El baile de las que sobran
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En septiembre de 1938 aún no se palpa la derrota. Félix y Tomasa, bajo su apariencia de simples comerciantes, esconden a dos figuras clave de la resistencia: Tomasa es la abeja reina de una de las colmenas de las Juventudes Socialistas Unificadas; Félix es el cabecilla de los denominados «diablos rojos».
En la trastienda de su comercio se reúne un grupo selecto: Mercedes, con su sempiterno fusil al hombro; la Pecosa, apenas una niña llena de rabia; Amparito, Prudencia... Solo Visitación, hija de Félix y Tomasa, permanece algo ajena mientras se prepara para seguir siendo artista cuando hayan ganado la guerra.
Veinte años después, Claudia ha empezado a preguntar por el pasado que las dos mujeres que la cuidan han decidido ocultarle. Por casualidad, una desconocida le da una pista que acabará conduciendo sus pasos hasta el Madrid de la represión franquista de la década de 1960.
Con su prosa descarnada y esa sensibilidad particular para relatar la vida de las mujeres ya manifiesta en El barracón de las mujeres, Fermina Cañaveras visita los últimos días de la Guerra Civil en Madrid, el papel de las milicianas y de las quintacolumnistas en los acontecimientos de la guerra, y las vejaciones a que fueron sometidas por la «reeducación» en la posguerra que tanto contribuyeron a convertir en invisibles a las mujeres durante décadas.
Fermina Cañaveras
Fermina Cañaveras nace en Torrenueva (Ciudad Real) en 1977, es diplomada en Relaciones Laborales por la Universidad de Castilla-La Mancha, diplomada en Turismo y licenciada en Geografía e Historia por la UNED. Dedica su vida a la investigación desde hace once años. Su trabajo está centrado en el área de mujeres y la represión durante los conflictos del siglo XX en el Centro de Estudios de Memoria y Derechos Humanos de la UNED. Colabora con asociaciones como la Recuperación de Memoria Histórica, Fundación FIDGAR o Aranzadi, entre otras. Publicó su primera novela, El barracón de las mujeres, en 2023. @canaverasfermi en IG @fermicanaveras en TW
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El baile de las que sobran - Fermina Cañaveras
Índice
Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatorias
Citas
Nota de la autora
Primer movimiento: empieza el baile
1. Colgada en puntos suspensivos. 1959
2. Intentando ser libre de pensamiento. 1959
3. En este hoy falta un ayer. 1959
4. La cara B. 1960.
5. Prefiero Madrid. 1960
6. Visi ha despertado. 1960
7. La mujer del pajar de Rus. 1938
8. Las suyas y las nuestras. 1938
9. La danza de los malditos. 1938
10. Bailando al son de la gravedad. 1938
11. Figurantes para un pueblo. 1938
12. El mozo de la tienda de ultramarinos. 1938
13. Como un reloj parado. 1960
Segundo movimiento: voy a seguir tus pasos de baile
14. De Madrid a la Guerra Civil. 1960
15. El día en que todo cambió. 1960
16. El vals de la colmena. 1936
17. Notas guerreras. 1960
18. La derrota saca pecho y luce firme y orgullosa. 1960
19. El garbanzo negro. 1938
20. Tango suicida. 1938
21. Somos una sola vez en la vida. 1938
22. Vaivén de planes. 1938
23. Se apagan las luces: deséame suerte. 1939
24. Abajo el telón. 1939
25. Silencio antes de salir. 1960
26. La trastienda. 1939
27. Las amigas que quedaron. 1939
Tercer movimiento: haz que este baile merezca la pena
28. Botiquines para amnésicas. 1961
29. Nadie os va a echar de menos. 1939
30. Nuestras santas. 1939
31. De rodillas. 1939
32. Larga espera. 1939
33. Aquellas hermanitas del cuento. 1939
34. Nadie más va a morir. 1939
35. Nueva vida. 1939
36. Calma blanca. 1939
37. Cinco extrañas que se han encontrado. 1939
Cuarto movimiento: bailando hasta que todo acabe
38. Cruce de caminos. 1961
39. No te des la vuelta, «eso no se estila». 1961
40. Las niñas bonitas no pagan dinero. 1961
41. Abandono de la pista de baile. 1961
42. A las barricadas. 1961
43. Comunión. 1961
44. Al despertar. 1961
45. Fin del hechizo. 1961
46. De opositora marginal a loca irrecuperable. 1961
47. Fieras sin domar. 1961
48. El fin de los finales. 1961
49. Hoy solo pido salir de aquí. 1961
50. Testigos de otro tiempo. 1961
51. La historia terminó sin su actriz principal. 1980
Epílogo
Agradecimientos
Créditos
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SINOPSIS
En septiembre de 1938 aún no se palpa la derrota. Félix y Tomasa, bajo su apariencia de simples comerciantes, esconden a dos figuras clave de la resistencia: Tomasa es la abeja reina de una de las colmenas de las Juventudes Socialistas Unificadas; Félix es el cabecilla de los denominados «diablos rojos».
