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Claroscuro: ¿Y si el final fuese el comienzo?
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Claroscuro: ¿Y si el final fuese el comienzo?
Libro electrónico239 páginas2 horas

Claroscuro: ¿Y si el final fuese el comienzo?

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Información de este libro electrónico

La psicóloga forense Audrey Jordan disfruta su nueva vida en Stowe. Después de sus años de depresión, se anima a respirar cierta tranquilidad con sus amigos y familia. Pero la oscuridad puede acecharnos donde menos se la espera...
 
Todos tenemos luz y sombra. ¿Cuál permitimos que prevalezca?
 
Un thriller atrapante, con un suspenso que no da respiro.
IdiomaEspañol
EditorialEditorial El Ateneo
Fecha de lanzamiento19 jul 2022
ISBN9789500212809
Claroscuro: ¿Y si el final fuese el comienzo?

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    Claroscuro - Luz Larenn

    CAPÍTULO 1

    [Uno, dos y tres, mariquita es…]

    Crecí sin hogar, sin familia, sin una madre que me cobijara.

    Crecí como hierba silvestre, de esas que acaparan los nutrientes del suelo, incluso roban los de las otras plantas. Yerba mala nunca muere. Crecí por libre albedrío.

    Nadie realmente me cuidó hasta una determinada edad en la que, con desconfianza, di mi mano contadas veces.

    Los que me han traicionado han sido demolidos por la misma naturaleza. Esa que me albergó, que de alguna manera me forjó para llegar a hoy.

    Audrey Jordan

    . 18.46.

    . 18.51.

    . 19.12.

    . 19.27.

    Lo primero que divisé al llegar fue la perplejidad de Don. Esta solía manifestarse en sus ojos, provocando que se volvieran absolutamente redondos, como dos canicas.

    –Tienes dos que llegaron ilesos a sus veinte, Hardy, ¿no podías con uno de ocho meses?

    Sonrió por lo bajo. Acto seguido me pasó al niño que colgaba de sus brazos y luego tomó un trapo de la cocina para secar su ropa cubierta de jugo de naranja.

    –Fue hace mucho, Jordan, las cosas cambiaron.

    Cargué a Timothy, que aún daba quejidos, esto hasta tanto tocase con sus labios el biberón y, hete allí, el final del problema.

    –Ves, nada que una botella no resuelva. Aplica para Timothy, para ti y para mí. –Le guiñé un ojo.

    El timbre sonó al mismo tiempo que el teléfono de línea y de soslayo observé que hasta para alguien con la templanza de Don nuestra casa se había vuelto un caos absoluto.

    –Toma, esto te pertenece. –Deposité al pequeño en los brazos de Liam y atendí a Leanne, que aparentemente no sabía que su esposo ya estaba recogiéndolo.

    Los Leame (unión de los nombres Leanne y Liam) habían venido de visita y se estaban hospedando en el pequeño y acogedor bed & breakfast de la señora Montauk, quien a poco de enviudar había decidido que su caserón debería pasar sus días repleto de gente. Aparentemente esto le provocaba alegría; su difunto marido solía andar desparramado por toda la casa al punto de volverla loca, pero, claro, una vez que ya no estuvo, sintió el peor de los vacíos, inesperado aunque imposible de detener.

    Tal vez era por eso que todavía me negaba a la idea del matrimonio en la mediana edad. No podía dejar de pensar en qué sería de mí, emocionalmente hablando, el día que ya no estuviera, si Don faltaba antes que yo. Imaginaba un jugueteo innecesario y demoledor, entre dos alianzas que ya no cabían en los dedos.

    Ahora mismo acabábamos de cumplir seis meses viviendo en Stowe, un pequeño pueblo de cuento del estado de Vermont. Solos, cubiertos de nieve hasta no hacía tanto y con demasiado tiempo libre. A un vuelo corto de distancia de Manhattan, en donde había quedado Darcy, mi hija universitaria, y a un poco más de adonde se había mudado Leanne, mi entrañable amiga con su familia, en Connecticut.

