Nuevas crónicas de Gran Bretaña
Por David Crane
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Hace veinte años, Bill Bryson emprendió un viaje por Gran Bretaña para disfrutar de la isla verde y amable que se había convertido en su país adoptivo. El divertidísimo libro que resultó, Crónicas de Gran Bretaña, llegó al corazón de la nación y se convirtió en el libro de viajes más vendido de la historia. Para conmemorar el vigésimo aniversario de aquel clásico moderno, Bryson emprende un nuevo viaje por Gran Bretaña para ver qué ha cambiado.
Siguiendo una ruta que él denomina Línea Bryson, se propone redescubrir este país maravillosamente hermoso, magníficamente excéntrico y entrañablemente único que creía conocer, pero que ya no reconoce del todo. Sin embargo, Bill Bryson todavía se complace en llamar hogar a esa isla lluviosa. Y no solo por los tés con pastas, una historia noble y un día libre extra en Navidad.
Una vez más, con su inigualable instinto para detectar lo más divertido y estrafalario, su ojo infalible para lo entrañable, lo ridículo y lo escandaloso, Bryson nos ofrece una visión aguda y perspicaz de todo lo mejor y lo peor de Gran Bretaña.
David Crane
David Crane's first book, ‘Lord Byron’s Jackal’ was published to great acclaim in 1998, and his second, ‘The Kindness of Sisters’ published in 2002, is a groundbreaking work of romantic biography. In 2005 the highly acclaimed 'Scott of the Antarctic' was published, followed by ‘Men of War’, a collection of 19th Century naval biographies, in 2009. His ‘Empires of the Dead’ was shortlisted for the 2013 Samuel Johnson Prize. He lives in north-west Scotland.
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Nuevas crónicas de Gran Bretaña - David Crane
1. ¡que le den por culo a bognor!
Hasta que no fui por primera vez, lo único que sabía de Bognor Regis, aparte de cómo se pronuncia, es que, en el pasado, se desconoce exactamente cuándo, un monarca británico moribundo, en un último momento de acritud, pronunció las palabras «¡Que le den por culo a Bognor!» justo antes de morir; ignoraba, sin embargo, de qué monarca se trataba y por qué su último deseo en la tierra fue ver sodomizada a una ciudad turística mediana de la costa inglesa.
El monarca, según supe después, era el rey Jorge V y la historia cuenta que, en 1929, viajó a Bognor siguiendo el consejo de su médico, Lord Dawson of Penn, que consideraba que un poco de aire fresco lo ayudaría a recuperarse de su grave afección pulmonar. El hecho de que el único tratamiento que se le ocurriera a ese tal Dawson fuera cambiar de lugar podría evidenciar su rasgo más destacado como doctor: su incompetencia. En realidad, la ineptitud de Dawson era tan célebre que incluso se compuso una tonadilla en su honor. Decía así:
Lord Dawson of Penn
Has killed lots of men.
So that’s why we sing
God save the King.10
El rey no eligió Bognor porque le tuviera un afecto especial al lugar, sino porque Sir Arthur du Cros, un rico amigo suyo que tenía allí una mansión, Craigweil House, se la ofreció para su uso personal. Según se dice, Craigweil era un refugio horrible e incómodo, y al rey no le gustó nada; el aire del mar, sin embargo, le hizo mucho bien y, al cabo de unos meses, ya se había recuperado lo bastante para regresar a Londres. Tal vez partiera de Bognor con buenos recuerdos, pero, de ser así, no dejó testimonio de ellos.
Al cabo de seis años, cuando el rey recayó y empezó a agonizar, Dawson le aseguró, impasible, que pronto estaría bien para pasar en Bognor otras vacaciones. «Que le den por culo a Bognor», se dice que replicó el rey y, a continuación, falleció. Casi todo el mundo considera que es una historia de ficción, pero uno de los biógrafos de Jorge V, Kenneth Rose, mantiene que podría ser cierta y que, sin duda, encajaría con el carácter del rey.
Como Bognor había sido residencia del rey durante una corta temporada, la ciudad solicitó que se añadiera la palabra «Regis» a su título y, en 1929, se le concedió la petición. Curiosamente, la elevación de su rango y el comienzo de su decadencia terminal prácticamente coincidieron en el tiempo.
Como gran parte de la costa británica, Bognor ha conocido épocas mejores. En el pasado, multitud de gente acudía entusiasmada con sus elegantes ropas a la ciudad para pasar allí un fin de semana libre de preocupaciones. Bognor tenía el Theatre Royal, un gran pabellón con una pista de baile con fama de ser la más elegante del sur de Inglaterra, y el reputado Kursaal, un edificio en el que, a pesar de su nombre, no se curaba a nadie,11 pero cuyos clientes podían patinar al ritmo de la música de una orquesta local y luego cenar bajo palmeras gigantescas. Todo eso ya es historia.
El muelle de Bognor aún sobrevive, aunque apenas. Originalmente tenía unos trescientos metros de largo, pero algunos de los dueños de las casas de la zona adquirieron la costumbre de ir a abastecerse allí de madera cada vez que algún incendio o una tormenta causaba daños, de modo que hoy el embarcadero no es más que una punta de menos de cien metros que ni siquiera llega al agua. Bognor fue durante años el escenario de un concurso anual de hombres pájaro. Los participantes trataban de elevarse en el aire desde la pasarela del muelle con la ayuda de toda una amplia gama de artefactos fabricados a mano —bicicletas equipadas con cohetes a ambos lados y ese tipo de cosas—. Uno tras otro, los concursantes recorrían la ridícula distancia del embarcadero y caían al agua, para regocijo del público presente. Sin embargo, con el muelle acortado, acababan estrellándose contra la arena y los guijarros de una forma más alarmante que divertida. El concurso se canceló en 2014 y se ha trasladado de forma permanente unos pocos kilómetros al sur de Worthing, donde los premios son mayores y el embarcadero aún llega al agua.
