El eco de las sombras
Por Jesús Valero
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UN PODER OCULTO A TRAVÉS DE LOS SIGLOS.
UN ENIGMA QUE DESAFÍA EL ORDEN ESTABLECIDO.
¿CREÍAS QUE CONOCÍAS LA HISTORIA?
La misteriosa reliquia que la restauradora de arte Marta Arbide entregó al Vaticano ha sido robada. Cuando recibe la noticia de que debe ser ella quien encabece la investigación para recuperarla, siente que la aventura y el misterio que la pusieron al límite en La luz invisible no han hecho más que comenzar. Y así es: el mismo día que Marta llega a Roma para comenzar sus pesquisas, el Papa es asesinado.
Este será el arranque una frenética sucesión de intrigas y peligros que parecen estar relacionados con una enigmática orden, la Hermandad Blanca, fundada en tiempos de Inocencio III. De este modo, el lector volverá a viajar al siglo XIII de la mano de Jean de la Croix y el caballero negro, que en esta ocasión tendrán que batallar contra un poderoso enemigo que lucha por hacerse con la reliquia.
Tras el éxito de La luz invisible, Jesús Valero vuelve a llevarnos por oscuros caminos, siniestros monasterios y antiguos castillos, a través de una fascinante trama desarrollada en tres tiempos -el siglo VIII, el siglo XIII y la actualidad-, siempre tras la pista de la extraña reliquia que todos codician.
Una novela adictiva y rigurosamente documentada que nos habla de cómo los secretos mejor guardados de la Historia se vuelven cada vez más peligrosos con el paso del tiempo.
Jesús Valero
Jesus Valero nació en Donostia en 1968. Es doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad del País Vasco y ha realizado varios masters sobre marketing y gestión de empresa. Ha sido investigador en conservación del patrimonio cultural, donde ha participado en la restauración de iglesias y monumentos. Su tesis, relacionada con el estudio de la piedra arenisca, y su interés por la historia antigua y la edad media,quedan reflejados en su primera trilogía compuesta por La luz invisible, El eco de las sombras y El roce de la oscuridad. Actualmente es Director General de Tecnalia, el mayor centro privado de I+D del sur de Europa.
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El eco de las sombras - Jesús Valero
A mi padre, que me enseñó con su ejemplo que la tolerancia es la piedra sobre la que se construye un mundo mejor
A Karmele, que sujeta mis pies en el suelo mientras deja que vuele mi imaginación
1
Año 1199
El abad Guy Paré miraba hacia la oscuridad del mar mientras su ira crecía como la marea. Había llegado justo a tiempo de ver saltar a Jean y aún no entendía cómo alguien podía arrancarse la vida de aquella manera. Ni el miedo a la tortura lo justificaba. Escuchó el sonido de las gaviotas que parecían reírse de su infortunio.
Se volvió hacia el sargento templario y ordenó a gritos que buscara al maldito caballero negro. Solo él podía tener la reliquia, era la única explicación aceptable para Guy Paré. Su esperanza estribaba en que había observado que Jean no llevaba su hatillo.
Dejó a dos hombres al borde del mar por si aparecía el cuerpo de Jean, aunque el océano embravecido no presagiaba que eso fuese a suceder pronto. Anotó en su cabeza la necesidad de rastrear la costa en su busca y regresó a la iglesia para supervisar el trabajo de los templarios. Eran buenos guerreros; si el caballero negro aún estaba allí, lo encontrarían.
El sargento se acercó en cuanto lo oyó llegar, negando con la cabeza.
—No hay rastro y las pisadas son confusas. Tal vez sea mejor esperar a la mañana; con la luz del día quizá encontremos alguna pista.
—No —respondió Guy Paré con gesto cortante—. Dejaremos la iglesia para mañana, pero la noche es larga aún. Quiero que busquéis casa por casa. Puede que se esconda en alguna de las inmundas chozas de pescadores que atestan este poblado.
