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Haring, Bernhard - La Nueva Alianza Vivida en Los Sacramentos PDF

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B E R N H A R D

H A R I N G
L A NUEVA
\ 1 M Wi V i V I 1 7
E N L O S
S A C R A M E N T O S
i
BERNHARD HARING
LA NUEVA ALIANZA VIVIDA
EN LOS SACRAMENTOS
Meditaciones
BARCELONA
EDITORIAL HERDER
1971
Versin castellana de P. PINEDO ARZ , C.SS.R., de la obra de
BERNHARD H RING , C.SS.R., Gabe und Auftrag der Sakramente, aparecida en la coleccin
Studia Theologiae Moralis et Pastoralis edita a Professoribus Academias Alfonsianae in Urbe
publicada por Otto Mller Verlag, Salzburgo 1962
Primera edicin 1967
Seguna edicin 1971
PUEDE IMPRIMIRSE: JUAN P. RIESCO, Superior Provincial
Madrid, 16 de diciembre de 1965
NIH IL OBSTAT: El censor, ENRIQUE PASCUAL
IMPRMASE: Madrid, 13 de diciembre de 1965
t NG EL MORTA, Obispo auxiliar yVicario general
Otto Mller Verlag, Salzburg 1962
Editorial Herder S.A., Provena, 388, Barcelona (Espaa) 1967
Es PROPIEDAD DEPSITO LEGAL B. 8.889-1967 PRINTED IN SPAIN
Grafesa - Torres Amat, 9 - Barcelona
NDICE
Pgs.
Prlogo 9
I. VISIN SACRAMENTAL DE LA VIDA CRISTIANA
Buena nueva 13
Evangelio ysacramento 14
El tiempo de plenitud de la salvacin 17
El mensaje del imperio amoroso de Dios 20
La urgente buena nueva de la conversin 22
SACRAMENTO YORACIN 32
Rezar es dirigirse a Dios 34
Cordialmente hacia el Padre 37
Descargar en Dios nuestras preocupaciones 44
Aprendiendo la oracin del cielo 47
VIDA CRISTIANA YVIDA DE ORACIN A LA LUZ DE LOS SACRAMENTOS
Y DE LA ORACIN DEL SEOR 51
Abba, Padre nuestro 52
Padre, que reinas desde tu trono celestial 54
Santificado sea tu nombre 56
Venga a nosotros tu reino 58
Hgase tu voluntad as en la tierra como en el cielo 62
El pan nuestro de cada da dnosle hoy 63
Perdona nuestras deudas as como nosotros perdonamos a nues-
tros deudores 65
Yno nos dejes caer en la tentacin, mas lbranos del mal 67
6 ndice
Pgs.
ii. EL MISTERIO DE LA SALVACIN EN CADA UNO DE
LOS SACRAMENTOS
QU NOS ENSEA LA GRACIA BAUTISMAL 75
Ley de gracia 76
La gracia bautismal nos inculca espritu filial 78
Los dones de la filiacin... i 81
El bautismo nos ensea sentido de familia 83
El bautismo nos ensea a ser agradecidos 87
El bautismo nos ensea alegre resolucin 90
DONES Y DEBERES DE LA CONFIRMACIN 95
Vosotros seris mis testigos 97
Gracia y deber de santificacin 99
Llamados a santificar el mundo 101
El Espritu Santo nos ensea la ley de Cristo 102
El gran mandamiento del amor 105
Ley grabada en el corazn 107
La letra mata III
Obra de supererogacin 113
Libres de la ley del pecado 115
Libres de la ley de la muerte 117
LA GRACIA DE LA CONFESIN 120
Nuestra confesin a Cristo paciente 122
Nuestra confesin a Cristo juez 127
Confesin y alabanza 130
Cristo se confiesa a nosotros 132
LA IGLESIA COMO SACRAMENTO DE DISPOSICIN PENITENCIAL 135
La piedad de Dios 137
La piedad de la madre Iglesia 139
El carcter asocial del pecado 141
El aspecto solidario de la penitencia 142
Solidaridad en la alegra por la penitencia y la conversin 144
El tiempo conciliar 145
LA EUCARISTA Y LA NUEVA LEY 148
El cliz de la nueva alianza 148
Liturgistas y moralistas 150
EL MISTERIO DE LA SANTIDAD 155
ndice 7
Pgs.
La alianza, revelacin de la santidad de Dios 156
Revelacin de la santidad en la antigua alianza 157
Revelacin de la santidad en el Nuevo Testamento 158
En la eucarista palpamos la santidad 159
Vivir del misterio de la santidad 161
MISTERIO DE LA BIENAVENTURANZA 164
Vivir del misterio de la bienaventuranza 167
MISTERIO DE FE 170
Vivir del misterio de la fe 173
MISTERIO DE LA UNIDAD Y DEL AMOR 175
Enseanza de la Sagrada Escritura 177
Testimonio de los textos litrgicos 178
El significado del smbolo 179
La comunidad litrgica, imagen de la Iglesia 181
Vivir del misterio de la unidad 183
BANQUETE SACRIFICIAL Y PRESENCIA AMOROSA 187
Memorial de la pasin de Cristo 188
Presencia oculta del resucitado 191
En espera de la vuelta del Redentor 195
EUCARISTA Y VIRGINIDAD 197
La eucarista, fuente y escuela de castidad virginal 198
Amor entero en la eucarista y en la virginidad 199
La Iglesia, virgen y esposa 203
Sacrificio y consagracin 204
El servicio cabal 207
Eucarista y celibato sacerdotal 209
Luces escatolgicas 212
DIGNIDAD DEL MINISTERIO SACERDOTAL 215
Llamados a participar de la humildad de Cristo 217
Grandeza de un humilde ministerio 219
Servidores de la palabra de Dios 221
Humildad del oficio pastoral 225
EL MATRIMONIO CRISTIANO, CAMINO DE SALVACIN 228
Sacerdocio, virginidad, matrimonio 230
Realidad santa y santificante 231
Sentido pastoral del amor y de los esposos 233
El servicio de la vida, servicio de santidad y de amor 236
8 ndice
Pgs.
Matrimonio y piedad sacramental 239
Educacin sacramental de los hijos 245
NUEVO SENTIDO DE LA MUERTE A LA LUZ DE LOS SACRAMENTOS . . . . 254
Actualidad de la muerte del Seor 255
Qu es la muerte? 258
Cul ser mi muerte? 260
MARA Y LA IGLESIA 278
Una gran seal en el cielo 278
Gran signo de la gracia 280
Signo de divisin escatolgica 283
Mara, camino hacia la nueva ley 288
III. EL GRANDIOSO HIMNO DE LA LEY DE CRISTO EN
UN CORO DE SIETE VOCES
LA ABNEGACIN IMPUESTA POR LOS SACRAMENTOS 293
El bautismo y la mortificacin 295
Confirmacin y mortificacin 297
Penitencia y mortificacin 302
Eucarista y mortificacin 303
Sacramento de orden y mortificacin 304
Matrimonio y mortificacin 306
La uncin de los enfermos y la mortificacin 307
La mortificacin como misterio de salvacin 309
Docilidad y espontaneidad 310
Camino hacia la alegra 311
Los SACRAMENTOS DE LA NUEVA LEY 313
Bautismo y caridad 314
Confirmacin y caridad 316
Eucarista y caridad 318
Penitencia y caridad 320
Sacramento del orden y caridad 321
Sacramento del matrimonio y caridad 322
Sacramento de la uncin de los enfermos y caridad 323
La Iglesia, sacramento de caridad 324
Pregn del mandamiento del amor en todas sus formas 326
P R L O G O
Las presentes meditaciones son fruto nacido a la vez de la inves-
tigacin cientfica y de la actividad pastoral en mi oficio de predica-
dor. Las lneas fundamentales fueron propuestas y meditadas a lo
largo de ms de sesenta tandas de ejercicios, con toda suerte de in-
cidencias, a sacerdotes, religiosos y seglares. Y por fin la palabra
hablada hubo de ser confiada a la imprenta por el predicador, mo-
vido por las splicas insistentes de los participantes en los ejercicios.
La finalidad primordial confiada a este libro ha sido la de orien-
tar la vida espiritual hacia la vivencia y penetracin de la piedad
litrgica y hacia la unin de la meditacin con la celebracin sa-
grada. Otro fin, no menos importante, ha sido lograr la unidad org-
nica entre la realidad sacramental de la fe y la configuracin de la
vida.
Acaso este libro pueda ser til a los sacerdotes para la prepara-
cin de sus sermones y conferencias.
El autor, como telogo de la ciencia moral, espera que la estruc-
tura fundamental de la ley de Cristo vista a travs de la meditacin
en sus races bblicas, sacramentales, personales y en el terreno santo
de lo social y de lo histrico, llegue con mayor claridad y alegra
a la conciencia de la persona, que mediante la sola consideracin
cientfica.
Doy las ms expresivas gracias a mi querido hermano y colega,
P. Vctor Schurr, por sus valiosas indicaciones.
Roma, San Alfonso, pascua de 1962.
BERNHARD HARING, C.SS.R.
Parte primera
VISIN SACRAMENTAL DE LA VIDA CRISTIANA
BUENA NUEVA
Despus del arresto de Juan, volvi Jess a Galilea y procla-
maba la buena nueva de Dios: El tiempo ha llegado. El reino de
Dios est muy cerca. Arrepentios y creed en este feliz anuncio.
Pasando junto al mar de Galilea, vio a Simn y a su her-
mano Andrs, que estaban echando sus redes al mar, pues eran
pescadores. Jess les dijo: Venid conmigo y yo os har pesca-
dores de hombres. Y ellos dejaron inmediatamente sus redes
y le siguieron.
Un poco ms adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a
su hermano Juan, que tambin estaban en su barca ocupados con
sus redes. Los llam igualmente y ellos, dejando a su padre en la
barca con los pescadores a su servicio, le siguieron (Me 1, 14-20).
En el Evangelio de san Marcos, Cristo abre su predicacin con
unas palabras que son el preludio anunciador de la buena nueva.
Y a su vez san Mateo (Mt 4, 17) nos las propone expresamente
como pregn y lema del mensaje de Jess. Predicacin concisa y
profunda, que contiene todava la consigna y el programa para nues-
tros odos de hoy y que habla a nuestro corazn. Por qu no hacer
de estas palabras, que brotaron de la boca de Dios, nuestro progra-
ma personal?
Esas palabras nos dicen que nuestra vida no es tal como nos la
describen con frecuencia. Que la vida no se encierra en esa frmula
seca de cumplir los diez mandamientos de Dios. La vida segn el
evangelio es sentirse viviendo en el tiempo de la plenitud de salva-
14
Buena nueva
cin. Es hacer de la gracia, que Dios derrama en nosotros sin me-
dida, ley y norma de vida cristiana. Es saber que, siempre y en todo,
lo que est verdaderamente en juego es el imperio amoroso y el
reino de Dios en el mundo. Es comprender la llamada a la conver-
sin no como un grito de amenaza, sino ante todo como una invi-
tacin amorosa de Dios a recibir la plenitud de salvacin, a vivir
alegremente en su reino, implantado entre nosotros en el umbral del
tiempo escatolgico.
EVANGELIO Y SACRAMENTO
La comunidad primitiva expres el impacto de novedad que pro-
voc la predicacin de Jess designndola con la palabra euangelion,
buena nueva. Pero la bondad, la alegra, no est solamente en
el mensaje, en la nueva; ante todo est en el mismo mensajero, el
cual en este caso forma parte del contenido esencial de su mensaje.
Palabra del Padre a nosotros
Jess proclamaba, la buena nueva. No era un enviado ms,
uno de los grandes profetas. Jess es el Emmanuel, el Dios-con-nos-
otros en persona. El portador de este mensaje es la razn y la fuente
de toda dicha y felicidad. En su bienaventurados seris, que di-
rigi a los pobres, los humildes, los oprimidos, los despreciados, po-
demos distinguir algo del jbilo exultante del cielo; percibimos como
un eco de la felicidad que inunda el seno de la Santsima Trinidad
divina.
Las palabras de Jess no son puras palabras sobre cosas gran-
des: son palabras de la Palabra, del Verbo en el cual desde toda la
eternidad expresa el Padre su plenitud, su poder, su sabidura. l,
aunque se dirige a nosotros con poder y autoridad, no es una pa-
labra cualquiera, sino la Palabra que respira amor, Verbum non
qualecumque, sed verbum spirans amorem (Toms de Aquino). En
l, Palabra del Padre, se hizo todo cuanto ha sido creado. Sin esta
Palabra, que sustenta y activa a cuanto existe, nada habra.
Y ahora, en la plenitud de los tiempos, l es palabra personal
Evangelio y sacramento 15
del Padre a nosotros, palabra que nos trae noticia del amor sin
fondo y sin fronteras del Padre. Es el que, despus de consumar su
misin en la tierra, nos enviar desde el Padre su Espritu de amor.
En l y para l hemos sido elegidos y amados por el Padre.
Pero las palabras del Verbo no slo contienen un mensaje: pa-
labras vivas, actan con eficacia; provocan acontecimientos decisivos
de salvacin o condenacin. Si la Palabra del Padre se dirige inme-
diatamente al hombre, toda la creacin se ve penetrada de su luz:
todo recibe su brillo original, la humanidad alienta con nueva vida.
Cuando la Palabra del Padre se hace hombre y habla para trasmitir
con palabras humanas el mensaje de la santidad y el amor del Padre,
en la humildad de esa palabra, se contiene todo el poder de Dios.
No es una palabra apagada, dbil o huera: es palabra que crea y
remoza la faz de la tierra, que hace que vuelva a brillar en el rostro
del hombre la verdadera imagen de Dios. Las palabras de los hom-
bres pueden todas pasar. Pero esta Palabra, y todas las palabras que
salen de su boca, permanecen para siempre.
Palabra libertadora
Lo primero que Cristo anuncia no podra ser un precepto, un
duro has de o tienes que exigido al hombre. De esa forma, el
hombre seguira bajo la losa de su indigencia, obligado a constituirse
centro de su precaria existencia. El hombre continuara esclavo for-
zoso del solipsismo, de su egosta soledad.
El hombre no tiene la vida recibida de s mismo. Por eso lo pri-
mero en el hombre no puede ser hacer o realizar algo. Lo primero
ha de ser la Palabra que le hace vivir a l. Y cuando la Palabra de
Dios en persona viene a nosotros y penetra con hondura personal
nuestra vida, lo primero y radical en nuestra existencia habr de ser
vivir por gracia de esa Palabra, y no bajo una ley exterior, que, des-
de fuera, ms o menos nos oprime y amenaza. Lo primero, pues,
que tiene que decirnos la Palabra humanada del Padre, es el mensaje
feliz del amor que todo lo renueva, del amor que quiere llevarnos a
su bienaventurada compaa. Jess no empieza lanzando una exigen-
cia a los hombres, sino anunciando el mensaje de la salvacin, el rei-
no del Dios de la salvacin.
16
Buena nueva
Abrir nuestros odos y nuestro corazn a su Palabra: As podre-
mos percibir ese tono nuevo con que se nos manifiesta la voluntad
de Dios.
Su palabra en el sacramento
Entre la predicacin de Cristo y nosotros se tienden los caminos
seculares, caminos de luz, pero tambin de polvo e impurezas. Gra-
cias a los autores inspirados que escribieron fielmente sus palabras,
y gracias a la santa Iglesia, que nos las ha conservado y trasmitido
con igual fidelidad, tenemos nosotros acceso a la predicacin de
Cristo en toda su pureza.
Hasta el final de los das, sigue la Iglesia predicando el mismo
mensaje que pronunciara Jess bajo el cielo de Galilea y Judea.
Y basta que nosotros lo queramos, para que este mensaje no nos
llegue como algo lejano, como un eco alegre de tiempos pretritos.
Es palabra que el Seor nos dirige a nosotros aqu y ahora. Porque
la Iglesia no es solamente portavoz de Cristo. Es ante todo el sacra-
mento de su amor y de su palabra. La Iglesia predica su palabra en
el Espritu de Cristo que el mismo Seor le ha comunicado. Cristo
en persona est con la Iglesia hasta el fin de los tiempos.
La Iglesia es ya en s misma predicacin viviente del mensaje de
la salvacin. Pero en la celebracin de los sacramentos alcanza esta
predicacin su autntica cima. En los sacramentos es Cristo mismo
quien pronuncia su palabra gozosa y liberadora, y la dirige a la co-
munidad cristiana y a cada uno de sus miembros en plan profunda-
mente personal. En los sacramentos est Cristo personalmente, con
su presencia eficaz virtute praesens , como ensea la gran enc-
clica Mediator Dei. No podemos mirar los sacramentos desligados
de Cristo. No son algo as como cosas santas que estn ah a nues-
tro servicio, como objetos que tomamos o dejamos. Ante todo, que-
ramos ver en los sacramentos las eficaces palabras de la Palabra,
verba Verbi. Son las palabras del Seor que producen y nos dan la
gracia. Son hechos salvficos que actualizan la salvacin para noso-
tros en un dilogo con el nico que tiene palabras de vida eterna
(Jn 6, 68). Cuando en los sacramentos recibimos nosotros estas pa-
labras con fe y con un corazn bien dispuesto, recibimos no sola-
mente noticia de las acciones salvficas de Cristo, de su amor a
Tiempo de plenitud 17
nosotros y de nuestra amistad con l, sino que participamos efectiva-
mente en esas acciones, sentimos su amor, vivimos nuestra amistad.
La palabra que Dios nos dirige, nicamente produce su efecto
cuando nosotros la recibimos amorosamente, prontos a responderle.
La Palabra eterna y personal del Padre se vuelca entera en el amor
y as revierte, hecha respuesta total, al Padre. Pues bien, nosotros
somos imagen de Cristo. Las palabras de vida que el Seor nos ha-
bla en los sacramentos, son reproduccin de su vida. Por eso, mien-
tras el hombre no se ha dejado penetrar por las palabras de la Pala-
bra, su vida no producir fruto. Los sacramentos, que nos comunican
la vida, la alegra y el amor de Cristo, exigen de nosotros, como no
poda ser menos, una respuesta de amor: Qu podr dar al Seor
por todo cuanto me ha concedido? (Sal 115, 12).
Toda nuestra vida est marcada de signo sacramental. En los sa-
cramentos, en los que Cristo verdaderamente nos habla, escuchamos
el evangelio de nuestra alegra, pero al mismo tiempo sentimos la
obligacin de responder con la misma actitud personal a quien nos
habla. En los sacramentos se nos da todo, pero se nos exige algo:
un amor ntimo y generosamente entregado. Dnde est ya la obli-
gacin moral? Se ha transformado en dilogo dichoso cuyo acorde
fundamental ser ya siempre el evangelio, el mensaje de salvacin.
En la vida cristiana y en el seguimiento de Cristo, supone una
ganancia sin precio el empezar con ojos claros, vindolo todo a par-
tir del don de Dios. Porque entonces ya no se separa el evangelio de
aquel que es en persona Palabra del Padre a nosotros. Entonces ya
no se considera a los sacramentos como cosas puestas ah, al lado de
la Palabra de Dios. No se hace escisin entre evangelio y precepto
moral. Entonces es imposible no centrarlo todo en Cristo, no ver
en su obra salvfica y en su mensaje de salvacin, nuestra salvacin
y la ley de nuestra vida.
EL TIEMPO DE PLENITUD DE LA SALVACIN
El tiempo se ha cumplido.
La venida de Cristo significa la plenitud de los tiempos, la
plenitud de la salvacin. Con su aparicin en la tierra, son la hora
apremiante, la hora final (cf. 1 Cor 7, 29; 1 Jn 2, 18), que pone al
18
Buena nueva
mundo ante una urgente e inaplazable decisin. En ese momento
la historia de la humanidad toma un rumbo definitivo: empieza a
tender hacia la cumbre. La alcanzar plenamente cuando Cristo, el
Seor, retorne con poder y majestad y entregue todas las cosas al Pa-
dre, para que Dios lo sea todo en todos (1 Cor 15, 28).
Este tiempo final es el tiempo de la gracia a raudales. Ya no
estamos sometidos a una ley que fije con jurdica exactitud los requi-
sitos mnimos. Tampoco nos oprime la letra de una ley, todo lo per-
fecta que se quiera. Ahora lo primero y definitivo es saberse viviendo
en la plenitud de la gracia de Cristo. Ydesde ah comprenderlo todo,
naturalmente tambin la nueva ley.
Se nos ha concedido vivir el tiempo en que el designio amoroso
de Dios para su creacin se ha manifestado en toda su fuerza, al ha-
cerse visible para el creyente en la sangre del Hijo inmolado y en la
gloria de su resurreccin. Esa voluntad salvadora de Dios se con-
virti por la donacin del Espritu Santo en realidad ntima, feliz,
para cada uno de nosotros. En el Espritu Santo nos han dado el
Padre y el Hijo la prenda personal de su amoroso designio, y al
mismo tiempo la posibilidad de responder plenamente a la urgencia
de ese amor que es ya ley de nuestra vida.
Porque toda gracia como don del empeo amoroso de Dios
nos coloca ante el misterio de la distincin escatolgica, anunciada
por el anciano Simen al ser presentado el Mesas en el templo:
ste est destinado a ser causa de cada o resurreccin para mu-
chos en Israel (Le 2, 34). Pero as como ahora la decisin no es en
pro o en contra de una ley limitada a un puro catlogo de prescrip-
ciones, tampoco el caer o levantarse depender de esa regla. Tanto
la decisin del hombre como la separacin de la humanidad en dos
grupos ante el juicio de Dios tienen lugar cara a la gracia sobreabun-
dante de Dios tal como se nos asegura eficazmente en los sacra-
mentos.
El tiempo final, en que nosotros vivimos, es tambin tiempo in-
termedio entre la primera y segunda venida de Cristo. Es, por lo
mismo, tiempo feliz de gracia y juntamente tiempo de espera y an-
helo de la plena manifestacin de la gloria de Cristo y del Padre.
Pero tambin podemos decir que el tiempo que corre entre el da de
Pentecosts y la vuelta de Cristo es el tiempo de los sacramentos.
Los sacramentos son, en este tiempo intermedio, signos escatol-
Tiempo de plenitud- ] 9
gicos que actualizan la misericordia de Dios y que provocan tambin
actualmente la separacin propia de los ltimos tiempos. En los sa-
cramentos viene Cristo a nosotros, aunque oculto, realmente, y nos
comunica su Espritu, que es prenda de la futura consumacin en li-
bertad bienhadada y en toda gloria. Ese espritu es, luego, fuerza
viviente en nosotros que mediante sus dones nos lanza a un decidido
servicio del prjimo. No es sta la norma segn la cual se har la
separacin el ltimo da?
En los sacramentos no hay que ver tan slo medios para conse-
guir la salvacin, ayudas puramente exteriores para cumplir una ley
que nos ha sido impuesta. Son ms bien ya en s mismos la procla-
macin eficaz y jubilosa de la ley ms profunda del cristianismo, de
la ley de gracia que contiene en s todas las prescripciones de Dios.
Los sacramentos son signo de que el tiempo se ha cumplido. Son
signo de la plenitud de gracia caracterstica del tiempo escatolgico.
En ellos est Cristo con su presencia eficaz (virtute praesens); por
eso los sacramentos nos ponen ante l, ante las nuevas exigencias
de su gracia, ante la gloria de su resurreccin. El resucitado, que
sale verdadera y eficazmente a nuestro encuentro en los sacramentos,
alienta en nosotros el recuerdo de la alegre y constante expectacin
de su vuelta: lo que al final aparecer de manifiesto a los ojos de
todo el mundo, est ya cumplindose en germen, pero realmente,
dentro de nosotros gracias a los sacramentos. Por esta razn, son
tambin signos de la fidelidad divina, que mantienen despierta nues-
tra esperanza y avivan el anhelo de ver plenamente cumplido todo
lo que en ellos se nos promete. As se convierten en principio de.
nueva vida: nos inclinan a vivir conforme a las gracias recibidas y
conforme a las mayores esperanzas que por ellos nos animan.
El hombre sacramental es ya uno de la otra ribera. Pero pre-
cisamente por eso, es hombre atento siempre a la voz del momento
presente. Porque esa actitud de sentirse ya al otro lado o le nace
de vana ilusin, de puro deseo, sino de algo muy actual y muy cierto:
la gracia que configura su vida. La piedad sacramental agudiza nues-
tra sensibilidad para comprender con claridad la voz del momento
presente. Los sacramentos son signos del tiempo de gracia, es decir,
del tiempo en que se fragua nuestra gran decisin. Y son signos
para el tiempo de gracia, pues nos preparan para las grandes prue-
bas de la vida que nosotros consideramos a su luz: En el tiempo
20 Buena nueva
de gracia te escucho. En el da de la salvacin yo te ayudar. Ahora
es el tiempo de gracia. Ahora es el da de la salvacin (2 Cor 6, 2).
Los sacramentos nos aseguran que en las horas ms decisivas de
nuestra vida estn operando en favor nuestro las acciones salvficas
de Cristo; ms an, nos aseguran que estn ya operando las fuerzas
salvadoras, de suyo reservadas para despus del juicio, que empeza-
r con su venida (cf. Heb 6, 5). Todo depende de que sepamos abrir-
nos por la fe a su gracia. Hacindolo as, tomando su gracia como
ley de nuestra vida, dejamos de estar bajo la ley y comenzamos a
vivir bajo la gracia (Rom 6, 14).
EL MENSAJE DEL IMPERIO AMOROSO DE DIOS
El reino de Dios est cerca.
El contenido principal de la buena nueva aquello precisamen-
te que determina la plenitud de los tiempos , es la aceptacin del
reino soberano de Dios. El Verbo del Padre se ha hecho hombre,
no para perder al mundo en su juicio, sino para salvarlo (cf. Jn 12,
47). Vino para instaurar en el mundo el imperio salvador del amor
de Dios.
El reino de Dios es reino de amor y de gracia. Queda establecido
en nuestro corazn y en nuestra vida desde el momento en que l,
Dios santo y Padre glorioso, expresa al hombre todo su amor en su
Palabra consustancial, y el hombre se abre por la fe a tan formida-
ble mensaje de amor. No por temor a castigos, sino ante todo por el
amor y por su gracia, quiere Dios reinar en nosotros y sobre noso-
tros, para hacernos partcipes de su reino.
La llegada del reino de Dios pide instaurar en nosotros un reino
en el que su don y su gracia sean la gran regla de nuestra vida. El
aceptar abiertamente ese don produce en nosotros, como fruto pri-
mero, la formacin del pueblo de su amor: el amor de Dios nos
congrega a todos en un solo cuerpo. Unidos as por el poder de su
gracia y formando un bloque compacto en su amor, nos transforma-
mos en instrumentos vivos del imperio salvfico de Dios en favor de
los dems hombres y de toda la creacin.
Los sacramentos proclaman continuamente y en todo momento
la buena nueva del imperio soberano del Dios de amor. En su paso
Mensaje del imperio amoroso
por el mundo, Jess anunciaba la victoria del reino de Dios sobre
todas las fuerzas del mal. Con los hechos salvficos de su muerte,
resurreccin y ascensin, demostr efectivamente que la entrega total
a la voluntad soberana del Padre significa vida y victoria para s
mismo y para la humanidad redimida. Pues bien, estos hechos salv-
ficos de Cristo se renuevan para nosotros en los sacramentos. En
ellos se perpetan con todo su valor y toda su eficacia para englo-
barnos y transformarnos en pueblo de Dios, en hijos y pregoneros
de su reino.
La gracia del Seor en los sacramentos dirige siempre, de modo
plenamente personal, una exigencia a nuestra vida. Esta exigencia es
en ltimo trmino una exigencia de su reino. Los sacramentos son
obras del poder de Dios, evangelio del Verbo omnipotente del Pa-
dre, amor poderoso del Espritu Santo. Por eso, necesariamente, son
palabras que tienden a dominar por completo toda nuestra existencia
hasta convertirnos en miembros agradecidos del pueblo de Dios,
abiertos a recibir la gracia, pero tambin prontos para enrolarse con
alma y cuerpo al servicio del reino. Las palabras de los sacramentos
son acciones salvficas de Cristo, el cual, viendo todas las cosas pues-
tas por el Padre a sus pies, quiere orientarlas activamente hacia el
ltimo fin: someterlo todo al Padre, como l mismo se someti al
Padre enteramente. La piedad sacramental ha de estar de primersi-
ma intencin orientada hacia el reino de Dios.
El reino de Dios implica el primado absoluto de la gracia por
encima de la accin del hombre. En el reino, la gracia es la norma
ltima y decisiva de las acciones de los redimidos. La nocin b-
blica de reino de Dios no supone ante todo Iglesia o pueblo de
Dios. Lo que define y caracteriza la venida del reino en Cristo Jess
es la encarnacin del misterio de Dios trino, la presencia del misterio
de su amor en el corazn de la historia de la humanidad. Dios ins-
taura el imperio de su amor. Yel pueblo de Dios lo forman aquellos
que se abren a ese amor y se dejan dirigir y transformar por l.
Al hacer participar al hombre, por una libre eleccin de su gra-
cia, en el misterio de su vida y de su amor, est Dios exigiendo de
nosotros el amoroso reconocimiento y la agradecida adoracin de su
santidad y de su soberana. Pues solamente aquellos que renuncian
a todo gnero de autonoma individual pueden ser admitidos por
Dios en el resplandor de su gloria.
22 Buena nueva
El reino de Dios nicamente es recibido por aquellos que se
asombran de que Dios se incline hasta su criatura, hasta el pecador.
Los hijos del reino saben de su nada, de su debilidad, de su radical
inmerecimiento de la gracia: como los nios, esperan todo de la bon-
dad del Padre. El reino de Dios se revela a los pobres de espritu
(Mt 5, 3), a los que, como mendigos, estn inclinados ante Dios.
El hombre que no espera nada de s mismo, que no se reserva en
exclusiva ningn sector personal, que pone en Dios toda su confian-
za, que no seala lmites a la voluntad dadivosa de Dios, se es quien
est ms cerca del reino de Dios.
Yno es otro el mensaje insistente de los sacramentos. La doctri-
na que caracteriza la piedad sacramental dentro del catolicismo es
el dogma del opus operatum: primaca de la accin salvfica de Dios,
sobre la accin del hombre. Verdad que en ltimo trmino no es ms
que el evangelio del reino y de la soberana de Dios. Lejos de favo-
recer un quietismo indolente, esta doctrina precisamente reclama la
total entrega a la gracia de Dios para vivir en el ms alto grado
la vida nueva.
Porque al concedernos dones tan maravillosos por los que inte-
riormente nos renueva, est Dios exigindonos caminar segn los
nuevos principios de vida: exige que nos entreguemos totalmente a
l, a fin de poder l entregarse completamente a nosotros. Es lo que
nos dice Jess a continuacin: Convertios! Vivid en continua
conversin y retorno!
LA URGENTE BUENA NUEVA DE LA CONVERSIN
Convertios y creed el evangelio.
La llamada a la conversin es proclamacin alegre del reino de
Dios que alborea en nosotros por la gracia, la invitacin a la con-
versin es en el fondo un mensaje de alegra.
Tambin aqu es de capital importancia realizar ante todo un
cambio de perspectiva: considerarlo todo a la luz de la fe. La con-
versin en su ms ntima esencia no puede comprenderse sino a par-
tir de la palabra y de la accin de Dios. Ni el esfuerzo necesario
para salir de s e ir hacia Dios, ni las obras de penitencia exigidas
en ltimo trmino por la ley misma de la conversin, pueden hacer-
Buena nueva de la conversin
23
nos perder de vista lo ms esencial: es Dios quien se vuelve al peca-
dor, quien hace que ste le pida la gracia de la conversin. La accin
de Dios, el primer paso de Dios hacia el hombre, es lo que reviste
todos los pasos del hombre hacia Dios de un carcter alegre y tam-
bin de urgente obligatoriedad.
La Vulgata traduce, en este pasaje de san Marcos, la palabra
griega metanoeite por poenitemini, mientras que en Mt 4, 17 emplea
poenitenr.am agite, haced penitencia. Pero a quien considere todo el
contexto no le pasar por alto el carcter de alegra que envuelve la
invitacin de Jess a la conversin. En realidad, ese mismo hacer
penitencia es ya de suyo, no menos que el contexto, mensaje de
gozo, invitacin a la alegra. Porque lo primero, lo que en la mente
de Cristo est en primer plano, no es una exigencia impuesta al hom-
bre. No son los frutos dignos de la conversin (cf. Mt 3, 8; Act 26,
20), que ciertamente no faltarn si las races del rbol son buenas,
pues la conversin debe terminar demostrando que es realmente
autntica y profunda, mediante el testimonio palmario de las obras.
Pero aun antes de llegar a las obras, la conversin constituye ya por
s misma un acontecimiento de enorme profundidad en el terreno
religioso. La palagra griega metanoeite designa el cambio total del
corazn y de los sentimientos. Esta sola palabra nos trae a la me-
moria las mltiples y magnficas promesas de Dios en el Antiguo
Testamento, que nos hablan de que es Dios mismo quien crear en
nosotros un corazn nuevo. Mostrar mi bondad hacia ellos y los
har regresar al pas. Yles dar un corazn para que conozcan que
yo soy el Seor. Yellos sern mi pueblo y yo ser su Dios; de todo
corazn se convertirn a m (Jer 24, 6s). En el fondo es el mismo
mensaje de la accin renovadora de Dios, que desde fuera, ms an
desde el interior de nosotros mismos, nos invita a convertirnos me-
diante la renovacin de nuestra mente (Rom 12, 2).
Hay un buen fundamento para suponer que la primera invitacin
a la conversin tuvo en arameo resonancias ms profundas y matiz
peculiar. Probablemente, el Seor emple la palabra shub, que sig-
nifica regresar. No encontramos en este trmino el mismo eco de
las promesas del Antiguo Testamento? Mostrar mi bondad hacia
ellos y los har regresar al pas (Jer 24, 6). Comprendern que
yo, el Seor, soy su Dios, el que les llev cautivos dispersndoles
entre las naciones, pero que ahora les ha hecho volver, sin que falte
24
Buena nueva
uno, a su pas. Ya no les ocultar ms mi rostro, porque he derra-
mado mi Espritu sobre la casa de Israel (Ez 39, 28s). El evangelio
de Jess desemboca as en una exultante invitacin a la fiesta del
retorno. Porque, en su ltima esencia, la predicacin a la conversin
no tiene en los labios del Seor tono amenazante. Es ms bien pre-
dicacin consoladora, cima del alegre mensaje del imperio amoroso
de Dios.
El programa contenido en las primeras palabras de la predicacin
de Jess tal como nos las refiere san Marcos, fue luego desarrollado
a lo largo de la predicacin y actividad de Jess hasta su vuelta al
Padre. As, tal vez tengamos la mejor explicacin, ciertamente la ms
hermosa, de aquella invitacin convertios en las parbolas del gran
convite y del hijo prdigo. El Padre celestial es quien prepara a los
pordioseros que se convierten a l, mucho antes que stos puedan
traer por s mismos algo positivo, un gran festn, una acogida insos-
pechablemente cordial y honrosa.
Que en todos estos casos, el convertido debe mostrarse digno,
por sus sentimientos y su conducta, de quien graciosamente le ha in-
vitado a tan extraordinario regocijo, no se dice expresamente en nin-
gn lado: de algn modo, se sobreentiende sin ms. Los frutos
dignos de penitencia brotarn inmediatamente de aquel que sabe
del gran honor de haber sido invitado a volver,' que conoce la alegra
de la casa paterna y ha participado en la fiesta de la alegra.
No tenemos aqu trazado todo un programa para nuestra vida
espiritual y para nuestro esfuerzo moral? Programa para todas las
formas de apostolado, el apostolado del sacerdote, el de los padres y
el de los seglares.
Conversin y sacramento
Los sacramentos contienen actualizado el mensaje de salvacin.
En ellos la buena nueva de la conversin, la invitacin de Jess, se
nos dirige aqu y ahora a cada uno de nosotros: Convirtete. Los
sacramentos son para nosotros, individualmente, acontecimiento sal-
vfico, en cuanto que nos sitan en relacin inmediata y eficaz con el
evangelio de Cristo. As como se dirigi a Pedro y Andrs, a Juan
y Santiago, de modo totalmente personal, se dirige tambin a noso-
Buena nueva de la conversin 25
tros en los sacramentos con su voz y su autoridad, y nos invita: Ven
y sigeme.
No hay conversin sin sacramento, o al menos lo demuestra
la esencia misma de la conversin sin relacin con el sacramento.
Esta necesidad absoluta del signo sacramental en el proceso de la
conversin pone bien de relieve que la conversin del hombre es
ante todo don y obra de Dios.
Considerada como fenmeno religioso, la conversin lleva el sello
alegre de todo acontecimiento salvfico. En ella, mediante el sacra-
mento de la conversin, se nos concede tomar parte en las acciones
salvficas de Cristo, en su muerte y su resurreccin. Hemos llegado
dice el Apstol a formar una misma cosa con la muerte y re-
surreccin del Seor (Rom 6, 5). Hasta tal punto se convierten en
realidad nuestra y para nosotros!
Los sacramentos de la fe son la causa principal de nuestra
conversin. En ellos se actualizan las acciones salvficas de Cristo;
sentimos nosotros su eficacia y recibimos el mensaje de liberacin
que ellas operan. As, de los misterios de la vida de Cristo, renova-
dos en los sacramentos, brota la fuerza para realizar nuestra trans-
formacin completa en Dios, esa transformacin a la que nos vemos
llamados con amorosa invitacin, pero tambin con urgente y sagra-
do deber, hasta conseguir el completo retorno a los brazos del Padre.
El bautismo al que el mrtir y apologeta san Justino llamaba
bao de la conversin es el sacramento de la primera conver-
sin. Para aquellos cristianos que despus del bautismo han tenido
la desgracia de pecar gravemente, se ofrece la penitencia, segunda
tabla de salvacin en el naufragio, sacramento que permite repetir
esa primera conversin. Los dems sacramentos todos suponen el
bautismo, son ya de suyo sacramentos de la segunda conversin,
es decir, de aquel continuo esfuerzo por la pureza y la perfeccin,
sin el cual la profesin de fe bautismal quedara en puras palabras
y no llegara a traducirse en una vida de autntico y cabal testimonio.
La conversin es nos lo dice la misma intervencin divina en
el sacramento un volver a nacer de Dios. No por razn de
algunas acciones justas que nosotros hubiramos podido realizar,
sino impulsado nicamente por su misericordia, nos ha salvado Dios
por el bao de la regeneracin y de la renovacin del Espritu Santo,
infundido por l abundantemente sobre nosotros mediante Jesucris-
26
Buena nueva
to, nuestro Redentor (Tit 3, 5s; cf. 1 Pe 1, 3). De aqu nace la obli-
gacin de la vida en gracia, segn la consigna del Apstol: Cami-
nemos conforme a la vida nueva (Rom 6, 4). Dios se nos ha
adelantado, sirvmosle, pues, conforme al espritu nuevo; ya no te-
nemos nada que ver con el antiguo sistema que abrumaba con leyes
escritas (Rom 7, 6).
El que no ha renacido del agua y del Espritu Santo, no puede
entrar en el reino de los cielos (Jn 3, 5). El Espritu Santo es quien
realiza la primera conversin, quien la afirma y desarrolla. l nos
hace entrar en el reino de Dios. De nuestra parte se exige tan slo
un humilde y agradecido s al empeo salvfico de Dios. No se nos
pide sino permanecer abiertos por la fe a la accin de la gracia del
Espritu Santo.
La nueva creacin y reconciliacin de la humanidad con Dios
en Cristo Jess es la raz y el modelo de nuestra conversin, el fun-
damento de nuestros deberes de convertidos. Cuando uno est uni-
do con Cristo, se verifica una nueva creacin: lo viejo ha desapare-
cido, lo nuevo se ha manifestado. Y todo es don de Dios, que ha
obrado nuestra reconciliacin con l por medio de Cristo... l nos
ha enrolado en este ministerio de reconciliacin. Somos embajadores
de Cristo: Dios hace or su invitacin a travs de nuestras palabras.
Por eso os decimos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios
(2 Cor 5, 17ss). La obligacin de caminar segn el estilo nuevo de
vida en Cristo no encierra ninguna imposibilidad. Porque tambin
esto es don gratuito de la gracia de Dios. Cristo nos lo adquiri con
su muerte: Su intencin, al morir por todos, fue que nosotros, aun
durante la vida, pudiramos dejar de vivir para nosotros mismos y
empezsemos a vivir para l, que por nosotros muri y resucit
(2 Cor 5, 15).
Convertirse quiere decir ser arrancado del reino de las tinieblas
y recibir un puesto en el reino de la luz maravillosa de Cristo (1 Pe
2, 9). Porque Cristo mismo es la luz de todos los que van a l, de
todos los que a l se convierten (cf. Le 2, 32; Jn 8, 12).
De manera misteriosa, pero plenamente real, la conversin es un
trnsito de la muerte del pecado a aquella vida que brota de la muer-
te y resurreccin de Cristo. Por eso, la conversin es en su ms hon-
do sentido un misterioso morir juntamente con Cristo y un empezar
a vivir con el Resucitado (Rom 6).
Buena nueva de la conversin 27
Todas estas expresiones de la Biblia nos estn diciendo con cla-
ridad meridiana que la conversin es un actualizar el alegre pregn
de las magnolia Dei, de las maravillas del amor de Dios hacia no-
sotros. Dios ha hecho en Cristo Jess grandes cosas en nosotros.
Esto es lo que confiere a nuestra respuesta, dada en virtud de la
gracia, toda su autntica grandeza.
En esto coincide tambin la doctrina teolgica de la primaca
del opus operatum en los sacramentos. Esta doctrina medular de la
teologa catlica no tiene nada que ver con la magia. No implica una
concepcin de los sacramentos como fuerzas ciegas e inanimadas, ni
tampoco supone de parte del hombre una actitud de inerte pasividad.
Que los sacramentos son ante todo opus operatum Dei, obra eficaz
de Dios, quiere decir que en ellos sigue resonando con toda su fuerza
el evangelio del reino de Dios, el alegre pregn de la fiesta del re-
torno, de la renovacin del corazn, del primado del amor de Dios.
Fe y sacramento de la je
De parte del hombre, la conversin es respuesta a la accin de
la gracia divina. Ncleo y fundamento de esta respuesta es la fe en el
evangelio.
Entre los autores del Nuevo Testamento se advierte alguna di-
versidad en el vocabulario y en el modo concreto de presentar el
mensaje de la salvacin. Sobre todo en san Juan encontramos dos
lneas de pensamiento que se implican y entrecruzan: el sacramento
y la fe. Somos salvados por la accin de Dios en los sacramentos;
pero al mismo tiempo, leemos que la vida nueva nos viene de la fe.
Santo Toms ha dado la solucin clsica para hacer coincidir ambos
aspectos: Tenemos la salvacin por la fe en Cristo, hecho hombre
y muerto por nosotros; los sacramentos son signos que manifiestan
la fe por la cual el hombre se salva
l
.
Por su palabra y su accin en los sacramentos despierta y afir-
ma Dios en nosotros la fe en su amor, manifestado en Jesucristo. La
Iglesia entera, como esposa de Cristo, confiesa en los sacramentos su
fe en la palabra que una vez para siempre le fue dirigida y que
1 . ST ni , q. 61 , a. 4.
28
Buena nueva
ahora se dirige ya continuamente a toda asamblea, a cada miembro
de la gran Iglesia esparcida por el mundo: Yo soy tu salvacin.
En el sacramento se encuentran la palabra de la salvacin y la res-
puesta de la fe, animada y alentada por la palabra de salud. El sa-
cramento de la fe es, pues, ambas cosas: don y acogida gozosa de
ese don. El sacramento es en cierto modo la prolongacin de aquella
donacin infinita que hizo Dios al mundo hambriento de redencin,
en la persona de su amado Hijo, entregado por nosotros en la cruz.
Pero Dios dirige su palabra y su don a un ser libre. Por eso, para
recibir el don de su salvacin, el hombre tiene que creer: tiene que
abrirse alegre y agradecidamente al mensaje de la salvacin, tiene
que entregarse por la fe al Dios que se entrega a l. Creyendo en el
Dios que le justifica es como el hombre se entrega a su accin justi-
ficante y recibe en s el fruto de la justicia de Dios, dice santo To-
ms comentando Rom 4, 5. Es lo que sucede en la entrega mutua
de los esposos dentro del matrimonio: el amor que se da y el amor
que se recibe son una misma cosa. Esa unin casta nos ayuda a
comprender la fusin ntima entre Dios y el hombre por medio de
los sacramentos de la fe: la poderosa eficacia del Dios que manifiesta
su voluntad de salvarnos y la aceptacin agradecida de esa voluntad
que implica para el hombre la donacin ms total de s mismo, son
en verdad una sola cosa. Mediante la fe y mediante los sacramentos
de la fe entramos en dilogo en contacto vital y vivificante con el
Redentor, que est sentado en su trono a la diestra del Padre, y que
est siempre a nuestro lado en la actualidad palpitante y perenne de
su muerte y resurreccin.
En este dilogo, que es para nosotros fuente de vida, ocupan los
sacramentos un lugar tan privilegiado porque contienen, como nin-
gn otro elemento del orden nuevo, el ms denso mensaje de salva-
cin, y son adems los signos de la fe. Pero esto no quiere decir que
nuestro dilogo con el Seor est limitado a los sacramentos. No;
porque de ellos brotan chorros de luz que, superando las barreras
del campo especficamente sacramental, iluminan y calientan todos
los sectores de la vida. A la luz de los sacramentos, vemos en todas
las disposiciones de la providencia divina el empeo salvfico de
Dios, comprendemos su amor y nos vemos impulsados a comportar-
nos en todo como hijos que creen, escuchan y responden agradecidos
a su Dios.
Buena nueva de la conversin 29
Creed en el evangelio. El s creyente al reino de Dios que nos
viene de arriba cala en nuestra vida mucho ms hondo que todo es-
fuerzo tico que brote de nosotros y que se debata en torno al pro-
pio yo. Sin este s de la fe, aun los ms colosales esfuerzos del hom-
bre carecen de toda eficacia, al menos por lo que se refiere al logro de
la salvacin. Pero en cambio, el s alegre y agradecido a la accin
de la gracia divina puede transformar de raz el corazn del hombre
y el mundo entero. Pues no es una palabra cualquiera, sino un s
plenamente personal al amor personalsimo, un s en el cual la cria-
tura se entrega totalmente a las exigencias de un amor que no admite
corazones partidos. El carcter radical de esta entrega creyente a
Cristo que en sus misterios nos coge y nos transforma, ha sido des-
crito, entre otros, por el apstol de las gentes en el captulo 6 de su
carta a los Romanos: cuando decimos s al orden de la gracia, que
es un identificarse con la muerte y resurreccin de Cristo, lanzamos
al mismo tiempo al pecado un alto! mucho ms eficaz y mucho
ms radical que con mil intimaciones legales que vienen y amenazan
al hombre solamente desde fuera.
La conversin cristiana comienza por la fe y crece y se consuma
con el crecimiento en la fe; naturalmente, con aquella fe que se acti-
va en la caridad (Gal 5, 6). La eficacia de la fe en la tarea de nuestra
renovacin moral se explica porque en ella estn presentes y actuan-
tes las fuerzas salvficas de la muerte y resurreccin de Jesucristo.
Evangelio y conversin continua
La teologa habla de primera y segunda justificacin: la obra co-
menzada en la justificacin del pecador, la prosigue el Seor median-
te una incesante operacin de su gracia, aumentando continuamente
en el alma la gracia santificante, supuesta, claro est, la cooperacin
agradecida del hombre. El Dios de toda gracia, que os ha llamado
en Cristo Jess a su eterna gloria, despus de breve padecimiento, os
restablecer, afirmar y fortalecer (1 Pe 5, 10). sta es mi con-
fianza: que el que comenz la obra, la llevar a feliz trmino (Flp 1,
6; cf. 1 Cor 1, 8). En este sentido, en cuanto que la continua actua-
cin de la gracia exige por parte del hombre lucha incesante contra
sus inclinaciones torcidas y tender sin descanso hacia la perfeccin
30 Buena nueva
verdadera, hablamos nosotros de una conversin continua o con-
versin segunda, paralela a la segunda justificacin. Pero, aten-
cin: insistimos en que se trata siempre de un continuo crecer en la
fe; es decir: dejarse penetrar siempre de nuevo y cada vez con mayor
agradecimiento en la voluntad graciosa de Dios.
El anuncio de la conversin que los apstoles dirigan a los bau-
tizados no parta en modo alguno del supuesto de que ms o menos
la mayora de los cristianos viva en pecado mortal, necesitando por
tanto renovar la primera conversin. Las exhortaciones a la conver-
sin que nos han dejado los apstoles no se agotan en la enumera-
cin de los deberes o las virtudes del hombre. Parten ms bien de
algo que est siempre en plena y eficaz actualidad: la accin de la
gracia de Dios en los sacramentos. Ese anuncio positivo de la buena
nueva, es decir, el gozoso pregn de todo lo que Dios ha hecho por
nosotros y en nosotros, es ya en s mismo exhortacin a cambiar de
vida: el tono indicativo del evangelio pasa a ser, sin ms, imperativo
de la vida cristiana. Pues efectivamente, la accin santificadora de
Dios en nosotros, que es signo distintivo de toda nuestra vida, mues-
tra con la mayor claridad que no se pueden compaginar el ser en
Cristo y la vida en pecado: esa irrupcin de Dios en nuestra vida
nos impone el deber de vivir cada vez con ms fidelidad y alegra
segn la santidad recibida. Habis sido lavados, habis sido santi-
ficados, habis sido justificados en el nombre de nuestro Seor Jesu-
cristo y en el Espritu de nuestro Dios (1 Cor 6, 11). Aunque en
otro tiempo fuisteis tinieblas, ahora sois luz en el Seor: caminad,
pues, como hijos de la luz. Donde hay luz florece toda bondad, jus-
ticia y verdad (Ef 5, 8ss).
No habis sido resucitados a la vida con Cristo? Entonces bus-
cad las cosas de arriba, donde Cristo est sentado a la diestra del
Padre (Col 3, ls). Habis muerto, y vuestra vida est oculta con
Cristo en Dios... Mortificad los apetitos terrenos... (Col 3, 3-5).
El apstol primero afirma: Sois pan zimo, porque Cristo, nuestro
cordero pascual, ha sido inmolado por nosotros, y luego exige a los
cristianos: Dejad la antigua levadura, para ser masa purificada y
nueva. Celebremos la fiesta, no con el pan viejo fermentado de
malicia, sino con pureza y verdad (1 Cor 5, 6-8).
Con igual claridad resuena el mismo tono en la siguiente exhor-
tacin: Como escogidos de Dios, como santos y amados, revestios
Buena nueva de la conversin 31
de sentimientos de compasin, bondad, humildad, dulzura, pacien-
cia. .. Pero sobre todo eso, revestios de caridad, que es el remate de
la perfeccin (Col 3, 12-14). El recuerdo de las acciones salvficas
de Dios y de su accin santificadora en nosotros penetra igualmente
todas las exhortaciones del apstol san Pedro, por ejemplo: Habis
sido rescatados a precio de la sangre preciosa de Cristo... Habis si-
do engendrados de nuevo no de semilla corruptible, sino por virtud
de la palabra viva y eterna de Dios, palabra que es el evangelio que
os hemos predicado... Como niitos recin nacidos suspirad por la
leche pura, conforme con la palabra de Dios. Acercaos a l, que es
la piedra viva (1 Pe 1, 18-2, 6).
Resumiendo, podemos decir: La predicacin de los apstoles
ofrece la misma estructura fundamental que la primera predicacin
de Jess: es anuncio gozoso de la plenitud de salvacin en Cristo,
del reino del amor de Dios, del retorno de los hombres por el poder
de Dios. Esta buena nueva se dirige a nosotros de modo plenamente
personal y eficaz en los sacramentos de la fe. La vida cristiana est
en todo momento polarizada por una sagrada exigencia de respuesta
a Cristo, la cual marca definitivamente nuestra vida y nos impulsa al
regreso total al corazn de Dios nuestro Padre. En esa misma exi-
gencia va, pues, expresado tambin el primado del amor y la dicha
de sentirse hijo de Dios. Tanto la conversin como toda la vida cris-
tiana son un vivir de la fe que confesamos en la celebracin y recep-
cin de los sacramentos, vivir segn la santidad recibida.
Dios eterno e infinitamente feliz! En Cristo nos has revelado tu
amor. En l hemos de ser eternamente felices contigo. Haz, Seor,
que recibamos con alegra y agradecimiento tu buena nueva, que la
guardemos fielmente en nuestro corazn y que la traduzcamos no-
blemente en nuestra vida. Aydanos, Seor, para que, conforme a
tu designio salvfico, todo nuestro empeo y esfuero moral nazcan
siempre de la fe en las sublimes proezas de tu amor y se robustezcan
en tu alegra. Por Cristo, nuestro Seor, portador de toda dicha-
Amn.
SACRAMENTO Y ORACIN
De verdad, yo os lo aseguro, si peds algo al Padre en mi
nombre, l os lo dar. Hasta ahora no habis pedido nada en
mi nombre. Pedid y recibiris, vuestra dicha ser colmada. Hasta
ahora os he hablado en figuras; pero ya es hora de hablar sin
ambages. Es hora de hablar sencillamente del Padre. En adelante,
vosotros pediris todo en mi nombre, y no os digo que yo a mi
vez interceder por vosotros ante el Padre, pues el mismo Padre
os ama a vosotros, que habis permanecido en mi amor y creis
que yo he venido del Padre. Sal del pade y vine al mundo
(Jn 16, 23-28).
El clebre filsofo catlico Peter Wust (fallecido en abril de
1940), sintindose ya enfermo de muerte, escribi a mltiples reque-
rimientos de sus discpulos y amigos unas palabras de despedida. En
ste su testamento espiritual se lee: Si ustedes me preguntaran si
conozco una llave mgica que abra la ltima puerta del conocimiento
y de la verdad, les dira que s, que la conozco. He aqu la llave ma-
ravillosa: no es precisamente la reflexin, como ustedes esperaran
de un filsofo, sino la oracin. La oracin, comprendida como en-
trega suprema a Dios, da al hombre paz, le convierte en nio, le
hace objetivo...
La oracin es el cerrojo de la tarde y la llave de la maana
(Gandhi). La oracin nos preserva de las fuerzas tenebrosas del mal
que acechan en las tinieblas. La oracin nos abre el reino de la luz.
No solamente nos franquea la puerta de la verdad y de la sabidura,
Sacramento y oracin 33
como ha podido afirmarse en la mejor filosofa. Nos abre todo el
reino eterno del amor de Dios.
Solamente el hombre que ora tiene acceso a los ms grandes mis-
terios de la existencia. Y solamente el hombre que ora puede acer-
carse a los sacramentos de la nueva alianza. En la medida en que
nosotros nos abrimos al misterio de la gracia por la oracin, nos
descubren los sacramentos su oculta riqueza y su confortante es-
plendor. Pero, viceversa, mucho mejor: Los sacramentos son la pri-
mera escuela de oracin; nos ensean qu es la oracin y cmo tene-
mos que rezar. Los sacramentos nos permiten participar de la vida
de Cristo y nos hacen entrever qu significa rezar en el nombre de
Cristo.
El cardenal Faulhaber, un gran rezador y un liturgo ejemplar,
pronunci en un sermn esta sentencia de oro sobre la oracin: Re-
zar es dirigirse a Dios; es correr al encuentro de Dios con el paso
medroso de un nio, arrojarse en presencia de Dios bajo el peso de
nuestras preocupaciones y nuestros pecados, precipitarse al paso
de Dios con un confiado t a t; es volar hacia Dios en alas de per-
fecto amor. A la luz de los sacramentos, esta maravillosa sentencia
sonara as:
En el sacramento viene Dios, en Cristo Jess, a nosotros: en la
oracin vamos nosotros, con Cristo y en Cristo, a Dios, nuestro
Padre.
En el sacramento nos da Dios la seguridad de que segn el be-
neplcito de su voluntad determin de antemano que seramos para
l hijos adoptivos por Cristo Jess (Ef 1, 5): en la oracin enta-
blamos un dilogo filial con Dios en el nombre de Cristo, su Hijo.
En el sacramento nos rodea la gracia y la misericordia de Dios
en Cristo Jess: en la oracin presentamos nuestras preocupacio-
nes y nuestros pecados ante el Dios misericordioso, confiados en
nuestro Redentor Jesucristo.
En el sacramento nos da Dios la prenda segura de la bienaventu-
ranza en su amor: la oracin es el comienzo de un dilogo de amor
sin fin con Dios en Cristo Jess.
REZAR ES DIRIGIRSE A DIOS
Cmo se atreve la criatura, el hombre pecador, a dirigirse a
Dios? El predicador del Antiguo Testamento nos exhorta: No seas
apresurado en prometer ni en tomar resoluciones ante Dios; porque
Dios est en los cielos y t sobre la tierra (Ecl 5, 1).
Dios est en los cielos, en el trono de su infinita santidad. Dios
es el totalmente otro. Ante l no somos sino debilidad y pobreza,
hombres de labios manchados (Is 6, 5). Cmo, pues, podemos
nosotros, hombres pecadores, presentarnos ante el rostro de Dios,
ante el trono de su santidad y hablar con l? Es verdad que en l
vivimos, nos movemos y somos (Act 17, 28). Esto lo saban tam-
bin los paganos: l es nuestro creador y est siempre cerca de
nosotros con su actividad creadora. l nos conserva en el ser. Pero
y esta pregunta resuena siempre en las oraciones de paganos pia-
dosos , habr vuelto su rostro hacia nosotros? Escuchar ben-
volamente mi splica y querr atenderla?
Nosotros podemos dirigirnos confiadamente a Dios y conversar
con l, porque l se adelanta a venir a nuestro encuentro y a diri-
girnos la palabra.
La palabra omnipotente de Dios se dirige a todo hombre que
viene al mundo y le llama por su propio nombre. Esto, que se cum-
pli de manera singular en el caso del gran profeta Jeremas, se ve-
rifica tambin, con insospechada verdad, en todos aquellos que han
recibido de Dios el aliento vital. Todos pueden mirar como dirigidas
a ellos aquellas palabras: Antes de formarte en el seno materno, ya
te conoca, y te llam por tu nombre (Jer 1, 5). Como las dems
criaturas, tambin nosotros hemos sido creados por la Palabra del
Padre (Jn 1, 3). Pero, en cuanto hombres, adems de haber sido
creados, hemos sido tambin llamados por la Palabra en la que desde
toda la eternidad expresa el Padre su amor y su gloria. Este llama-
miento de Dios por su Palabra que pertenece a nuestra misma
esencia es tan personal que nosotros podemos comprenderlo y
hacer de toda nuestra vida una respuesta a la voz de Dios. Hemos
sido creados a su imagen y semejanza: literalmente, hemos sido
creados por Dios como palabra y amor, para verternos en palabra
amorosa que responda a Dios. Nuestro ser ms propio y nuestro
Rezar es dirigirse a Dios
35
estado propio consiste precisamente en sentirnos llamados por
Dios y en poder dar respuesta inteligente a su llamada. Las cosas
son as y no hemos de imaginarlas como si primeramente nosotros
hubiramos tenido el ser hubiramos existido , y luego, con
posterioridad a nuestro existir, hubiramos sido llamados por Dios.
Lo primero es la palabra creadora de Dios dirigindose a nosotros:
en esa palabra se funda y revela nuestra existencia. Por eso mismo
el desarrollo de ese germen existencial se vincula primersimamente
a la manera como vivimos nuestra vida en plan de respuesta a Dios.
Segn el designio original que tuvo Dios al crearlo, el hombre es
esencialmente rezador. Al frescor del atardecer bajaba Dios a pasear
en el jardn del Edn, y Adn poda platicar confiadamente con l
(cf. Gen 3, 8). El da que el hombre quiso empuar las riendas de
su existencia y reservarse para s una parte de su vida, se acab
aquella amistosa convivencia.
Con su palabra omnipotente cre Dios esta maravilla del hombre
rezador. Pero luego, con su Palabra humanada, con Jesucristo, vuel-
ve a interpelar personalmente al hombre. Jesucristo es palabra de
Dios a nosotros y respuesta nuestra a Dios. Ahora, no solamente
de entre la brisa vespertina de las montaas o de la oscura noche del
huerto de los Olivos o del ardor inflamado del medioda en el Cal-
vario, recibe Dios una respuesta adecuada en nombre de toda la
humanidad. Cristo es cabeza de toda la humanidad nueva. Todos
los que por el amor han hecho de su vida una sola cosa con la vida
de Jess, pueden ya con l y en l no solamente invocando su
nombre entrar en dilogo amoroso con Dios.
Rezar en el nombre de Jess
Cristo es el sacramento original: es el gran signo del amor del
Padre que contiene todos los dems. En l nos lo ha dado el Padre
todo. En l nos ha expresado todo su amor. Por l nos da a su Es-
pritu, que es Espritu de amor. En Cristo nos eligi el Padre para
ser hijos suyos, llamndonos con nombre inexpresable. Cristo no es
solamente Palabra que el Padre nos dirige: es tambin sacramento
radical de nuestra respuesta filial al Padre.
Cristo es, pues, sacramento original de nuestro encuentro con
36
Sacramento y oracin
Dios: l ha manifestado a todo el mundo el amor del Padre y l
lleva la respuesta del mundo al trono del Padre. Los dems sacra-
mentos, que brotan de ese sacramento original, introducen a cada
uno de los fieles individualmente en ese misterio. As, en el bautismo
nos concede Dios un nombre filial, que nadie puede descubrir sino el
Hijo y su Espritu Santo. Yen virtud de este Espritu Santo, que se
nos da en la confirmacin, entendemos la palabra amorosa y fuerte-
mente eficaz que el Padre nos dirige al hacernos semejantes a su
Hijo. Igualmente, en el Espritu Santo, pronunciamos jubilosos ese
Abba, Padre.
El influjo cada vez ms ntimo y profundo de los diversos sacra-
mentos en nuestra alma nos hace avanzar incesantemente hasta in-
troducirnos en la gran realidad de la misin y de la vida de Cristo,
que es el primer sacramento. Ms an: mediante los sacramentos, el
Dios trino nos introduce en su eterno dilogo de amor y nos admite
en el misterio de su intimidad.
La recepcin de los sacramentos de la fe nos da una seguridad
infalible de la autenticidad de nuestra respuesta creyente. En la ce-
lebracin sacramental Cristo mismo se dirige a la comunidad y a
cada uno de los fieles para asegurarles: Yo soy tu salvacin. Para
ti todo mi amor, tal como en la cruz se mostr en bien de toda la
humanidad. Al mismo tiempo, y segn la medida de nuestra fe, el
sacramento engloba nuestra respuesta en la respuesta de la esposa
de Cristo, que a su vez unida con la respuesta del Verbo encarnado
se dirige al Padre.
El sacramento nos da seguridad de vivir en contacto con Dios:
sentimos su presencia suave pero en medio de una poderosa cercana
de lo santo. Comprendemos que aqu y ahora para cada uno de no-
sotros es Cristo el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. En los sacra-
mentos est ya de una manera esplndida, aunque oculta y slo ac-
cesible a los ojos de la fe, el cielo presente. De esta realidad nos
habla clarsimamente sobre todo la eucarista, centro de todos los
sacramentos.
En los sacramentos es donde primordialmente nace la oracin
de Cristo y donde siempre termina. Nuestra oracin es totalmente
distinta de la oracin de los paganos. Jams es un grito que lanza el
hombre envuelto en la angustiosa pregunta: Me escuchar Dios?
Querr volver su rostro hacia m? Nosotros no emitimos un grito.
Cordialmente hacia el Padre 37
Nosotros podemos rezar. Ms: nosotros somos esencialmente reza-
dores y tenemos que ser rezadores, de no traicionar a nuestra natu-
raleza y a nuestra vocacin.
Llevarlo todo a la oracin
Los sacramentos sitan toda nuestra vida y los problemas capi-
tales de nuestra existencia bajo una singular exigencia de la gracia
de Dios. Son consagracin de toda nuestra vida al servicio de Dios.
Ellos conducen cuanto somos y tenemos hacia un encuentro cada
vez ms ntimo con Dios. A la luz de esta consagracin sacramental
de nuestra vida, comprendemos tambin el significado de la palabra
creadora de Dios, e igualmente las disposiciones amorosas y las lla-
madas de la divina providencia. Quienes en todas las circunstancias
de su vida tienen conciencia de llamados (kleto), llamados por la
Palabra del Padre, convierten cada acontecimiento en una invitacin
a la salvacin. Para el creyente atento a la voz de Dios y pronto a
responder con amorosa confianza, todo se explica, todo se reviste de
claridad nueva.
Nosotros somos los llamados. No significa solamente que, mi-
rando las cosas desde aqu, nuestro destino es la bienaventuranza
eterna. Saberse llamado por Dios quiere decir ms bien, que ya aho-
ra, mientras caminamos hacia la plena participacin en el dilogo
amoroso entre Padre e Hijo en el Espritu Santo, tenemos la seguri-
dad de que el Dios que nos llama quiere salvarnos. Ynuestra segu-
ridad es tan grande que ni podemos dudar de que Dios cumplir en
nosotros por toda la eternidad su palabra. De parte nuestra se exige
una sola condicin: que recemos, que prestemos odo atento a la lla-
mada de la gracia y transformemos nuestra vida toda en respuesta
a esa voz.
CORDIALMENTE HACIA EL PADRE
La sublime sencillez de la plegaria
Encierra alguna grandeza el que un nio, atrado por la voz de
la madre, d con miedo y amor palpitante sus primeros pasitos para
38 Sacramento y oracin
Janzarse en brazos maternos? Qu tiene de nuevo e que un nio
forme sus primeras palabras y haga or por primera vez su pap,
mam? Preguntdselo al padre y a la madre. Solamente ellos pue-
den decirnos todo lo que ese balbuceo medio inteligible representa.
Es todo un acontecimiento en su vida.
Qu grandes cosas podemos decir a Dios en nuestras plegarias
nosotros, hombres pequeitos y simples? Tan torpes como somos!
Pues, sin embargo, el da en que nos lanzamos a hablar filialmente
con Dios es todo un acontecimiento en los cielos. Porque nuestra
pobre oracin es la respuesta a la palabra vivificante de Dios, en la
cual nos ha dado nombre de hijos y nos ha revelado su nombre de
Padre. De esta forma nuestra respuesta participa de la sublimidad
de la palabra divina con que Dios nos interpela. Cuando rezamos
en nombre de Cristo, unidos con l y plenamente confiados en
l, cuando rezamos en virtud de su Espritu, sentimos claramente
que el mismo Padre nos quiere (cf. Jn 16, 27).
Hay quien objeta: Dios no tiene necesidad de nuestras pala-
bras. No fue Cristo quien dijo: Antes de que pidis, conoce ya
vuestro Padre lo que necesitis (Mt 6, 8)? Es verdad: Dios no ne-
cesita nuestro miserable balbuceo. Ni siquiera necesita nuestro amor,
pues aun sin nosotros es infinitamente dichoso en el jbilo eterno
de su amor trinitario. Pero Dios se ha manifestado a nosotros como
el gran enamorado, y quiere que tomemos parte en la fiesta de su
amor bienaventurado. El amor quiere ser amado. Todos los miste-
rios salvficos de la vida de Cristo, actualizados maravillosamente en
los sacramentos, nos dan esta confianza segura: Dios desea nuestro
amor y quiere y acepta las filiales palabras con que se lo manifes-
tamos.
La oracin de splica
La oracin confiada por la que pedimos cuanto necesitamos es
honrosa para Dios, nuestro Seor y nuestro Padre, pues corresponde
a los designios amorosos que nos manifest en Cristo. Nuestra con-
fianza ser tanto mayor cuanto ms viva sea en nosotros la concien-
cia del gran honor que Dios nos concede al llamarnos personal
y amorosamente en los sacramentos. Cmo podra Dios negarnos
algo necesario a nuestra salvacin, despus que Cristo se ofreci
Cordialmente hacia el Padre
39
por nosotros al Padre para hacernos partcipes de su misma vida?
Llevamos el nombre de Cristo, somos nos lo asegura sobre todo
la celebracin de la santa eucarista carne de su carne: reza-
mos en nombre de Cristo. Nuestra splica, nacida y fundada en los
sacramentos de la fe, no puede quedar fluctuante entre dudas
(Sant 1, 6).
El Padre nos lo ha dado todo en Cristo Jess. Por eso nuestras
peticiones en nombre de Cristo son una incesante alabanza de su
bondad paternal.
No est muy lejos an el tiempo en que para algunos el Cristo
de la liturgia era ante todo un Cristo cultual, sin lugar por tanto
para la oracin de peticin. Es un gran error. Dios glorifica su nom-
bre y su bondad de Padre mediante los dones que nos concede;
y nosotros tenemos un medio excelente de dar gloria a Dios recono-
ciendo humildemente que todo ha de venirnos de l y entregndonos
con inquebrantable confianza en su bondad paternal. La plegaria
perseverante es la mejor expresin de esa humildad y confianza. La
oracin de peticin, que tiene en la liturgia su fuente y su modelo,
es en realidad un Magnficat entonado sin descanso por la Iglesia,
humilde esposa de Cristo, y por todos los que son hijos suyos de
verdad: A los hambrientos colm de bienes. Los que presumen
de ricos, se van con las manos vacas (Le 1, 53).
Las splicas del apstol de las gentes, del mismo modo que nos
anuncian con tanta fuerza el misterio sacramental de nuestra vida
en Cristo Jess, son autnticos himnos a Dios. O cuando menos,
desembocan siempre en un himno al Padre de nuestro Seor Jesu-
cristo, Padre misericordioso y Dios de todo consuelo (2 Cor 1, 3).
Nuestros himnos, nuestra oracin de adoracin y alabanza, re-
suenan con falsa armona cuando la oracin de peticin no mantiene
despierta en nosotros la conciencia de que por nosotros mismos so-
mos nada, y menos que nada: somos pecadores dignos de castigo,
pero Dios nos lo ha concedido todo en su amadsimo Hijo. Sin em-
bargo, tampoco se puede perder de vista el otro lado de la verdad:
nuestra oracin cristiana de peticin brota de los sacramentos; nues-
tra firmsima confianza de que el Padre nos ama se apoya en que,
congregados en el nombre de Jess, rezamos en su nombre. Por
eso, la oracin de peticin es tambin oracin cultual, oracin de
alabanza. Esa oracin de splica tiende a desarrollar en nosotros las
40 Sacramento y oracin
disposiciones para la gracia sacramental. Oracin de peticin y ora-
cin de accin de gracias han de ir siempre entremezcladas.
Pedir el don de la perseverancia
Nos ensea la Iglesia que mediante la oracin podemos alcanzar,
no merecer, la gracia de la perseverancia, que es la ms decisiva
para nuestro destino eterno.
Nunca podremos presentar ante Dios mrito alguno en propor-
cin con la vida de gracia que de l gratuitamente recibimos. Igual-
mente, la permanencia definitiva en esa gracia es don inmerecido de
Dios, prometido a los que incesantemente lo piden. Pues slo la ora-
cin continua por la perseverancia mantiene'viva la conciencia de
que todo el conjunto de nuestra eleccin sobrenatural es don gratuito
de Dios. Al mismo tiempo, la oracin perseverante es seal de fe
en la voluntad salvfica universal del Seor. l no desea menos que
nosotros concedernos este gran don de la perseverancia, pues quiere
llevar a cabo la obra magnfica que empez con nuestra vocacin
a la eterna bienaventuranza y que los sacramentos hacen progresar
sin descanso. Slo se nos impone la condicin de pedir confiada-
mente esta especialsima gracia.
La splica filial y confiada por la perseverancia en el amor y ser-
vicio de Dios es una forma excelente de dar gracias por el don inme-
recido de ser llamados hijos de Dios y serlo en verdad y por haber
sido llamados a participar de la plena revelacin de su designio
amoroso. Entonces comprenderemos qu gran gloria tiene Dios re-
servada para sus hijos (cf. 1 Jn 3, lss).
Peligro de la oracin vocal
La oracin filial, que es respuesta a la poderosa palabra de Dios,
est amenazada por un gran peligro de parte de la oracin vocal.
Para evitar este peligro, es importante establecer un justo equilibrio
entre la oracin formularia y la que brota espontneamente del co-
razn.
Las frmulas de oracin son necesarias para expresar la oracin
Cordialmente hacia el Padre 41
de una comunidad. Al mismo tiempo constituyen escuela insustitui-
ble para nuestra oracin privada y personal. En las magnficas ora-
ciones de los santos del Antiguo y del Nuevo Testamento encontra-
mos los mejores ejemplos para nuestra oracin. Cuando hacemos
nuestras las plegarias recogidas en la Sagrada Escritura y las recita-
mos con toda nuestra alma, sentimos la alegre seguridad de rezar
tal como Dios quiere y nos ha enseado. Ycomo lo ms grande en
la oracin del cristiano es la unin con Jess, el rezar en su nom-
bre, de todas esas hermossimas oraciones preferimos ante todo las
del mismo Jesucristo. Su oracin sacerdotal es la verdadera escuela
de oracin.
Pero en nuestra oracin privada debe ocupar lugar preferente la
oracin del corazn, la oracin sin frmulas que es un dilogo inme-
diato con Dios. Quien no cultiva asiduamente esta oracin personal,
percibir que tanto su vida piadosa individual como la comunitaria
se ir reduciendo poco a poco pero irremisiblemente a la recitacin
ms o menos mecnica de unas cuantas frmulas. Slo en pocas de
cansancio o sequedad, en que nos faltan pensamientos y palabras
personales, debemos conceder cierta preferencia a esas oraciones
hechas.
Supone un defecto irremediable en la educacin el que los pa-
dres no enseen a sus hijos pequeos sino frmulas de rezo, y no los
inicien en la oracin que es un contemplar a Dios escuchndole
atentamente y dialogando personalmente con l. La piedad sacra-
mental nos ensea que la oracin del cristiano es ante todo insercin
en el misterio de Dios y de su palabra. Por eso, el mayor peligro de
la oracin es dejar de percibir la voz de Dios, que nos habla a travs
de las disposiciones de su providencia y de la accin de su gracia en
cada uno de nosotros. Entonces el hombre ya no vive atento a la Pa-
labra, y su oracin se convierte en un puro recitado de oraciones,
prcticamente, en un puro despachar los rezos como quien se des-
entiende de un compromiso con Dios.
No hace falta insistir en la importancia capital que encierra la
celebracin viviente de los sacramentos y la comprensin profunda
de su significado para mantener viva y animada la vida de oracin.
Un formulismo muerto, un rubricismo desalmado en la celebracin
de los santos misterios, ponen en grave peligro tanto la oracin co-
munitaria como la estrictamente litrgica. Cuando la palabra, el
Sacramento y oracin
mensaje de salvacin contenido en los sacramentos, no nos llega vi-
talmente, cuando no tenemos la dicha de experimentar en toda su
pureza la respuesta de la Iglesia, esposa de Cristo, es casi seguro
que tambin a nuestra oracin privada faltar la plenitud y riqueza
interior.
Se puede hablar, en general, de personas a las que es ms acon-
sejable la oracin vocal mediante frmulas hechas y otras a las que
va mejor la oracin espontnea y cordial. Igualmente, en la vida de
cada uno hay pocas en las que la misma evolucin espiritual inclina
ms a la oracin personal y otras en las que es muy conveniente
o necesario echar mano de los libros. A algunos parece que la misma
naturaleza les impulsa al dilogo personal con Dios; las frmulas de
oracin les resultan un obstculo a la espontaneidad. Otros, en cam-
bio, encuentran ms fcilmente en las oraciones de los santos y en
la Sagrada Escritura, la frmula para expresar sus propios senti-
mientos de alegra y sus necesidades personales. Hay quien se aco-
moda sin dificultad al ritmo invariable del rosario; y quien prefiere
concentrar en una sola avemaria la meditacin pausada de todo el
misterio; incluso no faltan quienes simplemente gustan de arrodi-
llarse ante una imagen de la madre de Dios para conversar espont-
neamente con ella y meditar en su compaa los grandes misterios
de nuestra salvacin. En esto hay que dejar a cada uno la mayor li-
bertad. Porque cada uno debe crecer en el sentido que Dios le dicta.
Las normas de la liturgia y las leyes del rezo en comn imponen ya
suficientes limitaciones, que por lo dems en ningn caso es lcito
descuidar.
Algunas almas piadosas, ansiosas de pertenecer a todas las her-
mandades y cofradas imaginables, se cargan con tal cmulo de ora-
ciones obligatorias que no tienen tiempo para el dilogo espontneo
con Dios y as terminan olvidando la verdadera oracin. En tal caso
surge una resolucin radical: liberarse de la sobrecarga de rezos for-
mulistas a fin de tener lugar y tiempo para permanecer atento a todo
lo que Dios quiere decirnos con los diversos acontecimientos de
nuestra vida, sobre todo en la celebracin de los santos misterios,
esforzndose por vivir en dilogo personal con l.
Cordialmente hacia el Padre
43
El rezo de las horas
Para muchos sacerdotes el rezo del oficio divino representa un
problema parecido. Michael Pfliegler escribe agudamente sobre este
particular: El breviario es para el sacerdote o una puerta que dia-
riamente se le abre a los ms grandes tesoros y fuentes de la santi-
ficacin personal, o bien la escuela diaria para ir olvidando poco
a poco, pero radicalmente, la vida de oracin
1
.
El rezo de las horas debe ser una prolongacin de la celebracin
eucarstica y una preparacin para la prxima subida al altar. El ofi-
cio divino ha de permitirnos captar ms hondamente la palabra de
Dios que se nos dirige tan eficazmente en los sacramentos. El rezo
del breviario, en cuanto oracin oficial de la Iglesia, debe introdu-
cirnos, ms ntimamente que la pura oracin privada, en el misterio
de la oracin de la Iglesia que es la respuesta que la esposa de Cristo
da a su esposo divino en los sacramentos.
La principal preocupacin y empeo del sacerdote al rezar su
breviario no se centrar en la observancia de la rbrica ni en la pura
recitacin material. Recordemos siempre la advertencia del Seor:
Cuando recis, no hablis mucho como los paganos. Ellos creen
que cuanto ms hablen, tanto ms fcilmente sern escuchados.
Vosotros no sigis su ejemplo (Mt 6, 7s).
Es absurdo objetar que el breviario, aun recitado con irreflexin
y sin comprender lo que se dice, tiene su eficacia, pues es la ora-
cin de la Iglesia. Cmo es posible que la Iglesia, la esposa de
Cristo, responda a la palabra amorosa y vivificante de su esposo con
un indigno farfulleo? El rezo del breviario se design con el nombre
de oracin de la Iglesia, cuando las diversas partes del da se san-
tificaban con una oracin en la que poda tomar parte todo el pueblo
cristiano. Pero cuando el sacerdote se ve en la imposibilidad de re-
zar el oficio debidamente y tiene que resignarse a despachar cuanto
antes esa obligacin, entonces hemos de concluir que la oracin de
la Iglesia ha dejado de ser la oracin adecuada para l.
Para rezar bien el breviario no basta haber hecho en el semina-
rio un curso sobre el salterio. Es preciso un esfuerzo sostenido para
1. Priesterliche Existenz, p. 56.
44 Sacramento y oracin
penetrar en su ms hondo significado. Tambin es muy importante
distribuir razonablemente el rezo a lo largo del da, segn lo permi-
tan las ocupaciones.
La escrupulosidad y exageracin legalista no son ciertamente el
mejor terreno para que germine una recitacin alegre en espritu
y en verdad. Es cierto que el sacerdote ha de empearse seriamente
en satisfacer el ideal de esta ley tan importante, esforzndose sobre
todo en rezar con devocin. Pero si advierte que ha recitado com-
pletamente distrado una parte del oficio, en ningn caso tiene por
qu repetirla. Lo mejor es que concentre su esfuerzo en recitar la
siguiente con tanta mayor atencin. El que padece inquietudes de
conciencia, siempre que dude si ha recitado ya alguna parte, puede
resolver tranquilamente esa duda a su favor. Y si alguna vez, por
ejemplo, al finalizar un domingo saturado literalmente por ocupacio-
nes pastorales que no admiten dilacin, se encuentra uno con el
oficio sin empezar, ser mejor que en vez de lanzarse encarniza-
damente a decir el oficio, haga todo lo posible por rezar devota-
mente la parte que corresponda a esa hora del da.
Carece de toda justificacin recargar a las religiosas o a otras
personas que no conocen el latn, sin motivo forzoso, con el oficio en
latn o con largas oraciones en la misma lengua, que muy bien po-
dran rezarse en la propia. La misma Iglesia, siempre madre provi-
dente y actual, ha facilitado a todos el acceso a la lengua vulgar en la
oracin oficial. Una joven que siente en s la vocacin a la vida
religiosa y duda en qu congregacin entrar, debiera fijarse ante
todo en buscar la congregacin y la comunidad en que se reza me-
jor. Pues la vida consagrada debe ser escuela viviente de oracin.
DESCARGAR EN DIOS NUESTRAS PREOCUPACIONES
Cuando, siguiendo la exhortacin del salmista, vamos hacia Dios
para descargar en el Seor todas nuestras preocupaciones (Sal 54,
23), lo hacemos conscientes de que l, nuestro Seor y Maestro,
tom sobre s nuestras enfermedades y carg con nuestras moles-
tias (Mat 8, 17). Es el buen samaritano que, movido a compasin,
se preocup por nosotros, los pobres y enfermos, y nos confi a su
Iglesia y a la intercesin de su madre Mara. Ms an: ha querido
Descargar en Dios nuestras preocupaciones 45
seguir en todo momento a nuestro lado. En los sacramentos, que
son fuerza para los dbiles y medio de curacin para las enferme-
dades de nuestra alma, nos est demostrando continuamente que si-
gue preocupndose de nosotros. Todos ellos, pero sobre todo la
santa eucarista, nos demuestran la gran realidad que expres el
apstol con tan consoladoras palabras: El Seor est cerca: no os
angustiis por nada, sino ms bien, en todas vuestras oraciones y
splicas, presentad ante el Seor vuestras necesidades con accin de
gracias (Flp 4, 5s).
Si alguno est triste o tiene sufrimiento, que rece (Sant 5, 13).
Ciertamente, lo peor del sufrimiento, de la tribulacin y de la tris-
teza es sentirse a solas con el propio dolor, no encontrar un hombre
al que abrirse por completo sin reservas; verse uno obligado a ce-
rrarse en s mismo en el dolor. Pero quien ha experimentado la pro-
ximidad de Dios en los sacramentos, quien ha escuchado la voz de
Dios que se deja sentir tan fuertemente en los sacramentos y ha
entablado con l un dilogo en el que entran todos los sectores de
la vida, vencer sin dificultad todo dolor y todo sufrimiento. Ese
hombre no puede sentirse solo. Sabe que est bajo la proteccin del
Altsimo.
La clebre escritora francesa, Madeleine Smer, discpula aven-
tajada de Nietzsche, haba educado a su nico hijo en la ms estricta
incredulidad. El muchacho tuvo que sufrir una larga y molesta en-
fermedad. Yun da dirigi a su madre este delicado reproche: Al
menos para estas ocasiones habra que saber rezar.
La desesperacin, sima en la que sucumben tantos hombres des-
corazonados que no han aprendido a rezar, debiera impulsarnos a
hacer todo lo que est en nuestra mano para ensearles el santo re-
medio de la oracin. Yal menos debiramos pedir a Dios para ellos
esa gracia. Aunque hay que confesar que para rezar bien, con amor
y confianza, en el momento de la tribulacin, es preciso haberlo
aprendido antes. Slo as podr terminar en confiada alabanza el
grito nacido de la hondura de un corazn atenazado por el sufri-
miento.
El salmista, aunque no poda sentir tan maravillosamente como
el hombre sacramental de la nueva Alianza la confortadora cerca-
na de Dios, rezaba as en medio de la ms grande afliccin: Olea-
das de muerte me cercaron; torrentes de maldad me embistieron.
46 Sacramento y oracin
En mi apretura grit a mi Dios. Yen medio de la angustia brota la
oracin confiada: A ti, Seor, alzo mi alabanza; ya estoy libre de
mis enemigos (Sal 17, 4-7).
Tras el clamor de la ms grande angustia humana y la maravi-
llosa resignacin confiada de todos aquellos que rezan en espritu
y en verdad, descubre el hombre que en los sacramentos se ha
identificado con Cristo por una muerte semejante a la de l (Rom
6, 5), el grito poderoso de aquel que carg sobre s todas nuestras
culpas y trabajos: Dios mo, por qu me has desamparado?
(Mt 27, 46; Sal 21, 2), y luego la respuesta liberadora de la entrega
filial y de la filial confianza: Padre, en tus manos encomiendo mi
espritu (Le 23, 46).
Si ante nosotros no estuviera Cristo, sacramento original, y si no
tuvisemos siempre a nuestro alcance los sacramentos de su perdn,
cmo nos atreveramos a invocar a Dios en medio de nuestra aflic-
cin, en medio de la mayor soledad, la soledad del hombre apartado
de Dios por el pecado? Cmo le invocaramos con absoluta con-
fianza sabiendo que es precisamente nuestro pecado lo que nos ha
alejado de l?
Ciertamente, quien por el pecado mortal ha apagado en su alma
la vida de la gracia no puede rezar en el nombre de Jess como
rezan los que viven en Cristo por la gracia. Pero Jess, en su vida
mortal, con voz poderosa y con dolores indecibles, pidi al Padre
por estos pobres pecadores. Por eso, si el pecador deja toda falsa
confianza en s mismo y en sus presuntos mritos, para confiar ni-
camente en el perdn de Cristo, en virtud de su pasin, muerte y
resurreccin, est ya rezando, a su manera, en el nombre de Jess.
La gracia adyuvante le dirige. Ytiene ante s los sacramentos: para
el no bautizado, el sacramento del bautismo; para el bautizado, el
sacramento de la misericordia y del perdn. Es Cristo mismo, el Se-
or, quien invita al pecador mediante estos sacramentos, mediante
su Iglesia, a recibir la palabra liberadora y fortificante de Dios.
Todos nosotros rezamos ciertamente en el nombre de Jess,
cuando penetrados de nuestra solidaridad con Cristo, invocamos
confiadamente a Dios pidiendo su ayuda para los enfermos, los atri-
bulados y sobre todo para los pecadores.
APRENDIENDO LA ORACIN DEL CIELO
Cul ser nuestra oracin por toda la eternidad? Amar y ser
amados: experimentar cara a cara, corazn a corazn, el amor in-
sondable de Dios, que nos har infinitamente dichosos y entregar-
nos jubilosamente a ese mismo amor.
La oracin del cielo ser participar de la manera ms ntima que
se puede imaginar en la vida misma del Dios trino, en el incompren-
sible dilogo de amor entre Padre e Hijo en el Espritu Santo. Yesta
oracin comienza ya ahora para nosotros, en esta vida, si bien ni-
camente como en un espejo, de manera confusa (cf. 1 Cor 13, 12),
es decir, a travs de la fe y la esperanza de conseguir la imagen per-
fecta. Pues ya ahora se ha difundido el amor de Dios en nuestros
corazones mediante el Espritu Santo que se nos ha dado (Rom
5, 5).
La oracin, dentro del orden de los sacramentos de la fe,
preludia ya de manera velada, aunque sumamente profunda, la per-
fecta realidad. Es preciso mirar siempre hacia esa realidad que espe-
ramos y orientar hacia ella todo nuestro empeo. Conforme avanza
nuestra conversin, la oracin ha de ir transformndose en dilogo
de amor. Dios en sus sacramentos no nos habla de otra cosa sino de
amor. Nuestra respuesta ha de tender a ponerse en el mismo plano:
responder cada vez con ms perfecto amor al gran amor de Dios
y a todas las manifestaciones de su amistad. Nuestra oracin ha de
brotar ante todo de la alegra por vivir tan en contacto con Dios.
En esta luz consideramos no solamente la alegre celebracin del
sacrificio eucarstico, sino tambin la visita sosegada al santsimo sa-
cramento. Pues no solamente el sacrificio del altar, sino que en
unin con l, tambin la presencia real en el sacramento, nos hablan
de la nueva y eterna alianza de amor. Visitar amorosamente al
Seor en su sacramento es manifestar una actitud de continuo agra-
decimiento por haber podido celebrar en la maana los santos mis-
terios. El que siente gusto en estas visitas y bendice estos ratos
pasados en compaa del amigo divino, en los que todo el ruido del
mundo se aquieta y descansa, vivir una vida de oracin marcada
toda ella con el sello de la cercana e intimidad con Dios. Toda su
vida de piedad se mover en el mbito sacramental.