    A las dos horas de que ellos partieran con los tres niños y una montaña de bolsos en la parte trasera, decidimos honrar la culminación de nuestros días de au pair forzosos, así que Don se dispuso a servir dos copas de vino de nuestra propia bodega en la flamante galería delantera. Desde que estábamos juntos, se había relajado de una forma casi irreal. Él, que solía ser un hombre estructurado en demasía y con tantas normas que me hacían poner en duda mi propia espontaneidad.

    Serían responsables los vientos de montaña o el resoplido constante de Audrey Jordan que no le ofrecía demasiadas alternativas.

    Como fuera, Stowe se había convertido en su levadura espiritual. Ya creía que era cuestión de días para que comenzara a probar lo de hacer su propio pan de masa madre.

    Di un largo sorbo de esos que una vez que sucedieron ya no eres la misma persona y comencé a deslizar mi mano por su entrepierna cuando mi teléfono móvil comenzó a repiquetear desde el interior de casa.

    Troté hacia adentro acomodando la manta ligera que llevaba sobre los hombros y vi que Darcy aparecía repetidas veces entre llamadas perdidas y mensajes sin respuesta. Enseguida la llamé y del otro lado pude escuchar cierta música que parecía sacada del futuro.

    –Eres imposible, madre.

    –¿Qué he hecho ahora?

    –Nunca doy contigo, vivo imaginando que te ha sucedido algo. Un día te ocurrirá lo que al pastor de ovejas y ya nadie creerá que estás en peligro.

    –Oh, por Dios, Darcy, relájate, en Stowe no podría pasarme nada más que de copas.

    Chasqueé mi lengua por lo bajo, ya que sabía que no era del tipo de las bromas ligeras. Luego de conversar sobre la rutina, corté a los pocos minutos y volví a los brazos de Don.

    –¿Darcy?

    –La única.

    –¿Estaba molesta por algo?

    –Como de costumbre.

    Me intrigaba la forma en que, sin entrenamiento previo, podíamos volvernos madres de la noche a la mañana. Como yo, que hoy, pisando los cuarenta me había convertido en la de una adolescente que ahora mismo se encontraba entrando a la adultez ilesa; y al mismo tiempo comenzando a ser, yo misma, la hija de Michael, mi padre biológico, el que una vez que me reconoció años atrás no me había dejado ir.

    –¿Puedo preguntarte algo?

    Don me miró extrañado. Hasta aquel día solía ser más bien de las que soltaban las preguntas sin previo aviso.

    –¿Por qué te has puesto tan nervioso hoy con Timothy? Es decir, es real que tuviste dos hijos.

    –Sí, es real. Pero también lo es el hecho de que no estaba mucho en casa. –Detecté cierto pesar en sus palabras–. Y nunca aprendí realmente cómo se hacía, no lo necesité.

    –Nunca hemos hablado del tema.

    –¿Qué quieres decir? –Se incorporó y me echó una de esas miradas suyas intimidantes, aunque, en el fondo, cargadas de cariño.

    –No lo sé, nunca mencionamos la posibilidad de que tú y yo, en algún momento…

    –¿Tú quieres?

    Me desplomé en mi asiento quedando de costado a Don y de frente a la calle desierta. De tanto perder tiempo pensando en si él querría o no, me había olvidado de mí.

    –No lo sé. Realmente nunca lo pensé bien. Hoy no. –Fruncí los labios y le acaricié la espalda, mientras Don se hundía entre ambos hombros–. Creo que los tuyos han sacado mucho de ti. En efecto, todo lo mejor, así que algo has hecho bien.

    Con Don había decidido desarmarme de una vez por todas, tenía la certeza de que si no sabía cómo reunir las piezas de mi caos y ordenarlo, al menos me acompañaría sin juzgar.

