[go: up one dir, main page]

0% encontró este documento útil (0 votos)
91 vistas7 páginas

RESUMEN LA FILOSOFÍA EN UNA ÉPOCA DE TERROR II - Borradori

Este documento resume un libro sobre la filosofía en una época de terrorismo escrito por Giovanni Borradori. Compara las perspectivas de Jürgen Habermas y Jacques Derrida sobre el terrorismo y la modernización. Habermas ve el terrorismo como una reacción a la modernización acelerada, mientras que Derrida lo ve como un síntoma intrínseco a la experiencia moderna. Ambos ven la globalización como un factor importante, aunque Derrida cree que en algunos contextos puede ser beneficiosa o perjudicial. El mundo islámic

Cargado por

Scuba
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOC, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
91 vistas7 páginas

RESUMEN LA FILOSOFÍA EN UNA ÉPOCA DE TERROR II - Borradori

Este documento resume un libro sobre la filosofía en una época de terrorismo escrito por Giovanni Borradori. Compara las perspectivas de Jürgen Habermas y Jacques Derrida sobre el terrorismo y la modernización. Habermas ve el terrorismo como una reacción a la modernización acelerada, mientras que Derrida lo ve como un síntoma intrínseco a la experiencia moderna. Ambos ven la globalización como un factor importante, aunque Derrida cree que en algunos contextos puede ser beneficiosa o perjudicial. El mundo islámic

Cargado por

Scuba
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOC, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 7

El siguiente resumen del libro de Giovanni Borradori " La filosofía en una época de terror"

(Taurus, Madrid 2003) fue publicado en la edición de febrero de 2004 de Le Monde Diplomatic.

Extracto de la introducción

En tanto que Jürguen Habermas piensa que la razón, que permite una comunicación transparente y
sin manipulación, es susceptible de curar los males de la modernización – entre ellos el integrismo y
el modernismo -, Jaques Derrida estima que esas tensiones destructivas pueden ser detectadas y
designadas, pero no enteramente controladas ni vencidas.
Habermas cuestiona la velocidad con que se impuso la modernización y la reacción de defensa que
ella provoca en el seno de los modos de vida tradicionales, mientras que para Derrida esa reacción
es ella misma producto de la modernidad. Para él, el terrorismo constituye el síntoma de una
enfermedad auto-inmune que amenaza a la vida de la democracia participativa, al sistema
legislativo que la garantiza y una verdadera separación de los terrenos religiosos y laicos.
La auto-inmunización provoca la muerte espontánea de los mecanismos de defensa que deberían
proteger al organismo de una agresión exterior. A partir de ese inquietante análisis Derrida nos
exhorta a buscar lenta y pacientemente el camino para lograr la cura.
Al igual que la Guerra Fría, el espectro del terrorismo acecha nuestro futuro, pues mata la promesa
de la cual depende una relación constructiva con nuestro presente. Por su horror, el 11 de
Septiembre hace que ahora esperemos lo peor. La violencia de los atentados contra las Torres
Gemelas y el Pentágono fundó un terror abismal que ocupará nuestra existencia y nuestros
pensamientos durante los años o quizás las décadas venideras. Haber elegido designar esos
atentados por medio de una fecha, el 11 de septiembre, confiere al acontecimiento una importancia
histórica, lo que resulta interesante tanto para los medios occidentales como para los terroristas.