48 Sacramento y oracin
Cuanto Dios me enva es palabra y mensaje para m. Pero sola-
mente el corazn que reza, solamente el hombre dispuesto a res-
ponder en cada momento a la llamada del amor, puede reconocer
o al menos atisbar en todo un designio amoroso de Dios. Somos
rezadores en autntico sentido cristiano, nicamente cuando, segn
hemos meditado, miramos las cosas con ojos de hombre sacramen-
tal, es decir, lo vemos todo a partir de la voz poderosamente eficaz
de Dios y nos esforzamos por penetrar humilde y agradecidamente
en su palabra. En los sacramentos nos llama Dios con nombre de
hijos. As pues, slo de los sacramentos puede venirnos la fuerza
para levantar toda nuestra vida en una respuesta filial.
En los sacramentos santifica Dios toda nuestra existencia: con
cuanto somos y tenemos, nos invita a penetrar en el crculo santo
y santificante de su amor eficaz. En los sacramentos nos abre las
riquezas de su amor y de sus amorosos designios, en una medida
siempre renovada y siempre distinta, segn la naturaleza de cada
sacramento. De tal forma que toda nuestra vida est consagrada,
con sello fuerte e imborrable, a las exigencias del amor de Dios.
Podemos, pues, y debemos abrirnos totalmente a Dios. Es preciso
responder al amor de Dios con todo nuestro ser. En marcha hacia
el cielo, hacia aquel dilogo eterno de amor, hay que entrar en el
espacio santo de la oracin con todo nuestro equipaje terreno: slo
as dejar de ser un estorbo y se convertir en ayuda para nuestro
encuentro con Dios.
Hemos visto cmo la oracin vocal hecha mecnicamente es un
peligro para la oracin autntica. sta tropieza a veces tambin
con otra gran amenaza: la de dejar ms o menos al margen a Dios
y su Palabra. Hay peligro o de concebir la oracin al modo de una
obra puramente humana o de escogerse cada uno sus propios te-
mas. En la lnea de su estructura sacramental, la oracin no ser
perfecta sino cuando nosotros atendemos sobre todo a lo que Dios
nos dice y nos esforzamos en dar la respuesta adecuada. La autn-
tica piedad sacramental preserva nuestra oracin de toda arbitra-
riedad, le impide degenerar en una conversacin a solas consigo
mismo, y no permite al hombre presentarse ante Dios irrespetuosa-
mente para hacer valer los propios caprichos. Los sacramentos de la
fe exigen de nosotros una meditacin continua de las maravillas
obradas por Dios en nosotros y de sus inagotables riquezas tal como
Aprendiendo la oracin del cielo 49
se manifiestan incesantemente en la operacin de su gracia a travs
de los sacramentos. Y siendo los sacramentos de la fe sacramentos
de la nueva ley, tambin las maravillas de la ley divina, mirabilia
legis (Sal 118, 18), se nos abren una vez que hemos penetrado amo-
rosamente en la accin de Dios: comprendemos la sublime grandeza
de la ley de Dios, nuestro creador, redentor y santificador.
As pues, los sacramentos no slo nos hacen sentirnos seguros
de que Dios est efectivamente ante nosotros llamndonos con su
gracia, hacindonos felices con su compaa e invitndonos a ado-
rarle al verle tan cerca, sino que adems nos permiten comprender
mejor su palabra. Los sacramentos hacen que nuestra respuesta sea
totalmente personal y al mismo tiempo que sea la respuesta a Dios
debida, es decir, la respuesta conforme a lo que Dios nos da y a lo
que de nosotros espera.
La oracin continua, continua en la medida en que nos es posi-
ble durante nuestra peregrinacin hacia el jbilo eterno de la ora-
cin celestial, significa hacer de toda nuestra vida una respuesta a la
palabra que Dios nos dirige en los sacramentos y en todos los su-
cesos dispuestos por su providencia.
El hombre sacramental, aunque muy en la tierra, est ya total-
mente volcado hacia el cielo. Estamos en marcha, y tenemos que fi-
jarnos con toda atencin en los pasos que a cada momento de nues-
tra peregrinacin hemos de dar. Sin embargo, ya durante la marcha
nos asomamos mediante los sacramentos a la liturgia celestial. A la
luz del dilogo sacramental, todas las cosas terrenas y todos los
acontecimientos de la vida parecen los escalones de una nueva es-
cala de Jacob: vemos cmo en todo tiempo est Dios pendiente de
nosotros para conducirnos al cielo.
Mas el camino hacia la eterna oracin del cielo nos impone fre-
cuentemente duras batallas. Por eso necesitamos fortalecernos en los
festines nupciales de la santa liturgia, en los que podemos unir
nuestra voz al canto jubiloso de los coros anglicos. Necesitamos
tambin las horas tranquilas, o mejor los muchos momentos de
tranquila oracin interior. Slo as vuelve a brillar nuevamente el
cielo, y todo se torna en un amante Abba, padre amado, en el
nombre de Jess.
Madeleine Smer, que comprendi el grito angustiado de su hijo
pidiendo el consuelo de la oracin, hall luego el camino hacia la
50
Sacramento y oracin
fe y la dicha de la oracin. En su diario dej consignados estos pen-
samientos sobre las gracias de aquella oracin que permite vislum-
brar la cercana de Dios. Desde aquel da de luz, aun en medio
de la tribulacin, mi vida est en tan plena calma, en tan dulce fe-
licidad, que si tuviera que escoger entre la oracin y la vida, no
dudara un instante y con gusto me ofrecera a la muerte
2
.
Seor! Con tu omnipotente palabra nos llamaste a la vida. T
nos hablas en los sacramentos palabras de vida. Danos, Seor, que,
como discpulos fieles, vivamos siempre atentos a tu palabra, es-
cuchemos en todo tu voz, hagamos de nuestra vida una respuesta
de gratitud, de adoracin y de amor. Seor, ensanos a rezar.
2. Tagebuch, p. 231.
VIDA CRISTIANA Y VIDA DE ORACIN A LA LUZ
DE LOS SACRAMENTOS Y DE LA ORACIN DEL SEOR
Una vez, en cierto lugar, Jess estaba haciendo oracin. Al
terminar, le dijo uno de los discpulos: Seor, ensanos a orar,
como Juan ense a orar a sus discpulos. Jess les dijo: Cuan-
do oris, decid:
Padre, santificado sea tu nombre,
venga tu reino,
danos cada da el pan necesario,
perdnanos nuestras culpas,
como tambin nosotros perdonamos al que nos debe algo,
y no nos pongas en tentacin (Le 11, 1-4).
Cuando recis, no hablis mucho, como los paganos: ellos
creen que sern escuchados cuantas ms palabras digan. No ha-
gis como ellos. Vuestro Padre sabe bien lo que necesitis, aun
antes de que se lo pidis. Vosotros habis de rezar as:
Padre nuestro, que ests en los cielos!
Santificado sea tu nombre,
venga a nosotros tu reino,
hgase tu voluntad as en la tierra como en el cielo.
El pan nuestro de cada da dnosle hoy.
Y perdnanos nuestras deudas, as como nosotros perdonamos
a nuestros deudores.
Y no nos dejes caer en la tentacin,
ms lbranos del mal (Mt 6, 7-13).
52 Oracin a la luz de la oracin del Seor
La palabra eficaz de Cristo en los sacramentos contina en la
misma lnea la gran leccin de oracin que quiso darnos en el pa-
drenuestro. En ste como en aqullos nos ha puesto el Seor ante
los ojos los grandes ideales de nuestra oracin y de toda nuestra
existencia. Jesucristo es el nico Seor y Maestro. En lo alto del
monte de las bienaventuranzas Mateo presenta el padrenuestro
en medio del sermn de la montaa, sobre el monte de los do-
lores, el monte de la resurreccin y de la donacin del Espritu, pre-
gona su evangelio y prepara nuestra salvacin. Ahora, en los sacra-
mentos sigue pregonando eficazmente la nueva ley de gracia, que
graba en nuestros corazones junto con la nueva vida. Los misterios
redentores de Cristo, su voz que resuena de fuera en nuestros odos
y su accin salvfica en los sacramentos se corresponden e iluminan
mutuamente.
Pero de manera muy especial se iluminan entre s el padrenues-
tro y los sacramentos en su estructura fundamental. De la compara-
cin entre padrenuestro y sacramentos podremos obtener una mara-
villosa sntesis de nuestra vida.
Muchos grandes telogos, con admirable agudeza, se han esfor-
zado en yuxtaponer a cada peticin del padrenuestro una bienaven-
turanza, a cada bienaventuranza una virtud teologal o una virtud
cardinal, uno de los frutos del Espritu Santo y finalmente uno de
los siete sacramentos. A pesar de tan excelentes modelos, no pre-
tendemos llevar las cosas por ese camino; algunos detalles podran
parecer demasiado rebuscados. Pero el intentar una visin global de
todos estos misterios lo creemos un importante deber teolgico. Nos
interesa sobre todo poner de relieve el valor inmediatamente vital
de la gran sntesis que se deduce de los santos misterios. Intentare-
mos, pues, coordinar esos diversos elementos en una idea unitaria a
fin de dar a conocer la mutua dependencia que existe entre los diver-
sos puntos de vista.
ABBA, PADRE NUESTRO
Padre, simplemente, leemos en los mejores textos que han lle-
gado hasta nosotros del evangelio de san Lucas. Esta lectura se ve
confirmada por otros pasajes (Rom 8, 15; Gal 4, 6) que resumen
Abba, Padre nuestro 53
la oracin de los cristianos en este grito que el mismo Espritu
Santo hace salir de lo ms hondo del alma: Abba, Padre! Cuan-
do los apstoles difunden esta plegaria Abba, Padre!, resuena
en sus odos y en su alma la voz cordial del Maestro. Cmo nos
hacen recordar inmediatamente aquella splica dolorida del huerto:
Abba, Padre! T lo puedes todo (Me 14, 36). Y aquella explo-
sin jubilosa: Te doy gracias, oh Padre, Seor de los cielos, que
ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las manifestaste a
los pequeos. S, Padre, as lo habas dispuesto (Mt 11, 25s). Qu
santo temblor y qu profunda emocin no sobrecogera a los dis-
cpulos al repetir este nombre tan entraable para el Verbo humana-
do! Ellos que haban escuchado tambin aquel Este es mi hijo ama-
dsimo (Mt 3, 17; 17, 5; 2 Pe 1, 17).
El Seor nos ha enseado a unir nuestra voz con la suya para
clamar: Abba, Padre! Con ello quiso revelarnos no solamente el
misterio de su filiacin divina sino tambin el misterio redentor de
nuestra unidad vital con l. Podemos llamar a Dios, al Padre
de nuestro Seor Jesucristo (2 Cor 1, 3), con el nombre de padre,
padre nuestro, porque l nos escogi por hijos en su Hijo amadsi-
mo y nos revel en su Hijo sus paternales designios sobre nosotros.
En el bautismo nos dio nombre de hijos, y en la confirmacin de-
rram en nuestra alma la plenitud del Espritu de filiacin, de modo
que, animados realmente de sentimientos filiales, podemos exclamar:
Abba, Padre! El Espritu nos asegura que somos de veras hijos
(Rom 8, 15s).
Abba, Padre! podemos gritar unidos en una sola realidad de
vida y de amor con Cristo, en virtud de nuestra maravillosa solida-
ridad de destino con l. Pero este grito confiado solamente ser
agradable a Dios cuando surja de un alma consciente tambin de la
solidaridad de redencin de todos los dems hombres en Cristo. Es
decir, que el grito Padre ha de terminar siempre en un Padre
nuestro, que es lo que leemos en el Evangelio de san Mateo. Am-
bos textos, el de san Lucas y este de san Mateo, no se contradicen;
ms bien, mutuamente se ilustran y completan.
El bautismo nos hace hijos de Dios y adems miembros de su
gran familia; nos convierte en hermanos y hermanas de Cristo. Todo
sacramento significa un encuentro personal con Cristo, y un encon-
trarse personalmente en Cristo con el Padre celestial. Pero los sacra-
54 Oracin a la luz de la oracin del Seor
mcntos son al mismo tiempo y con idntica verdad signos eficaces
de la unidad de la Iglesia, de la unidad de todos los redimidos en
Cristo.
Los sacramentos nos invitan a vivir intensamente en plan per-
sonal: a realizar y profundizar nuestra responsabilidad personal en
la presencia de Dios. Personalismo es ste de raz tan bblica y tan
genuinamente sacramental, que ha de estar sustentado por el senti-
do familiar por la pieas divina de nuestro Padre celestial con
quien formamos una familia en Cristo. Toda nuestra oracin per-
sonal, todo nuestro sentido de responsabilidad personal demuestran
su autenticidad, su autntica categora cristiana, haciendo nacer en
nosotros un sentido de familia, impulsndonos a alabar a Dios en el
coro de nuestros hermanos y a compartir nuestras propias respon-
sabilidades con las suyas.
PADRE, QUE REINAS DESDE TU TRONO CELESTIAL
El nombre de padre es el nombre ms ntimo: descubre la indes-
criptible dicha de sentir a Dios cercano. Es la nica palabra que
tiene el hombre ante el mysterium fascinosum del Dios Padre. Ella
nos habla del amor incomprensible del Padre celestial que nos envi
a su Hijo unignito y nos comunic el Espritu de gloria (1 Pe
4, 14).
En cambio, la aposicin que ests en los cielos nos habla in-
mediatamente del mysterium tremendum, del misterio impresionante
de la santidad y sublimidad de Dios. Recordamos al punto la adver-
tencia del Eclesiasts: Dios est en los cielos y t sobre la tierra
(Ecl 5, 1). Experimentamos el santo temblor del profeta Isaas al
contemplar la visin majestuosa del Dios tres veces santo en su
trono excelso. Aquella triple invocacin de los serafines nos permite
hacernos una plida idea de la sublimidad del Dios que est en los
cielos.
Los sacramentos nos introducen en el misterio pascual, que es
al mismo tiempo revelacin del amor de Dios tan cercano a nosotros
y de la santidad tremenda del Padre celestial ofendido por nuestros
pecados. Para comprender en toda su complejidad y hondura el
mensaje de los sacramentos, que nos hacen vivir la maravillosa ex-
Padre que reinas 55
periencia de la cercana de Dios, tenemos que haber acompaado a
Cristo al huerto y haber escuchado aquel grito estremecedor en la
cruz: Dios mo, Dios mo, por qu me has desamparado? Tene-
mos que tomar muy en serio el viernes santo, si queremos gozar de
las delicias del misterio pascual. La piedad sacramental exige una
tensin equilibrada entre temor y confianza, entre rendida venera-
cin y amor jubiloso, entre mysterium tremendum y mysterium fas-
cinosum misterio impresionante y misterio atrayente . Los sa-
cramentos son a un tiempo chorros ardientes de luz y nubes
tenebrosas. Son signos que nos hablan del amor de Dios abajado
hasta nosotros, pero tambin signos que nos ocultan misteriosamen-
te la inaccesible santidad de Dios (cf. Heb 12).
El mensaje del Dios que est sentado en su trono de los cielos
aunque exige nuestra adoracin ms absoluta, no disminuye en nada
la santa alegra para sentir a Dios tan cercano. Ms an, hasta la
aumenta. Pues al comprender la sublime grandeza del Dios santo,
comprendemos tambin su gran dignacin al concedernos, por puro
amor, vivir a su lado, al lado del Dios, que, siendo Padre de nuestro
Seor Jesucristo, quiere ser tambin Padre nuestro.
sta es la enseanza inicial que nos dan las primeras palabras
del padrenuestro consideradas a la luz de los sacramentos. Nos ha-
cen comprender nuestra existencia dentro de un marco fundamental-
mente personal y comunitario. Nos hacen concebir nuestra vida
como dilogo empapado de profunda adoracin y tambin de filial
confianza con Dios nuestro Padre, en unin redentora con Cristo,
Hijo del Padre, hecho hombre, y en el seno de su cuerpo mstico
que es la Iglesia.
As pues, para nosotros los sacramentos ya no son cosas san-
tas que Dios pone a nuestro servicio. Son, ante todo, como la
oracin, como el padrenuestro, dilogo personal en el que Dios nos
habla y nosotros le respondemos. A la luz de la estructura funda-
mental de nuestra vida religiosa, que es primordialmente estructura
hondamente personal, los sacramentos, obra salvfica de Dios en
Cristo mediante la Iglesia, son signos de amor de Dios que conti-
nuamente sigue ejerciendo su eficacia y continuamente nos llama.
Mediante los sacramentos penetramos en el mbito del persona-
lismo sobrenatural: somos llamados e interpelados personalmente en
Cristo; luego, en Cristo, en virtud de su Espritu Santo y en virtud
(tincin i la luz de la oracin del Seor
.le MI esposa, la Iglesia, podemos dar a Dios la respuesta debida.
V, i#u*is I o r l a o s por la ley de la oracin, vemos en todos los
dones, mn en los puramente naturales, no tanto medios para nues-
iros propios fines, sino sobre todo muestras de la bondad paternal
ile Dios, seales de su amor que nos incitan a convertirlos en prue-
bas de nuestra gratitud a Dios y del sentido de nuestra solidaridad
con los dems hermanos.
SANTIFICADO SEA TU NOMBRE
La interpretacin ms general entre los exegetas de esta primera
y fundamental peticin del padrenuestro coincide en afirmar que en
ellas se alude sobre todo a la accin de Dios y no a la nuestra.
Pedimos: que Dios glorifique su santo nombre.
Es Dios mismo quien mediante su Hijo amadsimo manifest su
nombre en la obra de nuestra redencin. Es l tambin quien lo
santifica y glorifica ante los pueblos. Esta accin santificadora de
Dios llega a nosotros en los sacramentos, nos alcanza y nos trans-
forma. Por eso, en definitiva, que Dios glorifique su santo nombre
en los sacramentos, vendra a significar que Dios vuelva amorosa-
mente su rostro hacia nosotros los hombres y nos salve. Pues me-
diante los misterios redentores de Cristo, que celebramos en los sa-
cramentos reconociendo ser ellos el mismsimo centro de nuestra
existencia cristiana, el nombre de Dios es glorificado en todos los
pueblos (Mal 1, 11).
Solamente porque l nos santific en los sacramentos, podemos
santificar nosotros el nombre de Dios, pero al pedir que Dios lleve
adelante su obra santificadora no se excluye, sino que se incluye en
dicha peticin y de modo mucho ms urgente, la respuesta del hom-
bre a la accin de Dios. Hacemos nuestra la splica de Jess: Pa-
dre, glorifica tu nombre; y juntamente con l y por l escuchamos
la respuesta: Le he glorificado y lo he de glorificar ms (Jn 12,
28). No por Cristo, sino por nosotros reson esta voz (Jn 12, 28),
a fin de que diramos cuenta de nuestra santificacin y nos sinti-
ramos enrolados juntamente con l en su misin sacerdotal. La
accin santificadora de Dios contina siempre en nosotros: nuestro
ms alto ideal debe ser hacerlo todo para la mayor gloria de Dios.
Santificado sea tu nombre 57
En la Sagrada Escritura frecuentemente el nombre de Dios
designa al mismo Dios. El nombre de Dios es, pues, lo mismo que
el misterio de su gloria personal, es su manifestacin en Cristo, el
Hijo amadsimo, y en el Espritu Santo. Por eso, al pedir santifica-
do sea tu nombre, pedimos tambin que sea debidamente adorado
y reverenciado el altsimo misterio de la santa Trinidad. Nuestra
peticin suena como un eco de la peticin de Jess: Padre, glori-
fcame con aquella gloria que tena en tu presencia desde antes de la
creacin del mundo (Jn 17, 5). El misterio de pascua, misterio de
la glorificacin del Padre y de su Ungido, es un espejo claro en
el que vislumbramos la gloria del Dios trino. Yprecisamente se, el
misterio en que se revela la gloria de Dios, y por el que nosotros
tambin entramos a formar parte de la familia de Dios. Nuestra
participacin en el misterio pascual nos permite dar a Dios el nom-
bre de padre y participar juntamente con Jess, llenos de vene-
racin y agradecimiento, en el dilogo eterno entre el Padre y el
Hijo. En la glorificacin del nombre de Dios va incluida nuestra
honrosa eleccin de hijos de Dios.
El misterio pascual nos ha congregado en la gran familia de
Dios. Ahora no podemos llamar de verdad a Dios Padre nuestro si
no nos sentimos formando realmente una misma cosa, una nica
familia con todos los dems; es decir, si no nos acercamos a Dios tal
como l nos quiere. Tal como l, Padre de todos nosotros, quiere
ser glorificado en Cristo y en nosotros que somos mutuamente her-
manos y hermanas en Cristo.
Clarsimamente ha expresado esto el Seor en su oracin sacer-
dotal: A ellos tambin he querido comunicarles la gloria que t
me diste, a fin de que sean una sola cosa como t y yo lo somos:
yo en ellos y t en m, para que la unidad sea ms perfecta...
Padre, yo quiero que stos que t me has confiado estn conmigo
donde yo ste, a fin de que puedan ver mi gloria, la que t me diste,
pues me has amado desde antes de que empezase a existir el mun-
do (Jn 17, 22-24).
Qu otra cosa podemos hacer para glorificar el nombre de
nuestro Padre comn sino unirnos en el culto, en la ofrenda de nues-
tra alabanza comunitaria? Ah, en la liturgia, resplandecen nues-
tra unin y armona mutuas, nuestra solidaridad salvfica instaurada
por Cristo. Solamente reunidos en el nombre de Jess, unidos
'iK Oracin a la luz de la oracin del Seor
todos a l y asimilados en su pasin y en su muerte, podemos hon-
rar el nombre del Padre, santificar verdaderamente el nombre pa-
ternal de Dios.
El culto divino no constituye, pues, un sector al margen del
amor a Dios y al prjimo. En realidad, el amor verdadero a nuestro
Padre celestial y a su familia es la mejor manera de santificar su
nombre. Y a la inversa: solamente un alma con viva confianza de
la obra santificadora que Dios ha realizado en ella y de la obligacin
que por lo mismo tiene de dar culto a Dios, puede hacer triunfar
en la vida la caridad hacia Dios y hacia el prjimo.
Santificado sea tu nombre no ha de entenderse separadamente
de la invocacin Padre nuestro, que ests en los cielos: bajo cual-
quier aspecto que se considere, es una prolongacin del primer acor-
de fundamental, que ya no dejar de percibirse en todas las dems
peticiones. Es la peticin fundamental en la que estn contenidas
todas las otras. Con distintas palabras ya lo haba dicho santo To-
ms: La virtud de religin impera a todas las otras virtudes.
Viene a ser la forma religiosa (cultual) de todas ellas
l
. La tradicin
afirma unnimamente la misma verdad: el fin ltimo y supremo de
todas las obras de Dios es su glorificacin, su mayor gloria.
VENGA A NOSOTROS TU REINO
El Padre ha instaurado en Cristo el reinado de su amor en el co-
razn del mundo y de la historia de la humanidad. Cristo es el
sacramento radical del reino de Dios, precisamente en virtud de su
entrega total a la voluntad amorosa del Padre hasta el sacrificio san-
griento en la cruz. En virtud del sacrificio de s mismo, adquiri
Cristo para el Padre un pueblo santo, totalmente de Dios.
Los sacramentos nos hacen participar del imperio salvfico de
Dios, en cuanto de una manera gratuita y sobrenatural nos convier-
ten en propiedad de Dios. A semejanza de Cristo, sentimos la
dicha de no pertenecer sino a Dios.
Insistentemente nos repiten los sacramentos que todo viene de
la gracia de Dios. Pero no podemos pasar por alto la segunda parte
1. ST II-II, q. 81, a. 1 y 4.
Venga a nosotros tu reino
59
de ese mensaje insistente: Dios espera frutos abundantes de aquellos
a los que tan liberalmente ha favorecido.
Por los sacramentos crea Dios en nosotros un corazn nuevo
e instaura su imperio amoroso en nuestro corazn y en nuestro es-
pritu. Los sacramentos crean un reino interior, pero incapaz de
consentirnos cerrados en la pura interioridad. Son signos sensi-
bles y eficaces del Salvador del mundo, del Redentor y Seor del
mundo renovado, del Kyrios glorioso al que, despus de haber sido
obediente hasta la cruz, le fueron entregadas todas las cosas. Me-
diante ellos prepara l en este tiempo intermedio de gracia el acto
final de la historia del mundo, en el que entregar al Padre todas
las cosas a fin de que Dios lo sea todo en todos (1 Cor 15, 28).
Mediante la entrega de su cuerpo se santific Cristo por nos-
otros, para que tambin nosotros seamos santificados (cf. Jn 17, 19).
En los sacramentos somos santificados por Cristo para el reino del
Padre no slo interiormente en el alma, si bien es sta la nica que
puede participar inmediatamente de la gracia santificante, sino tam-
bin en nuestro mismo cuerpo. Cristo santifica en los sacramentos
toda nuestra existencia, toda nuestra vida que va de la cuna (bautis-
mo) hasta el da de la consumacin (uncin de los enfermos). Cristo
santifica nuestra actuacin pblica (confirmacin), la vida del ma-
trimonio y de la familia (sacramento del matrimonio) y la vida en
cualquier clase de comunidad (sobre todo, mediante la eucarista, que
es el sacramento central de la unidad y comunidad de la familia de
Dios). Hasta la misma naturaleza inanimada participa de su obra
de santificacin: los dones ms preciosos de la naturaleza (el pan,
el vino, el agua, el aceite) son elevados a signos sagrados dentro de
este imperio de la gracia divina. Qu mayor prueba de que efecti-
vamente todo cuanto ha sido creado por l puede y debe orientarse
en ltimo trmino a que su imperio amoroso sea glorificado en su
familia!
Este alcance universal del imperio de la gracia de Cristo lo pone
tambin de manifiesto el uso que la Iglesia hace de los sacramenta-
les ejerciendo por ellos el poder santificador que le ha conferido
Cristo. Todos los sectores de la vida y de la actividad del hombre,
hasta las tcnicas ms modernas, pueden recibir la bendicin de la
Iglesia que as los consagra claramente a la gloria de Dios. Es in-
teresante advertir que los sacramentales son de alguna manera pro-
(,Q Oracin a la luz de Ja oracin del Seor
longacin kerigmtica del mensaje inagotable y riqusimo contenido
en los mismos sacramentos.
Pero no siendo propiamente obras de Dios (opus operatum Dei),
sino de la Iglesia que bendice y suplica, el fruto de los sacramenta-
les, a diferencia del de los sacramentos, depende de las disposiciones
de la misma Iglesia: del que en cada caso los administra y de los
fieles que toman parte en el rito. Aqu, pues, desempea un papel
importante la actitud interior de plena humildad y amorosa obedien-
cia al imperio gracioso de Dios.
Los sacramentos definen la manera de estar presente el reino de
Dios en este tiempo intermedio que corre entre pentecosts y la se-
gunda venida de Cristo. Este tiempo intermedio es precisamente el
tiempo de los sacramentos. En l no se ha revelado an plenamente
el reino de Dios, pero sus fuerzas estn ya actuando. Advertimos
la presencia del reino en la Iglesia visible, en los signos visibles,
en el testimonio de la fe. El reino de Dios est presente con sus
dones; es ya viva presencia de palabra y de amor, y exige la respues-
ta de nuestra entrega total.
El tiempo de espera hasta la vuelta del Seor es el tiempo de la
paciencia de Dios. Acta pacientemente porque no quiere que na-
die se pierda, sino que todos lleguen al arrepentimiento (2 Pe 3, 9).
Los sacramentos son la obra poderosa pero tambin infinitamente
paciente de Dios en la salvacin de los hombres. Yprecisamente en
vista de esta paciencia de Dios debemos comprender nosotros la
santa seriedad y urgencia de este tiempo en que Dios manifiesta su
reino dndonos todo pero tambin exigindonos la entrega de todo.
Cmo escaparemos del juicio divino si ahora dejamos perder esta
excelente oportunidad de salvacin? (Heb 2, 3).
Segn los mejores exegetas, la peticin venga tu reino ha de
entenderse en sentido escatolgico. Equivale al maran atha de la
comunidad primitiva (1 Cor 16, 22). El Espritu y la esposa dicen:
Ven... El que tenga sed, venga a recibir gratuitamente el agua de
vida... Amn. Ven, Seor Jess (Ap 22, 17-20). Haremos recto
uso de las gracias de este tiempo intermedio si mantenemos despier-
to en el alma el anhelo por la manifestacin definitiva de la gloria
de Dios. Pero no podremos mirar noblemente al da del Seor ni
suspirar con ansia sincera por su vuelta si ahora no vivimos abiertos
a su gracia. Cmo vamos a pedir sinceramente ven, Seor Jess
Venga a nosotros tu reino 61
si no damos con nuestra vida autntico testimonio de entrega al
imperio absoluto de Dios? Qu diferencia entre la actitud verdade-
ramente escatolgica del cristiano y ese iluminismo apocalptico, ese
andar a la caza de revelaciones privadas o ese enfermizo contar los
das que faltan para que acabe el mundo!
Todos los sacramentos en general, y cada uno con acento pecu-
liar, nos aseguran que el reino est ya presente en nosotros y se-
gn nuestra apertura a l por nosotros. Claro que est presente
slo como un granito de mostaza (Mt 13, 31; Me 4, 31). Nuestra
vida sacramental est sometida a la ley del crecimiento, desde el
bautismo a la eucarista y la uncin de los enfermos. El Seor va
desarrollando gradualmente en nosotros la vida que nos prepara al
da de nuestra resurreccin. Poco a poco nuestra existencia se va
dejando penetrar de las fuerzas de la redencin. Este proceso se
verifica secreta pero continuamente segn el ritmo que le seale el
Seor. Slo nuestra resistencia puede imponerle graves y repetidas
demoras. En todo instante podemos retardar este progreso.
El reino de Dios es semejante a la levadura que tom una
mujer y la mezcl con tres medidas de harina hasta que ferment
toda la masa (Mt 13, 33). Nuestro s primero y noble al reino de
Dios ha de profundizarse y demostrar su autenticidad haciendo que
todos nuestros sentimientos y deseos, toda nuestra actividad sean un
s ininterrumpido a Jesucristo.
Los sacramentos nos estn diciendo continuamente que somos
sal de la tierra (Mt 5, 13). Si hemos probado de verdad la sal de
la palabra de Dios que preserva de toda corrupcin (como proba-
mos la sal en el rito de nuestro bautismo), podemos y deberamos
ser para Dios buen olor de Cristo entre todos los que se salvan...
olor que de la vida conduce a la vida (2 Cor 2, 15s). Dios nos en-
riquece y santifica en los sacramentos en vista a la salvacin de todo
el mundo. Quien entierra el talento recibido en los sacramentos pri-
vando al pueblo de Dios de estos dones divinos-, sin dejar trans-
mitir a su alrededor esas fuerzas que Dios le ha comunicado, cierta-
mente que ser arrojado a tierra corno sal desvirtuada.
Los santos misterios hacen que seamos tambin luz en el Se-
or (Ef 5, 8). Por eso se nos exige: Caminad como hijos de la
luz (Ef 5, 8s; 1 Tes 5, 5; Rom 13, 12). Incandescentes por la luz
y el fuego del amor de Dios en los sacramentos podemos ser en
6.'
Oracin a la luz de la oracin del Seor
Cristo y con Cristo luz para todo el mundo (Mt 5, 14). Llamados
a la luz maravillosa de Cristo e iluminados por su esplendor, pode-
mos pregonar a todo el mundo las obras portentosas de nuestro
Dios (1 Pe 2, 9).
Los sacramentos son signos del reino de Dios que viene a nos-
otros con gran poder, aunque ocultamente, y son igualmente signos
de la fe y unidad del pueblo de Dios. Son sencialmente tambin sig-
nos de la Iglesia, la cual en este tiempo intermedio hasta la vuelta
del Seor, pregona su reino y es ella misma signo poderosamente
eficaz y humilde del reino de gracia. Tanto los sacramentos como
esta segunda peticin del padrenuestro venga tu reino nos obligan
a sentir con la Iglesia, a obedecer fielmente sus indicaciones y cola-
borar eficazmente con ella.
HGASE TU VOLUNTAD AS EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO
Los sacramentos de la nueva ley nos manifiestan la voluntad
de Dios de manera celestial. Precisamente por eso son algo carac-
terstico de la nueva ley. En ellos nos expresa Dios su voluntad a
manera de don que amorosamente nos concede. Los sacramentos
ponen toda nuestra vida bajo la ley de la voluntad dadivosa de
Dios: Qu podr dar al Seor por su gran generosidad para con-
migo? (Sal 115, 12).
En el cielo ya no habr preceptos lmites ni leyes puramente ex-
teriores. All todos nos sentiremos animados por la ley viva del
amor de Dios. All todo ser amor, respuesta amante, cumplimiento
amoroso de la santa voluntad de Dios. Para quien vive de la gracia
sacramental y hace de los sacramentos ley y norma de su vida, para
se y solamente para se tienen aplicacin las consoladoras
palabras del apstol: Ya no estis bajo un rgimen de ley. Estis
nicamente bajo la gracia (Rom 6, 14). Quien se entrega de todo
corazn a la ley espiritual de la vida en Cristo Jess (Rom 8, 2),
est ya a salvo de toda acusacin de la ley. Si os dejis guiar del
Espritu, ya no estis bajo la ley. Los frutos del Espritu son: ca-
ridad, alegra, paz, longanimidad, servicialidad, bondad, fidelidad,
dulzura, dominio de s. Contra todo esto ya no hay ley (Gal 5,
18ss).
El pan nuestro de cada da
63
Esta peticin del padrenuestro se relaciona particularmente con
la gracia y obligaciones que confiere el sacramento de la confirma-
cin. Solamente quien ha sido bautizado con el fuego de la caridad,
con el Espritu Santo, puede cumplir con autntica verdad las le-
yes de la Iglesia y del Estado. Solamente l puede reducir todas las
prescripciones exteriores del evangelio a la ley ms universal que es
ley del Espritu.
En nuestra oracin a estilo celestial (como en el cielo) va
tambin expresada nuestra situacin de peregrinos hacia lo definiti-
vo: ya ahora, aqu sobre la tierra podemos comprender y cumplir
la voluntad de Dios en dimensiones celestiales, porque la caridad
divina ha sido derramada en nuestros corazones. Pero como conti-
nuamente seguimos acosados por el hombre viejo y sus concu-
piscencias, nuestra oracin ha de ser ella misma lucha incesante
por alcanzar en todo momento las fuerzas necesarias para que la
voluntad de Dios triunfe y se imponga realmente en nuestra vida.
As pues, si bien podemos sentirnos ya como en el cielo, expe-
rimentamos la tensin de quien todava no ha alcanzado su meta.
Esta peticin mantiene despierta en nosotros la esperanza del
triunfo final y al mismo tiempo nos espolea a poner en juego en el
momento presento todas las potencialidades de la gracia.
EL PAN NUESTRO DE CADA DA DNOSLE HOY
En esta peticin del padrenuestro expresamos nuestra confianza
en la providencia divina, segn nos lo ense Jesucristo: No tenis
por qu vivir angustiados: diciendo: Qu comeremos, qu bebere-
mos, con qu nos vestiremos... Vuestro Padre celestial sabe bien
que necesitis todo eso. Buscad primero el reino de Dios y su justi-
cia, y todo lo dems se os conceder por aadidura (Mt 6, 31ss).
San Mateo trae estas palabras en el mismo captulo en que ha reco-
gido el padrenuestro.
No es una peticin de sabor mundano, pues no pedimos a Dios
un seguro de vida contra cualquier eventualidad que algn da pue-
da sobrevenirnos, sino simplemente que no nos falte el pan (lo ms
necesario) para cada da. Yno expresamos este deseo sino despus
de habernos interesado alegre y generosamente por el reinado amo-
64
Oracin a la luz de Ja oracin del Seor
roso de Dios, que es lo que ante todo nos importa. Antes de pedir
a Dios nuestro pan, le hemos saludado jubilosamente con el nombre
de Abba, Padre, Padre nuestro y nos hemos preocupado de la
bsqueda de su reino. sa es la primera preocupacin: el anhelo
comn que sienten los hijos de Dios de dar al Padre del cielo el
honor debido mediante el amor y la armona en su familia terrenal
y de cumplir su voluntad paternal de modo celestial, es decir, con
amorosa disponibilidad. Las preocupaciones terrenas quedan as en
su debido lugar. Y en las cosas de la tierra vemos dones preciosos
de nuestro Padre comn, que l nos da no tanto para servicio perso-
nal de cada uno, como para aumentar la riqueza de toda la familia
de los hijos de Dios. Esos dones se nos conceden para que los pon-
gamos al servicio de la caridad y de la "verdadera justicia entre los
hermanos.
Tambin el reino de Dios va incluido en esta peticin. Porque
el pan dice relacin a los dones y a la salvacin que se nos ofrece
en el reino. El pan se convierte en el pan verdadero de Cristo. Al
recibir este pan celestial, nos hacemos todos un solo cuerpo. Cuan-
do pedimos al Seor nuestro pan material, en el que concretamos
todos nuestros deseos de orden natural, en realidad pedimos sobre
todo el cumplimiento de nuestro mayor anhelo, la venida del reino
de Dios.
En la santa misa recitamos el padrenuestro, y especialmente
esta peticin, antes de sentarnos a la mesa de la eucarista. El pan
que entonces pedimos nos lo ha preparado el amo divino y es fruto
de sus sudores, ms an: de su sangre derramada por nosotros.
Pedir pan tan costoso es una peticin atrevida. Pero el mismo Seor
nos manda pedirlo y no hemos de titubear.
El padrenuestro antes de la comunin nos ensea qu es real-
mente la oracin sacramental: manifestar a Dios nuestras nece-
sidades grandes y pequeas con igual confianza, pues en los sacra-
mentos tenemos la prueba ms palpable y segura de que l est
siempre dispuesto a derramar sus gracias sobre todos los que con
fe se las piden.
El alimento terreno, el pan y el vino, es para nosotros seal evi-
dente de la realidad sobrenatural de la comida eucarstica. Bajo el
pan y el vino est Cristo realmente presente, aunque de modo mis-
terioso.
Perdona nuestras deudas 65
Para la validez de la misa basta que el sacerdote pronuncie co-
rrectamente las palabras de la consagracin sobre pan y vino ver-
daderos. Pero si queremos que la realidad del sacramento signifique
algo para nosotros y que la celebracin eucarstica sea algo vital y
sirva para fortalecer nuestra fe y nuestra esperanza, es preciso que
tambin nosotros tomemos parte en ese banquete familiar. En torno
al altar ha de sentirse el ambiente ntimo de familia. Quien se man-
tiene en una actitud meramente pasiva demuestra que ni comprende
ni sabe agradecer los sudores del Padre ni la cariosa solicitud de
su madre. Para comprender el hondo significado del banquete euca-
rstico, hay que haber aprendido a partir el pan de aqu abajo unos
con los otros y unos por los otros. Para asimilar de manera vital el
mensaje de ese gape cordial de fraternidad cristiana, hay que saber
quemarse en clida solidaridad por los hermanos. Por lo dems
ser preciso insistir todava hoy, en esta poca de renovacin litr-
gica, en que todos han de contribuir a que la misma celebracin sea
ya de por s signo elocuente de comunidad, de unidad y caridad?
Necesitamos esa doble experiencia: la del banquete de la familia
terrena y de la familia celestial. La terrena es smbolo de la celes-
tial; y la celestial da plenitud de sentido a la terrena. El banquete
terreno y el sacramental son camino e invitacin continua a la
mensa caelestis, a la coena vitae aeternae. Ambos banquetes son
una anticipacin del festn dichoso que celebraremos en la perfecta
comunidad de la gloria.
El sacrificio de Cristo arrastra todas las cosas en una corriente
de redencin y santificacin. Por l, oh Seor, creas sin descanso
estos dones, los santificas, los vivificas y nos los concedes (Canon).
PERDONA NUESTRAS DEUDAS
AS COMO NOSOTROS PERDONAMOS A NUESTROS DEUDORES
Tambin aqu es fcil ver el fondo, o mejor, la raz sacramental
de esta peticin. Recibimos el bautismo, precisamente para que se
nos perdonara el pecado. En el banquete eucarstico recibimos el
cuerpo del Seor y bebemos su sangre, derramada por nosotros
para perdn de los pecados. Qu decir del sacramento de la pe-
nitencia, siempre a nuestro alcance, gran signo de la misericordia?
flf. (>nicion a la luz de la oracin del Seor
Nuestru oracin confiada pidiendo a Dios perdn de nuestros
pecados no es en realidad sino respuesta a la voluntad de perdonar-
nos, manifestada por Dios en los sacramentos. l est siempre pron-
to a perdonarnos, con tal que se lo pidamos sincera y humilde-
mente.
De una manera o de otra, todos los sacramentos estn ordena-
dos al perdn de los pecados y a la curacin de las heridas que de-
jaron en el alma. En ellos se repite con emocionante actualidad la
escena de la parbola del hijo prdigo: El padre ve llegar al hijo
desde lejos; corre compadecido a su encuentro, le echa los brazos
al cuello y le besa (Le 15, 20).
Los sacramentos son la redencin siempre a nuestro alcance. En
ellos, Dios mismo nos instruye, nos perdona y nos salva. Son divina
institutio, institucin permanente destinada a infundirnos nuevo va-
lor despus de nuestras mltiples cadas. Cuando medimos la distan-
cia entre este tiempo de gracia sobreabundante y la realidad de nues-
tra vida estancada, incorregibles zagueros del reino, nos sentimos
desalentados; pero los sacramentos vienen en nuestra ayuda: nos
dan nimos para rezar: Padre, perdona! He pecado contra el cielo
y contra ti. Los sacramentos confirman nuestra confianza en la pa-
labra que es casi juramento divino: Crees t que me gozo en la
muerte del impo, dice el Seor. No, sino que lo que deseo es que se
convierta de su mal camino y viva (Ez 18, 23).
Todos tenemos que darnos golpes en el propio pecho, y no en el
del vecino. El que no confiese sus pecados y no se convierta, tendr
que sufrir el castigo de su culpa. El alma que pecare, morir
(Ez 18, 20). Es verdad: cada uno cargar con su pecado. Pero eso
no puede hacernos olvidar nuestra responsabilidad por la salvacin
del prjimo. Los sacramentos nos ensean tambin a pedir por to-
dos: Perdnanos nuestras deudas. Nos hablan muy alto de nues-
tra solidaridad de redencin en Cristo, que vino precisamente por
nosotros, los pecadores, para romper las cadenas de nuestra solida-
ridad de perdicin en Adn.
La Iglesia contina y actualiza la solidaridad de redencin en
Cristo al hacernos recitar en comn esta peticin perdnanos nues-
tras deudas. Ella es la madre que siente maternalmente como suya
la miseria de toda una humanidad en pecado y sobre todo la desgra-
cia de sus hijos pecadores. Cuando no nos limitamos a pedir el
Y no nos dejes caer
67
perdn de nuestras culpas, sino que nos esforzamos por compartir
las cargas de los hermanos, estamos efectivamente en el camino ver-
dadero de la conversin y de la misma santidad, vivimos en la
Iglesia.
Es evidente que esta conciencia colectiva de la necesidad de
pedir perdn no es una invitacin a sacudirse las propias responsa-
bilidades en los hombros del vecino. Ms bien, expresa nuestra con-
viccin y sentimiento de que nuestra lentitud en corresponder a tan-
tas gracias ha contribuido a fortalecer las fuerzas del mal, privando
a los pecadores de la ayuda que de nuestra parte caba esperar y por
medio de nosotros les tena destinada el dador de todos los bienes.
Estos dones y perdones que sin cesar nos brinda Dios en los sa-
cramentos son tambin una urgencia continua de la nueva ley, en
este caso de un aspecto importante de la caridad fraterna. En el
marco sacramental se nos ofrece palpable la misericordia de Dios,
juntamente con la exigencia de perdn al hermano. Cuando diaria-
mente pedimos perdn por nuestras culpas nos urge la obligacin de
perdonar a nuestro hermano, de demostrar la caridad con los que
aparentemente o en realidad son nuestros enemigos: As como
nosotros perdonamos a nuestros deudores. Ley del amor al enemi-
go, tan decididamente promulgada en el sermn del monte y tan
heroicamente llevada a la prctica por el mismo Cristo en su muerte,
ley que se graba por medio de los sacramentos en nuestra vida de
hombres nuevos.
Finalmente, aqu tenemos bien clara la prueba de que la imita-
cin de Cristo, la imitatio Dei et Christi, de la cual tantas veces
hablaban los padres de la Iglesia siguiendo a san Pablo, no tiene
nada de extraordinario. Se trata simplemente de hacer nuestros in-
teriormente los sentimientos de Cristo en virtud de nuestra asimila-
cin sacramental con l y en virtud de la experiencia agradecida
del amor perdonador de Cristo y del Padre celestial.
Y NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIN,
MAS LBRANOS DEL MAL
La ltima peticin del padrenuestro nos ofrece un rasgo caracte-
rstico de los sacramentos, el cual, aun siendo grande e importante,
68 Oracin a la luz de la oracin del Seor
es presentado ms de una vez con tal insistencia y tan unilateral-
mente, sin atender a los otros aspectos de la teologa de la gracia,
que pierde parte de su belleza: los sacramentos son medios de
salvacin, remedios contra nuestra debilidad, ayuda frente a la ten-
tacin.
La estructura del padrenuestro nos muestra el lugar de esta fun-
cin de los sacramentos:
El que ha experimentado la dicha del encuentro personal con
Cristo y del dilogo con el Padre del cielo en el nombre de Jess,
no temer nada ms que el pecado y evitar con todas sus fuerzas
ponerse a jugar con el peligro. Confiando nicamente en la ayuda
de Dios, har todo lo posible para huir de las ocasiones de pecar y
mantendr en guardia su corazn contra las seducciones del mal.
El que, conforme a la primera peticin del padrenuestro y al
significado fundamental de los sacramentos, lo ha orientado todo a la
mayor gloria de Dios, a la santificacin del nombre de Dios Padre,
est ya a salvo de una de las peores tentaciones, la tentacin de un
grosero egosmo, una de cuyas especies ms peligrosas, por ser de
las ms refinadas, es precisamente el egosmo de la propia salvacin,
el egosmo del que quiere servir a Dios nicamente hasta donde tiene
necesidad de l.
El sello del reino de Dios que caracteriza a los sacramentos y la
segunda peticin del padrenuestro nos invitan a no sucumbir a las
preocupaciones del momento, a la tentacin del materialismo terre-
no. Nos hacen mirar perseverantemente al gran da de la vuelta del
Seor. El dolo del nivel de vida es la gran tentacin de aquellos que
ni tienen idea de la grandeza del reino de los cielos. Pero para quie-
nes suspiran con todas las fibras de su corazn por la revelacin del
reino de Dios, la tentacin de lo terreno est desprovista de toda vi-
rulencia.
El que en los sacramentos pronuncia un s decidido a la ley de
la gracia que es expresin del reino de Dios llamando a nuestra
puerta, ve en todas las cosas y circunstancias de la vida un kairs,
una hora de gracia, una situacin que le brinda inmensas posibilida-
des para el bien. Ese paso resuelto al frente le libra de sucumbir a la
fuerza cegadora del mal.
El que alegre y cordialmente acepta la obligacin sacramental de
cooperar activamente en el bienestar del pueblo de Dios, se lanza
Y no nos dejes caer
69
a crear, en unin con todos los buenos, una atmsfera saneada que
es condicin imprescindible para vivir y constituye por s misma un
testimonio de que el reino de Dios est realmente significando algo
en la vida de los que le han aceptado. Al mismo tiempo el gran n-
mero de los dbiles est reclamando esta atmsfera sana como pro-
teccin absolutamente necesaria contra las tentaciones.
El que, fortalecido por los sacramentos, se consagra alegremente
a cumplir la voluntad de Dios as en la tierra como en el cielo, se
aleja cada vez ms en su afn de perfeccin de los postes de seales
que marcan la frontera del peligro.
Quien ha comprendido el sentido autntico de la peticin del pan
de cada da en la comunidad eucarstica y en el ambiente agradeci-
do de la familia de Dios, puede entregarse sin peligro a los propios
problemas econmicos. Si ha hecho suyos esos sentimientos de la
comunidad, que pone en primer plano los asuntos de orden espiri-
tual y est continuamente vuelto hacia Dios para agradecerle todos
sus dones, la lucha por la existencia est ya para l desprovista de
todo su veneno. Aprovechar todas las ocasiones para la prctica del
bien, especialmente las que le inspire su sentido social, y vivir muy
alerta contra los campos de sirenas del egosmo, que aconseja hacer-
se el duro ante los miramientos de una caridad sensiblera.
Los sacramentos son la actualizacin de la misericordia divina.
Juntamente con la peticin perdnanos nuestras deudas, repiten a
nuestros odos el gran precepto del sermn de la montaa, el pre-
cepto del amor a los enemigos. Nos ensean a ver en el orgullo y en
la dureza de corazn la peor tentacin contra el mandamiento nue-
vo: Amaos unos a otros como yo os he amado (Jn 13, 34; 15, 12).
El pecado nos haba hecho enemigos suyos. Amndonos a nosotros,
pecadores, nos quiso manifestar hasta dnde es capaz de llegar el
verdadero amor: No como si furamos nosotros los que amamos
a Dios primero. Fue l quien se adelant: nos am y envi a su
Hijo unignito como propiciacin por nuestros pecados (1 Jn 4, 10).
El cristiano sacramental no puede engaarse disculpando la dureza
de corazn o la actitud inflexible frente al hermano que le ha ofen-
dido como si se tratara de un pecado elegante o de una exigencia
del honor. Sabe que esas disculpas no son ms que el disfraz ms
estudiado del maligno para hacernos sucumbir a las tentaciones
contra el amor a los enemigos.
70 Oracin a la luz de la oracin del Seor
Ciertamente, el cristiano sacramental no puede poner su vida
bajo la consigna de evitar las ocasiones prximas, si eso signifi-
cara que el miedo a la tentacin es en realidad su preocupacin
predominante. La actitud ha de ser necesariamente de signo posi-
tivo. Pero esta entrega confiada al servicio del bien, que ha de pre-
valecer sobre el propisto de no caer en el mal, no debe impedirle
que, consciente del bien tan grande que est en juego, tema por su
propia debilidad. Los sacramentos son fortaleza para la lucha. Por
medio de ellos Dios le infunde valor, pero tambin le advierte: An-
dad con mucho cuidado cmo os portis: no como necios sino como
prudentes, y aprovechad bien estas oportunidades de la gracia; por-
que los das son malos. No vivis a lo loco, sino esforzaos en com-
prender qu es lo que Dios quiere de vosotros en cada momento
(Ef 5, 15ss).
La piedad sacramental tiende a introducirnos cada vez ms pro-
fundamente en el misterio de la batalla escatolgica entre Cristo y el
mal, entre Cristo y el maligno. El cristiano vive de la alegra de
la salvacin. Pero se siente obligado a tomar parte en la lucha
de Cristo contra los poderes del mal. La carta a los Efesios, que es
precisamente el texto sagrado que nos habla tan maravillosamente
del misterio de la redencin, de la Iglesia y de la vida sacramental,
contiene tambin esta exhortacin a vivir con las armas en la mano
y con la oracin siempre a flor de labios: En fin, haceos fuertes en
el Seor y en el vigor de su fortaleza. Revestios la armadura de
Dios, para poder hacer frente a los ataques del diablo. Pues nuestra
guerra no es solamente con la carne y la sangre, sino contra las au-
toridades y potencias, contra los que gobiernan este mundo tene-
broso, contra los espritus del mal que habitan bajo los cielos... Vi-
vid, pues, en continua splica. Rezad en todo tiempo, en el Espritu.
Manteneos en vela continua (Ef 6, lOss).
Son los mismos tonos que resuenan en el padrenuestro. No po-
demos escamotear estos aspectos de la gracia sacramental y de las
obligaciones que nos imponen los sacramentos. Pero tampoco olvi-
dar que estos aspectos no revisten todo su valor sino cuando se les
sita en su lugar propio dentro del conjunto de toda la doctrina
cristiana. Presentarlos de una manera unilateral y desenfocada es
hacerles perder la raz ms pura de su seriedad y su urgencia.
Y no nos dejes caer
71
Seor, qudate con nosotros! Penetrnos de tu vida! Ll-
nanos de tu espritu a fin de que juntamente contigo podamos rezar
Abba, Padre! Haz que unamos nuestra vida con tu vida y as
unidos vivamos para alabanza de nuestro Padre que est en los cie-
los y para dar testimonio en la tierra de la fuerza de tu amor que
a todos nos une.
Parte segunda
EL MISTERIO DE LA SALVACIN EN CADA
UNO DE LOS SACRAMENTOS
QU NOS ENSEA LA GRACIA BAUTISMAL
La gracia de Dios, fuente de salvacin para todos los hom-
bres, ha alboreado sobre el mundo. Ella nos ensea a renunciar
a la impiedad y a las concupiscencias mundanas, y a llevar una
vida de moderacin, honestidad y santidad en este tiempo pre-
sente, teniendo siempre a la vista el feliz cumplimiento de nues-
tra esperanza, cuando aparezca el esplendor de nuestro gran Dios
y Salvador Jesucristo. l se sacrific por nosotros para librarnos
de toda maldad y hacernos un pueblo limpio que fuera suyo en
propiedad y practicara celosamente las buenas obras.
En otro tiempo anduvimos nosotros como insensatos y rebel-
des; anduvimos errantes, esclavizados por toda clase de pasiones
y placeres, viviendo en la maldad y en la envidia, odindonos y
persiguindonos unos a otros. Pero cuando apareci la bondad
y filantropa de nuestro Redentor, entonces, no por mrito de al-
gunas buenas obras que nosotros hubiramos podido hacer, sino
por su pura misericordia, se nos concedi la salvacin mediante
el bao de regeneracin y de renovacin en el Espritu Santo.
Pues el Espritu fue abundantemente derramado sobre nosotros
mediante Jesucristo, nuestro Redentor, a fin de que, justificados
por su gracia, alcancemos en esperanza la herencia de la vida
eterna (Tit 2, 11-14; 3, 3-7).
La liturgia nos ha hecho muy familiar este cntico jubiloso a la
gracia de Dios, nuestro Redentor, que resuena insistente en nuestros
corazones. Con l nos introduce san Pablo en el mismsimo centro
Qu nos ensea la gracia bautismal
de la existencia y de la piedad cristiana, dejndonos entrever la di-
chosa novedad del programa moral del Nuevo Testamento: Dios est
a nuestro lado; su gracia operante y eficaz es nuestra maestra y nues-
tra gua. Ella es, en realidad, la ley ms honda de la vida cristiana.
El amor dadivoso de nuestro divino Redentor, es decir la gracia, nos
indica cmo hemos de conducirnos en este tiempo intermedio en el
cual la revelacin de su amor solamente se ha iniciado. Fijos los ojos
en la gracia que ya ahora nos envuelve, hemos de prolongar nuestra
mirada, anhelante y confiadamente, hacia la hora definitiva en la que
todo lo que la gracia ha comenzado, alcanzar su plenitud. Mirada
bien abierta hacia la presente hora salvfica y tensin esperanzada
hacia la plena manifestacin de la gloria de nuestro Dios, son las
dos actitudes o ms bien los dos aspectos de la misma y nica acti-
tud que en nosotros origina la gracia.
LEY DE GRACIA
La gracia nos ensea. Esto es lo que constituye la alegra y
la fuerza de la nueva ley. Ante nosotros, los hijos de Dios, no existe
un cmulo imponente de prescripciones, mandamientos y amenazas:
ante nosotros est el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, la bondad y
el amor a los hombres de nuestro divino redentor (Tit 3, 4). No
somos, pues, nosotros quienes trazamos nuestro plan de vida con-
forme a una ley que a nosotros nos parece. No son nuestras obras
el fundamento sobre el que hemos de construir. Desde el da en que
por medio de los sacramentos realizamos nuestro primer encuentro
personal, experimental, con Jesucristo, nuestra vida est ya palpa-
blemente bajo el signo de su gracia. Hemos visto el signo sacramen-
tal. Hemos escuchado su palabra sacramental. Pero por encima de
todo sabemos que desde ese da llevamos el sello de Cristo grabado
en nuestra alma.
sta es la ley fundamental de nuestra vida, una ley que Dios ha
grabado a fuego en nuestra alma: vivimos en virtud de su gracia; la
gracia de Dios es y ser siempre la regla de nuestra vida. No a
causa de algunas obras rectas que nosotros hubiramos podido hacer,
sino movido nicamente por su piedad quiso salvarnos mediante el
bao de regeneracin y de renovacin en el Espritu Santo, el cual
Ley de gracia
77
derram abundantemente sobre nosotros por medio de nuestro Re-
dentor, Jesucristo (Tit 3, 5s). sta es la realidad fundamental que
est en la base de nuestro ser cristiano. sta es la fuerza que pugna
por transformar nuestra vida. Vivimos de la gracia, y con los ojos
fijos en la gracia, hemos de acomodar todas nuestras actividades a
esa ley capital de nuestra nueva existencia. Nuestra misma oracin
nace de la gracia; rezando adquirimos ms plena conciencia de que
el principio de todas las cosas ha de estar siempre en Dios y no en
nosotros.
La gracia nos ensea. ste es el misterio gozoso del esfuerzo
moral del cristiano. Es.el misterio que los sacramentos nos van pre-
sentando siempre en nuevas facetas. En la celebracin de los santos
sacramentos, de los santos misterios, el mismo Seor en persona nos
da su gracia y nos manifiesta as su voluntad amorosa. San Cirilo de
Jerusaln lo inculcaba a los catecmenos: Corresponde a Dios con-
cederte la gracia. A ti recibirla y guardarla. Como discpulos del
Nuevo Testamento, llamados a participar por la gracia de los miste-
rios de Cristo, cread en vosotros un corazn nuevo y un nuevo es-
pritu
1
.
La vida cristiana es en su ms honda esencia respuesta a la voz
de la gracia. Exige continuamente una actitud de discpulo frente a
la vivificante llamada de la gracia.
No se puede concebir la gracia como un puro remedio que nos
ayuda a cumplir los mandamientos. Es mucho ms. Gracia es pre-
sencia inmediata de Dios, que nos ensea las grandes metas que su
don nos ha hecho accesibles y a las que su amor nos obliga. Gracia
es fuerza impulsora para exclamar jubilosamente como hijos de
Dios: Abba, Padre! (Rom 8, 15). En ese grito va expresada
nuestra buena disposicin hacia la voluntad de aquel que es el mis-
mo amor.
Esta presencia de nuestro Dios dndose a nosotros la sentimos
sobre todo en el momento de la sagrada comunin. Por eso, en ese
instante dichoso tomamos las palabras del salmista para expresar
nuestro agradecimiento: Qu podra ofrecer yo al Seor en pago
de todo lo que me ha concedido? (Sal 115, 12). Si conservamos
siempre esta actitud interior, es decir, si vivimos bajo la impresin
1. Primera Catequesis, PG 33, 376 y369.
78 Qu nos ensea la gracia bautismal
de la presencia del Seor en los sacramentos y enfocamos todos nues-
tros problemas conscientes de que la gracia est siempre actuando
en nosotros, entonces podremos con toda verdad afirmar que la
gracia nos ensea a vivir.
Al principio de nuestro esfuerzo hacia la perfeccin de la vida
cristiana habr seguramente muchas cosas oscuras, muchos puntos
sin clarificar. Pero el paso ms decisivo est ya dado. Cuando hace-
mos de la ley de la gracia ley fundamental de nuestra vida, aun sin
llegar a comprender plenamente el alcance maravilloso de esta ley,
hemos dado ya la respuesta decisiva que Dios espera de nosotros.
LA GRACIA BAUTISMAL NOS INCULCA ESPRITU FILIAL
A travs de la gracia, el mismo Espritu Santo se convierte en
maestro interior de nuestra vida. Al infundir en nosotros el nuevo
ser, graba en nuestro interior la ley que Cristo nos ense con su
palabra y con su ejemplo. La inscribe en nuestro corazn (Heb 8,
10). Y luego nos ayuda continuamente a expresar en nuestra vida
esa ley interior, a traducir la imagen de Cristo que el carcter bau-
tismal ha impuesto en nuestra existencia.
Lo primero que el Espritu Santo graba en nuestra alma es nues-
tra filiacin divina. Es la gracia propia del bautismo. En el bautis-
mo de Jess reson la voz del Padre: "Este es mi Hijo querido"; a
ti, en cambio, se te dijo el da de tu bautismo: "Ahora has sido
hecho hijo mo"
2
. Bautizados en Cristo, nos hemos revestido de
Cristo (Gal 3, 27). Hemos sido hechos semejantes al Hijo de Dios
(Rom 8, 29). Nuestra vida tiene que ser, pues, vida informada por
Cristo, vida semejante a aquel que es a plenitud y por naturaleza
Hijo del Padre. Segn la amorosa decisin de su voluntad, determi-
n de antemano que seramos para l como hijos adoptivos en virtud
de Cristo Jess, para alabanza de la gloria de su gracia, la cual nos
concedi tan abundantemente en su Hijo, el amado (Ef 1, 5s).
La gracia bautismal nos ensea a mirar a Cristo, precisamente en
cuanto que l es el Hijo predilecto. Como hijos adoptivos, tenemos
que aprender de l la manera de portarse un hijo con su Padre. En
2. CIRILO DE JERUSALN, PG 33, 62.
Nos inculca espritu filial 70
cuanto hijo, Jess se est recibiendo continuamente como Verbo
eterno del amor infinito del Padre. sta es la gloria eterna del Hijo:
recibirse continuamente como don amoroso del Padre y entregarse
al Padre otra vez en respuesta de igual amor infinito. Yla santsima
humanidad de Cristo participa de la manera ms perfecta en este
intercambio amoroso entre Padre e Hijo.
Toda la obra redentora de Cristo quiere ser ante todo expresin
de su ms ntima naturaleza: Jess es ante todo el Hijo. Al entrar en
el mundo pronuncia su primera oracin, expresando una actitud de
filial obediencia que mantendra hasta el final, hasta alcanzar el
punto culminante de su obediencia en el misterio pascual: Me has
preparado un cuerpo. Aqu me tienes, dispuesto a cumplir tu volun-
tad (Heb 10, 5ss). Aceptndose como don del amor del Padre, no
busca su voluntad, ni su gloria, sino solamente la voluntad y la glo-
ria del que le ha enviado. Quiere responder con todo su ser al don
del Padre, y para ello se entrega confiadamente al Padre como vcti-
ma total mediante el sacrificio de la cruz. La gloria de la resurrec-
cin, que el Padre le ha de conceder, ser la prueba de que su sa-
crificio ha sido aceptado. Pues el misterio pascual de la muerte y
resurreccin de Jess no ser sino reflejo y destello de la gloria eter-
na que tena el Hijo cabe el Padre antes de la creacin del mundo.
La gloria de Cristo es la gloria del Unignito, que recibe su ser del
Padre (Jn 1, 14). La gracia nos permite participar de esta gloria que
compete al Hijo en virtud de su filiacin divina: De su plenitud
hemos recibido todos, gracia sobre gracia (Jn 1, 16).
Mediante el bautismo, el misterio redentor de la muerte y resu-
rreccin de Cristo en definitiva su relacin filial respecto del Pa-
dre se convierte en forma de nuestra vida. Hemos sido hechos hi-
jos de Dios a semejanza de Cristo. Podemos considerarnos como
puro don del amor de Dios. En un sentido plenamente filial, podemos
mirarnos como nacidos de Dios (Jn 1, 13). El bautizado puede y
debe mantenerse alejado de ese grave error del hombre autnomo,
del hombre irredento que considera su relacin con Dios como algo
sobreaadido. El bautizado, en cambio, sabe y siente, pues la gracia
se lo ensea, que todo lo que es y todo lo que tiene, lo es y lo tiene
nicamente por haberlo recibido de Dios. Sabe que por pura gracia
de Dios es Hijo a semejanza de Cristo. S, sois hijos. Y porque
lo sois, envi Dios a nuestros corazones el Espritu de su Hijo, el
80 Qu nos ensea la gracia bautismal
cual grita: "Abba, Padre!" De manera que t, gracias a Dios, ya
no eres esclavo sino hijo (Gal 4, 6s).
Podemos en Cristo y con Cristo entregarnos totalmente al Padre.
Y de este modo, entregndonos confiada y agradecidamente al Pa-
dre, haciendo de nuestra vida una continua alabanza a aquel de
quien todo lo recibimos, tomamos parte en la gloria del Hijo Uni-
gnito, participamos de su don gracia sobre gracia.
El principio y la cima de la vida cristiana es un sentido filial para
con Dios, sentido filial que corresponde realmente a nuestra condi-
cin de hijos de Dios.
El bautismo es el bao de la conversin, como lo designaba ya
san Justino, uno de los ms antiguos escritores eclesisticos. El don
de la conversin, o en otras palabras, del retorno a Dios, es el es-
pritu de filiacin que nos hace exclamar: "Abba, Padre querido!"
Precisamente este Espritu est diciendo a nuestro espritu que somos
hijos de Dios (Rom 8, 15s).
Los sacramentos de la conversin nos hacen hijos de Dios. Por
eso la exigencia fundamental que el bautismo pone a nuestra vida y
que toda nueva gracia del Espritu nos recuerda es vivir conforme a
nuestra divina filiacin: Si no os converts y hacis como nios, no
podris entrar en el reino de los cielos (Mt 18, 3).
El nio sabe que todo lo ha recibido de sus padres. No le cuesta
pedir. No tiene miedo a perderse, sino que vive plenamente confiado
en sus padres. No teme equivocarse haciendo lo que ellos le dicen.
El nio es en su simplicidad una imagen natural del Hijo de Dios. El
bautismo nos hace ser de manera ms perfecta, de modo sobrena-
tural, copias vivas de Cristo, de su agradecimiento filial, de su en-
trega al Padre. Para eso precisamente nos dio Cristo su Espritu y a
eso va encaminada toda gracia del Espritu Santo: a ensearnos a re-
cibirlo todo como venido del Padre y a entregarnos agradecidos al
Padre como hijos suyos. Conociendo esto, nuestra adopcin divina,
caminemos en el Espritu; pues los hijos se dejan guiar por el Esp-
ritu (Rom 8, 14). De nada sirve llevar el nombre de cristiano, si los
frutos no se ven por ninguna parte (Cirilo de Jerusaln).
LOS DONES DE LA FILIACIN
Junto con la adopcin nos concede Dios en el bautismo las tres
fuerzas fundamentales para vivir esa vida divina: la fe, la esperanza
y la caridad. Estas tres virtudes nos ensean y ayudan a realizar en
la vida nuestro ser de hijos de Dios.
En el mismo momento en que la Iglesia pone en nuestros labios
la confesin de nuestra fe y nos recibe en la comunidad de los cre-
yentes, abre Dios nuestros odos a fin de que escuchemos como dis-
cpulos (Is 50, 4).
La virtud de la je nos da una mirada sencilla y penetrante para
considerar las obras de Dios. La fe, en cuanto fuerza viva de Dios
en nosotros, quiere ser mucho ms que el puro acto intelectual de
asentimiento a las verdades que Dios nos ha revelado. La fe no se
queda slo en el entendimiento: abre nuestro espritu y nuestro cora-
zn a los misterios ms personales e ntimos del corazn de Dios;
por la fe hacemos nuestra la verdad que se nos ofrece en la misma
persona de Cristo viniendo a nosotros, verdad felicsima, verdad que
libera, verdad de la que brota continuamente la vida.
Hay que poseer un sentido especial para comprender la palabra
de Dios que solicita nuestra fe. Hay que saber escuchar como escu-
cha' un nio. Hay que aprender a maravillarse como slo puede ha-
cerlo un nio. Pues solamente as, mediante este sentido filial, podre-
mos penetrar por la oracin y la meditacin en las riquezas de la
verdad divina hasta abismarnos en la entrega a aquel que es la ver-
dad en persona.
La fe halla su mejor expresin en el dilogo filial de la plegaria.
Dichoso el que desde el regazo materno ha aprendido que rezar no
es lo mismo que despachar unas cuantas oraciones o recitar algu-
nas frmulas, sino hablar con Dios de corazn a corazn. Rezar
es hablar filialmente con Dios. Yeste carcter filial del dilogo amo-
roso con nuestro Padre implica siempre una actitud fundamental de
atencin a lo que Dios quiere decirnos. Son tantas cosas las que Dios
nos dice. l nos habla siempre. Nos habla en la Sagrada Escritura.
Nos habla a travs de la predicacin. Nos habla mediante su palabra
eficaz en los sacramentos. Nos habla mediante la accin de su gra-
cia fuera de los sacramentos. Nos habla mediante su providencia que
82
Qu nos ensea la gracia bautismal
dispone todas las cosas que suceden en nuestra vida. Solamente el
sentido filial de la fe puede descubrir en todos esos instantes la voz
amorosa de Dios y seguirla con amor.
El espritu de filiacin, en el cual exclamamos: Abba, Padre!,
nos permite descubrir que somos hijos de Dios. Si somos hijos, so-
mos tambin herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo
(Rom 8, 15ss). El dilogo filial de la fe lleva ya en s la esperanza,
la confianza filial. La oracin despierta en nosotros la conciencia de
que, unidos con Cristo, hijo por naturaleza, somos tambin verdade-
ramente hijos de Dios. De aqu nace la confianza filial del heredero,
del miembro de la familia. Esta confianza, sin embargo, no tiene
nada que ver con un interesado mirar hacia el cielo como premio o
salario de nuestro esfuerzo. La esperanza nos hace mirar al cielo con
ojos filiales, nos hace ver en el cielo ante todo la eterna comunidad
en el amor de Dios y de todos los suyos. La esperanza que nos da
el bautismo infunde ante todo en nuestra alma esta seguridad: Dios
mismo ser nuestro premio. l nos lo asegura: Yo soy tu sal-
vacin.
La virtud teologal de la esperanza alienta nuestras relaciones fi-
liales con Dios, las cuales encuentran cauce adecuado en la oracin
de peticin que nace espontnea y sencillamente como la confiada
splica de un nio. Perseverar en esta oracin de peticin es mante-
ner una alabanza continua a la bondad paternal de Dios y dar un s
alegre y total a nuestra absoluta dependencia de Dios. La virtud
teologal de la esperanza afirma en nosotros esta conviccin: Lo
recibiremos todo con tal que nos entreguemos a Dios por completo.
Esta entrega confiada a Dios se demuestra en la aceptacin del
sufrimiento. La muerte de Cristo en la cruz es la muestra suprema
de su entrega filial y de su confianza en el Padre. Buscando solamen-
te la gloria del Padre, Cristo tiene la ms completa seguridad de que
el Padre se preocupa de la gloria que compete al Hijo (cf. Jn 13, 31;
17, lss). Al dar un s resuelto al sufrimiento, demostramos que real-
mente hemos recibido el espritu de filiacin: Coherederos de Cris-
to, a fin de que compartiendo con l el sufrimiento, seamos tambin
con l partcipes de su gloria (Rom 8, 17).
Para creer y esperar filialmente es preciso conservar la gracia
de la filiacin y con ella la virtud teologal de la caridad. sta es la
virtud que da a todas las manifestaciones morales y religiosas de los
Nos ensea sentido de familia 83
bautizados el sello autntico de la filiacin divina. Sin ella, tanto a
la fe como a la esperanza les falta algo muy importante, esa entrega
filial que constituye el valor ms autntico de toda virtud teolgica.
La caridad suscita ese jbilo exultante, infantilmente orgulloso, por
la grandeza del Padre de nuestro Seor Jesucristo y ese agradeci-
miento alegre y rendido por la dicha de saberse llamado por el Padre
con nombre de hijo.
EL BAUTISMO NOS ENSEA SENTIDO DE FAMILIA
Por el sacramento del bautismo nos otorga Dios derechos de hi-
jos. Adems, el bautismo nos constituye hijos de la madre Iglesia,
con todos los derechos y dignidades de personas en la Iglesia
3
.
Al aceptarnos Dios como hijos suyos, nos confa a los cuidados
maternales de la Iglesia. Ella debe y quiere educarnos hasta que al-
cancemos la madurez en nuestras relaciones filiales con Dios. Por
eso los mismos dones que recibimos en el bautismo nos ensean ya
a prestar fiel atencin a la palabra de la Iglesia, a confiar filialmente
en sus indicaciones, a permanecer amorosamente unidos a ella como
un nio permanece fiel junto a su madre, a interesarnos por ella y a
colaborar con ella con el mismo afn con que un nio se entrega por
las cosas de la familia. En la familia de los hijos de Dios, en la Igle-
sia, madura el espritu de la filiacin adoptiva. Yno slo hacia arri-
ba, sino tambin lateralmente: si somos todos hijos de Dios, los que
estn a nuestro lado son efectivamente nuestros hermanos y her-
manas.
El carcter bautismal graba en nuestro corazn y en nuestro es-
pritu el sello de los miembros de Cristo. Impone la obligacin de
hacer nuestros los sentimientos de Cristo, nuestro hermano, cabeza
de su cuerpo. Abrindonos a esta ley de vida, que es la gracia vivi-
ficadora del cuerpo de Cristo, desarrollamos la vida de Cristo en
nosotros. l no nos ense solamente a tener sentimientos filiales
para con nuestro Padre celestial, sino tambin a tener sentimientos
familiares hacia la gran familia de los hijos de Dios: Cristo no
vivi para buscar sus gustos (Rom 15, 3). Siendo hijo de Dios, se
3. Cf. CIC, canon 87.
84
Qu nos ensea la gracia bautismal
hizo hermano nuestro, y nos ense la norma de conducta en nues-
tras relaciones con los hermanos. Tenemos el deber de soportar las
debilidades de los que no poseen nuestra misma fortaleza; no pode-
mos buscar solamente lo que a nosotros nos agrada (Rom 15, ls).
Con librrima decisin de su voluntad, Cristo se entreg por no-
sotros. Su amor le hizo sentirse solidario de nuestra condicin y quiso
compartirla hasta la muerte. Seguir este ejemplo suyo es poner de
manifiesto la unidad que existe entre todos los miembros de la fami-
lia de Dios, para gloria del Padre celestial. Naturalmente, esto exige
paciencia y sufrimiento. Que el Dios de la paciencia y del consuelo
os conceda tener entre vosotros las mismas aspiraciones segn el
ejemplo de Cristo. As podris, con un solo corazn y una sola boca
glorificar al Padre de nuestro Seor Jesucristo (Rom 15, 5ss).
Con estas y parecidas exhortaciones pretenda el apstol de las
gentes ir ms lejos de lo que a veces se piensa. No intentaba sola-
mente proponer el ejemplo virtuoso de Cristo, el cual podemos y
debemos ciertamente seguir. Ni tampoco persegua, en primer lugar,
exhortarnos a un sometimiento a la voluntad de Cristo. En el fondo
est el misterio del cual nace la obligacin de crear en nosotros sen-
timientos filiales para con Dios y sentimientos familiares hacia la
Iglesia, misterio al que san Pablo alude con frecuencia: Nuestra vida
en Cristo.
Por el bautismo Cristo vive en nosotros. Por la gracia bautismal
se imprime a nuestra alma el mismo sello de Cristo. Tenemos, pues,
la obligacin de vivir conforme a ese ser nuevo que se nos ha dado.
Es ley de la vida que ya domina en nosotros:' Por eso nos dice san
Pablo de s mismo que se siente cogido por Cristo y que, por tan-
to, no puede buscar sus intereses, sino que se ve obligado a buscar el
gusto de los otros y a pensar continuamente en el mayor nmero
a fin de que stos alcancen la salvacin (1 Cor 10, 33). Este deber
no es privativo o caracterstico del apstol; todos los bautizados, en
virtud de la vida divina que Cristo les ha dado, estn sometidos a la
misma ley de solidaridad.
Unidos por una misma cabeza, que es Cristo, hemos formado
una familia, en alguna manera un cuerpo. Nuestra propia salvacin
nuestra permanencia en Cristo est sometida esencialmente
a la ley de la solidaridad. Hemos sido bautizados en un solo Esp-
ritu para constituir un solo cuerpo, y en un solo Espritu hemos sido
Nos ensea sentido de familia
85
abrevados (1 Cor 12, 13). De aqu la consecuencia que saca el gran
maestro de la solidaridad salvfica: Cuando sufre un miembro, su-
fren todos los dems miembros con l. Cuando un miembro recibe
alguna distincin, todos se alegran con l (1 Cor 12, 26).
Que, como bautizados, tenemos que llevar unos las cargas de
los otros, es para el apstol simplemente la ley de Cristo (Gal 6, 2).
Efectivamente: Cristo, nuestra cabeza, ha llevado las cargas de todos
nosotros/El bautismo nos ha incorporado a todos en la misma uni-
dad de amor que impuls a Cristo a derramar su sangre por todos /
Todos vosotros, los que habis sido bautizados en Cristo, os re-
veststeis de Cristo... Formis todos una sola cosa en Cristo Jess
(Gal 3, 27). Soportaos unos a otros con caridad y esforzaos en
conservar la unidad del espritu mediante el vnculo de la paz: un
cuerpo y un espritu, como es una sola la esperanza que os aguarda
al final de la vocacin que habis recibido. Un seor, una fe, un
bautismo, un Padre de todos que est sobre todos, por todos y en
todos (Ef 4, 2-6). San Agustn tiene unas expresiones maravillosas
sobre este misterio de la unidad: Habiendo muchos hombres, son,
a fin de cuentas, un solo hombre: muchos hombres, pero un solo
Cristo. Los cristianos, juntamente con su cabeza, ascendida a los
cielos, forman el nico Cristo. No es que l sea uno y nosotros mu-
chos : en l, que es uno, nosotros, que somos muchos, somos en rea-
lidad una sola cosa. ste es, pues, el nico hombre que en verdad
existe: Cristo, cabeza y cuerpo
4
.
Tratando del amor conyugal santificado por el sacramento del
matrimonio, establece san Pablo una regla que debe ser tambin ley
fundamental de los hijos de Dios dentro de la gran familia de los
bautizados: en ambos casos el amor debe ser semejante al amor de
Cristo, redentor de su cuerpo, que am a su Iglesia y se entreg por
ella
5
. Redimidos por el uno y mediante el uno, tenemos que ser
nosotros mutuamente redentores. En esta conocida frase de Cle-
mente de Alejandra est perfectamente esta realidad que funda el
bautismo: la unidad de la gran familia de Dios. Toda nueva gracia
que nos une ms ntimamente con Cristo, nos impulsa y ayuda a
crecer tambin en el espritu de colaboracin y a trabajar eficazmente
en el bien de los dems. Y a su vez, este misterio de nuestra soli-
4. San AGUSTN, Com. in Psalm 127, 3; PL 36, 1679.
5. Cf. Ef 5, 23ss.
86 Qu nos ensea la gracia bautismal
daridad dentro de la gran familia, en la cual todos formamos una
sola cosa y estamos animados de los mismos sentimientos, constituye
tambin un motivo decisivo para llevar adelante nuestra tarea de
propio perfeccionamiento. Como ya sealaba Clemente de Alejan-
dra
6
en el siglo n, el sentimiento de solidaridad nos anima a avan-
zar por el camino del bien. Porque cuanto ms unidos estemos per-
sonalmente con Cristo, tanto ms fluir de nosotros la salvacin y la
salud para nuestro prjimo y toda la familia de los hijos de Dios.
Este pensamiento de nuestra ntima solidaridad en la obra de la
salvacin, que tan claro aparece en la divina revelacin y que brota
espontneamente de la consideracin del bautismo, nos conduce a
otro misterio para nosotros muy querido: el de la colaboracin de la
santsima Virgen en la obra de la redencin, el misterio de la media-
cin de Mara bajo el nico redentor y mediador, Jesucristo. Esta
asociacin de la Virgen como compaera y diaconisa de la salvacin
por parte del Vervo encarnado, nos muestra palpablemente qu
abundante es en l la redencin. La mediacin de la Virgen, aun-
que ocupa un lugar nico, sobresaliente y en cierto modo incompara-
ble, permanece, sin embargo, dentro del marco de la solidaridad
salvfica de todos los redimidos en Cristo. Si no pensamos agradeci-
dos y generosamente en nuestra propia solidaridad con nuestros her-
manos, de poco valdr que ensalcemos calurosamente las grandezas
de nuestra medianera. Esas alabanzas no agradarn a Dios. He-
mos de comenzar por tomar en serio y cultivar nuestro sentido de
familia sobrenatural. Un cristiano egosta de su salvacin no pue-
de ser verdadero devoto de Mara, y desde luego tampoco ser buen
cristiano.
A la luz de estas verdades, comprendemos por qu la moderna
sociologa y psicologa insisten tanto en el papel bsico del ambiente
como fuerza o factor decisivo del comportamiento humano. En el
nuevo lenguaje de estas ciencias, podramos decir: El nico medio
para liberarnos de la solidaridad en el pecado, para contrapesar la
fuerza aplastante de un ambiente corrompido, es despertar en noso-
tros conciencia de nuestra solidaridad en la obra de la salvacin, fa-
vorecer el sentido de familia, nico que puede crear un nuevo am-
biente. El egosta, y muy particularmente el hombre egosta de su
6. Cf. PG9, 413.
Nos ensea a ser agradecidos 87
salvacin, permanece esclavizado por las viejas fuerzas del mal, y,
consciente o inconscientemente, arrastra a los dems consigo a acti-
tudes estrechas. El egosta crea divisin. En cambio, el sentido de
colaboracin y de responsabilidad, el sentido de familia y armona,
es como un lazo de unidad, que nos libera y redime a nosotros mis-
mos y a nuestro ambiente. En la fuerza de la caridad y en la armona
de todos los hijos de Dios radica nuestra victoria sobre el mundo.
De la unidad de los cristianos depende la victoria de la fe que confe-
samos en nuestro bautismo, la manifestacin cara a todos los hom-
bres del misterio glorioso que llevamos dentro de nosotros.
En su oracin sacerdotal, rezaba Cristo por todos los que reciben
el bautismo, sacramento de la fe: Les he dado la gloria que t
me diste, a fin de que sean uno como nosotros somos uno: yo en
ellos y t en m, para que sean perfectamente uno y el mundo conoz-
ca que t me enviaste y los amaste a ellos con el mismo amor con
que me amaste a m (Jn 17, 22s).
No es natural que al cabo de estas reflexiones pensemos en la
celebracin del rito bautismal, que, como signo elocuente y sensible
de esta honda realidad, est llamado a recordarnos una y otra vez
este misterio? No es deseable que todo el pueblo, toda la familia de
Dios tome parte activa en ese rito para expresar su alegra por el na-
cimiento de un nuevo miembro en la familia? Todo bautismo que se
celebra en la parroquia, que es el lugar normal de su celebracin,
debiera ser una ocasin para que todos los feligreses se comprome-
tiesen fielmente a procurar que el recin nacido a la familia de Dios
encuentre dentro y fuera de la iglesia aquella atmsfera pura y alegre
sin la cual no es nada fcil perseverar y crecer en la gracia de la fe.
EL BAUTISMO NOS ENSEA A SER AGRADECIDOS
Segn los designios de Dios, el bautismo significa salvacin y
eleccin. Por nosotros mismos estbamos, igual que los dems, so-
metidos al tremendo juicio de Dios. Pero Dios, rico en misericordia,
quiso mostrarnos su gran amor y as, aunque estbamos muertos a
causa de nuestros pecados, nos condujo a la vida junto con Cristo.
Habis sido salvados por su gracia. Por Cristo nos resucit y nos
concedi un lugar en los cielos (Ef 2, 1-9).
88
Qu nos ensea la gracia bautismal
En su carta a Tito describe el apstol de las gentes con mucha
mayor claridad la solidaridad de los malos en el pecado, que a todos
nos tena atenazados, a fin de poner ms de manifiesto el carcter
inmerecido de nuestra eleccin. Entonces amaneci sobre el mundo
la bondad y generosidad de Dios, nuestro redentor, y nos trajo la
salvacin, no a causa de algunas obras buenas que nosotros hubira-
mos realizado, sino por su pura misericordia: mediante el bao de
regeneracin y de renovacin en el Espritu Santo (Tit 3, 4ss).
A este llamamiento y predileccin inmerecida debe corresponder
un corazn agradecido. La perseverancia en esta gracia inmerecida y
en general toda la vida cristiana, deben estar, por una exigencia n-
tima, bajo la ley de la gratitud. Incluso nuestros mritos, es decir,
las buenas obras que podamos hacer, han de considerarse ante todo
como don de Dios. Pues todo cuanto hacemos recibe su valor eterno
solamente cuando se edifica sobre la base de nuestra vocacin inme-
recida con la que Dios quiso distinguirnos al principio.
La expresin ms espontnea de gratitud es reconocer alegres
que todos los beneficios recibidos son muestra del amor que nos
tiene Dios. Qu alegra poder ser agradecidos con Dios! Cuntas
veces aparece este sentimiento en las catequesis bautismales de san
Cirilo de Jerusaln! Con especial relieve lo encontramos cuando, al
final de su exposicin, recuerda una vez ms a los nefitos todos los
beneficios recibidos: Cmo habis sido purificados de vuestras cul-
pas mediante la ablucin del agua y por la palabra; cmo, a seme-
janza de los sacerdotes, habis sido hechos partcipes del nombre de
Cristo, el ungido; cmo se os concedi el sello de la comunicacin
del Espritu, y Cmo, finalmente, vuestra vida no tendr otro sentido
sino caminar, en obras y palabras, dignamente conforme a la gracia
recibida, a fin de que podis alegraros de la vida eterna. En fin, ale-
graos siempre en el Seor. Os lo dir otra vez: Alegraos
7
.
Es imposible que esta alegra agradecida no rebase el alma y se
desborde hacia los dems. Necesariamente har nacer el deseo de
que todos los hombres sientan esa inmensa alegra. El amor de Dios
se manifiesta en la obra de la redencin: su infinita felicidad se des-
borda sobre nosotros para hacernos tambin felices; Dios quiere que
tambin los hombres participen de su amor bienaventurado. La gra-
7. Catequesis 18, PG 33, 1055.
Nos ensea a ser agradecidos 89
titud nos convierte en pregoneros infatigables de la buena nueva.
El hecho de haber sido preferidos a otros, sin mrito mayor de
parte nuestra, impone a nuestra gratitud una tarea especial: la preo-
cupacin pastoral por aquellos que todava no han recibido la gracia
del bautismo, o que, habiendo sido bautizados, no viven de manera
consciente su vocacin bautismal.
En el Antiguo Testamento los profetas recordaban una y otra vez
al pueblo que su eleccin inmerecida les obligaba a ms con respecto
a los otros pueblos. Israel tena una autntica responsabilidad para
con las dems naciones; era reino de sacerdotes en medio de los
pueblos (x 19, 6). Con cunta mayor razn se puede decir esto
del pueblo de los bautizados, que es el pueblo del Nuevo Testamento.
Por gratitud hacia el que nos llam y eligi tenemos que mostrarnos
dignos de esta librrima vocacin interesndonos por aquellos que
todava estn fuera: Vosotros sois raza elegida, reino de sacerdotes,
pueblo santo, que Dios reclama como suyo, a fin de que pregonis
las proezas de aquel que os llam de las tinieblas a su luz maravi-
llosa (1 Pe 2, 9).
Como miembros del nico cuerpo de Cristo, tenemos obligacio-
nes recprocas de unos para con otros. Pero como comunidad org-
nica, que ha recibido una vocacin colectiva, como nacin sacerdo-
tal, tenemos la obligacin de anunciar a los gentiles las maravillas
de Dios.
La responsabilidad para la conversin de los paganos y por la
vuelta de los separados no es algo privativo de los obispos y de las
rdenes misioneras. Todo bautizado, y evidentemente todo sacerdote
de manera especial, debe llevar muy en el alma el celo misionero.
Todos a su manera pueden contribuir a la conversin de los paga-
nos: mediante el testimonio de la fe, el buen ejemplo, la caridad, la
oracin y el sacrificio. La vivencia alegre de la fe y la gratitud por
la vocacin bautismal crecen y se afirman en la vida de cada cris-
tiano y mxime en la vida de una parroquia o de una dicesis, exac-
tamente en la medida en que prospera en el alma individual o en la
colectividad del celo misionero.
Antes del bautismo nos pregunt la Iglesia qu le pedamos. Le
respondimos que la fe. Y se nos concedi esta virtud divina como
participacin en la fe de la Iglesia. Para qu otra cosa sino para
que la confesemos con la boca y con la vida?
