[go: up one dir, main page]

Explora más de 1,5 millones de audiolibros y libros electrónicos gratis durante días

Al terminar tu prueba, sigue disfrutando por $11.99 al mes. Cancela cuando quieras.

Roger de Artús: De esclavo a caballero
Roger de Artús: De esclavo a caballero
Roger de Artús: De esclavo a caballero
Libro electrónico719 páginas7 horas

Roger de Artús: De esclavo a caballero

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer vista previa

Información de este libro electrónico

«Si lees Roger de Artús. De esclavo a caballero conocerás y vivirás las verdades nunca contadas de lo que realmente fueron las cruzadas, y lo que significaron para muchos jóvenes que se vieron envueltos en ellas»

Al crepúsculo de una asfixiante jornada del mes de agosto de 1164, un joven soldado cruzado yace en tierra, moribundo, desangrándose entre miles de cadáveres y heridos. La cruenta batalla de Harim, en las desérticas llanuras del norte de Siria, ha concluido con una humillante derrota de los ejércitos de la Cruz, vencidos y masacrados por las huestes del caudillo musulmán Nur alDin. Unos desvalijadores de cadáveres, alertados por el súbito aleteo de un buitre, reparan en él y, con el afán de obtener un rescate o venderle como esclavo, le consiguen reanimar y evacuar.

Aquí comienza una larga y azarosa andadura del soldado Roger de Artús, que se ve vendido como esclavo a un poderoso jeque árabe, apasionado de sus equinos de pura raza y padre de una hermosa muchacha.

Roger de Artús. De esclavo a caballero es la historia de los humildes orígenes de nuestro protagonista. Hijo bastardo de un noble de los valles pirenaicos, recogido y educado por unos monjes, Roger, buscando satisfacer sus anhelos de una dignidad arrebatada y comparecer ante su progenitor para expresarle su desprecio, se ve impulsado a alistarse en las cruzadas y enfrentarse a un mundo en permanente hostilidad. Todo ello ambientado en el marco de una dura época medieval, con sus miserias, barbaries, héroes anónimos y amores imposibles.
IdiomaEspañol
EditorialAngels Fortune Editions
Fecha de lanzamiento21 oct 2021
ISBN9788412332834
Roger de Artús: De esclavo a caballero

Relacionado con Roger de Artús

Libros electrónicos relacionados

Ficción histórica para usted

Ver más

Categorías relacionadas

Comentarios para Roger de Artús

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Roger de Artús - José Luis Díaz Cabañas

    CAPÍTULO I

    Harim

    Agosto de 1164

    A pesar de irse acercando al ocaso, un sol abrasador calcinaba lo que a primera hora de la mañana se mostraba como un reseco campo de batalla, donde los ejércitos contendientes se aprestaban a combatir. Se trataba de fijar la soberanía del territorio. Al crepúsculo vespertino y después de una intensa y asfixiante batalla a muerte, la tierra aparecía enrojecida con la sangre de miles de cuerpos de hombres y caballos mutilados y desangrados. La sangre, huesos y despojos en estado de putrefacción bajo un inclemente sol de agosto exhalaban un hedor irrespirable. Los cada vez más escasos gemidos de los moribundos se entremezclaban con el zumbido de nubes de insectos que revoloteaban en torno a sus inmóviles presas y con los graznidos de los buitres que planeaban al acecho, antes de lanzarse sobre sus indefensas víctimas. Estandartes, banderas, insignias y pendones con los símbolos de los cruzados, que al amanecer eran portados enhiestos por orgullosos soldados, yacían ahora por tierra pisoteados y ensangrentados o sirviendo de pasto de llamas de humeantes hogueras, a las cuales se iban arrojando los restos de catapultas, torretas y otros artilugios bélicos.

    La batalla de Harim había culminado con una derrota total para el ejército cristiano de los cruzados. Los pocos supervivientes que no habían caído muertos o malheridos huían ante la fuerza avasalladora de las huestes musulmanas acaudilladas por su gran estratega, Nur al-Din; perseguidos y masacrados por un ejército árabe sediento de venganza. En lo que fuera zona de combate, varias patrullas de soldados recogían y daban agua a sus compañeros heridos, al tiempo que remataban a los caídos del bando contrario, quitándoles armas y escudos. No faltaban en este caótico escenario de muerte y desolación varios grupos de desvalijadores de cadáveres, hurgando en las pertenencias de los abatidos, con especial atención a aquellos que por su armadura o vestimenta militar permitían intuir una alcurnia superior, con la esperanza de encontrar algún botín en monedas, medallas y anillos.

