Dios siendo purísimo y libre de todo vicio, sin
embargo ha tomado sobre sí y se ha revestido de la confusión y afrenta de
nuestras iniquidades, y de otra parte nos ha cubierto con su santidad y justicia. Lo
mismo quiso dar a entender en otro lugar el Apóstol al decir que el pecado ha sido
condenado en la carne de Jesucristo (Rom. 8,3); dando a entender con esto que
Cristo al morir fue ofrecido al Padre como sacrificio expiatorio, para que
conseguida la reconciliación por Él, no sintamos ya miedo y horror de la ira de
Dios.
Ahora bien, claro está lo que quiere decir el profeta con aquel aserto: "Jehová
cargó sobre él el pecado de todos nosotros" (Ib. 53, 6); a saber, que queriendo
borrar nuestras manchas, las tomó sobre sí e hizo que le fueran imputadas como
si Él las hubiera cometido. La cruz, pues, en que fue crucificado fue una prueba de
ello, como lo atestigua el Apóstol. "Cristo", dice, "nos redimió de la maldición de la
ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es
colgado de un madero), para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham
alcanzase a los gentiles" (Gál. 3,13; Dt. 27, 26). Esto tenía presente san Pedro, al
decir que Jesucristo "llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el
madero" (1 Pe. 2,24), para que por la misma señal de la maldición comprendamos
más claramente que la carga con que estábamos nosotros oprimidos, fue puesta
sobre sus espaldas.
Sin embargo, no hay que creer que al recibir sobre sí nuestra maldición haya
perecido en ella; sino que, al contrario, al recibirla le quitó sus fuerzas, la
quebrantó y la destruyó. Por tanto, la fe ve en la condenación de Cristo su
absolución; y en Su maldición, su bendición. Por ello, no sin causa ensalza san
Pablo tanto el triunfo de Cristo en la cruz, como si la cruz, objeto de deshonra y de
infamia, se hubiera convertido en carro triunfal; porque dice que el acta de los
decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, la anuló, quitándola de
en medio y clavándola en la cruz; y que despojó a los principados y a las
potestades, exhibiéndolos públicamente (Col. 2,15). Y no debe de maravillarnos
esto, porque "Cristo, mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo" (Heb.
9,14); de lo cual viene tal cambio.
Mas para que todas estas cosas arraiguen bien en nuestros corazones, y
permanezcan fijas en ellos, tengamos siempre ante nuestra consideración el
sacrificio y la purificación. Porque no podríamos tener confianza total en que
Jesucristo es nuestro rescate, nuestro precio y reconciliación, si no hubiera sido
sacrificado. Por eso se menciona tantas veces en la Escritura la sangre, siempre
que se refiere al modo de la redención; aunque la sangre que Jesucristo derramó
no solamente nos ha servido de recompensa para ponernos en paz con Dios, sino
que también ha sido como un baño para purificarnos de todas nuestras manchas.
7. LA MUERTE DE CRISTO

Viene luego en el Símbolo de los Apóstoles, que "fue muerto y sepultado"; en lo


cual se puede ver nuevamente cómo Cristo, para pagar el precio de nuestra
redención, se ha puesto en nuestro lugar. La muerte nos tenía sometidos bajo su
yugo; mas Él se entregó a ella para librarnos a nosotros. Es lo que quiere decir el
Apóstol al afirmar que gustó la muerte por todos (Heb. 2,9. 15), porque muriendo
hizo que nosotros no muriésemos; o — lo que es lo mismo — con su muerte nos
redimió a la vida.
Mas entre Él y nosotros hubo una diferencia; Él se puso en manos de la muerte
como si hubiera de perecer en ella; pero al entregarse a ella sucedió lo contrario;
Él devoró a la muerte, para que en adelante no tuviese ya autoridad sobre
nosotros. En cierta manera Él permitió que la muerte lo sojuzgase, no para ser
oprimido por su poder, sino al contrario, para vencerla y destruir a quien nos tenía
sometidos a su tiranía. Finalmente, para destruir por la muerte al que mandaba en
la muerte, a saber, el Diablo; y de esta manera "librar a todos los que por el temor
de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre" (Heb. 2,14). Y
éste fue el primer fruto de su muerte.
El segundo consistió en que, al participar nosotros de la virtud de la misma,
mortifica nuestros miembros terrenos, para que en adelante no hagan las obras
anteriores; da muerte al hombre viejo que hay en nosotros, para que pierda su
vitalidad y no pueda producir ya fruto alguno.
La sepultura de Cristo. Esto mismo nos enseña su sepultura; que siendo nosotros
sepultados juntamente con Cristo, quedemos sepultados también en cuanto al
pecado. Porque cuando el Apóstol dice que "fuimos plantados juntamente con él
en la semejanza de su muerte" (Rom. 6, 5), que "somos sepultados juntamente
con él para muerte" (del pecado) (Rom. 6,4); que por su cruz el mundo está
crucificado para nosotros y nosotros al mundo (Gál. 2,19 ; 6,14); que hemos
muerto con él (Col. 3, 3), no solamente nos exhorta a imitar el ejemplo de su
muerte, sino también afirma que hay en ella una eficacia, que debe reflejarse en
todos los cristianos, si no quieren que la muerte de su Redentor le resulte inútil y
de ningún provecho.
Por tanto, un doble beneficio nos brinda la muerte y sepultura de Cristo: la
liberación de la muerte, que dominaba en nosotros, y la mortificación de nuestra
carne.
8. DESCENSO A LOS INFIERNOS

No hemos tampoco de olvidar su descenso a los infiernos, de gran interés para


nuestra redención. Aunque por los escritos de los doctores antiguos parece que
esta cláusula del descenso de Cristo a los infiernos no estuvo muy en uso en las
Iglesias, sin embargo es necesario darle Id puesto en el Símbolo para explicar
debidamente la doctrina que traemos entre manos, pues contiene en sí misma un
gran misterio, que no es posible tener en poco. Algunos de los antiguos ya la
consignan, de donde se puede deducir que fue añadida algo después de los
apóstoles, y poco a poco admitida en las iglesias.
Sea como fuere, es cosa del todo cierta que fue tomada del común sentir de los
fieles. Pues no hay uno solo entre los Padres antiguos que no haga mención del
descenso de Cristo a los infiernos, aunque no en el mismo sentido. Mas no tiene
mayor trascendencia saber quién y en qué momento fue introducida en el
Símbolo; más bien hemos de procurar que en él tengamos un sumario perfecto y
completo de nuestra fe, y que nada se ponga en él, que no esté tomado de la
purísima Palabra de Dios. No obstante, si algunos se resisten a admitir esta
cláusula por lo que luego diremos, se verá cuán necesario es ponerla en el
sumario de nuestra fe, pues rechazándola se pierde gran parte del fruto de la
muerte de Jesucristo.
Diferencia entre la sepultura y el descenso a los infiernos. Algunos piensan que no
se dice con ello nada de nuevo, sino que únicamente se repite con otras palabras
lo mismo que se dijo en la cláusula precedente: que Cristo fue sepultado. La razón
de ellos es que el término "infierno" se toma en la Escritura muchas veces como
sinónimo de sepultura. Convengo en que es verdad lo que afirman; pero hay dos
razones por las que sé prueba que en este lugar, infierno no quiere decir sepulcro;
y ellas me deciden a no aceptar su opinión.
Sería, en efecto, improcedente, después de haber expresado algo con palabras
claras y terminantes, volver a repetir lo mismo en términos más oscuros. Porque
cuando se ponen dos expresiones que significan lo mismo, conviene que la
segunda sea como declaración de la primera. Pero, ¿dónde estaría tal
declaración, si alguno se expresase como sigue: afirmar que Cristo fue sepultado
quiere decir que descendió a los infiernos?
Asimismo es inverosímil que en un sumario, en el que se exponen sucintamente
los principales artículos y puntos de nuestra religión hayan querido los Padres
antiguos poner una réplica tan superflua y tan sin propósito del artículo anterior.
No dudo que cuantos examinaren diligentemente la cuestión, sin dificultad alguna
estarán de acuerdo conmigo.
9. ¿FUE CRISTO A LIBERTAR A LOS MUERTOS?

Otros lo exponen de otra manera, y afirman que Cristo descendió al lugar donde
estaban las almas de los patriarcas muertos antes de la venida de Cristo, para
llevarles la nueva de su redención y librarlos de la cárcel en que estaban
encerrados.
Para ilustrar esta fantasía retuercen algunos pasajes de la Escritura, haciéndoles
decir lo que ellos quieren; como lo del salmo: "quebrantó las puertas de bronce, y
desmenuzó los cerrojos de hierro" (Sal 107, 16). Y de Zacarías: "Yo he sacado tus
presos de la cisterna en que no hay agua" (Zac. 9,11). Mas el salmo relata el
modo cómo fueron libertados los que estaban aherrojados en tierras extrañas y
lejanas; y Zacarías compara el destierro que el pueblo de Israel padecía en
Babilonia a un pozo profundo y seco, o a un abismo, enseñando a la vez con ello
que la salvación y libertad de toda la Iglesia era como una salida de las
profundidades del infierno. No comprendo, pues, cómo posteriormente se llegó a
pensar en la existencia de un cierto lugar subterráneo, al cual llamaron Limbo. Sin
embargo, esta fábula, por más que haya contado con el apoyo de grandes
autores, y aun hoy en día muchos la tengan por verdad, no pasa de ser una
fábula. Porque es cosa pueril querer encerrar en una cárcel las almas de los
difuntos. Además, ¿fue necesario que el alma de Jesucristo descendiese allí para
darles la libertad? Admito de buen grado que Jesucristo las iluminó con la virtud de
su Espíritu, para que comprendiesen que la gracia, que ellos solamente habían
gustado, se había manifestado al mundo. Y no se andaría descaminado aplicando
a este propósito la autoridad de san Pedro, cuando dice que Cristo fue y predicó a
los espíritus que estaban en atalaya, — que comúnmente traducen por cárcel —
(1 Pe. 3,19). Pues el hilo mismo del contexto nos lleva a admitir que los fieles
fallecidos antes de aquel tiempo gozaban de la misma gracia que nosotros.
Porque el apóstol amplifica la virtud de la muerte de Jesucristo, diciendo que
penetró hasta los difuntos, cuando las almas de los fieles gozaron como de vista
de la visita que con tanto anhelo habían esperado; por el contrario, se hizo saber a
los réprobos que eran excluidos de toda esperanza de conseguir la salvación. Y
en cuanto a que san Pedro no habla clara y distintamente de los piadosos y los
impíos, no hay que tomarlo como si los mezclara sin hacer diferencia alguna entre
ellos; únicamente quiso mostrar que tanto los unos como los otros, sintieron
perfectamente el efecto de la muerte de Jesucristo.
10. CRISTO HA LLEVADO EN SU ALMA LA MUERTE ESPIRITUAL QUE
NOS ERA DEBIDA

Mas dejando aparte el Símbolo, hemos de buscar una interpretación más clara y
cierta del descenso de Jesucristo a los infiernos, tomada de la Palabra de Dios, y
que además de santa y piadosa, esté llena de singular consuelo.
Nada hubiera sucedido si Jesucristo hubiera muerto solamente de muerte
corporal. Pero era necesario a la vez que sintiese en su alma el rigor del castigo
de Dios, para oponerse a su ira y satisfacer a su justo juicio. Por lo cual convino
también que combatiese con las fuerzas del infierno y que luchase a brazo partido
con el horror de la muerte eterna. Antes hemos citado el aserto del profeta, que el
castigo de nuestra paz fue sobre Él, que fue herido por nuestras rebeliones,
molido por nuestros pecados (Ib. 53, 5). Con estas palabras quiere decir que ha
salido fiador y se hizo responsable, y que se sometió, como un delincuente, a
sufrir todas las penas y castigos que los malhechores habían de padecer, para
librarlos de ellas, exceptuando el que no pudo ser retenido por los dolores de la
muerte (Hch. 2, 24). Por tanto, no debemos maravillarnos de que se diga que
Jesucristo descendió a los infiernos, puesto que padeció la muerte con la que Dios
suele castigar a los perversos en su justa cólera.
Muy frívola y ridícula es la réplica de algunos, según los cuales de esta manera
quedaría pervertido el orden, pues sería absurdo poner después de la sepultura lo
que la precedió. En efecto, después de haber referido lo que Jesucristo padeció
públicamente a la vista de todos los hombres, viene muy a propósito exponer
aquel invisible e incomprensible juicio que sufrió en presencia de Dios, para que
sepamos que no solamente el cuerpo de Jesucristo fue entregado como precio de
nuestra redención, sino que se pagó además otro precio mucho mayor y más
excelente, cual fue el padecer y sentir Cristo en su alma los horrendos tormentos
que están reservados para los condenados y los réprobos.
11. CRISTO HA SUFRIDO EN SU ALMA LOS DOLORES DE NUESTRA
MALDICIÓN