El sargento templario asintió malhumorado. No solo se había visto obligado a acompañar a aquel abad déspota enviado por Roma a perseguir fantasmas, sino que ahora tenía que entrar en las casas como un vulgar alguacil. Recordó a su compañero muerto y se olvidó del abad. Aquello requería venganza y él la encontraría. No, no se trataba de fantasmas.
Dos días más tarde del salto de Jean al mar, el prior del pequeño monasterio de Sanctus Sebastianus respiró aliviado. Una sonrisa de placer, que tardaría en desaparecer, se extendió por su semblante mientras veía alejarse al abad Guy Paré con el grupo de amenazantes caballeros templarios.
Su rostro recuperó la seriedad y negó con la cabeza para sí mismo. Los templarios no eran monjes, sino soldados. Se habían convertido en un ejército implacable y, aunque ayudaban a los peregrinos, su deseo oscilaba entre alcanzar poder y dinero o viajar a los Santos Lugares en busca de fama o de una muerte horrorosa.
Él era de otra pasta, un hombre de Dios que había aceptado su destino en aquella esquina del mundo, deseoso de dedicarse a sus oraciones y poco interesado en la política. Sin embargo, ahora se veía empujado a hacerlo.
Mientras sus incómodos huéspedes se marchaban levantando una nube de polvo, reflexionó en silencio sobre lo que había observado durante aquellos días. Primero, la llegada de Guy Paré en busca de alguien o de algo, una búsqueda que se había tornado desesperada. Luego, su ira creciente y sus discusiones cada vez más agrias con el sargento templario, las cuales le habían proporcionado indiscretamente toda la información necesaria.
El prior no tenía todas las piezas, pero no era necesario. Mandaría un mensaje a Leyre. Arnaldo sabría lo que había que hacer.
Observó el polvo posándose en el camino, parecía que aquellos visitantes incómodos nunca hubieron existido. Se volvió y regresó al monasterio, a su apacible vida monástica.
Arnaldo, abad de Leyre, cerró los ojos, bajó la cabeza y con los dedos índice y pulgar masajeó el nacimiento de su nariz en un gesto de preocupación, incluso de malestar. Las noticias que llegaban desde el monasterio de Sanctus Sebastianus le habían helado el corazón, no tanto por lo que decían, sino por lo que podía deducirse de ellas.
El caballero negro había fracasado.
Arnaldo presagiaba que aquel joven alegre y testarudo que le había servido con fidelidad y al que había acabado por coger cariño ya no caminaba entre los vivos. No podía saberlo con certeza, pero lo sentía en sus cansados huesos.
Lo que sí sabía con seguridad es que ya no quedaban monjes blancos con vida. El prior de Sanctus Sebastianus había escuchado al sargento narrar con satisfacción la muerte del último de ellos y había observado el orgullo del que había hecho gala por haber acabado con, según él, aquellos seres demoníacos.
Una lágrima se deslizó por el rostro del viejo abad, que se sorprendió de que aún le quedara alguna. Recordó a fray Honorio. A pesar de los años que había pasado en Suntria, la profunda amistad que habían labrado en su juventud había permanecido inalterable. Era hombre de pocas palabras, pero su inquebrantable fidelidad y su dedicación a su misión serían algo que echaría de menos el resto de su vida. Arnaldo apartó los recuerdos y trató de aliviar su pena concentrándose en el presente. El consuelo que le quedaba era que, pese a la satisfacción del templario, Guy Paré no parecía compartir su emoción. El prior lo habría definido como frustrado y colérico. Había estado a punto de capturar a Jean, a quien, según el prior, el caballero negro intentaba proteger.
