El oro del cielo
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El oro del cielo mezcla de forma única el encanto y la magia del folklore de China con la épica conquista del oeste de Estados Unidos, protagonizada también por los migrantes de aquellas milenarias tierras que se enfrentaron al radical sentimiento racista americano de los últimos años del siglo XIX. Una obra sobre la identidad, el amor y la valentía.
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El oro del cielo - Jenny Tinghui Zhang
Índice
Parte 1. Zhifu, China1882
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
Parte II. San Francisco, California1883
1
2
3
4
5
6
7
8
9
Parte III. Pierce, IdahoPrimavera de 1885
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
Parte IV. Pierce, IdahoOtoño de 1885
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
Epílogo. Zhifu, ChinaPrimavera de 1896
Nota de la autora
Agradecimientos
Acerca del autor
Créditos
Planeta de libros
A mis padres
Parte 1
Zhifu, China
1882
1
Mi secuestro no ocurre en un callejón. No ocurre en la oscuridad de la noche. No ocurre estando a solas.
Cuando me secuestran tengo 13 años y estoy de pie a la mitad de un mercado de pescado de Zhifu, sobre Beach Road, observando a una mujer voluptuosa que apila filetes de pescado blanco. La mujer se agacha, coloca las rodillas a la altura de las axilas, y acomoda su mercancía para que las mejores piezas queden en la cima del montón. A nuestro alrededor, una docena de pescaderos hacen lo propio, con sus montones de pescado retorciéndose suspendidos dentro de las redes. Bajo estas han colocado cubiletes para recolectar el agua que escurre de los cadáveres de los pescados. El suelo brilla con el agua que proviene de aquellos que todavía están vivos. Al agitarse en el aire destellan como fuegos artificiales de plata.
Todo el lugar huele a humedad y carne cruda.
Alguien anuncia a gritos el huachinango.
—Está fresco —dice—. Viene directo del golfo de Pechili.
Otra voz se sobrepone con mayor volumen y claridad.
—¡Auténtica aleta de tiburón! ¡Aumenta la potencia sexual, hace que la piel luzca más sana, incrementa la energía de tu pequeño emperador!
Es poesía a los oídos de los sirvientes, que vienen al mercado de pescado enviados por sus amos. Algunos cuerpos se encaminan en dirección de la voz que habla sobre la aleta de tiburón, empujando y embarrándose con los otros a la espera de un aumento, un ascenso en la jerarquía o un mejor trato. Todo ello podría encarnarse en la calidad de esa aleta de tiburón.
Mientras los demás gritan, yo continúo observando a la mujer pescadera, que sigue acomodando su pila. Su mercancía no se encuentra suspendida en una red, como la de los demás pescaderos, sino amontonada sobre una lona. Con sus movimientos, algunos pescados se resbalan de la pila y caen en las orillas de la lona, donde permanecen vulnerables y desatendidos.
El hambre presiona las paredes de mi intestino. Sería muy sencillo agarrar uno de esos pescados. En el tiempo que me tomaría acercarme, tomar alguno de los que están lejos de ella y luego salir corriendo, esa mujer apenas podría ponerse de pie. Toco con la punta de mis dedos las monedas de plata en el interior de mi bolsillo antes de dejarlas volver a caer hacia el fondo. Debería ahorrar este dinero, no gastarlo en pescado flácido. Solo tomaría uno o dos, nada que ella no pudiera recuperar al día siguiente. El océano contiene bastantes.
Pero antes de que pueda decidirme, la mujer me nota. Sabe de inmediato quién soy, ve mis tripas retorciéndose, una insistencia que depura todo lo que toca. Mi cuerpo me traiciona. Es tan esbelto como un junco. Reconoce aquello que se ve en todos los niños callejeros que se atreven a entrar al mercado de pescado, y antes de que yo pueda voltear en otra dirección, se me planta enfrente. Está jadeando.
—¿Qué quieres?
Sus ojos son como ranuras. Me asesta un golpe. Sus manos tienen el tamaño de un sartén.