    «Estoy muerto y el diablo me lleva al infierno ―alucinaba Roger, tendido en la dura tierra―. Me está clavando sus garras para arrastrarme. Ya no tengo fuerzas para moverme y alejarle de mí. Y ¿qué está pretendiendo ahora? ¡Sacarme los ojos! ¡Fuera de aquí, Belcebú!, aún me quedan energías para ensartarte con mi espada». Cuando Roger volvió a abrir sus obnubilados ojos, pudo sentir un escalofrío de terror al vislumbrar a escasos centímetros la cabezuela de un buitre y su aterrador pico, martirizándole el rostro y acercándose amenazadoramente a sus globos oculares. Quiso incorporarse para echar mano a su espada y ahuyentar a la rapaz, pero solo lo consiguió a medias, resultando un esfuerzo excesivo para sus lastimosas condiciones. El brusco movimiento le provocó de nuevo un profundo sopor, no sin antes haber creído apreciar un revoloteo de alejamiento del ave de presa.

    El súbito aletear del buitre atrajo la atención de un grupo de saqueadores de víctimas que merodeaban por las inmediaciones, quienes, acercándose, pudieron apreciar que aún quedaba un soplo de vida en aquel cuerpo ensangrentado, joven y con llamativa vestimenta militar. Si no moría, les podría proporcionar un sustancioso rescate o cuando menos una buena venta como esclavo. Tras desposeerle de sus armas y de una pequeña bolsa de cuero con algunas monedas, le dieron un breve trago de agua, aplicaron a sus profundas heridas unos malolientes ungüentos y le tendieron en un carro tirado por un par de bueyes. Otros cuerpos inertes o mínimamente animados yacían en el rudimentario transporte.

    La pequeña caravana, de apenas media docena de carretas, se deslizaba lentamente por los parajes desérticos de la Siria musulmana, cargada de moribundos. Algunos eran desalojados y abandonados en tierra a medida que iban pereciendo en el curso de su último viaje al más allá. Ciertos heridos se agitaban inquietos, doloridos y sedientos reclamando un agua que nadie les daba. Otros recuperaban una vaporosa conciencia, cuestionándose un negro porvenir al conseguir recordar los acontecimientos que les habían conducido a su triste situación. En las breves y esporádicas recuperaciones de conciencia, Roger se iba percatando de la magnitud del desastre y de que todo estaba perdido. De que aquel aguerrido ejército de cruzados del que formaba parte y del que tan orgulloso se sentía había sido barrido por los sarracenos de Nur alDin. ¿Qué había pasado? ¿Qué había fallado? ¿Por qué su estrategia de combate, que les había generado victoriosos resultados en otros enfrentamientos, había fracasado tan estrepitosa y cruentamente? ¿Les había dejado de asistir Dios? ¿Había sido más enérgica y eficaz la protección dispensada por Alá a aquellos infieles? Imposible. Su religión era la verdadera, la única. No, Dios no podía haberles fallado. «Pero qué poco importa la causa de la derrota y de quién sea la culpa. Lo único cierto es que aquí estoy vencido, medio muerto y compartiendo carreta con otros moribundos y más de un cadáver. Si salgo de esta, ¿quién estará dispuesto a pagar un rescate por mí, sin familia ni medios para afrontarlo? Mi único y negro destino será la esclavitud y la muerte prematura, y peor aún si mis lesiones y heridas no me permiten recuperar energías. Me venderán como esclavo y todo habrá acabado para mí. Todas las ilusiones y esperanzas que me animaron a dejar el monasterio de Artús para enrolarme en la cruzada y llegar a ser un hombre de armas respetable y respetado, e incluso alcanzar el sueño de ascender a caballero cruzado, se han esfumado, han muerto. Deberé olvidarme de la anhelada presentación ante mi padre cubierto de honor y gloria. Todo ha concluido. Hubiera sido mil veces mejor morir en la batalla, como un soldado al servicio de la Santa Cruz y como un escudero de su señor, el caballero Arnau de Montesquieu, que no tener que arrostrar la vida miserable que me espera entre infieles, para ser vejado, ofendido, trabajar sin tregua ni descanso y acabar muriendo como un perro viejo y abandonado, cosido a latigazos».

    La lenta caravana llegó al fin al miserable poblado del que procedía. A pesar de la avanzada hora nocturna, fue recibida en medio de una atmósfera de hostilidad con gritos, imprecaciones, insultos y escupitajos para los vencidos. Sin embargo, no todo eran muestras de desagrado. Una velada satisfacción se dejaba entrever en algunos rostros. Había supervivientes capturados. Había esclavos jóvenes, aguerridos hombres de armas. Habría mercado. Habría beneficios.

