Codex Damnatorum: El libro de los condenados
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Codex Damnatorum: El libro de los condenados es una antología de horror que contiene doce relatos que mezclan el terror con la fantasía al ahondar en uno de los sentimientos más primitivos del ser humano: el miedo a lo desconocido.
En sus páginas, encontrarás rituales, bestiarios con seres cósmicos e historias que te llevarán de la mano por realidades que nunca imaginaste. Así, te permitirán apreciar lo incómodo y bizarro de cada una de sus situaciones. Dentro del codex, hallarás verdades viscerales que te mostrarán una cara del universo que nunca conociste.
Apaga la luz, toma el libro entre tus manos y viaja a través de las diferentes historias para encontrarte con ángeles del apocalipsis, hombres condenados al infinito y planetas habitados por regímenes de pesadilla. Hasta verás el fin del mundo de pie, congelado, observando el avance de una criatura colosal e imparable. Y eso es solo un vistazo de lo que admirarás a través de la hórrida ventana que tienes delante de ti.
¿Te animas a leer un poco de horror o no hay agallas suficientes en tu cuerpo?
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Codex Damnatorum - Jonathan Fernández
ADVERTENCIA AL LECTOR
Este libro contiene historias cortas, antiguos rituales, bestias y su morfología, y mucho más.
En caso de ser leído, por favor, no duerma durante las próximas seis horas. Es una advertencia clara que espero pueda respetar. De lo contrario, sus más profundos pensamientos podrían salirse de control.
HISTORIA PROHIBIDA
LA SECTA DE GARAHM
La catedral se había envuelto en llamas.
Ni una sola persona vio lo que pasó,
pero ahí estaba la campana, sonando.
Y cuando la campana suena, lo ominoso y lo terrible
emergen desde la oscuridad.
Fue ahí cuando todo el mundo supo que la cosa iba en serio
y que su Dios estaba furioso.
Una mujer se colgó frente a la cruz y, orando, traspasó su fe hacia la desgracia.
Un hombre clavó en su palma una estaca y la llevó a su pecho en señal de salvación,
pero ninguno de los dos había ofendido al verdadero Dios, sino a alguno pagano.
Pensaban que creían en lo correcto, pero se dieron cuenta de que
la oscuridad tenía muchísimas formas,
y una de ellas se hace llamar Dios.
Capítulo 1
EL INFIERNO DE DANTE Y LA MUERTE DE JUDAS
Si su madre hubiera estado viva, le habría golpeado la cabeza para que no hiciera ninguna tontería. Así era él: tonto, pero capaz, como un niño lleno de imaginación y de curiosidad, pero que también investigaba cosas que no debía. Todos en la ciudad lo sabían. Era un hombre desinteresado en todo, menos en una cosa: en Dios.
No, no era ni católico ni evangélico. En esta ciudad, creían en otra cosa, aunque había seguidores de diferentes religiones, pero eran vistos de muy mala manera. Si no eras devoto de Garahm, no eras ni de cerca un verdadero creyente y serías expulsado de la comunidad.
Sí, así era esta ciudad tan metida en lo suyo y sumida en sus propios principios oscuros.
Beltran investigaba sobre ello porque no consideraba que su fe fuera errada; él quería creer en Garahm, como su madre se lo había dicho, pero lo movía otra cosa. No un dios, sino más bien una creencia de que esta deidad, que tanto adoraba su familia, no era nada bueno y que, quizá, estuviera por condenarlos más pronto que tarde.
Por ello se la pasaba en la antigua biblioteca de Bastomelithus, encerrado en la gran recámara roja, donde la luz teñía de sangre todas las portadas y el brillo resaltaba las palabras invisibles. Las arañas anidaban entre tapa y tapa, algunas como especies únicas en el mundo, con doce ojos, ocho patas y quelíceros de casi un centímetro; eran venenosas, por supuesto, de hecho, se decía que su veneno era más complicado de curar que el de una viuda negra en su mejor etapa de vida.
—Como si un bicho fuera capaz de dejarme fuera de juego —dijo y siguió rebuscando entre las páginas amarillas, mientras las palabras se desvanecían debido a su antigüedad.
No había problema alguno con que alguien revisara los textos de Garahm ni las épicas aventuras de Fosolikus, un guerrero conocido de la mitología local. Nadie podía impedir a los investigadores que se metieran a ese cuarto rojo, ni nadie intentaba hacerlo. Para ellos, era mejor no saber que saber demasiado. Y meterse en la investigación de un apasionado podría llevarlos a arrepentirse.