Yo esquivo un golpe, dos golpes.
—¡Lárgate! ¡Lárgate! —me grita. Detrás de ella, el pescado blanco centellea esperando sobre su pila. Aún hay tiempo de tomar un par y salir corriendo.
Pero para este momento ya nos vieron todos los demás vendedores.
—Yo vi a ese bribón aquí ayer —exclama alguien más—. ¡Agárrenlo y le damos una buena tunda!
Los pescaderos alrededor rugen que están de acuerdo. Emergen de atrás de sus pescados y forman una barricada entre la mujer y yo. Me he quedado demasiado tiempo aquí, pienso, mientras que los hombros de los pescaderos se juntan como formando una muralla. Voy a tener que ofrecer muchas explicaciones a mi amo Wang, si es que algún día llego a casa. Si es que aún me permite vivir ahí.
—¡Agárrenlo! —Alguien más grita con vehemencia. La mujer da un salto hacia delante, con las manos bien abiertas. Sus encías son rojas. Detrás de ella, las caras de los pescaderos se hinchan con anticipación. Yo cierro los ojos y me preparo.
Pero no llega lo que estoy esperando. En cambio, siento una presión descender sobre mi hombro, cálida y segura. Abro los ojos. La mujer está congelada con los brazos abiertos. Los pescaderos jadean al unísono.
—¿Dónde has estado? —inquiere una voz. Viene de arriba, tiene el color de la miel—. He estado buscándote por todos lados.
Levanto el rostro. Un hombre esbelto de frente amplia y barbilla puntiaguda me sonríe desde su altura. Es joven, pero tiene el porte de alguien más viejo. He escuchado cuentos de seres inmortales que descienden del cielo, de dragones que se convierten en guardianes que toman forma humana. He oído de aquellos que protegen a gente como yo.
El hombre me hace un guiño.
—¿Conoces a este bribón? —Resopla la mujer. Ahora sus brazos cuelgan a sus costados, colorados y deformes.
—¿Bribón? —Ríe el hombre—. Él no es un bribón. Es mi sobrino.
Los pescaderos que me rodeaban gruñen, comienzan a dispersarse y regresan a sus desatendidos puestos de pescado. Hoy no habrá razón alguna para divertirse.
—Huachinango, huachinango. —Ofrece nuevamente aquella voz.
Pero la pescadera no le cree al hombre. Puedo verlo. Lo mira con recelo, después voltea hacia mí y me reta a mirar en otra dirección. Por alguna razón, la mano sobre mi hombro, su quietud cálida, me dice que si hago eso, nunca más volveré a salir de este lugar. Así que continúo mirando a la pescadera. No parpadeo.
—Si tiene usted un problema —continúa el hombre—, puede hablar con mi padre, el amo Eng.
Y con eso, como si el hombre hubiera pronunciado un encantamiento, la pescadera mira en otra dirección. Yo parpadeo una, dos, tres veces, pues mis ojos están secos.
—Lo lamento mucho, hermano Eng —dice la mujer, haciendo una reverencia—. Es que está muy oscuro aquí y el aroma del pescado hace que no piense adecuadamente. Voy a enviarle al amo Eng mis mejores pescados para compensar este terrible error mío.
Salimos del mercado juntos, este alto forastero que hace guiños y yo. Mantiene su mano sobre mi hombro hasta que estamos otra vez en la calle. Es mediodía y la luz del sol se extiende iluminando todo de color verde y dorado. Una mujer mercader pasa junto a nosotros con una marrana a cuestas. Sus ubres se balancean.
Estamos en el centro de negocios de extranjeros de Zhifu, Beach Road. Sobre las tejas de los edificios y el consulado británico, un torbellino de campos verdes se extiende hacia montañas lejanas. El rugido de algodón de la playa resopla a nuestras espaldas y la brisa marina es una gran exhalación que nos envuelve. El aire de esta zona está cargado de sal. Todo se me adhiere y yo me adhiero a todo.