Para Habermas como para Derrida, la globalización juega un papel importante en el terrorismo. El
primero ve en el aumento de la desigualdad las consecuencias de una modernización acelerada,
mientras que el segundo interpreta la situación de forma diferente según el contexto. Para Derrida,
la globalización, por ejemplo, hizo posible una democracia rápida y relativamente fácil de las
naciones de Europa del Este que formaban parte del bloque soviético, por lo cual la considera, en
ese caso, beneficiosa. En cambio, se muestra extremadamente inquieto respecto de los efectos de la
globalización en la dinámica de los conflictos y de la guerra. “Entre los supuestos jefes de la guerra,
entre las dos metonimias `Bin Laden´ y `Bush´, la guerra de las imágenes y de discursos se acelera
en todas las ondas, disimulando y extraviando de manera cada vez más rápida la verdad que pone de
manifiesto. 
Sin embargo, existen situaciones en las cuales la mundialización no es más que un artificio retórico
para ocultar la injusticia. Es lo que ocurre, explica Derrida, en las culturas islámicas, donde la
mundialización no cumple el papel que se les asigna. En ese punto se acera a Habermas, vinculando
la mundialización no solo a las desigualdades, sino también al problema de la modernidad y de la
ilustración.
El mundo islámico es un caso único en dos aspectos: en primer lugar, no conoce la quinta esencia
de la experiencia moderna que es la democracia, a la que – al igual que Habermas – Derrida
considera necesaria para que una cultura pueda enfrentar la modernización de manera positiva; en
segundo término, muchas culturas islámicas se desarrollan en territorios ricos, en recursos naturales
como el petróleo, a los que Derrida define como los últimos bienes “no virtualizables y no
desterritorizables”. Esta situación hace que el bloque islámico resulte más vulnerable a la
modernización salvaje vehiculizada por un reducido número de Estados y sociedades
multinacionales.
Habermas ve en el terrorismo la consecuencia del Shock producido por la modernización que se
propagó por el mundo a una velocidad fenomenal, mientras que Derrida hace del terrorismo el
síntoma de un elemento traumático intrínseco a la experiencia moderna que se concentra
permanentemente en el futuro, percibido patológicamente como una promesa, una esperanza y una
afirmación de sí mismo. Dos sombrías reflexiones sobre la herencia de la ilustración, sobre la
intransigente búsqueda de una posición crítica que debe partir del análisis.

Extracto de la entrevista con Jürguen Habermas

G.B.-¿Qué entiende usted exactamente por terrorismo? ¿Es posible hacer una distinción entre
terrorismo nacional y terrorismo global?

J.H.-En cierta medida el terrorismo de los palestinos sigue siendo un terrorismo a la antigua. Se
trata de matar, de asesinar, el objetivo es aniquilar de forma ciega a los enemigos, incluidos los
niños y las mujeres. Es la vida contra la vida. En ese sentido es diferente del terrorismo practicado
bajo la forma paramilitar de la guerrilla, que determinó el perfil militar de numerosos movimientos
de liberación en le segunda parte del siglo XX y que aún hoy en día caracteriza, por ejemplo, la
lucha de independencia de los chechenos.
Frente a ello, el terrorismo global que alcanzó su punto culminante en los atentados del 11 de
Septiembre, posee las características anarquistas de una revuelta impotente, en el sentido de que
está dirigido contra un enemigo que, en los términos pragmáticos de una acción que obedece a una
finalidad, no puede ser vencido de ninguna manera.
El único efecto posible consiste en instaurar en la población y en los gobiernos un sentimiento de
Shock y de inquietud. Desde un punto de vista técnico, la gran sensibilidad de nuestras sociedades
complejas a la destructividad ofrece ocasiones ideales para una ruptura puntual de las actividades
habituales, capaz de generar daños considerables con poco esfuerzo.
El terrorismo global lleva al extremo dos aspectos: la ausencia de objetivos realistas y la capacidad
de aprovecharse de la vulnerabilidad de los sistemas complejos.

G.B.-¿Hay que establecer una diferencia entre el terrorismo, los crímenes habituales y otras
formas de violencia?

