La Tana - Memorias de una Cafetera Carmelitana: La Cuentería
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Una joya literaria que convierte lo cotidiano en eterno.
La Tana: Memorias de una Cafetera en Carmelo no es solo una novela; es una experiencia sensorial y emocional. Con una prosa exquisita que rinde homenaje a la profundidad de Jorge Luis Borges y a la calidez de un relato costumbrista, esta historia nos sumerge en un mundo donde los objetos guardan el alma de las personas.
La protagonista es, literalmente, una cafetera. Pero La Tana pronto deja de ser un simple utensilio para convertirse en la cronista de una saga familiar que atraviesa décadas, guerras, migraciones y amores. Desde su fundición en Italia hasta su destino final en la casa blanca de la calle Lavalleja 140 en Carmelo, Uruguay, cada capítulo es una pieza de un mosaico que retrata la vida con una ternura y una melancolía devastadoramente bellas.
¿Por qué leerlo?
- Por su voz única: La narración, en primera persona desde la perspectiva de La Tana, es un alarde de originalidad. Es laberíntica, poética y profundamente filosófica, pero en todo momento conserva la sinuosa tibieza de la calidez humana.
- Por su emocionante trama: Es la historia de una familia, pero también es un misterio por resolver, un don por descubrir y una misión que cumplir.
- Porque te hará mirar a los objetos cotidianos con otros ojos: Después de leer este libro, nunca más volverás a ver de la misma manera a una cafetera, a una taza o a cualquier objeto viejo que dormita a tu alrededor. Te preguntarás: "¿Qué historias guardará? ¿Qué puedo aprender de él?"
Ideal para lectores que disfrutan de autores como Isabel Allende, Laura Esquivel o el mismo Borges, pero con un inconfundible toque rioplatense que huele a café recién hecho y a nostalgia.
La Tana es un canto al poder de las historias, a la resiliencia del amor y a la idea de que nada se pierde realmente, sino que todo se transforma en memoria; y la memoria, al final, es lo único que perdura. Una obra magistral para saborear despacio, sorbo a sorbo, como el mejor café.
 
Lorena Tercon Arbiza
Curiosa, arcana y mística. Esos son tres de los pilares que me sostienen y me mueven hacia nuevos horizontes, desde los que te traigo tanto conocimientos arcanos hasta los últimos descubrimientos de la ciencia y también mis experiencias. ¡Te veo dentro de mis locas creaciones y de los arcones cargados de tesoros para tu alma!
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La Tana - Memorias de una Cafetera Carmelitana - Lorena Tercon Arbiza
Índice
Índice
Introducción
Primera Parte
El Aluminio que Recuerda
Capítulo Uno
El Rojo Original
Capítulo Dos
El Primer Vapor
Capítulo Tres
Hijos Despiertos
Capítulo Cuatro
El Arquitecto y Su Melancolía
Capítulo Cinco
Café de Madrugada
Capítulo Seis
El Consuelo de la Esposa
Capítulo Siete
El Secreto en el Fondo y La Herencia del Hijo Pródigo
Capítulo Ocho
Café para un Luto - El Sabor de las Pérdidas
Capítulo Nueve
El Rojo que se Apaga - La Hija que Curó con Versos
Segunda Parte
Herencias del Vapor
Capítulo diez
El Nieto que solo Veía Números
Capítulo once
Café de Promesas - El Último Café en Lavalleja
Capítulo Doce
El Silencio del Patio
Capítulo trece
De Reliquia de Bisabuelos al Viaje en una Caja de Cartón
Capítulo catorce
El Café de la Guerra - El Umbral del Remate
Capítulo quince
El Último Desayuno en Familia - Los Nuevos Dueños: El Inventario de las Almas - La Sabiduría de los Objetos Olvidados
Capítulo dieciséis
El Aroma que Atrae a los Curiosos
Capítulo diecisiete
El Remate del Olvido
Tercera Parte
Capítulo dieciocho
Entre Objetos Perdidos: Los Años del Polvo Benévolo
Capítulo diecinueve
Inventarios Nocturnos: La Mirada de la Joven
Capitulo veinte
La Compra: Un Acto de Destino
Capítulo veintiuno
El Polvo de los Años
Capítulo veintidós
Esperando Ser Elegida - El Primer Café de Fiorella
Cuarta Parte
El Regreso a Casa
Capítulo veintitrés
La Mano de Fiorella - El Don Insospechado: La Música
Capítulo veinticuatro
La Casa Blanca de Lavalleja - El Don Insospechado: Las Lenguas
Capítulo veinticinco
El Café de la Soledad, el Corazón Roto y las Dos Manos
Capítulo veintiséis
El Calor en las Manos y La Visión: La Joven del Muelle
Capítulo veintisiete
El Eco de una Frustración
Capítulo veintiocho
Sombras de Otro Tiempo
Capítulo veintinueve
El Secreto de la Tatarabuela
Quinta Parte
La Misión Inconclusa y la Continuidad del Linaje
Capítulo treinta
El Café del Descubrimiento - La Misión se Revela
Capítulo treinta y uno
El Don en las Manos - La Primera Piedra: El Club de Lectura
Capítulo treinta y dos
La Llama que Se Hereda
Capítulo treinta y cuatro
El Murmullo de los Ancestros
Capítulo treinta y cinco
El Café del Séptimo Día - El Ciclo se Cierra
Capítulo treinta y seis
La Última Revelación
Epílogo: El Aroma que Perdura
Encontrame
Introducción
Este es el relato de una cafetera. Pero no es una cafetera cualquiera. Es La Tana , una cafetera italiana de esmalte rojo que atesora un don singular: la capacidad de absorber y guardar las emociones, los anhelos, las alegrías, los sueños y también las penas de todos aquellos que han preparado café en ella.