90 Qu nos ensea la gracia bautismal
La gratitud por este don inmerecido exige de los cristianos una
fe esplndida, una fe empeada en proclamar las grandes maravillas
de Dios, de modo que la Iglesia sea en realidad para el mundo ban-
dera enhiesta, signo de la fe que todos puedan contemplar desde los
ms apartados rincones. Lo ser no solamente gracias a la pureza de
su doctrina, sino tambin gracias a la dignidad de nuestros cultos li-
trgicos y a la fuerza irradiante de nuestra vida.
Las laudes divinas en el culto eucarstico y el fausto de nuestras
iglesias no son agradables a Dios sino cuando nuestra gratitud por
los beneficios va unida con un celo eficaz por las misiones extranje-
ras. Qu sonido tan falso el de nuestros rganos y nuestras campa-
nas cuando al mismo tiempo olvidamos que el misionero de infieles
no tiene ms que una pobre esquila con que convocar a los cristia-
nos en una msera choza! Es que hemos pensado de verdad en
ellos?
Toda nuestra vida cristiana dentro de la comunidad eclesial tiene
que ser sana para poder irradiar. Y no ser sana si no va acompa-
ada siempre del recuerdo de que nuestra vocacin nos impone un
continuo deber de gratitud y una obligacin particular para con los
ms desheredados, los paganos de estilo antiguo y los de hoy.
EL BAUTISMO NOS ENSEA ALEGRE RESOLUCIN
Dentro de su predicacin sobre el bautismo, lanza san Pablo su
consigna revolucionaria: No estis bajo una ley, sino bajo una gra-
cia (Rom 6, 14).
As ha expresado san Pablo no solamente el honor de ser cris-
tiano, sino tambin la santa resolucin que debe caracterizar la vida
cristiana. La pura atencin a la ley exterior no implica de por s ms
que la observancia de un mnimo legal. En un rgimen simplemente
legalista basta evitar aquello que puede motivar la sancin. La gra-
cia es, por el contrario, principio de vida renovada, de vida segn
Dios y de obligacin a tender a la perfeccin. La ley de las bienaven-
turanzas desemboca en una exigencia que ahora podemos compren-
der fcilmente a partir de la gracia: Sed perfectos como vuestro
Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Cuando menos, estamos obli-
gados a tender noblemente hacia esa meta.
Nos ensea alegre resolucin
l
M
La gracia bautismal est tan unida con el acontecimiento central
de la historia de la salvacin, la muerte y resurreccin de Cristo,
que ste es en verdad la norma de nuestra vida. La gracia bautismal
y en general toda gracia es fruto de la muerte de Cristo. Sobre
nuestra vida pesa la hipoteca de la pasin de Cristo: cmo podra
un bautizado tener miedo ante la lucha sabiendo que debe su vida a
la muerte del Seor? Cmo podr un cristiano contentarse con la
ley del mnimo, una ley que se le impone solamente desde fuera, sa-
biendo que Cristo ha derramado por l hasta la ltima gota de
sangre?
Ms an: la gracia bautismal no solamente es deuda nuestra a
la muerte del Seor. Esa gracia nos une ntimamente con l. El bau-
tismo opera en nosotros una asimilacin con Cristo en vista al miste-
rio de su muerte y resurreccin. Asimilacin que es urgencia supre-
ma. Ms, mucho ms que la ms severa amenaza legal, esta unin
con la muerte y resurreccin del Seor nos prohibe toda clase de
medias tintas, todo compromiso y flirteo con el pecado: Qu di-
remos? Es que vamos a permanecer en el pecado a fin de que se
multiplique la gracia? No, de ninguna manera. Cmo podramos,
despus de haber muerto al pecado, seguir viviendo en l? O es que
no sabis que los que hemos sido bautizados en Cristo, hemos sido
bautizados en su muerte? (Rom 6, lss).
El que vive del evangelio y conforme a la ley de la gracia, ha
puesto la barrera ms eficaz contra una vida sin ley. Ypor otra par-
te, la resolucin que nos inculca el bautismo es de gnero muy di-
verso del propsito que forma el hombre dominado por el temor de
la ley a fin de no crearse conflictos con sus prohibiciones. La resolu-
cin cristiana es incomparablemente ms radical, pero no tiene nada
de su encarnizado paroxismo. Porque la gracia, al mismo tiempo
que pide, y aun antes de pedir, concede la fuerza para cumplir con
alegra sus exigencias. Esta exigencia no es en s ms que expresin
del nuevo ser que ha nacido en el hombre.
Pero an no hemos llegado al fondo de nuestro anlisis sobre la
realidad de la gracia bautismal. La palabra ms decisiva la tiene
nuevamente san Pablo cuando dice: Si hemos sido incorporados a
Cristo mediante una muerte semejante a la suya, llegaremos a formar
una cosa con l mediante una resurreccin tambin semejante
(Rom 6, 5). La muerte ya no tiene poder alguno sobre el que ha
92
Qu nos ensea la gracia bautismal
dado un s a la seriedad de la muerte de Cristo y la victoria de su
resurreccin. Sepultados con Cristo, habis resucitado con l por
la fe en el poder de Dios que le resucit (Col 2, 12).
Los repetidos exorcismos del rito bautismal expresan la necesi-
dad de esta lucha decidida y la confianza de triunfar en este buen
combate de la fe. Con ellos se arrojan las fuerzas del mal y se le dice
al bautizado que no tiene por qu temer al maligno, con tal que edi-
fique sobre Cristo y permanezca solidariamente unido con Cristo y
con su pueblo.
Como no podra ser de otra forma, en este rito bautismal, que
expresa en palabras e imgenes la realidad y la esencia de la voca-
cin cristiana, podemos encontrar todos los elementos de la medi-
tacin fundamental de los Ejercicios de san Ignacio. En el bautismo
nos escoge Cristo para el reino de su Padre. Nosotros damos nuestro
s, declarndonos dispuestos a combatir contra las fuerzas del mal
bajo la bandera de Cristo y en perfecta solidaridad con el pueblo de
Dios. A la grandeza de la eleccin debe corresponder una decisin
resuelta y empeada de combatir noblemente al lado de Cristo. Sa-
bemos desde luego que en la victoria final Cristo ser quien triunfe.
Ysu victoria ser nuestra victoria si mantenemos firme nuestro fren-
te a su lado.
La resolucin del bautizado para combatir la buena lucha se ali-
menta de la virtud teologal de la esperanza, y sta vive de la je en
la muerte y resurreccin de Cristo, que por el bautismo han pasado
a ser realidades tambin nuestras. Nuestro ser renovado nos asegura
la solidaridad con Cristo en esta lucha, y a su vez experimentamos
que este ser permanece en la medida en que pronunciamos nuestro
s a la solidaridad con todo el pueblo de Dios.
Sabemos que nada nos puede separar de Cristo, pues hemos sido
incorporados a l mediante una muerte y resurreccin semejantes a
la suya. La gracia se presenta con ms dura urgencia que la muerte
y el infierno, pero con tal de que se observe una condicin funda-
mental: que estemos sinceramente resueltos a vivir no bajo el rgi-
men de una ley ceida al puro lmite inferior de la obligacin, sino
realmente bajo la gracia, conscientes de todo lo que signifique y
exige esta gozosa realidad. No podremos, pues, formular la pregunta
del esclavo: Qu es a lo que en rigor estoy obligado? Para el que
vive bajo la ley de la gracia no hay ms que una preocupacin: vivir
Nos ensea alegre resolucin
93
fundamentalmente del don de Dios, orientar toda su actividad hacia
la gracia que ha recibido por concesin sobrenatural.
Cuando agradecidos y resueltos hacemos de la gracia la ley de
nuestra vida, sabiendo que en la gracia nos concede Dios realmente
la norma de conducta segn la nueva vida, podemos tener la seguri-
dad de que nunca nos ha de faltar la fortaleza de esta gracia divina.
Dios no abandona sino a quien le abandona primero. Hay un
grave peligro para el bautizado: centrar prevalentemente la atencin
en la ley exterior que seala unos lmites necesarios, considerando
la gracia como una ayuda que se le concede luego en vistas a la ob-
servancia de dicha ley. Es desenfocar la realidad e invertir los trmi-
nos de manera funesta y vergonzosa. De ah nace esa confusa divi-
sin entre gracia santificante y gracia actual, que son de suyo dos
aspectos de la misma y viva realidad. Las gracias actuales no tienen
por finalidad primaria y directa ayudar a cumplir la ley exterior. Es-
tn en relacin inmediata con la gracia santificante, a cuyo desarrollo
se ordenan. La ley, por su parte, no es sino una defensa contra
posibles concepciones falseadas de la realidad interior. La ley es cier-
tamente expresin del ser en gracia; pero expresin que en ningn
modo traduce adecuadamente la realidad ntima de la vida de la gra-
cia y de las gracias actuales que Dios otorga incesantemente en vista
a su conservacin y desarrollo. Todos estos dones de Dios exigen
nuestra colaboracin agradecida. La ley, teniendo en cuenta nuestra
condicin humana, tiende a impedir que vivamos despreocupada-
mente o engaados por una vaga ilusin.
La gracia nos ensea. Pero cuidado con entender esto como
si dicha enseanza se redujera a la meditacin racional o afectiva de
esta maravillosa realidad que es la gracia, autntica norma de nues-
tro pensar y de nuestra conducta. Porque, por encima de la gracia y
actuando a travs de ella, est el mismo Espritu Santo, verdadero
maestro interior de nuestra alma. Lo cual no excluye que la actitud
sumisa a su actuacin a un tiempo suave y enrgica no exija una me-
ditacin continua de sus dones y un odo atento a la voz de la Igle-
sia que nos anuncia la buena nueva de la gracia y nos impulsa y
conduce sin cesar hacia la ley interior de la gracia. Y no olvidemos
tampoco el papel de la liturgia: participando activamente en sus
misterios renovamos y profundizamos ms y ms nuestra orientacin
hacia esta realidad bsica de nuestra consagracin bautismal.
94 Qu nos ensea la gracia bautismal
Te rogamos, Seor, que lleguemos por la fe a conocer ms y ms
las grandes maravillas que has obrado en nosotros por medio del
santo bautismo, a fin de que halle cumplimiento en nuestra vida lo
que t por medio de tu santa palabra nos has prometido. Haznos
vivir la gracia de nuestra filiacin divina de tal manera que unidos
contigo miremos filialmente al Padre del cielo. Afinzanos en el
amor fraterno para que nuestra mutua caridad y unidad redunde en
tu gloria, amado Redentor nuestro! Haznos pregoneros de tus mis-
terios salvficos!
DONES Y DEB ERES DE LA CONFIRMACIN
En el ltimo da, el ms solemne de la fiesta, Jess, en pie,
gritaba en alta voz: Si alguno tiene sed, que venga a m, y que
beba, el que cree en m; pues dice la Escritura: i-De su interior
fluirn torrentes de agua viva. Deca esto aludiendo al Espritu
que habran de recibir los que creyeran en l; pues entonces an
no se haba concedido a los fieles el Espritu, porque Jess an no
haba sido glorificado (Jn 7, 37-39).
Yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya, porque
si no me voy, el Parclito no vendra a vosotros. Pero si me voy
os lo enviar. Cuando l venga confundir al mundo poniendo
en claro dnde est el pecado, la justicia, y cul es el juicio recto:
el pecado, acusndoles de no haber credo en m; la justicia, de-
mostrando que sta estaba de mi parte, pues al desaparecer de
vuestra vista, me voy al Padre; el juicio, porque el prncipe de
este mundo ya est juzgado. Todava tengo muchas ms cosas
que deciros, pero no las podis comprender ahora. Cuando venga
l, que es el Espritu de la Verdad, os introducir en la verdad
cabal. Porque l no hablar por su cuenta; os dir solamente lo
que se le transmita, y as os anunciar los acontecimientos futu-
ros. l me glorificar pues l tomar de lo mo y os lo comuni-
car a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mo; por eso os
deca: -Tomar de lo que es mo y os lo comunicar (Jn 16,
7-15).
El Espritu Santo es para nosotros don de Cristo glorificado. El
Seor tuvo que pasar previamente a travs del mar Rojo de su muer-
96
Dones y deberes de la confirmacin
te para conducirnos al reino de su Padre. Durante la peregrinacin
por el desierto de esta vida terrena es tambin l para nosotros la
roca de la que brota el agua de vida, el espritu de verdad. En la cruz
quiso que su corazn fuese traspasado para que, a travs de la herida
abierta, quedase patente el amor del Hijo hacia el Padre celestial y
hacia nosotros. Finalmente, terminada su carrera mortal, el Hijo hizo
que tambin su naturaleza humana participase de aquella gloria que
posea cabe el Padre antes de la existencia del mundo. Solamente
entonces poda enviarnos desde el seno del Padre el Espritu de la
gloria.
Mediante el don del Espritu Santo, nuestra existencia ha sido
introducida en el amor con que desde toda la eternidad se aman el
Padre y el Hijo, en el amor en que hablando desde el punto de
vista de la historia de la salvacin el Hijo hecho hombre se ofre-
ci por nosotros al Padre en la cruz, y en el mismo amor con que
el Padre le glorific en su resurreccin y sentndole a su diestra.
El da de pentecosts signific para los apstoles, para la Iglesia
naciente, el primer paso hacia la comprensin del misterio pascual
de la muerte y resurreccin de Cristo. Ese da, por vez primera com-
prendieron el significado de aquellos misterios y se sintieron capaces
de dar testimonio de aquellos hechos de los que haban sido testigos
ante todo el mundo. De la misma forma aun despus del bautismo
necesitamos nosotros algo: la santa confirmacin, que nos capacite
para llevar a pleno desarrollo la nueva vida que late en nosotros
y para dar testimonio valiente y eficaz ante el mundo.
Segn doctrina expresa del concilio de Trento ', la confirmacin
es verdadero y propio sacramento. No es simplemente un desdobla-
miento o aclaracin del rito bautismal. Pero, segn la opinin unni-
me de los telogos, ha de enfocarse como un profundizar en las
realidades bsicas del bautismo. As pues, la gracia y las obligaciones
que nacen del sacramento de la confirmacin han de considerarse a
la luz del bautismo. Pero tambin, viceversa: La confirmacin lleva
a plenitud la gloria que estaba implicada en la vocacin del bau-
tizado.
1. Dz 871.
VOSOTROS SERIS MIS TESTIGOS
Al momento de bautizarse Jess en el Jordn, los cielos se abrie-
ron sobre l, y el Espritu revisti la forma de paloma, cernindose
sobre l. En aquella ocasin el Padre quiso dar testimonio de su
filiacin y del origen divino de su misin: T eres mi Hijo querido;
t tienes todo mi favor (Le 3, 22). Este testimonio del Padre en
favor de su Hijo, ungido con la plenitud del Espritu, es el comienzo
de su glorificacin. sta, a su vez, nos obliga a aceptar su testimonio:
A l tenis que escuchar (Mt 17, 5).
Lleno del Espritu (Le 4, 1) se lanz Jess a su obra de desen-
mascarar a Satn y a sus pompas, que son los apetitos mundanos.
Con la fuerza del Espritu (Le 4,14), comenz a predicar la buena
nueva: El espritu del Seor est sobre m. Me ungi y me envi a
llevar la buena nueva a los pobres... a proclamar un ao de gracia
del Seor (Le 4, 18 ss). Jess es el testigo fiel (Ap 1, 5). No
habla para agradar a los hombres. Da testimonio de la verdad y
confirma este testimonio con su sangre. El resucitado es el testigo
acreditado por el Padre; nos enva el Espritu Santo a fin de que
nosotros seamos tambin sus testigos.
Cristo, ungido con la plenitud del Espritu, vino a nosotros para
bautizarnos con el Espritu Santo y con el fuego (Mt 3, 11). He
venido a poner fuego a la tierra, y cmo quisiera ya verlo encendido.
Pero primero tengo que recibir un bautismo, y cmo me quemo por
verlo cumplido (Le 12, 49).
Llama Jess bautismo de sangre a su pasin, que era requisito
necesario para nuestro bautismo con el fuego del Espritu Santo. El
evangelista insiste intencionadamente en la glorificacin de Cristo
para su resurreccin y ascensin como presupuesto necesario tam-
bin para la efusin del Espritu (Jn 7, 39). Ambos se explican y
completan mutuamente: la glorificacin de Cristo por su resurrec-
cin y ascensin es la respuesta a la glorificacin del Padre por la
muerte expiatoria del Hijo. Son simplemente dos aspectos de una
sola e indivisible realidad: el Padre se glorifica en el Hijo, y el Hijo
en el Padre. Por su obediencia amorosa hasta derramar su sangre
dio el Hijo valioso testimonio de su amor al Padre; el Padre respon-
de con otro testimonio precioso: glorificando la naturaleza huma-
98
Dones y deberes de la confirmacin
na de su Hijo. De esta suerte, el fuego ardiente del amor personal
entre el Padre y el Hijo a la cabeza de la nueva humanidad se con-
virti en realidad palmaria, en testimonio certsimo. Las lenguas de
fuego que en el da de pentecosts se concedieron a la Iglesia eran
una invitacin a que el l aen el mismo Espritu continuara
aquel testimonio. Todos los confirmados estn llamados a tomar par-
te como testigos en la obra misionera de la Iglesia. Para eso se nos
concede a plenitud el Espritu en el bautismo de fuego de la con-
firmacin: para que seamos capaces de cumplir nuestro deber de ser
testigos de Cristo hasta los confines de la tierra (Act 1, 5-8).
Por la confirmacin se nos urge an ms a ser fieles a la obliga-
cin impuesta ya en el bautismo de pregonar las obras gloriosas de
aquel que nos llam de las tinieblas a su luz maravillosa (1 Pe 2, 9).
En el curso del rito de la confirmacin unge el obispo en la
frente al confirmando trazando la cruz mientras dice: Yo te signo
con el signo de la cruz y te confirmo con el crisma de la salud en
el nombre del Padre y del Hijo y del Espritu Santo. Con espritu
de fortaleza, debemos, pues, hacer frente al espritu del mal en el
medio en que vivimos, dando un testimonio alegre y decidido en fa-
vor del evangelio, dispuestos al sufrimiento y a la cruz cuando fuera
preciso. El crisma del amor divino es para nosotros prenda de victo-
ria: nos habla de la victoria de la cruz frente a los enemigos y per-
seguidores, de la victoria del amor pronto al sacrificio. La confirma-
cin nos capacita y nos obliga a dar testimonio sin miedo y sin
debilidad (snodo de Elvira). No os olvidis del Espritu. Os dar
un sello celestial y divino que infunde temor a los demonios. l os
arma para el combate. Os concede fortaleza. Ser vuestro protector
y vuestra defensa. Velar sobre vosotros como sobre sus soldados
2
.
Queda, pues, suficientemente claro que la vida del bautizado y
del confirmado est esencialmente ordenada al testimonio pblico de
la fe; tan esencialmente como Cristo consagr la suya a partir del
bautismo en el Jordn al servicio de la voluntad amorosa del Padre,
que en aquella ocasin quiso tambin dar testimonio en favor de su
Hijo; tan esencialmente como el bautismo de sangre de Cristo en
el da de viernes santo y en medio de los resplandores de la pascua
fue testimonio decisivo ante el mundo.
2. CIRILO DE JERUSAN, PG 33, 996.
Gracia y deber de santificacin
99
El bautizado y confirmado tiene que ser apstol y testigo de Cris-
to, para que su vida corresponda realmente a lo que lleva dentro del
alma grabado con buril divino.
Y, sin embargo, la gracia de la confirmacin nos ensea que no
es precisamente el apostolado exterior, sino la entrega, la dcil su-
misin a la direccin interior de la gracia, lo que primeramente im-
porta. El ejemplo de Cristo nos ha enseado bien claro tanto en
el bautismo del Jordn como en el misterio de la pasin y resurrec-
cin que toda la fuerza del testimonio nace del amor, de la mutua
donacin entre Padre e Hijo. El Espritu Santo es el vnculo de este
mutuo amor. Por eso se concedi a Cristo, el Hijo, en medida des-
bordante y se nos concede a nosotros como prueba de nuestra adop-
cin filial y como obligacin de hacer de nuestra vida un testimonio
continuo en favor de la realidad sobrenatural del mundo de la fe.
Pero este testimonio no tendr valor sino en cuanto sea expresin
espontnea, consciente, naturalmente, de nuestra filial entrega a Dios.
Este aspecto, con alguna frecuencia olvidado por esos apstoles
que podramos llamar fanticos de la organizacin, lo pone muy cla-
ramente de relieve la frmula que utilizan los griegos para la admi-
nistracin de este sacramento: Sello del don del Espritu Santo.
El papel primordial de la interioridad no quiere, sin embargo,
decir que primeramente hemos de consagrarnos a arreglar nuestras
propias relaciones con Dios a fin de conseguir una perfeccin que
nos permita dedicarnos a compartir la responsabilidad pastoral por
los otros y a las obras de apostolado. En el amor que animaba a
Cristo en su bautismo tenemos un testigo del mutuo amor que reina
entre el Padre y el Hijo, y juntamente un testimonio de su amor a los
hombres. La confirmacin viene a decirnos que para crecer en el
amor de Dios es preciso que crezca juntamente y brille cada vez ms
irradiante y ms puro nuestro testimonio apostlico por la salvacin
del prjimo.
GRACIA Y DEBER DE SANTIFICACIN
El bautismo y la confirmacin nos imponen un deber de santi-
dad. En ambos escribe el Espritu Santo con caracteres indelebles,
con la escritura a fuego de su propia santidad, este sello en nuestra
100 Dones y deberes de la confirmacin
alma: Santo para el Seor. Hemos sido lavados de nuestros peca-
dos y santificados en el nombre de nuestro Seor Jesucristo y en el
Espritu de nuestro Dios (1 Cor 6, 11).
Mediante la reconciliacin por la sangre de Cristo y mediante
la santificacin por el Espritu Santo, abati el Santo de los Santos la
lnea mortal de separacin, el muro del pecado. Ahora nuestra pro-
pia alma resplandece en el brillo de su santidad. Ahora ya no es
solamente el celo devorador de la santidad de Dios el que, desde su
elevado trono, nos conmina a huir de la iniquidad. En virtud de
su ser renovado por el Espritu Santo, el hombre nuevo, el santifi-
cado ve en el pecado la oposicin ms radical a la gracia santi-
ficante: no hay coexistencia posible.
El pueblo de la alianza en el Antiguo Testamento estaba lla-
mado a caminar en presencia de la santidad de Dios y a glorificar el
nombre de Dios ante las naciones. Su vocacin de reino sacerdotal
y pueblo santo (x 19, 6), era la regla fundamental de toda su con-
ducta: Sed santos, porque yo, el Seor, vuestro Dios, soy santo
(Lev 19, 2). Como pueblo de la nueva alianza estamos los cristianos
llamados a movernos de manera mucho ms perfecta en el mbito
de la santidad divina. Hemos recibido la plenitud del Espritu de
santidad: luego el mandamiento de ser santos nos urge mucho ms.
La vocacin cristiana significa esencialmente santificacin en el Es-
pritu Santo (1 Pe 1, 2; 2 Tes 2, 13). En esa frmula est indicada
tanto la accin santificadora de Dios en nosotros como nuestro de-
ber de llevar una vida santa. La gracia nos impone un imperativo:
Sed santos.
Toda santificacin nace del sacrificio de Cristo en la cruz. Nues-
tro sumo sacerdote, Jesucristo, funda la santidad de los elegidos en
su propia santificacin como vctima inmolada por nosotros
3
. Cris-
to, el ungido con la plenitud del Espritu Santo, se santifica a s
mismo en cuanto que pronuncia con plena libertad y amor un s a la
misin que el Padre le seal, la de ofrecerse como vctima por el
mundo; s a la glorificacin del Padre y s a nuestra santificacin
para que furamos capaces de santificar el nombre de Dios. Por
ellos me santifico yo, a fin de que sean santificados en la verdad
(Jn 17, 19).
3. Cf. Heb 2, 11; 10, 14.
Llamados a santificar al mundo 101
As como Cristo dijo s a su santificacin objetiva, esta misma
santificacin objetiva que se nos concede por medio del bautismo, la
confirmacin y la ordenacin sacerdotal, reclama nuestro s libre
que ha de unirnos inseparablemente con el s del sumo sacerdote
y del cordero. Por la gracia santificante de los sacramentos, y en
particular por el carcter sacramental, vivimos en Cristo Jess,
hecho por nosotros justicia, santidad y reconciliacin (1 Cor 1, 30).
Unidos con l, somos hostia agradable, santificada en el Espritu
Santo (Rom 15, 16).
Mediante la confirmacin y los dems sacramentos, afirma y
profundiza el Seor la obra maravillosa de nuestra santificacin co-
menzada en el sacramento del bautismo. El sacramento de la santa
uncin pondr la ltima mano a esta tarea, cuando fortalecidos por
la gracia propia de este sacramento y unidos perfectsimamente con
Cristo, entreguemos nuestra vida en las manos del Padre.
La ley del Espritu de vida en Cristo Jess (Rom 8, 2) pide de
nosotros una vida santa, pues es ley que nos santifica. Para el hom-
bre ser santo significa vivir conscientemente de la gracia recibida,
entrar agradecido en los designios de Dios, que santifica y glorifica
su nombre en la obra de nuestra salvacin. El Espritu Santo obra
incansablemente en los santificados, y por eso la consigna de santi-
dad impresa en nuestra vida y renovada con cada gracia nueva suena
as: Que el santo siga adelante en su santificacin (Ap 22, 11).
LLAMADOS A SANTIFICAR EL MUNDO
Cristo se santific ofrecindose como vctima por la salvacin
de todo el mundo. Santificados en Cristo no podemos centrarnos en
el problema de nuestra propia salvacin. Sera inters egosta y
estrecho. Adems, nuestra salvacin no est sino en l cumplimiento
agradecido del deber bsico de nuestra vida: santificarnos conforme
al Espritu de santificacin que hemos recibido para glora de Dios
y para salvacin de todo el mundo. Dios quiere que por medio de
nosotros todos los hombres y toda la creacin se revistan del glo-
rioso esplendor de su santidad.
Uno de los nombres con que antiguamente se design a la con-
firmacin era el de teleosis, perfeccin acabada. La perfeccin cris-
102 Dones y deberes de la confirmacin
tiana est en el servir y en el esperar la consumacin de todas las
cosas en Cristo. Nosotros, que tenemos el don del Espritu, no es-
peramos solamente en la plena manifestacin de nuestra filiacin
divina; experimentamos tambin el anhelo de la creacin, que
desea tambin ser redimida para la libertad, el don glorioso de los
hijos de Dios (Rom 8, 19ss). El confirmado debe saber que no hay
perfeccin personal posible sin una arraigada y sentida solidaridad
con el ambiente en torno con el prjimo y con los rdenes huma-
nos, con toda la creacin de Dios.
El que ha recibido el don del Espritu tiene que colaborar con
todas sus fuerzas desde su puesto, desde su profesin y su ambiente,
para que todas las cosas terrenas vuelvan a ser reconocidas como
dones del Padre celestial y empleadas como medios de la caridad
al servicio de la comunidad, en justicia y santidad verdaderas
(Ef 4, 24).
Entre los deberes que nos impone la confirmacin sobresale tam-
bin la misin temporal de los seglares. No se trata solamente de que
en su profesin, en la vida econmica, cultural, en la vida poltica
en cualquier parte en que se encuentre observan las leyes de
la creacin. Es necesario que todo esto lo hagan, pero conscientes
de que no conseguirn cumplir perfectamente con esta misin si no
se esfuerzan en hacerlo todo conforme al Espritu de santidad por
el que Cristo es Seor del mundo redimido, y con una orientacin
clara de toda su vida a la mayor gloria de Dios y a la salvacin del
mundo. Solamente as volver a brillar el orden de la creacin para
los redimidos y santificados. Ese orden creado ser tambin regla de
nuestra vida cuando vivamos del don supremo, del sello con el
don del Espritu Santo, y nos entreguemos desinteresadamente por
el mundo de Dios.
EL ESPRITU SANTO NOS ENSEA LA LEY DE CRISTO
Solamente el Espritu Santo, el cual nos ha dado la vida en
Cristo Jess, puede ensearnos la ley de Cristo, la ley del amor
desinteresado y consciente de nuestra solidaridad en la obra de la
salvacin. Ms an: podemos decir que la gracia del Espritu Santo
que, enviado por Cristo glorificado, renueva en nosotros el misterio
El Espritu Santo nos ensea la ley de Cristo 103
de Cristo, es en ltima instancia y en un sentido maravilloso nuestra
verdadera ley. Como dice santo Toms, la nueva ley consiste prin-
cipalmente en la gracia del Espritu Santo que se concede a los fie-
les
4
. Y al hablar as, santo Toms no hace sino transmitir el eco
de la tradicin. Agustn siente verdadera pasin por recalcar esta
profunda verdad. En solemne ocasin, al prometer la eucarista y al
instituirla en el cenculo, se refiri el Seor a este misterio: El Es-
pritu es el que da vida (Jn 6, 63). El Espritu os ensear todas
las cosas (Jn 14, 26; 16, 13).
En el sentido ms pleno de la palabra Cristo en persona es nues-
tro legislador
5
. Aun exteriormente promulg su ley. En el monte de
las bienaventuranzas y con palabras llenas de energa y autoridad
traz unas metas de altura insospechada. En el Glgota, con la letra
de su sangre preciossima, derramada por nosotros, manifest la
ley de su amor con una urgencia tal que ningn corazn sensible
puede ignorarla. En el cenculo explic el sentido de la institucin
de la eucarista y del lavatorio de ios pies con palabras de claridad
meridiana: Os he dado un ejemplo para que vosotros hagis lo que
yo he hecho (Jn 13, 15). ste es mi mandamiento: que os amis
unos a otros como yo os he amado (Jn 15, 12). Todas sus palabras
y acciones, su persona y su ejemplo nos anuncian la voluntad amo-
rosa de su Padre: nos hablan de lo que Dios nos da y tambin de
lo que consiguientemente nos exige. A su Iglesia entreg junto con
el evangelio una ley alegre y liberadora. Usando de su plena potes-
tad y guiado por su espritu, nos manifiesta su voluntad y la del Pa-
dre: El que a vosotros escucha, a m me escucha... (Le 10, 16).
Hasta ahora no ha habido otro legislador que haya expresado tan
claramente su voluntad.
Sin embargo, aun siendo todo eso verdad, no est dicho lo ms
propio, lo peculiar, lo principal de la ley de Cristo (Gal 6, 2).
Lo ms grande, lo ms caracterstico de la ley nueva es que se trata
de una ley establecida con autoridad pero amorosamente por el
Seor mediante el don personal de su amor, mediante la renovacin
en el Espritu Santo (Tit 3, 5). Slo cuando envi el resucitado
a los apstoles el Espritu de pentecosts, el cual les explicara y
4. *Principaliter lex nova est gratia Spiritus Sancti, quae datur christifidelibus,
ST I-II, q. 106, a. 1.
5. Concilio de Trento; Dz 831.
104
Dones y deberes de la confirmacin
enseara todas las cosas, comprendieron ellos verdaderamente los
designios y la voluntad amorosa de Cristo. Con la efusin del Es-
pritu se cumpli la profeca: Sern todos enseados por Dios
(Jn 6, 45). Es ste un pensamiento querido de los padres y de los
grandes telogos: que la promulgacin de la nueva ley tuvo lugar
principalmente en el da de pentecosts, pues solamente mediante el
Espritu Santo comienza esta ley a tener vigencia para cada uno, ya
que es necesario que el Espritu del resucitado nos haga compren-
der desde dentro las palabras y ejemplos de Cristo. San Agustn ex-
plicaba esta verdad ao tras ao a los nefitos. Para l vena a ser
el ABC de la religin cristiana.
Al insistir tanto en la ley del Espritu (Rom 8, 2), no preten-
demos en modo alguno quitar valor a la ley exterior promulgada por
Cristo. Al contrario, le damos una importancia mucho mayor. Pues
no son dos leyes que existan independientemente. Solamente el que
se deja guiar plenamente por la gracia, el que acepta con toda se-
riedad esa ley interior, puede comprender y cumplir en su verdadero
sentido la ley exterior contenida en las palabras y ejemplos de Cristo.
No hay sino una ley. Porque no hay sino un solo Seor y un solo
Espritu.
El mismo Seor nos ha dado sus palabras y su ejemplo y nos ha
enviado al Espritu Santo como maestro interior. Es el mismo maes-
tro y legislador el que ha dado a la Iglesia poder y autoridad'para
regir y ensear, y el que mediante los sacramentos por l instituidos
hace actuar su gracia en nosotros, otorgndonos primeramente el
poder cumplir aquello que luego nos exige.
No hay ms que un Espritu: el que ungi a Cristo para la obra
de su amor, el que fue dado a la Iglesia y el que desde el interior de
nuestra alma nos abre el odo para que escuchemos a modo de dis-
cpulos (cf. Is 50, 4).
Si verdaderamente pensamos y caminamos en el Espritu, toma-
mos efectivamente parte en la funcin proftica de Cristo, en su tes-
timonio ante el mundo. Ni el fantico de la ley ni el leguleyo mini-
malista pueden sacar al mundo del atolladero. Pasarn de largo, al-
zando compasivamente los hombros, y no esperis ms. En cambio
el cristiano verdaderamente espiritual, interiormente libre, tiene un
mensaje importante que se clava en la entraa del mundo: bien des-
pertando la fe en Cristo, bien poniendo al descubierto el odio y la
El gran mandamiento del amor
105
rabia de los que se oponen a ese testimonio. En los santos acta el
Espritu de verdad, que acusa al mundo y descubre los pensamien-
tos ms ocultos. Este Espritu demuestra que el pecado es miseria
y vergenza, mientras que la fe es prenda y comienzo de victoria
sobre el mundo. En la humildad y en la debilidad aparente del hom-
bre verdaderamente espiritual se refleja ya la victoria de Cristo cru-
cificado y ya glorificado y comienza a dibujarse la victoria final.
EL GRAN MANDAMIENTO DEL AMOR
El Nuevo Testamento es alianza en el Espritu Santo, que ha
sido derramado en nuestros corazones (Rom 5, 5). Y as es el Esp-
ritu Santo el que crea en nuestros corazones aquel amor que es la
plenitud de la ley, que es propiamente la ley nueva
6
.
El Espritu Santo es el lazo amoroso entre el Padre y el Hijo.
En Cristo reside la plenitud del Espritu Santo. En el Espritu se
entrega l desde la cruz en las manos del Padre. En virtud del Esp-
ritu Santo sale del sepulcro. De esta forma, la cabeza de la nueva
humanidad es la ms acabada realizacin de la unin amorosa que
existe entre las personas de la Trinidad, en la cual el Hijo existe
como recibindose del amor del Padre y entregndose nuevamente
al Padre en el amor del Espritu Santo. Por el misterio pascual de
su muerte y resurreccin concluy Cristo en el Espritu Santo una
alianza amorosa con la Iglesia. La misin del Espritu es precisa-
mente prenda de esta unin.
En Cristo reside la plenitud del Espritu. Por eso, su misin es
-llevar a todos los tristes y oprimidos el mensaje feliz del amor de
Dios. Ungido por el Espritu, su vida es expresin no slo de amor
al Padre, sino tambin de amor a sus hermanos, los hombres: El
Espritu del Seor est sobre m. Por eso me han ungido para
anunciar la alegra a los oprimidos; me ha enviado a proclamar la
liberacin de los cautivos... (Le 4, 18s).
El amor de que Cristo nos dio ejemplo al entregarse por nos-
otros en la cruz es ya ley para sus discpulos, pues tambin en sus
corazones alienta ya el Espritu Santo (Rom 5, 5). Solamente gra-
6. Santo TOMS, Com. a 2 Cor, m, lectio n.
106
Dones y deberes de la confirmacin
cias a la presencia del Espritu, derramado en nosotros, podramos
cumplir aquel mandamiento: Amaos unos a otros como yo os he
amado (Jn 15, 12). Por eso puede el Doctor Anglico atreverse a
afirmar que el mismo Espritu Santo es la nueva ley, en cuanto que
l es quien engendra en nuestros corazones aquel amor que Cristo
nos ense con palabras y ejemplos como perfeccin cumplida de
la ley. La accin del Espritu nos hace entrar en la rbita de aquel
amor por el cual el Hijo Unignito de Dios se vuelve continuamen-
te al Padre y se entrega por sus hermanos.
Santo Toms ve expresado este precepto del amor fraterno en
los mismos smbolos de que se sirve el sacramento de la confirma-
cin, especialmente en el blsamo mezclado con aceite de oliva:
Se mezcla el blsamo a causa de su fragancia que se difunde a los
dems
7
. En el blsamo que progresivamente perfuma con su agra-
dable aroma el ambiente ve santo Toms el mismo simbolismo que
en las lenguas de fuego posadas sobre las cabezas de los apstoles,
porque el lenguaje crea comunidad con los otros
8
.
En la confirmacin se nos signa con la seal de la cruz y somos
fortalecidos con el crisma de la salud, a fin de poder tomar parte en
la lucha como valientes soldados de Cristo. Cristo consigui su vic-
toria en la cruz. Fue victoria del amor. Ungidos por el Espritu
Santo con el aceite de la alegra, podemos lanzarnos a la lucha con
las mismas armas de Cristo. El Espritu que nos enva el resucitado
es para nosotros prenda segura de que la victoria est ya decidida
en favor del amor generoso y sacrificado. No hay quien pueda arre-
batarnos la alegra del triunfo en el combate por nuestra salvacin,
si vemos siempre nuestra vocacin en el servicio caritativo del
prjimo.
El Espritu Santo funda la comunidad de naturaleza entre los
redimidos. El bautismo en un mismo Espritu nos ha constituido
en un solo cuerpo (1 Cor 12, 13). El mismo Espritu es quien
suscita los mltiples dones que contribuyen a la edificacin del
cuerpo de Cristo (1 Cor 12, 4-12). Por eso toda gracia recibida de
Dios nos impone una honrosa pero muy seria obligacin de vivir
como Cristo, no buscando nuestro propio gusto. La ley inscrita en
nuestro corazn por el don del Espritu suena as: Que cada uno
7. ST m, q. 72, a. 2.
8. L. c, ad 1.
Ley grabada en el corazn
107
lleve las cargas del otro. As cumpliris la ley de Cristo (Gal 6, 2).
Hermanos, servios unos a los otros en el amor. Porque toda la ley
se resume en un precepto: Ama a tu prjimo como a ti mismo
(Gal 5, 14). El fruto del Espritu es amor, alegra, paz, paciencia,
bondad, amabilidad (Gal 5, 22). Basta que nos entreguemos filial
y dcilmente, a la accin de la gracia del Espritu Santo, y l har
realidad en nosotros toda la ley, consumar la caridad.
Este amor que brilla en la unin armoniosa entre los hermanos
es la seal evidente de que el reino de Dios se ha instaurado en la
tierra, de que hemos participado verdaderamente de la realeza de
Cristo. El cumplimiento de este mandamiento real (Sant 2, 8) es
tambin prueba de nuestra semejanza con Cristo sumo sacerdote.
Pues, unidos por la caridad, imitamos a Cristo, glorificando con
un mismo corazn y una misma boca al Padre de nuestro Seor
Jesucristo (Rom 15, 5s). De esta forma se cumple efectivamente
la splica de la Iglesia en la consagracin del crisma, el jueves san-
to: Que los fieles sean revestidos de dignidad real, sacerdotal y
proftica.
LEY GRABADA EN EL CORAZN
Con la operacin del Espritu Santo en los sacramentos, y par-
ticularmente en el sacramento de la confirmacin y en las gracias
que con l se relacionan, se ha cumplido la prediccin de los pro-
fetas: Pondr mi ley en su interior, y la escribir en su corazn
(Jer 31, 31-34; Heb 8, 10).
Habiendo sido bautizados por el fuego del Espritu Santo, debe-
mos mantener vivo en el alma nuestro agradecimiento por ese don
extraordinario y no seguir viviendo como si todava estuviramos
sometidos a una ley exterior, impuesta desde fuera. Que no estamos
ya bajo un rgimen legal, sino bajo el imperio suave y exigente a la
vez de la gracia (Rom 6, 14). Pero, hay que decirlo nuevamente, a
condicin de que exista una decisin absolutamente imprescindible:
que demos un s incondicional a lo que constituye lo esencial de la
nueva ley, a la direccin del Espritu Santo: Si os dejis guiar
por el Espritu, ya no estis bajo la ley (Gal 5, 18). Porque contra
los frutos del Espritu, ya no hay ley (Gal 5, 22s). En cambio,
los
Dones y deberes de la confirmacin
mientras seguimos contemporizando ms o menos con las obras del
hombre carnal, que son fornicacin, impureza, enemistades,
disputas, envidias, mal genio, disensiones, espritu partidista... (Gal
5, 19), estamos an sometidos al juicio de una ley de prohibiciones.
El hombre viejo, el hombre independiente, el viejo Adn dominado
por sus concupiscencias, necesita ser combatido sin descanso por las
limitaciones de la ley exterior. Pero ese hombre que vive en nosotros
no recibe el golpe de muerte, no es verdaderamente vencido sino
mediante una vida por virtud de la gracia. El hombre viejo no muere
sino cuando empezamos a caminar en el Espritu
9
.
Qu triste retroceso el del bautizado con el Espritu Santo
10
que no tiene ms ideal que orientar su vida conforme a los lmites
de la ley exterior, considerndose libre de las exigencias que impone
la donacin de la gracia. El cristiano que se propone nicamente
como meta de su esfuerzo moral evitar las faltas que le crean com-
plicaciones con la ley, se ve apartando cada vez ms de la ley per-
sonal de la amistad, de la ley de gracia inscrita en el corazn y en
el espritu. En realidad vive ya con alma de esclavo. Al no consi-
derar esa ley exterior partiendo desde la ley interior de la gracia,
con la que forma una autntica unidad, no puede ver en la ley ex-
terna sino un yugo aplastante e insoportable.
Por el contrario, para el que vive agradecido al don de la gra-
cia y tiene clara conciencia de las obligaciones que le impone tan
alto don, las mismas leyes exteriores del evangelio y de la Iglesia
se convierten en expresin cariosa del amor de Dios que le espo-
lea fuerte y suavemente hacia alturas cada vez ms sublimes. El que
mira la ley como algo exterior, el que se acerca a ella con alma de
siervo, ir inconscientemente deformando hasta los ms sublimes
preceptos, el precepto capital de la caridad, las altas metas del ser-
mn de la montaa: llegar a no ver en ellas ms que un manda-
miento penoso como todos los dems. Y as aquellas metas subli-
mes se han convertido en ley del mnimo esfuerzo para ese escua-
drn cansino que vive trampeando siempre de un lado a otro de la
frontera.
Todo lo que es invitacin generosa y categrica hacia las al-
turas, no interesa, no le sirve: Al fin, no tiene fuerza obligatoria;
9. Cf. Gal 5, 25.
10. Cf. Me 1, 8; Jn 1, 33.
Ley grabada en el corazn l(l')
es simple consejo. A qu cargar con pesos intiles en la mochi-
la? Yno se da cuenta de que cuantos ms pesos de esta clase va
tirando, tanto ms le pesan los que le quedan. Qu distinto el
cristiano que deja que la gracia le trace su camino! Cuanto ms
empinado suba el sendero, tanto menos siente la carga.
El confirmado que camina segn el Espritu tiene buena expe-
riencia de que en medio de la lucha nunca le falta junto al crisma
de la fortaleza el blsamo de la alegra. El que ha llegado a encon-
trar gusto en la ley del vivir en el Espritu, dando un s resuelto
a la difcil y grande tarea del seguimiento de Cristo, recibir siem-
pre del Espritu y cada vez con ms abundancia el fruto sabroso de
la santa alegra.
La discusin en torno al problema de los sacerdotes obreros,
que lleg tambin al gran pblico, sirvi para poner en claro dos
verdades: primeramente, que una empresa apostlica tan atrevida
exiga una madurez espiritual a toda prueba y juntamente una pre-
paracin humana adecuada. Pero en segundo lugar se puso de relie-
ve otro aspecto al que con frecuencia no se prest debida atencin:
algunos de aquellos sacerdotes obreros naufragaron. Falsearon
su testimonio en favor de Cristo y de su ley. Pero no lo falseaban
mucho ms aquellos sacerdotes y seglares que asistan al desenlace
del drama cmodamente instalados en su mundo satisfecho y
burgus?
La existencia de esos hombres a los que nada puede hacerles
variar de ritmo es realmente la ms perfecta caricatura de la vida
segn la ley de Cristo. Seguros de s mismos, montonos ruti-
narios, nada detestan ms que esas empresas atrevidas del celo mi-
sionero que siente la obligacin de transmitir el mensaje de forma
adaptada a las necesidades de los hombres. Estn tan perfectamente
acoplados a su ambiente semiincrdulo y cmodo que ni ven el for-
malismo que impera en toda su vida, el formalismo con que cum-
plen sus deberes para que nadie pueda decir nada de ellos. Agotan
todas sus dbiles energas en un fiero aferrarse al mnimo fijado por
la ley en mil pequeos y minsculos detalles. Qu atencin podrn
dedicar a las necesidades concretas y cambiantes del prjimo, a las
exigencias histricas del reino de Dios? Solamente las preocupacio-
nes de orden terreno, alguna que otra noticia sensacional, puede
sacarles de su embotado reposo. sos son los estmulos que fre-
110
Dones y deberes de la' confirmacin
cuentemente actan sobre su inercia. La santa inquietud por el reino
de Dios, presente ya en este tiempo de plenitud de gracia y que
exige una urgente decisin, no se hizo para ellos.
El cristiano aburguesado, ese parsito que vegeta en los arra-
bales del reino, entra en lo que define la moderna sociologa como
moral lmite. Es la moral del hombre de mundo que no se gua
por el imperativo de su conciencia, sino que es arrastrado por el
ambiente y viste con facilidad el traje que se lleva. Moral lmite
es la del hombre que suscribe cualquier costumbre social con tal
que le reporte alguna ventaja; aceptar todas las reglas en uso den-
tro del juego social, sin exponerse a crear un serio conflicto con la
opinin pblica. Si las condiciones son favorables, todo podr ir
bien, aparentemente, durante largo tiempo. Pero que surjan crisis
sociales o familiares, y entonces veremos cmo de entre las filas de
los seguidores de esa moral lmite es de donde se recluta el ms
elevado nmero de transgresores. Este deslizarse hacia la zona de
lo inmoral podr sorprender a muchos, pero era un movimiento que
en realidad vena preparndose de tiempo atrs.
Todo esto puede aplicarse a la vida cristiana: el que vive ins-
talado en el lmite inferior de la obligacin legal, aprovechando esa
situacin fronteriza para traficar con el del otro lado, al menos en
pequea escala de modo que no puedan comprometerlo demasia-
do llammosles pecados veniales o simples imperfeccio-
nes , no podr a la larga conservar la vida en gracia. Llegar la
hora difcil de la tentacin y se ver qu da de s aquella correccin
aparente. Dichoso el que aprovecha esta seria advertencia de la
tentacin para convertirse realmente a la ley de la gracia.
La apostasa de las masas, tan tpica de nuestro siglo, esa apos-
tasa de todas esas masas de gentes que emigran de regiones tradi-
cionalmente cristianas hacia la gran ciudad, nos viene a decir lo
mismo pero en dimensiones mayores: en las pocas de crisis sola-
mente puede resistir un cristianismo que se haya empeado perso-
nalmente por Cristo. En la hora de las grandes sacudidas solamente
perseveran las comunidades vivas, que saben crear un clima no para
adormilar sino para hacer madurar personalmente a sus miembros.
Esta leccin de la historia debe hacernos sacar una clara consecuen-
cia. En fin de cuentas, habr venido bien si aumenta en nosotros la
conviccin de que la actitud del que se instala por sistema en esa
La letra mata
mediocridad al amparo de la ley es la ms hiriente contradiccin a
la ley nueva, a la misma esencia del cristianismo.
El Seor nos ha expuesto su ley, esta ley interior de la gracia,
en la parbola de los talentos (Mt 25, 14-30): a aquel que se le dio
mucho, tambin se le pedir mucho. Toda preferencia en el plano
natural y en el sobrenatural nos est obligando, en virtud del amor
con que Dios nos ha distinguido, y en vista al reino de Dios, a co-
rresponder fielmente en su servicio. Esta actitud filial y agradecida
del que intenta conocer la voluntad amorosa de Dios juzgando por
los talentos particulares y gracias que ha recibido, abre el corazn
y la voluntad, la mente y el espritu a los dones del Espritu Santo.
En cambio, el que se mueve en el peligroso terreno de la frontera,
con su alma gris agarrotada por temor al castigo, cierra su corazn
al verdadero temor de Dios, que no conoce mayor desgracia que re-
sistir la invitacin divina de la gracia.
El cristiano que vive filialmente en presencia de su Dios, con
el alma pronta siempre a buscar el camino que la gracia y la provi-
dencia divina le van trazando, es conducido de la mano por el Es-
pritu Santo mediante sus dones de sabidura, de consejo y de en-
tendimiento. Junto con el gusto por la ley, le concede el Espritu
el arte de distinguir la voz de Dios de los subterfugios del hombre
viejo.
LA LETRA MATA
Cristo vino a nosotros con la fuerza del Espritu Santo. Ungido
con el Espritu, consum su inmolacin por nosotros, revelando as
el designio amoroso del Padre. Despus de subir al cielo, envi a
la Iglesia su mismo Espritu. La Iglesia vive la vida de Cristo en
el Espritu Santo, el dador de vida.
Todo intento de comprender la obra redentora de Cristo o la
misin de la Iglesia prescindiendo del Espritu Santo traera conse-
cuencias funestas. Tampoco es admisible el relegar al Espritu
Santo a la llamada Iglesia de la caridad, mientras que la Iglesia
como institucin jurdica se explica en trminos puramente humanos.
Tanto la Iglesia de la caridad como la Iglesia jurdica forman una
sola cosa, creada y mantenida por virtud del Espritu. Esto, sin
embargo, no quiere decir que el Espritu salga responsable de todos
112
Dones y deberes de la confirmacin
y cada uno de los artculos del cdigo, y menos de su aplicacin en
cualquier meridiano de la Iglesia. Hay que afirmar lo mismo que
se afirma de los servidores de la Iglesia: son testimonio del amor
de Cristo solamente en la medida en que se dejan conducir humilde-
mente por el Espritu Santo. De la misma manera, tanto la consti-
tucin y manejo del derecho cannico como la interpretacin de
la ley esencial de Cristo exigen una fiel sumisin al Espritu Santo.
En el Antiguo y en el Nuevo Testamento ha expresado Dios su
voluntad de palabra y por escrito. Pero la actividad del Espritu
Santo no termina con la inspiracin de la Sagrada Escritura. La
nuestra no es una religin libresca. Aunque los cristianos nos
gocemos de poseer como propio el libro de los libros. Querer resol-
verlo todo mediante la Escritura, sin contar para nada con la Iglesia
que posee la direccin del Espritu Santo, es una fatal aventura.
Porque la letra mata; el Espritu es quien da la vida (2 Cor 3, 6).
No hay que olvidar nunca esta enseanza del apstol, sea que
se trate de nuestra relacin con la Sagrada Escritura, o de la doctri-
na de la Iglesia recogida en frmulas humanas, sea que se trate de
conocer la voluntad de Dios expresada en las formulaciones jurdi-
cas de la autoridad eclesistica. En ningn caso podemos portarnos
como si se tratase de leyes a la letra muerta. Esencialmente no lo
son. Nuestra ley es ley viva y vivificante en virtud del Espritu que
la anima, que es el Espritu dador de vida. Lo fundamental, lo pro-
pio de la nueva ley es la direccin interior de la gracia y la virtud
del Espritu Santo. Cuando nos empeamos en considerar esa ley
como cualquier otro texto legal, la convertimos en ley muerta, en
letra que mata. A qu triste caricatura hemos reducido la ley de la
gracia que es ante todo ley de vida!
La gracia del Espritu Santo no es algo accesorio, que se aade
de una manera postiza a la ley nueva. Tampoco es exactamente una
ayuda o una fuerza que se nos concedi despus para que pudise-
mos cumplir los preceptos de una ley exigente y difcil. En reali-
dad, la ley de Cristo es, ante todo y simplemente, gracia. Como tal,
es ley revelada por Cristo en la buena nueva de su amor redentor
y promulgada interiormente por la accin del Espritu Santo. De
esta manera, la gracia nos concede el poder y el deber como una
posibilidad a nuestro alcance. Basta que de nuestra parte respon-
damos con una actitud de humilde agradecimiento.
Obras de supererogacin 113
Siendo la ley de Cristo esencialmente ley que nace de la riqueza
del amor del Seor y de su Espritu, su fuerza y hermosura no se
revelan sino a los que la reciben con amor y agradecimiento. No es
ley para esclavos. Es ley para el amigo, para el hijo amante de Dios.
Por eso, desde el mismo momento en que comenzamos a mirar esa
ley con ojos carnales, fijndonos en la pura letra, preocupados por
la cuestin capital para el alma de esclavo: Tengo que hacer
esto so pena de pecado mortal?, ha perdido para nosotros la ley
nueva toda su fuerza y alegra. Mientras que cuando, con el apstol,
podemos afirmar: El amor de Cristo no me deja lugar a opcin
(2 Cor 5, 14), es seal de que hemos comprendido el sentido autn-
tico de la ley exterior.
Apliquemos todo esto a una obligacin que pesa diariamente
sobre el sacerdote: el rezo del breviario. Nuestra preocupacin prin-
cipal, y menos an la nica preocupacin, no puede ser cumplir
correctamente con la recitacin material del oficio. Nuestra prime-
ra intencin debe ser siempre realizar el sentido de esa ley, rezar en
espritu y en verdad. Y ste ha de ser tambin el primer principio
cuando se trate de interpretar el alcance de esa ley.
OBRAS DE SUPEREROGACIN
Una vida siempre atenta a la voz interior de la gracia, conti-
nuamente abierta al kairs, al llamamiento de Dios en cada instante,
a las necesidades del prjimo, una vida a la altura de los talentos
recibidos no es un deporte ni un virtuosismo del espritu. Es en rea-
lidad la exigencia inaplazable de la ley nueva inscrita en el espritu
y en el corazn de aquel que ha sido bautizado con el Espritu San-
to. Es, pues, necesario que la conciencia de todos los cristianos sea
informada de esta conviccin siguiendo el ejemplo magistral que
nos han dejado los padres de la Inglesia en sus catequesis mistag-
gicas. No hay dos tipos de moral en el cristianismo. Tanto al or-
gulloso fariseo, como al estoico ufano de sus virtudes y al monje
budista que edifica su perfeccin sobre una tica autnoma dirige el
Seor la advertencia a los discpulos: Cuando hayis concluido
todas las obras que os haban ordenado, decid: Siervos intiles
somos: no hemos hecho ms que lo que tenamos que hacer (Le
114
Dones y deberes de la confirmacin
17, 10). Nunca podremos excedernos en nuestra correspondencia a
la gracia que sin cesar nos reclama. No podremos nunca darnos por
satisfechos. La gratitud nos obliga a estar siempre dispuestos a hacer
ms y ms.
La teologa tradicional tiene toda la razn al designar con el
nombre de obras supererogatorias ( = que superan el margen de la
obligacin) todo aquello que no est estrictamente mandado por un
precepto positivo exterior. Esa distincin tiene una importancia de-
cisiva en la aplicacin pastoral: todo aquello que pasa de lo im-
perado como norma general, no puede ni debe ser exigido a la fuer-
za. Es algo que no cae dentro de lo que el hombre puede imponer.
Pretender reducir a cauces legales aquello que respecto de la ley
comn no es sino un consejo o una obra supererogatoria por
ejemplo, la comunin mensual o semanal supondra un descono-
cimiento radical de la naturaleza de la ley nueva e impedira el
acceso amoroso a la misma.
Pero qu significa propiamente esta distincin entre obras obli-
gatorias y supererogatorias? Bien entendida no es una concesin a
nuestra pereza que puede as verse desligada del deber de buscar
siempre metas ms elevadas. Es una invitacin a respetar la con-
ciencia y la vida interior del prjimo, a respetar en ltimo trmino
la accin secreta del Espritu Santo a la que no se pueden fijar
moldes ni esquemas humanos. Y para el cristiano favorecido con
una gracia especial significa esa expresin que el amor de Cristo
debe impulsarle siempre a superar el mnimo legal en busca de la
perfeccin cristiana y a producir sobreabundantemente (supereroga-
toriamente) los frutos del Espritu.
Los moralistas de los ltimos siglos se han empeado con agudo
ingenio, y la mayor parte de las veces tambin con delicada intui-
cin, en sealar hasta qu extremo puede y debe llegar un buen
confesor en la absolucin de un pecador dbil o bien de aquellos que
tras muchos aos vuelven nuevamente a los sacramentos. Es muy
conforme con la ley de Cristo e> juzgar a nuestro prjimo con toda
la caridad posible y mucho ms tratndose del sacramento de la
divina misericordia. Aun cuando, como pastores de almas, acaricie-
mos como meta ansiada de nuestra labor pastoral conducir a las
almas hasta el s resuelto a la ley del espritu de vida en Cristo
Jess, no hemos de perder nunca de vista que no somos nosotros
Libres de la ley del pecado 115
quines para aplicar al prjimo juzgando desde fuera la me-
dida de esa que es ante todo ley interior.
Pero sera un absurdo inaudito para una conciencia cristiana
ilustrada el hacer de las reglas de suavidad pastoral el refugio y la
justificacin de su propia vida mediocre. Muy laxos consigo mismos,
los que as obran pecan ordinariamente de excesivo rigor con el
prjimo. En todo caso, tomar esas reglas como nica norma de
conducta, sera la total materializacin de la ley, al reducirla a un
lmite externo que al fin de cuentas poco importa que sea rgido o
laxo. El cristiano verdaderamente espiritual, el que vive de la gracia
de la confirmacin, descubre el valor personal de su ley en la reali-
dad ntima de la gracia que forma una unidad con las normas ex-
teriores. Su consigna y preocupacin es: Qu podra yo dar al
Seor por todo lo que l me ha concedido?
En esta actitud cabe una recta aplicacin del probabilismo mo-
derado o equiprobabilismo, tanto referido a la comprensin pasto-
ral del pecador, como a la obligacin de conciencia frente a los de-
beres que propone la situacin exterior o el llamamiento interior
de la gracia. Esta apertura continua a la voz de Dios en cada mo-
mento, que es una obligacin para el que sigue la ley de gracia, no
consentir el que por cumplir leyes dudosas o por atenerse fiera-
mente a la letra de la ley se cierren los odos a la voz del kairs, a
las necesidades del prjimo, a las leyes del crecimiento interior de
la gracia, o se desaprovechen grandes ocasiones pastorales que re-
claman una decisin audaz a fin de dar con la solucin autntica y
verdaderamente cristiana.
LIBRES DE LA LEY DEL PECADO
Ms de una vez hemos tenido que experimentar qu dolorosas
limitaciones imponen las leyes humanas a nuestra libertad. La ley
inscrita por nuestro creador y redentor en el corazn del cristiano
y contenida en la Escritura y en el magisterio eclesistico presenta
tambin evidentemente una barrera infranqueable contra nuestro
egosmo arbitrario, pero no constituye en modo alguno una dismi-
nucin de la verdadera libertad. La ley de Dios conduce a la liber-
tad. Yesto vale sobre todo de la ley de la gracia, cuya meta es ha-
116
Dones y deberes de la confirmacin
cernos participantes de la libertad de los hijos de Dios y finalmente
de la libertad del mismo Dios. La ley del espritu de vida en Cristo
Jess te ha libertado de la ley del pecado (Rom 8, 2).
Cristo ha llevado por nosotros todo el peso de la deuda de nues-
tros pecados. Su amor redentor le llev a hacerse solidario de nuestros
sufrimientos a fin de romper las cadenas que nos hacan solida-
rios del pecado. La ley del pecado fue vencida por la expiacin
amorosa del Seor. El resucitado est libre de toda coaccin, libre
tambin de la ley del pecado, que alcanz en la cruz su victoria
mortal. Cristo glorificado nos hace participar por medio del Esp-
ritu Santo de su triunfo glorioso: Donde est el Espritu del Seor,
all est la libertad (2 Cor 3, 17).
La ley espiritual de la vida en Cristo Jess es la ms perfec-
ta ley de la libertad (Sant 1, 25; 2, 12), porque nos hace vivir
como Cristo vida de resurreccin. El Espritu Santo transforma
nuestro hombre interior a semejanza de Cristo: Los que se dejan
guiar por el Espritu son hijos de Dios (Rom 8, 14). Si transfor-
mamos nuestra vida en el mismo Espritu en el que exclamamos
Abba, Padre! (Rom 8, 15), haremos de ella un testimonio per-
durable en favor de nuestra interior asimilacin con Cristo, partci-
pe de su misma libertad.
Porque el hombre que vive resueltamente esta realidad de la
gracia no es un hombre sin ley. La ley del Espritu es proteccin efi-
caz contra todas las obras del hombre carnal que no busca sino sa-
tisfacer sus caprichos. Y sin embargo esta vida en el Espritu no
puede ser descrita ni presentada como vida bajo una ley. El hom-
bre que camina en el Espritu no est ante la ley de Cristo como
frente a una ley exterior y esclavizante. Haciendo de nuestra vida
en Cristo la norma fiel de nuestros pensamientos, deseos y acciones,
ni estamos sin ley ni estamos bajo una ley. As, paradjicamente,
porque Cristo es nuestra ley (somos, como san Pablo, 'woo?
Xpicnro, 1 Cor 9, 20s). El amor de Cristo que nos apremia es
nuestra ley nueva y la fuente de nuestra libertad. El amor de Cristo
libera en cuanto que nos obliga.
Con todo, seguimos necesitando siempre las indicaciones de la
ley exterior con sus preceptos y prohibiciones. Dicha ley es la clave
para distinguir los espritus, es decir, para distinguir la verdadera
libertad de los hijos de Dios frente a los falsos ideales de la libertad
Libres de la ley de la muerte 117
de este mundo. No es que necesitemos la ley exterior como un
apoyo a la obra del espritu de Cristo para transformarnos en su
imagen. La necesitamos como un remedio de nuestra flaqueza, mien-
tras vivimos en la carne y esperamos la plena revelacin de la li-
bertad de los hijos de Dios. Si la ley espiritual de la vida en Cristo
Jess hubiera llegado en nosotros a su completa perfeccin, ya no
necesitaramos para nada esa norma exterior. Cuando lleguemos a
identificar plenamente nuestra voluntad con la de Dios, podremos
decir con santa Teresa del Nio Jess: Yo hago siempre mi vo-
luntad, porque la he entregado por completo al Seor. Pero mien-
tras el hombre viejo siga tramando su juego, no podemos dispensar-
nos del esfuerzo por acomodarnos con toda exactitud a la ley ex-
terior. San Agustn, es verdad, deca: Ama y haz lo que quieras,
pero slo un corazn limpio, un amor perfecto puede hacer suya
esa norma, ya que solamente l puede atinar con toda certeza en el
blanco.
Por eso, tambin las leyes que fijan el mnimo imprescindible
son buenas y necesarias. Pero no hay que olvidar respecto de ellas
que la ley no es para el justo sino para los malos y desobedientes
(1 Tim 1, 9); la ley se dio por causa de los transgresores (Gal 3,
19). La ley va perdiendo importancia gradualmente en la medida en
que nos esforzamos noblemente por entrar en los designios amoro-
sos de Dios. El siervo no sabe lo que hace su Seor. Por eso os
llamo amigos, porque os he manifestado todas las cosas que o de mi
Padre (Jn 15, 15).
LIBRES DE LA LEY DE LA MUERTE
Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere. La muer-
te ya no tiene poder sobre l (Rom 6, 9). Esta afirmacin del aps-
tol no vale solamente referida a Cristo ascendido a los cielos. En
sentido mstico se aplica tambin a los miembros del cuerpo de
Cristo, es decir, a nosotros desde el momento en que Cristo vive en
nosotros y nos dejamos conducir plenamente por el Espritu del re-
sucitado. El apstol lo afirma solemnemente: La ley del Espritu
de vida en Cristo Jess te ha liberado de la ley del pecado y de la
muerte (Rom 8, 2).
118 Dones y deberes de la confirmacin
La salvacin en Cristo no termina en la vida de la gracia, la
cual es ya algo imperecedero, pues nada en el mundo la puede des-
truir, con tal que nosotros permanezcamos fuertemente unidos con
Cristo. Pero hay ms: Cristo nos libr adems de la ley de aquella
muerte que entr en el mundo por el pecado de Adn. Desde en-
tonces todos quedamos sometidos a la ley de la muerte como un
castigo por haber pecado. La muerte impuesta a Adn fue la conse-
cuencia de su loca pretensin de alcanzar la ciencia y la altura de
Dios con sus propias fuerzas. Una humanidad angustiada ante la
muerte es una humanidad que no ha querido comprender su exis-
tencia como un don recibido humilde y agradecidamente de la -mano
del Dios de la vida.
La muerte de Cristo es de muy distinta naturaleza. Cierto que
en el huerto de los olivos tuvo Jesucristo que soportar la angustia
ante la muerte, y en la cruz brot de su corazn la oracin del su-
premo desamparo. Pero sus ltimas palabras: Padre, en tus manos
encomiendo mi alma, son expresin de confianza filial, de generosa
obediencia y de rendido amor. La resurreccin pone de manifiesto
ante los ojos de todos los creyentes que esa obediencia hasta la
muerte lleva en s la vida, a diferencia de la desobediencia de Adn
que fue un intento esencialmente marcado con el sello de la muerte.
La ley del Espritu de vida en Cristo Jess nos llena de celes-
tial sabidura, aquella que por tan distinto camino buscaba Adn.
Esa ley nos hace experimentar efectivamente que la entrega perfecta
a Dios significa vida para nosotros. El cristiano que no se parapeta
en el refugio del mnimo legal para resistir la voz imperiosa y ur-
gente de la gracia, sino que se entrega con una disponibilidad sin re-
servas al dominio del Espritu, a la direccin de la gracia, ya no tie-
ne por qu temer aquella muerte que pesa sobre el mundo a partir
de la desobediencia de Adn. Pues en la medida en que se deje
guiar del Espritu, se ir preparando para otra muerte semejante a la
de Cristo y que lleva, como la de l, en la obediencia la vida.
Con razn hablaba san Francisco de la hermana muerte. El
que est libre de la ley del pecado y no busca en todo ms que dar
gusto a Dios, ve en la muerte la gran posibilidad de entregarse amo-
rosa, confiada y obedientemente en las manos de Dios. Una muerte
as lleva en s misma toda la vida. Es la ltima expresin de la ver-
dadera libertad.
Libres de la ley de la muerte 119
Es necesario insistir en que esta alegre noticia: Estis libres de
la ley del pecado y de la muerte supone siempre una condicin
imprescindible: Con tal que os dejis guiar del Espritu (Gal 5, 18;
Rom 8, 14). Mientras el cristiano vive trampeando, traficando con
Dios: Hasta qu punto me obliga bajo pecado esta ley de la gra-
cia?, o como recientemente deca alguno: Hasta qu punto puedo
resistir a la gracia del Espritu Santo sin pecar?, tendr en el tras-
fondo del alma el aguijn de la muerte; mientras se conserve algo
de propia voluntad, tambin vivir el cristiano bajo la angustia de la
muerte. Est en peligro continuo de caer nuevamente bajo la ley
de la muerte que pes sobre Adn. El que no quiere orientarse
fundamentalmente segn la gracia que opera en el interior y segn
las disposiciones de la divina providencia, se ir cerrando ms y ms
a la accin del Espritu Santo, y no participar de la virtud trans-
formante de la muerte y resurreccin de Cristo. Quedar siempre en
una fase imperfecta, bajo la ley. No alcanzar la madurez en Cristo,
y estar expuesto al peligro supremo de convertirse en un sin-ley o
de poner la ley al servicio de su egosmo. En todo caso, para se
sigue pesando con toda su trgica fuerza la ley de la muerte.
Quien, mediante la entrega total de s a la ley del Espritu,
est muerto a s mismo, puede mirar tranquilo a sus postrimeras y
desafiarlas jubilosamente: Muerte, dnde est tu aguijn? El agui-
jn de la muerte es el pecado; y el poder del pecado est en la ley
(1 Cor 15, 54ss).
Enva tu Espritu y renueva la faz de la tierra! Oh Dios, t ins-
truyes los corazones de los fieles ensendoles tu ley por medio del
Espritu Santo, Espritu de verdad y de amor. Haz, te pedimos, que
encontremos gusto en todo lo que a tus ojos es bueno, y aydanos
a realizar alegres lo que conocemos ser tu voluntad. Por medio de
Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en unin del misino Es-
pritu Santo, Dios por todos los siglos. Amn.
LA GRACIA DE LA CONFESIN
Terminada la comida, dijo Jess a Simn Pedro: Simn,
hijo de Juan, me amas ms que stos? A lo que respondi:
S, Seor, t sabes que te quiero. Y Jess le dijo: Apacienta
mis corderos. Nuevamente le pregunt: Simn, hijo de Juan,
me amas? Y nuevamente le contest Pedro: Seor, t sabes
que te quiero. Y Jess: Apacienta mis ovejas. Por tercera vez
le pregunt: Simn, hijo de Juan, me amas? Entonces Pedro se
entristeci de que tres veces le preguntara si le quera, y le re-
plic: Seor, t lo sabes todo; t sabes que te quiero. Jess
le respondi: Apacienta mis ovejas. En verdad te digo que cuan-
do eras joven te cenias t mismo e ibas a donde queras; pero
cuando seas viejo, tendrs que extender tus manos, y otro te cei-
r y te llevar a donde no querras ir. Con esto aluda el Seor
a la muerte con que el apstol haba de glorificar a Dios. Y aa-
di: Sigeme (Jn 21, 15-19).
Instruido por el Espritu Santo, Pedro fue el primero en decla-
rar: T eres Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16). Y el Seor,
conmovido por esta confesin, le respondi: Dichoso t, Simn,
hijo de Juan; porque no han sido ni la carne ni la sangre quienes te
manifestaron esto, sino mi Padre que est en los cielos.
Por segunda vez confes Pedro su fe en nombre de los discpu-
los que queran permanecer fieles, cuando, despus de prometer el
Seor el misterio de la eucarista, muchos le abandonaron: Seor,
La gracia de la confesin 121
a quin iremos? T tienes palabras de vida eterna. Nosotros hemos
credo y reconocido que t eres el Santo de Dios (Jn 6, 68ss).
Quin iba a decir que aquel mismo Pedro negara al Seor en
la hora de su pasin, muy poquito despus de que el Seor le haba
lavado los pies, le haba dado el pan de vida y le haba confiado
poderes sacerdotales? Qu se hizo de aquella luminosa declaracin
de Cesrea de Filipo? A qu todos aquellos juramentos de fideli-
dad en el cenculo?
Pero el resucitado dara al discpulo arrepentido una nueva oca-
sin de confesar su fe. Aquella confesin hizo recordar a Pedro hu-
mildemente su culpa, pero es mucho ms que una simple y dura
autoacusacin. Es la confesin del amor purificado con las lgrimas
del arrepentimiento. Pedro, me quieres? Humilde y agradecido
a la vez, responde Pedro: Seor, t lo sabes todo. T sabes tam-
bin que te quiero (Jn 21, 17). El Seor recibe complacido esta
humilde confesin y, al confirmar a Pedro sus poderes de supremo
pastor, le asegura que su amor ya le ha perdonado. Ms an: pro-
mete a Pedro que un da podr confirmar aquella confesin con el
testimonio de su sangre en el martirio: Otro te ceir y te llevar
a donde t no quieres. Con estas palabras dio a entender con qu
clase de muerte habra de glorificar a Dios (Jn 21, 18). Finalmente,
una vez ms y ahora definitiva escucha Pedro aquellas palabras:
Sigeme (Jn 21, 19). Ahora es cuando comprende en toda su pro-
fundidad el sentido del seguimiento de Cristo. Ahora recibe humilde
y agradecido aquel llamamiento como una gracia inmerecida.
En el bautismo profesamos solemnemente nuestra fe y juramos
permanecer fieles en nuestra confesin hasta la muerte. Frecuente-
mente hemos repetido en el curso de la celebracin eucarstica aque-
lla confesin, prometiendo eterno amor y fidelidad a Cristo. Y sin
embargo en todo pecado mortal nos hemos conducido como si no le
conociramos y no nos hubiramos declarado totalmente suyos. No
tendra l motivo sobrado para negarnos para siempre su amistad?
Sin embargo, quiere concedernos despus de cada pecado la misma
gracia concedida a Pedro. Como a l, nos ofrece la ocasin de con-
fesar en su presencia nuestro pecado y alabar, con esa humilde con-
fesin, su gran misericordia. Incluso despus del pecado venial, qu
gracia tan grande poder confesar inmediatamente nuestra culpa y po-
der escuchar la palabra divina del perdn!
122
La gracia de la confesin
En el sacramento de la penitencia viene Cristo personalmente
hasta nosotros y nos pregunta: Me amas? En esta pregunta va
incluida la promesa divina del perdn. Con ella nos asegura que
quiere volver a concedernos su amistad perdida y si no afianzarla.
sta es la grande alegra del sacramento del perdn: que el Seor
viene en persona hasta nosotros misericordiosamente para recibir
nuestra confesin y declararse l mismo a nosotros una vez ms.
Nuestra humilde confesin recibe toda su fuerza liberadora de la
eficacsima confesin de Cristo en la cruz ante el Padre y ante todo
el mundo. All, en el sacrificio de la cruz, manifest el Dios miseri-
cordioso su amor a una humanidad sedienta de redencin. Poder
manifestar en la confesin nuestros pecados a Cristo crucificado con
toda confianza y con mrito saludable, es una gracia que brot para
nosotros del corazn del Redentor traspasado por amor nuestro.
Por la muerte en cruz se entreg Cristo a la justicia devoradora
del Padre que exiga una satisfaccin por la injusticia que ocasio-
nara el pecado del hombre. A imitacin de Cristo, tambin el cris-
tiano que con corazn contrito confiesa sus pecados en el sacramento
de la penitencia, se entrega al juicio del Padre celestial y al juicio de
Cristo glorificado que un da volver a juzgar a vivos y muertos.
NUESTRA CONFESIN A CRISTO PACIENTE
En el bautismo Cristo se nos da. Nos llam por el nombre. Ins-
cribi en nuestra alma el carcter bautismal como signo de nuestra
pertenencia a l. La confesin de fe y las promesas bautismales
fueron la respuesta agradecida a todo lo que el Seor haba grabado
imborrablemente en nuestra existencia. Nosotros nos confesamos
suyos porque primero l se confes nuestro. El credo de la Misa,
pero en general toda celebracin eucarstica, constituye nuestra con-
fesin, sin cesar renovada solemnemente, de que estamos decididos
a ser totalmente de Cristo, a quien nos consagramos irrevocable-
mente en el bautismo. sta es la dicha y la honra de nuestra vida:
poder asociarnos al cntico de alabanzas que dedica la Iglesia a su
esposo divino; ms todava, poder tomar parte en la misma confessio
Christi, en el testimonio o martyrion que ofreci Cristo al Padre en
la cruz y que renueva sin cesar actualizndolo en la eucarista.
Nuestra confesin a Cristo paciente
123
En el bautismo, Cristo, presente eficazmente en el sacramento
por virtud de su muerte redentora, se confes nuestro. Asimilados
a l por una muerte y resurreccin semejantes a la suya, hemos pa-
sado a ser propiedad suya, nos hemos declarado discpulos suyos.
Pero solamente cuando confesamos realmente en nuestra vida aque-
lla profesin de fe hecha en el bautismo, cuando vivimos realmente
lo que prometimos, somos dignos del confiemini, esto es, de alabar
al Seor en la eucarista. Cuando por el pecado hemos dado un
no al amor de Cristo, tenemos que emprender el camino doloroso
del arrepentimiento y confesin de nuestra culpa, antes de ser admi-
tidos nuevamente a participar de las alegres alabanzas de la comu-
nidad eucarstica. Pedro tuvo que llorar lgrimas de vivo dolor y
confesar humildemente su culpa. Slo cuando su corazn se renov
por la penitencia, pudo sentirse capaz de anunciar a los hombres el
triunfo redentor de Cristo.
La gracia suscita el dolor en el alma. La voluntad libremente se
duele del pecado. Y as, en virtud de la gracia que opera en la vo-
luntad, la declaracin de los pecados se convierte en una confesin
liberadora y en un encuentro saludable con Cristo paciente. Por el
dolor, por la declaracin dolorosa del pecado, nos reconocemos cul-
pables de la pasin y muerte de Cristo. Al mismo tiempo, confesa-
mos nuestro pecado contra el Cristo mstico. Por el dolor recono-
cemos contritos el mal que nuestro pecado ocasion no solamente
a nuestra alma sino tambin a todo el Cuerpo de Cristo.
Con nuestro pecado hemos ofendido al mismo Seor. No pode-
mos desentendernos del crucificado. Es intil querer huir lejos de su
vista. Hemos sido bautizados en su muerte. Estamos empapados de
las fuerzas santas y santificadoras de su muerte. Pertenecemos a l
indisolublemente. En todo lo que hacemos, tropezamos siempre con
l, porque de una vez para siempre ha querido l ponerse en nues-
tro camino.
Le encontramos en el camino de la cruz con nuestro pecado.
Pero no como lo encontr la Vernica ni como aquellas piadosas
mujeres que lloraron a su paso y le ofrecieron vino mirrado, ni tam-
poco como su madre y como Juan que estuvieron firmes al pie de
la cruz sustentados por un amor fiel. Tal vez lo encontremos como
Pedro, el cual despus de tantas gracias y despus de haber vivido
en la intimidad del Seor, despus de haber asistido a los fulgores
124
La gracia de la confesin
del Tabor y a la bienaventuranza del cenculo, tuvo valor para afir-
mar: No lo conozco. En todo pecado se encuentra poco ms o
menos la misma asercin: No lo conozco.
O tal vez encontramos al Seor en su viacrucis como aquellos
indiferentes y desagradecidos que ya no queran saber nada de que
haba sido precisamente aquel sentenciado a muerte el que les haba
sanado milagrosamente. Quiz tambin alguna vez nos hemos dejado
llevar de la masa y en ms de una ocasin habremos gritado con el
populacho: Crucifcale! Cuntos bautizados sucumben hoy a la
seduccin del ambiente y se atreven tambin a criticar la ley de
Dios sobre el matrimonio en lo que se refiere a la procreacin, a la
castidad y fidelidad conyugal, a la indisolubilidad del matrimonio.
En el fondo, no estn criticando al mismo Dios? Tambin ellos vo-
ciferan: Crucifcale! Y no faltar algn cristiano que se tenga
por ms ilustrado y se atreva a pedir a la Iglesia que adapte su moral
a la sensibilidad de los nuevos tiempos; que deje de hablar de abuso
en el matrimonio cuando los padres han dado la vida a uno o varios
hijos. Hasta es posible que algn sacerdote se crea a este respecto
especialmente ilustrado y d muestras de excesiva benignidad. No le
faltar buena voluntad. Tal vez le anima una fuerte demasiado
fuerte sin duda comprensin de la necesidad espiritual del prji-
mo. Pero en realidad l, igual que los otros, est de alguna manera
mezclando su voz en el tumulto que alza el espritu irreligioso de
nuestro tiempo para seguir clamando: Crucifcale!
En cada pecado nos hemos encontrado con el crucificado. l ha
querido ser pisado por nuestras culpas, pues por nosotros se ofreci
como vctima expiatoria. As lo haba profetizado ya Isaas: No me
volv atrs. Ofrec mis espaldas a los golpes y mis mejillas a los que
pretendan arrancarme la barba. No apart mi rostro de los ultrajes
y salivazos (Is 50, 5s).
Oh Seor, ya saba yo que con mis pecados te ofenda, y sin em-
bargo no he tenido reparo en pecar ms y ms. Mis pecados te hicie-
ron sudar aquel sudor de sangre en el huerto de los Olivos, cada vez
que he sido responsable del pecado de mis prjimos, y t, herido en
lo ms vivo del corazn, me preguntaste: Por qu me persigues?
He obrado como si no te conociera, cada vez que he pasado duro
e indiferente ante la necesidad espiritual de mi prjimo dicindome:
A m, qu me importa? Qu har Seor? No puedo huir de ti,
Nuestra confesin a Cristo paciente 125
pues a donde vaya te encuentro. T ests siempre en mi camino.
En mi desesperacin exclamar: Montes, caed sobre m; colinas,
cubridme! (cf. Le 23, 30).
Nos sobra motivo para temer, porque hemos ofendido al Dios
santo y somos responsables de la amarga pasin de Cristo. En el ca-
mino de la cruz nos dirige el Seor la misma advertencia que a las
piadosas mujeres: Si esto se hace con el leo verde, con el seco
qu se har? (Le 23, 31).
Pero mientras lloremos nuestras culpas y las confesemos humil-
demente al Seor, no tenemos por qu desesperar. nimo, alma
ma. Todava puedo presentar ante l mi confesin y mi alabanza
(Sal 42). Nuevamente el profeta Isaas nos anuncia esta alegre con-
fianza: No temas. Yo te he redimido. Te llamo por tu nombre:
T eres mo (Is 43, 1).
El pecado ha sido un encuentro desafortunado con Cristo. En el
sacramento de la penitencia nos encontramos nuevamente con l,
pero de modo distinto: Cristo nos sale al paso igual que en el bau-
tismo. Nos mira con mirada llena de compasin, como mir a Pedro
en el atrio del pontfice. Con el amor que nos mostr en la cruz,
quiere ganar nuestro corazn. Quiere lavarlo con los torrentes de
gracia de su sangre derramada por nosotros. En el da bienaventu-
rado de nuestra confesin contrita est el mismo Seor ante nosotros
lleno de amor misericordioso. Nuestra nica preocupacin debe ser
presentarnos a l con la actitud justa y saludable, con la actitud de
Pedro, que, al sentirse herido por la mirada triste del Maestro, sali
fuera y llor amargamente; con la actitud de Mara Magdalena que
se mantuvo firme y confiada junto al rbol de la cruz.
En el sacramento de la penitencia hacemos nuestra confesin al
Cristo paciente, cargado con la cruz por nosotros. Pero este encuen-
tro con Cristo paciente slo nos es posible cuando nosotros de algu-
na manera participamos tambin en la pasin del Seor. Sin embar-
go, no todo sufrimiento nos salva. Slo tiene verdadero valor el
sufrimiento que nos asemeja a Cristo. Por el pecado entraron todos
los males y dolores en el mundo. Despus de haber pecado, cada
uno de nosotros habr podido experimentar qu amargos son los
frutos de la culpa. Qu intranquilidad y tormento deja en el alma
todo pecado. Y el pecado mortal lleva ya en s el germen del tor-
mento y de la desesperacin eterna. No es ste el sufrimiento que
126
La gracia de la confesin
provoca en nosotros el sacramento del perdn. No hay desesperanza
en l; es participar meritoria y honrosamente en la pasin de Cristo.
No basta cualquier pesar o vergenza por el pecado para ase-
mejarnos a la pasin de Jess. Todo el valor y el fruto del dolor
nacen de la contriccin saludable, de ese sentimiento de dolor que
lleva en s la fuerza bendita de la misma tristeza que sinti Cristo
por nuestros pecados. Por eso hemos de esforzarnos seriamente por
que sea lo ms semejante posible al dolor que experiment Cristo.
En la administracin de este sacramento puede experimentar el
sacerdote maravillado qu confortadora transformacin realiza el do-
lor en el corazn del hombre. Qu impresionante cuando un pecador
que arrastra toda una larga vida en la culpa, se queja: Esta peni-
tencia es demasiado pequea para mis pecados. Impresionante tam-
bin cuando una mujer que, por horror al sacrificio y temor a la
vergenza, ha atentado contra una vida incipiente, sugiere que en
penitencia est pronta a presentarse ella misma al tribunal, sopor-
tando la vergenza merecida por su crimen. Y, sin embargo, estos
rasgos no son sino reflejos que nos permiten imaginar la transforma-
cin ms profunda que se verifica all dentro del alma por medio de
la contricin saludable. Por ella el dolor estril que devora la con-
ciencia en pecado se trueca en una honrosa participacin de la pasin
infinitamente fructuosa de Cristo Redentor.
Si queremos provocar en nosotros un dolor verdaderamente pro-
fundo, el medio mejor es comenzar por volver nuestra mirada hacia
los tormentos y la tremenda soledad del infierno. De esas penas qui-
so Cristo librarnos mediante su amarga tristeza y su abandono. Des-
pus volvamos los ojos hacia la esplendente gloria de los santos en
el cielo. Estn llamados a participar por toda la eternidad del jbilo
del amor trinitario, pues Cristo se lo consigui con el caro precio de
su sangre. Pero sobre todo miremos en la cruz el corazn traspa-
sado de Jesucristo. Entonces es cuando realmente comprenderemos
lo espantoso del pecado como ofensa del Dios santo y digno de in-
finito amor, y juntamente el poder saludable del verdadero dolor por
nuestros pecados. Cuando unimos nuestra contricin con la tristeza
y la pasin de Cristo, l santifica nuestro dolor y da un valor insos-
pechado a nuestra vergenza en la acusacin y a lo penoso de las
obras de penitencia. Hace nuestro dolor y nuestra penitencia salu-
dables para nuestra salvacin y para la salvacin de los dems.
Nuestra confesin a Cristo juez 127
Con nuestros pecados causamos una herida en el cuerpo mstico
de Cristo. El pecado es un obstculo a la eficacia de la muerte re-
dentora de Cristo en nosotros y en nuestro prjimo, cuya salvacin
ponemos en peligro. Cuando ofrecemos a Cristo el dolor saludable
de nuestra contricin, la humillacin de nuestra confesin y el es-
fuerzo de nuestra penitencia, l santifica todo esto por medio del
sacramento, permitindonos participar nuevamente en su obra de
redencin. Mientras que por el pecado ramos miembros muertos
de su cuerpo y un foco de infeccin para los dems, por medio de
la penitencia nos concede el Seor la oportunidad de asociar nues-
tras obras de expiacin con su pasin redentora, a fin de reparar as
los daos ocasionados al reinado de su amor en el mundo.
Todo dolor autntico implica un encuentro sacramental con Cris-
to, ya que al menos radicalmente la contricin cristiana es por su
misma naturaleza una declaracin agradecida y confiada a Cristo
crucificado, una confesin de fe en la fuerza saludable de su dolor y
de sus sufrimientos. Es sumamente importante que inmediatamente
despus de cada pecado, y lo ms pronto que sea posible, hagamos
en nuestro interior un acto de contricin, pidiendo a Dios con toda
humildad y confianza que nos perdone ese no desagradecido que
acabamos de dar a su gracia. De esta manera preparamos tambin
la confesin sacramental que siempre es ms provechosa cuando va
precedida de la perfecta contricin. En sta, como decimos, tiene
lugar ya un anticipado encuentro sacramental con Cristo, pero no
con la misma seguridad y entrega mutua que reviste el encuentro al
recibir realmente el sacramento.
NUESTRA CONFESIN A CRISTO JUEZ
Todo pecado cae necesariamente bajo el juicio de Dios. l, que
es el santsimo y justsimo, forzosamente tiene que odiar el pecado.
Es el gran tema de los profetas: Dios es juez. Ningn pecador
puede escapar del juicio divino. Y todos los juicios de aqu abajo
son puro juego comparados con el gran da en que a trueno de
trompetas congregarn los ngeles del juicio a todos los pueblos.
Quid sutn miser tune dicturus! Qu podr alegar yo, pobrecillo,
cuando hasta a los mismos justos sobrecoger el pnico? Mis peca-
128
La gracia de la confesin
dos me someten al juicio de Dios. A dnde huir para escapar del
rostro airado de Dios cuando vuelva para juzgar al mundo?
Pero ya por medio del profeta Isaas nos ha anunciado el Seor
nuestra confianza. Dejemos, pues, todo temor excesivo. El Seor es
nuestro juez. El que es nuestro salvador ser nuestro juez (Is 33,
22). Por eso, el da final, el da del gran juicio, en el cual volver
el Seor con gran poder y majestad, ser el da de salvacin para
los suyos. Alzad vuestras cabezas, pues est ya prxima vuestra
redencin (Le 21, 28). Esta palabra consoladora de aquel a quien
ha confiado el Padre la misin de juzgar todas las cosas, se dirige
tambin a nosotros pobres pecadores que, en marcha hacia el juicio
final, nos hemos sometido al juicio misericordioso de Jess.
