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La fábrica de ángeles
La fábrica de ángeles
La fábrica de ángeles
Libro electrónico442 páginas9 horas

La fábrica de ángeles

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Información de este libro electrónico

«Se dice que, cuando uno piensa vengarse, debe cavar dos tumbas».
Cuando el cadáver de la Sirenita de Ampurias, una conocida cantante, aparece destripado sobre el escenario del teatro en el que trabajaba, el inspector Adolfo Kobler y el médico forense Miralles se verán empujados a trabajar en la investigación junto con Adoración Venecia, artista de vanguardia, empresaria teatral y bailarina exótica. Son los felices años veinte, y en Madrid florece un mundo nocturno de plumas y oropel, pero los cadáveres empiezan a multiplicarse y los asesinatos resultan cada vez más truculentos. Durante la investigación, el inspector, el forense y la artista descubrirán un Madrid oculto, plagado de supersticiones y libros misteriosos que pueden provocar la locura de quien los lee: una ciudad, en definitiva, donde bien puede camuflarse un asesino.
María Zaragoza nos sumerge en una gran novela, llena de emoción e intriga, con personajes y escenarios inolvidables.
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Planeta
Fecha de lanzamiento28 may 2025
ISBN9788408304715
Autor

María Zaragoza

María Zaragoza (Campo de Criptana, 1982) es narradora y guionista, ha publicado una docena de títulos entre novelas, cómic, libros de relatos y literatura juvenil, por los que ha sido galardonada con los premios Ateneo Joven de Sevilla y Ateneo Ciudad de Valladolid, entre otros. Su obra ha sido traducida a varios idiomas. Fue becaria de la Fundación Antonio Gala para jóvenes creadores, y más tarde tutora de la institución durante seis años. Su obra Realidades de humo ha sido adaptada al cine por Joaquín Loustaunau, y en 2019 recibió el XXVII Premio de guion radiofónico Margarita Xirgu de RNE por Un candidato para el fin del mundo. Su primera incursión en el guion cinematográfico fue con Cuentas divinas, nominada en los premios Goya en la categoría de mejor cortometraje de ficción. En 2022 obtuvo el Premio Azorín de Novela por su obra La biblioteca de fuego. FB: María Zaragoza OficialIG: @mariazaragoza00

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    La fábrica de ángeles - María Zaragoza

    Llegaba tarde, como de costumbre, pero cómo no llegar tarde si Madrid estaba imposible. Los tranvías, los caballos, los coches, los carros, las vendedoras ambulantes... Un hormiguero caótico que ni siquiera la inauguración de la segunda línea de metro, hacía ya un año, había aminorado. Más bien parecía provocar el efecto contrario: cuanto más horadaban el subsuelo, más tráfico había en la superficie, como si saliera del mismísimo inframundo. El señor Pantaleona estaba seguro de que un día moriría atropellado. Aunque quizá lo que más le preocupaba era caer sobre una bosta o una vía al tropezarse con unas ocas o unas gallinas. La ciudad era una locura en febrero de 1925.

    Se llamaba Rodrigo Pantaleona, pero todos en el teatro-cabaré Las Princesas lo llamaban señor Pantaleona. En realidad, Señorpantaleona, todo junto y de corrido, como si fuera una sola palabra. Siempre le había resultado humillante un apellido tan femenino. Al fin y al cabo, era una especie de gigante de manos enormes y bigote poblado. Resultaba sorprendente lo rápido que se movía para ser tan grande y tan poco puntual.

    A veces se preguntaba cómo había llegado a gerente si siempre iba tarde. Quizá fuera porque tenía otras virtudes que ni siquiera él mismo era capaz de ver y que compensaban todos los retrasos que causaba atender a su madre enferma y caprichosa. Aquel día le había tocado trasplantar las hortensias, que según ella no podían esperar ni un día más. Mientras se acercaba al teatro, pensó por un segundo que mal estaba que ella estuviese perdiendo la cabeza por la edad, pero peor estaría que se la hiciera perder a él, o que por su culpa terminase despedido de un trabajo que amaba tanto.

