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Voltaire - La Filosofia de La Historia

Este documento discute las variaciones geológicas que ha experimentado el globo a lo largo de la historia, incluyendo cambios en los niveles del mar y la unión y separación de continentes. También analiza las diferentes razas humanas que pueblan el mundo, argumentando que los blancos, negros, albinos y otros grupos son razas distintas basándose en sus características físicas. Finalmente, sugiere que algunas razas humanas o similares pueden haberse extinguido, como podría suceder con los albin
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Voltaire - La Filosofia de La Historia

Este documento discute las variaciones geológicas que ha experimentado el globo a lo largo de la historia, incluyendo cambios en los niveles del mar y la unión y separación de continentes. También analiza las diferentes razas humanas que pueblan el mundo, argumentando que los blancos, negros, albinos y otros grupos son razas distintas basándose en sus características físicas. Finalmente, sugiere que algunas razas humanas o similares pueden haberse extinguido, como podría suceder con los albin
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FRANÇOIS-MARIE AROUET

VOLTAIRE

LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

La Philosophie de l’histoire, par feu l’abbé Bazin (1765)

Desde 1769 su autor la incluye como Discurso preliminar


en su más extenso y complejo
Essai sur les Mœurs et l’Esprit des nations

Según la traducción anónima de Madrid, Imprenta Nacional, 1838.


Se ha modernizado la ortografía e introducido ligeras correcciones.
LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA
POR EL DIFUNTO ABATE BAZIN

A la muy alta y muy augusta princesa Catalina II, emperatriz de todas


las Rusias, protectora de las artes y de las ciencias, que por su talento
merece juzgar a las naciones antiguas, del mismo modo que merece
gobernar la suya.
La ofrece humildemente el sobrino del autor.

1. Variaciones en el globo.

Deseabais que los filósofos hubiesen escrito la historia antigua, porque


queréis leerla como un filósofo: buscáis verdades útiles, y no habéis
hallado, según decís, sino inútiles errores. Tratemos de ilustrarnos a un
mismo tiempo, y probemos de desenterrar algunos monumentos preciosos,
sepultados bajo las ruinas de los siglos.
Empecemos por examinar si el globo que nosotros habitamos estaba en
otro tiempo según se conoce actualmente.
Es posible que nuestro mundo haya experimentado otros tantos
cambios, como los estados han sufrido revoluciones. Parece demostrado
que la mar ha cubierto antiguamente terrenos inmensos sobre los cuales
existen ahora grandes ciudades y ricas cosechas. No hay ninguna costa que
no se haya alejado o acercado de la mar.
Las arenas movedizas del África septentrional, y de las costas de la Siria
vecinas del Egipto, ¿pueden ser otra cosa que las arenas del mar que han
quedado amontonadas cuando las aguas se han ido retirando poco a poco?
Herodoto, que algunas veces dice la verdad, nos manifiesta, sin duda, una
cosa muy cierta cuando refiere que según la relación de los sacerdotes de
Egipto, el Delta no había sido siempre tierra. ¿No podemos nosotros decir
lo mismo de los terrenos arenosos que están hacia el mar Báltico? Las
Cícladas, ¿no demuestran, sin dejar la menor duda, por los bajos que la
circundan y por los vegetales que se descubren bajo las aguas que las
bañan, que han hecho parte del continente?
El estrecho de Sicilia, el antiguo abismo de Escila y Caribdis, peligroso
aun hoy en día para las pequeñas embarcaciones, ¿no parece que nos da a
conocer que la Sicilia estaba reunida anteriormente al Apuleo, como la
antigüedad lo ha creído siempre? El monte Vesubio y el monte Etna tienen
los mismos cimientos sobre la mar que los separa: el Vesubio no empezó a
ser un volcán peligroso sino cuando el Etna dejó de serlo; uno de los dos
respiraderos arroja aun llamas cuando el otro está tranquilo: un
sacudimiento violento hundió la parte de la montaña que unía Nápoles a la
Sicilia.
Toda la Europa sabe que el mar ha cubierto la mitad de la Frisia. Yo he
visto hace cuarenta años los campanarios de diez y ocho pueblos cerca de
Mordiek, que aun se elevaban sobre las inundaciones, y que después han
cedido al impulso de las olas. Me parece que se conoce sensiblemente el
que la mar abandona en poco tiempo sus antiguos límites. Ved Aguas-
Muertas, Frejus, Rávena, que han sido puertos de mar y que ya no lo son.
Ved Damieta, en donde nosotros arribamos en tiempo de las cruzadas, que
actualmente se halla a diez millas de la costa: la mar se retira todos los días
de Roseta. La naturaleza da testimonio de su revolución por todas partes, y
si se han perdido algunas estrellas en la inmensidad de los espacios, si la
séptima de las Pléyades ha desaparecido hace mucho tiempo, y si otras se
han perdido de nuestra vista en la Vía láctea, ¿debemos nosotros
sorprendernos de que nuestro pequeño globo experimente continuas
variaciones?
Yo no pretendo asegurar que la mar haya formado o costeado todas las
montañas de la tierra. Las conchas encontradas cerca de las montañas,
pueden haber sido el alojamiento de pequeños testáceos que habitaban los
lagos, y estos lagos, que después han desaparecido por causa de los
terremotos, se han reunido a otros lagos inferiores. Los cuernos de Amnon,
las piedras estrelladas, las lenticulares, las judaicas, las lenguas de víbora,
me han parecido sustancias térreas. Jamás me he atrevido a imaginar que las
lenguas de víbora puedan ser lenguas de perro marino1; y soy del dictamen
de aquel que ha dicho que él estaba tan lejos de creer el que millares de
perros marinos fuesen a depositar sus lenguas en las playas, como el que
millares de mujeres hayan ido a dejar sus conchas veneris. Se ha tenido la
osadía de decir que la mar en la que no se nota el flujo y reflujo, y la que lo
tiene de siete a ocho pies, han formado las montañas de cuatro a cinco
toesas2 de altura; que todo el globo ha sido abrasado, y que quedó como una
bola de vidrio. Estas ideas imaginarias deshonran la física, y una
charlatanería semejante es indigna de la historia.
Guardémonos de mezclar lo dudoso con lo cierto, y lo quimérico con lo
verdadero: bastantes pruebas tenemos sobre las grandes revoluciones del
globo, sin ir a buscar otras nuevas.
La mayor de todas estas revoluciones sería la pérdida de la tierra
atlántica, si acaso era cierto que existía esta parte del mundo. Es probable
que esta tierra no haya sido otra cosa sino la isla de Madeira, descubierta
quizás por los fenicios, los más atrevidos navegantes de la antigüedad,
olvidada después, y en fin otra vez hallada al principio del siglo quince de
nuestra era vulgar.
En fin, parece evidente por los senos de todas las tierras que baña el
Océano, por los golfos formados por las irrupciones de la mar, y por los
archipiélagos sembrados en medio de las aguas, que los dos hemisferios han
perdido más de dos mil leguas de terreno de una parte, y que las han ganado
de otra; pero la mar no ha podido estar durante algunos siglos sobre los
Alpes y sobre los Pirineos: esta es una idea contraria a todas las leyes de la
gravitación y de la hidrostática.

2. De las diferentes razas de los hombres.

Lo que es más interesante para nosotros es la notable diferencia entre las


especies de hombres que pueblan las cuatro partes conocidas de nuestro
mundo.
Sólo puede permitirse a un ciego el dudar que los blancos, los negros,
los albinos, los hotentotes, los lapones, los chinos, y los americanos, sean
razas enteramente diferentes.
No hay ningún viajero instruido que pasando por Leyden no haya visto
la parte del reticulum mucosum de un negro disecado por el célebre Ruysch.
Todo el resto de esta membrana fue transportado por Pedro el grande al
gabinete de historia natural de San Petesburgo. Esta membrana es negra, y
ella es la que comunica a los negros aquel color inherente que ellos no
pierden sino en las enfermedades que pueden rasgar este tejido, y permitir a
la grasa escapada de sus casillas el hacer aparecer manchas blancas sobre la
piel.
Sus ojos redondos, su nariz aplastada, sus labios siempre gruesos, sus
orejas diferentemente configuradas, la lana de su cabeza, y, hasta la medida
de su inteligencia, establecen diferencias prodigiosas entre ellos y los demás
hombres. Lo que demuestra que ellos no tienen esta diferencia por causa del
clima, es que los negros y las negras trasportados a los países los más fríos
siempre producen animales de su especie, y que los mulatos sólo son una
raza bastarda de un negro y una blanca, o de un blanco y una negra.
Los albinos son ciertamente una nación muy particular y poco
numerosa: ellos habitan en el centro del África, y sus pocas fuerzas apenas
les permiten separarse de las cuevas en que viven; sin embargo los negros
cogen algunos, y nosotros se los compramos por curiosidad. Yo he visto
dos, y mil europeos los han visto: pretender que estos albinos sean negros
enanos a quienes una especie de lepra ha blanqueado la piel, es como si se
dijera que los negros son de origen blancos y que la lepra los ha
ennegrecido. Un albino se parece lo mismo a un negro de Guinea como a un
inglés o a un español: su blancura no es la nuestra; les falta el encarnado, y
no tienen ninguna mezcla de blanco y moreno: su color es como el del
lienzo o como el de la cera blanqueada; sus cabellos y sus cejas son como la
seda más hermosa y más fina; sus ojos no se parecen en cosa alguna a los
de los otros hombres, pero tienen mucha semejanza a los ojos de perdiz: se
parecen a los lapones en la talla, y su cabeza es diferente de la de los
individuos de las otras naciones, porque su pelo, sus ojos y sus orejas son
distintos: no tienen de hombre sino la estatura y la facultad de la palabra y
del pensamiento en un grado muy inferior al nuestro. Así son los que yo he
visto y examinado.3
El delantal que la naturaleza ha dado a los cafres, cuya piel floja y suave
cae desde el ombligo hasta los muslos; los pezones negros de las mujeres
samoyedas; las barbas de los hombres de nuestro continente, y la falta de
ellas en los americanos, son todas diferencias tan marcadas que no es
posible dejarse de imaginar que unos y otros son razas diferentes.
Por lo demás, si se pregunta de dónde han salido los americanos, es
necesario preguntar también de dónde han venido los habitantes de las
tierras australes, y ya se ha respondido que la Providencia, que ha puesto los
hombres en la Noruega, los ha hecho nacer igualmente en América, y bajo
el círculo polar meridional, del mismo modo que plantó los árboles y hace
crecer la hierba.
Algunos sabios han sospechado que varias razas de hombres o de
animales que se le asemejan han perecido: los albinos son en tan poco
número, tan débiles,y se hallan tan mal tratados por los negros, que es de
temer que esta especie no subsista muy largo tiempo.
Los autores antiguos han hablado casi todos de los sátiros: yo no veo
que su existencia sea imposible: aun se da muerte en la Calabria a algunos
monstruos dados a luz por las mujeres: no está fuera de prueba el que en los
países cálidos los monos hayan subyugado algunas jóvenes. Herodoto, en el
libro II, dice que durante su viaje en Egipto, hubo una mujer que
comunicaba públicamente con un macho cabrío en la provincia de Mandés,
y pone a todo el Egipto por testigo. En el Levítico está prohibido en el
capítulo XVII, el unirse con los machos cabríos y con las cabras: es
necesario pues que estas reuniones hayan sido frecuentes, y hasta que uno
esté más instruido de este particular, es presumible que de unos amores tan
abominables hayan nacido especies monstruosas; pero si ellas han existido,
no han podido influir sobre el género humano, pareciéndose a los mulos que
no engendrando absolutamente no han podido desnaturalizar las otras razas.
En cuanto a la duración de la vida de los hombres (exceptuando la línea
de los descendientes de Adán consagrada por los libros judíos y tan largo
tiempo desconocida) es verosímil que todas las razas humanas han gozado
de una vida poco más o menos corta que la nuestra; y como los animales,
los árboles y todas las producciones de la naturaleza han tenido siempre una
duración igual, es ridículo el que nosotros queramos exceptuarnos.
Pero es necesario observar que no habiendo proporcionado siempre el
comercio al género humano las producciones y las enfermedades de los
otros climas, y habiendo sido los hombres más robustos y más laboriosos en
la simplicidad de una vida campestre para la cual han nacido, han debido
gozar de una salud más igual y de una vida un poco más larga que la que les
hubiera procurado la holgazanería o los trabajos malsanos de las grandes
ciudades. Es decir, que si en Constantinopla, París o Londres un hombre de
cada cien mil llega a la edad de cien años, es probable que sean veinte por
cada cien mil los que llegarían a dicha edad bajo otro género de vida. Esto
es lo que se ha observado en varios parajes de la América, en donde el
género humano se había conservado en el estado de la pura naturaleza.
La peste y las viruelas que las caravanas comunicaron con el tiempo a
los pueblos del Asia y de la Europa, fueron largo tiempo desconocidas. Así
el género humano en Asia y en los hermosos climas de la Europa se
multiplicaba más fácilmente que en otras partes. Las enfermedades
accidentales y las heridas no se curaban ciertamente como sucede en el día,
pero la ventaja de no estar expuesto a las viruelas y a la peste, compensaba
todos los peligros unidos a nuestra naturaleza; de manera que después de
todo lo dicho, es de creer que el género humano en los climas favorables,
gozaba antes de una vida más sana y más dichosa que la que ha tenido
después del establecimiento da los grandes imperios. Esto no es decir que
los hombres hayan vivido nunca trescientos o cuatrocientos años; éste es un
milagro muy respetable en la Biblia, pero en todo otro lugar es un cuento
absurdo.

3. De la antigüedad de las naciones.

Casi todos los pueblos, pero más particularmente los del Asia, cuentan una
serie de siglos que nos espantan. Esta conformidad entre ellos debe al
menos hacernos examinar si sus ideas sobre esta antigüedad están separadas
de toda verosimilitud.
Para que una nación se haya reunido formando un pueblo, para que sea
poderosa, aguerrida y sabía, es cierto que se necesita un tiempo prodigioso.
Véase la América, en la que no se contaban sino dos reinos cuando fue
descubierta, y en ellos aun no se había inventado el arte de escribir: todo el
resto de este vasto continente estaba dividido en pequeñas sociedades que
aun se conservan, y a quienes las artes están desconocidas. Todas estas
poblaciones vivían en cuevas, se vestían de pieles de animales en los climas
fríos, e iban casi desnudos en los templados; unas se mantenían con la caza,
otras con las raíces que secaban; no buscaban otro género de vida, porque
nunca se desea lo que no se conoce, y su industria no ha podido ir más
adelante que a prevenir las necesidades más importantes y urgentes. Los
samoyedos, los lapones, y los habitantes del norte de la Siberia y los de
Kamchatka están aun más atrasados que los pueblos de la América. La
mayor parte de los negros y todos los cafres viven en la misma estupidez, y
no saldrán de este triste estado en largo tiempo.
Se necesita de un concurso de circunstancias favorables durante algunos
siglos, para que se forme una grande sociedad de hombres, reunidos bajo
unas mismas leyes, y lo mismo es preciso para formar una lengua: los
hombres no articularían si no se les enseñase a pronunciar palabras; sólo
darían gritos confusos y se harían entender por señas. Un niño no habla al
cabo de algún tiempo sino por imitación, y no se haría entender sino con
una grande dificultad si se le dejase pasar sus primeros años sin soltar su
lengua.
Quizás se ha necesitado mas tiempo para que un hombre dotado de un
talento singular, haya formado y enseñado a los demás los primeros
rudimentos de un idioma imperfecto y bárbaro, que el que se ha necesitado
para conseguir el establecimiento de alguna sociedad. Hay naciones enteras
que jamás han podido conseguir el formar un idioma regular, ni pronunciar
distintamente: tales han sido los trogloditas, según lo que refiere Plinio, y
los que habitan hacia el cabo de Buena Esperanza. ¡Qué distancia tan
inmensa de este lenguaje bárbaro al arte de pintar los pensamientos!
El estado salvaje en que se ha hallado largo tiempo el género humano,
debió impedir la multiplicación de la especie en todos los climas. Los
hombres apenas podían satisfacer sus necesidades, y no entendiéndose no
podían tampoco socorrerse. Las bestias carniceras, teniendo más instinto
que ellos, debían cubrir la tierra y devorar una parte de la especie humana.
Los hombres no podían defenderse contra las fieras sino arrojando
piedras y armándose de gruesas ramas de árboles; y de esto es posible que
nazca aquella noción confusa de la antigüedad, de que los primeros héroes
combatían contra los leones y los jabalíes con grandes porras.
Los países más poblados fueron sin duda los climas cálidos, en los que
el hombre encontró un mantenimiento fácil y abundante en los cocos, los
dátiles, los ananás y el arroz que crece sin cultivo. Es presumible que la
India, la China, las orillas del Éufrates y del Tigris estuviesen pobladas
cuando las otras regiones estaban casi desiertas. En nuestros climas
septentrionales, al contrario, era mucho mas fácil el encontrar una compañía
de lobos que una sociedad de hombres.
4. Del conocimiento del alma.

¿Qué noción habrán tenido del alma todos los primeros pueblos? La misma
que tienen nuestras gentes del campo antes de conocer el catecismo, y aun
después de haberlo conocido. Ellos sólo adquieren una idea confusa, sobre
la cual ni aun reflexionan jamás. La naturaleza ha sido demasiado piadosa
con ellos no haciéndolos metafísicos: esta naturaleza es siempre y por todas
partes la misma. Ella hizo sentir a las primeras sociedades que había algún
ser superior al hombre, cuando experimentaban algunos males
extraordinarios. Ella les hizo sentir también que el hombre tiene en sí
alguna cosa que obra y que piensa. Las sociedades no distinguían
absolutamente entre esta facultad y la de la vida, y la palabra alma significó
siempre la vida, en todas las naciones, sea entre los sirios, los caldeos, los
egipcios, los griegos, sea en fin entre aquellos que vinieron a establecerse
en una parte de la Fenicia.
¿Por qué grados se habrá podido llegar a imaginar en nuestro ser físico
otro ser metafísico? Ciertamente los hombres ocupados únicamente de sus
necesidades, no sabían bastante para engañarse como filosóficos.
En la sucesión de los tiempos, las sociedades un poco ilustradas, en las
cuales sólo un pequeño número de hombres podía tener lugar de
reflexionar, pudo haber sucedido que un hombre sensiblemente penetrado
de la muerte de su padre, de su hermano, o de su mujer, hubiese visto en
sueños a la persona que causaba su dolor: dos o tres sueños de esta
naturaleza habrán inquietado a todo un pueblo. Hete un muerto que se
aparece a los vivos; y sin embargo este muerto comido de gusanos se halla
siempre en el mismo lugar: es pues alguna cosa que hay en él, que anda por
los aires; es pues su alma, su sombra, es una ligera figura del mismo
muerto. Tal es el modo de pensar natural de la ignorancia que empieza a
raciocinar. Esta opinión es la de todos los primeros tiempos conocidos y
debe ser por consiguiente la de los tiempos ignorados. La idea de un ser
puramente inmaterial no pudo presentarse a los entendimientos que no
conocen sino la materia. Han sido necesarios herreros, carpinteros, albañiles
y labradores, antes que se hallase un hombre que tuviese tiempo para poder
meditar. Todas las obras de mano han precedido sin duda alguna muchos
siglos a la metafísica.
Notemos de paso que en la edad media de la Grecia, en tiempo de
Homero, el alma no era otra cosa sino una imagen aérea del cuerpo. Ulises
ve sombras en los infiernos: ¿pueden verse los espíritus puros?
Nosotros examinaremos en seguida como los griegos tomaron de los
egipcios la idea de los infiernos y de la apoteosis de los muertos, y como
creyeron del mismo modo que otros pueblos, una segunda vida sin
sospechar la espiritualidad del alma. Al contrario, ellos no podían imaginar
que un ser sin cuerpo pudiese experimentar el bien y el mal, y yo no sé si
Platón fue el primero que habló de un ser puramente espiritual. Esto fue
quizá uno de los mas grandes esfuerzos de la inteligencia humana. Aun la
espiritualidad de Platón está muy disputada y la mayor parte de los padres
de la Iglesia admitieron un alma corporal sin embargo de ser platonianos;
pero nosotros no estamos en estos tiempos tan atrasados, y no consideramos
el mundo sino como hallándose aun en un estado informe y apenas
desbastado.

5. De la religión de los primeros hombres.

Cuando pasados un gran número de siglos se establecieron algunas


sociedades, es creíble que tuvieron alguna religión y alguna especie culto
grosero. Ocupados entonces los hombres solamente en cuidar de su
existencia, no podían ascender hasta el autor de su vida, no podían conocer
las relaciones de todas las partes del universo, sus medios y sus
innumerables fines, que anuncian a los sabios un arquitecto eterno.
El conocimiento de un Dios criador, remunerador y vengador, es el fruto
de una razón cultivada.
Todos los pueblos fueron pues durante algunas siglos, lo que son
actualmente los habitantes de varias costas meridionales del África, de
algunas islas y de la mitad de las Américas. Estos pueblos no tienen la
menor idea de un Dios único que todo lo ha criado, que está presente en
todas partes y existente por sí mismo en la eternidad; no obstante esto, no
pueden llamarse ateos en el sentido ordinario, porque ellos no niegan de
modo alguno la existencia del ser supremo; no la conocen y no tienen
ninguna idea del creador. Los cafres toman por protector un insecto, los
negros una serpiente; los americanos, unos adoran la luna, otros un árbol, y
muchos no tienen absolutamente ningún culto.
Los habitantes del Perú adoraban el sol. Es presumible que Manco
Capac les había hecho creer que él era el hijo de este astro, o que su razón
puesta ya en ejercicio les había anunciado que ellos debían algún
reconocimiento al astro que animaba a la naturaleza.
Para saber el modo como se establecieron todos estos cultos o todas
estas supersticiones, me parece que es necesario seguir la marcha del
espíritu humano abandonado a sí mismo. Una sociedad de hombres casi
salvajes, ve perecer los frutos que la alimentan; una inundación destruye
algunas chozas; el rayo quema otras. ¿Quién les ha hecho este mal? No ha
podido ser ninguno de sus compañeros, porque todos han sufrido
igualmente: es pues algún poder secreto; él los ha maltratado, es necesario
pues apaciguar su cólera ¿Cómo conseguirlo? Sirviéndole como se sirve a
aquellos a quienes se desea agradar haciéndole pequeños presentes. En las
cercanías hay una serpiente, quizás será esta serpiente: se le ofrecerá leche
cerca de la caverna adonde se recoge; desde entonces se hace sagrada, y se
le invoca cuando sucede una guerra contra un pueblo vecino, que por su
parte ha escogido otro protector.
Otras pequeñas sociedades se encuentran en el mismo caso; pero no
teniendo ningún objeto que fije su temor o su adoración, llamarán en
general al ser que ellas suponen haberles causado el mal, el Amo, el Señor,
el Jefe, el Dominante.
Siendo esta idea más conforme que las otras a una razón que empieza a
desenvolverse, que crece y se fortifica con el tiempo, se fija en las cabezas
cuando la nación se ha hecho más numerosa. Así vemos que muchas
naciones no han tenido otro Dios que el Amo, el Señor. Este era Adonai
entre los fenicios, Baal, Melkom, Adam, Sadai entre los pueblos de la Siria.
Todos estos nombres sólo significan el Señor, el Poderoso.
Cada estado tuvo pues con el tiempo su divinidad tutelar, sin saber de
modo alguno lo que era un Dios, y sin poder imaginar que el pueblo vecino
no tuviese igualmente un protector verdadero. Porque ¿cómo pensar que
cuando se tenía un Señor no le tuviesen también los otros? Se trata
solamente de saber cual de tantos Amós, Señores y dioses vencería cuando
las naciones pelearan las unas contra las otras.
Esto fue sin duda el origen de la opinión tan general y tan largo tiempo
extendida, de que cada pueblo estaba realmente protegido por la divinidad
que él había elegido. Esta idea se fijó de tal modo en los hombres, que en
tiempos muy posteriores veis que Homero hace combatir a los dioses de los
griegos, sin dejar sospechar, en ningún paraje, el que esto sea una cosa
extraordinaria y nueva. Veis también a Jefté entre los judíos, que dice a los
ammonitas: «¿No poseéis vosotros de derecho lo que vuestro señor Chamos
os ha dado? Sufrid pues que nosotros poseamos la tierra que nuestro señor
Adonai nos ha prometido.»
Otro pasaje no menos fuerte es el de Jeremías, cap. 49, ver. 1, en donde
dice «¿Qué razón ha tenido el señor Melkom para apoderarse del país de
Gad?» Es evidente, por estas expresiones, que los judíos aunque servidores
de Adonai reconocían no obstante al señor Melkom y al señor Chamos.
En el primer capítulo de los Jueces encontraréis que «el Dios de Judá se
apoderó de las montañas, pero que él no pudo vencer en los valles.» Y en el
tercer libro de los Reyes hallaréis que los sirios tenían establecida la
opinión de que el dios de los judíos no era sino el dios de las montañas.
Aun hay más: nada fue más general que el adoptar los dioses
extranjeros. Los griegos reconocieron los de los egipcios: yo no digo el
buey Apis y el perro Anubis, y sí Amón y los doce grandes dioses. Los
romanos adoraron todos los dioses de los griegos. Jeremías, Amós y san
Esteban, nos aseguran que en el desierto, durante cuarenta años, los judíos
no reconocieron sino Moloc, Remphan o Kium4; que ellos no hicieron
ningún sacrificio ni presentaron ninguna ofrenda al dios Adonai que
adoraron después. Es cierto que el Pentateuco no habla sino del becerro de
oro, del que ningún profeta hace mención; pero no es aquí el lugar de poner
en claro esta grande dificultad; basta el reverenciar igualmente a Moisés,
Jeremías, Amós y san Esteban, que parecen contradecirse, y que los
teólogos concilian.
Lo que yo observo solamente, es que exceptuando los tiempos de guerra
y de fanatismo sanguinario, que apagan todo sentimiento de humanidad; y
que hacen de las costumbres, las leyes y la religión de un pueblo, el objeto
de horror de otro pueblo; todas las naciones hallaron muy conveniente que
sus vecinos tuviesen sus dioses particulares y que ellas imitasen con
frecuencia el culto y las ceremonias de los extranjeros.
Aun los judíos, a pesar de su horror por el resto de los hombres, que
creció con el tiempo, imitaron la circuncisión de los árabes y de los
egipcios, establecieron como estos últimos la distinción de las carnes,
tomaron de ellos las oblaciones, las procesiones, las danzas sagradas, el
macho cabrio Hazazel, la vaca roja. Adoraron a menudo el Baal, el
Belphegor de otros vecinos: tanto la naturaleza y las costumbres son casi
siempre mas poderosas que las leyes, sobre todo cuando estas no están
generalmente conocidas por el pueblo. Así Jacob nieto de Abraham, no tuvo
ninguna dificultad en casarse con dos hermanas que eran lo que nosotros
llamamos idólatras, e hijas de un padre idólatra. Moisés mismo, se casó con
la hija de un sacerdote madianita idólatra. Abraham era hijo de un idólatra
de la tribu idólatra de Dan.
Estos mismos judíos que mucho tiempo después gritaron tanto contra
los extranjeros, llamaron en sus libros sagrados al idólatra Nabucodonosor
el ungido del Señor, al idólatra Ciro, también el ungido del Señor. Uno de
sus profetas fue enviado a la idólatra Nínive. Eliseo permitió al idólatra
Naamon de ir al templo de Remnon: pero no anticipemos cosa alguna;
nosotros sabemos muy bien que los hombres se contradicen siempre en sus
costumbres y en sus leyes. No salgamos ahora del asunto que tratamos, y
continuemos en ver como se establecieron diversas religiones.
Los pueblos más civilizados del Asia de este lado del Éufrates adoraron
los astros. Los caldeos antes del primer Zoroastro rendían culto al sol como
hicieron después los peruanos en otro hemisferio: es necesario pues que este
error sea muy natural al hombre, cuando tiene tantos secuaces en el Asia y
en América. Una pequeña nación medio salvaje sólo tiene un protector; ¿se
hace más numerosa? Entonces aumenta el número de sus dioses. Los
egipcios empezaron por adorar a Isheth o Isis, y acabaron por adorar a los
patos. Los primeros homenajes de los romanos rústicos fueron dedicados a
Marte; los de los romanos señores del mundo, fueron a la diosa del acto del
matrimonio y al dios de las letrinas5. Sin embargo, Cicerón y todos los
filósofos, y todos los iniciados reconocían un Dios supremo y todo
poderoso. Ellos habían llegado por medio de su razón, al punto del cual los
hombres salvajes habían salido por instinto.
Las apoteosis no podían haber sido imaginadas sino mucho después de
los primeros cultos. No es natural principiar haciendo un dios de un hombre
que nosotros hemos visto nacer como nosotros, sufrir como nosotros los
trabajos, las miserias de la vida humana, las necesidades humillantes, morir,
y ser pasto de los gusanos. Pero esto fue lo que sucedió en casi todas las
naciones, después de las revoluciones de algunos siglos.
Un hombre que había hecho grandes cosas, que había hecho servicios al
género humano, no podía ciertamente ser mirado como un dios por aquellos
que le habían visto temblar cuando tenía calentura, y que estaba sujeto a las
necesidades corporales; pero los entusiastas se persuadieron que teniendo
calidades eminentes él las tenía de un dios: por esto los dioses hicieron hijos
por todas partes, porque sin contar los sueños de tantos pueblos que
precedieron a los griegos; Baco, Perseo, Cástor, Pólux fueron hijos de dios;
Rómulo fue hijo de dios; Alejandro fue hijo de dios en Egipto: un cierto
Odino en las naciones del Norte, hijo de dios; Manco Capac hijo del sol en
el Perú. El historiador de los mogoles Abulgazi, refiere que una de las
abuelas de Gengis, llamada Alanku, siendo joven, quedó embarazada de un
rayo celeste. El mismo Gengis fue tenido por hijo de dios; y cuando el papa
Inocencio IV, envió al hermano Anselmo a Batukan, nieto de Gengis, no
pudiendo este fraile ser presentado sino a uno de los visires, les dijo que él
venía de la parte del vicario de Dios. El ministro respondió: «¿Ignora este
vicario que él debe homenajes y tributos al hijo de dios, al grande Balukan
su señor?»
De un hijo de dios a un dios, no hay una grande distancia entre los
hombres, siempre amantes de lo maravilloso: no se necesitan sino dos o tres
generaciones para hacer disfrutar al hijo del dominio de su padre: por esto
se levantaron templos a todos aquellos que se supusieron ser nacidos de un
comercio sobrenatural de la divinidad, con nuestras mujeres y con nuestras
hijas.
Se podrían escribir volúmenes sobre este asunto, pero todos se reducen
a dos palabras: a saber, que la mayoría del género humano ha sido y será
largo tiempo insensata e incapaz, y que es posible que los más majaderos
hayan sido aquellos que han querido hallar un fundamento a estas fábulas
absurdas y usar de la razón en la locura.

6. De los usos y de los sentimientos comunes a casi todas las


naciones antiguas.
La naturaleza siendo por todas partes la misma, los hombres han debido
adoptar necesariamente las mismas verdades y los mismos errores, en las
cosas que convienen más con sus sentidos y que chocan más fuertemente su
imaginación. Todos han debido atribuir el ruido y los efectos del rayo, al
poder de un ser superior, habitante de los aires; los pueblos vecinos del
Océano viendo que las grandes mareas inundaban sus playas en el
plenilunio, han debido creer que la luna era causa de todo lo que sucedía en
el mundo, durante el tiempo de sus diferentes cuartos.
En las ceremonias religiosas casi todos se volvieron hacia el oriente, no
pensando en que no hay allí ni oriente ni occidente, y tributando toda
especie de homenaje al sol que aparecía a su vista.
Entre los animales, la serpiente debió parecerles de una inteligencia
superior, porque viéndole mudar algunas veces su piel, ellos debieron creer
que se rejuvenecía: podía pues cambiando de piel mantenerse siempre en su
juventud; ella era por consiguiente inmortal. Así fue en Egipto y en Grecia
el símbolo de la inmortalidad. Las grandes serpientes que se hallaban cerca
de las fuentes, impedían a los hombres tímidos de acercarse a ellas: se
pensó luego que estas serpientes guardaban algunos tesoros. Por esto una
serpiente guardaba las manzanas de oro hespérides, otra estaba vigilante al
rededor del toisón de oro; y en los misterios de Baco se llevaba la imagen
de la serpiente que parecía guardar un racimo de oro.
La serpiente pasaba pues por el más hábil de todos los animales, y de
esto nació aquella antigua fábula indiana de que habiendo Dios criado al
hombre, le dio una droga que le aseguraba una vida sana y larga; que el
hombre cargó a su asno con este presente divino, pero que en el camino,
teniendo el asno sed, la serpiente le enseñó una fuente y tomó la droga para
sí, mientras el asno bebía; de suerte que el hombre perdió la inmortalidad
por su negligencia y la serpiente la adquirió por su destreza. De aquí se
siguieron en fin tantos cuentos de asnos y de serpientes.
Estas serpientes cansaban daño, pero como tenían alguna cosa de
divino, sólo un dios hubiera podido enseñar a destruirlas. Por esto la
serpiente Pitón fue muerta por Apolo. Por esto la grande serpiente Ofiona
hizo la guerra a los dioses mucho tiempo antes que los griegos hubiesen
forjado su Apolo. Un fragmento de Ferecida prueba que esta fábula de la
grande serpiente enemiga de los dioses, era una de las antiguas de la
Fenicia. Y cien siglos antes de Ferecida, los primeros bracmanes habían
imaginado que Dios envió un día sobre la tierra una grande culebra que
engendró diez mil culebras, la cuales fueron otros tantos pecados en los
corazones de los hombres.
Nosotros ya hemos visto que los sueños debieron introducir la misma
superstición en toda la tierra. Ya estoy inquieto hallándome despierto por
causa de la falta de salud de mi mujer o de mi hijo, los veo moribundos
durante el sueño, mueren algunos días después, y ya no es dudoso que los
dioses me han enviado este sueño verdadero. ¿Mi sueño no se ha cumplido?
Es un sueño engañoso que los dioses me han enviado. Así, en Homero,
Júpiter envía un sueño engañoso a Agamenón, jefe de los griegos, y en el
tercer libro de los Reyes, cap. XXII, el Dios que conduce a los judíos, envía
un espíritu maligno para mentir en la boca de los profetas y para engañar al
rey Acab.
Todos los sueños, verdaderos o falsos, vienen del cielo. Del mismo
modo se establecen los oráculos por toda la tierra.
Una mujer viene a preguntar a los adivinos si su marido morirá durante
aquel año. Uno le responde que sí, y el otro le responde que no: es cierto
que uno de los dos tendrá razón. Si el marido vive, la mujer guarda silencio;
si muere grita por toda la ciudad que el adivino que ha predicho su muerte
es un profeta divino. Se encuentran luego hombres en todos los países que
predicen el porvenir y que descubren las cosas más ocultas. Estos hombres
se llaman en Egipto profetas como expresa Manetón con relación a lo que
dice Josefo en su discurso contra Apión.
Había profetas en Caldea y en Siria: cada templo tuvo sus oráculos. Los
de Apolo obtuvieron tan grande crédito, que Rollin, en su historia antigua,
repite los oráculos dados por Apolo a Cresco. El dios adivina que el rey
hace cocer una tortuga en una cacerola de cobre, y le asegura que su reino
acabará cuando un macho esté sobre el trono de los persas. Rollin no
examina si estas predicciones dignas de Nostradamus han sido hechas a
golpe seguro; él no duda de la ciencia de los sacerdotes de Apolo y cree que
Dios permitía que Apolo dijese verdad. Esto sería regularmente para
confirmar a los paganos en su religión.
Una cuestión más filosófica, en la cual todas las grandes naciones
civilizadas, desde la India hasta la Grecia, han estado acordes, es el origen
del bien y del mal.
Los primeros teólogos de todas las naciones debieron hacer la pregunta
que todos nosotros hacemos desde la edad de quince años: ¿Por qué hay
mal sobre la tierra?
Se enseñó en la India que Adimo, hijo de Brahma, produjo los hombres
justos por el lado derecho del ombligo y los injustos por el lado izquierdo, y
que es de este lado izquierdo que vino el mal moral y el mal físico. Los
egipcios tuvieron su Tifón que fue el enemigo de Osiris. Los persas
imaginaron que Orimán agujereó el huevo que había puesto Oromasa, y que
hizo entrar allí al pecado. Se conoce la Pandora de los griegos; es la más
hermosa de las alegorías que nos ha trasmitido la antigüedad.
La alegoría de Job fue ciertamente escrita en árabe, porque las
traducciones hebrea y griega han conservado siempre palabras árabes. Este
libro que es de una remota antigüedad, representa al Satanás, que es el
Arimán de los persas y el Tifón de los egipcios, paseándose por toda la
tierra, y pidiendo permiso al Señor para afligir a Job. Satanás parecía
subordinado al Señor; pero resulta que. Satanás es un ser muy poderoso,
capaz de enviar enfermedades sobre la tierra, y de matar a los animales.
Se halla en sustancia, que muchos pueblos sin saberlo estaban acordes
sobre la creencia de dos principios, y que el universo conocido entonces,
era en algún modo maniqueo. Todos los pueblos debieron admitir las
expiaciones, porque ¿en dónde se encontraba el hombre que no hubiese
cometido grandes faltas contra la sociedad? ¿Y en dónde estaba el hombre a
quien el instinto de la razón no le hiciese sentir los remordimientos? El agua
lavaba las manchas del cuerpo y de los vestidos, el fuego purificaba los
metales; era pues necesario que el agua y el fuego purificasen las almas. Por
esto no hubo ningún templo sin aguas y sin fuego saludables.
Los hombres se zambulleron en el Ganges, en el Indo, en el Éufrates, en
las ocasiones de las lunas nuevas y en los eclipses. Esta inmersión expiaba
los pecados. Si no se purificaban en el Nilo era porque los cocodrilos
hubieran devorado a los penitentes; pero los sacerdotes que se purificaban
por el pueblo, se metían en grandes cubas y bañaban allí a los criminales
que iban a pedir perdón a los dioses.
Los griegos tuvieron en todos sus templos los baños sagrados, del
mismo modo que los fuegos sagrados, símbolos universales entre todos los
hombres de la pureza de sus almas. En fin, las supersticiones parecían
establecidas en todas las naciones, exceptuando a los letrados de la China
7. De los salvajes.

¿Entendéis vosotros por salvajes los rústicos que viven en chozas con sus
hembras y algunos animales, expuestos sin cesar a todas las intemperies de
las estaciones, no conociendo sino la tierra que los sustenta y el mercado a
que van algunas veces a vender sus frutos para comprar algunos vestidos
groseros; hablando una jerigonza que no se entiende en las ciudades,
teniendo pocas ideas y por consiguiente pocas expresiones, sometidos sin
saber porqué a un hombre de letras a quien llevan todos los años la mitad de
lo que han ganado con el sudor de su rostro, juntándose en ciertos días en
una especie de granja para celebrar ceremonias de las que no comprenden
cosa alguna; escuchando a un hombre vestido de una manera diferente que
ellos, y que tampoco entienden lo que dice; dejando alguna vez sus chozas
cuando se bate la caja y enganchándose para ir a hacerse matar en una tierra
extranjera y a matar a sus semejantes por la cuarta parte de lo que podían
ganar en sus casas continuando sus trabajos? De esta especie de salvajes los
hay en toda la Europa: es necesario convenir sobre todo, que todos los
pueblos del Canadá y los cafres que hemos querido llamar salvajes son
infinitamente superiores a los nuestros. Los hurones, los algonquinos, los
iliones, los cafres y los hotentotes tienen el arte de fabricar ellos mismos
aquello de que tienen necesidad, y este arte falta a nuestros rústicos. Las
naciones de la América y del África son libres y nuestros salvajes no tienen
ni aun la idea de la libertad.
Los pretendidos salvajes de la América son soberanos que reciben
embajadores de nuestras colonias, trasplantadas cerca de sus territorios por
la avaricia y por la ligereza. Ellos conocen el honor, de cuyo sentimiento no
han oído hablar jamás nuestros salvajes de Europa. Tienen una patria, la
aman y la defienden: hacen tratados, se baten con valor y hablan
comúnmente con una energía heroica. ¿Hay una respuesta más hermosa en
los grandes hombres de Plutarco como la que dio el jefe de los habitantes
del Canadá, a quien una nación Europea propuso que le cediera su
patrimonio? «Nosotros, dijo, hemos nacido sobre esta tierra, nuestros
padres están sepultados en ella. ¿Diremos a los huesos de nuestros padres:
levantaos y venid con nosotros a una tierra extranjera?»
Estos canadienses eran espartanos, en comparación de nuestros rústicos
que vegetan en nuestros lugares y de los sibaritas que se enervan en
nuestras ciudades.
¿Entendéis vosotros por salvajes los animales de dos pies, andando
sobre sus manos cuando les es preciso, aislados y errantes en los bosques,
salvatici, salvaggi; acoplándose a la suerte, olvidando a las mujeres con que
se han unido, no reconociendo a sus hijos, ni a sus padres; viviendo como
brutos, y sin tener ni el instinto ni los recursos de los brutos? Se ha escrito
que este estado era el verdadero estado del hombre y que nosotros no hemos
hecho sino degenerar miserablemente después que lo hemos dejado. Yo no
creo que la vida solitaria atribuida a nuestros padres exista en la naturaleza
humana.
Nosotros nos hallamos, si no me engaño, en la primera línea (si es
permitido decirlo) de los animales que viven reunidos, como las abejas, las
hormigas, los castores, los gansos, las gallinas, los carneros, etc. ¿Si se
encuentra una abeja errante deberá decirse por esto que se halla en el estado
de la pura naturaleza, y que las que trabajan en sociedad en la colmena han
degenerado?
¿No tiene todo animal su instinto irresistible al cual obedece
necesariamente? ¿Qué es este instinto? El arreglo de los órganos cuyo juego
se despliega con el tiempo. Este instinto no puede desenvolverse desde
luego, porque los órganos no han adquirido su plenitud.6
¿No vemos nosotros en efecto que todos los animales del mismo modo
que los demás seres cumplen inviolablemente la ley que la naturaleza ha
dado a su especie? El pájaro hace su nido como los astros siguen su marcha,
por un principio que nunca cambia. ¿Cómo el hombre solo habrá
cambiado? Si hubiese sido destinado a vivir solitario como los otros
animales carniceros, ¿hubiera podido oponerse a la ley de la naturaleza
hasta el punto de vivir en sociedad? Y si estaba criado para vivir en
compañía como los animales de los corrales y otros varios, ¿hubiera podido
al principio pervertir su destino y vivir durante siglos como solitario? Él es
capaz de perfeccionarse y de esto se ha concluido, que se ha pervertido.
¿Por qué no se dice que se ha perfeccionado hasta el punto en que la
naturaleza ha señalado los limites de su perfección?
Todos los hombres viven en sociedad: ¿puede inferirse que ellos no han
vivido en este estado otras veces? ¿No es esto lo mismo que si se dijera que
si los toros tienen actualmente cuernos, es porque no los han tenido
siempre?
El hombre en general ha sido siempre lo que es ahora. Esto no quiere
decir que siempre ha tenido hermosas ciudades, cañones de a veinte y
cuatro, óperas cómicas y conventos de monjas; pero ha tenido siempre el
mismo instinto que le inclina a amarse a sí mismo, en la compañera de sus
placeres, en sus hijos, en sus nietos, y en las obras de sus manos.
Ved lo que jamás cambia de un extremo a otro del universo. El
fundamento de la sociedad existe siempre, luego siempre ha habido alguna
sociedad y nosotros no hemos sido formados para vivir como los osos.
Se han encontrado varias veces algunos niños perdidos en los bosques,
y viviendo como los brutos; pero también se han encontrado carneros, y
gansos, y esto no prueba que los carneros y los gansos no estén destinados a
vivir reunidos.
En la India hay faquires que viven solos y cargados de cadenas: es
cierto, pero ellos viven de este modo a fin de que las gentes que los ven y
los admiren les hagan limosna. Ellos hacen por un fanatismo lleno de
vanidad, lo que ejecutan nuestros mendigos en los caminos reales, que se
estropean para atraer la compasión. Estos excrementos de la sociedad
humana, son solamente pruebas del abuso que puede hacerse de esta misma
sociedad.
Es verosímil que el hombre ha sido agreste durante millares de siglos,
como lo son aun hoy día infinidad de paisanos; pero el hombre no ha
podido vivir como el tejón y las liebres.
¿Por qué ley, por qué secretos y por qué instinto habrá vivido el hombre
siempre en familia, sin el socorro de las artes y sin haber formado un
idioma? Es por su propia naturaleza, por el gusto que le lleva a unirse con
una mujer; es por el cariño que siente un morlaco, un islandés, un lapón, un
hotentote por su compañera, cuando creciendo su vientre le da esperanza de
ver nacer de su sangre un ser a su semejanza; es por la necesidad que tienen
uno del otro este hombre y esta mujer, por el amor que la naturaleza les
inspira por su niño, desde luego que nace, por la autoridad que la naturaleza
les da sobre él, por la costumbre de amarle, por la que contrae este niño de
obedecer a su padre y a su madre, por los socorros que recibe desde que
tiene cinco o seis años, por los nuevos hijos que hacen este hombre y esta
mujer; es en fin porque en una edad avanzada ellos ven con placer a sus
hijos y a sus hijas hacer reunidos otros hijos que tienen el mismo instinto
que sus padres y sus madres.
Todos estos son un conjunto de hombres bien groseros, yo lo confieso;
¿pero se creerá que los carboneros de los bosques de la Alemania, los
habitantes del norte, y cien pueblos del África, vivan actualmente de una
manera muy diferente?
¿Qué lengua hablarán estas familias salvajes y bárbaras? Ellas estarán,
sin duda, muy largo tiempo sin hablar ninguna lengua. Y se entenderán muy
bien por medio de gritos y de gestos. Todas las naciones han sido
igualmente salvajes, entendiendo esta palabra en el sentido que queda
explicado; es decir, que durante largo tiempo habrá habido familias errantes
en los bosques, disputando su mantenimiento a los otros animales,
armándose contra ellos con piedras y gruesas ramas de árboles,
manteniéndose con legumbres salvajes, con frutos de toda especie y en fin
de los animales.
En los hombres hay un instinto o principio de mecánica al que nosotros
vemos producir todos los días muy grandes efectos en hombres muy
groseros. Se ven máquinas inventadas por los habitantes de las montañas
del Tirol y de los Vosgos, que admiran a los sabios. El paisano ignorante
hace remover en todas partes un grande fardo por medio de una palanca sin
dudar que la fuerza, causando el equilibrio, es al peso, como la distancia del
punto de apoyo a la distancia de este mismo punto de apoyo a la fuerza. Si
hubiera sido necesario que este conocimiento hubiese precedido al uso de
las palancas, ¿cuántos siglos habrían pasado antes que se hubiera podido
mover de su lugar una gruesa piedra? Proponed a los jóvenes el saltar un
foso; todos tomarán maquinalmente la precaución de retirarse un poco hacia
atrás, y correrán después: seguramente ellos no saben que, en este caso, su
fuerza es el producto de su masa multiplicada por su velocidad.
Queda pues probado que la naturaleza sola nos inspira ideas útiles que
preceden a todas nuestras reflexiones, y lo mismo sucede en la moral. Todos
nosotros tenemos dos sentimientos que son el fundamento de la sociedad: la
conmiseración y la justicia; que un joven vea destrozar a su semejante, él
experimentará súbitas angustias, las demostrará por sus gritos y por sus
lágrimas, y si él puede, socorrerá al que padece.
Preguntad a un niño sin educación, que empiece a hablar y a raciocinar,
si el grano que un hombre ha sembrado en su campo le pertenece, y si el
ladrón que ha dado muerte al dueño tiene un derecho legítimo sobre este
grano; veréis que el niño responderá como todos los legisladores de la
tierra.
Dios nos ha dado un principio de razón universal, como ha dado plumas
a los pájaros y pieles a los osos; y éste principio es tan constante que
subsiste a pesar de todas las pasiones que le combaten; a pesar de los
tiranos que quieren ahogarle en la sangre, a pesar de los impostores que
quieren aniquilarle con la superstición. Esto es lo que hace que el pueblo
más grosero juzgue muy bien con el tiempo de las leyes que le gobiernan,
porque él siente y conoce si estas leyes son conformes o contrarias a los
principios de conmiseración y de justicia que existen en su corazón.
Pero antes de llegar a formar una sociedad numerosa, un pueblo, o una
nación, se necesita un idioma y esto es lo más difícil. Sin el don de la
imitación jamás se hubiera conseguido. Se habrá empezado por gritos que
habrán indicado las primeras necesidades; después, los hombres más
ingeniosos, nacidos con los órganos más flexibles, habrán formado algunas
articulaciones, que sus hijos habrán repetido: las madres principalmente
habrán soltado sus lenguas las primeras. Todo idioma en sus principios se
habrá compuesto de monosílabos, como los más fáciles a formar y a retener.
Nosotros vemos efectivamente que las naciones más antiguas, que han
conservado alguna cosa de su primer lenguaje, explican aun por
monosílabos las cosas más familiares y que son más comprensibles a
nuestros sentidos: casi todo el idioma chino está fundado hoy día en
monosílabos.
Consultad el antiguo tudesco y todas las lenguas del norte; apenas
hallaréis una cosa necesaria común explicada por más de una articulación.
Todo es monosílabo. Zon el sol; Moun la luna, Zé la mar, Flus el río, Man el
hombre, Kof la cabeza, Broum un árbol, Drink beber, March andar, Shlaf
dormir, etc.
Con esta brevedad se explicaban en los bosques de los galos, en la
Germania y en todo el septentrión. Los griegos y los romanos no tuvieron
palabras compuestas sino muy largo tiempo después de haberse reunido en
cuerpo de pueblo.
¿Pero por qué medio sagaz habremos podido señalar las diferencias de
los tiempos? ¿Cómo habremos podido explicar las diferencias de yo
quisiera, yo hubiera querido; las cosas positivas y las cosas condicionales?
No ha sido sino en las naciones ya más civilizadas que se ha
conseguido, con el tiempo, el hacer sensible por medio de palabras
compuestas las operaciones secretas del espíritu humano. Por esto se ve que
entre los bárbaros no hay sino dos o tres tiempos. Los hebreos no
manifestaban sino el presente y el futuro. La lengua franca tan extendida en
las escalas de Levante está aun reducida a esta indigencia. En fin, a pesar de
todos los esfuerzos de los hombres, no hay ningún idioma que se acerque a
la perfección.