El Salvador vino al mundo no para perder a los hombres por el
juicio, sino para salvarlos (cf. Jn 3, 17; 12, 47). El Padre le ha
confiado todas las cosas (Le 10, 22), incluso el juicio, aun cuando
la propia conciencia juzga a cada uno. Para los condenados, el gu-
sano roedor de la conciencia que siempre acusa y nunca muere, ser
el tener que reconocer siempre: l quiso salvarnos, pero se vio obli-
gado a ratificar el veredicto condenatorio de nuestra conciencia, al
despreciar nosotros su perdn.
Nos queda siempre una gran esperanza: que el juez est siempre
dispuesto a cambiar su juicio en veredicto de perdn, con tal que
nosotros simplemente lo queramos. En el sacramento de la peniten-
cia tenemos la prenda segura de esta esperanza. En ese gran juicio
misericordiosode este tiempo de salud nos asegura el Seor que el
juicio final ha de ser da de liberacin definitiva para los suyos. La
confesin de nuestros pecados en el sacramento del perdn hace
que tanto este juicio sacramental como el juicio final se ordenen a
nuestra gloria y salvacin.
La detestacin de nuestras culpas participa del odio que el mis-
mo Dios tiene al pecado. As transforma Cristo glorificado, el futuro
juez, nuestra contricin dndole la fuerza del Espritu Santo. Por
medio del sacramento debemos unir nuestra confesin contrita con
el martyrion de Cristo, con el testimonio y la alabanza que ofreci
Cristo en la cruz a la justicia y misericordia del Padre. Una confe-
sin noble y humilde en el sacramento de la penitencia es una autn-
tica alabanza de Dios y de sus juicios, una alabanza que hallar su
eco en el da de la vuelta del Seor que ser el da de su gloria,
Nuestra confesin a Cristo juez
129
cuando todos tendrn que rendir homenaje al nombre de Dios y al
de su ungido, cuando los que estn en el cielo, los de la tierra y
los de los infiernos se postren para gloria de Dios.
Todo pecado es una crtica oculta o abierta a los mandamientos
de Dios. De alguna manera el pecador se atreve a criticar a Dios.
El pecado es un reproche dirigido contra Dios: Dios no ha atinado
conmigo. Yo s bien lo que ahora me conviene. En cambio, en el
sacramento de la penitencia, dice el pecador: Tu mandamiento,
Seor, es justo y santo y bueno (Rom 7, 12). Pero esta confesin
slo es autntica y noble cuando va acompaada realmente de una
firme voluntad de seguir manteniendo esa confesin en la vida, vien-
do en los mandamientos divinos la expresin ms clara de la vo-
luntad de Dios y el nico camino para nuestra felicidad. El mismo
examen de nuestra conciencia debe ser un ejercicio de adoracin y
alabanza de Dios.
Todo esto requiere que nos limitemos a renunciar a los actos
pecaminosos externos. Para que nuestra confesin sea autntica ado-
racin del Dios santo, es preciso que juntamente nos propongamos
romper con el afecto interior al pecado. As, por ejemplo, el que,
dispuesto a terminar con un pecado de adulterio, no quiere sin em-
bargo cortar el galanteo con la mujer de su prjimo, es un loco.
Ni comprende su debilidad ni la urgencia del precepto divino. El
que quisiera terminar con el adulterio y con las relaciones exteriores,
pero no se propusiera juntamente arrancar de su corazn el afecto
desordenado a la mujer ajena, no ha comprendido hasta qu punto
debe purificarnos el fuego devorador de la santidad divina; no ha
hecho de su propsito de enmienda una adoracin humilde y agra-
decida del precepto santo, justo y bueno. Y lo mismo podramos
decir de pecados menos escandalosos. Sobre todo, tengmoslo en
cuenta en el precepto capital de la caridad. El que slo evite las ac-
ciones ofensivas, las palabras duras, pero no los pensamientos y
ciertas palabritas mortificantes contra su prjimo, no ha dado an
un s decidido al gran mandamiento del amor; al menos no ha
dado un s tan decidido que sea verdaderamente digno de la santi-
dad de Dios.
No basta el propsito general de servir fielmente a Dios en to-
das las cosas. Es muy aconsejable formar en cada confesin un
propsito particular y pedirse cuenta de su cumplimiento en la pro-
130 La gracia de la confesin
xima confesin. Este propsito, sin embargo, no debe escogerse al
azar: debe ir dirigido contra nuestro lado flaco o bien orientarlo
al seguimiento de una especial inspiracin divina. Por lo dems, no
debe quedar siempre en lo negativo evitar esto o lo otro , sino
tender cada vez ms positivamente a la prctica del bien.
CONFESIN Y ALABANZA
La confesin dentro del sacramento de la penitencia es ante todo
un reconocimiento y una alabanza de la misericordia de Dios. Ala-
bad al Seor, porque es bueno. Su misericordia permanece para
siempre (Sal 135, 1). El sacramento de la penitencia se ordena a
curar las heridas de los pecados veniales o a resucitar el alma muerta
por el pecado mortal. Pero esta virtud curativa aumenta en eficacia
en la medida en que se hace de este sacramento un acto de culto
divino; en la medida en que el pecador se propone, mediante una
confesin sincera y una voluntad decidida a aceptar la penitencia y
a comenzar vida nueva: la glorificacin de la justicia y misericordia
divinas. Examinando nuestra conciencia a la luz de la ley de gracia
y confesando nuestras culpas en presencia de los infinitos dones re-
cibidos de Dios, nos sentiremos fuertemente impulsados a dar gra-
cias a la misericordia del Seor. Es decir, nos sentiremos movidos
a hacer de nuestra confesin un acto de culto, de alabanza y adora-
cin de la misericordia de Dios.
Sacerdote y penitente se unen en el sacramento para esta ala-
banza de la misericordia y justicia divinas. Segn una opinin de
los telogos tomistas, reflejada en el magisterio del concilio de Tren-
to, la confesin contrita del penitente viene a ser la materia (smbolo
material), mientras la absolucin del sacerdote constituye la forma
(smbolo conceptual o verbal que expresa el significado del smbolo
material). As como en el hombre, la materia y la forma, es decir, el
cuerpo y el alma, constituyen una sola cosa, de la misma manera
en la confesin el penitente y el confesor se unen para alabar con
un mismo himno de alabanza la justicia y misericordia de Dios.
Esta confesin, que nace de un empeo tan claramente cultual,
debe ser lo ms completa que sea posible. En todo caso tenemos
obligacin de confesar todos los pecados graves, de que nos acorde-
Confesin y alabanza
131
mos, segn el nmero y las circunstancias que cambian la especie.
No obstante, como en este deber de manifestar los pecados, no se
trata sino de un precepto positivo, conviene tener en cuenta que no
obliga siempre y en todas las circunstancias. Estrictamente, no exis-
te obligacin de confesar un pecado cuando el penitente duda con
fundamento si tal o cual cosa es grave.
Tratndose de personas escrupulosas o desequilibradas es, sin
duda, ms aconsejable que reduzcan su acusacin a unos cuantos
pecados, pocos, que sean seguros. De esa manera alabarn mucho
ms digna y perfectamente la misericordia de Dios que devanando
angustiosamente sus recuerdos para conocer si habrn acusado bien
todas sus faltas. Tomen como norma segura que no tienen obligacin
de volver a confesar ningn pecado, a no ser que existiese certeza
absoluta de haber omitido un pecado grave, lo cual dificilsimamente
puede darse en un escrupuloso.
Fuera de estos casos de personas inclinadas al escrpulo, hemos
de prestar atencin tambin a los pecados veniales a fin de manifes-
tar humildemente esas faltas leves y poner al descubierto los motivos
menos nobles de nuestra conducta. Sin angustia, libremente, hemos
de confesar todo lo que nos humilla y sobre todo lo que nos ayuda
a ver con ms claridad nuestro camino.
Si alguna vez la vergenza quiere cerrar nuestros labios, recor-
demos que estamos ante el juez del ltimo da, pero que ahora be-
nignamente quiere concedernos su absolucin. El sacramento de la
penitencia es la gran ocasin que nos ofrece el amor misericordioso
de nuestro Dios. Qu tremendo rechazarlo! El que, con un pecado
mortal en el alma, desprecia la divina invitacin a someterse me-
diante una sincera confesin al juicio salvador de la misericordia no
acercndose al confesor o callando advertidamente su pecado, pa-
rece que se atreve a decir a su juez: S que tienes que juzgar los
pecados; pero no quiero que juzgues el mo ahora, en tu tribunal de
misericordia. Prefiero que quede para el ltimo da, para el juicio
terrible de la clera. Que mi pecado se ventile en aquella espantosa
sesin, cuando ya no haya perdn para el que ha muerto impeni-
tente.
CRISTO SE CONFIESA A NOSOTROS
Tres veces pidi el Seor a Pedro arrepentido que le confesase
su amor. El apstol se daba cuenta que con ello reparaba su triple
negacin. Sobrecogido de hondo pesar por su culpa, examina su co-
razn y mirando noblemente a los ojos del Maestro puede decirle:
Seor, t lo sabes todo. T sabes tambin que te quiero (Jn 21,
17). El Seor y Maestro quitar con su respuesta todo lugar a la
angustia y a la duda. A la confesin de Pedro seguir la ms expresa
confirmacin del primado apostlico. Ms an: Jess le promete que
un da podr atestiguar ese humilde juramento de su amor derra-
mando su sangre, siguiendo al Maestro de la manera ms perfecta:
Cuando seas viejo, otro te ceir y te conducir adonde t no quie-
ras. Con esas palabras quera darle a entender con qu clase de
muerte haba de glorificar a Dios. Por eso aadi: Sigeme!
(Jn 21, 18s).
As se declara el Dios misericordioso con su palabra salvadora
al pecador que reconoce humildemente su pecado. El que como Pe-
dro confiesa contrito su culpa, escuchar tambin aquellas palabras:
Sigeme. Es un llamamiento a seguir al Maestro por el camino de
la expiacin amorosa, para entrar de nuevo en el nmero dichoso
de los elegidos.
El sacramento de la penitencia es el regalo pascual que el Seor
glorificado hace a su Iglesia. Por este sacramento conduce el Seor a
la Iglesia de los pecadores hacia una santidad y pureza cada vez
ms radiantes. En su primera aparicin a sus discpulos intimidados
repiti dos veces el Seor resucitado una salutacin liberadora: La
paz con vosotros! La primera vez fue para asegurarles que estaba
ya perdonada su bochornosa cobarda en la hora de la prueba: Yse
llenaron de alegra. La segunda vez fue para convertirles en mensa-
jeros de la reconciliacin: Nuevamente les salud diciendo: "La
paz con vosotros." Como el Padre me envi, os envo yo a voso-
tros... Al que perdonis los pecados, perdonados les sern (Jn 20,
21ss).
Lo ms importante en la confesin no es nuestro pobre esfuerzo
humano. No son las cinco cosas necesarias para hacer bien la con-
fesin lo que debe ocupar el primer plano de nuestra conciencia. Lo
Cristo se confiesa a nosotros
133
ms grande, lo verdaderamente grande y maravilloso son las pala-
bras eficaces del Seor: Tus pecados estn perdonados. Slo por
esas palabras reciben el dolor, el examen, el propsito, la acusacin,
la disposicin para cumplir la penitencia, su santa seriedad y su
poder liberador.
En una formidable visin hizo Dios contemplar al profeta Eze-
quiel las grandes maravillas que haban de realizarse en la regenera-
cin bautismal, en el sacramento de la penitencia y finalmente en el
da de la resurreccin universal. El Profeta contempl un campo
de huesos. Le pregunt el Seor: Hijo del hombre, todos estos
huesos podrn volver a la vida? Respondi: Seor, Dios, t lo sa-
bes. Entonces dijo Dios al profeta: Profetiza sobre estos huesos
y diles: "Huesos desechados, escuchad la palabra de Dios: Voy a
hacer que penetre en vosotros el espritu, y reviviris." Se oy en-
tonces un estruendo y los huesos se acoplaron unos con otros, se
cubrieron de nervios y de carne. Pero les faltaba el espritu: Mand
entonces Dios: "Profetiza, hijo del hombre, y di al espritu: Ven,
aliento vital, desde los cuatro vientos y anima estos muertos para
que revivan." Penetr en ellos el espritu, y revivieron. Se puso en
pie todo aquel ejrcito grande, numerossimo (Ez 37, 1-10).
Por el sacramento de la penitencia Dios libera y purifica a su
pueblo. l mismo le hace salir de la esclavitud y le conduce desde
la muerte del pecado hacia el da de la resurreccin. La desolacin
que produce en el alma del bautizado un pecado mortal es ms es-
pantosa que la visin de un campo de cadveres. El dao que poco
a poco va infligiendo al alma el pecado venial es ms vergonzoso
que la misma lepra. En la Escritura confa el Seor a los sacerdotes
el poder mandar en su nombre a la muerte y a la lepra. sa es efec-
tivamente la misin sacerdotal: predicar el retorno y el perdn de
los pecados a fin de alistar al pueblo de Dios como ejrcito poderoso
para la lucha contra las tinieblas.
En el sacramento de la penitencia nos abrimos a Dios y Dios se
abre a nosotros: el cristiano penitente renueva humilde su confesin
bautismal, y el Seor le responde con su palabra de paz que cierta-
mente habr de cumplir con fidelidad. La confesin contrita en el
sacramento, recibida por el pastor y el guardin de nuestras almas
(1 Pe 2, 25), seguir resonando en las laudes eucarsticas y en una
vida nueva, que ser un cntico de alabanza humilde y agradecido.
134
La gracia de la confesin
Recordemos siempre la palabra de reconciliacin y santificacin
que el mismo Seor nos ha dirigido. Hagamos nuestra confesin te-
niendo presente que sin mrito alguno hemos sido llamados honro-
samente a seguir a Jesucristo y que este seguimiento de Cristo es
nuestra autntica ley. En respuesta recibiremos la promesa de parte
del Seor: El vencedor se vestir todo de blanco. No borrar su
nombre del libro de la vida. Yo confesar su nombre ante mi Padre
y ante sus ngeles (Ap 3, 5).
Crea, oh Dios, en m un corazn puro. Renueva en mi interior
un espritu firme. No me arrojes de tu presencia. No apartes de m
tu santo espritu. Devulveme la alegra de tu salvacin. Sostnme
con tu espritu generoso. Ensear a los malos tus caminos, para
que de su pecado se vuelvan a ti. Seor, abre mis labios y mi boca
cantar tus alabanzas- (Sal 50).
LA IGLESIA COMO SACRAMENTO DE DISPOSICIN
PENITENCIAL
Ah, Seor! Dios grande y temible, que mantienes tu alianza
y tu gracia en favor de los que te aman y guardan tus manda-
mientos. Nosotros hemos pecado, hemos cometido la iniquidad,
hemos obrado mal, te hemos hecho traicin y nos hemos alejado
de tus mandamientos y preceptos. No hemos escuchado a tus
siervos los profetas que en tu nombre hablaron a nuestros reyes,
a nuestros prncipes, a nuestros padres, a todo el pueblo del pas.
T, Seor, eres justo; nosotros hemos de avergonzarnos. S, Se-
or, nosotros: nuestros reyes, nuestros prncipes y nuestros pa-
dres, hemos de avergonzarnos, pues hemos pecado contra ti.
T, Seor, Dios nuestro, eres misericordioso y perdonador.
Nosotros te hemos traicionado y no escuchamos la voz del Seor,
nuestro Dios; no hemos caminado conforme a su ley. El Seor
ha velado sobre la desgracia, y la ha hecho venir sobre nosotros.
Pues el Seor, nuestro Dios, es justo en todas sus obras; nosotros
no quisimos escuchar su voz.
Pero ahora, Seor, Dios nuestro, t que con mano fuerte sa-
caste a tu pueblo de Egipto y el renombre de aquella hazaa
perdura hasta el da de hoy , slvanos, pues reconocemos que
hemos pecado y hemos hecho traicin a tu alianza.
Ah, Seor, en nombre de tu justicia, desva tu clera y tu
furor de tu ciudad, de Jerusaln y de tu monte santo, pues por
causa de nuestros pecados y de las faltas de nuestros padres, Jeru-
saln y tu pueblo estn siendo el oprobio de todos los que nos
rodean (Dan 9, 4-16).
136
La Iglesia como sacramento
El pobre pecador que recibe el sacramento de la penitencia
no tropieza con una Iglesia que se cree justa y juzga duramente al
cado. El penitente confiesa su pecado a un sacerdote que necesita
descubrir tambin humildemente sus culpas a otro representante de
la Iglesia. Yno slo cada uno de los miembros, sino la misma Igle-
sia en su totalidad reza diariamente, siguiendo el mandato del Seor:
Perdnanos nuestras deudas. Nada ms extrao a la Iglesia que
aquel farisaico vanagloriarse: Te doygracias, Seor, porque no soy
como los dems. Aun sabindose la nica elegida, la santa, no
se considera libre de pedir continuamente perdn. El saber que ha
recibido gracias sin medida la hace extraordinariamente sensible a
toda culpa, porque reconoce que se queda corta en la corresponden-
cia a su elevada vocacin. Fue el primer papa quien escribi estas
palabras: El juicio comienza por la casa de Dios (1 Pe 4, 17).
La Iglesia de la nueva y eterna alianza no se deja vencer en la
humildad ysinceridad de su confesin y de la splica de perdn por
el fiel servidor de Dios, el profeta Daniel. Pero esta Iglesia, esposa
de Cristo, conoce tambin que su esposo divino, el siervo de Dios,
ha intercedido por ella ante el Padre con lgrimas de sangre.
Tanto el concilio Vaticano n como los dems concilios que in-
tentaron una reforma en la Iglesia se explican por el hecho de que
esta Iglesia peregrinante, en marcha hacia su perfeccin, conserva
viva conciencia de su necesidad de renovarse sin descanso: Ecclesia
semper reformando. No era ste el tema dominante y la finalidad
que le impuso el humilde papa del Concilio? La Iglesia tiene que
presentarse, deca Juan xxm, ante los cristianos separados y los no
bautizados con un rostro nuevo y ms agradable. La Iglesia sabe
bien que todava no puede presentarse ante Dios yante los hombres
ceida del brillo esplendente de la Jerusaln celestial. El cristiano
sabe que Cristo am a la Iglesia y se entreg por ella a fin de san-
tificarla y purificarla mediante el bao del agua acompaado de su
palabra, yprepararse as una Iglesia resplandeciente sin mancha, ni
arruga, ni ninguna otra falta, sino santa e inmaculada (Ef 5, 26s).
Pero la Iglesia no cree que esta promesa est ya completamente
cumplida. Es ms bien una vocacin de santidad a la cual la Iglesia
se siente obligada por las gracias que ha recibido en orden a lograrla.
Toda la Iglesia de aqu abajo dice: Perdnanos nuestras deudas.
La piedad de Dios
137
Luego, todava no est sin mancha ni arruga. Pero por la gracia
que ya se le ha concedido est en vas de lograr aquella perfeccin
y aquella gloria que todava le faltan
l
.
La Iglesia es santa en su vocacin, en su doctrina, en sus sacra-
mentos, por su ordenacin total a la alabanza de Dios. Crculos eso-
tricos han pretendido formar en todas las pocas algo as como el
resto santo e intachable que deba apartarse de la gran masa de los
pecadores. Ellos eran los santos; los dems eran parias desprecia-
bles. En realidad, los miembros ms santos de la Iglesia, los mejores
de sus hijos han sido los primeros en conocer su imperfeccin y pe-
dir humildemente perdn por sus faltas de correspondencia a la
gracia. As deca san Pablo: No creis que yo haya alcanzado ya
todo esto. No he logrado an la perfeccin. Pero me esfuerzo por
darle alcance, despus que Cristo me lo dio a m (Flp 3, 12). Ni
ante los escndalos ms amargos yverdaderamente extremos de mu-
chos de sus miembros se juzga la Iglesia oficial con las manos lim-
pias. Siente ms bien el deber de lanzar a todo el que se considere
justo despreciando a los dems aquel terrible Ay de vosotros que
Cristo dirigi a los orgullosos doctores de la ley.
Toda la Iglesia suspira yhace penitencia por todos los pecados
que cometen quienes militan en sus filas. Son los suspiros de la pa-
loma devorada por su celo maternal, los gemidos de la paloma,
como deca san Agustn, con los que continuamente pide perdn a
Dios por los cristianos pecadores de todos los rdenes de la Iglesia.
En el fondo de esta splica colectiva de perdn se manifiesta una
misteriosa y no siempre bien apreciada solidaridad eclesial. Yen
ningn otro rito aparece ms clara esta solidaridad que en el rito
solemne de la penitencia. Este rito, aunque hoycado en desuso, ha
conservado siempre en el Pontifical Romano un lugar oficial.
LA PIEDAD DE DIOS
Por un designio incomprensible de amor inmenso a su criatura,
quiso el Dios trino hacer a los hombres partcipes de su naturaleza,
convertirles de alguna manera en miembros de su misma familia y
1. San ACIUSTN, Retraclationet i, 7, 5; PI. 32, 5W.
138
La Iglesia como sacramento
llamarles a compartir su mismo amor en el seno de la divinidad. Este
designio amoroso de hacernos miembros de su familia es lo que lla-
mamos la piedad de Dios; esa inclinacin de Dios hacia nosotros
por la cual ya no ve en el hombre nicamente una criatura, sino ms
bien un hijo querido y por lo que nuestros pecados le afectan nti-
mamente: se llena de clera y juntamente da muestras seguras de
compasin.
De esta piedad divina, o ms bien de la misericordia de su pie-
dad, nos habla la primera oracin del rito solemne del sacramento
de la penitencia: Expulsin de los penitentes pblicos fuera de la
iglesia el mircoles de ceniza, como titula el Pontifical a esta pri-
mera parte del rito. La santa misericordia de Dios exige que el
pecador est dispuesto a la penitencia. Pero esta misma exigencia de
reparacin es una muestra de que Dios nos considera como suyos.
Su piedad, su afecto paternal, su sentido de familia, es mayor que
nuestro pecado. El pecador lesiona esta piedad, falta al sentido de
pertenencia a la familia de Dios. Pero la piedad de Dios es mayor
que la nuestra; renueva sin cesar en nosotros el espritu de filiacin
y el sentido de familia.
El gran signo de la piedad del Padre celestial es la encarnacin,
la pasin y muerte de su Hijo unignito por nosotros, los hombres,
y por nuestra salvacin. Formando absolutamente una misma cosa
con la piedad del Padre, el Hijo humanado quiere constituir tambin
unidad con nosotros hacindose plenamente solidario de nuestro
destino. El rito solemne de la reconciliacin de los penitentes no se
cansa de volver una y otra vez a ensalzar a Dios por este misterio
de la solidaridad, del sentido familiar de Cristo. Cuando al principio
del rito de la reconciliacin se cantan las letanas de todos los santos,
al invocar a todos los patriarcas y profetas, y luego a todos los mr-
tires, se enciende por vez primera la antorcha de nuestra esperanza.
A poco se apaga. Slo cuando se reza el Agnus, Cordero de Dios
que quitas el pecado del mundo, brilla segura la luz. Las promesas
de los patriarcas y profetas, los sufrimientos de los mrtires apro-
vechan al penitente solamente porque Cristo quiso sufrir por todos.
Luego, el obispo, extendiendo acogedor sus brazos, entona so-
lemnemente el prefacio de la solidaridad salvfica con Cristo en ala-
banza del Padre celestial: Al que, oh Padre omnipotente, con infi-
nito amor hiciste nacer por nosotros, para que te pagase, oh Padre
La piedad de la madre Iglesia 139
eterno, la culpa de Adn y con su muerte quitase poder a nuestra
muerte, llevase en su cuerpo nuestras heridas y lavase con su sangre
nuestras manchas..., a fin de que resucitsemos por su clemencia.
Mirando al misterio de la ilimitada solidaridad de Cristo que le hizo
dar su vida por nosotros, clama confiadamente la Iglesia: A estos
siervos tuyos, apartados de ti por sus crmenes, hazlos volver a ti
con tu acostumbrada piedad. Que tu Hijo, igual a ti, reconcilie con-
tigo a estos siervos tuyos, y los limpie de todo pecado, para que
puedan ser admitidos al festn de tu sacratsima cena. Y as los for-
talezca con su carne y su sangre, para que despus de esta peregri-
nacin terrena les conduzca a los reinos celestiales Jesucristo tu
Hijo...
Detrs de la piedad, del cuidado maternal de la Iglesia, est siem-
pre el misterio ms profundo y definitivo: La unidad amorosa del
Dios trino que por su piedad nos ha escogido para ser miembros de
su familia y quiere celebrar eternamente con nosotros el festn de su
amor trinitario.
LA PIEDAD DE LA MADRE IGLESIA
As como en el corazn de Cristo podemos contemplar la piedad
del Padre celestial, de igual forma en la Iglesia, que es Cristo pro-
longndose a travs de los siglos, podemos descubrir la piedad de
Cristo, su solidaridad fraterna con nuestra salvacin. Slo a la luz
de esta solidaridad sin lmites que mostr Cristo para con la huma-
nidad sedienta de redencin y redimida por l, alcanza la doctrina
del pecado original, de la solidaridad de toda la humanidad en la
desgracia de Adn, su autntico valor y su pleno significado. No es
posible suponer que la piedad de Dios nos hubiera dejado sometidos
sin esperanza a la solidaridad en el pecado de nuestro primer padre
y en sus consecuencias. Con esto no negamos en modo alguno la ab-
soluta gratuidad de la redencin. El hombre, en todo caso, no puede
presentarse ante Dios con ninguna exigencia. Si la solidaridad salv-
fica con Cristo ha llegado a tal extremo que, comparndola con la
solidaridad en el pecado del primer Adn, aparece sta insignificante,
lo debemos nicamente a la piedad de Dios.
La lucha final entre la ciudad de Dios y la ciudad del diablo ser
140 La Iglesia como sacramento
la separacin definitiva, escatolgica, entre la solidaridad en el peca-
do, que comenz con la culpa del primer Adn, y la solidaridad en
la salvacin, que alcanz su vrtice ms alto en el misterio pascual
de la redencin. La piedad, el cuidado maternal de la Iglesia se opo-
ne, siempre en ntima unin con la piedad del Padre celestial y de
Cristo en el Espritu Santo, a la solidaridad para el mal en que se
encuentra atenazado el mundo malo. Todo pensamiento y afecto
egosta, con los que continuamente se intenta poner por encima de
todo el propio valor de la persona, contribuye a enzarzar al hombre
en la funesta solidaridad con el mundo malo tras de la que est
siempre Satn, el tentador y calumniador. Cuando tantos hijos de la
Iglesia se dejan arrastrar de sus impulsos egostas y del espritu mun-
dano, es preciso vivir al mximo nuestra solidaridad para la comn
salvacin, compartiendo los sentimientos de piedad de la santa ma-
dre Iglesia.
No basta afirmar; hay que dar testimonio, porque as lo exige
la santa vocacin de la Iglesia, de que la solidaridad salvfica fun-
dada en Cristo es mucho ms profunda y mucho ms eficaz que la
esclavitud colectiva impuesta por el pecado.
Al predicar sobre este sacramento de la penitencia y en el de-
curso del rito penitencial, aparecen una y otra vez los gemidos de la
paloma. Es imposible dejar de escuchar los gritos" de ayuda que
lanza la Iglesia en solidaridad con los pecadores. Esos gritos son una
prolongacin del grito conmovedor de Cristo en la cruz: Dios mo,
Dios mo, por qu me has abandonado? Como Cristo y en unin
de Cristo padece la Iglesia dolores de parto y angustias de muerte
cuando ve a uno de sus hijos cado en la miseria del pecado mortal.
Ni los mismos pecados veniales puede verlos sin seria preocupacin
y dolor.
Gran parte del rito solemne del sacramento de la penitencia est
formado por salmos y oraciones penitenciales. Y es interesante ad-
vertir que estas preces no las recitan solamente los que se acercan
al sacramento o los que tienen impuesta una penitencia pblica. Son
recitadas por toda la comunidad. Toda la Iglesia implora piedad
para los que han pecado.
No es otra razn sino esa misma piedad, ese sentimiento de preo-
cupacin y bondad maternales, lo que mueve a la Iglesia a represen-
tar tan insistentemente al pecador la malicia y desgracia del pecado.
El carcter asocial del pecado
141
Sabe muy bien que sin conocimiento de esa malicia intrnseca de la
culpa, sin arrepentimiento y deseo de hacer penitencia no es posible
la conversin y el retorno a la familia de Dios.
EL CARCTER ASOCIAL DEL PECADO
Para comprender por qu el pecado de nuestros primeros padres
se convirti en un fenmeno de alcance social, hay que partir del
hecho de que en todo pecado, aun en el puramente personal, existe
este aspecto social. Todo pecado es impiedad, im-pietas en el sentido
original de este trmino entre los romanos, es decir, falta contra el
sentido de familia; ms an, colaboracin con el enemigo de la fa-
milia, en este caso con el enemigo de Dios y de la madre Iglesia.
Y esto no se aplica solamente al pecado o accin pecaminosa que
debilita notablemente las fuerzas del bien que luchan en la humani-
dad, fortaleciendo simultneamente el poder del mal. Esto vale tam-
bin referido a los mismos pecados internos de pensamiento y deseo,
como igualmente a los pecados de omisin de algn bien posible por
virtud de una gracia particular.
En el lenguaje penitencial de los monjes orientales encontramos
una palabra, TOV8O?, para designar un sentimiento continuo y hasta
toda una vida dominada por la idea de la expiacin y penitencia por
los pecados. Debiramos hacer nuestra la actitud de dichos monjes,
denominados 7TSV0LXO, es decir, monjes penitentes, llorando sin cesar
lgrimas de dolor por todas nuestras negativas a la gracia, ya que
precisamente el no a la gracia de Dios contribuye a debilitar la ple-
nitud de salvacin en el mundo y resta fuerzas a la lucha solidaria
contra las potencias del mal.
Ya el mero hecho de que el pecador tiene que confesar su peca-
do delante de la Iglesia, debe traerle a la conciencia que con su pe-
cado no ha faltado nicamente contra Dios, el Padre comn, sino
tambin contra la Iglesia.
El rito solemne de la penitencia en el Pontifical es sobre este
respecto extraordinariamente impresionante: el penitente se ve ex-
cluido de la comunidad eucarstica a fin de que se d cuenta de que
sus pecados, mientras no estn expiados por la penitencia, ocasio-
nan la desolacin de la Iglesia en una de sus partes y un dao
142
La Iglesia como sacramento
para el rebao de Cristo, y son motivo de infernal alegra para el
demonio por los daos de la familia de Dios.
Tanto el pecado personal como la penitencia representan siem-
pre un momento de la lucha ms decisiva entre el reino de Cristo y
el reino de las tinieblas que se prolonga hasta el final de los tiempos.
Estamos siempre en campaa. Nuestro pecado significa un revs en
el frente de combate, el cual no dejar de repercutir en la marcha
general de la batalla.
EL ASPECTO SOLIDARIO DE LA PENITENCIA
Si con el pecado de uno de sus hijos, sufre toda la Iglesia, la pe-
nitencia del hijo descarriado es tambin motivo de comn alegra.
En el cuerpo mstico de Cristo sucede, aunque de una manera an-
loga y mucho ms profunda, lo mismo que en el cuerpo fsico: Dios
ha combinado las diversas partes del cuerpo de manera que todos los
miembros colaboren armnicamente en el bienestar recproco. Cuan-
do un miembro sufre, sufren todos con l, y cuando un miembro
recibe una distincin, todos comparten su dicha (1 Cor 12, 24ss).
En sus ritos penitenciales, la Iglesia no echa en cara al pecador
la responsabilidad de haber ocasionado un dao a toda la grey.
Reconoce que junto a la culpa manifiesta de ese hijo suyo est tam-
bin la culpa, oculta muchas veces, de muchos otros miembros del
cuerpo que tal vez son los responsables de que ste haya cado en
tan lamentable desgracia. En la primera oracin introductoria a la
solemne absolucin, reza as el obispo: Oh Seor, atiende nuestras
humildes splicas y escchame clemente a m que soy el primer ne-
cesitado de tu misericordia.
Es preciso meditar frecuentemente en las consecuencias que se
derivan de nuestra solidaridad tanto para el bien como para el mal.
De esa manera nos sentiremos fuertemente espoleados a no dejar
perder ninguna gracia y no ceder ante ninguna tentacin de pecado.
Ms an, sentiremos la obligacin de no juzgar desalmadamente el
pecado de nuestros prjimos. Nos uniremos con l en su penitencia
o incluso le precederemos en ese camino de retorno hacia Dios. En
la piedad eclesistica, y sobre todo en la devocin al Sagrado Cora-
zn de Jess, hay frecuentes rasgos de este espritu colectivo de
Aspecto solidario de la penitencia
143
expiacin y penitencia tan esencial a la funcin maternal de la Igle-
sia. Una idea clara de nuestra solidaridad mutua impedir que se
introduzca en nosotros un sentimiento de orgullo como si el cristiano
piadoso no tuviera que expiar ms que los pecados de los otros. So-
lamente Cristo, y por l tambin su santsima madre, estuvo com-
pletamente libre de toda concesin al pecado y por tanto de toda
colaboracin con las fuerzas del mal. Cuando nosotros ofrecemos a
Dios nuestra expiacin por los pecados del mundo, nuestra ofrenda
no podr ser grata a Dios si al mismo tiempo no reconocemos hu-
mildemente que tambin nosotros hemos pecado y por tanto que
tambin nosotros tenemos que ofrecer sacrificios y expiaciones por
nuestras propias culpas. Como reza el sacerdote al ofrecer la hostia
en la misa: Recibe, Padre santo, esta hostia que te ofrezco por mis
innumerables pecados, ofensas y negligencias. Con esto no negamos
una verdad tan maravillosamente consoladora como es la posibilidad
de expiar no solamente los propios pecados, sino unirse solidaria-
mente con los otros para expiar con ellos y por ellos sus culpas.
La pasin redentora de Cristo es tan rica y fructuosa que de ella
recibe la pasin de su madre y madre nuestra, Mara, todo su valor
eficacsimo para nosotros. Lo mismo podemos decir del mrito de
nuestros propios sufrimientos. Por virtud de la pasin de Cristo, to-
dos nuestros trabajos, penitencias y reparaciones no solamente nos
aprovechan a nosotros sino que tambin revierten su mrito sobre
todo el cuerpo mstico de Cristo. Esta redencin verdaderamente
sobreabundante era lo que haca a san Pablo exclamar alborozado
en medio de sus sufrimientos: Me alegro de los padecimientos que
soporto por vosotros, y completo en mi cuerpo lo que todava falta
a la pasin de Cristo para bien de su cuerpo, que es la Iglesia
(Col 1, 24).
Tambin de esta consoladora verdad nos habla el rito solemne
de la penitencia en el Pontifical Romano. Aludiendo a la bienaven-
turanza: Bienaventurados los que lloran, porque ellos sern conso-
lados (Mt 5, 4), se dice a los penitentes y juntamente a toda la
comunidad que con ellos reza e implora: No hay sino una sola
splica de penitencia, la cual aprovecha tanto a cada uno como a
toda la comunidad.
Qu maravilloso, pensar que nosotros, pecadores, podemos ha-
cer penitencia no solamente por nuestros propios pecados, sino tam-
144 La Iglesia como sacramento
bien por los de nuestro prjimo! Qu agradecidos debemos estar a
Dios por esta virtud salvfica para los otros contenida en nuestra
propia penitencia! Slo con esta dimensin colectiva agrada a Dios
nuestra penitencia.
SOLIDARIDAD EN LA ALEGRA POR LA PENITENCIA
Y LA CONVERSIN
e
El rito solemne de la penitencia toma muy en serio la necesidad
de penitencia y expiacin. El que ha pecado no puede verdadera-
mente convertirse si no est dispuesto de alguna manera a hacer
penitencia. Esa fase intermedia es imprescindible. De pecador se pasa
a penitente, y de penitente a convertido.
Pero, integrada en la pasin redentora de Cristo y en la oracin
penitencial de toda la Iglesia, la penitencia posee un lado consolador,
es un camino hacia la alegra. Retenida en un principio, esta alegra
va poco a poco desplegndose en el curso del rito penitencial. Al en-
cenderse por vez primera los cirios, escucha el penitente el canto
solemne del juramento divino: Vivo yo, dice Dios, que no quiero
la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Y a la tercera
ceremonia de la luz se canta jubilosamente la promesa del Seor:
Alzad vuestras cabezas. Mirad que est ya prxima vuestra reden-
cin. El juicio misericordioso del sacramento de la penitencia y la
respuesta penitencial del hombre hacen del juicio futuro el gran da
de la redencin y de la alegra. Por eso, la Iglesia expresa luego su
propia alegra por la reconciliacin de los penitentes. La palabra
sacramental de la paz es la buena nueva, el evangelio, para los que
hasta ese momento estaban encadenados al pecado. Yno solamente
para ellos: toda la Iglesia, madre gozosa de los vivientes, recibe
jubilosamente ese mensaje de liberacin.
Pero esta solidaridad ntima de los penitentes entre s y de todos
con la madre Iglesia se expresa mejor en otro rito conmovedor:
mientras el coro canta las palabras Yo os aseguro que habr grande
alegra entre los ngeles de Dios por todo pecador que haga peni-
tencia, coge el obispo a uno de los penitentes por la mano, ste al
siguiente, y, entrelazados as todos en fraternal unidad, son condu-
cidos por el obispo y devueltos a los santos altares. En medio de
El tiempo conciliar 145
los cantos de jbilo de los que celebran la fiesta del retorno, entona
el mismo obispo una antfona que recoge la advertencia del padre de
familia al hermano mayor de la parbola: Hijo mo, t tambin
debes alegrarte. Tu hermano, que estaba muerto, ha vuelto a la vida.
Estaba perdido, y ha sido encontrado.
Este rito solemne es, pues, una seria y urgente advertencia diri-
gida por el Seor y por su Iglesia a todos los cristianos, para que
no piensen seguros y satisfechos nicamente en s mismos. Anima-
dos de espritu de humildad y contricin deben sentir como propia
la necesidad de los que viven alejados de Dios y de los que vuelven
a l por la penitencia y deben celebrar juntamente con ellos la ale-
gra del retorno.
Siempre, tanto en el dolor como en la alegra, toda la Iglesia se
siente animada por la ley de la solidaridad en la tarea de la salva-
cin. El fundamento ltimo de esta ley ha de buscarse en la bondad
paternal de Dios, manifestada al mundo en Cristo Jess. Todos los
verdaderos hijos de la Iglesia saben bien que la penitencia y conver-
sin de cualquier miembro repercute en la integridad y en el poder
de captacin misionera de toda la Iglesia: el miembro muerto o en-
fermo es devuelto sano y salvo a su funcin, es integrado nuevamen-
te en la ley de solidaridad para el bien. Los convertidos hacen crecer
a la Iglesia, si no en nmero, al menos en plenitud y hondura de
vida. Por ellos aumenta la alegra del regio festn, de los santos
altares.
EL TIEMPO CONCILIAR
Esa verdad tan claramente expresada en la liturgia, de que la
Iglesia es unum corpus paenitentiae, un solo cuerpo de expiacin y
penitencia, nos lleva a hacer algunas reflexiones importantes sobre
nuestras esperanzas, ya en parte cumplidas, y nuestros deberes en
relacin con el concilio ecumnico, que ciertamente ha sido uno de
los acontecimientos ms trascendentales para la Iglesia del siglo xx.
Es cierto que a todos compete una obligacin evidente de cola-
borar en la creacin de una opinin pblica favorable a las decisio-
nes del concilio. Igualmente, todos podemos y debemos expresar a
nuestros obispos nuestras iniciativas para el mejoramiento de la pas-
toral. Pero nuestro gran deber en esta hora es, sobre todo, unirnos
146 La Iglesia como sacramento
solidariamente en una plegaria: Parce, Domine, parce populo tuo,
Perdona, Seor, perdona a tu pueblo; no mires a nuestros pecados,
sino a la fe de tu Iglesia, y a la confianza que tiene puesta en la
pasin redentora de Cristo, as como en los mritos del sufrimiento
y penitencia de los miembros santos de la Iglesia en unin con los
merecimientos de Jesucristo.
La Iglesia ha discutido muchos y muy serios problemas: cmo
presentar las verdades de la fe y el mensaje moral al mundo de hoy,
cmo conseguir el retorno de los hermanos separados. Pero por en-
cima de todas las discusiones, decretos y constituciones, habr de
estar la oracin al Espritu Santo. Yesta oracin no ser verdadera-
mente agradable a Dios, si no comenzamos por confesar humilde-
mente todas nuestras mltiples desobediencias a las luces y gracias
del Espritu Santo. El concilio es una solemne proclamacin de fe,
pero tambin una confesin solemne cara a Dios y cara al mundo.
Sus intentos de reforma y sus disposiciones reformadoras son una
acusacin nacida del ms genuino espritu de penitencia.
El que alguna vez ha podido participar en el rito solemne de la
penitencia, jams se atrever a afirmar que es muy del estilo de
la Iglesia ese afn de defender y justificar todo lo que en el curso
de los siglos han hecho los obispos, los sacerdotes y los mismos
fieles. El estilo de la Iglesia, y por tanto tambin el estilo del conci-
lio (muy particularmente del concilio) es confesarse Iglesia de los
pecadores y mostrarse dispuesta a hacer penitencia como un solo
cuerpo solidario de expiacin y arrepentimiento.
Si nosotros, los miembros de la Iglesia verdadera, una, catlica
y apostlica, pretendiramos escudarnos en el trmino santa Igle-
sia para dispensarnos de la obligacin de la penitencia, estaramos
prcticamente representando el papel tristsimo del hermano mayor
de la parbola del hijo prdigo (Le 15, 25-32) y en vano esperara-
mos el retorno de los hermanos separados, al menos en lo que de
nosotros depende. Porque Dios puede sin duda, por su ilimitado po-
der, hacer que vuelvan muchos que todava estn fuera, aun cuando
dentro de la Iglesia continen algunas personas y algunos crculos
eclesisticos oponindose a toda renovacin y revitalizacin. Pero
no es nuestro primer deber de cristianos hacer ms habitable y ms
acogedora la casa de Dios, la casa paterna de la Iglesia para todos
los cristianos? Todos juntos tenemos que reconocer nuestros errores,
El tiempo conciliar
147
todos debemos compartir solidariamente las culpas y las cargas con
los hermanos separados y con los muchos que apostatan de la fe; en
una palabra, todos tenemos que confesar nuestros pecados, expiarlos
y hacer penitencia con un autntico espritu de solidaridad. Slo as
tendremos razn para esperar el gran milagro de la gracia.
La Iglesia, como corpus paenitentiae, deber estar dispuesta, por
espritu de solidaridad en la penitencia, a renunciar a muchas cosas
que la humana tradicin le ha hecho queridas y familiares, si as lo
exigiera la ansiada unin de la cristiandad. Ycada uno de nosotros
deber entrar dentro de s para luchar contra nuestro formalismo y
nuestra superficialidad, contra nuestro farisesmo ante todo, a fin de
poder invitar a los extraviados al regreso a la casa paterna.
Sin embargo, nuestra peor actitud sera limitarnos a esperar que
los padres dicten normas para reformar la disciplina y prctica
eclesisticas, la liturgia, la vida del clero y de las rdenes religiosas
sin preocuparnos nosotros mismos de pensar en nuestra reforma, en
nuestra continua necesidad de penitencia y de volvernos cada vez
ms seriamente hacia Dios.
Escucha, oh Seor, la oracin y la splica de tu siervo, y por tu
gloria inclina benigno tu rostro hacia tu santuario desolado. Inclina
tu odo, Dios mo, y escchame. Abre tus ojos y mira nuestra deso-
lacin y la de la ciudad que lleva tu nombre. Contritos estamos ante
ti con nuestras plegarias, confiando solamente en tu gran misericor-
dia y no construyendo sobre nuestra propia justicia.
Oh Seor, escucha! Oh Seor, presta atencin! Atiende y de-
cide. No tardes, te lo pedimos por ti, Dios mo. Pues sobre la ciudad
y sobre tu pueblo se ha invocado tu nombre (Dan 9, 17-19).
LA EUCARISTA Y LA NUEVA LEY
Llegado el momento, ocup su puesto en la mesa, y los aps-
toles con l. Jess les dijo: Cmo he deseado comer este cordero
pascual con vosotros antes de mi pasin. Pues os digo que no lo
volver a comer hasta que halle su cumplimiento en el reino de
Dios.
Entonces tom el cliz, rez la accin de gracias y dijo: To-
mad, repartidlo entre vosotros. Pues yo os digo que no beber
ms del fruto de la vid hasta que llegue el reino de Dios.
Luego tom el pan, recit la accin de gracias, y partiendo
el pan se lo dio con estas palabras: Esto es mi cuerpo que por
vosotros ser entregado. Haced esto en recuerdo mo.y E igual-
mente, despus de la comida, tom el cliz y dijo: Este cliz es
la nueva alianza en mi sangre que por vosotros ser vertida
(Le 22, 14-20).
EL CLIZ DE LA NUEVA ALIANZA
La antigua alianza fue sellada con la sangre de las vctimas.
Aquellos sacrificios fueron tipo de la nueva alianza sellada por Cristo
con la humanidad redimida mediante su sangre. En el Antiguo Tes-
tamento se consideraba la sangre como el vehculo de la vida (cf.
Lev 17, 11). En la sangre de Cristo s que est nuestra vida. Al en-
tregarnos su vida prolong por todos los siglos las virtualidades de
su existencia terrena. La sangre de Cristo es el signo de la nueva y
El cliz de la nueva alianza
149
eterna alianza. Lo que en la antigua era solamente smbolo se ha
convertido en la nueva en una insospechada realidad. La sangre de
las vctimas anunciaba la sangre de Cristo, el cual, derramando con
su sangre su vida, abri la fuente de vida para muchos.
Del corazn de Cristo traspasado por la lanza brot sangre y
agua (Jn 19, 34). En la sangre de Cristo, rescate infinitamente pre-
cioso (1 Pe 1, 19), hemos sido lavados de toda culpa (1 Jn 1, 7;
Ap 19, 13). La fe en este grande amor del Seor nos da victoria
sobre el mundo: sta es la victoria sobre el mundo, nuestra fe.
Nadie vence al mundo sino el que cree que Jess es el Hijo de
Dios? l ha venido por medio del agua, de la sangre y del Espritu*
(1 Jn 5, 4ss). De este amor fortsimo, de este realismo de la nueva
alianza nos da testimonio el Espritu Santo derramado en nuestros
corazones: No ha venido solamente en el agua, sino en el agua y
en la sangre: el Espritu lo atestigua (1 Jn 5, 6).
De esta manera, en el cliz de la nueva alianza hall cumpli-
miento la promesa: sta es la alianza que yo concluir en aquellos
da^s con la casa de Israel: pondr mi ley en su interior y la escribir
en su corazn. Yo ser su Dios y ellos sern mi pueblo (Jer 31,
31ss; Heb 8, 10; 10, 16). El Espritu, que es la verdad, nos ensea
desde el interior de nosotros mismos a mirar a aquel que ha sido
traspasado por nosotros y que por nosotros derram su sangre. As,
su gran empresa redentora nacida del amor que nos tena se con-
vierte por la accin del Espritu Santo en ley interior y urgente de
nuestra vida.
Los sacrementos de la nueva ley estn todos ellos orientados
en su ms profundo significado hacia la alianza que el Seor afirm
con su sangre. Hacindonos participar de esta alianza, nos obligan
juntamente a un amor que sea respuesta adecuada al amor de Cristo
y a una seriedad que tiene su medida en la muerte de Cristo en el
sacrificio de la cruz. Mientras no lleguemos a resistir hasta el derra-
mamiento de sangre (Heb 12, 4), mientras en la lucha contra los
enemigos de la salvacin no hayamos aguantado con un amor dis-
puesto a la muerte las pruebas ms duras y decisivas, no creamos
que el agradecimiento y el amor que nos exige la nueva ley han al-
canzado en nosotros toda su perfeccin.
En la eucarista celebramos, hasta el da de la consumacin final,
la nueva y eterna alianza. Esto quiere decir tambin que incansa-
150 La eucarista y la nueva ley
blemente, profundizando nuestra comprensin y nuestra decisin, re-
novamos nuestro s a la nueva alianza y a la nueva ley, damos un s
generoso a aquel amor que tiene fundamentalmente su medida en el
amor de Cristo, el crucificado.
LITURGISTAS Y MORALISTAS
El famoso jesuta padre Ivo Zeiger ha escrito respecto de los
soldados de la segunda guerra mundial: Conocan el "Schott" (de-
vocionario litrgico). Aun en las peores condiciones materiales, po-
dan organizar en los campos de concentracin celebraciones litr-
gicas. Sin embargo, paralelamente, sin darse cuenta, hacan suyas y
repetan las ideas de una tica tpicamente neopagana, que una pro-
paganda sutil haba ido metiendo en sus mentes. Eran, si podemos
hablar as, cristianos sacramentales, litrgicos, y al mismo tiempo
divulgadores de un neopaganismo tico. Ambos mundos se yuxtapo-
nan en ellos sin influirse mutuamente, Sin buscar un acuerdo entre
los dos aun siendo tan diversos
1
.
Hay motivos para dudar de que la afirmacin del padre Zeiger
tenga un valor general aplicada a la realidad. El mismo autor tuvo
la suerte de vivir una experiencia totalmente distinta. Durante cinco
aos de servicio en el frente se encontr siempre con excelentes ca-
maradas que le ayudaron a organizar inolvidables cultos litrgicos, y
puede asegurar que aquellos hombres que tan activamente participa-
ban en la liturgia mostraban en todas las circunstancias una extraor-
dinaria capacidad de resistencia frente a los principios y prcticas
anticristianas de aquellos tiempos difciles. Por otra parte, en el curso
de los ltimos diez aos, concienzudas investigaciones sociolgicas
han puesto de manifiesto hasta qu punto la manera y calidad de las
celebraciones litrgicas influyen en todo el conjunto vital y religioso
de los fieles que a ellas asisten. Se ha podido comprobar, sin lugar
a duda, que una liturgia al alcance del pueblo, en medio de un fuerte
espritu de comunidad, sirve para crear en los fieles una fuerte sal-
vaguarda de los principios cristianos frente al materialismo y la irre-
ligiosidad del ambiente, mientras que por el contrario un culto reli-
1. Heilige Sendung, Paderborn 1949, p. 179.
Liturgistas y moralistas 151
gioso de aire individualista y formalista, una liturgia inaccesible a
ese pblico pasivo que asiste simplemente a la iglesia, carece de
toda proyeccin o influjo en la vida de la comunidad.
No obstante, a pesar de estas observaciones contrarias, podemos
estar agradecidos al padre Zeiger por habernos hecho fijar nuestra
atencin en un fenmeno tan grave como es la escisin que se ob-
serva entre la vida litrgica y la conducta moral. Desgraciadamente,
ese abismo sigue todava abierto en muchos sectores de la Iglesia.
Despus de tantos pacientes e impacientes intentos de renova-
cin litrgica, seguimos an padeciendo las consecuencias de aque-
llos desdichados mtodos teolgicos y catequsticos que no lograron
encasillar la doctrina de los sacramentos en el lugar que les corres-
ponde.
Los trataban despus de los mandamientos o paralelamente
a los mandamientos de la alianza del Sina. As, los sacramentos
constituan un nuevo captulo de deberes cristianos (cosas que de-
bemos recibir), o a lo sumo se presentaban como medios de la gra-
cia, y no precisamente para cumplir los mandamientos impuestos
por los sacramentos de la nueva ley. No habrn contribuido los
moralistas de los ltimos siglos, quiz de manera inconsciente e in-
voluntaria, a crear ese fenmeno que sealaba el padre Zeiger, de la
escisin entre la liturgia y comportamiento moral?
En su primera fase, el movimiento de renovacin litrgica luch
sobre todo en parte habra que decir nicamente por integrar
la piedad interior y la realizacin exterior de las ceremonias litrgi-
cas. Haba precedido un perodo en el cual la liturgia qued redu-
cida al problema puramente legal de las rbricas, viendo en aquella
renovacin un intento de asegurar la exacta celebracin de las cere-
monias. Era, pues, absolutamente necesario un paso previo: volver
a considerar los signos sagrados como signos ante todo, a fin de
que volvieran a hablarnos y pudieran as conducirnos a la contem-
placin de los misterios invisibles.
Dios mismo quiso manifestarnos el misterio inaccesible de su
amor trinitario y su designio salvfico en los misterios redentores de
la encarnacin, muerte, resurreccin y ascensin de Cristo. El as-
pecto visible de estos misterios tiene su correspondencia y su actua-
lizacin en los sacramentos, segn deca acertadamente san Len
Magno: Lo que fue manifiesto en nuestro Redentor, ha pasado a
152
La eucarista y la nueva ley
los sacramentos
2
. Para recibir la gracia sacramental y los debe-
res que nacen de los sacramentos necesitamos el medio del signo
visible. Existe una correlacin entre la estructura fundamental de
los sacramentos de la nueva ley y la de la misma ley nueva: el
signo sagrado nos conduce hacia la gracia oculta, al misterio salv-
fico que est al mismo tiempo oculto y manifiesto. Este misterio y
la gracia que en l se nos concede exigen de nosotros un noble es-
fuerzo por hacernos al lenguaje santo de los signos sacramentales.
Algo as hay que decir respecto de la predicacin: es cierto que lo
principal, lo esencial es siempre la gracia interior del Espritu, la ley
del Espritu de vida; pero nuestra predicacin es vehculo de esa
gracia y esto nos obliga a tomarla muy en serio. Tambin la ley
promulgada exteriormente forma parte del evangelio, de la buena
nueva: por ella podemos comprender y seguir mejor la ley interior
de la gracia.
Pero de la misma manera que no podemos ver en la ley exterior
la ley definitiva, pues es la gracia del Espritu nuestra ms ntima
ley neotestamentaria, no podemos tampoco quedarnos en el movi-
miento litrgico con el aspecto puramente exterior atendiendo ante
todo a la realizacin material de los ritos. Cuando stos se celebran
dignamente nos conducen por s mismos y con fuerza irresistible ha-
cia el misterio. Reza la Iglesia en la postcomunin de la fiesta de la
degollacin de san Juan Bautista (29 de agosto): Magnifica sacra-
menta significata veneremur: Veneremos los magnficos sacramen-
tos en su simbolismo, en su presentacin visible. La misma oracin
nos indica inmediatamente cul ha de ser el segundo paso, el ms
decisivo, de la renovacin litrgica: et in nobis potius edita gaudea-
mus: pero danos sobre todo la alegra de que esos misterios cobren
forma en nuestra vida.
Qu fuerza transformadora de vida brota de los sacramentos
cuando se logra una liturgia verdaderamente pastoral, es decir, una
liturgia que habla vitalmente a los cristianos en el lenguaje simblico
de los sacramentos y va acompaada de una predicacin tambin
comprensible del contenido vital y profundo de esos signos sagrados!
Es necesario que la catequesis y la predicacin de la palabra divina
colaboren con el movimiento litrgico y se integren con la liturgia
2. Quod Redemptoris nostri conspicuum fuit, n sacramenta transivit Ser-
mn 72, 4; PL 54, 398.
Liturgistas y moralistas 153
en unidad orgnica, a fin de mostrar cmo los ritos litrgicos nos
indican de la manera ms palpable y comprensible el camino de una
vida cristiana. Las oraciones litrgicas de la semana pascual han
realizado con singular belleza ese ideal: no son sino una insistente
llamada a la vida nueva partiendo de la contemplacin del misterio
de pascua dentro del ritmo litrgico. Despus de la introduccin
(iniciacin) de los nefitos en la noche pascual, les muestra la santa
madre Iglesia a sus nuevos hijos, as como a sus hermanos y herma-
nas mayores, cmo son precisamente estos misterios, de los cuales
han podido participar por medio del bautismo, la confirmacin y la
eucarista, los que sern en adelante norma de su vida. Tomemos,
por ejemplo, la oracin del domingo in albis: Dios omnipotente, al
finalizar la solemne celebracin del misterio pascual, te pedimos que
nos concedas seguir viviendo estos misterios en nuestra vida.
Siendo la santsima eucarista el centro de la fe y de todo el
culto, es necesario que tambin la vida cristiana, tanto en su as-
pecto religioso como en su aspecto moral, est fundamentalmente
informada de este centro vital. La carta a los Hebreos ha conden-
sado en una frmula clsica el mensaje moral del Nuevo Testa-
mento: Al cambiar el sacerdocio, necesariamente tiene que cam-
biar tambin la ley (Heb 7, 12). Para comprender la originalidad
de la nueva ley y consiguientemente de la moral cristiana, reviste
una importancia decisiva partir de la raz, que es el sacerdocio de
Cristo. Centro de este sacerdocio de Cristo, con tan decisiva in-
fluencia en nuestra vida, es la eucarista considerada como banquete
y sacrificio y como presencia amorosa en medio de su pueblo santo.
La eucarista es el gran signo de la nueva alianza, que el Padre
concluy con la humanidad redimida mediante la sangre de su ama-
dsimo Hijo, nuestro sumo sacerdote, Jesucristo. En la eucarista
celebramos nosotros desde la salida hasta el ocaso del sol (Mal 1,
11), la nueva alianza, de la cual nace para nosotros el deber de
vivir segn la nueva ley de santidad y amor. Toda celebracin eu-
carstica renueva en nuestra alma el sello de pertenencia a la alianza
que Dios pact con nosotros en el bautismo. Por nuestra parte, es
un alegre s, repetido cada vez con mayor profundidad, a nuestra
adhesin al pueblo de la alianza y a la ley de esta nueva alianza.
Cuanto ms profunda y vitalmente lleguemos a comprender lo
que en la eucarista celebramos y recibimos, tanto ms clara y agr-
154
I.a eucarista y la nueva ley
decidamente comprenderemos tambin hasta qu extremos nos obli-
ga a vivir santamente el don de Dios y cmo la mayor alabanza que
podemos tributar al Seor es abrirnos a la accin de su gracia.
Ahora comprenderemos tambin qu es lo que buscaba el papa
Juan XXIII al insistir una y otra vez en la necesidad de una liturgia
pastoral. A la luz de estas consideraciones y de aquella actualsima
consigna, vamos a examinar algunos aspectos fundamentales de la
eucarista que nos permiten deducir normas prcticas de conducta.
Ser un ejemplo de cmo la meditacin de los santos misterios pue-
de llegar a transformar nuestra vida.
En la eucarista celebramos la nueva alianza y en sta el mis-
terio de la santidad de Dios, el mysterium tremendum, el misterio
de la bienaventuranza, mysterium fascinosum, el misterio de la fe,
mysterium fidei, el misterio de la unidad y del amor, mysterium uni-
tatis.
Qu dar yo al Seor por todos los beneficios que me ha dis-
pensado? Tomar el cliz de salvacin e invocar el nombre del
Seor. Cumplir mis votos al Seor en presencia de todo su pueblo.
Preciosa es a sus ojos la muerte de sus santos. Oh, Seor! Yo tu
siervo, hijo de tu esclava. T has roto mis cadenas. A ti sacrifico
oblacin de alabanza e invoco tu nombre (Sal 115, 13ss).
EL MISTERIO DE LA SANTIDAD
Daos cuenta de que no estis ante una realidad palpable: no
estis ante el fuego ardiente del Sina, con todo el acompaa-
miento de oscuridad, tinieblas, viento huracanado, estrpito de
trompetas y clamor de voces, tanto que los que una vez lo pre-
senciaron, pidieron no volver a escucharlo ms. Pues quin podra
cumplir aquella orden bajo tan severa amenaza?: Todo el que
toque la montaa, aunque sea un animal, ser lapidado. Tan te-
rrible fue aquel espectculo, que Moiss lleg a decir: Estoy
aterrado, y todo su cuerpo temblaba al decirlo.
No, vosotros estis ante el monte Sin y la ciudad del Dios
vivo; os habis acercado a la Jerusaln celestial, a las miradas
de ngeles, al jbilo festivo, a la Iglesia de los primognitos cuyo
nombre est inscrito en los cielos, al Dios juez universal; os ha-
bis aproximado a Jess mediador de la nueva alianza, a una
sangre purificadora que clama con voz ms elocuente que la de
Abel.
Cuidado con no prestar atencin al que os habla. Pues si
aquellos que se negaron a escuchar al que promulgaba orculos
sobre la tierra, no escaparon al castigo, con mucha menos razn
escaparemos nosotros si rehusamos escuchar al que habla desde
los cielos.
Aquel cuya voz conmovi ya una vez la tierra, nos ha hecho
esta promesa: He de volver a conmocionar, pero la prxima vez
no solamente la tierra sino tambin el cielo.-
Estas palabras la prxima vez, quieren decir que la conmo-
15o El misterio de la santidad
cin de estas cosas creadas implica su renovacin, y que las cosas
inconmovibles subsistirn en su ser. Y pues nosotros recibimos
un reino inconmovible, conservemos firmemente la gracia y de-
mos por ella a Dios un culto agradable con toda reverencia y
autntica religin. Porque nuestro Dios es fuego devorador
(Heb 12, 18-29).
LA ALIANZA, REVELACIN DE LA SANTIDAD DE DIOS
Al pactar la antigua alianza, mostr Dios una incomprensible
condescendencia: escoger a un pueblo miserable y despreciado para
hacer con l un pacto de amor distinguidsimo e inmerecido. Pero
en aquel mismo acto de condescendencia manifestaba su tremenda
y pursima santidad.
La nueva alianza supone por parte de Dios una condescendencia
mucho ms incomprensible. La humanidad perdida en el pecado,
alejada de Dios, es lavada por la sangre del Cordero y elegida para
ser su esposa. Nuevamente, a la mayor condescendencia de Dios
corresponde una ms impresionante revelacin de la santidad divi-
na. Ms que a los hombres de la antigua ley, nos dice a nosotros
continuamente esta eleccin: Hemos sido elegidos por pura gracia.
Este progreso en la revelacin de la santidad de Dios lleg a su
cima con la aparicin de la bondad y filantropa de nuestro gran
Dios, como se expresa la carta a los Hebreos (Heb 12, 18-29).
Yla consecuencia que saca su autor es que la sin igual grandeza de
la nueva alianza nos pide responder no slo con un amor fiel sino
tambin con un santo respeto y temor que superen todo lo cono-
cido en el Antiguo Testamento. El amor divino, manifestado en las
lenguas de fuego de pentecosts y en la marca abrasadora del Esp-
ritu que santific a Cristo como vctima expiatoria por nuestros pe-
cados, quiere ser en nosotros fuego purificador del temor de Dios.
En la segunda carta a los Corintios se subraya tambin que el
servicio que obliga a los fieles el Nuevo Testamento est dominado
por el fulgor de una manifestacin de la santidad y gloria de Dios
muy por encima de lo que fue en el Antiguo Testamento: Si ya la
ley grabada letra por letra en la piedra fue precedida de la revela-
cin de tan claro resplandor que los hijos de Israel no podan mirar
La santidad en la antigua alianza 157
a la faz de Moiss a causa del fulgor que despeda su rostro y
aquello era transitorio , cunto ms no cegar el brillo glorioso
que trae consigo la dispensacin del Espritu? (cf 2 Cor 3, 7).
El examen de las diversas manifestaciones de la santidad y glo-
ria de. Dios en la antigua Alianza nos ayudar a comprender mejor
la gran revelacin de esa santidad en la nueva y eterna alianza con-
cluida en la sangre de Cristo y que es celebrada por nosotros en la
eucarista hasta que alcance su manifestacin definitiva en la gloria
del cielo.
REVELACIN DE LA SANTIDAD EN LA ANTIGUA ALIANZA
Despus de contemplar la zarza ardiente, de verse en medio de
la oscuridad y fragor de la tormenta, despus de sentir la clera
y misericordia de Dios hacia aquel pueblo infiel, que pasaba sin
cesar del pecado a la penitencia para volver nuevamente al pecado,
se da cuenta Moiss de la indecible bondad del Dios de la alianza:
El Seor hablaba con Moiss cara a cara, como slo un amigo
habla con su amigo (x 33, 11). Entonces Moiss se atreve a pedir
a Dios una seal de haber hallado gracia ante sus ojos, y Dios le
promete que ir l mismo con aquel pueblo que se haba mostrado
tan duro de cerviz. Moiss, confiadamente, adelanta el ruego ms
audaz: Djame ver tu gloria! El Seor le responde: Te voy a
mostrar todo mi esplendor y mi bondad. Pronunciar delante de ti
el nombre de Yahveh. Tengo compasin del que quiero y piedad
del que me parece bien. Pero no podrs ver mi rostro. Ningn hom-
bre podra verme sin morir en aquel instante. Pero, mira, ponte all
sobre aquella roca. Cuando pase mi gloria, yo te introducir en la
concavidad de la roca y te cubrir con mi diestra mientras paso.
Luego retirar mi mano y podrs verme de lejos (de espaldas). Mi
rostro no podras verlo (x 33, 18-23).
Hizo nuevamente Dios subir a Moiss al monte y le dio por se-
gunda vez las tablas de la ley. Despus de haber contemplado as
a Dios desde lejos, brillaba de tal manera la faz de Moiss que
Aarn y los israelitas se sintieron sobrecogidos de santo temor.
REVELACIN DE LA SANTIDAD EN EL NUEVO TESTAMENTO
El Antiguo Testamento no fue sino plido anuncio del Nuevo.
Moiss slo pudo ver al Seor desde lejos. Se senta pobre criatura
incapaz de resistir la visin inmediata de Dios. Era tal la conciencia
de su condicin pecadora, que el miedo ante Dios le consuma.
Jess, el mediador de la nueva yeterna alianza, viene a nosotros
saliendo del Padre. Sobre l resuena un da la voz potente del Pa-
dre: ste es mi Hijo amadsimo, en el que tengo todas mis com-
placencias (Mt 3, 17; 2 Pe 1, 17; Mt 17, 5; Le 9, 35s).
Jess viene al mundo para ofrecerse a s mismo como vctima
expiatoria por nuestros pecados. Qu mayor manifestacin de la
santidad de Dios que exige tal sacrificio? Ahora s que comprende-
mos que la santidad de Dios es un fuego devorador. Su justicia no
se satisface si no es con esta vctima. A la muerte de Cristo toda la
tierra se conmueve: las rocas se hienden, las tumbas lanzan fuera
a sus muertos, incluso el sol retira su luz... Pero qu es todo ese
aparato csmico ante el espectculo tremendo del sudor de sangre,
ante aquella splica emocionada, aquel grito ardiente (Heb 5, 7)
del Hijo amado sobre la cruz: Dios mo, Dios mo, por qu me
has desamparado? (Me 15, 34).
He aqu que m servidor ser prudente, ser ensalzado, subi-
r... Le hemos visto igual que un despreciado, como el ms men-
guado de todos los hombres. Su rostro pareca cubierto de vergen-
za. .. Realmente tom sobre s nuestros sufrimientos yquiso cargar
con nuestros dolores. Le tuvimos por leproso, como a un hombre
humillado ycastigado por Dios. Pero haba sido herido por causa de
nuestros crmenes, aplastado por causa de nuestros pecados... Se in-
mol porque l mismo quiso... Yel Seor tuvo a bien machacarlo
con el padecimiento... Pero al ofrecer l Su vida en expiacin por
nosotros, ver el fruto de su pasin extendindose por los siglos sin
fin y ver cmo gracias a su intervencin el plan del Seor es lle-
vado a feliz trmino (Is 52, 13-53, 12).
En el cuerpo de Cristo vilipendiado ycubierto de sangre sobre
la cruz, en el sacrificio expiatorio del Hijo amado, se revela del
modo ms maravilloso el misterio de la santidad divina. El anona-
damiento de Cristo, su obediencia y su oblacin son la mejor y ms
En la eucarista palpamos la santidad
159
perfecta adoracin que ha podido nunca ser ofrecida de parte de la
humanidad a la santidad yjusticia de Dios.
EN LA EUCARISTA PALPAMOS LA SANTIDAD
ste es el misterio que celebramos en la eucarista, la cual no es
sino la alianza sellada con la sangre de Cristo, el sacrificio de ex-
piacin por nuestras culpas. Es importante insistir en este aspecto
del misterio eucarstico, sobre todo en un tiempo en que el pecado
celebra sus ms espantosas bacanales en un mundo que ha perdido
el sentido del pecado.
Hay que agradecer a la renovacin litrgica el que hoy da se ha
vuelto a comprender el significado de la eucarista como sacramen-
to del jbilo pascual ycomo comida o banquete del pueblo de Dios.
Es un aspecto logrado en la piedad litrgica que en modo alguno
se puede menospreciar o disminuir en su importancia. Sin embargo,
creemos que es necesario insistir al mismo tiempo en el carcter de
sacrificio expiatorio que es tambin propio de la eucarista, porque
existe el peligro de dejar esta verdad muy en segundo plano con per-
juicio de la misma alegra pascual y del sentido de la celebracin co-
munitaria.
La liturgia de la misa nos toma fuertemente de la mano y nos
introduce en el misterio de la santidad de Dios:
Nada ms acercarse al altar, tanto el celebrante como los fieles
reconocen ante Dios yante la comunidad de los santos que son pe-
cadores (confteor, yo pecador). Al subir las gradas del altar, al
acercarse al santo de los santos pide nuevamente el sacerdote ser
purificado de todos los pecados, yespecialmente del pecado contra
la santidad de Dios, pecado que designa con el trmino fuerte de
iniquidad y del que suplica ser libre por Cristo, nuestro Seor.
Toda nuestra confianza reside en el sacrificio expiatorio de Cristo.
Al besar el altar, una vez ms implora la divina misericordia:
... para que te dignes perdonar todos mis pecados. Luego, alter-
nando con la comunidad, repite una yotra vez la splica de miseri-
cordia al Kyrios, al Dios altsimo. Ni siquiera en la gloria falta este
pensamiento de la necesidad de ofrecer sacrificio por nuestros pe-
cados: T, que quitas el pecado del mundo. Antes de proclamar
160
El misterio de la santidad
solemnemente el evangelio (y por tal entendemos no solamente la
lectura del texto propio de la misa del da y la siguiente homila,
sino toda la instruccin kerigmtica que va incluida en el mismo
rito sacramental) el sacerdote se siente dominado por un temblor
semejante al que sobrecoga al profeta Isaas: Ay de m, que soy
hombre de labios manchados! (Is 6). Aqu vemos la importancia
que tiene la confesin de devocin o confesin frecuente de solos
pecados veniales: Dios purific al profeta con un carbn santo to-
mado del altar; de igual forma Cristo nos purifica con el fuego de
su pasin, de su oblacin sacrifical en el sacramento de la penitencia
a fin de que podamos celebrar dignamente la eucarista y no arda-
mos al contacto de la santidad de Dios. Ay del sacerdote que se
acerca diariamente al altar y se cree dispensado de la necesidad de
que Dios le purifique continuamente.
Las oraciones del ofertorio rebosan igualmente de este senti-
miento del pecado y de la necesidad de la expiacin: se ofrece el sa-
crificio eucarstico por mis innumerables pecados, transgresiones y
negligencias. Con humildad y espritu contrito pedimos ser acep-
tados por el Seor. El gran himno eucarstico, el prefacio, nos re-
cuerda la visin que tuvo Isaas al principio de su vocacin, cuando
en el templo se le revel el Dios santo ante el cual los serafines re-
petan: Santo, santo, santo.
Inmediatamente antes del relato de la institucin de la eucarista,
expresa el Hanc igitur la suplica de vernos libres de la condenacin
eterna. De qu enorme desgracia nos ha librado la muerte de Cris-
to y qu razn para llenarse de terror tienen los impenitentes ante
esta pavorosa manifestacin de la santidad de Dios. La liturgia nos
ha venido preparando de esta manera para comprender el alcance
enorme de las palabras de la consagracin: ste es el cliz de mi
sangre: Cristo ha querido derramar su sangre por nosotros pe-
cadores.
El Memento de los difuntos nos recuerda que nadie, a no ser
que est completamente limpio, puede disfrutar la visin beatificante
de Dios. Luego, al golpearnos el pecho, decimos en alta voz: Nobis
quoque peccatoribus, reconociendo que nuestra confianza no se basa
en nuestras obras sino nicamente en la piedad de Dios, veniae
largitor, largo en perdonar.
La oracin con que se bendice la mesa eucarstica, el Paternos-
Vivir del misterio de la santidad
161
ter, recoge en un contexto particularmente relevante la splica del
perdn de los pecados. El embolismo que le sigue, Libera nos, quae-
sumus (Lbranos, Seor), desarrolla el sentido* de esa peticin l
igual que en el sermn de la montaa (cf. Mt 6, 14s). El triple
Agnus Dei nos trae el recuerdo de que la comida eucarstica es
fruto del sacrificio de Cristo para expiar nuestros pecados (qui tollis
peccata mundi). Las tres oraciones que preceden a la comunin nos
recuerdan igualmente nuestra condicin pecadora. Conscientes de
nuestra indignidad, recibimos el cuerpo ofrecido por nosotros, la
sangre derramada por el Seor para perdn de nuestros pecados.
Y efectivamente, la comunin perdona las culpas leves y el castigo
merecido por los pecados; tambin, aunque per accidens, como
dicen los telogos, es decir, no por ser sacramento de perdn sino
en virtud de la vida divina que contiene, puede perdonar los pecados
mortales de los que no tenemos conciencia y que interiormente, al
menos con dolor imperfecto, detestamos.
Esto es prcticamente liturgia pastoral, liturgia viva celebra-
da comunitariamente, liturgia meditada a la luz de la teologa, que
nos conduce a una comprensin ms profunda del misterio de la
santidad de Dios.
Este misterio debe sobrecogernos y transformarnos por la cele-
bracin de los ritos sagrados, a fin de que sea l fuente y norma de
nuestra vida.
VIVIR DEL MISTERIO DE LA SANTIDAD
Cuando hemos logrado penetrar as en el misterio de la santidad
a travs de la celebracin reverente del sacrificio eucarstico y hemos
sentido la sublime majestad del Dios tres veces santo, cuando he-
mos aprendido a pasar largo tiempo en adoracin ante el misterio de
los altares, nos resultar fcil y hasta natural hacer de toda nuestra
vida una ininterrumpida adoracin del Dios santsimo en Cristo
Jess.
Santificados, justificados por pura gracia, consagrados a la ala-
banza de su gracia gloriosa (Ef 1, 6), veremos en nuestra partici-
pacin en la liturgia no solamente un nuevo don de Dios que nace
de nuestro ser renovado en Cristo, sino tambin una necesidad de
162
El misterio de la santidad
ordenar toda nuestra vida a la realizacin de esta consigna: Todo
a la mayor gloria de Dios.
La celebracin reverente y contrita del sacrificio de Cristo nos
ensea a unir lo duro de nuestra vida a la oblacin de Cristo en ex-
piacin de nuestros pecados y los de todo el mundo. Sentiremos jun-
tamente el deber de luchar contra toda tendencia pecaminosa en
nosotros, incluso hasta el derramamiento de nuestra sangre. La
llama de expiacin, encendida en nuestro siglo por el mensaje de
Ftima, ha de alimentarse continuamente del fuego sagrado del sa-
crificio eucarstico. He aqu una razn por la que, dentro de los afa-
nes de una liturgia pastoral, debe ocupar siempre un lugar destacado
el deseo de que el altar del sacrificio, expresin visible de la idea
de expiacin, sobresalga siempre en el puesto central que le co-
rresponde.
El sacrificio de Cristo, as como todas las oraciones y ritos que
acompaan el sacrificio eucarstico, nos anuncian a nosotros, pobres
pecadores, la buena nueva de la misericordia sobreabundante de
Dios; pero al mismo tiempo nos exhortan a estar nosotros mismos
dispuestos al sacrificio, a la penitencia y a la expiacin, en unin
con Jess. La conocida profeca eucarstica de Malaquas va segui-
da de una queja de Yahveh sobre su pueblo y sus sacerdotes, de
que solamente le sacrifican lo que ya no les sirve, los animales cie-
gos, cojos y roosos, y aun se atreven a fanfarronear: Ah, qu
trabajo! (Mal 1, 13).
La celebracin digna del sacrificio eucarstico nos invita a tomar
en serio en nuestra vida la advertencia del Seor: Yo soy un gran
rey, dice el Seor de los ejrcitos, y mi nombre es temido entre los
pueblos (Mal 1, 14). Si el Hijo unignito de Dios se ofreci a s
mismo en sacrificio expiatorio al Padre, no podremos nosotros en el
culto y en nuestra vida ofrecer a Dios sino lo mejor que tengamos.
Qu triste estampa la de ese minimalismo moral que aparece en el
continuo lamentarse y suspirar bajo el peso de tantas cargas inso-
portables: Ah, qu duro es esto! En un cristiano que ha percibi-
do en la celebracin reverente de la eucarista un vislumbre del
misterio de la santidad divina, esa actitud es francamente incon-
cebible.
Vivir del misterio de la santidad 163
Danos, Seor, que amemos tu nombre y lo temamos, a fin de
que as te adoremos con santa reverencia, te sirvamos con fidelidad
y no nos echemos atrs a pesar de nuestras debilidades. Por Cristo,
nuestro Seor.
MISTERIO DE LA B IENAVENTURANZA
Bendecir al Seor en todo tiempo; su alabanza estar siem-
pre en mis labios. En Dios se goza el alma ma. Escchenme los
humildes y regocjense. Alabad conmigo al Seor, ensalcemos jun-
tos su nombre. Pues busqu al Seor y me respondi: me libr
de todos mis temores. Volved hacia l vuestro rostro para que
en l brille la alegra; no quedar confundido. Cuando el pobre
acude a Dios, Yahveh le escucha, le libra de todas sus angustias.
El ngel del Seor es como un muro fuerte en torno a los que
temen al Seor, para librarlos de todos los peligros.
Gustad y ved qu bueno es el Seor. Dichoso quien busca
en l refugio.
Temed al Seor, vosotros sus santos; pues a los que le temen,
nada les falta. Los ricos vegetan en la miseria, en escasez. Pero los
que buscan al Seor sobreabundan de bienes (Sal 33, 1-11).
Adquirir conciencia de nuestra condicin de miserables pecado-
res es requisito necesario para compartir con santo temor el aban-
dono de Cristo a la faz de su Padre airado por el pecado. Y la
experiencia de aquella hora suprema del sufrimiento de Cristo nos
capacita para elevar un canto agradecido y alegre de alabanza al
que nos redimi de aquel peso; es decir, la meditacin de la pasin
incomprensible de Cristo nos prepara a la celebracin jubilosa de la
eucarista.
Santo temor y alegra exultante constituyen los dos polos entre
los que oscila la vida religiosa y tambin los himnos en que sta se
Misterio de la bienaventuranza 165
manifiesta. Cuando desaparece el temor y reverencia ante el mis-
terio del Dios santo, el amor se torna superficial y termina resultan-
do empalagoso. En cambio, un exceso de temor desemboca en
autntico pavor ante el demonio. Cuando el alma de la vida religiosa
no es el amor, la religin ronda la demoniomana. El progreso en el
amor supone una purificacin del temor. Por su parte, el santo
temor purifica el alma a fin de que pueda sentir el amor divino en
toda su beatificante felicidad. Hablando de su propia experiencia y
apoyado en la Sagrada Escritura (cf. x 33 e Is 6), nos ensea san
Juan de la Cruz que la contemplacin mstica no podra otorgarla
el Seor a un alma no purificada todava de todo pecado venial,
pues le ocasionara inmediatamente la muerte.
La celebracin eucarstica es jbilo pascual, pero con espritu
contrito, ya que nos lleva a pensar en el paso del Seor a travs
de un mar de sufrimientos. La eucarista es el himno de accin de
gracias que entonan los redimidos, pero accin de gracias por la
cruz del Seor sin la cual todo estara perdido. En la eucarista ce-
lebramos el pacto eterno del amor de Cristo con su Iglesia, la esposa
que conquist para s con su sangre. La eucarista es el radiante
arco iris de la nueva alianza, el gran signo de la reconciliacin. La
eucarista es accin de gracias del que siente como un respiro al ver
que Dios no ha dejado a la humanidad en la miseria de su pecado:
Tanto am Dios al mundo que entreg a su Hijo unignito para
que todo el que crea en l no se pierda sino que tenga vida eterna
(Jn 3, 16). Yas fue Cristo exaltado en la cruz como signo de vida
y salvacin para nosotros y perenne monumento de digna alabanza
al Padre.
En la celebracin de la eucarista resuenan las triunfales trompe-
tas de la pascua y hasta las mismas trompetas del gran da del triun-
fo final: Por eso Dios le exalt y le dio un nombre que est sobre
todos los nombres, para que ante el nombre de Jess doblen todos
su rodilla y todas las lenguas confiesen de Jesucristo que es el Seor,
para la gloria de Dios Padre (Flp 2, 9-11). Como en el da de pas-
cua, tambin aqu tiene la conjuncin por eso (propter quod) un
profundo sentido que no se puede ignorar. La misma exaltacin de
Cristo en la cruz fue la razn por la que el Padre le dio toda su
gloria y por la que, aun segn su humanidad, le confiri el estado
de la exaltacin a la gloria. Cuando en la eucarista el glorificado, el
166 Misterio de la bienaventuranza
que est sentado a la diestra del Padre, celebra con nosotros el re-
cuerdo de su pasin, ilumina a su Iglesia, a nosotros los redimidos,
con el esplendor de su gloria celestial.
La celebracin devota y fiel de la eucarista nos arranca de la
seduccin de todo lo caduco y nos impide sucumbir a los halagos del
siglo. Nos hace entrar ya en la liturgia del cielo. Cuando cantamos el
triple santo de los serafines, no nos sentimos uniendo nuestra voz
al coro celestial que canta sin cesar al Cordero que est ante el
trono? Esa dicha nos hace pensar que el bautismo ha desarrollado
ya en nosotros todas sus virtualidades: Dios, rico como es en mi-
sericordia, por el grande amor que nos tena, nos resucit a la vida
con Cristo, a pesar de estar nosotros muertos por nuestros pecados;
por su gracia habis sido salvados; y juntamente con Cristo nos re-
sucit y nos hizo sentar en el trono celestial (Ef 2, 4ss).
La eucarista es misterio de gloria y bienaventuranza precisa-
mente porque es celebracin de la nueva alianza. Esta alianza, que
en el cielo ya ha tenido su cumplimiento para Cristo y para la Igle-
sia, al menos en cuanto representada en la santsima Virgen como
prototipo de la Iglesia, la celebracin bajo la forma de un sacrificio,
pero tambin bajo la forma de un banquete, que es signo y preludio
del banquete eterno de amor en el cielo.
Antes de su ltima cena envi el Seor a dos discpulos a que
dispusiesen la sala del convite. Se trataba de un saln grande y bien
amueblado (Me 14, 13ss). Cuando celebremos el banquete del amor
eterno de Cristo, recordemos las numerosas parbolas en las que se
compara el reino de los cielos con un gran festn nupcial (Mt 8, l i s ;
25, lOs; Le 14, 15, etc.). El convite eucarstico nos asegura, como
sacramento, que todo lo que aqu celebramos tendr un da glorioso
cumplimiento en el banquete eterno de la liturgia celestial. En el
aleluya de la misa se preludia ya el jbilo de la eterna alegra:
Aleluya! El Seor dueo de todo, ha tomado posesin de su reino.
Alegrmonos, exultemos jubilosos, rindmosle honor: ha llegado la
hora de las bodas del Cordero; la esposa est preparada... Y luego
me dijo: Escribe: Bienaventurados los invitados al banquete nup-
cial del Cordero. Y aadi: stas son verdaderamente palabras de
Dios (Ap 19, 6-9).
La liturgia de la misa nos introduce tambin en este misterio de
la gloria: comenzando por el Me acercar a Dios, que es nuestra
Vivir del misterio de la bienaventuranza 167
alegra, pasando por el Gloria que nos une con los coros de nge-
les que cantaban en Beln, siguiendo por el prefacio que es un canto
jubiloso en unin de los ngeles y santos del cielo y terminando con
los himnos que acompaan la alegre comida fraterna de la co-
munin.
El cliz del sufrimiento que libremente acept por nosotros el
Siervo del Seor se ha convertido para los redimidos en cliz re-
bosante de gozo embriagador: praeclarus calix inebrians (Sal 22, 5).
Los acordes majestuosos del Et iterum venturus est (Y de nuevo
vendr con gloria), en una misa de Mozart o Haydn resuenan como
un eco en las oraciones de todas las misas, que nos ponen ante los
ojos al Seor glorificado, al Kyrios, y su bienaventurada pasin, su
beata passio, su resurreccin y su ascensin a los cielos. Cada vez
que tomamos el cliz del Seor e invocamos su nombre, celebramos
el misterio del amor de Cristo hasta que l vuelva (1 Cor 11, 26)
y nos sentimos conducidos al reino de la perfecta felicidad.
De paso, notemos que normalmente no puede faltar el canto en
la celebracin de la eucarista. En todo caso, este misterio ha de ce-
lebrarse en un marco de solemnidad que sea signo palpable de la
alegra del pueblo de Dios al sentirse lleno del misterio de la bien-
aventuranza.
VIVIR DEL MISTERIO DE LA BIENAVENTURANZA
La celebracin eucarstica nos repite el mismo mensaje de la
solemne proclamacin de la nueva ley en el sermn de la montaa:
la alegra pascual que crea en nosotros el sacrificio eucarstico ne-
cesita el terreno de un corazn animado del espritu de las bienaven-
turanzas, el terreno de un corazn humilde que tiende con todas sus
fuerzas a la perfecta pureza de espritu y que est dispuesto a sufrir
generosamente y a combatir apasionadamente por la causa del reino.
Sin sacrificio no se puede vivir vida autnticamente cristiana, no se
puede encontrar en el amor el camino de la felicidad ni mostrar a
los otros el camino feliz de la caridad de Dios y del prjimo.
Pero el mensaje de la eucarista tiene tambin una segunda parte
de no menor trascendencia: solamente el corazn lleno de la ale-
gra de Dios podr a la larga estar pronto a aceptar el sacrificio esen-
168
Misterio de la bienaventuranza
cial a la vida cristiana. El misterio de la bienaventuranza, la euca-
rista, nos repite sin cesar esta exhortacin: Alegraos en el Seor!
La vida cristiana es alegre y amorosa adoracin. El verdadero cris-
tiano no es el agobiado observador de mandamientos que se diran
impuestos para quitar la alegra del cuerpo. Tampoco es el fro calcu-
lador que no se fatiga sino en vistas a la recompensa que le aguarda.
Dentro del conjunto de motivos de nuestra vida moral, el acorde
fundamental, y de alguna manera tambin el leitmotiv, debe ser la
eucarista, la alabanza y la accin de gracias: Qu podra yo dar
al Seor por cuanto de l he recibido?
No desconocemos que una alegra perfecta, sin mezcla de tris-
teza, no ser posible en esta vida. Pero la santa alegra de los redi-
midos, que es un principio de la alegra plena del cielo, ha de ser la
fuente de la que brotar una vida cristiana gozosa y radiante de luz
para los dems. Despus de haber gozado la profunda experiencia
de la alegra de los santos misterios, nuestro corazn se sentir im-
pulsado a confesar alegremente la fe en la vida y a dar un s com-
placido a la ley de la gracia.
Uno de nuestros grandes propsitos debe ser: conservar en un
corazn jubiloso la alegra que cada domingo o todas las maanas
nos procura la celebracin de la eucarista. A ello contribuye el re-
cuerdo frecuente y agradecido de ese gran momento del da o de la
semana, la visita al santsimo y las oraciones distribuidas a lo largo
del da. AI mismo tiempo hemos de procurar ejercitarnos continua-
mente en el arte de difundir a los dems la alegra que nosotros
recibimos en el altar. Este arte de hacer alegres a los otros es el
modo mejor de imitar la alegra de Cristo, que brotaba de la caridad.
La caridad cristiana, en efecto, tiene su fuente ms noble e ina-
gotable en la bienhadada experiencia del Seor presente en la euca-
rista. Siendo la caridad cooperacin e imitacin de la ofrenda ge-
nerosa de Cristo por nosotros, de qu otra fuente iba a brotar sino
de su alegra pascual que l quiso hacer tambin nuestra? Precisa-
mente el misterio pascual viene a recalcar la ilacin entre la prctica
de la caridad fraterna y el disfrute de la alegra eucarstica: sin un
esfuerzo continuo por crecer en caridad desinteresada, sin una cre-
ciente experiencia de la alegra que esa caridad produce en el alma
capaz de darse en amor a los otros y recibirlos con un recproco
intercambio de caridad, el misterio de la bienaventuranza, por
Vivir del misterio de la bienaventuranza 169
muy acompaado que est de armoniosos acordes de rganos y de
bellos cantos litrgicos, no nos abrir sus tesoros ms escondidos.