En 2005, en un intento de revertir el largo y progresivo declive de Bognor, el consejo del distrito de Arun formó la Bognor Regis Regeneration Task Force (Cuerpo Especial para la Regeneración de Bognor Regis) con el objetivo de conseguir una inversión de 500 millones de libras para la ciudad. Como quedó claro que nunca podría disponerse de semejante cantidad, el objetivo se redujo primero a 100 millones de libras y, más tarde, a 25 millones. Eso también resultó ser demasiado ambicioso. Al final se decidió que un objetivo más realista sería una suma de más o menos cero. Cuando se dieron cuenta de que ese objetivo ya lo habían conseguido, el cuerpo especial se disolvió: había cumplido su cometido. Por lo que sé, en la actualidad las autoridades se limitan a velar para que Bognor vaya tirando, como un paciente al que se mantiene con vida con apoyo vital.
Aun así, Bognor no está tan mal. Tiene una extensa playa con un curvo paseo marítimo de cemento, y un centro compacto y cuidado, aunque no próspero. Hacia el interior hay un lugar llamado Hotham Park, con senderos serpenteantes, un lago artificial donde pasearse en barca y un trenecito. Pero eso es todo. Si buscáis por internet qué hacer en Bognor, lo primero que aparece es Hotham Park. La segunda atracción sugerida es una tienda donde se venden escúteres.
Paseé junto al mar. Un buen número de personas caminaba sin prisa, disfrutando del sol. Íbamos a tener un verano fantástico. Ya a esa hora, a las diez y media de la mañana, era evidente que nos esperaba un día abrasador, según los estándares británicos, claro. Mi plan inicial era caminar dirección oeste, hacia Craigweil, para ver dónde se había alojado el rey, pero, al enterarme de que en 1939 habían derribado la mansión y de que la zona se encontraba ahora plagada de viviendas, comprendí que mi esperanza era vana. Así que enfilé el paseo dirección este, hacia Felpham: casi todo el mundo iba hacia allí y di por sentado que sabían lo que hacían.
A un lado tenía la playa y un mar brillante y reluciente, y, al otro, una hilera de elegantes casas modernas, todas refugiadas de las miradas de los paseantes detrás de altos muros. Los propietarios, sin embargo, habían dejado sin resolver un problema evidente: el mismo muro diseñado para que los de fuera no fisgonearan impedía que los de dentro disfrutaran de las vistas. Para poder ver el mar, los ocupantes de esas elegantes residencias tenían que subir al piso de arriba y salir a la terraza, donde quedaban expuestos a nuestras miradas. Lo veíamos todo: si estaban morenos o blancuchos, si se tomaban una bebida fría o caliente, si eran lectores de prensa amarilla o del Telegraph. Y ellos actuaban como si nuestras miradas les fueran indiferentes, pero era evidente que no era así. Al fin y al cabo, era mucho pedir. Tenían que fingir, en primer lugar, que, de algún modo, las terrazas los hacían invisibles a nuestros ojos y, además, que nosotros éramos una parte tan incidental del paisaje que no se habían fijado en que les prestábamos atención. ¡Y todo eso era mucho fingir!
Como prueba, traté de establecer contacto visual con la gente que estaba sentada en las terrazas. Sonreí como quien dice: «¡Hola! ¡Te veo!», pero todos apartaron rápidamente la mirada o actuaron como si ni siquiera me vieran, como si estuvieran concentrados en el horizonte lejano, en algún punto situado en las inmediaciones de Dieppe o posiblemente de Deauville. A veces tengo la sensación de que debe de ser agotador ser inglés. Sea como sea, me parecía obvio que los privilegiados éramos nosotros, los que estábamos en el paseo, porque podíamos ver el mar en todo momento, sin tener que subirnos a ningún lado ni fingir que nadie nos veía. Y lo mejor de todo era que, al terminar el día, podíamos subirnos al coche e irnos a una casa que no estaba en Bognor Regis.
Decidí que, después de Bognor, iría por la costa en autobús hasta Brighton. La verdad es que la idea me entusiasmaba: nunca había visitado esa parte del litoral y estaba muy ilusionado. Me había imprimido un horario de autobuses y seleccioné el de las 12:19, el que mejor se adecuaba a mis planes. Sin embargo, mientras apretaba el paso hacia la estación, convencido de que me sobraban algunos minutos, vi contrariado que mi autobús se alejaba dejando tras él una nube de humo negro. Tardé unos minutos en deducir que mi reloj no funcionaba bien: la batería se estaba agotando. Como faltaba aún media hora para que saliera el siguiente autobús, aproveché para entrar en una joyería, donde un hombre taciturno examinó mi reloj y me dijo que una batería de recambio me costaría 30 libras.
—Pero si es más de lo que me costó el reloj —balbuceé.
—Eso explica que ya no funcione —dijo y me lo tendió con una mirada de solemne indiferencia.