Vine porque aquí siempre hay algo que hallar. En los lugares donde abundan los extranjeros encuentro monedas de plata, pañuelos bordados o guantes que se extraviaron. Los objetos frívolos con los que los occidentales adornan sus cuerpos. Hoy encontré dos monedas de plata. Tintinean en mi bolsillo, junto a las cuatro monedas que me dio el amo Wang. El día de hoy podría llamarme adinerado.
Inspecciono en la luz del día a este extraño que hace guiños. Me da la impresión de ser rico, pero no se viste como los otros hombres de dinero que he visto antes. En vez de portar un chang shan de seda, usa una camisa blanca y de su cuello pende una tela brillante. Su chamarra negra es pesada y la lleva abierta en vez de abotonada hasta el cuello. Y sus pantalones son ajustados. Lo que resulta más extraño de todo es su cabello, no lo lleva largo y atado en una cola, sino a ras de la cabeza.
—¿Qué piensas, querido sobrino? —pregunta mi salvador, quien continúa sonriendo.
—Soy una niña —digo bruscamente. No puedo evitarlo.
Él se ríe. La luz del sol se refleja sobre dos dientes amarillos. Pienso en los cuentos en que los hombres tienen dientes amarillos, y en que esos dientes fueron hechos de piezas de oro.
—Eso ya lo sabía —responde—. Pero que fueras un chico funcionó mejor para ambos en este caso.
Me observa con atención, sus ojos brillan con decisión.
—¿Tienes hambre? ¿Estás sola? ¿Dónde está tu familia?
Le contesto que sí, que muero de hambre. Estoy ávida de su compasión. Hay cosas que quiero preguntarle también: «¿Quién eres?, ¿de dónde saliste?, ¿quién es el amo Eng y por qué la pescadera reculó con tanta rapidez cuando mencionaste su nombre?».
—Déjame contarte —dice, mientras coloca su mano otra vez en mi hombro. Sugiero que comamos fideos, hay una buena tienda en la siguiente calle.
Algo me dice que no debo tomar a la ligera esa invitación. Asiento con la cabeza y le ofrezco una sonrisa tímida. Es respuesta suficiente. Me lleva más lejos del mercado de pescado y paseamos juntos por la calle. Pasamos la oficina de correos, otros tres consulados extranjeros y una iglesia. Los transeúntes se detienen a observarnos antes de volver a sus labores, momentáneamente impresionados por este extraño dúo de padre e hijo, uno vestido como un personaje del teatro, el otro pálido y temeroso. A nuestras espaldas, las olas del mar forman espuma.
A cada tienda de fideos que pasamos, le pregunto a mi salvador si hemos llegado. Y a cada tienda que pasamos contesta «no, pequeño sobrino, aún no hemos llegado». Seguimos caminando hasta que ya no sé dónde estoy, y para cuando terminamos de caminar, entiendo que nunca llegaremos a la tienda de fideos.
Es el primer día de la primavera.
2
Esta es la historia de una piedra mágica. Es una historia que me contó mi abuela. También es la historia de mi nombre.
En la historia, la diosa Nuwa intenta reparar el cielo. Derrite las piedras y las moldea para formar 36 501 bloques de construcción, pero solo usa 36 500, dejando una piedra en el olvido.
Esta piedra podía moverse a placer. Podía crecer hasta tener el tamaño de un templo o reducirse al tamaño de una cabeza de ajo. Se había sometido al servicio de una diosa, después de todo. Pero puesto que fue olvidada, se arrastraba de un día al siguiente, pensando de sí, que era indigna y avergonzándose por no ser usada.
Un día, la piedra se cruzó con un sacerdote taoísta y un monje budista. Su poderosa magia les causó tal impresión que decidieron llevarla consigo en sus viajes. Ergo, la piedra entró en el mundo de los mortales.
Mucho tiempo después, nació un niño, que como tenía un trozo de jade mágico en el interior de la boca, la gente dijo que era la reencarnación de esa piedra.
