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Mala Literatura

El documento discute la literatura popular y los juicios sobre ella. Argumenta que los bestsellers cumplen una función al ofrecer placer y representación, pero no son necesariamente obras de arte. También critica la descalificación constante de la literatura popular por parte de algunos académicos, lo que desmotiva a lectores. En su lugar, propone acercar a otros a obras consideradas de calidad para que descubran por sí mismos su valor.

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Mala Literatura

El documento discute la literatura popular y los juicios sobre ella. Argumenta que los bestsellers cumplen una función al ofrecer placer y representación, pero no son necesariamente obras de arte. También critica la descalificación constante de la literatura popular por parte de algunos académicos, lo que desmotiva a lectores. En su lugar, propone acercar a otros a obras consideradas de calidad para que descubran por sí mismos su valor.

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¿MALA LITERATURA?

Una compañera de mi curso de inglés estudia en Lengua y Literatura. Hace unos


cuantos días me comentó que su ánimo con respecto a la carrera estaba por los
suelos. Como suelo proyectarme, le pregunté si se trataba de una animadversión
hacia la academia. Su respuesta fue contundente: Amo leer, pero lo que leo es
considerado como malo por el resto de los estudiantes. Al preguntarle qué le
gustaba leer, soltó una lista de libros de los cuales yo nunca había escuchado pero
cuyos nombres y autores me hicieron pensar en sagas juveniles. Con el tacto que
me caracteriza, le di mi opinión acerca de los Best Sellers: No todos son malos. De
pronto me vi señalado con el dedo índice y juzgado como ejemplo de lo que tanto
la desmotivaba. Quise arreglarle: Hace poco leí El nombre del viento, ¿lo conoces?
Me dijo que lo no conocía. La clase comenzó tras un largo e incómodo silencio.
Leí El nombre del viento. Crónica del asesino de reyes: primer día de Patrick
Rothfuss gracias a la recomendación de otra asidua lectora y a que llevaba tres
meses sin poder terminar un libro. Una novela de fácil lectura, pensaba, sería buen
remedio para mi falta de concreción. Este prejuicio, en cierta medida, se confirmó,
y me abrió la puerta a la reflexión y a la crítica de lo que usualmente llamamos mala
literatura.
La novela va de un chico prodigio, Kvothe, que está destinado a, y anhela, ser un
legendario alquimista —alquimia que consiste en utilizar la fuerza interior para
controlar las exteriores mediante el conocimiento de la esencia de la materia: saber
nombrarla. Una tarde, mientras está ausente, su hogar es destruido y sus padres y
su mentor asesinados por unos antiquísimos demonios. Kvothe pasa muchas
noches de frío y soledad y olvida por un largo rato su deseo de asistir a la
Universidad (sic) y seguir cultivándose en la alquimia. Sobrevive a causa de su
ingenio y la caridad de los extraños y, después de escuchar un par de leyendas de
boca de un ciego en una taberna, retoma su anhelo de ir a la Universidad aunado
con el deseo de vengar a sus padres. Logra pasar el examen de admisión a pesar
de su corta edad, se mete en problemas con profesores y alumnos que, de alguna
u otra manera, logra resolver, se mantiene de trabajar como cantante, se enamora
de una mujer cuya verdadera identidad es un enigma, la persigue mientras prepara
y busca la venganza, sus obsesiones lo llevan a enfrentarse con un dragón que
vence con ayuda de su amada y su dominio de la alquimia. No logra vengarse del
todo y la chica desaparece.
La trama que a duras penas acabo de resumir, para ser justos, se inserta en una
conversación, en el presente, entre Kvothe, el cual ha preferido el anonimato y
refugiarse en un pueblo cualquiera, y un renombrado cronista que busca añadir una
biografía más a su obra. El relato en retrospectiva es interrumpido por la presencia
de un poseso en la taberna en que se encuentran. La conversación, como el nombre
del libro lo indica, dura un día. Los capítulos vienen y van entre presente y pasado.
El estilo es simple y conciso y el tono acorde al género fantástico, salvo las licencias
en que es fácil reconocer que se ha vuelto ficción una historia de finales del siglo
XX: por ejemplo, la Universidad y su inclusión de género en un contexto que nos
recuerda a lo medieval. No obstante, esta falta de verosimilitud podría ser el gancho
de la novela: cualquier joven que lea sus páginas encontrará al menos un eco de lo
que ha vivido, escuchado o anhelado.
La identificación en mi caso no estuvo ausente. Incluso puedo llegar a decir, sin
miedo a caer en el patetismo y en la proyección, que pude ver en los pasos de
Kvothe patrones muy similares a los andados en algunos momentos de mi vida. El
amor y la vocación por la música, el gusto obsesivo por los enigmas y la propensión
