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Entre agosto de 1908 y abril de 1909, La Nación publicó once crónicas autógrafas de Darío, tituladas "Viaje a Nicaragua".
Rubén Darío
Félix Rubén García Sarmiento, más conocido con el nombre de Rubén Darío, nació en Metapa, hoy Ciudad Darío, Nicaragua, en 1867. Poeta, periodista y diplomático nicaragüense, se le considera el máximo representante del modernismo literario en lengua castellana, hasta el punto de llamársele padre del movimiento. Con la publicación de Azul (1988) empezó a recibir el reconocimiento literario que su talento merecía. Su obra supone una gran innovación dentro de las letras hispanas: el erótico, lo oculto, lo exótico; la intimidad que sufre por poder ser expresada, la lucha constante de la misma sujetividad. Todo ello ha influido sobremanera sobre generaciones posteriores de poetas, a lo largo de todo el siglo XX. Murió en León, Nicaragua, el 6 de febrero de 1916.
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Viaje a Nicaragua - Rubén Darío
VIAJE A NICARAGUA
Rubén Darío
I
Tras quince años de ausencia, deseaba yo volver a ver mi tierra natal. Había en mí algo como una nostalgia del Trópico. Del paisaje, de las gentes, de las cosas conocidas en los años de la infancia y de la primera juventud. La catedral, la casa vieja de tejas arábigas en donde despertó mi razón y aprendí a leer; la tía abuela casi centenaria que aun vive; los amigos de la niñez que ha respetado la muerte, y tal cual linda y delicada novia, hoy frondosa y prolífica mamá por la obra fecundante del tiempo. Quince años de ausencia... Buenos Aires, Madrid, París, y tantas idas y venidas continentales. Pensé un buen día: iré a Nicaragua. Sentí en la memoria el sol tórrido y vi los altos volcanes, los lagos de agua azul en los antiguos cráteres, así vastas tazas demetéricas como llenas de cielo líquido.
Y salí de París hacia el país centroamericano, ardiente y pintoresco, habitado por gente brava y cordial, entre bosques lujuriantes y tupidos, en ciudades donde sonríen mujeres de amor y gracia, y donde la bandera del país es azul y blanca, como la de la República Argentina.
Me embarqué en un vapor francés, La Provence, en el puerto de Cherbourg, y llegué a Nueva York sin más incidente en la ruta que una enorme ola de que habló mucho la prensa. Según Luis Bonafoux, la caricia del mar iba para mí... Muchas gracias. Pasé por la metrópoli yanqui cuando estaba en pleno hervor una crisis financiera. Sentí el huracán de la Bolsa. Vi la omnipotencia del multimillonario y admiré la locura mammónica de la vasta capital del cheque.
Siempre que he pasado por esa tierra he tenido la misma impresión. La precipitación de la vida altera los nervios. Las construcciones comerciales producen el mismo efecto psíquico que las arquitecturas abrumadoras percibidas por Quincey en sus estados tebaicos. El ambiente delirio de las grandezas hace daño a la ponderación del espíritu. Siéntese algo allí de primitivo y de supertérreo, de cainitas o de marcianos. Los ascensores express no son para mi temperamento, ni las vastas oleadas de muchedumbres electorales tocando pitos, ni el manethecelphárico renglón que al despertarme en la sombra de la noche solía aparecer bajo el teléfono en mi cuarto del Astor: You have mail in the office.
Pésima navegación se hace de Nueva York a Colón. Los vapores son pequeños y mal acondicionados. La comida, desolante: desde la sopas dudosas hasta las suelas de engrudo envueltas en miel de ciertos cakes de la culinaria anglosajona.
Ya es el Trópico. Ya la casas de Colón se destacan entre las palmeras. Ya se desembarca del muelle colonés, entre jamaicanos, yanquis y panameños medio yanquis. Y sentís que estáis en una prolongación de los Estados Unidos. Desde vuestro banco del salón de espera podéis leer en inglés sobre dos puertas de cierto lugar indispensable: Para señoras blancas y Para señoras negras. Detalle de higiene física y moral que desde luego hay que aplaudir.