¿Qué más? El chico se enamoró de su prima más joven, Lin Daiyu, una niña enferma a la que se le había muerto su madre. Pero la familia del niño no aceptó su amor e insistió en que se casara con una prima más saludable y adinerada, llamada Xue Baochai. El día de la boda del niño, la familia disfrazó a Xue Baochai debajo de varias capas de gruesos velos para hacerle creer que se trataba de Lin Daiyu.
Cuando Lin Daiyu se enteró de aquel plan, cayó enferma en cama y escupió sangre. Finalmente murió. El niño, quien no tenía idea, se casó creyendo que él y su nueva esposa serían felices e inseparables. Cuando se dio cuenta de la verdad, enloqueció.
Casi un siglo más tarde, debajo de la morera de una pequeña aldea de pescadores, una mujer joven terminó de leer esa historia y tomó su barriga con ambas manos, pensando Daiyu.
Al menos así fue la historia que me contaron.
Siempre he odiado mi nombre. Lin Daiyu era débil. Yo no quise ser como ella en absoluto. Me lo prometí. No quería ser melancólica, celosa ni vengativa. Y nunca me dejaría morir a causa de un corazón roto.
—Me nombraron como conmemoración de una tragedia. —Solía quejarme con mi abuela.
—No, querida Daiyu, te nombraron en honor a una poeta.
Mis padres nacieron en Zhifu, cerca del océano. Me gusta imaginármelos así: la marea los empujaba con gentileza el uno hacia el otro hasta que un día se miraron de frente, como si hubiera sido un imperativo venido del agua. Después de casarse abrieron una tienda de tapices y la manejaron juntos. Mi madre tejía los tapices y mi padre se los vendía a las esposas de los oficiales del gobierno y a otros comerciantes adinerados. Mi madre se hacía cargo de que cada diseño, fuera un ave fénix, una grulla o un crisantemo, resaltara en la tela. Los fénix se elevaban en el aire, las grullas se encogían y los crisantemos florecían. Bajo su dirección, los tapices cobraban vida. No fue una sorpresa que la suya se convirtiera en la tienda de tapices más popular de Zhifu.
Entonces, debido a razones que no me explicaron y yo no pregunté, mis padres se mudaron a un pueblo pequeño de pescadores justo a las afueras de la ciudad. Lo único que yo sabía era que mi madre no quería mudarse. Zhifu se estaba llenando de extranjeros y estaba pasando de ser un pueblo costero a ser un puerto con mucha gente, y ella quería que el niño que dormía en sus entrañas asistiera a una de las escuelas occidentales que comenzaban a abrirse por toda la ciudad. Embarazada, con las manos hinchadas al punto de imposibilitarle tejer la seda en el telar kesi, esperó mi llegada a este mundo. Los hombres de la mudanza subieron su telar y sus hilos en una carreta pequeña y ella volteó a ver su amada tienda una vez más.
Era el final del verano cuando mi padre, mi madre y mi abuela llegaron a la pequeña villa de pescadores a seis días a las afueras de Zhifu. Dentro del vientre de mi madre, yo había pasado de ser un frijol a un pequeño puño. Llegué a este mundo el siguiente otoño, siendo una niña de la campiña. Cuando al final emergí —me dijo mi madre—, se imaginó a sí misma bebiendo agua salada y vio el líquido resbalando por sus entrañas hasta formar un charco en mi boca, de forma que yo siempre supiera cómo encontrar mi camino de vuelta al mar.
Debió haber funcionado. Nuestro pueblo estaba situado junto a un río que alimentaba el mar, y en esos primeros días caminé en la ribera de aquel río con frecuencia, siguiendo a las gaviotas de cola negra hasta llegar al océano. Abrazaba la orilla del agua, enumerando sus riquezas: la vida, la memoria, incluso la ruina. Mi madre hablaba del mar de manera romántica, mi padre hablaba de él con reverencia, mi abuela, con precaución. Yo no sentía ninguna de esas cosas hacia el mar. De pie, debajo de las gaviotas, las salanganas y las golondrinas, yo solo me sentía a mí misma: una persona que no tenía nada, no cargaba con nada y no ofrecía nada. Yo simplemente estaba comenzando.