En la trastienda de su comercio se reúne un grupo selecto: Mercedes, con su sempiterno fusil al hombro; la Pecosa, apenas una niña llena de rabia; Amparito, Prudencia... Solo Visitación, hija de Félix y Tomasa, permanece algo ajena mientras se prepara para seguir siendo artista cuando hayan ganado la guerra.
Veinte años después, Claudia ha empezado a preguntar por el pasado que las dos mujeres que la cuidan han decidido ocultarle. Por casualidad, una desconocida le da una pista que acabará conduciendo sus pasos hasta el Madrid de la represión franquista de la década de 1960.
Con su prosa descarnada y esa sensibilidad particular para relatar la vida de las mujeres ya manifiesta en El barracón de las mujeres, Fermina Cañaveras visita los últimos días de la Guerra Civil en Madrid, el papel de las milicianas y de las quintacolumnistas en los acontecimientos de la guerra, y las vejaciones a que fueron sometidas por la «reeducación» en la posguerra que tanto contribuyeron a convertir en invisibles a las mujeres durante décadas.
FERMINA CAÑAVERAS
EL BAILE DE LAS QUE SOBRAN
A las hidalgas de mi familia.
A Ferminito, ese niño que un día se convirtió en mi padre: la vida no nos dio la oportunidad de conocernos.
A sus nietos, mis hijos.
A todas las mujeres que lucharon para que las de mi generación fuéramos un poco más felices.
A Lucía del Olmo Hidalgo.
Hay golpes en la vida tan fuertes...
¡Yo no sé!
CÉSAR VALLEJO, Los heraldos negros
Soy mujer. Y un entrañable calor me abriga cuando el mundo me golpea. Es el calor de las otras mujeres, de aquellas que no conocí, pero que forjaron un suelo común, de aquellas que amé, aunque no me amaron, de aquellas que hicieron de la vida este rincón sensible, luchador, de piel suave y tierno corazón guerrero.
ALEJANDRA PIZARNIK, Soy mujer
En la vida solo hay una cosa más triste que ser verdugo, y es ser el ayudante del verdugo, el que le limpia el hacha cuando ha finalizado la ejecución.
GREGORIO MORÁN, «Prefacio» a El exterminio
de la memoria, de Fernando I. Lizundia
NOTA DE LA AUTORA
La sororidad ha sido un motor fundamental del apoyo entre las mujeres, muchas consiguieron salvar sus vidas gracias a la ayuda de otras, sin que a estas les importaran sus ideas o creencias, porque lo único que importa es saber que alguna mujer nos tenderá la mano cuando la necesitemos.
La violencia contra las mujeres siempre ha sido estructural y sistemática; gracias a la sororidad, somos capaces de entender que todas, en algún momento de nuestras vidas, hemos sido víctimas, aunque la manifestación de esa violencia haya ido cambiando según el contexto histórico. Víctimas que, por desgracia, sobran.
Estoy convencida de que, en las etapas duras de la vida, quienes nos ayudan a salir son otras mujeres, mujeres que te agarran de la mano en los momentos más difíciles, que te animan a seguir y que hacen que este baile llamado vida merezca la pena.
Todas sabemos con quiénes contamos realmente.
¡Bienvenidos a nuestro baile, bienvenidos al baile de las que sobran!