En este sentido dijo Pedro, que Cristo resucitó "sueltos los dolores de la muerte,
por cuanto era imposible que fuese retenido por ella" (Hch. 2,24). No se nombra
meramente la muerte, sino que expresamente se dice que el Hijo de Dios fue
cercado por los dolores y angustias, que son fruto de la maldición y la ira de Dios,
la cual es el principio y el origen de la muerte. Porque, ¿qué mérito hubiera tenido
que Él se hubiese ofrecido a sufrir la muerte sin experimentar dolor ni
padecimiento alguno, sino como si se tratara de un juego? En cambio fue un
verdadero testimonio de su misericordia no rehusar la muerte hacia la que sentía
tanto horror. Y no hay duda alguna que esto mismo quiso dar a entender el
Apóstol en la epístola a los Hebreos, al decir que Jesucristo "fue oído a causa de
su temor" (Heb. 5,7). Otros traducen: "reverencia" o "piedad"; pero la misma
gramática y el tema que allí se trata muestran cuán fuera de propósito.
Así que Jesucristo, orando con lágrimas y con grande clamor, fue oído a causa de
su temor; no para ser eximido de la muerte, sino para no ser ahogado por ella
como pecador, puesto que entonces nos representaba a nosotros. Ciertamente no
se puede imaginar abismo más espantoso, ni que más miedo deba infundir al
hombre, que sentirse dejado y desamparado de Dios, y que, cuando le invoca, no
le oye; como si Dios mismo conspirara para destruir a tal hombre. Pues bien,
vemos que Jesucristo se vio obligado, en fuerza de la angustia, a gritar diciendo:
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mt. 27,46; Sal 22,1). Pues
la opinión de algunos, que Cristo dijo esto más en atención a los otros, que por la
aflicción que sentía, no es en modo alguno verosímil; pues clara mente se ve que
este grito surgió de la honda congoja de su corazón.
Con esto, sin embargo, no queremos decir que Dios le fuera adverso en algún
momento, o que se mostrase airado con Él. Porque, ¿cómo iba a enojarse el
Padre con su Hijo muy amado, en quien el mismo afirma que tiene todas sus
delicias (Mt.3, 17)? 0 ¿cómo Cristo iba a aplacar con su intercesión al Padre con
los hombres, si le tenía enojado contra sí? Lo que afirmamos es que Cristo sufrió
en sí mismo el gran peso de la ira de Dios, porque, al ser herido y afligido por la
mano de Dios, experimentó todas las señales que Dios muestra cuando está
airado y castiga. Por eso dice san Hilario142, que con esta bajada a los infiernos
hemos nosotros conseguido el beneficio de que la muerte quede muerta. Y en
otros lugares no se aparta mucho de nuestra exposición; así, cuando dice2143: "La
cruz, la muerte y los infiernos son nuestra vida". Y en otro lugar144; "El Hijo de Dios
está en los infiernos, pero el hombre es colocado en el cielo".
Mas, ¿a qué alegar testimonios de un particular, cuando el Apóstol dice lo mismo,
afirmando que este fruto nos viene de la victoria de nuestro Señor Jesucristo, que

142
De la Trinidad, lib. IV, 42.
143
Ibid., lib. II, 24.
144
Ibid., lib. III, 15.
estamos libres de la servidumbre a que estábamos sujetos para siempre a causa
del temor de la muerte (Heb. 2, 15)? Convino, pues, que Jesucristo venciese el
temor que naturalmente acongoja y angustia sin cesar a todos los hombres; lo cual
no hubiera podido realizarse, más que peleando. Y que la tristeza y angustia de
Jesucristo no fue corriente, ni concebida sin gran motivo, luego se verá
claramente.
En resumen, Jesucristo combatiendo contra el poder de Satanás, contra el horror
de la muerte, y contra los dolores del infierno alcanzó sobre ellos la victoria y el
triunfo, para que nosotros no temiésemos ya en la muerte aquello que nuestro
Príncipe y Capitán deshicieron y destruyó.
12. CONFESEMOS FRANCAMENTE LOS DOLORES DE JESUCRISTO, SI
NO NOS AVERGONZAMOS DE SU CRUZ

Ciertos hombres malvados y a la vez ignorantes, movidos más por malicia que por
necesidad, se alzan contra mí, acusándome de que injurio sobremanera a Cristo,
porque no es en absoluto razonable que Él temiese por la salvación de su alma.
Además, agravan aún la calumnia añadiendo que yo atribuyo al Hijo de Dios la
desesperación, lo cual es contrario a la fe.
Por lo que respecta al temor de Jesucristo, tan claramente referido por los
evangelistas, evidentemente disputan sin razón. Porque antes de que llegase la
hora de su muerte, Él mismo dice que se turbó su espíritu y se entristeció; y
cuando fue a su encuentro, comenzó a sentir mucho horror. Por tanto, el que
afirme que todo esto fue fingido, propone una escapatoria bien infame. Y así,
como muy bien dice san Ambrosio145, hemos de confesar libremente la tristeza de
Jesucristo, si no nos avergonzamos de la cruz. Ciertamente que si su alma no
hubiera sido partícipe de la pena, Él no hubiera sido Redentor más que de los
cuerpos. Así pues, fue necesario que luchase, para levantar a los que derribados
por tierra, eran incapaces de ponerse en pie. Y tan lejos está esto de menoscabar
su gloria celestial, que ello precisamente es un motivo más para admirar su
bondad, que nunca puede ser alabada como se merece, ya que no desdeñó tomar
sobre su propia persona nuestras miserias. Ésta es también la fuente del consuelo
en las angustias y tribulaciones, que nos propone el Apóstol: que nuestro
Mediador ha experimentado nuestras miserias para estar más pronto y dispuesto a
socorrer a los infelices y miserables (Heb. 4, 15).
Al sufrir, Cristo ha permanecido siempre dentro de los límites de la obediencia.
Alegan también que se hace gran injuria a Jesucristo, atribuyéndole una pasión
defectuosa. ¡Como si ellos fueran más sabios que el Espíritu de Dios, el cual
afirma que en Jesucristo se dieron a la vez ambas cosas: el ser tentado en todo y
por todo como nosotros, y, sin embargo, el haber permanecido sin pecado! No
debemos, pues, extrañarnos de la debilidad y miseria a que Cristo quiso
someterse, puesto que no fue obligado a ello por violencia o por necesidad, sino

145
Exposición del Evangelio según San Lucas, lib. X, cap. 56, 62.
por el puro amor y misericordia que nos profesa. Por eso, cuanto Él padeció por
nosotros por su propia voluntad, en nada menoscaba su virtud.

Estos calumniadores se engañan al no reconocer que esta flaqueza estuvo en


Jesucristo limpia y pura de toda mancha y de todo vicio y pecado, porque se
mantuvo en los límites de la obediencia de Dios. Porque como en nuestra
naturaleza sometida a la corrupción, no es posible hallar rectitud y moderación —
ya que todos los afectos con su gran ímpetu y furia quebrantan toda medida —,
ellos sin razón miden al Hijo de Dios con esta misma medida. Pero la diferencia es
grandísima. Siendo Él perfecto y sin mancha alguna, moderó sus afectos de tal
manera, que no fue posible hallar en ellos exceso alguno. Por eso pudo ser
semejante a nosotros en sentir dolor, temor y espanto, y sin embargo, ser
diferente en esta señal.
Es injuriar a Cristo, pensar que haya temido la muerte del cuerpo. Getsemaní.
Convencidos estos tales de su error, recurren a otra sutileza. Afirman que Cristo,
aunque temió la muerte, no temió la maldición ni la ira de Dios, de las cuales sabía
con toda certeza que estaba libre. Mas yo ruego a los lectores que consideren
primero qué honra se hubiera seguido para Cristo de haber sido mucho más
tímido y cobarde que muchísimos hombres de ruin corazón. Los ladrones y
malhechores suelen ir a la muerte con grande ánimo y atrevimiento; son muchos
los que no se inquietan por ir a morir, más que si fueran de boda; otros sufren la
muerte con gran serenidad. ¿Qué constancia y grandeza de ánimo hubieran sido
las del Hijo de Dios, al sentirse tan turbado y conmovido por el temor de la misma?
Porque los evangelistas cuentan de Él cosas increíbles y que parecen imposibles;
dice que fue tal el dolor y el tormento que experimentó, que por su cara corrieron
gotas de sangre. Y esto no sucedió en presencia de los hombres, sino cuando se
encontraba en un lugar retirado, elevando sus quejas al Padre. Y toda duda
posible desaparece, pues fue necesario que bajasen los ángeles del cielo para
consolarle de una manera nueva y desacostumbrada. ¿No sería una afrentosa
vergüenza que el Hijo de Dios se hubiera mostrado tan débil, y se hubiera dejado
llevar del horror a la muerte que todos normalmente padecen, hasta el punto de
quedar bañado en sudor de sangre, y que sólo la presencia de los ángeles pudiera
reconfortarlo?
Ponderemos bien igualmente, aquella oración que tres veces seguidas repitió:
"Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa" (Mt. 26,39). Fácilmente veremos,
ya que procedía de una increíble amargura de corazón, que Jesucristo sostuvo un
combate mucho más arduo y difícil, que el de una muerte común.
Por aquí se ve que esta gente contra la que discuto, habla muy osada-mente de
cosas que no entiende. Y la razón es que jamás han considerado de veras lo que
significa, y el valor de ser rescatados y quedar libres del juicio de Dios. Nuestra
sabiduría es ciertamente sentir cuánto le ha costado al Hijo de Dios redimirnos.
En medio de sus dolores, Cristo ha mantenido siempre la fe y la confianza. Si
alguno pregunta si Jesucristo descendió a los infiernos cuando oró al Padre, para
que lo librase de la muerte, respondo que ello no fue más que el principio. De ahí
se puede concluir cuán crueles y horribles tormentos ha debido padecer al
comprender que tenía que responder ante el tribunal de Dios, por llevar sobre sus
hombros todas nuestras culpas y pecados.
Aunque la virtud divina del Espíritu se ocultó por un momento, para dejar lugar a la
flaqueza de la carne, sin embargo hemos de saber que la tentación ante el
sentimiento del dolor y del temor fue tal, que no se opuso a la fe. Así se cumplió lo
que dijo san Pedro en su sermón; que era imposible que fuese retenido por los
dolores de la muerte (Heb. 2, 24), ya que, a pesar de sentirse como abandonado
de Dios, no perdió lo más mínimo la confianza en la bondad de Dios. Esto es lo
que demuestra aquella célebre invocación que le arrancó la gran vehemencia del
dolor: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mt. 27,46). Aunque
se sentía sobremanera angustiado, no deja, sin embargo de llamar su Dios a
aquél de quien se, queja que le ha abandonado.
Con esto queda refutado el error de Apolinar y de los llamados monotelitas.
Apolinar se imaginaba que en Cristo el Espíritu eterno había hecho las veces de
alma, de suerte que lo convertía en hombre sólo a medias. ¡Como si Jesucristo
hubiera podido expiar nuestros pecados de otra manera que obedeciendo al
Padre! ¿Y dónde radica el afecto y la voluntad de obedecer, sino en el alma?
Ahora bien, sabemos que ésta se turbó en Jesucristo, a fin de que las nuestras
quedasen libres de todo temor, y puedan gozar de paz y quietud.
En cuanto a los monotelitas, los cuales pretendían que Jesucristo no tenía más
que una sola voluntad, vemos cómo en cuanto hombre no quería aquello mismo
que quería en cuanto era Dios. No digo que Él dominaba y vencía el temor de que
hablamos con un afecto contrario; pues bien clara mente aparece la contradicción
cuando dice: Padre, sálvame de esta hora. Mas para esto he llegado a esta hora.
Padre, glorifica tu nombre" (Jn. 12, 27). En esta perplejidad no hubo desconcierto
ni desorden alguno, como sucede en nosotros por más que nos esforcemos en
dominarnos y refrenarnos.
13. LA RESURRECCIÓN DE CRISTO

