[go: up one dir, main page]

Explora más de 1,5 millones de audiolibros y libros electrónicos gratis durante días

Al terminar tu prueba, sigue disfrutando por $11.99 al mes. Cancela cuando quieras.

El enigma del convento
El enigma del convento
El enigma del convento
Libro electrónico595 páginas8 horas

El enigma del convento

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer vista previa

Información de este libro electrónico

Ganadora del XXV Premio Torrente Ballester.

Aventuras, intrigas y conspiraciones en la España de Fernando VII y en la América previa a las guerras de independencia.
1814. Tras demostrar su fidelidad a Fernando VII en América combatiendo contra los independentistas, el general Goyeneche es llamado a la corte española para ayudar al monarca a combatir el movimiento liberal que pretende restaurar en España la Constitución de Cádiz. Pero en esos tiempos convulsos todos se mueven por el estrecho filo que separa la lealtad y la traición, y cualquiera puede ser acusado de conspirar contra el rey. Por ello, el general intentará recuperar unos papeles comprometedores que se encuentran escondidos en el Perú y que ponen en riesgo su persona, su prestigio y su patrimonio.
Con un admirable dominio del suspense, Jorge Eduardo Benavides construye una gran novela de intriga que tiene como epicentro el convento de Santa Catalina, en Arequipa, cuyos muros custodian importantes documentos que pueden comprometer la vida de todos aquellos que aparecen en ellos. Solo cuando el mal irrumpe en las tranquilas estancias del convento se hará indispensable mantener a salvo los secretos guardados durante siglos.
«Has de saber que en este santo convento, cuando las guerras de independencia, entró una chica. Traía un dolor, como tú, sería más o menos de tu edad. La estoy viendo. Eran, sin embargo, tiempos más convulsos y difíciles para todos los que le tocó vivir a aquella desdichada. Yo era muy joven también, cuando todo aquello...»
Esta novela fue galardonada con el XXV Premio Torrente Ballester de la Diputación de A Coruña por un jurado compuesto por Amalia Iglesias, José Antonio Ponte Far, José María Pozuelo Yvancos, Charo Canal, Ernesto Pérez Zúñiga y Mercedes Monmany.
«Admirablemente bien escrita, es una delicia de prosa que acompaña de manera tan extraordinaria una acción llena de intriga, misterio y suspense que hará las delicias de todos los lectores.»
Ángel Basanta, portavoz del jurado del XXV Premio Torrente Ballester
La crítica ha dicho...

«La novela alterna el retrato de la corte madrileña con el microcosmos cerrado del convento de Santa Catalina, en Arequipa, donde se juega, de modo secreto, la gran partida del poder. El libro despliega en este ámbito todas sus armas artísticas y es gobernado no por la Historia, sino por la fantasía, el misterio y la aventura.»
Arturo García Ramos, ABC CULTURAL
IdiomaEspañol
EditorialALFAGUARA
Fecha de lanzamiento3 sept 2014
ISBN9788420417981
El enigma del convento
Autor

Jorge Eduardo Benavides

Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964) estudió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Garcilaso de la Vega, en Lima, donde trabajó dictando talleres de literatura, y posteriormente como periodista radiofónico. De 1991 a 2002 vivió en Tenerife, donde fundó y dirigió el taller de narrativa Entrelíneas. Ha colaborado con prestigiosas revistas literarias como Renacimiento y los suplementos culturales Babelia, de El País, y Caballo Verde, de La Razón, así como con diversos medios de su país. En Alfaguara ha publicado las novelas Los años inútiles (2002), El año que rompí contigo (2003), Un millón de soles (2007), La paz de los vencidos (2009), con la que obtuvo el XII Premio de Novela Corta Julio Ramón Ribeyro del Banco Central de Reserva del Perú, y Un asunto sentimental (2013). Es también autor del libro de cuentos La noche de Morgana (2005). En 1989 publicó su primer libro, Cuentario y otros relatos. En 1988 recibió el Premio de Cuentos José María Arguedas de la Federación Peruana de Escritores y ha sido Premio Nuevo Talento FNAC en 2003. Fruto de su experiencia como profesor de talleres y asesor de novelistas ha publicado Consignas para escritores (2012). En la actualidad dirige el Centro de Formación de Novelistas. www.jorgeeduardobenavides.com

Autores relacionados

Relacionado con El enigma del convento

Libros electrónicos relacionados

Ficción histórica para usted

Ver más

Categorías relacionadas

Comentarios para El enigma del convento

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El enigma del convento - Jorge Eduardo Benavides

    cubierta_fmt.jpegportadilla_fmt.jpeg

    Desde muy temprano, cuando el amanecer aún quedaba lejos en el horizonte y por las callejuelas ásperas de Santa Catalina corría un viento frío, las novicias y las monjas aguzaban el oído para escuchar los pasitos raudos de Ana Moscoso, Anita, aquella infeliz que buscaba los rincones más recónditos del convento para llorar, que alcanzaba el huerto de detrás de la calle del templo para pasar una escasa media hora solitaria, pobre chica, o que simplemente se convertía para las demás en un rumor de pasos confusos, un rastro de desconsuelo callejeando sin norte de aquí para allá, como huyendo de cualquier contacto humano tanto como de su desdicha. Había entrado al convento hacía menos de un mes y la madre superiora exigió a las alborotadoras monjitas que quisieron darle la bienvenida con frutas y pasteles, con copitas de vino de Vítor, que la dejaran en paz, porque la muchacha, que aún no se había decidido a tomar los hábitos —y mejor así, pues ya sabían ellas que el dolor, el dolor mundano, no era buen consejero cuando se trataba de abrazar a nuestro Señor—, parecía realmente un alma en pena.