Lo que había helado el corazón de Arnaldo y volvía una y otra vez a su mente era la escena que el prior le había trasladado, con Jean lanzándose al mar para huir de Guy Paré. La esperanza era magra, pero la búsqueda por parte de Guy Paré del cadáver de Jean y del propio caballero negro había sido infructuosa. Guy Paré parecía creer que este último seguía con vida, pero Arnaldo no compartía esa visión. Habían pasado semanas y el caballero negro no había regresado ni había enviado mensaje alguno. Arnaldo había vivido lo suficiente para saber que la esperanza era un juego de la mente que trataba de negar las malas noticias.
Además, tenía información de la que Guy Paré no disponía. Gracias a sus monjes y a los ojos y oídos que conservaba a ambos lados de los Pirineos, había podido reconstruir los últimos pasos de Jean y Roger, su huida hacia el este, la herida de Roger, la separación de los dos hombres y el acto final de Jean. ¿Llevaba consigo la reliquia? ¿La había escondido antes? ¿La llevaba Roger? Lo que estaba claro era que Guy Paré no la tenía en su poder.
Quizá se hubiese perdido para siempre. Conocía la historia de la reliquia y a quién había pertenecido y en muchas ocasiones había deseado que jamás hubiese existido. Bien sabía que los hombres no eligen su destino, solo lo afrontan como mejor saben. Pero a Arnaldo se le escapaba un detalle: ¿para qué servía la reliquia? Si el apóstol Santiago o alguno de sus seguidores lo habían llegado a saber, aquella información se había perdido en la niebla del pasado. Y, sin embargo, Arnaldo tenía una sospecha.
Recordaba un pasaje de la Biblia que leía a menudo, Ezequiel 28:13. Si estaba en lo cierto, la reliquia podía ser una de las piedras preciosas que Dios le había quitado a Lucifer cuando este había caído en desgracia y que permitían abrir el arca de la alianza y proteger al portador de su poder de destrucción.
Pero aquello no era más que una suposición fruto de la imaginación de un hombre viejo y derrotado.
Arnaldo meditó sobre qué hacer a continuación. Mandaría a sus hombres a buscar a Roger, seguirían sus pasos hasta descubrir la última pista que pudiera existir.
Tenía todo el tiempo del mundo. Guy Paré había decidido regresar a Roma y allí no lo esperarían con los brazos abiertos. Roma no toleraba fracasos. No pudo reprimir una leve mueca de satisfacción, no deseaba estar en el pellejo del abad de Citeaux.
2
Año 718
Aquel hombre sabía que iba a morir.
El abad Bernardo ya no recordaba a cuántos había acompañado en su misma situación. Todos, hombres o mujeres, viejos o jóvenes, ricos o pobres, le habían rogado con sus miradas febriles y sus ojos sanguinolentos que hiciera algo por ellos, empujados a la muerte por aquel castigo divino.
Bernardo retiró la sábana que cubría el cuerpo de quien antaño había sido un hombre poderoso, el señor de Abella. Observó con pesar los inmensos bubones en sus axilas y en sus ingles, que supuraban por llagas abiertas. Los dedos de las manos y la nariz ennegrecidos y el pestilente olor de sus deposiciones completaban un cuadro que pocos hombres hubieran soportado.
Meditó unos instantes sobre si merecía la pena sajar los bubones para extraer la inmundicia que asolaba el cuerpo, pero desistió. Nada de todo aquello cambiaría el resultado final.
El señor de Abella levantó una mano pidiendo agua y le asaltó un acceso de tos. La sangre y la bilis salpicaron la cara de Bernardo, que se mostró impasible a pesar del grito ahogado de la sirvienta, que contemplaba la escena a prudente distancia.
El ataque de tos continuó mientras Bernardo sujetaba la frente del enfermo y vertía agua en pequeñas cantidades sobre una boca negra de la que surgía el fétido aliento de la muerte.
Recordó que así había sido el suyo dos años atrás, cuando había creído morir. La divina Providencia había salvado su alma y lo había hecho inmune a la plaga. Ahora agradecía a Dios el regalo del que había sido destinatario ayudando a otros con menos suerte allí donde nadie más quería acudir.