PRIMER MOVIMIENTO:
EMPIEZA EL BAILE
1
COLGADA EN PUNTOS SUSPENSIVOS
1959
Claudia caminaba orgullosa por la majestuosa plaza del Caudillo, había quedado con su madre y su abuela. Como cada día, pasaba a recogerlas a la salida de su trabajo. Pero aquel era diferente, especial; en cada paso que daba, se sentía poderosa por haberlo conseguido, era imposible borrar esa sonrisilla que se había instalado en su cara. Después de muchos intentos, de suplicar una oportunidad, lo había logrado. No era demasiado, un pequeño paso más hacia su propósito: ser artista. Desde que tenía uso de razón soñaba con interpretar, con meterse en la piel de otras personas y así dar un poco de sentido a su triste vida, repleta de prohibiciones: prohibido salir de Valencia, prohibido hablar de ciertos temas, prohibido bailar... Todo estaba mal, solo estaba permitido trabajar los fines de semana y estudiar para ser alguien en la vida, concretamente, abogada. No quería ser abogada, estudiaba porque sentía que se lo debía a las mujeres que tantos sacrificios estaban haciendo por ella; sobre todo su abuela, que seguía deslomándose. Ya había elegido lo que quería ser y nada tenía que ver con leyes y juzgados, pero también era una de las prohibiciones impuestas. No sabía a qué se debía tal comportamiento; sin duda, había una razón muy poderosa que nunca se atrevió a preguntar. Su madre y su abuela no entendían lo que la mujer espigada, de belleza clásica y eterna, y de mirada intensa y poderosa, sentía en sus entrañas y le recorría cada parte de su cuerpo cuando se subía al escenario y se plantaba ante al patio de butacas vacío, inerte y repleto de mugre después de terminar las sesiones de tarde. Deseaba poder mostrar lo que siempre había hecho desde pequeña a escondidas. Tenía la completa seguridad de estar bendecida por ese don que solo algunos tienen la suerte de poseer, el don de la interpretación.
Estaba acostumbrada a hacerlo desde que tenía uso de razón, inventaba historias sobre su padre, su abuelo, y siempre que algún curioso preguntaba, Claudia salía airosa y triunfante gracias a sus interpretaciones, a idear una vida que no sabía si coincidiría con la de su abuelo y su padre, o quizás con la de otras personas, ya que nadie en su familia le había brindado la oportunidad de conocerla. Hablar de lo que sucedió antes de que ella naciera, hablar del pasado también estaba prohibido. Posiblemente por los traumas de las mujeres de su familia. Su vida se basaba en eso, en ser alguien a quien le faltaba una parte, una mitad, y en mentir siempre que algún entrometido preguntaba precisamente por la mitad que le faltaba. Por eso, desde pequeña había decidido adoptar el papel que le correspondía. Según su abuela y la mujer ausente que se pasaba la vida distraída olisqueándose los dedos de las manos y que decía ser su madre, era lo que tocaba en aquellos años tan convulsos y extraños de falsa libertad: no quedaba otra que seguir caminando de puntillas, sin llamar la atención. Pero Claudia ya no estaba por la labor de seguir ese camino; estaba decidido, iba a ser artista, aunque el precio a pagar fuera elevado. Las guerras perdidas no eran las suyas y no entendía los constantes momentos de pánico de las mujeres de su familia; sabía que era hija de la revolución y, por lo tanto, debía continuar luchando, pero en la suya y a su manera. Su guerra estaba a punto de empezar al igual que un nuevo año: 1960 sería el comienzo y sus batallas las pelearía como ella eligiera. La mujer de mirada valiente, que cuando la clavaba en alguien lo desarmaba, lo tenía claro: no estaba dispuesta a desaprovechar la oportunidad que le había brindado el dueño del teatro-cine Olympia, uno de los mejores de la ciudad y con más solera. Los tiempos y las preferencias del público lo habían convertido en un cine, pero nadie podía olvidar que el Olympia abrió sus puertas en 1915 con la ópera de Rossini El barbero de Sevilla, y que lo más selecto de la sociedad valenciana había pasado por allí; era todo un privilegio debutar sobre sus tablas.