    Por eso mismo, déjenla en paz, había insistido la madre superiora cuando unas cuantas monjas vinieron hasta su despacho en comisión para decirle que la chiquita Moscoso apenas salía de su celda, que su criada ya no sabía qué hacer para que comiera, que lloraba todo el día. Ella escuchó con paciencia, las manos quietas sobre el regazo, el rostro impasible, dejando que se quitaran la palabra unas a otras hasta que por fin todas callaron, confusas o amedrentadas ante el silencio de la superiora. Era mejor que la dejaran tranquila, insistió ésta con voz suave, que buscara ella sola el sosiego en el dulce consuelo que traía la oración, que el Señor estaría allí para reconfortarla cuando ella misma se diera cuenta de que no estaba sola en su dolor. Ante el amago de la hermana Mariana de la Visitación —cómo no...— de insistir, la superiora levantó el dedo índice: Nada de importunarla con excesivas atenciones ni mucho menos estar pendientes de su vida, que hasta la buena voluntad se vuelve pecado cuando se convierte en pesada insistencia, agregó recordándoles a san Nicolás de Tolentino, y tuvo que alzar un poco la voz para acallar la ola de murmullos levantiscos que precedieron a sus palabras.

    Pero tampoco le había dado mayor importancia a aquello la superiora porque el convento requería urgentes atenciones y el magro presupuesto del que disponían apenas si alcanzaba para remendar estucos, tarrajear paredes, cambiar muebles carcomidos o comprar unas frazadas para las monjas más ancianas, que vegetaban en celdas frías y ya innobles. Por no hablar de la colación, sobre todo ahora que muchas hermanas pasaban necesidades y tenían que hacer milagros para que las menos favorecidas comieran bien. ¡Qué tiempos!

    Y además, que la perdonara Dios por esto, pensó, el dolor le retorcía el ánimo como un clavo al rojo vivo. Era cierto: aunque hacía esfuerzos por no contestar de malos modos cuando alguna hermana venía a contarle minucias, pecadillos que atormentaban su corazón, apenas si podía disimular un gesto torcido de impaciencia. Sólo la madre Rosario de la Misericordia se había dado cuenta de que el malestar recrudecía. Se lo dijo la otra tarde —con la confianza de los más de cuarenta años que hacía que se conocían—, cuando despachaban precisamente el asunto del pago pendiente a los carpinteros que habían arreglado unas escaleras de la despensa. Le estaba doliendo nuevamente, ¿verdad?, preguntó la madre mirándola con sus ojillos aguados y su ceceo peninsular que no había perdido en todos estos años. Sí, confesó la superiora bufando, le dolía. «Y mucho», pero su voz cortante le advirtió a la madre Rosario de la Misericordia que la superiora no estaba para confidencias de ninguna clase, de manera que pasaron a resolver los temas realmente urgentes.

    Por eso, por las preocupaciones económicas y también por el dolor sordo y persistente, se había olvidado un poco de aquella niña, Anita Moscoso. Y sí, también tenías que decírtelo, porque su presencia y su llanto te traían un lejano dolor que ya creías olvidado. Y ya ves: no hay olvido posible para algunos sinsabores...

    —Seguro que viene por una pena del corazón, madre —le había insistido esa mañana la monja Catalina de la Encarnación, resollando por el esfuerzo de subir hasta la celda de la superiora, cerca del antiguo rosedal de sor Donicia de Cristo, que el Señor la tenga en su gloria.

    Al principio, la superiora la hubiera despachado con una reprimenda, porque el otro día había quedado muy claro que la orden era no incomodar a la chica Moscoso ni hablar más del asunto. Pero antes de soltar la filípica que la molestia física exacerbaba, recordó que la madre Catalina de la Encarnación no estuvo en el grupito de las otras monjas y que además era un alma cándida, una inocente que vivía en las nubes y cuya preocupación por las demás era sincera, empecinada, llena de una buena intención que sin lugar a dudas no merecía reprimendas mayores.

    —¿Una pena del corazón? —enarcó una ceja la madre superiora, acostumbrada al lenguaje algo melodramático de la madre cocinera, y continuó con su bordado. Luego le hizo un gesto a la monja para que no se quedara en la puerta, mujer, que pasara.

    —Sí, madre —dijo la monja cocinera avanzando hasta donde la priora daba puntadas con primor.

    Se quedó un momento admirando la exquisitez de aquella celda inundada por una luz como de éxtasis, las cortinas de seda color cereza, la alfombra turca a los pies de la cama, la manta tan pulcra y olorosa a azahar, los candelabros de plata con sus velones azules, los geranios sobre el alféizar de la ventana que ya empezaban a recibir agradecidos el primer chorro de sol de la mañana...

    —¿Y bien, madre? —dijo la superiora subiéndose un poco los anteojos que resbalaban por su nariz, fingiendo volver al bordado.

    —Al parecer ha sufrido un desengaño —explicó un poco atropelladamente la madre cocinera—. Un tontolaba que la dejó por otra, una limeña, vieja y fea, pero adinerada, según dicen. Una alimaña.

    La superiora volvió hacia la madre Catalina de la Encarnación una mirada severa, qué lenguaje era ése, madre, se cruzó de brazos dejando momentáneamente su labor sobre la mesita de caoba. La madre Catalina se encendió como asaeteada por una antorcha, que la disculpara, no había querido ser impertinente, pero le parecía tan rota la pobre Anita Moscoso, tan amargada por tamaña traición... Nadie en el convento sabía qué hacer para reanimar a la chiquilla, y todas temían por el quebranto de su salud, que ni comía los mazapanes que ella preparaba, ni tampoco las naranjas, las manzanas ni las golosinas que todas las demás le dejaban en su celda, y su sirvienta también lloraba afectada porque no sabía qué hacer para que la niña comiera, se estaba quedando como un palillo...

    —Ya, me hago cargo de la situación.