Seor Jesucristo, Seor de la gloria, t que celebras con tus n-
geles y santos la liturgia celestial, haz brillar en medio de los das
oscuros de nuestra peregrinacin terrena tu luz esplendorosa. Danos
en la celebracin de los santos misterios un gusto anticipado de la
bienaventuranza eterna para que podamos servirte con alegra de
corazn.
MISTERIO DE FE
Dijo Jess: Yo bien s que andis tras de m no tanto por
haber visto las seales, como por haberos sentido hartos con el
pan que comisteis. Trabajad no por el alimento perecedero sino
por el alimento perdurable que es el alimento de la vida eterna.
ste es el alimento que puede concederos el Hijo del hombre,
pues sobre l ha puesto el Padre el sello de su autoridad. Ellos
preguntaron: Entonces, qu hemos de hacer para trabajar en
las obras de Dios? La obra de Dios, respondi Jess, es que
creis en el enviado por Dios. Y, qu seal nos das t, aa-
dieron ellos, para que nosotros veamos y te creamos? Qu has
hecho t? Nuestros padres comieron el man en el desierto, segn
dice la Escritura: "Les dio a comer pan del cielo." Jess res-
pondi: No, la verdad es sta: no fue Moiss quien les dio pan
del cielo; es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo;
pues el verdadero pan de Dios es el que desciende del cielo y da
la vida al mundo. Ellos contestaron: Seor, danos siempre de
ese pan. Y Jess: Yo soy el pan de vida. El que viene a m, no
tendr ms hambre; y el que cree en m ya no tendr ms sed.
Pero ya os lo he dicho: vosotros, aunque me veis, no creis. Todos
los que el Padre me da, vienen a m; y al que venga, a m, yo no
lo echar fuera. Yo he bajado del cielo, no para hacer mi volun-
tad, sino la voluntad del que me envi. Y sta es la voluntad del
que me envi: que ninguno de los que 1 me dio se pierda,
sino que los resucite a todos en el ltimo da. Pues la voluntad
Misterio de fe
171
del Padre es que todos los que ven al Hijo y creen en l, tengan
vida eterna, y que yo los resucite el ltimo da (Jn 6, 26-40).
Las maravillosas palabras de Jess sobre la fe en l, Hijo de
Dios aparecido entre nosotros en forma visible, precedieron a la
promesa de la eucarista. Pero existe entre la fe y la eucarista una
estrechsima relacin: la fe nos da la vida, e igualmente del misterio
de la eucarista recibimos la vida. El sacramento del cuerpo de Cris-
to es el misterio de la fe para todos los que en el bautismo reci-
bieron solemnemente la fe. En el corazn mismo de la santa misa lo
afirma el sacerdote: mysterium fidei (misterio de fe).
La nueva y eterna alianza se convierte por medio de la euca-
rista en presencia actualsima del misterio de la fe. Toda la co-
munidad celebrante y cada uno de sus miembros escucha la conso-
ladora promesa: Yo soy tu salvacin. Por medio de este signo
eficaz y visible de la nueva alianza, que es la eucarista, recibe el
creyente la seguridad de su pertenencia al pueblo de Dios y pbr
tanto de su salvacin. Slo se le exige como condicin que reciba
ese amor del Seor que se le ofrece por la fe y responda a l con
autntica fe: En el corazn nace la fe que justifica. Con la boca
se confiesa esa fe para alcanzar la salvacin (Rom 10, 10).
En la eucarista confiesa la Iglesia su fe. Ms que en la misma
predicacin considerada aisladamente, el Kerygma fidei, esto es, la
solemne y entusistica proclamacin de los misterios de la fe, con-
sistira en la celebracin sacramental y muy particularmente en la
celebracin del sacrificio eucarstico que es el centro de todos los
sacramentos. Mysterium fidei vendra, pues, a decir concretamente:
la eucarista es el rito central de la fe; es la celebracin en que se
confiesa, despierta y difunde la fe.
Entre fe y sacramento existe una ntima cohesin que no se
puede romper. Los sacramentos estn en el polo opuesto de la ma-
gia. En los sacramentos y mediante los sacramentos pronuncia Dios
la palabra eficaz de su amor. Pero qu es una palabra que no es
recibida por el interpelado? Qu sentido tiene una palabra a la cual
se cierra incluso aquel a quien se dirige? La palabra sacramental de
Dios despierta la fe, le da hondura y la inflama por medio del amor
que en los sacramentos Dios nos manifiesta. En esto consiste el sen-
tido kerigmtico de los sacramentos.
172
Misterio de fe
De otra manera podramos tambin decir: el sacramento pre-
supone la fe, pero no una fe abstracta, sino aquella fe concretamente
que la madre Iglesia confiesa sobre todo en los sacramentos y muy
en particular en el sacramento eucarstico, de donde se difunde
luego a toda la vida.
La fe cristiana es infinitamente ms que un puro dar crdito a
un ser superior. La fe es la respuesta del hombre a la encarnacin
de la Palabra de Dios, como dice D. Mollat en su comentario al
Evangelio de san Juan ' . Por la encarnacin, se manifest la vida
(1 Jn 1,2). Damos testimonio de lo que hemos visto y odo, y os
anunciamos la vida eterna (1, 3). Sabis que apareci en forma
visible para expiar nuestros pecados (3, 5). Todo espritu que
confiesa que Jess ha venido en la carne proviene de Dios (4, 3).
Segn el Evangelio de san Juan el centro de nuestro evangelio es
que el Padre ha enviado a su Hijo en forma visible a fin de salvar-
nos. Los sacramentos prolongan la misma lnea de la encarnacin.
En unin de los misterios de la encarnacin, la pasin y resurrec-
cin, son los sacramentos signos visibles de la misericordia divina.
Ypara el hombre que se abre por la fe a estos signos salvficos, son
tambin signos que confiesan solemnemente la je por la que el hom-
bre recibe la justificacin, como afirma santo Toms de Aquino
2
.
La causa de la justificacin no es solamente el sacramento, sino el
sacramento junto con la fe.
De todo esto se deduce fcilmente qu gran importancia reviste
para la fe de los fieles que asisten a nuestros templos, la celebracin
de los sacramentos, y particularmente la celebracin eucarstica, que
es el centrum fidei, el centro de la fe. Nuestras celebraciones deben,
pues, estar animadas de tal veracidad y autenticidad (incluso en la
realizacin externa de los ritos), de tal alegra y de tan contagioso
entusiasmo que sirvan para reanimar la fe de los dbiles, de los pa-
rsitos, de los vacilantes. Los impulsos ms fuertes para la con-
versin y para emprender una vida segn la fe, nacen de la celebra-
cin de los santos misterios. Yal revs, uno de los mayores peligros
para la fe est en esa forma de celebrar la santa misa sin sombra
de espritu, sin alma, en un conjunto completamente inaccesible
para la comprensin del pueblo sencillo.
1. Vvatigili' de sahil Jean, Pars 1953. p. 19.
2. ST III, q. 61, a. 4.
Vivir del misterio de la fe
173
Un grupo de soldados pertenecientes un tiempo a las SS que
asistieron a una ordenacin sacerdotal oficiada por el cardenal Faul-
haber, expresaron la impresin que la ceremonia les haba producido
en esta frase: Viendo cmo reza ese hombre ante el altar, le vuelve
a uno la fe. Un protestante, al que su prometida catlica haba
llevado a asistir a la misa de Nochebuena, le dijo despus de termi-
nar: Jams volver a una iglesia catlica. Los hombres que estaban
all han hablado y se han conducido de tal manera que indica su
falta absoluta de fe.
VI VI R DEL MI STERI O DE LA FE
Esa fe que en la celebracin de la eucarista adora, alaba y se
alegra, debe cobrar forma visible en la vida. La vida de cada cris-
tiano y de la comunidad en general debe ser una prolongacin del
testimonio de la madre Iglesia. Poco noble y sincero ser procla-
mar en la iglesia una fe, si no existe un esfuerzo serio para vivir
tambin de esa fe.
Triste confirmacin de esta interdependencia entre la fe y la
vida, la vivencia de aquella madre que vio a su hija seducida por un
sacerdote, cuya conducta ligera en el altar le haba anteriormente
llamado la atencin. Fue la prueba ms dura para su fe. Cada vez
que vea a un sacerdote despachar torpemente su misa, le atormen-
taba el mismo pensamiento: Bien se nota que no crees. Yal ver a
otro que celebraba piadosamente, le sugera el tentador: Bah, pura
hipocresa! Sabe Dios cmo ser su vida! Qu grave peligro para
la fe del prjimo una conducta en contradiccin con las creencias!
Muchos catlicos practicantes son un obstculo y un freno para la
fe de cuantos observan su proceder en la vida social, que escuchan
sus conversaciones, que conocen su vida de familia.
La celebracin eucarstica exige de nosotros que consideremos
todos los problemas de nuestra vida a la luz de este centro de nues-
tra fe (centrum fidei), a fin de darles una recta solucin. Cmo,
despus de haber celebrado la muerte de Cristo y haber visto en el
sufrimiento el camino para la gloria, podremos decir ante la prueba:
Dios me libre de tal tribulacin? Es imposible creer sinceramen-
te en el misterio inefable del amor de Cristo dndose por nosotros,
174 Miseerio de fe
amor que es una reproduccin del amor bienaventurado que rige las
relaciones de las divinas personas en el seno de la Trinidad, si jun-
tamente, a la luz de este misterio de donacin ms absoluta, no se
declara guerra sin cuartel a todo estrecho afn de medro personal, a
todo egosmo y pasin de dominar.
La fe del cristiano demanda unin entre lo que celebra y lo que
vive. No es admisible una doble medida. Los misterios de la fe,
que nosotros celebramos, nos piden que meditemos, que volvamos
amorosamente sobre el significado de los sacramentos, sobre las gra-
cias que en ellos se nos conceden y sobre las obligaciones que nos
imponen. Ylos pastores de almas deben llevar muy honda la convic-
cin de que no hay predicacin que pueda suplir las deficiencias de
unas celebraciones eucarsticas que no sean pregn vivo y com-
prensible de la fe.
Seor, t has prometido a la fe viva un poder capaz de trans-
formar el mundo. Fortalece en todos los sectores de tu Iglesia esta
fe. Afirma sobre todo la fe en la celebracin de la santa eucarista.
Concdenos que en la fe de la Iglesia sintamos una alegra tal que
podamos dar al mundo al testimonio de una fe iluminada y en-
tusiasta.
MISTERIO DE LA UNIDAD Y DEL AMOR
Pues la bendicin de la -copa de bendicin, no significa
nuestra participacin de la sangre de Cristo? Y el pan que parti-
mos, no es la participacin del cuerpo de Cristo? Siendo un solo
pan, nosotros, que somos muchos, constituimos un solo cuerpo,
pues todos participamos de un nico pan (1 Cor 10, 16s).
Todo lo que podamos decir sobre la eucarista ha de ir a desem-
bocar en una realidad sobrenatural que la misma celebracin de este
misterio pone sobre todo de relieve: el misterio de la caridad en la
unidad del pueblo de Dios congregado en Cristo y en torno a Cristo.
La eucarista como misterio de la santidad y de la bienaventu-
ranza revela otro misterio que a un mismo tiempo nos sobrecoge y
llena de alegre confianza: el misterio del amor trinitario, del que
comenzamos a participar ahora por la gracia y cuya participacin
plena nos har totalmente felices viendo a Dios cara a cara en el
seno de la Trinidad. La prenda ms segura de que un da alcanzare-
mos esa posesin es la eucarista, pues consiste en la misma sangre
de Cristo derramada por nosotros: Dios es el amor. sta es la
revelacin ms profunda que guarda para nosotros el misterio de
la fe. Y al participar en la celebracin de este misterio, se nos
impone la obligacin de hacer patente nuestra fe en el amor de Dios
mediante el amor a todos los hombres: que viendo nuestro mutuo
amor acepten el testimonio de nuestra fe en el Dios de la caridad.
La Escritura, la tradicin y la liturgia insisten por igual en este
hecho: que la eucarista es signo eficaz de caridad y de unidad y
176
Misterio de la unidad y del amor
que nos impone la obligacin de crearlas. El fruto propio de la euca-
rista es la caridad y unidad del pueblo de Dios. Qu otra cosa ex-
presa inmediatamente una celebracin eucarstica, en la que todo el
pueblo se congrega familiarmente en torno a la mesa del altar? Al
inmolarse amorosamente por nosotros, nos arranc el Hijo de Dios
hecho hombre de la enemistad y dispersin del pecado para ha-
cernos entrar en la paz de Dios y constituirnos en pueblo compacto
de Dios. Su amor hizo caer todos los muros de separacin. Cuando
recibimos en la eucarista la gran muestra de su amor, que es tam-
bin la ms impresionante revelacin de su unidad amorosa con el
Padre en el Espritu Santo, nos unimos con l y mutuamente en
una perfecta comunidad de armona y de amor.
El Seor dej la eucarista como signo de su amor que borra
todas las fronteras y como memorial de su alianza de amor con toda
la humanidad. La sagrada eucarista nos recuerda constantemente
qu gran precio tuvo que pagar el Seor Jesucristo por nuestra uni-
dad y reconciliacin con Dios: tuvo que dar su sangre y su vida.
Como sacrificio, como sacramento y como presencia amorosa per-
manente del Dios hombre en medio de su Iglesia, la eucarista quiere
envolvernos en la unidad de aquel mismo amor que movi a Cristo
a derramar su sangre por nosotros. En este signo eficaz de la gracia
de caridad y unin celebramos la nueva y eterna alianza fundada en
su sangre, la alianza del amor universal a todos los hombres.
Esa alianza es la nueva y eterna alianza del amor entre Cristo
y la Iglesia. Dios ha querido que su dilogo amoroso con la huma-
nidad redimida tuviese la forma de un pacto o de una alianza.
Toda celebracin eucarstica es un entrar nuevamente en este nue-
vo pacto entre Dios y su pueblo, un aceptar nuevamente la alianza
sellada por la oblacin de la carne y sangre del Seor, las cuales
bajo la forma de pan y vino se ofrecen como alimento de aquellos
que pertenecen a la alianza y hacen profesin de esa pertenencia
mediante la participacin en este convite sacrifical '. El s agrade-
cido a esta alianza amorosa es tambin un s resuelto a la unidad
del pueblo de la alianza. Toda celebracin eucarstica tiende a gra-
bar en nuestra alma esta profunda realidad.
Al acercarnos a la eucarista pensemos que lo ms importante no
1. Cardenal B.J. ALFKINK, Eiwharistie alx Opjermahl. en Theologie der Ge-
genwart 3 (1960) 93.
Enseanza de la Sagrada Escritura 177
es entablar un dilogo dulce e ntimo entre el Redentor y nuestra
alma. No se trata solamente de eso. Se trata sobre todo de reanu-
dar nuestros lazos con el pueblo de Dios, de enrolarnos nuevamente
en el cuerpo mstico de Cristo. Se trata de renovar nuestro s agra-
decido a nuestra incorporacin a la alianza que crea la unidad del
pueblo de Dios. La eucarista es efectivamente signo de esa alianza
con Dios en la unidad de su pueblo.
ENSEANZA DE LA SAGRADA ESCRITURA
Esta verdad est ya expresada con frases lapidarias en el ms
antiguo texto eucarstico de la Biblia: El cliz de bendicin que
bendecimos, no significa la comunidad con la sangre de Cristo? Y
el pan que partimos, no significa comunidad con el cuerpo de Cris-
to? Siendo un solo pan, nosotros, aun siendo muchos, formamos un
solo cuerpo, pues todos participamos de un nico pan. En este
pasaje de la primera carta a los Corintios (10, 16s) se dice clara-
mente que la comunidad con Cristo, comunidad con la sangre del
Nuevo Testamento, significa tambin esencialmente comunidad de
los cristianos, comunicacin de los miembros del pueblo de Dios en-
tre s. Igualmente, el ms antiguo relato de la institucin de la euca-
rista (1 Cor 11) va unido con la exhortacin del apstol al amor
y concordia en la celebracin eucarstica.
De la comunidad primitiva se nos dice que se reunan constan-
temente para escuchar la doctrina de los apstoles, fieles a la comu-
nin fraterna y a la fraccin del pan (Act 2, 42). Y poco despus
se aade: Todos los que haban abrazado la fe, ponan todas sus
cosas en comn (2, 44). Da tras da, con un solo corazn, eran
asiduos en frecuentar el templo (2, 46). Un poco ms adelante
vuelve a subrayar el relato de los Hechos: Eran un solo corazn y
una sola alma (4, 32). No est bien claro que la unidad de los cris-
tianos guarda muy estrecha relacin con la comunidad en el partir
el pan?
No fue una simple casualidad que la oracin sacerdotal, cuya
principal intencin es precisamente la unidad de sus apstoles y dis-
cpulos, fuera recitada por Cristo en el cenculo. La splica por la
unidad de los suyos en verdadera caridad nace del jbilo de su un i-
178
Misterio de la unidad y del amor
dad con el Padre: Todo lo mo es tuyo, y lo tuyo es mo
(Jn 17, 10). Quiere que tambin los discpulos participen de esta co-
munidad amorosa. En este tiempo intermedio hasta la consumacin
de los siglos, deben ser, por la celebracin de la eucarista y por el
amor mutuo que all se crea, una reproduccin de su unidad con
el Padre. Por eso ora: Padre santo, gurdalos en tu nombre, a fin
de que sean una sola cosa, como nosotros (Jn 17, 11).
A semejanza de los apstoles, tambin todo el pueblo de Dios
debe ser expresin viva de la unidad del Dios trino y de la unidad
entre Cristo y la Iglesia. No te pido nicamente por ellos, sino tam-
bin por los que por su predicacin han de creer en m: que todos
sean uno como t, Padre, en m y yo en ti; que tambin ellos sean
uno a fin de que el mundo llegue a creer que T me has enviado.
Yo les he transmitido la gloria que T me diste, para que sean
uno como nosotros lo somos: Yo estoy en ellos y t en m, a fin
de que ellos sean perfectamente una sola cosa, y el mundo conozca
as que t me enviaste y los has amado como me amaste a m
(Jn 17, 20-23).
En el cenculo ha orado el Seor por nosotros, para que com-
prendamos la eucarista como el gran signo de su amor y vivamos
de su gracia, y cumplamos el deber que nos impone en favor de la
unidad. Pide que nuestra unidad y nuestro amor sean tan grandes
que en este tiempo intermedio hasta su vuelta sea la eucarista copia
e imagen de la unidad amorosa entre el Padre y l. Les he dado a
conocer tu nombre y se lo dar ms a conocer, para que el amor
con que t me has querido, permanezca en ellos y yo en ellos
(Jn 17, 26). Por el testimonio de la unidad de amor que brota de la
eucarista debe llegar el mundo a la fe en el amor de Dios.
TESTIMONIO DE LOS TEXTOS LITRGICOS
La antigua comunidad cristiana tena conciencia de este signifi-
cado y este deber incluido en la eucarista. As, leemos en la Di-
dakh, o Doctrina de los doce apstoles, que es el escrito no can-
nico ms antiguo de la Iglesia: As como este pan que hemos par-
tido estuvo un tiempo disperso por los montes, y ahora reunido se
ha convertido en una sola cosa, que as sea reunida tu Iglesia de los
El significado del smbolo
179
confines de la tierra en tu reino (Did. 9, 4). El pan y el vino sim-
bolizan el poder unitivo del sacrificio de Cristo. En el banquete que
todos los miembros de la familia de Dios celebramos para comer
juntos el pan de la eucarista, simbolizamos tambin nosotros, como
los granos del pan y las uvas del vino, la unidad de muchos herma-
nos. Por eso, en la Didakh se reza despus del convite: Acur-
date, Seor, de tu Iglesia, para librarla de todo mal y hacerla per-
fecta en tu amor. Renela de los cuatro vientos, santificada en tu
reino (10, 5).
En el espritu de la Didakh reza tambin otra antigua oracin
eucarstica de oriente: Lo que ahora es pan, antes estaba disperso
en muchos granos por los campos. Lo que ahora es vino, antes fue-
ron muchas uvas. As como nosotros recogimos aquellos granos para
reducirlos a unidad y hacer un solo pan y un solo vino, congrganos
t en la unidad de tu Iglesia. Haz de los hombres de todas las razas,
de todas las naciones y estados una sola cristiandad. Que los cris-
tianos de cada aldea, de cada ciudad, de cada profesin y de cada
familia, se entrelacen mutuamente en ntima comuniad! Llnanos
de tu santidad! Haznos vivir en tu amor! En tu infinita eternidad
eres t, Padre, Hijo y Espritu Santo, un solo Dios en misteriosa
trinidad. De igual forma rene, Seor, a tu Iglesia de todas las razas,
de todo pas, de toda aldea y de toda familia en tu Iglesia, una y ca-
tlica! Llnanos de tu santidad: haz que seamos unos en tu amor!
Tambin la liturgia latina tiene conciencia de que la celebracin
eucarstica es expresin de la unidad del pueblo de Dios. Son tam-
bin abundantes los textos. Por ejemplo, en la oracin sobre las
ofrendas de la festividad del Corpus, se dice clara y precisamente:
Da, Seor, propicio a tu Iglesia los dones de la unidad y de la
paz, misteriosamente simbolizados en los dones que te ofrecemos.
EL SIGNIFICADO DEL SMBOLO
Los sacramentos de la nueva ley, dice santo Toms, son junta-
mente causas y signos, por eso, segn la doctrina general, causan lo
que significan
2
.
2. ST ni, q. 62, a. 1 ad 1.
180
Misterio de Ja unidad y del amor
Quitamos a la celebracin eucarstica parte de su fruto espec-
fico cuando falseamos el carcter comunitario que le es propio con
una celebracin individualstica. Los sacramentos significan lo que
operan y operan lo que significan. No podemos, pues, aminorar el
valor significativo de la unidad del pueblo de Dios que es propio de
la celebracin eucarstica. Yno basta limitarse a organizar la cele-
bracin exterior de misas comunitarias, sin prestar atencin al ele-
mento interior que lleve a descubrir la misteriosa unidad reflejada en
la celebracin externa. En los sacramentos entran siempre en juego
un signo exterior y una gracia interior. Por eso es preciso que nues-
tros sentimientos interiores acompaen a la conducta exterior a fin
de expresar ntegramente el valor sacramental de la eucarista en el
que est significada la unidad del pueblo de Dios.
El deber de procurar la unidad y vivir la caridad se deriva tanto
de la gracia interna como del signo exterior. Cuando la actual litur-
gia pastoral llegue a liberar totalmente a la eucarista de las cadenas
de un formalismo y de un empobrecimiento individualstico, devol-
vindole su carcter comunitario en su plena eficacia, podremos nue-
vamente comenzar a fundamentar con esperanzas de xito en el mis-
terio eucarstico el precepto de la caridad fraterna, de la unidad y
solidaridad entre los fieles, como hacan ya los padres de la Iglesia.
Como ya hemos indicado, toda una serie de estudios litrgico-
sociolgicos puede demostrar que la manera de celebrar la eucarista
(y lo mismo cabe decir de la manera de celebrar el bautismo) es de
gran trascendencia para toda la vida cristiana de una parroquia.
Si en el rito bautismal no se ve la ceremonia por la que el recin
nacido es integrado en la familia de Dios, la cual contrae frente a l
una seria responsabilidad, si en las celebraciones eucarsticas cada
uno piensa solamente en s mismo, si todo lo que dicen las lecturas,
las oraciones y los cantos queda ignorado para la mayora de los
fieles, pronto se notar en su vida un fiel reflejo de dichas celebra-
ciones: los cristianos se hallarn divididos fuera de la Iglesia por el
individualismo, por la discordia y hasta frecuentemente por una es-
candalosa enemistad. Si la comunidad celebrante presenta el aspecto
contrario de una comunidad ntimamente unida en vista a su comn
salvacin
3
, ser intil que esperemos de ella la fuerza para trabajar
' 3. C. 1 Cor 11, 17ss.
La comunin litrgica
181
conjuntamente en la defensa de los principios e ideales cristianos
frente a las peligrosas manas colectivas de nuestro tiempo, por
ejemplo, contra el miedo loco ante la idea de la familia numerosa.
Si, en cambio, la celebracin eucarstica es expresin viviente y pal-
pitante de la unidad del pueblo de Dios, los fieles participantes y
concelebrantes experimentan el vigor de la gracia para lanzarse de-
cididamente a cumplir su deber de crear una comunidad de amor
y concordia, en espritu de autntica responsabilidad.
La celebracin eucarstica ha de ser ocasin para vivir gozosa-
mente la unidad de la familia de Dios y para renovar en los fieles
la conciencia de su obligacin de colaborar por la unidad. Lo exige la
naturaleza de los sacramentos como signos visibles de la gracia in-
visible.
LA COMUNIDAD LITRGICA, IMAGEN DE LA IGLESIA
Toda celebracin litrgica, smbolo eficaz de unidad, nos habla
de la unidad universal de la liturgia celestial, de la eterna comuni-
dad amorosa del cielo, de la cual es tambin prenda. Nos habla
igualmente de la comunidad de amor de toda la Iglesia santa y cat-
lica, que va caminando hacia el da del Seor, en espera anhelante
de la consumacin definitiva de su unidad.
Pero esta unidad universal del reino de Dios no se ofrece al cris-
tiano como individuo y a la familia cristiana como clula aislada de
la comunidad eclesial sino en el seno de una comunidad mayor que
es la comunidad celebrante de la eucarista. Es verdad que la unidad
del pueblo de Dios est fundamentalmente realizada desde arriba por
virtud del Verbo humanado y del Espritu que l nos envi. Dicha
unidad tiene en la Iglesia universal, presente intencional y eficaz-
mente en toda celebracin eucarstica, su signo ms general; de al-
guna forma podramos decir que tiene su sacramento original. Pero
esta unidad exige revestir una forma orgnica, desplegarse gradual-
mente a travs de la unidad de las comunidades inferiores. La uni-
dad de la Iglesia universal celebrante de la eucarista no excluye,
sino que presupone la unidad de las comunidades menores.
Para que la celebracin litrgica corresponda al significado sa-
cramental de la eucarista, debe procurarse que la comunidad cele-
182
Misterio de la unidad y del amor
brante ofrezca realmente una imagen unitaria, a fin de que viendo y
viviendo esa unidad del pueblo en torno al altar, sientan los fieles
una invitacin a la unidad, a la concordia, a la caridad. Que, aun
con la mejor intencin de poner bien de relieve la unidad de la Igle-
sia universal, en una parroquia obrera de una de nuestras modernas
ciudades, el sacerdote se limita a farfullar unos latines y un coro re-
ducido a ejecutar cantos barrocos, tambin en latn, es un atentado
formal, tanto contra la mltiple realidad terrena, que debe ser redi-
mida de su individualismo y ganada para la unidad, como contra la
finalidad sacramental del sacrificio eucarstico. Slo en una fase re-
, mota de la historia tuvieron todos los pueblos un lenguaje comn.
En la diversidad de lenguas y culturas, estn todos llamados a unir-
se prolongando el milagro de pentecosts en el que todos recibieron
en diversidad de lenguas el mismo mensaje de amor. Entindase
bien: con esto no queremos afirmar nada contra la funcin que
posee el latn como lengua oficial de la Iglesia y tambin como len-
gua litrgica dentro de ciertos lmites. Quin no aprecia, por ejem-
plo, el grandioso espectculo de una liturgia a escala mundial con
motivo de la celebracin de un congreso eucarstico?
Si esa parroquia obrera escucha todos los domingos en la misa
el anuncio del amor de Dios que todo lo quiere unir en s, y le llega
ese mensaje en su lengua nativa, segn ya se hace, y los fieles rezan
y cantan unos textos ms acomodados a su mentalidad y cultura,
dar un ejemplo excelente de unin entre sacerdotes y pueblo en la
misma alabanza de Dios. Quin duda que por este camino crecer
cada vez ms la unidad de esa parroquia y consiguientemente la uni-
dad de todo el pueblo de Dios?
No faltar quien oponga a estas consideraciones nacidas de los
resultados de estudios sociolgico-pastorales, que de cualquier modo
que se celebre, la eucarista produce en las almas la gracia y crea la
obligacin de cumplir los deberes de la caridad. La misa es siempre
celebracin vlida del sacrificio de Cristo, en el cual reside la fuerza
para unir a los hombres con Dios y entre s. No vamos a negar que
hay mucho de cierto en tales afirmaciones. Pero se olvida muy lige-
ramente que ese amor de Cristo, fundamento de la unidad, quiso
aparecer sobre la tierra en forma visible y quiere que ese amor sea
comprendido en los sacramentos tambin de forma visible. La fide-
lidad al misterio de la encarna'tfon y a la naturaleza de los sacramen-
Vivir del misterio de la unidad 183
tos obliga al sacerdote y a la comunidad de los fieles a hacer lo im-
posible para que la manera de la celebracin permita comprender
la gracia sacramental y la obligacin de caridad que de ella brota.
La celebracin eucarstica es memorial de la muerte de Cristo en
un ambiente de alegra pascual por la victoria de su amor. La misma
celebracin debe despertar la alegra por el fruto de la muerte y re-
surreccin de Cristo, por la reconciliacin con Dios y por la unidad
del nuevo pueblo de Dios. Cuanto ms logre estos fines, tanto ms
pronto comprendern los fieles y las parroquias el mandamiento ca-
pital de la caridad; llegarn a amar y a vivir ese precepto del amor
a Dios y al prjimo como un fcil y alegre deber.
VIVIR DEL MISTERIO DE LA UNIDAD
La nueva ley es ley de gracia. Dios nos manda mediante su gra-
cia. En el don va incluida la obligacin. Si, pues, el significado ori-
ginal y la gracia principal de la eucarista consisten en la caridad
y unidad de los miembros del pueblo de Dios entre s, este amor y
esta unidad sern tambin el precepto que surge inmediatamente de
la gracia eucarstica. De mltiples formas nos ha revelado Dios el
gran mandamiento del Nuevo Testamento, segn el cual la caridad es
la ley; pero aunque no lo hubiera hecho as, bastara la eucarista,
que es el centro de nuestra vida cristiana, para drnoslo a entender
claramente.
El Seor quiso promulgar este precepto de la caridad fraterna,
que era su mandamiento nuevo, de forma solemne precisamente en
el cenculo, para ponerlo en relacin con la aucarista. Como el Pa-
dre me am, os he amado yo. Permaneced en mi amor. Si cumpls
mi mandamiento, permaneceris en mi amor, igual que yo cumpl
el mandamiento de mi Padre y permanezco en su amor. ste es mi
mandamiento: que os amis unos a otros como yo os he amado. Na-
die tiene mayor amor que el que da su vida por los amigos. Vosotros
sois mis amigos si guardis mi mandamiento (Jn 15, 9-14).
El cristiano vive de la fe. Debe, pues, conformar su vida segn
la fe. En el sacramento de la fe, en el bautismo y ms profundamen-
te en la eucarista, damos nuestro s al gran don de nuestra incor-
poracin en el cuerpo mstico de Cristo. Damos nuestro s a la unidad
184
Misterio de la unidad y del amor
del pueblo de Dios. Este s, que es la respuesta de la fe en el sacra-
mento de la fe, es tambin la gran regla de nuestra vida. No puede
haber contradiccin entre lo que celebramos y lo que manifestamos
en nuestra vida. El cumplimiento del mandamiento del amor debe
ser la condicin para poder celebrar la eucarista con fruto saludable.
En el bautismo hemos sido hechos miembros del pueblo de Dios.
Somos miembros los unos de los otros. Solamente permaneciendo
en el amor, en la caridad mutua, podemos acercarnos dignamente al
altar, a la eucarista: Si al llevar tu ofrenda al altar, te acuerdas de
que tu hermano tiene algo contra ti, deja all tu ofrenda ante el altar
y ve primero a reconciliarte con tu hermano; despus, vuelve y ofre-
ce tu oblacin (Mt 5, 23s).
Permanecer fieles en el cumplimiento de la caridad fraterna es
presupuesto para celebrar dignamente, de forma agradable a Dios, la
eucarista. Es tambin el primer precepto que sin cesar nos impone
la eucarista (cf. 1 Jn 2, 7): vivir en la caridad y crecer sin descanso
en ese amor mutuo. Con razn fundaban los padres de la Iglesia la
obligacin de este precepto en el sacramento de la eucarista. San
Agustn tiene a este respecto un texto clsico. Comentando el sermn
del pan de.vida, captulo 6 del Evangelio de san Juan, dice: Los
fieles conocern el cuerpo de Cristo, si no descuidan ser ellos mis-
mos cuerpo de Cristo. Tienen que ser cuerpo de Cristo, si quieren
vivir del Espritu de Cristo... Quieres t vivir del Espritu de Cris-
to? Pues vive en el cuerpo de Cristo... Por algo al hablarnos el aps-
tol de este pan, nos dice: "Un solo pan, un solo cuerpo somos mu-
chos" (1 Cor 10, 17). Oh sacramento de amor! Oh signo de
unidad! Oh lazo de caridad! El que quiera vivir, aqu tiene de dn-
de vivir. Acerqese y crea. Djese incorporar a fin de tener vida.
No tenga miedo de soldarse al cuerpo por la trabazn de los miem-
bros. Convirtase en miembro honroso, subordinado a todo. Man-
tngase fuertemente unido al cuerpo
4
.
San Agustn sigue todava ms lejos en su comprensin sacra-
mental: los cristianos que en el bautismo y en la eucarista han ex-
perimentado drfmodo sacramental que de la unin y amor del pueblo
de Dios depende su vida, deben hacerse ellos mismos signos de uni-
dad; deben ser de algn modo una prolongacin del sacramento de
4. In Johemnis Ev. Ir. 26, n. 13, PL 35, 1612ss.
Vivir del misterio de la unidad
185
la unidad en favor de los dems. Escribe comentando la primera
carta de san Juan: Los sacramentos del bautismo y de la eucarista
estn ocultos en la Iglesia. Los gentiles no pueden ver estos sacra-
mentos, pero pueden ver vuestras obras conformes a la santidad de
esos sacramentos. Porque lo bueno que ven tiene su raz en lo que
no ven, de la misma manera que la cruz, enhiesta en lo alto a la
vista de todos, est sostenida por la parte que se hunde en la tierra
5
.
En las cartas de san Ignacio de Antioqua, el obispo mrtir que
haba sido discpulo inmediato de los apstoles, resuena siempre
como tono fundamental la exhortacin a celebrar unnimes la litur-
gia en unin con el obispo y los sacerdotes. Cuando se celebra as,
cabe esperar que los cristianos proseguirn en la vida mediante la
caridad mutua y la armona entre los hermanos la alabanza que jun-
tos entonan a Dios en la liturgia. Con tales perspectivas escribe Ig-
nacio Antioqueno: Todos juntos en fraterna armona, uniendo
voces y corazones, habis de formar un solo coro para alabanza de
Dios. Unsonos en vuestra armona, haced de vuestra unidad la nota
tnica y cantad a una voz al Padre por medio de Jesucristo. As os
escuchar y conocer por vuestras obras buenas que sois meloda
de su propio Hijo. Es justo que os mantengis unidos en fraternidad
irreprochable, a fin de que as en todo momento os hagis partcipes
de Dios
6
.
En la celebracin de la eucarista nos repite el Seor incansable-
mente que hasta su segunda venida, la unidad del pueblo de Dios,
la alabanza unnime y agradable a Dios, debe basarse en su muerte
expiatoria por vosotros. Cristo ha pagado el precio de nuestra uni-
dad. Si por la eucarista proclamamos su muerte salvfica, recibiendo
la gracia de la unidad como fruto de su redencin, hemos de decir
un s a la forma de pago. No puede haber unidad entre los cristia-
nos, unidad en la familia de Dios, sin sacrificio, sin negacin de
nosotros mismos. En la celebracin de la eucarista entra siempre el
rito del lavatorio de los pies, es decir, la disponibilidad para servir
humildemente a los otros.
Esta abnegacin debe comenzar ya en el mismo rito de la cele-
bracin. Todos hemos de estar dispuestos a renunciar a parte de
5. In epist. Johannis Ir. 8, n. 5, PL 35, 2038-39.
t. Ai Ephesios 4, 2; cf. D. Ruiz BUENO, Padres apostlicos, BAC, Madrid
1950, p. 450.
I8fi Misterio de la unidad y del amor
nuestros propios gustos, si queremos que la eucarista sea realmente
signo visible de unidad y exhortacin a crear esa unidad en el pueblo
de Dios.
Danos, Seor, que celebremos la santsima eucarista como signo
de unidad y de caridad; haz que celebrando dignamente ese misterio
nos animemos a cumplir en nuestra vida el gran mandamiento tuyo.
Por Cristo, nuestro Seor, que contigo vive y reina en la unidad del
Espritu Santo, Dios por todos los siglos de los siglos. Amn.
B ANQUETE SACRIFICIAL Y PRESENCIA AMOROSA
De manera que cuando os reuns en comunidad, ya no es para
comer la cena del Seor.
Ya os he transmitido la tradicin recibida del Seor: que el
Seor Jess, en la noche en que haba de ser traicionado, tom
pan, lo parti despus de rezar la accin de gracias, y dijo as:
ste es mi cuerpo por vosotros. Haced esto en recuerdo mo.
Igualmente, despus de la comida, tom el cliz y pronunci
estas palabras: Este cliz es la nueva alianza en mi sangre. Haced
esto, cuantas veces lo bebis, en recuerdo mo. Pues cuantas ve-
ces comis este pan y bebis el cliz, debis anunciar la muerte
del Seor, hasta que l vuelva (1 Cor 11, 20-26).
Todos los sacramentos significan y producen la comunidad de
vida y de amor con Cristo, el crucificado y resucitado. Todos nos
hacen retroceder hacia su muerte, pero simultneamente nos hacen
avanzar hacia su segunda venida. Todos nos permiten sentir la pre-
sencia del Seor glorificado. Los sacramentos son las fuerzas salv-
ficas que operan entre el intermedio que corre de la primera a la se-
gunda venida de Cristo.
Los sacramentos llenan toda nuestra existencia con la fuerza de la
muerte de Cristo, con la victoria de su resurreccin y con la alegre
expectacin de su segunda venida.
Este carcter de los sacramentos como fuerzas que operan dentro
de la historia de la salvacin recibe en la santsima eucarista su ms
alta eficacia. Por eso es preciso considerar el banquete eucarstico y
188 Banquete sacrificial y presencia amorosa
la presencia amorosa de Cristo en el sacramento del altar desde esta
perspectiva de la historia de la salvacin.
El santsimo sacramento del altar es:
memorial de la pasin de Cristo,
presencia oculta del resucitado (glorificacin inicial de nues-
tra existencia),
expectacin del Seor que ha de volver (como juez y re-
dentor).
MEMORIAL DE LA PASIN DE CRISTO
En la crnica de Mosbach (Badn) se lee una historia sumamen-
te maravillosa, de cuya veracidad, sin embargo, sale garante el p-
rroco con su sello y firma, dejando constancia en los asientos del
libro de difuntos. Sucedi en el siglo pasado: Un nio de buena
familia no haba hecho suficientes progresos en el catecismo previo
a la primera comunin. Aun sintindolo mucho, tuvo el prroco que
tomar la decisin de comunicar al padre del muchacho que su hijo
tendra que quedar para el ao siguiente. Una noche, prximo ya el
domingo in albis, fecha habitual de la primera comunin en las pa-
rroquias alemanas, se encontraba el prroco en su lecho sin poder
conciliar el sueo. El reloj daba las dos cuando oy que alguien se
acercaba a la casa rectoral. Aguard un rato pensando que venan
a llamarle para atender a un agonizante. Cuando de pronto, sin haber
tocado la campanilla ni llamado a la puerta, vio delante de s al pa-
dre de aquel muchacho no admitido a la primera comunin. Sinti
ganas de reprochar a tan inoportuno husped su descortesa, pero se
contuvo al observar la tristeza y turbacin de su rostro. Seor cura,
le dijo aquel hombre humildemente, tengo un gran favor que pedirle:
deje que tambin mi hijo reciba ahora la primera comunin. Ser
la nica ocasin que tendr de recibirla. A la maana siguiente,
cuando se diriga el prroco hacia la^glesia, oy que el sacristn
estaba tocando a muertos. Quin ha muerto? Nadie me ha avisado
que hubiera algn enfermo. Aquella noche a las dos haba muerto
el cristiano padre de aquel nio. Su ltimo deseo en vida y su pri-
mera peticin despus de muerto haba sido la primera comunin
Memorial de la pasin 189
de su hijo, cuya dbil constitucin retrasaba la fecha del da ms fe-
liz de su vida. A fuerza de paciencia, todava logr el prroco pre-
pararle a la comunin de aquel ao. Yfue una suerte: aquel mismo
ao segua el nio a su padre rumbo a la eternidad.
El gran anhelo de Cristo durante su vida terrena fue la eucaris-
ta. Es su testamento para nosotros. Todo su afn estaba puesto en
aquella hora: Qu ansias de comer esta pascua con vosotros!
(Le 22, 15). Con bautismo de sangre tengo que ser bautizado, y
cmo ansia mi alma que se cumpla (Le 12, 50). La muerte en cruz,
el bautismo de sangre de su amor y la institucin de la eucarista
como recuerdo perenne fueron la meta provisional de la vida terrena
de Jess. Entregado a la pasin y muerte por nosotros, nos dio la
eucarista como su testamento. El banquete eucarstico fue el ltimo
anhelo del Seor antes de su inmolacin y sigue siendo su anhelo en
el cielo. El resucitado y glorificado celebra aqu con nosotros el me-
morial de su pasin, la cual de esta forma se convierte para nosotros
en un hecho actual de la historia de nuestra salvacin.
Todas las palabras y acciones de un hombre se explican mejor
de conjunto y reciben un significado ms hondo cuando las exami-
namos a la luz de su ltimo afn, del mvil fundamental de toda
su vida. Meditemos, pues, todas las palabras y acciones de Cristo
partiendo.de este anhelo final, manifestado en su testamento, cuando
su amor llena toda medida: Habiendo amado a los suyos, los am
hasta el extremo (Jn 13, 1). En el sacrificio de la cruz y en su ac-
tualizacin en la eucarista, se compendia toda la obra redentora de
Cristo.
Un padre querido, una madre amada, siguen siendo, despus de
su partida a vida mejor, presencia permanente y sentida en la fami-
lia por todo lo que han hecho y no solamente por las ltimas pala-
bras de despedida en el lecho de muerte. Qu no diremos de Cristo,
de lo que significa su presencia para la familia de los redimidos?
Por su testamento sigue siendo l prenda de su amor inmolado por
nosotros. l quiere seguir viviendo muy cerca de nosotros, a fin de
recordarnos a cada uno en todo tiempo: Mi amor, pronto a la
muerte para salvarte, es tambin para ti. La finalidad de la piedad
eucarstica es ensear a comprender mejor y ms agradecidamente
ese lenguaje de amor, esa santa y santificadora cercana de aquel
que por nosotros muri. La eucarista es celebracin memorial de la
190 Banquete sacrificial y presencia amorosa
muerte de Cristo. El Seor quiere mantener vivo en nosotros el re-
cuerdo agradecido de su amor. Para eso vive a nuestro lado. Para
suscitar en nuestro corazn la respuesta a su amor.
Cristo, que nos mereci con su muerte la vida de la gracia, quie-
re vivir l mismo en nosotros. Como el Padre me am, as os he
amado yo (Jn 15, 9). El Padre se dio todo al Hijo en su amor eter-
no. Todo lo que el Padre es en poder, sabidura, felicidad, lo ha
expresado amorosamente en su Verbo. ste, por su parte, lo devuel-
ve todo al Padre en el Espritu Santo. Amor eterno, donacin rec-
proca de amor entre el Padre y el Hijo, que tiene su ms perfecta,
reproduccin en la entrega de Cristo en la cruz. E igualmente en l
entrega que Cristo nos hace de s mismo en el sacramento del altar.
La eucarista es la presencia eficaz de este amor incomprensible que
Cristo ha mostrado por nosotros. Cada vez que recibimos el cuerpo
y la sangre del Seor, nos recuerda el Seor de forma singularsima
su palabra: Nadie tiene amor ms grande que el que da la vida por
sus amigos (Jn 15, 13).
De esta forma, en la eucarista llega a nosotros por maravilloso
cauce el amor del crucificado. Cristo nos ama con un amor directo,
personal. Como si estuviramos con l en el cenculo; como si nos
hallramos con Mara y Juan al pie de la cruz. La muerte redentora
de Cristo se actualiza para ti y para m, para esta comunidad que
celebra la eucarista y recibe la comunin. El mismo amor que se
ofreci por nosotros en la cruz, est aqu operando eficazmente en
nuestro favor. El mismo enamorado se nos entrega aqu.
Ms an: cuando celebramos debidamente el sacrificio de Cristo
y nos abrimos del todo a su amor actualsimo, su amor se torna en
nosotros y por medio de nosotros un acontecimiento de importancia
redentora para nuestro mundo. Cumpliendo el mandamiento del
amor mutuo, promulgado por Cristo en la hora solemne en que nos
daba la muestra ms grande de su amor, amndonos unos a otros
con el mismo amor con que l quiso amarnos (Jn 15, 12), perma-
neceremos en su amor, como permanece l en el amor del Padre
(Jn 15, 10). Podemos decir que de alguna manera es l mismo quien
por medio de nosotros ama al prjimo, que es su amor el que ama
a aquellos hombres entre los que convivimos, ya que siendo nuestra
caridad copia de su caridad hacia los hombres, pueden nuestros pr-
jimos descubrir en ella la imagen del amor de Cristo.
Presencia oculta del resucitado 191
La eucarista fue el gran anhelo del Seor al que la muerte iba
a separar de nosotros; es el testamento de su amor que nos une con
su muerte redentora. l mismo nos ha expresado el fin que se pro-
pona al dejarnos este legado: Permaneced en mi amor (Jn 15,
10). Amaos unos a otros como yo os he amado (Jn 15, 12). El
Seor no espera solamente despertar en nuestros corazones el amor
con que responder a su amor, sino que quiere prolongar en nosotros
su mismo amor. Sin embargo, por nuestra parte hemos de responder
inmediatamente a su amor con el nuestro. De lo contrario, el amor
de Cristo ofrecido por nosotros no sera acontecimiento saludable ni
para nosotros ni para los dems. Perenne gratitud es la respuesta
ms inmediata y espontnea a la celebracin del memorial de tan
grande amor.
En nuestra arriesgada fuga a travs de los campos de nieve des-
pus del cerco del Don (enero de 1943), observ varias veces cmo
un voluntarioso ruso se ocupaba de un viejo soldado alemn del des-
tacamento de ferrocarriles: con la mayor naturalidad y calma le
prestaba en todo momento sus servicios. A ratos le llevaba literal-
mente bajo el brazo. Al fin, vi cmo le reclin sobre un montn de
paja y se qued junto a l. Le pregunt: Por qu razn te muestras
tan solcito con este camarada alemn? Yel joven ruso me replic:
Bien s que me cuesta la libertad y hasta la vida, si caigo en manos
del ejrcito rojo. Pero este hombre era mi maestro y fue siempre para
m un padre. Podra abandonarle ahora?
Cmo debiera encender nuestros corazones en el amor de Cristo
la celebracin da tras da del recuerdo de su muerte redentora! Yesa
gratitud debiera revertir sobre nuestro prjimo, pues cada vez que
nos encontramos con un hermano encontramos a Cristo, el cual nos
dice: Me amas? Ahora, en este hermano, quizs el ms pobre e
insignificante, puedes amarme a m. Muestra para con l la eficacia
que mi amor tiene en ti.
PRESENCIA OCULTA DEL RESUCITADO
Desde los tiempos apostlicos, es el domingo el da preferido
para la celebracin de la eucarista. El domingo es tambin el da
en que celebramos la resurreccin del Seor. En el sacrificio y en el
192 Banquete sacrificial y presencia amorosa
sacramento del altar actualiza as el resucitado el recuerdo de su pa-
sin. El sacrificio de la misa nos asocia a la liturgia del cielo, pues
nos une con Cristo, el cual, sentado a la diestra del Padre en el trono
de su gloria, ofrece al Padre todo honor y alabanza. Sus cinco heri-
das gloriosas son recuerdo perenne de su oblacin sangrienta para
adoracin del Dios santsimo. El resucitado sigue siendo por los
siglos mediador de la nueva y eterna alianza. Su oblacin implora la
gracia ms alto que la sangre de Abel poda exigir venganza (Heb
12, 24). En el sacrificio de la misa es Cristo mismo quien nos con-
duce a la ciudad del Dios vivo, a los bienaventurados coros de los
ngeles, a la festiva asamblea de los primognitos cuyos nombres
estn inscritos en los cielos (Heb 12, 22s). El cordero que se inmola *
por nosotros en el altar, es el mismo cordero que est ante el trono
de Dios (cf. Ap 14, 1; 22, 1.3; 7, 10.14).
Al celebrar la Iglesia durante esta peregrinacin el recuerdo de la
muerte de su esposo celestial, se reconoce ser una misma cosa con
la Jerusaln celestial. La desposada con Cristo, la esposa del cor-
dero (Ap 21, 9), resplandece ya en la gloria de Dios (Ap 21, 10).
En la celebracin eucarstica la adorna el resucitado para el da de
la consumacin. Su luz es el cordero (Ap 21, 24). El culto que
ofrecemos a Cristo en el sacramento del altar no es, con toda su
esplendente magnificencia, sino un plido reflejo de la gloria que
su gracia confiere a la Iglesia y a cada uno de sus miembros. El resu-
citado prepara ya de antemano la gloria que habr de resplandecer
el da de nuestra resurreccin.
Por la fe, la eucarista nos permite disfrutar ya como realidad
iniciada lo que el bautismo nos haba dado en germen. A noso-
tros que estbamos muertos a causa de nuestros pecados, nos ha
conducido Dios juntamente con Cristo a la vida. En Cristo Jess he-
mos sido resucitados y se nos ha asignado un lugar con l en los
cielos (Ef 2, 5s). El Kyrios, el Seor glorificado, permanece en me-
dio de nosotros en la santsima eucarista ofrecindose por nosotros
como sacrificio de alabanza al Padre. Ahora sabemos qu quiere
decir: nos ha sido asignado un lugar con l en los cielos. Estamos
ya celebrando junto con l y con todos sus ngeles y santos la li-
turgia celestial. Nuestra patria (nuestra ciudadana) est en los
cielos. De all esperamos la venida de nuestro redentor, el Seor
Jesucristo (Flp 3, 20). En la eucarista prepara el Seor la trans-
Presencia oculta del resucitado 193
formacin de nuestro cuerpo mortal en un cuerpo revestido de su
misma gloria (cf. Flp 3, 21).
En la celebracin eucarstica nos asegura el resucitado que mien-
tras permanecemos unidos con l, todos nuestros sufrimientos y lu-
chas de la vida equivalen a una participacin en su victoria. El alma
creyente escucha incesantemente la promesa hecha por Cristo en el
discurso eucarstico: sta es la voluntad del que me ha enviado:
que no pierda nada de lo que me confi, sino que lo resucite en el
ltimo da (Jn 6, 39). Yo soy el pan de vida bajado del cielo.
Todo el que come este pan tendr vida eterna (Jn 6, 51). De igual
forma que yo, enviado por el Padre, tengo la vida por l, que es la
vida misma, tambin el que me come tendr la vida por m... Quien
come este pan vivir eternamente (Jn 6, 57s). Para el pueblo, in-
cluso para muchos de sus propios discpulos, resultaron estas pala-
bras ininteligibles y hasta escandalosas. Por eso el Seor, refirindose
a su glorificacin, aadi: Qu dirais si vierais al Hijo del hom-
bre subir al lugar donde estaba anteriormente? (Jn 6, 62).
El resucitado, en el pan celestial que da la vida, nos otorga una
prenda segura de la futura resurreccin, y al mismo tiempo nos in-
funde la confianza victoriosa de que en todas las dificultades y peli-
gros que se opongan a nuestra salvacin resistiremos y triunfaremos.
Podemos confiar incluso que, viviendo el resucitado en nosotros, ha-
remos de nuestra vida un testimonio y un signo eficaz de su victoria.
Por medio de la eucarista tambin su resurreccin debe ser en no-
sotros y por medio de nosotros un acontecimiento salvfico en favor
de nuestro prjimo.
Nadie puede sucumbir a un derrotismo tanto en la pastoral como
en la propia vida espiritual. Significara una lamentable y peligrosa
contradiccin del nimo con que se debe celebrar la eucarista, e ira
contra el entusiasmo que esa celebracin esencialmente provoca en
el alma como decisin por el Kyrios, por el Seor glorificado. Si
vaciados totalmente de nosotros mismos nos entregamos completa-
mente al. resucitado y vivimos unidos ntimamente con l, hemos de
sentirnos llenos de la misma confianza del apstol: Todo lo puedo
en el que me conforta (Flp 4, 13). Tan gran confianza tenemos
delante de Dios por medio de Cristo Jess. No es que nosotros mis-
mos nos sintamos por nuestras solas fuerzas capaces de algo. Todo
nuestro poder viene de Dios (2 Cor 3, 4s).
194 Banquete Sacrificial y presencia amorosa
Mediante la celebracin creyente de la eucarista, mediante la
unin con Cristo glorificado, crece y se purifica cada vez ms nues-
tra confianza: puedo y debo ser santo; podemos transformar el
mundo.
La tentacin del derrotismo que hace decir: Todo nuestro es-
fuerzo no aprovecha para nada: todo seguir como antes, con fre-
cuencia surge peligrosamente en dos fases distintas de la vida sacer-
dotal: en la poca del impulso juvenil y cuando empiezan a fallar
las energas fsicas. En el primer caso, el joven sacerdote, lleno de
entusiasmo inexperto, conducido por mpetu apostlico y no libre
de un falso exceso de confianza en sus fuerzas, piensa: Nosotros,
los jvenes, podemos mejorar todo este estado de cosas. Al cabo
de algn tiempo tal vez advierte que su optimismo estaba cimentado
en bases muy dbiles. Y esto puede ser providencial para l. Si pu-
rifica su fe y su confianza mediante l celebracin de la eucarista,
ver que es hora de poner en Dios toda la confianza, pues se con-
vencer de que por las propias fuerzas no podr ir ms all que las
pasadas generaciones. La segunda poca propicia al derrotismo se
presenta cuando comienza a notarse el peso del cuerpo y se sienten
los fracasos ms agudamente que antes. Si a esto se aade la falta
de gratitud de parte de aquellos en cuyo bien se trabaja, el malestar
subir dolorosamente de tono: Todo nuestro esfuerzo es intil. Tra-
bajamos en vano. Es preciso que entonces el sacerdote haga por
condensar toda su fe en el grito confiado de cada maana, al acer-
carse al altar, al Dios que es la fuerza y alegra de mi juventud, al
Seor glorificado que nos hace participar de su fuerza invencible.
Tambin el cristiano en el mundo ha de armarse contra pareci-
das tentaciones en su vida espiritual y sobre todo en trabajos de
apostolado por el reino de Cristo. Pocos se libran de hecho de tales
tentaciones.
La victoria de la resurreccin ser en nosotros y por medio de
nosotros un signo de trascendencia histrico-salvfica si en medio
de los fracasos y en poca de cansancio no perdemos nuestra con-
fianza en el Seor, sino que nos decidimos a comenzar la edificacin
basndonos nicamente en l.
EN ESPERA DE LA VUELTA DEL REDENTOR
En ningn relato bblico de la institucin de la eucarista falta
la alusin escatolgica: Ya no volver a beber del fruto de la vid
hasta el da en que beba con vosotros el vino nuevo en el reino de
mi Padre (Mt 26, 29; Me 14, 25). No beber ya ms del fruto
de la vid, hasta que venga el reino de Dios (Le 22, 18).
En el banquete eucarstico es el vino smbolo de la fuerza y ale-
gra que el Seor quiere concedernos por su medio. La comida eu-
carstica es igualmente prenda y promesa de la consumacin futura.
Pablo dice lo mismo que los evangelistas cuando despus de relatar
la institucin, aade: Cuantas veces comis este pan y bebis este
cliz, anunciaris la muerte del Seor, hasta que l vuelva (1 Cor
11, 26).
La celebracin de la eucarista no solamente ha de mantener
despierto nuestro recuerdo de la pasin y muerte de Cristo, sino tam-
bin ahora oculto entre nosotros. Como en los primeros tiempos de
la Iglesia, la celebracin eucarstica quiere despertar en nosotros la
plegaria anhelante: maran atha!, Ven, Seor! (1 Cor 16, 22).
El Espritu y la esposa dicen a una voz: Ven! El que escucha diga
asimismo: Ven!... El que da este testimonio dice: S, en seguida
voy. Amn, ven, Seor Jess (Ap 22, 17.20). Es el mismo Seor
resucitado, que mora entre nosotros oculto bajo la figura de pan y
vino, el que nos asegura que un da todo lo perfeccionar en su glo-
ria. Cmo es posible sustraerse a la invitacin de la esposa de Cristo,
a la voz de la Iglesia que nos insta a gritar tambin: Ven, Seor
Jess!
En la eucarista comienza ya de manera invisible, pero real, la
transformacin de la existencia terrena. La eucarista elige el pan y
el vino como representacin de todos los dones terrenos que sacri-
ficamos a Dios. As nos asegura y manifiesta que el nuevo cielo y la
nueva tierra (Ap 21, 1) estn ya apareciendo sobre la tierra. La
eucarista renueva sin cesar en nosotros la conciencia de nuestra vo-
cacin a escala mundial, nos hace cada vez ms conscientes de nues-
tra misin y de nuestros deberes en el mundo. Cristo resucitado, el
Seor que ha de volver, hizo valer su sacrificio para todo el universo,
pues liber a todas las cosas creadas de la maldicin del pecado.
1 % Banquete sacrificial y presencia amorosa
No habla san Pablo de una espera ansiosa de toda la creacin sus-
pirando por la revelacin de la libertad de los hijos de Dios? (Rom
8, 19).
Esta espera del da del Seor, este estar preparados para su vuel-
ta, nos libra de la sujecin desesperante a la caducidad del momento
presente. Pero esta actitud escatolgica es todo lo contrario de una
justificacin de la falta de inters por los rdenes terrenos y por el
mundo en general. Aunque por el sacrificio de Cristo el mundo que-
d fundamentalmente redimido, tenemos, sin embargo, el deber de
trabajar con paciencia y constancia en la cristianizacin de nuestro
ambiente. El Seor nos ha concedido los talentos para que en este
tiempo intermedio los hagamos fructificar. Hemos de cambiar el
mundo pero no a la fuerza o violentamente, como si la consumacin
o perfeccin final, cuando todas las cosas estarn nuevamente some-
tidas al Creador, pudiera ser provocada o acelerada con nuestro es-
fuerzo nicamente. La cristianizacin del mundo en torno exige de
nosotros cumplir con fidelidad y con calma el encargo del Seor y
esperar la vuelta del Seor que llevar todo a su trmino.
En la eucarista se muestra Cristo como el fiel. La obra comen-
zada en el bautismo, profundizada en la confirmacin, ser llevada
a plenitud por el mismo Seor, presente entre nosotros para darnos
la fuerza de vivir una vida verdaderamente cristiana. Esta fidelidad
del Seor en llevar adelante su obra es una seguridad de que un da
todas las cosas tendrn en l su consumada perfeccin.
Si en la eucarista nos entregamos a Cristo, al fiel, su misma fide-
lidad se convertir en nosotros y por medio de nosotros en un acon-
tecimiento salvfico. Vivimos de su fidelidad. El Seor, que mara-
villosamente llevar un da todo a su plenitud, nos conserva fieles y
nos hace testigos de su venida, signos de su fidelidad, instrumentos
fieles de su redencin, portadores de la dichosa libertad de los hijos
de Dios para la misma creacin material.
Seor! T nos envuelves en los santsimos misterios del sacra-
mento del altar con la fuerza de tu muerte y de tu resurreccin. Con-
cdenos, benigno, honrar en todo tiempo este sacramento de modo
que su celebracin transforme nuestra vida.
EUCARIST A Y VIRG INIDAD
En cuanto al celibato, no he recibido instrucciones del Seor.
Pero dar mi opinin como de quien por misericordia de Dios
ha recibido la gracia de ser fiel. Creo, pues, que en razn de las
calamidades presentes se es el estado que conviene; s, se es el
estado que conviene a cada uno, el que cada uno tiene. Si ests
ligado a mujer, no busques verte libre. Si no ests ligado a mujer,
no busques mujer. Sin embargo, si quieres casarte, ningn pe-
cado hay en ello. Y si una virgen quiere casarse, tampoco peca.
Pero los que se casan tendrn que padecer tribulacin en su cuer-
po y bien quisiera yo evitrsela.
Esto es lo que quiero decir, hermanos: el tiempo en que vi-
vimos no durar mucho. Mientras dura, los casados vivan como
si estuvieran libres; los que lloran, como si no llorasen; los que
se alegran, como si no se alegrasen; y los que compran, como si
nada poseyesen; y los que usan de las riquezas del mundo, como
si no usasen de verdad. Que toda la apariencia del mundo es poco
duradera.
Yo quisiera que estuvieseis libres de angustiosas preocupacio-
nes. El no casado se preocupa de las cosas del Seor; su nico
afn es agradar al Seor. El casado, en cambio, se preocupa de
las cosas del mundo, de cmo dar gusto a su mujer; su alma est
dividida. La minr soltera, y la virgen, piensan nicamente en las
cosas del Seor: su afn es vivir su consagracin al Seor en alma
y cuerpo. La casada, en cambio, piensa en las cosas del mundo,
en cmo dar gusto a su marido.
198 Eucarista y virginidad
Al deciros esto, no tengo en vista ms que vuestro propio in-
ters. No quisiera poneros una ocasin de tropiezo. Quiero hace-
ros tender hacia lo ms noble para que siempre y con entera li-
bertad podis servir al Seor (1 Cor 7, 25-35).
La santsima eucarista es el gran mysterium jidei, el misterio de
la fe que derrama su claro esplendor sobre todos los misterios
de nuestra religin. La eucarista es el punto central de la Iglesia, de
su culto y del sacerdocio neotestamentario. Es, pues, necesario es-
tudiar un misterio tan grande como el de la virginidad en ntima
conexin con la eucarista. Siguiendo a los santos padres, tambin
hemos considerado los sacramentos como la plenitud de la nueva
ley promulgada sobre el monte de las bienaventuranzas, en el Gl-
gota, en el cenculo y el da de pentecosts. Sera peligroso preten-
der aclarar el sentido cristiano de la virginidad sin relacionar este
misterio con el misterio eucarstico.
Al hablar de virginidad, pensamos en su perfecta realizacin en
Cristo y Mara. Pero tenemos tambin presentes a todos aquellos
que por el reino de los cielos han escogido el celibato y que se
esfuerzan noblemente en vivirlo aun cuando slo paso a paso se acer-
quen a aquellos ideales. Tambin la viudez cristiana tiene aqu su
lugar. Son nuevamente los santos padres quienes nos han enseado
que mediante un amor total a Cristo puede la mujer viuda recobrar
de alguna manera la integridad virginal de su corazn.
LA EUCARISTA, FUENTE Y ESCUELA DE CASTIDAD VIRGINAL
La virginidad tiene su ms honda fuente y su fuerza ms pura en
la santsima eucarista, en la experiencia de la presencia del Seor
en el sacramento del altar, en la alegre celebracin del santo sacrifi-
cio y sobre todo en la humilde recepcin del trigo de los elegidos y
del vino que hace germinar las vrgenes (Zac 9, 17, Vulgata). Toda
alma virgen comprende el sentido profundo de aquellas palabras que
la Iglesia pone en labios de la virgen fuerte santa Ins: Amndole
conservo mi castidad, tocndole permanezco pura; recibindole me
mantengo virgen.
La eucarista es escuela de reverencia y generosidad, los dos pi-
Amor en la eucarista y en la virginidad
199
lares bsicos de la castidad en general y de la castidad virginal muy
particularmente.
La voluntad virginal, el propsito de permanecer eternamente
sellado a fin de poner este misterio incorrupto en las manos de Je-
ss
1
es una oblacin de s mismo por el reino de los cielos, que
no tiene sentido si es posible realizar sino a la luz del respeto ante
el misterio del cuerpo. Y en ninguna parte mejor que en el culto
eucarstico se aprende este santo respeto que tiene ya un fundamento
en el bautismo. En la eucarista, efectivamente, aprendemos a honrar
a Cristo, a toda su persona, con su alma y espritu, a travs del
culto a su cuerpo. Solamente el cristiano que ha encontrado en el cul-
to eucarstico su centro y que ha marcado su vida con un sello de
eucarista, comprender la hondura de la consagracin virginal y ex-
perimentalmente llegar a darse cuenta de que en la virtud cristiana
de la castidad entran en juego otras categoras superiores a las pu-
ramente ticas de la templanza y moderacin. Aqu se busca sobre
todo ser santo para el Seor en cuerpo y espritu (1 Cor 7, 34).
El culto eucarstico y la virginidad cristiana ponen alma y cuerpo
bajo el brillo radiante de lo santo.
En segundo lugar, la eucarista nos ensea a estar en guardia
contra un gran peligro para la virtud de la castidad: el apetito egos-
ta, que amenaza destruir las murallas del respeto a s mismo y de la
templanza. En la virginidad se ve ms claramente que en cualquier
otra forma de la castidad que sta es ante todo entrega desinteresada
de s mismo. Por eso la virginidad es una leccin y un estmulo efi-
caz para todos los que luchan por la castidad. La virginidad es don
y gracia del Seor que se entrega desinteresadamente por nosotros,
que se entrega en particular al cristiano abierto al don de la eucaris-
ta y que ordena su vida segn esta ley de amor.
AMOR ENTERO EN LA EUCARISTA Y EN LA VIRGINIDAD
Habiendo amado a los suyos, los am hasta el lmite (Jn 13,
1). Con la muerte de cruz y con la institucin de la eucarista lleg
el Seor al lmite extremo de su amor. La presencia amorosa de
1. DIETRICH VON HILDEBRAND, Reinheit und Jungfraulichkeit, Munich 1928,
p. 199.
2(M) Eucarista y virginidad
Cristo en el santsimo sacramento del altar habla claramente del
amor ms total a la esposa, la santa Iglesia. Yen la comunin dice
el Seor personalmente a toda alma que le recibe: Ahora soy com-
pletamente tuyo.
La Iglesia responde a este don total del amor de su esposo con
una respuesta amorosa que es el culto eucarstico, en el cual ella es
toda ojos y odos para su esposo divino. En ntima conexin con el
culto eucarstico tambin la virginidad, el estado de consagracin
virginal, como signo esencial del nuevo pueblo de Dios, constituye
una respuesta manifiesta y fcilmente comprensible del amor de la
Iglesia al amor total del Seor. No quiere decir esto que sean sola-
mente las personas vrgenes las que aman en la Iglesia; pero s es
cierto que gracias sobre todo al estado virginal sigue proclamando
la Iglesia que en la vida cristiana lo importante es un amor indiviso
a Cristo y que este amor logra en ella viva realidad.
La virginidad cristiana tomada en su ms honda esencia no con-
siste en la pura renuncia o en la necesidad de servir ms desemba-
razadamente un ideal alto. La virginidad es, por encima de todo, una
forma especial y perfectsima de vivir inmediata y totalmente para
el amor de Dios. Solamente por este servicio de amor se justifica la
renuncia al matrimonio y tiene esta renuncia grande valor. Natural-
mente, despus este amor virginal se muestra extraordinariamente
fecundo en la consagracin total al servicio del reino de Dios.
La virginidad no se comprende sino partiendo de una vocacin
particular, es decir, de un amor particular de Cristo a un hombre al
que le hace comprender que debe seguirle con un amor virginal. El
mismo Cristo da a entender al elegido que le quiere totalmente para
l, libre de las preocupaciones terrenas que dividen el corazn
(cf. 1 Cor 7, 34 y 7, 32). Cristo pide a este hombre*que le ame de
una manera tan inmediata, tan humanamente clida como la del es-
poso que se entrega a su mujer o de la mujer a su esposo. El amor
virginal no solamente piensa en lo que es del Seor, en cmo dar
gusto al Seor (1 Cor 7, 32), sino que adems, con un amor cua-
litativamente tan exclusivo, tan ntimo, tan fuerte como el de la es-
posa, piensa en lo que es del esposo, en cmo dar gusto al espo-
so (1 Cor 7, 33 ss). El amor conyugal es, en virtud del sacramen-
to, imagen del amor de Cristo que alimenta y cuida a su Iglesia con
su propia carne y sangre, de igual manera que el casado alimente!
Amor en la eucarista y en la virginidad 201
y cuida a su mujer como a su propia carne y sangre (Ef 5, 29ss).
Todo el amor de las personas vrgenes a Cristo es la respuesta in-
mediata a su amor eucarstico.
La fuerza para renunciar a una cosa tan noble y santa como es
el amor humano entre el hombre y la mujer en el matrimonio nos
viene del sacrificio de Cristo en la cruz, que la eucarista pone con-
tinuamente ante nuestros ojos. Por eso el clima en que ese amor
virginal ha de crecer y prosperar pujante no puede ser otro sino la
proximidad del esposo divino en el sacramento del amor. Es el
Emmanuel, Cristo viviendo a nuestro mismo lado, el que suscita y
mantiene despierto y vigilante nuestro amor virginal. Y donde est
ms cerca el Seor de nosotros es en el sacramento del altar. Para
que la virginidad lograse toda su autenticidad y su pleno valor era
necesario el calor del cristianismo. La virginidad comenz verdade-
ramente con la Virgen Mara, la cual vivi como ninguna otra cria-
tura de la cercana de Cristo. En ella se realiza en la ms sublime
plenitud el ideal del amor esponsal de la Iglesia hacia Cristo como
respuesta a su amor indeciblemente cercano.
As pues, la virginidad no es una forma cualquiera de estar libre
para Dios: es un estar libre para el amor entero a Dios mediante
un saberse cogido por Cristo. De esta forma la eucarista viene a
expresar de modo palmario que as como el Padre nos concedi en
Cristo todos los dones de su amor, nosotros hemos de ofrecer al
Padre el homenaje de nuestro servicio y de nuestras ofrendas por
medio de Cristo y en unin con Cristo. La eucarista nos recuerda
continuamente el gran misterio: Como el Padre me am, os amo
yo a vosotros (Jn 15, 9). La virginidad no es sino un permanecer
totalmente en su amor.
En los dos pasajes clsicos de la Escritura sobre la virginidad
est perfectamente explicado que la virginidad no puede compren-
derse a la luz de una concepcin abstracta de Dios, sino cara al
Dios vivo que en Cristo ha mostrado su amor viniendo hasta noso-
tros. Pablo recomienda el estado clibe basndose en que la virgen,
al conservar todo su corazn para el Seor, no se preocupar sino
de las cosas del Seor, de cmo agradar al Seor (el trmino grie-
go de Seor es Kyrios y es trmino para designar a Cristo glorifica-
do: 1 Cor 7, 32ss). En el fondo, Pablo est diciendo lo mismo que
el divino Maestro cuando ensalzaba la renuncia al matrimonio por el
202 Eucarista y virginidad
reino de los cielos (Mt 19, 12). Qu otra cosa es el reino de los
cielos sino el imperio salvfico de Dios manifestado entre nosotros
por la venida de Cristo?
La virginidad es todo lo contrario de un puro sucedneo con
que llenar un vaco doloroso impuesto por una renuncia forzada al
matrimonio. En su forma ms pura y autntica, la virginidad apa-
rece sobre todo cuando un hombre se siente dominado por el amor
de Cristo y toma la resolucin de conservarse ntegro para respon-
der a ese amor y crecer cada vez ms en l. Nos lo dice el mismo
divino Maestro cuando establece tan neta distincin entre la virgi-
nidad por el reino de los cielos y la renuncia forzada al matrimo-
nio por mutilacin o por incapacidad natural. Es cierto que a esta
meta se puede llegar tambin dando un rodeo. Es posible, por
tanto, que al principio fuera una renuncia dolorosa y obligada al
matrimonio, sea por imposibilidad natural, o por no encontrar el
consorte adecuado, o porque una valiente conciencia cristiana im-
peda comprar el amor a costa de la vergenza, sea tambin porque
la atencin a los padres necesitados pudo ms que una fuerte in-
clinacin hacia el matrimonio. La soltera se vivir al principio
como una prdida, como una renuncia dolorosa. Pero cuando esta
renuncia se convierta en sacrificio que nace de un corazn puro y
animado de autntico amor de Dios, cuando deje de ser una situa-
cin aceptada slo a medias, con el gesto resignado del "y qu re-
medio queda", para pasar al s decidido a la cruz del seguimiento
de Cristo, entonces tambin aquel principio humilde ser la base de
una autntica vocacin. Comenz por camino de dolor; le faltar
la plenitud primaveral de otras consagraciones; pero ser tambin
camino de Dios y que quiz conduce ms hondamente al misterio
de la vida nueva que es siempre vida de cruS
2
. Nada mejor que
la piedad eucarstica, que la celebracin de la muerte de Cristo
hasta que vuelva, para recorrer este camino que termina en la
aceptacin de la virginidad por el reino de los cielos. Ante el
misterio de renuncia y glorificacin de Cristo en el sacramento del
altar, comprendemos el valor de esa prdida dichosa que abre el
corazn a un amor ardiente, a una comprensin ms honda del
amor de Cristo crucificado.
2. ROMANO GUARDINI, Ehe und Jungfraulichkeit, Maguncia 1926, p. 69,
La Iglesia, virgen y esposa 203
Pero por muydiversos que sean los caminos, la base de la vir-
ginidad ha de ser en todo caso el amor conservado ntegro para
Cristo. No hay por qu poner excesivo relieve en la integridad fsi-
ca conservada o no en la vida anterior, si bien la castidad radical
es un elemento que no se puede considerar ajeno a la virginidad
aceptada por el reino de los cielos. En efecto, dicha castidad es,
esencialmente, muestra de una entrega inmediata al reino, de un
amor ntegro yprimaveral por el que el hombre entero se consagra
a Cristo, sin que haya de por medio ningn torpe instinto o amor
egosta y sin que ese camino de amor haya tenido que pasar por
otro camino de amor humano, noble, aunque sexual.
Siendo la virginidad testimonio en favor del amor de Cristo
llevado hasta el fin, le acecha un gran peligro no slo de parte de
la impureza que destruye su elevacin y hermosura, sino tambin
de parte de toda compensacin desde abajo
3
. Por eso el virgen
tropieza lo mismo cuando da un lugar en su corazn a un afecto
conyugal hacia otro ser humano, como cuando no da lugar al amor
de Dios o cuando no se esfuerza por dar a este amor todo el lugar de
su corazn'
4
.
LA IGLESIA, VIRGEN Y ESPOSA
Por encima de cada uno de los sacramentos se yergue el gran
signo de gracia del tiempo de salvacin, que es el amor entre Cristo
y la Iglesia.
Como esposa amada de Cristo ycomo virgen entregada amoro-
samente a Cristo, la Iglesia es el sacramento original. Y al decir
esto no contradecimos la afirmacin de que es Cristo mismo ese
sacramento original, a travs del cual nos ha concedido el Padre
su amor; pues as como el Padre nos lo ha dado todo a travs de
Cristo, Cristo lo hace todo por medio de su Iglesia y en atencin a
su Iglesia. En el altar de la cruz la tom y santific como a su ni-
ca Esposa. Cristo y la Iglesia celebran en la santsima eucarista su
amor esponsal desde la salida del sol hasta el ocaso, hasta el ltimo
da en que la boda del cordero con la esposa sin mancha ni arruga
desembocar en el gozo eterno del cielo. Por medio de los sacra-
3. Dl ETRICH VON HlLDEBRAND, O.C., Cap. I, p . 182.
4. H. KUHAUPT, Hochzeit zu Kana, Recklinghausen 1950, p. 235,
204 Eucarista y virginidad
mentos y sobre todo por medio de la eucarista, santifica el esposo
divino a los invitados al ininterrumpido banquete nupcial que cele-
bra con su Iglesia. Todo el cuidado y amor que dedica la Iglesia al
culto eucarstico es contribucin al esplendor de la boda que co-
menz en la cruz y que concluir cuando la Iglesia en el ltimo da
sea transportada a la Jerusaln celestial. La eucarista es la celebra-
cin del amor esponsal entre Cristo y la Iglesia durante este tiem-
po de salvacin que corre entre la muerte de Cristo y su retorno.
Por eso la eucarista, mejor que cualquier otro sacramento, propone
a nuestra fe el misterio del esposo divino entregndose desinteresa-
damente en amor perpetuo a su Iglesia y el misterio de la Iglesia,
autntica esposa, que forma con el Seor un solo cuerpo.
El matrimonio simboliza la unin ntima e indisoluble entre
Cristo y la Iglesia. En virtud de esta funcin sacramental, represen-
tativa, tambin el matrimonio cristiano se orienta a la cruz y a la
eucarista. El sacramento del altar es la fuente de esta unidad amo-
rosa entre Cristo y su Iglesia que slo nos descubre la fe y es tam-
bin la fuente de la gracia para el sacramento del matrimonio.
Pero lo que el matrimonio expresa con una imagen caduca, lo
expresa con lenguaje ms claro y vital el testimonio de los vrgenes
como estado esencial a la Iglesia que nunca podr faltar. La Iglesia
en su conjunto es la esposa unida a Cristo con amor virginal, la es-
posa que no busca otra cosa sino a Cristo (2 Cor 11, 2) y que,
mediante el coro de los vrgenes, corre siempre al encuentro de su
Seor con lmparas encendidas (Mt 25, 1-13).
En el smbolo revelador del matrimonio, ms claramente en el
testimonio perenne del estado consagrado, pero muy especialmente
en el culto eucarstico, nos dice el Seor que la Iglesia es la esposa
virginal, preocupada nicamente de las cosas Sfc su divino esposo,
de cmo agradarle, con un celo muy superior al que puede tener
una mujer (respecto de las cosas de su marido) (cf. 1 Cor 7,
32ss).
SACRIFICIO Y CONSAGRACIN
La celebracin de la eucarista recuerda incesantemente a la
Iglesia que el amor de su esposo divino es amor sacrificado, obla-
cin santa para gloria del Padre celestial y para la salvacin de los
Sacrificio y consagracin 205
hombres. Por consiguiente, la respuesta amorosa de la Iglesia ha de
ir marcada con estos dos caracteres. Y como esta respuesta la da
sobre todo a travs de las almas vrgenes, es claro que tambin la
consagracin virginal ha de ser oblacin y servicio.
Fue preciso insistir en que la esencia y dignidad de la virginidad
estn en el don del amor total. Nuevamente es preciso recurrir a
este amor para explicar cmo el dolor implcito en la renuncia del
amor conyugal se transforma en oblacin agradable a Dios cuando
se une con el amor de Cristo inmolado por nosotros sobre la cruz y
hecho presencia amorosa para nosotros en la santsima eucarista.
El rasgo penoso de la oblacin virginal se acenta en aquellos
que han llegado a la virginidad despus de una forzada soltera. No
es tan duro en aquellos que escucharon la suave llamada de Cristo
en la plena flor de su juventud. Pero en todo caso el valor de la
oblacin no depende del dolor que ha ocasionado la renuncia, sino
que se mide segn el bien que se sacrifica y ms an segn el amor
con que se hace el sacrificio, segn el amor hacia aquel a quien se
ofrenda un bien tan elevado.
El verdaderamente virgen no es insensible al amor. Cmo, si
no, podra consagrar la integridad de su amor a Cristo? Por lo de-
ms, en el camino del amor a Cristo no se avanza sino en la medida
en que se abre el corazn desinteresadamente al amor de nuestro
prjimo. Tener el corazn sellado a cal y canto para todo amor con-
yugal, aun para el ms puro, no se justifica sino en vistas a otro
amor. El virgen aprecia el amor conyugal como algo agradable
a Dios, que por medio de ese amor conserva en el mundo la vida.
Lo debe apreciar tambin porque el matrimonio es smbolo sacra-
mental de aquella realidad misteriosa, de aquel amor entre Cristo
y la Iglesia, a la que su propia virginidad le asocia, inmediatamente.
Despreciar aquello a lo que se renuncia por amor de Cristo, seria
hacer una injuria a Dios y menospreciar el valor de la propia re-
nuncia.
No ha de ser, sin embargo, el pensamiento de la magnitud de la
renuncia lo que ocupe el primer lugar en la intencin del llamado
por Cristo a seguirle con amor virginal. El amor singularsimo del
Rey de todos los corazones supera a todo otro amor. Ser posible
amargarse la vida con el pensamiento de que ya no se es libre para
el amor conyugal, para unirse en matrimonio con una criatura?
206
Eucarista y virginidad
El virgen ha de estar alerta contra la tentacin de sobrevalorar
como propia su consagracin. Para ello le ayudar sobre todo el
recuerdo del amor del Maestro que le ha llamado y que ha hecho
posible su donacin. Pero no estar de ms que piense tambin en
que el Seor le ha librado de muchas tribulaciones de la carne
(1 Cor 7, 28), difcilmente separables del amor terreno. Sin em-
bargo, aquel que ha sido escogido por el Seor para que sea total-
mente suyo, ha de apreciar al mismo Seor por encima de todos
sus bienes. Pensar sobre todo en el ciento por uno que le habr
de dar el Seor a cambio de esta vida, es restar valor a la propia
ofrenda. Cuanto menos fe el virgen del valor y mritos de su ofren-
da y cuanto ms alabe al Seor por haber sido inmerecidamente ele-
gido, tanto ms valdr ante Dios el don de su virginidad. Cuanto
ms desinteresado y menos calculado sea el don, tanto ms ntima-
mente se unir con el don total de Cristo y ser mejor respuesta a
ese amor.
A diferencia de la castidad aceptada por motivos puramente
ticos, la virginidad es por su propia naturaleza una actitud interior
de adoracin, un amor que se consagra jubilosamente a Dios en
aras de la amistad. Este carcter cultual de la virginidad cristiana
no es algo extrnseco o accesorio. No alabamos el que permanez-
can vrgenes, sino el que en santa continencia sean vrgenes consa-
gradas a Dios
5
. La traduccin sensible de este valor ntimo de la
virginidad es el voto expreso de perfecta castidad. Santo Toms
afirma que la virginidad, como virtud, incluye el propsito afir-
mado con voto de conservar perpetuamente la integridad
6
. Es evi-
dente que la virginidad nunca puede ser considerada como una ca-
tegora puramente tica, mientras que la virtud de la castidad puede
serlo, aunque no para la Sagrada Escritura, la cual siempre la con-
sidera desde un punto de vista cultual. El s a la gracia de la virgi-
nidad es desde su misma raz una respuesta religiosa, una voluntad
de consagracin, de dar culto a Dios, de cooperar al sacrificio de
Cristo.
Nos preguntamos a veces si la ausencia de votos en algunas con-
gregaciones femeninas modernas se deber tan slo al miedo de
contraer tan santas y radicales obligaciones en la presencia de Dios.
5. San AGUSTN, De virg., c. 11.
6. ST H-IT, q. 152, a. 3 ad 4.
El servicio cabal 207
No entrar tambin una tendencia, quiz inconsciente, a conver-
tir las fuertes esposas de Cristo en castas doncellas al servicio de
un fin determinado, de una gran tarea apostlica? Aun cuando fal-
ten los votos formales, la actitud religiosa interior de la consagracin
cultual no puede nunca faltar. Y denota ciertamente algn fallo el
que esa actitud interior imprescindible en la verdadera virginidad
no se concrete en un voto, no logre la forma de acto expreso de
culto. Eso s: lo de menos ser que este acto de religin se llame
voto, juramento o compromiso. Al fin y al cabo, lo importante es el
sentido interior de dicho acto.
El sentido sacrificial y la actitud de oblacin religiosa que carac-
terizan la virginidad cristiana no se nos revelan en toda su perfec-
cin sino cuando consideramos la virginidad en su relacin con la
santsima eucarista. Como memorial de la muerte de Cristo, la eu-
carista nos trae el recuerdo de la oblacin sangrienta de Cristo, en
la cruz; pero en cuanto presencia del Seor glorificado nos lanza
hacia delante, hacia el triunfal acorde final de las bodas del cordero
con la Iglesia mediante un pacto nupcial sellado con la misma san-
gre del cordero. Todo lo duro de la virginidad y todas las renuncias
que su conservacin impone, recibe de su unin con el sacrificio ex-
piatorio de Cristo un poder de expiacin para la lucha contra la im-
pureza en el mundo.
Pero, igual que la eucarista, que es esencialmente cntico de
alabanza, jbilo cultual del amor, eco eterno del doloroso sacrificio
de Jess en la cruz, tambin la virginidad, revestida del poder cul-
tual del sacrificio eucarstico de Cristo y de la Iglesia, tiene un ca-
rcter pascual. No es angustiosa soledad, no es ley opresora, sino la
ms libre consagracin de amor. Es sacrificio ofrecido una vez en
virtud de la muerte de Cristo y perenne concelebracin de su amor
derramando torrentes de gracias sobre nosotros. La virginidad es,
pues, adoracin, agradecimiento, amor jubiloso para gloria del Dios
trino.
EL SERVICIO CABAL
El misterio del altar es un santo servicio de la Iglesia. Es recuer-
do perenne de que el Seor quiso pasar entre los suyos como sier-
vo (Le 22, 27). Es un servicio recproco, libre de toda intencin
208
Eucarista y virginidad
utilitaria. En l lo primero y definitivo es la fuerza del amor que se
entrega. Lo mismo pasa con la virginidad: en ella lo fundamental no
es el servicio exclusivo sino el corazn no dividido (cf. 1 Cor 7, 33).
La entrega apasionada al servicio de un fin que no lleve consigo el
amor, podr justificar en un caso determinado la renuncia al matri-
monio, pero solamente el amor ntegro a Cristo puede fundar el es-
tado cristiano de la virginidad.
Pero de ese corazn no dividido sino entregado en su totalidad
a Cristo brotar necesariamente una disponibilidad sin reservas al
servicio de la causa del amado. Amor y servicio se soldarn en una
unidad orgnica. El reino de los cielos, por cuya causa renun-
cian los vrgenes al matrimonio, ha venido personalmente en Cristo
hasta nosotros. Quien no ama a Cristo en todo, el que no busca
darle gusto en todo (1 Cor 7, 32), no est an lleno de la realidad
de su reino. Y quien pretende unirse a Cristo con amor particular,
sin entregarse totalmente al servicio de su reino, se engaa a s mis-
mo; en realidad, ese hombre pasa de largo junto a Cristo, pues el
reino de Dios est ante nosotros precisamente en la persona de
Cristo. Para los consagrados, el reino de Dios llega bajo la forma
de su entrega virginal, que exige un corazn entero y una entrega
incondicional e incansable al servicio del reino en todo el mundo,
como prueba de la autenticidad y fidelidad de su amor.
La Iglesia vive del opus divinum, del servicio santo y amoroso
de la liturgia cuyo centro es la celebracin de la santsima eucaris-
ta. De ese centro brotan los fuertes impulsos para consagrarse ac-
tivamente a la santificacin del mundo. En ese misterio nupcial del
amor de Cristo y la Iglesia tiene la virginidad su lugar de reposo;
all se acrecienta el amor y el alma se siente espoleada a empearse
a fondo en servicio de Cristo.
Cuando dos jvenes se aman con casto amor en vistas al matri-
monio, el primer elemento ser siempre el eros que liga sus corazo-
nes. El deseo o apetito de satisfacer sensiblemente su instinto viene
en segundo lugar. Slo despus que el amor ha unido los dos cora-
zones, se abren stos al campo de lo sensible para expresar su amor
mediante la unin mutua. Por otra parte, el amor sensible, as ex-
presado, no contribuir al afianzamiento del amor espiritual si ste
no ha madurado ya interiormente y no es el alma de toda manifes-
tacin exterior. Es decir, cuando el eros espiritual, que recibe su
Eucarista y celibato sacerdotal
209
mayor fuerza y pureza dentro del amor cristiano, no ocupa el pri-
mer lugar, existe un grave peligro de que el instinto acabe por rom-
per la armnica unidad que forman alma y cuerpo para el amor:
entonces el instinto se absolutiza y lo destruye todo.
No podremos ver aqu una imagen que nos ayuda a compren-
der las relaciones que han de regular el amor virginal y la dedica-
cin apostlica a que obliga ese don total de s mismo? El amor
a Cristo tiende a demostrarse activamente en el servicio del Seor.