8. De la América.

¿Es posible que aun se pregunte de dónde han venido los hombres que han
poblado la América? La misma pregunta debe hacerse sobre las naciones de
las tierras australes. Ellas están mucho más lejos del puerto de donde salió
Cristóbal Colón que lo están las islas Antillas. En todas las tierras
habitables se han hallado hombres y animales; ¿quién los ha puesto? Ya se
ha dicho; aquel que hace crecer la hierba de los campos, y tanto debe
admirar el encontrar hombres en América como el encontrar moscas.
Es bastante gracioso que el jesuita Lafitau pretenda, en su prólogo de la
historia de los salvajes americanos, que sólo los ateos pueden decir que
Dios ha criado a los habitantes de la América.
Aun en el día se graban cartas del antiguo mundo en las cuales la
América aparece bajo el nombre de isla Atlántica. Las islas de Cabo Verde
se hallan en ellas bajo el nombre de Gorgadas; las caribes bajo el de
Hespérides. Todo esto no está fundado no obstante, sino sobre la antigua
descubierta de las islas Canarias, y probablemente de la de Madera adonde
los fenicios y los cartagineses viajaban. Estas islas tocan casi al África, y es
posible que estuviesen menos alejadas en tiempos antiguos que lo están
actualmente.
Dejemos al padre Lafitau el hacer venir a los caribes del pueblo de
Caria, a causa de la conformidad del nombre, y principalmente porque las
mujeres caribes hacían la cocina a sus maridos, del mismo modo que las
mujeres carienes; dejémosle suponer que los caribes no nacen colorados, y
las negras no nacen negras, sino por causa de la costumbre de sus primeros
padres de pintarse de negro o de rojo.
Sucedió, dice, que las negras viendo a sus maridos teñidos de negro, su
imaginación se afectó tanto, que su raza se resintió de ello para siempre. Lo
mismo sucedió a las mujeres caribes, que también por su fuerza de
imaginación parieron los hijos colorados. Refiere el ejemplo de las ovejas
de Jacob que nacieron pintarrajadas, por el cuidado que tuvo el patriarca de
poner a su vista unas ramas que tenían quitada la mitad de la corteza: estas
ramas que parecían de dos colores los dieron también a los corderos del
patriarca. Pero el jesuita debía saber que todo lo que sucedía en tiempo de
Jacob no acontece actualmente.
Si se hubiese preguntado al yerno de Labán por qué las ovejas, viendo
siempre la hierba, no paren los corderos verdes, se hubiera hallado un poco
embarazado para responder.
En fin Lafitau hace venir a los americanos de los griegos: ved sus
razones. Los griegos tenían fábulas, algunos americanos las tienen también.
Los primeros griegos iban a la caza, los americanos también van. Los
primeros griegos tenían oráculos, los americanos tienen hechiceros. Se
bailaba en las fiestas de la Grecia, se baila en América. Es preciso confesar
que estas razones son convincentes.
Se puede hacer una reflexión sobre las naciones del nuevo mundo que el
padre Lafitau no ha hecho; es que los pueblos alejados de los trópicos han
sido siempre invencibles, y que los más inmediatos casi todos han estado
sometidos a soberanos. Lo mismo sucedió durante largo tiempo en nuestro
continente; pero no se ha visto que los pueblos del Canadá hayan ido nunca
a subyugar el Méjico, como los tártaros se extendieron en el Asia y en la
Europa. Parece que los habitantes del Canadá no fueron jamás tan
numerosos como era necesario para enviar colonias a otras partes.
En general la América no ha podido nunca ser tan poblada como la
Europa y el Asia: está cubierta de lagunas inmensas que hacen el aire
malsano; el terreno produce un número prodigioso de venenos; las flechas
empapadas en los jugos de estas yerbas venenosas, causan siempre llagas
mortales. La naturaleza en fin había dado a los americanos mucha menos
disposición a ser industriosos que a los hombres del antiguo mundo; todas
estas cansas reunidas han podido perjudicar mucho a la población.
Entre todas las observaciones físicas que se pueden hacer sobre esta
parte de nuestro universo, tan largo tiempo desconocida, puede que sea la
más singular el que no se encuentre sino un solo pueblo que tenga barbas;
estos son los esquimales. Son los habitantes del norte hacia los cincuenta y
dos grados, en donde el frío es más fuerte que a los sesenta y seis de nuestro
continente, y sus vecinos no tienen barbas. Ved pues dos razas de hombres
absolutamente diferentes una al lado de la otra, supuesto que efectivamente
los esquimales sean barbudos. Pero los viajeros modernos dicen que los
esquimales no tienen barbas y que nosotros hemos equivocado sus cabellos
grasientos con sus barbas. ¿A quién creeremos?7
Hacia el istmo de Panamá se halla la raza de los darienes, semejantes a
los albinos, que huyen de la luz y vegetan en las cavernas: raza débil y por
consiguiente poco numerosa.
Los leones de la América son mezquinos y cobardes, y los animales
lanudos son muy grandes y tan vigorosos que sirven para llevar fardos.
Todos los ríos son diez veces más anchos a lo menos que los nuestros. En
fin las producciones naturales de la América no son las de nuestro
hemisferio. Por esto todo es diferente, y la misma providencia que ha
producido el elefante, el rinoceronte, y los negros, ha hecho nacer en el otro
mundo los dantas, y los animales de quienes se ha creído largo tiempo que
tenían el ombligo sobre el lomo, y hombres de un carácter que no es el
nuestro.

9. De la Teocracia.

Parece que la mayor parte de las naciones antiguas han sido gobernadas por
una especie de teocracia. Empezad por la India, y veréis a los brahmas largo
tiempo soberanos; en Persia los magos tienen la más alta autoridad. La
historia de las orejas de Smerdis puede ser una fábula, pero siempre resulta
que era un mago que estaba sobre el trono de Ciro. Varios sacerdotes de
Egipto prescribían a los reyes hasta la medida de lo que debían beber y
comer, los educaban durante su infancia, los juzgaban después de su muerte
y frecuentemente se hacían reyes ellos mismos.
Si descendemos a los griegos, su historia, tan fabulosa como es ¿no nos
dice que el profeta Calchas tenía suficiente poder en el ejército para
sacrificar a la hija del rey de los reyes?
Descended aun más abajo, a las naciones salvajes posteriores a los
griegos; los druidas gobernaban a la nación gala.
No parece posible que en los primeros pueblos un poco numerosos8,
haya habido otro gobierno que el teocrático: porque desde luego que una
nación ha escogido un dios tutelar, este dios tiene sacerdotes. Estos
sacerdotes dominan sobre el espíritu de la nación, y como ellos no pueden
dominar sino en nombre de su dios, le hacen hablar, venden sus oráculos Y
es por orden expresa del dios que todo se ejecuta.
Éste es el origen de todos los sacrificios de sangre humana que han
manchado casi toda la tierra. ¿Qué padre, qué madre hubiera podido nunca
abjurar la naturaleza hasta el punto de presentar a su hijo o a su hija a un
sacerdote para que fuesen degollados sobre un altar, si no se hubiese tenido
certeza que el dios del país ordenaba este sacrificio?
No solamente la teocracia ha reinado largo tiempo, sino que ha llevado
la tiranía a los más horribles excesos a que la demencia humana podía
llegar, y cuanto más este gobierno era divino tanto más era abominable.
Casi todos los pueblos han sacrificado algunos hijos a sus dioses; por
consiguiente ellos creían recibir esta orden, contraria a la naturaleza, de la
boca de los dioses que adoraban.
Entre los pueblos llamados impropiamente civilizados, yo no veo
apenas sino los chinos que no hayan practicado estos horrorosos absurdos.
La China es el solo de los antiguos estados conocidos que no ha estado
sometido al sacerdocio; los japoneses estaban bajo las leyes de un sacerdote
seiscientos años antes de nuestra era. Casi por todas las demás partes la
teocracia está tan establecida y tan arraigada, que las primeras historias son
las de los mismos dioses que se han encarnado para venir a gobernar a los
hombres. Los dioses, decían los pueblos de Tebas y de Menfis, han reinado
doce mil años en Egipto. Brahma se encarnó para reinar en la India,
Sammonocodom en Siam; el dios Adad gobernaba la Siria, la diosa Cibeles
había sido soberana de la Frigia, Júpiter de Creta, Saturno de Grecia y de
Italia. El mismo espíritu preside a todas estas fábulas, y por todas partes hay
una confusa idea entre los hombres, acerca de la venida de los dioses sobre
ta tierra.

10. De los caldeos.


Los caldeos, los indios y los chinos me parecen las naciones más
antiguamente civilizadas. Nosotros tenernos una época cierta de la ciencia
de los caldeos; ésta se encuentra en los mil novecientos treinta años de
observaciones celestes enviadas desde Babilonia por Calístenes al preceptor
de Alejandro. Estas tablas astronómicas suben precisamente al año 2234
antes de nuestra era vulgar. Es cierto que esta época toca al tiempo en que la
Vulgata coloca el diluvio; pero no nos introduzcamos aquí en las
profundidades de las diferentes cronologías de la Vulgata, de los
samaritanos, y de los Setenta, que nosotros reverenciamos igualmente. El
diluvio universal es un grande milagro que no tiene nada que ver con lo que
nosotros buscamos. Aquí no razonamos sino en consecuencia de las
nociones naturales, sometiendo siempre los tanteos de nuestro espíritu
limitado a las luces de un orden superior.
Los antiguos autores citados en Jorge de Cincella, dicen que en tiempo
de un rey caldeo llamado Xixutrus, hubo una terrible inundación. El Tigris
y el Éufrates salieron de madre, según parece, de una manera
extraordinaria: pero los caldeos no habrían podido saber, sino por la
revelación, que un castigo semejante hubiese podido sumergir toda la tierra
habitable. Repito que yo no examino aquí sino el curso ordinario de la
naturaleza.
Es claro que si los caldeos no habían existido sobre la tierra sino
después de mil novecientos años antes de nuestra era, este corto espacio no
pudo bastarles para hallar una parte del verdadero sistema de nuestro
universo; noción admirable a la cuál habían en fin llegado los caldeos.
Aristarco de Samos nos dice que los sabios de Caldea habían conocido cuán
imposible era que la Tierra ocupe el centro del mundo planetario; que ellos
habían señalado al sol este lugar que es el que le pertenece, y que hacían
girar la tierra y los otros planetas a su alrededor, cada uno en su órbita
diferente.9
Los progresos del espíritu son tan lentos, la ilusión de los ojos es tan
poderosa, y la sujeción a las ideas recibidas tan tiránica, que no es posible
que un pueblo que no cuente sino mil novecientos años de antigüedad,
hubiese podido llegar al alto grado de filosofía que contradice a los ojos y
que exige la teoría la más profunda. Así es que los caldeos contaban
cuatrocientos setenta mil años, cuando aun este conocimiento del verdadero
sistema del mundo, sólo lo tenían en Caldea un pequeño número de
filósofos. Esta es la suerte de todas las grandes verdades, y los griegos que
vinieron en seguida, no adoptaron sino el sistema común, que es el sistema
de los niños.
Cuatrocientos setenta mil años10, es mucho para nosotros que nacimos
ayer, pero es muy poca cosa para el universo entero. Yo sé muy bien que
nosotros no podemos adoptar este cálculo, que Cicerón se ha reído de él,
que es exorbitante, y que sobre todo, nosotros debemos creer al Pentateuco
con preferencia a Sanchoniathon y a Beroso; pero, lo repito, es imposible
(humanamente hablando) que los hombres hayan llegado en mil
novecientos años a adivinar tan admirables verdades. El primer arte es el de
procurarse la subsistencia, lo que en otros tiempos era más difícil a los
hombres que a las bestias: el segundo el formar un idioma, lo que exige
ciertamente un espacio de tiempo muy considerable; el tercero construir sus
barracas, y el cuarto vestirse. Seguidamente, para forjar el hierro, o para
remplazar su falta, se necesitan tantas casualidades dichosas, tanta industria,
tantos siglos, que apenas puede imaginarse cómo los hombres han podido
conseguirlo. ¡Qué salto desde este estado al de conocer la astronomía!
Durante mucho tiempo, los caldeos grabaron sus observaciones y sus
leyes sobre ladrillos, en jeroglíficos que servían de caracteres parlantes, uso
que los egipcios conocieron después de algunos siglos. El arte de transmitir
sus pensamientos por medio de caracteres alfabéticos no debió ser
inventado sino muy tarde en aquella parte del Asia.
Es creíble que en el tiempo en que los caldeos edificaron ciudades,
empezaron a servirse del alfabeto. ¿Cómo se hacía antes, se nos dirá? Como
se hace en mi lugar y en cien mil lugares del mundo, en los que nadie sabe
leer ni escribir, y sin embargo se entienden muy bien, las artes necesarias se
cultivan, y aun algunas veces con ingenio.
Babilonia era probablemente una antigua y pequeña población antes que
llegase a ser una inmensa y soberbia ciudad. ¿Pero quién la edificó? Yo no
lo sé: ¿fue Semiramis?, ¿fue Belus?, fue Nabonasar? Puede ser que nunca
haya habido en el Asia, ni mujer llamada Semiramis, ni hombre llamado
Belus.11 Es como si nosotros diéramos a las ciudades griegas los nombres
de Armagnac y de Abbeville. Los griegos que cambiaron todas las
terminaciones bárbaras en palabras griegas, desnaturalizaron todos los
nombres asiáticos. Además la historia de Semiramis es semejante en todo a
los cuentos orientales.
Nabonasar, o más bien Nabon-asor, fue probablemente el que hermoseó
y fortificó a Babilonia y quien la hizo en fin una soberbia ciudad. Este es un
verdadero monarca, conocido en el Asia en la era que tomó su nombre. Esta
era incontestable; no empieza sino 747 años antes que la nuestra: por esto es
muy moderna con referencia al numero de siglos necesarios para llegar
basta el establecimiento de las grandes dominaciones. Parece, por el
nombre mismo de Babilonia, que ella existía mucho tiempo antes de
Nabonasar. Es la ciudad del padre Bel. Bab significa padre en caldeo, como
lo confiesa Herbolot. Bel es el nombre del señor. Los orientales la
conocieron siempre bajo el nombre de Babel, la ciudad del señor, la ciudad
de Dios, o según otros la puerta de Dios.
Probablemente no ha existido Ninus, fundador de Ninvah, llamada por
nosotros Nínive, ni tampoco Belus fundador de Babilonia. Ningún príncipe
asiático tuvo su nombre acabado en us.
Podrá ser que la circunferencia de Babilonia haya sido de veinticuatro
de nuestras leguas medianas; pero que uno llamado Ninus haya edificado
sobre el Tigris muy cerca de Babilonia una ciudad llamada Nínive, de una
tan grande extensión, es una cosa que no parece creíble. Se nos habla de
tres poderosos imperios que existían a un mismo tiempo: el de Babilonia, el
de Asiria o de Nínive, y el de Siria o de Damasco. La cosa es poco
verosímil; es como si se dijera que había a la vez en una parte de la Galia,
tres poderosos imperios cuyas capitales, que eran París, Soissons y Orleans,
tenían cada una veinte y cuatro leguas de circuito.
Yo confieso que nada entiendo sobre los dos imperios de Babilonia y de
Asiria. Algunos sabios que han querido aclarar este particular tan tenebroso,
han afirmado que la Asiria y la Caldea no eran sino un mismo imperio,
gobernado algunas veces por dos príncipes, uno residente en Babilonia y el
otro en Nínive: este parecer razonable puede adoptarse hasta que se
encuentre otro más razonable todavía.
Lo que contribuye a dar una grande verosimilitud sobre la antigüedad de
esta nación, es la famosa torre elevada para observar los astros. Casi todos
los comentadores no pudiendo desconvenir sobre este monumento, se creen
obligados a suponer que era un resto de la torre de Babel, que los hombres
quisieron elevar hasta el cielo. No se sabe fácilmente lo que los
comentadores entienden por cielo; ¿es la luna? ¿es el planeta Venus? hay
mucha distancia de aquí hasta allí. ¿Quisieron solamente levantar una torre
un poco más alta? No hay en esto ningún mal ni ninguna dificultad,
suponiendo que se tengan muchos hombres, muchos instrumentos y víveres.
La torre de Babel, la dispersión de los pueblos, la confusión de lenguas,
son cosas, como ya se sabe, muy respetables, de las cuales nosotros no
tratamos absolutamente. Nosotros sólo hablamos del observatorio, que no
tiene nada que ver con las historias judías. Si Nabonasar elevó este edificio,
es necesario confesar a lo menos que los caldeos tuvieron, un observatorio
más de dos mil cuatrocientos años antes que nosotros. Concebid en seguida
cuantos siglos necesita la lentitud del espíritu humano para llegar hasta el
punto de erigir a las ciencias un monumento semejante.
Fue en Caldea y no en Egipto en donde se inventó el zodiaco. Hay de
esto tres pruebas bastante fuertes, a mi parecer; la primera que los caldeos
fueron una nación ilustrada, antes que el Egipto, siempre inundado por el
Nilo, pudiese ser habitable; la segunda que los signos del Zodiaco
convienen al clima de la Mesopotamia y no al de Egipto. Los egipcios no
podían tener el signo de Tauro en el mes de abril, porque no es en esta
ocasión que ellos labran la tierra; ellos no podían, en el mes que nosotros
llamamos agosto, figurar el signo por una joven cargada de espigas de trigo,
porque no es en este tiempo en el que recogen la cosecha. Tampoco podían
figurar enero por un cántaro de agua, porque llueve muy rara vez en Egipto,
y jamás en el mes de enero.12 La tercera razón es que los signos antiguos
del zodiaco caldeo eran uno de los artículos de su religión. Ellos estaban
bajo el gobierno de doce dioses secundarios y doce dioses mediadores: cada
uno de ellos presidía a una de las constelaciones, como nos lo dice Diodoro
de Sicilia en el libro II. Esta religión de los antiguos caldeos era el
Sabeísmo, es decir la adoración de un Dios supremo, y la veneración de los
astros y de las inteligencias celestes que presidían a los astros. Cuando ellos
hacían oración se volvían hacia la estrella del norte, tanto estaba su culto
unido a la astronomía. Vitruvio, en su libro noveno en donde trata de los
cuadrantes solares, de las alturas del sol, de la longitud de las sombras, y de
la luz que refleja la luna, cita todos los antiguos caldeos y no los egipcios.
Me parece esto una prueba bastante fuerte, de que se mirase la Caldea y no
el Egipto como la cuna de esta ciencia; de modo que nada hay más cierto
que este antiguo proverbio latino:
Tradidit Ægiptis Babylon, Ægiptus Achivis.
11. De los babilonios hechos persas.

Al oriente de la Babilonia estaban los persas. Estos llevaron sus armas y su


religión a Babilonia cuando Koresh, que nosotros llamamos Ciro, tomó esta
ciudad con el auxilio de los medos, establecidos en el norte de la Persia.
Tenemos dos fábulas principales sobre Ciro; la de Herodoto y la de
Jenofonte que se contradicen en todo y que mil escritores han copiado
indiferentemente.
Herodoto supone un rey medo, es decir un rey de los países de la
Hircania, que él le llama Astiago, de un nombre griego. Este hircano
Astiago manda ahogar a su nieto Ciro en la cuna, porque ha visto en sueños
a su hija Mandane madre de Ciro mear tan copiosamente que inundó toda la
Asia. El resto de la aventura es poco más o menos sobre este gusto: es una
historia de Gargantúa escrita con seriedad.
Jenofonte hace una novela moral de la vida de Ciro, casi semejante a
nuestro Telémaco, y empieza por suponer, con el fin de dar valor a la
educación varonil y vigorosa de su héroe, que los medos eran voluptuosos y
que se hallaban sumergidos en la cobardía. ¿Todos estos pueblos vecinos de
la Hircania que los tártaros, llamados entonces escitas, habían desolado
durante treinta años, eran sibaritas?
Todo lo que puede asegurarse de Ciro, es que fue un grande
conquistador, un azote de la tierra. El fondo de la historia es cierto; los
episodios son fabulosos: así sucede en todas las historias.
Roma existía en tiempo de Ciro: tenía un territorio de cuatro a cinco
leguas, y robaba cuanto podía a sus vecinos; pero yo no quisiera salir
garante del combate de los tres Horacios, de la aventura de Lucrecia, de la
rodela bajada del cielo, y de la piedra cortada con una navaja de afeitar.
Había algunos indios esclavos en Babilonia y en otras partes; pero
humanamente hablando, se podrá dudar que el ángel Rafael bajase del cielo
para conducir a pie al joven Tobías hacia la Hircania, para que se le pagase
algún dinero que le debían y para arrojar al diablo Asmodeo con él humo
del higado de un sollo.
Yo me guardaré muy bien de examinar aquí la novela de Herodoto, o la
de Jenofonte, concerniente a la vida y muerte de Ciro; pero notaré que los
parsis o persas pretendían haber tenido entre ellos, hacía seis mil años, un
antiguo Zerdust, un profeta, que les había enseñado a ser justos y a
reverenciar el sol, como los antiguos caldeos habían venerado las estrellas
observándolas.
Yo me guardaré bien de afirmar que estos persas y estos caldeos fuesen
tan justos, y de fijar el tiempo en que vino su segundo Zerdust que rectificó
el culto del sol y de las estrellas. Él escribió o comentó, según dicen, el
libro de Zend, que los parsis dispersos hoy día en el Asia veneran como la
Biblia. Este libro es muy antiguo; pero lo es menos que los de los chinos y
los de los Brahmas; aun se cree más moderno que los de Sanchoniaton y de
los cinco Kings de los chinos: está escrito en la antigua lengua sagrada de
los caldeos, y M. Hyde que nos ha dado una traduccion del Sadder nos
hubiera procurado la de Zend si él hubiera podido hacer los gastos de esta
pesquisa. Yo me refiero al menos al Sadder, al extracto del Zend, que es el
catecismo de los parsis. Veo que los parsis creían desde largo tiempo en un
Dios, un diablo, una resurrección, un paraíso y un infierno. Ellos son los
primeros sin contradicción que establecieron estas ideas: es el sistema más
antiguo y que no fue adoptado por las demás naciones sino después de
muchos siglos, pues que los fariseos entre los judíos no sostuvieron
altamente la inmortalidad del alma y el dogma de las penas y recompensas
después de la muerte, sino hacia el tiempo de los Asmoneos.
Esto es, quizás, lo que hay de más importante en la antigua historia del
mundo: ved una religión útil, establecida sobre el dogma de la inmortalidad
del alma y sobre el conocimiento del ser criador. No cesemos de observar
por cuantos grados ha sido necesario que pasase el espíritu humano para
concebir un sistema semejante. Notemos también que el bautismo (la
inmersión en el agua para purificar el alma lavándose el cuerpo) es uno de
los preceptos del Zend. El origen de todos los ritos ha venido quizás, de los
persas y de los caldeos, hasta las extremidades de la tierra.
Yo no examino aquí por qué los babilonios tuvieron dioses secundarios
reconociendo un Dios soberano. Este sistema o más bien este caos fue el de
todas las naciones. Exceptuando en los tribunales de la China, se encuentra
casi por todas partes la extrema locura, reunida a un poco de sabiduría en
las leyes, en los cultos y en los usos. El instinto, mas que la razón, es el que
conduce al género humano. En todas partes se adora la divinidad, y en todas
partes se la deshonra. Los persas reverenciaron las estatuas desde que
pudieron tener escultores: las ruinas de Persépolis estaban llenas de estatuas
y entre ellas se encontraban las que representaban los símbolos de la
inmortalidad; se ven cabezas con alas que vuelan hacia el cielo, símbolo de
la emigración de una vida pasajera a la vida inmortal.
Pasemos a los usos puramente humanos. Yo me admiro que Herodoto
haya dicho delante toda la Grecia, en su libro primero, que todas las
mujeres de Babilonia estaban obligadas por la ley a prostituirse una vez en
su vida a los extranjeros, en el templo de Milita o Venus13. Yo me admiro
aun más de que en todas las historias publicadas para la instrucción de la
juventud se renueve hoy día este cuento. Ciertamente ésta debía ser una
hermosa fiesta y una hermosa devoción, el ver llegar los mercaderes de
camellos, de caballos, de bueyes y de asnos, y verlos apearse para acostarse
delante del altar con las principales señoras de la ciudad. En verdad ¿esta
infamia puede tener lugar en el carácter de un pueblo civilizado? ¿Es
posible que los magistrados de una de las más grandes ciudades del mando
hayan establecido una policía semejante? ¿Que los maridos hayan
consentido en prostituir sus mujeres? ¿Que todos los padres hayan
abandonado sus hijas a los palafreneros del Asia? No es nunca cierto lo que
es contra la naturaleza. Yo estaré más dispuesto a creer a Dion Casio, que
asegura que los graves senadores de Roma propusieron un decreto por el
cual César, de edad de cincuenta y siete años, tendría el derecho de gozar de
todas las mujeres que gustase.
Aquellos que recopilando hoy día la historia antigua copian muchos
autores sin examinar ninguno, ¿no habrán podido reparar o que Herodoto ha
vendido fábulas ridículas, o más bien que su texto ha sido corrompido, y
que no ha querido hablar sino de cortesanas establecidas en todas las
grandes ciudades, que es posible que entonces esperasen a los viajeros en
los caminos?
Yo no daré mas crédito a Sixto Epírico que pretende que entre los persas
estaba ordenada la sodomía. ¡Qué piedad! ¡Cómo es posible imaginar que
los hombres hubiesen establecido una ley, que si hubiese sido cumplida,
hubiera destruido la raza humana!14 La sodomía al contrario estaba
expresamente prohibida en el libro del Zend, y esto se ve en el compendio
del Zend, el Sadder, en donde se dice: «Que no hay más grande pecado.»15
Estrabón dice que los persas se casaban con sus madres, ¿pero quiénes
son sus garantes? Los dichos, las voces vagas. Esto puede nacer de un
epigrama de Cátulo:
Non magnus ex matre et nato nascatur oportet.
Todo mago debe nacer del incesto de una madre y de un hijo. Una tal
ley no es creíble, un epigrama no es una prueba. Si no se hubiesen
encontrado madres que quisiesen acostarse con sus hijos, no hubiera pues
habido sacerdotes en la Persia. La religión de los magos cuyo grande objeto
era la población debía más bien permitir a los padres el unirse a sus hijas,
que a las madres juntarse con sus hijos; pues un viejo puede engendrar, y
una vieja no tiene esta ventaja.
¿Cuántas tonterías hemos dicho sobre los turcos? Los romanos aun
decían muchas más sobre los persas.
En una palabra, siempre que leamos alguna historia, tengamos cuidado
con las fábulas.

12. De la Siria.

Yo veo, por todos los monumentos que nos quedan, que el territorio que se
extiende desde Alejandreta o Scanderon, hasta cerca de Bagdad, fue
siempre llamado Siria; que el alfabeto de estos pueblos fue siempre sirio;
que fue allí en donde estuvieron las antiguas ciudades de Zabah, Baalbek y
Damasco, y después las de Antioquía, Seleuco y Palmira. Balk era tan
antigua, que los persas pretenden que su Bram o Abraham había venido de
Balk a su país. ¿En donde podría pues existir este poderoso imperio de la
Asiria del que tanto se nos ha hablado? Solamente en la tierra de las
fábulas.
Los galos tan pronto se extendían hasta el Rhin, tan pronto estuvieron
más reunidos. ¿Pero quién ha imaginado jamás el poner un vasto imperio
entre el Rhin y los galos? Que se hubiesen llamado asirios las naciones
vecinas del Éufrates, cuando se fueron extendiendo hacia Damasco, y que
se hubiesen llamado asirios los pueblos de la Siria, cuando ellos se
acercaron al Éufrates, es a lo que puede reducirse la dificultad. Todas las
naciones vecinas se han mezclado, todas han estado en guerra y han
cambiado de límites. Pero cuando se establecieron las ciudades capitales,
estas mismas marcaron y fijaron una diferencia constante entre dos
naciones. Así los babilonios, vencedores o vencidos, fueron siempre
diferentes de los pueblos de la Siria: los antiguos caracteres de la lengua
siria no fueron de modo alguno los de los antiguos caldeos.
El culto, las supersticiones, las leyes buenas o malas y los usos extraños
no fueron los mismos. La diosa de Siria tan antigua no tenía ninguna
relación con el culto de los caldeos. Los magos caldeos, babilonios y persas
jamás se hicieron eunucos, como lo eran los sacerdotes de la diosa de Siria.
¡Cosa estraña! Los sirios reverenciaban la figura de lo que nosotros
llamamos Príapo, y los sacerdotes se despojaban de su virilidad!
Esta renuncia a la generación, ¿no prueba una grande antigüedad y una
población considerable? Es imposible que se hubiese querido atentar de este
modo contra la naturaleza, en un país en donde la especie humana hubiese
sido rara.
Los sacerdotes de la Cibeles en Frigia se hacían eunucos como los de
Siria. Lo repito ¿puede dudarse de que esto no fuese el efecto de la antigua
costumbre de sacrificar a los dioses lo que más se amaba, y de no exponerse
delante de los seres que se creían puros, a los accidentes de lo que se creía
impureza? ¿Puede uno admirarse, después de tales sacrificios, del que se
hacía de su prepucio en otros pueblos, y de la amputación de un testículo en
las naciones africanas? Las fábulas de Atis y de Camlabo, no son sino
fábulas, como la de Júpiter que hizo eunuco a su padre Saturno. La
superstición inventa usos ridículos, y el espíritu fabuloso inventa razones
absurdas.
Lo que yo notaré aun sobre los antiguos sirios es que la ciudad que fue
después nombrada la ciudad santa, e Hiriápolis por los griegos, era llamada
por los sirios Magog. Esta palabra Mag tiene una grande relación con los
antiguos magos, y parece común a todos aquellos que en estos climas
estaban consagrados al servicio de la divinidad. Cada pueblo tuvo una
ciudad santa. Nosotros sabemos que Tebas en Egipto era la ciudad de Dios,
Babilonia la ciudad de Dios, y que Apamea en Frigia era también la ciudad
de Dios.
Los hebreos, largo tiempo después, hablan de los pueblos de Gog y de
Magog; ellos podían entender por estos nombres los pueblos del Éufrates y
del Oronto: también podían entender los escitas que vinieron a saquear el
Asia antes que Ciro, y que desolaron la Fenicia: pero importa muy poco el
saber la idea que pasaba por la cabeza de un judío cuando pronunciaba
Magog o Gog.
En cuanto a lo demás yo no tengo duda en creer a los sirios mucho más
antiguos que a los egipcios, por la razón evidente de que los países más
fácilmente cultivables son necesariamente los primeros que se pueblan y
florecen.

13. De los fenicios y de Sanchoniathon.

Los fenicios se reunieron en cuerpo de pueblo tan antiguamente como los


otros habitantes de la Siria: pueden ser menos antiguos que los caldeos,
porque su país es menos fértil. Sidón, Tiro, Joppe, y Ascalón son terrenos
ingratos: el comercio marino ha sido siempre el último recurso de los
pueblos; se ha empezado por cultivar la tierra antes de construir naves para
ir a buscar nuevas tierras al otro lado de los mares; pero los que están
obligados a entregarse al comercio marítimo consiguen luego esta industria,
hija de la necesidad que no estimula a las otras naciones. No se habla de
ninguna empresa marítima de los caldeos ni de los indios. Hasta los
egipcios tenían horror a la mar: era su Tifón, un ser malhechor y esto es lo
que hace dudoso los cuatrocientos navíos equipados por Sesostris para ir a
conquistar la India. Pero las empresas de los fenicios son positivas: Cartago
y Cadiz fundadas por ellos, la Inglaterra descubierta, su comercio en las
Indias por Eziongaber, sus manufacturas de telas preciosas y su arte de teñir
en púrpura, son testimonios de su habilidad, y esta habilidad hizo su
grandeza.
Los fenicios fueron en la antigüedad lo que los venecianos en el siglo
quince, y lo que han venido a ser después los holandeses, obligados a
enriquecerse por medio de su industria.
El comercio exigía necesariamente que se tuviesen registros que
ocupaban el lugar de los libros de cuentas, con señales fáciles y durables
para establecer estos registros. La opinión que hace a los fenicios los
autores de la escritura alfabética, es pues muy verosímil. Yo no aseguraré
que ellos hayan inventado tales caracteres antes que los caldeos; pero su
alfabeto fue ciertamente el más completo y el más útil, porque ellos
pintaron las vocales que los caldeos no expresaban.
Yo no veo que los egipcios hayan nunca comunicado sus letras y su
lengua a ningún pueblo: al contrario, los fenicios transmitieron su lengua y
su alfabeto a los cartagineses que después los alteraron. De sus letras se
hicieron las de los griegos. ¡Qué perjuicio para la antigüedad de los
fenicios!
Sanchoniathon, fenicio, que escribió mucho tiempo antes de la guerra
de Troya la historia de las primeras edades, y de la cual Eusebio nos ha
conservado algunos fragmentos traducidos por Filón de Biblos;
Sanchoniathon, digo, nos hace saber que los fenicios tenían establecidos de
tiempo inmemorial los sacrificios a los elementos y a los vientos, lo que
conviene en efecto a un pueblo navegante. En su historia quiso elevarse
hasta el origen de las cosas, como todos los primeros escritores, y tuyo la
misma ambición que los autores del Zend y del Veidam; la misma tuvieron
Manetón en Egipto y Hesíodo en Grecia.
No se podría dudar de la prodigiosa antigüedad del libro de
Sanchoniathon si fuera cierto, como Warburton lo pretende, que se han
leído sus primeros renglones en los misterios de Isis y de Ceres, homenaje
que los egipcios y los griegos no hubieran tributado a un autor extranjero, si
no hubiera sido considerado como uno de los primeros manantiales de los
conocimientos de los hombres.
Sanchoniathon no escribió cosa alguna de su idea: consultó todos los
archivos antiguos, y principalmente al sacerdote Jerombal. El nombre de
Sanchoniathon significa en el antiguo fenicio amante de la verdad. Porfiro
lo dice, Teodoreto y Bochart lo confiesan. La Fenicia se llamaba el país de
las letras, Kirjath Sepher. Guando los hebreos vinieron a establecerse en
este territorio, quemaron la ciudad de las letras, como se ve en Josué y en
los Jueces.
Jerombal, consultado por Sanchoniathon, era sacerdote del Dios
supremo que los fenicios llamaban Yod, Jehova, nombre tenido por sagrado,
y adoptado entre los egipcios y después entre los judíos. Se ve por los
fragmentos de este tan antiguo monumento, que Tiro existía desde mucho
tiempo aunque no hubiese aun llegado a ser una ciudad opulenta.
Esta palabra El, que designaba a Dios entre los primeros fenicios, tiene
alguna relación con la palabra Alá de los árabes, y es probable que de este
monosílabo El, compusieron los griegos su Elios. Pero lo más notable es
que se encuentra entre los antiguos fenicios la palabra Eloa, Eloim, de la
cual se sirvieron muy largo tiempo los hebreos cuando se establecieron en
Canaan.
Los nombres de Eloa, Yoo, Adonai, que los judíos daban a Dios, los
tomaron precisamente de los fenicios, pues que los judíos hablaron largo
tiempo en Canaan la lengua fenicia.
Esta palabra Yoo, esta palabra inefable para los indios, y que ellos no
pronunciaban jamás, era tan común en el oriente, que Diodoro, en su libro
segundo, hablando de aquellos que fingían tener conversaciones con los
dioses, dice que Minos se alababa de haber comunicado con el dios Zeus;
Zamolxis con la diosa Vesta; y el judío Moisés con el dios Yoo, etc.
Lo que sobre todo merece ser considerado, es que Sanckoniathon,
refiriendo la antigua cosmología de su país, habla primero de un caos, de un
aire tenebroso, Chautereb. La Erebe, la noche de Hesíodo esta tomada de la
palabra fenicia que se ha conservado entre los griegos. Del caos, salió Mot,
que siguifica la materia. ¿Luego quién arreglará la materia? Este es Colpi
Yoo, el espíritu de Dios, el viento de Dios. Fue a la voz de Dios que
nacieron los animales y los hombres.16
Es fácil de convencerse que esta cosmogonía es el origen de casi todas
las otras. Al pueblo más antiguo le imitan siempre los que siguen después:
estos aprenden su lengua, se apropian sus antigüedades y siguen una parte
de sus ritos. Yo sé cuan oscuros son todos los orígenes caldeos, sirios,
fenicios, egipcios y griegos. ¿Qué origen no es oscuro? Nosotros no
podemos tener conocimientos ciertos sobre la formación del mundo, sino
los que su supremo criador se ha dignado darnos él mismo. Nosotros
marchamos con seguridad hasta ciertos límites: sabemos que Babilonia
existía antes que Roma, que las ciudades de la Siria eran poderosas antes
que se hubiese conocido a Jerusalén, que había reyes en Egipto antes que
Jacob, antes que Abraham; sabemos que las sociedades han sido las que se
han establecido las últimas; pero para saber precisamente cual fue el primer
pueblo, es necesario una revelación.
A lo menos es permitido el pesar las probabilidades y servimos de
nuestra razón en lo que no interese a los dogmas sagrados, superiores a toda
razón, y que sólo ceden a la moral.
Es muy positivo que los fenicios ocupaban su país mucho tiempo antes
que los hebreos se presentasen en él. ¿Pudieron los hebreos aprender la
lengua fenicia cuando se hallaban errantes, lejos de la Fenicia, en el
desierto, o en medio de algunas cuadrillas de árabes?
¿No es de la mayor verosimilitud, que un pueblo comerciante,
industrioso y sabio, establecido desde un tiempo inmemorial y que está
reputado por inventor de las letras, escribiese mucho antes que un pueblo
errante, nuevamente establecido en su vecindario, sin conocer ninguna
ciencia, sin ninguna industria, sin ningún comercio, y subsistiendo
únicamente de rapiñas?
¿Puede seriamente negarse la antenticidad de los fragmentos de
Sanchoniathon conservados por Eusebio? ¿O puede imaginarse con el sabio
Huet, que Sanchoniathon lo saca todo de Moisés, cuando todos los
monumentos antiguos que conservamos nos manifiestan que Sanchoniathon
vivía antes que Moisés? Nosotros no decidimos cosa alguna; es el lector
ilustrado y juicioso el que debe decidir entre Huet y Van-Dale, que lo ha
refutado: nosotros buscamos la verdad y no la disputa.

14. De los escitas y de los Gomerúas.

Dejemos a Gomer, casi a su salida del arca, ir a subyugar a las Galias y


poblarlas en pocos años. Dejemos ir a Túbal a España y a Magog al norte
de la Alemania mientras que los hijos de Cam hacían una prodigiosa
cantidad de hijos todos negros hacia la Guinea y el Congo. Estas
impertinencias insípidas se hallan en tantos libros que no merecen la pena
de hablar de ellas. Los niños empiezan por reírse de esto; pero, ¿por qué
debilidad, o por qué malignidad secreta, o por qué afectación de manifestar
una elocuencia fuera de lugar, tantos historiadores han hecho tan grandes
elogios de los escitas que no conocen?
¿Por qué Quinto Curcio, hablando de los escitas que habitaban al norte
de la Sogdiana, al otro lado del Oxus (que equivoca con el Tanais que está a
quinientas leguas), por qué, digo, Quinto Curcio pone una arenga filosófica
en la boca de estos bárbaros? ¿Por qué supone que reprenden a Alejandro la
sed de conquistar? ¿Por qué les hace decir que Alejandro es el más famoso
ladrón de la tierra, cuando estos bárbaros habían ejercitado el robo en toda
el Asia mucho antes que él? ¿Por qué en fin Quinto Curdo pinta estos
escitas como los más justos de todos los hombres? La razón es que, como él
pone, como mal geógrafo, el Tanais del lado del mar Caspio, habla del
pretendido desinterés de los escitas como un declamador.
Si Horacio, oponiendo las costumbres de los escitas a las de los
romanos, hace en versos armoniosos el panegírico de estos bárbaros; si
dice:
Campestres melius scythæ,
Quorum plaustra vagas rite trahunt domos,
Vivunt et rigidi Getæ.
«Ved a los habitantes de la espantosa Escitia, viviendo sobre los carros:
ellos consumen su vida con más inocencia que el pueblo de Marte.»
Es porque Horacio habla como poeta un poco satírico, que tiene gusto
en alabar a los extranjeros a costa de su patria.
Es por la misma razón que Tácito no se causa de alabar a los bárbaros
germanos que saqueaban las Galias y que inmolaban los hombres a sus
abominables dioses. Tácito, Quinto Curcio y Horacio se parecen a los
pedagogos que para dar emulación a sus discípulos, prodigan elogios en su
presencia a los jóvenes extranjeros por groseros que sean.
Los escitas son los mismos bárbaros que después hemos llamado
tártaros: son los mismos que mucho tiempo antes de Alejandro habían
saqueado muchas veces el Asia, y que han sido los devastadores de una
gran parte del continente. Tan pronto bajo el nombre de mogoles como de
hunos, han sometido la China y la India, y tan pronto bajo el nombre de
turcos, han arrojado a los árabes que habían conquistado una parte del Asia.
Fue desde estos dilatados campos que partieron los hunos para ir hasta
Roma. He ahí los hombres desinteresados y justos de quienes nuestros
compiladores alaban aun hoy en día la equidad, cuando copian a Quinto
Curcio. De este modo nos cargan de historias antiguas, sin elección y sin
juicio; se leen poco más o menos con el mismo espíritu que han sido
hechas, y la cabeza se llena de errores.
Los rusos habitan actualmente la antigua Escitia enropea; ellos son los
que han procurado a la historia verdades asombrosas. Ha habido sobre la
tierra revoluciones que han pasmado la imaginación, y no ha habido
ninguna que satisfaga tanto al espíritu humano y que le haga tanto honor. Se
han visto conquistadores y devastaciones; pero un solo hombre haber
cambiado en el espacio de veinte años, las costumbres, las leyes, y el
espíritu del más vasto imperio de la tierra, haciendo que todas las artes
fuesen a la vez a hermosear los desiertos, esto es muy admirable. Una mujer
que no sabía ni leer ni escribir perfeccionó lo que Pedro el Grande había
empezado. Otra mujer (Isabel) aun extendió estos nobles principios. Otra
emperatriz aun ha ido más lejos que las dos de que acaba de hablarse; su
genio se ha comunicado a sus vasallos, y las revoluciones de palacio no han
retardado ni un momento los progresos de la felicidad del imperio: se ha
visto en medio siglo a la corte de Escitia más ilustrada que lo fueron en
ningún tiempo la Grecia y Roma.
Y lo que es más admirable, es que en 1770, en que escribimos, Catalina
persiguió en Europa y en Asia a los turcos fugitivos delante de sus ejércitos,
y les hizo temblar en Constantinopla. Sus soldados son tan valientes como
su corte civilizada, y sea cual fuese el resultado de esta guerra, la posteridad
debe admirar a la Tomiris del Norte. Ella merece vengar la tierra de la
tiranía turca.17

15. De la Arabia.

Si se tiene curiosidad por los monumentos egipcios, no creo que deban


buscarse en la Arabia. La Meca dicen que fue edificada hacia el tiempo de
Abraham; pero está situada en un terreno tan arenoso y tan ingrato, que no
hay apariencia de que fuese fundada antes que las ciudades que se elevaron
cerca de los ríos en los países fértiles. Más de la mitad de la Arabia es un
vasto desierto, ya arenoso, ya pedregoso. Pero la Arabia feliz ha merecido
este nombre, porque estando rodeada de soledades y de una mar
tempestuosa, ha estado al abrigo de los ladrones llamados conquistadores,
hasta Mahoma, y aun entonces no fue sino la compañera de sus victorias.
Esta ventaja es bien superior a sus aromas, a su incienso y a su canela, que
es de una mediana calidad, y aun a su café que actualmente hace su riqueza.
La Arabia desierta es un país miserable, habitado por algunos
amalecitas, moabitas y madianitas: país horrible que contiene hoy en día
nueve o diez mil árabes, ladrones errantes, que es todo lo que puede
mantener. En estos mismos desiertos es en donde se dice que dos millones
de hebreos estuvieron cuarenta años. Esta no es la verdadera Arabia, y a
este país le llaman frecuentamente desierto de la Siria.
La Arabia pétrea no saca este nombre sino del de Petra, pequeña
fortaleza a quien los árabes no dieron seguramente tal nombre, pero que fue
llamada así por los griegos hacia el tiempo de Alejandro. Esta Arabia pétrea
es muy pequeña y puede ser confundida, sin hacerle ningún perjuicio, con
la Arabia desierta. La una y la otra han sido siempre habitadas por
cuadrillas vagabundas, y fue cerca de esta Arabia pétrea que se edificó la
ciudad llamada por nosotros Jerusalén.
Por lo que corresponde a la dilatada parte llamada feliz, cerca de la
mitad de ella se compone también de desiertos, pero cuando uno se interna
algunas millas en las tierras, sea al oriente de Moka, sea al oriente de La
Meca, entonces se encuentra el país más agradable de la Tierra. Es un
verano continuo, el aire está perfumado por el olor de las plantas aromáticas
que la naturaleza hace crecer allí sin cultivo. Mil riachuelos bajan de las
montañas y entretienen una frescura perpetua que atempera el calor del sol,
bajo la sombra de los árboles siempre verdes.
Principalmente es en este país donde la palabra jardín, paraíso, significa
favor celeste.
Los jardines de Sanáa hacia Adén fueron más famosos para los árabes,
que no lo fueron después los de Alcinoo para los griegos, y este Adén o
Edén se llamaba el lugar de las delicias. Aun se habla de un antiguo Skedad
cuyos jardines no eran menos celebrados. La sombra era la felicidad de
estos países muy cálidos.
El vasto país de Yemen es tan hermoso, sus puertos están tan felixmente
situados sobre el océano Índico, que se dice que Alejandro quiso conquistar
el Yemen para poner allí la silla de su imperio y establecer el almacén
general del comercio del mundo. Hubiera conservado el antiguo canal de
los reyes de Egipto que unía el Nilo al mar Rojo, y todos los tesoros de la
India hubieran pasado de Adén o Edén a la ciudad de Alejandría. Una
empresa semejante no se parece a las fábulas insípidas y absurdas de que
está llena toda la historia antigua. Hubiera sido necesario subyugar toda la
Arabia, y si alguno podía hacerlo era Alejandro, pero parece que no le
temían absolutamente, pues ni aun le enviaron diputados cuando él tenía
bajo su poder el Egipto y la Persia.
Los árabes protegidos por sus desiertos y por su valor, jamás han
sufrido el yugo extranjero. Trajano sólo conquistó un poco de la Arabia
pétrea: aun hoy día los árabes desprecian el poder de los turcos. Este gran
pueblo siempre ha sido tan libre como los escitas y más civilizado que ellos.
Es necesario no confundir los antiguos árabes con las bandadas que se
creen descendientes de Ismael. Los ismaelitas o agarenos, o aquellos que se
llamaban hijos de Cethura eran tribus extranjeras que no pusieron nunca el
pie en la Arabia feliz. Sus cuadrillas se hallaban errantes en la Arabia pétrea
hacia el país de Madián: después se mezclaron con los verdaderos árabes en
el tiempo de Mahoma,y entonces fue cuando estas bandadas abrazaron su
religión.
Los pueblos de la Arabia propiamente llamada así, eran verdaderamente
indígenas; es decir que de tiempo inmemorial habitaban este hermoso país,
sin mezcla de ninguna otra nación, sin haber sido jamás conquistados, ni
haber sido conquistadores. Su religión era la más natural y la más sencilla
de todas. Era el culto de un Dios, y la veneración por las estrellas, que bajo
un cielo tan hermoso y puro parecían anunciar la grandeza de un Dios con
más magnificencia que el resto de la naturaleza. Miraban a los planetas
como mediadores entre Dios y los hombres; esta religión la tuvieron hasta
el tiempo de Mahoma. Creo muy bien que tuvieron muchas supersticiones
pues que eran hombres; pero separados del resto del mundo por mares y por
desiertos, poseedores de un país delicioso, y hallándose superiores a toda
necesidad y a todo temor, debieron ser menos malos y menos supersticiosos
que las demás naciones.
Jamás se les ha visto invadir el bien de sus vecinos como bestias
carniceras hambrientas, ni desollar a los débiles pretextando las órdenes de
la divinidad, ni hacer la corte a los poderosos, adulándolos por medio de
falsos oráculos: sus supersticiones no fueron ni absurdas ni bárbaras.
No se habla de ellos en nuestras historias universales, fabricadas en
nuestro occidente: lo creo muy bien, porque no tienen ninguna relación con
la pequeña nación judía que se ha hecho el objeto y el fundamento de
nuestras pretendidas historias universales, en las cuales un cierto número de
autores, copiándose los unos a los otros, olvidan las tres cuartas partes de la
tierra.