    La madre superiora acarició el bordado cuidadosamente, puso ambas manos sobre su regazo y se volvió hacia la monja como para interrumpir su vehemente descripción de lo que ocurría con aquella muchacha.

    En realidad, la había aceptado en el monasterio pese a que su intuición le aconsejaba lo contrario, pero el señor Moscoso y Chirinos seguía contribuyendo generosamente con Santa Catalina, le explicó el procurador del convento, en estos tiempos mezquinos en los que tenían que batallar hasta con los miembros del cabildo catedral y ya por último hasta con el obispo Goyeneche, sí, señor, nada menos, para que las menguadas cuentas de Santa Catalina permitiesen que el monasterio no se viniese abajo. De manera que no estaban en condiciones de ignorar la generosidad del señor Moscoso y Chirinos, y aceptar a su hija como refugiada temporal y quizá luego como novicia... Era un poco extraño, sí, fuera del orden habitual, continuó el procurador Iriarte, pero ¿cómo decirle que no a aquel padre enfurecido y desesperado, cómo obviar además que aquella mozuela —tendría qué: dieciocho, diecinueve años, quizá menos— venía escapando de un episodio turbulento? De manera que la superiora lo consultó con el consejo y las religiosas dijeron que sí. Y ya ves: te ha alborotado a las monjas con su tormento. Y a ti te ha traído un desorden, un eco, un desabrigo para el cual te creías ya a salvo, y mira tú.

    La madre cocinera la observaba con unos ojos brillantes, llenos de expectación, como si la superiora pudiese resolver aquel problema, como si una palabra suya pudiese sofocar tanto sufrimiento, pobre niña.

    —Ya lleva casi un mes entre nosotras, ¿verdad? —preguntó la superiora como calibrando una medida, y sor Catalina de la Encarnación se apresuró a asentir vigorosamente con la cabeza—. Entonces dile que quiero verla, que venga aquí ya mismo.

    —Sí, madre superiora, sí —dijo la monja y lo repitió varias veces, antes de escabullirse de la celda con los mofletes nuevamente encendidos, ahora una sonrisa achinando sus ojos, congestionando aún más su rostro redondo y lleno de pelusilla dorada—. Dele consuelo, madre, pobre chica.

    Sí, pobre chica, porque ella, la madre superiora, también oyó llorar a la desgraciada hacía una semana más o menos. Había sentido sus pasos instantáneos y sin brújula antes del amanecer, cuando los rezos de laudes quedaban ya extinguidos del todo, precisamente un día en que el ambiente de su celda parecía asfixiarla y las preocupaciones la obligaron a salir arrebujada en una manta a respirar esa paz bendita que sólo encontraba en el corazón mismo de la noche, como cuando joven. Daba una vuelta por el claustro de los Naranjos, entregada al rezo algo distraído de un misterio, cuando escuchó el llanto apagado que emergía de la oscuridad de una callejuela, y por un instante —tan apagado, tan de ultratumba le debió de sonar— se sobresaltó pensando si acaso se trataba de un ánima perdida. Pero aquel gañido lleno de estornudos mínimos y ruidosos sorbeteos pronto se le hizo mucho más terrenal. Estuvo tentada de alzar la voz, de preguntar que quién andaba, pero se arrepintió al instante: había visto tanto dolor aquí en el convento, tanta necesidad de un consuelo mucho más humano que el que procura la oración, que no quiso inmiscuirse. Que aquella desdichada, como muchas otras, como tú misma alguna vez, llorase hasta hartarse. El dulce y amargo alivio de las lágrimas.

    Además, la llegada de Ana Moscoso había ocurrido en el peor momento, cuando menos tiempo tenía para atender estas pequeñeces que pautaban el ajetreo trivial y rutinario del convento: que si una discusión regada de llanto por una ofensa de chiquillas, que si la competencia de dos monjas por quién hacía los mazapanes y los buñuelos más dulces, que si el fervor excesivo de aquella hermana durante la misa de sextas, algún pavoneo innecesario durante el domingo de mercado, en fin, nada que una reconvención y una llamada al orden, a las oraciones y a la búsqueda y consuelo de nuestro Señor no pudieran solventar. Pero ahora —tenías que reconocerlo—, a los quebraderos de cabeza por motivos económicos y al dolor que volvía con fuerza se le agregaba otra cosa, mucho más silente y artera, de la que apenas se había dado cuenta porque era como una incomodidad inidentificable, un malestar y una zozobra que le desasosegaban el alma. Porque de un tiempo a esta parte la madre superiora notaba en la congregación una turbiedad llena de malicia, atufada de rencores y silencios malhumorados, una enajenación oscura que parecía borbotear en una marmita de agravios callados: y es que nuevamente se había levantado entre las monjas aquel rumor nefasto, aquella historia que la madre superiora creía sepultada bajo el escombral del tiempo, de los tumultos de principios de siglo, cómo pasaban los años, María, y que la había devuelto a una sensación de permanente sobresalto, como si el mismísimo Satanás hubiese metido su feo pie de chivo entre las paredes de Santa Catalina...

    Al poco sonaron en su puerta tres golpecitos. De no haber estado recogida y en silencio, la superiora apenas los hubiera oído. «Adelante», dijo y al instante asomó la cabecita de la chica, su nariz afilada, los ojos enrojecidos bajo un par de cejas espesas. La superiora la hizo pasar con un gesto que pretendía ser liviano, y pudo percibir el desasosiego de la muchacha, que temblaba como un gorrioncillo y no dejaba de estrujarse las manos, ¡pequeña!, pensó la religiosa con un arrebato de ternura y nostalgia, ahí estás tú, María. Fíjate, ¿así eras? Sí, enflaquecida por el dolor, aturdida por el sufrimiento y la extrañeza de encontrarte allí, aquí, de pronto, huyendo del siglo como esta infeliz.