    Podía oír el cacareo de las bailarinas en los camerinos, por lo que Azor, el portero, debía de haber abierto por detrás. Una tarde, veinte mujeres y dos muchachos tuvieron que esperarlo casi una hora a la intemperie. Varias bailarinas fallaron en noches siguientes por el enfriamiento, pero nadie dio parte a la señora. A veces, el Señorpantaleona pensaba que les daba pena a las chicas y eso le reconcomía. La pena no es sino una forma de asco.

    Siempre iba a oscuras por el escenario. Aquellas tablas crujían cada día del mismo modo exacto bajo su peso cuando las cruzaba para dar las luces. Nunca encendía siquiera un fósforo. Reconocía dónde ponía el pie por el sonido, y eso fue lo que interrumpió la canción de Pepa la Pantera que iba silbando y que quedó congelada en sus labios, que se enfriaron de inmediato: el suelo no respondía como siempre. Había algo o alguien más allí. Algo, porque no oía ni una respiración ni un suspiro, más allá de su propio corazón, que hizo eco al acelerarse dentro de su enorme caja torácica. ¿Querrían gastarle una broma? Sentía que la mayoría del teatro lo consideraba un hombre ridículo, un adulto que vivía con su madre, demasiado preocupado siempre, demasiado apresurado y vulnerable; era cuestión de tiempo que alguien quisiera carcajearse a su costa. Le sudaban las manos. Se había detenido en algún punto del escenario a oscuras, y al detener su movimiento, se desorientó. Ya no conocía el camino recorrido tantas veces de la misma forma. Al parar, sus pies dejaron de saber a dónde ir. Decidió que no podía quedarse quieto. Lo que tuviese que suceder, que pasase pronto y a otra cosa. ¿Cuánto podría durar el escarnio? ¿Aquella noche? ¿Aquella semana? Avanzó sin dirección, decidido a no pensarlo mucho, pero aterrado. Demasiado deprisa, demasiado alerta. Quizá esperaba que la amenaza llegase de su misma altura o solo un poco por debajo.

    Primero tropezó con un objeto pesado. Su mano rozó algo de un frío antinatural que le heló el ánimo. Fueron segundos, puede que menos, que se le hicieron muy largos. Después, lo que fuera se desplomó. El ruido de un peso desconocido sobre la madera lo hizo trastabillar, y entonces pisó algo líquido y resbaló. Le dio tiempo a maldecir a quien hubiese ideado tal broma macabra, aunque para entonces ya empezaba a sospechar que no lo era. Lo que fuese que allí sucedía ni siquiera estaba dirigido a él. Era otra cosa. Algo distinto y escalofriante.

    Notó cómo su cabeza golpeaba el suelo. En la oscuridad, ni siquiera pudo calcular la distancia para poner las manos. Se le dibujaron manchas de color indefinible sobre los ojos. Bailaron un poco, con sensualidad de fuego fatuo, antes de que el Señorpantaleona se decidiera a echar la mano temblorosa al bolsillo para buscar las cerillas. Aunque las encontró enseguida, apenas pudo arrancar una y se le escapó de los dedos asustados. Respiró hondo. La segunda sí prendió.

    El primer haz de luz, consolador, reveló que el charco que lo había llevado al suelo era de agua, lo que lo tranquilizó. Sobre el charco había una silla de las de los camerinos. Se quemó los dedos antes de poder verla bien o extrañarse. El segundo fósforo encendido descubrió lo que había caído de la silla, aquello tan frío que lo había obligado a retroceder, aunque la imagen era tan impactante que el Señorpantaleona tardó en comprenderla: aquello parecía una enorme boca hambrienta. Un monstruo lo miraba fijamente, sobre el suelo. Tentado estuvo de gritar antes de que su mente racional entendiera que no podía haber una criatura de bestiario medieval en el teatro, que aquello era otra cosa, igual de terrible y aterradora, pero extraída del mundo conocido y amado. La luz se apagó entre sus dedos.