El otrora orgulloso señor de Abella exhaló su último suspiro y Bernardo se levantó, cansado, tras cubrir el cuerpo con la sábana. Negó con la cabeza hacia la sirvienta, que no derramó lágrima alguna. En aquella esquina del mundo, la muerte se había convertido en una rutina y no quedaban lágrimas que verter. Bernardo rezó en silencio una oración por el alma del desdichado.
—Avisa a sus familiares —dijo cuando hubo terminado.
—No queda nadie a quien avisar —respondió la sirvienta con mirada triste—. Los que no murieron han huido. Solo yo...
Interrumpió su frase y se quedó mirando el cuerpo cubierto por la sábana. Bernardo sonrió con pesar a la mujer. Solo el amor, aunque fuese silencioso, podía vencer el terror que causaba la peste negra.
Bernardo salió de la habitación. No había nada que añadir, ni consuelo posible. Recorrió los pasillos del castillo, las ratas se cruzaban en su camino. Sentía una opresión en el pecho, como cada vez que veía a alguien morir; necesitaba salir al aire libre o acabaría vomitando.
Atravesó las abandonadas calles, donde solo las cruces blancas en las puertas de las casas se atrevían a saludar su paso. Olió el dulzor de las hierbas aromáticas que los ya escasos pobladores calentaban para ahuyentar inútilmente la epidemia. Escuchó, al fondo del pueblo, el ruido de las carretas que retiraban los cuerpos de los muertos que serían enterrados con rapidez, casi con vergüenza.
Al cruzar la plaza, se topó con un grupo de hombres y mujeres que caminaban silenciosos, con la espalda descubierta y con llagas ocasionadas por los látigos que utilizaban para infligirse daño con la vana esperanza de purgar sus pecados y que el Señor se apiadase de sus almas.
De regreso al monasterio, Bernardo se encontró con Anselmo, el prior.
—¿Ha muerto, abad Bernardo?
—Que en paz descanse —respondió este con voz cansada.
—¿Qué haremos ahora? ¿Quién nos protegerá?
Bernardo miró a Anselmo con dureza.
—Dios lo hará —respondió molesto.
—Dios... nos ha abandonado.
—¿Por qué dices eso, hermano Anselmo?
—Jeremías.
Bernardo no necesitó más información. Una oleada de angustia lo recorrió. Convivía con la enfermedad a diario, pero cuando afectaba a alguien tan cercano como el hermano Jeremías, todo era diferente.
Eran tan pocos.
Solo media docena escasa de monjes había sobrevivido a la peste y el abad Bernardo sentía que su misión estaba a punto de fracasar. Dos años antes había sido nombrado abad de aquel remoto monasterio de las montañas astures y sobre sus hombros había recaído la responsabilidad de custodiar aquel extraño objeto.
La reliquia de Santiago, traída por el apóstol hasta aquel remoto confín del mundo... ¿con qué objeto? Nadie parecía saberlo, pero Bernardo tenía otras preocupaciones más inmediatas. Debía hacer algo para evitar que la congregación desapareciera y, con ella, aquel legado de Jesucristo.
Tenía mucho en que pensar.
3
Año 1199
El Palacio de Letrán, sede papal y residencia de Inocencio III en Roma, se mostraba espléndido al sol de la mañana. Estaba decorado con vidrios, mosaicos y frescos con representaciones de los apóstoles. Varios accubita rodeaban una gran fuente de pórfido rojo con forma de concha y a su alrededor preciosos mármoles daban al conjunto una magnificencia que quitaba la respiración a quienes tenían la oportunidad de contemplarlo.
Guy Paré no tenía tiempo para deleitarse con aquel lujo. Recorrió por enésima vez el pasillo que daba a los aposentos de Inocencio III. A pesar de que la temperatura de la estancia era baja, sudaba copiosamente, lo que daba a su cráneo el aspecto de una calavera pulida. En unos minutos, se enfrentaría a uno de los tragos más amargos de su vida.