Viene a continuación: resucitó de entre los muertos; sin lo cual todo cuanto hemos
dicho, de nada valdría. Porque como quiera que en la cruz, la muerte y la
sepultura de Jesucristo no aparece más que flaqueza, es preciso que la fe pase
más allá de todo esto, para ser perfectamente corroborada. Por ello, aunque en la
muerte de Cristo tenemos el pleno cumplimiento de la salvación, pues por ella
somos reconciliados con Dios, se satisface al juicio divino, se suprime la maldición
y queda pagada la pena, sin embargo, no se dice que somos regenerados en una
viva esperanza por la muerte, sino por la resurrección.
Nuestra justificación, Cómo sea esto así, se ve muy claramente por las palabras
de san Pablo, cuando dice que Cristo "fue entregado por nuestras transgresiones,
y resucitado para nuestra justificación" (Rom. 4, 25); como si dijera que con su
muerte se quitó de en medio el pecado, y por su resurrección quedó restaurada y
restituida la justicia. Porque, ¿cómo podría Él, muriendo, librarnos de la muerte, si
hubiera sido vencido por ella? ¿Cómo alcanzamos la victoria, si hubiera caído en
el combate? Por eso distribuimos la sustancia de nuestra salvación entre la muerte
y la resurrección de Jesucristo, y afirmamos que por su muerte el pecado quedó
destruido y la muerte muerta; y que por su resurrección se estableció la justicia, y
la vida renació. Y de tal manera que, gracias a la resurrección, su muerte tiene
eficacia y virtud.
Por esta razón afirma san Pablo que Jesucristo "fue declarado Hijo de Dios por la
resurrección" (Rom. 1, 4); porque entonces, finalmente mostró su potencia
celestial, la cual es un claro espejo de su divinidad y un firme apoyo de nuestra fe.
Y en otro lugar asegura que Cristo "fue crucificado en debilidad", pero "vive por el
poder de Dios" (2 Cor. 13, 4). En este mismo sentido, tratando en otra parte de la
perfección, dice: "a fin de conocerle, y el poder de su resurrección" (Flp. 3, 10). Y
luego añade, que procura "la participación de sus padecimientos, llegando a ser
semejante a él en su muerte". Con lo cual está de acuerdo lo que dice Pedro, que
Dios "le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que nuestra fe y
esperanza sean en Dios" (1 Pe. 1,21); no porque la fe sea vacilante al apoyarse en
la muerte de Cristo, sino porque la virtud y el poder de Dios que nos guardan en la
fe, se muestra principalmente en la resurrección.
Por tanto, recordemos que cuantas veces se hace mención únicamente de la
muerte, hay que entender a la vez lo que es propio de la resurrección; y,
viceversa, cuando se nombra a la sola resurrección, hay que comprender lo que
compete particularmente a la muerte.
Mas, como Cristo alcanzó la victoria con su resurrección, para ser resurrección y
vida, con toda razón dice Pablo que la fe queda abolida y el Evangelio es nulo, si
no estamos bien persuadidos de la resurrección de Jesucristo (1 Cor. 15,17). Por
eso el Apóstol en otro lugar, después de gloriarse en la muerte de Jesucristo
contra el temor de la condenación, para amplificarlo más, añade que el mismo que
murió, ése es el que resucitó y ahora está delante de Dios hecho mediador por
nosotros (Rom. 8,34).
Nuestra santificación. Además de que, según lo hemos expuesto, de la
comunicación con la cruz depende la mortificación de nuestra carne, hay que
entender igualmente que hay otro fruto correspondiente a éste, que proviene de la
resurrección. Porque, como dice el Apóstol, fuimos plantados juntamente con Él
en la semejanza de su muerte, para que siendo partícipes de la resurrección,
caminemos en novedad de vida (Rom.6, 4-5). Y en otro lugar, como concluye que
hemos muerto con Cristo, y que debemos mortificar nuestros miembros,
igualmente argumenta que, ya que hemos resucitado con Cristo, debemos buscar
las cosas de arriba, y no las de la tierra (Col. 3,1-5). Con las cuales palabras no
sólo se nos invita, a ejemplo de Cristo resucitado, a una vida nueva, sino que
también se nos enseña que de su poder procede el que seamos regenerados en
la justicia.
Nuestra resurrección. Un tercer fruto de su resurrección es que es para nosotros a
modo de arras, que nos dan la seguridad de nuestra propia resurrección, cuyo
fundamento y realidad cierta se apoya en la resurrección de Cristo. De esto habla
el Apóstol muy por extenso en el capítulo decimoquinto de su primera epístola a
los Corintios.
Aquí de paso hay que notar que resucitó de entre los muertos, con lo cual se
indica la verdad de su muerte y su resurrección; como si dijésemos que sufrió la
misma muerte de los demás hombres, y que ha recibido la inmortalidad en la
misma carne que, siendo mortal, tomó.
14. LA ASCENSIÓN DE CRISTO; SU PRESENCIA Y SU ACCIÓN POR EL
ESPÍRITU SANTO

No sin motivo, después de la resurrección se pone el artículo de su ascensión a


los cielos. Si bien Jesucristo, al resucitar comenzó de una manera mucho más
plena a mostrar el brillo de su gloria y de su virtud, habiéndose despojado de la
condición baja y vil de la vida mortal y corruptible y de la ignominia de la cruz, sin
embargo, precisamente al subir a los cielos ha exaltado verdaderamente su reino.
Así lo demuestra el Apóstol al decir que subió para cumplir todas las cosas (Ef.
4,10), en cuyo testimonio el Apóstol, usando una especie de contradicción en
cuanto a las palabras, advierte que hay perfecto acuerdo y conformidad entre
ambas cosas. En efecto, Cristo de tal manera se alejó de nosotros, que nos está
presente de una manera mucho más útil, que cuando vivía en la tierra, como
encerrado en un aposento muy estrecho.
Por esto san Juan, después de referir la admirable invitación a beber del agua de
vida, continúa: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba" (Jn. 7,37). Luego añade
que "aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún
glorificado" (Jn. 7,39). Y el mismo Señor lo atestiguó así a sus discípulos: "Os
conviene que yo me vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendría a
vosotros" (Jn. 16,7). En cuanto a su presencia corporal, los consuela diciendo que
no los dejará huérfanos, sino que volverá de nuevo a ellos; de una manera
invisible, pero más deseable, pues entonces comprenderán con una experiencia
más cierta, que el mando que le había sido entregado y la autoridad que
ejercitaba, eran suficientes no sólo para que los fieles viviesen felizmente, sino
también para que se sintieran dichosos al morir. De hecho vemos cuánta mayor
abundancia de Espíritu ha derramado, cuánto más ha ampliado su reino, cuánta
mayor demostración ha hecho de su potencia, tanto en defender a los suyos,
como en destruir a sus enemigos.
Así pues, al subir al cielo nos privó de su presencia corporal, no para estar
ausente de los fieles que aún andaban peregrinando por el mundo, sino para
gobernar y regir el cielo y la tierra con una virtud mucho más presente que antes.
Realmente, la promesa que nos hizo: "He aquí que yo estoy con vosotros todos
los días, hasta la consumación de los siglos" (Mt. 28,20), la ha cumplido con su
ascensión, en la cual, así como el cuerpo fue levantado sobre todos los cielos,
igualmente su poder y eficacia fue difundida y derramada más allá de los confines
del cielo y de la tierra.
Testimonio de san Agustín. Prefiero explicar esto con las palabras de san
Agustín146 que con las mías. "Cristo", dice, "había de ir por la muerte a la diestra
del Padre, de donde ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos con su
presencia corporal, como había subido, conforme a la sana doctrina y a la regla de
la fe. Porque según la presencia espiritual había de estar con sus apóstoles
después de su ascensión". Y en otro lugar lo dice más extensa y claramente:
"Según su inefable e invisible gracia se cumple lo que él dice: He aquí que estoy
con vosotros hasta la consumación de los siglos. Mas según la carne que el Verbo
tomó, en cuanto que nació de la Virgen, en cuanto que fue apresado por los
judíos, crucificado en la cruz, bajado de ella, en cuanto fue sepultado y se
manifestó en su resurrección, se cumplió esta sentencia: 'a mí no siempre me
tendréis' (Mt. 26,11). ¿Por qué? Porque habiendo conversado según la presencia
corporal cuarenta días con sus discípulos, mientras ellos le acompañaban y le
contemplaban sin poder seguirlo, subió al cielo; y ya no está aquí, porque está
sentado a la diestra del Padre (Hch. 1,3-9); y aún está aquí, porque no se alejó
según la presencia de su majestad. Así que según la presencia de su majestad
siempre tenemos a Cristo; mas, según la presencia de la carne muy bien dijo a
sus discípulos: 'a mí no siempre me tendréis'. Porque la Iglesia lo tuvo muy pocos
días según la presencia de la carne; ahora lo tiene por la fe, y no lo ve con sus
ojos"147.
15. GLORIFICACIÓN Y SEÑORÍO DE CRISTO

Por esto se añade a continuación, que está sentado a la diestra del Padre;
semejanza tomada de los reyes y los príncipes, que tienen sus lugartenientes, a
los cuales encargan la tarea de gobernar. Así Cristo, en quien el Padre quiere ser
ensalzado, y por cuya mano quiere reinar, se dice que está sentado a la diestra
del Padre; como si se dijese que se le ha entregado el señorío del cielo y de la
tierra, y que ha tomado solemnemente posesión del cargo y oficio que se le había
asignado; y no solamente la tomó una vez, sino que la retiene y retendrá hasta
que baje el último día a juzgar. Así lo declara el Apóstol, cuando dice que el Padre
le sentó "a su diestra en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad
y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino
también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por
Cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia" (Ef. 1, 20-23 ; cfr. Flp. 2, 9-11; Ef. 4,15 ;
1 Cor. 15, 27).
Ya hemos visto qué quiere decir que Jesucristo está sentado a la diestra del
Padre; a saber, que todas las criaturas así celestiales como terrenas honren su
majestad, sean regidas por su mano, obedezcan a su voluntad, y se sometan a su
potencia. Y no otra cosa quiere decir los apóstoles, cuando tantas veces

146
Tratado sobre el Evangelio de San Juan, lib. CVI
147
De la Fe y del Símbolo, cap. IV, 6.
mencionan este tema, sino que todas las cosas están puestas en su mano, para
que las rija a su voluntad (Hch. 2,30-33; 3,21; Heb. 1, 8).
Se engañan, pues, los que piensan que con estas palabras simplemente se indica
la bienaventuranza a la que Cristo fue admitido. Y poco importa lo que en el libro
de los Hechos testifica san Esteban: que vio a Jesucristo de pie (Hch. 7, 56),
porque aquí no se trata de la actitud del cuerpo, sino de la majestad de su imperio;
de manera que estar sentado no significa otra cosa que presidir en el tribunal
celestial.
16. LOS FRUTOS DEL DOMINIO DE CRISTO

De aquí se siguen diversos frutos para nuestra fe. Porque comprendemos que el
Señor Jesús con su subida al cielo nos abrió la puerta del reino del cielo, que a
causa de Adán estaba cerrada148. Porque habiendo Él entrado con nuestra carne y
como en nuestro nombre, se sigue como dice el Apóstol, que en cierta manera
estamos con Él sentados en los lugares celestiales (EL 2,6); de suerte que no
esperamos el cielo con una vana esperanza, sino que ya hemos tomado posesión
de él en Cristo, nuestra Cabeza.
Asimismo la fe reconoce que Cristo está sentado a la diestra del Padre para
nuestro gran bien. Porque habiendo entrado en el Santuario, fabricado no por
mano de hombres, está allí de continuo ante el acatamiento del Padre como
intercesor y abogado nuestro (Heb. 7,25; 9,11). De esta manera hace que su
Padre ponga los ojos en su justicia y que no mire a nuestros pecados; y así nos
reconcilia con Él, y nos abre el camino con su intercesión para que nos
presentemos ante su trono real, haciendo que se muestre gracioso y clemente el
que para los miserables pecadores es causa de horrible espanto.
El tercer fruto que percibe la fe es la potencia de Cristo, en la cual descansa
nuestra fuerza, virtud, riquezas y el motivo de gloriamos frente al infierno. Porque,
"subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad" (Ef.4, 8), y despojando a sus
enemigos enriqueció a su pueblo y cada día sigue enriqueciéndolo con dones y
mercedes espirituales.
Está, pues, sentado en lo alto, para que, derramando desde allí su virtud sobre
nosotros, nos vivifique con la vida espiritual, nos santifique con su Espíritu, adorne
a su Iglesia con diversos y preciosos dones, la conserve con su amparo contra
todo daño y obstáculo ; para reprimir y confundir con su potencia a todos los
feroces enemigos de su cruz y de nuestra salvación; y, finalmente, para tener
absoluto poder y autoridad en el cielo y en la tierra, hasta que venza y derribe por
tierra a todos sus enemigos, que también lo son nuestros, y termine de edificar su
Iglesia.