    Antes de invitarla a sentarse —la muchacha obedeció no como si hubiese sido una gentileza sino una orden fulminante—, la superiora se quedó un momento meditando en silencio, sin saber por dónde comenzar un diálogo con la chiquilla encogida que tenía enfrente.

    —¿No estás a gusto entre nosotras, hija mía? —creyó oportuno empezar por esa pregunta aunque de inmediato se arrepintió: ¿qué hubieras dicho tú a su edad y en sus circunstancias, María, qué dijiste tú cuando te lo preguntaron?

    Ana Moscoso negó vehemente con la cabeza gacha.

    —Has de saber que ese sufrimiento que te retuerce las entrañas es pasajero —la superiora se incorporó algo bruscamente, sin poder evitar una mueca de dolor y fastidio—. Aunque ahora no lo creas, aunque ahora pienses que tu vida se ha acabado para siempre, pasará. Siempre ha sido así.

    Ana, Anita Moscoso no se atrevió ni a moverse, sintiendo que la superiora caminaba dificultosamente a sus espaldas, quizá buscando inspiración para seguir hablándole.

    —A esta santa congregación han acudido, desde tiempos inmemoriales, las jóvenes como tú, que vienen no al llamado del Señor, sino huyendo del dolor que procura casi siempre la vida allí afuera, la vida en el siglo —suspiró o soltó un leve resoplido de hartazgo—. Pero muchas de ellas han encontrado algo mejor que jamás pensaron encontrar en su huida: el amor y la renuncia. La devoción y el sacrificio. Y ese regalo inesperado que nos ofrece nuestro Padre misericordioso debe recibirse con júbilo. Pero naturalmente, cuando alguien viene como has venido tú, como han venido tantas y tantas, es imposible darse cuenta. El Señor es todo paciencia y amor, y cuando menos lo esperes, descubrirás que ha sido Él quien ha guiado tus pasos hasta aquí y no el vano dolor del que crees huir.

    —Pero mi dolor es tan intenso, tan insoportable que creo que voy a enloquecer, madre —Anita Moscoso habló con una voz casi infantil y llena de tormento, a punto de llorar.

    Por un momento la superiora se volvió a ella con ternura y le puso una mano en el hombro.

    —¿Y crees que ese dolor es un privilegio tuyo? ¿Que eres la única mujer que sufre por un amor, por un desengaño, infeliz?

    Ana Moscoso se atrincheró nuevamente en un silencio hosco y la superiora advirtió cómo su hombro huesudo se tensaba. ¡Otra niña que cree estar descubriéndole al mundo lo que es el sufrimiento! Qué puerilidad, pensó sintiendo un amago de molestia, quizá de indignación. Con todos los problemas inmediatos y reales que debes resolver, María, y te entretenías con esta chiquilla, en lugar de permitir que el tiempo hiciera su labor. El tiempo y la oración...

    Pero la superiora no sabía por qué se veía obligada a hablar, ¿por qué, María? Quizá acicateada por el desasosiego de los últimos tiempos, en que inexplicablemente la habían vuelto a emboscar los recuerdos.

    —Pues bien, te contaré una historia que también ocurrió aquí, hija mía, para que veas que por desgracia tu caso no es el único, igual que este que conocerás tampoco fue el primero. Verás que tu dolor es simplemente el dolor de todos los que aman. Y que ese dolor puede hundirte para siempre en los infiernos o purificar tu alma si encuentras el consuelo del Altísimo.

    ¿Así era, María? ¿O sólo eran fórmulas que de tanto escuchar y repetir habías convertido en un resguardo para no pensar más en todo aquello? Pero Anita Moscoso la miraba, compungida y al mismo tiempo expectante, dispuesta a escuchar aquella historia que la superiora, sin saber exactamente el motivo, iba a contarle. ¿Por qué, María? No encontró respuesta y de pronto se encontró hablando.

    —Has de saber que en este santo convento, cuando las guerras de independencia, entró una chica. Traía un dolor, como tú, sería más o menos de tu edad. La estoy viendo. Eran sin embargo tiempos más convulsos y difíciles para todos los que le tocó vivir a aquella desdichada. Yo era muy joven también, cuando todo aquello...

    La luz de los candelabros hacía espejear las joyas en los cuellos de las señoras y las medallas en los pechos orondos de los militares que bebían jerez y aceptaban los delicados entremeses que servía un pequeño ejército de disciplinados camareros. Así, a ojo de buen cubero, calculó José Manuel Goyeneche, habría una centena larga de invitados que disfrutaban de la velada ofrecida por el marqués de Matallana y su esposa, en el palacio que tenían en la calle San Mateo. Había allí una profusión de dorados intensos, de bruñidos bronces, de tapices primorosos traídos de Toledo y aún más, según decían, de la lejana Persia. Por todos lados se encontraban esculturas que brillaban bajo la luz de las arañas colosales, y un tumulto manso circulaba hacia otros salones contiguos, de donde provenía un sólido runrún de voces y risas. Flotaba un olor enjundioso de perfumes y aguas de colonia que aplacaba en algo el aroma de las bandejas que circulaban bajo la dirección del maestresala, un hombre regordete, moreno, de hirsutas patillas que miraba con veneno a los camareros y recorría el salón con gestos de general.

    Al entrar al vestíbulo del palacio, Goyeneche se había ajustado un poco la chaqueta de terciopelo tocándose nervioso los botones, fugazmente sorprendido por cierto embarazo de ir con aquel uniforme de corte: tricornio de galón, calzón corto, medias de seda y zapato de hebilla. Pero se tranquilizó después de observar que muchos militares —por no decir todos— iban vestidos igual que él, aunque algunos llevaban calzón collant de gamuza y botas granaderas.

