Seminario “Ratzinger: «Introducción al Cristianismo»” – ISET 2020 1
Juan con suerte
Jacob y Wilhelm Grimm
Juan había servido siete años a su amo y le dijo:
— Mi amo, he terminado mi tiempo y quisiera volverme a casa con mi madre.
Págueme mi soldada.
Le respondió el amo:
— Me has servido fiel y honradamente; el premio estará a la altura del
servicio.
Y le dio un pedazo de oro tan grande como la cabeza de Juan. Sacó éste su pañuelo
del bolsillo, envolvió en él el oro y, cargándoselo al hombro, emprendió el camino de su
casa.
Mientras andaba, vio a un hombre montado a caballo que avanzaba alegremente a un
trote ligero.
— ¡Ay! —exclamó Juan en alta voz—, ¡qué cosa más hermosa es ir a caballo!
Va uno como sentado en una silla, no tropieza contra las piedras ni se
estropea las botas, y adelanta sin darse cuenta.
Lo oyó el jinete y, deteniendo el caballo, le dijo:
— Oye, Juan, ¿por qué vas a pie?
— ¡Qué remedio me queda! —respondió el mozo—. He de llevar este terrón
a casa; cierto que es de oro, pero no me deja ir con la cabeza derecha y me
pesa en el hombro.
— ¿Sabes qué? —le dijo el caballero—. Vamos a cambiar; yo te doy el
caballo, y tú me das tu terrón.
— ¡De mil amores! —exclamó Juan—. Pero tendrás que llevarlo a cuestas, te
lo advierto.
Se apeó el jinete, tomó el oro y, ayudando a Juan a montar, le puso las riendas en la
mano y le dijo:
— Si quieres que corra, no tienes sino que chasquear la lengua y gritar «¡hop,
hop!».
Juan no cabía en sí de contento al verse encaramado en su caballo, trotando tan libre
y holgadamente.
Al cabo de un ratito se le ocurrió que podía acelerar la marcha, y se puso a chasquear
la lengua y gritar «¡hop, hop!». El caballo empezó a trotar, y antes de que Juan pudiera
darse cuenta, había sido despedido de la montura y se encontraba tendido en la zanja que
separaba los campos de la carretera.
El caballo se habría escapado, de no haberlo detenido un campesino que acertaba a
pasar por allí conduciendo una vaca.
Juan se incorporó como pudo, se sacudió y, muy disgustado, dijo al labrador:
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— Esto del montar tiene bromas muy pesadas, sobre todo con un caballo
como éste que te echa por la borda con peligro de romperte la crisma. Por
nada del mundo volveré a montarlo. Su vaca sí que es buen animal; uno
puede caminar tranquilamente detrás de ella y, además, te da leche,
mantequilla y queso cada día. ¡Qué no daría yo por tener una vaca así!
— Pues bien —respondió el campesino—; si tanto te gusta, estoy dispuesto a
cambiártela por el caballo.
Juan aceptó encantado el trato y el labriego, subiendo a su montura, se alejó a toda
prisa.
Entretanto, Juan guiando su vaca ponderaba el buen negocio que acababa de realizar:
«Si tengo un pedazo de pan, y mucho será que llegue a faltarme, podré siempre
acompañarlo de mantequilla y queso; y cuando tenga sed, ordeñaré la vaca y beberé leche.
¿Qué más puedes apetecer, corazón mío?».
Hizo alto en la primera hospedería que encontró, y se comió alegremente las
provisiones que le quedaban rociándolas con medio vaso de cerveza, que pagó con los
pocos cuartos que llevaba en el bolsillo. Luego prosiguió su ruta, conduciendo la vaca
hacia el pueblo de su madre.
Se acercaba el mediodía; el calor se hacía sofocante y Juan se encontró en un páramo
que no se podía pasar en menos de una hora. Tan intenso era el bochorno, que de sed se
le pegaba la lengua al paladar. «Esto tiene remedio —pensó Juan —; ordeñaré la vaca y
la leche me refrescará».
La ató al tronco seco de un árbol y, como no tenía ningún balde, puso su gorra de
cuero para recoger la leche; pero por más que se esforzó no pudo hacer salir ni una gota.
Y como lo hacía con tanta torpeza el animal, impacientándose al fin, le pegó en la cabeza
una patada tal que lo tiró rodando por el suelo y lo dejó un rato sin sentido.
Por fortuna acertó a pasar por allí un carnicero, que transportaba un cerdo joven en
un carretón.
— ¡Vaya bromitas! —exclamó ayudando a Juan a levantarse.
Le explicó éste su percance y el otro, alargándole su bota, le dijo:
— Bebe un trago para reponerte. Esta vaca seguramente no dará leche, pues
es vieja; a lo sumo servirá para tirar de una carreta o para ir al matadero.
— ¡Ésa sí que es buena! —exclamó Juan tirándose de los pelos—. ¿Quién iba
a pensarlo? Para uno que estuviera en su casa, no vendría mal matar un
animal así, con la cantidad de carne que tiene. Pero a mí no me dice gran
cosa la carne de vaca; la encuentro insípida. Un buen cerdo como el suyo
es otra cosa. ¡Esto sí que sabe bien y, además, las salchichas!
— Oye, Juan —dijo el carnicero—; estoy dispuesto, para hacerte un favor, a
cambiarte el cerdo por la vaca.
— Dios le premie su bondad —respondió Juan.
Y, entregándole la vaca, el otro descargó del carretón el cerdo y le puso en la mano
la cuerda que lo ataba.
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Siguió Juan andando, contentísimo por lo bien que se iban colmando sus deseos;
apenas le salía torcida una cosa, en un santiamén le quedaba enderezada.