148
Cfr. san Agustin, De la Fe y del Símbolo, cap. IV, 6,ss.
He aquí cuál es el verdadero estado de su reino y la potencia que el Padre le ha
dado hasta que lleve a cabo el acto último, viniendo a juzgar a los vivos y a los
muertos.
17. LA VUELTA DE CRISTO EN EL JUICIO FINAL

Ya ahora Cristo da pruebas clarísimas a sus fieles para que reconozcan la


presencia y asistencia de su virtud. Mas, como su reino está en cierta manera
escondido en el mundo bajo la flaqueza de la carne, con toda razón se insta a la
fe, para que considere aquella presencia visible, que Él manifestará en el último
día. Porque descenderá en forma visible, como se le vio subir (Hch. 1,11), y será
visto por todos en la inefable majestad de su reino, rodeado del resplandor de su
inmortalidad, con la inmensa potencia de su divinidad, y con gran
acompañamiento de ángeles (Mt. 24, 30).
Por esto se nos manda que esperemos a nuestro Redentor aquel día en que
separará a las ovejas de los cabritos (Mt. 25,32), a los elegidos de los réprobos; y
no habrá ninguno, ni vivo ni muerto, que pueda escapar a su juicio. Porque el
sonido de la trompeta se oirá por todas partes, hasta en los más apartados
rincones de la tierra, y con ella serán citados y emplazados ante su tribunal todos
los hombres, tanto los que estén vivos como los que hubieren muerto.
Hay algunos que por vivos y muertos entienden los buenos y los réprobos. Es
cierto que algunos entre los antiguos dudaron acerca de cómo se han de
interpretar los vocablos "vivos" y "muertos"; pero el primer sentido expuesto, por
ser más sencillo y más claro, es más propio del Símbolo, que fue escrito de
acuerdo con la manera de hablar común entre el vulgo.
A esto no se opone lo que dice el Apóstol, que "está establecido para todos los
hombres que mueran una sola vez" (Heb. 9,27). Porque, si bien los que en el
último día del juicio vivieren en esta vida mortal no morirán según el orden y curso
natural, con todo, el cambio que sufrirán, bien podrá llamarse muerte, por la
semejanza que tendrá con ella. Es cierto que no todos morirán, o como dice el
Apóstol, que no todos dormirán; pero todos serán trasformados (1 Cor.15, 51-52).
¿Qué significa esto? Que su vida mortal dejará de existir en un momento y será
totalmente transformada en una nueva naturaleza. Nadie negará que esta manera
de dejar de existir la carne no sea una muerte.
De todos modos, lo cierto es que los vivos y los muertos serán citados para
comparecer el día del juicio. "Los muertos en Cristo resucitarán primero; luego
nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados
juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire" (1 Tes. 4,16-17).
Es verosímil que este artículo haya sido tomado de un sermón de Pedro, que
menciona Lucas en los Hechos (Hch.10, 42), y de la solemne obtestación de san
Pablo a Timoteo (2 Tim. 4, 1).
18. FRUTOS DE LA VUELTA Y DEL JUICIO DE CRISTO

Es para nosotros un gran consuelo saber que la autoridad de juzgar ha sido


confiada a quien nos ha constituido ya compañeros en la dignidad y el oficio de
juzgar. ¡Tan lejos está de subir a su trono a condenarnos! ¿Cómo un príncipe tan
clemente perdería a su pueblo? ¿Cómo la Cabeza destruiría a sus miembros?
¿Cómo el abogado condenaría a aquél cuya defensa ha tomado a su cargo? Y si
el Apóstol se atreve a gloriarse de que si Cristo intercede por nosotros no hay
quien pueda condenarnos (Rom. 8,33), mucho más evidente será que, siendo
Cristo el intercesor, no condenará a ninguno de los que hubiere recibido bajo su
protección y amparo. No es en verdad pequeña seguridad el que no tengamos que
comparecer ante otro tribunal que el de nuestro Redentor, de quien debemos
esperar la salvación149. Además, el que ahora nos promete en su Evangelio la
felicidad eterna, entonces como juez ratificará la promesa.
Así que el Padre honró al Hijo, poniendo en sus manos la autoridad absoluta de
juzgar, y al obrar así tuvo en cuenta las conciencias de los suyos, que estarían
temblando de temor y horror al juicio de no tener una esperanza cierta.
Origen del Símbolo de los Apóstoles. Hasta aquí he seguido el orden del Símbolo
de los Apóstoles, pues como en pocas palabras contiene los puntos principales de
nuestra redención, puede servir como tabla en la que considerar en particular lo
que principalmente hemos de notar en Cristo.
Al llamarlo Símbolo de los Apóstoles no me preocupo mayormente de investigar
quién pueda haber sido su autor. Los antiguos de común acuerdo lo atribuyen a
los apóstoles, sea porque pensaban que los apóstoles lo habían dejado redactado,
o por dar autoridad a la doctrina que sabían procedía de ellos, y se había ido
transmitiendo de mano en mano. Yo no dudo que este sumario ha sido admitido y
ha gozado de autoridad como una confesión aprobada por común y público
consentimiento de todos los fieles, ya desde el principio mismo de la Iglesia, e
incluso en tiempo de los apóstoles. Y no es verosímil que haya sido compuesto
por un hombre particular, ya que desde el principio ha sido tenido en gran
veneración entre todos los fieles.
Lo que ante todo debemos saber es que en él se cuenta sucinta y claramente toda
la historia de nuestra fe y que nada se contiene en él que no pueda confirmarse
con sólidos y firmes testimonios de la Escritura.
Conocido esto, es inútil fatigarse o disputar sobre quién lo ha podido componer; a
no ser que haya alguno que no se dé por satisfecho con poseer con toda certeza
la verdad del Espíritu Santo, si no sabe a la vez por boca de quién ha sido
anunciada, o qué mano la ha redactado.
19. CONCLUSIÓN: CRISTO ES NUESTRO ÚNICO TESORO

149
Cfr. san Ambrosio, Sobre Jacob y la Vida Bienaventurada, lib. I, cap. 6.
Puesto que vemos que toda nuestra salvación está comprendida en Cristo,
guardémonos de atribuir a nadie la mínima parte del mundo. Si buscamos
salvación, el nombre solo de Jesús nos enseña que en Él está. Si deseamos
cualesquiera otros dones del Espíritu, en su unción los hallaremos. Si buscamos
fortaleza, en su señorío la hay; si limpieza, en su concepción se da; si dulzura y
amor, en su nacimiento se puede encontrar, pues por Él se hizo semejante a
nosotros en todo, para aprender a condolerse de nosotros; si redención, su pasión
nos la da; si absolución, su condena; si remisión de la maldición, su cruz; si
satisfacción, su sacrificio; si purificación, su sangre; si reconciliación, su descenso
a los infiernos; si mortificación de la carne, su sepultura; si vida nueva, su
resurrección, en la cual también está la esperanza de la inmortalidad; si la
herencia del reino de los cielos, su ascensión; si ayuda, amparo, seguridad y
abundancia de todos los bienes, su reino; si tranquila esperanza de su juicio, la
tenemos en la autoridad de juzgar que el Padre puso en sus manos.
En fin, como quiera que los tesoros de todos los bienes están en Él, de Él se han
de sacar hasta saciarse, y de ninguna otra parte. Porque los que no contentos con
Él andan vacilantes de acá, para allá entre vanas esperanzas, aunque tengan sus
ojos puestos en El principalmente, sin embargo no van por el recto camino, puesto
que vuelven hacia otro lado una parte de sus pensamientos. Por lo demás, esta
desconfianza no puede penetrar en nuestro entendimiento una vez que hemos
conocido bien la abundancia de sus riquezas.

CAPITULO XVII: JESUCRISTO NOS HA MERECIDO LA GRACIA DE DIOS Y


LA SALVACIÓN

1. LOS MÉRITOS DE JESUCRISTO PROVIENEN DE LA SOLA GRACIA DE


DIOS

A modo de apéndice, trataremos aquí una cuestión. Hay algunos espíritus


curiosos y sutiles que, si bien confiesan que alcanzamos la salvación por Cristo,
no obstante no pueden oír hablar de méritos, pues piensan que con ello se
oscurece la gracia de Dios. Por eso quieren que Jesucristo sea un mero
instrumento o ministro de nuestra salvación, y no su autor, su guía y capitán, como
le llama Pedro (Hch. 3, 15).
Admito de buen grado, que si alguno quiere oponer simplemente y en sí mismo
Jesucristo al juicio de Dios, no habría lugar a mérito alguno, pues no es posible
hallar en el hombre dignidad capaz de obligar a Dios. Más bien, como dice con
razón san Agustín150, nuestro Redentor Jesucristo en cuanto hombre es un
resplandor clarísimo de la predestinación y de la gracia de Dios, puesto que la
naturaleza humana que ha asumido no pudo conseguir por mérito alguno
precedente de obras de fe ser lo que es. "Que me respondan", añade, "¿cómo

150
De la Predestinación de los Santos, lib. XV, cap. 30, 31.
Cristo en cuanto hombre ha podido merecer ser tomado por el Verbo coeterno con
el Padre en unidad de Persona, para ser Hijo unigénito de Dios? Muéstrese, pues,
en nuestra Cabeza la misma fuente de gracia de la cual corren sus diversos
arroyos sobre todos sus miembros, a cada uno conforme a su medida. Con esta
gracia cada uno es hecho cristiano desde el principio de su fe, como por ella,
desde que comenzó a existir, este hombre fue hecho Cristo". Y en otro lugar151:
"No hay ejemplo más ilustre de predestinación que el mismo Mediador. Porque el
que lo ha hecho hombre justo del linaje de David, para que nunca fuese injusto, y
ello sin mérito alguno precedente de su voluntad, es el mismo que hace justos a
los que eran injustos, haciéndolos miembros de esa Cabeza".
Por tanto, al tratar del mérito de Jesucristo no ponemos el principio de su mérito
en Él, sino que nos remontamos al decreto de Dios, que es su causa primera, en
cuanto que por puro beneplácito y graciosa voluntad lo ha constituido Mediador,
para que nos alcanzase la salvación. Y por ello, sin motivo se opone el mérito de
Cristo a la misericordia de Dios. Porque regla general es, que las cosas
subalternas no repugnan entre sí. Por eso no hay dificultad alguna en que la
justificación de los hombres sea gratuita por pura misericordia de Dios, y que a la
vez intervenga el mérito de Jesucristo, que está subordinado a la misericordia de
Dios.
En cambio, a nuestras obras ciertamente se oponen, tanto el gratuito favor de
Dios, como la obediencia de Cristo, cada uno de ellos según su orden. Porque
Jesucristo no pudo merecer nada, sino por beneplácito de Dios, en cuanto estaba
destinado para que con su sacrificio aplacase la ira de Dios y con su obediencia
borrase nuestras transgresiones.
En suma, puesto que el mérito de Jesucristo depende y procede de la sola gracia
de Dios, la cual nos ha ordenado esta manera de salvación, con toda propiedad se
opone a toda justicia humana, no menos que a la gracia de Dios, que es la causa
de donde procede.
2. CRISTO NO ES SOLAMENTE EL INSTRUMENTO, SINO TAMBIÉN LA
CAUSA Y LA MATERIA DE NUESTRA SALVACIÓN

Esta distinción se confirma con muchos textos de la Escritura. Así: "De tal manera
amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquél que en
él cree, no se pierda" (Jn. 3,16). Vemos cómo el amor de Dios ocupa el primer
lugar en cuanta causa principal y principio, y que la fe en Jesucristo sigue como
causa segunda y más próxima.
Si alguno replica que Cristo solamente es causa formal, éste tal rebaja la virtud de
Cristo mucho más de lo que lo consienten las palabras que hemos alegado;
porque si nosotros conseguimos la justicia por la fe, la cual reposa en Él, debemos
también buscar en Él la materia de nuestra salvación.

151
Del Don de la Perseverancia, lib. XXIV, cap. 67.
Esto se prueba claramente por muchos lugares. No que nosotros, dice san Juan,
le hayamos amado primero, sino que él fue quien nos amó primero y envió a su
Hijo en propiciación de nuestros pecados (1 Jn. 4, 10). El término propiciación
tiene mucho peso. Porque Dios, al mismo tiempo que nos amaba, de una manera
inefable imposible de explicar, era enemigo nuestro, hasta que se hubo
reconciliado en Cristo. A esto se refieren los siguientes lugares de la Escritura: "Él
es propiciación por nuestros pecados" (1 Jn. 2,2). Y: "Agradó al Padre, por medio
de él reconciliar consigo todas las cosas, haciendo la paz mediante la sangre de
su cruz" (Co1.1, 20). Igualmente, que "Dios estaba en Cristo reconciliando consigo
al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados" (2 Cor. 5,19). Y:
"nos hizo aceptos en el Amado" (Ef. 1,6). Y, en fin, para que reconciliase con Dios
por su cruz a los judíos y a los gentiles (Ef. 2, 16).
La razón de este misterio puede verse en el capítulo primero de la epístola a los
Efesios. Allí san Pablo, después de haber enseñado que nosotros fuimos elegidos
en Cristo, añade que en el mismo hemos alcanzado gracia. ¿Cómo comenzó Dios
a recibir en su favor y gracia a los que Él había amado antes de ser creado el
mundo, sino porque desplegó su amor al ser reconciliado por la sangre de Cristo?
Porque, siendo Dios la fuente de toda justicia, necesariamente el hombre mientras
es pecador, lo tiene por enemigo y juez. Y por ello la justicia, cual la describe san
Pablo, fue el principio de este amor: "Al que no conoció pecado, por nosotros lo
hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él" (2 Cor.
5,21); pues quiere decir que por el sacrificio de Jesucristo hemos conseguido
gratuitamente justicia, para poder ser agradables a Dios, siendo así que
naturalmente éramos hijos de ira y estábamos alejados de Él por el pecado.
Por lo demás esta distinción152 es puesta de relieve siempre que la Escritura une
la gracia de Cristo con el amor que Dios nos tiene; de donde se sigue que nuestro
Redentor reparte con nosotros lo que Él ha adquirido. De otra manera no habría
lugar a atribuirle separadamente la alabanza de que la gracia es suya y procede
de Él.
3. POR SU OBEDIENCIA CRISTO NOS HA MERECIDO Y ADQUIRIDO EL
FAVOR DEL PADRE