16. De Bram, Abram, Abraham.


Parece que este nombre Bram, Brahma, Abram, Ibraim era uno de los
nombres más comunes a los antiguos pueblos del Asia. Los indios que
nosotros creemos ser una de las primeras naciones, hacen de su Brahma un
hijo de Dios que enseña a los Brahmas el modo de adorarlei Este nombre
fue venerado de unos a otros. Los árabes, los caldeos y los persas se lo
apropiaron, y los judíos lo miraron como uno de sus patriarcas. Los árabes
que traficaban con los indios fueron probablemente los primeros que
tuvieron algunas ideas confusas de Brahma, que ellos llamaro Abrama, y de
quien, seguidamente, se vanagloriaron sus descendientes.
Los caldeos lo adoptaron como un legislador. Los persas llamaban a su
antigua religión Miliat Ibraim, o Abraham, era de la Bactriana, y había
vivido cerca de la ciudad de Balk; reverenciaban en él un profeta de la
antigua religión de Zoroastro. Seguramente no pertenece sino a los hebreos,
porque ellos le reconocen por su padre en sus libros, sagrados.
Algunos sabios han creído que este nombre era indio, porque los
sacerdotes, indios se llamaban brahmas o brachmanes, y porque, varias de
sus instituciones sagradas tienen una relación muy aproximada a este
nombre, en lugar de que entre los Asiáticos occidentales, no se ve ningún
establecimiento cuyo nombre derive de Abram o Abraham. Ninguna
sociedad se ha llamado Abrámica, ningún rito, ninguna ceremonia ha tenido
este nombre; pero puesto que los libros judíos dicen que Abraham es la raíz
o estirpe de los hebreos, es necesario creer sin dificultad a estos judíos, que
sin embargo de ser detestables para nosotros, son no obstante mirados como
nuestros precursores, y nuestros señores.
El Alcorán cita, tocante a Abraham, las antiguas historias árabes, pero
habla muy poco de esto: se pretende que este Abraham fue el fundador de
La Meca.
Los judíos le hacen venir de Caldea y no de la India, o de la Bractriana;
ellos eran vecinos de la Caldea, y les eran desconocidas la Lidia y la
Bactriana. Abraham era un extranjero para todos estos pueblos, y siendo la
Caldea un país muy famoso para las ciencias y artes desde mucho tiempo,
era un honor, hablando humanamente, para una nación mezquina y bárbara,
encerrada en la Palestina, el contar un antiguo sabio, reputado caldeo, en el
número de sus antepasados.
Si es permitido, el examinar la parte histórica de los libros judíos, por
las mismas reglas que nos dirigen en la critica de otras historias, es
necesario convenir con todos los comentadores que el Pentateuco estaría
sujeto a algunas dificultades si se hallase en otra historia.
El Génesis, después de haber referido la muerte de Tharé, dice que
Abraham, su hijo, salió de Aran de edad de setenta y cinco años, y es
natural el creer que no dejó su país hasta después de la muerte de su padre.
Pero el Génesis dice que habiéndolo engendrado Tharé a la edad de
setenta años, vivió hasta la de doscientos y cinco, y así Abraham hubiera
tenido ciento y treinta y cinco años cuando dejó la Caldea. Parece extraño
que a esta edad hubiese abandonado el fértil país de la Mesopotamia, para ir
a trescientas millas de, allí al territorio estéril y pedregoso de Sichem, que
no era un punto de comercio. De Sichem se le hace ir a comprar trigo a
Menfis, distante cerca de seiscientas millas, y desde luego que llega, el rey
se enamora de su mujer de setenta y cinco años.
Yo no me introduzco en lo que esta historia tiene de divino, y sólo trato
siempre de averiguar la antigüedad. Se ha dicho que Abraham recibió
grandes presentes del rey de Egipto.18 Este país era desde entonces un
poderoso estado; la monarquía estaba establecida, las artes estaban pues
cultivadas: el río habla sido sujetado a sus límites y se habían abierta
canales por todas partes para recibir las inundaciones, sin lo cual aquel país
no hubiera sido habitable.
Ahora pues, pregunto a todo hombre sensato si ¿no hubieran sido
necesarios siglos para establecer un imperio semejante, en un país largo
tiempo inaccesible y devastado por las aguas mismas que lo fertilizaban?
Abraham, según el Génesis, llegó a Egipto dos mil años antes de nuestra era
vulgar. Es necesario pues perdonar a los Manetons, a los Herodotos, a los
Diodoros, a los Eratóstenes, y a muchos otros, la prodigiosa antigüedad que
todos ellos conceden al reino de Egipto, y esta antigüedad debe ser muy
moderna en comparación de la de los caldeos y de los sirios.
Que sea permitido el observar un rasgo de la historia de Abraham. Está
representado a su salida de Egipto como un pastor errante entre el monte
Carmelo y el lago Asfáltide: este es el desierto más árido de la Arabia
pétrea; todo el territorio es betuminoso, el agua es muy escasa, y la poca
que se encuentra es menos potable que la de la mar. Conduce allí sus
tiendas con trescientos dieciocho criados, y su sobrino Lot está establecido
en la ciudad o lugar de Sodoma. Un rey de Babilonia, un rey de Persia, un
rey del Puente, y un rey de varias otras naciones se unen para hacer la
guerra a Sodoma y a los cuatro pueblos vecinos. Se hacen dueños de todos,
igualmente que de Sodoma; Lot queda prisionero suyo. No es fácil
comprender cómo se reunieron cuatro grandes reyes poderosos para atacar
una cuadrilla de árabes, en un rincón de la tierra tan inculto y solitario, ni
como Abraham deshizo tan poderosos monarcas con trescientos criados, y
los persiguió hasta mas allá de Damasco. Algunos traductores han escrito
Dan por Damasco, pero Dan no existía en tiempo de Moisés, y aun menos
en tiempo de Abraham. Desde la extremidad del lago Asfáltide, en donde
estaba Sodoma situada, hasta Damasco, hay más de trescientas millas de
camino. Todo esto es superior a lo que nosotros podemos comprender: todo
es milagroso en la historia de los hebreos. Nosotros ya lo hemos dicho y
aun lo repetimos, que creemos todos estos prodigios y todos los demás sin
ningún examen.

17. De la India

Si es permitido el formar conjeturas, los indios hacia el Ganges son quizá


los hombres más antiguamente reunidos en cuerpo de pueblo. Es cierto que
el terreno en el que los animales encuentran los pastos más fácilmente está
cubierto bien pronto de la especie que puede mantener; pues bien, no hay
ningún país en el mundo en el que la especie humana tenga bajo su mano
los alimentos más sanos, más agradables y en más gran abundancia que
hacia el Ganges. El arroz crece allí sin cultivo; el coco, la palma y la
higuera presentan por todas partes frutos deliciosos; el naranjo y el
limonero dan también bebidas refrigerantes y sirven de mantenimiento; las
cañas de azúcar están abundantísimas, y los palmeros e higueras de grandes
hojas procuran sombras espesas. En aquel clima no hay necesidad de
desollar los rebaños para resguardar a los niños del rigor de la estación; aun
hoy en día se crían desnudos hasta la edad de la pubertad; jamás ha sido
necesario exponer la vida atacando a los animales a fin de mantenerse con
sus miembros destrozados, como ha sucedido en casi todos los demás
países.
Los hombres se habrán reunido por sí mismos en sociedad bajo un
clima tan dichoso; no se habrá disputado un terreno árido para establecer
ganados flacos, y no se habrá hecho la guerra por un pozo, o por una fuente
como han hecho los bárbaros en la Arabia pétrea.
Los brahmas se lisonjean de poseer los monumentos más antiguos que
existen sobre la tierra. Las singularidades que el emperador de la China
Cam-hi tenía en su palacio eran de la India: hacía ver a los misioneros
matemáticos antiguas monedas indias acuñadas, muy anteriores a las
monedas de cobre de los emperadores chinos, y es muy probable que los
reyes de Persia aprendiesen de los indios el arte monetario.
Los griegos, antes de Pitágoras, viajaban en la India para instruirse. Los
signos de los siete planetas y de los siete metales son aun en casi toda la
tierra los que inventaron los indios: los árabes estuvieron obligados a tomar
sus números. El juego que hace más honor al entendimiento humano nos
viene, sin disputa, de la India; los elefantes, a los cuales nosotros hemos
substituido con las torres, sirven de prueba: era muy natural que los indios
hiciesen marchar a los elefantes, pero no lo es el que anden las torres.
En fin, los pueblos más antiguamente conocidos, los persas, los
fenicios, los árabes y los egipcios, fueron desde tiempo inmemorial a
traficar a Indias para traer las especerías que la naturaleza no cría sino en
aquellos climas, y los indios jamás fueron a buscar cosa alguna de las otras
naciones.
Se nos habla de un Baco, que vino según dicen de Egipto, o de un país
del Asia occidental, para conquistar la India. Este Baco sea quien fuere,
sabía que había a la extremidad de nuestro continente una nación que valía
más que la suya. La necesidad hizo los primeros ladrones: ellos no
invadieron la India sino porque era rica, y seguramente el pueblo rico está
civilizado e instruido mucho tiempo antes que un pueblo dispuesto al
pillaje.
Lo que más me admira de la India es aquella antigua opinión sobre la
transmigración de las almas, que con el tiempo se extendió hasta la China y
en la Europa. Esto no prueba que los indios supiesen lo que era una alma;
pero ellos imaginaron que este principio, sea aéreo, sea ígneo, iba
sucesivamente a animar otros cuerpos. Examinemos con atención lo que
este sistema filosófico influye en las costumbres. Sirve de un grande freno
para los malvados el temor de ser condenados por Visna y por Brahma a ser
convertido en uno de los más viles y desgraciados animales: nosotros
veremos luego que todos los grandes pueblos tenían una idea de la otra
vida, aun que con diferentes nociones. Yo apenas veo entre los antiguos
imperios sino los chinos, que no hubiesen establecido la doctrina de la
inmortalidad del alma. Sus primeros legisladores no promulgaron sino leyes
morales: ellos creyeron que bastaba exhortar a los hombres a la práctica de
las virtudes, y obligarles a seguirlas por medio de una severa policía.
Los indios tuvieron un freno más, abrazando la doctrina de la
metempsícosis; el temor de matar a su padre o su madre matando a los
hombres y a los animales, les inspiró horror por toda muerte y por toda
violencia, y esto formó en ellos una segunda naturaleza. Así pues, todas las
familias que no se aliaron ni con los árabes, ni con los tártaros, son aun hoy
en día los más apacibles de todos los hombres. Su religión y su clima
hicieron a estos pueblos enteramente semejantes a los animales pacíficos,
que nosotros criamos en nuestras cabañas y palomares para degollarlos a
nuestro gusto. Todas las naciones feroces que vinieron del Cáucaso, del
Tauro y del Ymato, para subyugar a los habitantes de las orillas del Indo,
del Idaspo y del Ganges, los sujetaron con solo presentarse.
Esto es lo que sucedería ahora a los cristianos primitivos llamados
cuáqueros, tan pacíficos como los indios, serían devorados por otras
naciones si no estuviesen protegidos por sus belicosos compatriotas. La
religión cristiana que sólo estos primitivos siguen a la letra, es tan enemiga
de la sangre como la pitagórica; pero los pueblos cristianos jamás han
observado su religión, y las antiguas castas indias siempre han practicado la
suya. He ahí porque el sistema pitagórico es la sola religión del mundo que
haya tenido como sentimiento de piedad filial y amor religioso, el horror de
dar la muerte.
La transmigración de las almas es un sistema tan sencillo, y aun tan
verosímil a los ojos de los pueblos ignorantes, es tan fácil de creer que lo
que anima a un hombre puede en seguida animar a otro, que todos aquellos
que adoptaron esta religión, creyeron ver las almas de sus parientes en todos
los hombres que los rodeaban. Todos se creyeron hermanos, padres, madres,
hijos, los unos de los otros, y esta idea inspiraba necesariamente una
caridad universal; se temía dañar a un ser que fuese individuo de la familia:
en una palabra, la antigua religión de la India y la de los letrados de la
China, son las solas en las cuales los hombres no han sido bárbaros. ¿Cómo
habrá podido suceder que después, estos mismos hombres que se hacían un
crimen de degollar a un animal, permitiesen que sus mujeres se quemasen
sobre los cuerpos de sus maridos, por la vana esperanza de renacer en
cuerpos más hermosos y más dichosos? Es porque el fanatismo y las
contradicciones son el patrimonio del género humano.
Sobre todo, es necesario considerar que la abstinencia de la carne de los
animales es una consecuencia de la 'naturaleza del clima. El calor extremo y
la humedad pudren muy pronto las carnes, que son allí de mal
mantenimiento: los licores fuertes también estáu privados por la naturaleza,
que exige en la India bebidas refrigerantes. La metempsicosis pasó
ciertamente a nuestras naciones septentrionales: los Celtas creyeron que
renacían en otros cuerpos; pero si los druidas hubieran añadido a esta
doctrina la privacion de las carnes, no hubieran sido obedecidos.
No conocemos casi ninguno de los antiguos ritos de los brahmas
conservados hasta nuestros días: ellos veían muy poco los libros de
Hanscrit, que aun conservan en la antigua lengua sagrada: su Veidam, su
Shasta, han sido tan largo tiempo desconocidos, como el Zend de los persas,
y los cinco Kings de los chinos. No hay apenas sino ciento y veinte años
que los Europeos tuvieron las primeras nociones de los cinco Kings, y el
Zend no ha sido visto sino por el célebre doctor Hyde, que no tuvo con qué
comprarlo ni pagar al intérprete, y por el mercader Chardin, que no quiso
pagar por él lo que le pedían. Nosotros no tuvimos sino este extracto del
Zend, o este Sadder, del que ya he hablado.
Una casualidad más dichosa ha procurado a la biblioteca de París un
antiguo libro de los brahmas; el Ezur-Veidam escrito antes de la expedición
de Alejandro en la India, con un ritual de todas las antiguas ceremonias de
los bracmanes, intitulado el Cormo-Veidam; este manuscrito, traducido por
un brahma, no es a la verdad el mismo Veidam, pero es un resumen de las
opiniones y de los ritos contenidos en esta ley. Nosotros tenemos hace muy
pocos años el Shasta, y lo debemos a los cuidados y a la erudición de M.
Holvell que estuvo mucho tiempo entre los brahmas. El Shasta es quince
años más moderno que el Veidam según el cálculo de este sabio inglés.19 No
podemos pues lisonjearnos de poseer actualmente ningún otro conocimiento
de los antiguos escritos que se hallen en el mundo.
Es necesario perder la esperanza de tener jamás cosa alguna de los
egipcios; sus libros están perdidos; su religión está aniquilada, no entienden
ya su antigua lengua vulgar, y aun menos la sagrada. Así pues, lo que estaba
más cerca de nosotros, lo que era más fácil de conservar depositado en
bibliotecas inmensas, ha perecido para siempre, y nosotros hemos hallado al
fin del mundo monumentos no menos auténticos, y que no debíamos
esperar el descubrirlos.
No se puede dudar de la verdad, sobre la autenticidad de este ritual de
los bracmanes de que acabo de hablar. El autor seguramente no lisonjea su
secta, no trata de disfrazar las supersticiones, ni de darles verosimilitud por
medio de explicaciones forzadas, ni de hacerlas perdonables valiéndose de
alegorías. Él da cuenta de las leyes las más extravagantes con la sencillez de
la mejor buena fe: se ve allí al espíritu humano en la plenitud de su miseria.
Si los brahmas observasen todas las leyes de su Veidam, no habría allí
ningún religioso que quisiese sujetarse a este estado. Apenas ha nacido el
hijo de un brahma cuando ya es esclavo de las ceremonias. Se frota su
lengua con pez empapada en harina; se pronuncia la palabra oum; se
invocan veinte divinidades subalternas antes de cortarle el ombligo;
también se le dice vivid para mandar a los hombres, y desde luego que
puede hablar se le hace conocer la dignidad de su rango. En efecto, los
bracmanes fueron largo tiempo soberanos en la India, y la teocracia se
estableció en aquel vasto territorio con más fuerza que en ningún otro país
del mundo.
Muy pronto se pone al niño a la luna, se ruega al ser supremo que borre
los pecados que puede haber cometido, aunque no tenga mas de ocho días
de nacido, se cantan antífonas al fuego, y se da al niño, con cien
ceremonias, el nombre de Chormo., que es el título de honor de los
brahmas.
Así que el niño puede andar, pasa su vida en bañarse y en rezar
oraciones: hace el sacrificio de los muertos, y este sacrificio está instituido
para que Brama dé a las almas de los abuelos del niño una morada
agradable es otros cuerpos.
Se dirigen oraciones a los cinco vientos que pueden salir por las cinco
aberturas del cuerpo humano. Esto no es más extraño que las oraciones
dirigidas al dios Pedo por las viejas de Roma.
Ninguna función de la naturaleza, ninguna acción está sin oraciones
entre los brahmas. La primera vez que se afeita la cabeza del niño, el padre
dice a la navaja muy devotamente: Navaja, afeita a mi hijo come has
afeitado al sol y al dios Yndro. Habrá podido suceder, según esto, que el
dios Yndro haya sido afeitado alguna vez; pero por lo que toca al sol, esto
no es fácil de comprender, a menos que los brahmas no hayan tenido entre
ellos a nuestro Apolo que aun representamos sin barbas.
La relación de todas estas ceremonias seria tan enfadosa, como son
ridículas a nuestro parecer, y en su ceguedad ellos dicen otro tanto de las
nuestras; pero hay entre ellos un misterio que no puede pasarse en silencio;
es el Matricha Machom. Por este misterio se recibe un nuevo ser, una uneva
vida.
El alma se supone que está en el pecho, y en efecto este es el parecer de
casi toda la antigüedad. Se pasa la mano del pecho a la cabeza, apoyando
sobre el nervio que va de uno de estos órganos al otro y se conduce así el
alma al cerebro. Cuando se está seguro que el alma ha subido, entonces el
joven exclama que su alma y su cuerpo están reunidos al ser supremo, y
dice: Soy, yo mismo, una parte de la divinidad.
Esta opinión ha sido la de los más respetables filósofos de la Grecia, de
aquellos estoicos que han elevado la naturaleza humana a ungrado superior
a ella misma, y la de los divinos Antoninos, y es necesario confesar que
ninguna cosa es más capaz de inspirar grandes virtudes. Creerse una parte
de la divinidad, es imponerse la ley de no hacer cosa alguna que no sea
digna de Dios mismo.
Se encuentra en esta ley de los Bracmanes diez mandamientos, que son
diez pecados que deben evitarse: estos pecados están divididos en tres
especies, los pecados del cuerpo, los de la palabra y los de la voluntad.
Pegar, matar a su prójimo, robarle, violar las mujeres, son pecados del
cuerpo; disimular, mentir, injuriar, son los pecados de la palabra; y los de la
voluntad consisten en desear mal, en ver con envidia el bien de los otros, y
el no resentirse de las miserias de los demás. Estos diez mandamientos
hacen perdonar todos los ritos ridículos. Se ve evidentemente que la moral
es la misma en todas las naciones civilizadas, mientras que los usos los más
consagrados por un pueblo, parecen a los demás o extravagantes u odiosos.
Los ritos que se hallan establecidos dividen hoy en día al género humano, y
la moral lo reúne.
La superstición no impidió jamás a los bracmanes el que reconociesen
un Dios único. Estrabón, en su libro quince dice que adoran a un Dios
supremo, que guardan silencio muchos años, antes de atreverse a hablar,
que son sombríos, castos y temperantes, que viven como justos y que
mueren sin pesar. Este es el testimonio que les dan Santo Tomas de
Alejandría, Apuleo, Porfiro, Pallada y San Ambrosio. No olvidemos sobre
todo que tuvieron un paraíso, y que los hombres que abusaron de los
beneficios de Dios fueron arrojados de este paraíso.
La caída del hombre degenerado es el fundamento de la teología de tasi
todas las naciones. La inclinación natural del hombre en quejarse de lo
presente y en elogiar lo pasado, ha hecho imaginar en todas partes una
especie de edad de oro a la cual han sucedido los siglos de hierro. Lo que es
aun más singular, es que el Veidam de los antiguos bracmanes enseña que el
primer hombre fue Adimo, y la primera mujer Procretia. En la India Adimo
significaba Señor y Procretia quería decir la vida, así como Eva entre los
fenicios, y aun entre los hebreos sus imitadores, significaba también la vida
o la serpiente. Esta conformidad merece una grande atención.

18. De la China.

¿Nos atreveremos a hablar de los chinos sin referirnos a sus propios anales?
Están confirmados por el testimonio unánime de nuestros viajeros de
diferentes sectas, dominicos, jesuitas, luteranos, calvinistas, anglicanos,
todos interesados en contradecirse. Es evidente que el imperio de la China
estaba formado hace más de cuatro mil años. Este pueblo antiguo jamás oyó
hablar de ninguna de las revoluciones físicas, de las inundaciones y de los
incendios, que la débil memoria ha conservado y alterado en las fábulas del
diluvio de Deucalion y de la caída de Faetonte. El clima de la China se
había preservado de estos azotes como lo estuvo siempre de la verdadera
peste, que tantas veces ha desolado el África, el Asia, y la Europa.
Si hay algunos anales que tengan un carácter de certeza, son los de los
chinos, que han unido, como se ha dicho ya en otra parte, la historia del
cielo a la de la tierra. Es el solo pueblo que constantemente ha marcado sus
épocas por los eclipses y por las conjunciones de los planetas, y nuestros
astrónomos que han examinado sus cálculos han quedado admirados de
haberlos encontrado exactos casi todos. Las otras naciones inventaron
fábulas alegóricas, y los chinos escribieron su historia con la pluma, y el
astrolabio en la mano., y con una sencillez de que no hay ejemplo en el
resto del Asia.
Cada reinado de sus emperadores ha sido escrito por sus
contemporáneos; no se nota ningún modo diferente de contar entre ellos,
ningunas cronologías contradictorias. Nuestros viajeros misioneros, refieren
con candor que cuando ellos hablaron al sabio emperador Cam-hi de las
variaciones considerables de la cronología de la Vulgata, de los setenta, y
de los samaritanos, Cam-hi les respondió: ¿Es posible que los libros en que
vosotros creéis se contradigan?
Los chinos escribían sobre tablillas ligeras que sacaban de sus gruesas
cañas, cuando las caldeos no escribían sino sobre ladrillos groseros: aun
conservan sus antiguas tablillas que han sabido resguardar de la
podredumbre por medio de sus barnices: quizás son estos los monumentos
más antiguos del mundo. No existe entre ellos ninguna historia antes de la
de sus emperadores, ni ninguna ficción, ningún prodigio, ningún hombre
inspirado que se diga semi-Dios, como entre los egipcios y los griegos: así
que este pueblo escribió lo hizo razonablemente.
Difiere principalmente de las otras naciones en cuanto su historia no
hace mención ninguna de un colegio de sacerdotes que haya influido nunca
sobre las leyes. Los chinos no ascienden hasta los tiempos salvajes en los
que los hombres tuvieron necesidad de que se les engañase para
conducirlos. Otros pueblos empezaron su historia por el origen del mundo:
el Zend de los persas, el Chasta y el Veidam de los indios, Sanchoniathon,
Manethon, en fin hasta Hesíodo, todos suben al origen de las cosas y a la
formación del universo. Los chinos no han caído en esta locura; su historia
es la del tiempo histórico.
Sobre esto debe principalmente apurarse nuestro grande principio de
que una nación cuyas primeras crónicas confirman la existencia de un vasto
imperio, poderoso y sabio, debe haber estado reunida en cuerpo de pueblo
durante siglos anteriores. Ved este pueblo que después de más de cuatro mil
años ha escrito diariamente sus anales. Lo repito ¿no es una demencia el no
ver que para ejercitar todas las artes que exigen la sociedad de los hombres,
y para llegar no tan solamente a escribir, sino hasta el punto de escribir
bien, ha sido necesario más tiempo que el que ha durado el imperio chino,
no contando sino desde el emperador Fo-ha hasta nuestros días? No hay
ningún letrado chino, que dude que los cinco kings no haya sido escritos
dos mil y trescientos años antes de nuestra era vulgar. Este monumento
precede pues en trescientos años a las primeras observaciones de los
babilonios enviadas a Grecia por Calisteno. De buena fe, ¿es cosa propia de
los letrados de París el disputar la antigüedad de un libro chino, mirado
como auténtico por todos los tribunales de la China?20
Los primeros rudimentos son generalmente más lentos entre los
hombres que los grandes progresos. Acordémonos siempre que casi nadie
sabía escribir, hace quinientos años, ni en el norte, ni en la Alemania, ni
entre nosotros mismos. Esas tarjas de que se sirven aun hoy día los
panaderos, eran nuestros jeroglíficos y nuestros libros de cuentas. No había
otra aritmética para recoger los impuestos, y la palabra misma lo
comprueba todavía en nuestros campos. Nuestras costumbres caprichosas,
que no se han empezado a recopilar por escrito sino de cuatrocientos
cincuenta años a esta parte, nos enseñan cuán raro era entonces el arte de
escribir. No hay ningún pueblo en Europa que no haya hecho últimamente
más progresos durante medio siglo, que los que había hecho desde las
invasiones de los bárbaros hasta el siglo catorce.
Yo no examinaré aquí por qué los chinos instruidos en el conocimiento
y en la práctica de todo lo que es útil a la sociedad, no han adelantado en las
ciencias hasta el punto en que nosotros lo estamos hoy en día. Son tan
malos físicos como nosotros lo eramos doscientos años hace, y como lo
eran los griegos y los romanos; pero han perfeccionado la moral que es la
primera de las ciencias.
Su vasto y populoso imperio estaba ya gobernado como una familia de
la cual el monarca era el padre, y que miraba como hermanos mayores
cuarenta tribunales de legislación, cuando nosotros nos hallábamos errantes
en pequeño número en el bosque de las Ardenas.
Su religión era sencilla, sabia, augusta, libre de toda superstición y de
toda barbarie, cuando nosotros no teníamos aun ni los Teutales, a quienes
los druidas sacrificaban los hijos de nuestras antepasados en grandes
canastas de mimbres.
Los emperadores de la China ofrecían ellos mismos dos veces al año al
Dios del universo, o Chang-ti, o Tien, o principio de todas las cosas, las
primicias de las cosechas ¿pero de qué cosechas? De lo que ellos hablan
sembrado con sus propias manos. Esta costumbre se ha sostenido, durante
cuarenta siglos, en medio de las revoluciones y de las más horribles
calamidades.
La religión de los emperadores y de los tribunales, jamás estuvo
deshonrada por los impostores; jamás estuvo turbada por las contiendas del
sacerdocio y del imperio; jamás se vio cargada de innovaciones absurdas
que se combaten las unas a las otras, y cuya demencia ha puesto al fin el
puñal en las manos de los fanáticos conducidos por los facciosos. Sobre
esto son superiores los chinos a todas las naciones del universo.
Su Confulzé, a quien nosotros llamamos Confucio, no imaginó ni
opiniones nuevas, ni ritos nuevos: no hizo el papel de inspirado ni de
profeta: era un sabio magistrado que enseñaba las leyes. Nosotros decimos
alguna vez, y muy fuera de propósito, la religión de Confucio: no había otra
que la de los emperadores y de todos los tribunales, ninguna otra que la de
los primeros sabios. Él recomienda la virtud y no predica ningún misterio.
Dice en su primer libro que para aprender a gobernar es necesario
corregirse continuamente. En el segundo prueba que Dios ha grabado por sí
mismo la virtud en el corazón del hombre, que el hombre no ha nacido
malo, pero que viene a serlo por su culpa. El tercero es un compendio de
máximas puras en donde no hallaréis nada bajo, ni ninguna alegoría
ridicula. Tuvo cinco mil discípulos y pudo ponerse a la cabeza de un partido
poderoso; pero quiso más bien instruir a los hombres que gobernarlos.
Se ha hablado con fuerza en el Ensayo sobre los costumbres etc., contra
la temeridad que hemos tenido en el extremo del occidente de querer juzgar
aquella corte oriental, y de atribuirle el ateísmo. ¿Por qué furor, en efecto,
algunos de entre nosotros han podido llamar ateo a un imperio cuyas leyes
están todas fundadas sobre el conocimiento de un ser supremo, remunerador
y vengador? Las inscripciones de sus templos, cuyas copias auténticas
tenemos, son21: «Al primer principio, sin principio ni fin. Él lo ha hecho
todo, él lo gobierna todo. Él es infinitamente bueno, infinitamente justo; él
alumbra, sostiene y arregla toda la naturaleza.»
Se ha tachado en Europa a los jesuitas de que no gustaban el lisonjear a
los ateos de la China. Un francés llamado Maigrot, nombrado por el papa
obispo in partibus de Conoa en la China, fue enviado allí por el mismo papa
para juzgar la causa. Este Maigrot no entendía ni una palabra de la lengua
china, y sin embargo, trató a Confucio de ateo por estas palabras de este
grande hombre: «El cielo me ha dado la virtud, el hombre no puede
dañarme.» El más grande de nuestros santos no ha sentado una máxima más
celeste. Si Confucio era ateo, Catón y el canciller del Hospital lo eran
igualmente.
Repitamos aquí, para avergonzar a la calumnia, que los mismos
hombres que sostenían contra Bayle que una sociedad de ateos no podía
existir, establecían al mismo tiempo que el más antiguo gobierno de la tierra
era una sociedad de ateos. No podemos avergonzarnos demasiado de
nuestras contradicciones.
Repitamos también que los letrados chinos, adoradores de un solo Dios,
abandonaron al pueblo a las supersticiones de los bonzos. Recibieron la
fiesta de Laokium, la de Fo y varias otras. Los magistrados conocieron que
el pueblo podía tener religiones distintas de la del Estado, porque tiene una
naturaleza más grosera, y toleraron los bonzos y los contuvieron. Casi en
todas las demás partes, aquellos que hacían el oficio de bonzos tenían la
autoridad principal.
Es cierto que las leyes de la China no hablan absolutamente de penas y
de recompensas después de la muerte: ellos no han querido asegurar lo que
no sabían. Esta diferencia de los chinos a todos los grandes pueblos
civilizados es admirable. La doctrina del infierno era útil y el gobierno
chino jamás la ha admitido. Se contentaron con exhortar a los hombres a
que venerasen el cielo y fuesen justos: creyeron que una policía exacta,
siempre en ejercicio, haría mas efecto que las opiniones que pueden ser
combatidas, y que se temerá más una ley siempre presente, que otra que
está por venir. Hablaremos a su tiempo de otro pueblo no tan considerable,
que tuvo poco más o menos la misma idea, pero que fue conducido por
caminos desconocidos a los otros hombres.
Resumamos aquí solamente que el imperio chino subsistía con
esplendor cuando los caldeos empezaban el curso de sus mil novecientos
años de observaciones astronómicas, enviadas a Grecia por Calisteno.
Entonces reinaban los brahmas en una parte de la India; los persas tenían
sus leyes; los árabes en el mediodía, y los escitas en el septentrión vivían
debajo de tiendas; y el Egipto, del que vamos a hablar, era un reino
poderoso.

9. Del Egipto.

Me parece fácil de conocer la causa por la cual los egipcios, a pesar de su


antigüedad, no pudieron estar reunidos en cuerpos civilizados, instruidos,
industriosos y poderosos, sino muy largo tiempo después de los pueblos de
quienes acabo de hablar. La razón es clara: el Egipto hasta el Delta, está
cerrado por dos cordilleras de peñascos por entre los cuales se precipita el
Nilo bajando de la Etiopía, del mediodía al septentrión. En sus
desembocaderos en línea recta, no hay cataratas hasta la distancia de ciento
setenta leguas de tres mil pasos geométricos, y su ancho está en las diez, a
quince o veinte leguas hasta el Delta, que es la parte baja del Egipto y que
abraza una extensión de cincuenta leguas de oriente a occidente. A la
derecha del Nilo están los desiertos de la Tebaida, a la izquierda los arenales
inhabitables de la Libia, hasta el pequeño territorio en que fue construido el
templo de Amón.
Las inundaciones del Nilo debieron separar durante muchos siglos a
todos los colonos de una tierra inundada durante la tercera parte del año;
estas aguas corrompidas acumulándose continuamente debieron, por largo
tiempo, hacer un pantano de todo el Egipto. No sucede lo mismo en las
orillas del Éufrates, del Tigre, del Indo, del Ganges y de otros ríos que salen
de madre casi todos los años en los veranos, al tiempo de derretirse las
nieves. Sus avenidas no son tan grandes, y las vastas llanuras que los rodean
dan a los cultivadores toda la libertad de aprovecharse de la fertilidad de la
tierra.
Observemos sobre todo, que la peste, este azote del género humano,
reina a lo menos cada diez años en Egipto; sería sin duda mucho más
destructiva cuando las aguas del Nilo, corrompiéndose sobre la tierra,
añadían la infección a aquel contagio horrible; y así la población del Egipto
debió ser muy poco numerosa por espacio de muchos siglos.
El orden natural de las cosas parece que demuestra sin contradicción
que el Egipto fue una de las últimas tierras habitadas. Los trogloditas,
nacidos entre las rocas que guarnecen las orillas del Nilo, estuvieron
obligados a sufrir trabajos tan largos como penosos, para abrir canales que
recibiesen el río y levantar cabañas de veinte y cinco pies de alto. Esto es
sin embargo lo que fue necesario hacer antes de edificar a Tebas con sus
pretendidas cien puertas, antes de construir a Menfis, y de pensar en las
pirámides. Es bien extraño que ningún antiguo historiador haya hecho una
reflexión tan natural.
Ya hemos observado que en el tiempo en que se fijan los viajes de
Abraham, el Egipto era un reino poderoso. Sus reyes ya habían levantado
algunas de estas pirámides que aun espantan a los ojos de la imaginación.
Los árabes han escrito que la más grande fue construida por Saurid, algunos
siglos antes de Abraham. No se sabe en qué tiempo se edificó la famosa
Tebas con las cien puertas, o la ciudad de Dios, Diospolis. Parece que en
aquellos tiempos lejanos, las grandes ciudades tenían el nombre de ciudades
de Dios, como Babilonia. Pero ¿quien podrá creer que por cada una de las
cien puertas de aquella ciudad, salían doscientos carros armados en guerra y
diez mil combatientes? Esto haría veinte mil carros y un millón de soldados,
y contando un soldado por cada cinco personas, supondría este número,
cinco millones de habitantes en una sola ciudad, en un país que no es tan
grande como la España o como la Francia, y que no tenía según Diodoro de
Sicilia sino tres millones de habitantes y setenta mil soldados para su
defensa. Diodoro en el libro primero dice que el Egipto se hallaba tan
poblado, que antes había tenido hasta siete millones de habitantes, y que en
su tiempo tenía aun tres millones.
Tanto creéis en las conquistas de Sesostris, como en el millón de
soldados que salían por las cien puertas de Tebas. ¿No os parece leer la
historia de Picrocolo, cuando aquellos que copian a Diodoro os dicen que el
padre de Sesostris, fundando sus esperanzas en un sueño y un oráculo,
destinó a su hijo para ir a subyugar el mundo, y que hizo educar en su corte
en el ejercicio de las armas, a todos los jóvenes nacidos en el mismo día que
su hijo, y que no se les daba de comer sino después de haber corrido el
espacio de ocho de nuestras grandes leguas22; en fin, que Sesostris salió con
seiscientos mil hombres y veinte y siete mil carros de guerra, para ir a
conquistar toda la tierra desde el Indo hasta las extremidades del Ponto
Euxino, y que subyugó la Mingrelia y la Georgia, llamadas entonces la
Cólquida?23 Herodoto no duda que Sesostris haya dejado dos colonias en
Cólquida, porque él ha visto en Colcos hombres atezados y con cabellos
crespos, semejantes a los egipcios. Yo creería más bien que estas castas de
escitas, cuando asolaron por largo tiempo el Asia, antes del reinado de Ciro,
vinieron del mar Negro y del mar Caspio a saquear a los egipcios,
llevándoselos en esclavitud, y que Herodoto pudo o creyó ver sus
descendientes en Colcos. Si los habitantes de la Cólquida tuvieron en efecto
la superstición de hacerse circuncidar, habrían probablemente conservado
esta costumbre del Egipto, como sucedió casi siempre a los pueblos del
norte, que tomaban los ritos de las naciones civilizadas que habían
vencido.24
No se sabe que los egipcios hayan sido temibles en ningún tiempo, y
siempre han sido subyugados por los enemigos que entraron en su país. Los
escitas fueron los primeros: después Nabucodonosor conquistó el Egipto sin
resistencia: Ciro no tuvo otra cosa que hacer, sino enviar a uno de sus
tenientes: habiéndose revolucionado bajo Cambises, bastó una campaña
para someterlo, y este Cambises miró con tanto desprecio a los egipcios,
que en su presencia dio muerte a su dios Apis. Ochur redujo el Egipto en
una provincia de su reino. Alejandro, César, Augusto, y el califa Omar
conquistaron el Egipto con igual facilidad. Estos mismos pueblos de
Colcos, bajo el nombre de mamelucos, volvieron a apoderarse del Egipto en
el tiempo de, las cruzadas; en fin Selim I conquistó el Egipto en una sola
campaña, como todos los demás que habían ido allí. Sólo nuestros cruzados
han sido batidos por los egipcios, el más cobarde de todos los pueblos,
como puede inferirse de lo dicho; pero fue porque entonces los egipcios
estaban gobernados por la milicia de los mamelucos de Colcos.
Es cierto que un pueblo humillado podrá haber sido conquistador:
testigos los griegos y los romanos. Pero nosotros estamos más ciertos de la
grandeza de los romanos y de los griegos que de la de Sesostris.
Yo no niego que aquel que se nombra Sesostris, haya podido tener una
guerra ventajosa contra algunos etíopes, algunos árabes, y algunos pueblos
de la Fenicia. Entonces, según el lenguaje de los exageradores, se dirá que
ha conquistado toda la tierra. No hay ninguna nación subyugada que no
pretenda haber subyugado a otras naciones. La vanagloria de una antigua
superioridad consuela de la humillación presente.
Herodoto contaba ingenuamente a los griegos lo que los egipcios le
habían dicho. ¿Pero cómo es que no hablándole sino de prodigios, no le
dijeron cosa alguna de las famosas plagas de Egipto, y del combate mágico
entre los magos de Faraón y el ministro del Dios de los judíos, y de un
ejército entero sepultado en el fondo del mar Rojo, bajo las aguas elevadas
como montañas a derecha y a izquierda, para dejar pasar a los hebreos, las
cuales volviendo a caer, sumergieron a los egipcios? Este era seguramente
el más grande acontecimiento en la historia del mundo. ¿Cómo pues ni
Herodoto, ni Manetón ni Eratóstenes, ni ninguno de los griegos, tan grandes
apasionados de lo maravilloso, y siempre en correspondencia con el Egipto,
no han hablado de estos milagros que deberían ocupar la memoria de todas
las generaciones? Yo no hago seguramente esta reflexión para menoscabar
el testimonio de los libros hebreos, que reverencio como debo: y me limito
solamente a admirarme del silencio de todos los egipcios y de todos los
griegos. Seguramente, Dios no quiso que una historia tan divina, nos fuese
transmitida por una mano profana.

20. De la lengua de los egipcios y de sus símbolos.

El idioma de los egipcios no tenía ninguna relación con el de las naciones


del Asia. No se halla en este pueblo ni la palabra Adoni o Adonai, ni la de
Bal o Baal, palabras que significan el Señor, ni la de Mitra que era el sol
entre los persas, ni Melch que quiere decir rey en Siria, ni Shak que
significa lo mismo entre los indios y los persas. Se ve al contrario, que
faraón era la palabra egipcia que corresponde a rey: Oschiret (Osiris)
correspondía al Mitra de los persas, y el nombre vulgar on significaba el
sol. Los sacerdotes persas se llamaban mogh, los de los egipcios schoen,
con referencia al Génesis, capítulo 46. Los jeroglíficos y los caracteres
alfabéticos que nos ha conservado el tiempo y aun vemos grabados sobre
los obeliscos, no tienen ninguna relación con los de los otros pueblos.
Antes que los hombres hubiesen inventado los jeroglíficos, tenían
indubitablemente signos representativos; porque en efecto ¿qué han podido
hacer los primeros hombre, sino lo que nosotros hacemos cuando nos
hallamos en su situación? Que un muchacho se halle en un país cuya lengua
le sea desconocida, hablará por señas, y sino se le entiende, por poca
sagacidad que tenga, dibujará sobre una pared con un carbón las cosas que
necesite.
Se empieza por dibujar groseramente lo que se ha querido hacer
comprender, y el arte del dibujo precedió sin duda al arte de escribir. De
este modo escribían los mejicanos y los peruanos; ellos no habían
adelantado más. Este era el método de todos los primeros pueblos
civilizados. Con el tiempo se inventaron las figuras simbólicas: dos manos
entrelazadas significaban la paz, las flechas representaban la guerra: un ojo
demostraba la divinidad, un cetro representaba el reinado, y las líneas que
unían estas figuras expresaban algunas frases cortas.
Los chinos inventaron finalmente caracteres que cada uno de ellos
manifestaba una palabra de su lengua. ¿Pero cuál fue el pueblo que inventó
el alfabeto, que, poniendo a la vista los diferentes sonidos que pueden
articularse, da la facultad de combinar por escrito todas las palabras
posibles? ¿Quién pudo enseñar a los hombres por este medio, el arte de
grabar tan fácilmente sus pensamientos? Yo no repetiré aquí todos los
cuentos antiguos sobre este arte que eterniza todas las artes; diré solamente
que se han necesitado muchos siglos para poseerlo.
Los schoens, o sacerdotes de Egipto, continuaron largo tiempo
escribiendo con jeroglífícos, lo que está prohibido por el segundo artículo
de la ley de los hebreos, y cuando los pueblos del Egipto tuvieron caracteres
alfabéticos, los schoens tomaron otros diferentes que llamaron sagrados, a
fin de poner siempre una barrera entre ellos y el pueblo. Los magos y los
brahmas hicieron lo mismo, tanto el arte de no ser entendido de los hombres
ha parecido necesario para gobernarlos. No tan solamente estos schoens
tenían caracteres que les eran peculiares, sino que habían conservado
todavía la antigua lengua del Egipto, cuando el tiempo había cambiado la
del vulgo.
Manetón citado en el Eusebio, habla de dos columnas grabadas por
Thot, el primer Hermes, en caracteres de la lengua sagrada: pero ¿quién
sabe en que tiempo vivía este antiguo Hermes? Es muy verosímil que
viviese más de ochocientos años antes del tiempo de Moisés; porque
Sanchoniathon manifiesta haber leído los escritos de Thot, hechos, dice,
había ochocientos años; pero Sanchoniathon escribió en Fenicia, país
vecino del pequeño territorio de Canaán, reducido a sangre y fuego por
Josué según los libros de los judíos. Si hubiese sido contemporáneo de
Moisés, o si hubiese venido después, hubiera hablado sin duda de un
hombre tan extraordinario y de sus espantosos prodigios; hubiera dado
testimonio de este famoso legislador judío, y Eusebio no hubiera dejado de
prevalecerse de lo que confesase Sanchoniathon.
Sea como fuese, los egipcios guardaron principalmente y con mucho
cuidado sus primeros símbolos. Es muy curioso el ver sobre sus
monumentos una serpiente mordiéndose la cola, figurando los doce meses
del año; y estos doce meses representados cada uno por animales que no
son de modo alguno los del zodiaco que nosotros conocemos. Aun se ven
los cinco días añadidos después a los doce meses, bajo la forma de una
pequeña serpiente sobre la cual están sentadas cinco figuras: a saber, un
gavilán, un, hombre, un perro, un león y un ibis: se ven dibujados en kirker
según los monumentos conservados en Roma. Así pues, casi todo es
simbólico y alegórico en la antigüedad.