J.H.- Si y no. Desde el punto de vista moral, un acto terrorista, sea cual fueren sus móviles y la
situación en la que es cometido, no puede ser excusado de ninguna manera. Nada permite que se
tengan en cuenta finalidades que alguien se fijó a sí mismo para justificar la muerte y el sufrimiento
de otros.
Cualquier muerte provocada, es una muerte más. Pero desde un punto de vista histórico, el
terrorismo se produce en contextos muy diferentes respecto de los crímenes de los que se ocupa la
justicia penal. A diferencia del crimen privado, merece un interés público y requiere otro tipo de
análisis que el crimen pasional. Por otra parte, si no fuera así no estaríamos manteniendo esta
entrevista.
La diferencia entre el terrorismo político y el crimen común, es particularmente evidente durante
ciertos cambios de regímenes que llevan al poder a los terroristas de ayer y los transforman en
representantes respetados de su país. Sin embargo, semejante transformación política solo puede
darse por cierta en el caso de terroristas, que, de una manera general, persiguen con realismo,
objetivos políticos comprensibles y que, respecto de sus actos criminales, pueden extraer una cierta
legitimación de la necesidad que tenían de salir de una situación de injusticia manifiesta.
Pero yo no puedo imaginar actualmente ningún contexto que permita algún día hacer del
monstruoso crimen del 11 de septiembre un acto político, por poco comprensible que sea, y que
pueda ser reivindicado bajo algún título.

G.B.-¿Cree usted que fue acertado considerar ese acto como una declaración de guerra?

J.H.- aun teniendo en cuenta que la palabra “guerra” se presta menos a equivocación y, desde un
punto de vista moral, es menos discutible que el discurso que habla de una “cruzada”, me parece
que la decisión de Bush de llamar a la “guerra contra el terrorismo” fue un gran error, tanto desde el
punto de vista normativo como desde el punto de vista pragmático.
Desde el punto de vista normativo, en efecto, otorga a esos criminales la condición de guerreros
enemigos, mientras que desde el punto de vista pragmático resulta imposible hacer la guerra –
suponiendo que debamos acordar a esa palabra algún sentido definido - a una “red” que resulta casi
imposible identificar.

G.B.-Si admitimos que en su relación con las otras civilizaciones Occidentales debe
desarrollar una mayor sensibilidad y que debe mostrarse más autocrático, ¿cómo debería
hacerlo? Al respecto usted, habla de “traducción” y de la búsqueda de un “lenguaje común”
¿Qué significa?