Vivíamos en una casa de tres muros que miraba hacia el norte. No éramos ricos, pero tampoco pobres. Mi padre continuó el negocio de tapices, pese a vivir en un pueblo donde nadie tenía suficiente dinero para pagar por los diseños de mi madre. Pero el negocio, parecía, iba mejor que nunca. Nuestra casa se convirtió en una parada obligada de los burócratas en su peregrinaje de encargos gubernamentales hacia o desde Zhifu. A veces paraban a descansar de su viaje, y otras, a comprar un regalo para sus esposas y concubinas en casa. Quedaban fascinados en cuanto miraban las peonías rosadas de mi madre, sus faisanes plateados o sus dragones de oro —reservados exclusivamente para los oficiales que gozaban de los cargos más altos—. Aún recuerdo a los clientes regulares: un hombre corpulento de barbilla rolliza, el hermano mayor que tenía una pierna más corta que la otra, el tío que siempre quería mostrarme su espada.
También había otros hombres, y a veces mujeres, que acudían a nuestra casa para hablar con mis padres entre susurros. Esos visitantes no vestían con la ropa oficial de la corte, sino con shan ku oscuro y sencillo; por eso parecían más hermanos y hermanas de la iglesia que oficiales. Se llevaban tapices con frecuencia, y yo me preguntaba si mis padres estaban haciendo donaciones para la caridad. Había un invitado que siempre me traía caramelos y dulces. Yo esperaba sus visitas con emoción y quedé fascinada la mañana en que me lo encontré en nuestro comedor encogido frente a la avena y los rábanos en vinagre.
—Mi viaje a casa es largo, pequeña —me dijo al ver la sorpresa en mi rostro—. Tus padres son muy generosos.
—No hay necesidad de hablar con ella. —Se impacientó mi abuela desde la cocina.
Él pidió disculpas, pero cuando mi abuela no estaba prestando atención, me entregó otro dulce por debajo de la mesa, un secreto entre los dos.
Quizá fue por ese encuentro que mi abuela comenzó a llevarme a su jardín cada vez que teníamos visitas. En Zhifu no teníamos espacio para todos los vegetales y hierbas que ella quería plantar, pero aquí la tierra era suya. En el lote baldío detrás de nuestra casa ella mezcló la tierra y la rellenó de semillas. Cuando tuve la estatura suficiente para mirar por la ventana, ya había consumido una vida entera de pimientos verdes y menta molida, aunque en ese entonces no conociera sus nombres.
En ese jardín aprendí a cuidar las cosas vivas. Me dejaba perpleja que hubiera objetos a los que se les considerara vivos, pero que tardaran tanto en mostrar su capacidad de vivir. Yo quería la inmediatez, quería que un capullo se convirtiera en una fruta madura en tan solo un día. Pero había muchas cosas sobre jardinería que mi abuela quería mostrarme que nada tenían que ver con la jardinería, y la paciencia era una de ellas. Cosechamos ginseng peludo, tulipanes que parecían sandalias blanquecinas y pepinos de arrugada piel. Plantamos pimientos verdes en el sol y secamos ejotes en varas de madera; sus largos cuerpos asemejándose a los dedos de una mano se estiraban sin esfuerzo para alcanzar la tierra. Los tomates eran sensibles y tenían muchas necesidades, así que los cuidábamos con avidez, acariciando sus cáscaras verdes y amarillas, de las que emanaba una energía misteriosa.