    CAPÍTULO II

    Ahmed

    Octubre de 1164

    Los restos del lucido uniforme de escudero que aún portaba Roger, su juventud, estatura, complexión ―que se adivinaba ágil y vigorosa― y rostro viril hicieron pensar a sus captores que habían atrapado una buena presa, por la cual, bien como rescate, bien como venta, obtendrían un sustancioso beneficio. Para exhibirlo en condiciones presentables no dudaron en prodigarle las mejores atenciones sanitarias a su alcance, recurriendo incluso al curandero del poblado para mayor efectividad. Afortunadamente, las lesiones y heridas, aunque profundas y con abundante pérdida de sangre, no habían afectado a órganos vitales ni tampoco habían supuesto fracturas de huesos.

    Descartada una operación de rescate, ya que, por lo que se pudo averiguar del propio muchacho, nula posibilidad había de que nadie pudiera estar dispuesto a pagar ni media pieza por él, pronto se tuvo claro que la opción más rápida y viable sería su venta. Conscientes sus captores de que carecían de estructura para una subasta pública de su prisionero, dado además el lamentable estado en que se encontraba, optaron por recurrir a un tratante de esclavos muy conocido en el entorno llamado Ahmed. Habían cerrado con él algunas operaciones anteriores y siempre lo encontraban abierto a recibir ofertas de hombres y mujeres jóvenes bien dotados. Aunque de entrada fingía un cierto desinterés y regateaba su precio hasta la extenuación, casi siempre llegaban a lo que ambas partes consideraban su mejor trato. Así ocurrió con Roger. Si bien, y a pesar de las curas, presentaba un aspecto débil, pálido y macilento por fiebres y hemorragias, el mercader pudo apreciar en él un valor potencial que no dudaba le proporcionaría una segura ganancia, por lo que desde el primer momento decidió que había que rematar la operación adquiriéndole.

    Una vez que Roger fue conducido a las posesiones de Ahmed, se le trasladó a su presencia. Era un árabe de unos cincuenta años, de barba canosa, piel curtida y quemada por el sol, túnica y turbante blanco no muy limpios, rostro con profundas arrugas en las comisuras de boca y ojos, y ceño permanentemente fruncido. De mirada fija, persistente, siempre examinando, siempre valorando. Permanecía sentado en el porche de la casa, frente a un vaso de un humeante brebaje rojizo y acompañado de un hombre más joven, de pie, con vestimenta similar a la de los esclavos que pululaban por el dominio.

    Roger, que aún tenía algunas cicatrices sangrantes y escasas fuerzas para mantenerse erguido, apreció, con disgusto, que su nuevo amo no le invitaba a sentarse. El árabe, dirigiéndose a él y al otro hombre que permanecía a su lado, pronunció unas palabras en su lengua, que este último pasó a traducirle.

    ―El amo dice que te indique que él es Ahmed, tu dueño, y que yo soy Hubertus, esclavo como tú, a su servicio, que haré de mediador en esta conversación, y quiere hacerte una serie de preguntas y observaciones, que espera por tu bien que contestes sin mentir, y sin pretender engañarle ni ocultarle nada. ¿Entiendes? ―le inquirió Hubertus.

    ―Entiendo ―asintió Roger, dando a su voz la máxima firmeza y voluntad que sus mermadas condiciones le permitían, consciente de que estaba en juego su destino más inmediato.

    Sin esperar la traducción de Hubertus, Ahmed continuó con una larga parrafada, que, acto seguido y no sin cierta dificultad, el cristiano se aprestó a trasladar a Roger.

    ―Dice Ahmed, en primer lugar, que puedes considerarte afortunado de ser uno de sus esclavos. Que, si bien él se dedica a este comercio, no deja de ser justo con aquellos que pasan a su servicio y se portan como él espera. Que nos da unas enseñanzas y educación durante un tiempo, para que no seamos brazos y manos sin ningún tipo de cualidades y así podamos ser adquiridos por acaudalados propietarios que valoren nuestros conocimientos y habilidades y sobre todo le paguen mucho más de lo que le hemos costado. Que no nos alimenta e instruye por altruismo y caridad, sino para obtener un beneficio de su compra. Y que, cuando se dirija a ti, siempre deberás contestar utilizando la expresión «amo» o «señor». ¿Entendido? ―inquirió Hubertus.

    ―Sí, entendido…, amo ―contestó Roger, consciente cada vez más de su nueva y triste condición de esclavo.