    Al resplandor de la última cerilla, el cuerpo de una muchacha completamente abierto, oscuro y vacío, sobre un costado, rígido, en la postura que le había quedado al caer de la silla, parecía un dragón, un monstruo de capilla gótica, una criatura de mitología. Uno de esos seres que aparentaban ser una chica bonita para engañar a los incautos y devorarlos. Una lamia. El cuarto trasero e infame de una lamia. No le veía la cara, y quizá no fue hasta que distinguió la mancha de un tatuaje conocido en el tobillo, portuario y poco femenino, que se percató de la gravedad de la situación. Hasta que no supo quién era ella no se dio verdadera cuenta de que estaba muerta de aquella forma tan poco ortodoxa y definitiva, sobre las tablas del escenario donde tantas otras veces había cantado.

    Su boca emitió un grito que no parecía suyo, que no se correspondía con su voz; un chillido del niño aterrorizado que fue, siempre pegado a las faldas de su madre; un chillido que le trajo olor a los jabones que hacía mamá para lavar la ropa con la sosa que le dejó una cicatriz suave y alargada en la pierna izquierda, al quemarse con ella una mañana de enero de los primeros días del siglo, cuando tenía algo más de ocho años. Luego se hizo la oscuridad, no sabría decir si porque se apagó la cerilla o, como le dirían después, porque perdió el conocimiento después de asomarse a aquella visión del infierno.

    Las niñas vivían en casas colindantes, a las afueras de una ciudad civilizada, todavía capital de un imperio. En aquel momento tenían siete u ocho años y todavía no eran amigas. La niña rubia recibía clases de matemáticas. La morena, de húngaro. En sus mentes infantiles, las sumas y la gramática se mezclaban en el aire de los jardines de aquel mayo. Por alguna razón, a las institutrices de ambas familias se les ocurrió sacar a las niñas a recibir su lección fuera. Muy pronto, la niña rubia, mucho más tímida y melancólica, sintió curiosidad por el tono de voz de la niña morena, por su dicción descarada y cantarina, por la suficiencia con la que replicaba a su institutriz la pronunciación de alguna palabra difícil. Fue la primera en indagar.

    Más tarde, la niña morena la vería escondida entre los matorrales, espiándola. La niña rubia quiso salir corriendo en ese mismo instante, pero la morena se puso de pie y la detuvo. Ni siquiera a esa edad la niña morena parecía una niña. Tenía mentón pronunciado, nariz recta y unos enormes ojos saltones. Además, era mucho más alta que la niña rubia, casi de la altura de la institutriz que se empeñaba con tanto ahínco en enseñarle a la niña rubia a multiplicar. Daba un poco de miedo, pero también producía fascinación, como esas mantis religiosas que a veces se podían descubrir sobre una hoja.

    La niña rubia y la niña morena se dijeron sus nombres a través del vallado que separaba sus casas. A partir de ese día, pusieron mucho empeño en salir a recibir sus lecciones al jardín, y cuando una oía la voz de la otra, a ambas les daba la risa.

    La niña morena diría después que se habían hecho amigas durante la primera primavera del nuevo siglo, y que eso solo podía significar que serían inseparables por toda la eternidad.

    El inspector Adolfo Kobler, del cuerpo de vigilancia, llegó aproximadamente una hora después del hallazgo del Señorpantaleona, y para entonces ya había una revolución en miniatura montada en las puertas del teatro-cabaré de Las Princesas. Un maldito teatro tenía que ser. Había huido de uno ni tan siquiera un año antes, y ahora se daba de bruces con otro. Casi volvía a oler la carne quemada y la ceniza, aunque aquí no hubiera fuego alguno.