J.H.- desde el 11 de septiembre no dejo de preguntarme si, ante acontecimientos de tal violencia,
toda mi concepción de la actividad orientada hacia la compresión – la que desarrollo desde la teoría
de la acción comunicativa – no está cayendo en ridículo. Sin duda, incluso en el seno de las
sociedades más bien ricas y tranquilas de la OCDE, también nos vemos enfrentados a una cierta
violencia estructural, a la que nos hemos acostumbrado, y que esta echa de humillantes injusticias
sociales, de discriminaciones degradantes, de pauperización y de marginalización.
Ahora bien, precisamente en la medida en que nuestras relaciones sociales están atravesadas por la
violencia, por la actividad estratégica y por la manipulación, no deberíamos dejar pasar otros dos
hechos.
Por una parte, tenemos que las practicas que constituyen nuestra vida cotidiana con los otros,
descansan sobre la base sólida de un fondo de convicciones comunes, de elementos que percibimos
como evidencias culturales y de expectativas reciprocas. En ese contexto coordinamos nuestras
acciones recurriendo a la vez a los juegos del lenguaje ordinario y generando entre nosotros
exigencias cuya valides reconocemos de manera implícita – lo que constituye el espacio público de
razones buenas o menos buenas.
Por otra parte, esto explica un segundo echo: cuando la comunicación resulta perturbada, cuando la
comprensión no se efectúa, o se efectúa mal, o cuando existe duplicidad o engaño, surgen conflictos
que, si sus consecuencias son suficientemente dolorosas, alcanzan tal magnitud que terminan en lo
del terapeuta o ante un tribunal.
La espiral de la violencia comienza por una espiral de la comunicación perturbada que, vía la
espiral de la desconfianza reciproca e incontrolada, conduce a la ruptura de la comunicación. Por lo
tanto si la violencia comienza a raíz de perturbaciones en la comunicación, una vez que estalla se
puede saber lo que no funciono y lo que hay que reparar.
Es un punto de vista trivial, pero me parece que se lo puede adaptar a los conflictos de los que usted
habla. Ciertamente, el asunto es más complicado, pues las naciones, las formas de vida y las
civilizaciones están en principio más alejadas entre si y tienden a mantenerse extranjeras. No se
encuentran como los miembros de un círculo de un grupo, de un partido o de una familia, que solo
podrían volverse extranjeros unos a otros si la comunicación se viera sistemáticamente deformada.
En las relaciones internacionales, por otra parte, el médium del derecho, cuya función es contener la
violencia, comparativamente solo cumple un papel secundario. Y en las relaciones interculturales,
sirve apenas para crear marcos institucionales destinados a acompañar formalmente la búsqueda de
acuerdos, como por ejemplo la “Conferencia de Viena” sobre los derechos humanos organizada por
las Naciones Unidas.
Esos encuentros formales – por más importante que sea la discusión intercultural que se desarrolla
en distintos niveles sobre la controvertida interpretación de los derechos humanos – no pueden por
si solos detener la máquina de fabricar estereotipos.
Lograr que una mentalidad se abra es una cuestión que depende más bien de la liberalización de las
relaciones y de la supresión objetiva de la angustia y de la presión. En la actividad de la
comunicación cotidiana es necesario que se constituya una capital- confianza. Es una condición
previa para que las explicaciones razonadas y a gran escala sean a su vez retomada por los medios,
las escuelas y las familias. Es necesario también que se apoyen sobre las premisas de la cultura
política concernida.
En lo que nos toca, la representación normativa que tenemos de nosotros mismos respecto de otras
culturas es también, en ese contexto, un elemento importante. Si Occidente se decidiera a revisar la
imagen que tiene de sí mismo podría, por ejemplo, entender lo que debe modificar en su política
para que la misma sea percibida como un poder capaz de dar forma a una actitud civilizadora. Si no
se logra domar políticamente al capitalismo, que hoy en día ya no reconoce límites ni fronteras, será
imposible controlar la devastadora estratificación de la economía mundial.
Al menos habría que compensar las consecuencias más destructivas – pienso en el envilecimiento y
en la pauperización en que están sumidas ciertas regiones y hasta continentes enteros – de la
disparidad generada por la dinámica del desarrollo económico. Detrás de todo eso no hay solamente
discriminación, humillación y degradación respecto de las otras culturas. Detrás del tema del
“Choque de civilizaciones” se ocultan los intereses materiales manifiestos de Occidente (como por
ejemplo, el de continuar disponiendo de los recursos petrolíferos y garantizar su aprovisionamiento
genético).

Extracto de la entrevista con Jacques Derrida

G.B.-Independientemente de que el 11 de septiembre sea o no un acontecimiento


extraordinario, ¿Qué papel asigna usted a la filosofía? ¿La filosofía puede ayudarnos a
comprender lo que ocurrió?