Que Jesucristo nos ha ganado de veras con su obediencia la gracia y el favor del
Padre, e incluso que lo ha merecido, se deduce clara y evidentemente de muchos
testimonios de la Escritura. Yo tengo por incontrovertible, que si Cristo satisfizo por
nuestros pecados, si pagó la pena que nosotros debíamos padecer, si con su
obediencia aplacó a Dios, si, en fin, siendo justo padeció por los injustos, con su
justicia nos ha adquirido la salvación; lo cual vale tanto como merecerla.
Según lo atestigua san Pablo, nosotros somos reconciliados por la muerte de
Cristo (Rom. 5,11). Evidentemente no hay lugar a reconciliación, si no ha
precedido alguna ofensa. Quiere, pues, decir el Apóstol que Dios, con quien

152
Entre la gracia de Dios y los méritos de Cristo.
estábamos enemistados a causa del pecado, fue aplacado por la muerte de su
Hijo, de tal manera que ahora nos es propicio, favorable y amigo.
Hay que notar también cuidadosamente la oposición que sigue: "así como por la
desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así
también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos" (Rom.
5,19). Con lo cual quiere decir el Apóstol que, como por el pecado de Adán somos
arrojados de Dios y destinados a la perdición, de la misma manera por la
obediencia de Cristo somos admitidos en su favor y gracia como justos. Como
también afirma que "el don vino a causa de muchas transgresiones para
justificación" (Rom. 5,16).
4. CON SU SANGRE Y SU MUERTE, CRISTO HA SATISFECHO POR
TODOS EN EL JUICIO DE DIOS

Ahora bien, cuando decimos que la gracia nos ha sido adquirida por los méritos de
Jesucristo, entendemos que hemos sido purificados por su sangre, y que su
muerte fue expiación de nuestros pecados. Como dice san Juan: "su sangre nos
limpia" (1 Jn.1, 7). Y Cristo mismo: "esto es mi sangre que es derramada para
remisión de los pecados" (Mt. 26,28; Lc. 22, 20). Si el efecto de la sangre
derramada es que los pecados no sean imputados, se sigue que a ese precio se
satisfizo el juicio de Dios.
Está de acuerdo con esto lo que dice san Juan: "He aquí el cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo" (Jn. 1,29). Pues contrapone Cristo a todos los
sacrificios de la Ley, y dice que sólo en Él se han cumplido lo que aquellas figuras
representaban. Y bien sabemos lo que Moisés repite muchas veces: la iniquidad
será expiada, el pecado será borrado y perdonado por las ofrendas.
Finalmente, las figuras antiguas nos enseñan muy bien cuál es la virtud y eficacia
de la muerte de Cristo. Esto mismo lo expone con toda propiedad el Apóstol en la
epístola a los Hebreos, sirviéndose del principio: "sin derramamiento de sangre no
se hace remisión" (Heb. 9, 22); de donde concluye, que Cristo apareció para
destruir con su sacrifico el pecado; y que fue ofrecido para quitar los pecados de
muchos. Y antes había dicho que Cristo, "no por sangre de machos cabríos ni
becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el lugar
santísimo habiendo obtenido eterna redención" (Heb. 9, 12). Y cuando argumenta,
"si la sangre de una becerra santifica para la purificación de la carne, cuánto más
la sangre de Cristo limpiará vuestras conciencias de obras muertas" (Heb.9,13-
14), es claro que los que no atribuyen al sacrificio de Jesucristo virtud y eficacia
para expiar los pecados, aplacar y satisfacer a Dios, rebajan en gran manera la
gracia y el beneficio de Cristo, como el mismo Apóstol lo dice poco después: "Por
eso es Mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la
remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto, los llamados
reciban la promesa de la herencia eterna" (Heb. 9,15).
Es de notar la semejanza que usa san Pablo; a saber, que Cristo fue "hecho
maldición por nosotros" (Gál.3, 13); porque hubiera sido cosa superflua y aun
absurda cargar a Cristo con la maldición, de no ser para que, pagando las deudas
de los demás, les alcanzase justicia.
Claro es también el testimonio de Isaías: "el castigo de nuestra paz fue sobre él, y
por su llaga fuimos nosotros curados" (Ib. 53,5), pues si Él no hubiera satisfecho
por nuestros pecados, no se podría decir que había aplacado a Dios tomando por
su cuenta toda la pena a que nosotros estábamos obligados y pagando por ella. Y
concuerda con esto lo que añade el profeta: "Yo le herí por la maldad de mi
pueblo".
Añadamos también la interpretación de san Pedro, que suprime toda la deuda:
"llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero" (1 Pe. 2,24),
pues afirma que la carga de nuestra condenación fue puesta sobre Cristo, para
librarnos de ella.
5. CRISTO HA PAGADO EL RESCATE DE NUESTRA MUERTE

Los apóstoles afirman también claramente que Jesucristo ha pagado el precio del
rescate, para que quedásemos libres de la obligación de la muerte. Así cuando
dice san Pablo: "Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la
redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio
de la fe en su sangre" (Rom.3, 24-25). Con estas palabras el Apóstol engrandece
la gracia de Dios, porque Él ha dado el precio de nuestra redención en la muerte
de Jesucristo. Luego nos exhorta a que nos acojamos a su sangre, para que,
consiguiendo justicia, nos presentemos con seguridad ante el tribunal de Dios.
Lo mismo quiere decir san Pedro, al afirmar que fuimos "rescatados, no con cosas
corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un
cordero sin mancha y sin contaminación" (1 Pe. 1,18719); porque sería
improcedente la antítesis, si con este precio no se hubiera satisfecho por el
pecado. Y por esta razón dice san Pablo que hemos sido comprados a gran precio
(1 Cor. 6, 20). Y tampoco tendría valor lo que el mismo Apóstol añade en otro
lugar: Porque hay un solo Mediador, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos
(1 Tim. 2,5-6), si la pena que nosotros merecíamos no hubiera sido puesta sobre
sus espaldas.
Él nos ha adquirido el perdón, la justicia y la vida. Por esto el mismo Apóstol
definiendo la redención en la sangre de Jesucristo la llama "perdón de pecados"
(Col. 1,14); como si dijera que somos justificados y absueltos delante de Dios en
cuanto que esta sangre responde como satisfacción. Con lo cual está de acuerdo
aquel otro texto, (que el acta de los decretos que había contra nosotros ha sido
anulada (Col. 2,14); porque da a entender que ha tenido lugar una compensación,
por la cual quedamos libres de la condenación.
También tienen mucho peso aquellas palabras de san Pablo: "pues si por la Ley
fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo" (Gál. 2, 21). De aquí
deducimos que hemos de pedir a Cristo lo que nos daría la Ley, de haber alguno
que la cumpliese; o lo que es lo mismo, que alcanzamos por la gracia de
Jesucristo lo que Dios prometió en la Ley a nuestras obras: El que hiciere estas
cosas vivirá en ellas (Lv. 18, 5). Lo cual se confirma claramente en el sermón que
predicó Pablo en Antioquía, en el cual se afirma que creyendo en Cristo somos
justificados de todas las cosas de que no pudimos serlo por la Ley de Moisés
(Hch. 13,39). Porque si la observancia de la Ley es tenido por justicia, ¿quién
puede negar que habiendo Cristo tomado sobre sus espaldas esta carga y
reconciliándonos con Dios ni más ni menos que si hubiésemos cumplido la Ley,
nos ha merecido este favor y gracia?
Esto mismo es lo que se dice a los Gálatas: "Dios envió a su Hijo nacido bajo la
Ley, para que redimiese a los que estaban bajo la Ley" (Gál. 4, 4). ¿A qué fin esta
sumisión, si no nos hubiera adquirido la justicia, obligándose a cumplir y pagar lo
que nosotros en manera alguna podíamos cumplir ni pagar?
De ahí procede la imputación de la justicia sin obras, de que habla san Pablo; a
saber, que Dios nos imputa y acepta por nuestra la justicia que sólo en Cristo se
halla (Rom. 4, 5-8). Y la carne de Cristo, no por otra razón es llamada
mantenimiento nuestro que porque en Él encontramos sustancia de vida (Jn. 6,
55). Ahora bien, esta virtud no procede sino de que el Hijo de Dios fue crucificado
como precio de nuestra justicia, o como dice san Pablo, que "se entregó a sí
mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante" (Ef. 5, 2). Y en
otro lugar, que "fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para
nuestra justificación" (Rom. 4, 25).
De aquí se concluye que por Cristo no solamente se nos da la salvación, sino que
también el Padre en atención a Él nos es propicio y favorable. Pues no hay duda
alguna de que se cumple enteramente en el Redentor lo que Dios anuncia
figuradamente por el profeta Isaías: Yo lo haré por amor de mí mismo, y por amor
de David mi siervo (Is.37, 35). De lo cual es fiel intérprete san Juan, cuando dice:
"vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre" (1 Jn. 2,12); porque
aunque no pone el nombre de Cristo, Juan, según lo tiene por costumbre, lo
insinúa con el pronombre Él. Y en este mismo sentido dice el Señor: Como yo vivo
por el Padre, asimismo vosotros viviréis por mí (Jn. 6, 57). Con lo cual concuerda
lo que dice san Pablo: "Os es concedido a causa de Cristo, no sólo que creáis en
él, sino también que padezcáis por él" (Flm. 1, 29).
6. JESUCRISTO NO HA MERECIDO NADA PARA SÍ MISMO, PORQUE
SOLAMENTE NOS HA TENIDO A NOSOTROS EN CONSIDERACIÓN

Preguntar si Cristo ha merecido algo para sí mismo — como lo hacen el Maestro


de las Sentencias153 y los escolásticos — es una loca curiosidad; y querer
determinar esta cuestión, como ellos hacen, un atrevimiento temerario. Porque,

153
Pedro Lombardo, lib. III, dist. 18.
¿qué necesidad había de que el Hijo de Dios descendiese al mundo para adquirir
para sí mismo no sé qué de nuevo?
Además, Dios al exponer el propósito de por qué ha enviado a su Hijo, quita toda
duda; no pretendió el bien y provecho de Cristo por los méritos que pudiera tener,
sino que lo entregó a la muerte y no lo perdonó, por el grande amor que tenía al
mundo (Rom. 8,32).
Hay que notar también el modo de expresarse que usaron los profetas a este
propósito: "un niño nos es nacido, hijo nos es dado" (Ib. 9, 6). Y: "alégrate mucho,
hija de Sión; he aquí tu rey vendrá a ti" (Zac. 9,9). Todas ellas demuestran que
Jesucristo solamente ha pensado en nosotros y en nuestro bien154. Ni tendría
fuerza la alabanza del amor de Cristo que tanto encarece san Pablo, al decir que
murió por sus enemigos (Rom. 5,10); de lo cual concluimos que no pensó en sí
mismo. Y el mismo Cristo claramente lo dice con estas palabras: "por ellos yo me
santifico a mí mismo" (Jn.17, 19), mostrando con ello que no busca ninguna
ventaja para sí mismo, pues transfiere a otros el fruto de su santidad. Es éste un
punto muy digno de ser notado, que Jesucristo, para consagrarse del todo a
nuestra salvación, en cierto modo se ha olvidado de sí mismo.
Los teólogos de la Sorbona alegan sin razón el texto de san Pablo: "Por lo cual
(por haberse humillado) Dios lo exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es
sobre todo nombre" (Flp.2, 9). Porque, ¿en virtud de qué méritos pudo Cristo, en
cuanto hombre, llegar a tan gran dignidad como es ser Juez del mundo, Cabeza
de, los ángeles, gozar de aquella suma autoridad y mando que Dios tiene, de tal
manera que no hay criatura alguna, ni celestial ni terrena, ni hombre ni ángel, que
pueda llegar por su virtud ni a la milésima parte de lo que Él ha llegado? La
solución de las palabras de san Pablo es bien fácil y clara. El Apóstol no expone
allí la causa de por qué Jesucristo ha sido ensalzado, sino que únicamente
muestra un orden, que debe servirnos de dechado y ejemplo: que el
engrandecimiento ha seguido a la humillación155. Evidentemente no ha querido
decir aquí más que lo que en otro lugar se afirma; a saber, que era necesario que
Cristo padeciera estas cosas, y que entrara así en su gloria (Lc.24, 26).