    Se llevó la mano a la pierna más por los nervios que porque le doliera, que también. Con la amenaza de nieve se levantaba cojo cada mañana, aunque, por suerte, en cuanto caminaba veinte o treinta pasos se le pasaba; eso no mejoraba su humor.

    —Señor inspector, señor inspector, ¿podría hacerme una descripción somera del caso que nos ocupa?

    Kobler se giró en la dirección de la voz que lo reclamaba y distinguió entre el gentío a una mujer bajita y de aspecto aniñado que lo miraba con una libreta en la mano.

    —¿Y usted quién es?

    La mujer sonrió y le tendió la mano:

    —Urania González, ilustradora del periódico Muerte en Madrid. Si me facilitase usted una descripción del crimen...

    —La prensa, lo que faltaba. ¿Cómo se han enterado antes que nosotros?

    Kobler no tomó la mano de la mujer y torció el poblado bigote pelirrojo antes de pedirle a uno de los agentes que se la llevara de allí bien lejos. El agente, un hombre joven y colorado que se apellidaba Prieto o Abello o algo así —no recordaba el nombre de ningún agente, porque hacía poco que había sido trasladado a Madrid— puso una cara de fastidio que Kobler conocía bien, porque era la misma que le ponían todos sus subordinados en alguna ocasión desde que había llegado. No se fiaban de él, eso lo sabía, pero lo que había hecho ya no tenía remedio. Tampoco lo tenían los rumores que a su alrededor se iban formando como pesadas nubes de mosquitos.

    Para su sorpresa, la mujer se dejó llevar mansamente. Desde que las mujeres podían estudiar en la universidad, rara era la que lo había hecho y después cumplía órdenes sin chistar. A pesar de ello, Kobler no sospechó que pudiera dar problemas más adelante, demasiado ocupado con el entuerto al que estaba a punto de enfrentarse.

    Aunque habían encendido el escenario, la visión del cuerpo mutilado de aquella joven no resultaba menos siniestra que la que habría tenido el encargado a la luz de una cerilla. Kobler había visto muchas cosas, más de las que le gustaría, pero desde luego nunca algo así. La habían abierto en canal y luego roto las costillas hacia afuera, como en algunos ritos vikingos, solo que, en ese caso, las costillas se abrían por la espalda y se sacaban los pulmones. Esta estaba abierta por delante: reventada del modo que reventaría si le hubiesen explotado las tripas. Instintivamente miró alrededor, pero el Princesas estaba limpio y olía bien. Demasiado limpio y demasiado perfumado para un teatro de variedades, o para que hubiera reventado allí una de sus pícaras cantantes.

    Lo único que rompía el equilibrio pulcro del teatro, que además estaba recién reformado y reabierto, eran el cuerpo mutilado, el charco, la silla y los escasos personajes que estaban allí en pie. Casi todos eran agentes de aspecto descompuesto, salvo un hombre que curioseaba el cadáver sin tocarlo y apuntaba con un lapicero alguna conclusión o más bien duda, a juzgar por el mordisqueo nervioso que después le propinaba. Era alto y flaco, de aire quijotesco y con anteojos decimonónicos. El pelo blanco y despeinado completaba el semblante ausente que tienen aquellos que, tan metidos en sus cosas, a menudo olvidan hasta comer.

    —¿El doctor Miralles?

    —Usted debe de ser el famoso inspector Kobler del que tanto he oído hablar.

    —Mal, supongo.

    —De una forma que ha azuzado mi curiosidad, sin duda. —El médico forense le tendió la mano al inspector con una sonrisa afable—. Espero que me acepte un día una copita de jerez para satisfacerla.

    —Será un placer. Pero le pediré a cambio que responda una pregunta que me inquieta desde que he sabido de las características del caso. ¿Se han llevado algo?

    —No creo que esto sea un robo, amigo mío.

    —Discúlpeme, me he explicado mal. ¿Le falta alguna parte del cuerpo?