Pero tambin aqu existe el grave riesgo de que la actividad se inde-
pendice y pierda su raz fundamental que es el amor apasionado a
Jesucristo. La virginidad que no busca de veras sino lo que es de
Dios y se entrega desinteresadamente, es capaz de desplegar extraor-
dinaria energa en el servicio a su misin. Pero cuando e|sta tarea se
hace tan absorbente que prcticamente ocupa el primer lugar en la
conciencia y es ella la que domina el orden de vida, la divisin del
tiempo y de las energas, convirtindose en fin y sentido de la vida
virginal, la virginidad ha perdido ya su sentido como estado dentro
de la Iglesia y se encuentra privada de su ms pura fuerza
7
. Es,
pues, importante que los consagrados y aquellos que organizan su
trabajo dentro de la via del Seor, tengan siempre muy presente
esta ley fundamental, a fin de no cegar las fuentes de la fecundidad
haciendo prevalecer el servicio exterior por encima de la vida in-
terior que constituye las reservas del alma.
Cualquiera que sea la vocacin particular del consagrado la
vida contemplativa, el opus divinum, el servicio apostlico direc-
to , ha de guardar a toda costa la ntima correlacin que existe
entre su vida interior, su orientacin cultual y su dedicacin ardiente
al apostolado. Son tres elementos que no deben aislarse, pues han
de crecer armnicamente alimentados por el sacramento del amor.
EUCARISTA Y CELI BATO SACERDOTAL
Si no se puede comprender la virginidad cristiana sino partiendo
del centro de la Iglesia, es decir, de la eucarista, parece obvio que la
Iglesia muestre sumo inters en que este ideal de la virginidad sea
7. ROMANO GUARDI NI , O. C, p. 67.
210
Eucarista y virginidad
altamente estimado por los ministros consagrados del altar. La Igle-
sia, en efecto, cree que normalmente Dios une la vocacin al servi-
cio santo del altar con la vocacin interior al celibato por causa
del reino de los cielos.
La virginidad es un consejo evanglico y un carisma particular.
Por eso la Iglesia sabe tambin que nadie puede ser obligado jurdi-
camente a aceptar el celibato. De ah su escrupulosa solicitud para
que nadie se vea forzado a aceptar la vida clibe. Los que adopten
ese estado han de hacerlo espontneamente, sin ninguna coaccin ni
violencia. Ya Adam Mohler sent bien claro en su Refutacin del
memorial contra el celibato cmo hay que plantear rectamente este
problema. No se puede preguntar: Con qu derecho pretende la
Iglesia forzar a tantos hombres, a todo un estado eclesial, a renun-
ciar al matrimonio? La pregunta ha de ser formulada as: Tiene
la Iglesia derecho a conceder las rdenes sagradas nicamente a
aquellos cuyo espritu est ya ungido con la suprema consagracin
religiosa, en cuya alma la ms pura y bella floracin de vida divina
crece y fructifica en un servicio sin reservas al Seor, es decir, a
aquellos nicamente que, como dice el apstol, han recibido el don
de la virginidad?
8
.
Ciertamente que la Iglesia puede lo hace en las iglesias orien-
tales unidas y tambin para algunos casos de convertidos, por ejem-
plo, algunos telogos de la iglesia evanglica recientemente admitidos
en la Iglesia catlica escoger sus sacerdotes entre las filas de los
casados que vivan castamente sin haber contrado segundas nup-
cias
9
; pero en su legislacin sigue manteniendo el principio de que
el celibato por causa del reino de los cielos es algo, si no necesario, al
menos muy conveniente para los ministros del altar. As se expre-
saron Po xi en su encclica sobre el sacerdocio catlico
10
y Po xn
en su Exhortacin al clero
n
. Yque la Iglesia circunscriba en un
sentido o en otro las obligaciones del celibato no quiere decir que
se trate de una obligacin puramente jurdica y que por tanto pueda
ser observado con un espritu minimalista atenindose a lo estricta-
mente legal. Por su misma naturaleza, el celibato no es sino un caso
particular de la renuncia al matrimonio por causa del reino de los
8. J.A. MOHLER, Der ungeteilte Dienst, Salzburgo 1938, p. 136.
9. Cf. 1 Tim 3, 2.12; Tit 1, 6.
10. AAS 28, 1936, p. 24ss.
11. AAS 1950, 127.
Eucarista y celibato sacerdotal 211
cielos y es preciso por tanto una verdadera vocacin a la vida c-
libe por amor a Cristo y a la Iglesia. El sacerdote est llamado a vi-
vir en continuo espritu de oblacin, de consagracin, de santa y
total disponibilidad para las cosas del Seor.
Con esto queda ya indicada la solucin de un problema repeti-
damente agitado sobre la fuente de la obligacin del celibato con-
trada con las rdenes sagradas. Se discute efectivamente si dicha
obligacin dimana de un voto expreso o tcito hecho en la ordena-
cin de los subdiconos o bien si no tiene ms fundamento que la
disposicin legislativa de la Iglesia. No cabe duda que entra en juego
tambin la obediencia a la Iglesia, la cual desarrolla un papel pri-
mordial a la hora de aceptar las obligaciones del celibato junto con
el subdiaconado: la Iglesia prohibe rigurosamente que nadie se acer-
que a las sagradas rdenes si no se sabe interiormente llamado a vi-
vir como clibe por causa del reino de los cielos. En la Iglesia la-
tina el candidato debe asegurar bajo juramento que acepta las obli-
gaciones del nuevo orden del subdicono dndose perfecta cuenta
de su trascendencia y con absoluta libertad
n
. Y si un da se acept
el celibato con plena libertad, es de esperar que el llamado querr
permanecer fiel toda su vida a tan alta vocacin. A defender el fiel
cumplimiento de aquella obligacin se ordena toda una serie de
prescripciones cannicas.
La estrecha relacin con el Seor en la eucarista, presupuesto
de la vocacin sacerdotal, y el cumplimiento amoroso del servicio
santo del altar constituyen la fuente ms alta y uno, al menos, de
los fines del celibato en el sacerdote. El sacerdote ocupa el lugar
de Cristo, esposo virginal de la Iglesia. Debe conservarse entera-
mente libre para Cristo a fin de ser imagen de la entrega absoluta
de Cristo a su Iglesia. La misma naturaleza del celibato exige en el
sacerdote una actitud semejante a la del alma que ha hecho su voto
de virginidad, pues es una dedicacin amorosa al amor y servicio de
Cristo en medida total que excluye todo otro amor. La misma for-
malidad exterior del voto es la expresin plena y madura de la obla-
cin interior.
12. AAS 1931, 127.
LUCES ESCATOLGICAS
La celebracin de la eucarista no es slo una actualizacin viva
del sacrificio de Cristo. Incluye esencialmente una mirada hacia las
postrimeras, la continua espera del Seor hasta que l vuelva
(1 Cor 11,26). La recta celebracin de la eucarista nos ensea que
toda la vida cristiana en esta ltima hora (1 Jn 2, 18) vive bajo
la consigna: El tiempo es corto... Pasa la forma de este mundo
(1 Cor 7, 29s). Precisamente esta perspectiva escatolgica ha lle-
vado hoy a algunos telogos protestantes a considerar la virginidad
como presupuesto esencial de la existencia cristiana. As E. Brun-
ner
13
escribe: Quin puede instalarse cmodamente en este mun-
do, construir su casa, labrar su familia, como si fuera esto lo ms
importante, lo nico que ha de durar? La urgencia de esta hora y la
mstica de Cristo nos ensean a mirar el celibato como precepto del
kairs (de la presente hora de gracia). Incluso a los casados, esta
existencia provisional que camina hacia la consumacin final, hacia
los ltimas tiempos, les obliga a vivir de tal forma como si no
estuvieran casados (1 Cor 7, 30). No quiso el Seor, que instituy
la eucarista como anuncio y celebracin de su vuelta, que la Iglesia
realizase la imagen de las vrgenes aguardando al esposo con sus
lmparas encendidas? (Mt 25, 1-13). La eucarista y la perfecta vir-
ginidad se iluminan mutuamente en sus dimensiones escatolgicas.
Ambas son por su ntima naturaleza una ininterrumpida exhorta-
cin a vivir pendientes de la vuelta del Seor, siempre preparados
a recibir al esposo celestial.
La eucarista es conmemoracin del triunfo del amor de Cristo
hasta la muerte, del triunfo del resucitado que ha de volver con
gran poder y majestad. La eucarista vivida por gracia de Cristo
anuncia tambin al mundo la victoria de su amor sobre los impulsos
ms fuertes de este mundo. Mientras que los casados logran resistir
en virtud del sacramento frente a la tentacin de la carne, los
hombres consagrados, conscientes de la victoria de Cristo, victoria
absoluta que es tambin por la gracia su propia victoria, ofrecen
al mundo el espectculo hermoso de una virginidad cristiana, que
13. Das Gebol nml ilie Ortliiiuin, p. 367.
Luces escatolgicas
213
en medio de este tiempo de gracia sobreabundante aparece como
algo normah. No que los vrgenes dejen de sentirse luchando ellos
tambin en la batalla que caracteriza este intermedio entre la vic-
toria de Cristo y su plena manifestacin; pero es que ellos no dudan
ni un segundo de que, permaneciendo unidos con Cristo, pueda plan-
tearse el problema de la victoria.
La virginidad es un triunfo del espritu. La autntica virgi-
nidad no reprime lo sexual en forma de complejos, sino que le reco-
noce con hermosa maestra espiritual todo su valor y lo consagra
amorosamente. El virgen es el ms capaz de centrar su vida en el
espritu. Pero se trata de una actitud a cien mil leguas de una espi-
ritualidad puramente natural. La virginidad cristiana es don y
obra del Espritu; es don del Espritu Santo, del Espritu de Cristo
glorificado. Tambin de ella se podra decir lo que dijo Cristo del
misterio de la eucarista, aludiendo a su ascensin al trono de la
gloria como presupuesto para la irrupcin de los tiempos nuevos
sealados con la venida del Espritu Santo: El Espritu es el que
da vida. La carne no sirve para nada (Jn 6, 62s). El hombre car-
nal, de mente terrena, no puede comprender el celibato por amor
del reino de los cielos, como tampoco puede admitir el milagro de
la eucarista, pues son dos efectos maravillosos del mismo Espritu
Santo. Slo por virtud de Dios, que en la resurreccin nos har se-
mejantes a sus ngeles, los cuales ni toman mujer ni marido (Me 12,
24s), puede el virgen vivir ya desde ahora entregado sin reservas
al reino, imitando, en cuanto es posible a una criatura, la vida del
cielo
14
. La castidad virginal que hace al cuerpo reflejo de la pu-
reza interior es efecto del Espritu Santo que ha de resucitar nuestro
cuerpo para una vida eterna y radiante.
Todos los sacramentos son fuerzas salvficas que actan me-
diante smbolos productores de gracia. La eucarista lo es de manera
particular pues en ella est actualmente el glorificado, el que ha de
venir. La virginidad cristiana no es un sacramento, pero es superior
al sacramento del matrimonio
15
. Ella es en s misma, y no slo en
signo, una realidad escatolgica producida por la gracia del bautis-
mo, de la confirmacin y de la eucarista; de alguna manera, pues,
est por encima del signo sacramental. En el estado virginal se ve-
14. TEODORETO, III I Cor 7, 32; PG 82, 283,
15. Dz 980.
214 Eucarista y virginidad
rifica en toda verdad y realidad un desposorio con Cristo... Por eso
la virginidad no es un sacramento, como tampoco lo es Cristo en la
gloria
16
.
La virginidad es un prenuncio del banquete nupcial del cielo
que la eucarista nos anuncia y asegura. Todos los que siguen la in-
vitacin del Seor son sus distinguidos comensales, los hijos del
esposo, sus compaeros (Mt 9, 15), pero de modo especial los
que como vrgenes con lmparas encendidas representan a la Igle-
sia virgen en espera de su virginal esposo (cf. Mt 25, lss). Ellos
son los que, habiendo conservado intacto su corazn, podrn apre-
ciar mejor cuan bueno es el Seor.
La celebracin de la eucarista y el estado de virginidad dan al
mundo claro testimonio de que las fuerzas escatolgicas del reino
de Dios estn ya operando e impulsando fuertemente a todos hacia
las bodas del cordero y la esposa. En aquel da la virgen y esposa, la
madre Iglesia, entonar con todos sus hijos de verdad entre los
cuales estn tambin los casados que han vivido unidos a Cristo con
un corazn tan ntegro como los clibes (1 Cor 7, 29) el cn-
tico nuevo de las vrgenes, que siguen al cordero por dondequiera
que vaya (Ap 14, lss).
Seor, t distribuyes tus dones abundantes como quieres. Suscita
en tu Iglesia numerosas vocaciones a la vida virginal. Haz que aque-
llos que han sido llamados sigan agradecidos tu voz y, fieles a la
gracia de su vocacin, den al mundo el testimonio de la libertad de
los hijos de Dios.
1$. J. DiixERSBERGEit, Wer es fassen kann, Salzburgo 1932, p. 136,
DIGNIDAD DEL MINISTERIO SACERDOTAL
Jess tom el pan, recit la accin de gracias, y, partindolo,
lo dio a los discpulos con estas palabras: Esto es mi cuerpo que
por vosotros ser entregado. Haced esto en recuerdo mo.
E igualmente,- despus de la comida, tom el cliz y dijo: -Este
cliz es la nueva alianza en mi sangre que por vosotros ser ver-
tida.
Surgi entonces entre los discpulos una discusin sobre cul
sera el mayor de ellos. Jess les interpel: En el mundo, los
reyes dominan sobre sus subditos y los que ejercen la autoridad
sobre los otros se hacen llamar sus bienhechores. Pero entre vos-
otros no ha de ser as. Al contrario, el mayor entre vosotros pr-
tese como el ms joven, y el que manda, como el que sirve. De-
cidme, si no, quin es mayor, el que est sentado a la mesa o el
que sirve? Sin duda, el que est sentado a la mesa. Pues vedme
a m entre vosotros como servidor vuestro.
Vosotros habis permanecido firmes a mi lado en mis tiem-
pos difciles. Ahora yo dispongo en favor vuestro del reino, como
el Padre dispuso de l en favor mo. En mi reino os sentaris
a mi mesa y beberis en mi compaa y os sentaris en tronos
para juzgar a las doce tribus de Israel (Le 22, 19-30).
Qu cosa ms grande y sublime que el sacerdocio de Cristo?
Con un juramento sagrado present el Padre a todos los hombres a
su Hijo como sumo sacerdote del nuevo y eterno Testamento: El
Seor lo jur y no se volver atrs: T eres sacerdote para siempre
(Heb 7, 21; Sal 109, 4).
216 Dignidad del ministerio sacerdotal
Jesucristo ejerci su sacerdocio sobre todo en el sacrificio tre-
mendo de expiacin por los pecados de la humanidad, expiacin
que dio al Padre la mayor gloria y que consigui para el mundo las
gracias maravillosas de la redencin. Toda la loria que se ofrece al
Dios trino en el cielo y sobre la tierra tiene en Cristo su centro.
Todo ha sido creado en atencin a l, para gloria del Padre en la
unidad del Espritu Santo.
El sacerdocio del Nuevo Testamento participa, en la medida
en que es posible a simples criaturas, de la sublimidad del sacerdo-
cio de Cristo. En virtud del carcter de su ordenacin, el sacerdote
est ya interiormente configurado con el sumo sacerdote Jesucristo
y consagrado a su servicio. El sacerdote puede penetrar en el santo
de los santos. Representa a Cristo en el desempeo de las ms altas
funciones: en nombre de Jess transmuta el pan y el vino en el
cuerpo y sangre de Cristo. Con la autoridad del mismo Cristo per-
dona los pecados. Cuando predica la palabra divina, habla por en-
cargo y en nombre de Dios. Da rdenes en lugar de Cristo y del
Padre celestial: El que a vosotros escucha, a m me escucha, y el
que me escucha a m, escucha al que me envi (Le 10, 16).
Verdaderamente, casi da miedo una altura tan grande para el
llamado al sacerdocio. Y sin embargo, el misterio ms profundo de
esta vocacin es que est llamado a servir. Lo grande del sacerdocio
de Cristo y de todos los sacerdotes del Nuevo Testamento es su vo-
cacin a la ms perfecta diakona, al humilde servicio siempre a dis-
posicin de todos los hombres.
En los siguientes apartados veremos cmo:
la vocacin sacerdotal significa una participacin en la humildad
de Cristo;
en la humildad del servicio resplandece la majestad divina pro-
yectando su luz sobre el ministerio sacerdotal;
la humildad es garanta de fuerza y pureza para la palabra de
Dios;
mediante la humildad, el oficio pastoral constituye un testimo-
nio eficaz y un instrumento valioso del reino de Dios.
LLAMADOS A PARTICIPAR DE LA HUMILDAD DE CRISTO
La consagracin de la santsima humanidad de Cristo para el
oficio del sumo sacerdocio coincide con el anonadamiento del Verbo
eterno, ya que ambos momentos tuvieron lugar al verificarse la en-
carnacin. Se anonad tomando forma de siervo (Flp 2, 7). Se
consagr para servir: El Hijo del hombre no vino a ser servido, sino
a servir y a entregar su vida para redencin de muchos (Mt 20, 28).
Su vida fue un servicio ininterrumpido; y la cumbre de su actividad
sacerdotal, su sacrificio en la cruz, es la ms perfecta expresin de
su obediencia, de su anonadamiento y de su vida de servicio. El ser-
vicio humilde y desinteresado hasta derramar la ltima gota de su
sangre es a la vez la oblacin ms sublime para adoracin y gloria
del Padre. En el cuerpo desgarrado, cubierto de sangre del Siervo de
Yahveh brillan la santidad y la gloria del Padre. Por este servicio
cumple el Hijo su palabra: Yo no busco mi gloria (Jn 8, 50; 7, 18).
No busco mi voluntad sino la voluntad del que me envi (Jn 5, 30).
Cuando en el cenculo dijo a los apstoles: Estoy entre vosotros
como servidor (Le 22, 28), nos revel el Seor el fundamento esen-
cial de su sacerdocio. Para expiar la desobediencia y el orgullo de
los hombres, quiso cumplir su funcin sacerdotal precisamente sobre
el madero ignominioso de la cruz. Fue contado entre los malhecho-
res (Me 15, 28). Consinti en ser ultrajado por los fariseos y por
los criminales que estaban crucificados con l. Este servicio en me-
dio del ms vergonzoso oprobio, aceptado amorosamente por humil-
dad, fue la mejor expresin de su incomparable sacerdocio.
El preludio del sacrificio de la cruz, como tambin de la insti-
tucin de la eucarista y de la ordenacin sacerdotal de los apsto-
les, constituy la ms clara y expresa leccin de que la participacin
en el sacerdocio del Redentor supone y confiere participacin en su
humilde servicio a la obra de nuestra redencin. Sabiendo, en efecto,
que haba salido del Padre y que al Padre volva, consciente de su
dignidad divina y de que el Padre le haba sealado el camino de la
humildad para llegar por l hasta la ms alta gloria, se puso Jess
a lavar los pies de los discpulos. As pues, si yo, vuestro Maestro y
Seor, os he lavado los pies, tambin vosotros debis lavroslos unos
a otros (Jn 13, 14). Qu otro camino sino este del amor humillado
218
Dignidad del ministerio sacerdotal
cabe imaginar para un sacerdocio que es participacin del sacer-
docio de Cristo, que escogi para s esta senda de profunda humil-
dad? Nuestra incorporacin a Cristo por medio del carcter de los
sacramentos del bautismo y de la confirmacin impone a nuestra
vida una ley de gracia, que es ley de humilde apertura a la accin
de Dios. El carcter sacerdotal renueva con mayor urgencia esa ley.
La vida de un sacerdote que vive unido ntimamente con Cristo des-
de el momento de su ordenacin no puede ser otra cosa sino exina-
nitio, anonadamiento, un vaciarse de s mismo, un entregarse com-
pletamente olvidado de s, hecho siervo de todos los hombres y de
todas las criaturas.
San Lucas ha consignado a continuacin del relato de la institu-
cin de la eucarista y del sacerdocio la discusin surgida entre los
apstoles. En ella se ofreci al Seor una nueva ocasin para insistir
en la ley fundamental de la dignidad sacerdotal. El mayor entre
vosotros hgase el menor, y el jefe servidor de todos (Le 22, 26).
No podra ser de otra manera, pues el sacerdocio de Cristo trans-
curri en continua actitud de diakona, de servicio. Y encierra un
profundo sentido el que el sumo pontfice se denomine precisamente
siervo de los siervos. El papa Juan xxm recalc intencionada-
mente este carcter de servicio en la homila de su coronacin: El
pilar fundamental de las divinas instituciones y el primer deber, el
cual compendia en s todos los dems, son aquellas palabras del santo
evangelio: Aprended de m, porque yo soy manso y humilde de co-
razn. Yel papa pide a todos los piadosos e inflamados del Esp-
ritu que recen sin descanso para que el supremo pastor avance
cada da ms en la prctica de estas virtudes.
Al saberse elegida para la dignidad de madre de Dios, pronunci
la santsima Virgen aquellas palabras: He aqu la esclava del Se-
or. Ella fue la digna diaconisa del sumo sacerdote, el cual res-
pondi a la uncin con la plenitud del Espritu Santo mediante la
ms humilde diakona.
Para llegar al sacerdocio es necesario haber pasado por el dia-
conado, el cual infunde un carcter permanente. Es el fundamento
de todo el ser y actividad del sacerdote. Los otros rdenes, del pres-
biterado, del episcopado, profundizarn la gracia y obligaciones del
diaconado que consagra una existencia al servicio.
GRANDEZA DE UN HUMILDE MINISTERIO
Ungido con la plenitud del Espritu, se consagr Cristo a un
servicio humilde en favor nuestro. Quiso llegar hasta el oprobio de
la muerte en cruz a fin de consagrarnos eficazmente para el humilde
servicio del amor
1
. Por eso lo exalt Dios y le dio un nombre que
est sobre todo nombre (Flp 2, 9). Las victoriosas trompetas del
jbilo pascual nos repiten persistentemente que la gloria del resu-
citado y su trono a la diestra del Padre rodeado del esplendor de la
liturgia celestial son la mejor prueba de que el camino para la exal-
tacin y la gloria ha de pasar a travs de un humilde ministerio y del
ms completo anonadamiento en servicio de la misin. Uno de los
ejes de la teologa de san Juan es precisamente este misterio de exal-
tacin y de gloria por medio del cual el Padre se glorifica en el Hijo
y el Hijo es a su vez glorificado por el Padre
2
. El misterio pascual
est esencialmente compuesto de este dinamismo de humildad y de
gloria que forman una correlacin orgnica.
Y este dualismo ha de encontrarse tambin a su manera en los
diversos grados de participacin del sacerdocio de Cristo. Nuestra
humildad es la medida del honor que los hombres elegidos para
continuar el sacerdocio cristiano tributamos al Dios trino en unin
de Jesucristo, nuestro sumo sacerdote, y es tambin la medida del
honor que nuestro sacerdocio se merece ante Dios. La humilde dia-
conisa, la virgen Mara, en nombre de todos los diconos, de todos
los que conciben su vida como un servicio, enton el cntico al Dios
santo y misericordioso que ensalza a los humildes.
Tambin el apstol de las gentes exulta de jbilo por la gran-
deza de su ministerio. Todos aquellos que han llegado a la fe por su
predicacin y por el testimonio de su vida en seguimiento de Cristo,
son carta de Cristo redactada gracias a su ministerio, escrita no
con tinta sino con el Espritu del Dios vivo, no sobre tablas de pie-
dra sino sobre las tablas vivas del corazn (2 Cor 3, 3). Cuando
Moiss recibi la ley escrita en tablas de piedra y contempl desde
lejos (de espaldas) el resplandor de la santidad de Dios, su rostro
fulguraba con tal esplendor que ni Aarn ni los hijos de Israel podan
1. Cf. Jn 17, 19.
2. Cf. Jn 3, 14; 12, 34; 12, 32,
220
Dignidad de! ministerio sacerdotal
mirarle a la cara. Qu brillo no tendrn los sacerdotes del Nuevo
Testamento, cuyo ministerio est al servicio de la nueva y eterna
alianza, que es ministerio del Espritu (2 Cor 3, 6.8), ministerio
de justicia (3, 9). Pero el apstol sabe muy bien que su gloria no
es debida al valor de su sacerdocio como cosa humana; la gloria del
apostolado es gloria incluida y fundada en su diakona, en su entrega
desinteresada al servicio de la redencin. No como si nosotros pu-
diramos pensar alguna cosa buena por nosotros mismos. Todo nues-
tro valer viene de Dios que nos ha capacitado para ser ministros
de la nueva alianza (3, 5s).
Pablo alude una y otra vez a la debilidad del apstol. Es propio
de su misin experimentar los propios lmites, conocer el dolor y el
desprecio, ser tenido como el desecho de todos. De esta forma,
por medio de la humildad y la negacin total de s mismo, se ase-
meja a Cristo, el sumo sacerdote. En la bajeza de su ministerio brilla
algo del resplandor del resucitado. No posea tambin el Seor glo-
rificado su deslumbrante gloria a ttulo precisamente de su voluntario
anonadamiento?
El Seor es Espritu (2 Cor 3, 17). El Espritu Santo es do-
nacin. Cristo fue ungido con la plenitud del Espritu para que, ani-
mado del ms libre amor, fuera a la vez don y oblacin. El glorifi-
cado es el don aceptado por el Padre; su gloria es la prenda de esa
aceptacin. De esta forma, el ministerio del Espritu se convierte
para los ministros del Nuevo Testamento en ministerio de gloria,
al hacer stos de su servicio una oblacin y una donacin de s mis-
mos a Dios. Por medio de los sacramentos, que significan la uncin
del Espritu Santo e imprimen a nuestra alma el carcter de su sa-
cerdocio (bautismo, confirmacin, orden), nos concede Cristo una
participacin de su gloria en el Espritu Santo. En la libertad con
que aceptamos las humillaciones que trae consigo el servicio de la
caridad, se manifiesta ya la presencia eficaz del Espritu de la gloria,
que comienza a actuar en nosotros a fin de conducirnos a contemplar
cara a cara la magnificencia de Dios, cuando seamos configurados
en su misma imagen de gloria en gloria: ste es el efecto del Espritu
del Seor (2 Cor 3, 18). Vemos, pues, cmo tambin la teologa
paulina de la gloria es teologa de la cruz, teologa de diakona, de
humilde y abnegado servicio.
Dios escoge a los ms pequeos y ms humildes para las misio-
Servidores de la palabra de Dios 221
nes ms altas. La humilde sierva, la virgen Mara, recibi la ms
singular vocacin para la diakona, y al mismo tiempo la ms alta
dignidad que puede recibir una pura criatura. Entre los apstoles,
las doce columnas fundamentales de la Iglesia, no haba ningn gran-
de de este mundo. Pablo, que se presentaba como el ltimo de los
apstoles, por haber sido l mismo perseguidor de la Iglesia, lleg
a ser el mayor de todos los apstoles que predicaron a los gentiles.
San Clemente Mara Hofbauer, que haba sido en su juventud oficial
de una panadera, que aparentemente fracas en todas sus empresas
apostlicas, logr finalmente un triunfo decisivo en la lucha contra
la Ilustracin, siendo actualmente considerado como uno de los
grandes renovadores de la pastoral en Viena, en toda Austria y en
otras muchas regiones centroeuropeas. San Juan Mara Vianney,
considerado por sus profesores como un caso desesperado para los
estudios, lleg a ser el gran genio pastoral del siglo xix. Cul fue
la razn de todos estos casos paradjicos? Sin duda porque cada uno
de estos grandes santos era una encarnacin de la humildad, una
imagen viva de la diakona.
Si estamos totalmente vacos de nosotros mismos y entregados
sin reservas a nuestro ministerio, por habernos entregado a Dios,
Dios nos llenar con ricos dones, no solamente para nosotros sino
tambin para la via del Seor. Un sacerdote o un apstol seglar
humildes tienen ante Dios el mayor honor. La humildad es el ms
temible enemigo del espritu de las tinieblas. El apstol humilde y
entregado es un autntico heraldo de aquel amor sin lmites que se
manifest en la cruz y que celebr en la resurreccin de Cristo la
victoria de la humildad y del amor.
SERVIDORES DE LA PALABRA DE DIOS
El sacerdote est llamado a participar de un poder no soado
y de una de las ms altas dignidades entre los hombres: poder hablar
en nombre de Dios y predicar la divina palabra. De esa gran digni-
dad, nace tambin una grave responsabilidad: el sacerdote ha de
poner sumo cuidado en no predicarse a s mismo, en no imponer su
propia voluntad o su propia ciencia, en no buscar su propia gloria.
El servidor de la palabra de Dios ha de quedar completamente oculto
222
Dignidad del ministerio sacerdotal
detrs de la palabra de Cristo. Cuanto mejor lo consiga, tanto ms
eficaz ser su palabra cuando afirme: Palabra de Dios.
Para ser predicador de la palabra de Dios, el sacerdote ha de
comenzar por ser hombre de oracin: hombre que reciba en el fondo
de su corazn la palabra del Dios vivo, que se entregue a ella y que,
entregndose as, responda a ese don que Dios le hace.
El sacerdote es servidor de la palabra de Dios sobre todo cuan-
do interviene en la celebracin del sacrificio eucarstico y de los
dems sacramentos, pues aqu es cuando ms propiamente habla en
nombre de Cristo, in persona Christi. En la palabra eficaz de los
sacramentos es Cristo mismo quien habla con todo su poder, y su
palabra no vuelve sin fruto. Aqu s que est el servidor de la pala-
bra de Dios literalmente oculto como puro instrumento detrs del
Seor que habla.
Para que la palabra de Dios conserve toda su pureza y eficacia,
es sumamente importante que el kerygma sacramental ocupe siem-
pre en la conciencia del sacerdote el primer lugar. As lo exige tam-
bin la actitud de humilde diakona al servicio de la palabra de Dios.
Qu consecuencias catastrficas no habr que temer de la actua-
cin de un sacerdote que predica muy bajito, con aire desmaado
y en trminos ininteligibles la palabra de Dios contenida en la li-
turgia, mientras centra su mayor inters en pregonar bien alto sus
propias ideas. Precisamente es la liturgia, cuyo puesto central lo
ocupa la palabra sacramental, el kerygma en torno al que gira toda
otra predicacin, todo el pregn de la salvacin. En todas sus par-
tes, la liturgia no hace sino explicar autnticamente la palabra de
Dios e invitar a los fieles a responder a esa palabra con su adoracin
y alabanza. Ms an: podemos decir que la liturgia es ms que puro
kerygma, pues no slo propone un mensaje sino que eficazmente
opera en nosotros la salvacin anunciada por la predicacin evan-
glica. He aqu por qu todos debemos hacernos un serio deber de
conciencia por lograr que aun los pequeos y los ignorantes com-
prendan la liturgia como palabra que Dios les dirige personalmente
a ellos. Ydesde luego, mientras la liturgia no sea realmente el centro
de la predicacin de la palabra de Dios, cualquier otro gnero de
predicacin forzosamente se mostrar a la larga como ineficaz.
En la liturgia aprendemos la forma fundamental de la predica-
cin, que es proclamacin de la palabra sacramental, de la palabra
Servidores de la palabra de Dios 223
de Dios que nos habla y salva por medio de los sacramentos. Por
otra parte, la exposicin de la palabra divina en la predicacin mis-
trica y en las catequesis mistaggicas (catequesis sobre los divinos
misterios, es decir, sobre los sacramentos) constituye el medio ms
eficaz para que el sacerdote conserve conscientemente y con pu-
janza la perenne actitud de diakona. Es una forma de predicacin
aptsima para poner al alma sacerdotal en contacto directo con el
misterio de la gracia: Dios habla a nuestra alma, graba en nosotros
su mensaje, y nos mueve a responder con nuestra oracin y con una
vida conforme a las exigencias de la palabra sacramental. Excelente
clima para que el sacerdote se oculte literalmente tras la palabra de
Dios.
Naturalmente, todo sacerdote debe hacer valer en su predicacin
los propios talentos. Si Dios nos adorna con mltiples dones de na-
turaleza y de gracia, es para que, conjugando nuestras cualidades en
un gran concierto, presentemos mejor la inagotable riqueza de su
verdad y de su amor. Pero nunca debe prevalecer nuestro minsculo
yo, nuestro afn de valer, la conciencia de nuestras dotes de persua-
sin por encima de la palabra de Dios. Ah est la mayor tentacin
del predicador bien dotado: en buscar que se vea su arte para mover
al auditorio, en lugar de confiar sobre todo en el poder de la palabra
divina y de manifestar su eficacia. La predicacin debe arrebatar,
encender, entusiasmar, pero no con razonamientos persuasivos de
humana sabidura, sino mediante la demostracin de la eficacia del
Espritu, porque la fe no ha de cimentarse sobre humana sabidura,
sino sobre el poder de Dios (1 Cor 2, 4s).
No es lcito al servidor de la palabra de Dios ejercer sobre las
almas ninguna clase de presin psquica. Toda coaccin es contraria
al respeto debido a la palabra de Dios y tambin debido al alma
humana que Dios quiere tomar para s por los caminos amplios
de la decisin del hombre y sin privarle de la libertad de los hijos de
Dios. El predicador debe confiar grandemente en la fuerza libera-
dora de la gracia. La humildad del predicador abre camino a la con-
fianza en el poder de Dios.
La vanidad es un pecado funestsimo en el predicador, pues
quita el vigor a la palabra divina. Convierte la predicacin en pala-
bra puramente humana. La falta de fe y humildad en el predicador
se traduce no raras veces en un pathos falso que hace al oyente sen-
224
Dignidad del ministerio sacerdotal
tir la penosa impresin de que est viendo y escuchando a un actor
teatral distrado y alejado de la vida y del fondo de su papel. El ser-
vidor de la palabra de Dios no puede tener otro papel que el de
mensajero que se esconde completamente tras su mensaje y tras
aquel en cuyo nombre habla. El sacerdote deber alegrarse cuando
su palabra es verdaderamente recibida como palabra de Dios; acep-
tar agradecido el aliento que supone una alabanza. A veces se la
darn por compasin vindole tan corto y tan atado. Sera ingenui-
dad ridicula el recibir toda alabanza como moneda de ley. Ms vale
que el predicador prefiera a las alabanzas las crticas de los herma-
nos sacerdotes y de los mismos fieles, pues, como servidor de la
palabra divina, debe examinarse continuamente si es instrumento
apropiado.
La humildad en el servicio a la palabra de Dios exige tambin
estar dispuestos a aceptar los fracasos. La angustia ante la crtica,
el temor de quedar mal, son tambin una forma de vanidad y reve-
lan una falta en la actitud de diakona. El peor fracaso sera siempre
el que comenzasen a flaquear los mpetus apostlicos.
La palabra de Dios es espada de dos filos, que pone al descu-
bierto el corazn y los rones. Es palabra para cada y resu-
rreccin de muchos. Cuando con toda intrepidez aunque junta-
mente con la debida prudencia y bondad predicamos la grandeza
sublime del evangelio y de la ley de la gracia, es posible que algn
satisfecho burgus encuentre nuestras palabras exageradas o que
algunos se sientan molestos y dejen de asistir a nuestra predicacin.
Conoc a un prroco celoso y de grandes dones pastorales que
logr convertir su parroquia en una maravillosa comunidad eucars-
tica gracias a un trabajo constante durante doce aos. Cuando, al
terminar en su iglesia una semana de ejercicios en la cual pude
observar la apertura de aquellos hombres a la palabra de Dios y les
vi participar activamente en la liturgia, felicit al prroco por el
xito de su labor, me respondi: Pero mire usted tambin la otra
cara de la realidad. Algunos que en tiempo de mi predecesor ve-
nan a la iglesia, se han alejado ahora, pues han encontrado todo
esto demasiado exagerado y se preguntan a dnde vamos a parar
con tanta liturgia. Sin embargo es justo reconocer que de ellos al-
guno que otro volvieron despus y ahora viven ms a fondo su fe.
La primera pregunta que debe hacerse el predicador no puede
Humildad del oficio pastoral
225
ser: Tendr xito?, sino Soy fiel a mi misin? Ypor de pron-
to, que se guarde de culpar de todos sus fracasos a la maldad de Sa-
tn o de los hombres. La fidelidad en el servicio a la palabra de
Dios pide del predicador que se mantenga siempre pronto a servir
a los hombres, a comprenderles con profunda simpata, preguntn-
dose una y otra vez de qu forma podra adaptar mejor la palabra
de Dios al gusto y capacidad de sus oyentes.
De esta suerte, el servicio a la palabra de Dios contribuir eficaz-
mente a que el sacerdote penetre cada vez ms hondamente en el
misterio de la humildad. Al anunciar noblemente en toda su inte-
gridad y pureza la ley de Dios, el sacerdote ser el primero en sen-
tirse culpable en sus deberes frente a esa ley que le acusa y le obliga
a golpearse humildemente el pecho, no para desanimarse, sino para
sentirse ms decidido a proseguir un ministerio con la confianza
puesta nicamente en Dios. En cambio, el que sucumbe a la tenta-
cin de ofrecer a sus oyentes, no el evangelio en su integridad sino
una tica discretita, fcilmente se lanzar a increpar al auditorio
con latiguillos injuriosos, mientras l se complace interiormente pen-
sando lo del otro: Todo eso lo he cumplido desde mi juventud.
HUMILDAD DEL OFICIO PASTORAL
Cristo es el buen pastor que entrega la vida por sus ovejas:
Agnus redemit oves. l acab con aquella raza de pastores que se
apacientan a s mismos (Ez 34, 2). As dice el Seor omnipo-
tente: Me alzar contra mis pastores y exigir de sus manos mi re-
bao... Yo mismo me har cargo de mi rebao y mirar por l...
Yo lo apacentar como es debido (Ez 34, 10-16). El ministerio
pastoral de los obispos, del cual participan los sacerdotes subordina-
dos y en dependencia del prelado, es la continuacin del amor re-
dentor de Cristo entregado por nosotros.
Cristo redimi al mundo, por el mismo acto por el que ofreca
al Padre toda la gloria. El primer deber pastoral es hacer que los
cristianos adquieran viva conciencia de que su salvacin est en
reconocer su dependencia respecto de Dios y por tanto se sientan
obligados a adorarle y a someterse sin reservas al imperio salvador
del reino. Frente al slogan blasfemo de nuestro siglo: La religin es
226
Dignidad del ministerio sacerdotal
asunto privado, proclama la pastoral moderna la necesidad de in-
sistir en la predicacin del reino universal de Dios; es preciso que el
reino predicado por Jesucristo sea presentado hoy conforme a las
condiciones de hoy y en un lenguaje actual como la gran vuelta del
mundo hacia Cristo. Por eso la gran tarea de nuestro tiempo es la
recristianizacin del mundo, a fin de lograr que los valores y criterios
cristianos informen honda y autnticamente todos los sectores de la
vida. Y siendo esta labor de cristianizacin de todos los ambientes,
la gran obligacin de la hora presente, es preciso que todos los que
participan en la misin pastoral de la Iglesia, velen con toda since-
ridad y escrupulosidad para que sus afanes estn realmente domi-
nados por los intereses del reino de Dios y no se supediten nica-
mente a mantener posiciones humanamente ventajosas o a sacar
adelante cueste lo que cueste puros quites de prestigio.
El laicismo y el clericalismo alzan el grito sin razn tan pronto
como escuchan a la Iglesia exigir por medio de sus representantes
los derechos soberanos de Dios sobre todos los sectores de la vida
pblica y privada. No habr que achacar esa actitud hostil, entre
otras causas, a que el clero no raras veces en el curso de la historia
se ha unido a la clase dirigente para mantener encarnizadamente
privilegios que por circunstancias favorables haba conseguido ir
acumulando? Probablemente no se puede explicar el anticlericalismo
rayano en la historia de ciertas regiones de Italia, sin conocer la
historia de aquellos prelados que haban elegido el estado clerical
sobre todo en vistas a las ventajas de poder y autoridad que les con-
fera. La disputa sobre la primaca entre los apstoles, la negra his-
toria de la simona y del nepotismo, el fcil recurso a la excomunin
para resolver litigios de orden terreno, las disputas, las rivalidades
y otras miserias peores que opusieron frecuentemente a las rdenes
religiosas, deberan hacernos vigilantes ante el peligro que se esconde
siempre para aquellos que participan en los plenos poderes y fun-
cin pastoral de la Iglesia: para evitar la tentacin de querer domi-
nar en vez de servir.
Siendo la obligacin propia de la hora presente la recristianiza-
cin de todos los sectores de la vida, la pastoral ambiental, debemos
temer como a la misma peste ese tipo de clericalismo que quiere
dirigirlo todo. Con fieles cristianos que se limitan a recibir las indi-
caciones y recetas del clrigo cual si fueran nios pequeitos, mal
Humildad del oficio pastoral
227
se puede cristianizar ningn ambiente. A sacerdotes y seglares que
ponen demasiado inters en su propio prestigio, en cuestiones de pre-
cedencia y autoridad, nadie les creer que en realidad buscan nica-
mente la gloria y advenimiento del reino de Dios. Bienaventurados
los mansos, porque ellos poseern la tierra (Mt 5, 5). En todos los
tiempos, y hoy quiz ms que nunca, ser siempre cierto que la
clave de un apostolado fructfero es la diakona, el servicio desinte-
resado. Toda dureza y afn de mandar, toda bsqueda de posiciones
ventajosas por parte de los servidores de la Iglesia, trae consigo el
ms radical debilitamiento de la religin.
En una aldea de Rusia central, me dieron en una ocasin dos
jvenes el tratamiento de seor. El venerable anciano en cuya
isba me hospedaba, les recrimin muy seriamente: ste no es un
seor. Es un batiuschka (padrecito). Avergonzados, me pidieron
disculpas, pues no saban que yo era sacerdote. De haberlo sabido,
nunca habran dado a un sacerdote el ttulo de seor, por consi-
derarlo una ofensa.
Aquellos cristianos saban bien hasta dnde llega el misterio de la
diakona. Que en otros pases el sacerdote reciba el apelativo de
seor como muestra de respeto a su dignidad, no significa nada
en contra. Pero cuando no se trata de un ttulo introducido por cos-
tumbre, sino que los sacerdotes trabajan por recabrselo para seo-
rear, entonces la diakona sacerdotal, el oficio pastoral ha perdido
todo su brillo y su mayor eficacia.
La diaconisa de nuestra salvacin, la humilde esclava, la vir-
gen Mara, enton su cntico a la gloria de la humildad. Por haber-
se puesto ella al servicio del amor sin reservas, todas las generacio-
nes la llaman bienaventurada.
Seor, enva obreros a tu via!
Seor, da a tu Iglesia sacerdotes santos!
EL MATRIMONIO CRISTIANO, CAMINO DE SALVACIN
Buscad en el Espritu vuestra plenitud. Hablad entre vosotros
de manera que en vuestra conversacin resuenen los salmos, los
himnos de alabanza, los cnticos espirituales. Cantad y celebrad
al Seor con todo el corazn. Y en el nombre de nuestro Seor
Jesucristo dad gracias todos los das por todas las cosas a nuestro
Dios y Padre. Vivid sumisos unos a los otros en reverencia hacia
Cristo: las mujeres somtanse a los maridos como si se sometie-
ran al Seor. Porque el marido es cabeza de la mujer como Cristo
lo es de la Iglesia. Cristo es, en verdad, salvador del cuerpo; pero
as como la Iglesia est sometida a Cristo, as han de estar some-
tidas las mujeres en todo a sus maridos. Esposos, amad a vuestras
mujeres como Cristo am a la Iglesia y se entreg por ella, a fin
de hacerla santa, purificndola mediante el bao de agua en la
palabra, pues quiso presentarla delante de l toda resplandeciente,
sin tacha ni arruga, ni nada, toda santa e inmaculada. De igual
forma, los maridos deben amar a sus mujeres como se aman a s
mismos. Pues qu? Amar a la mujer no es amarse a s mismo?
Es que ha odiado alguien alguna vez a su propia carne? Al con-
trario, todos la alimentan y la cuidan con sumo esmero. Eso es
tambin justamente lo que Cristo hace con la Iglesia. Y no so-
mos todos nosotros miembros de su cuerpo?
Por eso, el hombre dejar a su padre y a su madre y se unir
a su mujer, y ambos sern un solo cuerpo, como dice la Escri-
tura. Y aqu hay oculto un gran misterio. Yo, por mi parte, lo re-
laciono con Cristo y con la Iglesia; pero se aplica tambin a cada
El matrimonio cristiano, camino de salvacin 229
uno de sus miembros: en una palabra, que cada uno ame a su
mujer como se ama a s mismo y que las mujeres respeten santa-
mente a sus maridos (Ef 5, 18-33).
Nuestro actual cristianismo se ve amenazado por fuertes corrien-
tes que intentan presentar el matrimonio y la familia como algo
puramente profano, como realidades a resolver nicamente de cara
al mundo presente. Amplios sectores de la masa, incluso entre los
bautizados, se dejan contagiar incautamente por concepciones laicis-
tas que falsean el sentido del matrimonio. Todo el que no est ciego
habr podido observar el efecto demoledor de tales ideas en el san-
tuario familiar y sus caticas repercusiones en la sociedad: ao tras
aos hemos venido asistiendo a la destruccin de la vida de familia,
cuya puerta se ha cerrado cada vez ms al influjo de la religin.
Esta triste situacin ha valido para originar una reaccin des-
pertando la conciencia de los fieles y estimulando a los telogos y
pastores de almas a reflexionar ms hondamente sobre la naturaleza
y el sentido religioso del matrimonio y de la familia. En todos los
pases, al menos entre las lites, asistimos a una autntica primavera
de religiosidad matrimonial y a una apertura creyente hacia el sig-
nificado salvfico del matrimonio cristiano.
En la raz de este movimiento cabe descubrir algo ms que la
comprobacin de un peligro. Se echa de ver la presencia del Espritu
Santo: l es quien con sus gemidos ha despertado la conciencia de
la Iglesia. l ha abierto los corazones de muchos a la gracia y debe-
res del sacramento del matrimonio. Son cada da. ms numerosos los
jvenes que se preparan al matrimonio con una seriedad y fervor
parecidos a los que observamos en los mejores tiempos de la Iglesia
para la preparacin del bautismo de los adultos. Se mira el matri-
monio no como un asunto puramente temporal, sino como una vo-
cacin, como una fuente de santificacin mutua para los esposos.
De ah que los llamados se examinan seriamente sobre la legiti-
midad de su vocacin. En la eleccin de su consorte, por encima de
todas las consideraciones terrenas, miran a ver si efectivamente los
dones que Dios ha concedido a cada uno de ellos ofrecen segura
esperanza de que podrn convivir y ayudarse mutuamente. La ora-
cin les ayuda a comprender mejor el sentido de su vida matrimonial
como camino para la mutua santificacin y les da fuerzas para cum-
230 El matrimonio cristiano, camino de salvacin
plir fielmente los deberes del futuro estado. Aumenta igualmente de
da en da el nmero de jvenes matrimonios que se renen para
meditar ms hondamente sobre el misterio de su vocacin y descu-
brir la forma concreta de vivir su fe en la santidad del matrimonio.
Todos tenemos que colaborar con nuestra simpata, con nuestra
oracin y con nuestro entusiasmo a que esta muchedumbre de elegi-
dos que ha sentido la llamada del momento presente se convierta en
fermento eficaz para la masa de los esposos cristianos. Sacerdotes y
laicos, casados y solteros, e incluso los llamados a la virginidad,
deben conocer bien la grandeza y maravillosa dignidad de este mis-
terio a la luz del misterio de Cristo y de la Iglesia.
SACERDOCIO, VIRGINIDAD, MATRIMONIO
Decir que el matrimonio es el camino de la salvacin, sera in-
exacto. Toda nuestra salvacin nos viene del amor victorioso que
impuls a Cristo a entregarse en la cruz por su esposa, la Iglesia,
a fin de lavarla en el bao del bautismo y santificarla con el fuego
del Espritu Santo. Como los dems sacramentos, tambin el matri-
monio es una prolongacin de los misterios pascuales de la muerte
y resurreccin de Cristo y del fuego del Espritu que anima a la
Iglesia. Considerado como vocacin cristiana, el matrimonio es de
parte de los esposos un s confiado, agradecido, en total disponibili-
dad, al amor redentor de Cristo; es un s que puede transformarse
en un testimonio vital en favor de la fe y del amor de la Iglesia,
esposa virginal de Cristo y madre de los vivientes.
Ahora bien, los esposos cristianos no comprendern rectamente
su propia vocacin que nace de la gracia y obligaciones del sacra-
mento del matrimonio, si no pronuncian juntamente un s creyente
al sacerdocio ministerial de la Iglesia y no miran con santo respeto el
misterio de la vocacin a la virginidad por amor del reino de los
cielos. Los dos sacramentos que fundan dos estados distintos en la
Iglesia, la ordenacin y el matrimonio, estn mutuamente subordi-
nados como dos funciones fundamentales para la edificacin del
cuerpo de Cristo, es decir, de la Iglesia. Se completan uno al otro.
En el carioso afecto de los esposos, en la generosidad de los padres
para el sacrificio por sus hijos, aprende el sacerdote a ser todo
Realidad santa y santificante
231
para todos (si bien de otra manera distinta a la de aqullos). A su
vez, el hombre casado aprende del sacerdote no solamente las ver-
dades de la divina revelacin, sino tambin a ser l mismo, a seme-
janza del sacerdote, pastor, predicador del evangelio de amor,
cuya mejor imagen puede ser el amor desinteresado entre los esposos
y en la familia hablando ms en general. La familia cristiana, efec-
tivamente, constituye, en ntima unin con todo el pueblo sacerdotal
de Dios, un santuario para la gloria y alabanza de Dios.
Parecida correlacin existe entre matrimonio y virginidad. Tanto
la vocacin a la virginidad, al celibato por amor del reino de los
cielos como el mismo amor conyugal tienen su fuente y su ms
ntima norma en el amor virginal entre Cristo y la Iglesia. Si los
casados consideran su estado como una vocacin y gracia especial
de Dios, sentirn el deber de complacerse mutuamente no segn el
hombre viejo, sino a estilo de Cristo (cf. 1 Rom 15, 5). De esta
forma podrn los casados imitar a las vrgenes (cf. 1 Cor 7, 29)
guardando la debida proporcin y desde luego sin perjuicio del mu-
tuo amor conyugal. Con un corazn no dividido, es decir, animados
de un mismo amor, buscarn ante todo ambos esposos lo que es del
Seor, cmo agradar al Seor.
El amor conyugal, santificado por el sacramento del matrimo-
nio, es una voz fundamental en el testimonio de fe y amor entonado
por la Iglesia. Eso queremos decir al afirmar que el matrimonio es
un camino de salvacin. Virginidad entregada sin reservas a Cristo
y dispuesta al servicio ms desinteresado, vida clibe impuesta en
principio por las circunstanicas pero soportada con valiente gene-
rosidad, callada resignacin ante los conflictos conyugales por infi-
delidad o ausencia forzosa del otro consorte, soledad transida de
fidelidad y amor en la viudez, todos stos son con la gracia de Dios
caminos de santidad y salvacin. Bajo melodas distintas est siem-
pre actuando en plena presencia y eficacia el mismo misterio del
amor entre Cristo y la Iglesia.
REALIDAD SANTA Y SANTIFICANTE
Los sacramentos, dice santo Toms de Aquino, son realidades
santas en cuanto que santifican al hombre. El sacramento del ma-
232
El matrimonio cristiano, camino de salvacin
trimonio es uno de los siete grandes canales de la gracia que hacen
presente la realidad del misterio pascual para crear el nuevo cielo
y la nueva tierra. Este sacramento es una consagracin de la socie-
dad conyugal de la cual brota fuerza santificadora para toda la co-
munidad familiar. Por l Cristo mismo concede a los esposos una
participacin de su amor santo y santificante a la Iglesia. Y la Igle-
sia, por su parte, mediante el sacramento en el nombre de Cristo
incluye el amor de los esposos en el homenaje de amor y adoracin
con que responde agradecida al amor de su Esposo divino.
Cada sacramento supone un encuentro con Cristo. Lo propio del
sacramento del matrimonio es que los esposos no pueden andar este
camino sino los dos juntamente. Por eso la regla fundamental para
vivir en el matrimonio el gran precepto de la caridad puede ser for-
mulada as: cuanto ms ntimamente amen los esposos a Cristo y
cuanto ms procuren vivir para ese amor, tanto ms ntimamente
vivirn su mutuo amor. Y tambin, viceversa: viviendo entregados
por completo uno al otro es como darn mayor gusto a Jesucristo.
Los sacramentos nos asemejan sobrenaturalmente a Cristo: nos
permiten participar del misterio de amor del Dios trino. La caridad
sobrenatural es el testimonio supremo de esa semejanza divina. Por
el sacramento del matrimonio, el amor conyugal, y por medio de
ste tambin el amor paterno, va a confluir al torrente de amor so-
brenatural que santifica la vida de la Iglesia. Supone un grave error
pensar que los cnyuges han de vivir su vida de gracia, su seme-
janza divina, algo as como a pesar del amor conyugal que en-
cuentra su punto culminante en la unin ntima. No a pesar de sino
precisamente mediante su amor y mediante los actos conyugales lle-
gan los esposos al amor de Cristo. Lo cual no quiere decir por lo
dems, que la vida de gracia y el amor sobrenatural coincidan ple-
namente con el amor y la vida conyugal de modo que se identifi-
quen. Lo sobrenatural supone pero tambin trasciende la naturaleza.
El sacramento del matrimonio no puede consentir en los esposos
ninguna forma de vida matrimonial que vaya contra la vida divina
de los bautizados, contra el amor de Cristo, contra el misterio del
amor del Dios trino.
El sacramento del matrimonio santifica el amor y todas las rela-
ciones de dependencia entre los esposos, entre los padres y los hijos,
hasta hacer de la familia, as santificada, una imagen terrestre del
Sentido pastoral del amor de los esposos
233
amor a tres que constituye la esencia del misterio trinitario. La fa-
milia es como un esbozo terreno, transitorio, del amor del Dios trino.
Los esposos deben tener conciencia de que estn plasmando esta su-
blime transposicin. Deben amarse con tal hondura y desinters,
deben proyectar su amor en el amor a los hijos de suerte que real-
mente continen aquel misterio del amor supremo de Dios que les
permite participar de la virtud creadora de su amor. As, cada uno
de los cnyuges podr descubrir en el amor del otro un reflejo de
aquel amor con que Dios nos ha amado en Cristo y tambin un re-
flejo de aquel amor con que se aman las tres divinas personas en-
tre s.
SENTIDO PASTORAL DEL AMOR DE LOS ESPOSOS
Mediante el sacramento del matrimonio funda Cristo una comu-
nidad indisoluble entre los cnyuges en la cual va incluida tambin
su salvacin y su destino eterno. Los contrayentes quedan unidos
hasta que la muerte los separe. Los esposos entre s y ambos res-
pecto de los hijos quedan ya ligados en una autntica solidaridad
frente a su salvacin. Y en la base de este santo contrato de amor,
los mismos esposos son los instrumentos de la accin santificadora
de Cristo: ellos mismos son ante el altar quienes con la plenitud de
poderes de Cristo y de la Iglesia se administran mutuamente el sa-
cramento. Esto significa ante todo que el s con el cual se obligan
a amarse con un amor fiel y a poner ese amor al servicio de la vida,
guarda una relacin inmediata con su salud eterna y con su vincula-
cin con Cristo.
Nuevamente tenemos que insistir en que no se trata de que los
esposos junto al deber de expresarse mutuamente su amor tengan
adems otro deber de velar por la salvacin eterna del consorte.
De ninguna manera. La religin es vida: la salvacin de los esposos
va inseparablemente unida con su amor, manifestado en los actos
conyugales y en las mil ocasiones de cada da. Sera una injusta tor-
peza pensar que la tendencia a la santidad en los esposos debera
seguir camino opuesto al sentido del matrimonio. Pues la misma
vida conyugal con todo lo que implica, una vez que ha sido santi-
ficada y transformada por el sacramento, es aquella realidad santa
que lograr santificar a los esposos.
234 El matrimonio cristiano, camino de salvacin
En el altar contraen los esposos la obligacin de un sagrado
y noble deber pastoral. Una vez que, en el amor de Cristo y de
su Iglesia, se han administrado mutuamente el sacramento, son ya
uno para el otro su ms inmediato y primer pastor. Contraen una
obligacin pastoral mucho mayor que la del mismo prroco y la del
confesor. El marido es el primer responsable de la salvacin de su
mujer. Y a la inversa: la mujer es la que lleva mayor responsabili-
dad en la salvacin de su marido. Naturalmente, este deber pastoral
ha de ser ejercido por los cnyuges a escala conyugal.
Cuando Pablo dice que el hombre es cabeza de la mujer, como
Cristo es cabeza de la Iglesia (Ef 5, 23), han de entenderse estas
palabras sobre todo y principalmente en sentido religioso: el hom-
bre ha de preceder a la mujer y a sus hijos con el ejemplo de su
fe, de su confianza en Dios, de su generosa dedicacin al bien de la
familia, y mediante el fiel cumplimiento de los deberes religiosos.
Solamente as ser el marido, a semejanza de Cristo, redentor de su
cuerpo (Ef 5, 23). Pero si prcticamente es la mujer quien aventaja
a su esposo en la vitalidad de la fe, en la comprensin serena y con-
fiada de todos los acontecimientos, en las dotes de corazn, qu
mejor que el marido reconozca las buenas cualidades de su mujer,
d gracias a Dios por ello y, ms que frenarla, procure por su parte
aventajarla?
Que este sentido pastoral del matrimonio no lleve a extremos
inconvenientes. Como el caso de aquella mujer que se senta en la
obligacin de dirigir a su marido de vez en cuando, ms o menos
cada semana, un sermn, preferentemente de tipo moral, para recor-
darle los intereses de su salvacin eterna. Dios nos libre de tales
predicadoras! Lo que ha de hacer la mujer es mostrar a su marido
tal reverencia y respeto que ste pueda comprender mejor as su
dignidad como imagen de Cristo. Procure ante todo que el marido
mediante las muestras de su amor un amor que ha de ir purifi-
cndose de da en da - se sienta cada vez ms feliz. Y por su
parte refleje tal alegra ante el amor del marido que ste pueda subir
de la experiencia del amor a su mujer hasta el amor de Jesucristo,
del cual debiera ser una copia y una prolongacin el afecto que ma-
nifiesta a su esposa. Esta mutua experiencia de amor recproco
valdr infinitamente ms que todas las exhortaciones, sin que nin-
guno de los cnyuges pueda sentirse herido en su dignidad al ser
Sentido pastoral del amor de los esposos 235
amonestado por el otro. El recurso ms fcil que tiene la mujer para
cumplir su deber pastoral es cuidar de su belleza para agradar al
marido, hacer de su casa un hogar confortable, administrar sabia-
mente el sueldo que tantos sudores cuesta al esposo, cocinar bien,
procurar dar gusto a todos los legtimos deseos del marido, etc.
De esta suerte, mediante los mltiples detalles que ofrece la vida co-
tidiana para demostrar el amor, podr la mujer atender sin mucha
palabrera (cf. 1 Pe 3, 1) al bien espiritual de su marido.
De igual forma, tambin el esposo procurar ante todo honrar
a su esposa, sentirse en todo unido con ella, mostrarle agradeci-
miento, saber diluir, como quien no le da importancia, una situa-
cin embarazosa. La convivencia en tal amor les conducir espont-
neamente a unirse tambin en la oracin comn con la mayor faci-
lidad (cf. 1 Pe 3, 7). Pues realmente ambos son ya una sola cosa,
aunque todava de modo imperfecto. Viviendo as, como una imagen
viviente del amor de Cristo, no habr que esperar mucho a que sur-
jan en la conversacin los temas directamente espirituales, cuya so-
lucin ambos cnyuges buscarn de conjunto. Para que la confron-
tacin de dichos problemas produzca todo su fruto, basta solamente
que no degenere en una problemtica abstracta: es la vida cambiante
la que debe ofrecer los temas de conversacin y sus soluciones deben
desembocar nuevamente en la vida.
A todo el que haya comprendido lo que venimos diciendo sobre
el significado religioso del matrimonio, le ser fcil admitir que lo
peor es confundir el deber pastoral de los cnyuges con cuatro ad-
vertencias piadosas hechas tal vez por una mujer que ni sabe cocinar
como es debido, ni logra expresar a su esposo ese mnimo de cario
que todo hombre necesita y hasta tiene derecho a exigir. De igual
manera un esposo catlico difcilmente llegar a demostrar a su es-
posa no catlica toda la grandeza y hermosura de su fe a base de
largos razonamientos, si juntamente no cuida de sus deberes para
con la familia, y menos an si pretende ampararse en la autoridad
de la Sagrada Escritura para justificar su actitud desptica. Que co-
mience por imitar el ejemplo de humildad que nos dio el nico
Dueo y Seor de todos los hombres.
No constituye un autntico escndalo la fatalidad de que un
prroco sea un excelente predicador y cuide poco o nada de que su
parroquia se configure conforme a la imagen del amor del buen
236 El matrimonio cristiano, camino de salvacin
pastor? Si quiere que los fieles le crean, tienen que corroborar su
palabra con el testimonio de su vida. Pues lo mismo, y an mucho
ms, podramos decir de la estrecha relacin que ha de existir en el
matrimonio entre las palabras y la vida. Los esposos deben cumplir
su muto deber pastoral no a base de mucho hablar sino mediante
una vida amorosamente entregada. La mutua responsabilidad que
han contrado ante Dios debe hacerse carne y sangre en el recproco
afecto y en las innumerables cosas, pequeas y grandes, de todos
los das.
EL SERVICIO A LA VIDA, SERVICIO DE SANTIDAD Y DE AMOR
El amor ntimo, fuerte y legtimo de los esposos es aquella fuen-
te abundante de la que brota el servicio a la vida y la mejor escuela
para la educacin de los hijos. El amor entre el hombre y la mujer
est por su misma esencia orientado a expresarse de forma que sea
principio de vida para nuevos seres. Es caracterstica esencial de
este amor el ser creador. Por eso, el amor mutuo de los esposos no
puede ser realmente un camino hacia Dios, un camino de salvacin,
si los esposos no han dado en principio un s a la procreacin de la
familia, y si no renuevan valientemente ese s cada vez que la vida
llama a sus puertas y la prudencia cristiana sugiere el consenti-
miento. La manifestacin ms ntima del amor conyugal ha de ser,
al menos fundamentalmente, un s rendido al fin primordial del ma-
trimonio. Esto, claro est, no impide que cuando lo aconsejen autn-
ticas razones de responsabilidad, solamente se escojan para la unin
aquellos das que segn una gran probabilidad servirn ms para
manifestar y fortalecer el mutuo amor que para suscitar nueva vida.
Esta disposicin de los esposos a colaborar con la accin crea-
dora de Dios ha de ser considerada adems a la luz del amor re-
dentor de Cristo. Pues Cristo no solamente quiso elevar a sacra-
mento el amor conyugal en s mismo, sino tambin en cuanto que
est orientado hacia la procreacin. Caracterstica del amor de
Cristo a su Iglesia es ser infinitamente fecundo. l dio a su Iglesia
todo el poder de su palabra vivificante. En todos y en cada uno de
los siete sacramentos esa palabra se muestra eminentemente eficaz
para hacer nacer la vida de la gracia. Yes esa misma palabra, con-
El servicio a la vida
237
fiada a la Iglesia, aquella preciosa semilla que, en virtud del amor
de Cristo y de la Iglesia, produce el ciento por uno en beneficio de
toda la humanidad. La Iglesia no sera autntica esposa de Cristo si
no pusiera el mayor empeo en procrear sin descanso nuevos hijos
mediante su palabra y los sacramentos. La Iglesia es madre fecun-
da, que se alegra por el nacimiento de sus hijos y consagra todo su
cario pastoral a la educacin de los recin nacidos por el bautismo
hasta que alcancen la madurez en Cristo.
ste es el ejemplo que tiene que imitar el matrimonio cristiano,
ese gran misterio (sacramentum) en vistas a Cristo y a la Iglesia
(Ef 5, 32): los esposos que sinceramente se aman y se unen con
amor verdadero, desean verse prolongados en sus hijos que son
prueba, fruto y objeto de su perenne amor. Esto, hay que repetirlo,
no supone que toda unin conyugal haya de ir motivada explcita-
mente por el deseo de suscitar familia. El acto matrimonial es ex-
presin de amor. Pero precisamente por ser expresin de amor con-
yugal y en la medida en que lo desea, deber ir acompaado de un
sentimiento de responsabilidad respecto de los dones recibidos de
Dios, lo cual supone prontitud para subordinar ese acto al servicio
de la vida y a la educacin de los hijos.
Si el amor conyugal es verdaderamente esto, copia del amor fe-
cundo entre Cristo y la Iglesia, ser tambin camino de salvacin
y santificacin, camino de sacrificios pero tambin de grandes ale-
gras, proteccin segura contra todas las argucias del degenerado
egosmo.
Pero no basta el hecho de dar la vida a los hijos para que los
esposos alcancen en el matrimonio su salvacin. Pablo escribe as de
la esposa cristiana: Se salvar por su maternidad, con tal que per-
severe en la prctica de la templanza, en la fe, en la caridad, en la
tendencia a la santidad (1 Tim 2, 15). Hay quienes lanzan al mun-
do una plyade de hijos, pero no guardan la noble moderacin de la
templanza. En el acto de la generacin se dejan arrastrar nica-
mente de sus instintos, y luego se preocupan muy poco de la edu-
cacin de sus hijos. Los esposos cristianos no centran todo su afn
en el mero dar la vida a muchos hijos. Ven que su deber principal
es colaborar en la regeneracin de los que han recibido la vida na-
tural haciendo que reciban tambin la vida de la gracia y que sean
educados como hijos de Dios.
238 El matrimonio cristiano, camino de salvacin
La solidaridad de los cnyuges en la tarea de su salvacin, su
caminar juntamente hacia Dios, su lucha comn por lograr aquella
perfecta comunidad impuesta en el sacramento del matrimonio,
constituye el fundamento decisivo en que se apoya su responsabili-
dad por la educacin y vida religiosa de los hijos. Ellos son los pri-
meros y ms importantes guas del alma de sus hijos, muy por
encima del prroco y del confesor. El sacramento del matrimonio
impone a los padres cristianos el santo deber de preceder a sus
hijos en el camino de la santidad. sa ser la mejor manera de que
stos lo aprendan. La condicin decisiva para una buena educacin
es que los padres se amen realmente entre s. Pues slo cuando los
padres son por el amor una sola cosa pueden colaborar con xito en
la accin creadora de Dios. La unin de los esposos no debe ser un
episodio aislado en medio de una vida de frialdad y alejamiento: ha
de ser ms bien el centro que todo lo ilumina y mantiene. La unidad
en un amor que viene de Dios y que se manifiesta en toda la vida
familiar, conducir a los esposos y a sus hijos hacia Dios.
Cuando los esposos cumplen amorosamente su mutuo deber pas-
toral, podrn tambin proponer a sus hijos con toda eficacia el men-
saje de la buena nueva. Esta funcin pastoral ante los hijos contri-
buir por otra parte a hacerles crecer en su amor a Dios. En el
fondo, pues, lo que cuenta siempre es el amor, un amor que incan-
sablemente se purifica y se santifica en virtud de la gracia de Cristo.
El amor conyugal necesita de una noble moderacin, si quiere
realmente ser un trasunto del amor de Dios, si los esposos quieren
hacer de su unin un s rendido, lleno de religiosa adoracin al amor
de su creador y redentor. Esta noble moderacin les dar forta-
leza para actuar con energa y bondad en la tarea de educar a los
hijos. Esa noble moderacin en la entrega y en la renuncia que
impone el amor es el golpe de gracia al sucio egosmo. Existe todo
un arte de cultivar el amor, que consiste en un esfuerzo incansable
por hacerlo ms limpio, por hacerse ms dueo de s a fin de entre-
garse ms plenamente a los otros. Solamente quienes han conocido
esta purificacin podrn cumplir la exhortacin del apstol: No
deis pie a la ira de vuestros hijos, sino ms bien educadlos con
noble moderacin segn *% ejemplo del Seor (Ef 6, 4).
Cada vez que nos ponemos a meditar sobre el sacramento del
matrimonio, volvemos siempre a la misma verdad: la religin es
Matrimonio y piedad sacramental
239
vida, plenitud de vida clida. Qu lamentable error si los esposos
cristianos se imaginaran que su amor a Dios, su tendencia a la san-
tidad, era una cosa ms, al margen de su amor conyugal, al margen
de su comn responsabilidad respecto de los hijos, al margen de las
cargas y alegras de cada da. Nada de eso: la misma vida matri-
monial, santificada por el sacramento, es esa santa realidad que
contiene en s la gracia necesaria para santificar a los hombres.
MATRIMONIO Y PIEDAD SACRAMENTAL
El s sacramental ante el altar tiene todo el carcter de un voto
religioso. Es un santo juramento de cara a aquel amor fiel con que
Cristo am a su Iglesia y la santific por su oblacin amorosa. Aquel
s que es el elemento esencial del matrimonio, del sacramento, es
para los contrayentes un s nacido de la confianza en el poder del
amor que Cristo manifest en la cruz. Aquel amor de Cristo a la
Iglesia, que lleg al mximo en la aceptacin de muerte tan igno-
miniosa, alcanz su gran victoria por la resurreccin. El matrimonio
es un sacramento por haber sido revestido de la fuerza y de la efica-
cia del sacramento original, es decir, del amor entregado y victorioso
que une a Cristo con su Iglesia. He aqu por qu la raz definitiva
de la obligacin de permanecer los esposos fiel e indisolublemente
unidos hasta la muerte, est precisamente en la unin amorosa entre
Cristo y la Iglesia. La fe en este misterio, del cual deben ser ellos
testigos, dar a los esposos fortaleza para confiar en los momentos
de tribulacin uno en el otro, volviendo seguros los ojos hacia el
da de la vuelta de Cristo en el que habrn de alcanzar pleno cum-
plimiento tanto el amor entre Cristo y la Iglesia como todo amor
santificado por Cristo.
Hemos dicho que el centro del matrimonio cristiano est en el
amor salvador de Cristo a su Iglesia. ste es su sacramento original
y la fuente de gracia para los esposos. Consideremos, pues, el ma-
trimonio a la luz de los otros seis sacramentos, porque en todos
ellos encontramos nuevas facetas de este gran misterio de la alianza
amorosa entre Cristo y la Iglesia.
240 El matrimonio cristiano, camino de salvacin
Matrimonio y bautismo
En el centro de la maravillosa exposicin que hace san Pablo del
matrimonio cristiano, se alude junto al sacrificio de Cristo en favor
de su Iglesia, al bao en la palabra. Es una forma de nombrar el
bautismo. Esposos, amad a vuestras mujeres como Cristo am a la
Iglesia y se entreg por ella a fin de santificarla y purificarla me-
diante el bao de agua en la palabra. El bautismo debe recordar
en todo tiempo a los esposos cristianos que el modelo de todo amor
conyugal es el amor de Cristo a la Iglesia, amor entregado, amor pu-
rificador, santificador y fecundo. Por el bautismo Cristo constituye
a su Iglesia madre de los vivientes.
El bautismo fue el paso decisivo de incorporacin de los esposos
a la nueva y eterna alianza del amor de Dios a los hombres: El bau-
tismo les hizo miembros del pueblo de la alianza. En virtud de esta
incorporacin y de esta nueva dignidad, pueden los esposos consi-
derar su alianza matrimonial como una participacin de la alianza
santa y vivificante entre Cristo y la Iglesia. Este valor y significado
profundo del sacramento del matrimonio est sensiblemente expre-
sado en el rito sacramental, cuando los contrayentes pronuncian su
s ante el altar, que representa a Cristo, y ante el sacerdote y los
testigos, representantes del pueblo de Dios.
El deber de fidelidad que nos impone el carcter y la gracia del
bautismo y que nosotros juramos en nuestras promesas bautismales,
encuentran en la fidelidad conyugal una manera particular de expre-
sin. El amor fiel de los esposos entre s y la fidelidad de ambos a
Cristo amndose segn la voluntad de Dios, es un himno de ala-
banza a la fidelidad de Cristo a la Iglesia y asimismo una prolonga-
cin de la fidelidad de la Iglesia a Cristo.
Matrimonio y confirmacin
Por la <phfirmacin recibe el bautizado la gracia del Espritu
Santo en colmada plenitud, a fin de transformarse en testigo de la fe
y de aquel mismo amor que Cristo, en virtud del Espritu Santo,
mostr a su Iglesia. El Espritu Santo es el don del amor personal,
Matrimonio y piedad sacramental 241
es el vnculo del amor. En l y por l es la Iglesia cuerpo de Cristo.
El Espritu es el vnculo de unin entre los miembros de la Iglesia.
Si stos corresponden fielmente a la ley del Espritu, podrn tam-
bin dar ante el mundo el testimonio de su unin y pertenencia a
Cristo.
La amorosa solidaridad de los esposos en su bsqueda de la
santidad y en general en todas las santas empresas de su vida conyu-
gal, no puede ser sino fruto del Espritu Santo. De esta forma, la
unidad de los esposos representa una parte no despreciable del tes-
timonio de unidad que la Iglesia debe dar ante el mundo a fin
de que ste conozca que el Padre nos ha enviado a su Hijo amad-
simo y nos ha amado como a hijos suyos (cf. Jn 17, 23).
La palabra griega que nosotros traducimos por testimonio, mar-
tyrion, nos lleva a pensar en el misterio pascual del amor de Cristo
triunfante a travs del sufrimiento y de la muerte, as como tambin
nos recuerda el testimonio sangriento de tantos mrtires. Todos
los sacrificios y renuncias que han de imponerse los esposos para
conservar la castidad conyugal y la mutua fidelidad, a pesar de las
mltiples pruebas y disgustos de la vida, son testimonio claro de
una vida interior de la fe alimentada de la fuerza del Espritu Santo.
se es el verdadero apostolado de los casados. Ah tienen el medio
excelente para purificar ms y ms su fe y su amor a Dios, y para
extender y robustecer la fe en sus hijos y en todas las personas de su
familia y ambiente.
El Espritu Santo es el don del amor personal. Los esposos han
de dejarse transformar por el don del Espritu, pues slo as podrn
entregarse uno al otro con un amor sacrificado, fuerte y profundo.
Toda su vida, e incluso los actos ntimos de la unin conyugal par-
ticiparn de la fuerza liberadora del amor que llev a Cristo a en-
tregarse en la cruz. Solamente este don del Espritu puede ensear-
nos a considerar las exigencias y preceptos de la voluntad divina
a la luz de los dones de la gracia: que Dios no pide sin haber dado
primero. En virtud de la gracia de la confirmacin llegarn los es-
posos a solucionar el problema tan acuciante del nmero de hijos
que les pide el Seor: Dios nos ha dado tanto, luego bien pensado
todo, podremos tener y educar tantos y tantos hijos.
242 El matrimonio cristiano, camino de salvacin
Matrimonio y penitencia
En el sacramento de la penitencia purifica el Seor a su Iglesia
de todas sus manchas. Purifica y fortalece el amor de la esposa que
se esfuerza por responder al amor del Seor con un amor cada da
ms perfecto. Los esposos, y con mayor razn los mejores, sienten
vivo dolor al comprobar qu lejos estn todava del ideal del per-
fecto amor. Hablamos de amar con todo el corazn, pero nuestro
amor no es sino un amor incipiente, amor que lucha y se esfuerza
por purificarse muy poco a poco. En el mejor de los casos, nuestro
amor no alcanzar sino el grado de perfeccin que tiene el amor de
la Iglesia peregrinante sobre la tierra en marcha hacia el perfecto
amor de la gloria. Qu frecuentemente se apodera aun de los es-
posos cristianos el desaliento en vista de la propia debilidad o de
las faltas advertidas y cuan dolorosamente en el amor del con-
sorte. Es preciso que entonces pongan toda su esperanza nicamente
en la virtud purificadora del amor de Cristo, como la Iglesia la pone
tan slo en el amor paciente, magnnimo y fiel de Jesucristo.
La recepcin del sacramento de la penitencia significa para los
esposos una continua renovacin del s mutuo que se dieron ante el
altar y que ambos juntamente dieron a las leyes santas del Creador
y Redentor. Recibiendo dignamente este sacramento ratifican ante
Dios, ante la Iglesia, y ante s mismos, su firme voluntad de crecer
en su amor a Dios y en el amor mutuo.
La noble confesin de los esposos en la presencia de Dios nos
lleva a pensar en la exhortacin del apstol Santiago: Confesaos
mutuamente vuestras faltas y rezad unos por los otros a fin de al-
canzar la curacin (Sant 5, 16). Claro que no siempre ser posible
en todos los matrimonios que ambos esposos se manifiesten mutua-
mente sus faltas tal como han de manifestarlas al sacerdote en la
confesin. Pero al menos podrn y debern reconocer humildemente
su culpa er 'as molestias que han ocasionado al otro consorte. Sera
incomprensible que se esforzasen en defender como justo y bueno
ante el otro lo que acaban de confesar como pecado ante el sacer-
dote. La dignidad del sacramento exige esta absoluta sinceridad aun
fuera del mbito estrictamente sacramental.
Hoy da ha llegado a convertirse en prctica casi universal el
Matrimonio y piedad sacramental
243
que los prometidos vayan juntos a confesar antes de que mutua-
mente se administren el sacramento del matrimonio mediante el s
ante el altar. Experimentan as sensiblemente que el principio de una
vida feliz y santa en el matrimonio viene de la palabra de paz que
el Seor les dirige en el sacramento del perdn. Limpindoles de
todos los obstculos que les impiden caminar en su perfecto amor,
les limpia tambin el Seor de todo aquello que podra disminuir o
desvirtuar la alegra y dignidad de su pacto matrimonial.
Sera ideal que, a ser posible, los casados sealasen sus das
para acercarse juntos al sacramento de la penitencia. De esa manera
se haran ms conscientes del deber de luchar juntos por el progreso
en el amor de Dios, y experimentaran tambin juntos el gozo de la
misericordia divina. Si los esposos tienen tanto que sufrir por las
faltas del otro cnyuge y por las deficiencias propias, qu mejor que
saberse perdonados y que poder perdonar con la absolucin y per-
dn del mismo Dios.
Matrimonio y eucarista
Los bautizados poseen el preciado derecho de concelebrar la eu-
carista. Es el signo de su pertenencia a la amorosa alianza entre
Cristo y la Iglesia, la cual celebramos en este santo sacrificio. Con-
celebrar activamente la eucarista viene a ser como repetir sin des-
canso un s de gratitud por nuestra vocacin cristiana, un ratificar
nuestros compromisos dentro de la nueva y eterna alianza y un
vivir segn su ley y gracias a su virtud.
En la recepcin vlida y digna del sacramento, pronuncian los
contrayentes un s solemne a las santas disposiciones del Creador
y Redentor para el matrimonio y la familia. ste s, de carcter esen-
cialmente sacramental, no puede sino contribuir a una participacin
ms honda de la nueva y eterna alianza amorosa entre Cristo y la
Iglesia. As pues, cuando los esposos concelebran juntamente la eu-
carista, estn por el mismo hecho renovando no slo su s a su
vocacin cristiana general dentro del pueblo de Dios, sino tambin
el s a su vocacin particular como miembros ligados por una alian-
za matrimonial. En esta celebracin conjunta y en la comunin re-
cibida tambin juntamente, va incluido el deber y la promesa de
244 El matrimonio cristiano, camino de salvacin
perseverar unidos en el amor de Cristo y de ser uno para el otro
estmulo y reflejo de este amor mediante una vida conyugal verda-
deramente amante y fiel que se traduzca en las mil ocasiones de cada
da, a la hora del amor, a la hora de la comida, en la paciencia para
soportarse mutuamente.
Matrimonio y orden sagrado
Matrimonio y orden sagrado son los dos sacramentos que fun-
dan estado. No son dos sacramentos que subsisten uno junto a otro
desligados e independientes, sino que son el uno para el otro. Ambos
fundan la obligacin de un santo deber para la edificacin del cuerpo
mstico de Cristo. El santo respeto ante el sacramento del matrimo-
nio mantiene en los esposos cristianos el sentido para comprender la
naturaleza del sacerdocio general de los fieles cuya ms noble y su-
blime funcin se desarrolla precisamente en el seno de la familia
cristiana. Por su parte el sacerdote debe hacer cuanto est en su
mano para que la familia cristiana cumpla su misin religiosa de ser
casa de oracin y clula fundamental en el apostolado comn de los
fieles.
Matrimonio y santa uncin
Los esposos se juran fidelidad hasta que la muerte nos separe.
La muerte ser, pues, el sello de su perfecta fidelidad. La uncin de
los enfermos es un sacramento destinado a conferir a una situacin
tan decisiva como es una enfermedad grave todo su sentido y fecun-
didad religiosos. En esa situacin lmite entre la muerte y la vida, la
uncin despierta en todo su vigor la esperanza cristiana, una espe-
ranza que mira la vida temporal a la plena luz de la vida eterna.
Adems, la iicin ayuda al cristiano a expiar sus pecados y as le
santifica para el ltimo y decisivo s a la voluntad amorosa de Dios.
La uncin de los enfermos y el vitico disponen al cristiano agoni-
zante para celebrar eternamente en la Jerusaln celestial el desposo-
rio amoroso entre Cristo y la Iglesia.
Cuando para uno de los cnyuges llega el momento de recibir
los ltimos sacramentos, normalmente ser el otro cnyuge el que
Educacin sacramental 245
le advierte de la seriedad de su estado y el" que le ayuda a pronun-
ciar el s ltimo y decisivo que recoge el eco del s de las promesas
bautismales y del s dado al contraer el matrimonio ante el altar.
Ante el lecho del cnyuge moribundo comprenden ambos espo-
sos con toda claridad el sentido supremo de su vida y de su lucha en
comn: ir juntos hacia Dios; una prueba y purificacin de su amor
a Cristo y de su amor mutuo, y en definitiva una preparacin para
el festn eterno del amor perfectsimo del cielo.
La piedad sacramental de los esposos ha de ir marcada con este
distintivo peculiar de considerar todos los sacramentos a la luz del
sacramento propio de su estado. De esta manera llegarn a descubrir
por el mejor camino bellezas siempre nuevas en el sacramento del
matrimonio.
EDUCACIN SACRAMENTAL DE LOS HIJOS
La proclamacin ms profunda y eficaz de la ley de Cristo
nos la ofrecen los sacramentos de la nueva ley. Esta comproba-
cin es el eje de este libro y como el meollo de la predicacin moral
del Nuevo Testamento. Otro centro no puede tener la educacin
cristiana de los nios en el seno de la familia sino este de la piedad
sacramental. Pues la familia es en s misma un sacramentum eccle-
siae, una representacin sacramental, una imagen de la Iglesia.
Nada mejor que esta orientacin sacramental en la educacin
familiar para liberar a la familia de un moralismo de cuo laicista
hoy especialmente peligroso. Al mismo tiempo aseguramos a la edu-
cacin los valores de la unidad, consiguiendo que los nios empiecen
a vivir ya desde pequeos de lo que ha de ser el sostn de su piedad
adulta y que vivan de las mismas realidades que alimentan la vida
religiosa de sus padres. Una vez ms: la religin es vida.
Educacin bautismal
El bautismo de los adultos ha de ir precedido necesariamente de
un largo catecumenado. El nefito debe conocer bien la grandeza
de la gracia que le confiere el sacramento del bautismo. Al dar su s
a las promesas bautismales tendr plena ciencia y conciencia de los
246 El matrimonio cristiano, camino de salvacin
debers que para su vida nacen de esa misma gracia. Cuando, como
en el derecho actual, est estrictamente ordenado que el nio sea
bautizado lo antes posible, recae sobre la madre Iglesia el deber
sagrado de explicar al nio poco a poco esa verdad; pero tambin
lo ms pronto posible, es decir tan pronto lo permita su desper-
tar al uso de razn, le descubrir el sentido de la realidad bautismal
inscrita en su existencia. En esto, los padres representan a la Iglesia
y ellos dan las garantas de que el bautizado recibir la adecuada
catequesis bautismal. Por la misma razn un nio que no ha alcan-
zado el uso de razn no puede, excepto en el caso de inminente peli-
gro de muerte, ser bautizado si no es con el consentimiento de sus
padres o tutores (al menos de uno de ellos), los cuales responden
de la educacin cristiana del nio
x
. En esta catequesis postbautismal
el papel de los padres es capital.
La educacin bautismal ha de partir del dogma de fe definido
solemnemente en el concilio de Trento: Los bautizados estn obli-
gados pOT el mismo bautismo no solamente a dar la respuesta de su
fe, sino tambin al cumplimiento de toda la ley de Cristo
2
. ste
ha de ser el principio de toda la instruccin religiosa del nio: papel
bsico del bautismo como sacramento de la fe que define la ac-
titud del creyente, y como sacramento de la nueva ley que deter-
mina el talante tico-moral del cristiano.
Lo primero, sin duda, ha de ser el evangelio del sacramento de
la fe: los padres debern lo antes posible, de manera autntica-
mente paternal y maternal, acomodndose a la capacidad del nio,
revelar a ste las grandes maravillas que el bautismo ha obrado en
su alma: cmo Cristo por medio de la Iglesia ha pronunciado en su
favor la palabra de salvacin; cmo por el bautismo ha empezado
a ser verdaderamente hijo de Dios; cmo su vida no ha de ser ya
ms que un s creyente y agradecido a la gracia de Dios; cmo los
padres juntamente con los padrinos y con toda la comunidad parro-
quial, hicieron en su lugar la profesin de fe y pronunci por l las
promesas del bautismo; cmo desde aquel momento han quedado
ellos obligados a trabajar para que su fe se hiciese consciente, vital
y alegre. De esta manera los padres ayudarn al nio a considerar
todos los misterios de la fe a la luz de su bautismo.
1. Cf. CIC, canon 750.
2. Dz 863.
Educacin sacramental
247
Igual que la fe, tambin el s a la ley de Cristo se funda para el
bautizado en la realidad de su bautismo. Por eso la formacin tica
del bautizado ha de partir de la meditacin de este sacramento de
la nueva ley. Los padres cristianos pondrn los ojos en la pedagoga
quesigue la madre Iglesia durante la semana pascual. Una y otra vez
nos exhorta a prolongar y cumplir en la vida los santos misterios
que celebramos en la liturgia, es decir el misterio pascual que para
nosotros se actualiza en los sacramentos del bautismo, de la confir-
macin y de la eucarista. ste es el tema constante de las oraciones
de esos das. De igual manera, los padres cristianos carguen todo el
acento de la instruccin cristiana que transmiten a sus hijos en el sa-
cramento, esto es, en Cristo que es en persona nuestra vida y nues-
tra ley.
De todo lo dicho se deduce claramente que cuando hoy da mu-
chos obispos insisten en que normalmente asistan a la gran fiesta del
bautismo de sus hijos los padres junto con otros parientes y si es
posible con toda la familia, se trata de algo ms que de montaT un
espectculo litrgico. Est mandado que el bautismo se celebre lo
antes posible, y esto ha de entenderse lo ms pronto que a la ma-
dre le sea posible asistir. Pues por encima de los padrinos son los
padres testigos cualificados de ese gran acontecimiento. La ceremo-
nia bautismal debe grabar indeleblemente en sus almas la convic-
cin de que su misin ms bella est en exponer a sus hijos el alegre
mensaje de las maravillas que Dios ha obrado en ellos por el bau-
tismo.
Educacin pentecostal
Si el nio ha logrado comprender de una manera adaptada a su
mentalidad infantil que la vida cristiana no est bajo el rgimen de
preceptos arbitrarios, sino que es el seguimiento de la ley de Cristo
en virtud de la gracia recibida en el bautismo, ha alcanzado ya lo
esencial del catecumenado de la confirmacin. Cuando el nio llega
a sentir que la raz y principio de la vida cristiana no puede ser sino
la respuesta agradecida a los dones de Dios, segn expresa el texto
de la Sagrada Escritura que debiramos hacer lema de vida Qu
podr dar al Seor por todos los dones que l me ha concedido?,
est ya realmente preparado para la confirmacin; ese nio enten-
248 El matrimonio cristiano, camino de salvacin
der tambin de algn modo cmo en la confirmacin completara
el Espritu Santo con la plenitud de sus dones la obra de santifica-
cin comenzada en el bautismo. Comprender cmo el Espritu, qu
e
es don en persona, otorga al alma con sus dones renovada alegra
y fresco valor para la lucha. Comprender, en fin, cmo a la larga
no se puede mantener el alma abierta a los dones del Espritu Santo
si no se vive entregado a los dems e interesado por el problema de
la eterna salvacin de nuestros prjimos.