Había fracasado.
Todavía no acababa de comprender qué había sucedido. Casi había tenido la reliquia en su poder, todos sus enemigos estaban muertos, excepto aquel maldito caballero del Languedoc al servicio del abad de Leyre. La única explicación que convencía a Guy Paré era que él tenía la reliquia, así que necesitaba convencer a Inocencio de que la persecución debía proseguir.
Creía que era posible, pero sería complicado persuadirlo. De no lograrlo, sería apartado a algún remoto monasterio, donde su genio y su talento se marchitarían y sus sueños quedarían olvidados; eso si el castigo a su fracaso no era la muerte.
La puerta que daba al despacho de Inocencio III se abrió con un leve crujido que hizo volverse a Guy Paré sin poder reprimir un sobresalto. Era la primera vez que iba a encontrarse cara a cara con el vicario de Cristo.
Lo primero que llamó su atención fue lo austero de la estancia, desprovista de cuadros, tapices o muebles de valor. Guy Paré no pudo por menos que admirar ese rasgo de la personalidad de Inocencio. Los siervos del Señor debían mostrar lejanía de las tentaciones mundanas, ya fuera de la riqueza o de la carne.
Inocencio III levantó la mirada de los papeles que tenía en su mesa y escrutó lentamente a Guy Paré. A pesar de que el abad sabía de la juventud del papa, quien aún no había cumplido cuarenta años, su rostro aniñado le desconcertó. Era un hombre de porte serio, con unos ojos grandes y una boca pequeña de labios apretados y carnosos. Sus orejas sobresalían dándole un cierto aire sorprendido y su barbilla prominente le proporcionaba un aspecto de determinación, casi de terquedad.
Inocencio se levantó del sillón, rodeó la mesa y se acercó a Guy Paré con una amplia sonrisa, la de un hombre que se reencuentra con un viejo amigo. Aquella sonrisa, por inesperada, heló la sangre de Guy Paré.
—¡Mi buen abad! —exclamó Inocencio—. Es una alegría conocerte al fin. Ven —añadió con un gesto de apremio—, acompáñame en mis oraciones.
El vicario de Cristo se arrodilló sobre la fría piedra del suelo y animó al abad, que aún no se había recuperado de la impresión, a hacer lo mismo.
Guy Paré no podía concentrarse en la oración. Miraba a hurtadillas el absorto rostro de Inocencio que, con los ojos cerrados, movía los labios acompañando su oración. En aquel momento, a través del velo de miedo, Guy Paré sintió adoración por aquel hombre que, a pesar de su poder, escogía la sencillez y el recogimiento para orar.
El abad se relajó y rezó con fervor para que juntos pudieran cambiar el destino de la cristiandad.
—¿Y bien? —dijo Inocencio cuando pareció darse por satisfecho—. Cuéntame lo que ha sucedido durante tu misión.
Guy Paré comenzó a relatar cómo Jean había robado la reliquia ayudado por un caballero de nombre Roger de Mirepoix y había huido a Hispania con el probable objetivo de entregarla al abad de Leyre. Le contó también que la habían ocultado y que, perseguidos por él y por los caballeros templarios, habían llegado hasta la costa, donde Jean se había lanzado al mar y el caballero del Languedoc había desaparecido.
Inocencio III lo escuchó sin interrumpir, parecía estar absorbiendo todo cuanto decía. Asintió al oír mencionar Leyre y solo reaccionó con desagrado ante la referencia al Languedoc. Cuando Guy Paré terminó su relato, estaba exhausto, pero se sentía liberado. Inocencio lo había escuchado y le iba a prestar su apoyo. La esperanza de salir bien parado resurgió en su interior.
—Tengo una misión para ti —dijo Inocencio colocando su mano sobre el hombro del abad. Partirás de inmediato y buscarás al caballero negro en Leyre, en el Languedoc o donde haga falta. Lo encontrarás y lo traerás a mi presencia, vivo o muerto.