    El doctor Miralles abrió sus diminutos ojos de roedor detrás de las lentes redondas y se golpeó la palma de la mano con el lapicero para expresar su sorpresa.

    —¿Cómo lo ha sabido?

    —Ha sido una intuición. ¿Qué se han llevado?

    —El sistema reproductor completo. La han vaciado como para asegurarse de que no pudiera tener hijos, pobre mujer. —En ese momento, el doctor pareció darse cuenta de que era de un cadáver de lo que hablaba, y no de una mujer viva, y puntualizó—. Ni hijos ni nada.

    Kobler ya lo había pensado cuando le dieron el aviso, de ahí la pregunta, pero ante esas palabras se le llenó la cabeza de niebla y de historias de terror que iban de boca en boca cuando era un niño. Hacía tiempo ya, pero todavía se hablaba de él y de sus horribles crímenes cuando Kobler correteaba por las calles del pueblo y se raspaba las rodillas persiguiendo lagartijas. Los críos coreaban canciones terroríficas sobre los asesinatos que habían tenido lugar en Londres poco después de que nacieran. Kobler recordaba vagamente que incluso se dijo que el asesino había huido a España, y que las madres metían en casa a los niños mayores y más independientes, envueltas en un terror infundado a que Jack el Destripador, con el cambio de país, pasase de asesinar prostitutas a sus hijos o a los hijos de las vecinas.

    Kobler tenía unos tres años entonces, y sus primeros recuerdos incluían a su madre propinándole un soberano bofetón a su hermano de siete por haberse entretenido en el camino de regreso de comprar pan. Un escalofrío lo recorrió de arriba abajo antes incluso de que el forense completase sus pensamientos:

    —¿No le recuerda al destripador ese inglés que nunca pillaron? Al parecer también se llevaba alguna parte de sus víctimas.

    —No. Hay poca sangre para que me recuerde a eso.

    Kobler quiso zanjar la conversación ahí, pero el forense no le dejó.

    —Tiene usted razón. De hecho, no hay ninguna. No la mataron aquí, desde luego. Y tampoco creo que todo eso se lo hicieran viva, pero lo tendré que analizar más despacio, porque el cuerpo no está como debería estar y no puedo asegurarme de que cuando le hicieron esos cortes ya no sangrara.

    —¿Qué quiere decir con que no está como debería estar?

    —Pues que no tiene aspecto de que la pusieran aquí todavía fresca, usted ya me entiende, sino que parece que la conservaran de alguna manera.

    El inspector se quedó mirando el cuerpo deformado de la mujer. Alguien le había cerrado los ojos. Todos los muertos que había visto tenían los ojos abiertos y espantados, negros como pozos, pero esta mujer no. De hecho, asustaba el rostro sereno en comparación con el aspecto terrible de su cuerpo. Hubiera parecido dormida de no ser porque tenía esa expresión tan distinta de los muertos, que siempre aparentaban haber perdido algo inexplicable de debajo de la piel.

    Era guapa y joven, no llegaría a los veinte, quizá por eso el asesino no soportaría que lo mirase con esos ojos terribles y sorprendidos de los cadáveres. O quizá mostraba arrepentimiento, una suerte de piedad. Quién sabe. Desde luego, los asesinos a sangre fría disfrutaban viendo cómo la vida se escapaba de la mirada, no cerraban los párpados: esperaban que el resto también disfrutase de su obra y por eso los dejaban abiertos. Aquello no le gustaba un pelo porque parecía más complicado que un asesinato por impulso o por placer, que era lo que las heridas tan impresionantes sugerían. El asesino había sentido algo por esa muchacha y por eso no pudo soportar su mirada vacía. Alguien como él no podía expresar esa sospecha sin pruebas, especulaba, pero la observación de criminales daba ciertas habilidades que no podía obviar. El que la mató sintió pena o arrepentimiento después de la carnicería. Quizá la conocía. Quizá incluso la quiso.