    Fue recibido por un lacayo ampuloso y estricto que rápidamente se hizo a un lado y anunció con voz rotunda: «El teniente general José Manuel Goyeneche, conde de Guaqui, vocal de guerra de las Indias y Gran Cruz de Isabel la Católica», y el murmullo de la fiesta se fue apagando. Muchos se volvieron para dirigirle una mirada llena de curiosidad. Entonces Goyeneche vio que se encaminaba hacia él un hombre tripudo de chaqueta entallada y botones de plata, cuya cabeza era coronada por una cabellera castaña y más bien leonina. Estaba acompañado por una mujer menuda, notablemente más joven que él y de grandes ojos negros, luminosos, como si estuvieran permanentemente cuajados de lágrimas.

    —Es un honor tenerlo en esta casa, general —el marqués de Matallana le tendió una mano rotunda y firme, sumiendo el abdomen en un gesto que pretendía ser marcial. Parpadeaba constantemente, como si tuviera una molestia en los ojos, con lo que daba a quien lo observara la extraña sensación de que algo causaba en él un continuo y teatral estupor, pensó Goyeneche, desviando la mirada hacia la esposa del marqués.

    La marquesa lo medía con el sigilo y la quietud de un gato. Le extendió una mano pequeñica, muy blanca, y José Manuel Goyeneche hizo el ademán de besarla. Las mejillas de la joven se encendieron tenuemente, casi como si su carita redonda hubiera recibido el atento retoque de una criada invisible.

    —Me encantará presentarle a nuestros demás invitados y estoy seguro de que ellos arden en deseos de conocerlo, vocal Goyeneche —dijo la marquesa con una voz inesperadamente ronca, muy atractiva, señalando hacia unas personas que se habían acercado.

    —Un verdadero honor, señor vocal —dijo un hombre alto y muy moreno que se presentó como el marqués de Alcañices.

    —Todo un placer conocerlo, general —saludó otro, más menudo, que llevaba un gran pañuelo de seda al cuello: el vizconde de la Calzada.

    —Ya era hora de verlo por aquí, general Goyeneche —dijo una mujer de sobrio vestido azul y ojos verdes que le fue presentada como la condesa de Carballo—. Todos teníamos curiosidad por conocerlo, y quienes ya han obtenido ese gusto no han dejado de contar maravillas de usted...

    Los ojos de la mujer parecieron intensificarse con una hermosa sonrisa y Goyeneche sintió la espuma del halago corriendo por sus venas.

    —Ya nos contará usted cómo está la situación en esas provincias americanas —clamó otro más, cuyo nombre no pudo retener Goyeneche, entretenido en estrechar manos, y que le miró con cierta impertinencia que no pasó desapercibida al militar.

    Continuó intercambiando algunas formalidades con los anfitriones y de pronto se dio cuenta de que, entre murmullos y comentarios, se habían ido acercando más y más invitados. Los hombres buscaban estrecharle la mano y las mujeres lo miraban con indisimulada curiosidad susurrando entre ellas, mientras él respondía como podía, tratando de recordar nombres y cargos: el Madrid cortesano que Goyeneche había frecuentado —poco y en malos momentos, también era cierto— parecía muy distinto, y le costó identificar a sus viejos conocidos, como Antonio Lasarte, que había esperado con una sonrisa llena de guasa a que se disolviera el corrillo de salutaciones para acercarse a su amigo peruano. Goyeneche respiró aliviado de encontrar por fin una cara conocida y se abrió paso entre los demás para darle un efusivo abrazo a Lasarte.

    Sevillano, cinco o seis años más joven que él, tirando a rubiales y de grandes ojos castaños que las mujeres encontraban terriblemente seductores, alto y de buena planta, poseedor de considerable fortuna, Antonio Lasarte era uno de esos pocos amigos leales a los que José Manuel Goyeneche buscó nada más abandonar Cádiz para instalarse definitivamente en la villa y corte. Había servido bajo el mando del general peruano y éste lo quería un poco como se quiere a un hermano menor.

    Pero no se habían podido ver mucho, porque aunque Lasarte era capitán de guardias del rey y Goyeneche, a su llegada a la corte, fue rápidamente nombrado vocal del consejo de guerra, su actividad frenética apenas le había dejado tiempo para socializar en un Madrid que él encontraba bastante cambiado. La primera reunión a la que acudió, al cabo de casi un mes de llegar a la capital y fijar su residencia en la calle de Atocha, fue la tertulia que el viejo conde de Sabiote ofrecía en su casa. Después de haberse cruzado de vez en cuando con Lasarte en palacio y por asuntos estrictamente laborales, éste le propuso que le acompañara a donde Sabiote —de cuyo hijo era compañero en las guardias de la Real Persona— para que entrara nuevamente en el círculo madrileño pues en sus salones, además de jugar al ecarté o al monte, se discurría de política y se tomaba buen oporto. De aquello había pasado más de una semana, y el militar americano no guardaba muy buen recuerdo.

    —Te veo muy bien, Pepe —Antonio Lasarte le dio un abrazo al que Goyeneche correspondió con calidez.

    —Lo mismo te digo, hombre —y continuó con una vieja broma, aunque se hubieran visto hacía muy poco—. ¿Sigues soltero? Entonces eso debe de ser...

    —Como tú, bribón, como tú.

    Ambos soltaron la risa y cogieron sendas copas de jerez que les ofreció un camarero. Alzaron las bebidas mirándose a los ojos y se dijeron salud. Cerca de ellos cruzaban fuentes de tartaletas, hojaldres y panecillos tostados con guarniciones de olores deliciosos. Lasarte decidió que tenía hambre y cogió uno casi al vuelo. Luego tomó del brazo a su amigo Goyeneche para llevarlo por el salón principal, donde el rumor de las conversaciones y las risotadas de quienes ya habían bebido lo suyo le daban un ambiente de efervescencia al lugar.

    —Me alegra mucho que hayas venido. No quería que te quedaras con mal sabor de boca por lo de la tertulia de Sabiote el otro día.

