TRIBUNA, EL PAIS
                     El poder democrático
    Una democracia puede cometer errores, pero al
  contrario de la tiranía, atractiva en tiempos de crisis,
   puede aprender de ellos y corregir rápidamente los
       fallos o sustituir a quienes los cometieron
DANIEL INNERARITY
03 DEC 2020 - 00:30 CET
La democracia ha estado siempre bajo la sospecha de ser incompetente, sobre todo
ante situaciones de urgencia y especial gravedad. Demóstenes lamentaba la lentitud de
Atenas frente a las amenazas expansionistas de Felipe II de Macedonia. Mientras los
atenienses se dedicaban a discutir y votar, nada detenía la campaña militar que les
amenazaba. Desde entonces hasta las críticas al parlamentarismo a comienzos del siglo
XX, el reproche es siempre el mismo: la discusión de los demócratas es una pérdida de
tiempo y solo el liderazgo resolutivo (de los autócratas, pero también el de los técnicos
y expertos) puede poner fin a esa pérdida de tiempo y postergación de los problemas
que caracterizaría a las democracias.
Con ocasión de la pandemia los Gobiernos democráticos han recibido una doble
recriminación en sentidos contrapuestos: porque son demasiado débiles o porque son
demasiado fuertes. Por un lado, la apelación, más o menos explícita, a un poder fuerte,
y por otro, las manifestaciones contra las medidas sanitarias en nombre de la libertad
de los individuos, que deberían poder hacer todo lo que quieran, aun poniendo en
riesgo la vida de los demás.
La acusación de que los gobernantes abusan de su poder es pertinente en algunos
Estados, pero por lo general constituye una exageración injustificable. No deberíamos
perder de vista que la coerción con la que el poder político puede asegurar la respuesta
social necesaria para hacer frente a la crisis es muy limitada, en razón de las
protecciones constitucionales de la libertad individual. El desafío de la democracia
liberal consiste en desplegar tanto poder como sea necesario, pero no más, para
asegurar la libertad de todos.
La otra crítica considera que la democracia es incapaz de reunir el poder necesario para
hacer frente a las crisis. En medio de la crisis sanitaria numerosos Estados democráticos
ofrecen un espectáculo de indecisión, contradicciones y confusión que afecta a la
confianza de la población hacia unas medidas adoptadas y presentadas de modo
incoherente. La pandemia ha dado mayor verosimilitud a las viejas críticas de
impotencia. El deseo de que haya una respuesta eficaz contra los riesgos hace que
incluso la solución autoritaria sea atractiva para una parte creciente de la población. ¿Es
cierto que las democracias no disponen del poder suficiente para abordar las crisis y
que aquel al que recurren es excesivo?
Los partidarios de empoderar a los Gobiernos para hacer frente a las crisis proponen
que los primeros recortes vayan a prescindir de la dimensión deliberativa de la
democracia, que se hable menos y se actúe más. Hablar, en todos sus formatos, es una
forma de actuar de la que no podemos prescindir ni siquiera en plena urgencia de la
crisis. Es muy humano el desánimo que produce en la ciudadanía la áspera discusión
entre los actores políticos en medio de una crisis, pero también lo es que se agudice la
confrontación en tales circunstancias. Las decisiones colectivas, por muy urgentes que
sean, no se pueden adoptar sino en el seno de una interpretación conflictiva de la
realidad y en medio de una confrontación explícita de intereses. Pensar que la política
puede ahorrarse ese momento de discusión para abordar directamente las soluciones
es no haber entendido la naturaleza de la política e incluso la propia condición humana.
Puede que el verdadero debate no sea el que compara democracias impotentes y
autocracias poderosas, sino otro en torno al nivel de confianza social. En un país de
elevada confianza, la ciudadanía se fiaría de la competencia de las élites para dirigirlo y
las élites confiarían en la responsabilidad de la gente para conducirse sin poner en
riesgo la salud pública. Donde esa confianza es escasa tiende a prohibirse cualquier
forma de contacto social para no arriesgarse a que la epidemia se propague y las élites
despliegan un combate encarnizado entre ellas por el poder tratando de aprovechar en
su favor la desconfianza creciente hacia quienes ocupan las instituciones. Hay
desconfianza en una triple dirección: entre la gente y sus representantes, de los
representantes hacia la gente y entre los representantes. Las élites insisten en sus
mensajes para responsabilizar a una población a la que consideran incapaz de actuar
responsablemente fuera de un marco disciplinario, la ciudadanía desconfía de que sus
representantes tengan la competencia que exigen las circunstancias y los actores
políticos no desaprovechan ninguna oportunidad para obtener alguna ventaja de su
encarnizada confrontación.
Aunque el respeto a las normas haya sido bastante elevado durante la primera ola de la
pandemia, los movimientos recientes de protesta y la resistencia de ciertos agentes
políticos ponen de manifiesto que no hay que dar por asegurada la voluntad de
obedecer. Ocurre algo similar con la confianza que podemos otorgar a nuestros
gobernantes, que supieron gestionar un confinamiento que no daba lugar a muchos
matices, pero está por ver que sean capaces de hacerlo cuando el escenario es más
complejo y la variable del comportamiento individual menos predecible.
Cuando no hay confianza en la gente las normas de coordinación social toman la forma
de reglas minuciosas más que de principios que deben adaptarse a las circunstancias
concretas. Pero en una sociedad democrática el principal recurso para enfrentarse a
una pandemia es el ejercicio responsable de la libertad individual. En una democracia
de alta confianza las autoridades gobiernan con los ciudadanos; donde la confianza es
escasa lo hacen a pesar de los ciudadanos.
¿En qué consistiría entonces el poder de las democracias frente a la supuesta eficacia
autoritaria? ¿Y si la fuerza de la democracia se debiera a su capacidad de proteger la
crítica, incluida la crítica hacia sí misma? La cantinela de que las democracias son
impotentes culpabiliza de ello al desacuerdo. El sabio Spinoza, en cambio, situaba su
poder en la falta de unanimidad. Mientras que las tiranías son arbitrarias y cambiantes,
en una democracia “lo absurdo es menos temible, ya que es casi imposible que la
mayoría de los hombres se pongan de acuerdo en una única y misma absurdidad”.
Spinoza no ignoraba los errores humanos; advertía simplemente que en una sociedad
plural es más difícil cometerlos que en aquellas en las que el pluralismo hubiera podido
ser suprimido. El desacuerdo tiene muchos inconvenientes, pero al menos impide la
obstinación en el error. Aun suponiendo que las democracias y los autoritarismos
tengan las mismas posibilidades de equivocarse, es mejor equivocarse en una
democracia porque en ella —debido al carácter controvertido de la opinión pública y a
su régimen competitivo— es más fácil y más rápido abandonar el error (o que te
obliguen a abandonarlo). La democracia es un sistema político en el que se pueden
efectuar procesos de aprendizaje abiertos, alimentados por una crítica razonada a las
autoridades y a sus errores, de manera que es siempre posible corregirlos e incluso
sustituir a quienes los cometieron. El poder de la democracia es su capacidad de
aprender.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la
Universidad del País Vasco. Autor del libro Pandemocracia. Una filosofía de la crisis del
coronavirus (Galaxia Gutenberg).