Unidad 1.
El Romanticismo
Gustavo Adolfo Bécquer: Leyendas
Bécquer fue también un notable escritor en prosa. Las Leyendas forman una serie de 18 títulos
en la que encontramos cuentos fantásticos, narraciones tradicionales e incluso poemas en
prosa. Aquí tienes una de las más celebradas.
(Textos en cervantesvirtual.com)
                                         El rayo de luna
Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo
decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de
los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.
Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta
leyenda, que a los demás que nada vean en su fondo al menos podrá entretenerles un rato.
-I-
Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de
guerra no lo hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos de un punto del
oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.
Los que quisieran encontrarle no le debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los
palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones y los soldados se
entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.
-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su madre.
-No sabemos -respondían sus servidores-; acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña,
sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la
conversación de los muertos, o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por
debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas
del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como
exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará, menos en donde esté todo el
mundo.
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera
deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes.
Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo
fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta; porque
Manrique era poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus
pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.
Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían
como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos o danzaban en una luminosa ronda de
chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la
alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.
                                                                                Unidad 1. El Romanticismo
Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del
lago vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y
suspiros o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio
intentando traducirlo.
En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba percibir
formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que
no podía comprender.
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante:
a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba, al
andar, como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna,
que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas, que temblaban a lo lejos como los
cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba:
-Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean
mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué
mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no
podré amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?
Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo
suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza.
- IV -
(…)
Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de
alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto; otras, voces
confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado,
anduvo algunas horas corriendo al azar de un sitio a otro.
Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse
brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas
ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio se veía un rayo de luz templada y suave que,
pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y
grieteado paredón de la casa de enfrente.
-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja sin apartar un punto sus
ojos de la ventana gótica-, aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio...; por el postigo de
San Saturio se viene a este barrio...; en este barrio hay una casa donde, pasada la media noche,
aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones,
puede estarlo a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.
En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones,
esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz, ni él separó la
vista un momento.
                                                                               Unidad 1. El Romanticismo
Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave
se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un
chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció en el dintel con un manojo de llaves en la
mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a
un cocodrilo.
Verle Manrique y lanzarse a la puerta todo fue obra de un instante.
-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria?
¿Tiene esposo? Responde, responde, animal.
Ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual,
después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con
voz entrecortada por la sorpresa:
-En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro
señor el rey, que, herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de
sus fatigas.
-¿Pero y su hija? -interrumpió el joven, impaciente-. ¿Y su hija, o su hermana, o su esposa, o lo
que sea?
-No tiene ninguna mujer consigo.
-¡No tiene ninguna!... ¿Pues quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto
arder una luz?
-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su
lámpara hasta que amanece.
Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le
causaron estas palabras.
- VI -
La noche estaba serena y hermosa; la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y
el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.
Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas
de sus arcadas... Estaba desierto.
Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había
penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.
Había visto flotar un instante, y desaparecer, el extremo del traje blanco, del traje blanco de la
mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.
                                                                                Unidad 1. El Romanticismo
Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija
los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus
miembros; un temblor que va creciendo, que va creciendo, y ofrece los síntomas de una
verdadera convulsión, y prorrumpe, al fin, en una carcajada sonora, estridente, horrible.
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus
pies un instante, no más que un instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los
árboles cuando el viento movía sus ramas.
Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica de su
castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba
atención ni a las caricias de su madre ni a los consuelos de sus servidores.
-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla-; ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué
no buscas una mujer a quien ames, y que, amándote, pueda hacerte feliz?
-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven.
-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos-; os vestís de hierro de pies
a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra; en
la guerra se encuentra la gloria.
-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.
-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador
provenzal?
-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose, colérico, en su sitial-. No quiero nada...; es decir,
sí quiero...: quiero que me dejéis solo... Cantigas..., mujeres..., glorias..., felicidad..., mentiras
todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los
amamos y corremos tras ellos. ¿Para qué? ¿Para qué? Para encontrar un rayo de luna.
Manrique estaba loco; por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me
figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.
-Cuenta brevemente el argumento de esta leyenda.
-Subraya la presencia del narrador en el relato.
-Identifica y comenta los elementos románticos presentes en el texto.
-Comenta la función del título dentro de la narración.
-¿Encuentras analogías entre el Bécquer poeta y el prosista? ¿Cuál te complace más? Justifica
la respuesta.