Aguardé por si tenía algo más que decir: tal vez hubiera en él una sombra remota de interés por ayudarme a llevar la hora exacta en mi muñeca y, de paso, mantener su negocio a flote. Al parecer no era así.
—Bueno, será mejor que me marche —dije—. Ya veo que está usted muy ocupado.
No sé si advirtió mi risa solapada, pero, si así fue, no lo demostró. Se encogió de hombros y ahí terminó nuestra relación.
Tenía hambre y, como ya solo faltaban veinte minutos para el siguiente autobús, fui a un McDonald’s para ganar tiempo. Debería habérmelo pensado dos veces. La verdad es que tengo poca experiencia con los McDonald’s. Hace unos años, después de pasar el día fuera con toda la familia, un asiento trasero atiborrado de nietos suplicó comida basura a gritos y acabamos deteniéndonos en un McDonald’s. A mí me tocó ir a pedir la comida. Pregunté a cada uno de los miembros del grupo —éramos unos diez, distribuidos en dos coches—, lo anoté todo en la parte posterior de un viejo sobre y me dirigí al mostrador.
—Bien —le dije con decisión al joven empleado cuando me llegó el turno—. Querría cinco Big Macs, cuatro hamburguesas con queso, dos batidos de chocolate...
De pronto, alguien se me acercó para decirme que uno de los niños quería nuggets de pollo en lugar de un Big Mac.
—Lo siento —dije, y proseguí—: póngame cuatro Big Macs, cuatro hamburguesas de queso, dos batidos de chocolate...
Una personita me tiró entonces de la manga para decirme que el batido lo quería de fresa, no de chocolate.
—Vale —repuse, y me dirigí de nuevo al empleado—. Póngame entonces cuatro Big Macs, cuatro hamburguesas con queso, un batido de chocolate, uno de fresa, tres nuggets de pollo...
Y así una y otra vez, mientras yo trataba de concretar el largo y complicado pedido de todo el grupo.
Cuando por fin llegó la comida, el joven me entregó cerca de once bandejas cargadas con treinta o cuarenta bolsas.
—¿Qué es esto? —pregunté.
—Su pedido —me respondió y se puso a leer lo que le aparecía en la caja registradora—: Treinta y cuatro Big Macs, veinte hamburguesas con queso, doce batidos de chocolate...
Resultó que, en lugar de corregir el pedido cada vez que yo le introducía un cambio, se había dedicado a añadirlo a la lista.
—Yo no he pedido veinte hamburguesas de queso: he pedido cuatro hamburguesas de queso cinco veces.
—Es lo mismo —dijo.
—No, claro que no es lo mismo. No me puedo creer que seas tan idiota.
Dos de las personas que esperaban en la cola detrás de mí hicieron piña con el empleado.
—Usted ha pedido todo eso —aseguró uno.
El encargado se acercó y leyó lo que ponía en la caja.
—Aquí dice veinte hamburguesas de queso —sentenció como si hubiera encontrado mis huellas dactilares en un arma.
—Ya sé que dice eso, pero no es lo que he pedido.
Uno de mis nietos mayores acudió a ver lo que sucedía. Le expliqué lo que había pasado, sopesó lo ocurrido con sensatez y resolvió que, después de todo, la culpa la tenía yo.
—No puedo creer que seáis todos tan idiotas —le solté a un público ahora integrado por unas dieciséis personas, algunas recién llegadas, pero todas en mi contra. Al rato, vino mi esposa y se me llevó de allí cogiéndome del codo, como le había visto hacer tantas veces con los pacientes psiquiátricos que se ponían a parlotear. Arregló el problema cordialmente con el encargado y el empleado, llevó dos bandejas de comida a la mesa en menos de treinta segundos y me dijo que no volviera a aventurarme a entrar en un McDonald’s nunca más, ni solo ni bajo supervisión.
Y ahí estaba de nuevo: en un McDonald’s, por primera vez desde el último alboroto. Me juré a mí mismo que me comportaría, pero es que los McDonald’s me superan. Pedí un sándwich de pollo y una Coca-Cola light.
—¿Lo querrá con patatas fritas? —me preguntó el joven que me atendía.
Titubeé unos instantes y, en un tono algo molesto, pero también paciente, dije:
—No. Por eso no las he pedido.
—Es que tenemos que preguntarlo —aclaró.
—Cuando quiero patatas fritas, acostumbro a decir algo así como «¿Podría ponerme también unas patatas fritas?». Es el sistema que empleo.
—Es que tenemos que preguntarlo —repitió.
—¿Necesitas saber también las otras cosas que no quiero? Es que la lista es larga. De hecho, incluye todo lo que tenéis en la carta salvo las dos cosas que te he pedido.
—Es que tenemos que preguntarlo —volvió a repetir, ahora con una voz más funesta; luego dejó las dos cosas que le había pedido en una bandeja y, sin el menor atisbo de sinceridad, me deseó un buen día.
Enseguida me di cuenta de que probablemente todavía no estaba preparado para los McDonald’s.
El autobús que va de Bognor Regis a Brighton pasando por Littlehampton se anuncia como Coastliner 700, un nombre que le da un aire elegante y estiloso, de vehículo que probablemente va equipado con un motor turbo. Me imaginé cómodamente sentado a mucha altura del suelo, en un lujoso asiento de terciopelo, bajo el aire acondicionado, disfrutando de las vistas del mar reluciente y el campo ondulado que vería a través de unos cristales tímidamente tintados, de esos que tienen un tono tan sutil que te entran ganas de volverte hacia la persona que va sentada al lado para preguntarle:
—¿Estos cristales están tintados o es que Littlehampton es siempre algo azulado?