154
La última frase no aparece en la edición de Valera de 1597, pero sí en la francesa de 1560.
155
La última oración no aparece en la edición española de 1597, pero sí en la francesa de 1560.
ÍNDICE

CAPÍTULO I: TODO EL GÉNERO HUMANO ESTÁ SUJETO A LA MALDICIÓN POR LA


CAÍDA Y CULPA DE ADÁN, Y HA DEGENERADO DE SU ORIGEN. SOBRE EL
PECADO ORIGINAL ........................................................................................................................ 2
1. PARA RESPONDER A NUESTRA VOCACIÓN CON HUMILDAD, ES NECESARIO
CONOCERNOS TAL CUAL SOMOS........................................................................................ 2
2. PARA ALCANZAR EL FIN, NOS ES NECESARIO DESPOJARNOS DE TODO
ORGULLO Y VANAGLORIA ...................................................................................................... 2
3. EL CONOCIMIENTO DE NOSOTROS MISMOS NOS INSTRUYE ACERCA DE
NUESTRO FIN, NUESTROS DEBERES Y NUESTRA INDIGENCIA ................................. 3
4. LA CAUSA VERDADERA DE LA CAÍDA DE ADÁN FUE LA INCREDULIDAD ........ 4
5. LAS CONSECUENCIAS DE LA CAÍDA DE ADÁN AFECTAN A TODA SU
POSTERIDAD Y A LA CREACIÓN ENTERA .......................................................................... 6
6. LA DEPRAVACIÓN ORIGINAL SE NOS COMUNICA POR PROPAGACIÓN .......... 7
7. RESPUESTA A DOS OBJECIONES ................................................................................ 8
8. DEFINICIÓN DEL PECADO ORIGINAL ........................................................................... 9
9. TODAS LAS PARTES DEL ALMA ESTÁN POSEÍDAS POR EL PECADO ............. 10
10. LA CAUSA DEL PECADO NO ESTÁ EN DIOS SINO EN LOS HOMBRES ........ 11
11. DISTINCIÓN ENTRE PERVERSIDAD "DE NATURALEZA" Y PERVERSIDAD
"NATURAL" ................................................................................................................................. 12
CAPÍTULO II: EL HOMBRE SE ENCUENTRA AHORA DESPOJADO DE SU ARBITRIO,
Y MISERABLEMENTE SOMETIDO A TODO MAL .................................................................. 12
1. PELIGROS DEL ORGULLO Y LA INDOLENCIA .......................................................... 12
2. LA OPINIÓN DE LOS FILÓSOFOS ................................................................................ 13
3. LA PERPLEJIDAD DE LOS FILÓSOFOS ...................................................................... 14
4. LOS PADRES ANTIGUOS HAN SEGUIDO EXCESIVAMENTE A LOS
FILÓSOFOS ................................................................................................................................ 15
5. DE LA POTENCIA DEL LIBRE ARBITRIO. DISTINCIONES ...................................... 17
6. LA GRACIA COOPERANTE DE LOS ESCOLÁSTICOS............................................. 18
7. LA EXPRESIÓN "LIBRE ALBEDRÍO" ES DESAFORTUNADA Y PELIGROSA ...... 19
8. LA CORRECTA OPINIÓN DE SAN AGUSTÍN .............................................................. 20
9. RENUNCIEMOS AL USO DE UN TÉRMINO TAN ENOJOSO .................................. 21
10. SÓLO EL SENTIMIENTO DE NUESTRA POBREZA NOS PERMITE
GLORIFICAR A DIOS Y RECIBIR SUS GRACIAS .............................................................. 22
11. TESTIMONIO DE LOS PADRES ................................................................................. 23
12. ABOLICIÓN DE LOS DONES SOBRENATURALES ............................................... 24
13. LA INTELIGENCIA DE LAS COSAS TERRENAS Y DE LAS COSAS DEL CIELO
25
14. LAS ARTES MECÁNICAS Y LIBERALES ................................................................. 26
15. CUANTO PRODUCE LA INTELIGENCIA PROVIENE DE LAS GRACIAS
RECIBIDAS POR LA NATURALEZA HUMANA .................................................................... 27
16. AUNQUE CORROMPIDAS, ESAS GRACIAS DE NATURALEZA SON DONES
DEL ESPÍRITU SANTO............................................................................................................. 28
17. LA GRACIA GENERAL DE DIOS LIMITA LA CORRUPCIÓN DE LA
NATURALEZA ............................................................................................................................ 28
18. LAS COSAS CELESTIALES. POR NOSOTROS MISMOS NO PODEMOS
CONOCER AL VERDADERO DIOS ....................................................................................... 29
19. TESTIMONIO DE LA ESCRITURA ............................................................................. 30
20. SIN REGENERACIÓN E ILUMINACIÓN NO PODEMOS RECONOCER A DIOS
31
21. TODA NUESTRA FACULTAD VIENE DE DIOS ....................................................... 32
22. ¿PODEMOS POR NOSOTROS MISMOS REGULAR BIEN NUESTRA VIDA? . 33
23. EL FILÓSOFO TEMISTIO SE ACERCÓ MÁS A LA VERDAD, DICIENDO QUE
EL ENTENDIMIENTO SE ENGAÑA MUY POCAS VECES RESPECTO A LOS
PRINCIPIOS GENERALES, PERO QUE CON FRECUENCIA CAE EN EL ERROR
CUANDO JUZGA DE LAS COSAS EN PARTICULAR ........................................................ 34
24. INSUFICIENCIA DE LA LEY NATURAL, QUE NO CONOCE LA LEY DE DIOS 34
25. A PESAR DE LAS BUENAS INTENCIONES, SOMOS INCAPACES POR
NOSOTROS MISMOS DE CONCEBIR EL BIEN ................................................................. 35
26. EL DESEO NATURAL DEL BIEN NO PRUEBA LA LIBERTAD DE LA
VOLUNTAD ................................................................................................................................. 37
27. EL TESTIMONIO DE ROMANOS 7,14-25 CONTRADICE A LOS TEÓLOGOS
ESCOLÁSTICOS ........................................................................................................................ 38
C A P Í T U L O I I I : TODO CUANTO PRODUCE LA NATURALEZA
CORRO MPIDA DEL HOMBRE MERECE CONDENACIÓN ............................................... 39
1. SEGÚN LA ESCRITURA, EL HOMBRE NATURAL ES CORROMPIDO Y CARNAL
39
2. EL CORAZÓN DEL HOMBRE ES VICIOSO Y ESTÁ VACÍO DE TODO BIEN ....... 40
3. LOS PAGANOS NO TIENEN VIRTUD ALGUNA SI NO ES POR LA GRACIA DE
DIOS ............................................................................................................................................. 41
4. SIN EL DESEO DE GLORIFICAR A DIOS, TODAS SUS GRACIAS SON
MANCILLADAS........................................................................................................................... 43
5. EL HOMBRE NATURAL ESTÁ DESPOJADO DE TODA SANA VOLUNTAD ......... 44
6. EL ÚNICO REMEDIO ES QUE DIOS REGENERE NUESTROS CORAZONES
Y NUESTRO ESPÍRITU ........................................................................................................... 46
7. LA VOLUNTAD, PREPARADA POR LA GRACIA, ¿DESEMPEÑA ALGÚN PAPEL
INDEPENDIENTEMENTE DE ÉSTA? .................................................................................... 47
8. TESTIMONIO DE LA ESCRITURA ................................................................................. 48
9. LA EXPERIENCIA DE LOS SANTOS ............................................................................. 50
10. SE RECHAZA EL LIBRE ARBITRIO EN LA OBRA DE LA GRACIA SALVADORA
51
11. LA PERSEVERANCIA NADA DEBE AL MÉRITO DEL HOMBRE ......................... 53
12. PARA CONFIRMACIÓN DE SU ERROR ALEGAN FALSAMENTE EL DICHO
DEL APÓSTOL: .......................................................................................................................... 54
13. TESTIMONIO DE SAN AGUSTÍN ............................................................................... 55
14. LA GRACIA DE LA PERSEVERANCIA ES GRATUITA .......................................... 56
CAPÍTULO IV: CÓMO OBRA DIOS EN EL CORAZÓN DE LOS HOMBRES ..................... 57
1. INTRODUCCIÓN ................................................................................................................ 57
2. EN QUÉ SE DISTINGUE LA OBRA DE DIOS DENTRO DE UN MISMO ACTO, DE
LA DE SATANÁS Y DE LOS MALVADOS ............................................................................. 58
3. LA ACCIÓN DE DIOS NO EQUIVALE A SU PRESCIENCIA O PERMISIÓN ......... 59
4. DIOS CASTIGA A LOS HOMBRES, YA PRIVÁNDOLOS DE SU LUZ, YA
ENTREGANDO SU CORAZÓN A SATANÁS ....................................................................... 60
5. DIOS SE SIRVE TAMBIÉN DE SATANÁS .................................................................... 61
6. LA LIBERTAD DEL HOMBRE EN LOS ACTOS ORDINARIOS DE LA VIDA ESTÁ
SOMETIDA A LA PROVIDENCIA DE DIOS .......................................................................... 62
7. DIRÁ ALGUNO QUE SE TRATA DE CASOS PARTICULARES, DE LOS CUALES
NO ES POSIBLE DEDUCIR UNA REGLA GENERAL. ....................................................... 63
8. UN MAL ARGUMENTO CONTRA EL LIBRE ALBEDRÍO ........................................... 63
CAPÍTULO V: SE REFUTAN LAS OBJECIONES EN FAVOR DEL LIBRE ALBEDRÍO .... 64
1. AUNQUE POR NECESIDAD, PECAMOS VOLUNTARIAMENTE ............................. 64
2. CON TODO DERECHO, LOS VICIOS SON CASTIGADOS Y LAS VIRTUDES
RECOMPENSADAS .................................................................................................................. 65
3. LA ELECCIÓN DE DIOS ES LO QUE HACE QUE CIERTOS HOMBRES SEAN
BUENOS ...................................................................................................................................... 66
4. LAS EXHORTACIONES A VIVIR BIEN SON NECESARIAS ..................................... 67
5. LAS EXHORTACIONES HACEN INEXCUSABLES A LOS OBSTINADOS ............. 68
6. LA LEY Y LOS MANDAMIENTOS ................................................................................... 69
7. LA LEY CONTIENE TAMBIÉN LAS PROMESAS DE GRACIA POR LA QUE NOS
ES DADO OBEDECER ............................................................................................................. 70
8. DIOS NOS MANDA CONVERTIRNOS Y NOS CONVIERTE ..................................... 71
9. ZACARÍAS 1,3 NO PRUEBA EL LIBRE ALBEDRÍO .................................................... 72
10. LAS PROMESAS DE LA ESCRITURA ESTÁN DADAS A PROPÓSITO ............. 73
11. LOS REPROCHES DE LA ESCRITURA NO SON VANOS .................................... 74
12. EXPLICACIÓN DE DEUTERONOMIO 30,11-14 ...................................................... 76
13. PARA HUMILLARNOS Y PARA QUE NOS ARREPINTAMOS CON SU GRACIA,
DIOS A VECES NOS RETIRA TEMPORALMENTE SUS FAVORES ............................... 77
14. POR SU LIBERALIDAD, DIOS HACE NUESTRO LO QUE NOS DA POR SU
GRACIA ....................................................................................................................................... 78
15. POR LA GRACIA HACEMOS LAS OBRAS QUE EL ESPÍRITU DE DIOS HACE
EN NOSOTROS ......................................................................................................................... 80
16. GÉNESIS 4,7 .................................................................................................................. 80
17. ROMANOS 9,16 ............................................................................................................. 81
18. ECLESIÁSTICO 15,14-17 ............................................................................................. 82
19. LUCAS 10,30 .................................................................................................................. 83
CAPITULO VI: EL HOMBRE, HABIÉNDOSE PERDIDO A SÍ MISMO, HA DE BUSCAR
SU REDENCIÓN EN CRISTO ..................................................................................................... 84
1. AL DIOS CREADOR NO SE LE CONOCE MÁS QUE EN CRISTO REDENTOR .. 84
2. DIOS NO HA SIDO PROPICIO AL ANTIGUO ISRAEL MÁS QUE EN CRISTO, EL
MEDIADOR. LOS SACRIFICIOS ............................................................................................ 86
3. CRISTO, FUNDAMENTO DEL PACTO, CONSUELO PROMETIDO A LOS
AFLIGIDOS ................................................................................................................................. 87
4. DIOS ENSEÑA A LOS JUDÍOS DESDE SIEMPRE A ESPERAR EN CRISTO ...... 89
CAPÍTULO VII: LA LEY FUE DADA, NO PARA RETENER EN SÍ MISMA AL PUEBLO
ANTIGUO, SINO PARA ALIMENTAR LA ESPERANZA DE LA SALVACIÓN QUE DEBÍA
TENER EN JESUCRISTO, HASTA QUE VINIERA .................................................................. 90
1. LA RELIGIÓN MOSAICA, FUNDADA SOBRE EL PACTO DE LA GRACIA,
APUNTABA HACIA JESUCRISTO.......................................................................................... 90
2. LA LEY MORAL Y RITUAL ERA UN PEDAGOGO QUE CONDUCÍA A CRISTO .. 92
3. LA LEY MORAL HACE SURGIR LA MALDICIÓN ........................................................ 93
4. SIN EMBARGO LAS PROMESAS DE LA LEY NO SON INÚTILES ......................... 94
5. NADIE PUEDE CUMPLIR LA LEY .................................................................................. 94
6. REVELA A LOS HOMBRES SU IMPOTENCIA, SU PECADO, SU ARROGANCIA 96
7. LA LEY HACE ABUNDAR PARA TODOS EL PECADO, LA CONDENACIÓN Y LA
MUERTE ...................................................................................................................................... 96
8. LA LEY NOS LLEVA DE ESA MANERA A RECURRIR A LA GRACIA .................... 97