    —Olvídalo, ya pasó —mintió Goyeneche, encogiéndose de hombros.

    Pero no, claro que no había pasado. El general se había quedado con un regusto desagradable en los labios, sobre todo porque no se hallaba cómodo en Madrid. Al poco tiempo de llegar de América a Cádiz —donde se le concedió la medalla de la Constitución y todos los honores— se vio llamado a presencia de Fernando VII, recién regresado el monarca del forzoso exilio francés. Nuevas encomiendas y cargos lo decidieron a quedarse en la villa y corte, y aunque llevaba muy poco tiempo, algo le decía al general peruano que no se terminaría de encontrar a gusto. Ojalá se equivocara, pensó dejándose conducir mansamente por Lasarte en medio de aquel bullicio festivo de gente desconocida. Mejor así, mejor no pensar en la tertulia de Sabiote.

    Todavía se encontraba débil y le costaba caminar, pero se había opuesto tajantemente a que Abelardo la llevara en brazos o transportada a lomo de mula, como quería su padre, porque no deseaba ser la comidilla de los vecinos. «De ninguna manera, papá», había dicho incorporándose trabajosamente de la cama, con la madrugada todavía lejos, cuando sus padres vinieron a verla a su habitación para abrazarla y despedirse, para recomendarle acaso que lo pensara, hijita, pero ella ya lo tenía todo bien meditado, les recordó. Y no quiso que se le llenaran los ojos de lágrimas, así que les pidió que la esperaran en el salón, por favor. Además, ya había llorado —o eso creía— todo lo que nadie nunca podría haber llorado desde que despertara en su habitación hacía casi un mes y fuera, poco tiempo después de recobrar la memoria, devastada por la realidad de lo ocurrido. Pero no les dijo ni una palabra de eso a sus padres, que se limitaron a salir de allí rumbo al comedor.

    Juanita esperaba en la puerta con la palangana de agua tibia y los paños limpios, con sus enaguas y los jabones para que ella se pudiera asear en la intimidad de su habitación, restregándose fuertemente la piel hasta dejarla enrojecida, como si así también pudiera arrancarse otros ascos más profundos. Evitó mirarse al espejo mientras se aseaba. Sabía de las ojeras violáceas que rodeaban sus ojos, de sus pómulos tensos y de la piel tan translúcida que dejaba ver las venitas azules que le surcaban el rostro y las manos. Sabía de ese talle que alguna vez alguien había acariciado con deseo y que ahora era sólo hueso. No quiso pensar más y se echó por encima el mantón para combatir el relente nocturno.

    Con aquella prenda oscura se veía aún más demacrada, un espectro que seguramente causaría conmiseración y espanto. Al cabo de unos diez minutos se encaminó al comedor cruzando el rosedal, el pequeño huerto de las naranjas y el despacho de su padre. Se sentó a la mesa con ellos con un aire de fingida naturalidad, pero apenas probó el chocolate ni mucho menos las cebollas hervidas que su madre le dejara junto al vaso de agua de lima; no se veía capaz de tragar nada. «Pero tienes que comer algo, hija mía», había adelantado hacia su mejilla una mano áspera y cálida su padre, ya vestido para faenar en el campo. Ella negó con suavidad, seguro las monjitas le tendrían algo rico, mintió sin ruborizarse. En realidad, lo único que quería era salir de allí cuanto antes, si no se pondría nuevamente a llorar hasta caer exhausta, febril, con ganas de morirse. Por fortuna, Abelardo ya había terminado de cargar su baúl en la mula y entró al comedor para anunciar que si quería él iba llevando las cosas donde las monjas. Y María Micaela, al cabo de remolonear un ratito, se levantó de su asiento, les dio un beso y un abrazo a sus padres, y les pidió que por favor la dejaran ir sola. Juanita la esperaba en la puerta con su pequeña cesta y le alcanzó el bastón con empuñadura de marfil que María Micaela había dejado apoyado en la mesa del comedor. Ella la acompañaría al convento, le dijo la chiquilla con unos ojos redondos y llenos de firmeza en cuanto supo que la amita había decidido refugiarse allí, no se sabía si sólo temporalmente o para siempre.

    Ahora la joven y la niña caminaban muy juntas buscando escapar del frío que se desprendía de las gruesas paredes blancas de la calle de Ejercicios, por donde andaban despacio, María Micaela apoyando el bastón con impericia entre los adoquines resbalosos, Juanita pendiente de ella, rozándola con sus manos de niña, cuidado, amita, mirándola con devoción y también con pena, como habían hecho sus padres momentos antes, en el portón de la casa. «No se diga una sola palabra, claro que te acompañamos», insistió su padre intentando ser firme cuando se daban un abrazo. Pero ella, María Micaela, lo fue más: de ninguna manera, dijo, ya Abelardo había llevado el baúl con sus cosas y ella tenía a Juanita para lo que necesitara. Eran apenas unas cuadras. Además, que usara bastón no la convertía en una completa inválida, afirmó y sus ojos relampaguearon con un fuego amargo. Su madre —también con ojeras, también con el rostro demacrado, pequeñita al lado del padre— hizo un gesto de resignación, de entendimiento, y apretó el brazo del marido. Ella no volvió la vista atrás y trató de que su caminar fuera digno, pero supo que sus padres la miraban abrazados, a punto de correr y llevarla en brazos a cualquier lugar del mundo, aunque fuera a ese convento donde ella se quería enterrar. Pero ¿se quería realmente enterrar? Más de una vez, en todo este tiempo desde que despertó nuevamente a la vida, se lo había preguntado. Por eso quizá no quiso que su decisión fuera tomada como algo definitivo sino temporal. Ella misma pidió hacer las gestiones con la madre superiora del convento de Santa Catalina, que era además prima de su mamá, y con el procurador don José Menaut, amigo de su padre. A la primera le escribió una larga carta explicándole su decisión y rogándole que la aceptara un tiempo mientras decidía si finalmente se hacía novicia; al segundo, su padre le dijo sin muchos rodeos que seguro que al convento no le vendría mal un estipendio de cuatro o cinco mil pesos fuertes anuales y cincuenta carneros añejos de Castilla.