J.D.- sin duda, semejante “acontecimiento” requiere una respuesta filosófica. Más aun, una
respuesta que ponga en tela de juicio, en su mayor radicalidad, las presunciones conceptuales más
enraizadas en el discurso filosófico. Los conceptos con los que en general se describió, designo y
clasifico ese “acontecimiento” evidencian un “adormecimiento dogmático” del que solo nos puede
despertar una nueva reflexión filosófica, una reflexión sobre la filosofía, principalmente sobre la
filosofía política y sobre su herencia.
El discurso habitual, el de los medios y de la retórica oficial, confía demasiado fácilmente en
conceptos tales como el de “guerra” o el de “terrorismo” (nacional o internacional).
Una lectura crítica de Karl Schmitt (1), por ejemplo, resultaría muy útil. De un lado para tomar en
cuenta, lo más profundamente posible, la diferencia entre la guerra clásica (confrontación directa y
declarada entre dos estados enemigos, en la gran tradición del derecho europeo), la “guerra civil” y
la “guerra de guerrillas” (en sus formas modernas, aunque esta ya existía – como lo reconoce
Schmitt – desde comienzos del siglo XIX).
Pero, por otra parte, también debemos reconocer, contra Schmitt que la violencia que se
desencadena actualmente no tiene que ver con la guerra (la expresión “guerra contra el terrorismo”
es sumamente confusa y hay que analizar la confusión y los intereses que ese abuso retórico
pretende servir). Bush habla de “guerra”, pero es totalmente incapaz de determinar el enemigo al
que dice haber declarado la guerra. Afganistán, su población civil y sus fuerzas armadas, no son los
enemigos de los estadounidenses.
Suponiendo que “Bin Laden” sea quien decide de manera soberana, todo el mundo sabe que ese
hombre no es afgano, que es rechazado por su país ( por todos los “países” y por todos los Estados
casi sin excepción, por otra parte), que su preparación es en gran medida obra de los Estados
Unidos, y sobre todo que no está solo. Los estados que lo ayudan indirectamente no lo hacen en
tantos Estados. Ningún Estado, en tal carácter, lo apoya públicamente. En cuanto a los estados que
cobijan (harbour) las redes “terroristas”, es difícil identificarlos como tales.
Estados Unidos y Europa, Londres y Berlín, son también santuarios, lugares de preparación y de
información para todos los “terroristas” del mundo. Por lo tanto, hace mucho que ninguna
geografía, ninguna asignación “territorial”, resulta pertinente para situar el asiento de esas nuevas
tecnologías de transmisión o de agresión. (Dicho sea al pasar y rápidamente, para continuar y
precisar lo que decía anteriormente sobre una amenaza absoluta de origen anónimo y no estatal, las
agresiones del tipo “terrorista” ya no tienen necesidad de aviones, de bombas, ni de kamikazes:
basta con introducirse en un sistema informativo de importancia estratégica, con instalar allí un
virus u otra perturbación grave, para paralizar los recursos económicos, militares y políticos de un
país o de un continente. Eso puede ser intentado desde cualquier lugar de la tierra, con bajo costo y
medios caseros).
La relación entre la Tierra, el territorio y el terror cambió, y hay que saber que eso se debe al
conocimiento, es decir, a la tecno-ciencia. Es la tecno-ciencia la que enturbia la distinción entre
guerra y terrorismo. Al respecto, comparando con las posibilidades de destrucción y de desorden
caótico que están en reserva para el futuro, en las redes informáticas mundiales “el 11 de
septiembre” aun pertenece al arcaico teatro de la violencia destinada a impactar la imaginación. En
el futuro se podrán hacer cosas mucho peores, de manera invisible, en silencio, mucho más rápido,
de manera menos sangrienta, atacando las redes informáticas de las que depende toda la vida
(social, económica, militar, etc.) de un “gran país”, de la mayor potencia mundial.
Algún día diremos: el 11 de septiembre pertenecía a los viejos (y añorados) tiempos de la última
guerra. Era algo aún algo de magnitud gigantesca: ¡visible y enorme! ¡Qué tamaño, que altura!.
Luego vinieron cosas peores. Las nanotecnologías de todo tipo son mucho más poderosas e
invisibles, se insinúan por todos lados. Rivalizan en lo micológico con los microbios y las bacterias.
Pero nuestro inconsciente ya las percibe, ya lo sabe y es lo que da miedo.
Esta violencia no constituye una “guerra” interestatal, pero tampoco pertenece la órbita de la
“guerra civil” o de la “guerra de guerrillas” en el sentido definido por Schmitt, en la medida en que
no consiste, como las mayorías de las “guerras de guerrillas”, en una insurrección nacional o en un
movimiento de liberación destinado a tomar el poder en el territorio de un Estado-nación (aunque
uno de los objetivos, lateral o central, de las redes “Ben Laden” consista en desestabilizar Arabia
Saudita, Ambiguo aliado de Estados Unidos, para instalar allí un nuevo poder de Estado). Si a pesar
de ellos se insistiera en hablar de terrorismo, hay que tener presente que esa apelación cubre un
nuevo concepto y nuevas distinciones.