Inocencio dijo esto último casi con deleite, enseñando los dientes. «Un lobo con piel de cordero», pensó el abad.
—Para ayudarte —continuó Inocencio—, pondré a tu servicio a mi mejor hombre. Él te ayudará a encontrar lo que buscamos. Partiréis mañana mismo.
Guy Paré estuvo tentado de objetar a la propuesta de Inocencio, pero se lo pensó dos veces y asintió aliviado. Abandonó la estancia haciendo planes sobre los siguientes pasos a dar.
Inocencio se quedó pensativo. Recordó la conversación con su antecesor, Celestino III, en su lecho de muerte:
—Debes buscar la reliquia. Es tu principal misión en el mundo. Debía ser el legado de Jesucristo a Pedro, pero Santiago la robó y la escondió. Hay que restituir a Roma lo que siempre debió ser de Roma.
—¿Qué es la reliquia? ¿Para qué sirve? —había preguntado Inocencio III.
—Deberás descubrirlo. Cuando la tengas en tu poder, Dios iluminará tu sabiduría y te dirá lo que debes hacer. Reza para cumplir lo que yo no pude.
Aquellas habían sido las últimas palabras de Celestino III. Con ellas, había convertido a Inocencio en su sucesor, pero no había resuelto el enigma de la reliquia. Un año después, Inocencio III no parecía haber avanzado en su cometido.
Escuchó unos pasos ligeros a su espalda y una leve sonrisa asomó a sus labios.
—Me llamasteis, santo padre.
—Siempre tan silencioso, mi querido Giotto. Tengo una misión para ti, la más importante que hayas tenido jamás.
El caballero no cambió su expresión. No solía hacerlo, estaba acostumbrado a las misiones importantes. Eran su vida.
—Acompañarás al abad de Citeaux. Él cree que está al mando. Deja que continúe así. Cuando tengas lo que busco, mátalo. Con crueldad.
Esta vez Giotto sonrió.
4
Año 2020
Las frías luces del auditorio del Palacio de Congresos de Vitoria-Gasteiz se encendieron cuando Marta terminó su exposición y le hicieron parpadear hasta que sus ojos se acostumbraron. Soltó el aire de los pulmones liberándose de la tensión que siempre le producía hablar en público y se volvió hacia la audiencia dispuesta a contestar las siempre difíciles preguntas que solían hacerse tras una presentación en un congreso científico.
Se sentía preparada para responderlas todas, pues versarían sobre el trabajo de los últimos cuatro años.
Entonces lo vio.
Se encontraba al fondo de la sala, apoyado en la pared, con una actitud relajada. Vestía una gabardina que envolvía su enorme figura y llevaba las manos metidas en los bolsillos, como si estuviera allí por casualidad. Marta no creía en las casualidades.
El teniente Luque la miró y ella le respondió retadora, hasta que se dio cuenta de que no había escuchado la pregunta de una mujer del público. Trató de regresar a su mundo actual, pero la visión de la sangre, el ruido de un disparo y el olor de la pólvora la atraparon en el pasado y todo su aplomo y su confianza desaparecieron.
Cuando terminó la conferencia, ya sentados en la cafetería del centro de reuniones, el teniente Luque miró a Marta con aire reposado mientras ella tomaba su café.
Marta recordó la última vez que habían estado en la misma situación, en el monasterio de Santo Domingo de Silos, dos años atrás. Como en aquella ocasión, un escalofrío recorrió su cuerpo.
—No se preocupe —dijo el teniente anticipándose a su incomodidad—, solo estoy aquí porque necesito su opinión.
—¿Mi opinión? —repitió Marta desconfiada.
El teniente esbozó una sonrisa que trató de ser tranquilizadora, pero que a Marta se le antojó algo cruel. Asintió misterioso mientras a ella le invadía la sensación de que él estaba disfrutando con la situación. Lo miró con detenimiento y se dio cuenta de que algunas canas comenzaban a asomar y las arrugas de su rostro parecían un poco más profundas, como si la presión de su trabajo lo estuviese envejeciendo de manera prematura.