Me resultaban más interesantes las hierbas gracias a sus propiedades curativas. Teníamos arbustos de ma huang con rígidas ramitas y semillas que asemejaban pequeñas linternas de color rojo, y también teníamos huang lian, que usábamos para los tintes y la digestión. Cosechábamos chai hu, una planta peculiar con un tallo que se trenzaba a través de las hojas, cual cola de cometa, para prevenir la enfermedad del hígado. La más frágil era la huang qi, una planta de tallo peludo y pequeñas flores amarillas. Eran las que mayor trabajo le daban a mi abuela, pues a la huang qi no le gustaba la humedad de nuestro terreno, y sus semillas debían frotarse con una piedra áspera y sumergirse en agua por la noche. La huang qi era muy popular entre los comerciantes y vecinos que se la compraban a mi abuela. Molían su raíz seca hasta pulverizarla y tomaban ese polvo mezclado con ginseng para fortalecer su cuerpo. «Una hierba infinita», solían llamarla.
—Estás aprendiendo a ser una verdadera ama —me decía mi madre. Ella era pequeña y delgada, con piel color leche, salvo por sus manos, que estaban salpicadas de finas manchas rojas. Cuando era mucho más chica, me permitía sentarme en sus piernas para ver cómo trenzaba la seda, cepillándola hacia abajo con una lanzadera, como lo harías con el pelo de un caballo. Cuando cumplí diez años, por fin tuve la edad para ayudarla con tareas más complejas, como hervir la seda para suavizarla.
Fue mi madre quien me enseñó a ser buena con las manos. Ella me enseñó cómo cortar papas en tiras y a doblar papel para hacer abanicos. El trabajo de jardinería me heredó callos en las palmas, pero mi madre los frotaba con una piedra hasta que mis manos estuvieran listas para los trabajos delicados nuevamente.
—No importa la dureza de las manos —me decía—. Es la bondad de tu corazón lo que te hace delicada.
Mientras mi madre me enseñaba a usar las manos, mi padre me enseñaba a usar la mente, y me sorprendía en momentos de quietud con preguntas que me frustraban y me mantenían ocupada.
—¿Cuál es la diferencia entre un niño y un adulto? —me preguntó cuando cumplí once años. Una vez que no me acabé la cena, me preguntó sin voltear a mirarme cuántos granos de arroz saciarían a un pueblo. En otra ocasión corrí por el pasto descalza y regresé a casa llorando, pues una espina se me había enterrado en el talón izquierdo, así que me preguntó cuándo es que un padre siente más dolor. Me seguía con sus ojos curiosos e inteligentes, como si pudiera ver en mí una raíz pequeña a punto de brotar y florecer.
Estos son los recuerdos favoritos de mi tiempo en casa; cuando era cuidada y amada por todos. Gracias a sus enseñanzas todos los símbolos de ese amor se quedaron en mí. El pueblo podría desaparecer y nuestra casa ser barrida por el viento, pero si estábamos los cuatro: mi madre, mi padre y mi abuela, capaces, fuertes y unidos por nuestro amor, sabía que podía hacer cualquier cosa.
En los momentos de mayor quietud, mi madre me invitaba a regresar a su regazo y me trenzaba el cabello con listones. Empezó con peinados sencillos, una o dos trenzas, pero a medida que fui creciendo fue añadiendo oro, cuentas, borlas y flores. Comencé a pensar que mis peinados eran un reflejo del amor de mi madre. Cuanto más elaborado fuera el peinado, más vasto era su amor.
—Si viviéramos en Zhifu —solía decir mientras ajustaba el listón en mi coronilla—, tus múltiples talentos atraerían a más pretendientes de los que podrías manejar.
Siempre hablaba de esta forma, soñando con lo que nuestras vidas serían si nos hubiésemos quedado. Con frecuencia la escuchaba hablar de Zhifu con cariño, pero en mi cabeza, ese lugar era un sueño borroso al que era incapaz de acceder.