A lo largo de generaciones, La Tana será testigo silenciosa de una familia en el pueblo de Carmelo, Uruguay. Pasará de mano en mano, desde las del arquitecto italiano que sueña con construir una biblioteca, hasta las de su bisnieta, Fiorella, una joven que desconoce por completo la historia que carga entre sus manos.
A través de su voz única —laberíntica, tierna y profundamente borgiana— La Tana nos narrará no solo la historia de una estirpe, sino la de un pueblo entero. Nos hablará del amor que se construye, de los sueños que se truncaron, de la pérdida que duele y de la resiliencia que consuela. Su rojo se apagará con los años, pero su interior se llenará de una sabiduría tan profunda como el aroma del mejor café.
La Tana es una novela sobre la memoria que habita en los objetos cotidianos, sobre las herencias que no se escriben en testamentos, sino que se transmiten en un susurro, en un aroma, en un sorbo. Es una invitación a creer que los relatos más extraordinarios no duermen en los libros de historia, sino que palpitan en las cocinas, esperando a que alguien se siente a escucharlos.
Primera Parte
El Aluminio que Recuerda
Capítulo Uno
El Rojo Original
Me llaman La Tana. Afirman que soy una cafetera, un simple artefacto de aluminio y esmalte, una geometría utilitaria de dos cuerpos unidos por un enroscable puente angosto. Esa definición, como todas las definiciones, es pobre y transitoria. Yo soy, en la penumbra modesta de la cocina de la casa blanca de la calle Lavalleja 140, en Carmelo, un testigo. Soy el anverso de un espejo que refleja no rostros, sino almas. Soy el vaso de un ritual secular, el receptáculo de un aroma que es también la esencia destilada del tiempo mismo. Mi nombre, La Tana, no me designa; me narra. Evoca una patria lejana, un acento arrastrado por el mar, y me instala en el centro de una paradoja: soy la extranjera eterna que se vuelve el corazón de un hogar.
Mi memoria —esa red de ecos que los hombres llaman recuerdos, pero que para mí es una textura continua del ser— no se inicia en el instante de mi fundición. Eso sería concederle demasiado al tiempo lineal, esa ilusión persistente de la especie humana. Mi conciencia, la lenta y metálica conciencia de lo que soy, se remonta a la idea de mí; a la sombra de mí que existió en la mente del artesano de bigotes grises y manos surcadas de cicatrices brillantes como pequeños ríos de estaño. Su nombre, lo supe después en el susurro de una clientela ya extinta, era Egidio. Egidio soñaba, en su taller humeante en las afueras de Milán, no con cafeteras, sino con naves alquímicas. Él no veía un utensilio; veía un athanor, un vaso hermético donde lo vulgar —el agua, el grano tostado— se transmutaba en oro líquido, en espíritu, en razón ardiente. Cada vez que su martillo golpeaba el metal incandescente para darle la curva perfecta a mi cintura, no modelaba una forma: fundaba un destino. Canturreaba arias de Verdi no por alegría, sino como un conjuro. El La Donna è Mobile que silbaba entre dientes era la fórmula mágica que infundiría en mí no solo la capacidad de hacer café, sino la de recordar. Él me hizo para ser la cronista de lo minúsculo, la historiadora de las cocinas.