G.B.- ¿Cree usted que se pueden marcar esas distinciones?

J.D.- es más difícil que nunca. Si uno no quiere fiarse ciegamente en el lenguaje corriente, que en
general se muestra dócil a la retórica de los medios o a las gesticulaciones verbales del poder
político dominante, hay que ser muy prudente cuando se utiliza la palabra “terrorismo” y sobre todo
“terrorismo internacional”. ¿Antes que nada, en que consiste el terror? ¿Cuál es la diferencia con el
miedo, la angustia, el pánico? Cuando hace poco yo sugería que el acontecimiento del 11 de
septiembre solo era extraordinario en la medida en que el traumatismo que causo en las conciencias
y en los inconscientes no obedecía a lo que ocurrió si no a la amenaza indeterminada de un futuro
aún más peligroso que la Guerra Fría ¿estaba hablando de terror, de miedo, de pánico o de angustia?
El terror organizado, provocado, instrumentado, ¿en qué se diferencia de ese miedo que toda una
tradición, desde Hobbes hasta Shmitt, e incluso Benjamín, considera la condición de la autoridad de
la ley y del ejercicio soberano del poder, la condición misma de lo político y del estado? En
Leviatán, Hobbes no habla solamente de “fear” si no de “terror”. Benjamín dice del Estado que
tiende a apropiarse, precisamente por miedo de la amenaza, del monopolio de la violencia.
Ciertamente, se puede afirmar que toda experiencia de terror, aun si es específica, no es
necesariamente efecto del terrorismo.
La historia política de la palabra “terrorismo” deriva en gran medida de la referencia al período del
Terror durante la Revolución Francesa, que fue ejercido en el nombre del Estado y que justamente
suponían el monopolio legal de la violencia.
Si nos referimos a las definiciones corrientes o explícitamente legales del terrorismo ¿qué
hallamos? La referencia a un crimen contra la vida humana en violación de las leyes (nacionales o
internacionales) implica en ese caso, a la vez, la distinción entre civil y militar (las victimas del
terrorismo son supuestamente civiles) y una finalidad política (influenciar o cambiar la política de
un país aterrorizando a su población civil. Por lo tanto, esas definiciones, no excluyen el “terrorismo
de Estado”. Todos los terroristas del mundo pretenden actuar en respuesta, para defenderse, ante un
terrorismo de Estado preexistente que, sin mostrarse como tal, se cubre de todo tipo de
justificaciones más o menos creíbles.
Usted conoce las acusaciones lanzadas, por ejemplo y sobre todo contra Estados Unidos,
sospechado de practicar y de estimular el terrorismo de Estado. Por otra parte, incluso durante las
guerras declaradas entre estados, bajo la forma del antiguo derecho europeo, los desbordes
terroristas eran frecuentes. Mucho antes de los bombardeos más o menos masivos de las dos últimas
guerras, la intimidación de la población civil era un recurso clásico. Lo ha sido por siglos.
Es necesario también decir unas palabras sobre la expresión “terrorismo internacional” que alimenta
los discursos políticos oficiales en todo el mundo. La vemos también utilizada en numerosas
condenas oficiales por parte de Naciones Unidas. Luego del 11 de septiembre, una mayoría
aplastante de Estados representados en la ONU (quizás la totalidad, ya no me acuerdo, habría que
verificarlo) condenó, como lo había hecho más de una vez en las últimas décadas, lo que llama el
“terrorismo internacional”.
Ahora bien, durante una sesión transmitida por televisión, Kofi Annan tuvo que recordar, de paso,
numerosos debates anteriores. En el mismo momento en que se disponían a condenar el terrorismo
internacional, ciertos Estados habían manifestado sus reservas sobre la claridad de ese concepto y