Claudia trabajaba allí como limpiadora los jueves, viernes, sábados y domingo. Comenzó con apenas catorce años. No había tardado demasiado en ganarse la confianza de su jefe y consiguió ser taquillera en cuestión de dos años. Más tarde empezó a ayudar a Pepín con las bobinas en la sala de proyección, y después de seis largos y duros años de trabajo, iba a subirse a su escenario. De momento solo los domingos, el día de sesión doble, entre una y otra película, para que la gente no se impacientara mientras Pepín preparaba el siguiente pase: justo antes del noticiario cinematográfico español que todo el mundo conocía como NO-DO, Claudia tendría su oportunidad.
Sin apenas darse cuenta, ensimismada por lo que se le venía encima: los ensayos con el grupo de teatro de aficionados que el Olympia había puesto en marcha, la chica limpiadora, taquillera y ayudante de Pepín llegó a su destino: no más de trece minutos separaban su trabajo de la puerta de entrada y salida de los empleados del hotel y fonda España, donde Tomasa y Visitación trabajaban limpiando habitaciones. La plaza del Caudillo era un hervidero de gente, uno de los lugares más concurridos de la ciudad, lleno de vida y adornado por grandes letreros: Calzados La Imperial, Librería Bello, Sastrería Ibáñez o el mítico cartel de Brandy Veterano. Claudia se sentó en una de las escalinatas y miró el reloj; en cuestión de segundos vio salir a los únicos miembros de su familia, se levantó y corrió hacía ellas como una chiquilla, no podía ocultar la inmensa felicidad que se había apoderado de todo su ser. Marchó a paso ligero hacía las mujeres, como cuando era una niña, y las abrazó sin apenas darles tiempo de reaccionar a aquel abrazo tan impulsivo y sospechoso.
—¿A qué se debe este regalo? —preguntó su abuela Tomasa.
—Estoy contenta de ver a las personas que más quiero en este mundo.
—A tu madre podrás engañarla, pero a la vieja de tu abuela imposible, niña. Tú buscas algo.
—Claro, abuela, os busco a vosotras, como siempre: ¿no puede estar una contenta de ver a su madre y su abuela?
Las cogió de la mano como cuando era pequeña y se marcharon a casa. Se sentía segura entre ellas, era su refugio, su hogar, aunque estuviera repleto de negativas. Visi caminaba como si ella no fuera la madre y necesitara que la protegieran de lo que sucedía a su alrededor. Claudia, agarrada fuertemente a la mano de su madre, le hizo la pregunta que más veces le repetía: «¿Está todo bien, mamá?». Conocía la respuesta, siempre era la misma, un tímido «sí» que salía de sus labios, como si le costase pronunciar las palabras, como si fuera un mero espectador al que no le importa demasiado la función. Visi transitaba por la vida sin ganas; su rostro cansado y hastiado aún conservaba la belleza que la acompañaba en otros tiempos, esa lozanía y esa alegría se habían quedado en algún lugar que su hija desconocía. Había volado por los aires al igual que su corazón. Mujer muy hermosa, delicada y frágil, como si fuera a romperse cada vez que su quebradizo cuerpo se movía. Era menuda como Claudia y con unos impresionantes ojos negros, ojos tristes con mucha vida en cada una de sus cuencas, ojos que delataban sufrimiento, pero que te atrapaban y no te soltaban una vez que habías caído en esa mirada oscura y profunda donde lo único que reinaba era la impotencia, la desolación, el aislamiento y la aceptación de la pérdida absoluta.
2
INTENTANDO SER LIBRE DE PENSAMIENTO
1959
La Navidad era la excusa perfecta para comenzar los ensayos sin que Visi y Tomasa se enterasen. Estaba nerviosa, no le entraba bocado alguno y decidió no comer nada, ni tan siquiera una cucharada de mermelada de naranja que la abuela tomaba prestada de las cocinas del hotel; adoraba ese regusto amargo que se apoderaba de su boca y se quedaba instalado allí algún tiempo. Una vez aseada y peinada, con su pelo negro recogido en una pulcra coleta, puso rumbo hacia el Olympia. Le encantaba trabajar allí y aquel día era muy especial, estaba nerviosa. Caminaba rápido; la ciudad rebosaba aroma a fiesta por los cuatro costados. Sin apenas darse cuenta, ya estaba frente a la puerta del teatro-cine. Sus delgadas y torneadas piernas comenzaron a temblar, no conseguía controlarlas. Respiró profundamente, concediéndole a sus pulmones que se llenaran de aire, de ese aire limpio que caracteriza a las ciudades costeras, y empujó la puerta más nerviosa que el primer día que entró a trabajar allí ya hacía ya seis años. Recorrió los pasillos laberínticos hasta llegar a bambalinas; a lo lejos podía escuchar una voz femenina completamente desconocida. Retiró la enorme cortina de terciopelo rojo con galones dorados en los extremos y decidió dar el paso que la separaba de un puñado de desconocidos sentados sobre las tablas del escenario.