Pero el vehículo que llegó resollando no tenía ninguna de esas cosas. Era un estrecho autobús de un solo piso, sofocante, con cantos metálicos por todas partes y asientos de plástico mohosos. Era el tipo de autobús en el que esperaría que me metieran si tuvieran que trasladarme de prisión. Lo bueno es que era barato: 4,40 libras por el trayecto hasta Hove, menos de lo que me había costado la jarra de cerveza que me había tomado en Londres la noche anterior.
Todavía estaba bastante emocionado, porque iba a pasar por toda una retahíla de pueblecitos encantadores —o eso esperaba—: Littlehampton, Goring-by-Sea, Angmering, Worthing, Shoreham. Imaginaba que serían como los alegres pueblecitos que aparecían en los libros que la editorial infantil Ladybird publicaba en la década de 1950: callejuelas empinadas con agradables salones de té, tiendecitas con toldos de rayas de colores vivarachos en las que se vendían molinetes y pelotas de playa, y gente paseándose con cucuruchos coronados con bolas de helado amarillas. Sin embargo, la mayor parte del tiempo (una hora larga o incluso más) no pasamos cerca del mar, ni siquiera cerca de nada que pareciera un vecindario. Atravesamos un desconcierto interminable de suburbios por circunvalaciones y autovías, en el que no vi más que grandes supermercados (y este es uno de los términos más inadecuados de la vida británica moderna), gasolineras, concesionarios de coches y todas las demás fealdades fundamentales de nuestra época. Un pasajero se había dejado un par de relucientes revistas en el bolsillo del asiento que tenía al lado, y cogí una en un momento de tediosa curiosidad. Eran revistas con uno de esos títulos enfáticos tan chocantes —¡Hola!, ¡OK!, ¡Ahora!, ¡Ahora qué!, ¡Ahora no!—, cuyas portadas estaban llenas de titulares sobre famosas que habían ganado mucho peso, aunque a mí ninguna me parecía gorda. No tenía ni idea de quiénes eran, pero resultaba fascinante leer sus vidas. El artículo que más me gustó —incluso puede que sea lo que más me ha gustado de todo lo que he visto publicado— hablaba de una actriz que se vengó de su inútil pareja haciéndole pagar siete mil quinientas libras por una vagina mejorada. A eso lo llamo yo una buena venganza. Pero, por favor, ¿qué te dan con una vagina mejorada? ¿Wi-fi? ¿Una sauna? Lástima que el artículo no lo aclarara.
Estaba enganchado. Me había quedado absorto en las vidas espléndidamente mal administradas de famosos cuyos comunes denominadores parecían ser cerebros diminutos, tetas gigantes y una gran facilidad por tener relaciones lamentables. Un poco más adelante, en la misma revista, me encontré con este llamativo titular: «¡No mates a tu hijo para hacerte famosa!». Resultó ser el consejo que Katie Price (en mi opinión muy parecida a la difunta modelo Jordan) le dio a una estrella emergente llamada Josie. La señorita Price no es de las que se anda con remilgos. «Escucha, Josie —escribió—, lo que haces es repugnante. ¡La fama no se consigue poniéndote un par de buenas tetas y abortando!». Aunque tanto intelectual como emocionalmente estaba de acuerdo con Katie, a juzgar por el artículo, Josie era la prueba viviente de lo contrario.
Las fotos de Josie mostraban a una joven con unos pechos que parecían los globos de una fiesta y unos labios que me recordaron esas barreras flotantes que se usan para contener las fugas de petróleo. Según el artículo, esperaba su «tercer hijo en dos meses», una tasa de reproducción muy considerable incluso para alguien de Essex. El artículo proseguía diciendo que Josie se había llevado tal decepción al saber que, en lugar de una niña, volvería a tener otro niño que había vuelto a fumar y a beber como señal de protesta contra su sistema reproductivo. Incluso estaba considerando la posibilidad de abortar, de ahí que la señorita Price hubiese intervenido con tanta vehemencia. El artículo mencionaba de paso que la joven Josie estaba sopesando las ofertas de dos editoriales para publicarle un libro. Si una de ellas es la mía, pienso pegar fuego a su sede.
No me gusta hablar como un viejo, pero ¿por qué es famosa esa gente? ¿Qué cualidades tienen para ganarse el cariño del mundo? Ya podemos eliminar el talento, la inteligencia, el atractivo y el encanto de la ecuación, así que, ¿qué queda? ¿Pies delicados? ¿Aliento mentolado? No sabría decirlo. Anatómicamente, muchos ni siquiera parecen humanos y, a juzgar por sus nombres, se diría que la mayoría han llegado aquí desde alguna galaxia lejana: Ri-Ri, Tulisa, Naya, Jai, K-Pez, Chlamydia, Toss-R, Mon-Ron. (Puede que algunos me los haya inventado). Mientras leía la revista, dentro de mi cabeza una voz parecida a la del tráiler de una película de serie B de la década de 1950 decía: «¡Vienen del planeta Memo!».