Si viviéramos en Zhifu, pensaba yo, mis pies ya habrían sido rotos y vueltos a formar. Yo sabía lo que les hacían a los pies de las niñas en la ciudad. Ser una dama de casa equivalía a tener los pies siempre rotos, casarse con un hombre adinerado, parir a sus hijos y luego envejecer con los pies convertidos en trozos de masa seca y quebradiza. Yo no deseaba ese futuro para mí. En nuestro pueblo, las familias más ambiciosas quebraban los pies de sus hijas a la edad de cinco años, el mejor momento para romperlos. A los cinco años los huesos aún no se endurecen demasiado y la niña tiene la edad suficiente para aguantar el dolor. Crecería para convertirse en una mujer con pies pequeñísimos, una esposa o concubina perfecta para un hombre de ciudad adinerado. Si una amiga tenía los pies recién rotos, yo no la vería en un espacio de varios días, y aunque pasara a su casa, no podía quedarme, pues la podredumbre de la piel y el hueso era abrumadora. Con el tiempo, esa podredumbre pasaría a ser una papa, que se convertiría en una pezuña, de forma que cuando salíamos a jugar mis amigas no podían correr y saltar o volar, en vez de eso debían mantenerse sentadas, con los pies vendados y sin vida sobre la tierra, esperando el día en que sus padres las vendieran.
Mis padres no quebraron mis pies, quizá por miedo a darse cuenta de que no podía sobrevivirlo, quizá porque no tenían planeado abandonar el pueblo algún día. Yo estaba feliz con ello. No tenía deseo alguno de ser el juguete de un hombre de la ciudad. Soñaba con convertirme en pescador y vivir el resto de mis días sobre un bote, con los pies grandes y orgullosos, mi único medio para balancearme y hacerle contrapeso al vaivén de las olas.
Después, cuando cumplí 12 años, mis padres desaparecieron. La cocina se quedó vacía, su habitación a oscuras y la cama sin haber sido deshecha, la oficina de mi padre estaba sin cerrojo y abierta y los papeles desperdigados por todo el lugar. El telar de mi madre abandonado a su suerte. Esa mañana fue igual a las otras, salvo que mis padres se habían ido y no regresaron en la noche, ni al día siguiente ni a la noche siguiente tampoco.
Yo esperé sentada sobre los escalones del frente de nuestra casa; después, en el interior del taller de mi madre; más tarde, caminando en círculos en la cocina hasta que me dolieron los pies. Por último, pasé el tiempo doblando y desdoblando la cobija sobre su cama. Mi abuela me seguía, rogándome que comiera algo, tomara aquello, me acostara a dormir, descansara, lo que fuera.
—Debes decirme a dónde fueron —gemí. Lo único que pudo hacer fue ponerme una taza de té entre las manos y masajearme el cuello.
Esperé con la cabeza gacha. No dormí en tres días.
La mañana del cuarto día, dos hombres arribaron a nuestra casa; llevaban dragones tejidos en las túnicas. Pisotearon el interior de nuestra pequeña casa, sus dragones se retorcían y daban vueltas mientras los hombres aventaban nuestras ollas y abrían a tajos nuestras almohadas. Rompieron el telar de mi madre, aun cuando vieron que no había nada escondido en su interior. Yo podía presentir que los vecinos miraban el espectáculo desde sus ventanas, con los ojos bien abiertos y temerosos.
—Sabemos que viven aquí —dijo uno de los hombres—. ¿Sabes cuál es el castigo por esconder a criminales?
—No hay nadie aquí más que nosotras —protestó mi abuela una y otra vez—. Mi hijo y su esposa murieron hace años. ¡Perdimos todo en el fuego!
Voltearon a mirarme y me pelaron los dientes. El hombre que nos había interrogado se acercó a mí. Yo no podía dejar de mirar el dragón de su manga, de color dorado y con los ojos negros y la lengua como un látigo a medio vuelo.
—Escúchame —dijo—. Yo conozco a tu padre. Debes decirme dónde está.
No sonaba amenazador, sino calmado y en control. Entonces recordé a todas las personas que habían pasado por nuestra casa. Ellos también conocían a mi padre. Podrían decirnos dónde estaba. Recordé al hombre que había encontrado en nuestro comedor una mañana y que me había regalado dulces. Podíamos empezar por él.
Abrí la boca para decirles lo que yo sabía. Pero, ya fuera por cuenta propia o a causa de algún ser inmortal, no salió sonido alguno. Algo que pareció una mano invisible se hizo de mi cuello y lo apretó cuando intenté inhalar. Sacudí la cabeza, intentando sacudirme las palabras.