21. De los monumentos egipcios.

Es cierto que después del tiempo en que los egipcios fertilizaron la tierra
sacando las aguas del río por medio de acequias, después de los tiempos en
que los lugares empezaron a transformarse en ciudades opulentas, entonces
las artes necesarias se hallaban perfeccionadas, y las artes de ostentación
comenzaron a ser distinguidas. Entonces hubo soberanos que emplearon a
sus vasallos y a algunos árabes vecinos del lago Sirbon, en edificar sus
palacios y levantar sus sepulcros en forma piramidal, en cortar piedras
enormes en las canteras del alto Egipto, en embarcarlas sobre balsas hasta
Menfis, y en levantar columnas macizas de grandes piedras lisas, sin gusto
y sin proporciones. Conocieron lo grande, pero jamás lo hermoso:
enseñaron a los primeros griegos, pero en seguida los griegos fueron sus
maestros en todo, cuando edificaron a Alejandría.
Es muy sensible que en la guerra de César, la mitad de la famosa
biblioteca de los Tolomeos haya sido abrasada, y que la otra mitad haya
calentado los baños de los musulmanes, cuando Omar subyugó el Egipto.
Se hubiera conocido a lo menos el origen de las supersticiones que
infectaron a este pueblo, el caos de su filosofía y algunas de sus
antigüedades y de sus ciencias.
Es preciso absolutamente que ellos hayan disfrutado de los beneficios de la
paz durante algunos siglos, sin lo cual sus príncipes no hubieran tenido
tiempo ni ocasión de levantar los edificios preciosos que aun subsisten la
mayor parte.
Sus pirámides costaron muchos años y muchos gastos; fue necesario
que una gran parte de la nación y un número de esclavos extranjeros se
empleasen largo tiempo en estas obras inmensas, que fueron elevadas por el
despotismo, la vanidad, la servidumbre y la superstición. En efecto, sólo un
rey déspota podía forzar de este modo a la naturaleza. La Inglaterra, por
ejemplo, es hoy en día una nación más poderosa que lo era entonces el
Egipto: ¿pero un rey de Inglaterra, podrá emplear su nación en construir
semejantes monumentos?
La vanidad tenía mucha parte en esto sin duda alguna: entre los antiguos
reyes de Egipto era costumbre el erigir, con el fin de distinguirse, una
hermosa pirámide a su antecesor, o en defecto a sí mismo, y los esclavos
hacían el trabajo. En cuanto a la superstición, se sabe que las pirámides eran
sepulcros y que los chochomatin o schoens de Egipto, es, decir los
sacerdotes, habían persuadido a la nación que el alma volvería a su cuerpo
al cabo de mil años: se quería pues que el cuerpo se mantuviese entero y
resguardado de toda corrupción durante dicho tiempo; por esto se
embalsamaba con un cuidado escrupuloso, y para ponerlo a cubierto de
todo accidente se encerraba en una masa de piedra sin salida. Los reyes y
los grandes daban a sus sepulcros la forma que ofrecía mas resistencia a las
injurias del tiempo. Sus cuerpos se han conservado mucho más de lo que
podía prometerse la esperanza humana. Tenemos en el día momias egipcias
de más de cuatro mil años: los cadáveres han durado tanto tiempo como las
pirámides.
Esta opinión de una resurrección después de diez siglos pasó hasta los
griegos discípulos de los egipcios, y entre los romanos discípulos de los
griegos. Se halla en el sexto libro de la Eneida, que es la descripcion de los
misterios de Isis y de Ceres Eleusina.25
Has omnes, ubi mille rotam volvere per annos,
Lethæum ad fluvium Deus advocat agmine magno,
Scilicet ut memores supera et convexa revisant.
Después se introdujo entre los cristianos, que establecieron el reinado de
mil años; la secta de los milenarios la ha hecho revivir hasta nuestros días, y
de este mismo modo han dado la vuelta al mundo varias opiniones. Esto
basta para hacer conocer la idea de levantar estas pirámides. No repetiremos
lo que se ha dicho sobre su arquitectura y sobre sus dimensiones, porque yo
no examino sino la historia del espíritu humano.

22. De los ritos egipcios y de la circuncisión.

Primeramente: ¿reconocieron los egipcios un Dios supremo? Si se hubiese


hecho esta pregunta a las gentes del pueblo no hubieran sabido que
responder; si se hubiera hecho a los jóvenes estudiantes de la teología
egipcia, hubieran hablado largo tiempo sin entenderse; y si a alguno de los
sabios consultados por Pitágoras, por Platón y por Plutarco, hubiera dicho
sencillamente que él no adoraba sino a un Dios, fundándose en la antigua
inscripción de la estatua de Isis: «Yo soy quien soy»; y sobre esta otra: «Yo
soy todo lo que ha sido y lo que será; ningún mortal podrá correr el velo
que me cubre.» Hubiera hecho reparar en el globo puesto sobre la puerta del
templo de Menfis, que representaba la unidad de la naturaleza divina bajo el
nombre de Knef: el nombre más sagrado entre los egipcios era el que los
hebreos adoptaron, I ha ho: se pronunciaba diversamente, pero Clemente de
Alejandría asegura en sus Stromatos, que los que entraban en el templo de
Serapis estaban obligados a llevar sobre ellos el nombre de I ha ho, o bien
el de I ha heu, que significa el Dios eterno. Los árabes no han conservado
sino la sílaba Hou adoptada en fin por los turcos, que la pronuncian aun con
más respeto que la palabra Alá; porque ellos se sirven de Alá en la
conversación y no emplean el Hou sino en sus oraciones.
Digamos de paso que el embajador turco Said Effendi, viendo
representar en París el Ciudadano noble, y la ceremonia ridícula en la cual
se le hace turco, cuando oyó pronunciar el nombre sagrado Hou con burla y
posturas extravagantes, miró esta diversión como la profanación más
abominable.
Volvamos al asunto. ¿Los sacerdotes del Egipto mantenían un buey
sagrado, un perro sagrado, un cocodrilo sagrado? Sí. ¿Los romanos tenían
también gansos sagrados? Tenían dioses de todas especies, y los devotos
tenían entre sus penates, el dios de la silleta, deum stercutium, y el dios
pedo, deum crepitum. Pero ¿dejaban por esto, de reconocer al deum
optimum maximum? ¿Existe algún país que no tenga una multitud de
supersticiones y un pequeño número de sabios?
Lo que debe notarse del Egipto y de todas las naciones, es que jamás
han tenido opiniones constantes, del mismo modo que jamás han
conservado leyes uniformes, a pesar del apego que tienen los hombres a sus
antiguos usos. Sólo la geometría es invariable; todo lo demás experimenta
un cambio continuo.
Los sabios disputan y disputarán: uno asegura que los antiguos pueblos
han sido idólatras, y otro lo niega: uno dice que han adorado un dios sin
simulacro; otro que han adorado varios dioses en varios simulacros; todos
tienen razón; sólo debe distinguirse el tiempo y los hombres que son los que
han cambiado; nada ha estado en correspondencia. Cuando los Tolomeos y
los principales sacerdotes se burlaban del dios Apis, el pueblo se ponía de
rodillas delante de él.
Juvenal ha dicho que los egipcios adoraban a las cebollas, pero ningún
historiador lo había dicho. Hay mucha diferencia entre una cebolla sagrada
y una cebolla dios; no se adora todo lo que se coloca ni todo lo que se
consagra sobre el altar. Leemos en Cicerón que los hombres que han
agotado todas las supersticiones, no han llegado aun a la de comer sus
dioses, y que es la sola absurdidad que les falta.
¿La circuncisión viene de los egipcios, de los árabes, o de los etíopes?
Yo no lo sé; que los que lo sepan lo digan. Todo lo que sé, es que los
sacerdotes de la antigüedad imprimían sobre su cuerpo señales de su
consagración, como se marcó después, con un hierro hecho ascua, la mano
de los soldados romanos. En una parte los sacrificadores se acuchillaban el
cuerpo, como hicieron después los sacerdotes de Belona; en otra parte, se
castraban como los sacerdotes de la Cibeles. De ningún modo fue por
motivos saludables que los etíopes, los árabes y los egipcios se
circuncidaban; se ha dicho que tenían el prepucio demasiado largo; pero si
se puede juzgar de una nación por un individuo, yo he visto un joven etíope,
que nacido fuera de su patria, no había sido circuncidado, y puedo asegurar
que su prepucio era como los nuestros.
Yo no sé que nación fue la primera que llevó en procesión el Keteis y el
Phallum, es decir, la representación de los signos distintos de los animales
machos y hembras; ceremonia indecente en la actualidad, pero sagrada en
otros tiempos. Los egipcios tuvieron esta costumbre: se hacían ofrendas de
las primicias a los dioses, se les inmolaba lo que se tenía de más precioso;
parece natural y justo que los sacerdotes ofreciesen una ligera parte del
órgano de la generación a aquellos por quienes todo se engendraba. Los
etíopes y los árabes circuncidaban también a sus hijas cortándoles una
ligera parte de sus ninfas, lo que prueba bien que ni la salud ni el aseo
podían ser la causa de esta ceremonia, porque una joven que no esté
circuncidada puede ser tan limpia como una que lo está.
Cuando los sacerdotes de Egipto tuviesen consagrada esta operación,
sus iniciados la siguieron igualmente; pero con el tiempo se abandonó
únicamente a los sacerdotes esta marca distintiva. No se sabe que ningún
Tolomeo se haya hecho circuncidar, y nunca los autores romanos ajaron al
pueblo egipcio con el nombre de apella, que daban a los judíos. Estos
habían tomado la circuncisión de los egipcios con una parte de sus
ceremonias, y la han conservado siempre como los árabes y los etíopes. Los
turcos se han sometido a la circuncisión, sin embargo de que no está
ordenada en el Alcorán. Este es un antiguo uso que empezó por la
superstición, y que la costumbre ha conservado.

23. De los misterios de los egipcios.

Disto mucho de saber cuál fue la primera nación que inventó los misterios
que estuvieron tan acreditados desde el Éufrates hasta el Tiber. Los egipcios
no nombran al autor de los misterios de Isis. Se cree que Zoroastro
estableció algunos en Persia, Cadmo y Yanco en Grecia, Orfeo en Tracia, y
Minos en Creta. Es cierto que todos estos misterios anunciaban una vida
futura, porque Celso26 dijo a los cristianos: «Vosotros os alabáis de creer en
las penas eternas. ¡Ah! ¿Todos los ministros de los misterios no las han
anunciado a los iniciados?»
Los griegos que tomaron tantas cosas de los egipcios, su tartharok del
qué hicieron el Tártaro, el lago del que hicieron el Aqueronte; el barquero
Carón del que hicieron el piloto de los muertos, no tuvieron sus misterios de
Eleusis sino después de los de Isis; pero que los misterios de Zoroastro no
hayan precedido a los de los egipcios, nadie puede afirmarlo. Los unos y los
otros eran de la más remota antigüedad, y todos los autores griegos y latinos
que han hablado de ellos convienen en que la unidad de Dios, la
inmortalidad del alma, las recompensas después de la muerte, estaban
anunciadas en estas ceremonias sagradas.
Es muy verosímil que habiendo los egipcios establecido estos misterios,
conservaron sus ritos, porque a pesar de su extrema ligereza, fueron muy
constantes en la superstición. La oración que hallamos en Apuleo, cuando
Lucio estaba iniciado en los misterios de Isis, debe ser la antigua oración.
«Las potestades celestes te sirven, los infiernos te están sometidos, el
universo gira bajo tu mano, tus pies pisan el Tártaro, los astros responden a
tus votos, las estaciones vuelven por tus órdenes, los elementos te
obedecen», etc.
¿Puede tenerse una prueba más fuerte de la unidad de Dios reconocida
por los egipcios, en medio de todas sus miserables supersticiones?

24. De los griegos, de sus antiguos diluvios, de sus alfabetos y de


su genio.

La Grecia es un pequeño país montañoso, cortado por la mar y de una


extensión poco más o menos igual a la de la Gran Bretaña. Todo confirma
en este territorio las revoluciones físicas que ha experimentado. Las islas
que le rodean manifiestan bastante, por los escollos continuos que las
circundan, por la poca profundidad de la mar, por las yerbas y las raíces que
crecen debajo del agua, que han sido separadas del continente. Los golfos
de Eubeo, de Calcis, de Argos, de Corinto, de Accio, y de Mesenia, hacen
ver que la mar se ha abierto paso en aquellas tierras. Las conchas marinas
de que están llenas las montañas que encierran el famoso valle de Tempa,
son testimonios visibles de una antigua inundación, y los diluvios de Ogiges
y de Deucalion, que han originado tantas fábulas, son de una verdad
histórica. Esto mismo sería probablemente lo que hizo de los griegos un
pueblo nuevo: estas grandes revoluciones los volvieron a su antigua
barbarie, en los tiempos en que el Asia y el Egipto estaban florecientes.
Dejo a otros más inteligentes que yo el cuidado de probar que los tres
hijos de Noé, que eran los solos habitantes del globo, lo compartieron todo
entero; que fueron cada uno de ellos a dos o tres mil leguas uno del otro, a
fundar por todas partes poderosos imperios; que Javan, su nieto, pobló la
Grecia pasando a Italia, y que de esto se siguió que los griegos se llamasen
jonios, porque Ion envió colonias sobre las costas de la Asia, y que este Ion
es verosímilmente Javan cambiando la i en ja, y on en van. Se refieren
cuentos a los niños y los niños no los creen.
Nec pueri credunt nisi qui nondum œre lavantur.
El diluvio de Ogiges se halla ordinariamente colocado 1020 años antes
de la primera olimpiada: el primero que habla de él es Acusilaus, citado por
Julio Africano; véase Eusebio en su Preparación evangélica. La Grecia, se
dice, quedó casi desierta, doscientos años después de esta irrupción del mar
en el territorio. Sin embargo se pretende que en el mismo tiempo había un
gobierno establecido en Siciona y en Argos, y aun se citan los nombres de
los primeros magistrados de estas pequeñas provincias, y se les da el
nombre de basileis, que corresponde al de príncipes. No perdamos de
ningún modo el tiempo en penetrar estas inútiles obscuridades. Aun hubo
otra inundación en el tiempo de Deucalion, hijo de Prometeo. La fábula
añade que no quedaron habitantes en estos climas, y que Deucalion y Pirra
volvieron a hacer los hombres, echando piedras detrás de ellos, pasándolas
por entre sus piernas. De este modo el país volvió a poblarse Y aun más
pronto que una conejera.
Si se cree a los hombres muy juiciosos como el jesuita Petau, un solo
hijo de Noé produjo una raza que al cabo de doscientos ochenta y cinco
años, ascendía a seiscientos doce millones de hombres. El cálculo es algo
fuerte. En el día somos tan desgraciados, que de seis matrimonios, no hay
regularmente sino cuatro que queden con hijos que lleguen a ser padres.
Esto es lo que se ha calculado teniendo a la vista los registros de nuestras
ciudades más populosas. De mil niños nacidos en un año, apenas quedan
seiscientos al cabo de veinte años. Desconfiemos pues de Petau y de los que
se le parecen, que hacen los niños con una plumada tan fácilmente como
aquellos que han escrito que Deucalion y Pirra poblaron la Grecia a
pedradas.
La Grecia fue, según se sabe, el país de las fábulas, y casi cada fábula
fue el origen de un culto, de un templo, o de una fiesta pública. ¿Por qué
exceso de demencia y por qué absurda tenacidad, tantos compiladores han
querido probar en tantos libros enormes, que una fiesta pública establecida
en memoria de un acontecimiento, era una demostración de la realidad de
este acontecimiento? Es decir que porque en un templo se celebraba al
joven Baco saliendo del muslo de Júpiter, ¡este Júpiter había tenido
efectivamente a Baco en su muslo! ¡Cadmo y su mujer habían sido
realmente transformados en serpientes en la Beocia, porque los Beocios
hacían conmemoración de esto en sus ceremonias! ¿El templo de Cástor y
Pólux en Roma, demuestra acaso que estos dioses hayan venido a combatir
en favor de los romanos?
Estad cierto más bien, al ver una antigua fiesta, o un templo antiguo, de
que son las obras del error; este error se acredita al cabo de dos o tres siglos,
se hace en fin sagrado y se edifican templos a las deidades quiméricas.
En los tiempos históricos, al contrario, las más nobles verdades hallan
pocos secuaces, y los hombres más grandes mueren sin honor. Los
Temístocles, los Cimones, los Micíades, los Aristóteles, y los Fonciones son
perseguidos, mientras que tienen templos Perseo, Baco y otros personajes
fantásticos.
Se puede creer a un pueblo sobre lo que diga de sí mismo haciéndose
poco favor, cuando las relaciones estén acompañadas de verosimilitud, y
cuando no contradicen en nada al orden ordinario de la naturaleza.
Los atenienses que estaban esparcidos en un territorio muy estéril, nos
dicen ellos mismos, que un egipcio llamado Cecrops, arrojado de su país,
les dio sus primeras instituciones. Esto parece extraño porque los egipcios
no eran navegantes; pero es posible que los fenicios que viajaban por todas
partes, condujesen a Cecrops al Ática. Lo cierto es que los griegos no
tomaron las letras egipcias, a las que las suyas no se parecen en nada. Los
fenicios les llevaron su primer alfabeto, que entonces solo consistía en diez
y seis letras que son evidentemente las mismas: los fenicios añadieron
después otras ocho, que también adoptaron los griegos.
Yo miro un alfabeto como un monumento incontestable del país del cual
una nación ha sacado sus primeros conocimientos. También parece probable
que los fenicios beneficiaron las minas de plata que había en el Ática. Los
comerciantes fueron los primeros preceptores de estos mismos griegos que
después influyeron tanto sobre las demás naciones.
Este pueblo, no obstante el estado de barbarie en que se hallaba en
tiempos de Ogiges, parecía haber nacido con órganos más favorables para
las bellas artes que los otros pueblos. Tenían en su naturaleza un yo no sé
qué de más fino y de más delicado: su idioma da un testimonio de esto,
porque aun antes que supiesen escribir se ve que tuvieron en su lengua una
mezcla armoniosa de consonantes dulces, y de vocales que jamás habían
conocido ningún pueblo del Asia.
Ciertamente, el nombre de Knath, que designa a los fenicios según
Sanchaniathon, no es tan armonioso como el de Hellen o Graios. Argos,
Atenas, Lacedemonia, Olimpia, suenan mejor al oído que la ciudad de
Reheboth. Sofia, la sabiduría, es mucho más dulce que shochemath en sirio
y en hebreo. Basileus, rey, suena mejor que Seik o Shak. Comparad los
nombres de Agamenón, Diomedo, Idomeneo, con los de Mardokempad,
Smordak, Sohasduch, Niricassolanssar. El mismo Josefo, en su libro Contra
Apio, confiesa que los griegos no podían pronunciar el nombre bárbaro de
Jerusalén, y era porque los judíos pronunciaban Hershalaim; esta palabra
desollaba la garganta de un ateniense, y fueron los griegos los que
cambiaron Hershalaim en Jerusalén.
Los griegos transformaron todos los nombres rudos de los sirios, de los
persas y de los egipcios. De Coresh hicieron Ciro; de Ishet y Oshireth
hicieron Isis y Osiris; de Moph hicieron Menfis, y al fin acostumbraron a
los bárbaros a pronunciar como ellos; de modo que desde los tiempos de
Tolomeos, las ciudades y los bribones de Egipto tuvieron sus nombres
griegos.
Fueron los griegos los que dieron los nombres de Indo y de Ganges: el
Ganges se llamaba Sannoubi, en la lengua de los brahmas, y el Indo
Sombadipo. Estos son los antiguos nombres que se hallan en el Veidam.
Los griegos, extendiéndose sobre las costas del Asia menor, llevaron allí
la armonía. Su Homero nació probablemente en Esmirna.
La bella arquitectura, la escultura perfeccionada, la pintura, la buena
música, la verdadera poesía, el modo de escribir la historia, y en fin,
también la filosofía, aunque informe y oscura, todo esto pasó a las otras
naciones por medio de los griegos. Los que vinieron últimamente
sobrepujaron en todo a sus maestros:
El Egipto no tuvo nunca hermosas estatuas, sino las que recibió
trabajadas por los griegos. La antigua Balbek en Siria, la antigua Palmira en
la Arabia, no tuvieron sus palacios y sus templos regulares y magníficos,
hasta que los soberanos de éstos países llamaron a los artistas de la Grecia.
Sólo se ven restos de barbarie, como ya se ha dicho, en las ruinas de
Persépolis edificado por los persas, y los monumentos de Baalbek y de
Palmira son aun hoy en día, aunque cubiertos de escombros, obras maestras
de arquitectura.

25. De los legisladores griegos, de Minos, de Orfeo, y de la


inmortalidad del alma.

¡Cuántos compiladores repiten las batallas de Maratón y de Salamina! Estos


son hechos grandes bastante conocidos. ¡Cuántos otros repiten que un nieto
de Noé llamado Setim, fue rey de Macedonia, porque en el primer libro de
los Macabeos se dice que Alejandro salió del país de Kittim! Yo me ocuparé
de otros asuntos.
Minos vivía poco más o menos en el tiempo en que nosotros colocamos
a Moisés, y esto es lo que ha dado lugar al sabio Huet, obispo de Avranches,
para sostener que Minos, nacido en Creta, y Moisés, nacido en los confines
de Egipto, eran una misma persona: sistema que no ha tenido ningún
partidario a pesar de su absurdidad.
Esto no es una fábula griega; es indudable que Minos fue un rey
legislador. Los famosos mármoles de Paros, monumento el más precioso de
la antigüedad, y que nosotros debemos a los ingleses, fijan su nacimiento a
cerca de mil cuatrocientos ochenta años antes de nuestra era vulgar.27
Homero le llama en su Odisea el sabio confidente de dios. Flavio Josefo
trata de justificar a Moisés por el ejemplo de Minos y de los otros
legisladores que se han creído, o que han sido llamados inspirados de dios.
Esto es un poco extraño en un judío, que parece no deber admitir otro dios
que el suyo, a menos que pensase como los romanos sus maestros, y como
cada uno de los primeros pueblos que admitían la existencia de todos los
dioses de las otras naciones. Es cierto que Minos era un legislador muy
severo, pues que se supuso que después de su muerte juzgaba a las almas de
los muertos en los infiernos, y es evidente que entonces la creencia de la
otra vida estaba generalmente extendida en una grande parte del Asia y de
la Europa.
Orfeo es un personaje tan real como Minos; pero es cierto que no hacen
mención de él los mármoles de Paros, y es posible que sea porque no nació
en la Grecia propiamente llamada así, y sí en la Tracia. Algunos han dudado
de la existencia del primer Orfeo, por un pasaje de Cicerón en su excelente
libro de la naturaleza de los dioses. Cotta, uno de los interlocutores,
pretende que Aristóteles no creía que Orfeo hubiese existido entre los
griegos; pero Aristóteles no habla de él en las obras que escribió y que aun
conservamos. La opinión de Cotta no es seguramente la de Cicerón. Cien
autores antiguos hablan de Orfeo; los misterios que tienen su nombre lo
atestiguan. Pausanias, el autor más exacto que han tenido los griegos, dice
que sus versos se cantaban en las ceremonias religiosas, con preferencia a
los de Homero que no vino sino mucho después. Se sabe muy bien que no
bajó a los infiernos; pero esta misma locura prueba que los infiernos eran un
punto de teología de los tiempos más remotos.
La opinión vaga de la permanencia del alma después de la muerte, alma
aérea, sombra del cuerpo, sombra, soplo ligero, alma desconocida, alma
incomprensible, pero existente, y la creencia de las penas y de las
recompensas en la otra vida, estaban admitidas en toda la Grecia, en las
islas, en el Asia, y en el Egipto.
Solo los judíos parecían ignorar absolutamente este misterio; el libro de
sus leyes no habla una sola palabra de esto, y sólo se hallan penas y
recompensas temporales. Se dice en el Éxodo: «Honra a tu padre y a tu
madre, a fin de que Adonai prolongue tus días sobre la tierra»; y el libro del
Zend (p. 11) dice: «Honra a tu padre y a tu madre a fin de merecer el cielo.»
Warburton, el comentador de Shakespeare, y además autor de la
Legación de Moisés, no ha dejado de demostrar en esta legación, que
Moisés jamás ha hecho mención de la inmortalidad del alma, y aun ha
pretendido que este dogma no es preciso en un gobierno teocrático. Todo el
clero anglicano se ha manifestado contra la mayor parte de estas opiniones,
y sobre todo contra la absurda arrogancia con que las vierte en su
compilación demasiado pedantesca. Pero todos los teólogos de esta sabia
iglesia están convencidos de que el dogma de la inmortalidad del alma no se
halla en el Pentateuco. Esto es efectivamente más claro que el día.
Arnaud, el grande Arnaud, espíritu superior en todo a Warburton, dijo
mucho tiempo antes que él, en su bella apología de Port-Royal, estas
propias palabras: «Es el colmo de la ignorancia el poner en duda esta
verdad, que es de las más comunes, y que está atestiguada por todos los
padres; que las promesas del Antiguo Testamento no eran sino temporales y
terrestres, y que los judíos no adoraban a Dios sino por los bienes carnales.»
Se ha manifestado contra esto que si los persas, los árabes, los sirios, los
indios, los egipcios y los griegos, creían la inmortalidad del alma, la vida
venidera y las penas y recompensas eternas, los hebreos podían también
creerlo; que si todos los legisladores de la antigüedad han establecido leyes
sabias sobre este fundamento, Moisés podía muy bien haber hecho lo
mismo; que si él ignoraba estos útiles dogmas, no era digno de conducir una
nación, y que si los sabía y los ocultaba, aun era menos digno.
A estos argumentos se responde, que Dios, de quien Moisés era el
órgano, se dignó proporcionarse a la estupidez de los judíos. Yo no entro de
ningún modo en esta cuestión espinosa, y respetando siempre todo lo que es
divino, prosigo el examen de la historia de los hombres.

26. De las sectas de los griegos.

Parece que entre los egipcios, los persas, los caldeos y los indios, no había
sino una secta filosófica. Los sacerdotes de todas las naciones eran todos de
una raza particular, y lo que se llamaba sabiduría no pertenecía sino a esta
raza. Su lengua sagrada, desconocida al pueblo, mantenía en sus manos el
depósito de la ciencia; pero en la Grecia, más libre y más dichosa, estaba
permitido a todo el mundo el acercarse a la razón: cada uno daba un libre
curso a sus ideas, y esto hizo que los griegos fuesen el pueblo más
ingenioso de la tierra. Por esto mismo la nación inglesa se ha hecho en
nuestros días la más ilustrada, respecto de que en Inglaterra se piensa
impunemente.
Los estoicos admitieron un alma universal del mundo, a la cual volvían
las almas de todos los seres vivientes. Los epicúreos negaron que hubiese
una alma, y no conocieron sino los principios físicos. Sostuvieron que los
dioses no se mezclan en los asuntos de los hombres, y se dejó a los
epicúreos en paz, del mismo modo que ellos dejaron en paz a los dioses.
En las escuelas resonaron, desde Tales hasta en el tiempo de Platón y de
Aristóteles, las disputas filosóficas que descubren la sagacidad y la locura
del espíritu humano, su grandeza y su debilidad. Se argumentó casi siempre
sin entenderse, como nosotros lo hemos hecho desde el siglo trece en el que
empezamos a raciocinar.
La reputación que tuvo Platón no me admira; todos los filósofos eran
ininteligibles: él lo era otro tanto que los demás, y se explicaba con
elocuencia; pero ¿qué éxito tendría Platón, si compareciese en el día en una
sociedad de personas de buen sentido, y si les dijese estas hermosas
palabras que se hallan en su Timeo? «De la substancia indivisible y de la
divisible, compuso Dios una tercera especie de substancia en medio de las
dos, teniendo la naturaleza de la misma y de la otra: después tomando de
estas tres naturalezas juntas, las mezcló todas en una sola forma, y forzó a
la naturaleza del alma a mezclarse con la naturaleza de la misma: y
habiéndolas mezclado con la substancia y habiendo hecho de estas tres un
miembro subalterno, lo dividió en las porciones convenientes: cada una de
estas porciones estaba mezclada de la misma y de la otra; y de la substancia
hizo su división.»28
En seguida explica con la misma claridad el cuaternario de Pitágoras. Es
preciso convenir que los hombres razonables que hubiesen leído el
entendimiento humano de Locke, suplicarían a Platón que fuese a su
escuela.
Esta jerigonza de Platón, no impide el que se hallen de cuando en
cuando algunas bellas ideas en sus obras. Los griegos tenían tanto
entendimiento que algunas veces abusaban de él; pero lo que les hace
mucho honor es el que ninguno de sus gobiernos se mezcló en el modo de
pensar de los hombres. Sólo Sócrates perdió la vida por sus opiniones,
según se sabe; pero fue víctima menos de sus opiniones que de un partido
violento que se levantó contra él. Los atenienses le hicieron ciertamente
beber la cicuta; pero se sabe cuánto se arrepintieron de haberlo hecho; se
sabe también que castigaron a sus acusadores, y que levantaron un templo a
aquel a quien habían condenado. Atenas dejó entera, libertad no solo a la
filosofía, sino también a todas las religiones»*29 Se recibían allí a todos los
dioses extranjeros, y aun había un altar dedicado a los dioses desconocidos.
Es incontestable el que los griegos reconocían un Dios supremo, del
mismo modo que todas las naciones de que hemos hablado. Su Zeus, su
Júpiter, era el señor de los dioses y de los hombres: esta opinión no cambió
jamás después de Orfeo; se encuentra cien veces en Homero, y todos los
otros dioses son inferiores. Se pueden comparar estos a los Peris de los
persas y a los genios de las otras naciones orientales. Todos los filósofos,
excepto los estratonicianos y los epicúreos, reconocieron al arquitecto del
mundo, el Demiurgos.
No temamos el detenernos mucho sobre esta verdad histórica, de que la
razón humana en sus principios, adoró algún poder, algún ser que se creía
superior al poder ordinario, sea el sol, sea la luna, o sean las estrellas; que la
razón humana cultivada adoró, a pesar de todos sus errores, un Dios
supremo, señor de los elementos y de los otros dioses; y que todas las
naciones cultas, desde el Indo hasta el fondo de la Europa, creyeron en
general una vida venidera, aunque varias sectas de filósofos tuviesen una
opinión contraria.

27. De Zaleuco y de algunos otros legisladores.

Me atrevo a desafiar a. todos los moralistas y a todos los legisladores, y les


pregunto a todos si han dicho cosa alguna más hermosa y más útil que el
exordio de las leyes de Zaleuco, que vivía antes de Pitágoras, y que fue el
primer magistrado de los locrienses.
«Todo ciudadano debe estar persuadido de la existencia de la divinidad:
basta el observar el orden y la armonía del universo para estar convencido
de que la casualidad no puede haberlo formado. Se debe ser dueño de su
alma, purificarla y separarla de. todo mal, persuadiéndose que Dios no
puede estar bien servido por los perversos, y que no se parece en nada a los
miserables mortales que se ablandan por medio de ceremonias magníficas y
por suntuosas ofrendas. La virtud sola y la disposición constante a hacer el
bien pueden agradarle. Que se trate pues de ser justo en los principios y en
las obras, este es el modo de ser amado de la divinidad. Todos deben temer
lo que conduce a la ignominia, mucho más que lo que conduce a la pobreza.
Es necesario mirar como el mejor ciudadano el que abandona la fortuna por
la justicia; pero aquellos a quienes sus pasiones violentas arrastran hacia el
mal, hombres, mujeres, ciudadanos, simples habitantes, deben todos
acordarse de los dioses y pensar a menudo en los juicios severos que
ejercen contra los culpables. Que tengan presente la hora de la muerte, la
hora fatal que nos espera a todos, hora en la cual la memoria de las faltas
cometidas hace nacer los remordimientos y el vano arrepentimiento de no
haber sometido todas nuestras acciones a la equidad.
»Todos deben portarse siempre como si cada momento fuese el último
de la vida; pero si un genio malhechor conduce a alguno al crimen, que
corra al pie de las aras, que suplique al cielo que aleje este genio malhechor,
que se entregue sobre todo en brazos de la gente honrada, cuyos consejos le
volverán a la virtud, representándole la bondad de Dios y su venganza.»
No, no se halla cosa alguna en la antigüedad que pueda preferirse a este
pedazo sencillo y sublime, dictado por la razón y por la virtud, y desnudo
de entusiasmo y de las figuras agigantadas que desaprueba el buen sentido.
Carondas que siguió a Zalenco se explicó del mismo modo. Los
Platones, los Cicerones, los divinos Antoninos no tuvieron después otro
lenguaje. De este modo se explica en cien pasajes aquel Juliano, que tuvo la
desgracia de abandonar la religión cristiana, pero que honró tanto a la
natural: Juliano, el escándalo de la Iglesia y la gloria del imperio romano.
«Es necesario, dice, instruir a los ignorantes y no castigarlos,
compadecerlos y no aborrecerlos. El deber de un emperador es el de imitar
a Dios: imitarlo, es el tener las menos necesidades posibles y hacer todo el
bien que se pueda.»
Que aquellos pues que insultan a la antigüedad, aprendan a conocerla;
que no confundan los sabios legisladores con los que nos refieren cuentos, y
que sepan distinguir las leyes de los más sabios magistrados de los usos
ridículos de los pueblos; que no se atrevan a decir: Se inventaron
ceremonias supersticiosas, se prodigaron falsos oráculos y falsos
prodigios; luego todos los magistrados de la Grecia y de Roma que los
toleraron, eran ciegos, engañados y embusteros. Es como si dijeran: Ha
habido bonzos en la China que engañaron al populacho; luego el sabio
Confucio era un miserable impostor.
En un siglo tan ilustrado como el nuestro, deben avergonzar las
declamaciones que frecuentemente ha publicado la ignorancia contra los
sabios, que es necesario imitar y no calumniar. ¿No se sabe que en todas
partes la plebe es necia, supersticiosa e insensata? ¿No ha habido
convulsionarios en la patria del canciller de l'Hopital, de Charon, de
Montaigne de la Mothe-le-Vayer, de Descartes, de Bayle, de Fontenelle y de
Montesquieu? ¿No ha habido metodistas, moravios, milenarios, y fanáticos
de todas especies, en el país que tuvo la dicha de ser la cuna del canciller
Bacon; en el de los genios inmortales de Newton y Locke; y en el de una
multitud de grandes hombres?

28. De Baco.

Exceptuando las fábulas visiblemente alegóricas, como las de las Musas, de


Venus, de las Gracias, del Amor, de Céfiro y Flora, y algunas otras de este
género, todas las restantes son un conjunto de cuentos que no tienen otro
mérito sino el de haber dado lugar a los hermosos versos de Ovidio y de
Quinault, y el haber ejercitado los pinceles de nuestros mejores pintores.
Pero hay una que parece merecer la atención de los que aman el estudio de
la antigüedad: esta es la fábula de Baco.
¿Este Baco, o Back, o Backos, o Dionisio, hijo de Dios, ha sido una
persona verdadera? Hay tantas naciones que hablan de él así como de
Hércules; se han celebrado tantos Hércules y tantos Bacos diferentes, que
puede suponerse al fin que en efecto ha habido un Baco, y también un
Hércules.
Lo que no tiene duda es que en el Egipto, en el Asia, y en la Grecia, así
Baco como Hércules estaban reconocidos como semidioses, que se
celebraban sus fiestas, que se les atribuían milagros, y que había misterios
instituidos en nombre de Baco antes que fuesen conocidos los libros judíos.
Se sabe que los judíos no comunicaron sus libros a los extranjeros hasta
el tiempo de Tolomeo Filadelfo, cerca de doscientos treinta años antes de
nuestra era. Pero antes de este tiempo, en el oriente y en el occidente
resonaban las bacanales. Los versos atribuidos al antiguo Orfeo celebran las
conquistas y los beneficios de este pretendido semidios. Su historia es tan
antigua, que los padres de la Iglesia han pretendido que Baco era Noé,
porque Baco y Noé pasan los dos por haber cultivado la viña.
Herodoto, refiriendo las opiniones antiguas, dice que Baco fue educado
en Nisa, ciudad de Etiopía, que otros suponen hallarse en la Arabia feliz.
Los versos órficos le dan el nombre de Moses: de tas indagaciones del sabio
Huet sobre la historia de Baco, resulta que fue salvado, que estuvo instruido
de los secretos de los dioses, que tenía una vara que cambiaba en serpiente
cuando quería, que pasó el mar Rojo a pie enjuto, como Hércules pasó
después en su vaso el estrecho de Calpa y de Abila; que cuando él y su
ejercito fueron a las Indias gozaban de la claridad del sol durante la noche,
que tocó con su vara encantadora las aguas del río Oronto y del Hidaspo, las
que se corrieron para dejarle el paso libre: también se dice que detuvo el
curso del sol y de la luna. Escribió sus leyes sobre dos tablas de piedras, y,
estaba representado antiguamente con cuernos o rayos que le salían de la
cabeza.
No es de admirar, después de esto, que varios sabios, y principalmente
Bochart y Huet en nuestros últimos tiempos, hayan pretendido que Baco es
una copia de Moisés y de Josué; todo concurre a favorecer la semejanza,
porque Baco se llamaba por los egipcios Arsaph, y entre los nombres que
los padres han dado a Moisés se encuentra el de Osasirph.
Entre estas dos historias que parecen semejantes en tantos puntos, no es
dudoso que la de Moisés sea la verdadera, y que sea fabulosa la de Baco;
pero parece que esta fábula era conocida de las naciones mucho tiempo
antes que la historia de Moisés hubiese llegado a su noticia. Ningún autor
griego ha citado a Moisés hasta Longinos, que vivía bajo el emperador
Aurelio, y entonces todos habían celebrado ya a Baco.
Parece incontestable el que los griegos no pudieron tomar la idea de
Baco en el libro de las leyes judías, que ellos no entendían y del cual no
tenían la menor noticia; libro, además, tan raro entre los mismos judíos, que
bajo el reinado de Josías no se halló sino un ejemplar; libro casi
enteramente perdido durante la esclavitud de los judíos trasladados a la
Caldea y al resto del Asia; y libro restaurado después por Esdras, en los
tiempos florecientes de Atenas y de las otras repúblicas, y de la Grecia, en
cuyo tiempo los misterios de Baco ya estaban instituidos.
Dios permitió pues, que el espíritu de la falsedad divulgase las
absurdidades de la vida de Baco entre cien naciones, antes que el espíritu de
verdad hiciese conocer la vida de Moisés a ningún pueblo, excepto los
judíos.
El sabio obispo de Avranches, penetrado de esta particular semejanza,
no dudó en decir que Moisés no solamente era Baco, sino el Thot y el Osiris
de los egipcios. Añade aun30 para ligar las contrariedades, que Moisés era
también su Tifón, es decir, que él era a la vez el bueno y el mal principio, el
protector y el enemigo, el dios y el diablo reconocidos en Egipto.
Moisés, según este hombre sabio, es el mismo que Zoroastro. Es
Esculapio, Anfión, Apolo, Fauno, Jano, Perseo, Rómulo, Vertumno, y en fin
Adonis y Príapo. La prueba de que era Adonis es que Virgilio dice:
Et formosus oves ad flumina pavit Adonis.
«Y el bello Adonis ha guardado los carneros.» Luego Moisés guardó los
carneros hacia el Arabia. La prueba de que él era Príapo vale más aun: es la
de que algunas veces se representa a Príapo con un asno, y que los judíos se
dice que adoraron a un asno. Huet añade por última confirmación que la
vara de Moisés podía muy bien compararse al cetro de Príapo.31
Sceptrum Priapo tribuitur, virga Mosi.
Ved a lo que Huet llama su demostración: no es geométrica a la verdad,
y es de creer que se avergonzó de haberla dicho, en los últimos años de su
vida, y que se acordaba de su demostración cuando compuso su tratado de
la flaqueza del espíritu humano y de la incertidumbre de sus conocimientos.

29. De las metamorfosis de los griegos recopiladas por Ovidio.

La opinión de la transmigración de las almas conduce naturalmente a las


metamorfosis, como ya lo hemos visto. Todas las ideas que chocan la
imaginación y que la entretienen, se extienden bien pronto por todo el
mundo. Desde luego que me habréis persuadido de que mi alma puede
entrar en el cuerpo de un caballo, no tendréis dificultad en hacerme creer
que mi cuerpo puede también cambiarse en el de un caballo.
Las metamorfosis recogidas por Ovidio, de que ya hemos hablado un
poco, no debían de ningún modo admirar a un pitagórico, a un brahma, a un
caldeo ni a un egipcio. Los dioses se habían cambiado en animales en el
antiguo Egipto: Derceto había sido transformado en pescado en la Siria;
Semiramis había sido cambiada en paloma en Babilonia. Los judíos en
tiempos muy posteriores escriben que Nabucodonosor fue transformado en
un buey, sin contar la mujer de Lot transformada en una estatua de sal.
Todas las apariciones de los genios bajo la forma humana ¿no son
igualmente una metamorfosis real, aunque pasajera?
Un dios apenas puede comunicar con nosotros, sino transformándose en
hombre. Es cierto que Júpiter tomó la figura de un hermoso cisne para
gozar de Leda; pero estos casos son raros, y en todas las religiones la
divinidad toma siempre la figura humana cuando quiere dar órdenes. Sería
muy difícil el entender la voz de los dioses si se nos presentasen bajo la
forma de cocodrilos o de osos.
En fin, los dioses tuvieron sus metamorfosis casi por todas partes, y
desde que estuvimos instruidos de los secretos de la magia, también
tuvimos las nuestras. Varias personas dignas de fe se cambiaron en lobos, y
la palabra lobo hechicero atestigua aun entre nosotros esta hermosa
transformación.
Lo que ayuda mucho a creer todas estas transformaciones y todos los
prodigios de esta clase, es el que no puede probarse su imposibilidad en
debida forma. No hay ningún argumento que alegar a quien os diga: «Ayer
vino un dios en mi casa bajo la figura de un hermoso joven, y mi hija parirá
de aquí a nueve meses un precioso niño que el dios se ha dignado hacerle.
Mi hermano que se ha atrevido a dudarlo ha sido convertirdo en lobo; corre
y aulla actualmente en los bosques.» Si la hija pare en efecto, si el hombre
convertido en lobo os asegura que ha sufrido esta transformación, no podéis
demostrar que la cosa no es cierta. No tendréis otro recurso que el de
señalar delante los jueces al joven que se supuso ser un dios y que hizo un
hijo a la señorita, hacer observar al tío, lobo hechizado, y presentar testigos
de su impostura. Pero la familia no se expondrá a este examen; os
sostendrá, con los sacerdotes del país, que sois un profano y un ignorante:
os harán ver que así como una oruga se cambia en mariposa, un hombre
puede con la misma facilidad ser cambiado en bestia; y si disputáis, seréis
denunciado a la inquisición como un impío que no cree ni en los lobos
hechizados, ni en los dioses que ponen encinta a las jóvenes.

30. De la idolatría.

Después de haber leído todo lo que se ha escrito sobre la idolatría, no se


encuentra cosa alguna que dé de ella una noción precisa. Parece que Locke
ha sido el primero que ha enseñado a los hombres a definir las palabras que
pronunciaban, y a no hablar a tientas. La palabra que corresponde a la de
idolatría no se halla en ninguna lengua antigua; es una expresión de los
griegos de las últimas edades, y de que jamás se había hecho uso antes del
siglo segundo de nuestra era. Significa adoración de imágenes: es una
palabra de zaherimiento, una palabra injuriosa; ningún pueblo ha tenido la
calidad de idólatra, ningún gobierno ha ordenado que se adorase a una
imagen como al Dios supremo de la naturaleza. Los antiguos caldeos, los
antiguos árabes, los antiguos persas, no tuvieron durante largo tiempo ni
imágenes, ni templos. ¿De qué manera aquellos que veneraban en el sol, en
los astros y en el fuego, los emblemas de la divinidad,, pueden ser llamados
idólatras? Reverenciaban lo que veían; pero ciertamente reverenciar el sol y
los astros, no es adorar una figura trabajada por un obrero; es tener un, culto
erróneo, pero en ningún modo es ser idólatra.
Supongo que los egipcios hayan adorado realmente al perro Anubis y al
buey Apis; que hayan sido bastante locos para no mirarlos como animales
consagrados a la divinidad, y si como un emblema del bien que hacía a los
hombres su Isheth, su Isis; y para creer también que un rayo. celeste
animaba a este buey y a este perro consagrados: es claro que esto no era
adorar una estatua; una bestia no es un ídolo.
Es indudable que los hombres tuvieron objetos de culto antes que
hubiese escultores, y es claro que estos hombres tan antiguos no podían ser
llamados idólatras. Falta saber si los que en fin hicieron colocar las estatuas
en los templos, y reverenciar estas estatuas, se llamaron adoradores de
estatuas, y esto no se encuentra en ningún monumento de la antigüedad.
Mas no tomando de un modo absoluto el titulo de idólatras ¿lo eran en
efecto? ¿Estaba mandado el creer que la estatua de bronce que representaba
la figura fantástica de Bel en Babilonia, era el señor, el Dios, el criador del
inundo? ¿La figura de Júpiter, era Júpiter mismo? ¿No sería esto (si me es
permitido comparar los usos de nuestra santa religión con los usos antiguos)
como si se dijese que nosotros adoramos la figura del Padre Eterno con una
barba larga, la figura de una mujer y de un niño, la de una paloma? Estos
son ornamentos emblemáticos en nuestros templos. Estamos tan lejos de
adorarlos, que cuando las estatuas son de madera, sirven para calentarse
luego que se carcomen, y se hacen otras para reemplazarlas: son puramente
signos que hablan a nuestros ojos y a nuestra imaginación. Los turcos y los
reformados creen que los católicos son idólatras; pero los católicos no dejan
de protestar de esta injuria.
No es posible que se adore realmente a una estatua, ni que se crea que
esta estatua sea el Dios supremo. No había sino un Júpiter, pero había mil
estatuas suyas; porque este Júpiter que se creía que arrojaba los rayos, se
suponía que habitaba en las nubes, o en el monte Olimpo, o en el planeta
que tiene su nombre, y sus figuras no arrojaban rayos, ni estaban en un
planeta, ni en las nubes, ni en el monte Olimpo: todas las oraciones eran
dirigidas a los dioses inmortales, y seguramente las estatuas no eran
inmortales.
Algunos embusteros, es cierto, hicieron creer, y los supersticiosos lo
creyeron, que las estatuas habían hablado. ¿Cuántas veces nuestros pueblos
groseros han tenido la misma credulidad? Pero jamás en ningún pueblo
fueron estas absurdidades la religión del estado. Alguna vieja necia no
habrá hecho distinción entre la estatua y el dios; esto no es una razón para
poder afirmar que el gobierno pensaba como la vieja. Los magistrados
querían que se reverenciasen las representaciones de los dioses adorados, y
que se fijase la imaginación del pueblo por medio de estas figuras visibles.
Esto es precisamente lo que se ha hecho en la mitad de la Europa: se tienen
figuras que representan a Dios padre, bajo la forma de un anciano: se tienen
imágenes de varios santos que se veneran, y se sabe muy bien que estas
figuras y estas imágenes no son el Dios padre, ni los santos que representan.
Del mismo modo, si nos atrevemos a decirlo, los antiguos no se
equivocan entre los semidioses, los dioses, y el señor de los dioses; si estos
antiguos eran idólatras porque tenían estatuas en sus templos, la mitad de la
cristiandad será también idólatra, y si no lo es, tampoco lo eran las naciones
antiguas.
En una palabra, en toda la antigüedad no hay ni un solo poeta, ni un
filósofo, ni un hombre de estado que haya dicho que se adoraba una piedra,
un mármol, un bronce, un leño. Los testimonios en contra son
innumerables: las naciones idólatras son pues como los hechiceros; se habla
de ellos, pero jamás los ha habido.
Un comentador, Dacier, ha afirmado que se ha adorado realmente la
estatua de Príapo, porque Horacio haciendo hablar a este espantajo, le hace
decir: «Yo era antes un tronco; el obrero dudoso sobre si haría de mí un dios
o un banquillo, tomó el partido de hacer un dios, etc.» El comentador cita al
profeta Baruch, para probar que en tiempo de Horacio se miraba la figura
de Príapo como una divinidad real: no conoce que Horacio se burla de su
pretendido dios y de su estatua. Es posible que alguna de sus criadas, al ver
esta enorme figura, creyese que tenía algo de divino; pero seguramente
todos estos Príapos de que están llenos los jardines para espantar a los
pájaros, no eran mirados como criadores del mundo.
Se ha dicho que Moisés, no obstante de que la ley divina no permitía
hacer ninguna representación de hombres ni de animales, erigió una
serpiente de bronce, lo que era una imitación de la serpiente de plata que
llevaban en procesión los sacerdotes del Egipto; pero aunque esta serpiente
hubiese sido construida para curar las mordeduras de las verdaderas
serpientes, con todo esto no se le daba adoración. Salomón puso dos
querubines en el templo, pero no eran considerados como dioses. En los
templos de los judíos y en los nuestros, si se ha tributado respeto a las
estatuas sin ser idólatras, ¿para qué hacer tantas reconvenciones a las otras
naciones? O nosotros debemos absolverlas, o ellas deben acusarnos.