Vengan de donde vengan, ahora los hay a montones. Como para dar más peso a mi argumento, justo después de Littlehampton, un joven con pantalones anchos y actitud desgarbada se subió al autobús y se sentó delante de mí. Llevaba puesta una gorra de béisbol demasiado grande para su cabeza. Si no le cubría los ojos era por sus enormes orejas. La visera de la gorra estaba plana, como si le hubiera pasado una apisonadora por encima, y todavía tenía pegada la etiqueta con el precio, brillante, como un holograma. En la parte de la frente, en letras mayúsculas, llevaba escrita la palabra «OBEY».12 Unos auriculares mandaban retumbantes ondas sonoras al vacío vertiginoso de su cráneo, en un viaje hacia la mota distante y árida que era su cerebro. Debía de ser algo parecido a la caza del bosón de Higgs. Aunque metiéramos en una habitación a todos los jóvenes del sur de Inglaterra que llevan esa gorra y que tienen esos mismos andares desgarbados, no llegaríamos a reunir suficientes puntos para alcanzar el coeficiente intelectual de un bobo.
Cogí la segunda revista, Shut the Fuck Up! Aquí descubrí que, al parecer, a la hora de dar consejos, esa tal Katie Price no era el parangón de sabiduría que yo había creído. La nueva revista daba un tour guiado por la asombrosamente larga vida amorosa de la señorita Price. Incluía tres matrimonios, dos compromisos rotos, varios hijos y otras siete peticiones de matrimonio serias pero de vida corta; y eso en el fragmento más reciente de su ajetreada existencia. Todas las relaciones de la señorita Price eran extraordinariamente insatisfactorias, cada cual más que la anterior. Se había casado con un tipo llamado Kieran cuyo mayor talento, según creo, era la habilidad de mantener sus cabellos tiesos de formas de lo más interesantes. Poco después de que se mudase a la mansión de 1.100 habitaciones de Katie, ella descubrió que Kieran había estado tonteando con su mejor amiga (que ahora ya no debe de serlo). Por si no bastara con eso (y en el mundo de la señorita Price apenas basta nunca con nada), descubrió que otra de sus mejores amigas también había estado comprobando los motores de Kieran. La señorita Price, con razón, estaba furiosa. Creo que en este caso podría procurarse el palacio de Buckingham de los rejuvenecimientos vaginales.
Al pasar la página, me encontré con la reconfortante descripción de una pareja llamada Sam y Joey, cuyos talentos no fui capaz de identificar. Me gustaría saber cuáles son, por si alguien lo descubre. Sam y Joey, por supuesto, tenían mucho dinero, porque buscaban una gran propiedad en Essex; «lo ideal sería un castillo», declaraba un amigo. De repente me di cuenta de que se me estaba derritiendo el cerebro —ya había empezado a gotear encima de las páginas—, así que dejé la revista y me dediqué a contemplar la escena suburbana que se desplegaba al otro lado de la ventanilla.
Poco a poco, sin poder evitarlo, y después de intermitentes cabezadas, caí en el más profundo de los sueños.
Me desperté de repente y descubrí que estaba en un lugar incierto. El autobús se había detenido junto a un parque urbano; era grande, rectangular y verde, y estaba repleto de gente. Pequeños hoteles y edificios de apartamentos delimitaban tres de sus lados; el cuarto se abría al mar. Era encantador. Junto a mi ventanilla, un caminito peatonal también muy agradable se alejaba del parque. Quizás estábamos en Hove. Me habían dicho que Hove era muy bonito. Me apeé tambaleante y presuroso del autobús, y deambulé arriba y abajo tratando de dar con el modo de descubrir dónde estaba. No podía acercarme a alguien y preguntarle: «Disculpe, ¿dónde estoy?», así que caminé sin rumbo fijo hasta que me encontré con un puesto de información; allí me aclararon que me encontraba en Worthing.
Paseé por el caminito peatonal, Warwick Street, y me tomé una taza de té; luego fui bajando hasta el paseo marítimo, dominado por un parking de varias plantas tan horrendo que dolía mirarlo. Me pregunto qué tendrán en la cabeza los responsables de urbanismo. «Eh, ¡se me ha ocurrido una idea! En lugar de construir hoteles y edificios de apartamentos elegantes junto al mar, plantemos ahí un gigantesco parking sin ventanas. ¡Eso atraerá a la gente a raudales!». Se me ocurrió seguir el paseo hasta Brighton, pero entonces me di cuenta de que lo que se adivinaba en la brumosa distancia era justamente Brighton y estaba muy lejos, de eso no cabía duda (casi a trece kilómetros, según decía mi fiable mapa de la Ordnance Survey,13 una distancia que excedía con creces lo que estaba dispuesto a recorrer a pie en ese momento).
Así que me subí a otro autobús, idéntico al anterior, y seguí mi viaje por carretera. Al principio la cosa prometía, pero la carretera de la costa enseguida se convirtió en una larga sucesión de chatarrerías, almacenes de materiales de construcción y talleres mecánicos de automóviles que, al final, cuando entrábamos en Shoreham, culminó con una central térmica gigantesca. Pillamos una caravana interminable por culpa de algunas obras que se estaban haciendo en la carretera y volví a quedarme dormido.
Me desperté en Hove, exactamente donde quería estar, y me bajé del autobús con mis habituales prisas tambaleantes. Hacía poco que había leído por casualidad algo sobre George Everest, el hombre que dio nombre al monte Everest, y me enteré de que estaba enterrado en el cementerio Saint Andrew, en Hove. Se me ocurrió que podía visitar su tumba. Hasta que no leí sobre el viejo George, nunca me había parado a pensar de dónde había sacado el nombre la montaña. En realidad no deberían haberla bautizado con su nombre. En primer lugar, él nunca la vio. Las montañas, ya fueran las de la India o las de cualquier otra parte, apenas desempeñaron ningún papel en su vida.