    El inspector preguntó si alguien había intentado sacar huellas de los párpados. El médico respondió que a nadie se le había ocurrido porque eso era poco menos que imposible con los medios de los que disponían, aunque después entendió que el inspector estaba ordenando que lo intentaran, aunque se limitara a señalar el cuerpo y sentenciar:

    —Pues alguien le ha cerrado los ojos a esa mujer.

    Antes de marcharse para interrogar a la compañía, echó un último vistazo al charco sobre el que estaba y al tatuaje de un ancla en el tobillo. ¿Quizá alguien la había ahogado y después le había hecho todo aquello? Daba sentido al agua, pero también un aire siniestro a aquel dibujito que probablemente ya estaba en su piel antes de que la muerte la encontrara.

    —¿Sabemos quién es? —preguntó por último, aunque se arrepintió de inmediato de no haberlo preguntado lo primero.

    —Se llamaba Ariadna Ribera, nombre artístico: «la Sirenita de Ampurias»; una cantante sicalíptica que trabajó con la compañía residente y que no tenía ni idea de lo que fue Ampurias, sospecho. La reconoció el encargado, por el tatuaje. Según él, hacía un par de semanas que había abandonado el teatro y la Venecia no la había sustituido todavía.

    —¿La Venecia? ¿Se refiere usted a la bailarina Adoración Venecia? —Kobler se sintió peor que al pensar en el bofetón que su madre le dio a su hermano.

    —Pero hombre, ¿de qué planeta se ha caído? —El doctor Miralles no pudo reprimir una exclamación de sorpresa—. ¿Es que no sabe que es la compañía de Adoración Venecia la que tiene un espectáculo de variedades aquí? ¿Por qué cree que ha despertado tanta expectación todo esto? Por desgracia, la muerte de una chiquilla cualquiera no le interesa a casi nadie, amigo. Esa es la verdad.

    Adoración Venecia. Si algo había alrededor de su figura era mitología.

    Se decía de ella que era hija de un príncipe centroeuropeo y una gitana con sangre de faraón. O quizá de un diplomático inglés y una musa, ninfa o semidiosa que fue atrapada en su jardín a través de alguna artimaña. También había quien pensaba que descendía de la realeza, y que por sus venas corría la sangre de decenas de reyes y sus decenas de amantes; que había heredado lo mejor de todos ellos y ni uno solo de sus defectos. Habría sido abandonada por lo que significaba su ascendencia y las bestias se habrían apiadado de la niña. De esa forma, había sido alimentada por lobas en el monte y de ellas había aprendido a «alobar», o causar ese adormecimiento preciso para lograr sus fines.

    Como los depredadores, era pérfida y de buen corazón al mismo tiempo, imposible de juzgar como no se juzga a la leona por comer cebra. Según ciertos rumores, ayudaba a los más necesitados, pero al mismo tiempo se alimentaba de los que creían necesitarla sin merecerlo. Algunos pensaban que bebía sangre de hombres vírgenes para mantener su belleza imposible. Otros, que las vírgenes eran mujeres, y que lo que hacía con su sangre era bañarse.

    Se pensaba de su arte que había aprendido a bailar y a cantar de los pájaros, o de bestias salvajes de la India. También pudiera ser que sus sensuales danzas proviniesen de mujeres desnudas de un conventículo internacional de bailarinas perversas; o que emulase con su cuerpo el crepitar del fuego, el viento destructor y la humedad romántica de la lluvia en los acantilados.

    Aseguraban que tenía amantes por todo el mundo que la asfixiaban en joyas y pieles y lujosos muebles, perfumes y mansiones. Amantes que la perseguían cuando triunfaba en París, en Viena, en Nueva York. No se la podía mirar directamente a los ojos porque su embrujo esclavizaba para siempre, y el pobre diablo que hubiera cometido tal osadía estaba perdido, se convertía en una versión salvaje de él mismo, instintiva y deshumanizada. Algo así debía de haberle pasado a Nicolás II, para el que había bailado poco antes de su asesinato, pues parecía claro que lo último que pronunció fue su nombre.