31. De los oráculos.

Es evidente que no puede saberse lo porvenir, porque no se puede saber lo


que no existe; pero es claro también que se puede conjeturar un
acontecimiento.
Veis un ejército numeroso y disciplinado, conducido por un candillo que
avanza a una posición ventajosa, contra un capitán imprudente seguido de
pocas tropas mal armadas, mal colocadas, y de las cuales sabéis que la
mitad le hacen traición; desde luego pronosticaréis que este capitán será
batido.
Habéis notado que un joven y una joven se aman locamente; los habéis
visto salir juntos de la casa paterna: anunciaréis que antes de poco tiempo la
joven se hallará embarazada, y rara vez os engañaréis. Todas las
predicciones se reducen a calcular las probabilidades: no hay ninguna
nación en la que no se hayan hecho predicciones que se han cumplido
efectivamente. La más célebre, la más confirmada, es la que hizo el traidor
Flavio Josefo a Vespasiano y a Tito su hijo, vencedores de los judíos. Veía a
Vespasiano y a Tito adorados de los ejércitos romanos en el Oriente, y a
Nerón detestado de todo el imperio. Se atreve, para ganar el favor de
Vespasiano, a predecirle en nombre del Dios de los judíos32 que él y su hijo
serán emperadores, y lo fueron efectivamente; pero es positivo que en esto
Josefo no arriesgó cosa alguna: si Vespasiano caía mientras pretendía el
imperio, no se hallaba en estado de poder castigar a Josefo; si era
emperador, le recompensaba, y hasta que llegase el caso de que reinase,
tenía este esperanzas de conseguir la recompensa. Vespasiano hizo decir a
Josefo que si él era profeta debía haber predicho la toma de Josafat que
había defendido inútilmente contra el ejército romano: Josefo respondió que
ya la había anunciado, lo que no era sorprendente. ¿Qué comandante sitiado
en una pequeña plaza por un grande ejército no predice que la plaza debe
ser tomada?
No es difícil de conocer que cualquiera haciéndose profeta podía
atraerse el respeto y el dinero de la multitud, y que la credulidad del pueblo
debía ser la renta de cualquiera que supiese engañarlo. Por todas partes ha
habido adivinos, pero no era bastante el profetizar en nombre propio; se
necesitaba hablar en nombre de la divinidad, y desde el tiempo de los
adivinos del Egipto, que se llamaban los profetas, hasta Ulpio, profeta del
joven querido del emperador Adriano, tenido por dios, hubo un número
prodigioso de charlatanes sagrados, que hicieron hablar a los dioses para
burlarse de los hombres. Se conoce bastante cómo lo conseguían: tan pronto
con una respuesta ambigua que explicaban después como mejor les parecía,
tan pronto ganando a los criados e informándose de ellos secretamente de
las aventuras de los devotos que venían a consultarles. Un idiota quedaba
asombrado, al ver que un embustero le decía de parte de Dios lo que había
hecho de más oculto.
Se creía que los profetas sabían lo pasado, lo presente, y lo porvenir;
este es el elogio que hace Homero de Calchas. No añadiré aquí cosa alguna
a lo que dicen el sabio Van-Dale y el juicioso Fontenelle su redactor, sobre
los oráculos. Ellos han descubierto con sagacidad los siglos de falacia, y el
jesuita Ballus manifestó muy poco sentido o mucha malignidad cuando
sostuvo contra ellos la realidad de los oráculos paganos. Esto era hacer
realmente una injuria a Dios, pretendiendo que este Dios de verdad hubiese
dado libertad a los diablos del infierno, para venir a hacer sobre la tierra lo
que él mismo no ha hecho; esto es, para, establecer los oráculos.
O estos diablos decían la verdad, y en este caso era imposible el dejarlos
de creer, y Dios apoyando las falsas religiones por medio de continuos
milagros, ponía él mismo el universo entre las manos de sus enemigos, o
ellos mentían, y en este caso Dios desencadenaba a los diablos para engañar
a todos los hombres. Quizás no ha habido jamás una opinión más absurda.
El oráculo más famoso fue el de Delfos: se elegían dos muchachas
inocentes, como más adecuadas que las otras a ser inspiradas, es decir, a
proferir de buena fe la jerigonza que los sacerdotes les dictaban. La joven
adivina subía sobre un banquillo de tres pies, puesto en la abertura de un
agujero del que salía una exhalación profética, y el espíritu divino entraba
por debajo de la ropa de la adivina por un paraje muy humano. Pero desde
que una hermosa adivina fue robada por un devoto, se emplearon a las
viejas en este oficio, y creo que esta fue la causa por la cual el oráculo de
Delfos empezó a perder mucho de su crédito.
Los agoreros y los adivinos eran una especie de oráculos, y sale su
origen, según creo, de una muy remota antigüedad, porque se necesitaban
muchas ceremonias y mucho tiempo para acreditar a un oráculo divino, que
no podía existir sin templos y sin sacerdotes, y nada era más fácil que el
decir la buenaventura en las encrucijadas. Este arte se subdividió de mil
maneras: se predijo por el vuelo de los pájaros, por el hígado de los
carneros, por las arrugas de la palma de la mano, por los círculos hechos
sobre la tierra, por el agua, por el fuego, por las pequeñas piedras, por las
varas, y por todo lo que se imaginó; y a menudo por un puro entusiasmo
que se servía de todas las reglas. ¿Pero quién fue el que inventó este arte?
El primer pícaro que encontró a un tonto.
La mayor parte de las predicciones eran como las del almanaque de
Lieja. Morirá un personaje; habrá naufragios. ¿Moría un magistrado de un
pueblo durante el año? Era para este pueblo el personaje cuya muerte estaba
anunciada. ¿Sumergíase alguna barca de pescadores? Eran los grandes
naufragios anunciados. El autor del almanaque de Lieja es un adivino,
cúmplanse o no sus predicciones, porque si algún acontecimiento las
favorece, su magia queda demostrada, y si al contrario, entonces aplica la
predicción a cualquiera otra cosa, y la alegoría le saca del paso.
Dice el almanaque de Lieja que vendrá un pueblo del norte que todo lo
destruirá; este pueblo no viene, pero un viento del norte hiela algunas viñas,
y esto es lo que ha pronosticado Mateo Lansberg. ¿Hay alguno que dude de
su ciencia? Al punto los mandaderos lo denuncian como mal ciudadano, y
los astrónomos le tratan de incapaz y de falto de razón.
Los sunnitas mahometanos han tenido muy en uso este método en la
explicación del Alcorán de Mahoma. La estrella Aldebarán había estado en
grande veneración entre los árabes; significa el ojo del toro; esto quería
decir que el ojo de Mahoma ilustraba los árabes y que, como un toro, hería
a sus enemigos con los cuernos.
El árbol acacia era venerado en la Arabia y se hacían grandes alamedas
de acacias que preservaban las casas del ardor del sol. Mahoma es la acacia
que debe cubrir la tierra con su sombra saludable. Los turcos sensatos se
ríen de estas sutiles necedades, las mujeres jóvenes no piensan en ellas, las
viejas devotas las creen, y cualquiera que dijese públicamente a un derviche
que no enseña sino boberías se expondría a ser empalado. Ha habido sabios
que han hallado la historia de sus tiempos en la Ilíada y la Odisea, pero
estos sabios no han hecho la misma fortuna que los comentadores del
Alcorán.
El más brillante ejercicio de los oráculos fue el de asegurar la victoria
en los tiempos de guerra. Cada ejército, cada nación tenía sus oráculos que
le prometían triunfos, y uno de los dos partidos había recibido
infaliblemente un oráculo verdadero. El vencido que había sido engañado,
atribuía su derrota a alguna falta cometida respectivamente a sus dioses
después de haber tenido el oráculo, y esperaba que en otro tiempo se
cumpliría: de este modo casi toda la tierra se ha mantenido en la ilusión...
Apenas hay un pueblo que no conserve en sus archivos, o que no haya
tenido por la tradición de padres a hijos, alguna predicción que le aseguraba
la conquista del mundo, es decir de las naciones vecinas; y no ha habido
ningún conquistador que no haya sido anunciado con toda formalidad,
inmediatamente después de sus conquistas. Hasta los judíos, encerrados en
un rincón de la tierra casi desconocido, entre el anti-Líbano, la Arabia
desierta y la pétrea, esperaron como los otros pueblos el ser los señores del
mundo, fundándolo sobre mil oráculos que nosotros explicamos en un
sentido místico y ellos entienden en un sentido literal.
32. De las sibilas de los griegos y de su influencia sobre las otras
naciones.

Cuando toda la tierra se hallaba llena de oráculos, hubo mujeres viejas y


solteras que sin hallarse destinadas a ningún templo, se ocuparon en
profetizar por su cuenta. Se las llamó sibilas, palabra griega del dialecto de
Laconia, que significa consejo de Dios. La antigüedad hace mención de
diez principales en diversos países. Bastante sabido es el cuento de la buena
mujer que trajo a Roma al antiguo Tarquino los nueve libros de la antigua
sibila de Cumas. Como Tarquino regateaba demasiado el precio, la vieja
echó al fuego los seis primeros y exigió por los tres restantes igual valor
que el que había pedido por los nueve. Tarquino lo pagó y se dice que
estuvieron conservados en Roma hasta el tiempo de Sila y que después
fueron consumidos de resultas de un incendio del capitolio.
¿Pero cómo hacerlo sin las profecías de las sibilas? Se enviaron tres
senadores a Eritro, ciudad de la Grecia, en donde se guardaban con el
mayor cuidado un millar de malos versos griegos que se decía haberlos
compuesto la sibila Eritrea. Todos querían tener copias de ellos: la sibila
Eritrea todo lo había pronosticado, y sus profecías eran como las de
Nostradamus entre nosotros. En todos los acontecimientos se forjaban
algunos versos griegos que se atribuían a la sibila.
Augusto que temía con razón que no se hallase en esta rapsodia algunos
versos que antorizasen las conspiraciones, prohibió bajo pena de muerte que
ningún romano tuviese en su casa versos de las sibilas. Prohibición digna de
un tirano sospechoso, que conservaba con destreza un poder usurpado por
el crimen.
Los versos sibilinos fueron respetados más que nunca cuando estuvo
prohibido el leerlos. Sin duda alguna contenían la verdad, pues que los
ocultaban a los ciudadanos.
Virgilio, en su égloga sobre el nacimiento de Pollion, Marcelo o Druso
no dejó de citar la autoridad de la sibila de Cumas, que había predicho
limpiamente que este niño, que murió enseguida, haría renacer el siglo de
oro. La sibila Eritrea también lo había profetizado entonces en Cumas
según se decía; el niño recién nacido de Augusto o de su favorito, no podía
menos de ser pronosticado por la sibila: las predicciones son siempre para
los grandes; la gente de las otras clases no interesa.
Los oráculos de las sibilas eran muy acreditados, y los primeros
cristianos muy exaltados por un falso celo, creyeron que podían forjar
semejantes oráculos para batir a los gentiles con sus propias armas. Hermas
y San Justino pasaron por ser los primeros que tuvieron la desgracia de
sostener esta impostura. San Justino cita los oráculos de la sibila de Cumas,
vendidos por un cristiano que había tomado el nombre de Istapo, y
pretendía que la sibila había vivido desde el tiempo del diluvio. San
Clemente de Alejandría (en sus Stromatos, libro VI) asegura que el apóstol
San Pablo recomienda en sus epístolas la lectura de las biblias que
manifiestamente han predicho el nacimiento del hijo de Dios.
Es preciso que esta epístola de San Pablo se haya perdido, porque no se
hallan semejantes palabras, ni cosa alguna que se les parezca, en ninguna de
sus epístolas. En aquel tiempo tenían los cristianos una infinidad de libros
que ya no tenemos, como las profecías de Jaldabast, las de Seth, de Enoch y
de Cam, la Penitencia de Adán, la Historia de Zacarías, padre de San Juan,
el Evangelio de los egipcios, el Evangelio de San Pedro, de Andrés y de
Santiago, el Evangelio de Eva, el Apocalipsis de Adán, las Cartas de
Jesucristo, y cien otros escritos de que apenas quedan algunos fragmentos
en los libros que se leen raras veces.
La Iglesia cristiana estaba entonces dividida en sociedad judaica y en
sociedad no judaica: estas sociedades tenían otras divisiones. El que tenía
algún talento escribía a favor de su partido. Hubo más de cincuenta
evangelios hasta el concilio de Nicea, y hoy no nos quedan sino el de la
Virgen, el de Santiago, el de la niñez, y el de Nicodemus. Sobre todo se
forjaron versos atribuidos a las antiguas sibilas. Tal era el respeto del pueblo
por estos oráculos sibilinos, que se creyó tener necesidad de este apoyo
extraño para fortificar el cristianismo naciente. No solamente se hicieron
versos griegos sibilinos que anunciaban la venida de Jesucristo, sino que se
hicieron en acrósticos, de modo que las letras de la palabra Jesous chreistos
ios soter, eran la una después de la otra el principio de cada verso. Es en
estas poesías que se halla esta predicción.
Con cinco panes y dos peces
Mantendrá cinco mil hombres en el desierto,
Y reuniendo los pedazos qué quedarán
Se llenarán doce canastos.
No se quedó en esto; se imaginó que se podía explicar en favor del
cristianismo el sentido de los versos de la cuarta égloga de Virgilio:
Ultima cumæi venit jam carnis ætas:
Jam nova progenies cœlo demittitur alto.
Los tiempos de la sibila son en fin llegados,
Un nuevo vástago desciende de lo alto de los cielos.
Esta opinión tuvo tan grande aceptación en los primeros siglos de la
Iglesia, que el emperador Constantino la sostuvo altamente: cuando un
emperador hablaba, tenía seguramente razón. Virgilio pasó largo tiempo por
un profeta, y por fin se estaba tan persuadido de los oráculos de las sibilas,
que nosotros tenemos en uno de nuestros himnos, que no es muy antiguo,
estos dos versos notables:
Solvet sæculum in favilla,
Teste David cum Sibylla.
Él reducirá el universo a cenizas,
Testigo David con la Sibila.
Entre las predicciones atribuidas a las sibilas, se admitía sobretodo el
reinado de mil años, que adoptaron los padres de la iglesia hasta el tiempo
de Teodosio II.
Este reinado de Jesucristo durante mil años sobre la tierra, se fundaba
primeramente sobre la profecía de San Lucas, cap. XXI, profecía mal
entendida, que «Jesucristo vendría en las nubes con grande poder y
majestad antes que la generación presente hubiese pasado.» La generación
presente había pasado; pero San Pablo había dicho también en su primera
epístola a los tesalonicenses, c. IV.
«Nosotros os declaramos, cómo habiéndolo sabido del Señor, que
nosotros que vivimos, y estamos reservados para su advenimiento, nosotros
no instruiremos absolutamente a aquellos que están ya dormidos. Porque al
punto que la señal será dada por la voz del arcángel, y por el sonido de la
trompeta de Dios, el Señor mismo bajará del cielo, y aquellos que habrán
muerto en Jesucristo resucitarán los primeros. Después nosotros que
estamos vivos y que hemos quedado hasta entonces, seremos llevados con
ellos a las nubes, para ir a recibir al Señor en medio de los aires, y así
viviremos para siempre con el Señor.»
Es bien extraño que Pablo diga que es el Señor mismo quien le había
hablado, porque Pablo lejos de haber sido uno de los discípulos de Cristo
había sido largo tiempo uno de sus perseguidores. Fuese como fuese, el
Apocalipsis había dicho también en el cap. XX que los justos «reinarían
sobre la tierra durante mil años con Jesucristo.»
A cada momento se esperaba que Jesucristo bajase del cielo para
establecer su reino y reedificar a Jerusalén, en donde los cristianos debían
regocijarse con los patriarcas.
Esta nueva Jerusalén estaba anunciada en el Apocalipsis: «Yo Juan, vi la
nueva Jerusalén que bajaba del cielo adornada como una novia... tenía una
grande y alta muralla, doce puertas... y un ángel a cada puerta... doce
cimientos en donde están los nombres de los apóstoles del cordero... El que
me hablaba tenía una vara de oro para medir la ciudad, las puertas y la
muralla. La ciudad está construida en cuadro y tiene doce mil estadios; su
largo, su ancho, y su altura son iguales... Él midió también la muralla que es
de ciento y cuarenta y cuatro codos... Esta muralla era de jaspe y la ciudad
era de oro, » etc.
Bien podían contentarse con esta predicción; pero queríase aun tener
por garante una sibila, a quien se hizo decir lo mismo poco más o menos.
Esta persuasión se imprimió tan fuertemente en los espíritus, que San
Justino en su Diálogo contra Trifón dice «que él está convencido, y que
Jesucristo debe venir a esta Jerusalén a comer y a beber con sus discípulos.»
San Ireneo se entregó tan plenamente a esta opinión, que atribuye a san
Juan evangelista estas palabras: «En la nueva Jerusalén, cada cepa de viña
producirá diez mil ramas y cada rama diez mil botones, y cada botón diez
mil racimos; cada racimo diez mil granos, cada grano veinticinco ánforas de
vino, y cuando uno de los santos vendimiadores coja un racimo, el racimo
inmediato le dirá: cógeme a mi, yo soy mejor que él.»33
No era bastante que la sibila hubiese predicho estas maravillas; se había
sido testigo de su cumplimiento. Se vio, según refiere Tertuliano, la nueva
Jerusalén bajar del cielo, durante cuarenta noches consecutivas.
Tertuliano34 se explica así: « Nosotros confesamos que nos está
prometido el reinado por mil años en la tierra, después de la resurrección en
la ciudad de Jerusalén traída del cielo acá bajo.»
De este modo el amor por lo maravilloso, y el deseo de oír y de decir
cosas extraordinarias, han pervertido en todos tiempos el sentido común. De
este modo se ha empleado el fraude cuando no se ha tenido la fuerza. La
religión cristiana estuvo no obstante sostenida por razones tan sólidas que
todo este conjunto de errores no pudo alterarla. Se sacó el oro puro de toda
esta liga, y la Iglesia llegó por grados al estado en que la vemos
actualmente.
33. De los milagros.

Volvamos siempre a la naturaleza del hombre: él no ama sino lo


extraordinario, y esto es tan cierto, que al punto que lo hermoso y lo
sublime son comunes, ya no parecen ni hermoso ni sublime. Se quiere lo
extraordinario en todo género, y se va hasta lo imposible. La historia
antigua se parece a la de aquella col más grande que una casa, y a aquella
olla más grande que una iglesia, construida para cocer la col.
¿Cuál es la idea que nosotros hemos unido a la palabra milagro, que al
principio significaba cosa admirable? Hemos dicho: es lo que la naturaleza
no puede hacer, lo que es contrario a todas sus leyes. Así el inglés que
prometió al público en Londres de meterse todo entero en una botella de
dos azumbres, anunciaba un milagro. En otro tiempo no hubieran faltado
leyendas que hubieran asegurado el cumplimiento de este prodigio, si
hubiera producido alguna ventaja al convento.
Nosotros creemos sin dificultad los verdaderos milagros sucedidos en
nuestra santa religión, y en la de los judíos, cuya religión preparó la nuestra.
No hablamos aquí sino de las otras naciones y no razonamos sino siguiendo
las reglas del buen sentido, siempre sometidas a la revelación.
Aquel que no esté iluminado por la fe, no puede mirar un milagro sino
como una contravención a las leyes eternas de la naturaleza: no le parece
posible que Dios descomponga su propia obra, y sabe que todo está ligado
en el universo por medio de cadenas que no pueden romperse. Sabe que
Dios siendo siempre el mismo, sus leyes son constantemente las mismas, y
que no puede pararse una rueda de la grande máquina sin que la naturaleza
entera se desarregle.
Si Júpiter acostándose con Alcmena hace una noche de veinticuatro
horas, debiendo ser de doce, es preciso que la tierra detenga su curso y
quede inmóvil durante doce horas enteras; pero como los mismos
fenómenos del cielo vuelvan a aparecer la noche siguiente, es necesario
también que la luna y los otros planetas se hayan detenido. Ved una grande
revolución en todos los orbes celestes en obsequio de una mujer de Tebas
en la Beocia.
Resucita un muerto al cabo de algunos días: es necesario que todas las
partes imperceptibles de su cuerpo, que se habían exhalado en el aire y que
los vientos habían alejado, vuelvan cada una de ellas a ponerse en el lugar
que antes ocupaban; que los gusanos y los pájaros, o los otros animales
mantenidos con la substancia de este cadáver, vuelvan cada uno lo que han
tomado de él. Los gusanos cebados con las entrañas de este hombre habrán
sido comidos por las golondrinas, estas golondrinas por las pegas silvestres,
estas pegas silvestres por los halcones y los halcones por los buitres. Es
necesario que cada uno restituya precisamente lo que pertenezca al muerto,
sin lo cual no sería ya la misma persona. Todo esto aun no es nada si el
alma no vuelve a su cuerpo.
Si el ser eterno que todo lo ha previsto, que todo lo gobierna por leyes
invariables, se contraría a sí mismo destruyendo todas sus leyes, esto no
puede ser sino por el bien de toda la naturaleza; pero parece contradictorio
el suponer un caso en el que el criador y el señor de todas las cosas, pueda
cambiar el orden del mundo por el bien del mundo. Porque, o él ha previsto
la pretendida necesidad que tenía de hacerlo, o no la ha previsto. Si él la ha
previsto, ha establecido el orden desde el principio, y si no la ha previsto ya
no es Dios.
Se dice que para complacer a una nación, a una ciudad, a una familia, el
ser eterno resucita a Pelops, a Hipólito, a Heros o a algunos otros famosos
personajes; pero no parece verosímil que el señor común del universo
descuide este universo por Hipolito ni Pelops.
Cuanto más increíbles son los milagros según los débiles conocimientos
de nuestro espíritu, tanto más creídos son. Cada pueblo tuvo tantos
prodigios que de ellos se hicieron cosas muy extraordinarias. Por esto no se
ponía cuidado en negar los de sus vecinos. Los griegos decían a los egipcios
y a las naciones asiáticas: los dioses os han hablado algunas veces, y a
nosotros nos hablan todos los días: veinte veces han combatido por
vosotros, cuarenta veces se han puesto a la cabeza de nuestros ejércitos. Si
vosotros tenéis metamorfosis, nosotros tenemos cien veces más: si vuestros
animales hablan, los nuestros han hecho muy buenos discursos. No hay, ni
aun hasta los romanos, ningún pueblo en el que no hayan hablado las
bestias para pronosticar el porvenir. Tito Livio refiere que un buey exclamó
en medio del mercado: «Roma, ten cuidado de ti.» Plinio, en su libro
octavo, dice que un perro habló cuando Tarquino fue arrojado del trono.
Una corneja, si se cree a Suetonio, exclamó en el capitolio, cuando se iba a
asesinar a Domiciano: «Estai panta Kalos»: está muy bien hecho. Del
mismo modo uno de los caballos de Aquiles, llamado Xanto, predijo a su
amo que moriría delante de Troya: antes que el caballo de Aquiles, había
hablado el carnero de Freixus, del mismo modo que las vacas del Olimpo: y
así en lugar de refutar las fábulas, se las exageraba. Se hacía como hizo un
procurador a quien se presentó un vale falso; no se entretuvo en pleitear,
sino que manifestó desde luego un recibo falso.
Es cierto que entre los romanos apenas vemos muertos resucitados; se
contentaron con creer en las curas milagrosas. Los griegos, más decididos
por la metempsicosis, tuvieron muchas resurrecciones: tenían este secreto
de los orientales, de quienes habían venido las ciencias y todas las
supersticiones.
De todas las curas milagrosas, las más confirmadas y las más auténticas
son las del ciego a quien el emperador Vespasiano volvió la vista, y la del
paralítico a quien volvió el uso de sus miembros. Fue en Alejandría en
donde se verificó este doble milagro, delante de un pueblo inmenso, delante
de los romanos, de los griegos y de los egipcios; fue sobre su tribunal que
Vespasiano obró estos prodigios. No era él el que procuraba adquirir
méritos por medio de prestigios, que no son necesarios a un monarca que
está seguro en su trono; son los mismos enfermos que postrados a sus pies
le impetran su curación. Él se avergüenza de sus súplicas, se burla de ellas,
y dice que una curación semejante no es posible a ningún mortal; los dos
desgraciados insisten; Serapis se les ha aparecido, Serapis les ha dicho que
serían curados por Vespasiano. En fin él cede, y los toca sin esperanza de
buen éxito. La divinidad favoreciendo su modestia y su virtud le comunica
su poder; al instante el ciego ve y el estropeado anda. Alejandría, el Egipto
y todo el imperio aplauden a Vespasiano como a un favorito del cielo; el
milagro se consigna en los archivos del imperio, y sin embargo, con el
tiempo, este milagro no es creído de nadie, porque no hay quien tenga
interés en sostenerlo.
Si se cree yo no sé que escritor de nuestros siglos bárbaros llamado
Helgaut, el rey Roberto hijo de Hugo Capeto también curó a un ciego. Este
don de los milagros en el rey Roberto, fue quizás la recompensa de la
caridad que tuvo en hacer quemar al confesor de su mujer y a los canónigos
de Orleans, acusados de no creer la infalibilidad del poder absoluto del
papa, y por consecuencia de ser maniqueos; y si no fue el premio de estas
buenas acciones, lo fue de la excomunión que sufrió por haberse acostado
con la reina su mujer.
Los filósofos han hecho milagros como los emperadores y los reyes. Se
conocen los de Apolonio de Tiana: éste era un filósofo pitagórico,
temperante, casto y justo, a quien la historia no reprende ninguna acción
equívoca, ni ninguna de las debilidades de que Sócrates fue acusado. Viajó
a los países de los magos y de los bracmanes, y fue en todas partes tan
estimado cuan modesto era, dando siempre buenos consejos y disputando
muy rara vez. La oración que tenía costumbre de dirigir a los dioses es
admirable: «¡Dioses inmortales! Concedednos lo que juzguéis que nos
conviene, si nosotros no somos indignos de obtenerlo.» No tenía ningún
entusiasmo; pero lo tuvieron sus discípulos, suponiéndole milagros que
fueron recogidos por Filóstrato. Los tianenses le pusieron en el rango de los
semidioses, y los emperadores romanos aprobaron su apoteosis; pero con el
tiempo la apoteosis de Apolonio tuvo la misma suerte que la de los
emperadores romanos, y la capilla de Apolonio quedó tan desierta como el
Socrateion construido a Sócrates por los atenienses.
Los reyes de Inglaterra, desde San Eduardo hasta el rey Guillermo III,
hicieron diariamente un gran milagro, que fue el de curar los lamparones
que los médicos no podían curar; pero Guillermo III no quiso de modo
alguno hacer milagros, y sus sucesores le han imitado. Si la Inglaterra
experimenta alguna revolución que vuelva a sumergirla en la ignorancia,
entonces tendrá milagros todos los días.

34. De los templos.

No se crea que hubo templos desde luego que se reconoció un Dios. Los
árabes, los caldeos y los persas que veneraban los astros, no podían tener en
sus principios edificios consagrados; no tenían que hacer más que mirar al
cielo y allí estaba su templo. El de Bel en Babilonia pasaba por el más
antiguo de todos; pero los de Brahma en la India deben ser de una
antigüedad más remota, a lo menos los brahmanes lo pretenden.
Se dice en los anales de la China que los primeros emperadores
sacrificaban en el templo. El de Hércules en Tiro no parece ser de los más
antiguos: Hércules no fue en ningún pueblo sino una divinidad secundaria;
sin embargo el templo de Tiro es muy anterior al de Judea. Hiram tenía uno
magnífico, cuando Salomón, ayudado por Hiram, edificó el suyo. Herodoto,
que viajó entre los tirios, dice que en su tiempo los archivos de Tiro no
daban a este templo sino dos mil y trescientos años de antigüedad: hacía ya
mucho tiempo que el Egipto estaba lleno de templos. Herodoto añade que él
supo que el templo de Vulcano, en Menfis, había sido construido por Menes
hacia el tiempo que corresponde a tres mil años antes de nuestra era; pero
no es creíble que los egipcios hubiesen edificado un templo a Vulcano en
Menfis, antes de haberlo elevado a Isis su principal divinidad.
Yo no puedo conciliar con las costumbres ordinarias de todos los
hombres lo que dice Herodoto en el libro segundo: pretende que
exceptuando los egipcios y los griegos, todos los otros pueblos tenían la
costumbre de acostarse con sus mujeres en medio de sus templos; sospecho
que el texto griego ha sido corrompido. Los hombres más salvajes se
abstienen de esta acción delante de testigos: jamás se ha intentado el
acariciar a la mujer en presencia de las personas por quien se guarda la
menor consideración.
Es muy poco posible que entre las naciones religiosas hasta el punto de
ser escrupulosas, hubieran sido sus templos lugares de prostitución. Creo
que Herodoto habrá querido decir que los sacerdotes que habitaban en el
recinto que rodeaba el templo, podían acostarse con sus mujeres en este
recinto, que tenía el nombre de templo, como lo hacían los sacerdotes
judíos y otros; pero que los sacerdotes egipcios, no habitando en el recinto,
se abastenían de llegar a sus mujeres cuando estaban de guardia en los
pórticos que rodeaban el templo.
Los pueblos pequeños estuvieron largo tiempo sin tener templos:
llevaban sus dioses en cofres o en tabernáculos. Ya hemos visto que cuando
los judíos habitaron los desiertos al oriente del lago Asfáltide, llevaban el
tabernáculo del dios Remfan, del dios Molok,y del dios Krum, como lo dice
Amós y como lo repite San Esteban.
Esto mismo hacían todas las otras pequeñas naciones del desierto. Este
uso debe ser el más antiguo, por la razón de que es mucho más fácil tener
un cofre que construir un grande edificio.
Es probable que sea de estos dioses portátiles de donde se originaron las
procesiones que hicieron todos los pueblos; porque parece que no se
hubiera intentado quitar a un dios de su puesto en un templo, para pasearlo
por la ciudad, y esta violencia hubiera parecido un sacrilegio, si el antiguo
uso de llevar a su dios sobre un carro o sobre unas andas, no se hubiera
hallado establecido desde muy largo tiempo.
La mayor parte de los templos eran al principio ciudadelas en las cuales
se ponían en seguridad todas las cosas sagradas. Por esto el Paladium era la
fortaleza de Troya, y los broqueles bajados del cielo se guardaban en el
capitolio.
Sabemos que los templos de los judíos eran casas fuertes capaces de
sostener un asalto. Se dice en el tercer libro de los Reyes que el edificio
tenía cincuenta codos de largo y veinte de ancho, ésto es, cerca de noventa
pies de largo sobre treinta de frente: apenas hay edificios públicos más
pequeños, pero esta casa siendo de piedra y construida sobre una montaña,
podía a lo menos defenderse de una sorpresa: las ventanas que eran mucho
más estrechas en lo exterior que en lo interior parecían troneras.
Se dice que los sacerdotes se servían de blindajes de madera apoyados
en la muralla para alojarse.
Es difícil comprender las dimensiones de esta arquitectura: el mismo
libro de los Reyes nos dice que sobre las murallas de este templo, había tres
altos de madera; que el primero tenía cinco codos de ancho, el segundo seis,
y el tercero siete. Estas proporciones no son las nuestras: estos pisos de
madera hubieran sorprendido a Miguel Ángel, y a Bramante; sea como
fuese es preciso considerar que este templo, estaba construido sobre la
pendiente de la montaña Moria y que por consiguiente no podía tener
mucha profundidad. Era necesario subir algunos escalones para llegar a la
pequeña explanada en la que se construyó el santuario de veinte codos de
largo, y un templo en el cual se ha de subir y bajar, es un edificio bárbaro.
Era recomendable por la santidad, pero no por su arquitectura, y no era
necesario para los designios de Dios que la ciudad de Jerusalén fuese la más
magnífica de las ciudades, ni su pueblo el más poderoso de los pueblos, ni
tampoco que su templo sobresaliese entre los de las otras naciones: el más
hermoso de los templos es aquel en el que se ofrecen a Dios los más puros
homenajes.
La mayor parte de los comentadores se han tomado el trabajo de dibujar
este edificio, cada uno de su modo, y es creíble que ninguno de estos
dibujantes nunca habrá construido una casa. Se concibe no obstante que las
murallas que sostenían los tres altos eran de piedra, y que se podía muy bien
defender uno o dos días este pequeño retiro.
Esta especie de fortaleza de un pueblo privado de artes, no se sostuvo
contra Nabusardán, uno de los capitanes del rey de Babilonia, que nosotros
llamamos Nabucodonosor.
El segundo templo construido por» Nehemías fue menos grande y
suntuoso. El libro de Esdrás nos hace saber que los muros de este nuevo
templo no tenían sino tres filas de piedra tosca y que el resto era de madera.
Era más bien una granja que un templo, pero el que Herodes hizo construir
después fue una verdadera fortaleza. Se vio precisado, según nos refiere
Josefo, a demoler el templo de Nehemías que él llama el templo de Aggeo.
Herodes cegó una parte del precipicio en el bajo de la montaña Moria, a fin
de hacer una plataforma apoyada por un grueso muro sobre el cual se
construyó el templo. Cerca de este edificio se hallaba la torre Antonia que
también fortificó, de suerte que este templo era una verdadera ciudadela.
En efecto, los judíos se atrevieroa a defenderse en ella contra el ejército
de Tito, hasta que un soldado romano, habiendo arrojado una viga ardiente
en el interior del fuerte, todo se incendió en un momento, lo que prueba que
las obras del recinto, del templo eran de madera en el tiempo de Herodes, lo
mismo que en el de Nehemías y en el de Salomón.
Estos edificios de pino contradicen un poco la gran magnificencia de
que habla el exagerador Josefo. Dice que Tito habiendo entrado en el
santuario, lo admiró y confesó que su riqueza era superior a la fama que
tenía. No es muy verosímil que un emperador romano, en medio de un
combate sangriento, pisando montones de cadáveres, se entretuviese en
considerar con admiración un edificio de veinte codos de largo (tal era este
santuario), y que un hombre que había visto el capitolio quedase
maravillado de la hermosura de un templo judío. Este templo era muy
santo, sin duda, pero un santuario de veinte codos de largo no había sido
construido por un Vitruvio. Los templos hermosos eran los de Éfeso,
Alejandría, Atenas, Olimpo y Roma.
Josefo, en su declamación contra Apio, dice que no era necesario «sino
un templo a los judíos porque no hay sino un Dios.» Este razonamiento no
parece concluyente, porque si los judíos hubieran tenido siete o ochocientas
leguas de territorio, como muchos otros pueblos, hubiera sido necesario que
pasasen su vida viajando para ir todos las años a sacrificar en esta templo.
De no haber sino un solo Dios se sigue que todos los templos del mundo
deben serle dedicados, pero no el que la Tierra no deba tener sino un solo
templo. La superstición siempre tiene una mala lógica.
Además, ¿cómo puede decir Josefo que los judíos no necesitaban sino
un templo, cuando tenían desde el tiempo de Tolomeo-Filometor el templo
bastante conocida de la Onion, en Bubasto en Egipto?
35. De la magia.

¿Qué es la magia? El secreto de hacer lo que no puede hacer la naturaleza;


es una cosa imposible, y en todos los tiempos se ha creído también en la
magia. La palabra deriva de los mag, magdim o magos de Caldea. Estos
sabían más que los otros, buscaban las causas de las lluvias y del buen
tiempo, y muy pronto se les creyó capaces de hacer el buen tiempo y la
lluvia: eran astrónomos, y los más ignorantes y atrevidos eran astrólogos.
¿Sucedía un acontecimiento en el tiempo de la conjunción de dos planetas?
Luego estos dos planetas lo habían causado, y los astrólogos eran los
dueños de los planetas. ¿Las imaginaciones exaltadas habían visto en
sueños a sus amigos moribundos o muertos? Los mágicos hacían aparecer a
los muertos.
Habiendo conocido el curso de la luna, era muy sencillo que la hiciesen
bajar sobre la tierra. Ellos disponían de la vida de los hombres, sea haciendo
figuras de cera, sea pronunciando el nombre de Dios o el del diablo.
Clemente de Alejandría, en sus Stromatos, libro primero, dice que según un
autor antiguo, Moisés pronunció la palabra Ihaho o Jehova, de un modo tan
eficaz al oído del rey de Egipto Fara-Nekefre, que este rey cayó sin
conocimiento.
En fin, desde Jannés y Mambres, que los dos eran hechiceros con
nombramiento de faraón, hasta la mariscala de Ancre que fue quemada en
París por haber muerto un gallo blanco en el plenilunio, no hubo ningún
tiempo sin sortilegios.
La adivina de Endor, que invocó la sombra de Samuel, es muy
conocida: es cierto que sería muy extraño que la palabra Python, que es
griega, hubiese sido conocida de los judíos en el tiempo de Saúl, pero sólo
la Vulgata habla de Python; y el texto hebreo se sirve de la palabra ob, que
los Setenta han traducido por Engastrimuthon.35
Volvamos a la magia. Los judíos la tomaron por oficio desde que se
esparcieron por el mundo. El sábado de los hechiceros es una prueba
manifiesta de ello, y el macho cabrío con el cual se suponía que las
hechiceras tenían comunicación, viene del antiguo comercio que tuvieron
los judíos con los macho cabríos en el desierto, lo que les está reprendido en
el Levítico, capítulo XVIII.
Hay pocas causas criminales formadas a los hechiceros sin que se halle
implicado en ellas algún judío.
Los romanos, a pesar de los conocimientos que tenían en el tiempo de
Augusto, se infatuaron con los sortilegios del mismo modo que nosotros.
Véase la égloga de Virgilio intitulada Farmaceutria:
Carmina vel cœlo possunt deducere lunam.
La voz del encantador hace descender la luna.
His ego sæpe lupum fieri et se condere silvis
Mœrim, sæpe animas imis exire sepuicris.
Mœris convertido en lobo se escondía en los bosques:
De lo hondo de su sepulcro yo he visto salir las almas.
No debe extrañarse que Virgilio pase hoy en día por un hechicero en
Nápoles; no es necesario buscar la razón de ello sino en este égloga.
Horacio reprende a Sagana, y a Caridio sus horribles sortilegios. Las
principales cabezas de la república estuvieron infectadas de estas
imaginaciones funestas. Sexto, el hijo del grande Pompeyo inmoló a un
niño en uno de sus encantamientos,
Los filtros para hacerse amar, tenían una magia más dulce, y los judíos
estaban en posesión de venderlos a las damas romanas. Los que no podían
hacerse ricos corredores, se ocupaban en hacer profecías y filtros.
Todas estas extravagancias ridículas o afrentosas se perpetuaron entre
nosotros, y sólo hace un siglo que están desacreditadas. Los misioneros se
han admirado de hallar estas extravagancias hasta el cabo del mundo, y han
tenido lástima a los pueblos a quienes inspiraba el demonio. ¡Ah, amigos
míos! ¿Por qué no os habéis quedado en vuestra patria? Vosotros no
hubierais hallado diablos en ella, pero hubierais encontrado otras tantas
necedades.
Hubierais visto millares de miserables bastante insensatos para creerse
hechiceros, y jueces bastante ignorantes y bárbaros para condenarlos a las
llamas. Hubierais visto una jurisprudencia establecida en Europa sobre la
magia, como se tienen leyes sobre el robo y el homicidio; jurisprudencia
fundada sobre las decisiones de los concilios. Lo que había de peor es que
los pueblos viendo que la magistratura y la Iglesia creían en la magia,
estaban más fuertemente persuadidos de su existencia, y cuanto más se
perseguía a los hechiceros más crecía su número. ¿De dónde provenía un
error tan funesto y tan general? De la ignorancia, y esto prueba que aquellos
que desengañan a los hombres son sus verdaderos bienhechores.
Se ha dicho que el consentimiento de todos los hombres era una prueba
de la verdad. ¡Qué prueba! Todos los pueblos han creído en la magia, en la
astrología, en los oráculos y en la influencia de la luna: era necesario haber
dicho a lo menos, que el consentimiento de todos los sabios era, no una
prueba, pero si una especie de probabilidad. ¡Y aun, qué probabilidad!
¿Antes de Copérnico no creían todos los sabios que la tierra estaba inmóvil
en el centro del universo?
Ningún pueblo tiene el derecho de burlarse de otro. Si Rabelais llama a
Picatrix mi reverendo padre en diablo, porque se enseñaba la magia en
Toledo, en Salamanca y en Sevilla, los españoles pueden echar en cara a los
franceses un número prodigioso de sus hechiceros.
La Francia es quizás entre todos los países el que más ha juntado la
crueldad al ridículo: no hay ningún tribunal en Francia que no haya hecho
quemar muchos mágicos. En la antigua Roma había locos que pensaban ser
hechiceros, pero no se encuentran bárbaros que los quemasen.

36. De las víctimas humanas.

Los hombres hubieran sido muy dichosos si tan solo hubieran sido
engañados, pero el tiempo, que tan pronto corrompe los usos y tan pronto
los rectifica, habiendo hecho correr la sangre de los animales en las aras, los
sacerdotes acostumbrados a la sangre pasaron de los animales a los hombres
y la superstición; hija desnaturalizada de la religión, se separó de la pureza
de su madre, hasta el punto de forzar a los hombres a inmolar a sus propios
hijos, bajo el pretexto de que era necesario dar a Dios lo que se poseía de
más querido.
El primer sacrificio de esta naturaleza cuya memoria se ha conservado
fue el de Jehud entre los fenicios, que, si se cree el fragmento de
Sanchoniathon, fue inmolado por su padre Hillu, dos mil años antes de
nuestra era. En este tiempo se hallaban ya establecidos los grandes estados;
la Siria, la Caldea y el Egipto, estaban florecientes, |y en Egipto, según
Diodoro, se inmolaban ya a Osiris los hombres bermejos; Plutarco pretende
que se les quemaba vivos, y otros añaden que se ahogaba a una joven en el
Nilo, para obtener de este río una completa avenida que no fuese ni muy
grande ni muy pequeña.
Estos abominables holocaustos se establecieron en toda la tierra.
Pausanias pretende que Licaón fue el primero que inmoló víctimas humanas
en la Grecia: era necesario que este uso estuviese admitido desde el tiempo
de la guerra de Troya, pues que Homero hace inmolar por Aquiles doce
troyanos a la sombra de Patroclo. ¿Homero se hubiera atrevido a decir una
cosa tan horrible? ¿No hubiera temido enojar a todos sus lectores, si tales
holocaustos no hubieran estado en uso? Todo poeta pinta las costumbres de
su país.
Yo no hablo del sacrificio de Ifigenia, ni el de Idamanto hijo de
Idomeneo; verdaderos o falsos, ellos prueban la opinión reinante, y casi no
puede dudarse que los escitas de la Táurida inmolasen a los extranjeros. Si
bajamos a los tiempos más modernos, los tirios y los cartagineses en los
grandes peligros sacrificaban un hombre a Saturno: se hizo otro tanto en
Italia, y los romanos mismos que condenaron estos horrores, inmolaron dos
galos y dos griegos para espiar el crimen de una vestal. Plutarco confirma
esta espantosa verdad en sus cuestiones sobre los romanos.
Los galos y los germanos tuvieron esta horrible costumbre, y los druidas
quemaban las víctimas humanas metidas en grandes figuras de mimbres.
Las hechiceras entre los germanos degollaban a los hombres condenados a
muerte, y juzgaban del porvenir por la más o menos rapidez de la sangre
que corría de la herida.
Creo muy bien que estos sacrificios eran raros, porque si hubieran sido
frecuentes, si se hubieran hecho fiestas anuales de semejantes costumbres,
si cada familia hubiera tenido continuamente el temor de que los sacerdotes
viniesen a escoger a la hija más hermosa o al primogénito de la casa, para
arrancarle santamente el corazón sobre una piedra consagrada, bien pronto
hubieran acabado por inmolar a los mismos sacerdotes. Es muy probable
que estos santos parricidios no se cometían sino en las necesidades muy
urgentes y en los grandes peligros, en cuyo caso los hombres están
subyugados por el temor, y una falsa idea del interés público fuerza al
interés particular a quedar silencioso.
Entre los brahmas, no se quemaban siempre todas las viudas sobre los
cuerpos de sus maridos: las más devotas y las más locas hicieron desde
tiempo inmemorial este espantoso sacrificio, que continúa hoy en día. Los
escitas inmolaron algunas reces a las sombras de sus kanes los oficiales más
queridos de estos príncipes. Herodoto describe detalladamente la manera
como se preparaban sus cadáveres, para formar el cortejo al rededor del
cadáver real; pero no se ve por la historia que este uso haya durado largo
tiempo.
Si leyéramos la historia de los judíos escrita por un autor de otra nación,
tendríamos dificultad en creer que hubo en efecto un pueblo fugitivo del
Egipto, que fue por orden expresa de Dios a inmolar siete u ocho pequeñas
naciones que ellos no conocían, a degollar sin misericordia todas las
mujeres, los ancianos y los niños de pecho, y no reservar sino a las niñas, y
que Dios castigó a este pueblo santo, cuando fue bastante criminal para
perdonar a un solo hombre de los que estaban destinados a la muerte por el
anatema. Nosotros no creeríamos que un pueblo tan abominable haya
podido existir sobre la tierra; pero como una nación nos refiere ella misma
todos estos hechos en sus libros santos, es preciso creerlo.
Yo no entro aquí en la cuestión de si estos libros han sido inspirados:
nuestra santa Iglesia que mira con horror a los judíos, nos enseña que los
libros judíos han sido dictados por el Dios criador y padre de todos los
hombres. Yo no puedo formar ninguna duda, ni aun permitirme el menor
razonamiento.
Es cierto que nuestro débil entendimiento no puede concebir en Dios
otra sabiduría, otra justicia, ni otra bondad que aquella cuya idea hemos
formado; pero en fin él ha hecho lo que ha querido, y a nosotros no nos
corresponde el juzgarlo; yo me atengo siempre al sentido sensible de la
historia.
Los judíos tienen una ley por la cual se les manda expresamente no
poder ocultar ninguna cosa, ni perdonar ningún hombre comprendido en el
anatema del Señor: No se podrá rescatar, es necesario que muera, dice la ley
levítica en el capítulo XXVII. En virtud de esta ley se ve a Jefté inmolar a
su propia hija, y al sacerdote Samuel despedazar al rey Agag.36 El
Pentateuco nos dice que en el pequeño país de Madián, que es de nueve
leguas cuadradas poco más o menos, los israelitas hallaron seiscientas
setenta y cinco mil ovejas, setenta y dos mil bueyes, setenta y un mil asnos
y treinta y dos mil mujeres vírgenes. Moisés mandó que se degollasen a
todos los hombres, a todas las mujeres y a todos los niños, pero que se
guardase a las jóvenes de las cuales sólo fueron inmoladas treinta y dos. Lo
que hay de particular en este suceso es el que Moisés era yerno de Jethro,
gran sacerdote de los madianitas, quien le había dispensado los mayores
servicios y le había colmado de beneficios.
El mismo libro nos dice que Josué, hijo de Nun, habiendo pasado con su
gente sel río Jordán a pie enjuto, y habiendo hecho caer al toque de las
trompetas las murallas de Jericó, comprendida en el anatema, hizo perecer a
todos los habitantes en las llamas, y que conservó solamente a Rahab, la
prostituida, y a su familia, que habían ocultado a los espías del santo
pueblo; que el mismo Josué destinó a la muerte a doce mil habitantes de la
ciudad de Haï; que inmoló al Señor treinta y un reyes del país, todos
sometidos al anatema, los que fueron ahorcados. Nada tenemos comparable
a estos asesinatos religiosos en nuestros últimos tiempos, sino es la matanza
de San Batolomé y las crueldades de Irlanda.
Lo más sensible es que varias personas dudan de que los judíos hayan
hallado en un pueblo del desierto y en medio de rocas, seiscientas setenta y
cinco mil ovejas y treinta y dos mil jóvenes doncellas, y nadie duda de la de
San Batolomé. Mas no dejemos de repetir cuan débiles son las luces de
nuestra razón para conocer los extraños acontecimientos de la antigüedad, y
para alcanzar las razones que tuvo Dios, señor de la vida y de la muerte,
para escoger al pueblo judío para que exterminase al pueblo cananeo.