    Y, aunque no acababa de fiarse de ningún tipo de justicia de un tratante de esclavos, no podía por menos que deducir que una actitud rebelde y contraria por su parte no haría sino agravar, aún más, su ya más que miserable situación.

    Nueva parrafada de Ahmed, que Hubertus pasó a traducir.

    ―Una cuestión muy importante ―siguió Hubertus―, que desde el principio interesa que quede muy clara, es que Ahmed exige que haya buena voluntad y máxima colaboración. Que, si él no lo ve así, no tardará en vendernos, despachándonos sin más a otros tratantes que se dedican a reclutar esclavos para las obras de construcción de una fortaleza que se está levantando a dos días de aquí, y cuya misión será la de extraer piedras y rocas, partirlas y llevarlas desde la cantera al alcázar. Trabajo pesado y muy duro que provoca un elevado número de muertes por extenuación, insolación y accidentes, sin excluir las picaduras mortales de serpientes y escorpiones. Y, por supuesto, que cualquier intento de huida será castigado con la muerte inmediata. ¿Lo captas?

    ―Sí, amo.

    ―Otro punto importante ―siguió Hubertus traduciendo― es el de la lengua. En estos primeros contactos ejerceré yo de traductor, pero te tendrás que ir espabilando y aprendiendo, porque aquí todas las órdenes e instrucciones serán en árabe y, si no lo entiendes, será tu problema. Si se te manda algo y no lo cumples, lo entiendas o no, podrá ser considerado como desobediencia y lo pagarás con latigazos. Así que, por la cuenta que te trae…

    ―Ya, entiendo.

    Roger ponderó que, si Hubertus lo había conseguido, quizá también él pudiera, aunque, por lo que había oído hasta entonces en la lengua del lugar, sin ninguna similitud con las que había conocido o entrado en contacto, calculó que su comprensión le iba a costar unas buenas tandas de latigazos.

    ―Ahora el amo te hará unas cuantas preguntas sobre quién eres. Contesta claro y sin mentir.

    ―Veamos ―siguió Ahmed, por boca de Hubertus―, dime qué has hecho, qué trabajos has tenido en tu vida hasta ahora.

    ―Me crie en un monasterio de monjes hasta los dieciséis años, en que se me permitió enrolarme en la tropa de mi señor, el caballero Arnau de Montesquieu, para, si aprendía y servía, poder venir a combatir con los cruzados ―contestó Roger.

    ―¿Qué es eso de que te criaste en un monasterio de monjes? ¿Te cedieron tus padres para tu educación? ¿Ibas para religioso, un muchacho fuerte y no mal parecido como tú? ―inquirió Ahmed con un cierto atisbo de sorna en su voz.

    ―Más que cederme, mi madre, antes de morir desangrada a consecuencia del parto, me dejó de recién nacido a la puerta del convento. En cuanto a mi padre, no sé quién es, nadie lo sabe ―mintió Roger.

    ―Y ¿a qué te dedicaste durante estos dieciséis años de convento? Supongo que, aparte de rezar, también aprenderías a leer y escribir y a algo más.

    ―Así es, señor. Me instruían para llegar a ser uno de los suyos. Sé leer y escribir. Y, aparte de la oración y de otras enseñanzas, debía auxiliar al hermano Doménico, que lo sabía todo sobre animales. A él acudía toda la comarca para que atendiera los partos, trastornos y padecimientos de caballos, mulas y asnos sobre todo. Y también me encargaba de las cuadras del convento.

    ―¿Has visto parir alguna vez una yegua? ―se interesó Ahmed.

    ―En muchas ocasiones, señor. Cuando se ponían de parto y este se presentaba complicado, los lugareños llamaban al hermano Doménico y allá que acudíamos los dos. Además, como continuamente estaba haciendo estudios y cruces para la mejora de la ganadería, le prestaba mucha atención al tema de los nacimientos y procuraba no perderse ninguno. A veces, y últimamente ya casi siempre, me mandaba a mí solo. Y también ayudaba al herrero cuando había que calzar herraduras.

    ―Vaya, vaya... ―Ahmed parecía cada vez más interesado―. Así resulta que tenemos un buen mozo, instruido, que sabe leer y escribir, y que además está familiarizado con todo lo relativo a caballos. ¿Y por qué dejaste tu tranquila vida de aprendiz de monje para hacerte hombre de armas? ―siguió Ahmed, sin perder detalle de la gesticulación y expresiones de Roger.