    No hacía distinción de sexo para coleccionarlos, y había ciertas sospechas de que más de uno había muerto sofocado por el placer, en su cama de sábanas de seda que hacía traer expresamente desde Japón. Parecía que morir en los brazos pasionales de Adoración Venecia era lo más próximo al éxtasis total, a la felicidad extrema, a lo que debía de ser el cielo de cualquiera de las religiones que profesasen sus numerosos e hipnotizados siervos. Era una depredadora insaciable y no había que tratar de entenderla o domesticarla, porque su salvajismo era hermoso y total, como lo era el del tigre o el del águila.

    Aunque resultaba confuso el origen de la artista y la inspiración de sus danzas, estas eran tan silvestres y a la vez elegantes, sexuales y únicas, que causaban enardecimiento en los hombres y sofocos en las damas, incapaces de comprender a qué se debía ese súbito calor que les subía entre las piernas. Cualquiera que la mirase bailar terminaba siendo su amante o su esclavo. Al menos deseando serlo, pues no concedía a cualquiera el placer de su mortal voracidad.

    Siempre se ponía de ejemplo, al hablar de ella y de sus dotes, a una crítica de espectáculos que la detestaba hasta que la vio sobre el escenario. En ese momento, al tenerla delante, no pudo contenerse y se lanzó a sus pies para besárselos, del beso pasó al mordisco y, antes de poder separarla de la Venecia, ya le había devorado varios dedos. La bailarina lo llevó con dignidad porque sabía que despertaba pasiones caníbales.

    Se decían también cosas más banales, como que ella misma elegía a cada uno de los miembros de su compañía, que componía y escribía sus espectáculos o que nunca se dejaba dirigir. Al parecer, incluso un rico dueño de teatros trató de domesticarla con un vestido de perlas traídas de Oriente, una suerte de collar de cuerpo entero hecho a medida y que cerraba por detrás como un corsé con cintas de terciopelo rosa. Ella aceptó el carísimo regalo y después compró, con lo que sacó por él, uno de los teatros de ese hombre, para instalarse y que ni su gente ni ella dependiesen de nadie más. Pensándolo bien, podría ser el pequeño teatro-cabaré Las Princesas, que en el último año había pasado de caerse a pedazos a ser uno de los locales más reconocidos de la ciudad. Conservaba, eso sí, el nombre de cabaré, aunque se hicieran en él representaciones de variedades muy al estilo parisino. Un estilo que puede que la Venecia hubiera importado.

    En cualquier caso, lo que más inquietaba al inspector Adolfo Kobler, de entre todas las historias que corrían alrededor de la bailarina Adoración Venecia, era el rumor de que sentía debilidad por los hermafroditas.

    Unos decían que, en realidad, era una mentira basada en que su espectáculo contaba con muchachos maquillados, como tantos otros que copaban los escenarios con canciones picantes, bailes exóticos o imitaciones humorísticas, y que si lo señalaban en su caso solo era porque era empresaria y mujer; pero los más afirmaban que era consabido que, para ella, eran un lujo amatorio, como beber previamente un carísimo champán francés. Alimentaba ese rumor que, a las puertas de su casa en Serrano, a las afueras de la ciudad, hubiese colocado una reproducción en bronce del Hermafrodito durmiente del Louvre, regalo quizá de algún amante cómplice de su vicio secreto.

    Los que creían esto señalaban que era esta circunstancia la que la hacía tan buena en la cama, al mismo tiempo que misteriosa y embrujadora: porque había aprendido lo que sabía de seres que reunían en un solo cuerpo todas las posibilidades.

    Kobler había visto muchas cosas, sí, pero no podía ni imaginarse de qué manera la Venecia podría hallar a este tipo de personas para satisfacer sus deseos. Incluso el que estas personas pudiesen existir era algo nuevo para él. Lo nuevo siempre le había inquietado como le inquietaba el desorden o la gente que desobedecía las reglas, cosas tres que podían unificarse en la persona de Adoración Venecia, al parecer, con cierta facilidad.