—¡Buenos días! Siento interrumpir —dijo con un tono de voz quebrado que ni ella reconocía.
—Tranquila, no hemos empezado todavía, solo estamos haciendo las presentaciones. Soy Felisa Almansa, la encargada del grupo y de todo este tinglado, y estos son Angustias, Pedro, Jimena, Antonio, Pepa y Virtudes. ¡Bienvenida! Toma asiento, por favor.
Se sentó en el suelo con seis rostros desconocidos formando un círculo y, en cuanto estuvo acomodada, Felisa la invitó a que se presentara.
—¿Me pongo de pie o lo hago sentada?
—Como te resulte más cómodo, querida; respira y suéltate. Te noto un poco nerviosa —dijo Felisa.
Se levantó, se puso en medio del círculo formado por los que ahora eran sus nuevos compañeros y les contó quién era.
—Me llamo Claudia Martos Carnero, estudiante del PREU y enamorada del teatro, de la danza y del cine desde que comencé a trabajar aquí. Soy la chica para todo. Me gustaría ser actriz y bailarina. Cuando don Teodoro Arias me propuso formar parte del grupo de teatro, no dude en aceptar. No soy una profesional, actúo sin público con un reducido grupo de estudiantes en un antiguo local al lado del puerto, propiedad de un viejo republicano anclado en el pasado y enamorado de la cultura. En su local, repleto de redes, arpones y utensilios de pesca enmohecidos por el paso del tiempo, me siento feliz, completa. Recitando poemas del Romancero gitano, bailando al son del zorongo entonado por la Argentinita que sale por la vieja gramola. Sé que tengo un camino duro y muy largo que recorrer. Estaré encantada de hacer este camino junto a todos vosotros, espero aprender mucho y estar a la altura.
Claudia regresó a su sitio entre aplausos de sus nuevos compañeros, vigilada por la mirada extraña, curiosa e indiscreta de Felisa, la profesora de teatro. Se había clavado en ella, Claudia comenzaba a estar incómoda. La mujer que la había recibido amablemente no dejaba de mirarla mientras explicaba la forma de trabajar y la obra a representar.
—Como todos sabéis, Teodoro ha decidido que las obras de teatro vuelvan a este magnífico escenario. El Olympia siempre fue un teatro, pero las circunstancias hicieron que se convirtiera en un cine a las órdenes del Régimen; por eso, y para que Teodoro no tenga problemas, vamos a representar obras afines: son cortas y por desgracia no podrán representarse completas en una sola sesión. Esto tiene sus pros y sus contras; es decir, que, si somos buenos y la gente se engancha a la representación, estarán deseando que llegue el próximo domingo para ver el desenlace, y tenemos un tiempo limitado: el descanso entre una película y otra. Si gusta, el Olympia tendrá más ingresos, ya que el público llenará el patio de butacas para ver el final de la obra y estará obligado a pagar por la sesión doble. Necesitamos algo que enganche, que sea divertido, para que la gente se pueda olvidar un poco de sus problemas. Vamos a representar Los amores de la Nati, de Pilar Millán Astray, la hermana del legionario que se hizo célebre por sus vivas a la muerte. —Felisa comenzó a repartir los cuadernillos de ensayo—. Ya sé que no es lo que más nos apetece, pero al menos nos dejan actuar, es una forma de llevarlo mejor, de que este Régimen se nos haga un poquito más soportable. Todos los aquí presentes somos parte de la Valencia roja, heredera de la hegemonía republicana y revolucionaria que debe ser purgada y castigada, así que hay que tomárselo como una forma de resistencia: la cultura es un arma muy poderosa. Necesito que conozcáis la obra, leedla, empapaos bien, y mañana haremos las pruebas para repartir los papeles. Estoy al tanto de que los ensayos deben ser cortos, ya que la mayoría trabajáis, pero tengo plena confianza en vuestra experiencia y saber estar, y si alguno está un poco más verde, aquí estamos el resto de los compañeros para echar una mano. ¿Entendido?