    Decidí dejar el tema quieto por un tiempo; mientras tanto, me acurru­caría sobre su pecho y disfrutaría de las que, sin saberlo, serían las últimas noches en las que respiraríamos aquel aire liviano. No podríamos haber previsto que los acontecimientos concatenados del pasado, presente y futuro comenzarían a golpear a nuestra nueva ciudad, porque, en definitiva, sin importar en dónde estuviéramos, todo pasado sin resolución eventualmente nos atrapaba.

    Darcy Andrews Jordan

    I’m a bitch, I’m a lover, I’m a child, I’m a mother, I’m a sinner, I’m a saint, I do not feel ashamed. –Brooke irrumpió mi momento de colérica inspiración del día frente al lienzo, luego de pasar por la puerta de casa y, no conforme, me tomó por la cintura haciéndome dar un salto en el lugar.

    Acababa de comenzar mi último año en el Instituto de Bellas Artes de la nyu y mi madre biológica, Audrey, me había dejado su apartamento del West Side al decidir irse a vivir con Don a Vermont.

    –Nunca comprendí por qué sufre tanto –soltó dando un resoplido luego de quitarse las botas, apoyando cada pie con el talón contrario.

    –¿Lo dices por Alanis Morissette o por mí? –Puso cara de indecisión y me tiré encima de ella sin que ofreciera resistencia.

    Desde que Brooke se había mudado conmigo hacía unas pocas semanas, había comenzado a pintar todos los días. Como si despertara de un letargo que se me había presentado eterno hasta su llegada. De hecho, incluso había comenzado a descubrirme como artista.

    Sabía que cuando el pincel se deslizaba por el lienzo sin ofrecer resistencia, no me complacía. En efecto, terminaba aburriéndome pronto de la obra. Me satisfacía que la pintura estuviera lo suficientemente densa como para hacerme sentir realmente el proceso. Uno que comenzaba entre mis dedos, pero que raudamente se extendía hacia el resto de mi cuerpo. En algún momento olvidaba que éramos el pincel y yo, la brocha y yo, hasta las pequeñas estacas y yo, para fundirnos en una sola cosa, expresión, recorrido, ser. Y todo eso gracias a mi nueva musa.

    Me resultaba excitante experimentar por primera vez cómo se sentiría eso de compartir techo con alguien que una misma eligiera y no que estuviera impuesto desde otro lugar.

    Con Brooke, además, habían llegado nuevos vientos a mi vida, de los cálidos del este, ya que ahora mismo me encontraba de cara a un posible puesto en una popular galería del bajo Manhattan y comenzaban a disputarse todos los valores con los que había edificado mi pronta adultez, esa misma en la que supe que mi corta vida había sido una falacia, que mis padres no eran tales, sino que mi madre biológica, Audrey, había tenido que darme a ellos al nacer.

    Aun así, gracias a todo eso, comprobé que la valentía poco tenía que ver con la ausencia del miedo, sino con que, a pesar de sentirlo hasta los huesos, me impulsara hacia adelante. Era justamente el miedo lo que en mi vida había quedado en desventaja hacía ya algunos años. Sabía que atreviéndome sola, siendo guardiana de mi futuro, lo lograría. Y aquel trabajo era el primer escalón hacia todo lo que anhelaba.

    Desde pequeña había atravesado los laberintos sin puntas dibujados por Queeny, mi madre adoptiva; fui una sobreviviente de la cotidianidad. De ahí que los primeros recuerdos que tengo de mi vida fueran una vez comenzado el kindergarten. Luego, algunos con Robert, mi padre adoptivo, pero ninguno con ella. Triste. Empapé el pincel chato número 6 en un borravino que acababa de inventar y seguí.

    Estaba segura de que me había querido; después de todo, quien cría a quien nunca estuvo en su vientre lo hace con un gran amor. El problema de Queeny era que no sabía amar, al menos amar bien.

    Y Audrey, como buena madre biológica arrepentida, había arrasado como un remolino con la deuda del ayer, dejándola desplazada, incluso más aún de donde ella misma se había puesto. Con Queeny actualmente hablaba poco y nada. Con Audrey, por los dieciséis años en que no había estado para mí.