    El camerino estaba abarrotado. Al entrar, Kobler solo vio plumas y polvos para la cara y zapatos de tacón dorado y pintalabios oscuros y pelucas y lunares postizos y mucho encaje. Las bailarinas, los transformistas, los tramoyistas, las cantantes, los humoristas, los músicos, el portero, mujeres y hombres altos y bajos, guapos y feos, vestidos y a medio vestir parecían un magma que mutaba y corría por la estancia demasiado estrecha y demasiado calurosa. Todos y todas miraban a los dos agentes que trataban de poner orden. Algunos músicos hacían repiquetear los dedos sobre los estuches de sus instrumentos. Dos negras guapas e idénticas le hacían trenzas en el pelo a una chica pelirroja. Una mujer diminuta vestida de rosa sostenía un perrillo nervioso que ladraba a todo el que pasaba. Otra, con una peluca rizada y llena de flores, coqueteaba con el más joven de los policías, y de vez en cuando lo tocaba para hacerlo sonrojar. Debajo de todas aquellas plumas y todo ese satén, seguramente tenía años para ser la madre del muchacho, pero eso, en ese contexto, daba igual por completo.

    —He tenido amantes de tu edad, ¿qué te crees, chico? No sabes lo que es una mujer de verdad hasta que no has probado a Pepa la Pantera. —La mujer emitió una suerte de rugido sordo que hizo que el muchacho retrocediera y que causó un gran revuelo en todos los presentes—. Desayuno niños de uniforme como tú todas las mañanas.

    El inspector carraspeó para hacerse notar y las risas cesaron de inmediato. En el espacio debía de haber como cincuenta personas amontonadas, incómodas, sudando, pero con cierto aire frívolo en la mirada que parecía negar que allí se hubiese cometido un crimen.

    —Bien —comenzó con una inseguridad que recompuso como mejor pudo—, espero que los agentes les hayan tomado los datos a todos y que sean conscientes de que serán interrogados de uno en uno.

    El rumor de la decepción o el tedio no se hizo esperar. Kobler ahuecó la voz para parecer más autoritario.

    —Entiendo su decepción, pero aquí ha muerto alguien, una compañera suya para más señas, y hasta que no resolvamos esto, no nos marcharemos.

    —¿Van a mantener cerrado el teatro hasta que sepan quién es el asesino? ¿Y si no lo pillan?

    Kobler iba a responder a la hermosa señorita de aspecto oriental que le preguntaba aquello con voz ronca y afectada, pero en ese momento se percató de que la delicada muchacha tenía nuez de varón, y eso lo desorientó lo suficiente como para que el cacareo entre los presentes se reanudara. El inspector, por lo general, habría encontrado sospechoso a cualquiera que no mostrase la más mínima preocupación por lo ocurrido, pero, en ese contexto, la única que parecía de veras asustada era la mujer de aspecto infantil que llevaba un perrito, y quizá lo que le preocupaba era precisamente que el perrito se pusiera nervioso. ¿Es que a nadie le importaba aquella chica?

    Puede que, simplemente, los presentes se escudaran en la frivolidad para no sucumbir al miedo o la tristeza. Se preguntaba si era habitual en ellos sobrevivir de aquella manera, cuando se percató de que, en un rinconcito discreto, sobre un tocador abarrotado de polvos y pelucas, se cruzaban unos pies descalzos. Eran unos pies blancos, grandes para ser de mujer, pero curvos y sensuales, con las uñas esmaltadas en negro. Uno de ellos frotaba el marcado puente del otro con cierta impaciencia. Unidas a ellos había dos piernas largas y atléticas, pálidas como columnas de mármol, desnudas. Kobler las siguió con la vista, pero a mitad de muslo

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