—Entendido —repitieron todos al unísono.
Mientras se levantaban de las tablas del histórico Olympia, Felisa le pidió a Claudia que le concediera unos minutos. La muchacha, que pensaba que tenía madera para el mundo del artisteo, comenzó a tener ciertas dudas; sus pensamientos se tornaron oscuros en cuestión de segundos, temía que Felisa no la dejase volver al próximo ensayo. No se sintió demasiado cómoda con esa expresión de la «Valencia roja», no entendía el discurso con ciertos tintes políticos que la directora acababa de soltar. Esperó con cautela a que se marchara el resto de los integrantes del grupo, se acercó a Felisa y se armó de valor.
—¿No me quieres en el grupo?
Felisa le pidió que tomara asiento en una de las butacas de la platea.
—No, por favor, no quiero que te vayas, ¿cómo puedes pensar eso? Solo quería preguntarte algo que me tiene intrigada desde que te he visto, nada más. Tu cara me resulta familiar, y cuando te has presentado, enseguida he sabido quién es la madre que te parió y que has heredado su pasión.
—Te estás confundiendo, mi madre no ha pisado un teatro en su vida, siempre ha trabajado en el hotel y fonda España, ¿lo conoces?, el que está en la plaza del Caudillo, del que todo el mundo sabe que la mismísima Sissi emperatriz se alojó en él.
—Sí, claro que lo conozco. Estaré equivocada, pero juraría que eres hija de Visitación Martos Carnero, más conocida en Vallecas, y en todos los teatros de Madrid, como «la Vallecanita».
Claudia, que nunca se había interesado por las guerras perdidas de las mujeres de su familia, comenzó a sentirse intrigada por lo que aquella mujer, ahora su profesora de teatro y directora de su primera obra, le estaba contando.
—En efecto mi madre se llama así, pero en su vida ha salido de Valencia; yo nací aquí y siempre ha trabajado con mi abuela de limpiadora. Mi madre nunca ha estado en Madrid. Es valenciana como yo.
—Eso es lo que decimos todas, querida. Que somos valencianas, o al menos todas las que tuvimos que dejar el teatro a finales de 1938 y salir pitando; tu madre, si no me equivoco, se quedó con su familia y con su querido Vicente. El hombre más guapo que he visto en mi vida; recuerdo que las mujeres se quedaban en las inmediaciones del teatro Lara a esperar a que saliera enganchado del brazo de tu madre para contemplarlo y que les regalara una sonrisa. Imagínate lo guapo y lo buen actor que era que hasta le aplaudían por la calle. Lo llevas en la sangre, Claudia.
No entendía nada, de un plumazo y por pura casualidad acababa de enterarse de la otra mitad que le faltaba a su vida, suponiendo que el tal Vicente del que Felisa le hablaba fuera su padre. Aturdida por lo que acababa de escuchar y con la voz quebradiza, le preguntó a Felisa si podía marcharse, y en cuanto recibió un sí por respuesta, se levantó de la butaca con su cuadernillo de ensayo entre las manos y se alejó en silencio hacía la salida. Escuchó un «¡hasta mañana!» que provenía de la imprudente Felisa.
Al salir a la calle, las gélidas temperaturas típicas del mes de diciembre la saludaron; no sentía nada, podría haber caminado en mangas de camisa, el frío era lo que menos le importaba. Millones de preguntas pasaban por su cabeza y ninguna tenía respuesta, nunca se había sentido como había hecho que se sintiera la encargada del grupo de teatro. Era como si la hubieran arrancado de su insulsa vida en cuestión de segundos. Comenzó a pensar que no sabía a dónde pertenecía, que, si Felisa estaba en lo cierto, igual ella también había nacido en Madrid como su madre; que toda su vida era una farsa y que probablemente la tierra que pisaba no era la suya: se acababa de quedar sin tierra donde poner los pies. Enfadada, pasó de largo la entrada de la fonda y decidió no esperar a sus mujeres, a esas mujeres que tanto le prohibían.