    Después de un tercio de vida sin tenerla, pasar a vivir juntas se había vuelto demasiado. Ahora las cosas de a poco se equilibraban. A un vuelo corto de distancia, lo suficiente para elegir cuándo escuchar sus palabras solapando la búsqueda del perdón constante que ya quebraba el eco sordo en mí.

    Una parte de mí aún se inclinaba a hacerla sufrir con pequeñeces. Tardaba en responderle los mensajes o desestimaba sus regalos. Es que acaso qué madre o padre con corazón dejaban a su propia descendencia en manos de desconocidos. La idea me resultaba retorcida y por momentos hasta inverosímil. No obstante, con el diario de ayer, agradecía conocer el todo, de otra forma nunca antes habría abierto tanto y tan de golpe el obturador de mi mente. Sumamente inspirador para mis obras.

    Y eso se lo debía a mi historia, por convertirme en Darcy Andrews Jordan, con sus luces y sombras.

    Hoy, en mi vida, había tanta gente preocupándose por mí que Brooke decía que era de las personas más queridas que conocía. De golpe, había pasado de tener una familia a medias a tener dos padres nuevos, un padrastro y una madrastra. Me mareaba de solo pensarlo.

    La boda de Robert con Greta Fisher había sido pequeña e inolvidable. Todavía me resultaba fascinante la forma en que, a pesar de la edad, dos corazones destinados a estar juntos podían reconocerse y celebrarse. Creí que, al separarse de Queeny, mi padre se convertiría en uno de esos ermitaños que solo salían de su casa para lo básico, más aún habiéndose ido con ella Isaac, mi hermano menor. Greta supo qué hacer con su peor dolor, la pérdida indescriptible de su hija Erin, a quien yo había conocido cuando niña, y eso fue convertirlo en amor. Suerte que estuviera Robert allí, que para eso sí que era el indicado.

    Sabía que los vientos del romance de la tercera edad no solo soplaban en Gibraltar Lake, mi pueblo natal, ya que si bien Don todavía no se atrevía a proponerle casamiento a mi madre, era seguro que pronto lo haría. Las preguntas personales que me hacía por mensaje y por e-mail lo delataban.

    Lo aprobaría con creces. Don realmente se había ganado un lugar en mi vida, por querer así a Audrey y por quererme así a mí. Después de todo, había pasado más tiempo en nuestra casa que en la de él, el año previo a decidir partir juntos hacia Vermont.

    Tomé mis carpetas con los bosquejos que había preparado, me llevé el cabello recientemente cortado por el cuello hasta debajo de las orejas y salí antes de que sonara un nuevo mensaje de mi madre.

    No quería soplarlo a viva voz, pero conseguir aquel trabajo en la galería del Chelsea era el único sueño real que había tenido en los últimos años. Próxima a mi graduación, la tarea de encontrar uno no se hacía nada fácil. Ni siquiera en la ciudad que competía entre el número de galerías y de cafés.

    Brooke entró a la habitación provocando un cruce que en pocos segundos nos dio lugar a un corto beso y un rómpete una pierna, te amo ya desde el corredor.

    Aquel dicho nos resultaba chistoso por demás, ya que el día en que nos habíamos conocido ella se había caído por las escaleras del metro quebrándose literalmente una pierna. Gracias a que yo estaba allí para ayudarla, pude llevarla al hospital más cercano y más tarde esa anécdota quedó opacada por el comienzo de nuestra relación. Desde aquel día romperse una pierna siempre serían buenas noticias para nosotras.

    Salí de nuestro apartamento en Columbus Avenue, donde solía vivir mi madre cuando todavía se encontraba en Manhattan, caminé en dirección al metro y una vez dentro pude respirar. Todavía tenía una hora y, si bien debía recorrer medio Manhattan para llegar, los tiempos eran acelerados cuando se trataba de trasladarse por el inframundo.

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