Everest nació en 1790, en Greenwich. Era hijo de un abogado y fue educado en escuelas militares de Marlow y Woolwich hasta que lo mandaron a Extremo Oriente, donde se convirtió en topógrafo. En 1817, lo enviaron a Hyderabad, en la India, como jefe adjunto de una iniciativa llamada Gran Proyecto de Topografía Trigonométrica. El objetivo del proyecto era medir un arco a través de India para determinar la circunferencia de la Tierra, una misión a la que había consagrado toda su vida un misterioso e interesante tipo llamado William Lambton. Casi todo lo tocante a Lambton es incierto. El Oxford Dictionary of National Biography14 dice que nació en algún momento entre 1753 y 1769, un abanico de posibilidades cuya amplitud llama la atención. Se desconoce dónde creció, como también los demás detalles de su vida y educación tempranas. Todo lo que se puede decir es que en 1781 se unió al ejército, viajó a Canadá para calcular las medidas de la frontera con los nuevos Estados Unidos y después se fue a la India. Allí se le ocurrió la idea de medir su arco. Trabajó en ello incansablemente durante unos veinte años hasta que, en 1823, murió de forma inesperada en el norte de la India (aunque se desconoce con exactitud dónde, cuándo y cómo). George Everest simplemente completó su proyecto. Fue un trabajo importante, pero no lo llevó a ninguna parte del Himalaya.
Las fotos de Everest en la etapa tardía de su vida muestran un rostro sombrío enmarcado en un círculo casi perfecto por sus cabellos y su barba blancos. La vida en la India no encajaba mucho con él. Pasó cerca de veinte años allí, siempre indispuesto, enfermo de tifus y aquejado de brotes crónicos de fiebre de Yellapuram y de diarrea. Se quedaba largos períodos en casa, de baja por enfermedad. En 1843 regresó a Inglaterra de forma definitiva, mucho antes de que la montaña fuera bautizada con su nombre. Es casi la única montaña de Asia que lleva un nombre inglés. La gran mayoría de cartógrafos británicos eran bastante escrupulosos a la hora de preservar las denominaciones nativas, pero, localmente, el monte Everest se conocía por toda una retahíla de nombres (Deodhunga, Devadhunga, Bairavathan, Bhairavlangur, Gnalthamthangla, Chomolungma y otros muchos), así que no había uno por el que decidirse. Los británicos solían llamarlo Peak XV (Pico XV). Por aquel entonces, nadie sabía que era la montaña más alta del mundo y que, como tal, se merecía una atención especial, de modo que cuando alguien puso el nombre de Everest en el mapa no tenía intención de hacer un gran gesto. Con el tiempo, se descubrió que el cálculo trigonométrico era muy inexacto; Lambton y Everest, por tanto, murieron habiendo conseguido muy poco.
George Everest no pronunciaba su nombre como lo pronunciamos todos en la actualidad (E-ve-rest), sino en solo dos sílabas (Eve-rest); la montaña, por tanto, no solo recibió un nombre inadecuado, sino que además se pronuncia de forma equivocada. Everest murió a la edad de setenta y seis años en Hyde Park Gardens, en Londres, pero su cuerpo fue trasladado a Hove para ser enterrado allí. Nadie sabe por qué. No se conoce que tuviera ninguna conexión con el pueblo ni con ninguna otra parte de Sussex. Me cautivó la idea de que la montaña más alta del mundo lleve el nombre de un hombre que nada tenía que ver con ella y que ni siquiera lo pronunciemos bien. Me parece algo magnífico.
Saint Andrew es una iglesia impresionante, imponente y gris, con una torre cuadrada y sombría. En la entrada había un enorme cartel que rezaba: «La iglesia de Saint Andrew os da la bienvenida». El espacio reservado para el nombre del pastor, los horarios de los servicios y el número de teléfono del sacristán estaba en blanco. Tres grupos de vagabundos se habían instalado en el cementerio, bebiendo y disfrutando del sol. En el grupo que me quedaba más cerca, había dos que discutían acaloradamente, pero no llegué a oír sobre qué. Me paseé entre las tumbas; las lápidas, sin embargo, estaban tan erosionadas que muchas de las inscripciones apenas podían leerse. La tumba de Everest llevaba expuesta al aire salado de Hove casi ciento cincuenta años, de modo que era poco probable que hubiera sobrevivido de forma identificable. Uno de los dos tipos enfrascados en la discusión se levantó y fue a mear contra el muro que rodeaba el recinto. Mientras estaba ahí de pie, desperté su interés y empezó a gritarme por encima del hombro en un tono algo hostil, preguntándome qué buscaba.
Le dije que buscaba la tumba de un hombre llamado George Everest. Me dejó asombrado cuando me respondió, con un acento culto:
—Oh, está justo allí —y señaló unas tumbas que tenía a pocos pasos de mí—. Bautizaron el monte Everest con su nombre, pero en realidad él nunca vio la montaña, ¿sabe?
—Eso he leído.
—Estúpido cabrón —dijo, de forma algo confusa, y volvió a meterse el pito en los pantalones con satisfacción.
Y así terminó mi primer día como turista en Gran Bretaña. Supuse que al menos algunos de los que estaban por venir iban a ser mejores.