9. TESTIMONIO DE SAN AGUSTÍN ................................................................................... 98
10. LA LEY MORAL RETIENE A LOS QUE NO SE DEJAN VENCER POR LAS
PROMESAS ................................................................................................................................ 99
11. EL TESTIMONIO DE LA EXPERIENCIA ................................................................. 100
12. LA LEY MORAL REVELA LA VOLUNTAD DE DIOS A LOS CREYENTES....... 101
13. ERROR DE LOS ANTINOMISTAS............................................................................ 102
14. EN CRISTO QUEDA ABOLIDA LA MALDICIÓN DE LA LEY, PERO LA
OBEDIENCIA PERMANECE .................................................................................................. 102
15. LLEVANDO SOBRE SÍ NUESTRA MALDICIÓN, CRISTO NOS HACE HIJOS DE
DIOS 103
16. SUS CEREMONIAS QUEDAN ABOLIDAS EN CUANTO AL USO, PORQUE
CRISTO HA REALIZADO TODOS SUS EFECTOS ........................................................... 104
17. PARA SAN PABLO, LA LEY RITUAL HA CESADO; PERO LA LEY MORAL
PERMANECE ........................................................................................................................... 104
CAPÍTULO VIII: EXPOSICIÓN DE LA LEY MORAL, O LOS MANDAMIENTOS .............. 106
1. RAZONES POR LAS CUALES NOS HA DADO DIOS SU LEY ESCRITA............. 106
2. EL DIOS CREADOR, NUESTRO SEÑOR Y PADRE, TIENE EL DERECHO DE
SER GLORIFICADO ................................................................................................................ 107
3. LA LEY NOS OBLIGA A RECURRIR A LA MISERICORDIA DE DIOS .................. 108
4. POR ESTO PRECISAMENTE LA LEY CONTIENE PROMESAS DE VIDA Y
AMENAZAS DE MUERTE ...................................................................................................... 108
5. LA LEY CONTIENE LA REGLA DE LA JUSTICIA PERFECTA Y SUFICIENTE, A
LA CUAL HEMOS DE SOMETERNOS ................................................................................ 109
6. REGLA PRIMERA: PARA DIOS, QUE ES ESPÍRITU, NUESTROS
PENSAMIENTOS SON ACTOS. ........................................................................................... 110
7. CRISTO NOS HA DADO EL SENTIDO VERDADERO Y PURO DE LA LEY ........ 111
8. SEGUNDA REGLA: CUANDO DIOS MANDA UNA COSA, PROHÍBE LA
CONTRARIA; E INVERSAMENTE ........................................................................................ 112
9. LA LEY ES POSITIVA ..................................................................................................... 113
10. NO EXISTEN FALTAS LEVES. CADA PECADO QUEDA COMPRENDIDO BAJO
UN GÉNERO PARTICULAR .................................................................................................. 114
11. TERCERA REGLA: LA JUSTICIA Y LA RELIGIÓN VAN JUNTAS. MUTUA
DEPENDENCIA DE LAS DOS TABLAS .............................................................................. 114
12. LA PRIMERA TABLA CONTIENE CUATRO MANDAMIENTOS; LA SEGUNDA
SEIS 115
13. EL PRIMER MANDAMIENTO: JEHOVÁ ES EL SEÑOR TODOPODEROSO ... 116
14. GRACIA Y BONDAD DEL PADRE, EL DIOS DE SU IGLESIA ............................ 117
15. SIGUE LUEGO LA CONMEMORACIÓN DE SU FAVOR, QUE TANTO MÁS
DEBE MOVERNOS, CUANTO MÁS DETESTABLE ES EL VICIO DE LA INGRATITUD
AUN ENTRE LOS HOMBRES. .............................................................................................. 117
16. SÓLO DIOS DEBE SER HONRADO Y GLORIFICADO ........................................ 119
17. EL SEGUNDO MANDAMIENTO:NINGUNA IDOLATRÍA ES PERMITIDA ......... 120
18. EL MATRIMONIO ESPIRITUAL DE DIOS CON LA IGLESIA REQUIERE
LEALTAD MUTUA .................................................................................................................... 121
19. ¿CÓMO CASTIGA DIOS LA INIQUIDAD DE LOS PADRES EN SU
DESCENDENCIA? ................................................................................................................... 122
20. LA POSTERIDAD DEL CULPABLE SERA CASTIGADA POR SUS PROPIAS
CULPAS ..................................................................................................................................... 123
21. DIOS EXTIENDE SU MISERICORDIA SOBRE LA POSTERIDAD DE LOS QUE
LE AMAN ................................................................................................................................... 124
22. EL TERCER MANDAMIENTO: EL NOMBRE DE DIOS NO DEBE SER
PROFANADO, SINO HONRADO .......................................................................................... 124
23. DEFINICIÓN Y USOS DEL JURAMENTO ............................................................... 126
24. DIOS ES OFENDIDO: CUANDO SE COMETE PERJURIO EN SU NOMBRE . 126
25. CUANDO SE JURA SIN NECESIDAD ..................................................................... 127
26. EL ERROR DE LOS ANABAPTISTAS. EXPLICACIÓN DE MT.5, 34-37 ........... 128
27. EJEMPLOS DE CRISTO Y DEL APÓSTOL ............................................................ 129
28. EL CUARTO MANDAMIENTO: LAS TRES RAZONES DE ESTE
MANDAMIENTO ....................................................................................................................... 130
29. LOS FIELES DEBEN DESCANSAR DE SUS PROPIOS OBRAS, A FIN DE
DEJAR QUE DIOS OBRE EN ELLOS .................................................................................. 131
30. EL SÉPTIMO DÍA FIGURA LA PERFECCIÓN FINAL, A LA CUAL DEBEMOS
ASPIRAR ................................................................................................................................... 132
31. TAMBIÉN NOS ENSEÑA EL REPOSO ESPIRITUAL ........................................... 132
32. LAS ASAMBLEAS ECLESIÁSTICAS Y EL DESCANSO DE LOS
TRABAJADORES..................................................................................................................... 133
33. NOSOTROS OBSERVAMOS EL DOMINGO SIN JUDAÍSMO Y SIN
SUPERSTICIÓN ....................................................................................................................... 134
34. AUNQUE LOS ANTIGUOS NO HAN ESCOGIDO EL DÍA DEL DOMINGO PARA
PONERLO EN LUGAR DEL SÁBADO SIN RAZÓN ALGUNA ......................................... 135
35. EL QUINTO MANDAMIENTO: DEBEMOS HONOR, OBEDIENCIA Y AMOR, A
TODOS NUESTROS SUPERIORES, SEAN DIGNOS O INDIGNOS ............................. 136
36. POR LO CUAL NADIE DEBE DUDAR QUE EL SEÑOR ESTABLECE AQUÍ UNA
REGLA UNIVERSAL ............................................................................................................... 137
37. PROMESA DE BENDICIÓN ....................................................................................... 137
38. POR OTRA PARTE, CUANDO EL SEÑOR PROMETE LA BENDICIÓN DE
ESTA VIDA PRESENTE A LOS QUE HONRAREN COMO DEBEN A SUS PADRES, A
LA VEZ DA A ENTENDER CON ELLO QUE, INDUDABLEMENTE, SU MALDICIÓN
CAERÁ SOBRE TODOS AQUELLOS QUE LE FUEREN DESOBEDIENTES. ............. 138
39. EL SEXTO MANDAMIENTO: EL FIN DE ESTE MANDAMIENTO ES QUE
HABIENDO FORMADO DIOS AL LINAJE HUMANO COMO UNA UNIDAD, CADA UNO
DEBE PREOCUPARSE DEL BIENESTAR Y CONSERVACIÓN DE LOS DEMÁS. .... 139
40. EL HOMBRE ES IMAGEN DE DIOS. NUESTRO PRÓJIMO ES NUESTRA
CARNE ....................................................................................................................................... 140
41. EL SÉPTIMO MANDAMIENTO: EL FIN DE ESTE MANDAMIENTO ES QUE
TODA INMUNDICIA E IMPUREZA DEBE ESTAR MUY LEJOS DE NOSOTROS,
PORQUE DIOS AMA LA PUREZA Y LA CASTIDAD. ....................................................... 140
42. LA VOCACIÓN DE CONTINENCIA .......................................................................... 141
43. ¿CUÁNDO ES NECESARIO EL MATRIMONIO? ................................................... 141
44. LA SANTIDAD DEL MATRIMONIO ........................................................................... 142
45. EL OCTAVO MANDAMIENTO: EL FIN ES: QUE SE DÉ A CADA UNO LO QUE
ES SUYO, PUES DIOS ABOMINA TODA INJUSTICIA. ................................................... 143
46. LA VERDADERA OBSERVANCIA DE ESTE MANDAMIENTO ........................... 144
47. EL NOVENO MANDAMIENTO: EL FIN DE ESTE MANDAMIENTO ES QUE
DEBEMOS DECIR LA VERDAD SIN FINGIMIENTO ALGUNO, PORQUE DIOS, QUE
ES LA VERDAD, DETESTA LA MENTIRA. ......................................................................... 145
48. NI MALEDICENCIAS, NI SOSPECHAS, NI ADULACIONES A EXPENSAS DEL
PRÓJIMO................................................................................................................................... 146
49. EL DECIMO MANDAMIENTO: EL FIN DE ESTE MANDAMIENTO ES QUE,
COMO DIOS QUIERE QUE TODA NUESTRA ALMA ESTÉ LLENA Y REBOSE DE
AMOR Y CARIDAD, DEBEMOS ALEJAR DE NUESTRO CORAZÓN TODO AFECTO
CONTRARIO A LA CARIDAD ................................................................................................ 147
50. ¿POR QUÉ EXIGE DIOS TAL RECTITUD DE CORAZÓN? ................................ 148
51. LA LEY TIENE COMO FIN UNIR, MEDIANTE LA SANTIDAD DE VIDA, AL
HOMBRE CON SU DIOS ........................................................................................................ 149
52. PRACTICANDO LA SEGUNDA TABLA ES COMO SE MANIFIESTA EL
VERDADERO AFECTO DEL CORAZÓN PARA CON DIOS............................................ 150
53. LA SEGUNDA TABLA DE LA LEY NO ES SUPERIOR A LA PRIMERA ............ 151
54. "AMARÁS A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO" ................................................... 151
55. ¿QUIÉN ES NUESTRO PRÓJIMO? ......................................................................... 152
56. SE RECHAZA LA DISTINCIÓN ESCOLÁSTICA ENTRE MANDAMIENTO Y
CONSEJO EVANGÉLICO ...................................................................................................... 153
57. TESTIMONIOS DE LA ESCRITURA Y DE LOS PADRES ................................... 153
58. SE RECHAZA LA DISTINCIÓN ROMANA ENTRE PECADOS VENIALES Y
MORTALES ............................................................................................................................... 154
59. ¡OJALÁ SE PREOCUPARAN DE CONSIDERAR BIEN LO QUE QUIERE DECIR
ESTA SENTENCIA DE CRISTO: .......................................................................................... 155
CAPÍTULO IX: AUNQUE CRISTO FUE CONOCIDO POR LOS JUDÍOS BAJO LA LEY,
NO HA SIDO PLENAMENTE REVELADO MÁS QUE EN EL EVANGELIO ...................... 156
1. LOS PATRIARCAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO HAN CONTEMPLADO Y
ESPERADO A CRISTO POR LA FE, PERO MÁS CONFUSAMENTE QUE NOSOTROS
156
2. DEFINICIÓN DEL TÉRMINO "EVANGELIO" .............................................................. 157
3. UN ERROR DE MIGUEL SERVET ............................................................................... 158
4. DIFERENCIA, PERO NO OPOSICIÓN ENTRE LA LEY Y EL EVANGELIO ......... 159
5. EL MINISTERIO DE JUAN BAUTISTA ......................................................................... 160
CAPÍTULO X SEMEJANZA ENTRE EL ANTIGUO Y EL NUEVO TESTAMENTO ........... 161
1. RAZÓN E INTERÉS DE ESTE CAPÍTULO ................................................................. 161
2. LOS PACTOS ENCIERRAN UNA MISMA SUSTANCIA Y VERDAD, PERO
DIFIEREN EN SU DISPENSACIÓN...................................................................................... 161
3. TESTIMONIO DE LA ESCRITURA ............................................................................... 162
4. SALVACIÓN GRATUITA................................................................................................. 163
5. EL SIGNIFICADO DE LOS SIGNOS Y SACRAMENTOS ES EL MISMO EN
AMBOS TESTAMENTOS ....................................................................................................... 163
6. EXPLICACIÓN DE JUAN 6,49 ....................................................................................... 164
7. LA PALABRA DE DIOS BASTA PARA VIVIFICAR LAS ALMAS DE CUANTOS
PARTICIPAN DE ELLA ........................................................................................................... 165
8. EL PACTO DE LA GRACIA ES ESPIRITUAL ............................................................. 166
9. LAS PROMESAS DEL PACTO SON ESPIRITUALES .............................................. 166
10. LA VIDA DE LOS PATRIARCAS DEMUESTRA QUE ASPIRABAN POR LA FE A
LA PATRIA DEL CIELO .......................................................................................................... 167
11. ABRAHAM ..................................................................................................................... 168
12. ISAAC ............................................................................................................................. 169
13. TODOS ESTOS PATRIARCAS HAN SIDO EXTRANJEROS Y VIAJEROS EN LA
TIERRA ...................................................................................................................................... 171
14. JACOB DESEANDO EL DERECHO DE PRIMOGENITURA BUSCABA LA VIDA
FUTURA..................................................................................................................................... 171