El hombre fantaseaba con encontrar la raíz del problema: descender al infierno, rescatar a su amada —en este caso, su amor era la verdad— y subir al cielo sobre el lomo de Pegaso. Pero el averno era como en la Divina Comedia, repleto de capas con diferentes tipos de oscuridad.
La más peligrosa era la que se desviaba del camino principal, porque, si no se siguiera recto de principio a fin, a medida que el trono del mal se acercara, no se sabría qué clase de cosas se podrían encontrar.
El problema real era lo perdido, lo oculto, lo que estaba más allá de nuestro imaginario. Sí, la ida sin la vuelta.
Envalentonado, Beltran hizo aquello de lo que nunca estuvo del todo seguro. Buscó ser fiel a la verdad y halló, desgracias.
Hojeando las páginas bajo la luz roja, palabras extrañas se hicieron presentes. Nombres impronunciables, verdades inconcebibles.
—Obra de Dios —leyó en algún lugar y, al dar vuelta la página, vio un río de cadáveres más largo que el Estigia—: las tierras prohibidas. El foso de las víctimas. A dónde vamos, de dónde venimos. Todo está impreso en estas páginas, dibujado por un incoherente y delirante artista que perdió la vida luego de presenciar tales imágenes —agregó en un soliloquio incómodo.
El libro parecía tener vida propia, ya que guiaba al lector y le mostraba las páginas prohibidas, escritas por un demonio real.
La sangre de aquella nacida en desgracia, de eso ha de alimentarse su hijo.
Del seno de una madre moribunda bebe y su leche tiene ese sabor agrio, el que tendría un cuerpo en descomposición. Así nació la virtud real, el hijo que blasfema ante su propio creador y que arranca sus vísceras para alimentarse de ellas.
Todo era tan grotesco que, a veces, volteaba la vista hacia la puerta para corroborar que nada estuviera tras su pista. Acceder a esa cámara roja era un privilegio, ya que no todos eran capaces de aguantar tales verdades incoherentes.
—¿Cómo podremos terminar con esta locura? Si esto sigue así, no tardarán en querer matarme. Amor mío, verdad insólita, te necesito. Encuéntrame. Antes de que ellos vengan por mí. Aun cuando saben que es imposible arrebatarme la vida.
Llevó el libro a su pecho y se persignó en reversa; así lo hacían en donde él vivía. Dios, seguramente, estaría mirándolo, aunque, en la cámara roja, su vista se hacía menos aguda.
Tras su investigación, Beltran siguió soportando las atrocidades ocurridas día y noche en el condenado pueblo. Desde la habitación, se podía escuchar cómo el cántico de la Santa Iglesia de Madhamia penetraba toda muralla. Su coro era insensible a todo. Esto se repetía a las seis de la tarde y a las seis de la mañana, se oían las voces de hombres, mujeres y niños. Lamentos provenientes del cansancio, porque la gente que ahí estaba —las familias que se habían entregado a su dios— no tenía permitido el descanso. Ensayaban día y noche, se alimentaban del fruto prohibido, bebían los fluidos corporales de la estatua en honor a Madhamia —su virgen— y así se mantenían de pie. La estatua vertía su agua milagrosa, proveniente de los huecos de sus partes íntimas y de su boca. Era un viscoso jugo oscuro al que llamaban «el Milagro Santo» o «Santo Milagro». Alteraban aquellas palabras por mero capricho, porque, a pesar de todo, significaban lo mismo: el néctar prohibido. Eso que adoraban sin restricciones.
También estaban los que no aguantaban esa ambrosía proveniente de donde uno nace y de donde uno come. Los que vomitaban o morían a causa de fuertes convulsiones que los hacían retorcerse hasta destrozar su cráneo contra las columnas interiores del templo. Muchos decían ver a esa virgen frente a ellos, besar sus labios y perderse en el camino. Otros creían que esta mujer no era un ser divino, si no una persona que se encontraba dentro de la misma estatua, envuelta en ese mármol —quizás hace mucho, quizás hace poco— y que, al día de hoy, seguía entregando sus fluidos a los creyentes para que estos despertaran sus sentidos.
—Señor… ¡escúchame, Señor! —gritaba el sacerdote con la túnica de color rojo sangre—. Háblame. ¿Por qué estamos adorándote y tú no nos devuelves la bendición? ¿qué te hemos hecho? —Entonces, entre lágrimas, secándose el rostro con sus arrugadas manos, se postró—. Dímelo… ¡habla para mí!
Seguido a esto, se derrumbó y su cabeza cayó en la fuente ennegrecida por ese néctar sagrado.
Quizá —una vez más—, deberían buscar otro reemplazo, porque ese hombre había perdido el juicio y también la vida. Así lo habían charlado los altos miembros de la comunidad antes de ejecutar la orden.
Beltran salió con