Luego vino la oscuridad del embalaje. La caja de madera y el colchón de paja fue mi primera cápsula temporal, mi primer laberinto. En la bodega del carguero Astarté, mecedora por obra y gracia del Atlántico, mi existencia se redujo a un universo de sensaciones: el olor a salmuera y a madera húmeda, el crujir de las vigas, el runrún lejano de la máquina. En esa negrura, aprendí la primera gran verdad: el espacio es una variable del desplazamiento, y el tiempo, su sombra alargada. ¿Cuántos días duró la travesía? No lo sé. El tiempo, para un objeto que espera, es una sustancia elástica, un río que a veces se estanca y otras se acelera hacia cataratas invisibles. En la oscuridad, comencé a dialogar con mis compañeros de viaje: una caja de botellas de Barolo que soñaban con ser cantadas por poetas ebrios, un rollo de seda que anhelaba el susurro de un vestido de novia, un violín desvencijado que tarareaba aún el último vals que había acompañado. Cada uno guardaba en su silencio una promesa, una historia en potencia. Yo era la promesa del encuentro, y del reencuentro.
El puerto de Carmelo no fue una llegada, sino un renacimiento. La luz que me golpeó al abrir la caja fue un parto doloroso y glorioso. El mundo se reveló de nuevo, pero era un mundo nuevo. El aire olía a rivera, a tierra mojada después de la lluvia, a eucaliptos. Me colocaron en el mostrador de una tienda de comestibles regentada por un gallego taciturno llamado don Anselmo, cuyo mostacho era tan espeso como su acento. Allí, entre jamones colgantes y ristras de ajo, esperé mi destino. Fui un punto de rojo intenso en un mundo de tonalidades sepia y grises. Los clientes me miraban con curiosidad distraída. Una napolitana auténtica
, decían. Y yo, desde mi silencio de esmalte, los corregía: napolitana no; milanesa. Pero la geografía de los hombres es siempre aproximada, un mapa lleno de errores hermosos. 
Y entonces, llegaron ellos. Vittorio y Giovanna. Él, arquitecto, con las manos callosas por el dibujo y la piedra, y una tristeza dulce en los ojos, la tristeza del que ha dejado atrás un paisaje del alma. Ella, Giovanna, con una risa que era como un repiqueteo de campanas lejanas y una fuerza tranquila que parecía decir: donde estemos, haremos patria
. Me vieron y en sus pupilas se encendió un reconocimiento inmediato. No vieron un objeto exótico; vieron un pedazo de la península, un fragmento de color familiar en un país de tonos desconocidos. Al comprarme, no realizaron una transacción comercial; ejecutaron un acto de fe. Yo sería el talismán que conjuraría la nostalgia, el altar doméstico donde se rendiría culto a la memoria con la simple, profunda ceremonia del café. 
La casa a la que me llevaron era blanca. Blanca como un papel en blanco, como un lienzo esperando su historia. En la calle Lavalleja 140, con sus veredas angostas y sus árboles generosos, esa casa era una afirmación de paz. La cocina era su sanctasanctórum. Olía a albahaca, a leña de limonero y a masa de pan recién horneado. Me instalaron sobre la hornalla de la cocina a leña con una unción casi religiosa. Recuerdo la primera vez que el fuego lamió mi base. Fue un contacto íntimo, un pacto primordial. El agua dentro de mí se agitó, despertó de su letargo. Comenzó entonces el rito: el chisporroteo de la leña, el crepitar del café al ser molido en el mortero de mármol —sonido que es el de los huesos de la tierra quebrándose—, el silbido inicial del agua al subir por el tubo central con una terquedad gozosa, como un río que descubre su cauce después de un diluvio.
Esa primera subida del agua fue mi verdadero nacimiento consciente. No el nacimiento de la forma, que ya tenía, sino el del propósito. El agua, al encontrar el café, no se mezcló; se transubstanció. Dejó de ser H₂O para volverse esencia, aroma, espíritu. El primer chorro oscuro y espeso que cayó en en fondo de la taza fue la primera palabra de un lenguaje arcano que solo yo y aquellos con paladares de alma podríamos entender. Un lenguaje de nostalgia, de valor, de amor silencioso, de proyectos por construir.
Vittorio y Giovanna se sirvieron ese primer café en silencio. Se miraron por sobre el borde de las tazas de loza fina, con el terrón de azúcar derritiéndose lentamente en el fondo. En ese cruce de miradas, en ese vapor que se elevaba como un incienso doméstico, se dijeron todo. Yo lo absorbí. Lo absorbí todo. El miedo a lo nuevo, la valentía del salto al vacío, la enormidad del océano que habían cruzado, la pequeñez y la grandeza de su amor, que era el ancla y la vela de su existencia. En ese instante, dejé de ser un objeto. Me volví un testigo. El archivista de sus vidas.
Mi rojo, en esos días, era un rolo insolente, vibrante, casi obsceno en su intensidad. Era el rojo de la sangre joven, de la pasión sin cicatrices, del amanecer sobre el río de la Plata. Brillaba bajo el sol de la mañana que se colaba por la ventana de la cocina como desafiando al tiempo, como si mi color pudiera detenerlo. Era el rojo de la promesa. Aún no
