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Ficha de Lectura. Lectura Nº 3

Este documento presenta un resumen de las características del cuento fantástico según Julio Cortázar, incluyendo que explora situaciones donde las leyes habituales parecen no cumplirse del todo, provocando una sensación de extrañamiento y vacilación en el lector. Luego presenta el cuento "La muerta" de Guy de Maupassant como ejemplo, narrando la historia de un hombre que queda devastado por la muerte de su amada y tiene un encuentro sobrenatural en el cementerio.

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Ficha de Lectura. Lectura Nº 3

Este documento presenta un resumen de las características del cuento fantástico según Julio Cortázar, incluyendo que explora situaciones donde las leyes habituales parecen no cumplirse del todo, provocando una sensación de extrañamiento y vacilación en el lector. Luego presenta el cuento "La muerta" de Guy de Maupassant como ejemplo, narrando la historia de un hombre que queda devastado por la muerte de su amada y tiene un encuentro sobrenatural en el cementerio.

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Escuela Técnica N 8 "Mauricio Pastor Daract"

Lengua y literatura. Quinto año D

Ficha de lectura. Lectura nº 3

La vacilación y el extrañamiento en el cuento fantástico


Julio Cortázar intenta definir al cuento de lo fantástico diciendo que debemos buscar en nuestra experiencia
personal. dice que hay que observar esas situaciones donde tenemos la impresión de que las leyes, a que obedecemos
habitualmente, no se cumplen del todo o se están cumpliendo de una manera parcial, o están dando su lugar a una
excepción, es decir a algo fantástico o sobrenatural. Cuando esto nos pasa sentimos una sensación de “Extrañamiento” de
que algo que no responde a las leyes lógicas está sucediendo en la realidad y nos hace entrar en una “Vacilación”, momento
en el cual dudamos entre una explicación fantástica o una racional (duda que o siempre se resuelve). El cuento fantástico
intenta imitar este sentimiento.

Características del cuento fantástico

 Posee trama narrativa.


 Existe un elemento sobrenatural: los elementos sobrenaturales irrumpen en un mundo normal de manera súbita y
violenta. Esta irrupción provoca una ruptura, en el mundo reconocible y normal, que ya no vuelve a ser el mismo.
 Los personajes: los acontecimientos sobrenaturales les ocurren a personajes que encarnan personas comunes y
corrientes. El personaje no distingue lo que es real de lo que es irreal.
 El espacio puede sumar elementos reales y elementos extraños e inexplicables.
 La participación del lector: es necesario un lector cómplice, que acepte los hechos y suspenda momentáneamente su
incredulidad.
La muerta
Guy de Maupassant
¡La había amado desesperadamente! ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo
pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios… un nombre que asciende
continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite
una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.

Voy a contarles nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocí y viví de su
ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que
procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo
mundo.

Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque
estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo
ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se
las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le
hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo
perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: “¡Ah!” ¡y yo comprendí!¡Y yo comprendí!
Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido
del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío!¡Dios mío!

¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas… mujeres amigas. Me marché
de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.

Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación -nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo
lo que queda de la vida de un ser humano después de su muerte-, me invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí
deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes
que la habían encerrado y la habían cobijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus
imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del
vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el
momento de salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.

Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces… tantas veces, tantas veces,
que el espejo tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal -en
aquel liso, enorme, vacío cristal- que la había contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis
apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardie nte
espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que
ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto,
en su amor! ¡Cuánto sufro!
Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol blanco,
con esta breve inscripción:

«Amó, fue amada y murió.»

¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho
tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado,
me invadió. Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio.
¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y
anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos
más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las
cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de la s
llanuras.

¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí no hay apenas
nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!

Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde los que murieron
hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los
que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín
alimentado con carne humana.
Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí entre las
frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra a una tabla.

Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente, lentamente,
silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la
tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas,
mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las
lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí los nombres con mis
dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!

No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos
hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor,
en todas partes había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodilla s empezaron a
doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi
cabeza, en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi
alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a
morir.

Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba moviendo. Se
estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi,
sí, vi claramente cómo se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo,
empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la
cruz pude leer:
«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bueno y honrado y
murió en la gracia de Dios.»

El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una piedra pequeña y
puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló
el lugar donde habían estado grabadas. A continuación, con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió
en letras luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:

«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a disgustos, porque
deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo y murió
en pecado mortal.»

Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar a mi alrededor vi que
todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que
sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de
sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado,
engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos,
aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables.
Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o
fingía ignorar, mientras estaban vivos.
Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los ataúdes medio
abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido de que la encontraría inmediatamente. La reconocí al
instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído:

«Amó, fue amada y murió.»

Ahora leí:

«Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una pulmonía y murió.»

Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.

FIN

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