37. De los misterios de Ceres Eleusina.

En el caos de las supersticiones populares, que hubieran hecho de casi todo


el globo una vasta guarida de fieras, hubo una institución saludable que
impidió a una parte del género humano el caer en un entero
embrutecimiento; esta fue la de los misterios y expiaciones. Era imposible
que no se hallasen espíritus pacíficos y sabios entre tantos locos crueles, y
que no hubiese filósofos que tratasen de conducir a los hombres a la razón y
a la moral.
Estos sabios se sirvieron de la superstición para corregir los abusos
enormes, del mismo modo que se emplea el corazón de la víbora para curar
sus mordeduras; se mezclaron muchas fábulas con las verdades útiles, y se
sostuvieron las verdades por medio de las fábulas.
No se conocen ya los misterios de Zoroastro; se sabe muy poco de los
de Isis; pero no podemos dudar que anunciaban el grande sistema de una
vida futura, porque Celso dice a Orígenes, libro VIII: «Os alabáis de creer
en las penas eternas, y todos los ministros de los misterios las anuncian a
los iniciados.»
La unidad de Dios era el grande dogma de todos los misterios: aun
tenemos la oración de las sacerdotisas de Isis, conservada en el Apuleyo y
que ya he citado hablando de los misterios egipcios.
Las ceremonias misteriosas de Ceres fueron una imitación de las de Isis;
aquellos que habían cometido crímenes los confesaban y los espiaban;
había ayunos y purificaciones, y se daba limosna. Todas las ceremonias
eran secretas, bajo un juramento religioso, para hacerlas más veneradas: los
misterios se celebraban de noche para que inspirasen un santo horror, y se
representaban una especie de tragedias cuyo espectáculo presentaba a la
vista la dicha de los justos y las penas de los malos. Los hombres más
grandes de la antigüedad, los Platones, los Cicerones, han hecho el elogio
de estos misterios que aun no habían degenerado de su pureza primitiva.
Algunos hombres muy sabios han pretendido que el sexto libro de la
Eneida es la pintura de lo que se practicaba en estos espectáculos tan
secretos y tan famosos. Virgilio no habla ciertamente del Demiurgo, que
representaba al criador, pero hace ver en el vestíbulo y en el telón a los hijos
que sus padres habían dejado perecer, y esta era una amonestación a los
padres y a las madres.
Continuo auditæ voces, vagitus et ingens, etc.
En seguida comparecía Minos que juzgaba a los muertos: los malos eran
arrastrados al Tártaro, y los justos conducidos a los campos Elíseos. Estos
jardines eran todo lo mejor que se había intentado para los hombres
ordinarios, y sólo a los héroes semidioses se concedía el honor de subir al
cielo. Toda religión adoptó un jardín para morada de los justos; y aun
cuando los esenios, entre el pueblo judío, recibieron el dogma de la otra
vida, creyeron que los buenos irían después de la muerte a unos jardines a la
orilla del mar; en cuanto a los fariseos, adoptaron la metempsícosis y no la
resurrección. Si es permitido el citar la historia sagrada de Jesucristo entre
tantas cosas profanas, observaremos que dijo al ladron arrepentido: «
Mañana estarás conmigo en el jardín.»37 Se conformó en esto al lenguaje de
todos los hombres.
Los misterios de Eleusis se hicieron los más celebres: es una cosa muy
particular el que se leyese en ellos la teogonía de Sanchoniathon el fenicio,
y esto es una prueba de que Sanchoniathon había anunciado un Dios
supremo, criador y gobernador del mundo. Esta es la doctrina que se
enseñaba a los iniciados imbuidos en la creencia del politeísmo.
Supongamos que existiese entre nosotros un pueblo supersticioso,
acostumbrado desde su tierna infancia a dar a la Virgen, a San José y a otros
santos, el mismo culto que a Dios; sería quizá peligroso el quererlo
desengañar de repente, y sería sabio el revelar al principio a los más
moderados y a los más razonables, la distancia infinita que hay entre Dios y
las criaturas: esto es lo que hicieron precisamente los mistagogos. Los
participantes de los misterios se reunían en el templo de Ceres; el pontífice
les enseñaba que en lugar de adorar a Ceres conduciendo a Triptolemo
sobre un carro tirado por dragones, era necesario adorar a Dios que sustenta
a los hombres y que ha permitido que Ceres y Triptolemo hiciesen honrosa
la agricultura.
Esto es tan cierto, como que el pontífice empezaba por citar los versos
del antiguo Orfeo: «Marchad por el, camino de la justicia, adorad al único
señor del universo; él es uno, y es el solo por sí mismo; todos los seres le
deben su existencia, él obra en ellos y por ellos, él lo ve todo y jamás ha
sido visto por los ojos mortales.»
Confieso que no entiendo como Pausanias pudo decir que estos versos
no valen los que compuso Homero: es necesario convenir que a lo menos
por lo que hace al sentido, valen mucho más que la Ilíada y la Odisea
enteras.
Es preciso confesar que el obispo Warburthon, aunque muy injusto en
varias de sus audaces decisiones, da mucha fuerza a todo lo que acabo de
decir de la necesidad de ocultar el dogma de la unidad de Dios a un pueblo
preocupado del politeísmo. Nota él, refiriéndose a Plutarco, que el joven
Alcibíades habiendo asistido a los misterios, no tuvo ninguna dificultad en
insultar a las estatuas de Mercurio en una gran comida con sus amigos, y
que el pueblo, enfurecido pidió la condenación de Alcibíades.
Se necesitaba entonces de la mayor discreción para no chocar con las
preocupaciones de la multitud. El mismo Alejandro (si esta anécdota no es
apócrifa) habiendo en Egipto obtenido el permiso del pontífice para enviar a
su madre al lugar secreto de los iniciados, la conjuró al mismo tiempo a que
quemase su carta después de haberla leído, para no irritar a los griegos.
Aquellos que engañados por un falso celo, han pretendido después que
estos misterios no eran sino desórdenes infames, deben desengañarse de
esta idea por la palabra misma que corresponde a iniciados, que quiere decir
que se empezaba una nueva vida.
Sirve también de una prueba sin réplica, de que estos misterios no se
celebraban sino con el fin de inspirar la virtud a los hombres, la fórmula con
la cual se despedía a la asamblea. Se pronunciaban entre los griegos las dos
palabras fenicias Kof tomphet: «velad y sed puros.» (Warburton, Leg. de
Moisés, 1.1.) En fin, sirva de última prueba el que el emperador Nerón,
culpable de la muerte de su madre, no pudo ser admitido a estos misterios
cuando viajó por la Grecia: el crimen era enorme, y a pesar de ser Nerón
emperador, los iniciados no hubieran querido admitirlo. Zósimo dice
también que Constantino no pudo encontrar sacerdotes paganos que
quisiesen purificarle y absolverle de sus parricidios.
Había pues efectivamente en los pueblos que se llaman paganos,
gentiles e idólatras, una religión muy pura, al paso que ellos y sus
sacerdotes también tenían usos vergonzosos, ceremonias pueriles, doctrinas
ridículas, y derramaban algunas veces la sangre humana en honor de
algunos dioses imaginarios, despreciados y detestados de los sabios.
Esta religión consistía en la confesión de la existencia de un Dios
supremo, de su providencia y de su justicia. Lo que desfiguraba estos
misterios era, si se da crédito a Tertuliano, la ceremonia de la regeneración:
se necesitaba que el iniciado pareciese resucitar; éste era el símbolo de la
nueva vida que debía abrazar. Se le presentaba una corona, la pisoteaba; el
pontífice levantaba sobre él la cuchilla sagrada; el iniciado a quien se fingía
herir, aparentaba caer muerto, después de lo cual parecía resucitar. Entre los
francmasones aun existen restos de esta antigua ceremonia.
Pausanias, en sus Arcádicas, nos dice que en varios templos de la
Eleusina se azotaba a los penitentes y a los iniciados; costumbre odiosa,
introducida mucho tiempo después en las iglesias cristianas.38
Yo no dudo que en todos estos misterios, cuyo fondo era tan sabio y útil,
dejasen de introducirse muchas supersticiones vituperables. Las
supersticiones conducen al desorden, que origina el desprecio. No queda ya
de todos estos antiguos misterios sino las compañías de miserables que
nosotros hemos conocido bajo el nombre de egipcios y de gitanos, que
corren la Europa con castañuelas, bailan las danzas de los sacerdotes de
Isis, venden bálsamo, curan la sarna hallándose cubiertos de ella, dicen la,
buena ventura y roban gallinas. Este ha sitio el fin de lo que hemos tenido
de más sagrado en la mitad de la tierra conocida.

38. De los judíos en el tiempo en que empezaron a ser conocidos.

Tocaremos todo lo menos que podamos a la parte divina de la historia de los


judíos, y si nos vemos obligados a hablar de ella, no será sino en cuanto los
milagros tengan una referencia esencial con la sucesión de los
acontecimientos. Tenemos todo el respeto que es debido a los prodigios
continuos que señalaron todos los pasos de esta nación, y los creemos con
la fe razonable que exige la Iglesia sustituta de la sinagoga: no los
examinamos, pero nos atenemos siempre a la .historia. Hablaremos de los
judíos como si hablásemos de los escitas y de los griegos, pesando las
probabilidades y discutiendo los hecho. Nadie ha escrito su historia sino
ellos mismos, antes que los romanos destruyesen su pequeño estado; es
necesario pues no consultar sino sus anales.
Esta nación es de las más modernas, con respecto a otros pueblos, hasta
que llegó el tiempo en que se estableció y poseyó una capital. Los judíos no
parecen haber merecido alguna consideración de sus vecinos, sino desde el
tiempo de Salomón, que era poco más o menos el de Hesíodo y Homero y
el de los primeros magistrados de Atenas.
El nombre de Salomón o Soleiman es muy conocido de los orientales;
pero el de David no lo es absolutamente, y aun menos el de Saúl. Los judíos
antes de Saúl no parecen ser sino una bandada de árabes del desierto, y tan
poco poderosos que los fenicios los trataban casi del mismo modo que los
lacedemonios miraban a los ilotas. Estos eran esclavos a quienes no se
permitía el tener armas: no tenían derecho de forjar el hierro, y hasta les
estaba privado el aguzar las puntas de sus arados, y el afilar sus hachas: era
necesario que acudiesen a sus dueños para las menores obras de esta
especie. Los judíos lo declaran en el libro de Samuel y añaden que no tenían
ni espadas ni dardos en la batalla que dieron Saúl y Jonathas en Betaven
contra los filisteos, en cuyo combate se dice que Saúl hizo juramento de
inmolar al Señor a cualquiera que hubiese comido mientras duró la batalla.
Nótese que antes de hablar de esta batalla ganada sin armas, se ha dicho
en el capítulo precedente39, que Saúl con un ejército de trescientos treinta
mil hombres, derrotó enteramente a los Ammonitas, lo que no está de
acuerdo con la confesión de no tener dardos ni espadas. Además, los reyes
más grandes han tenido muy rara vez tres cientos treinta mil combatientes
efectivos. ¿Cómo los judíos, que parecen errantes y oprimidos en este
pequeño país, que no tienen una ciudad fortificada, sin armas, sin espadas,
han puesto en campaña tres cientos treinta mil soldados? Con esta fuerza
había lo suficiente para conquistar el Asia y la Europa. Dejemos a los
autores sabios y respetables el cuidado de conciliar estas contradicciones
aparentes, que las luces superiores hacen desaparecer; respetemos lo que
debemos respetar, y volvamos a la historia de los judíos siguiendo sus
propios escritos.

39. De los judíos en Egipto.

Los anales de los judíos dicen que esta nación habitaba en los confines del
Egipto desde tiempos ignorados; que moraban en el pequeño país de
Gossen o Gessen, hacia el monte Casio y el lago Sirbon. Allí es donde están
todavía los árabes que vienen en el invierno a hacer pacer sus ganados en el
bajo Egipto. Esta nación no se componía sino de una sola familia, que en
doscientos cincuenta años produjo un pueblo de cerca de tres millones de
personas; pues para tener seis cientos mil combatientes que cuenta el
Génesis al salir de Egipto, deben tenerse también mujeres, niños y viejos.
Esta multiplicación contra el orden de la naturaleza, es uno de los milagros
que Dios se dignó hacer en favor de los judíos.
Es en vano que una multitud de sabios se admiren de que el rey de
Egipto hubiese mandado a dos matronas que hiciesen perecer a todos los
niños varones de los hebreos, y de que la hija del rey, que estaba en Menfis,
hubiese venido a bañarse lejos de Menfis en un brazo del Nilo en donde
jamás se bañaba persona alguna por causa de los cocodrilos. Es en vano que
hagan objeciones sobre la edad de ochenta años, a que ya había llegado
Moisés antes de ocuparse en libertar de la esclavitud a un pueblo entero.
También disputan sobre las diez plagas de Egipto. Dicen que los magos
de aquel reino no podían hacer los mismos milagros que el enviado de Dios,
y que si Dios les hubiera dado tal poder, parecería que obraba contra sí
mismo. Pretenden que Moisés, habiendo cambiado todas las aguas en
sangre, no quedaba ya ninguna para que los magos pudiesen hacer la misma
metamorfosis.
Preguntan cómo pudo el faraón perseguir a los judíos con una caballería
numerosa, después que habían muerto todos los caballos en la quinta, sexta,
séptima y décima plagas. Preguntan también por qué huyeron seiscientos
mil combatientes teniendo a Dios a su cabeza, y pudiendo pelear con
ventaja contra los egipcios cuyos primogénitos habían sido muertos.
Preguntan igualmente por qué no dio Dios la tierra fértil de Egipto a su
pueblo querido, en lugar de hacerle ir errante por espacio de cuarenta años
por espantosos desiertos.
Sólo hay una respuesta a todas estas objeciones sin número, y esta
respuesta es que Dios lo ha querido, que la Iglesia lo cree y que por lo tanto
nosotros debemos creerlo. En esto se diferencia esta historia de las otras.
Cada pueblo tiene sus prodigios, pero en el pueblo judío todo es prodigioso,
y puede decirse que esto debía ser así porque Dios mismo lo conducía. Es
claro que la historia de Dios no puede parecerse a la de los hombres, y por
esta razón no referiremos ningunos de estos hechos sobrenaturales, cuya
narración sólo puede corresponder al Espíritu Santo, y no nos atreveremos
ni aun a explicarlos. Examinaremos solamente los pocos acontecimientos
que pueden estar sometidos a la crítica.

40. De Moisés considerado sencillamente como jefe de una


nación.

El señor de la naturaleza es el que da la fuerza al brazo que él se digna


elegir. Todo es sobrenatural en Moisés. Algunos sabios lo han mirado como
un político muy hábil; otros lo miran como una caña débil de la cual se ha
dignado servir la mano divina para arreglar el destino de los imperios. ¿De
qué sirve en efecto un viejo de ochenta años, para emprender el conducir
por sí mismo a todo un pueblo sobre el cual no tenía ningún derecho? Su
brazo no puede combatir y su lengua no puede articular: se le pinta
decrépito y tartamudo, y no conduce a los que le siguen sino por soledades
espantosas durante cuarenta años; quiere darles un establecimiento y no les
da ninguno: siguiéndole en su marcha en los desiertos del sur, de Sin, de
Oreb, de Sinaí de Farán y de Caldes-Barué, y viéndole retroceder hacia el
lugar del que había salido, sería difícil mirarlo como un gran capitán. Se
halla a la cabeza de seiscientos mil combatientes, y no cuida ni del
vestuario ni del mantenimiento de estas tropas: Dios lo hace todo, Dios lo
remedia todo; él mantiene y viste al pueblo por medio de milagros. Moisés
pues no es nada por sí mismo, y su impotencia demuestra que le guía el
brazo del Todopoderoso; así no consideremos en él sino el hombre, y no el
ministro de Dios. Su persona considerada bajo esta última calidad sería
objeto de una investigación más sublime.
Quiere ir al país de los cananeos, al occidente del Jordán, en el territorio
de Jericó, que es una hermosa tierra con referencia a ciertas cosas, y en
lugar de tomar este camino vuelve al oriente entre Esiongaber y el mar
Muerto; país inculto, estéril y escabroso en el cual no crece ni un arbusto, y
en donde no se encuentra ninguna fuente ni otra agua que el agua salada
que puede sacarse de algunos pequeños pozos. Los cananeos o fenicios,
sabedores de esta irrupción de un pueblo extranjero, vienen a batirle en sus
desiertos hacia Caldes-Barué. ¿Cómo se deja pues batir Moisés al frente de
seiscientos mil soldados, en un país que no tiene hoy en día dos o tres mil
habitantes? Al cabo de treinta y nueve años obtiene dos victorias, pero no
llena ningún objeto de los de su legislacion; él y su pueblo mueren antes de
haber puesto el pie en el país que quería subyugar.
Un legislador, según nuestras nociones naturales, debe hacerse amar y
temer, pero no debe llevar la severidad hasta la barbarie; no debe, en lugar
de imponer algunos suplicios por medio de los ministros de la ley a los que
fueren culpables, hacer degollar sin distinción una gran parte de su nación
por la otra.
¿Será posible que a la edad de ciento veinte años, Moisés, no siendo
dirigido sino por sí mismo, haya sido tan inhumano y tan cruelmente
carnicero, que haya mandado a los levitas el asesinar sin distinción a sus
hermanos hasta el número de veintitrés mil por la prevaricación de su
propio hermano, que debía más bien morir antes que fabricar un becerro
para que lo adorasen? ¡Y después de esta indigna acción este hermano es
gran pontífice, y veintitrés mil hombres sufren la pena de muerte!
Moisés se había casado con una madianita, hija de Jethro, gran
sacerdote de Madián en la Arabia pétrea; Jethro le había colmado de
beneficios y le había dado a su hijo para que le sirviese de guía en los
desiertos. ¿Por qué crueldad opuesta a su política (si debemos guiarnos por
nuestras débiles nociones) habrá podido Moisés inmolar a veinte y cuatro
mil hombres de aquella nación, bajo el pretexto de que se ha hallado a un
judío acostado con una madianita? ¿Y como podrá decirse, después de estas
espantosas carnicerías, que Moisés era el mas pacífico de todos los
hombres? Confesemos que, humanamente hablando, estos horrores
repugnan a la razón y a la naturaleza. Pero si consideramos en Moisés al
ministro de los designios y de las venganzas de Dios, entonces todo cambia
a nuestros ojos: no es un hombre que obra como hombre; es el instrumento
de la divinidad, a la cual nosotros no tenemos que pedir cuenta de cosa
alguna: no debemos hacer otra cosa sino callar y adorarla.
Si Moisés hubiese establecido su religión por sí mismo, como lo
hicieron Zoroastro, Thot, los primeros brahmas, Numa, Mahoma, y otros
varios, nosotros le preguntaríamos por qué no se sirvió en su religión, del
medio más eficaz y más útil para poner un treno a la concupiscencia y al
crimen; porque no anunció expresamente la inmortalidad del alma, las
penas y las recompensas después de la muerte, dogmas recibidos desde
tiempos muy remotos en Egipto, en Fenicia, en Mesopotamia, en Persia y
en la India. «Habéis sido instruido, le diríamos, por la sabiduría de los
egipcios; sois legislador, y descuidáis absolutamente el dogma principal de
los egipcios, el dogma el más necesario a los hombres; creencia tan
saludable y tan santa que vuestros mismos judíos, tan rudos como son, la
han abrazado largo tiempo después que vosotros; a lo menos fue adoptada
por los esenios y por los fariseos, al cabo de mil años.»
Esta objeción humillante contra un legislador ordinario, cae y pierde
toda su fuerza, como se ve, cuando se obra por una ley dada por Dios
mismo, que habiéndose dignado ser rey del pueblo judío, lo castigaba y lo
recompensaba temporalmente, y que no quería ni revelar el conocimiento
de la inmortalidad del alma, ni el de los suplicios eternos del infierno, hasta
el tiempo señalado por sus decretos. Casi todos los acontecimientos
puramente humanos en el pueblo judío, son el colmo del horror: todo lo que
es divino, es superior a nuestras débiles ideas, y lo uno y lo otro nos
conducen siempre al silencio.
Se han encontrado hombres de una ciencia profunda que han llevado el
pirronismo en la historia hasta dudar que hubo un Moisés: su vida que es
toda prodigiosa, desde la cuna hasta el sepulcro, les ha parecido una de las
antiguas fábulas árabes, y particularmente la del antiguo Baco.40 No saben
en qué tiempo colocar a Moisés; hasta el nombre del faraón o rey de Egipto,
bajo cuyo reinado se le hace vivir, les es desconocido: no nos quedan
ningún monumento, ningunas huellas del país por el cual se le ha hecho
viajar, y les parece imposible que Moisés haya gobernado dos o tres
millones de hombres, durante cuarenta años, en desiertos inhabitables, en
donde apenas se encuentran en el día dos o tres bandadas vagamundas que
no ascienden sino a tres o cuatro mil hombres. Nosotros nos hallamos muy
lejos de adoptar este parecer temerario, que destruye todos los cimientos de
la historia antigua del pueblo judío.
Tampoco adherimos a la opinión de Aben-Esra, Maimónides, Núñez, ni
a la del autor de las ceremonias judaicas, aunque el docto Clerc, Midleton y
los sabios conocidos bajo el nombre de teólogos de Holanda, y aun el
grande Newton, se hayan declarado a favor de esta opinión. Estos ilustres
sabios pretenden que Moisés y Josué no pudieron escribir los libros que se
les han atribuido: dicen que sus historias y sus leyes hubieran sido grabadas
sobre piedra si en efecto ellos hubieran existido; que este arte de escribir
exige grandes cuidados, y que no era posible cultivarlo en los desiertos. Se
fundan, como se puede ver en otra parte, en las anticipaciones y las
contradiciones aparentes. Nosotros abrazamos contra el dictamen de estos
grandes hombres, la opinión común, que es la de la Sinagoga y la de la
Iglesia cuya infalibilidad reconocemos.
No por esto nos atrevemos a acusar a los Clercs, a los Midletones y a
los Newtones de impíos: ¡no lo quiera Dios! Estamos convencidos de que si
los libros de Moisés, de Josué, y el resto del Pentateuco, no les parecen ser
de la mano de estos héroes israelitas, no por esto han dejado de estar
persuadidos de que dichos libros son inspirados. Reconocen el dedo de Dios
en cada línea del Génesis, en Josué, en Sansón y en Ruth. El escritor judío
no ha sido, por decirlo así, sino el secretario de Dios, y es Dios quien todo
lo ha dictado. Newton no ha podido pensar de otra manera, esto se conoce
muy bien. ¡Dios nos libre de parecernos a los hipócritas perversos que se
valen de todos los pretextos para acusar a todos los grandes hombres de
irreligión, como otras veces se les acusaba de mágicos! Creeríamos obrar
no solamente contra la probidad, sino también insultar cruelmente a la
religión cristiana, si nos abandonásemos a querer persuadir al público de
que los hombres más sabios y los más grandes genios de la tierra no son
verdaderos cristianos. Cuanto más respetamos a la Iglesia, a la que estamos
sometidos, más creemos que esta Iglesia tolera las opiniones de estos sabios
virtuosos con la caridad que forma su carácter.

41. De los judíos después de Moisés hasta Saúl.

Yo no indago de ningún modo por qué Josuah o Josué caudillo de los


judíos, haciendo pasar su gente del oriento del Jordán al occidente hacia
Jericó, tiene necesidad de que Dios suspenda la corriente de dicho río, que
no tiene en este paraje cuarenta pies de ancho, sobre el cual era muy fácil
establecer un puente de tablas, y que aun era más fácil vadear: este río tenía
varios vados, testigo aquel en donde los israelitas degollaron a los cuarenta
y dos mil israelitas que no podían pronunciar Shiboleth.
No se pregunta porque cae Jericó al ruido de las trompetas; estos son
nuevos prodigios que Dios se digna hacer en favor de un pueblo del cual se
había declarado rey; no compete a la historia mezclarse en ello. No examino
tampoco de ningún modo con qué derecho venía Josué a destruir a los
pueblos que jamás habían oído hablar de él. Los judíos decían: «Nosotros
descendemos de Ahraham; Abraham viajó en vuestro país hace cuatro
cientos cuarenta años; luego vuestro país nos pertenece y nosotros debemos
degollar a vuestras madres, a vuestras mujeres y a vuestros hijos.»
Fabricio y Holstenio se han hecho la objeción siguiente: ¿Qué se diría si
un noruego viniese a Alemania con algunos centenares de sus compatriotas,
y dijese a los alemanes: «Hace cuatrocientos años que un hombre de
nuestro país, hijo de un alfarero, viajó por las cercanías de Viena, y así el
Austria nos pertenece y os venimos a asesinar a todos en nombre del
Señor?» Los mismos autores consideran que el tiempo de Josué no es el
nuestro, y que no nos corresponde a nosotros poner una vista profana sobre
las cosas divinas, y sobre todo, que Dios tenía el derecho de castigar los
pecados de los cananeos por manos de los judíos.
Se ha dicho que apenas Jericó quedó sin defensa, cuando los judíos
inmolaron a su Dios a todos los habitantes, ancianos, mujeres, muchachos y
niños de pecho, y a todos los animales, exceptuando solamente una mujer
prostituida que había guardado en su casa a los espías de los judíos, espías
inútiles supuesto que los muros debían caer al sonido de las trompetas.
¿Para qué matar también a todos los animales que podían servir?
En cuanto a esta mujer, que la Vulgata llama meretriz, verosímilmente
llevó después una vida más arreglada, supuesto que fue una de las abuelas
de David, y aun del Salvador de los cristianos que han sucedido a los
judíos. Todos estos acontecimientos son figurados, y son profecías que
anuncian de lejos la ley de gracia. Estos son, lo repito, misterios a los cuales
nosotros no alcanzamos.
El libro de Josué refiere que este caudillo se había hecho dueño de una
parte del país de Canaán y que hizo ahorcar a sus reyes que eran en número
de treinta y uno, es decir treinta y un jefes de bandadas que se habían
atrevido a defender sus hogares, sus mujeres y sus hijos. Sobre esto es
preciso acatar la providencia, que castigaba los pecados de estos reyes con
la cuchilla de Josué.
No es de admirar que los pueblos vecinos se reuniesen contra los judíos,
que en el espíritu de los pueblos ignorantes no podían ser mirados sino
como ladrones execrables, y no como instrumentos sagrados de la venganza
divina y de la futura salvación del género humano. Ellos fueron reducidos a
la esclavitud por Cusan, rey de Mesopotamia. Hay mucha distancia
ciertamente de la Mesopotamia a Jericó: era necesario pues que Cusan
hubiese conquistado la Siria y una parte de la Palestina. Sea como fuese,
permanecen ocho años esclavos y quedan seguidamente sesenta y dos años
sin moverse. Estos sesenta y dos años son una especie de advertencia, pues
que les estaba mandado por la ley de hacerse dueños de todo el país, desde
el Mediterráneo hasta el Éufrates; todo este vasto país41 les estaba
prometido y seguramente ellos lo hubieran tomado si hubieran podido. Son
esclavos dieciocho años bajo Eglon rey de los moabitas, asesinado por Aod;
después son esclavos durante veinte años de un pueblo cananeo que ellos no
nombran, hasta el tiempo en que la profetisa guerrera Débora los liberta; y
son esclavos aun durante siete años hasta el tiempo de Gedeón.
Son esclavos dieciocho años de lo fenicios, que ellos llaman filisteos,
hasta Jefté, y aun son esclavos de los mismos fenicios cuarenta años más
hasta Saúl. Lo que puede confundir nuestro juicio es que eran esclavos en el
tiempo de Sansón, mientras que a este le bastaba una quijada de asno para
matar a mil filisteos, y que Dios obraba por medio del mismo Sansón los
más admirables prodigios.
Detengámonos un momento para observar el número de judíos que
fueron exterminados por sus propios hermanos, o por orden de Dios mismo,
desde que estuvieron errantes en los desiertos hasta que tuvieron un rey
elegido por suerte.
Los levitas, después de la adoración del becerro de oro fundido por el
hermano de Moisés, degollaron 23.000 judíos.
Consumidos por el fuego y por la revolución de Coré: 250 judíos.
Degollados por la misma revolución, 14.700 judíos.
Degollados por haber tenido comercio con las madianitas, 24.000
judíos.
Degollados en el vado del Jordán por no haber podido pronunciar
Shiboleth, 42.000 judíos.
Muertos por los benjaminitas en un ataque, 40.000 judíos.
Benjamitnias muertos por las otras tribus, 45.000 judíos.
Cuando el arca fue tomada por los filisteos y que Dios los castigó con
las almorranas, que ellos condujeron el arca a Bethsamés y que ofrecieron
al Señor cinco asnos de oro y cinco ratones de oro, los betsamitas fueron
muertos repentinamente por haber mirado el arca, en número de 50.020
judíos.
Judíos muertos, suma total: 239.020.
Tenemos doscientos treinta y nueve mil y veinte judíos exterminados
por orden misma del Señor, o por sus guerras civiles, sin contar los que
perecieron en el desierto y los que murieron en las batallas contra los
cananeos, etc., lo que puede llegar a un millón de hombres.
Si se juzgase de los judíos como de las otras naciones, no podría
concebirse cómo los hijos de Jacob habrían podido producir una raza tan
numerosa para poder soportar una pérdida semejante. Pero Dios que los
conducía, Dios que los experimentaba y los castigaba, hizo a esta nación tan
diferente de las otras, que es necesario mirarla con distintos ojos que los
que nos sirven para examinar el resto de la tierra, y no puede juzgarse de
sus acontecimientos como se juzga de los acontecimientos ordinarios.
42. De los judíos después de Saúl.

Los judíos no parece que gozasen de una suerte más dichosa bajo sus reyes,
que la que tenían bajo sus jueces.
Su primer rey Saúl se ve obligado a darse la muerte, y sus hijos Isboseth
y Mifiboseth mueren asesinados.
David entrega siete nietos de Saúl a los gaboanitas para que fuesen
crucificados, y manda a su hijo Salomón que haga morir a Adonías, otro de
los hijos del mismo Saúl, y a su general Joab. El rey Asa hace dar muerte a
una parte del pueblo en Jerusalén: Bausa asesina a Nabad, hijo de Jeroboam
y a todos sus parientes. Jehu asesina a Joram y a Ocasias, a setenta hijos de
Acab, cuarenta y dos hermanos de Ocasías y a todos sus amigos. Atalia
asesina a todos sus nietos excepto Joas, y queda asesinada por el gran
sacerdote Joyadad. A Joas le asesinan sus criados, y Amasias perece.
Zacarías es asesinado por Sellun que muere a manos de Manaem, quien
hace abrir el vientre en Tapsa a todas las mujeres embarazadas. Facceia,
hijo de Manaem es asesinado por Faccio hijo de Romeli, y este lo es por
Ozio hijo de Ela. Manases hace matar un gran número de judíos, y los
judíos asesinan a Ammon hijo de Manases, etc.
En medio de todos estos asesinatos, diez tribus que se hallaban en poder
de Solmanasar rey de Babilonia, quedan esclavas y dispersas para siempre,
excepto algunos trabajadores que se conservaron para cultivar la tierra.
Quedan aun dos tribus que pronto fueron esclavas a su vez, durante
setenta años: pasado este tiempo, obtienen de sus vencedores y señores el
permiso de volver a Jerusalén. Estas dos tribus y los pocos judíos que
pudieron quedar en Samaria con los nuevos habitantes extranjeros,
permanecen siempre bajo el dominio de los reyes de Persia.
Cuando Alejandro se apodera de la Persia, la Judea queda comprendida
en sus conquistas. Después de Alejandro, los judíos quedan sometidos, tan
pronto a los seleúcidas sus sucesores en Siria, y tan pronto a los Tolomeos
sus sucesores en Egipto, siempre avasallados, y no sosteniéndose sino por
su ocupación de corredores que ejercían en el Asia. Obtienen algunos
favores del rey de Egipto Tolomeo-Epifaneo, y un judío llamado Josefo se
hace administrador general de las contribuciones en la baja Siria y en la
Judea, que pertenecían a Tolomeo. Éste es el estado más dichoso de los
judíos, porque fue entonces cuando edificaron la tercera parte de su ciudad,
llamada después el recinto de los Macabeos, porque los Macabeos la
acabaron.
Del yugo del rey Tolomeo pasaron al del rey de Siria Antíoco el dios:
como se habían enriquecido en las administraciones, se hicieron audaces y
se sublevaron contra su señor Antíoco. Este es el tiempo de los Macabeos
cuyo valor y grandes acciones han sido celebrados; pero los Macabeos no
pudieron impedir que el general de Antíoco-Eupator, hijo de Antíoco-
Epifaneo, hiciese arrasar las murallas del templo, dejando solamente el
santuario, y cortar la cabeza al gran sacerdote Onías mirado como el autor
de la rebelión.
Jamás estuvieron los judíos más estrechamente unidos a su ley que
mientras estuvieron bajo el dominio de los reyes de Siria, y no adoraron a
ninguna divinidad extranjera. Entonces fue cuando su religión se fijó
irrevocablemente, y sin embargo fueron más desgraciados que en ningún
otro tiempo, contando siempre sobre su libertad, sobre las promesas de sus
profetas, y sobre las de su Dios, pero abandonados por la providencia cuyos
decretos son desconocidos a los hombres.
Respiraron algún tiempo con motivo de las guerras civiles de los reyes
de Siria; pero bien pronto los mismos judíos se armaron unos contra otros:
como no tenían reyes, y la dignidad de gran sacrificador era la primera, se
levantaban grandes partidos para obtenerla. No se conseguía el ser gran
sacerdote sino con las armas en la mano, y no se llegaba al santuario sino
pisando las cadáveres de sus rivales.
Hircano, de la familia de los Macabeos, hecho gran sacerdote, pero
siempre vasallo de los sirios, hizo abrir el sepulcro de David, en el cual el
exagerador Josefo pretende que se encontraron tres mil talentos. Cuando se
reedificaba el templo bajo Nehemías, era cuando debiera haberse buscado
este pretendido tesoro. Hircano obtuvo de Antíoco-Sidetos el derecho de
acuñar moneda; pero como nohubo jamás moneda judía, es de presumir que
el tesoro y del sepulcro de David no fue considerable.
Es de notar que este gran sacerdote Hircano era saduceo, y que no creía
ni en la inmortalidad del alma, ni en los ángeles, objeto nuevo de disputa
que empezaba a dividir los saduceos y los fariseos. Estos conspiraron contra
Hircano y quisieron condenarle a la prisión y a los azotes; pero se vengó de
los fariseos y gobernó despóticamente.
Su hijo Aristóbulo se atrevió a hacerse rey durante las turbulencias de la
Siria y del Egipto: fue un tirano más cruel que todos los que habían
oprimido al pueblo judío. Aristóbulo, puntual, a la verdad, en hacer oración
en el templo y en no comer cerdo, hizo morir de hambre a su madre y
degollar a su hermano Antígono: tuvo por sucesor a uno llamado Juan o
Juanno tan malo como él.
Este Juanno, manchado de crímenes, dejó dos hijos que se hicieron la
guerra: estos dos hijos eran Aristóbulo e Hircano: Aristóbulo se separó de
su hermano y se hizo rey. Los romanos subyugaron entonces el Asia, y
Pompeyo vino a poner en paz a los judíos: tomó el templo, hizo ahorcar a
los sediciosos a sus puertas, y cargó de hierros al pretendido rey Aristóbulo.
Este Aristóbulo tuvo un hijo que se atrevió a llamarse Alejandro: movió
y levantó algunas tropas, y concluyó por ser ahorcado por orden de
Pompeyo.
En fin Marco Antonio dio por rey a los judíos a un árabe idumeo, del
país de los amalecitas, tan maldecidos por los judíos. Fue este mismo
Herodes de quien dice san Mateo que hizo degollar a todos los niños de los
alrededores de Belén, de resultas de haber sabido que había nacido en esta
ciudad un rey de los judíos, y que tres magos guiados por una estrella
habían venido a ofrecerle presentes.
De este modo los judíos fueron casi siempre subyugados o esclavos. Se
sabe cómo se rebelaron contra los romanos, y como Tito y después Adriano
los hicieron vender en el mercado, al precio de los animales cuya carne no
querían comer.
Aun tuvieron una suerte más funesta en tiempo de los emperadores
Trajano y Adriano, pero la merecieron. En el tiempo de Trajano se
experimentó un terremoto que sepultó a las más hermosas ciudades de Siria:
los judíos creyeron que esta era la señal de la cólera de Dios contra los
romanos, se reunieron y se armaron en África y en Chipre: estaban
animados de un furor tan extraordinario que devoraban los miembros de los
romanos que habían degollado; pero bien pronto murieron todos los
culpables en medio de los suplicios. Los que quedaron fueron poseídos de
igual rabia bajo Adriano, cuando Barcoquebas, titulándose su mesías, se
puso a su cabeza; pero este fanatismo se apagó con torrentes de sangre.
Es de admirar el que queden judíos todavía: el famoso Benjamín de
Tudela, rabino muy sabio que viajó por la Europa y el Asia en el siglo doce,
contaba cerca de trescientos ochenta mil, tanto judíos como samaritanos,
pues no debe hacerse mención del pretendido reino de Thema, hacia el
Tíbet, donde este Benjamín, engañado o engañador sobre este particular,
pretende que había tres cientos mil judíos de diez antiguas tribus, reunidas
bajo un soberano. Jamás tuvieron los judíos ningún país que les
perteneciese después de Vespasiano, excepto algunas pequeñas poblaciones
en los desiertos de la Arabia feliz hacia el mar Rojo. Mahoma al principio
tuvo que contemplarlos, pero al fin destruyó la pequeña dominación que
habían establecido al norte de la Meca: fue realmente después de Mahoma
que cesaron de componer un cuerpo de pueblo.
Siguiendo sencillamente el hilo de la historia de la pequeña nación
judía, se ve que no podía tener otro fin. Ella misma se alaba de haber salido
de Egipto como una cuadrilla de ladrones, llevándose todo lo que les habían
prestado los egipcios: se vanagloria de no haber respetado jamás la vejez, el
sexo, ni la infancia, en las ciudades y lugares de que ha podido apoderarse.
Se atreve a hacer alarde de un odio irreconciliable contra todas las demás
naciones42, se subleva contra todos sus señores; siempre supersticiosa,
siempre codiciosa del bien ajeno, siempre bárbara, fue baja en la desgracia
e insolente en la prosperidad. Esto es lo que fueron los judíos a los ojos de
los griegos y de los romanos que pudieron leer sus libros; pero a los ojos de
los cristianos ilustrados por la fe, ellos han sido nuestros precursores, nos
han preparado el camino, y han sido los reyes de armas de la providencia.
Las otras naciones que andan errantes como la judía en el oriente, y que
como ella no se reúnen a ningún otro pueblo, son los banianos y los
guebros: estos banianos dados al comercio como los judíos, son los
descendientes de los primeros habitantes pacíficos de la India; jamás han
mezclado su sangre con la sangre extranjera, del mismo modo que los
bracmanes. Los parsis son aquellos mismos persas, dueños del oriente en
otros tiempos, y soberanos de los judíos: están dispersos desde Omar y
cultivan en paz una parte de la tierra en la que reinaron, fieles a la antigua
religión de magos, adorando a un solo Dios, y conservando el fuego
sagrado que miran como la obra y el emblema de la divinidad.
Yo no cuento los restos de los egipcios adoradores secretos de Isis, que
no subsisten hoy en día sino en algunas bandadas vagamundas que muy
pronto quedarán aniquiladas para siempre.

43. De los profetas judíos.


Nos guardaremos muy bien de confundir a los Nabim, a los Roheim de los
hebreos, con los impostores de las otras naciones. Se sabe que Dios no se
comunicaba sino a los judíos, excepto en los casos particulares, como por
ejemplo cuando inspiró a Balaam profeta de la Mesopotamia, y le hizo decir
lo contrario de lo que se quería que dijese: este Balaam era el profeta de
otro dios, y sin embargo no se dice que fuese un falso profeta. Ya hemos
notado que los sacerdotes de Egipto eran profetas y adivinos. ¿Qué sentido
se da a esta palabra? El de inspirado: tan pronto el inspirado adivinaba lo
pasado, tan pronto el por venir, y a menudo se contentaba con usar un estilo
figurado, y por esto sé ha dado el mismo nombre a los poetas y a los
profetas.
¿El título y la calidad de profeta estaba unida a la dignidad de
sacerdotisa en Delfos? No: eran solamente profetas los que se sentían
inspirados o tenían visiones. De esto se seguía con frecuencia que aparecían
falsos profetas sin misión, que creían tener el espíritu de Dios, y que
muchas veces causaban grandes desgracias, como los profetas de los
Cevenes al principio de este siglo.
Era muy difícil el distinguir un profeta falso de uno verdadero. Por esto
Manasés, rey de Judá, hizo perecer a Isaías por el suplicio de la sierra. El
rey Sedecías no pudiendo decidir entre cosas contrarias que predecían
Jeremías y Ananías, hizo poner preso a Jeremías. Ezequiel fue muerto por
los judíos compañeros de su esclavitud. Miqueas, habiendo profetizado
desgracias a los reyes Acab y Josafat, Tsedekía, otro profeta, hijo de
Canaá43 le dio un bofetón, diciéndole: «El espíritu del eterno ha pasado por
mi mano para ir sobre tu mejilla». Oseas, en el cap. IX, declara que los
profetas son unos locos: «Stultum prophetam, insanum virum spiritualem.»
Los profetas se trataban los unos a los otros de visionarios y de asesinos, y
no había pues otro medio de distinguir el verdadero del falso, sino el
esperar el cumplimiento de las predicciones.
Habiendo ido Eliseo a Damasco en Siria, el rey, que se hallaba enfermo,
le envió cuarenta camellos cargados de presentes para saber si curaría;
Eliseo respondió que el rey podría curar, pero que moriría. El rey murió en
efecto. Si Eliseo no hubiera sido un profeta del Dios verdadero, se hubiera
podido sospechar que procuraba quedar bien fuese cual fuese el suceso,
pues quedaba predicha la curación diciendo que el rey podía curar, y no
había señalado el tiempo de su muerte. Pero habiéndose confirmado su
misión por milagros muy notables, no podía dudarse de su veracidad.
No buscaremos aquí, con los comentadores, lo que era este doble
espíritu que Eliseo recibió de Elías, ni que significaba la capa que le dio
Elías, cuando subió al cielo en un carro de fuego tirado por cuatro caballos
llenos de llamas, como figuran los griegos poéticamente el carro de Apolo.
No averiguaremos cuál es el origen, cuál es el sentido místico de los
cuarenta y dos niños que viendo a Eliseo le dijeron riéndose, sube, calvo,
sube, y de la venganza que tomó el profeta, haciendo venir inmediatamente
dos osos que devoraron a estas inocentes criaturas. Los hechos son
conocidos y el sentido puede ser oculto.'
Es necesario observar aquí una costumbre del oriente que los judíos la
llevaron a un punto que nos admira. Este uso era no sólo el de hablar
alegóricamente, sino el expresar con acciones singulares las cosas que
querían significarse. Nada era entonces más natural que este uso, porque los
hombres habiendo escrito sus pensamientos desde mucho tiempo en
jeroglíficos, debían tomar la costumbre de hablar según escribían.
Así los escitas (si se cree a Herodoto) enviaron a Darah, que nosotros
llamamos Darío, un pájaro, un ratón, una rana y cinco flechas; esto quería
decir que si Darío no huía tan velozmente como un pájaro, o si no se
escondía como un raton o como una rana, perecería por sus flechas.
El cuento puede no ser verdadero, pero es siempre un testimonio del uso
que se hacía de los emblemas en los tiempos antiguos.
Los reyes se escribían en enigmas: hay ejemplos de esto en Hiran, en
Salomón y en la reina de Saba. Tarquino el soberbio, consultado en su
jardín por su hijo sobre el modo como era necesario conducirse con los
gabienses, no responde sino derribando las adormideras que se elevaban
sobre las otras flores: daba bien a entender que era necesario exterminar a
los grandes y contemplar al pueblo.
A estos jeroglíficos debemos las fábulas que fueron los primeros
escritos de los hombres. Las fábulas son más antiguas que la historia.
Es necesario estar algo familiarizado con la antigüedad, para no
maravillarse de las acotaciones y de los discursos enigmáticos de los
profetas judíos.
Isaías quiere hacer comprender al rey Achas que se verá libre dentro de
algunos años del rey de Siria y de Melk, reyecillo de Samaria, unidos contra
él, y le dice: «Antes que un niño llegue a la edad de discernir el bien del
mal, estaréis libre de estos dos reyes. El señor tomará una navaja alquilada
para afeitar la cabeza, el pelo del pubis (que está figurado por los pies) y la
barba, etc.» Entonces toma el profeta dos testigos, Zacarías y Urías, se
acuesta con la profetisa y da un hijo al mundo. El señor le da el nombre de
Maber-Salal-has-bas: Dividid luego los despojos: y este nombre significa
que se dividirán los despojos de los enemigos.
Yo no entro en el sentido alegórico e infinitamente respetable que se da
a esta profecía; sólo me ciño al examen de estos usos que nos admiran hoy
día.
El mismo Isaías anda desnudo en Jerusalén, para manifestar que los
egipcios serán enteramente despojados por el rey de Babilonia.
¡Qué! se dirá. ¿Es posible que un hombre ande enteramente desnudo en
Jerusalén sin ser preso por la justicia? Si, sin duda: Diógenes no fue el solo
que tuvo este atrevimiento en la antigüedad. Estrabón en su libro quince,
dice que había en la India una secta de bracmanes que les hubiera sido
vergonzoso el llevar vestidos. Aun hoy en día se ven en la India penitentes,
cargados de cadenas, con un anillo de hierro puesto en el miembro, para
expiar los pecados del pueblo: en África y en Turquía los hay también.
Estas costumbres no son las nuestras, y yo no creo que en el tiempo de
Isaías hubiese ninguna costumbre que se pareciese a las nuestras.
Jeremías sólo tenía cuarenta años cuando recibió el Espíritu. Dios
extendió su mano y le tocó la boca, porque tenía alguna dificultad en hablar.
Ve primeramente una caldera de agua hirviendo que da vueltas alrededor:
esta caldera representa a los pueblos que vendrán del septentrión, y el agua
hirviendo figura las desgracias de Jerusalén.
Compra una faja de lino, se ciñe con ella, y después va a esconderla por
orden de Dios en un agujero cerca del Éufrates: vuelve en seguida a
buscarla y la encuentra podrida. Él mismo nos explica esta parábola,
diciendo que el orgullo de Jerusalén se pudriría.
Se pone dos cuerdas al cuello, se carga de cadenas y se pone un yugo
sobre las espaldas: envía las cuerdas, las cadenas y el yugo a los reyes
vecinos para advertirles que se sometan al rey de Babilonia Nabucodonosor,
a cuyo favor profetiza.
Ezequiel puede aun sorprender más; predice a los judíos que los padres
comerán a sus hijos, y que los hijos comerán a sus padres. Pero antes de
llegar a esta predicción, ve cuatro animales resplandecientes y cuatro ruedas
cubiertas de ojos; come un rollo de pergamino; se ata con cadenas, traza un
plano de Jerusalén sobre un ladrillo, pone en tierra una sartén de hierro, y se
acuesta durante trescientos y noventa días sobre el lado derecho. Debe
comer pan de trigo, de cebada, de habas, de lentejas y de mijo, y cubrirlo
con excremento humano. «Es de este modo, dice, que los hijos de Israel
comerán su pan entre las naciones que los harán salir de su país.» Pero
habiendo Ezequiel manifestado su horror por este pan de dolor, Dios le
permite que sólo lo cubra con excremento de buey.
Se corta los cabellos, y los divide en tres partes, arroja la una al fuego,
corta la segunda con una espada al rededor de la ciudad y echa la tercera
por los aires.
El mismo Ezequiel tiene alegorías aun más sorprendentes: introduce al
señor que habla de este modo, cap. XVI: «Cuando tú naciste, no te habían
cortado el ombligo; no estabas ni lavada ni salada... Tú has crecido, tus
pechos se han formado, tu vello ha aparecido... Yo he pasado y he conocido
que era el tiempo de los amantes. Yo te he cubierto y me he extendido sobre
tu ignominia... Yo te he dado el calzado y los vestidos de algodón,
brazaletes, un collar y unos pendientes... Pero llena de confianza en tu
hermosura, tú te has entregado a la fornicación... Tú has construido un
lupanar escandaloso, y te has prostituido en las encrucijadas; tú has abierto
tus piernas a los que pasaban... Tú has escogido a los más robustos... Se da
dinero a las cortesanas y tú lo has dado a tus amantes, etc.»44
«Oolla ha fornicado encima de mí, y ha amado con furor a sus amantes,
príncipes, magistrados y caballeros... Su hermana Ooliba se ha prostituido
con más furor: su locura ha buscado a aquellos que tenían el... de un asno, o
que... como los caballos.»45
Las expresiones nos parecen muy indecentes y groseras, pero no lo eran
entre los judíos: significaban las apostasías de Jerusalén y de Samaria. Estas
apostasías estaban representadas muy frecuentemente como una fornicación
y un adulterio. No se puede juzgar, lo repito, de las costumbres, de los usos,
y del modo de hablar de los pueblos antiguos, por los nuestros; se parecen
tanto como la lengua francesa se asemeja al caldeo o al árabe.
El señor manda primeramente al profeta Osías, cap. I, que tome por
mujer a una prostituida y él obedece. Esta prostituida le da un hijo y Dios
llama a este hijo Jezrael: es una rama de la casa de Jehu, que perecerá,
porque Jehu había dado muerte a Joram en Jezrae. Seguidamente el Señor,
manda a Osías, cap. III, que se case con una mujer adúltera que sea amada
de otro, como el Señor ama a los hijos de Israel, que miran a los dioses
extranjeros y que aman el orujo de la uva.
El Señor en la profecía de Amós, cap. IV, amenaza a las vacas de
Samaria con meterlas en la caldera: en fin todo está opuesto a nuestras
costumbres y a nuestro espíritu, y si se examinan los usos de todas las
naciones orientales, los hallaremos igualmente opuestos a nuestras
costumbres, no solamente en los tiempos remotos, pero aun hoy día en que
nosotros los conocemos mejor.
44. De las oraciones de los judíos.