Se toma el tren para Panamá, y en el trayecto puede observarse la rica vegetación del suelo tórrido. Adviértense a un lado y otro las casas en que habitan los trabajadores del Canal.
Pasé por aquí hace ya largo tiempo, cuando el desastre de Lesseps, y dije en La Nación, de Buenos Aires, la desbandada de la débâcle. Aun recuerdo los grupos de salvajes africanos, aullantes y casi desnudos, acharolados bajo el sol furioso. Hoy se han reedificado antiguas viviendas; y si aun se mira una que otra ruina de draga antigua, las yanquis funcionan con mayor vitalidad desde que fueron contempladas por los ojos de Roosevelt en memorable visita.
Panamá ha progresado con el empuje norteamericano; Panamá tiene hoy higiene, policía, más comercio, y, sobre todo, dinero. Yo hice el viaje de Nueva York a Colón en el mismo vapor en que iba uno de los candidatos a la presidencia de la República, el ministro en Washington Sr. J. Agustín Arango, persona de experiencia, de juicio, de influencia y de respetabilidad en el Istmo.
El Sr. Arango, que tomó parte muy activa y decisiva en el movimiento que tuvo por resultado la proclamación de la nueva República, se manifestó en nuestras conversaciones muy partidario de la candidatura del señor Obaldía, caballero también de prestigio y habilidad. Pensaba el Sr. Arango poner para el triunfo de su amigo todo el peso de su partido y de sus influencias. Conozco al señor Obaldía, a quien tuve oportunidad de tratar en Río Janeiro. Era delegado por su país al Congreso panamericano. El Sr. Obaldía es un panameño de buena cepa, conocedor de su tierra, amigo del progreso y muy americano.
La Hacienda, ese ramo toral del Estado, se puso en Panamá bajo excelente dirección. La del Sr. Isidoro Hazera, persona eminente que residió por largos años en Nicaragua, adonde fué a buscarle la acertada solicitud del Gobierno para ofrecerle la cartera que desempeñó con aplauso de todos.
En Panamá, centro de negocios, de tráfico comercial, encontré un buen núcleo de espíritus jóvenes y apasionados de arte y de letras. No podré olvidar entre ellos a Andreve, a Ricardo Miró, que sostienen allí con entusiasmo y con decisión la buena campaña. ¿No es en Panamá donde nació la delicada alma de poeta que tiene por nombre Darío Herrera?
Embarquéme de nuevo con dirección a Corinto, puerto nicaragüense, en uno de los barcos ciertamente abominables de la Pacific Mail, compañía descuidada, incómoda y voluntariosa, por la ineludible razón de la falta de competencia.
En un feliz amanecer divisé las costas nicaragüenses, la cordillera volcánica, el Cosigüina, famoso en la historia de las erupciones; el volcán del Viejo, el más alto de todos, y más allá el enorme Momotombo, que fué cantado en La leyenda de los siglos, de Víctor Hugo. Por fin entró el vapor en la bahía, entre el ramillete de rocas que forman la isla del Cardón y el bouquet de cocoteros que decora la isla de Corinto. Y aquí otra pluma comenzaría a reseñar la serie de fiestas incomparables de cordialidad, verdaderamente nacionales, que celebraron la llegada del hijo por tantos años ausente.
En verdad, se mató el mejor cordero en el retorno del poeta pródigo.
Saludé a Chinandega, famosa por sus naranjas, por su fecundidad agrícola; saludé a León, la ciudad episcopal y escolar donde transcurrieron mis primeros años. Saludé a Managua, asiento del Gobierno; a Masaya, florida y artística. ¡Viajes de palmas y flores! En mi recuerdo estarán siempre llenos de sol y de alegría. En esas horas de oro y fuego nunca pensé, como el terrible amigo pesimista, que no lejos de los