—Bien, ¡dispare entonces! —añadió con una clara referencia a lo que había pasado en Silos para demostrarle que no se sentía intimidada.
El teniente lanzó una carcajada y Marta se sorprendió pensando que era la primera vez que lo veía reír.
—Iré directo al grano —dijo con un gesto de respeto—. El objeto que usted encontró...
—Y que me fue requisado...
El teniente hizo una mueca de fastidio antes de continuar.
—El objeto en cuestión fue enviado al Vaticano, donde ha estado bajo estricta supervisión y análisis hasta la semana pasada. Solo unas pocas personas han podido acceder a él, porque solo ellas conocían su emplazamiento exacto.
—Muy interesante —respondió Marta enarcando las cejas—, pero no sé por qué me cuenta todo esto. No me interesa.
El teniente tamborileó con los dedos en la mesa. Ahora parecía extrañamente nervioso y a Marta le asaltó la sospecha de que aquella reunión no era solo para obtener información. El teniente la miró a los ojos sin pestañear y pareció tomar una decisión.
—¿Qué sabe del objeto que encontró? —preguntó dando un rodeo evidente.
—No mucho más de lo que ya saben en el Vaticano; han tenido tiempo de sobra para estudiar el libro de Jean.
El teniente miró a Marta con un gesto de advertencia y de invitación a continuar.
—La reliquia parecía provenir del mismo Jesucristo, quien se la habría dado a Santiago la noche de la última cena. Santiago la llevó hasta Hispania, donde la escondió para evitar que cayese en manos de Pedro. Años después, fue trasladada hasta el sur de Francia, aunque no hay referencias en el libro sobre cuándo sucedió. Jean la robó y la ocultó en Silos, ya que Roma la buscaba pensando que les otorgaría un gran poder. Allí permaneció hasta que yo la encontré.
Marta dijo esta última frase con muestras de orgullo no disimulado.
—Eso es lo que usted sabe. Ahora le pido que me diga lo que usted piensa —respondió haciendo énfasis en la última palabra.
—¿Mi opinión? —preguntó Marta sintiendo que poco a poco se acercaban a la verdadera razón de la visita—. Todo eso son tonterías, inventos para crédulos y deseos confundidos con la realidad.
—¿Y si no fuera así? Se han tomado muchas molestias y han dedicado ingentes recursos a buscar o proteger la reliquia.
El rostro del teniente Luque se tornó serio. Bajó la voz y se inclinó hacia Marta, como si quisiera hacerle una confidencia.
—Todo lo que le voy a contar a partir de este momento es confidencial y espero la máxima discreción por su parte.
Miró a Marta con fijeza para dejarle claro que no estaba bromeando, pero había dejado entrever un tono de ansiedad en su voz.
—Bien, teniente —dijo levantándose con parsimonia—, ha sido un placer volver a verlo. No dude en visitarme si pasa por San Sebastián —añadió ella tendiéndole la mano.
El rostro del guardia civil reflejó sorpresa y enfado a partes iguales. Contempló la mano extendida y lanzó un suspiro de resignación. Con un gesto de ruego, señaló la silla.
—Estas son las nuevas reglas, teniente. Sin rodeos ni secretos me contará por qué ha venido a verme y luego yo decidiré qué hago con la información que me dé. Incluso seré libre de llamar a un periodista y contársela.
—No hará eso —respondió tajante.
—No me ponga a prueba.
Media hora más tarde, el café de Marta se había enfriado hasta hacerse imbebible; la historia que le acababa de contar era del todo inverosímil.
—A ver si lo he entendido bien —dijo mirando al teniente Luque con una mueca de burla que no pudo reprimir—. ¿Me está diciendo que un ladrón entró en el Vaticano, recorrió kilómetros de pasillos, localizó la reliquia protegida como una joya de valor incalculable, la robó y salió silbando para perderse por las callejuelas de Roma como un vulgar turista?