Más adelante se le juntó un muchacho que llevaba bajo el brazo una hermosa oca
blanca. Después de darse los buenos días, Juan se puso a contar al otro la suerte que había
tenido y lo afortunado que había estado en sus cambios sucesivos. El chico le dio cuenta,
a su vez, de que llevaba la oca para una comida de bautizo.
— Sopésala —prosiguió sosteniéndola por las alas—; mira lo hermosa que
está; la estuvimos cebando durante ocho semanas. Al que coma de este
asado le chorreará la grasa por ambos lados de la boca.
— Sí —dijo Juan sopesando el animal con una mano—, tiene su peso; pero
tampoco mi cerdo es grano de anís.
Entretanto, el muchacho que no cesaba de mirar a todas partes con aire preocupado,
dijo:
— Óyeme, mucho me temo que con tu cerdo las cosas no estén como Dios
manda. En el último pueblo por el que he pasado acababan de robar un
cerdo del establo del alcalde; y no me extrañaría que fuese el que tu llevas.
Han despachado gente en su busca, y mal negocio harías si te atrapasen
con él; por contento podrías darte si te saliese una temporada a la sombra.
El buenazo de Juan sintió miedo:
— ¡Dios mío! —exclamó y, dirigiéndose al muchacho, le dijo—. Sácame de
este apuro; tú sabes más que yo de todo esto. Quédate con el cerdo, y dame
en cambio la oca.
— Mucho es el riesgo que corro —respondió el mozo—, pero no puedo
permitir que te ocurra una desgracia por mi culpa.
Y, asiendo de la cuerda, se alejó rápidamente con el cerdo por un estrecho camino
mientras Juan, libre ya de angustia, seguía hacia su pueblo con la oca debajo del brazo.
«Si bien lo pienso —iba diciéndose—, salgo ganando en el cambio. En primer lugar, el
rico asado; luego, con la cantidad de grasa que saldrá, tendremos manteca para tres meses;
y, finalmente, con esta hermosa pluma blanca me haré rellenar una almohada en la que
dormiré como un príncipe. ¡No se pondrá poco contenta mi madre!».
Al pasar por el último pueblo se topó con un afilador que iba con su torno y, haciendo
rechinar la rueda, cantaba: «Afilo tijeras con gran ligereza; donde sopla el viento, allá voy
sin pereza.»
Se quedó Juan parado contemplándolo; al cabo, se le acercó y le dijo:
— Le deben de ir muy bien las cosas, pues está muy contento mientras le da
a la rueda.
— Sí —le respondió el afilador—, este oficio tiene un fondo de oro. Un buen
afilador, siempre que se mete la mano en el bolsillo la saca con dinero.
Pero, ¿dónde has comprado esa hermosa oca?
— No la compré, sino que la cambié por un cerdo.
— ¿Y el cerdo?
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— Di una vaca por él.
— ¿Y la vaca?
— Me la dieron a cambio de un caballo.
— ¿Y el caballo?
— ¡Oh!, el caballo lo compré por un trozo de oro tan grande como mi cabeza.
— ¿Y el oro?
— Pues era mi salario de siete años.
— Pues ya te digo yo que has salido ganando con cada cambio —dijo el
afilador—. Ya sólo te falta hallar la manera de que cada día, al levantarte,
oigas sonar el dinero en el bolsillo, y tu fortuna será completa.
— ¿Y cómo se logra eso? —preguntó Juan.
— Pues haciéndote afilador, como yo; para lo cual, en realidad, no se necesita
más que tener una piedra; lo otro viene por sí mismo. Yo tengo una que, a
la verdad, está algo averiada, pero vaya, me avendría a cedértela a cambio
de la oca. ¿Qué dices a esto?
— ¿Y me lo pregunta? —respondió Juan—. Haría de mí el hombre más feliz
de la tierra. Teniendo dinero cada vez que meta la mano en el bolsillo, ¿de
qué habré de preocuparme ya?
Y, tendiéndole la oca, se quedó con la piedra. El afilador, tomando del suelo un
guijarro muy pesado, le dijo:
— Además, te doy esta buena piedra; podrás golpear sobre ella para enderezar
los clavos viejos y torcidos. Llévatela y guárdala cuidadosamente.
Cargó Juan con la piedra, y reemprendió su camino con el corazón rebosante de
alegría: «¡Bien se ve que he nacido con buena estrella! —exclamó—, pues veo colmados
todos mis deseos, como si tuviese el don de la adivinación».
Entretanto, empezó a sentirse fatigado, pues venía andando desde la madrugada;
además, lo acuciaba el hambre, ya que en su momento de optimismo, cuando el negocio
de la vaca, había liquidado todas sus provisiones.
Finalmente, ya no pudo avanzar sino con enorme esfuerzo, deteniéndose a cada
momento; sin contar que las piedras le pesaban lo suyo. No podía alejar de sí el
pensamiento de lo agradable que habría sido para él no tener que llevarlas.
Avanzando como un caracol, se arrastró hasta una fuente, con la idea de descansar
junto a ella y beber un buen trago de agua fresca. Para no estropear las piedras al sentarse,
las puso cuidadosamente sobre el borde; luego, al agacharse para beber, hizo un falso
movimiento y, ¡plum!, las dos piedras se cayeron al fondo.
Juan, al ver que se hundían en el agua, pegó un brinco de alegría y, arrodillándose,
dio gracias a Dios con lágrimas en los ojos por haberle concedido aquella última gracia,
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y haberlo librado de un modo tan sencillo, sin remordimiento para él, de las dos
pesadísimas piedras que tanto le estorbaban.
— ¡En el mundo entero no hay un hombre mas afortunado que yo! —exclamó
entusiasmado.
Y con el corazón ligero, y libre de toda carga, reemprendió la ruta no parando ya
hasta llegar a casa de su madre.