Una educacin pentecostal exige adems que los padres no se
contenten con la obediencia puramente exterior de sus hijos: la
gracia de la confirmacin requiere una educacin orientada a con-
seguir la libertad de los hijos de Dios y una autntica madurez bajo
la ley de la gracia.
Tambin aqu es preciso insistir en la conveniencia de que los
padres participen, a ser posible, en la ceremonia de la confirmacin
de sus hijos. No basta que intelectualmente alcancen el sentido de
este sacramento: estn llamados a participar del gozo del Espritu
a la vista de la gran maravilla que el sacramento de la confirmacin
realiza en sus hijos y de los deberes que su recepcin les impone.
El sacramento de la confirmacin es para el nio el principio de una
vida segn del Espritu que ha de conseguir su madurez y sus frutos
no sin la ayuda de los padres. Las obligaciones pastorales de stos
respecto de los hijos son anteriores a las del mismo sacerdote con-
sagrado. Antes que l y juntamente con l, compete a los padres el
santo y hermoso deber de introducir con la palabra y con el ejem-
plo a sus hijos en la ley del Espritu de vida en Cristo Jess. Nadie
mejor que los padres para ensear al nio cmo la personalidad del
cristiano se afirma en el s creyente a las disposiciones de la divina
providencia y a las iluminaciones interiores del Espritu Santo.
Educacin eucarstica
El bautismo nos capacita para celebrar un da el eterno festn
del amor en el cielo. Por eso, est esencialmente ordenado hacia la
eucarista en la cual celebramos la"nueva y eterna alianza hasta
que vuelva el Seor, esto es, hasta que esta alianza logre su pleno
cumplimiento. El cuidado de los padres porque sus hijos vivan cons-
Educacin sacramental
249
cientes de la gracia bautismal, constituye ya de suyo una parte de
la educacin eucarstica. sta, a su vez, es el meollo y la cima de la
educacin religiosa que deben dar los padres catlicos a sus hijos.
No podra ser de otra manera al constituir la eucarista el centro de
nuestra vida de fe.
Por derecho divino y por decisin expresa de la legislacin ecle-
sistica, la preparacin al primer encuentro con Cristo en la sagrada
comunin y a la recta participacin en el santo sacrificio de la misa
es un deber que incumbe ante todo a los padres. Padre y madre,
y toda la familia, han de contribuir a esta preparacin, naturalmente
contando siempre con el sacerdote y colaborando con l. Pero no ol-
viden que el cometido sacerdotal es en este caso subsidiario tan slo,
limitado a orientar y completar la actuacin de los padres.
Cuando los padres toman con empeo e inters este deber, cen-
trando toda la educacin de sus hijos en la eucarista, lograrn fru-
tos mucho ms apreciables y duraderos que los que puede conseguir
el prroco en uno o dos meses de catequesis especial para los nios
de primera comunin, por muy slida y perfecta que sta pueda ser.
La familia proporciona ante todo al nio la comprensin directa
del principal smbolo eucarstico, que es la imagen del banquete fa-
miliar. El nio puede comprender intuitivamente cmo recae sobre
el padre el deber de trabajar con todas sus fuerzas para conseguir el
pan de todos los miembros de la familia; cmo la madre pone todo
su arte y amor en la preparacin de los alimentos a fin de mostrar
as al esposo su gratitud y a los hijos su solicitud maternal, creando
un clima de amorosa comunidad. Qu fcil resulta entonces a los
padres partir de esta realidad tan a la mano para despertar en el
nio el inters por el banquete eucarstico y para ensearle a com-
prender su sentido: cmo tambin all, en el altar, recibimos el ali-
mento gracias al amor de nuestro Redentor que se entreg por nos-
otros, gracias al cuidado amoroso de la madre Iglesia, en medio de
la alegra de todos los hijos de Dios sentados a la mesa de la gran
familia. En este campo as dispuesto qu palabra puede caer con
ms eficacia que la de los padres?
Los nios se entusiasman con las aventuras de los hroes. Estu-
dios especiales de psicologa infantil han demostrado que la figura
del hroe est encarnada ante todo por el padre, la de la herona por
la madre. Cuando la educacin eucarstica de los hijos se confa ex-
250 El matrimonio cristiano, camino de salvacin
elusivamente al prroco o a las religiosas, fcilmente se grabar en
las capas ms hondas de la conciencia infantil la impresin de que
la religin es algo al margen de la vida. Si encima el nio no oye
hablar de la eucarista hasta que asiste en la escuda a las clases de
religin, sus ideas sobre este santo misterio central de nuestra fe
irn cargadas con los inconvenientes que tiene siempre la instruc-
cin escolar. Es preciso que la primera instruccin la reciba el nio
de sus padres, que son los llamados a introducir a sus hijos, desde
muy pequeos, en la comprensin del misterio eucarstico. Slo as
podr caer la palabra del sacerdote sobre terreno propicio.
Pero no basta con la preparacin a la primera comunin. La edu-
cacin eucarstica ha de proseguirse en el seno de una vida familiar
centrada en la eucarista.
El cumplimiento de este derecho primordial de los padres, de
preparar a sus hijos a la primera comunin, proporciona no sola-
mente a los nios sino tambin a los padres, preciosas experiencias
religiosas que de ninguna manera se podran suplir por otros me-
dios. Particularmente en nuestros das, este ambiente eucarstico, que
se aviva en la familia cuando uno de los nios se prepara con la co-
laboracin de todos a recibir por vez primera al Seor sacramentado,
est llamado a desarrollar un papel de capital importancia: el tre-
mendo cambio de estructuras verificado en la moderna sociedad ha
descargado a la familia de muchas funciones puramente materiales,
dejando as ms amplio lugar a la funcin espiritual de la familia
como comunidad de amor. Ahora bien, sta no podr a la larga sub-
sistir en s misma sin peligro de degenerar en mero sentimentalismo
o en una estrechez de miras que daar a la misma relacin mutua
de los miembros de la familia entre s y con las familias circundan-
tes. La familia como comunidad amorosa ha de encontrar su funda-
mento y su cometido ms noble en el cumplimiento de su funcin
religiosa. Yesta funcin ha de ir presidida por el misterio eucarstico
que es eje de nuestra vida cristiana: centrada en el altar, la familia
se sentir verdadera comunidad de salvacin, comunidad en perenne
actitud de adoracin ante el Seor que se inmola y permanece en la
eucarista.
Cuando el padre y la madre asocian su esfuerzo para lograr que
sus hijos penetren en el misterio eucarstico y cuando de hecho les
acompaan ellos mismos a la sagrada mesa, sentirn ms honda-
Educacin sacramental 251
mente su deber pastoral recproco. Unindose en sus deberes hacia
los hijos, se sentirn asimismo compenetrados en la responsabilidad
pastoral que incumbe a cada uno respecto del otro consorte.
Abundan hoy da los propagandistas impos o prcticamente
ateos que se preocupan de advertir a los padres de su responsabi-
lidad social en el problema de la procreacin: un matrimonio ver-
daderamente responsable debe limitarse a un hijo, cuando ms a
dos. Las razones proceden evidentemente del orden puramente terre-
no: un nmero mayor de familia no permitir mantener un desaho-
gado nivel de vida. De ah el continuo argumento: Qu porvenir
aguarda a los nios de hoy en medio de una lucha tan cruel por la
existencia, sobre todo cuando son muchos hermanos en la familia?
Pero de suyo, por esta regla de tres, no se podra obligar a padres
descredos a tener ni un solo hijo.
Los padres slidamente cristianos, que toman sobre s el deber
de educar cristianamente a sus hijos, en lo cual se entiende de modo
especial el deber de prepararles a la primera comunin y alimentar
en ellos la piedad eucarstica, saben bien cmo responder a la pre-
gunta sobre el porvenir que esperan para sus hijos: aun en medio de
las difciles circunstancias de nuestro tiempo, lograrn darles la fe
y la vida eterna disfrutando de un amor y de una felicidad sin l-
mites.
Educacin del sentido de penitencia
En la educacin eucarstica va incluida la preparacin de los
nios a recibir fructuosamente el sacramento de la penitencia. Si des-
de el principio se preocupan los padres de tomar sobre s esta tarea,
en ntima colaboracin con el sacerdote, no slo se preparar el nio
a recibir debidamente la primera absolucin, sino que recibir una
ayuda importantsima para librarse en el curso de su vida de un
fatal formalismo. De la manera ms natural pueden los padres en-
sear al nio a llevar toda su vida cotidiana noble y espontnea-
mente al sacramento de la divina misericordia. La confesin de los
nios tendr as la gran cualidad de una inapreciable espontaneidad
y ser algo realmente vital. Al ensear a los nios cmo el sacra-
mento de la penitencia nos da una subida leccin de perdn y del
valor del sacrificio, despiertan en sus hijos los sentimientos de mise-
252 El matrimonio cristiano, camino de salvacin
ricordia y les van formando en el espritu de abnegacin y sacrificio.
Simultneamente, padres e hijos lograrn profundizar en la mutua
comprensin, al reconocer que ninguno es todava perfecto. Lo mis-
mo cabe decir de las relaciones de los esposos entre s. Colaborando
ambos en la educacin de los hijos aprendern a perdonarse mutua-
mente sus defectos y a reconocer humildemente sus faltas. Es un ca-
mino excelente para construir un amor a base duradera y una mutua
comprensin.
La eleccin de estado a la luz de los sacramentos
La eleccin de un estado o profesin es asunto que en definitiva
corresponde solucionar a los mismos hijos. Pero los padres tienen el
deber de ayudarles en esta eleccin guiados por la fe. La educacin
pentecostal tiende a formar la conciencia para que considere siem-
pre la profesin, incluso la profesin puramente temporal, a la luz
del reino de Dios y del servicio a la salvacin de los dems hombres.
Mediante el ejemplo y mediante sus palabras, deben los padres des-
cubrir a sus hijos el sentido de la vocacin al matrimonio. Una fa-
milia cristiana es el pilar ms importante del catecumenado o pre-
paracin prematrimonial.
Pero para que los nios puedan escoger de verdad libremente el
camino del matrimonio, tienen los padres igual obligacin de ayu-
darles a comprender el sentido de la vocacin a la virginidad. Tam-
bin este aspecto forma parte de ]a educacin de los jvenes en la
eleccin de estado, y no solamente como camino abierto al que no
quiere seguir el del matrimonio, sino como una posibilidad valiosa
y que ha de ser considerada en s misma.
La familia es una reproduccin de la Iglesia a escala reducida.
Es una Iglesia en pequeo, como deca san Juan Crisstomo.
Cmo, pues, no habr de fomentar una elevada estima de la voca-
cin al sacerdocio? Las familias genuinamente cristianas constituyen
el mejor semillero de vocaciones sacerdotales y religiosas.
Oh, Dios bondadossimo, desde el principio quisiste hacer del
matrimonio un smbolo de tu amor a la humanidad y luego lo ele-
vaste en la plenitud de los tiempos a signo eficaz de la gracia e ima-
Educacin sacramental
253
gen de tu nueva y eterna alianza de amor. Haz que los esposos cris-
tianos comprendan su noble vocacin de manera que unidos se sien-
tan dispuestos a cumplir alegremente los deberes del sacramento del
matrimonio. Aydanos a todos a colaborar con nuestras palabras y
con nuestras empresas apostlicas a que nuevamente sea reconocido
por la opinin pblica el valor del matrimonio: que el amor a los
hijos, la unidad, indisolubilidad y santidad del matrimonio sean nue-
vamente defendidas y apreciadas.
NUEVO SENTIDO DE LA MUERTE A LA LUZ
DE LOS SACRAMENTOS
Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Seor. El la-
brador espera pacientemente los frutos preciosos de la tierra; es-
pera pacientemente las lluvias tempranas y las tardas. Tened vos-
otros tambin paciencia y manteneos firmes de corazn, pues la
venida del Seor est ya cerca.
Si alguno de entre vosotros tiene algo que sufrir, que ore. Si
alguno est alegre, que entone alabanzas a Dios. Si alguno est
enfermo, que haga llamar a los ms ancianos de la comunidad,
para que recen por l y le unjan con leo en el nombre del Seor:
la plegaria de la fe ayudar al enfermo y el Seor le resucitar;
y los pecados que. haya cometido se le perdonarn (Sant 5, 7s;
5, 13-15).
Max Scheler, el clebre filsofo, haba concluido su discurso
inaugural en la Universidad de Francfort con este anuncio: Maa-
na, seoras y seores, hablaremos de la muerte. Una gran expecta-
cin dominaba al da siguiente toda el aula magna en espera del
gran pensador. Pero en su lugar aparece un bedel de la universidad
para hacer esta escueta declaracin: El profesor Scheler acaba de
morir. Cuando estaba desayunando se sinti presa de un ataque
de corazn. De esta forma habl a sus discpulos de la muerte, de
su propia muerte y del misterio de la muerte en general, con un len-
guaje ms impresionante y comprensible de lo que haba podido
pensar el da anterior.
Para hablar con seriedad y sinceridad de la muerte, hemos de
Actualidad de la muerte del Seor 255
tener presente nuestra ltima hora. Hace falta valor para mirar
de frente el ineludible final de nuestra vida. Y, como cristianos, ne-
cesitamos ms: hay que abarcar con la fe todo lo que para nuestra
propia muerte significa la muerte de Cristo.
. l, el nico que es la vida y nos habl palabras de vida eterna,
y que con incomprensible anonadamiento quiso tomar sobre s la
misma muerte, nos da profundas lecciones sobre el misterio final de
nuestra existencia. Y sus lecciones no son palabras inertes llegadas
de otros tiempos. Cristo nos habla sobre la muerte a travs del
hecho de su propia muerte. Igual que la muerte del profesor impre-
sion a los oyentes mucho ms que les hubieran impresionado sus
palabras, tambin la muerte de Cristo es para nosotros una ensean-
za inmediata, una leccin palpitante.
ACTUALIDAD DE LA MUERTE DEL SEOR
La vspera de su muerte, tom Jess el pan en sus santas manos,
lo parti y lo entreg a los discpulos diciendo: Esto es mi cuerpo,
que por vosotros se entrega a la muerte. Luego tom el cliz y
dijo: Este cliz es la nueva alianza en mi sangre, derramada por
vosotros. Aadi esta orden para la naciente Iglesia: Haced esto
en memoria ma (Le 22, 19s).
Siempre que participamos en el banquete eucarstico, anuncia-
mos la muerte salvadora del Seor hasta que vuelva (1 Cor 11,
26). Pero la misa es inmensamente ms que una simple repeticin
del relato de la ltima cena. La misa anuncia la muerte del Seor
no solamente con palabras. En ellas se actualizan para nosotros la
muerte y resurreccin de Cristo. Su virtud santa y. santificante llega
inmediatamente hasta nosotros. Por medio de la santa misa, la muer-
te y resurreccin de Cristo se convierten en fuerzas que nos domi-
nan, nos transforman y marcan definitivamente nuestra existencia.
Y cuando nos acercamos a estos santos misterios sin la debida dis-
posicin, la muerte de Cristo ejerce tambin su eficacia aunque en
sentido contrario: lanza sobre nosotros veredicto de condenacin ' .
He aqu por qu al acercarnos al misterio salvfico de la muerte de
i. cf. i Cor i i , 29.
256
Nuevo sentido de la muerte
Cristo, tenemos que examinarnos para que su muerte, que nos brin-
da el perdn y la salvacin, no se convierta para nosotros en juicio
de eterna condenacin.
Pero en la eucarista, juntamente con la memoria de la pasin y
muerte del Seor, celebramos asimismo el misterio de nuestra pro-
pia muerte. El Seor muri por nosotros. Su muerte es algo que nos
afecta a nosotros, y que afecta de modo muy especial a nuestra pro-
pia muerte.
Hemos sido bautizados en su muerte. Por el bautismo fuimos
sepultados con l en la muerte, a fin de que as como Cristo resu-
cit de la muerte por la gloria del Padre, tambin nosotros de nues-
tra parte caminemos con vida nueva. Pues hemos sido hechos una
misma cosa con Cristo mediante una muerte semejante a la suya
(Rom 6, 3ss). El bautismo, al comunicarnos la vida en Cristo, ex-
tiende su eficacia a nuestra muerte: si damos nuestro s a la ley de
vida en Cristo, sta no podr ser vencida por la muerte. Hechos una
misma cosa con Cristo por la muerte, seremos tambin una cosa
con l por una resurreccin semejante a la suya (Rom 6, 5). De
esta manera, el bautismo cambia la medrosa expectacin de la muer-
te en un confiado ir al encuentro de Cristo, a travs de la muerte, es
verdad, pero con la clara esperanza de la resurreccin. Solamente
los que rehusan someterse a la ley del bautismo, que es la ley de la
muerte de Cristo, tendrn motivo para mirar con temor la muerte
que para ellos est, no bajo el signo de la vida, sino bajo la condena-
cin de la muerte de Cristo.
Toda celebracin eucarstica nos trae al recuerdo esta relacin
fundamental entre nuestra muerte y la muerte de Cristo, aun pode-
mos decir ms: siempre que celebramos la eucarista, toda nuestra
vida, y con nuestra vida tambin nuestra muerte, se enfrentan con el
juicio de Cristo. La eucarista provoca en nosotros una inaplazable
decisin ante la muerte de Cristo.
El sacramento de la confirmacin une el testimonio de nuestra
fe con el testimonio amoroso que Cristo dio con su muerte a la faz
de todo el mundo. El obispo traza en nosotros la cruz como sello
y marca del Espritu. Esto no slo significa que nuestro testimonio
ante el mundo ha de consistir en un morir espiritualmente, en ne-
garnos a nosotros mismos; significa adems que nuestro testimonio
ha de brotar de un nimo pronto a la muerte. De otra forma, nuestro
Actualidad de la muerte del Seor
257
testimonio ya no estara a la altura del testimonio de Cristo. Final-
mente, el sacramento de la confirmacin nos impone el deber de
convertir nuestra vida y nuestra muerte en testimonio de amor.
El sacramento de la penitencia nos lleva a confrontar nuestra
conducta con la fuerza decisiva de la muerte de Cristo. Cuando nos
acercamos al sacramento animados de autntico sentimiento de pe-
nitencia, tenemos la seguridad de sabernos salvados por la muerte
de Cristo. Estamos ciertos de que nuestra muerte ser seal de pre-
destinacin. Este mismo mensaje salvador del sacramento de la
penitencia recuerda al pecador impenitente o perezoso que por el
bautismo ha sido sepultado con Cristo en su muerte: Cmo po-
dramos nosotros, que hemos muerto al pecado, buscar en el pecado
nuestra vida? (Rom 6, 2). El bautizado no puede andar jugando
con el pecado: La muerte no ejerce ya poder alguno sobre Cris-
to. . . Tampoco puede ejercerlo ya sobre vosotros (Rom 6, 9ss).
Cmo pretenderamos escapar del justo juicio de Dios si dejamos
pasar tan excelente ocasin (Heb 2, 3).
El juramento de fidelidad conyugal hasta que la muerte nos se-
pare invoca como testigo la fidelidad de Cristo hasta la muerte. El
sacramento del matrimonio es una participacin esencial del amor
de Cristo a la Iglesia llevado hasta la muerte. De esta suerte, el
amor de los esposos, amor del que brota la vida, est continuamente
a la luz de la situacin lmite que es la muerte, la cual pondr de
manifiesto el lazo indisoluble de la mutua fidelidad.
El sacramento de la uncin sacerdotal nos habla igualmente de
la muerte redentora de Cristo: El buen pastor da la vida por sus
ovejas (Jn 10, 11). En unin con Jesucristo, tambin el sacerdote
es un consagrado a la muerte. Por eso, qu figura tan lamentable y
ridicula ofrece el sacerdote vctima de una fatal hipocondra que le
lleva a preocuparse por encima de todo de su salud corporal. El sa-
cramento del orden, que es su sacramento de estado, le obliga muy
particularmente a emplear su vida, por supuesto guardando las nor-
mas de la prudencia cristiana, en servicio de las almas. El sacerdote
ha de estar siempre abocado a la meta excelsa de su situacin lmite:
unir su muerte con la de Cristo en beneficio de los suyos.
Los sacramentos nos ensean a mirar la muerte con ojos nuevos.
En los das en que la enfermedad est todava lejana, ellos nos acos-
tumbran a mirar toda nuestra vida a la luz de la muerte redentora
258
Nuevo sentido de la muerte
de Cristo, y a la luz de nuestra propia muerte. Cmo imaginar,
pues, que al llegar la hora postrera, no est an configurada sacra-
mentalmente nuestra muerte por la muerte de Cristo? El sacramento
de la uncin, junto con el santo vitico, vendrn a poner de relieve
esta fibra sacramental de nuestra muerte.
La unidad que constituyen la uncin de los enfermos y el vitico
como sacramento de resurreccin es de suyo algo evidente. Hemos
visto cmo todos los sacramentos estn orientados hacia la eucaris-
ta y encuentran en ella su autntico centro. Sin embargo, entre la
uncin de los enfermos y la eucarista es posible encontrar una rela-
cin ms significativa. El s del agonizante a la virtud redentora de
Cristo recibe su confirmacin al ser sellado con el sublime sacra-
mento que es prenda de la futura resurreccin.
QU ES LA MUERTE?
Al definir el existencialismo la muerte como una situacin lmite,
no hace ms que traducir una verdad contenida ya en la divina re-
velacin y que ha encontrado en la piedad eclesistica una expresin
mucho ms vital que en cualquier filosofa, tanto antigua como mo-
derna.
La muerte no es un fantasma. Es algo que ha de ser com-
prendido a partir de aquella realidad cuyos lmites traza, es decir,
a partir de la vida. Por otra parte, esta realidad fundamental de la
vida nunca se comprende mejor que a la luz de su situacin lmite,
que es la muerte. Ahogados por la angustia de la muerte, esclaviza-
dos por una ley de muerte (Rom 8, 2), comprendemos, o mejor
experimentamos personalmente el valor de la vida.
De cara a la muerte, se revelan los ms ocultos misterios, se
pone al descubierto el valor de lo terreno y se arranca la mscara
a toda la patraa del mundo.
El sabio, el mdico, el bilogo, no tienen ms que una definicin
para la muerte: es extincin de la vida. En cambio la historia de la
salvacin, e, instruidos por ella, nuestra personal experiencia, nos
dice que media grandsima diferencia entre una muerte y otra.
Dos imgenes acuden a mi memoria: Un soldado de las SS
acaba de recibir una herida mortal. Rehusa despectivamente la ayu-
Qu es la muerte? 259
da que le ofrece el sacerdote para el ltimq viaje: Bah! qu sa-
bemos lo que nos aguarda al otro lado? Un grito; el hombre intenta
incorporarse y luego cae definitivamente. As acab su vida.
Junto a ste, otro cuadro totalmente distinto: es una ancianita
de ochenta aos. Est intentando reconstruir ante el confesor toda
una larga vida de servicio de Dios con sus fases de fervor y decai-
miento. Como penitencia, vamos a rezar ahora los dos un gloria,
le dice el confesor. Y ella replica con el mismo aire de una madre
que ensea a su hijo: Por favor, no d usted a una agonizante una
penitencia tan ridicula! Entonces, acepte su muerte en penitencia
de sus pecados. Pero si no me cuesta nada! Siento una grande
alegra al saber que ha llegado la hora de ir a mi redentor y a mi
amado. Como blsamo celestial recibi aquella buena mujer la san-
ta uncin en sus ojos, que siempre haban estado fijos en el Seor,
en sus labios con los que sierapre le haba alabado a l y a su ley de
amor, en sus odos que haban escuchado atentos la palabra de la
fe, en sus manos tantas veces entrelazadas para la oracin y siempre
incansables en el trabajo por los suyos que era trabajar en fin de
cuentas por el Seor...
Pero con menos palabras, nos pinta la Escritura sagrada qu
gran diferencia puede haber entre una y otra muerte: uno de los
ladrones crucificados junto con el Seor, maldeca y blasfemaba
hasta que le rompieron las piernas; el otro, efl cambio, rezaba y sala
en favor de Jess. Y slo para una de los dos brot la palabra de
consuelo: Hoy mismo estars conmigo en el paraso (Le 23, 43).
Sin embargo, la Escritura nos ofrece otro contraste todava ms
elocuente: entre la rabia del infierno, los temblores de la tierra y la
conmocin en los cielos, expira Jess sobre el Glgota, dando al
Padre el mayor tributo de gloria por su obediencia y su inconmovi-
ble confianza: Padre, en tus manos encomiendo mi alma (Le 23,
46). Quiz en el mismo instante, rodeado de idntico$ temblores
csmicos, se diriga Judas al campo del Alfarero y se colgaba de un
rbol, se arroj de cabeza y revent por medio, salindose todas
sus entraas. Y en el libro de los Salmos est escrito: Que su
morada quede desierta (Act 1, 18ss).
Frente a la excelsa cumbre del Calvario, baada del esplendor
de la pascua, y al borde del tremendo abismo abierto por la desespe-
racin del apstol traidor, nos planteamos la gran cuestin de nes-
260 Nuevo sentido de la muerte
tra vida, la cuestin que derrama viva luz sobre toda nuestra exis-
tencia: Cul ser mi muerte?
CUL SER MI MUERTE?
Ser un da de victoria o de catstrofe espantosa, de premio o
de castigo? Ser el ltimo acto de una vida consagrada a la fiel obe-
diencia de Dios, o juicio terrible por la desobediencia? Ser trnsito
dichoso de cara a la resurreccin o principio de condenacin eterna?
Da de victoria o de castigo?
Aun en aos de euforia econmica puede encontrarse un elevado
nmero de hombres de negocios y empresarios que, mientras por un
lado hacen frente a la quiebra batindose calculadamente en retira-
da, por otro consiguen aprovecharse de la crisis cosechando de ese
mar revuelto de la bancarrota fuertes ganancias. Nuestro siglo ha
tenido la experiencia de tal maniobra, pero a escala mundial: des-
pus de la hecatombe de Stalingrado, desde el ms alto general hasta
el ms incauto soldado, todos saban de sobra que la prosecucin de
aquella guerra no conducira sino a hacer ms espantoso el horrible
final. Sin embargo, en aquella marea de calamidad haba una redu-
cida camarilla de dirigentes que a costa de la quiebra de un pueblo,
y podramos decir de todo un continente, se las arregl para labrar
un futuro de prosperidad y hasta de esplendor.
Un muchacho algo calavera, al que el misionero invitaba amiga-
blemente a asistir a la misin, sonri irnicamente y replic: No se
muere ms que una sola vez. El pobrecillo no saba lo que deca
y as no se le poda achacar mucha culpa en la conclusin que sa-
caba: vivir alegremente al da. En fin, sus palabras no eran sino un
eco de lo que piensa mucha gente en torno nuestro: Comamos y
bebamos, que maana moriremos (Is 22, 13).
Tambin nuestros contemporneos han pensado en la muerte:
saben que aquel da ser el da de quiebra en su disfrute de la vida.
Por eso, procuran salvar de esa bancarrota todo lo que les sea po-
sible: aprovechar hasta la ltima posibilidad el placer que se les es-
Cul ser mi muerte? 261
capa de las manos. La muerte, que pondr fin a esa bsqueda
hambrienta de goces, pone al descubierto la futilidad de la vida de
los incrdulos: Oh, muerte, qu amargo es tu recuerdo para el
hombre que vive feliz en medio de sus bienes! (Ecl 41, 1). El que
no ve en la muerte ms que el fin de todo lo terreno, es natural
que se lance febrosamente hacia todo este humo que el tiempo va
atizando delante de nosotros. Cmo no sentirse inquieto y atormen-
tado ante la proximidad del fin?
La vida es un misterio. Yhay que decir que la muerte tambin
lo es. Para el cristiano, la muerte no es un simple acontecimiento de
ndole natural. Es un misterio, es decir, una realidad cuya ntima na-
turaleza ha sido transformada por la accin redentora de Cristo.
Cuando nosotros damos por la fe un s a la vida, pero a la vida
plena en Cristo, pronunciamos igualmente nuestro s al misterio de
la muerte. En relacin con la muerte de Cristo este misterio cen-
tral de la historia humana, nos dice la carta a los Hebreos: En
un momento determinado, que no se volver a repetir, apareci
Cristo en la plenitud de los tiempos. As como los hombres mueren
una sola vez, y a su muerte sigue el juicio, de igual forma Cristo se
ofreci una sola vez para acabar con los pecados de todos los hom-
bres. Despus no queda ya sino su segunda venida, la cual no ser
para expiar nuevamente los pecados de los hombres sino para con-
ceder a todos los que esperan en l salud colmada (Heb 9, 27s).
Mirando con fe a la muerte redentora de Cristo, que tuvo lugar una
sola vez, alcemos tambin nuestros ojos hacia su segunda venida
cuando vuelva a resucitarnos para vivir eternamente en su gloria.
Slo as comprenderemos por qu morimos una sola vez y por qu
solamente una vez, en todo el transcurso de la historia humana, se
nos concede esta sublime ocasin de la vida que se cierra con la
gran oportunidad de la muerte que para un cristiano es la puerta de
la resurreccin.
Muerte y resurreccin de Cristo constituyen integralmente el
misterio pascual. De igual manera, para la mirada del creyente, la
propia muerte es inseparable de la esperanza en la resurreccin.
Y cmo iluminan ambos misterios todo el sentido de nuestra vida:
Si nuestra esperanza en Cristo estuviera limitada a los bienes de
aqu, seramos dignos de toda lstima. Pero es que Cristo resucit
a una vida de gloria, y tras l, primero entre los que murieron, resu-
262 Nuevo sentido de la muerte
citaremos tambin nosotros (cf. 1 Cor 15, 19). Mirando a la muer-
te redentora de Cristo, podemos exclamar con san Pablo: Mi vida
es Cristo, y la muerte es una ganancia (Flp 1, 21).
Quiero yo saber si mi muerte ser asimismo una ganancia, una
victoria? Basta simplemente que antes responda a esta pregunta:
en qu pongo mi esperanza? Es Cristo ya mi vida? No pongo
ms bien mis esperanzas y mis ilusiones en cosas que se ha de comer
la muerte?
Tengo apegado mi corazn a las riquezas, a la vida cmoda,
a la influencia y buena fama ante los hombres? La muerte vendr a
dilacerar y triturar mi corazn. Pues nada de todo eso me podr
acompaar. Pero si mi vida es Cristo, me animar una firme espe-
ranza; por encima de lo que a todo hombre pueda aterrar la idea
de la disolucin y de la muerte, con san Pablo podr cantar: Siento
ganas de irme para estar con Cristo (Flp 1, 22).
Un poltico japons, que segua instruccin religiosa, deca al
sacerdote que la religin catlica le pareca interesante y hasta muy
verosmil; pero que de momento todo su afn se centraba en con-
seguir un puesto en una embajada; que una vez logrado esto, se
dedicara seriamente al problema religioso.
No es ste tambin el modo de proceder de muchos bautizados?
No nos dejamos absorber en algunas ocasiones por preocupaciones
que no se orientan hacia Jesucristo? No centramos nuestro inters
en cosas terrenas que a la hora de nuestra muerte ms nos servirn
de obstculo y qu vendrn a sumarse al dficit con que se cerrar el
balance de nuestra vida? Examinemos si construimos sobre el nico
que es la roca firme, si no edificamos muchas veces sobre arena, que
es edificar sobre nosotros mismos, sobre nuestro capricho y nuestras
pasiones torcidas.
El bautismo por el agua y el Espritu Santo nos ha constituido
ciudadanos de la casa de Dios con todos los derechos, construidos
sobre el fundamento mismo de los apstoles, sobre la piedra funda-
cional que es Cristo Jess, en el cual encuentra su trabazn todo el
edificio y va creciendo para formar la santa edificacin de Dios, en
el Seor (Ef 2, 20s). Estamos, pues, llamados a insertarnos como
piedras vivas en el edificio santo de Dios. Ms an: en perfecta ar-
mona con Cristo y con sus constructores, estmos llamados a cola-
borar en la construccin del edificio.
Cul ser mi muerte? 263
He aqu la gran pregunta que hemos de ponernos de cara a la
muerte y que slo a la hora de la muerte podremos responder defi-
nitivamente: hemos cumplido la misin que los sacramentos del
bautismo, de la confirmacin y de la eucarista nos impusieron?
Nuestra muerte ser para cada uno de nosotros un avance del gran
da del Seor, en el cual quedar bien de manifiesto si hemos cons-
truido sobre este cimiento sobre Cristo con oro, plata y pie-
dras preciosas, o por el contrario con madera, heno y paja; en aquel
da quedar patente la obra de cada uno, pues ser el da del fuego,
y por el fuego se probar la calidad de la obra (1 Cor 3, 12s).
Somos nosotros fieles edificadores que construyen con el oro de su
amor acendrado, con la plata de la recta intencin, con las piedras
preciosas de la mortificacin, de la renuncia de s mismos, del sacri-
ficio en bien de los dems? No perjudicamos muchas veces a la
solidez de la obra mezclando la madera y la paja y otras ma-
terias inferiores, de nuestro humano egosmo? Cuntas veces, efecti-
vamente, andan tambin de por medio aquellas cosas de las cuales
debiramos estar totalmente purificados: odios, disputas, discor-
dias, ira, disensiones, enemistades, divisiones, envidias, en fin, todo
ese conjunto de miserias que entorpecen la obra de Dios y que
san Pablo anatematiza afirmando que los que tales cosas fomentan
no tendrn parte en el reino de Dios (Gal 5, 20s). Y aunque en
nuestro egosmo no lleguemos tan lejos, hemos de tener siempre pre-
sente la exhortacin del apstol dirigida a los constructores menos
buenos: Si al someter la obra a la prueba del fuego, no resiste, su
autor ser castigado con la prdida del fruto de su trabajo; pero l
se salvar, tamquam per ignem (1 Cor 3, 15).
Si no guiamos nuestra conducta ms que a la luz del momento
presente, nos veremos arrastrados por las impresiones sensibles y por
la baranda de los mltiples motivos que perturban el juicio ecu-
nime de nuestra razn. Es preciso que contrastemos siempre el mo-
mento presente y nuestra conducta con nuestro ltimo fin: hemos de
verlo todo a la luz de nuestras postrimeras, si queremos que nuestra
conciencia se conserve siempre clara y vigilante. En este sentido hay
que comprender la exhortacin del apstol: Lo que el hombre
siembra, eso cosecha; el que siembra en la carne, en su apetito tor-
cido, cosechar corrupcin; pero el que siembra en el espritu, reco-
ger del espritu la vida eterna (Gal 6, 8).
264 Nuevo sentido de la muerte
Todos los sacramentos, precisamente por ser sacramentos de la
muerte redentora de Cristo, nos plantean la cuestin: Qu sera en
este momento tu muerte? Sera da de plenitud, da de cosecha, de
fiesta en el cielo? O bien, sera de clera, da de tormenta que hace
caer del rbol el fruto podrido? Lo que el Seor avisaba a todos sus
discpulos hablndoles del gran da de su retorno, nos lo dice a cada
uno la incertidumbre del da de nuestra muerte: Estad preparados,
porque en la hora que menos pensis, vendr el Hijo del hombre
(Mt 24, 44). Estoy yo preparado si la muerte viniera a buscarme
en este mismo momento?
Al llegar la muerte, nos encontraremos en estado de gracia,
maduros y limpios para el da de la recoleccin? Sabemos de sobra
que Dios nos ha llamado a todos a la santidad. A todos dirige su
mandamiento: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es per-
fecto (Mt 5, 48). Nadie puede creer que ha alcanzado dicha perfec-
cin, pero todos hemos de fijarnos esa meta y tender a lograrla en
la medida de la gracia que Dios nos concede, que es tambin la me-
dida de la santidad que l nos exige. Conforme al grado de nuestra
vocacin a la santidad, distribuye Dios sus gracias a cada uno; re-
parte a cada alma la lluvia y el sol, las pruebas y las alegras. La
meditacin de nuestras postrimeras nos invita a recibir agradecidos
la gracia del momento presente y a responder a ella con toda gene-
rosidad.
Triunfo de la misericordia de Dios
Con amargo dolor recordamos ahora las muchas gracias que he-
mos perdido y desaprovechado en nuestra vida y de las que rendi-
remos cuentas en el ltimo da. No nos sentimos suficientemente
preparados para el ltimo combate. Advertimos nuestra debilidad,
y el recuerdo de nuestras culpas nos llena de temor. Pero ante
nosotros surge como gran esperanza el sacramento de la uncin de
los enfermos.
La uncin de los enfermos es signo de la misericordia de Dios
y del solcito amor de la Iglesia para el trance de una enfermedad
importante o de un agotamiento senil, pero sobre todo cuando stos
se suponen mortales. A causa de nuestra solidaridad en el pecado
por la culpa de Adn y tambin debido a nuestros muchos pecados.
Cul ser mi muerte? 265
la enfermedad grave representa para nosotros una situacin especial-
mente difcil: el espritu se siente ms dbil, los sentidos quedan ms
indefensos que nunca expuestos a peligrosas solicitaciones. El de-
monio, que sabe le queda poco tiempo (cf. Apc 12, 12), va a
intentar todo lo que est en su mano para hacernos sucumbir, prin-
cipalmente en la desesperacin. Pero por encima de nuestra solidari-
dad en el pecado est nuestra solidaridad de la salvacin en Cristo
Jess, y l har que esa hora peligrosa se convierta para nosotros
en una mayor manifestacin de su gracia.
Ante todo, Dios nos quiere consolar con la experiencia ntima
de la fuerza del Espritu Santo. Al consagrar el leo de los enfermos,
pronunci el obispo esta oracin: Yo te conjuro, espritu inmundo,
os conjuro asaltos de Satn y fantasmas engaosos: en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espritu Santo, apartaos de este leo que
va a ser uncin del Espritu Santo para fortalecer el templo del Dios
vivo en el cual more el mismo Espritu de santidad: en el nombre
del Padre Dios omnipotente, y en el nombre de su Hijo amadsimo
Jesucristo, que vendr a juzgar a los vivos y a los muertos y a todo
este mundo por el fuego. Amn.
En otra impresionante oracin dice tambin el obispo invocando
la venida del Espritu Santo, del Consolador, para que el aceite
de olivas se convierta en signo eficaz que conforte el espritu y el
cuerpo. Mediante la uncin el Espritu Santo tiende a completar la
uncin que desde el bautismo y la confirmacin nos convirti en
miembros del pueblo de reyes y sacerdotes, en testigos de su amor.
Por eso concluye el obispo: Con este aceite ungiste sacerdotes,
reyes, profetas y mrtires (testigos). Que sea ahora crisma perfecto,
bendecido por ti, que permanezca en nuestro interior, en el nombre
de nuestro Seor Jesucristo. Si apoyados en la virtud del Espritu
Santo, sabemos hacer frente al momento crucial de la ltima enfer-
medad, esta situacin, decisiva y difcil puede significar para nos-
otros en verdad el coronamiento de toda la vida cristiana. En ella
alcanzaremos, efectivamente, la victoria ms perfecta sobre todo
enemigo; en ella podremos dar el testimonio cabal de nuestro amor,
entregndonos confiadamente en las manos de Dios que nos llama.
La uncin del Espritu Consolador cambiar la tristeza y el aba-
timiento que trae consigo la enfermedad y la vejez agotada, en un
dulce sosiego. Y ste es ya un fruto positivo de la curacin que la
266
Nuevo sentido de la muerte
santa uncin tiende a verificar en el alma. Qu mejor remedio que
aquello que cambia una ocasin de pecado en ocasin de mayor gra-
cia? Sin embargo, los efectos de la uncin pueden ir ms lejos, ope-
rando un principio de la misma salud corporal. La ms antigua
frmula de este sacramento llegada hasta nosotros, expresa ya cla-
ramente este efecto: Te unjo con el aceite santo en nombre de la
Trinidad, para que te veas curado para siempre. Esta curacin,
este verse curado para siempre, para toda la eternidad, aparece siem-
pre en todas las frmulas.
Pero el efecto principal que el Espritu Consolador produce en el
alma es hacer sentir al enfermo la misericordia de Dios para que
pueda acometer con ms animosa decisin contra los ataques de
Satn. El concilio de Trento lo ensea expresamente: El don par-
ticular de este sacramento es la gracia del Espritu Santo, el cual
mediante la uncin borra los pecados y las penas de los pecados
an sin expiar y da al espritu del enfermo alivio y fortaleza, susci-
tando en su corazn una gran confianza en la misericordia divina:
de esta suerte, el enfermo se siente consolado, soporta las moles-
tias de la enfermedad, resiste ms fcilmente al enemigo, que acecha
a su calcaar, y no raras veces devuelve la salud al cuerpo si es
conforme a la salud del alma
2
.
Tanto la liturgia como el concilio de Trento dejan traslucir con
suficiente claridad que para la mente de la Iglesia no es la salud del
cuerpo en cuanto tal lo que busca este sacramento. Lo que siempre
y directamente pretende es cambiar de signo a la enfermedad mortal
para que en vez de poner en peligro la salvacin del alma, sea ms
bien un estmulo que complete la tarea de la propia santificacin.
La uncin significa la gracia y consuelo del Espritu Santo que in-
terviene para convertir esos ltimos momentos en hora decisiva de
gracia. De esta forma, la misma enfermedad con sus molestias y con
la incertidumbre de si el enfermo dar efectivamente el s a su muer-
te con Cristo, pasa a ser camino de salvacin, en el que se experi-
menta la misericordia de Dios, el alma se purifica y expa por sus
pecados y as se perfecciona en el amor.
Sacramento es lo mismo que obra de la gracia de Dios. Nadie
puede arrogarse poder o derecho alguno sobre esta gracia. El hom-
2. Dz 909.
Cul ser mi muerte? 267
bre no puede sino esperar de la misericordia de Dios que no le aban-
donar en el momento oportuno. El que difiere su conversin o bien
descuida su deber de tender continuamente a la perfeccin, se hace
indigno de la gracia. En cambio, el que vive consciente de que toda
su vida cristiana se apoya sobre la gracia que le confieren los sa-
cramentos, se dispone cada vez ms a recibir la ayuda divina. He
aqu por qu nunca hemos de cesar de pedir sin descanso todos los
das que nos conceda el Seor la dicha de escuchar conscientes an
la splica que hace la Iglesia al administrar este sacramento: Por
esta santa uncin y su bondadosa misericordia te perdone el Seor
todos los pecados que has cometido con la vista, con el odo, con el
olfato, con el gusto, con la boca, con el tacto, con los pies.
El cristiano que desea para s una muerte repentina, la cual le
impide la recepcin de este sacramento, se hace ya por ello indigno
de recibirlo. Una muerte inconsciente priva a nuestra existencia de
su valor supremo que es ponerla rendida en las manos de Dios a se-
mejanza de Cristo. Por el contrario, es una excelente preparacin
para recibir dignamente este sacramento el ayudar en toda ocasin
a nuestros prjimos a recibir en su debido tiempo y con las condi-
ciones requeridas la uncin que alivia y fortalece al alma para la
gran aventura. Qu gran obra de caridad y qu seal excelente de
fe y confianza en el Espritu consolador, que se nos da en el sacra-
mento!
Un profesor de teologa haba estado trabajando durante treinta
aos en un estudio apasionante. Le pareca que en un par de meses
podra terminarlo, cuando de pronto una enfermedad incurable le
quita la pluma de la mano. Qu duro fue para este hombre com-
prender que treinta aos de sacrificado trabajo iban a quedar as
estriles, que todos sus desvelos resultaran prcticamente nulos!
Pero he aqu su gran leccin: pocos das antes de su muerte deca
a uno de sus mejores amigos, compaero suyo de profesorado:
Ahora es cuando he comprendido las palabras del apstol: "Tengo
ganas de partir para estar con Cristo."
Al fin, qu importa que tengamos que dejar incompleta alguna
obra aqu abajo, si la misericordia de Dios completa la gran obra
que desde el bautismo ha ido realizando en nosotros.
268
Nuevo sentido de la muerte
Ultimo acto de obediencia o juicio por nuestra desobediencia?
Por el pecado de Adn entr la muerte en el mundo, es decir,
cobr la muerte su carcter de castigo penoso. La muerte ser ya
para los hijos de Adn un castigo por la desobediencia y el orgullo
de los primeros padres. Pues en eso consisti propiamente su peca-
do: quisieron reservarse un sector, todo lo pequeo que se quiera,
de su vida, sustrayndolo a la voluntad de Dios. Intentaron alcanzar
por s mismos la sabidura prescindiendo de Dios. Se portaron con
su Seor como si se hubieran dado a ellos mismos la vida, y no la
hubieran recibido de l. La muerte amarga, que pone al descubierto
la vana futilidad de aquel intento suicida, fue el castigo adecuado, la
consecuencia natural del pecado. Verse irremisiblemente condenados
a morir, llevar la desesperacin de la vida hasta el suicidio, privar a
los semejantes de la vida por el asesinato, dar muerte criminal a ma-
dres con su hijo en el seno, he ah la triste secuela del pecado. Qu
funesta consecuencia de haber pretendido sublevarse contra el crea-
dor y principio de toda vida!
Pero en la plenitud de los tiempos vino Cristo y cambi el signo
de la muerte. Ms an, mediante su muerte hizo girar el destino de
la humanidad.
Al entrar en el mundo, el Hijo unignito del Padre eterno hizo
esta oracin: T no has querido vctimas ni ofrendas; pero me has
dado un cuerpo. Entonces yo dije: Mira cmo vengo a cumplir,
Dios mo, tu voluntad (Heb 10, 5ss). Y por esta voluntad, me-
diante el ofrecimiento que hizo Jesucristo de su cuerpo, quedamos
ya de una vez para siempre santificados (Heb 10, 10).
Mediante su perfecta sumisin a la voluntad amorosa de su Pa-
dre, quiso Cristo tomar sobre s toda la amargura y angustias de la
muerte. Nuestro desamparo lo expres con aquel grito que lanz
hacia el cielo: Dios mo, Dios mo, por qu me has desamparado
(Me 15, 34; Sal 21, 1). Dio sentido cristiano a esa angustia cuando
concluy en aquel clamor que es la expresin suprema de su con-
fianza y su obediencia: Padre, en tus manos encomiendo mi esp-
ritu (Le 23, 46; Sal 30, 6).
En esta humilde aceptacin del sufrimiento de la muerte mostr
Cristo en grado sumo su solidaridad con nosotros: Convena a la
Cul ser mi muerte?
269
grandeza de aquel para quien y por quien subsisten todas las cosas,
que el que haba de conducir a la salvacin a tan gran nmero de
hijos se perfeccionase por el sufrimiento, ya que el que santifica y
los que son santificados, todos tienen el mismo origen... As como los
hijos participan de una misma carne y sangre, quiso l tomar la
misma carne que ellos y, as revestido, someterse a la muerte para
debilitar a aquel que tena en sus manos el poder de muerte, es decir,
al diablo, y liberar a todos aquellos que de otro modo hubieran se-
guido toda la vida esclavizados por el temor de la muerte (Heb 2,
10-15).
La muerte de Cristo ha sido, en medio del horrible espectculo
y de toda la conmocin csmica que produjo, el acontecimiento ms
importante de la historia mundial y tambin de ms decisiva influen-
cia en nuestra salvacin. Fue la cumbre de la actividad sacerdotal
de Cristo, la consagracin, o si se quiere la transubstanciacin de la
muerte. Por eso se dice de Cristo: T eres sacerdote para siempre
segn el orden de Melquisedec. Durante su vida en la tierra, pre-
sent a puro grito y entre lgrimas imprecaciones y splicas ante el
que poda librarle de la muerte, y fue escuchado en razn de sus
sentimientos filiales hacia Dios. Yaun siendo hijo, aprendi a travs
del sufrimiento a poner a prueba su obediencia. As logr la perfec-
cin y se convirti para todos los que le obedecen en principio de
eterna salvacin, saludado por Dios como sumo sacerdote segn el
orden de Melquisedec (Heb 5, 7-10).
Este texto de la carta a los Hebreos, de tan insondable profun-
didad, nos ensea dos verdades sobre todo: la muerte de Cristo ha
sido el supremo acto del sacerdocio de Cristo que obedeci hasta el
ltimo extremo y dio con su obediencia la mayor gloria a Dios. Las
splicas que Cristo present al Padre entre tan emocionante clamor
eran para traducir el ansia ardiente de la humanidad de verse libre
de la muerte, de la amargura de la muerte de Adn: y el nuevo Adn
fue escuchado en razn de sus sentimientos filiales hacia Dios. De
esta forma, Cristo, a quien el Padre galardon en la resurreccin
con la nueva vida de gloria, traz para la humanidad el camino de
la salvacin, para el alma y para el cuerpo, de todos aquellos que
obedecen imitando su obediencia. La obediencia de Cristo es junta-
mente glorificacin del Padre que est en los cielos y el acto supremo
de su solidaridad y amor a los hombres. Seguir a Cristo en la prc-
270
Nuevo sentido de la muerte
tica de su obediencia significa someterse rendida y amorosamente
a Dios practicando la caridad hacia nuestros prjimos.
As pues, la muerte que fsicamente es una sola, cobra desde un
punto de vista metafsico y religioso dos figuras completamente dis-
tintas : para el primer Adn la muerte es amarga, juicio que pone al
descubierto la malicia del pecado que fue desobediencia contra el
autor de toda vida, en cambio la muerte del segundo Adn, en
el gozo del misterio pascual, es logro de vida eterna como fruto de
su amor, de su entrega amorosa y confiada al Padre a travs de la
ms absoluta obediencia. Una vez ms podemos definir exactamente
a la muerte como situacin lmite, pues nada mejor que ella pone en
claro la alternativa que a todos se nos ofrece de elegir entre la soli-
daridad funesta con la desobediencia del primer Adn y la solidari-
dad salvadora con la obediencia del que es cabeza de la humanidad
redimida. Nuestra muerte no ser ya sino el fruto palpable de esta
eleccin que se realiza durante nuestra vida.
Pero aqu interviene una vez ms la buena nueva de los sacra-
mentos: en cuanto est de su parte, Dios ha elegido ya por nosotros;
en los sacramentos nos da vida con Cristo, haciendo nuestro aquel
acto supremo de obediencia hasta la muerte del cual brot vida glo-
riosa en la gloria de Cristo y de Dios.
La sumisin de nuestra fe expresada en el credo y antes por vez
primera en las promesas de nuestro bautismo fue el s fundamental
y rotundo a esta eleccin hecha por el Dios misericordiossimo en
favor nuestro. Cuantas veces renovamos la profesin de esa fe, al
anunciar la muerte del Seor hasta que vuelva, reafirmamos tam-
bin nuestro s a esta eleccin graciosa. La piadosa recepcin de los
sacramentos de los agonizantes ser el punto culminante de nuestra
protestatio jidei, de nuestro s creyente y confiado a la eleccin de
Dios, pero un s que slo ser autntico y sincero cuando lo pronun-
ciemos in oboedientia jidei, con una voluntad firmemente resuelta a
resistir a toda costa, aunque fuera preciso derramar la sangre, la ten-
tacin de alzarse contra Dios. Confesar nuestra fe in oboedientia ji-
dei significa estar dispuestos a imitar la obediencia de Cristo hasta
la muerte.
Antes de proceder a la administracin de la santa uncin, el
sacerdote bendice la estancia mientras pide a Dios que por la gracia
de Cristo todos los que all habitan comprendan las maravillas de
Cul ser mi muerte?
271
su ley. Los sacramentos de los agonizantes, que como hemos visto
asocian la obediencia y la fe del cristiano con la amorosa obediencia
de Cristo en el acto supremo de su sacerdocio, han de ensearnos
a meditar las maravillas de la voluntad amorosa de Dios. Si hemos
aprendido a vivir de la gracia del bautismo y de la confirmacin, si
vivimos realmente como hombres eucarsticos o al menos intentamos
noblemente alcanzar esa meta de perfeccin cristiana, la hora de
nuestra muerte har mucho ms claro para nuestra fe que la vida
cristiana no es vida bajo un rgimen legal, sino que es vida bajo el
signo de la gracia en un ambiente de misterio pascual de muerte y
resurreccin de Cristo, vida sustentada por la virtud y la uncin de
nuestro sumo sacerdote.
El sacramento de la uncin de los enfermos nos da una gran
confianza en nuestro trnsito a Cristo; securus ad Deum ibis, irs
seguro a Dios, como se dice en el apndice al Ritual Romano to-
mado del Ritual Toledano. Este sacramento da la ltima mano a la
obra de santificacin en la que han colaborado todos los sacramen-
tos. Por eso, dice el mismo texto litrgico: Habiendo recibido tantas
veces los sacramentos, has sido ungido con la sangre de Cristo
(Christi sanguine inunctus)... Los ngeles te habrn de reconocer,
los bienaventurados te recibirn; la santsima Virgen te abrazar y
te conducir adonde su Hijo, pues ests marcado con su carcter.
Esta alusin al carcter sacramental del cristiano encierra una gran
importancia desde un punto de vista teolgico, y est en plena con-
cordancia con la doctrina contenida en el Catecismo Romano, pues
por medio de la uncin del enfermo el carcter sacramental impreso
en su alma cobra su mayor eficacia. El s confiado de aceptacin de
la muerte y de todos los sufrimientos que sta trae consigo pasa
a ser, en virtud del carcter, el acto ms decisivo de religin, el su-
premo acto de culto. El santo vitico unir visiblemente esta obe-
diencia cultual del cristiano con el sacrificio eucarstico.
En este sentido podemos hablar de la uncin del enfermo como
del cuarto sacramento consecratorio junto al bautismo, la confir-
macin y el orden sagrado , advirtiendo sin embargo que por l
no se confiere un nuevo carcter sacramental, sino que nicamente
se pone en ejercicio la suprema posibilidad cultual contenida en el
carcter ya impreso en el alma.
La muerte del hombre ha de ir marcada siempre por el carcter
272
Nuevo sentido de la muerte
cultual que va impreso en la misma naturaleza humana. El hombre
es siempre, en un sentido o en otro, un ser esencialmente cultual.
Por eso, en esta situacin lmite, que es la muerte, ha de quedar al
descubierto el objeto de esta esencial tendencia a la adoracin: si en
unin con Cristo es un autntico adorador de Dios en espritu, o por
el contrario, si en una autodivinizacin se encuentra esclavizado
por el ngel rebelde, arrojado de su trono celeste.
En un oscuro da de octubre del ao 1941, cinco soldados son
heridos por la explosin de una granada. A sus gritos corre un cape-
lln sanitario que no conoca a ninguno de aquellos hombres. Abre
los desgarrados vestidos del primero: tena las visceras salindose
fuera. Como sanitario, amigo mo, no puedo hacer nada por ti.
Permteme en cambio que como sacerdote te ofrezca mi ayuda.
Soy evanglico; tienes para m alguna palabra que me ayude
en este viaje? El sacerdote catlico dice, mientras atiende rpido
al siguiente: Di: s! Tu Padre que est en los cielos te llama!
Y la respuesta sencillamente conmovedora del hermano evanglico:
Cuando Dios llama, hay que estar siempre dispuesto. Qu ma-
ravillosa respuesta! Y unos minutos ms tarde, otro de los heridos
rezaba con igual entrega en las manos del Seor: Hgase tu volun-
tad as en la tierra como en el cielo! Qu sorprendentes efectos
produce la muerte del Seor en los suyos!
Estos rasgos sublimes de fe en el ltimo instante de la vida quiz
no sean sino la consecuencia de un s diario a la voluntad de Dios
o el resultado de una fiel meditacin de los misterios maravillosos
contenidos en los amorosos designios de Dios para nosotros. Pero
en su raz ms honda, esa actitud ejemplar es pura gracia, triunfo
del amor de Dios en nosotros, que para conseguir tan gran dicha no
podemos sino perseverar en la oracin que es lo que nos abre a la
gracia de Dios.
He aqu, pues, una vez ms, la gran enseanza de la ley del
espritu de vida en Cristo Jess. Volvemos en ltima instancia a la
leccin que con claridad meridiana nos dan todos los sacramentos,
definidos ante todo como opus operatum, esto es, como accin eficaz
de Dios en Cristo mediante el ministerio de su sierva, la santa Iglesia.
Cul ser mi muerte?
273
Trnsito dichoso o condenacin eterna?
En nuestra solidaridad con la pasin y muerte de Cristo va in-
cluida en esperanza la solidaridad con la gloria del resucitado. No
es ya una muerte gloriosa la del que, estrechamente unido con Cristo,
entrega totalmente su vida en las manos de Dios con la ms rendida
sumisin a su voluntad para su mayor gloria? Todos los elementos
y aspectos del misterio pascual concurren siempre a un mismo fin:
glorificacin del Padre por medio del Hijo y glorificacin del Hijo
por obra del Padre en el Espritu de gloria y santidad. Esta fe en la
resurreccin crece en la medida en que el cristiano comprende que
su muerte ha de ser asociada con la muerte de Cristo y ofrecida
como un acto de servicio y de culto para gloria del Padre.
La consagracin de los santos leos tiene lugar en el da de jue-
ves santo. Podemos ver en este detalle una muestra ms del carcter
pascual que distingue a la muerte cristiana. As parecen indicarlo
todas las expresiones en que se alude a la unctio spiritualis, a la un-
cin con el Esuritu Santo. Ynos ensea san Pablo que el que no
tiene el Espritu de Cristo, no pertenece a Cristo; pero si Cristo
habita en vosotros, aunque el cuerpo est muerto a causa de vuestro
pecado, vuestro espritu es vida pues no en vano habis sido justi-
ficados. Ahora bien, si el Espritu de aquel que resucit a Jess de
entre los muertos, mora en vosotros, parece obvio que el que resu-
cit a Cristo Jess de la muerte, llamar tambin vuestro cuerpo
mortal a vida nueva mediante su Espritu que habita en vosotros
(Rom 8, lOs).
La uncin de los diversos sentidos pone asimismo de manifiesto
con inequvoca claridad que no solamente el alma sino tambin el
cuerpo est llamado a tomar parte en la plenitud de redencin ope-
rada por Cristo. Habiendo sido nuestros sentidos instrumento de
pecado, es preciso que antes sufran la correspondiente purificacin.
La uncin tampoco olvida este aspecto. Pero no se detiene aqu,
pues por encima de la purificacin, el leo santo pretende consagrar
ya nuestro cuerpo para el da de la resurreccin.
El texto clsico sobre la uncin de los enfermos, que se lee en
la epstola de Santiago, ha sido traducido por la Vulgata en un sen-
tido que parece referirse ms bien a la curacin fsica y a un alivio
274
Nuevo sentido de la muerte
en las molestias de la enfermedad. Pero en todo rigor el trmino
usado por el autor griego (aazi, salvar) ha de entenderse de la
salvacin en su sentido ms pleno, igual que el trmino traducido en
la Vulgata por alivio (eyepsi) en su sentido tcnico dentro de la
Biblia equivale propiamente a resucitar, despertar, sentido que
corresponde perfectamente con el contexto: le resucitar el Seor
(en griego, el Kyrios, es decir, segn la precisin tcnica, el Seor
glorificado; cf. Sant 5, 15). Esta esperanza en la resurreccin cor-
poral se expresa sacramentalmente y con intencin inequvoca en
la administracin del vitico: El que come mi carne y bebe mi
sangre, tiene la vida eterna, y yo le resucitar en el ltimo da
(Jn 6, 54).
Los sacramentos de los agonizantes ofrecen al cristiano la gran
oportunidad de dar su s definitivo a su solidaridad con la pasin de
Cristo, en virtud de la cual se hace una misma cosa con el resuci-
tado. El misterio pascual nos asocia con Cristo en una admirable
comunin de destino, de muerte y vida. Por eso la muerte impulsa
al cristiano a alzar confiadamente los ojos hacia su morada celes-
tial, desde la cual esperamos al Seor Jesucristo, nuestro Salvador,
el cual llenar de gloria nuestro miserable cuerpo hacindolo seme-
jante a su cuerpo glorioso en virtud del mismo poder por el que
todas las cosas estn sometidas a l (Flp 3, 20s).
Ningn consuelo mayor que la certeza de esta fe. Y el que a la
hora final conserve lcido el sentido para meditar tan venturosos
misterios, ver en el sacramento el ms puro aceite de consuelo y
gozo (oleum consolationis et exultationis): Qu grande alegra
sent cuando me dijeron: Vamos a la casa del Seor (Sal 121, 1).
El fiel escucha las palabras consoladoras'de la promesa que el
Seor no puede dejar sin cumplir: En la casa de mi Padre hay
muchas moradas. Aunque ahora marcho, voy a prepararos un lugar,
pero volver para llevaros conmigo, pues quiero que tambin vos-
otros estis donde estoy yo (Jn 14, 2s).
Toda esta dicha que esperamos, pues nos la ha prometido el
Seor, nos hace volver a la pregunta de siempre: Cul ser mi
muerte? Ser trnsito dichoso hacia el amado, o ser sentencia de
condenacin eterna? Ciertamente, ser trnsito dichoso si en este
momento y siempre doy un s incondicional a la gracia.
La muerte es la puerta de la eternidad. La muerte nos pone bajo
Cul ser mi muerte? 275
la mirada omnisciente de Dios. Del otro lado ya no es posible el
error, nuestra conciencia ya no podr engaarse ni mentirse a s
misma. Y lo que para muchos de nuestros contemporneos ser
peor: del otro lado ya no hay evasin posible, no habr ni trabajo
ni distraccin posible con que amortiguar la voz de la conciencia.
Nos enfrentaremos con el veredicto de nuestra conciencia, contem-
plaremos el estado de nuestra alma a la luz del juicio de Dios. Qu
fallo me dar en aquel momento mi conciencia? Me comunicar la
gran noticia: Ests salvado? Puedo esperarlo con una confianza tan
fuerte como Dios mismo. Cristo nos saldr al encuentro: Adelante,
siervo bueno y fiel! Pasa a gozar de tu Seor (Mt 25, 21). Dicho-
sos aquellos servidores que a su vuelta encuentre el Seor vigilantes!
Yo os aseguro que el mismo amo se ceir sus vestidos, les sentar
a la mesa y se pondr a servirles, atento a satisfacer todos sus de-
seos (Le 12, 37).
Un anciano sacerdote sola decir: Aunque en el juicio me dijera
el Seor: cien aos de purgatorio, aun entonces lanzara un grito de
alegra: Estoy salvado. Pero Dios va ms lejos: llevado de su amor
infinito, quiere que en la hora de nuestra muerte nos hallemos ma-
duros por su bondadosa misericordia, tan perfectos en nuestra
obediencia, que sin pasar por el trance doloroso del purgatorio lo-
gremos inmediato acceso al paraso.
Qu felicidad la de ser admitidos en la santa compaa de todos
los bienaventurados que ya aman a Dios! Nos estar esperando el
mismo Dios uno y trino, que nos cre para aquella dicha, para par-
ticipar eternamente del gozo de su amor bienaventurado. Nos aguar-
dar nuestro Seor y Redentor que nos redimi con el precio ines-
timable de su sangre. Nos esperar su madre y nuestra madre, la
diaconisa de nuestra salvacin, el refugio de los pecadores. Nos espe-
rarn tambin los coros de los ngeles, la inmensa multitud de todos
los santos, sobre todo aquellos que nos precedieron en la seal de
la fe y que nos mostraron la senda hacia el cielo con el ejemplo de su
caridad. Todos repetirn el mismo grito de jbilo: Salvados!
Con qu gusto daramos todas las cosas de aqu abajo con tal
de asegurar el xito de aquel juicio. Por parte de Dios estamos segu-
ros que no quedar. Pero hemos de preguntarnos con toda seriedad:
quin me asegura que no falta nada por mi parte? Este santo temor
es muy saludable, pues nuestra experiencia abunda en mltiples re-
276
Nuevo sentido de la muerte
sistencias a la gracia; hemos de estar alerta para evitar nuevas oca-
siones que pongan en peligro el resultado final.
Ay de aquel cuya conciencia, iluminada con luz de eternidad,
tenga que confesar: Su amor no est en m. Estoy lejos de l.
Quin podr entonces soportar la mirada de Cristo, despus de
haber rechazado su gracia y haber hecho traicin en la tierra a su cau-
sa? El que muera en pecado mortal, se ver arrastrado por su
misma conciencia al infierno. Su propio estado interior est recla-
mando la sentencia condenatoria: Aprtate de m, maldito, al fuego
eterno, preparado para el diablo y sus secuaces (Mt 25, 41). Ysi-
multneamente, como mayor tormento, ese desventurado sentir
cmo todo su ser suspira insaciable por el nico que calmara la sed
ardiente del corazn humano, Jesucristo. Para l ha sido creado,
por l fue sealado en el bautismo con seal indeleble. Todos los
arroyos de mi llanto corren hacia ti y las llamas de mi corazn se
cruzan en torno a ti, dira con Nietzsche el corazn del condenado,
con grito desgarrador, al mismo tiempo que huye de Dios y siente
su ser desgarrado por el anhelo insaciable de Dios.
Qu terrible si un da me veo yo as!
Qu terrible si por mi culpa hago caer en tal desgracia al ms
pequeo de mis hermanos o hermanas en Cristo!
Tiene que ser algo tremendo cuando un cristiano, a la cabecera
o junto al sepulcro de un hermano, quiz de un hombre al que est
ntimamente ligado, se ve forzado a reconocer humildemente: Yo
soy culpable de muchos de sus pecados. Yo le di malos ejemplos, le
seduje. No me cuid del bien de su alma. Qu espantoso si el muerto
abriera sus labios para maldecirnos: Asesino de mi alma!
Esto no puede suceder. Dios no dejar recurso sin mover con tal
de apartar de nosotros tamaa desgracia. Basta que nosotros nos
abramos a recibir el socorro de lo alto. Cuando nos asuste el temor
de que un da nos sobrevenga lo peor, pensemos serenamente que
no hay nada que pueda apartarnos del amor de Cristo si ponemos
toda nuestra esperanza en l e invocamos perseverantes su ayuda.
Es bueno hacer entre los familiares y amigos una promesa santa
de que en el momento de grave enfermedad se avisar al enfermo
con tiempo suficiente y se llamar al sacerdote, no cuando ya no
queda nada por hacer, sino cuando todava se conserva la plenitud
de facultades para dar el s consciente a la gracia sacramental y al
Cul ser mi muerte?
277
gran compromiso exigido por el sacramento de la uncin de los en-
fermos. Slo en tales condiciones el leo santo ser para nuestra
alma signo de la piadossima misericordia de Dios que despierta en
nosotros el ms sincero consuelo y ms santo jbilo.
Cada vez que nos dirigimos al altar, al Dios que renueva sin
cesar la alegra de nuestro corazn, damos un paso ms hacia nues-
tra morada eterna. En la oracin del ofertorio suscipe, snete Pater,
recibe, Padre santo, vamos aprendiendo nuestro s postrero para
aceptar nuestra muerte como participacin de la muerte del Seor,
y al mismo tiempo confirmamos nuestro deseo de permanecer para
siempre en la familia de Dios, de celebrar eternamente el festn de
la nueva y eterna alianza.
Como la cierva suspira por los arroyos de agua viva, as sus-
pira, Dios mo, mi alma por ti. Mi alma est sedienta de Dios,
del Dios vivo. Cundo llegar a contemplar el rostro de Dios?
(Sal 41, ls).
Santa Mara, madre de Dios, mega por nosotros pecadores
ahora, para que acojamos la gracia de Dios en el momento presente,
y en la hora de nuestra muerte, para que confiados y gozosos vaya-
mos a tu Hijo, nuestro Seor y Salvador Jesucristo.
MAR A Y LA IGLESIA
UNA GRAN SEAL EN EL CIELO
Una gran seal apareci en el cielo: una augusta mujer, ves-
tida del sol, con la luna a sus pies, y en su cabeza una corona de
doce estrellas.
Ya est muy cerca su hora, y gime de angustia en los dolores
del parto.
Despus apareci un segundo portento: un enorme dragn
rojo con siete cabezas y diez cuernos, y siete coronas sobre las
siete cabezas. Su cola barri un tercio de las estrellas del cielo
y las precipit sobre la tierra.
El dragn se plant ante la mujer a punto de dar a luz para
arrebatar al hijo tan pronto como naciera.
Y la mujer dio a luz un nio, el cual est llamado a dominar
con cetro fuerte todas las naciones. El hijo fue arrebatado hasta
Dios, hasta su trono. La mujer huy al desierto, donde Dios le
haba preparado un refugio. . .
Luego se desencaden una batalla en el cielo: Miguel con sus
ngeles en lucha contra el dragn. El dragn y sus ngeles em-
pezaron la batalla, pero no pudieron resistir el embate y fueron
arrojados del cielo. El enorme dragn, la antigua serpiente, el de-
monio (o calumniador), Satn (el enemigo) como se le llame, el
que trae perdido a todo el mundo, fue arrojado sobre la tierra
y sus ngeles con l.
Entonces reson una fuerte voz en los cielos, que deca:
sta es la hora del triunfo de nuestro Dios, la hora de su po-
der y de su imperio, la victoria plena de su ungido...
Una gran seal en el cielo
279
El dragn, lleno de rabia contra la mujer, se lanz a hacer la
guerra contra los otros hijos de ella, los que guardan los manda-
mientos de Dios y mantienen su testimonio en favor de Jesucristo
(Ap 12).
En las meditaciones sobre los sacramentos, hemos encontrado
siempre al lado de Cristo a su esposa, la santa Iglesia. Los sacra-
mentos son el gran regalo nupcial de Cristo a la Iglesia. Comenzaron
a existir en el mismo momento en que la Iglesia, nueva Eva, tomaba
figura saliendo del corazn del Salvador traspasado por la lanza, es
decir, de la costilla del nuevo Adn. Los sacramentos nos prepa-
ran para celebrar un da en la gloria las bodas del cordero y de la
esposa, cuando el Seor que ha de venir llame a su lado a la Iglesia
sin mancha ni arruga, revestida del esplendor de la gloria. La cele-
bracin de los ritos sacramentales y la vida cristiana alimentada de
esa fuente son ya un prenuncio de aquellas fiestas beatificantes.
Cada sacramento es de suyo un signo de la misericordia de Dios
y una norma de conducta para nuestra vida. La Iglesia es ambas
cosas de una manera ms excelente y global. Todos los sacramentos,
en efecto, revelan el amor que Cristo nos ha mostrado en su Iglesia
y mediante su Iglesia. sta, por su parte, en virtud de su ntima
unin con Cristo, constituye juntamente con la santa humanidad de
nuestro Redentor, el sacramento original o primario que comprende
en s todos los dems.
Mara, la virgen santsima, es tipo de la Iglesia, su realizacin
personal, y. en algn sentido, su corazn. En unin mstica con la
Iglesia, la virgen Mara es el gran signo de la gracia de Cristo, sig-
num magnum gratiae. Aun no siendo ella en s un sacramento, Mara
est ntimamente ligada al misterio de los sacramentos, que es el mis-
terio del amor entre Cristo y su Iglesia. He aqu por qu en unas
meditaciones sobre los sacramentos y en una espiritualidad sacra-
mental no puede faltar la figura de la Madre. Como diaconisa de
nuestra salvacin nos podr introducir mejor que nadie en la ri-
queza ms honda de la vida sacramental.
La virgen santsima es: gran signo de la gracia e instrumento vi-
viente de la divina misericordia, signo de la divisin escatolgica, en
unin con Cristo, ley para nuestra vida.
GRAN SIGNO DE LA GRACIA
Los sacramentos son signos del amor y de la gracia de Dios que
expresan y producen esa gracia. La virgen Mara es el signo ms elo-
cuente en el cielo de la redencin. Resplandeciente como el sol, est
ya en cuerpo y alma gloriosos junto al resucitado. En ella la gracia
ha alcanzado la meta ms excelsa. En la gloria que brilla en su
asuncin a los cielos tenemos la mejor demostracin de la plenitud
de gracia que adornaba su alma. La virgen es signo luminoso que
desde el cielo nos habla de la riqueza oculta en los sencillos signos
sacramentales y de la gracia muchas veces imperceptible bajo el
humilde curso de una vida cualquiera. Es que la gracia es realmente
germen de gloria inmortal.
Doce estrellas forman su corona. Las doce estrellas pueden sig-
nificar los doce apstoles. Los sacramentos estn ligados al poder
apostlico de la Iglesia. Mara es reina de los apstoles. A la cabeza
del colegio apostlico implor la venida del Espritu Santo sobre la
Iglesia naciente. Su prerrogativa real es el apostolado, la diacona de
la oracin. A semejanza de la madre Iglesia, tambin Mara parti-
cipa como diaconisa de nuestra salvacin en el misterio de los sacra-
mentos. Si bien ella no administra ningn sacramento, la virgen
Mara ms an que el sacerdote ministro de los sacramentos, es ins-
trumento viviente del amor divino. La funcin apostlica prolonga
en la tierra la accin misericordiosa de la gracia de Cristo. Mara se
nos ha dado igualmente a los hombres para anunciarnos incansable-
mente el mensaje dichoso del amor y de la misericordia de Dios
y anunciarlo en un lenguaje que llegue ms hondamente a conmover
nuestro corazn.
Los sacramentos engendran nuevos hijos a Dios. Por ellos Cristo
nos hace nacer a la vida de gracia y nos alimenta en el seno de su
Iglesia con manjar de vida eterna. Esta vida de la gracia en nosotros
guarda ntima relacin con Mara. No fue ella la que engendr
a Cristo y la que pudo colaborar al pie de la cruz en la obra de
Cristo como diaconisa de nuestra redencin?
Todos los sacramentos nos estn diciendo que debemos la vida
de gracia a la muerte de Cristo. Bajo el rbol de la cruz Mara
cooper con Cristo engendrndonos a esa vida con grandes dolores.
Gran signo de la gracia 281
La mujer estaba encinta y gritaba a causa de los fuertes dolores
que le produca el parto (Ap 12, 2). A su hijo primognito lo dio
a luz quedando virgen antes, en y despus del parto, sin experimen-
tar el ms mnimo dolor. Pero desde el principio de la vida del Re-
dentor tambin ella sigui el camino del sufrimeinto, el nico que
Cristo obedientemente adopt para redimir a los hombres. Sinti el
dolor de ver que el dueo del universo no encontraba lugar donde
nacer. Vio su corazn desganado por cruel espada de dolor al escu-
char de labios del anciano Simen la espantosa escisin que ocasio-
nara su venida. Tuvo que probar el duro pan del destierro huyendo
con su Hijo de los dominios de Herodes. Pero, en medida inmensa-
mente superior, tuvo que saborear todo el horror de la pasin, asis-
tiendo al bautismo de sangre con que su Hijo quiso ser bautizado
por nosotros y a la apertura de su costado del que con el agua y la
sangre brotaran para nosotros torrentes de agua viva. En la Madre
paciente al pie de la cruz, a la cual hace volver nuestra mirada el
Redentor agonizante, est presente la Madre Iglesia, la cual nos en-
gendra y alimenta entre tantos dolores y preocupaciones. Podemos
aplicar a la Virgen lo que san Pablo senta en s mismo: en ella,
como en el sacerdote-apstol sufre la Iglesia dolores de parto por
nosotros hasta que Cristo cobre forma en nuestra vida (cf. Gal 4, 19).
Nuestra Madre Mara comparti al pie de la cruz con su Hijo
el misterio tremendo de la santidad de Dios. Saba muy bien que
estaba en juego el pecado del hombre y el consiguiente peligro de
eterna condenacin. Yquiso adelantarse a sentir dolorosamente toda
la angustia y dolor de la madre Iglesia por sus hijos.
En la virgen Mara hall cumplimiento lo que la mujer de Tecua
cont a David por insinuacin de loab: Tu sierva tena dos hijos.
Un da pelearon entre s, y no habiendo all nadie que los separara,
uno mat al otro. Ahora toda mi familia se ha alzado contra tu
sierva: quieren quitar la vida al fratricida para vengar la sangre de
su hermano e impedir que nazca el heredero. Dgnese el rey salir en
mi defensa para que el vengador de la sangre no aumente mi tribu-
lacin y mi ruina (2 Sam 14, 6-11). Con nuestros pecados hemos
sido culpables de la muerte del Hijo primognito. Yfue este mismo
Hijo el que desde la cruz pronunci aquellas palabras: Mujer, ah
tienes a tu hijo. Ella quiso tomar sobre s el papel de madre, para
interceder en favor de los hijos malvados.
282
Mara y la Iglesia
Mara santsima es signo elocuente, el signo ms conmovedor
para nuestro corazn humano, de la misericordia y amor de Dios.
En el Antiguo Testamento se recurre a imgenes maternales para
pintar ms vivamente el amor de Dios a los hombres: Podr la
madre olvidarse de su hijito?... Pues aunque ella se olvidara, yo no
me olvidara de ti (Is 49, 15). Dios se hizo hombre para conseguir-
nos a fuerza de dolores humanos la vida eterna. Todo el amor de
las madres es bien poca cosa comparado con el amor que Dios nos
tiene. El amor y la compasin de Dios hacia nosotros son asimismo
mucho mayores que el amor y la piedad de Mara. Dios no tiene
que esperar a que la Virgen mueva su corazn a misericordia. Pero
para nosotros, los hombres, el amor y la misericordia de Dios se
hacen ms comprensibles a travs de la figura de Mara. Ella es el
gran signo del amor de Dios que habla fuertemente a nuestro cora-
zn. A muchos que deja impasibles la predicacin sobre el cielo y el
infierno, llega la hora de la conversin al escuchar un sermn sobre
la santsima Virgen. Este efecto convertidor de la predicacin ma-
ana prueba sobradamente que la figura de la Madre del Seor es
signo eficaz a travs del cual comprenden fcilmente los hombres el
amor de Dios; es instrumento vivo por cuyo medio se abren a la
gracia divina los ms endurecidos corazones.
Los ejemplos de las madres terrenas nos permiten imaginar la
hondura del amor de Dios. Cuando a principios de febrero del
ao 1943, poco despus de la cada de Stalingrado, huamos hacia
el occidente sin ningn socorro, medio desesperados a travs de los
crueles campos de nieve, me encontr con unos buenos campesinos
rusos que se ofrecieron a cobijarnos en sus cabanas a m y a quince
compaeros heridos, sin hacer el menor caso del riesgo a que con
aquel gesto se exponan, pues el poblado distaba menos de diez mi-
nutos de la carretera por la que ya avanzaba el ejrcito rojo. Du-
rante toda la noche, mientras yo me dejaba caer muerto de cansan-
cio en el lecho, aquellos dos ancianos esposos velaron solcitos a los
heridos. De madrugada nos ofrecieron nuevamente su mesa y nos
ayudaron a ponernos en caminos antes de que pudieran sorprender-
nos los soldados rojos. Al despedirme no pude menos de preguntar
a aquella buena gente: Por qu habis querido portaros tan gene-
rosamente con nosotros, sabiendo que somos alemanes y que hemos
causado tantas calamidades a vuestra patria y a vosotros mismos?
Signos de divisin escatolgica 283
Me respondieron: Diariamente pedimos a Dios que nos devuelva
con vida a nuestros hijos que tambin se hallan en el frente. Nues-
tra oracin no sera autntica si no pensramos igualmente en vues-
tras madres.
stos son los sentimientos dignos de todas las madres que han
tenido que sufrir por sus hijos y que han pedido insistentemente
a Dios que les libre de todo mal. Mara las supera a todas en la
hondura y sinceridad de su amor maternal. En la hora en que Dios
lleg al sumo de su amor al mundo, ella nos quiso aceptar como
hijos: Mujer, ah tienes a tu hijo. Desde aquella hora hemos ocu-
pado un lugar en su corazn. All, al pie de la cruz comprendi
junto con el misterio tremendo de la santidad divina el misterio con-
movedor del amor de Dios a los hombres: Tanto am Dios al mun-
do que por l entreg a su Hijo unignito. Ella inmol tambin
a su hijo por nosotros. No se limit a hacer suya la oracin de todas
las madres por la salvacin de sus hijos. Quiso ser ella misma ma-
dre nuestra. Nadie mejor que ella podr comprendernos. Y nadie
mejor que ella nos ayuda a comprender la bondad de Dios. Viendo
su solicitud maternal podemos pensar: Qu bueno ser Dios, si es
ya tan buena su madre! Qu bueno es el Seor que ha querido
poner nuestra vida bajo el signo de la misericordia maternal de
Marah
La autntica devocin a la santsima Virgen debe inducirnos a
reproducir su imagen en nuestro corazn y hacer todo lo posible
para que viendo nuestra solicitud fraternal puedan nuestros prji-
mos elevarse a pensar inmediatamente: Cunto ms bueno ser
Dios!
SIGNO DE DIVISIN ESCATOLGICA
Los sacramentos son signos eficaces de la plenitud de gracia que
caracteriza los ltimos tiempos. Por la misma razn son tambin
signos que anuncian y realizan la separacin entre los hombres se-
gn su diversa actitud ante el reino de Cristo. Los sacramentos,
como la predicacin de Jess, estn pidiendo una decisin en favor
o en contra de Cristo.
La virgen Mara se nos ha dado a nosotros como signo de esta
separacin escatolgica que la venida de Cristo provoca en los es-
284
Mara y la Iglesia
pritus. As nos lo ensea el vidente de Patmos al cual confi el
Seor desde la cruz una mayor comprensin del misterio mariano
que a los dems apstoles. El evangelista san Juan, el discpulo
predilecto, nos ha descrito la lucha final entre la mujer y su prole
y el dragn y su descendencia. Ella nos dio a luz a aquel que
ha de regir a todos los pueblos con fuerte cetro (Ap 12, 5). El
dragn se puso ante la mujer que estaba para dar a luz, a fin de
devorar al nio tan pronto como naciera (Ap 12, 4).
Desde aquellas horas angustiosas en que fue llamando a todas
las puertas de Beln buscando asilo para el hijo que haba de nacer,
comprendi Mara que el mundo cerrara sus puertas a Cristo. El
anciano Simen con motivo de la presentacin, cuando ella llev
al templo a su Hijo que era tambin su redentor, se refera asimismo
a la lucha final, a la escisin que aquel Hijo provocara en los
hombres: ste est destinado a ser causa de cada y resurreccin
para muchos en Israel. Y tu alma ser traspasada por espada de
dolor (Le 2, 34s). Ella tuvo, en efecto, que experimentar la furia
de los espritus infernales desencadenados contra su Hijo cuando el
enfurecido Herodes busc al nio para darle muerte. Ella estuvo
al pie de la cruz en aquella hora en que el infierno pareca triun-
far en toda la lnea, cuando los discpulos huan, cuando la muche-
dumbre claudicaba y cuando los grandes del pueblo se mofaban sar-
dnicamente: Ea, baja de la cruz! (Mt 27, 40). Pero su hijo fue
arrebatado hasta el trono de Dios (Ap 12, 5). Y esa lucha ha
terminado ya? La victoria est ya segura, pero Satn no des-
cansa.
Dios nos ha mostrado en Cristo todo su amor. En la cruz, muer-
te y resurreccin de su Hijo unignito nos ha declarado sin lugar
a duda su voluntad decidida de salvarnos. Qu otra prueba podra
darnos de su amor? Pero juntamente nos ha revelado las exigencias
ineludibles de su santidad. El amor de Dios requiere una decisin
firme por nuestra parte. Si Cristo no hubiera venido y no nos hu-
biera mostrado un amor tan extraordinario, la maldad del mundo no
sera tan grande. Por su parte, Satn no se encontrara con un ene-
migo tan poderoso, que le obliga a concentrar todas sus energas si
pretende conseguir algn reducto. Todo hijo de Mara y de la Igle-
sia que ha sido engendrado a la vida divina en las aguas del santo
bautismo, es presa que el demonio ansia conquistar con toda clase
Signos de divisin escatolgica 285
de armas. El dragn ardi de rabia y declar guerra sin tregua a
los otros hijos de la mujer (Ap 12, 17).
En esta lucha a muerte Mara y la madre Iglesia son nuestra
confianza. La Virgen vestida del sol es nuestra protectora frente al
espritu de la mentira. Al mismo tiempo la devocin a Mara nos
lleva a mantenernos firmes en nuestra devocin a la Iglesia. As
como no puede tener a Dios por Padre, quien no quiere tener a la
Iglesia por madre, tampoco puede tener a Mara por madre y pro-
tectora quien no piensa y siente con la Iglesia. Solamente el sentido
de Iglesia nos librar de sucumbir al espritu de la mentira que in-
tenta inficionarnos el espritu del mundo de manera paulatina y
solapada. La Iglesia es baluarte firme de la verdad. Los poderes
infernales no podrn conquistarla (Mt 16, 18). La mujer huy al
desierto (Ap 12, 6.14). La Iglesia sigue presente en el mundo pero
huye del espritu del mundo, y por eso ste la combate sin descanso
y la llena de continuos ultrajes. Si queremos disfrutar siempre de la
dulce seguridad del seno de Mara y de la Iglesia, hemos de poner
sumo empeo en no ceder bajo ningn pretexto al espritu del mun-
do, tras el cual est siempre Satn, el espritu de la mentira.
De igual manera, es imposible pedir con sinceridad y desde lue-
go con esperanza la proteccin de la santsima Virgen, si no se pro-
cura seguir las indicaciones de la madre Iglesia. Es una injuria a
nuestra celestial protectora invocarla de labios afuera para implorar-
le nos libre de todo peligro mientras seguimos exponindonos inne-
cesariamente al peligro de pecar. En la lucha a vida o muerte entre
el dragn y la mujer, no es posible quedarse neutrales y menos cola-
borar en el mismo plano que los hijos del mundo: no se puede jugar
con fuego; no se pueden admitir indiferentemente toda clase de im-
genes en el cine, en las revistas ilustradas, en la televisin; no se
puede tragar todo lo que venga y pretender, sin embargo, conservar
la vida de oracin y la verdadera devocin a la santsima Virgen,
con el corazn inmaculado y virgen del espritu del mundo. Menu-
da ilusin y menudo engao!
La Iglesia y la santsima madre de Dios podran repetirnos las
palabras de san Pedro: Hermanos, estad alerta; que el demonio
gira en torno vuestro como len rugiente buscando a quien devorar
(1 Pe 5, 8s). Y los cristianos llamados a ocupar un lugar ms des-
tacado en esta lucha de Cristo contra el dragn, han de estar ms
286
Mara y la Iglesia
en guardia contra las tentaciones y ataques del demonio. As, por
ejemplo, un convento en el cual florece la santidad, sabe muy bien
el enemigo que representa en la lucha un baluarte temible y por eso
har lo imposible por conseguir que no se introduzca en l el espritu
del mundo, espritu de crtica, de discordia, de vanidad, de envidia y
celos, espritu de comodidad. Igualmente conoce bien el demonio
lo que representa un solo sacerdote para la causa de Cristo. Por eso
ha de estar ms alerta, siguiendo la exhortacin que como a Pedro
y los apstoles le dirige el Seor: Satn ha pedido poder sacudiros
como al trigo (Le 22, 31). Pero el Seor or por sus apstoles
para que su fe no vacilase. Al mismo Pedro, aun despus de haber
sucumbido en la gran hora de la tentacin, le encomend la misin
de fortalecer a sus hermanos (Le 22, 32). Y en la persona de san
Juan, confi a todos los hombres, pero especialmente a sus sacerdo-
tes y a sus colaboradores ms directos en la via de la Iglesia, a la
proteccin maternal de su Madre (Jn 19, 26s). No tenemos, pues,
por qu temer si permanecemos fieles a estas dos consignas: luchar
noble y resueltamente contra las argucias de Satn e implorar con-
fiadamente la ayuda de lo alto siempre unidos con la Iglesia y con
Mara. As no habr nada que pueda apartarnos del amor de Cristo.
Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios. No des-
eches nuestras splicas en los momentos de peligro; antes bien, l-
branos de todo mal, oh Virgen gloriosa y bendita.
A todos los pobres pecadores, y muy especialmente a aquellos
hombres confiados a nuestros cuidados, encomendmoslos a la ma-
ternal proteccin de la santsima Virgen. Es la representacin ms
cordial de la misericordia divina. Es nuestra ensea en la lucha, que
nos anima a pelear con denuedo y sin concesiones al adversario,
pero tambin con una confianza absoluta pues sabemos que bajo su
amparo triunfaremos.
Mara, la humilde sierva, es la triunfadora del espritu del
orgullo.
En medio de la guerra mortal entre la mujer y su descenden-
cia contra la serpiente y la suya, Dios interviene para salvar al
Hijo de Mara llevndoselo a su trono. En la resurreccin y glorifi-
cacin de Cristo a la diestra del Padre tenemos la respuesta que
recibe de parte de Dios Padre la humillacin y la obediencia del
Hijo hasta la muerte para la mayor gloria del Padre. Se anonad.