Nos quedan muy pocas oraciones de los antiguos pueblos: no tenemos sino
dos o tres fórmulas de los misterios, y la antigua oración a Isis expresada en
Apuleyo. Los judíos han conservado las suyas.
Si se puede conjeturar el carácter de una nación por las oraciones que
dirige a Dios, se conocerá fácilmente que los judíos eran un pueblo carnal y
sanguinario. Parece, según sus salmos, que desean la muerte del pecador
más bien que su conversión, y piden al señor en estilo oriental todos los
bienes terrestres.
«Tú regarás las montañas, y la tierra estará colmada de frutos.»46
« Tú produces el heno para las bestias, y la hierba para los hombres. Tú
haces salir el pan de la tierra y el vino que alegra el corazón; tú das el aceite
que procura el gozo sobre el rostro.»47
«Judá es una marmita llena de carne; la montaña del señor es una
montaña coagulada, una montaña coagulada es una montaña crasa. ¿Por qué
miráis las montañas coaguladas?»48
Pero es necesario confesar que los judíos maldicen a sus enemigos en
un estilo menos figurado.
«Pídeme y yo te daré en herencia a todas las naciones: tú las regirás con
una vara de hierro.»49
«Dios mío, tratad a mis enemigos según sus obras, según sus malos
designios: castigadlos según ellos merecen.»50
«Que mis impíos enemigos se avergüencen: que sean conducidos al
sepulcro.»51
«Señor, tomad vuestras armas y vuestro escudo, tirad la espada, y cerrad
el paso: que mis enemigos queden cubiertos de confusión; que sean como el
polvo que se lleva el viento; que ellos caigan en el lazo.»52
«Que la muerte los sorprenda; que sean enterrados vivos.»53
«Dios romperá sus dientes en sus bocas, y convertirá en polvo las
mandíbulas de los leones.»54
«Ellos sufrirán el hambre como los perros, se dispersarán para buscar
qué comer y jamás se verán satisfechos.»55
«Yo me encaminaré hacia el Idumeo y lo pondré bajo mis pies.»56
«Reprimid las bestias salvajes; son una asamblea de pueblos semejantes
a los toros y a las vacas... Vuestros pies estarán bañados en la sangre de
vuestros enemigos, y las lenguas de vuestros perros la beberán.»57
«Haced caer sobre ellos todos los tiros de vuestra cólera; que queden
expuestos a vuestro furor, que sus habitaciones y sus tiendas queden
desiertas.»58
«Extended abundantemente vuestra cólera sobre los pueblos que no os
conocen.»59
«Dios mío, tratadlos como a los madianitas, ponedlos como a una rueda
que siempre da vueltas, como la paja que se lleva el viento, como un bosque
quemado por el fuego.»60
«Esclavizad al pecador; que el maligno esté siempre a su derecha.»61
«Que salga siempre condenado cuando pleitee.»
«Que sus oraciones sean miradas como un pecado; que sus hijos sean
huérfanos, y su mujer viuda; que sus hijos sean mendigos y vagamundos, y
que los usureros les lleven todos sus bienes.»
«El Señor justo cortará sus cabezas, y que todos los enemigos de Sion
sean como la hierba seca de los tejados.»62
«Dichoso aquel que abrirá el vientre a los niños de pecho y que los
aplastará contra las piedras, etc.»63
Se ve que si Dios hubiera oído favorablemente todas las oraciones de su
pueblo, no hubieran quedado sobre la tierra sino los judíos, porque ellos
detestaban a todas las naciones y eran detestados de ellas; y como pedían
sin cesar que Dios exterminase a todos los que ellos odiaban, parece que
pedían la ruina de toda la tierra. Pero es necesario acordarse que no
solamente los judíos eran el pueblo querido de Dios, sino que eran el
instrumento de sus venganzas. Por medio de este pueblo castigaba los
pecados de las otras naciones, como castigaba a su pueblo por medio de
ellas. Hoy en día ya no es permitido el abrir el vientre a las madres, ni
estrellar a los niños de pecho contra las piedras. Siendo Dios reconocido por
padre común de todos los hombres, ningún pueblo hace estas imprecaciones
contra sus vecinos; algunas veces nosotros hemos sido tan crueles como los
judíos, pero cantando los salmos, no dirigimos su sentido contra los pueblos
que nos hacen la guerra: esta es una de las ventajas que tiene la ley de
gracia sobre la ley de rigor, ¡y ojalá que bajo una ley santa, y con oraciones
divmas, no hubiéramos derramado la sangre de nuestros hermanos y
desolado la tierra en nombre del Dios de las misericordias!

45. De Josefo, historiador de los judíos.

No debe causar admiracion el que la historia de Flavio Josefo hallase


contradictores cuando apareció en Roma. Es cierto que había muy pocos
ejemplares, y un copista hábil necesitaba tres meses para copiarla. Los
libros eran muy escasos y muy caros: pocos romanos se dignaban leer los
anales de una miserable nación de esclavos, que grandes y pequeños
despreciaban igualmente. Sin embargo, por la respuesta de Josefo a Apio,
parece que encontró un pequeño número de lectores, y se ve también que
estos lo trataron de embustero y visionario.
Es necesario ponerse en el lugar de los romanos del tiempo de Tito para
concebir el desprecio, mezclado de horror, con que los vencedores de la
tierra y los legisladores de las naciones mirarían la historia del pueblo judío.
Los romanos no podían apenas saber de dónde Josefo había sacado la
mayor parte de los hechos de los libros sagrados, dictados por el Espíritu
Santo. Ellos no podían estar informados de que Josefo había añadido
muchas cosas a la Biblia, y había callado otras muchas. Ignoraban que él
había tomado el fondo de algunos cuentos del tercer libro de Esdrás y que
este libro de Esdrás es uno de aquellos que se tienen por apócrifos.
¿Qué debía pensar un senador romano leyendo estos cuentos orientales?
Josefo refiere, libro X, cap. XII, que Darío, hijo de Astiago, había hecho al
profeta Daniel gobernador de trescientas sesenta ciudades, cuando él privó
bajo pena de la vida el rogar a ningún dios durante un mes: ciertamente la
escritura no dice cosa alguna sobre que Daniel gobernase trescientas y
sesenta ciudades. Josefo parece suponer en seguida que toda la Persia se
hizo judía. El mismo Josefo da al segundo templo de los judíos restablecido
por Zorobabel, un origen singular. Zorobabel, dice, era el íntimo amigo del
rey Darío. ¡Un esclavo judío íntimo amigo del rey de los reyes! Es como si
uno de nuestros historiadores nos dijese que un fanático de los Cevenes,
libre de las galeras, era el íntimo amigo de Luis XIV.
Sea como fuese, según Flavio Josefo, Darío que era un príncipe
ilustrado, propuso a toda su corte una cuestión digna del Mercurio Galán,
¿qué tenía más fuerza, el vino, los reyes, o las mujeres? El que respondiese
mejor debía ser premiado pon una tiara de lino, un vestido de púrpura, un
collar de oro, beber en una copa de oro, acostarse en una cama de oro,
pasearse en un carro de oro tirado por caballos enjaezados de oro, y recibir
el título de primo del rey.
Darío se sentó en su trono de oro para escuchar las respuestas de su
academia de hombres ilustrados. Uno habló en favor del vino, otro en favor
de los reyes, y Zorobabel tomó el partido de las mujeres. «No hay, dijo,
cosa alguna más poderosa, porque yo he visto a Apumea, la querida del rey
mi señor, dar algunos bofetoncillos a su majestad sagrada, quitarle el
turbante, y ponérselo para adornarse la cabeza.»
Darío halló la respuesta de Zorobabel tan graciosa, que inmediatamente
mandó reedificar el templo de Jerusalén.
Este cuento tiene mucha semejanza con el que hizo uno de nuestros
ingeniosos académicos sobre Solimán y cierta nariz arremangada, que ha
servido de asunto a una graciosa ópera bufa; pero hemos de confesar que el
autor de la nariz arremangada, no ha tenido la cama de oro, ni el coche de
oro, y que el rey de Francia no le ha llamado primo suyo: ya no estamos en
los tiempos de Darío.
Estas pataratas, con las cuales Josefo recargaba los libros santos,
causaron mucho perjuicio entre los paganos a las verdades contenidas en la
Biblia. Los romanos no podían distinguir lo que había salido de un origen
impuro, de lo que había sacado Josefo de un origen sagrado. Esta Biblia,
sagrada para nosotros, era desconocida de los romanos o tan despreciada
como el mismo Josefo: todo fue igual objeto de la burla y del profundo
desprecio que hicieron los lectores de la historia judía. Las apariciones de
los ángeles a los patriarcas, el paso del mar Rojo, las diez plagas de Egipto,
la inconcebible multiplicación del pueblo judío en tan poco tiempo y en tan
corto terreno, el sol y la luna detenidos en medio del día, a fin de dar tiempo
a este malvado pueblo para asesinar a algunos paisanos ya exterminados por
una lluvia de piedras, todos los prodigios que señalaron a esta nación
ignorada, fueron mirados con el desprecio que naturalmente tiene un pueblo
vencedor de tantas naciones, un pueblo dominante, pero de quien Dios se
había ocultado, hacia otro pequeño pueblo bárbaro y reducido a la
esclavitud.
Josefo conocía muy bien que todo lo que escribía repugnaba a los
autores profanos; dijo en varias partes: «El lector juzgará de esto según le
parezca.» Teme el causar asombro, y disminuye tanto como puede la fe que
se debe a los milagros. Se ve a cada paso que se avergüenza de ser judío,
aun cuando se esfuerza en hacer recomendable su nación a los vencedores.
Es necesario perdonar a los romanos el que no tuviesen sino el sentido
común, y que aun no tuviesen la fe de ver que el historiador Josefo no era
un miserable tránsfuga, que les contaba fábulas ridículas para sacar algún
dinero de sus señores. Nosotros que tenemos la dicha de ser más ilustrados
que los Titos, los Trajanos y los Antoninos, y que todo el senado y los
caballeros romanos, demos gracias a Dios; porque alumbrados con luces
superiores podemos distinguir las fábulas absurdas de Josefo, de las
sublimes verdades que la Escritura santa nos anuncia.

46. De una mentira de Flavio Josefo concerniente a Alejandro y


a los judíos.

Cuando Alejandro, elegido por todos los griegos por su padre y señor, como
lo fue en otra ocasión Agamenón, consiguió la victoria de Issos y se
apoderó de la Siria, una de las provincias pertenecientes a Darah o Darío,
quiso asegurarse del Egipto antes de pasar el Éufrates y el Tigris, y quitar a
Darío todos los puertos que pudiesen proporcionarle fuerzas marítimas.
Para llevar a cabo esta empresa, que era digna de un gran capitán, era
necesario sitiar a Tiro. Esta ciudad se hallaba bajo la protección de los reyes
de Persia y era la soberana del mar. Alejandro la tomó después de un sitio
tenaz que duró siete meses, y empleó en su conquista tanto arte como valor:
el dique que se atrevió a construir sobre el mar, aun hoy día se mira como
un modelo que deben seguir todos los generales en semejantes empresas.
Imitando a Alejandro fue como el duque de Parma tomó a Amberes, y el
cardenal de Richelieu La Rochela (si es permitido comparar las cosas
pequeñas con las grandes). Rollin, a la verdad, dice que Alejandro no tomó
a Tiro sino porque esta ciudad se había burlado de los judíos, y que Dios
quiso vengar el honor de su pueblo. Alejandro podía tener aun otras
razones, y era necesario después de haber sometido a Tiro, no perder un
momento en apoderarse del puerto de Pelusa; así Alejandro habiendo hecho
una marcha forzada para sorprender a Gaza, fue de Gaza a Pelusa en siete
días. De este modo es como lo refieren fielmente, según el diario de
Alejandro, Arriano, Quinto Curcio, Diodoro y aun Pablo Orosio.
¿Qué hizo Josefo para ensalzar a su nación sujeta a los persas, que había
pasado al dominio de Alejandro con toda la Siria, y que se hallaba honrada
con algunos privilegios concedidos por este gran hombre? Pretende que
Alejandro había visto en sueños en Macedonia, al gran sacerdote de los
judíos, Jaddus (suponiendo que hubiese habido en efecto un sacerdote judío
cuyo nombre finalizase en us), que este sacerdote le había animado a
emprender su expedición contra los persas, y que por esta razón Alejandro
había invadido el Asia. No faltó después del sitio de Tiro en ir a ver el
templo de Jerusalén, dando un rodeo de cinco o seis jornadas. Como el gran
sacerdote Jaddus se había aparecido en sueños a Alejandro recibió también
en sueños una orden de Dios para ir a saludar a este rey; obedeció, y
revestido de sus ropas pontificales, seguido de sus levitas en sobrepellices,
fue en procesión a recibir a Alejandro. Así que este monarca vio a Jaddus,
reconoció al mismo hombre que había visto en sueños siete u ocho años
antes de venir a conquistar la Persia, y se lo dijo a Parmenión. Jaddus tenía
en la cabeza su bonete guarnecido de una plancha de oro sobre la cual se
hallaba grabada una palabra hebrea. Alejandro que sin duda entendía el
hebreo perfectamente, reconoció al punto la palabra Jehovah, y se arrodilló
humildemente sabiendo que sólo Dios podía tener este nombre. Jaddus le
manifestó al punto las profecías que decían claramente que Alejandro se
apoderaría del imperio de los persas; profecía que no habían sido hechas
después de la batalla de Issos. Le dijo con lisonja, que Dios le había elegido
para quitar a su pueblo querido toda esperanza de reinar sobre la tierra
prometida, del mismo modo que en otras ocasiones había escogido a
Nabucodonosor y a Ciro que habían poseído la tierra prometida el uno
después del otro. Este cuento absurdo del novelero Josefo no debía, me
parece, haberlo copiado Rollin, como si estuviese testimoniado por un autor
sagrado.
Este es el modo como se ha escrito la historia antigua, y muchas veces
la moderna.
47. De las preocupaciones populares a las cuales los escritores
sagrados se han conformado por condescendencia.

Los libros santos son para enseñar la moral y no la física.


La culebra pasaba en la antigüedad por el más hábil de todos los
animales: el autor del Pentateuco manifiesta que la culebra fue bastante sutil
para seducir a Eva. Algunas veces se atribuye la palabra a las bestias: el
escritor sagrado hace hablar a la serpiente y a la burra de Balaam. Algunos
judíos y algunos cristianos han mirado esta historia como una alegoría; pero
sea emblema o sea realidad, ella es igualmente respetable. Las estrellas eran
miradas como puntos en las nubes: el autor divino se acomodó a esta idea
vulgar y dijo que la luna fue criada para presidir a las estrellas.
La opinión común era que los cielos eran sólidos; se les llamaba en
hebreo sakiak, palabra que corresponde a una plancha de metal, a un cuerpo
extenso y firme, y que nosotros traducimos por firmamento. Contenía aguas
que salían por las aberturas. La escritura se conforma con esta física, y en
fin se ha llamado firmamento, es decir plancha, la profundidad inmensa del
espacio en la cual apenas se distinguen las estrellas con el auxilio de los
telescopios.
Los indios, los caldeos y los persas imaginaron que Dios había formado
el mundo en seis tiempos. El autor del Génesis, para acomodarse a la
debilidad de los judíos representa a Dios formando el mundo en seis días,
aun que una sola palabra y un solo instante bastaban a su omnipotencia. Un
jardín y los parajes sombríos eran una cosa muy deliciosa en los países
áridos, abrasados por el sol; el divino autor pone al primer hombre en un
jardín.
No se tenía idea de un ser puramente inmaterial: Dios está siempre
representado como un hombre; se pasea a mediodía en el jardín, habla, y se
le habla.
La palabra alma, ruah, significa el soplo, la vida: el alma se nombra
siempre en lugar de la vida en el Pentateuco.
Se creía que había naciones de gigantes: el Génesis expresa que eran los
hijos de los ángeles y de las hijas de los hombres.
Se concedía a los brutos una especie de razón: Dios se digna hacer
alianza, después del diluvio, con los brutos lo mismo que con los hombres.
Nadie sabía lo que era el arco iris; se miraba como una cosa
sobrenatural, y Homero habla siempre en este sentido: las escrituras le
llaman el arco de Dios, el arco de alianza.
Entre muchos errores a que se hallaba entregado el género humano,
había el de creer que podía hacerse nacer a los animales del color que se
quisiera, poniendo el color a la vista de las madres antes que concibiesen: el
autor del Génesis dice que Jacob tuvo ovejas pintarrajadas, valiéndose de
este artificio.
Toda la antigüedad se valía de los hechizos contra la mordedura de las
culebras, y cuando la llaga no era mortal, o que dichosamente la chupaban
los charlatanes llamados psilles, o que en fin se aplicaba en ella con buen
éxito los tópicos convenientes, no se dudaba que los hechizos habían
obrado: Moisés levantó una culebra de cobre a cuya vista curaba a los que
habían sido mordidos por las culebras. Dios cambiaba un error popular en
una verdad nueva.
Uno de los mas antiguos errores era la opinión de que se podían hacer
nacer abejas de un cadáver podrido. Esta idea se fundaba en la experiencia
diaria de ver los cuerpos muertos de los animales, cubiertos de moscas y de
gusanos. De esta experiencia que engañaba la vista, toda la antigüedad
había concluido que la corrupción era el principio de la generación, y pues
que se creía que un cuerpo muerto producía moscas, se infería que el medio
seguro de conseguir abejas, era el de preparar las pieles sangrientas los
animales del modo necesario para obrar esta metamorfosis. No se
reflexionaba que las abejas tienen muchísima aversión a toda carne
corrompida, y que toda infección les es muy contraria. El método de hacer
nacer las, abejas no podía dar el resultado deseado, pero se creía que era por
no saberlo practicar como correspondía. Virgilio, en su canto XIV de las
Geórgicas, dice que esta operación la hizo dichosamente Aristeo; pero
también añade que fue un milagro: Mirabile monstrum.
Reproduciendo esta antigualla es como se refiere que Sansón halló un
enjambre de abejas, en el tragadero de un león que había despedazado con
sus manos.
También es opinión vulgar que el áspid se tapa los oídos para no ser
sorprendido por la voz del encantador. El salmista se presta a este error
diciendo, salmo LVIII. «Como el áspid sordo que se tapa los oídos y no oye
los encantos.»
La antigua opinión de que las mujeres hacen volverse el vino y el aceite,
que impiden que la manteca se cuaje, y que hacen morir los pichones en los
palomares, cuando tienen sus reglas, subsiste aun entre el pueblo bajo, del
mismo modo que las influencias de la luna. Se creía que las menstruaciones
de las mujeres eran las evacuaciones de una sangre corrompida, y que si un
hombre se acercaba a su mujer en este tiempo crítico, hacía necesariamente
hijos leprosos y estropeados: esta idea estaba tan acreditada entre los judíos,
que el Levítico, cap. XX, condena a muerte al hombre y a la mujer que se
hubiesen prestado al deber conyugal, durante este tiempo crítico.
En fin el Espíritu Santo quiere conformarse de tal modo a las
preocupaciones populares, que el Salvador mismo dice, que no se ponga
jamás vino nuevo en toneles viejos, y que es necesario que el trigo se pudra
para madurar.
San Pablo dice a los corintios queriéndoles probar la resurrección:
«Insensatos, ¿no sabéis que es necesario que el grano muera para
vivificarse?» Se sabe muy bien hoy en día que el grano no se pudre ni
muere en la tierra para brotar; si se pudriese no se levantaría; pero entonces
se estaba en este error y el Espíritu Santo se dignaba sacar de él
comparaciones útiles. Esto es lo que llama san Jerónimo hablar con
economía.
Todas las enfermedades convulsivas pasaron por posesiones del diablo,
así que fue admitida la doctrina de los diablos. La epilepsia, entre los
romanos y entre los griegos fue llamada el mal sagrado La melancolía
acompañada de una especie de rabia, fue también un mal cuya causa se
ignoraba: aquellos que la padecían andaban durante la noche dando alaridos
al rededor de las sepulturas, y fueron llamados endemoniados, y licántropos
entre los griegos. La escritura sagrada admite los endemoniados que van
errantes al rededor de las sepulturas.
Los criminales, según los antiguos griegos estaban atormentados por las
furias, las que habían reducido a Orestes a un grado de desesperación tal,
que se había comido un dedo en un acceso de furor; también habían
perseguido a Alcmeón, Eteocles y Polinicio. Los judíos helenistas que
estuvieron instruidos de todas las opiniones griegas, admitieron por último
unas especies de furias, de espíritus inmundos, y de diablos que
atormentaban a los hombres. Es cierto que los saduceos no conocían a los
diablos, pero los fariseos los reconocieron poco antes del reinado de
Herodes. Entonces había exorcistas que echaban los diablos: se servían de
una raíz que ponían debajo de las narices de los poseídos, y empleaban una
fórmula sacada de un pretendido libro de Salomón. En fin, ellos estaban en
tal posesión de arrojar los diablos, que nuestro Salvador mismo, acusado
según san Mateo de arrojarlos por medio de los hechizos de Belzebú,
concede que los judíos tienen el mismo poder y les pregunta si es por medio
de Belzebú que triunfan de los espíritus malignos.
Ciertamente, si los mismos judíos que hicieron morir a Jesús tenían el
poder de hacer tales milagros, si los fariseos arrojaban en efecto los diablos,
ellos obraban pues el mismo prodigio que el Salvador: tenían el don que
Jesús comunicaba a sus discípulos, y si no lo tenían, Jesús se conformaba a
la preocupación popular, dignándose suponer que sus enemigos
implacables, a quienes llamaba raza de víboras, tenían el don de los
milagros y dominaban sobre los demonios. Es cierto que ni los judíos ni los
cristianos gozan hoy en día de esta prerrogativa tan común durante largo
tiempo. Siempre hay exorcistas, pero ya no se ven diablos ni poseídos:
¡tanto cambian las cosas con el tiempo! Entonces estaba en el orden de que
hubiese poseídos, y es muy bueno que ya no los haya hoy en día. Los
prodigios necesarios para levantar un edificio divino son inútiles cuando ha
llegado al remate. Todo ha cambiado sobre la tierra; sólo la virtud no
cambia jamás: se parece a la luz del sol que no tiene casi nada de la materia
conocida, y que es siempre pura y siempre la misma, cuando todos los
elementos se confunden sin cesar. Con sólo abrir los ojos, basta para
bendecir a su autor.

48. De los ángeles, de los genios y de los diablos, entre las


naciones antiguas y entre los judíos.

Todo tiene su origen en la naturaleza del espíritu humano. Todos los


hombres poderosos, los magistrados y los príncipes tenían sus mensajeros;
era natural que los dioses los tuviesen también. Los caldeos y los persas
parecen ser los primeros, conocidos por nosotros, que hablaron de los
ángeles como de alguaciles celestes y como destinados a llevar órdenes;
pero antes de ellos, los indios, de quienes nos ha venido toda especie de
teología, habían inventado los ángeles y los habían representado en su
antiguo libro del Shasta, como criaturas inmortales, participantes de la
divinidad, y de los cuales un gran número se rebeló contra el criador.
(Véase el capítulo de la India.)
Los parsis idólatras, que aun subsisten, han comunicado al autor de La
religión de los antiguos persas64 los nombres de los ángeles que los
primeros persas reconocían: se hallan ciento diecinueve, y entre ellos no
están ni Rafael ni Gabriel, que los persas no adoptaron sino mucho tiempo
después. Estos nombres son caldeos, y no fueron conocidos de los judíos
sino durante su cautiverio, porque antes de la historia de Tobías no se habla
del nombre de ningún ángel, ni en el Pentateuco, ni en ninguno de los libros
de los hebreos.
Los persas en su antiguo catálogo que se halla al principio del Sadder,
no contaban sino doce diablos, y Arimán era el primero. Era una cosa que
consolaba el reconocer mayor número de genios bienhechores que de
demonios enemigos del género humano.
No se nota que esta doctrina haya sido seguida por los egipcios. Los
griegos, en lugar de genios tutelares tuvieron divinidades secundarias,
héroes y semidioses. En lugar de diablos, tuvieron a Até, Erinnis y las
Euménidas. Me parece que fue Platón el primero que habló de un buen
genio y de otro malo, que presidían las acciones de todo mortal. Después de
él los griegos y los romanos se picaron sobre tener cada nación dos genios,
y el malo tuvo siempre más ocupación y mejor suceso que su antagonista.
Cuando los judíos dieron finalmente nombres a su milicia celeste, los
distinguieron en diez clases: los santos, los rápidos, los fuertes, las llamas,
las chispas, los diputados, los príncipes, las imágenes y los animados; pero
esta jerarquía no se encuentra sino en el Talmud y en el Targum, y no en los
libros del canon hebreo.
Estos ángeles tuvieron siempre la forma humana, y de este modo es
como los pintamos hoy en día dándoles alas. Rafael condujo a Tobías; los
ángeles que se aparecieron a Abraham y a Lot, bebieron y comieron con
estos patriarcas, y el brutal furor de los habitantes de Sodoma, prueba más
de lo que es necesario que los ángeles de Lot tenían un cuerpo. Sería muy
difícil de comprender cómo los ángeles hubieran hablado a los hombres, y
como se les hubiera respondido, si no se hubiesen presentado bajo figura
humana.
Los judíos no tuvieron tampoco otra idea de Dios. Él habla el lenguaje
humano con Adán y Eva; habla también a la culebra; se pasea en el jardín
de Edén a la hora del mediodía; se digna hablar con Abraham, con los
patriarcas, y con Moisés. Mas de un comentador ha llegado a creer que
estas palabras del Génesis: «Hagamos el hombre a nuestra semejanza»,
podían ser entendidas a la letra; que el más perfecto de los seres de la tierra
era una débil semejanza de la forma de su creador, y que esta idea debía
empeñar al hombre a no degenerar jamás.
Aunque la caída de los ángeles transformados en diablos o en demonios,
sea el fundamento de la religión judía y de la cristiana, no se habla de esto
en el Génesis, ni en la ley, ni en ningún libro canónico. El Génesis dice
expresamente que una culebra habló a Eva y que la sedujo: se tiene cuidado
de manifestar que la culebra era el más hábil y el más astuto de todos los
animales, y nosotros hemos observado que todas las naciones tenían esta
misma opinión de la culebra. El Génesis señala también positivamente que
el odio de los hombres por las culebras, proviene del daño que causó este
animal al género humano; que después de este tiempo busca la ocasión de
mordernos, y nosotros la de matarla; y finalmente que está condenada por
su mala acción a arrastrarse sobre el vientre y a comer el polvo de la tierra.
Es cierto que la culebra no se sustenta con tierra, pero toda la antigüedad lo
creía.
Consultando nuestra curiosidad natural, nos parece que ahora llegaba la
ocasión de dar a conocer a los hombres que esta culebra era uno de los
ángeles rebeldes convertidos en demonios, que venían a satisfacer su
venganza sobre la obra de Dios y a corromperla. Sin embargo, no hay
ningún pasaje en el Pentateuco de cuya interpretación podamos inferirlo, no
juzgándolo sino con nuestras débiles luces.
Satanás parece, en Job, el señor de la tierra subordinado a Dios. ¿Pero
qué hombre versado algún tanto en la antigüedad, ignora que la palabras
Satanás es caldea; que este Satanás era el Arimán de los persas, adoptado
por los caldeos, y el principio malo que dominaba sobre los hombres? A
Job se le representa como un pastor árabe, viviendo en los confines de la
Persia. Ya hemos dicho que las palabras árabes conservadas en la
traducción histórica de esta antigua alegoría, manifiestan que el libro fue
primeramente escrito por los árabes. Flavio Josefo, que no lo cuenta
absolutamente entre los libros del canon hebreo, no deja ninguna duda
sobre este particular.
Los demonios y los diablos arrojados del cielo, precipitados en el centro
de nuestro globo, y escapándose de su prisión para tentar a los hombres, son
mirados, hace ya muchos siglos, como los autores de nuestra condenación.
Pero, lo repito, esta es una opinión cuyo origen no se halla en el Viejo
Testamento. Es una verdad de tradición, sacada de un libro tan antiguo y tan
largo tiempo desconocido, escrito por los primeros bracmanes, y que
finalmente lo debemos a las pesquisas de algunos sabios ingleses que han
residido mucho tiempo en Bengala.
Algunos comentadores han escrito que este pasaje de Isaías: «¿Cómo
has caído del cielo, oh Lucifer, que te parecías a la estrella de la mañana?»,
designa la caída de los ángeles, y que fue Lucifer el que encubierto bajo la
figura de una culebra hizo comer la manzana a Eva y a su esposo.
Pero en verdad, una alegoría tan extraña se parece a los enigmas que se
proponían en otros tiempos a los estudiantes jóvenes en los colegios. Se
exponía, por ejemplo, un cuadro representando un viejo y una joven: el uno
decía que era el invierno y la primavera; es la nieve y el fuego, decía otro;
es la rosa y la espina, o bien la fuerza y la debilidad, y aquel que hallaba el
sentido más alejado del asunto, el que hacía la aplicación más
extraordinaria, ganaba el premio.
Lo mismo es precisamente la aplicación singular de la estrella de la
mañana al diablo. Isaías, en el capítulo catorce, insultando a un rey de
Babilonia en la ocasión de su muerte, le dice: «En tu muerte se ha cantado a
no poder más; los pinos y los cedros se han regocijado, y después no ha
venido ningún exactor a apremiarnos. ¿Cómo es que tu altivez ha
descendido al sepulcro a pesar del sonido de tus gaitas? ¿Cómo te has
acostado con los gusanos y las sabandijas? ¿Cómo has caído del cielo,
estrella de la mañana? ¡Helel, tú que agobiabas a las naciones, estás abatido
en tierra!»
Se ha traducido Helel en latín por Lucifer, y después se ha dado este
nombre al diablo, aunque hay seguramente muy poca relación entre el
diablo y la estrella de la mañana. Se ha imaginado que este habiendo caído
del cielo, era un ángel que había hecho la guerra a Dios: él no podía hacerla
solo, y por esto tenía compañeros. La fábula de los gigantes armados contra
los dioses, extendida entre todas las naciones, es, según varios
comentadores, una imitación profana que nos enseña que los ángeles se
rebelaron contra el Señor.
Esta idea recibió una nueva fuerza por la epístola de san Judas, en
donde se dice: «Dios ha guardado en las tinieblas, encadenados hasta el
gran día del juicio, a los ángeles que han degenerado de su origen y que han
abandonado su propia morada... Desgraciados aquellos que han seguido las
huellas de Caín... De los cuales Enoc, séptimo hombre después de Adán, ha
profetizado, diciendo: Ved aquí el Señor; ha venido con sus millones de
santos, etc.»
Se imaginó que Enoc había dejado escrita la historia de la caída de los
ángeles; pero hay dos cosas importantes que observar sobre esto. Tanto
escribió Enoc como Seth a quien los judíos atribuyeron los libros; y el falso
Enoc que cita San Judas se sabe que fue forjado por un judío.65 En segundo
lugar, este falso Enoc no habla una palabra de la rebelión y de la caída de
los ángeles antes de la formación del hombre. Ved palabra por palabra lo
que dice de sus egregoris.
«El número de los hombres habiéndose aumentado prodigiosamente,
tuvieron hijas muy hermosas; los ángeles, los vigilantes egregoris, se
enamoraron de ellas y fueron arrastrados a muchos errores. Ellos se
animaron entre sí y dijeron: Escojamos mujeres entre las hijas de los
hombres de la tierra. Semiaxas, su príncipe, dijo: Yo temo que vosotros no
os atreváis a realizar un designio semejante, y que yo quede solo
responsable del crimen. Todos contestaron: Juremos ejecutar nuestro
designio y entreguémonos al anatema si faltamos a él. Se unieron por medio
de un juramento e hicieron imprecaciones; eran en número de doscientos.
Partieron juntos, en el tiempo de Jared, y fueron sobre la montaña llamada
Hermonim a causa de su juramento. Estos son los nombres de los
principales: Semiaxas, Atarculph, Araciel, Chobabiel-Hosampsich, Zaciel-
Parmar, Thausael, Samiel, Tirel y Sumiel.
«Estos y los demás tomaron mujeres, en el año mil ciento diez de la
creación del mundo: de este comercio nacieron tres géneros de hombres; los
gigantes Naphilim, etc.»,
El autor de este fragmento, escrito con un estilo que pertenece a los
primeros tiempos, manifiesta la mayor sencillez: no falta en nombrar las
personas, no olvida las fechas, no hace ninguna reflexión, no establece
máximas; es el antiguo estilo oriental.
Se ve que esta historia está fundada sobre el sexto capítulo del Génesis.
«Luego en este tiempo había gigantes sobre la tierra; porque los hijos de
Dios habiendo tenido comunicación con las hijas de los hombres., ellas
dieron a luz a los poderosos del siglo.»
El libro de Enoc y el Génesis están enteramente de acuerdo sobre la
unión de los ángeles con las hijas de los hombres, y sobre la raza de
gigantes que nacieron de este comercio; pero ni este Enoc, ni ningún libro
del Antiguo Testamento, habla de la guerra de los ángeles contra Dios, ni de
su castigo, ni de su caída en el infierno, ni de su odio contra el género
humano.
No se trata de los espíritus malignos y del diablo sino en la alegoría de
Job, de que ya hemos hablado, la cual no es un libro judío, y en la aventura
de Tobías. El diablo Asmodeo o Shamadey, que ahogó a los siete primeros
maridos de Sara, y que Rafael hizo huir con el humo del hígado de un
pescado, no era un diablo judío, pero sí persa. Rafael fue a encadenarlo en
el alto Egipto; pero es constante que no teniendo infierno los judíos,
tampoco tenían diablos. Ellos no empezaron sino muy tarde en creer la
inmortalidad del alma y un infierno, y esto fue cuando la secta de los
fariseos prevaleció: estaban pues bien lejos de pensar que la culebra que
tentó a Eva, fuese un diablo o un ángel precipitado en el infierno. Esta
piedra que sirve de cimiento a todo el edificio fue puesta la última.
Nosotros, reverenciamos igualmente la historia de los ángeles convertidos
en diablos, pero no sabemos donde hallar su origen.
Se llamaron diablos a Belzebú, Belfegor, Astaroth; pero estos eran los
antiguos dioses de la Siria. Belfegor era el dios del matrimonio, Belzebú o
Bel-se-puth significaba el Señor que preserva de los insectos. El rey
Ocasias lo había consultado como a un dios, para saber si curaría de su
enfermedad, y Elías indignado de este paso había dicho: «¿No hay dios en
Israel, para que sea preciso ir a consultar al dios del Accaronte?»
Astaroth era la luna, y no esperaba la luna venir a parar en diablo.
El apóstol Judas dice también «que el diablo, disputaba con el ángel
Miguel sobre el cuerpo de Moisés»; pero no se halla nada de esto en el
canon de los judíos. Esta disputa de Miguel con el diablo no se halla sino en
un libro apócrifo, intitulado Analipsis de Moisés, citado por Orígenes en el
libro tercero de sus principios.
Es pues indudable que los judíos no reconocieron a los diablos sino
hacia el tiempo de su cautiverio en Babilonia. Tomaron esta doctrina de los
persas que la tenían de Zoroastro.
Solo la ignorancia, el fanatismo y la mala fe pueden negar estos hechos,
y es necesario añadir que la religión no debe asustarse de las consecuencias.
Dios ha permitido ciertamente que la creencia en los buenos y en los malos
genios, en la inmortalidad del alma, y en las recompensas y penas eternas se
haya establecido en veinte naciones de la antigüedad, antes de que llegase a
noticia del pueblo judío. Nuestra santa religión ha consagrado esta doctrina;
ha establecido lo que las otras habían entrevisto, y lo que no era entre los
antiguos sino una opinión se ha hecho una verdad divina por medio de la
revelación.

49. Si los judíos han enseñado a las otras naciones, o si han sido
enseñados por ellas.

Los libros sagrados jamás han decidido si los judíos han sido los maestros o
los discípulos de los otros pueblos, y así es permitido el examinar esta
cuestión.
Filón, en la relación de su misión cerca de Calígula, empieza por decir
que Israel es una voz caldea, y que es el nombre que dieron los caldeos a los
justos consagrados a Dios y que Israel significaba viendo a Dios. Parece
pues probado por esto solo, que los judíos no llamaron Jacob a Israel, y que
no se tomaron el nombre de israelitas, sino cuando tuvieron algún
conocimiento del caldeo; y ellos no pudieron tener conocimiento de la
lengua caldea, sino cuando fueron esclavos en aquel país. ¿Es verosímil que
en los desiertos de la Arabia pétrea hubiesen aprendido ya el caldeo?
Flavio Josefo, en su respuesta a Apio, a Lisimaco y a Molon, libro II,
cap. V, confiesa con estas propias palabras: «que fueron los egipcios los que
enseñaron a las otras naciones a circuncidarse, como Herodoto lo
atestigua.» En efecto ¿sería probable que la nación antigua y poderosa de
los egipcios hubiese tomado esta costumbre de un pequeño pueblo que ella
aborrecía, y que, según confiesa, no fue circundado hasta el tiempo de
Josué?
Los libros sagrados nos dicen ellos mismos que Moisés se había
ilustrado en las ciencias de los egipcios, y no dicen en ninguna parte que los
egipcios hayan aprendido cosa alguna de los judíos. Cuando Salomón quiso
edificar su templo y su palacio, ¿no pidió los obreros al rey de Tiro?
También se dice que dio veinte ciudades al rey Hiram para conseguir los
obreros y los cedros: esto era sin duda pagar muy caro el favor, y el contrato
era extraño: pero dígase: ¿pidieron los tirios artistas a los judíos?
El mismo Josefo de quien ya hemos hablado, confiesa que su nación,
que él se esfuerza en engrandecer, «no tuvo durante mucho tiempo ningún
comercio con las otras naciones, y que ella fue además desconocida de los
griegos que conocían a los escitas y a los tártaros.» «¿Hay que admirarse,
añade en el libro I, cap. V, de que nuestra nación, alejada de la mar y no
teniendo vanidad en escribir, haya sido tan poco conocida?»
Cuando cuenta el mismo Josefo con sus exageraciones ordinarias, el
modo tan honroso como increíble, que tuvo Tolomeo Filadelfo para
comprar una traducción griega de los libros judíos, hecha por los hebreos en
la ciudad de Alejandría, Josefo, digo, añade que Demetrio de Falera, que
hizo hacer esta traducción para la biblioteca de su rey, preguntó a uno de los
traductores cómo podía suceder que ningún historiador ni ningún poeta
extranjero no hubiese hablado nunca de las leyes judías. El traductor
respondió: «Como estas leyes son divinas, nadie se atreve a hablar de ellas,
y aquellos que han querido hacerlo han sido castigados de Dios. Teopompo
queriendo hablar de ellas en su historia perdió el entendimiento durante
treinta días, pero habiendo conocido en un sueño que se había vuelto loco
por haber querido penetrar las cosas divinas y darlas a conocer a los
profanos66, apaciguó la cólera divina por medio de sus oraciones y recobró
el juicio.»
«Teodecto, poeta griego, habiendo puesto en una tragedia algunos
pasajes que había sacado de nuestros libros santos, quedó ciego al
momento, y no recobró la vista sino después de haber reconocido su falta.»
Estos dos cuentos de Josefo, indignos de la historia y de un hombre que
tiene sentido común, contradicen a la verdad los elogios que él da a esta
traducción griega de los libros judíos, porque si era un crimen el verter
alguna cosa de ellos en otra lengua, sería sin duda un crimen mayor el poner
a todos los griegos al alcance de conocerlos. Pero a lo menos Josefo
refiriendo estas dos novelas, conviene en que los griegos jamás habían
tenido conocimiento de los libros de su nación.
Al contrario, luego que los hebreos quedaron establecidos en
Alejandría, se aplicaron a la literatura griega, y se llamaron los judíos
helenistas. Es pues indudable que los judíos después de Alejandro, tomaron
muchas cosas de los griegos, cuya lengua era la del Asia menor y de una
parte del Egipto, y que los griegos no tomaron cosa alguna de los hebreos.

50. De los romanos. Principio de su imperio y de su religión: su


tolerancia.

Los romanos no pueden ser contados entre las naciones primeras: ellos son
muy modernos, Roma no existió sino setecientos cincuenta años antes de
nuestra era vulgar. Cuando tuvo ritos y leyes las tomó de los toscanos y de
los griegos. Los toscanos le comunicaron la superstición de los adivinos,
superstición que estaba fundada sobre las observaciones físicas y el tránsito
de las aves, que servían para predecir las variaciones de la atmósfera.
Parece que toda superstición tiene por principio una cosa natural, y que
muchos errores han nacido de una verdad de la cual se ha abusado.
Los griegos dieron a los romanos la ley de las doce tablas: un pueblo
que va a buscar leyes y dioses de otra nación, debe ser un pequeño pueblo
bárbaro; tales eran los primeros romanos. Su territorio en el tiempo de los
reyes y de los primeros cónsules no tenía más extensión que el de Ragusa.
No deben tener el nombre de reyes los monarcas tales como Ciro y sus
sucesores. El jefe de un pequeño pueblo de ladrones nunca puede ser
despótico: los despojos se dividen en común y cada uno defiende su libertad
como su bien particular. Los primeros reyes de Roma eran caudillos de
piratas.
Si se da crédito a los historiadores romanos, este pequeño pueblo
empezó por robar las hijas y los bienes de sus vecinos. Debía ser
exterminado, pero la ferocidad y la necesidad que le conducían a la rapiña,
hicieron dichosas sus injusticias: se sostuvo estando siempre en guerra, y en
fin al cabo de cinco siglos, siendo más aguerrido que todos los otros
pueblos, los sometió a todos, los unos después de los otros, desde el fondo
del golfo Adriático hasta el Éufrates.
En medio del latrocinio, el amor de la patria dominó siempre hasta el
tiempo de Sila.
Este amor de la patria consistió durante mas de cuatrocientos años, en
unir a la masa común lo que se había quitado a las otras naciones. Esta es la
virtud de los ladrones. Amar la patria, era matar y despojar a los demás
hombres; pero en el seno de la república, hubo grandes virtudes. Los
romanos civilizados con el tiempo, civilizaron a todos los bárbaros que
habían vencido, y se hicieron en fin los legisladores del Occidente.
Los griegos en los primeros tiempos de sus repúblicas, parecen una
nación superior en todo a los romanos. Estos no salían de las cuevas de sus
siete montañas, con unos puñados de heno que les servían de banderas, sino
para saquear las ciudades vecinas: aquellos al contrario, no se ocupaban
sino en defender su libertad. Los romanos robaban a cuatro o cinco millas
alrededor, a los equestos, los volgas y los antiatos: los griegos rechazaban
los ejércitos innumerables del gran rey de Persia y triunfaban de él por
tierra y por mar. Estos griegos vencedores, cultivaban y perfeccionaban
todas las bellas artes, y los romanos las ignoraron todas hasta el tiempo de
Escipión el Africano.
Manifestaré aquí dos cosas importantes sobre su religión, y son que
ellos adoptaron y permitieron los cultos de todos los otros pueblos, a
ejemplo de los griegos: y que en el fondo, el senado y los emperadores
reconocieron siempre un Dios supremo, del mismo modo que la mayor
parte de los filósofos y de los poetas de la Grecia.67
La tolerancia de todas las religiones era una ley natural grabada en los
corazones de los hombres. Porque dígase con qué derecho un ser criado
libre podrá forzar a otro ser a pensar como él. Mas cuando un pueblo está
reunido, cuando la religión se ha hecho una ley del estado, es necesario
someterse a esta ley; los romanos por sus leyes adoptaron a todos los dioses
de los griegos, y tenían altares para los dioses desconocidos, como ya lo
hemos dicho. Los mandamientos de las doce tablas dicen: «Separatim nemo
habessit deos, neve novos; sed ne advenas, nisi publice adscitos, privatim
colunto.» «Que nadie tenga dioses extranjeros y nuevos sin la sanción
pública.» Se dio esta sanción a varios cultos, y todos los demás fueron
tolerados. Esta asociación de todas las divinidades del mundo, esta especie
de hospitalidad divina, fue el derecho de gentes de toda la antigüedad,
exceptuando quizás uno o dos pequeños pueblos.
Como no hubo dogmas, no hubo ninguna guerra de religión. Era muy
bastante el que la ambición y la rapiña derramasen la sangre humana, sin
que la religión acabase de exterminar el mundo.
Es también muy notable el que los romanos no persiguiesen jamás a
nadie por su modo de pensar. No hay un solo ejemplo de ello desde Rómulo
hasta Domiciano, y entre los griegos no se cuenta sino a Sócrates que
sufriese persecución.
Es también incontestable que así los romanos como los griegos,
adoraban un Dios supremo. Su Júpiter era el solo que se miraba como el
señor del rayo, como el único que se llamaba el Dios muy grande y muy
bueno. Deus optimus maximus. Así desde la Italia hasta en la India y la
China, se halla el culto de Dios supremo, y la tolerancia en todas las
naciones conocidas.
A este conocimiento de un Dios, y a esta indulgencia universal, que son
por todas partes el fruto de la razón cultivada, se juntaron una multitud de
supersticiones que eran el antiguo fruto de una razón empezada y llena de
errores.
Se sabe muy bien que los pollos sagrados, la diosa Pertunda y la diosa
Cloacina son cosas ridículas. ¿Por qué los vencedores y los legisladores de
tantas naciones no abolieron estas tonterías? Es porque siendo antiguas eran
apreciadas del pueblo, y no dañaban de modo alguno al gobierno. Los
Escipiones, los Pablos Emilios, los Cicerones, los Catones y los Césares
tenían otras cosas en que ocuparse, que en combatir con preferencia a las
supersticiones del populacho. Cuando un antiguo error está establecido, la
política se sirve de él como de un freno que el vulgo se ha puesto a sí
mismo en la boca, hasta que otra superstición viene a destruirlo, y que la
política se aprovecha de este segundo error, como se aprovechó del primero.