3
EN ESTE HOY FALTA UN AYER
1959
Algo se había despertado en la futura artista. Felisa consiguió generarle una necesidad que nunca había surgido, que se mantuvo dormida durante veinte años, demasiado tiempo. Desde el día del primer ensayo no había conseguido mirar a la cara a su madre; ella no lo había notado, siempre andaba distraída, como una chiquilla anclada en otra época. Le parecía imposible que la mujer con los dedos pegados a la nariz continuamente en otro tiempo hubiera sido actriz, trabajase en un teatro y tuviera nombre artístico: «la Vallecanita» no dejaba de martillear su cabeza. Claudia estaba convencida de que si lo que Felisa le había contado era cierto, la única que la sacaría de dudas sería su abuela. El problema es que también estaba prohibido hablar de la Guerra Civil, era un tema tabú en la mayoría de los hogares, y Claudia no podía confesar que estaba acudiendo a unos ensayos para estrenar Los amores de la Nati. Pero necesitaba saber quién era, se sentía una completa desconocida viviendo con otras dos desconocidas. Nunca le habían hablado de su padre, probablemente sería el tal Vicente. De pequeña imaginaba que era un valiente soldado con su impecable uniforme, repleto de galones y condecoraciones por contribuir a la derrota del enemigo. Con el tiempo se dio cuenta de que las familias de esos militares que ella imaginaba no trabajaban de sol a sol doblando el lomo, fregando escaleras de rodillas, quitando la mierda de los privilegiados. Lo único que sabía era que era hija de la revolución y que, probablemente, el desconocido que ahora tenía nombre no había querido saber nada de su madre cuando se enteró de que estaba encinta.
Claudia estaba acostumbrada a vivir con la ingenuidad del desconocimiento, pero Felisa había hecho saltar por los aires una vida repleta de silencios y mentiras, así que se armó de valor y, después de pensarlo durante algunos días y de husmear en los cajones, que también estaban prohibidos, de la abuela, caminó los pocos metros que separaban su cuarto del de Tomasa para darle los buenos días y para algo más... Estaban solas, ya que la abuela no se encontraba muy bien: tantos años de rodillas fregando las lujosas escaleras de mármol del hotel comenzaban a hacer mella en su ajado cuerpo. No estaba muy segura de tener el valor suficiente, pero necesitaba decirle lo que rondaba por su cabeza desde que Felisa apareció en su vida. Debía ser precavida, ya que no podía contar que estaba en un grupo de teatro, aunque estaba tan enfadada que poco le importaban las reprimendas. Era indispensable vencer ese miedo, se lo debía a sí misma.
Apartó de su cabeza cualquier pensamiento que pudiera despistarla, respiró profundamente y sintió cómo el aire se apoderaba de sus pulmones; estaba preparada y decidida a tocar a la puerta del cuarto de su querida abuela, pero, en ese instante, sintió un terrible pavor: la asustaba enfrentarse a lo que Tomasa podría contarle, así que aparcó su decisión y su impulsivo carácter y acarició la tabla de formica desvencijada que separaba el pasillo de la estancia donde su abuela pasaba la mayor parte de su tiempo cuando no estaba trabajando. No podía aquella caricia ni siquiera considerarse como un tímido golpe de nudillo. Esperó un rato prudencial y decidió abandonar, no estaba preparada para insistir, la abuela tenía un carácter rudo que se había fraguado en todos aquellos años de silencio y miseria. Claudia respiró aliviada al no recibir una invitación para entrar. Tomasa le había dejado claro que no tenía que revolver el pasado, que debía pensar en su futuro, llevarlo prendido siempre como flor en el ojal de su chaqueta preferida, caminar con la frente muy alta y el paso firme y dejar de atormentarse con los antiguos miedos que se había creado ella sola sin conocerlos. Siempre lo solucionaba con la misma frase: «Es hora de aparcar el dolor y el sufrimiento porque no hacen bien y no cuidan, para eso estamos las personas que te queremos, para cuidar».