Signos de divisin escatolgica
287
tomando forma de siervo y fue hecho obediente hasta la muerte,
hasta la muerte de cruz. Por eso Dios lo ensalz y le dio un nombre
que est sobre todo nombre (Flp 2, 7ss). Este misterio de la exal-
tacin como premio de la humillacin se verifica tambin en Mara.
El vidente de Patmos contempl siete seales en el cielo: La mujer
vestida del sol y el dragn, cuyo nombre es Satn, precipitndose
desde el cielo. Quiere decir que la virgen humilde fue ensalzada,
mientras el orgulloso ngel era arrojado de su trono.
Muchos telogos son de la opinin de que la prueba de los n-
geles consisti en exigirles servicio y adoracin no solamente a Dios
resplandeciente en el fulgor de su divinidad, sino tambin al Verbo
hecho hombre y nacido de la humilde virgen Mara. Entonces, un
grupo de ngeles rebeldes no se habran sometido a esta postracin
ante la figura de Cristo en forma de siervo. El orgullo perdi a parte
de los ngeles. No fue igualmente el orgullo lo que perdi a Adn
y a Eva y lo que con el pecado les ocasion todos sus males? La
tentacin es siempre la misma: a Dios s le obedecemos, pero a los
hombres que le representan ante nosotros, a los representantes hu-
manos de su autoridad, ya es otra cuestin. Por eso la humildad de
Cristo, la humillacin radical de su encarnacin, fue la gran nove-
dad, que cambi de golpe la historia de la humanidad. Y junto a
Cristo, Mara es otra viva estampa de humildad. En virtud de esta
su postura fundamental ante Dios, es ella, la virgen humilde, la
gran seal de victoria que aparece en el cielo en contra del espritu
del orgullo.
Triunfaremos en la lucha contra el demonio si no construimos
sobre nosotros mismos y si hacemos de la humildad nuestra bande-
ra: El poder de Dios alcanza su mayor rendimiento en medio de
la debilidad (2 Cor 12, 9). Cuanto ms reconozcamos nuestra pro-
pia debilidad y nuestra pequenez, tanto ms sentiremos la fuerza de
Dios concentrarse sobre nosotros. Pues cuando me siento ms
dbil, es cuando soy ms fuerte (2 Cor 12, 10). He aqu por qu
la humilde esclava, la virgen Mara, tan ensalzada por Dios, tan col-
mada de toda gracia, precisamente por haber estado totalmente vaca
de s misma, s, ella, la llena de gracia, puesta en lo alto del cielo
como seal de segura esperanza, nos ayuda a comprender mejor la
ley fundamental de los sacramentos. Ellos son tambin signos de
esta lucha especfica de los ltimos tiempos. Son igualmente sea-
288
Mara y la Iglesia
les de victoria. Pero no recibimos su fuerza, sino cuando dejamos
de construir sobre nosotros mismos para esperarlo todo confiada-
mente de la gracia de Dios. Todo lo esperamos de Dios, pero Dios
ha querido guardar siempre el orden de las causas segundas. No
quiso realizar la encarnacin sin la cooperacin de la humilde virgen
de Nazaret. Poda haberlo hecho, y no quiso hacerlo. De igual ma-
nera, ha querido servirse de los sacramentos como de otros tantos
instrumentos y signos de su gracia. Pero aun en esta economa es l
quien ha de dar el primer paso. Crecemos en la medida en que es-
peramos menos de nosotros mismos y en la medida en que nos
entregamos plenamente con absoluta humildad y confianza a la gra-
cia de Dios.
As pues, en los sacramentos, que son signos humildes a travs
de los cuales difunde Dios las maravillosas riquezas de su gracia,
signos eficaces que nacieron del anonadamiento y de la muerte de
Cristo, como tambin en la mujer que apareci como gran seal
en los cielos mientras el orgulloso dragn era arrojado al abismo,
nos ensea Cristo la misma verdad contenida en la primera bien-
aventuranza: de los pobres de espritu ser el reino de los cielos,
esto es, de aquellos que estn ante l en humilde actitud como quien
se inclina ante el poderoso en demanda de sus mercedes; y son estos
pobres o humildes de corazn los que ya desde ahora pueden expe-
rimentar las fuerzas liberadoras del reino de Cristo. De los humildes
ser la victoria en esta lucha tremenda entre el reino de aquel que
quiso tomar forma de siervo y practicar la obediencia hasta la muer-
te y el espritu orgulloso que, al grito de No servir, fue arrojado
de su trono cercano a Dios.
MARA, CAMINO HACIA LA NUEVA LEY
Camino, verdad y vida y plenitud de la nueva ley no puede
ser sino Cristo. l nos mostr el camino con su ejemplo y con sus
palabras. l nos abri la puerta de la vida mediante su muerte y
resurreccin, y nos la difunde mediante los signos santos de los sa-
cramentos. Mediante ellos graba su ley en nuestros corazones. Con
la gracia de los santos sacramentos nos da adems la fuerza, el
impulso para cumplir la nueva ley de gracia que rige nuestra vida.
Mara, camino hacia la nueva ley 289
Junto con los sacramentos, Cristo se sirve de su Madre para comu-
nicarnos esta nueva vida y para indicarnos, en este signo excelente
de su poder y de su misericordia, el camino de la salvacin.
Imitando a Mara, aprendemos mejor a ver en ella un signo de la
misericordia divina, un signo de victoria en la lucha. Practicando
la misericordia en nuestra vida, poniendo toda nuestra existencia al
servicio de la salvacin de nuestro prjimo, demostramos palpable-
mente que somos hijos de tal madre. Y cuando hayamos hecho de
la humildad de Mara la ley fundamental de nuestra vida, tendremos
abierto para nosotros el misterio de la humildad de Cristo, es decir,
nos ser accesible el misterio de su cruz y de su triunfo.
Los sacramentos no producen su efecto sino por virtud de Cris-
to. l es quien sigue actuando a travs de ellos. Todo el lenguaje
simblico de los sacramentos ha de entenderse referido totalmente
a Cristo. Lo mismo podremos decir de Mara. La plenitud de gra-
cia que posey su alma es un himno de alabanza al poder y a la
bondad de Dios. Como hijos de Mara, hemos de ver el sentido de
nuestra existencia y de nuestras obras en una ininterrumpida refe-
rencia a Cristo: vivir para Cristo, trabajar para Cristo, hasta el
punto que Cristo sea de verdad el grande y definitivo porqu de toda
nuestra vida.
Cuanto ms imitemos a la Santsima Virgen en vaciarnos de
nosotros mismos, tanto ms nos capacitaremos para la accin de la
gracia divina en nosotros y ms fcilmente podr utilizarnos Dios
como instrumentos vivientes de su gracia y de su amor.
Te alabamos, oh Padre, Seor del cielo y de la tierra, porque
en Mara y en la maternal solicitud de la Iglesia, nos has dado una
seal tan comprensible de tu gracia y de tu ternura hacia los hom-
bres. Aydanos a mirar confiadamente a la Iglesia, madre nuestra
sobre la tierra, y a Mara santsima, intercesora nuestra en los cielos,
para que as logremos la dicha de gozar eternamente de ti en la
gloria, por Cristo nuestro Seor.
Parte tercera
EL GRANDIOSO HIMNO DE LA LEYDE CRISTO
EN UN CORO DE SIETE VOCES
!l
LA ABNEGACIN IMPUESTA POR LOS SACRAMENTOS
A partir de entonces de la confesin de Pedro y de la pro-
mesa del primado , comenz Jess a explicar a sus discpulos
que tena que dirigirse a Jerusaln y all padecer mucho de parte
de los prncipes de los sacerdotes y de los escribas de la ley; que
all sufrira la muerte y que al tercer da haba de resucitar.
Entonces Pedro le tom aparte y comenz a disuadirle: Dios
te libre, Seor. Eso no puede ser. Pero Jess se volvi y le dijo:
Lejos de m, Satn. T quieres hacerme tropezar. Tus pensa-
mientos no son conformes con los de Dios. Juzgas en plan pura-
mente humano.
Y dirigindose a sus discpulos, prosigui Jess: El que quie-
ra seguirme, tiene que renunciarse a s mismo; que tome su cruz
y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perder; y
el que pierda su vida por mi causa, se la encontrar (Mt 16,
21-25).
Despus de haber llegado Jess, con paciencia a introducir a
sus discpulos en el misterio de su filiacin divina, comenz a ini-
ciarles en el misterio incomprensible de su pasin. El reconoci-
miento de Jess como hijo del Dios vivo deba ser un paso previo
que hiciera ms comprensible el anonadamiento y la cruz. Y sin
embargo, Pedro, que pudo reconocer entusiasmado la divinidad de
su Maestro: T eres Cristo, el Hijo del Dios vivo (Mt 16, 16),
no pudo hacerse a la idea de que un da Jess sera sometido a
muerte ignominiosa. Con idntico fuego con que confes su digni-
294 La abnegacin impuesta por los sacramentos
dad mesinica, replica ahora: Eso no puede suceder. Y aun
cuando el Maestro le corrige severamente aquel entusiasmo: Apr-
tate de m, enemigo, el apstol sigue interiormente aferrado a su
protesta. Prueba de que la fe en el sufrimiento y en la extrema re-
nuncia por que deba pasar el Maestro, no haban echado races en
el alma del apstol, la tenemos en su reaccin en el huerto cuando
saca la espada para defenderle (Mt 26, 51). Y precisamente porque
en el fondo de su corazn no quera saber nada de aquel Cristo de
oprobio y dolores, fue capaz de afirmar a la vista de su Seor cu-
bierto de salivazos: No le conozco (Me 14, 71).
Nosotros estamos ya tan hechos a la idea de que Cristo tena
que padecer por nosotros que la meditacin de sus sufrimientos no
nos impide la fe en su divinidad. Quiz para muchos fuera mejor
que esta verdad no se repitiera tanto, a ver si de este modo se con-
mova su falsa seguridad. Hoy ya nos parece casi normal que el
Seor se ofrezca a padecer en lugar de los esclavos. Solamente nos
revolvemos cuando el Seor traza para nosotros el mismo camino
que escogi para s: El que est dispuesto a seguirme, que se nie-
gue a s mismo, que tome todos los das su cruz y que me siga
(Le 9, 23).
Esto ha de quedar absolutamente claro: si hemos dado noble-
mente nuestro s al Cristo clavado en la cruz, al Cristo abrazado con
la extrema pobreza y con la ms radical obediencia, hemos de dar
tambin un s incondicional a esta lgica consecuencia: como dis-
cpulos suyos hemos de someternos a la misma ley que el Maestro.
Esto fue lo que comprendi Pedro cuando se encontr con la mira-
da triste y amorosa de Cristo y cuando sinti que el Espritu Santo
cambiaba su alma: Cristo quiso padecer por vosotros y os ha de-
jado un ejemplo a fin de que sigis sus huellas (1 Pe 2. 21). Que-
ridos mos, no extrais el incendio que ruge en medio de vosotros
como si fuese algo anormal. Alegraos, ms bien, pues os cabe en
suerte participar de la pasin de Cristo, a fin de que un da en la
revelacin de su gloria podis alegraros sin fin. Si ahora por fide-
lidad al nombre de Cristo sufrs tales oprobios, sois dichosos en
verdad, porque el Espritu de la gloria, el Espritu de Dios reposa
sobre vosotros (1 Pe 4, 12-14).
El Seor no ha querido ensearnos slo de palabra la ley de
la abnegacin. La ha querido grabar en nuestros corazones con la
El bautismo y la mortificacin
295
escritura a fuego vivo del Espritu Santo: por medio de los sacra-
mentos nos hace participar del misterio de nuestra redencin, nos
introduce en el misterio de su pasin y por tanto tambin de su
gloria. Todos los sacramentos, juntamente con la gracia, nos dan
algo ms: nos imponen el deber urgente de la abnegacin de nos-
otros mismos, de la mortificacin de nuestra carne; cada sacramento
de una forma y con un matiz particular.
EL BAUTISMO Y LA MORTIFICACIN
El bautismo significa un morir juntamente con Cristo (Rom
6, 8). La medida de este morir con Cristo, es decir, de la mortifica-
cin de nuestros apetitos y afectos, es tambin la medida de nuestra
participacin en la vida de Cristo (Rom 6, 8). Como bautizados
tenemos dos ttulos que nos impulsan a esta guerra de vida o muerte
contra las obras de la carne o, lo que es lo mismo, contra el hom-
bre viejo, contra nuestro egosmo y nuestro endiosamiento que no
slo domina nuestra vida particular sino tambin el ambiente en
que nos movemos. Hemos de combatir contra este enemigo capital
del reino de Cristo, primeramente porque estamos en todo momento
expuestos a la tentacin de recaer en ese gnero de vida que debi
acabar en nuestro bautismo. Cristo nos ha dado la fuerza para triun-
far de este peligro. Hemos de salir al campo de batalla conscientes
de que no peleamos solos; peleamos con Cristo contra su mayor y
constante enemigo, ya quey sta es la segunda razn por el
bautismo estamos interiormente hechos una misma cosa con Cristo.
Se trata, pues, de la guerra de Cristo y nosotros salimos al campo
de batalla en santa y misteriosa solidaridad con nuestra Cabeza y con
todos nuestros prjimos.
Es lucha a vida o muerte contra los apetitos del hombre viejo.
El pecado de Adn ha trado la muerte al mundo. Ese pecado fu-
nesto sigue actuando como principio del mal en todos aquellos que
se dejan vencer por el pecado. Cristo quiso lanzarse al combate
contra este enemigo y le venci a costa de su vida y de la ltima
gota de su preciosa sangre. A costa de tan caro precio venci Cristo
al pecado y a la muerte. Nuestra lucha contra los apetitos torcidos
ha de seguir esta suerte; no es posible contemporizar. Nos lo dice
296 La abnegacin impuesta por los sacramentos
bien claramente el apstol a continuacin de sus enseanzas sobre
el santo bautismo: Pensad que vosotros estis muertos al pecado
y vivos para Dios en Cristo Jess. Por eso el pecado ya no puede
tener dominio alguno sobre vuestro cuerpo mortal, no podis seguir
los apetitos del cuerpo... El pecado ya no ha de tener poder alguno
sobre vosotros (Rom 6, 11-14). Hermanos, ya no estamos suje-
tos al hombre carnal para vivir segn l. As que si os empeis
en seguir viviendo segn la carne, moriris; en cambio, si mediante
el Espritu mortificis los impulsos del hombre carnal, viviris
(Rom 8, 12s).
Dos formas de vida luchan sin tregua por imponerse en el hom-
bre: por un lado, la vieja y funesta tentacin de afirmarse contra
Dios y pretender bastarse el hombre a s mismo; ya sabemos la
consecuencia: el pecado, y del pecado la muerte; por otra parte,
est el nuevo tipo de vida que alcanz su triunfo con la muerte de
Cristo, el cual quiso ofrecerse a s mismo en holocausto perfecto
para gloria del Padre y la salvacin de todos los hombres. Resul-
tado? La etapa siguiente de esa historia nos lo dice claramente: re-
surreccin, y de la resurreccin, gloria sin trmino. Lo dijo el Seor:
el que viva encerrado en s por no perder su vida, la perder de he-
cho; en cambio, el que por amor a Cristo y por el evangelio se
entrega generosamente, lograr la salvacin (cf. Me 8, 35).
Pero como bautizados no luchamos solamente contra nuestros
apetitos y nuestro torpe egosmo porque stos son obstculos que
pueden quitarnos la vida divina en nosotros. En unin con Cristo
luchamos igualmente por el bien y la salvacin de nuestros herma-
nos. La abnegacin cristiana supone una voluntad pronta a aceptar
todos los sufrimientos que nos exija la salvacin del prjimo. Como
Cristo, tambin nosotros hemos de luchar y sufrir por todos los que
nos rodean. Estoy con Cristo clavado a la cruz. Ya no vivo yo; es
Cristo quien vive en m (Gal 2, 19). Llevo en mi cuerpo las he-
ridas de Cristo (Gal 6, 17). Esto puede decirlo todo bautizado
usando las mismas palabras de san Pablo; puede y debe decirlo,
al menos fundamentalmente. El carcter bautismal y la vida de la
gracia que hemos recibido en el santo bautismo, nos han asociado
con Cristo y nos han lanzado as a la lucha que l y nosotros te-
nemos empeada contra los poderes del mal. Aunque la carne,
los deseos del hijo de Adn, se alcen en ocasiones contra las exi-
Confirmacin y mortificacin
207
gencias del espritu (cf. Gal 5, 17), en virtud del bautismo cstumos
ya radicalmente y sin gnero de duda de lado de Cristo.
Todos los sufrimientos que nos imponemos en esta lucha conlra
los apetitos del hombre viejo, y en general todos los padecimientos
de nuestra vida a los que por amor de Cristo damos un s generoso,
participan por voluntad del mismo Cristo de la virtud redentora de
su pasin. Por eso dice el apstol: Ahora me alegro de padecer
por vosotros, y completo en mi carne lo que todava falta a la pa-
sin de Cristo. Todo sea en beneficio de su cuerpo, que es la Igle-
sia (Col 1, 24).
El poder redentor de la pasin de Cristo es tan extraordinario
que por ella todos los padecimientos del cristiano, y entre ellos
tambin el mismo penoso esfuerzo de la lucha contra las torcidas
tendencias de la naturaleza daada, vienen a ser una prolongacin
de los frutos de la redencin. De algn modo se puede decir que
Cristo vuelve a revestir en nosotros un cuerpo para sufrir as nue-
vamente por medio nuestro en favor de nuestros prjimos.
CONFIRMACIN Y MORTIFICACIN
Por medio de la confirmacin nos equipa el Espritu de fortale-
za para la dura lucha que combatimos en estos ltimos tiempos no
solamente contra la carne y la sangre sino incluso contra los mis-
mos poderes csmicos, contra las potencias y prncipes de este mun-
do tenebroso, contra las fuerzas sobrehumanas que infestan la at-
msfera (Ef 6, 12). Por la fuerza del Espritu Santo salimos bien
equipados para esta lucha como cristianos adultos que conocen
todas las artimaas del enemigo maligno.
San Pablo compara esta lucha nuestra contra los poderes del
mal, que combaten en torno a nosotros y en nosotros mismos, con
la lucha en el circo, y pide de nosotros un entrenamiento semejante
al que se requiere para las competiciones atlticas. Los hroes de los
juegos antiguos, y de los deportes modernos, se esforzaban por con-
seguir una corona que pronto se marchita, por alcanzar un poco de
gloria terrena; y sin embargo, a qu ruda asctica se someten: Los
atletas se privan de todo (1 Cor 9, 25). Hoy da el entrenador de
un equipo deportivo impone idntica disciplina a sus hombres; les
298 L't abnegacin impuesta por los sacramentos
prohibe, por ejemplo, estrictamente la nicotina y el alcohol, y otras
muchas cosas.
En la lucha cristiana, para la cual nos prepara el Espritu
Santo, Espritu de fortaleza, se trata de conseguir un resultado de
mucha mayor trascendencia; se trata de la causa de Cristo, de salvar
para la vida eterna nuestra vida divina. El enemigo no descansa a
fin de conseguir que los luchadores de la causa de Dios sucumban
a su indolencia, a su egosmo, a la esclavitud de sus propios gustos, a
la tentacin de la discordia y de la divisin entre ellos. Solamente
quien est siempre en guardia para reprimir inmediatamente todos
los movimientos torcidos, har frente cerrado al adversario. El aps-
tol de las gentes compara su propia postura personal con la de los
luchadores en la palestra: As corro yo tambin, teniendo siempre
muy clara la meta delante de m; soy como un luchador que no
tira golpes al aire; no, sino que golpeo mi propio cuerpo y lo re-
duzco a esclavitud, no sea que despus de tanto predicar a los de-
ms, quede yo descalificado (1 Cor 9, 26s).
Qu hemos de figurarnos cuando alude Pablo a esos golpes
estudiados que l mismo se propina para no perder su combate por
Cristo? La expresin est tomada del lenguaje de la lucha y quie-
re decir ante todo que el apstol sabe aprovecharse con ventaja de
todas las oportunidades para atacar al adversario por su lado flaco.
De esta forma, se propugna una asctica de luchador que sabe apro-
vechar con puo vigilante el kairs, es decir, la ocasin ms pro-
picia para abatir al hombre viejo, en oposicin clarsima a otro
tipo de asctica rutinaria, estereotipada que se construye al margen
de las exigencias y ocasiones de la vida real. Del estudio de la Sa-
grada Escritura podemos deducir las lneas maestras de la estrate-
gia que este gran atleta del seguimiento de Cristo utilizaba en sus
combates espirituales:
Por no poner tropiezo a la predicacin del evangelio (1 Cor
9, 12), renuncia a su derecho de ser mantenido por las comunidades
a las que serva con absoluto desinters. No slo trabaja para pro-
curarse el pan cotidiano, aunque para ello tenga que pasar las no-
ches realizando su tarea de tejedor, sino que adems renuncia a los
servicios de un ama de casa (1 Cor 9, 4-18). Como confirmados
y consagrados, no deberamos fomentar especial devocin a san
Pablo, implorando su intercesin a fin de que no se establezcan
Confirmacin y mortificacin
299
ms prebendas en la Iglesia de Dios? El concilio ha sentado las
bases para resolver a este respecto numerosos problemas de adap-
tacin y estas medidas exigirn a muchos un fuerte espritu de re-
nunciamiento. Cunto mejor sera en algunos casos, en vez de las
disciplinas, mortificarse renunciando a derechos de estola y estipen-
dios, a fueros y privilegios, si as lo exige el servicio al evangelio!
El fiel servidor del evangelio, el fiel testigo de Cristo, no es el fun-
cionario a sueldo fijo que cobra por toda funcin sus honorarios,
sino el mensajero desinteresado que se encarga con gusto aun de
aquellas tareas que no producen rdito alguno. Cada uno de nos-
otros, y algunos grupos de la Iglesia, hemos de preguntarnos seria-
mente ante el ejemplo del apstol y a la luz de la gracia de la con-
firmacin, que uo nos consiente andar pegando golpes al aire, si en
este terreno asestamos fuertes y bien asentandos golpes al hom-
bre viejo.
Nuevamente el apstol de las gentes, el entusiasmado cantor de
la libertad de los hijos de Dios, se mantiene en la ms absoluta li-
bertad frente a todos para poder hacerse siervo de todos y as
ganar el mayor nmero posible (1 Cor 9, 19). Es cierto que Pablo
no hace de su vida como sacerdote obrero norma para todos; al
contrario, defiendo el derecho fundamental del apstol a una deco-
rosa manutencin; pero por encima de todo est siempre la causa y
la difusin del evangelio. Idntica actitud observa ante el problema
de las diversas culturas. As, se muestra inexorable contra los judai-
zantes que pretendan hacer de las costumbres judas ley universal,
intentando subordinar, aunque ms o menos inconscientemente, la
predicacin del evangelio a las normas de la tradicin y cultura ju-
das. Sin embargo, llegada la ocasin, no tiene reparo en portarse
como judo ante los judos, a fin de ganar tambin a los judos
(1 Cor 9, 19s), como no lo tendr en acomodarse a otras formas de
vida contrarias a las leyes mosaicas. En ningn caso recurre a argu-
mentos sobre las exigencias de una cultura superior, cuyos valores
hay que defender a toda costa; gustoso se hace dbil con los d-
biles, para ganar a los dbiles, todo por el evangelio a fin de parti-
cipar de sus bienes (1 Cor 9, 22s).
Esta asctica s que es hoy tan actual como en los tiempos del
gran apstol. Qu ejemplo tan digno de imitacin por parte del
sacerdote y de los apstoles seglares de nuestros das! Slo mediante
3()() La abnegacin impuesta por los sacramentos
una radical abnegacin de s mismos llegarn a simpatizar con la
idiosincrasia de otros grupos sociales y de otras culturas, y solamen-
te la simpata autntica lograr tender los puentes para unir extre-
mos distantes. Qu otra sera la fuerza de nuestra predicacin si
imitramos todos el ejemplo de san Pablo, el ejemplo de los her-
manitos y hermanitas del padre Foucauld. La experiencia his-
trica nos dice que muchas veces han sido objeciones de estado o
de cultura lo que ha impedido la difusin del evangelio. Hemos de
estar muy precavidos, muy alerta para no dar un valor absoluto a
cosas que son puro detalle, pura quincalla humana. Bien estamos
necesitando esos golpes certeros de que habla san Pablo y no pre-
cisamente contra los dems sino contra nosotros mismos, contra
nuestros juicios e ideas muy a ras de tierra, muy humanos.
As, por ejemplo, cuntas veces no tendra que negarse a s mis-
mo un cristiano que se propusiera seguir a rajatabla el principio
del apstol: Si por lo que yo como, se escandaliza mi hermano,
lbreme Dios de comer carne; que no quisiera poner un tropiezo a
mi hermano (1 Cor 8, 13). Una conciencia delicada que evita todo
cuanto puede obstaculizar la salvacin del prjimo nos dar junta-
mente la medida de nuestra mortificacin cristiana. Y viceversa,
slo mediante un fino espritu de abnegacin se consigue un nimo
solcito para evitar cualquier herida al prjimo y no crearle una
desviacin en su conciencia.
Despus de haber naufragado tres veces, despus de haber pa-
sado todo un da y una noche luchando con las olas (cf. 2 Cor 11,
25), no faltara un psicoterapeuta que afirmase solemnemente la
formacin de un complejo insuperable ante un nuevo viaje por mar.
Pero Pablo tiene una visin en la cual escucha este grito angustiado:
Ven y aydanos, y su celo por las almas supera todos los estmu-
los del subsconciente y toda imaginaria preocupacin por su vida.
Al instante se puso a buscar pasaje en un barco hacia Macedonia
(Act 16, 9s). Nada le arredraba.
La discusin y ruptura con su viejo amigo Bernab a causa del
primo de ste, Juan Marcos, tuvo que ocasionar profunda herida en
el corazn del apstol (cf. Act 13, 13; 15, 36-40). Al joven Mar-
cos le haba impresionado fuertemente toda aquella serie de perse-
cuciones, flagelaciones y encarcelamientos. No se senta animado de
la misma resistencia sobrehumana que admiraba en Pablo. Sin em-
Confirmacin y mortificacin
301
bargo, tras una breve retirada, el celo de las almas y tambin la
entusiasta veneracin por aquel gran luchador de Cristo, le impulsa-
ron a ponerse de nuevo a su lado. Pero Pablo se mostr duro, in-
transigente y no se someti al juicio ms sereno y experimentado del
dulce Bernab, a quien tanto deba. Hablando naturalmente, Pablo
se habra encastillado en su opinin aferrado a las razones que pare-
can justificar su despedida y oposicin al joven desertor. Pero no fue
as. El atleta de Cristo sigue luchando contra s mismo despus de
pasar por el trance de la separacin. Y solamente gracias a esta lu-
cha sin tregua que dirige contra el hombre viejo, asestndole en todo
momento golpes certeros, es capaz de reconocer sin amargura que
Bernab tena razn al descubrir en el joven Marcos ms valores
que l haba sospechado. Posteriormente, el apstol lo recomienda a
las comunidades: Os saluda Marcos, el primo de Bernab, sobre el
cual ya os he dado instrucciones. Hacedle buena acogida cuando
llegue a vosotros (Col 4, 10). Incluso le invita a colaborar con l:
Trete a Marcos contigo. Es un precioso colaborador (2 Tim
4, 11).
Estas tensiones son normales en el apostolado. Pero con espritu
de abnegacin se superan fcilmente las divergencias y la misma
diversidad de temperamentos y puntos de vista contribuyen al xito
del ministerio.
Otro golpe duro que tuvo que infligir san Pablo a los impulsos
de su hombre viejo fue el recibimiento que le hizo la comunidad de
Jerusaln cuando l se present a ella con una abundante colecta
de la caritas de entonces. Qu recibimiento tan distinto del que l
se haba figurado! Es verdad que no esperara ser nombrado algo as
como cannigo honorario del captulo catedralicio de Jerusaln.
Poco le importaban a l los ttulos y las prebendas. Pero alguna
muestra visible de veneracin por parte de la comunidad cristiana
ms antigua le pareca que contribuira grandemente al xito de su
apostolado y particularmente a la causa de la unidad entre todos los
cristianos. Y en cambio, se encontr que por todo recibimiento le
echaban en cara antiguas acusaciones de poco entusiasmo por la ley
(en lenguaje de hoy, diramos que le acusaron de simpatizar con los
postulados de la tica de la situacin). Tras aquel viaje tan fati-
goso, le ponen a prueba: debe someterse a toda una serie de ceremo-
nias de purificacin tpicamente mosaicas, junto con un par de celo-
M)2 La abnegacin impuesta por los sacramentos
sos judeocristianos, a los que incluso deber entregar la suma de
dinero que ellos hicieron voto de ofrendar. Aquello era ya el colmo.
Quin de nosotros no hubiera pegado un puetazo en la mesa? Pero
Pablo miraba ante todo a la causa de la unidad y de la caridad. l
ni pens lo que a nosotros quizs al punto se nos hubiera ocurrido:
que aquella condicin era una acusacin solapada de que se habra
guardado algo del dinero de la colecta en su bolsillo. Pero Pablo no
conoca estas intenciones; con una tremenda carga de buena volun-
tad, se hizo cargo de las acusaciones y cumpli lo que le pedan
(Act 21, 20-26). Aqu se advierten claramente los frutos del Esp-
ritu. Hasta qu punto hace libres a los hombres la entrega apasio-
nada al reino de Dios!
Finalmente, el confirmado, que ha recibido el espritu de forta-
leza, ha de estar pronto hasta para el martirio. Esta disposicin ex-
trema exige de l un ejercicio continuo del renunciamiento, de la
mortificacin, de la paciencia. El recuerdo de los horribles sufrimien-
tos a que son sometidos los mrtires de nuestros das bajo la cruel-
dad impa de regmenes totalitarios ha de servir para que siempre
vivamos interiormente libres y aprestados para toda clase de com-
bates.
PENITENCIA Y MORTIFICACIN
El camino del arrepentimiento y de la penitencia es camino de
dolor. Yeso aunque este sacramento es la gran ventura del cristiano
que despus del bautismo tiene la desgracia de cometer un pecado
mortal. Pobres de nosotros si no tuviramos esta segunda tabla de
salvacin. El pecado causa al hombre el mayor mal, pues le entrega
a la esclavitud de sus torpes apetitos que nunca se darn por satis-
fechos. Por el pecado el hombre se convierte en esclavo de Satn.
Al hombre pecador se le abre slo un camino hacia la libertad y ste
camino es el de la abnegacin de su hombre viejo. Cristo no nos cura
del pecado, ni nos libera de la esclavitud del demonio si nosotros no
luchamos por ser libres y no participamos del valor expiatorio de su
pasin.
El sacramento de la penitencia nos asimila interior y tambin
exteriormente, mediante la acusacin y la penitencia que son actos
externos, con la pasin de Cristo y de modo especial con su agona
Eucarista y mortificacin 303
en Getseman. Hemos de mostrarnos dispuestos a reproducir en no-
sotros sus sentimientos interiores de detestacin y aceptacin de la
penitencia por el pecado.
Ms de uno que confiesa sus pecados con sinceridad y que inclu-
so llora amargamente sus culpas, no logra la perseverancia en su
conversin porque descuida esta parte importantsima de la peniten-
cia. El sacramento de la penitencia nos libra de la culpa, pero nos
obliga con los lazos de la gratitud a aceptar nuestro deber de expia-
cin y penitencia.
Si nuestro dolor es realmente serio, si nuestro propsito quiere
ser tambin sincero y eficaz, es muy conveniente que lo concretemos
en una resolucin muy precisa. Por ejemplo, el fumador al que re-
sulta difcil guardar un lmite de moderacin, debe mantenerse firme
en el cumplimiento de su decisin de privarse todo un da de fumar
por cada vez que pase nuevamente de la raya. El que caiga una y
otra vez en explosiones de impaciencia, explotando por cualquier
nadera, debiera ser inflexible en su penitencia, la cual podra ser
tener una hucha de explosiones en la que ir depositando cierta
cantidad de dinero para un fin piadoso. Yconvendra que todos nos
empesemos cuando menos en el cumplimiento de un propsito que
nos ayude a combatir el vicio tan comn de la murmuracin: cada
vez que sin motivo suficiente hablemos de las faltas de otros, rezar
un padrenuestro por el interesado. Sirvan estos ejemplos para que
cada uno discurra su penitencia ms adecuada.
EUCARISTA Y MORTIFICACIN
Si ya por el bautismo hemos sido hechos una misma cosa con la
muerte de Cristo, obligados a una guerra a vida o muerte contra el
hombre viejo que habita en nosotros, con cunta mayor razn no
tendremos que dar un s generoso a la cruz y a la abnegacin al in-
molarnos juntamente con Cristo en la eucarista y al recibir el cuerpo
inmolado de Cristo? Si no estamos prcticamente resueltos a abra-
zarnos con la humillacin y la obediencia de Cristo, a cargar diaria-
mente sobre nuestros hombros la cruz y luchar con denuedo contra
todos nuestros apetitos desordenados, cmo va a poder Cristo trans-
formar nuestra vida?
304 La abnegacin impuesta por los sacramentos
En virtud de su unin con Cristo, el cristiano ha de vivir en
perpetua inmolacin con l; renunciar a todo cuanto va en contra
de su asimilacin a Cristo, el crucificado, si quiere sentir en s mis-
mo la fuerza victoriosa y la alegra de la resurreccin.
Cristo se nos da en la santa comunin porque quiere dominar en
toda nuestra vida y prolongar por medio nuestro su amor redentor.
Pero su vida no dominar en nosotros mientras nuestro hombre
viejo con su orgullo y su sensualidad no muera en nosotros. Esta
muerte es posible, aun cuando a veces resulte extremadamente dura.
La fuerza de Cristo no nos faltar. Cuando, con autntico espritu de
renuncia celebramos la santa eucarista y recibimos el pan de vida,
estn ya actuando en nosotros el poder de la muerte y resurreccin
de Cristo.
SACRAMENTO DEL ORDEN Y MORTIFICACIN
El sacramento del orden verifica el ltimo grado de nuestra asi-
milacin interior con Cristo, el sumo sacerdote. El carcter indeleble
que se imprime por medio de este sacramento, presupone el carcter
del bautismo y de la confirmacin. Graba tambin en el ordenando
con mayor urgencia el deber de seguir de cerca al crucificado, el cual
fue al mismo tiempo sacerdote y vctima. El sacerdote no llegar se-
guramente a verse clavado de hecho como Cristo en la cruz. Pero en
su conviccin debe sentirse realmente vctima; el sacerdote es
esencialmente un inmolado. No puede buscarse a s mismo en nin-
gn detalle de su vida. Ha sido elegido para servir a los dems. Ha
de negarse radicalmente a s mismo, a fin de ser instrumento perfec-
to del amor de Cristo.
Un sano concepto de autenticidad sacerdotal exige del ministro
que si diariamente sube al altar a ofrecer el sacrificio del Seor, a
presentar al Padre celestial en nombre de Cristo y de la Iglesia la
sangre derramada por Jesucristo, tanto sus sentimientos internos
como su hbito y conducta exterior sean una copia fiel del anona-
damiento de su Maestro.
Antes de la ordenacin, el obispo dirige esta exhortacin a los
candidatos: Agnoscite quod agitis, imitamini quod tractatis: Quate-
nus mortis Dominica: mysterium celebrantes, mortificare membra
Sacramento del orden y mortificacin 305
vesra a vitiis e concupiscentiis mnibus procuretis (Dad un s cons-
ciente a lo que hacis; comportaos en vuestra vida conforme al santo
misterio que realizis: pues celebris el misterio de la muerte de
Cristo, mortificad en vosotros todos los vicios y concupiscencias).
Y diariamente recuerda el sacerdote este deber, cuando se cie el
manpulo: Seor, que sea digno de llevar este manpulo de llanto y
dolor para poder recibir con gozo el premio al trabajo; que es
como si dijera: Aydame a dar un s generoso a mi parte en tus su-
frimientos para que pueda as participar de la gloria de tu resurrec-
cin.
San Paulino de ola condensa en esta breve frmula toda la
existencia sacerdotal: Ipse Dominus hostia omnium sacerdotum est.
psique sunt hostia; sacerdotes (El Seor mismo es la hostia de todos
los sacerdotes, pero tambin los mismos sacerdotes han de ser ellos
hostias) *.
Como sacerdotes hemos recibido la potestad de expulsar a los
demonios. Tendremos que preguntar otra vez al Seor por qu no
somos capaces de arrojar a los malos espritus? Qu otra respuesta
nos dara Cristo sino la que dio un da a sus discpulos: Esta clase
de demonios no se puede arrojar sino a fuerza de ayuno y oracin
(Me 9, 29). En el pasaje paralelo de san Mateo se da tambin como
causa la falta de fe (Mt 17, 20). Nueva enseanza preciosa: sin es-
pritu de fe es imposible el espritu de abnegacin, as como tambin
sin nimo dispuesto a asociarse al sufrimiento de Cristo imposible
ser que la fe despliegue sus efectivos en nuestra vida. Si nos vence
en la mortificacin, si logra arrancarnos el espritu de sacrificio, ya
todo ser cuesta abajo para el demonio, a pesar de todas las rdenes
sagradas que tengamos. Una vida sin mortificacin es una mentira
solemne, una flagrante contradiccin con todo lo que las rdenes,
como gracia y como obligacin, significan.
La psicologa moderna nos dice que la neurosis es ua enferme-
dad del alma que no ha encontrado su satisfaccin vital y que no
cesa, desde lo ms hondo de su ser, de anhelar lo que ella siente
como cifra positiva en su vida. La neurosis es consecuencia de una
elaboracin defectuosa de ciertas impresiones, que se traduce en in-
dividuos de delicada sensibilidad psquica en la prdida del equilibrio
1. Epist. xi; PL 61, 196.
306 La abnegacin impuesta por los sacramentos
interior o tambin en determinadas enfermedades fsicas pero de ori-
gen psquico. No habr fundamento para descubrir la raz de no
pocas crisis y neurosis de sacerdotes en el hecho de que mientras da
a da suben al altar a ofrecer la vctima y domingo tras domingo
anuncian el misterio pascual de la muerte y resurreccin de Cristo,
no estn ellos interiormente resueltos con toda seriedad a conformar
su propia vida conforme al signo y ley contenidos en estos santos
misterios? Que este desequilibrio entre lo que hacen en el altar y lo
que viven en la prctica se traduzca luego en una neurosis, demues-
tra, en fin de cuentas, que no tienen una salud de lobo ni una
impresionabilidad tica de paquidermo. Su interior est hambreando
la verdadera vida, la unin, la continuidad entre la actitud que se
mantiene en las ceremonias sagradas y la actitud con que se sale a
hacer frente a la otra vida.
MATRIMONIO Y MORTIFICACIN
El sacramento del matrimonio significa una participacin en las
bodas del cordero con la Iglesia, una participacin de aquella
alianza que se concluy mediante el derramamiento de la sangre de
Cristo inmolado por su Iglesia. De esta forma tambin el matrimonio
est de manera muy peculiar bajo la ley del misterio pascual: la di-
cha ms profunda, el amor verdaderamente capaz de hacer felices a
los esposos, es don que slo se concede a los que se entregan desin-
teresadamente. sta es la ley del misterio pascual: por la muerte a la
vida, por la entrega a la posesin.
La belleza del amor en la esposa y en la madre no logra su pleno
esplendor sino cuando la mujer se esfuerza incansable en convertirse
por su obediencia, su humildad y su disponibilidad absoluta, en co-
pia fiel de la Iglesia obedientemente sumisa a Cristo, y yendo ms
lejos, hasta que no se esfuerza en ser copia viva del mismo Cristo
que se anonad y llev al colmo su obediencia. Recprocamente, su
posicin como cabeza de familia, no supone al varn honor y consi-
deracin ante Dios, si no ejerce su autoridad segn el ejemplo de
Cristo, que am a su Iglesia y se entreg por ella (Ef 5, 25s). El
amor mutuo de los esposos no se edifica sino sobre esta base de mu-
tua abnegacin y entrega desinteresada.
La uncin de los enfermos y mortificacin 307
A pesar de sus muchos pecados, la Iglesia puede siempre cele-
brar, desde la salida del sol hasta su ocaso, el misterio eucarstico
que es signo de la alianza indisoluble de su amor a Cristo. La fideli-
dad de su esposo divino derrama sobre ella fulgor celestial aun cuan-
do a diario la Iglesia recita humildemente su Confteor: su flaqueza
de pecadora. La Iglesia cuenta siempre con la fidelidad del Seor,
abandonado por los suyos y crucificado por aquellos mismos a los
que haba hecho tanto bien. Qu sublime y magnfico ejemplo de
fidelidad para los esposos en las horas difciles de la desilusin a la
vista de las insuficiencias humanas de su consorte.
Una familia numerosa es fuente de las ms puras alegras. Pero
esta vocacin paternal presupone asimismo mucha abnegacin. Los
hijos exigen del padre, y ms an de la madre, innumerables sacri-
ficios. Ysi no ven la entrega desinteresada de sus padres en educar-
les y hacerles felices, difcilmente les devolvern el honor que se
merecen.
Quien ha escogido el camino del celibato por amor del reino de
los cielos, no debe dejarse ganar en espritu de sacrificio por los
casados, ya que participa ms de cerca que stos de la alianza amo-
rosa entre Cristo y la Iglesia. Si en esto se dejase aventajar, lucido
quedara su testimonio,
LA UNCIN DE LOS ENFERMOS Y LA MORTIFICACIN
El sacramento de la santa uncin da al enfermo y al anciano la
gracia necesaria para cumplir su ltimo deber cristiano, dando un s
resuelto al sufrimiento y a la muerte para participar del mrito ex-
piatorio de la pasin y muerte de su Seor. Esta ltima decisin por
Cristo slo puede venir, normalmente, precedida de una continua
lucha para imponer en la propia vida la ley de la abnegacin hasta
morir realmente a la propia voluntad. De otra fonw$3S223jjtsun-
tuoso esperar este ltimo gesto de confianza pl e^^rl mn^ro^l e
Dios, coronacin de una enfermedad llevada ejwplarmtjafc. yf l
Mediante la abnegacin en las mltiples <|a|(io^'pe$Hea^ gl
cada da, el cristiano va haciendo realidad lo qti pios traz funda-
mentalmente en l por medio del santo bautismo' Este es tambin^l
camino para preparar la digna recepcin del sacramento de la uncin
308 La abnegacin impuesta por los sacramentos
de los enfermos, por el cual logra su plenitud nuestra disposicin
interior de aceptar el dolor y la muerte como ofrenda y oblacin a
Dios en unin del sacrificio expiatorio de Cristo.
Solamente el que da tras da ha sacado de la celebracin del sa-
crificio de Cristo, que es el sacrificio de la cruz renovado en la santa
misa, la consecuencia de que tambin la mortificacin, la continua
abnegacin, ha de ser ley fundamental de su vida, podr esperar que
su muerte alcance todo el valor del misterio cristiano. Pretender
que el ltimo acto de nuestra vida desembocase en ese santo y con-
solador misterio de la muerte en unin con Cristo, el crucificado y
resucitado, despus de una vida por derrotero distinto del de Cristo,
sera una ilusin engaosa.
Conscientes de la imperfeccin de nuestra abnegacin, hemos de
rezar continuamente para pedir a Dios que antes de la muerte, antes
de la recepcin de los sacramentos de los agonizantes, nos conceda
como gracia particularsima el poder salvar todas las omisiones en
materia de mortificacin. El sacramento de la uncin de los enfer-
mos purificar todos nuestros sentidos, nuestro corazn y nuestra
voluntad. Nos preparar a desligarnos de todas las ataduras terrenas
y a realizar nuestra entrega definitiva en las manos de Dios. Este
sacramento renovar en nosotros la ley bsica de nuestro bautismo:
Nos hemos asimilado a Cristo mediante una muerte semejante a la
suya, y luego nos uniremos con l por su resurreccin (Rom 6, 5).
Pero el sacramento de la uncin de los enfermos normalmente no
suplir la penitencia que nosotros dejamos de hacer; su fin es poner
la ltima perfeccin, la perfeccin que slo de lo alto cabe esperar,
a una vida animada de espritu de penitencia. La gracia de este sa-
cramento ser la coronacin de todos nuestros frutos de penitencia.
Nos lo ensea el concilio de Trento: Los padres vieron en el sa-
cramento de la santa uncin no solamente el remate del sacramento
de la penitencia, sino tambin la coronacin de toda la vida cristiana,
que ha de ser una prctica constante de mortificacin nacida del es-
pritu de penitencia
2
.
2. Dz 907.
LA MORTIFICACIN COMO MISTERIO DE SALVACIN
Los sacramentos tienden todos, cada uno a su estilo, a hacer rea-
lidad la consigna del apstol: Los que son de Cristo, han crucifica-
do su carne con sus apetitos y concupiscencias (Gal 5, 24). As
pues, en la virtud cristiana de la mortificacin se busca una cima que
supera con mucho el ideal puramente moral del dominio propio, de
la templanza y moderacin, ideal que, sin embargo, no se excluye
sino que se presupone. En la virtud cristiana de la mortificacin se
trata nada menos que de la asimilacin del cristiano con Cristo pa-
ciente y ofrecido en expiacin por los pecados del mundo.
El cristiano, que espera en la resurreccin de su cuerpo,, no com-
parte en modo alguno el odio al cuerpo profesado por los gnsticos
ni el desprecio de los sentimientos, como hacan los estoicos. Tam-
poco tiene nada que ver con los intentos budistas de evadirse a un
paraso espiritual huyendo de todo lo corpreo y de toda la creacin
visible. Ycon todo, la renuncia cristiana es mucho ms radical que
todas esas doctrinas filosfico-religiosas; pues nicamente pretende
dominar las tendencias torcidas de una naturaleza carnal el cris-
tiano a quien la gracia seala metas aparentemente inaccesibles. So-
lamente el cristiano sabe hasta qu extremos puede hundirse el hom-
bre dejado a s solo, el hombre cado. Solamente el cristiano sabe
que no lucha nicamente contra las torpes inclinaciones de su yo
corrompido, sino que lucha contra fuerzas de naturaleza superior,
contra las potencias csmicas de las tinieblas. Y, en fin, solamente
el cristiano es consciente de su comunidad con la pasin de Cristo y
solamente l reconoce la gracia y el deber que le vienen de los sa-
cramentos.
Este misterio consecratorio de la vida cristiana como vida para
el dolor y la muerte, se extiende a todo el hombre. Pero es preciso
empezar siempre por el corazn, que es por donde arranca la con-
versin. Si queremos que nuestros sentidos y nuestra voluntad nos
estn siempre sumisos, hemos de examinar los movimientos ms nti-
mos de nuestro corazn a la luz del corazn del Salvador traspasado
por nosotros a fin de purificarnos en su amor. A esa luz comprende-
remos ms claramente la verdad de que nuestro peor enemigo no es
tanto el apetito carnal como el orgullo espiritual. Ya este enemigo
310 La abnegacin impuesta por los sacramentos
solamente lo venceremos si luchamos por hacer nuestros el anona-
damiento y la obediencia de Cristo.
As como alma y cuerpo forman una unidad en sus manifestacio-
nes vitales y en su actividad, de igual manera abnegacin interior y
exterior constituyen un conjunto inseparable: ascesis exterior sin lu-
cha interior contra el orgullo sera arma peligrossima para nuestra
salvacin. Por otra parte, la humilde sujecin del espritu a las exi-
gencias de la ley de vida en Cristo ser imposible si no se somete
simultneamente la carne al espritu, esto es, si todo el hombre, me-
diante una renuncia sin tregua, no se somete a la locura de la cruz.
DOCILIDAD Y ESPONTANEIDAD
El medio ms eficaz para dominar las pasiones y concupiscencias
del hombre viejo es someterse al ritmo que nos trace la providencia.
Solamente el mdico divino sabe bien lo que nos conviene: l sabe
cmo distribuir en nuestra experiencia el fracaso, los desprecios, las
enfermedades, las pruebas que nos hacen sentir vivamente la pobre-
za de nuestra condicin. En el s a estos dones de Dios, mediante los
cuales l nos purifica pasivamente, hemos de ver nuestra gran arma
para asestar golpes decisivos al hombre viejo que llevamos dentro.
La dcil sumisin a las disposiciones de la divina providencia
nos preserva de caer en un tipo de ascesis conforme a nuestros gus-
tos y a nuestros caprichos. Esto, sin embargo, no puede suprimir el
ejercicio de una espontaneidad o libre eleccin que es esencial al
hombre. La renuncia voluntaria constituye tambin un ejercicio in-
sustituible. El s a determinados sufrimientos o privaciones escogidos
voluntariamente por nosotros mismos, con tal que sean razonables,
es buena prueba de progreso en la libertad de los hijos de Dios.
La abnegacin cristiana ha de mantenerse en una tensin conti-
nua entre un plan de vida claramente prefijado y una mirada siempre
vigilante a las exigencias de cada momento. La inclinacin perezo-
sa de nuestro hombre viejo propende siempre a sucumbir a uno u otro
de los extremos: o se aferra materialmente a un plan preestablecido
o se entrega sin orden a las ocurrencias del momento. Es claro que
nos conviene tener un plan de trabajo razonable, pero justamente
hemos de conservar siempre una pronta disponibilidad para acudir a
Camino hacia la alegra
311
toda llamada autntica, en favor de una necesidad especial del pr-
jimo, para aprovechar las ocasiones irrepetibles de hacer el bien.
Los hombres de hoy tenemos en general la conciencia muy des-
pierta para rechazar formas de mortificacin corporal que pueden
poner en peligro la salud. En este terreno nos aferramos con uas y
garras a las apreciaciones de los mdicos. Cabra preguntarse si so-
mos igualmente dciles cuando nos sealan otros peligros que puede
acarrear a nuestra salud, tanto fsica como psquica, una vida desa-
rreglada satisfaciendo todas las pasiones y hasta las ms perniciosas
manas. No es verdad que hoy da muchos cristianos, y muchos
religiosos y sacerdotes, estn acortando su vida no tanto por un ex-
ceso de mortificacin como por un exceso de nicotina?
Las mejores y ms sanas obras de mortificacin son las que nos
imponemos en el servicio directo del prjimo. La caridad, esta reina
de todas las virtudes, exige de nosotros una vigilancia permanente.
El prjimo no nos reclama un plan de servicios trazados tericamen-
te de antemano. Lo que l quiere es que nos acerquemos a l para
comprender y ayudar sus necesidades concretas y cambiantes con las
circunstancias. Yesto requiere de nosotros una continua e incesante
vigilancia, un estar siempre listos para salir de nosotros, lo cual fre-
cuentemente es doloroso. Pero este estar siempre a punto para dejar
a un lado los clculos y los planes personales, nos har ingeniosos y
podremos ayudar mejor al prjimo de la manera ms oportuna
y ofrecindole las mejores posibilidades.
CAMINO HACIA LA ALEGRA
Cuando el Seor nos exhorta a que, al ayunar, y en general al
mortificarnos, mostremos un rostro alegre, no pretende solamente
ponernos en guardia contra motivos torcidos, como sera el compla-
cerse a s mismo en esa obra, sino que adems intenta descubrirnos
una ley esencial de toda autntica abnegacin: la renuncia a nuestras
torpes satisfacciones nos abre el camino a un amor ms puro a toda
la creacin, nos ayuda a amar mejor al prjimo y a nosotros mismos,
nos hace conocer la dicha del amor divino y nos permite disfrutar
de la alegra de Dios. Todos los santos han sido testigos de estos
efectos maravillosos de la abnegacin. Pensemos solamente en san
3)2 La abnegacin impuesta por los sacramentos
Francisco de Ass: el santo que ha escogido la pobreza como su es-
posa y seora ser el mismo que logre entonar aquel himno grandio-
so al sol en el cual unen su voz todas las criaturas, hasta la her-
mana muerte.
Los sacramentos inscriben eficazmente en nuestra existencia la
ley fundamental del reino, que Cristo promulg solemnemente de pa-
labra en las bienaventuranzas. En los sacramentos estn ya las bien-
aventuranzas actuando eficazmente, pero siempre segn la ley no
menos fundamental del misterio pascual: por la muerte a la vida.
No era preciso que Cristo sufriera todo esto y entrara as en su
gloria? (Le 24, 26). Cuanto ms hagamos nuestra esta ley, cuanto
ms nos abracemos con la mortificacin, tanto ms plenamente sa-
borearemos ya en la tierra la gloria futura y tanto ms nos abriremos
a la riqueza oculta en los sacramentos.
Oh Dios, despus de tantos aos en tu servicio tengo que reco-
nocer una vez ms que todava impera en m la resistencia a la mor-
tificacin; el hombre viejo se opone a que haga yo de la abnegacin
ley de mi vida. Sin embargo, animado de tu gracia doy un s a mi fe
en la locura de la cruz. Seor, acrecintame esta fe!
LOS SACRAMENTOS DE LA NUEVA LEY
LOS SACRAMENTOS Y LA LEY DE LA CARIDAD FRATERNA
En esto consiste la gloria de mi Padre: en que deis mucho
fruto y as demostris que sois mis discpulos. Como el Padre me
ama, as os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor. Si cum-
pls lo que os mando, entonces es cuando permaneceris en mi
amor, igual que yo hago lo que el Padre me encarga y perma-
nezco en su amor.
Os he dicho esto para que mi gozo permanezca en vosotros
y vuestro gozo sea perfecto.
ste es mi mandamiento: que os amis unos a otros como yo
os he amado.
Nadie tiene amor ms grande que el que da la vida por sus
amigos. Vosotros sois amigos mos a condicin de hacer lo que
yo os mando. No os llamo siervos, porque el siervo no conoce
lo que hace su Seor. A vosotros os he llamado amigos, pues os
he manifestado todas las cosas que escuch a mi Padre.
No me elegisteis vosotros. Soy yo quien os eleg y os destin
para que produzcis fruto, fruto duradero; el Padre os conceder
todo lo que pidiereis en mi nombre.
ste es mi mandamiento: que os amis unos a otros (Jn 15,
8-17).
Yo inscribir mi ley en su interior (Jer 31, 33; cf. Heb 10, 16),
dijo Dios refirindose a la ley nueva. Yesta ley consiste fundamen-
talmente en el precepto que es plenitud de la ley (Rom 13, 10);
la caridad, amor uno e indivisible a Dios y al prjimo. Este amor,
314 Los sacramentos de la nueva ley
cifra y compendio de toda su ley, lo graba Jesucristo en nuestro cora-
zn mediante el don de su amor personal, mediante la donacin del
Espritu Santo.
Todos los sacramentos son prenda del amor de Dios: todos ellos
nos hacen pensar en la fuente de donde brotaron, el costado abierto
del Seor. Son tambin, en otro aspecto, efectos del Espritu Santo,
el cual es el mismo amor. Todos los sacramentos nos invitan a co-
rresponder con amor al amor dadivoso de nuestro Dios. Y todos
ellos tienen su centro en el sacramento del amor, en el cual Cristo
mismo se nos entrega como prenda de su amor a los hombres.
Todos los sacramentos establecen una santa comunidad y solida-
ridad de caridad. Son efectivamente signos del reino de Dios, el cual
se funda en el imperio del amor mutuo entre todos los redimidos,
partiendo desde la cabeza y jefe del reino. Cada sacramento nos
pone en relacin con nuestro prjimo, en el cual tenemos una viva
imagen del Seor y con el cual compartimos el amor de nuestro co-
mn Redentor y la gracia del mismo Espritu Santo.
As pues, todos los sacramentos nos dan amor y nos hablan del
amor; pero cada uno tiene su voz especial como tiene tambin su
gracia especial. Por eso, todos ellos entonan juntamente a siete voces
el gran himno de la caridad fraterna.
BAUTISMO Y CARIDAD
Por el santo bautismo somos incorporados a la nica y gran
familia de Dios. Nos hacemos hijos de Dios, hermanos y hermanas
unos de otros, al convertirnos todos en una misma cosa en Cristo.
Con l todos juntos formamos un solo cuerpo. El mismo amor de
Cristo, grabado por el Espritu Santo en nuestro corazn renovado
por la gracia, nos abraza y une a todos. Amndonos mutuamente
unos a otros, nos amamos con el mismo amor de Cristo; y en el pr-
jimo amamos realmente a Cristo. El que ama a los miembros del
cuerpo de Cristo, ama a los hijos de Dios y ama por lo tanto al
mismo Hijo de Dios que forma una sola unidad con todos ellos; aho-
ra bien, el que ama al Hijo de Dios necesariamente habr de amar
tambin al Padre, cuyo hijo es. As pues, afirmamos que todo el que
ama al Hijo de Dios, tendr que amar tambin a los hijos de Dios,
Bautismo y caridad 315
que son sus miembros. Y amndolos, se convertir l mismo en
miembro vivo del organismo del cuerpo de Cristo, Cristo ama a
sus miembros; stos aman a Cristo y se aman mutuamente entre s.
Es imposible amar a los miembros de Cristo y no amarle a l que es
la cabeza. Es imposible amar al Padre y al Hijo, y no amar al cuerpo
del Hijo. Estos amores no se pueden disociar
!
.
El santo bautismo, al hacernos partcipes de la misma vida de
Cristo, somete toda nuestra existencia a la ley de la solidaridad en el
plano de la redencin y de la salvacin. En adelante, nuestra propia
salvacin depender de nuestra caridad fraterna, de la preocupacin
por el bien y la salvacin de nuestros prjimos. Como por el bautis-
mo hemos sido hechos miembros del cuerpo de Cristo, a nosotros se
aplican perfectamente las palabras del apstol san Pablo: Cuando
sufre un miembro, sufren todos los miembros juntamente con l.
Cuando un miembro se alegra por una especial distincin, todos los
dems miembros comparten su alegra (1 Cor 12, 26). Por el bau-
tismo hemos sido incorporados a Cristo por una muerte semejante a
la suya (Rom 6, 5). El Seor llev su cruz y derram su sangre por
todos nosotros. He aqu por qu de hecho hemos de realizar todos
nosotros la ley bsica de la solidaridad dentro del cuerpo de Cristo:
ninguno vive solamente para s. Cada uno atienda a dar gusto al
prjimo, a fin de que ste se sienta ms animado para el bien, pues
tampoco Cristo busc sus propios gustos (Rom 15, 2s). El bautis-
mo nos impulsa a suscitar en nosotros aquel sentimiento que anima-
ba al apstol: No deis escndalo ni a judos, ni a griegos, ni a la
Iglesia de Dios; por mi parte, me esfuerzo por dar gusto a todos,
atendiendo no a mis gustos personales, sino al bien de la comunidad
para que todos se salven. Seguid mi ejemplo como yo sigo el de
Cristo (1 Cor 10, 32-11, 1).
Hemos sido bautizados en el nombre de Jess. Este nombre sig-
nifica salvacin y amor. Como bautizados, llevamos su nombre re-
dentor. Pero no llevaremos con autntica dignidad el nombre si
nuestra conducta no responde a nuestra condicin de discpulos de
aquel que seal la caridad y concordia fraterna como signo distin-
tivo de los suyos. En esto conocern que sois discpulos mos, en el
amor que os tengis mutuamente (Jn 13, 35). Mediante el amor y
1. San AGUSTN, In episl. Johannis Ir. 10, n. 3, PL 35, 2055.
316
Los sacramentos de la nueva ley
la unidad seremos en Cristo Jess portadores de la salvacin para
los dems hombres.
Tambin hemos sido bautizados en nombre del Dios trino. Bau-
tizadlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espritu Santo
(Mt 28, 19). Por el bautismo llevamos ya en nosotros la vida de la
Trinidad santa; nuestra vida est ya orientada hacia el ms alto des-
tino: a celebrar por toda la eternidad el amor con que Padre e Hijo
se aman en el Espritu Santo. Despus de haber sido en vida testigos
fervientes de este amor del cual participamos por el bautismo y que
se traduce en nuestra caridad y unin fraterna, gozaremos eterna-
mente de la
s
dicha inefable de ese sumo y concorde amor. Cmo
podramos concelebrar un da el amor de Dios con los coros jubilo-
sos de los ngeles y santos, si no estuvisemos interiormente anima-
dos de ese amor, si no nos amramos de verdad unos a otros?
La caridad de los bautizados entre s est llamada a ser, en este
tiempo intermedio, el tiempo de prueba y espera que corre desde
Pentecosts hasta el da de su vuelta, revelacin del amor que arde
en el seno de la Trinidad ocultamente y tambin signo de salvacin,
fanal de esperanza para todos los hombres. As como la muerte y
resurreccin de Cristo son para los creyentes la demostracin del
ntimo amor trinitario, igualmente la unin y caridad de los cristia-
nos, unidos por el bautismo en el nombre de Cristo, ha de ser para
todos testimonio del amor y de la redencin de Dios.
De esta forma, nuestra vocacin bautismal es por su misma na-
turaleza vocacin para la caridad y el amor fraterno.
CONFIRMACIN Y CARIDAD
Por la santa confirmacin se nos otorga de manera particular el
don del Espritu, que es el don del amor divino en persona. El as-
pecto particular de esta donacin consiste en ser una donacin en
orden al apostolado. Ahora bien, la preocupacin consciente por la
salvacin del prjimo es propiamente el meollo y la sustancia de
la caridad.
Para llegar a amar al prjimo con un amor que le acerque a
Dios, hemos de pedir al Espritu Santo que purifique nuestro corazn
y nuestra voluntad con el don del santo temor y en general con todos
Confirmacin y caridad 317
sus dones. El don de sabidura, por el que saboreamos la alegra de
la amistad con Dios, nos ayudar a comprender que todo el bien que
intentemos hacer al prjimo resulta vano trabajo, fruto huero, si no
le impulsa a crecer en el amor de Dios o a encontrarlo de nuevo.
Una mujer que viva en concubinato pretenda tener libre acceso
a los sacramentos de la penitencia y eucarista, sin estar dispuesta a
separarse del hombre con quien cohabitaba. Ydaba esta razn: No
puedo ocasionarle esa pena, porque le quiero demasiado.
Cuntas veces se justifica una actitud pecaminosa con protestas
de parecido amor. Hablando con propiedad le llamaramos ms bien
inclinacin natural, afecto, pasin. Y no negamos que en el fondo
de todos estos sentimientos torcidos haya algo de amor, pero es un
amor mezclado con grave escoria.
San Agustn no duda en afirmar que todo cuanto sucede en la
historia del mundo proviene del amor. Pero son dos los amores que
operan en la historia: el falso y el verdadero. Lo importante es puri-
ficar el amor que impulsa a los hombres, separando el verdadero del
falso. Es el Espritu Santo quien nos da el sentido y la facultad para
distinguir estos dos amores, para amar rectamente. El temor de Dios
hace que nuestro amor aparezca limpio y transparente a la mirada
del Seor. Los dones de sabidura y entendimiento nos ayudan a
captar el sabor del amor autntico; nos permiten juzgarlo todo segn
el criterio seguro de la fuente de donde brota todo amor. El don de
fortaleza da decisin a nuestro amor para aceptar el sacrificio y tam-
bin para sajar y quemar cuando as lo exige la curacin de nuestra
alma. La caridad fraterna puede incluso exigir que ayudemos a nues-
tro hermano con una seria amonestacin.
El amor al prjimo debe ser probado a puro fuego. Este amor ha
brotado del don del Espritu, que es don del resucitado, de Cristo
triunfante, el cual por amor quiso pasar a travs de la cruz y de la
muerte. Por eso el amor ha de ser fuerte como la muerte. Sus
llamas y su amor no pueden ser extinguidos ni por las mayores trom-
bas de agua.
Si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tuviera caridad, de
nada me servira. Lo importante no es hacer cosas grandes y dif-
ciles. Lo que da valor a nuestra caridad es que nazca de la inspira-
cin del mismo Espritu que alentaba a Cristo cuando mora por
nosotros en la cruz.
318
Los sacramentos de la nueva ley
El amor es paciente. El amor es bondadoso; no busca sus pro-
pios intereses; lo soporta todo, lo cree todo, lo espera todo, pasa
pacientemente por todo (1 Cor 13, 3ss). No hay lmites ni fronteras
para el amor cristiano, porque en el fondo es siempre el mismo amor
de Cristo que el Espritu Santo aviva en nosotros.
EUCARISTA Y CARIDAD
Todo cuanto los sacramentos del bautismo y de la confirmacin
pueden decimos sobre la caridad fraterna, lo tenemos compendiado
en el misterio del altar. Reunidos en torno al mismo y nico altar,
para comer del nico pan que engendra en nuestro corazn un amor
dispuesto a todos los sacrificios, qu hacemos sino celebrar el mis-
terio de nuestra solidaridad de destino y redencin? La celebracin
comunitaria del misterio eucarstico pone de relieve esta solidaridad
que contrajimos en el bautismo y la confirmacin y que por virtud
de la eucarista nos sentimos ms obligados a realizar prcticamente
en nuestra vida.
El Espritu de pentecosts nos descubre la gran verdad de que
el amor ha de ser ante todo traducido en celo por la salvacin de
nuestros prjimos. Yes tambin el mismo Espritu quien nos abre
los ojos y el corazn para comprender el misterio del amor de Cristo
hasta la muerte tal como nosotros lo celebramos en la santa eucaris-
ta. En este sacramento como en ningn otro se revela plenamente
ante nuestros ojos la prueba de que el amor no busca su propio in-
ters sino que lo soporta y aguanta todo.
Con cunta razn los santos padres, en sus homilas y catequesis
sobre la caridad, fundamentaban la obligacin de amarnos mutua-
mente sobre el misterio eucarstico. Porque, efectivamente, aqu ra-
dica la fuente, la medida y el motivo ms alto de la caridad hacia los
hermanos. Cada vez que celebramos su muerte, nos repite el Seor
solemnemente su gran mandamiento: Un mandamiento nuevo os
doy: que os amis unos a otros tal como yo os he amado (Jn 15,
12). En el sacrificio de la cruz nos dio Jesucristo la suprema medida
de su amor. Yen la oracin sacerdotal que pronunci antes de diri-
girse a morir por nosotros, nos habl igualmente de la candad: Pa-
dre, yo les di a conocer tu nombre y an har que lo conozcan ms,
Eucarista y caridad
319
para que el amor con que t me amaste est en ellos y yo mismo
est en ellos (Jn 17, 26).
Al darse a nosotros en la santa comunin, nos da el Seor una
participacin del amor infinito que reina por toda la eternidad entre
l y el Padre. Nuestra caridad hacia el prjimo ha de alimentarse de
este mismo torrente de amor, ha de renovarse en este caudal de aguas
vivas y ser testimonio viviente de l ante el mundo.
La eucarista expresa y realiza ante todo la armona y unin
entre todos los fieles. Para que nuestras canciones litrgicas en la
eucarista resuenen armoniosamente es preciso que nuestras voces y
nuestros corazones canten acordes. Las celebraciones eucarsticas
tienden a reflejar exteriormente la imagen de la comunidad. Los sa-
cramentos operan lo que significan y significan lo que hacen. Nos
sentamos todos en torno a una sola y nica mesa para significar y
realizar mejor la comunidad. Los fieles se mostraban asiduos a la
comunin fraterna del pan y a la oracin (Act 2, 42). Toda la mu-
chedumbre de los fieles no tenan ms que un solo corazn y una
sola alma (Act 4, 32). A partir de la Didakh encontramos ya
una y otra vez el mismo smbolo: as como el pan se ha formado de
muchos granos, y el vino proviene de muchas uvas, de igual manera
en la eucarista nos hacemos todos una sola cosa.
Es preciso que el ritmo exterior de la celebracin contribuya a
poner de manifiesto estos efectos del sacramento. Con todo, ms im-
portante an es que en la vida demos testimonio efectivo de esta
unidad que se crea en torno al altar. Frente a las fuerzas del mal que
se extienden cada vez ms gracias a los movimientos de masas y a
tendencias colectivistas, no habr apostolado duradero si no planea-
mos una accin de conjunto en la que se integren los esfuerzos de
todos. La actividad apostlica dispersa no puede tener las bendicio-
nes de Cristo.
Ponemos sobre el altar nuestros dones, ofrecemos nuestra vida y
nos ofrecemos a nosotros mismos en unin con el sacrificio de Cris-
to; pero si al hacer esta oblacin no estamos interiormente animados
de una caridad dispuesta a sacrificarse por el prjimo y a pasar por
encima de todo con tal de salvar el vnculo de la caridad, Dios no
aceptar complacido nuestros dones. Ante l nuestra participacin
en el misterio eucarstico slo ser grata cuando estemos dispuestos
a salvar por encima de todo, nos cueste lo que cueste, el tesoro pre-
320 Los sacramentos de la nueva ley
cioso de la concordia y de la caridad. Nuestras ofrendas han de ir
siempre sazonadas con la mirra costosa de la abnegacin: Si al lle-
var tu ofrenda al altar, recuerdas que tu hermano tiene algo contra
ti, ve primero a reconciliarte con tu hermano, y luego vuelve a ofre-
cer tu don (Mt 5, 23s).
PENITENCIA Y CARIDAD
En el sacramento de la penitencia experimentamos nosotros el
amor misericordioso de nuestro divino Redentor. Habindole herido
con nuestros pecados, se vuelve hacia el eterno Padre y pide nuestro
perdn: Padre, perdnales, pues no saben lo que hacen. Cuando
confesamos sinceramente nuestras culpas, nos levantamos con la ms
completa seguridad de que el Seor ya no las tendr ms en cuenta.
El sacramento de la penitencia nos pone bajo la ley del amor
misericordioso. Conscientes de nuestros pecados, rezamos en el pa-
drenuestro: Perdnanos nuestras deudas as como nosotros perdo-
namos a nuestros deudores. Vivimos de la misericordia de Dios, y
por ello estamos doblemente obligados a comprender y a perdonar
compasivamente a los que nos hacen mal. El amor no guarda las
ofensas.
En una ocasin pregunt Pedro al Seor: Cuando mi hermano
falte contra m, cuntas veces tendr que perdonarle? Hasta siete
veces? Jess replic: No solamente hasta siete veces, sino hasta
setenta veces siete (Mt 18, 21s). Yel Seor le explic con una pa-
rbola hasta qu punto estamos obligados a perdonar en virtud del
perdn que Dios nos concede en el sacramento: Un siervo deba a su
seor mucho dinero. Viendo el amo que aquel pobre hombre no le
podra pagar, le perdon aquella deuda. Pero poco despus el siervo
tropieza con un compaero que le deba una pequea cantidad, y sin
la menor consideracin, le mete en la crcel hasta que se la pague.
Enterado el seor de esta crueldad, increpa al siervo malvado y ar-
diendo en clera, le entrega a los carceleros para que lo sometan a
tortura hasta que haya pagado toda la deuda (Mt 18, 34).
En el sacramento de la penitencia nos encontramos con el buen
pastor. A l hemos de manifestar sobre todo las faltas contra la ca-
ridad fraterna, pues son las que ms le hieren. No olvidemos tam-
Sacramento del orden y caridad
321
poco en el confesionario que la caridad es la plenitud de la ley.
Y examinemos con toda detencin nuestros deberes a este res-
pecto.
El sacerdote, destinado a pronunciar en el sacramento la palabra
del perdn y de la paz, est particularmente obligado a mostrar den-
tro y fuera del confesionario una comprensin y una compasin que
sean fiel reflejo del amor compasivo del mismo Redentor.
Todo pecado ocasiona una herida en el cuerpo de Cristo y una
baja en las fuerzas del bien. Una conversin autntica ha de incluir
el propsito de reparar el mal ocasionado en nuestro ambiente. Nues-
tra accin de gracias por el perdn deber traducirse en un empeo
eficaz por la salvacin del prjimo. Los mejores frutos de conver-
sin son las obras de caridad y, entre ellas, sobre todo las obras
de apostolado.
SACRAMENTO DEL ORDEN Y CARIDAD
Qu gran misterio que el Hijo nos ame con el mismo amor que
le tiene el Padre! El misterio del sacerdote, que ocupa el lugar de
Cristo, consiste en comunicar a los dems hombres el amor que l
recibe de Cristo. El sacerdote est llamado a ejercer este alto y hu-
milde servicio de dispensador. En todo su ser, en todas sus palabras
y acciones, debe el sacerdote ser viva imagen del amor de Cristo.
Como el Padre me envi, os envo yo a vosotros, dijo Jess a sus
discpulos. El Padre nos envi al Hijo por puro amor. El Hijo es
para nosotros la encarnacin del amor del Padre. Todo discpulo
autntico de Cristo, y muy especialmente el sacerdote, puede prolon-
gar sobre la tierra el testimonio del amor del Padre. En nosotros
alienta el mismo Espritu Santo que animaba toda la persona y la
actividad del Verbo encarnado. Estamos, pues, llamados a esta su-
blime misin: dar testimonio de la caridad divina, y no solamente
con alguna que otra accin caritativa aislada, con alguna que otra
buena palabra: el sacerdote y todos aquellos que estn sobre el can-
delera y aqu entran todos los bautizados, pues todos constituyen
la raza sacerdotal han de procurar ser por s mismos imgenes
vivientes, personalidades ejemplares, que dan al mundo el testimonio
ms acabado de la caridad del Padre.
322 Los sacramentos de la nueva ley
El sacramento del orden establece una ordenacin santa, una je-
rarqua de divinos ministerios: el sacerdote ha de estar sometido en
obediencia y caridad a su obispo y muy especialmente al obispo de
Roma que detenta la plenitud de poderes pastorales. Los fieles deben
al sacerdote, que es para ellos ordinariamente el representante ms
prximo de la jerarqua, amor, reverencia y gratitud. l, por su par-
te, animado de una caridad en la que se cifren todas las dems vir-
tudes, ha de hacerse todo para todos, como poda afirmar de s el
apstol de las gentes.
En el curso de la ceremonia de ordenacin, dice el obispo al
neopresbtero: Recibe la vestidura eclesistica que representa la ca-
ridad. Que poderoso es el Seor para aumentrtela y consumrtela.
La caridad es efectivamente el vestido radiante con el que se presen-
ta el sacerdote ante Dios para interceder por los fieles y ante stos
para satisfacer todas sus necesidades.
Una caridad profundamente creyente hacia todos los hijos de la
familia de Dios y muy sealadamente hacia los hijos extraviados, es
deber sagrado que impone al sacerdote como obligacin peculiar
el sacramento del orden. Pero este santo deber no ha de asustar ni
hacer retroceder al sacerdote, pues por encima de ese deber est in-
cluida una gracia especial para cumplirlo.
SACRAMENTO DEL MATRIMONIO Y CARIDAD
Por el sacramento del matrimonio se ofrece al hombre y a la
mujer la posibilidad de participar en el misterio del amor de Cristo
y de la Iglesia de una forma tan honda y perfecta, que ambos, he-
chos una misma cosa, se convierten en testigos vivientes del amor de
Dios.
El amor del marido hacia la esposa ha de ser tan ferviente y
sincero que a travs de ese amor pueda la mujer descubrir la hon-
dura del amor de Cristo, el cual supera toda humana comprensin.
Por su parte, el amor de la esposa ha de ser tal que ayude al hombre
a hacer del amor conyugal una reproduccin cada da ms fiel del
amor entre Cristo y su Iglesia. El amor conyugal, amor santificado
por un sacramento, tiene que ser de verdad una reproduccin del
amor abnegado y generoso que Cristo demostr a su Iglesia al morir
Uncin de los enfermos y caridad 323
por ella en la cruz, y del amor agradecido de sta a su divino
Esposo
2
.
El que por amor del reino de los cielos ha abrazado la virgini-
dad, sobre todo el sacerdote y el religioso, ha de convertirse en tes-
tigo de este mismo amor de Cristo ante el mundo, pero en una me-
dida mucho ms expresa y radical. l participa ms inmediata y
directamente que los esposos del misterio nupcial entre el cordero
y la esposa.
En el amor del consorte debe descubrir cada uno de los cnyuges
un reflejo del amor de Dios. Lo mismo decimos de los hijos respecto
del amor de sus padres. Y en altura mucho mayor se aplicar esto
al sacerdote, que debe ser para los fieles una imagen viva de la bon-
dad y del amor de Dios. No hace mucho escuch a un obrero esta
apreciacin sobre su prroco, ya muerto: Cuando quiero imaginar
a nuestro Dios volviendo nuevamente al mundo para vivir entre no-
sotros, me figuro que sera exactamente como es nuestro prroco.
Dicho prroco, nacido en el seno de una familia numerosa, no dej
al morir ni lo necesario para los gastos de su entierro. Lo haba dado
todo. He aqu un deber de todo cristiano: en virtud de su pertenen-
cia al pueblo de Dios debe ayudar a sus prjimos a comprender me-
jor el amor de Dios.
El sacramento del matrimonio est diciendo no solamente a los
casados, sino tambin a todos en general, que el misterio ms pro-
fundo de Cristo y la Iglesia es misterio de amor, y que nosotros no
participaremos de la riqueza de este misterio sino en la medida en
que hagamos de nuestras relaciones mutuas algo viviente en amor
solcito y desinteresado.
SACRAMENTO DE LA UNCIN DE LOS ENFERMOS Y CARIDAD
El sacramento de la uncin de los enfermos viene a recordarnos
una vez ms, en ocasin de grave enfermedad que solicita nuestro s
definitivo a la pasin y a la muerte, que hemos sido incorporados a
Cristo mediante una muerte semejante a la suya. Junto con la gracia
del perdn y la paciencia para soportar los sufrimientos de la ltima
2. Cf. Ef 5.
324 Los sacramentos de la nueva ley
enfermedad, este sacramento confiere a todos los que lo reciben fiel-
mente, como don especial, los mismos sentimientos de Cristo al
morir, para que tambin nosotros podamos hacer de nuestros dolores
y de nuestra muerte una oblacin perfecta en beneficio de nuestros
hermanos.
Aun en la enfermedad, en nuestra senectud y en el mismo lecho
de muerte nos es posible un excelente, aunque callado, apostolado:
nuestro espritu de fe, el ejemplo de nuestra paciencia, de nuestra
piedad y de nuestro agradecimiento por todos los servicios que nos
prestan nuestros allegados u otros, son obras excelentes de caridad
hacia nuestros prjimos.
Yen los das en que disfrutando de buena salud podemos prever
lejano el final de nuestro peregrinar en la tierra, herhos de acostum-
brarnos a ofrecer generosamente nuestra muerte en unin con el
amor redentor de Cristo hacia todos los hombres. El sacramento de
la uncin de los enfermos ha de encontrarnos ya dispuestos para la
ltima unin con la obediencia amorosa de Cristo al Padre, que fue
al mismo tiempo la muestra suprema de su amor a los hombres. Por
eso necesitamos tanto la prctica cotidiana de la caridad fraterna
que constituye un ejercicio excelente y necesario de bien morir, or-
denndolo todo: vida, alegras, sufrimientos, mortificaciones, das de
cruz, a la salvacin del prjimo.
LA IGLESIA, SACRAMENTO DE CARIDAD
En todos y cada uno de los siete sacramentos est siempre pal-
pitante el sacramento original, que es el sacramento o el misterio
del amor de Cristo a su Iglesia. En un sentido ms universal pode-
mos afirmar que la Iglesia es en s misma sacramento de la caridad.
Ella es a quien obliga sobre todo el deber de hacer visible y palpa-
ble a los hombres el amor de Cristo, cuya misin de revelar al Padre
est llamada a continuar la Iglesia por todos los siglos. En la Iglesia
propiamente es donde reviste formas.humanas la caridad que viene
de Dios y conduce a Dios.
La misma misin pastoral de la Iglesia no es sino una funcin
de caridad hacia las almas inmortales. Ycuantos participan de cual-
quier modo del oficio pastoral de la Iglesia, han de tener sumo in-
La Iglesia, sacramento de caridad 325
teres de que en todas sus empresas predomine siempre con gran
ventaja la caridad sobrenatural hacia los hombres sus hermanos,
caridad que luego ha de expresarse palmariamente en todas sus
obras y palabras. El que se atreva a espetar las leyes eclesisticas
a los odos del pecador sin ninguna consideracin y caridad, no pre-
tenda actuar en nombre de la Iglesia. De hecho, ese tal acta contra
el sentido ms profundo de la Iglesia. Sus leyes, en efecto, no son
sino expresin de su amor pastoral; todas desembocan en el pre-
cepto fundamental de la caridad. Es absolutamente necesario que
este origen y finalidad de las leyes de la Iglesia presida siempre su
aplicacin, igual que se exige que la gracia sacramental se traduzca
visiblemente en el signo de cada sacramento.
La Iglesia es comunidad de fe y de amor. El ejercicio del magis-
terio eclesistico, como tambin la confesin de fe, no adquieren su
pleno valor sino cuando a travs de esos actos se hace patente y
comprensible la caridad que interiormente debe animarlos. El Seor
rez por sus apstoles y por todos los que un da abracen la fe por
su ministerio: Que sean consumados en la unidad, para que el
mundo conozca de este modo que t me enviaste y que los amaste
como me amaste a m (Jn 17, 23).
La Iglesia en su conjunto y en cada uno de sus aspectos es sa-
cramento de caridad, y por eso toda comunidad eclesistica y cada
miembro de las mismas ha de empearse con todas sus fuerzas en
dar un testimonio fehaciente de esta realidad.
La validez de la administracin de los sacramentos est en la
Iglesia catlica asegurada por la especial intervencin de Dios. Pero
una triste experiencia nos ensea que frecuentemente se adminis-
tran los sacramentos de una manera tan exterior y formalstica y
los fieles cumplen con dichos ritos de una forma tan material,
que a los no iniciados les resulta poco menos que imposible reco-
nocer los misterios de fe y caridad que realmente implican y repre-
sentan. Algo parecido ocurre con este sacramento universal de ca-
ridad que es la Iglesia. Hay pocas en las que aun en el seno de la
Iglesia se enfria la caridad de muchos (cf. Mt 24, 12), mientras
simultneamente aumenta el nmero de falsos profetas que, precisa-
mente por falta de autntico fervor en las filas eclesisticas, ejercen
entonces con mayor xito su papel seductor.
As como el rito esencial de cada sacramento nos obliga de
326
Los sacramentos de la nueva ley
modo especial a traducir en signos exteriores la comunidad interior
de caridad, de igual manera el misterio ms ntimo de la Iglesia que,
como decimos, es este misterio de amor y caridad, ha de ser un
motivo mucho ms fuerte para impulsarnos a dar ante el mundo en
todo momento y con la mayor decisin y fuerza posibles el testimo-
nio evidente de nuestra caridad a los hermanos. Todos nosotros so-
mos en cuanto somos todos Iglesia sacramento eficaz, signo
evidente y fidedigno del amor de Cristo que se revela en nuestra
unin de sentimientos y en nuestras palabras y obras de amor
PREGN DEL MANDAMIENTO DEL AMOR EN TODAS SUS FORMAS
En nuestra misma naturaleza ha puesto Dios la inclinacin hacia
el t y hacia la comunidad. Existe en nosotros un impulso natural
altruista. El hombre recto se abre hasta con cierta naturalidad a las
necesidades y valores del t. Intuye los beneficios de la comunidad
y se siente obligado frente a ella. Por otra parte, el hombre no
se hace plenamente yo, personalidad portadora de valores, sino
cuando se abre al servicio del t y de la comunidad. Solamente cuan-
do el hombre logra comprender el valor de su prjimo y salir a su
encuentro con su aprecio y su amistad, puede decirse que ha lle-
gado enteramente a s mismo. Un hombre que no mira al prjimo
sino en el aspecto utilitario de cmo podr servirse de l para sus
fines, es un hombre que no ha alcanzado la madurez personal.
La caridad cristiana no desprecia esta base natural altruista,
pero encuentra su autntico fundamento, su motivo ms propio, en
el amor de Dios a nosotros. l, en efecto, nos am primero y me-
diante este amor nos hizo entrar en una comunidad de amor sobre-
natural. Por virtud del amor de Cristo se establece entre todos los
redimidos una comunidad tan estrecha que san Pablo pudo afirmar
que todos juntos forman un solo cuerpo.
Esta verdad del cuerpo mstico es mucho ms que un motivo
o una consideracin de orden puramente exterior. Ms an que la
misma inclinacin natural hacia la sociedad, este lazo de comunidad
sobrenatural es una realidad impresa en nuestra misma existencia.
El mandamiento que Cristo nos dio de palabra, el que nos ense
a cumplir mediante su ejemplo, es mandamiento grabado en nuestro
Pregn del mandamiento del amor
327
interior mediante el fuego de su amor, es vida nuestra recibida del
Espritu vivificante que se nos comunica a travs de los sacramen-
tos. En verdad, pues, el amor de Cristo es una maravillosa capaci-
dad de amor que l ha puesto en nosotros y que nos impulsa a
amarnos con su mismo amor (cf. 2 Cor 5, 14). No hay nada que pue-
da apartarnos del amor de Cristo (Rom 8, 35). Si dejamos que
este amor domine nuestra vida, ningn poder terreno, ni tentacin,
ni el mismo homicida desde el principio, es decir, ni el mismo
diablo, podr hacer vacilar el amor de los cristianos entre s y el
amor a todos los hombres que Dios quiera llamar a la santa comuni-
dad del pueblo de su amor. Dios nos ha impuesto el precepto de
amar, y no solamente nos dio ejemplo sino que infundi en nosotros
esa nueva capacidad de amar.
Dios nos anuncia el gran precepto de la caridad de mltiples
modos: con el sonido dulce del arpa, con las campanas jubilosas
de la pascua, con clarines de victoria, pero tambin con las estreme-
cedoras trompetas del juicio. Nadie quedar sin escuchar este gran
mandamiento del amars a tu prjimo. Nadie puede hacerse el
desentendido. El nio divino que llora en la gruta fra y destarta-
lada, nos ensea la humildad y la renuncia de s mismo en servicio
del prjimo. Luego, con palabras llenas de autoridad y de amor, el
divino Maestro ir pregonando este precepto por toda Palestina:
sobre el monte de las bienaventuranzas, en el cenculo, en lo alto
del Calvario. All, sobre el monte en que muri por nosotros, se
alza el pulpito supremo de este gran predicador de la caridad. El
viernes santo y el da de pascua nos anuncian la sublime victoria de
este amor y la urgencia tremenda de este maravilloso precepto. Y el
Espritu enviado por el Seor glorificado vendr a inscribir el nuevo
mandamiento en nuestro corazn. El jbilo que envuelve a los nge-
les y santos del cielo nos estn diciendo que no hay otro camino
sino el de la caridad. Nos lo dice tambin la palabra del Seor en
el saludo que dirige a los llamados a gozar eternamente de su reino:
Venid, benditos de mi Padre, a posesionaros del reino que est pre-
parado para vosotros desde la creacin del mundo (Mt 25, 34).
Yeste reino no ser sino el reino del amor jubiloso en la comunidad
de todos los que han aprendido a amar segn el precepto de Cristo;
stos son los nicos que podrn entrar en ese reino para amar eter-
namente al Seor a quien amaron ya en sus hermanos de la tierra.
328 Los sacramentos de la nueva ley
Si hubiera algn odo tan sordo o algn corazn tan cerrado que
no se dejaran impresionar por todos estos acordes celestiales, arrn-
quele del sueo de su corazn endurecido la voz terrible del juez.
En el ltimo da el gran amante tendr que increpar as a los cora-
zones perversos: Lejos de m, malditos, al fuego eterno. Su inca-
pacidad de amor es principio de su condenacin. El amor atrae todas
las bendiciones divinas; el corazn sin amor se atrae la maldicin.
El premio y la condenacin estn en la misma entraa del amor,
pues el amor' es un don tan alto, don del mismo Dios, que nadie
puede ser admitido al festn del amor eterno si no le ha dado ya
cabida en su corazn. El juicio final se har sobre el cdigo de la
caridad, porque en la caridad est la plenitud de la ley. Y el amor
que Dios ha derramado en nuestros corazones lleva ya en germen
toda la bienaventuranza. Dios es caridad.
Los sacramentos graban mediante su gracia la ley de la caridad
en nuestro corazn. De ellos brota para nosotros la ms santa y ms
urgente exigencia de amor fraterno. Cuanto ms dispuestos estamos
a seguir sus impulsos, tanto ms nos abrimos a las riquezas de gra-
cia que contienen. La espiritualidad sacramental tiende a hacernos
mensajeros y testigos del amor de Cristo ante todos los hombres.
Seor, t derramaste el Espritu de la caridad en nuestros cora-
zones. T nos guas mediante los sacramentos pascuales hacia la
tierra bendita de tu amor. Te pedimos, Seor, que nos des a todos
un solo corazn a fin de que el mundo conozca que tu amor domina
en nosotros. T, que con el Padre, en unin del Espritu Santo, vives
y reinas, oh Dios, por los siglos de los siglos.

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