de los criterios que permiten identificarlo. Como ocurre con muchas nociones jurídicas de extrema
gravedad, el aspecto oscuro, dogmático o pre-critico existente en esos conceptos no impide que los
gobiernos en ejercicio y considerados legítimos los utilicen cuando les parece oportuno.
Al contrario cuanto más confuso es un concepto, más dócil se muestra la apropiación oportunista.
Por otra parte, fue a raíz de esas decisiones precipitadas, sin debate filosófico, sobre el tema del
“terrorismo internacional” y de su condena que la ONU autorizó a Estados Unidos a utilizar todos
los medios considerados oportunos y apropiados por la administración estadounidense para
protegerse ante el mencionado “terrorismo internacional”.
Sin remontarnos demasiado en el pasado, y sin siquiera recordar – como ocurre a menudo y con
justicia – que se puede alabar a los terroristas como combatientes de la libertad en un cierto
contexto (como por ejemplo en la lucha contra la ocupación soviética de Afganistán) y denunciarlos
como terroristas en un contexto diferente ( muchas veces a los mismos combatientes, con las
mismas armas, hoy en día), no olvidemos la dificultad que existiría para decidir entre “nacional” e
“internacional” en el caso de los terrorismos que marcaron la historia de Argelia, de Irlanda del
Norte, de Córcega, de Israel, de Palestina.
Nadie puede negar que existiera terrorismo de Estado en la represión francesa en Argelia entre 1954
y 1962. Luego el terrorismo practicado por la rebelión argelina fue considerado durante mucho
tiempo como un fenómeno doméstico mientras se suponía que Argelia formaba parte integrante del
terrorismo nacional francés de entonces (ejercido por el estado) era presentado como una operación
policial y de seguridad interna. Fue sólo décadas después, en los años 1990, que el Parlamento
francés confirió retrospectivamente en estatuto de “guerra” (es decir, de enfrentamiento
internacional) a ese conflicto, para poder garantizar el pago de pensiones a los “ex combatientes”
que las reclamaban.
¿Qué demostró esa ley? Que era necesario y posible cambiar todos los nombres utilizados hasta
entonces para calificar lo que anteriormente se había designado púdicamente como “los
acontecimientos” de Argelia (a causa, una vez más, de la imposibilidad de la opinión pública para
nombrar la “cosa” correctamente). La represión armada, como operación policial interna y
terrorismo de Estado, se había transformado repentinamente en “guerra”.
Del otro lado, los terroristas eran y siguen siendo considerados en una gran parte del mundo como
combatientes de la libertad y héroes de la independencia nacional. ¿El terrorismo de los grupos
armados que impusieron la fundación y el reconocimiento del estado de Israel, era nacional o
internacional? ¿Y el de los diversos grupos de terroristas palestinos actuales? ¿Y los irlandeses? ¿Y
los afganos que lucharon contra la Unión Soviética? ¿Y los chechenos?
¿A partir de qué momento un terrorismo deja de ser denunciado como tal para ser saludado como el
único medio de un combatiente legitimo? ¿O inversamente? ¿Por dónde debe pasar el límite entre lo
nacional y lo internacional; la policía y el ejército: la intervención para el “mantenimiento de la
paz” y la guerra; el terrorismo y la guerra; lo civil y lo militar en un determinado territorio y en las
estructuras que garantizan el potencial defensivo u ofensivo de una “sociedad”?

Digo vagamente “sociedad” pues existe casos en que tal entidad política, más o menos orgánica y
organizada, no es ni un Estado ni totalmente anti-estatal, si no virtualmente estatal: vea si no lo que
se llama hoy Palestina o la autoridad Palestina.

(1) Jurista alemán de los años 1930, alumno de Max Weber, que fue nazi.

También podría gustarte