Claudia, abandonó la idea y decidió no insistir, pensó que desaprovechaba otra oportunidad, necesitaba respuestas a cientos de preguntas que habían surgido en un breve espacio de tiempo: ¿qué sucedió?, ¿quién era Vicente y qué tenía que ver con ella?, ¿por qué no la dejaban hacer lo que más le gustaba en la vida siendo supuestamente hija de la Vallecanita?, ¿dónde estaba el abuelo?... Su cabeza estaba a punto de estallar debido a todas estas preguntas que tanto le helaban la sangre cada vez que visitaban su cabeza, y que tanto la enfurecían. Decidió volver, pues, a su cuarto, cuando, sin esperarlo, escucho una voz familiar que salía de la fortificación de Tomasa.
—¿Has llamado, hermosa mía?
—Sí, abuela, no he querido insistir porque es muy temprano y pensé que estarías dormida. Sé que no estás muy bien de salud, nunca sueles dejar a mi madre sola, pero necesito hablar contigo, no me atrevo a preguntárselo a ella.
—Pasa y dime qué barrunta esa cabeza.
Tomasa fue consciente en aquel instante de que la mañana llegaba cruda. Claudia se había convertido en toda una mujer, las excusas y los silencios sobre el pasado no le servían. La abuela había intuido que era el momento de encarar la conversación que tenían pendiente desde hacía mucho tiempo. Normalmente, su querida nieta no era tan remilgada cuando quería contarle algo sin importancia. Pasaba sin más, evitando formalismos y toques tímidos y vacilantes a su puerta.
Era un fabuloso día de finales de diciembre, de esos que no te esperas, de los que te regala el invierno de vez en cuando. A pesar de la estación del año, la abuela se dirigió hacia la ventana y la abrió para que entraran los rayos del sol, convencida de que la conversación que estaba a punto de mantener con su única nieta iba a ser pesada, dura, y necesitaba llenarse de los perfumes que desprendía el puerto, precisaba un nuevo amanecer, no el que estaba a punto de regalar a su querida Claudia. Se recostó en la cama e invitó a su nieta a que hiciera lo mismo. «Los secretos, si se cuentan susurrando y en la intimidad de la habitación, suelen ser menos dolorosos», pensó la anciana.
La joven Claudia se había quedado inmóvil en medio del santuario de Tomasa, temblaba como un bebé recién salido del baño. La pobre no tenía muy claro por dónde debía comenzar, eran demasiados silencios los que ahogaban su existencia. Aceptó la invitación y corrió a meterse bajo las sábanas: el calor que desprendía Tomasa era lo que necesitaba la lozana Claudia para dar voz a tantas mudeces. Estaba inquieta, sus pies temblaban, parecía que no formaban parte de su cuerpo. Decidió recostarse y apoyar la espalda en el cabecero de latón de la enorme cama, pero no estaba cómoda. Miró a su alrededor y encontró un par de cojines que navegaban por el gigantesco mar de sábanas azulonas; los agarro y los colocó detrás de su espalda; por fin comenzaba a estar un poco más relajada. Cogió las manos de su abuela, las apretó fuertemente entre las suyas y empezó a desnudar su alma:
—Abuela, el sentimiento de orfandad es demoledor, no sé si me entiendes. No tuve la ocasión de sentarme a velar a mi padre y mucho menos a mi abuelo; tengo la sensación de que me han arrancado parte de mi vida y vosotras no me estáis ayudando. He tenido que enterarme por una extraña que esta ciudad no es la vuestra, seguramente tampoco sea la mía, que la desconocida y ausente que vaga por esta casa y que dice ser mi madre en otra época fue artista. Sabes de lo que te estoy hablando, ¿verdad? —El tono apacible de Claudia empezó a enturbiarse; en cuestión de minutos el discurso se volvió seco, doloroso y repleto de rabia e indignación.
—Sé que has estado hurgando en los cajones, y no sé quién es esa extraña y lo que te ha contado, pero te puedo asegurar que todo es una sarta de mentiras.
—Nadie me habla de mi pasado, nadie me ha abrazado, ni besado, ni me han dado el pésame por esta ausencia. Tengo necesidades y nunca os habéis parado a pensar qué podía llegar a sentir; llevo helada desde que tengo uso de razón, no he recibido nunca el calor que mi sangre necesita. Nadie me ha dicho quién soy. He transitado veinte