    El sol empezaba lentamente a aparecer a lo lejos —apenas una intuición detrás del volcán de Arequipa— y, aunque todavía faltaba mucho para que su calor entibiara el recio sillar blanco de las casonas y el empedrado de la calle por cuyo centro murmuraba impasible la acequia, María Micaela sintió alivio de que a esa hora apenas se topara con beatas embozadas en hábitos oscuros y que cruzaban como presencias fantasmales ante ellas, sin prestarles atención, ajenas a las recuas de llamas que venían del sur cargadas con sus arrobas de chuño y vino de Locumba, y que dejaban a su paso una penetrante tufarada de almizcle en el límpido aire de la ciudad. ¡Hic, hic, hic!, las pastoreaban los indios, indiferentes al crudo frío matinal, masticando aquella bola de hojas de coca que siempre llevaban en la boca, sobresaltando a los animales con una vara que de vez en cuando golpeaba las ancas lanudas. Juanita, al fin y al cabo una niña, se detuvo un momento para ver aquella enorme tropilla que cruzaba silenciosa por la calle, una comparsa de animales de ojos tiernos y nariz vibrátil que también habían conmovido a María Micaela cuando era pequeña. Le puso una mano en el hombro a la corita y le susurró: «Vamos, Juanita, que se nos hace tarde». Y siguieron caminando, ella apoyada en el bastón y Juanita llevando la cesta con algo de pan y queso, con unos pañuelitos de encaje y otras prendas de batista. Y la última carta de Mariano, escrita probablemente desde Apo poco antes de que lo capturaran, y que María Micaela había escondido entre las telas bordadas. Allí, al final de la carta que le escribiera su buen amigo, venía el postrer recado de José María Laso: generoso y amable, como siempre, deseándole felicidad eterna.

    No, definitivamente el general Goyeneche no quería pensar en aquella reunión en casa de Sabiote, pero el malestar era más fuerte que él y además Lasarte había sacado el tema mientras bebían el delicado jerez en el palacio del marqués de Matallana. Porque lo cierto era que estuvo a punto de soltarle una bofetada al petimetre aquel cuyo nombre ya no recordaba cuando sugirió, muy suelto de huesos, que quizá Goyeneche era un afrancesado. Sólo su sangre fría y el cálculo de que no era una buena carta de presentación entrar así en el Madrid cortesano lo contuvieron.

    Lasarte lo miró de reojo, como si adivinara en qué estaba pensando en ese momento Goyeneche. Ambos terminaron sus copas y las dejaron en una bandeja.

    —Es éste un tiempo muy confuso, ya lo sabes —el capitán de guardias hizo una breve reverencia a dos señoras que se abanicaban junto a una mesa de pasteles y los seguían con la mirada—. Aquí hay verdaderos devotos del teatro de Moratín, pero lo dicen con la boca pequeña desde que tuvo que huir a exiliarse a Francia con el sambenito de afrancesado. Y lo mismo ocurrió con Rodríguez de Lista, abanderado de la causa josefina: otro más que se fue a que le dieran pisto los gabachos.

    Goyeneche recordó algunos versos de Lista publicados en El Correo Literario de Sevilla. Pasables. Pero creía más bien que el cura era de la causa patriótica. Lasarte tendría que ponerle al día en muchas cosas, pensó. Porque en Cádiz procuró acomodar sus asuntos mercantiles y retirarse de inmediato al campo, a descansar y olvidarse de la guerra y de la política. Y ahora en Madrid estaba un poco perdido, la verdad. El capitán se detuvo un momento, le puso una mano en el hombro y lo miró con gravedad.

    —Sería una tontería que nada menos que a un recién nombrado vocal de guerra y súbdito leal de Fernando lo tomasen por un afrancesado. La gente tiene muy mala idea, Pepe, y aunque muchos te admiran, otros quisieran verte ya caído en desgracia. A mí también me ocurre, claro, y a otros más, que queremos la regencia pero no por ello un país atrasado. En fin, tú conoces mis ideas...

    José Manuel Goyeneche no supo qué responder. Claro que la gente solía tener muy mala baba, y que los detestables tiempos de la guerra habían dejado un país no sólo económicamente exhausto sino lleno de inquina y arribismo. Le sorprendió un poco ese clima tóxico que se respiraba en torno al rey, con quien había despachado personalmente nada más llegar de Cádiz. Ese día Fernando estaba fastidiado a causa de la gota y con un humor de mil demonios, según le dijeron. Lo tuvieron esperando una buena hora, y cuando el gentilhombre de cámara —un tipo pomposo llamado Villar Frontín— lo hizo pasar, el monarca fue hosco y poco se interesó por lo que ocurría en el Perú, no obstante mostrar respeto por Goyeneche, quien, pese a haber sido designado por la Junta de Sevilla, había actuado con honor defendiendo al rey y la Corona en la convulsa América. Eso a Fernando le constaba. De manera que despacharon cerca de una hora porque el general se empeñó en dar un informe prolijo de la campaña contra los insurgentes en tierras sudamericanas y ante su firmeza el rey pareció desconcertado. Sin embargo, aceptó a regañadientes escuchar lo que el peruano intentaba exponer. «Esa América», refunfuñó todavía, envuelto en el humo de un apestoso cigarro, y repitió: «Esa América». Fue un encuentro que sólo resultó medianamente agradable cuando el general, antes de retirarse, deslizó un comentario liviano acerca de la mesa de billar que había en aquella cámara. El monarca lo miró entonces de otra manera, sus ojos de doncella se iluminaron súbitamente interesados, y sin decir palabra le lanzó un taco que Goyeneche cogió al vuelo, divertido, como si se tratase de un envite bélico. Jugaron tres y hasta cuatro partidas en silencio, y Fernando se mostró como un jugador habilidoso y sagaz aunque mal perdedor, pues Goyeneche no pudo resistir la tentación deportiva de superar a su rival, que sólo pareció calmarse cuando ganó el último lance. Entonces soltó una carcajada basta que hizo estremecer su barriga y abrazó al militar con rotunda familiaridad de arriero: «Es muy difícil que alguien me gane, amigo mío. Lo felicito por lo bien que ha jugado. Pero ya ve, al final triunfa el mejor».