15. MOISÉS ......................................................................................................................... 172
16. LA FELICIDAD DE LOS FIELES ES LA GLORIA CELESTIAL ............................ 173
17. EL CUMPLIMIENTO DE LAS PROMESAS NO TENDRÁ LUGAR HASTA EL
JUICIO Y LA RESURRECCIÓN ............................................................................................ 173
18. DE AQUÍ PROCEDÍA AQUEL PENSAMIENTO CON EL QUE LOS FIELES
SOLÍAN CON SOLARSE Y ANIMARSE A TENER PACIENCIA EN SUS
INFORTUNIOS SABIENDO QUE "EL ENOJO DE DIOS NO DURA MÁS QUE UN
MOMENTO, PERO SU FAVOR TODA LA VIDA" (SAL. 30, 6). ....................................... 175
19. JOB SABE QUE SU REDENTOR VIVE ................................................................... 175
20. TODOS LOS PROFETAS MEDITAN EN LA FELICIDAD DE LA VIDA
ESPIRITUAL ............................................................................................................................. 176
21. LA ESPERANZA DE LA RESURRECCIÓN. LA VISIÓN DE EZEQUIEL ........... 177
22. NO QUIERO, SIN EMBARGO DECIR, QUE HAYA QUE RELACIONAR TODOS
LOS PASAJES A ESTA REGLA. ........................................................................................... 177
23. CONCLUSIONES ......................................................................................................... 178
CAPÍTULO XI: DIFERENCIA ENTRE LOS DOS TESTAMENTOS ..................................... 179
1. CINCO DIFERENCIAS ENTRE LOS DOS TESTAMENTOS.................................... 179
2. BAJO EL ANTIGUO TESTAMENTO, ESTA MEDITACIÓN SE BASABA EN LAS
PROMESAS TERRENAS ....................................................................................................... 180
3. LA FELICIDAD ESPIRITUAL ESTABA REPRESENTADA POR BENEFICIOS
TERRENOS............................................................................................................................... 181
4. LA LEY NO CONTENÍA MÁS QUE LA SOMBRA DE LA REALIDAD, CUYA
SUSTANCIA NOS TRAE EL EVANGELIO .......................................................................... 182
5. LA LEY ERA UN PEDAGOGO QUE CONDUCÍA A CRISTO ................................... 183
6. LA EDAD DE LA INFANCIA PRECEDE A LA EDAD ADULTA ................................ 184
7. LA LEY ES LITERAL, MORTAL, TEMPORAL; EL EVANGELIO, ESPIRITUAL,
VIVIFICADOR, ETERNO ........................................................................................................ 184
8. EXPONGAMOS AHORA POR PARTES LA COMPARACIÓN QUE ESTABLECE
EL APÓSTOL ............................................................................................................................ 185
9. LA LEY ES SERVIDUMBRE; EL EVANGELIO, LIBERTAD...................................... 186
10. LAS PROMESAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO PERTENECEN AL
EVANGELIO. TESTIMONIO DE SAN AGUSTÍN ................................................................ 187
11. EL ANTIGUO TESTAMENTO NO SE REFERÍA MÁS QUE A UN PUEBLO; EL
NUEVO SE DIRIGE A TODOS .............................................................................................. 188
12. LA VOCACIÓN DE LOS PAGANOS ......................................................................... 189
13. RESPUESTA A DOS OBJECIONES QUE PONEN EN DUDA LA JUSTICIA DE
DIOS O LA VERDAD DE LA ESCRITURA .......................................................................... 190
14. PERO INSISTEN ELLOS, ¿DE DÓNDE PROCEDE ESTA DIVERSIDAD, SINO
DE QUE DIOS LA QUISO? .................................................................................................... 191
CAPÍTULO XII: JESUCRISTO, PARA HACER DE MEDIADOR TUVO QUE HACERSE
HOMBRE ....................................................................................................................................... 192
1. PARA RECONCILIARNOS CON DIOS, EL MEDIADOR DEBÍA SER VERDADERO
DIOS ........................................................................................................................................... 192
2. SIN LA ENCARNACIÓN DEL HIJO NO PODRÍAMOS LLEGAR A SER HIJOS DE
DIOS Y SUS HEREDEROS.................................................................................................... 193
3. HABÍA QUE OFRECER UNA OBEDIENCIA PERFECTA EN NUESTRA
NATURALEZA HUMANA, PARA TRIUNFAR DEL JUICIO Y DE LA MUERTE ............ 194
4. REFUTACIÓN DE UNA VANA ESPECULACIÓN ...................................................... 194
5. SEGUNDA OBJECIÓN. RESPUESTA: SOMOS ELEGIDOS EN CRISTO ANTES
DE LA CREACIÓN ................................................................................................................... 196
6. EL PRINCIPIO DE QUE TANTO SE GLORÍA OSIANDER ES TOTALMENTE
INFUNDADO. ............................................................................................................................ 197
NO TIENE, PUES, POR QUÉ TEMER OSIANDER, COMO LO AFIRMA, QUE DIOS
SEA COGIDO EN UNA MENTIRA, SI NO HUBIERA CONCEBIDO EL DECRETO
INMUTABLE DE HACER HOMBRE A SU HIJO ................................................................. 198
CAPÍTULO XIII: CRISTO HA ASUMIDO LA SUSTANCIA VERDADERA DE CARNE
HUMANA ....................................................................................................................................... 200
1. CRISTO SE HA REVESTIDO DE UNA NATURALEZA VERDADERAMENTE
HUMANA ................................................................................................................................... 200
2. REFUTACIÓN DE LOS ERRORES DE MARCIÓN Y DE LOS MANIQUEOS, QUE
NIEGAN O DESTRUYEN LA VERDADERA HUMANIDAD DE CRISTO........................ 202
3. LOS TESTIMONIOS EN QUE CRISTO ES LLAMADO SIMIENTE DE ABRAHAM, Y
FRUTO DEL VIENTRE DE DAVID, ELLOS MALICIOSAMENTE LOS CONFUNDEN
CON ALEGORÍAS.................................................................................................................... 204
4. LOS ABSURDOS DE QUE NOS ACUSAN NO SON MÁS QUE CALUMNIAS
PUERILES. ................................................................................................................................ 205
CAPÍTULO XIV: CÓMO LAS DOS NATURALEZAS FORMAN UNA SOLA PERSONA EN
EL MEDIADOR ............................................................................................................................. 206
1. DISTINCIÓN DE LAS DOS NATURALEZAS EN LA UNIDAD DE LA PERSONA DE
CRISTO...................................................................................................................................... 206
2. LA COMUNICACIÓN DE LAS PROPIEDADES DE LAS DOS NATURALEZAS A LA
PERSONA DEL MEDIADOR .................................................................................................. 207
3. UNIDAD DE LA PERSONA DEL MEDIADOR EN LA DISTINCIÓN DE LAS DOS
NATURALEZAS ........................................................................................................................ 208
4. UTILIDAD DE ESTA DISTINCIÓN DE LAS DOS NATURALEZAS EN LA UNIDAD
DE LA PERSONA..................................................................................................................... 209
5. REFUTACIÓN DE MIGUEL SERVET ........................................................................... 210
6. OBJECIONES (1 – 3) ...................................................................................................... 211
7. OBJECIONES (4) ............................................................................................................. 213
8. CONCLUSIÓN .................................................................................................................. 214
CAPÍTULO XV: PARA SABER CON QUÉ FIN HA SIDO ENVIADO JESUCRISTO POR EL
PADRE Y LOS BENEFICIOS QUE SU VENIDA NOS APORTA, DEBEMOS
CONSIDERAR EN ÉL PRINCIPALMENTE TRES COSAS: SU OFICIO DE PROFETA, EL
REINO Y EL SACERDOCIO ...................................................................................................... 216
1. LOS TRES OFICIOS DE CRISTO ................................................................................. 216
2. LO QUE CONTIENE EL NOMBRE DE CRISTO......................................................... 217
3. LA REALEZA DE JESUCRISTO.................................................................................... 218
4. EL REINO ESPIRITUAL DE CRISTO ........................................................................... 219
5. CRISTO CONFIERE LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO .................................... 220
6. EL SACERDOCIO DE JESUCRISTO ........................................................................... 222
CAPITULO XVI: CÓMO JESUCRISTO HA DESEMPEÑADO SU OFICIO DE MEDIADOR
PARA CONSEGUIRNOS LA SALVACIÓN. SOBRE SU MUERTE, RESURRECCIÓN Y
ASCENSIÓN ................................................................................................................................. 223
1. SOLAMENTE EN CRISTO SE ENCUENTRA PERDÓN, VIDA Y SALVACIÓN .... 223
2. CÓMO SE CONCILIAN LA MISERICORDIA Y LA JUSTICIA DE DIOS PARA CON
NOSOTROS .............................................................................................................................. 224
3. FUERA DE CRISTO SOMOS OBJETO DE IRA. EN CRISTO NOS HACEMOS
OBJETO DE AMOR ................................................................................................................. 225
4. POR ESTA CAUSA DICE SAN PABLO QUE EL AMOR CON QUE DIOS NOS
AMÓ ANTES DE QUE EL MUNDO FUESE CREADO, SE FUNDA EN CRISTO (EF.
1,4). ............................................................................................................................................. 226
5. NUESTRA SALVACIÓN DESCANSA EN LA OBEDIENCIA Y EN LA MUERTE DE
CRISTO...................................................................................................................................... 227
6. LA CRUCIFIXIÓN DE CRISTO ...................................................................................... 229
7. LA MUERTE DE CRISTO ............................................................................................... 230
8. DESCENSO A LOS INFIERNOS ................................................................................... 231
9. ¿FUE CRISTO A LIBERTAR A LOS MUERTOS? ...................................................... 232
10. CRISTO HA LLEVADO EN SU ALMA LA MUERTE ESPIRITUAL QUE NOS ERA
DEBIDA ...................................................................................................................................... 233
11. CRISTO HA SUFRIDO EN SU ALMA LOS DOLORES DE NUESTRA
MALDICIÓN............................................................................................................................... 234
12. CONFESEMOS FRANCAMENTE LOS DOLORES DE JESUCRISTO, SI NO
NOS AVERGONZAMOS DE SU CRUZ ............................................................................... 235
Al sufrir, Cristo ha permanecido siempre dentro de los límites de la obediencia ........... 235
13. LA RESURRECCIÓN DE CRISTO............................................................................ 237
14. LA ASCENSIÓN DE CRISTO; SU PRESENCIA Y SU ACCIÓN POR EL
ESPÍRITU SANTO ................................................................................................................... 239
15. GLORIFICACIÓN Y SEÑORÍO DE CRISTO ........................................................... 240
16. LOS FRUTOS DEL DOMINIO DE CRISTO ............................................................. 241
17. LA VUELTA DE CRISTO EN EL JUICIO FINAL ..................................................... 242
18. FRUTOS DE LA VUELTA Y DEL JUICIO DE CRISTO.......................................... 243
19. CONCLUSIÓN: CRISTO ES NUESTRO ÚNICO TESORO .................................. 243
CAPITULO XVII: JESUCRISTO NOS HA MERECIDO LA GRACIA DE DIOS Y LA
SALVACIÓN .................................................................................................................................. 244
1. LOS MÉRITOS DE JESUCRISTO PROVIENEN DE LA SOLA GRACIA DE DIOS
244
2. CRISTO NO ES SOLAMENTE EL INSTRUMENTO, SINO TAMBIÉN LA CAUSA Y
LA MATERIA DE NUESTRA SALVACIÓN .......................................................................... 245
3. POR SU OBEDIENCIA CRISTO NOS HA MERECIDO Y ADQUIRIDO EL FAVOR
DEL PADRE .............................................................................................................................. 246
4. CON SU SANGRE Y SU MUERTE, CRISTO HA SATISFECHO POR TODOS EN
EL JUICIO DE DIOS ................................................................................................................ 247
5. CRISTO HA PAGADO EL RESCATE DE NUESTRA MUERTE .............................. 248
6. JESUCRISTO NO HA MERECIDO NADA PARA SÍ MISMO, PORQUE
SOLAMENTE NOS HA TENIDO A NOSOTROS EN CONSIDERACIÓN ...................... 249
ÍNDICE.............................................................................................................................................. 251

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