2. las siete hermanas
Una mujer a la que no conozco de nada no para de mandarme correos electrónicos para informarme de cómo reconocer que estoy teniendo una apoplejía.
«Si notas un cosquilleo en los dedos —dice uno de los mensajes—, puede que estés teniendo una apoplejía. Busca atención médica de inmediato». (Los mensajes vienen con un montón de cursivas y exageradas mayúsculas, supongo que para recalcar la gravedad de la situación). En otro mensaje dice: «Si a veces te cuesta recordar en qué piso del parking has dejado el coche, es muy probable que estés teniendo una apoplejía. Ve a urgencias enseguida».
Lo curioso de estos mensajes es que parecen hechos especialmente para mí. Tengo todos los síntomas que menciona y hay cientos. Cada dos días aprendo uno nuevo.
«Si te parece que produces más cerumen de lo normal...».
«Si a veces estornudas de repente...».
«Si en los últimos seis meses comes muchas tostadas...».
«Si cada año celebras tu cumpleaños el mismo día...».
«Si te obsesiona la idea de tener una apoplejía después de leer mensajes sobre apoplejías...».
«Si tienes alguno de esos síntomas (o cualquier otro), ve al médico de inmediato. ¡Una embolia de la medida de un huevo de pato va directa a tu corteza cerebral!».
Tomados en conjunto, todos esos mensajes me dejaron bien claro que el mejor indicador para una apoplejía era lo que estuvieras haciendo justo antes de tener una. Últimamente los avisos llegaban acompañados de historias de personas que no habían hecho caso de las señales. «Harold, el marido de Doreen, notó que tenía las orejas rojas después de salir de la ducha —contaba uno de los mensajes—, pero no le dieron importancia. ¡Cuánto lo lamentan ahora! Poco después, Doreen encontró a Arthur, el que había sido su marido durante cuarenta y siete años, con la cara hundida en un bol de cereales. ¡había tenido una apoplejía! Lo llevaron enseguida al hospital, pero se habían perdido ya unos minutos preciosos y ahora es un vegetal que se pasa las tardes viendo Countdown.15 ¡No permitas que te pase lo mismo!».
La verdad es que no necesito que me manden ningún aviso para saber que mi cuerpo no anda del todo bien. Me basta con plantarme delante del espejo, inclinar la cabeza hacia atrás y echar un vistazo a mis orificios nasales. Como comprenderéis, no es algo que haga muy a menudo, pero hace unos años lo único que veía era un par de agujeritos oscuros y ahora debo enfrentarme a una especie de selva privada. Mis fosas nasales están atestadas con el tipo de material fibroso —ni siquiera podría llamarlo pelo— que encontraríamos en un tupido felpudo de fibra de coco. De hecho, si desmenuzarais uno con esmero hasta conseguir un montón de hebras indiferenciadas, os metierais un cuarenta por ciento del montón en una fosa nasal, otro cuarenta por ciento en la otra y con el resto os rellenarais los oídos de forma que sobresaliera un poco por fuera, seríais mi viva imagen.
Alguien debería explicarme por qué cuando nos hacemos mayores nuestro cuerpo pone tanto empeño en criar pelo en la nariz y los oídos. Es como si Dios me hubiera gastado una broma cruel y terrible, como si me dijera: «Bueno, Bill, la mala noticia es que a partir de ahora sufrirás de cierta incontinencia, irás perdiendo tus facultades una a una, y tendrás relaciones sexuales con la misma frecuencia con la que hay eclipses lunares, pero lo bueno es que podrás llevar trenzas en los agujeros de la nariz».
Otra de las cosas en las que vuestro cuerpo se convertirá en un auténtico maestro cuando envejezca es en hacer crecer las uñas. No tengo ni idea de por qué. Ahora las mías parecen de acero. Cuando me las corto, saltan chispas. Podría usarlas como armadura si consiguiera que mis enemigos se limitaran a dispararme a los pies.
Lo peor de envejecer es que te das cuenta de que todo tu futuro será cuesta abajo. Por muy mal que esté hoy, puedo tirar cohetes comparado con lo que seré la próxima semana o la siguiente. Hace poco me quedé consternado al comprender que ya soy demasiado viejo para tener demencia temprana. Si tengo alguna demencia, será perfectamente esperable. El panorama general es debilidad, manchas en la piel de las manos y la cabeza, como si mi esposa me hubiera aporreado con una cuchara de madera (lo cual no deja de ser una posibilidad), y la convicción de que en el mundo nadie habla lo bastante alto. Y ese es el mejor de los escenarios. Eso es lo que ocurrirá si todo va a las mil maravillas. Hay otros escenarios en los que intervienen sondas, camas con barandillas, tubos de plástico repletos de sangre, geriátricos, tener que soportar que te sienten y te levanten del inodoro, y no saber qué estación del año es ahí fuera (y todo eso todavía está cerca del extremo favorable del espectro).
Alterado por mi colección de mensajes sobre apoplejías, investigué un poco: al parecer, básicamente hay dos formas de evitar tener una. La primera es morir antes de otra cosa. La otra es hacer un poco de ejercicio. En aras de la supervivencia, decidí introducir un poco de movimiento de piernas en mi vida. De ahí que, el día siguiente de mi viaje de Bognor hasta Hove, me encontrara unos veinticinco kilómetros al este, resoplando, empeñado en subir una empinada cuesta hacia una cima ventosa llamada Haven Brow, el primero de la serie de célebres acantilados que tanta belleza aporta a la costa de Sussex: las conocidas Siete Hermanas.