    A los pocos días de aquella cita, el general Goyeneche supo que la noticia de su largo encuentro regio había corrido no sólo por los salones del Palacio Real sino por los demás palacios de la corte, distorsionadas aquellas partidas de billar hasta convertirse en la celebración del reencuentro de dos viejos compinches. Incluso dijeron que también se enfrascaban en ardorosas partidas de ajedrez, sabedores de que tanto el monarca como el general gustaban de este sofisticado juego de estratagema.

    De ahí que no le extrañara lo que le advertía Lasarte, entregado ahora a disfrutar de las vistas: un corrillo de damas jóvenes que bebían refrescos cerca de los ventanales. Estaban junto a una mesa de frutas y pasteles que picoteaban con moroso descuido, observando la fiesta.

    —En fin, Pepe. Qué te voy a decir yo que tú no sepas —dijo el capitán sonriendo seductoramente hacia las jóvenes—. Hay muchos que quieren verte caer..., pero otros tantos que no. Y dejemos ya de hablar de política, que hay unas damas que estoy seguro sí quieren verte. Y conocerte.

    Se encaminaron entonces hacia el grupo de mujeres y Lasarte, todo zalamería y requiebros, tuvo una frase ingeniosa, vivaz o en el borde mismo de lo picante para cada una de ellas, que respondieron esponjadas de placer. Luego se volvió a Goyeneche, que esperaba a ser presentado.

    —¿José Manuel Goyeneche? —preguntó la que parecía la más joven, con unos ojos pardos e inmensos, colmados de un asombro genuino e inocente. Se alborotaron sus rizos y sus manitas se movieron con gracia, alisando la mantilla.

    Goyeneche hizo una pequeña reverencia, más divertido que solemne.

    —Eso afirmo...

    Antonio Lasarte observó que seguramente no era necesario abundar en la presentación del teniente general, vocal de guerra y conde de Guaqui, que acababa de regresar de las provincias americanas, donde se había batido durante cinco largos años como un león para sofocar las revueltas que tantos disgustos estaban dando a la Corona. Hasta allí había viajado en 1808 como ministro plenipotenciario del rey Fernando VII, encomendado nada menos que por la Junta de Sevilla, la misma que el propio Fernando ahora desdeñaba... Las mujeres escuchaban arreboladas, sin perder palabra de lo que decía Lasarte, siempre con un puntito de socarronería.

    Junto a la más joven —casi una niña, anotó mentalmente Goyeneche— aguardaban para saludar tres mujeres más. Una de ellas era bajita y de rostro encarnado, de mofletes graciosos y cabellos recogidos en un moño muy castizo. Hablaba con un inconfundible acento extremeño y no paraba de darle codazos a la más pequeña, que parecía siempre querer intervenir en la charla. Hermanas casaderas, seguro. Otra era alta y de rizos oscuros, de una esbeltez rotunda y reposada. Miraba con disimulo a Lasarte, como esperando que éste le propusiera ir a otro salón, donde al parecer se bailaba ya un minueto. La última en ser presentada al militar peruano, y que le resultaba lejanamente familiar, no dejó de mirarlo con toda intención y un punto de coquetería al llegar su turno. No era muy alta, pero sí armoniosa. Muy blanca de piel, tenía largas pestañas moriscas que parecían ocultar una mirada llena de inteligencia, y un rostro delicado pero al mismo tiempo resuelto, de pómulos elegantes. Llevaba una basquiña azul de bordes negros por los que asomaban apenas unos coquetos zapatitos de raso. No contaba los veintidós, pensó entristecido Goyeneche, porque de pronto entendió que se hacía viejo: en poco tiempo llegaría a la cuarentena.

    —Mercedes Aguerrevere y Ordóñez —dijo Lasarte, y la mujer extendió una mano un poco lánguida para que él la besara.

    —¿Ya no te acuerdas de mí, querido tío? —dijo la joven sin dejar de sonreír, probablemente divertida porque al escuchar su nombre, y por un segundo, José Manuel Goyeneche perdió el aplomo y se quedó atónito. ¿Sería posible?

    Entonces, contrariado por su descuido, recordó que él la había visto cuando apenas era una niña y que Josefa, su madre —viuda del primo Santiago, qué muerte más tonta—, había requerido de su presencia nada más se instalara Goyeneche en la corte madrileña, asunto que él fue dilatando acuciado por urgencias de palacio, sin atender como debía a la carta de la viuda y que un propio le hiciera llegar a su casa, hacía ya una semana.

    La chica lo observaba divertida, los ojos brillando maliciosos, disfrutando de aquella confusión en la que parecía haber incurrido el gran Goyeneche, su tío, que por un instante no supo qué decir. Fue Lasarte quien lo sacó del atolladero, con un requiebro propio de su estilo.

    —¿De modo y manera que ésta es la pequeña sobrina de la que tanto me hablabas en tus cartas? Pues yo diría que ya es más que una niña...

    Las otras jóvenes seguían el esbozo de sainete sonriendo y sin entender muy bien lo que ocurría. Mercedes volvió hacia el rubio militar sevillano una mirada cargada de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1