—Evidentemente, no fue así —dijo el teniente exhalando un suspiro de resignación—. Tuvo que ser alguien de dentro. Quien lo haya hecho conocía el lugar, tenía los accesos previstos y ejecutó el plan con precisión milimétrica.
El recuerdo de la Sombra recorrió la mente de Marta estimulado por el comentario del teniente. También aquel hombre hacía las cosas con precisión milimétrica. Tuvo que recordarse que Federico había muerto.
—¿Y quién podría querer robar la reliquia con tanto ahínco? —preguntó con ingenua extrañeza.
El teniente dejó que atara cabos.
—¿No pensará que yo...? —preguntó escandalizada.
—Por supuesto que no —respondió el teniente casi divertido por la reacción—. Me subestima usted, Marta.
Marta no pudo pasar por alto que era la primera vez que se dirigía a ella por su nombre de pila, aunque seguía tratándola de usted.
—Entonces no entiendo por qué razón ha venido a verme.
Dudó por un instante y una idea comenzó a formarse en su mente. Negó con la cabeza mientras el teniente Luque sonreía al darse cuenta de que ella ya había adivinado la razón de su presencia.
—No habla en serio...
La frase quedó en el aire, como si tuviera miedo de pronunciarla y hacerla así realidad. El teniente Luque asintió con gesto serio.
—Necesito que venga conmigo a Roma y me ayude a recuperar la reliquia.
5
Año 1200
Los sótanos del monasterio de San Juan, donde un año antes había sido torturado Jean, eran profundos y húmedos. Ratas y cucarachas se escurrían entre las sombras y alrededor de los espectrales artilugios de tortura que abarrotaban la sala. El olor era punzante, una mezcla de sangre y orines que nadie se ocupaba de eliminar. Quienes tenían el infortunio de ser arrastrados por la fuerza hasta allí veían en aquel lugar la antesala del infierno.
Guy Paré, sin embargo, sonreía satisfecho. No lo había hecho muy a menudo durante el año que había transcurrido desde su llegada a aquel territorio hostil que se extendía a ambos lados de los Pirineos.
Aquel día tenía motivos.
Escuchó los gemidos de Arnaldo, el abad de Leyre, y se deleitó con el dolor ajeno, que saciaba su frustración y su necesidad de saber.
A su lado, Giotto observaba la escena con evidente desagrado, lo que a Guy Paré también le satisfacía. Giotto era un hombre de acción y se había convertido en un socio perfecto. Desaparecía por las noches y regresaba con algún pobre monje de los monasterios que Guy Paré señalaba. A partir de ahí, este les extraía toda la información disponible, cuando no morían antes de tiempo.
Esta vez la víctima era caza mayor. Arnaldo, el principal encubridor del maldito caballero negro. Arnaldo, el sedicioso abad de Leyre.
Era anciano, pero había resistido lo suficiente como para confesar que no había vuelto a ver al caballero negro desde hacía un año. Tampoco parecía saber nada de Jean, el ladrón de la reliquia. Esto último podía significar muchas cosas.
Lo que más había satisfecho a Guy Paré había sido una confesión inesperada de Arnaldo. Parecía creer que la reliquia tenía una utilidad práctica relacionada con el arca de la alianza, el poder para usarla o controlarla. Aquella información hizo que se estremeciera. Por un instante, se sintió conectado con Dios y tuvo la visión de un ejército de ángeles victoriosos aplastando infieles y herejes. Y él cabalgaba junto a ellos.
Giotto salió por la puerta sin despedirse y Guy Paré se volvió hacia Arnaldo, que lo miraba suplicante. Guy Paré sonrió al abad, que malinterpretó su gesto. Entonces, ante su sorpresa, giró la rueda del potro una vez más. El alarido retumbó en la gran sala