51. Preguntas sobre las conquistas de los romanos y sobre su


decadencia.

¿Por qué los romanos, que bajo Rómulo no eran sino tres mil habitantes y
no tenían sino un lugar de mil pasos de circuito, fueron con el tiempo los
más grandes conquistadores de la tierra? ¿Y en qué consiste que los judíos
que pretenden haber tenido seiscientos treinta mil soldados al salir de
Egipto, que no marchaban sino en medio de milagros, que combatían bajo
las órdenes del rey de los ejércitos, no pudieron jamás conseguir el
conquistar solamente a Tiro y Sidón en su vecindario, ni aun a verse jamás
en estado de atacarlas? ¿Por qué estos judíos fueron casi siempre esclavos?
Ellos tenían todo el entusiasmo y toda la ferocidad que forma los
conquistadores; el Dios de los ejércitos estaba siempre a su cabeza; y sin
embargo son los romanos, distantes de ellos mil ochocientas millas, los que
vienen al fin a subyugarlos y a venderlos en el mercado.
¿No es claro (humanamente hablando y no considerando sino las causas
segundas) que si los judíos que esperaban la conquista del mundo, han
estado casi siempre en esclavitud, ha sido por su culpa? Y, si los romanos
dominaron ¿no lo merecieron por su valor y por su prudencia? Yo pido
humildemente perdón a los romanos de compararlos un solo instante con
los judíos.
¿Por qué los romanos durante más de cuatro cientos años, no pudieron
conquistar sino una extensión de veinte y cinco leguas? ¿No era porque
ellos eran en muy corto número y tenían que combatir sucesivamente con
pequeños pueblos como ellos? Pero en fin, habiendo incorporado en su
nación a sus vecinos vencidos, tuvieron bastante fuerza para resistir a Pirro.
Entonces todas las pequeñas naciones que los rodeaban se hicieron
romanos, y se formó un pueblo todo guerrero, y bastante formidable para
destruir a Cartago.
¿Por qué los romanos emplearon setecientos años en formar un imperio
tan vasto a corta diferencia como el que Alejandro conquistó en siete u ocho
años? Es porque tuvieron siempre que combatir con naciones belicosas, y
Alejandro tuvo que subyugar a pueblos más débiles.
¿Por qué fue este imperio destruido por los bárbaros? ¿Estos bárbaros
no eran más robustos más guerreros que los romanos debilitados ya en el
tiempo de Honorio y sus sucesores? Cuando los cimbrios vinieron a
amenazar la Italia en el tiempo de Mario, los romanos debieron prever que
los cimbrios, es decir, que los pueblos del norte destrozarían el Imperio,
cuando no existiese Mario,
La debilidad de los emperadores, las facciones de sus ministros y de sus
eunucos, el odio que la antigua religión del imperio tenía a la nueva, las
desavenencias que se elevaron en el cristianismo, las disputas teológicas
sustituidas al manejo de las armas, como la cobardía al valor, y una multitud
de frailes reemplazando a los agricultores y a los soldados, todo atraía a
estos mismos bárbaros que no habían podido vencer a la república guerrera,
y que oprimieron a Roma ya desfallecida bajo los emperadores crueles,
afeminados y devotos.
Cuando los godos, los hérulos, los vándalos y los hunos, inundaron a la
Europa romana, ¿qué medida tomaron los dos emperadores para desviar
aquella tempestad? La diferencia entre Homoiousios y Homoouios ponía en
revolución al oriente y al occidente; las persecuciones teológicas acabaron
de perderlo todo. Nestorio, patriarca de Constantinopla, que tuvo al
principio mucho valimiento con Teodosio II, consiguió de este emperador
que se persiguiese a aquellos que pensaban que debían volverse a bautizar
los cristianos apóstatas; a los que creían que se debía celebrar la Pascua el
14 de la luna de marzo; a aquellos que no hacían zambullir por tres veces a
los bautizados; y en fin él atormentó de tal manera a los cristianos que estos
le atormentaron a su vez. Él llama a la santa Virgen Anthropotokos; sus
enemigos que querían que se la llamase Theotocos, y que sin duda tenían
razón, porque el concilio de Éfeso decidió a su favor, le suscitaron una
persecución violenta. Estas contiendas ocuparon todos los espíritus, y
mientras que se estaban disputando, los bárbaros se dividían la Europa y el
África.
¿Pero por qué Alarico, que al principio del siglo quinto marchó desde
las orillas del Danubio hacia Roma, no empezó por atacar a Constantinopla,
cuando se hallaba dueño de la Tracia? ¿Era natural que quisiese él pasar los
Alpes y el Apenino cuando Constantinopla amedrentada se ofrecía a su
conquista? Los historiadores de aquellos tiempos, tan poco instruidos como
mal gobernados estaban los pueblos, no nos explican este misterio; pero es
muy fácil el adivinarlo.
Alarico había sido general de ejército bajo Teodosio I, príncipe violento,
devoto e imprudente, que perdió el Imperio confiando su defensa a los
godos. Él venció con ellos a su competidor Eugenio; pero los godos
aprendieron por este medio que ellos podían vencer por sí mismos.
Teodosio pagaba sueldo a Alarico y a sus godos, y esta paga se hizo un
tributo cuando Arcadio, hijo de Teodosio, subió al trono del oriente. Alarico
dejó tranquilo a su tributario para caer sobre Honorio y sobre Roma.
Honorio tenía por general al célebre Estilicón, el único que podía
defender la Italia y que ya había detenido los esfuerzos de los bárbaros.
Honorio, por meras sospechas y sin más formalidad, le hizo cortar la
cabeza. Era más fácil asesinar a Estilicón que batir a Alarico. Este indigno
emperador, retirado en Rávena, dejó al bárbaro, que le era superior en todo,
que pusiese sitio a Roma. La antigua señora del mundo rescató su pillaje
por el precio de cinco mil libras de oro, treinta mil de plata, cuatro mil
vestidos de seda, tres mil de púrpura y tres mil libras de especiería. Las
producciones de la India sirvieron para el rescate de Roma.
Honorio no quiso cumplir el tratado, y envió algunas tropas que Alarico
exterminó: éste entró en Roma en 409, y el godo creó allí un emperador que
fue su primer vasallo. Al año siguiente, engañado por Honorio, le castigó
saqueando Roma. Entonces todo el imperio de occidente fue destrozado; los
pueblos del norte entraron por todas partes, y los emperadores del oriente
no se mantuvieron sino haciéndose tributarios.
Así es como Teodasio II lo fue de Aila. La Italia, las Galias, la España y
el África estuvieron al arbitrio de quien quiso entrar. Este fue el fruto de la
política forzada de Constantino que había transferido el imperio romano en
Tracia.
¿No hay visiblemente un destino que causa el engrandecimiento y la
ruina de los estados? Quién hubiese predicho a Augusto que su capital se
vería un día ocupada por un sacerdote de una religión judía, le habría
dejado admirado. ¿Por qué este sacerdote se ha apoderado al fin de la
ciudad de los Escipiones y de los Césares? Es porque la halló en la
anarquía. Él se hizo señor de esta ciudad, casi sin esfuerzo, del mismo
modo que los obispos de Alemania hacia el siglo decimotercio, se hicieron
soberanos de los pueblos de los cuales eran pastores.
Todo acontecimiento conduce a otro que no se esperaba. Rómulo no
creía fundar a Roma, ni para los príncipes godos, ni para los obispos.
Alejandro no imaginó que Alejandría pertenecería a los turcos; y
Constantino no edificó a Constantinopla para Mahometo II.

52. De los primeros pueblos que escribieron la historia, y de las


fábulas de los primeros historiadores.

Es incontestable que los más antiguos anales del mundo son los de la China.
Estos anales se siguen sin interrupción. Casi todos circunstanciados,
luminosos, sin ninguna mezcla de maravilloso, todos apoyados sobre las
observaciones astronómicas desde cuatro mil ciento cincuenta y dos años,
ascienden aun a muchos siglos mas allá, sin fechas precisas a la verdad,
pero con una verosimilitud que parece tocar a la certeza. Es muy probable
que las naciones poderosas, como los indios, los egipcios, los caldeos y los
sirios que tenían grandes ciudades, tendrían también anales.
Los pueblos errantes deben ser los últimos que hayan escrito, porque
tienen menos medios que los otros para tener archivos y para conservarlos;
porque tienen pocas necesidades, pocas leyes, y pocos acontecimientos; y
porque ocupándose solamente en una subsistencia precaria, les basta una
tradición oral. Un lugar jamás ha tenido una historia, un pueblo errante
menos, y una pequeña ciudad muy rara vez.
La historia de una nación no puede escribirse sino muy tarde: se
empieza por algunos registros muy en resumen que se conservan cuanto es
posible, en un templo o en una ciudadela. Una guerra desgraciada destruye
a menudo estos anales y es necesario empezarlos veinte veces, como lo
hacen las hormigas cuya habitación ha sido pisoteada. No es sino al cabo de
algunos siglos que una historia un poco detallada puede suceder a estos
registros informes, y esta primera historia está siempre mezclada de una
falsedad maravillosa con la cual se quiere reemplazar la verdad que falta.
Así los griegos no tuvieron a su Herodoto sino en la octogésima olimpiada,
más de mil años después de la primera época expresada en los mármoles de
Paros. Fabio Pictor, el historiador más antiguo de los romanos, no escribió
hasta el tiempo de la segunda guerra contra Cartago, cerca de quinientos
cuarenta años después de la fundación de Roma.
Luego, si estas dos naciones, las más ilustradas de la tierra, los griegos y
los romanos nuestros señores, han empezado tan tarde su historia; si
nuestras naciones septentrionales no han tenido ningún historiador antes de
Gregorio de Tours; ¿se creerá de buena fe que los tártaros vagamundos, que
duermen sobre la nieve, o los trogloditas que se ocultan en las cavernas, o
los árabes errantes y ladrones que recorren las arenas del desierto, hayan
tenido sus Tucídides y sus Jenofontes? ¿Pueden saber alguna cosa de sus
antepasados? ¿Pueden adquirir algún conocimiento antes de haber tenido
ciudades, antes de haberlas habitado, y antes de haber atraído a sí todas las
artes que no tenían?
Si los samoyedos, los Nnzamonos o los esquimales nos diesen anales de
fechas anticipadas de algunos siglos, llenos de los más admirables hechos
de armas y de una serie continua de prodigios que admirasen a la naturaleza
¿no nos reiríamos de estos pobres salvajes? Y si algunas personas amantes
de lo maravilloso o interesadas en hacerlo creer, se fatigasen en buscar los
medios de dar alguna verosimilitud a estas tonterías ¿no nos burlaríamos de
sus esfuerzos? ¿Y si uniesen a su absurdidad la insolencia de afectar el
desprecio de los sabios, y la crueldad de perseguir a aquellos que dudasen
¿no serían los más execrables de los hombres? Si un siamés viene a
contarme la metamorfosis de Sammonocodon, y me amenaza con
quemarme si yo le hago objeciones, ¿cómo debo yo comportarme con este
siamés?
Los historiadores romanos nos cuentan a la verdad que el dios Marte
hizo dos niños a una vestal, en un siglo en el que la Italia no tenía vestales;
que una loba crió estos dos niños en lugar de devorarlos, como ya lo hemos
visto; que Cástor y Pólux combatieron por los romanos; que Curcio se
arrojó en un abismo, y que el abismo se cerró: pero el senado de Roma no
condenó jamás a la pena de muerte a aquellos que dudaron de estos
prodigios, y fue permitido el reirse de ellos en el capitolio.
En la historia romana hay acontecimientos muy posibles y que son muy
verosímiles. Varios sabios han dado por falsa la aventura de los gansos que
salvaron a Roma, y la de Camilo que destruyó enteramente el ejército de los
galos. La victoria de Camilo brilla mucho a la verdad en Tito Livio, pero
Polibio, más antiguo que Tito Livio y hombre más político, dice
precisamente lo contrario: asegura que los galos, temiendo ser atacados por
los vénetos, salieron de Roma cargados de botín después de haber hecho la
paz con los romanos. ¿A quién creeremos, a Tito Livto o a Polibio? A lo
menos dudaremos.
¿No dudaremos también del suplicio de Régulo, a quien se le hace
encerrar en un cofre guarnecido por dentro con puntas de hierro? Este
género de muerte es seguramente único. ¿Cómo este mismo Polibio casi
contemporáneo, Polibio que se hallaba en el país mismo, que ha escrito tan
superiormente la guerra de Roma y de Cartago, hubiera guardado silencio
sobre un hecho tan importante y tan extraordinario, y que hubiera
justificado tan exactamente la mala fe de los romanos hacia los
cartagineses? ¿Cómo se hubiera atrevido este pueblo a violar de una manera
tan bárbara el derecho de gentes con Régulo, en el tiempo que los romanos
tenían entre sus manos varios ciudadanos principales de Cartago, con los
cuales se hubieran podido vengar?
En fin, Diodoro de Sicilia refiere en uno de sus fragmentos, que los
hijos de Régulo habiendo maltratado fuertemente a los prisioneros
cartagineses, el senado romano los reprendió e hizo valer el derecho de
gentes. ¿No se les hubiera permitido una justa venganza a los hijos de
Régulo, si su padre hubiera sido asesinado en Cartago? La historia del
suplicio de Régulo se estableció con el tiempo, y el odio contra Cartago le
dio curso: Horacio la cantó y ya no se dudó después.
Si paramos la vista en los tiempos primeros de la historia de Francia, es
posible que en ella todo sea igualmente falso, oscuro y fastidioso; a lo
menos cuesta mucho el dar crédito a la aventura de Childerico y de cierta
Bazina mujer de un Bazino, y de un capitán romano elegido rey de los
francos que aun no tenía a reyes.
Gregorio de Tours es nuestro Herodoto, con la diferencia que el idioma
de aquel país es menos divertido y menos elegante que el griego. ¿Los
frailes que escribieron después de Gregorio fueron más ilustrados y más
veraces? ¿No prodigaron alabanzas algo exageradas a algunos asesinos que
les dieron tierras? ¿No cargaron nunca de oprobios a los príncipes sabios
que no les habían dado cosa alguna?
Sé muy bien que los francos que invadieron la Galia, fueron más crueles
que los lombardos que se apoderaron de la Italia, y que los visigodos que
reinaron en España. Se ven las mismas muertes, los mismos asesinatos en
los anales de los Clodoveos, de los Teodoricos, de los Childebertos y de los
Clotarios que en los de los reyes de Judá y de Israel.
Nada hay más salvaje que aquellos tiempos bárbaros; sin embargo ¿no
es permitido dudar del suplicio de la reina Brunehota? Tenía la edad de
cerca de ochenta años cuando murió en 613 o 614. Fredegerio que escribió
a fines del octavo siglo, ciento y cincuenta años después de la muerte de
Brunehota, (y no en el séptimo siglo como se dice en el compendio
cronológico por un yerro de imprenta) Fredegerio, digo, nos asegura que el
rey Clotario, príncipe muy piadoso, muy timorato, humano, paciente y
devoto, hizo pasear a la reina Brunehota sobre un camello al rededor de su
campo; que después la hizo atar por los cabellos, por un brazo y por una
pierna a la cola de una yegua que no estaba domada, que la arrastró viva
sobre los caminos, le rompió la ca beza contra las piedras, y la hizo
pedazos; después de lo cual fue quemado su cadáver y reducida a cenizas.
Este camello, la yegua, y una reina de ochenta años atada por los cabellos y
por un pie a la cola de la yegua, no son cosas muy comunes.
Puede ser difícil que los pocos cabellos de una mujer de aquella edad
puedan atarse a una cola, y que se ate a uno a la cola por los cabellos y por
un pie a un tiempo. ¿Y cómo es que se tuvo la piadosa atención de enterrar
a Brunehota en un sepulcro en Autun, después de haberla quemado en un
campo?Los frailes Fredegario y Aimonino lo dicen, pero son éstos como
Thou y como Humes?
Hay otro sepulcro erigido a esta reina en el siglo quince en la abadía de
San Martín de Autun que ella había fundado. Se ha encontrado en este
sepulcro un resto de una espuela: era, dicen, la espuela que se puso en los
hijares de la yegua indómita. Es lástima que no se hubiera encontrado
también un casco del pie del camello sobre el cual se hizo montar a la reina.
¿No será posible que esta espuela se hubiese puesto allí por inadvertencia, o
más bien por honor? En una palabra, ¿no es razonable el suspender el juicio
sobre esta extraña aventura tan mal fundada? Es cierto que Pasquier dice
que «la muerte de Brunehota había sido predicha por la sibila.»
Todos estos siglos de barbarie, son siglos de horrores y de milagros.
Pero ¿será necesario creer todo lo que los frailes han escrito? Ellos eran casi
los únicos que sabían leer y escribir, cuando Carlomagno no sabía firmar:
ellos nos han informado de la fecha de algunos grandes acontecimientos.
Nosotros creemos con ellos que Carlos Martel batió a los sarracenos: pero
que él hubiese muerto a trescientos sesenta mil enemigos en la batalla, en
verdad esto es demasiado.
Dicen que Clodoveo, segundo de este nombre, se volvió loco; la cosa no
es imposible; pero que Dios le hubiese dado este castigo por haber tomado
un brazo de San Dionisio en la iglesia de estos religiosos, para colocarlo en
su oratorio, esto no es verosímil.
Si sólo hubiera que quitar estos cuentos de la historia de Francia, o más
bien de la historia de los reyes francos y de sus señores, se podría hacer un
esfuerzo para leerla. ¿Pero cómo es posible aguantar las mentiras groseras
de que está llena? Muy a menudo, se sitian ciudades y fortalezas que no
existían: al otro lado del Rhin no había sino lugares sin muros defendidos
por fosos y estacadas: se sabe que hasta el año 920, bajo Enrique el
Pajarero, la Germania no tuvo ciudades muradas ni fortificadas. En fin,
todos los detalles de aquellos tiempos, son otras tantas fábulas y lo peor es
que son fastidiosas.
53. De los legisladores que han hablado en nombre de los dioses.

Todo legislador profano que se ha atrevido a fingir que la divinidad le había


dictado sus leyes, era visiblemente un blasfemo, porque calumniaba a los
dioses, y un traidor, porque sometía su patria a sus propias opiniones. Hay
dos géneros de leyes, unas naturales, comunes a todos y a todos útiles. «Tú
no robarás, ni matarás a tu prójimo; tú tendrás un cuidado respetuoso de los
que te han dado el ser y te han educado en tu infancia:; tú no quitarás la
mujer a tu hermano; tú no mentirás para dañarle; tú le ayudarás en sus
necesidades, para merecer el ser socorrido en las tuyas.» Estas son las leyes
que ha promulgado la naturaleza, desde el fondo de las islas del Japón,
basta los confines de nuestro occidente. ¡Ni Orfeo, ni Hermes.i ni Minos, ni
Licurgo, ni Numa no tenían necesidad de que Júpiter viniese acompañado
del estruendo de los rayos a anunciar las verdades grabadas en todos los
corazones.
Si yo me hubiese hallado delante de alguno de estos grandes
charlatanes, en la plaza pública, le hubiera gritado: Calla, no comprometas
de este modo a la divinidad; tú quieres engañarme, si la haces bajar para
enseñar lo que todos sabemos; tú quieres, sin duda, hacerla servir para
algún otro objeto; tu quieres prevalecerte de mi consentimiento para tu
usurpación: yo te denuncio al pueblo, como un tirano que blasfema.
Las otras leyes son las leyes políticas; estas son puramente civiles,
eternamente arbitrarias, que tan pronto establecen magistrados como
cónsules, tan pronto comisarios por centurias, como por tribus; ya un
areopago, ya un senado; la aristocracia, la democracia o la monarquía. Sería
conocer muy mal el corazón humano, el imaginar que sea posible que un
legislador profano haya establecido jamás una sola ley política en nombre
de los dioses, sino con la idea de su interés particular. No se engaña así a los
hombres sino por la utilidad propia.
¿Pero todos los legisladores profanos han sido bribones dignos del
último suplicio? No; del mismo modo que hoy en día, en las asambleas de
los magistrados, se encuentran siempre almas rectas y elevadas que
proponen cosas útiles a la sociedad, sin vanagloriarse de que les han sido
reveladas; del mismo modo también entre los legisladores, se encuentran
varios que han instituido leyes admirables, sin atribuirlas a Júpiter o a
Minerva. Tal fue el senado romano que dio leyes a la Europa, al Asia menor
y al África, sin engañar a los pueblos; y tal ha sido en nuestros días Pedro el
Grande, que hubiera podido imponerlas a sus vasallos mas fácilmente que
Hermes a los egipcios, Minos a los Cretenses y Zamilxis a los antiguos
escitas.

Falta el resto. El editor no posee nada más del manuscrito del abate
Bazin. Si se encuentra la continuación, se comunicará a los amantes de la
historia.

FIN
CLÁSICOS DE HISTORIA

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124 Quinto Curcio Rufo, Historia de Alejandro Magno


123 Rodrigo Jiménez de Rada, Historia de las cosas de España. Versión
de Hinojosa
122 Jerónimo Borao, Historia del alzamiento de Zaragoza en 1854
121 Fénelon, Carta a Luis XIV y otros textos políticos
120 Josefa Amar y Borbón, Discurso sobre la educación física y moral
de las mujeres
119 Jerónimo de Pasamonte, Vida y trabajos
118 Jerónimo Borao, La imprenta en Zaragoza
117 Hesíodo, Teogonía-Los trabajos y los días
116 Ambrosio de Morales, Crónica General de España (3 tomos)
115 Antonio Cánovas del Castillo, Discursos del Ateneo
114 Crónica de San Juan de la Peña
113 Cayo Julio César, La guerra de las Galias
112 Montesquieu, El espíritu de las leyes
111 Catalina de Erauso, Historia de la monja alférez
110 Charles Darwin, El origen del hombre
109 Nicolás Maquiavelo, El príncipe
108 Bartolomé José Gallardo, Diccionario crítico-burlesco del...
Diccionario razonado manual
107 Justo Pérez Pastor, Diccionario razonado manual para inteligencia
de ciertos escritores
106 Hildegarda de Bingen, Causas y remedios. Libro de medicina
compleja.
105 Charles Darwin, El origen de las especies
104 Luitprando de Cremona, Informe de su embajada a Constantinopla
103 Paulo Álvaro, Vida y pasión del glorioso mártir Eulogio
102 Isidoro de Antillón, Disertación sobre el origen de la esclavitud de
los negros
101 Antonio Alcalá Galiano, Memorias
100 Sagrada Biblia (3 tomos)
99 James George Frazer, La rama dorada. Magia y religión
98 Martín de Braga, Sobre la corrección de las supersticiones rústicas
97 Ahmad Ibn-Fath Ibn-Abirrabía, De la descripción del modo de
visitar el templo de Meca
96 Iósif Stalin y otros, Historia del Partido Comunista (bolchevique) de
la U.R.S.S.
95 Adolf Hitler, Mi lucha
94 Cayo Salustio Crispo, La conjuración de Catilina
93 Jean-Jacques Rousseau, El contrato social
92 Cayo Cornelio Tácito, La Germania
91 John Maynard Keynes, Las consecuencias económicas de la paz
90 Ernest Renan, ¿Qué es una nación?
89 Hernán Cortés, Cartas de relación sobre el descubrimiento y
conquista de la Nueva España
88 Las sagas de los Groenlandeses y de Eirik el Rojo
87 Cayo Cornelio Tácito, Historias
86 Pierre-Joseph Proudhon, El principio federativo
85 Juan de Mariana, Tratado y discurso sobre la moneda de vellón
84 Andrés Giménez Soler, La Edad Media en la Corona de Aragón
83 Marx y Engels, Manifiesto del partido comunista
82 Pomponio Mela, Corografía
81 Crónica de Turpín (Codex Calixtinus, libro IV)
80 Adolphe Thiers, Historia de la Revolución Francesa (3 tomos)
79 Procopio de Cesárea, Historia secreta
78 Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias
77 Ramiro de Maeztu, Defensa de la Hispanidad
76 Enrich Prat de la Riba, La nacionalidad catalana
75 John de Mandeville, Libro de las maravillas del mundo
74 Egeria, Itinerario
73 Francisco Pi y Margall, La reacción y la revolución. Estudios
políticos y sociales
72 Sebastián Fernández de Medrano, Breve descripción del Mundo
71 Roque Barcia, La Federación Española
70 Alfonso de Valdés, Diálogo de las cosas acaecidas en Roma
69 Ibn Idari Al Marrakusi, Historias de Al-Ándalus (de Al-Bayan al-
Mughrib)
68 Octavio César Augusto, Hechos del divino Augusto
67 José de Acosta, Peregrinación de Bartolomé Lorenzo
66 Diógenes Laercio, Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más
ilustres
65 Julián Juderías, La leyenda negra y la verdad histórica
64 Rafael Altamira, Historia de España y de la civilización española (2
tomos)
63 Sebastián Miñano, Diccionario biográfico de la Revolución
Francesa y su época
62 Conde de Romanones, Notas de una vida (1868-1912)
61 Agustín Alcaide Ibieca, Historia de los dos sitios de Zaragoza
60 Flavio Josefo, Las guerras de los judíos.
59 Lupercio Leonardo de Argensola, Información de los sucesos de
Aragón en 1590 y 1591
58 Cayo Cornelio Tácito, Anales
57 Diego Hurtado de Mendoza, Guerra de Granada
56 Valera, Borrego y Pirala, Continuación de la Historia de España de
Lafuente (3 tomos)
55 Geoffrey de Monmouth, Historia de los reyes de Britania
54 Juan de Mariana, Del rey y de la institución de la dignidad real
53 Francisco Manuel de Melo, Historia de los movimientos y
separación de Cataluña
52 Paulo Orosio, Historias contra los paganos
51 Historia Silense, también llamada legionense
50 Francisco Javier Simonet, Historia de los mozárabes de España
49 Anton Makarenko, Poema pedagógico
48 Anales Toledanos
47 Piotr Kropotkin, Memorias de un revolucionario
46 George Borrow, La Biblia en España
45 Alonso de Contreras, Discurso de mi vida
44 Charles Fourier, El falansterio
43 José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias
42 Ahmad Ibn Muhammad Al-Razi, Crónica del moro Rasis
41 José Godoy Alcántara, Historia crítica de los falsos cronicones
40 Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles
(3 tomos)
39 Alexis de Tocqueville, Sobre la democracia en América
38 Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación (3 tomos)
37 John Reed, Diez días que estremecieron al mundo
36 Guía del Peregrino (Codex Calixtinus)
35 Jenofonte de Atenas, Anábasis, la expedición de los diez mil
34 Ignacio del Asso, Historia de la Economía Política de Aragón
33 Carlos V, Memorias
32 Jusepe Martínez, Discursos practicables del nobilísimo arte de la
pintura
31 Polibio, Historia Universal bajo la República Romana
30 Jordanes, Origen y gestas de los godos
29 Plutarco, Vidas paralelas
28 Joaquín Costa, Oligarquía y caciquismo como la forma actual de
gobierno en España
27 Francisco de Moncada, Expedición de los catalanes y aragoneses
contra turcos y griegos
26 Rufus Festus Avienus, Ora Marítima
25 Andrés Bernáldez, Historia de los Reyes Católicos don Fernando y
doña Isabel
24 Pedro Antonio de Alarcón, Diario de un testigo de la guerra de
África
23 Motolinia, Historia de los indios de la Nueva España
22 Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso
21 Crónica Cesaraugustana
20 Isidoro de Sevilla, Crónica Universal
19 Estrabón, Iberia (Geografía, libro III)
18 Juan de Biclaro, Crónica
17 Crónica de Sampiro
16 Crónica de Alfonso III
15 Bartolomé de Las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las
Indias
14 Crónicas mozárabes del siglo VIII
13 Crónica Albeldense
12 Genealogías pirenaicas del Códice de Roda
11 Heródoto de Halicarnaso, Los nueve libros de Historia
10 Cristóbal Colón, Los cuatro viajes del almirante
9 Howard Carter, La tumba de Tutankhamon
8 Sánchez-Albornoz, Una ciudad de la España cristiana hace mil años
7 Eginardo, Vida del emperador Carlomagno
6 Idacio, Cronicón
5 Modesto Lafuente, Historia General de España (9 tomos)
4 Ajbar Machmuâ
3 Liber Regum
2 Suetonio, Vidas de los doce Césares
1 Juan de Mariana, Historia General de España (3 tomos)
Index

1. Variaciones en el globo.

2. De las diferentes razas de los hombres.

3. De la antigüedad de las naciones.

4. Del conocimiento del alma.

5. De la religión de los primeros hombres.

6. De los usos y de los sentimientos comunes a casi todas las naciones


antiguas.

7. De los salvajes.

8. De la América.

9. De la Teocracia.

10. De los caldeos.

11. De los babilonios hechos persas.

12. De la Siria.
13. De los fenicios y de Sanchoniathon.

14. De los escitas y de los Gomerúas.

15. De la Arabia.

16. De Bram, Abram, Abraham.

17. De la India

18. De la China.

9. Del Egipto.

20. De la lengua de los egipcios y de sus símbolos.

21. De los monumentos egipcios.

22. De los ritos egipcios y de la circuncisión.

23. De los misterios de los egipcios.

24. De los griegos, de sus antiguos diluvios, de sus alfabetos y de su


genio.

25. De los legisladores griegos, de Minos, de Orfeo, y de la


inmortalidad del alma.

26. De las sectas de los griegos.

27. De Zaleuco y de algunos otros legisladores.


28. De Baco.

29. De las metamorfosis de los griegos recopiladas por Ovidio.

30. De la idolatría.

31. De los oráculos.

32. De las sibilas de los griegos y de su influencia sobre las otras


naciones.

33. De los milagros.

34. De los templos.

35. De la magia.

36. De las víctimas humanas.

37. De los misterios de Ceres Eleusina.

38. De los judíos en el tiempo en que empezaron a ser conocidos.

39. De los judíos en Egipto.

40. De Moisés considerado sencillamente como jefe de una nación.

41. De los judíos después de Moisés hasta Saúl.

42. De los judíos después de Saúl.


43. De los profetas judíos.

44. De las oraciones de los judíos.

45. De Josefo, historiador de los judíos.

46. De una mentira de Flavio Josefo concerniente a Alejandro y a los


judíos.

47. De las preocupaciones populares a las cuales los escritores


sagrados se han conformado por condescendencia.

48. De los ángeles, de los genios y de los diablos, entre las naciones
antiguas y entre los judíos.

49. Si los judíos han enseñado a las otras naciones, o si han sido
enseñados por ellas.

50. De los romanos. Principio de su imperio y de su religión: su


tolerancia.

51. Preguntas sobre las conquistas de los romanos y sobre su


decadencia.

52. De los primeros pueblos que escribieron la historia, y de las


fábulas de los primeros historiadores.

53. De los legisladores que han hablado en nombre de los dioses.


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1)
Véase, en las Obras filosóficas, la titulada Curiosidades de
la Naturaleza, las Notas de los Editores, y la Disertación
sobre las variaciones acaecidas en el globo. ↵
2)
La toesa era una antigua medida de longitud francesa, que
equivale a 194,9 cm. (Nota del editor digital) ↵
3)
Véase, en la Historia natural de Bufon (Suplemento, t. IV, p.
559, edición del Louvre), la descripción de una negra
blanca, traída a Francia, y nacida en nuestras islas de padre y
madre negros. Por los demás este hecho no está probado
sino por certificados, cuya autoridad, muy respetable en los
tribunales, tiene muy peca fuerza en la física. ↵
4)
En el Repham, o Chevan, o Kium, o Cholon, etc. Amós, cap.
V, 26; Ac. VII, 43.
«Si no se supiera a no poderlo dudar, que los hebreos
han adorado los ídolos en el desierto, no una sola vez sino
habitualmente y de una manera perseverante, se tendría por
una dificultad en persuadírselo... Sin embargo esto es
incontestable, según el testimonio expreso de Amós, que
reprende a, los israelitas el haber llevado, en su viaje del
desierto, la tienda de Malok, la imagen de sus ídolos, y la
estrella de su dios Remphan.» Biblia de Vence, Disertación
sobre la Idolatría, a la cabeza de las profecías de Amós. ↵
5)
Dea Pertunda, deus Stercutius. ↵
6)
Su poder es constante, su principio es divino; es necesario
que el niño crezca antes de ejercitarlo; no lo conoce cuando
se halla bajo las manos de quien le mece. El gorrión, desde
el instante que ha visto la luz, sin plumas en su nido, ¿puede
sentir el amor? ¿La zorra recién nacida, va a buscar su
presa? ¿Los insectos que nos hilan la seda, los enjambres
bulliciosos de las hijas del cielo que petrifican la cera y
componen la miel, al punto que aparecen se ocupan de estos
trabajos? Todo crece con el tiempo, todo madura con la
edad, cada ser tiene su objeto, y en el instante señalado,
marcha y llega al fin que el cielo le ha indicado. (Poema de
la Ley natural, II p.) ↵
7)
Parece que existe realmente en América un pequeño pueblo
de hombres barbudos; pero los irlandeses habían navegado
en América mucho tiempo antes que Cristóbal Colón, y es
posible que este pueblo barbudo fuese un resto de los
navegantes Europeos. Carver, que ha viajado en el norte de
la América, en los años 1766, 1767 y 1768, pretende en su
obra, impresa en 1778, que los salvajes de la América no
tienen barbas, porque se arrancan el vello. (Ved a Carver's
travel, p. 224) Este autor habla como testigo ocular. ↵
8)
Se entiende por primeros pueblos, hombres reunidos en
número de algunos millares, después de las varias
revoluciones del globo. ↵
9)
Ved el artículo Sistema, en el Diccionario filosófico. ↵
10)
Nuestra santa religión, tan superior en todo a nuestras luces,
nos enseña que el mundo no fue hecho sino hace seis mil
años según la Vulgata, o cerca de siete mil siguiendo a los
Setenta. Los intérpretes de esta religión inefable nos dicen
que Adán tuvo la ciencia infusa, y que se perpetuaron todas
las artes, desde Adán a Noé. Si es este en efecto el parecer
de la Iglesia, nosotros lo adoptamos con una fe firme y
constante, y además sujetamos todo lo que escribimos al
juicio de esta santa Iglesia, que es infalible. Es en vano que
el emperador Juliano, por otra parte tan respetable por su
virtud, su valor y su ciencia, haya dicho en su discurso,
censurado por el grande y moderado san Cirilo, que sea que
Adán tuviese la ciencia infusa o no, Dios no podía ordenarle
de no tocar al árbol de la ciencia del bien y del mal; que
Dios debía al contrario mandarle comer los frutos de este
árbol, a fin de perfeccionarse en la ciencia infusa, si él la
tenía, y de adquirirla si él no la tenía. Se sabe con qué
sabiduría ha refutado san Cirilo este argumento. En una
palabra nosotros prevenimos siempre al lector que no nos
mezclamos de modo alguno con las cosas sagradas, y
protestamos contra todas las inducciones malignas que se
quieran inferir de nuestras palabras. ↵
11)
Bel es el nombre de dios. ↵
12)
Los puntos equinociales corresponden sucesivamente a
todas las figuras del zodiaco, y su revolución es de cerca de
26.000 años. Es claro que estos puntos se encontraban en
libra, o en géminis en la época en que se dieron nombres a
los signos; en efecto, ellos solos son los que presentan un
emblema de igualdad de las noches y los días. Pero
suponiendo los puntos equinociales puestos en una de estas
constelaciones, quedan cuatro combinaciones igualmente
posibles, pues que puede suponerse igualmente, sea el
equinocio de la primavera, sea el equinocio del otoño, en el
signo de libra o en el de géminis. Supongamos 1º, que el
equinoccio esté en libra; el solsticio del estío estará en el de
capricornio, el de invierno en cáncer, y el equinocio del
otoño en aries. Supongamos 2º, que el equinocio del otoño
esté en libra; el solsticio del estío estará en cáncer, el del
invierno en capricornio, y el equinocio de la primavera en
aries. Supongamos 3º, que el equinocio de la primavera esté
en géminis; el solsticio de verano estará en virgo, el de
invierno en piscis, y el equinocio del otoño en sagitario.
Supongamos en fin que el equinocio del otoño esté en
géminis, el solsticio del estío estará en piscis, el solsticio del
invierno en virgo, y el equinocio de la primavera en
sagitario.
Si examinamos en seguida estas cuatro hipótesis,
encontraremos primeramente un grado de probabilidad en
favor de las dos primeras: en efecto en estas dos hipótesis,
los solsticios tienen por signos al capricornio y al cáncer, un
animal que trepa, y otro que marcha hacia atrás, símbolos
naturales del movimiento aparente del sol; y las dos últimas
hipótesis no tienen esta ventaja. Comparando seguidamente
las dos primeras, observaremos que el signo de libra parece
que es el que debe representar más naturalmente el signo de
la primavera: 1º porque el signo de este equinocio, mirado
por todas partes como el primero del año, debe haber tenido
con preferencia el emblema de igualdad; 2º porque el
capricornio, animal que busca los lugares elevados, parece el
signo natural del mes en que el sol está más alto; y el cáncer,
aunque puede ser mirado como un símbolo del uno o del
otro solsticio, parece mucho más propio para designar el
solsticio del invierno. Luego si nosotros preferimos la
primera hipótesis, el capricornio corresponde a julio; los
meses de agosto y de septiembre, tiempo de las
inundaciones del Nilo, corresponden a acuario y a piscis,
signos acuáticos; el Nilo se retira en octubre, luego el aries
es su signo, porque entonces los rebaños empiezan a salir; se
cultiva en noviembre bajo el signo de tauro, y se recoge en
marzo, bajo el emblema de la segadora. Basta pues para
poder acordar con el clima del Egipto los nombres de los
doce signos del zodiaco, que estos nombres les hayan sido
dados cuando el equinocio de la primavera se encontraba en
el signo de libra; es decir que es necesario atrasar cerca de
treinta mil años la invención de la astronomía. Este sistema,
el más natural de todos aquellos que han sido imaginados
hasta aquí, el solo que está en armonía con los monumentos
y que explica las fábulas del modo menos precario, se debe a
M. D. P. ↵
13)
Muy profundos eruditos han pretendido que el tratado se
hacia ciertamente en el templo, pero se cumplía fuera.
Estrabón dice en efecto, que después de haberse entregado al
extranjero fuera del templo, la mujer volvía a su casa. ¿En
donde se cumplía esta ceremonia religiosa? No sucedía ni en
la casa de la mujer, ni en la del extranjero, ni en un lugar
profano, en donde el marido o un amante de la mujer que
hubiesen tenido la desgracia de ser filósofos, o de tener
dudas sobre la religión de Babilonia, hubiesen podido turbar
este acto de piedad. Este sería en algún lugar vecino del
templo destinado a este uso, y consagrado a la diosa. Si no
era en la iglesia era en la sacristía. ↵
14)
Ved la Defensa de mi tío. Ved también otra nota sobre el
artículo Amor socrático, en el Diccionario filosófico. ↵
15)
Ved las respuestas a aquel que ha pretendido que la
prostitución era una ley en el imperio de los babilonios y que
la sodomía estaba establecida en Persia en el mismo país. No
puede llevarse más lejos el oprobio de la literatura, ni
calumniarse más frecuentemente la naturaleza humana. ↵
16)
Este modo de entender a Sanchoniaton es muy natural, y
está apoyado en la autoridad de Bochart. Aquellos que lo
han criticado saben seguramente muy bien la lengua griega,
pero han probado que esto no basta .siempre para entender
los libros griegos. ↵
17)
Naturalmente, este párrafo no aparece en la edición original.
(Nota del editor digital) ↵
18)
El Génesis habla de un gran número de esclavos y de bestias
de carga dadas a Abraham, cuando Faraón le creyó
solamente hermano de Sara; y cuando salió de Egipto,
Faraón añadió mucho oro y plata. ↵
19)
Véase el Diccionario filosófico. ↵
20)
Ved las cartas del sabio jesuita Pareunin. ↵
21)
Ved solamente las estampas grabadas en la colección del
jesuita de Halde. ↵
22)
Cuando se redujesen estas ocho leguas a seis, no se quitaría
sino la cuarta parte del ridículo. ↵
23)
Nosotros hemos oído explicar esta historia de Sesostris de
una manera muy ingeniosa y mirándola como una alegoría.
Sesostris es el sol que parte a la cabeza del ejército celeste
para conquistar a la tierra; los mil y setecientos niños,
nacidos en el mismo día que él, son las estrellas. Los
egipcios conocerían este número poco más o menos; pero
que esta fábula sea una alegoría astronómica, o un cuento
que nada signifique, siempre es igualmente ridícula. ↵
24)
Puede haber habido una colonia egipcia en las orillos del
Ponto Euxino, sin que Sesostris haya salido de Egipto con
600.000 combatientes para conquistar el mundo. Herodoto
pudo ser igualmente un historiador fabuloso y un mal
lógico. ↵
25)
Véase Diccionario filosófico, artículo Iniciación. ↵
26)
Orígenes, libro VIII. ↵
27)
En esta parte los mármoles de Arundel tienen borrada la
fecha, pero hablan de Minos como de un personaje real, y el
paraje en que se se halla roto el mármol, no priva de que
quede indicada la época de su nacimiento o de su reinado. ↵
28)
Véase en el Diccionario filosófico, una nota de los editores
sobre Platón. ↵
29)
Los sacerdotes excitaron más de una vez al pueblo de
Atenas contra los filósofos, y este furor sólo fue fatal a
Sócrates; pero el arrepentimiento siguió bien pronto al
crimen, y los acusadores fueron castigados. Se puede pues
decir con razón, que los griegos han sido tolerantes, sobre
todo si se les compara con nosotros, que hemos inmolado
millares de víctimas a la superstición, por medio de los
suplicios escogidos y en virtud de leyes permanentes; a
nosotros cuyo furor sombrío se ha perpetuado durante más
de catorce siglos sin interrupción; a nosotros en fin a quien
las luces, más bien han detenido el fanatismo que lo han
destruido, pues aun se inmolan víctimas, y cuyos partidarios
pagan todavía apologistas para justificar sus antiguos
furores. ↵
30)
Proposición IV, pag. 79 y 87. ↵
31)
Huet, pág. 110. ↵
32)
Josefo, libro III, cap. XXVIII. ↵
33)
Ireneo, cap. XXXV, lib. V. ↵
34)
Tert. contra Marción, lib, III. ↵
35)
El autor era muy modesto para explicar por qué paraje
hablaba esta adivina; era por el mismo que la de Delfos
recibía el espíritu divino; y ved porque la Vulgata ha
traducido la palabra ob por Python: no ha querido ofender la
modestia, pues una traducción literal hubiera podido
desagradar. ↵
36)
Los críticos han pretendido que no era seguro que Samuel
fuese sacerdote: pero no siendo sacerdote ¿cómo se hubiera
arrogado el derecho de consagrar a Saúl y a David? Si no
inmoló a Agag en calidad de sacerdote, habrá sido como un
asesino o un verdugo; si Samuel no era sacerdote ¿de qué
sirve la autoridad de su ejemplo, empleada tantas veces por
los teólogos para probar que los sacerdotes, no sólo tienen el
derecho de consagrar a los reyes, sino también el de
consagrar a otros, cuando aquellos que están ungidos no les
convienen, y aun a tratar a los reyes indóciles como el
benigno Samuel trató al impio Agag? ↵
37)
Lucas, cap. XXIII. ↵
38)
Pausanias no dice positivamente que los golpes de mimbres
fuesen sólo para los iniciados; pero sería cosa graciosa el
que los sacerdotes de Atenas hubiesen tenido el derecho de
pegar con los mimbres a todos aquellos que encontrasen.
Sea en hora buena entre los iniciados y las devotas. ↵
39)
I Reyes, cap. II. ↵
40)
Véase el artículo Baco. ↵
41)
Génesis, cap. XV, v. 18; Deut., cap. I. ↵
42)
He aquí lo que se encuentra en una respuesta al obispo
Warburton, que para justificar el odio de los judíos contra las
otras naciones, escribió con mucho rencor e injurias contra
varios autores franceses.
«Examinemos ahora el odio inveterado que tenían los
israelitas contra todas las otras naciones. Decidme si se
degüellan a los padres, a las madres, a los hijos e hijas, a los
niños de pecho y hasta a los animales sin aborrecimiento. Si
un hombre que tuviese empapadas sus manos en sangre,
goteándole hiel y tinta, se atreverá a decir que él ha
asesinado sin cólera y sin odio. Volved a leer todos los
pasajes en que se manda a los judíos de no dejar persona con
vida, decid después que no les era permitido el aborrecer.
Esto es engañarse muy groseramente sobre el odio; esto es
como un usurero que no entiende de cuentas.
»¡Qué! ¿Mandar que no se coma en un plato que haya
servido a un extranjero, y ni tocar sus vestidos, no es
maridar el odio a los extranjeros? Los judíos, decís, no
odiaban sino la idolatría y no a los idólatras: graciosa
distinción.
»Un día un tigre saciado de carne encontró a unas ovejas
que huyeron luego. Corrió tras ellas y les dijo: Hijas mías,
vosotras os imagináis que yo no os amo; os engañáis, es
vuestro balido el que odio, pero ya os tengo afición y os amo
hasta tal punto que no quiero hacer sino una comida de
vosotras: me uno a vosotras por la carne y por la sangre;
como la una y bebo la otra para incorporaros conmigo:
juzgad si puede amarse tan íntimamente.» ↵
43)
Paralipómenos, cap. XVIII. ↵
44)
Ezeq., cap. XXIII. ↵
45)
Se ha profundizado mucho esta materia en varios libros
modernos, sobre todo en el Diccionario filosófico, y en el
Examen importante de milord Bolingbrocke. El Examen
importante se halla en las obras de Filosofía general. ↵
46)
Salmo LXXXVIII. ↵
47)
Salmo CIII. ↵
48)
Salmo CVII. ↵
49)
Salmo II. ↵
50)
Salmo XXVII. ↵
51)
Salmo XXX. ↵
52)
Salmo XXXIV. ↵
53)
Salmo LIV. ↵
54)
Salmo LVII. ↵
55)
Salmo LXVIII. ↵
56)
Salmo LIX. ↵
57)
Salmo LXVII. ↵
58)
Salmo LXVIII. ↵
59)
Salmo LXXVIII. ↵
60)
Salmo LXXXII. ↵
61)
Salmo CVIII. ↵
62)
Salmo CXXVIII. ↵
63)
Salmo CXXXVI. ↵
64)
Hide, De Religione veterum Persarum. ↵
65)
No obstante esto, es preciso que este libro de Enoc tenga
alguna antigüedad, porque se encuentra citado varias veces
en el Testamento de los doce patriarcas, otro libro judío
retocado por un cristiano del primer siglo; y este Testamento
de los doce patriarcas está también citado por san Pablo en
su primera epístola a los Tesalonicenses, si es citar un pasaje
el repetirlo palabra por palabra; el Testamento del patriarca
Rubén dice en el capítulo VI: La cólera del Señor cayó en
fin sobre ellos; y san Pablo dice precisamente las mismas
palabras. En cuanto a lo demás estos doce Testamentos no
están conformes, con el Génesis en todos los hechos. El
incesto de Judá, por ejemplo, no está referido del mismo
modo. Judá dice que él abusó de su nuera estando
embriagado. El Testamento de Rubén tiene de particular que
admite siete órganos de los sentidos en el hombre en lugar
de cinco, y cuenta la vida y el acto de la generación por dos
sentidos. En cuanto a lo demás, todos estos patriarcas se
arrepienten en este Testamento de haber vendido a su
hermano José. ↵
66)
Josefo, Hist. de los judíos, lib. XXII, cap. II. ↵
67)
Véase el artículo Dios, en el Diccionario filosófico. ↵

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