—No sirve de nada —le dijo el otro hombre a su compañero—. Una mujer loca y un enano mudo. ¿Estás seguro de que esta es la casa?
El primer hombre no contestó. Me observó fijamente, luego llamó con un gesto al otro hombre. Ambos dieron la vuelta y salieron por la puerta del frente. Mientras sus túnicas brillaban al sol, yo observé los dragones volando lejos.
—No debes jamás hablar de tus padres con nadie —me dijo la abuela una vez que se habían ido—. A partir de ahora debemos comportarnos como si nunca más pudiéramos verlos. Es lo mejor para todos.
Pero yo no quería escucharla. Yo creía que mis padres iban a regresar. Hice su cama y planché sus prendas. Trencé en mi cabello el listón más difícil, uno que sabía que a mi madre le agradaría. Incluso intenté reparar su telar con pegamento que encontré en el estudio de mi padre. Yo estaría allí a su regreso y ellos se alegrarían de verme. Y así fue ese día y así fueron las cosas a partir de entonces.
Cuando llegó el otoño y mis padres llevaban tres meses fuera, pensé en la mujer con la que compartía nombre. En la historia, la madre de Lin Daiyu muere cuando ella es muy joven y su padre muere también poco después. Me pregunté si mis padres habían desaparecido a causa de mi nombre. Me pregunté si desaparecieron porque estaba destinado a ser así.
—Si te permites pensar esas cosas —dijo mi abuela—, probablemente hagas que se vuelvan realidad.
—Como si no fueran reales ya —contesté. Nunca había odiado tanto a Lin Daiyu.
Esa primavera llegó una carta. El remitente era desconocido. Mis padres habían sido arrestados.
—Cualquier día de estos —dijo mi abuela—, cualquiera de estos días, las personas que arrestaron a tus padres van a venir por ti también.
Yo no entendía nada y mi abuela no me daba respuestas. Me vestía con atuendos de niño y me entregó una chaqueta acolchada. Me rapó la cabeza. Observé mi cabello caer en trozos negros con forma de media luna sobre el suelo. Intenté no llorar mientras pensaba en mi madre y en cómo ya no tendría cabello para que ella lo adornara si algún día volvía.
—Ve a Zhifu —me dijo mi abuela mientras rellenaba unos zapatos negros de hombre con algodón para que quedaran a mi medida—. Desaparece en la ciudad. Eres buena con las manos. Vas a encontrar un trabajo honesto.
—¿Qué va a hacer la abuela? —le pregunté.
—Hará lo mismo que siempre ha hecho —dijo—. La abuela va a plantar hierbas buenas para ayudar a la gente a sanar. No hay mucho que puedan hacerle a una vieja loca como yo. Eres tú de quien van a tener que preocuparse.
El vecino Hu llegó en su carroza a mitad de la noche. Me subí a la parte de atrás con un costal de ropa, man tou y un par de monedas provenientes de las tiendas de mis padres. Mi abuela intentó darme más, pero cerré las manos formando un puño y me alisé los bolsillos. Iba a necesitar ese dinero cuando volvieran los hombres con las túnicas de dragones.
—No me escribas cartas —dijo mientras me colocaba un gorro. Ya extrañaba mi cabello largo, extrañaba el calor que ayudaba a guardar en mi cuello. Aún estábamos en la recta final de un invierno muy duro y la brisa de la noche me hizo temblar.
—Nuestras cartas serán interceptadas. En vez de escribirnos, hablemos mejor cuando empiecen las lluvias.
—¿Y si no llueve a donde vaya? —le pregunté—. Solo podremos hablar de vez en cuando.
—Así es como deberá ser. De otro modo mi corazón se rompería.
Pregunté si volvería a verla algún día. Estaba llorando. Sabía de amigos que fueron enviados lejos cuando eran jóvenes, sus familias estaban desesperadas a causa de esa boca extra que