Las de las Siete Hermanas es una de las caminatas más notables de Inglaterra. (Son los acantilados que aparecen en la portada de este libro y, como veis, son imponentes). Desde lo alto de Haven Brow, hay una vista sensacional. Ante mis ojos se desplegaba un sinfín brumoso de colinas ondulantes, cada una de las cuales se descolgaba hacia el mar como una cortina de caliza blanca. En días soleados como aquel, se disfruta de un mundo formado por elementos simples y brillantes: la tierra verde, los acantilados blancos, y un mar y un cielo de un azul intenso.
En Gran Bretaña, nada —y cuando digo «nada» quiero decir absolutamente nada— es tan extraordinario como la belleza del campo. No encontraréis en el mundo ningún paisaje del que se haya hecho un uso más intensivo —ha sido explotado, cultivado, mermado por canteras, invadido por ciudades y fábricas ruidosas, y cosido con carreteras y autopistas— y, sin embargo, es hermoso en casi toda su extensión. Se trata del accidente más feliz de la historia. El caso es que, en términos de maravillas naturales, Gran Bretaña no es un lugar nada espectacular. No tiene picos alpinos ni imponentes fosas tectónicas, no hay desfiladeros de vértigo ni monumentales cataratas. Está hecho a una escala muy modesta. Y, sin embargo, con un legado natural humilde, una gran inversión de tiempo y un instinto infalible para mejorar las cosas, los creadores de Gran Bretaña consiguieron dar vida a los paisajes más excepcionales —tanto que parecen jardines—; a las ciudades mejor organizadas; a los pueblos más hermosos; a los centros turísticos costeros más impecables; a las casas más majestuosas; a los 130.279 kilómetros cuadrados mejor cuidados, embellecidos de forma más sublime, con una organización más sorprendente y más ricos en pináculos, catedrales, castillos, abadías, bosques verdes, senderos serpenteantes, ovejas y setos que ha conocido el mundo (y casi nada de eso se llevó a cabo pensando en la estética, sino añadiéndolo a algo que, ya de por sí, era perfecto). Un auténtico logro.
Y qué placer pasearse por esta tierra. Inglaterra y Gales tienen doscientos diez mil kilómetros de senderos, algo más de un kilómetro y medio por kilómetro cuadrado de territorio. Los británicos no se dan cuenta de lo extraordinario que es eso. Si le dices a alguien del Medio Oeste de Estados Unidos, de donde yo procedo, que te has pasado el fin de semana paseando por el campo, te mirará como si estuvieras majara. Además, tampoco podrías hacerlo. Cuando quisieras cruzar cualquiera de los campos te encontrarías con una barrera de alambre de espinos. No habría escalones en las cuestas, ni verjas, ni postes de madera con indicaciones que te guiaran el camino. Lo único que te ofrecería el campo sería un granjero con una escopeta preguntándose qué demonios haces pisoteando su alfalfa.
Así que si hay algo que me encanta y que admiro de Gran Bretaña es el placer de pasear libremente al aire libre. Estaba en el sendero llamado South Downs Way, que recorre ciento sesenta kilómetros por los ondulantes acantilados de piedra caliza de la costa sur, de Winchester a Eastbourne. A lo largo de los años, he hecho casi todo el recorrido a tramos, pero este es mi preferido. A mi izquierda se extendían voluptuosas colinas verdes y doradas y, a la derecha, tenía la reluciente llanura azulada del mar. Y, separando las unas de la otra, acantilados de un blanco cegador. Si uno es lo bastante osado, puede aventurarse a asomar la cabeza por el borde del precipicio: verá una caída vertical de unos treinta metros y, abajo, una playa pedregosa. Sin embargo, casi nadie lo hace. Es muy perturbador y demasiado peligroso. Los bordes de los acantilados son quebradizos, así que la gente acostumbra a mantener las distancias. Incluso los perros más curiosos se detienen y retroceden cuando ven el precipicio. Durante todo este tramo, el camino de la costa transcurre por extensiones de hierba que sirven de pasto para las ovejas y que, en ocasiones, tienen cientos de metros de ancho, así que incluso el caminante más distraído —el tipo de persona en la que no se puede confiar cuando hay cerca alguna barrera de parking— puede pasear en un estado de feliz inconsciencia sin correr ningún peligro.
El South Down Way no solo es encantador, sino que está mejorando con el paso del tiempo. En Birling Gap, más o menos a medio camino entre el comienzo de Las Siete Hermanas y Eastbourne, solía haber un café horrendo, pero la National Trust16 lo ha transformado con el esmero y el buen gusto que la caracterizan, y ahora es un paraíso para gente que parece salida de un catálogo de Barbour. Ahora es una elegante cafetería con mesas de madera lavada y magníficas vistas al mar, baños impecables, una tienda de regalos para personas convencidas de que pagar diez libras por seis galletas de jengibre es muy razonable siempre y cuando vayan metidas en una bonita lata, y un museo pequeñito, pero interesante. Primero entré en el museo y agradecí la inteligencia y el esmero con los que estaba hecho. Aprendí mucho acerca de la geología de la costa de Sussex, en particular que se está erosionando a una media de cuarenta centímetros al año, aunque Birling Gap va desapareciendo en el mar a un ritmo dos veces mayor. Al otro lado del camino donde se encuentra la cafetería de la National Trust, al borde del acantilado, solía haber una larga hilera de casas. Ahora solo quedan cuatro