a seguir las propias reglas y no las comunes son algunos de los vasos comunicantes
que me unieron a la obra. Sí, la novela me comunico una historia que, con todo y
sus variantes, con todo y que mis padres no fueron asesinados —al menos que yo
sepa, con todo y que no he matado a ningún dragón en mi vida, yo ya conocía. ¿Y
yo para qué quiero conocer algo que ya conozco?
“La Tierra es más habitable después de Cervantes. Don Quijote nos hace habitable
la situación quijotesca, le da sentido a una serie de situaciones, que no lo tenían
antes de Cervantes, y que por lo tanto no existían” nos dice Gabriel Zaid en La
poesía en la práctica sobre la naturaleza de la obra de arte. El libro, cuando el
propósito de escribir es crear, expande las dimensiones de nuestro mundo, permite
situarnos con comodidad más allá de los límites conocidos, permanecer en
situaciones que antes nos eran extrañas, nos conforta “porque vivir
permanentemente a la intemperie es insostenible”. Y no necesariamente, continúa
Zaid y coincido, el descubrimiento conlleva novedad: basta con que el regreso a
terrenos ya explorados sea original, auténtico.
¿Es El nombre del viento una obra, si no novedosa, original? La propuesta narrativa,
hay que reconocerlo, es ambiciosa. Sin embargo, a mi parecer, esta ambición
responde mucho más a un motivo comercial que a uno artístico: el día se acaba, la
novela se acaba; otro día comienza y tenemos otro volumen de 500 páginas para
comprar. Por lo demás, el tema del huérfano que busca venganza nos recuerda a
Harry Potter, para no ir muy lejos, ocurre lo mismo con la alquimia y los seres
asociados a ésta, la chica de la que se enamora el protagonista cabe en el arquetipo
de la femme fatale, las victorias frente a todo problema hacen del personaje principal
un bufón al estilo Chuck Norris, el anciano cuentacuentos nos recuerda a Homero
(el de Quíos); por no nombrar la influencia de Tolkien, Lewis o Martin, ante la
ausencia de una lectura cabal de sus obras.
Y si la novela no es novedosa ni original, ¿por qué se ha vendido como pan caliente?
Porque adentrarse en terrenos inhóspitos, aunque tengamos un buen guía, puede
ser aterrador. Cuando leí por primera vez, por consejo de mi padre, “En un lugar de
la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”, me quedé aturdido, temeroso
de entender, o no, lo que tendría lugar en un espacio de cuyo nombre era privado.
Cerré El Quijote y volví al Nintendo 64 naturalmente. Ni siquiera durante la
licenciatura, pude superar dicho temor: leí los capítulos que estaba obligado a leer
y no más. Como mencionó El Espiritista de Instagram en una polémica entrevista
(https://youtu.be/n98YeYWNC7E), “entender algo que los demás no entienden da
miedo”. Me parece, por lo tanto, bastante razonable y muy humano que la mayoría
de las personas busquen reafirmar lo que ya conocen, la identificación antes
mencionada: darse cuenta de que han logrado lo que han logrado y de que pueden
lograr lo que se propongan.
Enfrentémoslo: la mayoría de los Best Sellers no son obras de arte y no tienen por
qué serlo. Cumplen su función como productos en una industria y un mercado
editorial que necesitan vender para producir, para vender para producir, ad infinitum.
Nos ofrecen el placer inmediato de vernos representados tal y como creemos ser,
tal y como queremos ser. Además de populares son populistas: nos prometen un
cambio sin complicaciones, un movimiento en estatismo. ¿Y quién va a querer
complicarse la existencia si la vida ya es de por sí complicada?
Ahora bien, sumémosle a esta inclinación hacia el menor esfuerzo la descalificación
constante de un séquito que desprecia todo lo leído por las masas y, en ocasiones,
a la masa misma. Resulta normal la desmotivación de mi compañera de curso. La
literatura pasa entonces de ser mala, en términos de calidad, a ser mala, en su
dimensión ética. En favor de nuestra cultura, de la cual estamos convencidos que
debería ser la de todos, evangelizamos por medio del temor de Dios: Si lees eso,
no entrarás al Reino de los Lectores. No nos damos cuenta de la ironía: Si
acercarnos a las obras de arte nos hará crecer como individuos y, por lo tanto, como
sociedad, ¿por qué expresamos nuestro desacuerdo por medio de la ofensa y la
exclusión? ¿De qué nos sirve haber leído a Shakespeare si no entendimos lo
pernicioso de dejarse llevar por las pasiones?
Aunque implicaría un mayor esfuerzo, sería más efectivo convocar a la expedición
y ofrecer experiencia para que el otro descubra, por su cuenta y a su manera, aquel
lugar que tanto nos cautiva. Por otro lado, no nos vendría mal permitir que nos
sorprenda lo que juzgamos como vacuo. Y si al final, aquello no nos sorprende —
puedo asegurarlo— entenderemos mejor los dolores de los otros, que también son
los nuestros.

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