    ―Porque la vida monacal que se me ofrecía no me atraía demasiado, señor. Quería, necesitaba salir de los muros del convento y del pueblo para ver un poco del mundo que había intuido en los libros. Así que, cuando el padre prior, que me conocía bien y no me veía muy convencido para la vida religiosa, me habló de las cruzadas y de que también podía servir a Dios, nuestro Dios, combatiendo por los Santos Lugares, pensé que eso era lo que yo anhelaba. El propio prior me indicó que el caballero Arnau de Montesquieu buscaba muchachos jóvenes para adiestrarlos en las armas y formar parte de sus huestes para combatir en Tierra Santa. A partir de mi asentimiento, mi vida ha sido la de aprendiz de soldado, soldado y finalmente de escudero de mi señor. Hasta nuestra hecatombe en la batalla de Harim, que supongo ya conocéis.

    ―De modo que ―continuó Ahmed a través de Hubertus― tenemos un hombre de letras, y un hombre de armas, que además conoce y por lo que dices domina el tema de los caballos. ¿Qué tipo de caballos? ―siguió Ahmed con el sondeo, comenzando a apreciar favorables perspectivas de negocio con la adquisición de Roger.

    ―De tiro y carga mientras estaba en el monasterio, aparte de algunas mulas para los monjes, y de silla y entrenados para el combate desde que pasé a ejercer de soldado ―contestó Roger.

    ―De los de silla de raza árabe, supongo que no conocerás gran cosa.

    ―Directamente no, señor. Pero sí que he podido observar y, si me lo permitís, padecer su rapidez, agilidad, incluso fiereza en combate. Para un admirador de las razas como yo, puedo deciros que me han llamado vivamente la atención.

    Notaba el muchacho que, a medida que se desarrollaba el interrogatorio con Ahmed, que más bien iba adquiriendo tintes de conversación, se encontraba menos cohibido con el árabe. Estaban descendiendo a hablar de una materia que siempre le había atraído y de la cual se consideraba un buen conocedor, apreciando en el islamita un interés por encauzar su servicio hacia el campo de los cuadrúpedos.

    ―Sí, ciertamente es una excelente raza ―concedió Ahmed―, que, bien tratada y con un buen método de mejora de la especie, produce unos resultados muy superiores a los de vuestros caballos, más grandes y aparentemente más poderosos, pero menos versátiles. Aunque a mí lo que me interesa del asunto es que hay árabes ricos y apasionados por sus caballos que no reparan en gastos a la hora de conformar y mantener una buena cuadra para satisfacción propia y envidia de los demás. ―Mientras decía esto a través de Hubertus, Ahmed se atusaba la barba en un gesto pensativo que parecía habitual en él―. Bien, dime cuál es tu nombre.

    —Roger, señor. Roger de Artús.

    —Bien, Roger, aquí serás solo Roger. ―Para sorpresa de Roger, estas palabras y las que continuaron, las pronunció Ahmed en su propia lengua, en la de los francos, en la de los cristianos―. Por hoy ya es suficiente. Hubertus ―dijo dirigiéndose a este―, acompáñale al alojamiento. Preséntale a Abd al-Kadir para que le dé las primeras instrucciones y, a continuación, le dices que venga a verme. ―De nuevo se dirigió a Roger y le clavó sus inquisitivos ojos―. Y tú no olvides que mi vista y oído están siempre abiertos y vigilantes. No trates de engañarme ni de escapar. Lo pagarías caro.

    ―Bien, señor.

    A una señal de Hubertus, le siguió a través del vasto dominio de Ahmed, apreciando de entrada, lo que no dejó de tranquilizarle, que, si bien se observaba mucha actividad en el personal que veía en el recinto, no parecían esclavos famélicos al borde la extenuación.

    CAPÍTULO III

    Abd al-Kadir

    ―Tal y como ha ido el interrogatorio, me parece que tu destino aquí va a estar entre los caballos ―le manifestó Hubertus mientras se dirigían al encuentro de Abd al-Kadir.

    ―¿También se comercia con caballos? ―inquirió Roger.

    ―Digamos que es uno de los múltiples negocios del amo, al que le tiene particular afición. Compra caballos salvajes o potros sin domar a precios ínfimos, que nosotros debemos amansar y amaestrar. Una vez que ya son útiles para silla o para carga, los vende a buen precio. Así consigue doble ganancia: de una parte domestica al animal y se beneficia con su venta ya domado y, al propio tiempo, consigue que el esclavo a fuerza de caídas, coces y revolcones, aprenda a tratar a las bestias y pueda ser vendido con cualificaciones de experto en caballerías. Si no se ha roto antes la crisma ―concluyó Hubertus.

    ―¿Tan indomables son los caballos de por aquí?

    ―Ya los verás y los padecerás ―suspiró Hubertus―, sobre todo cuando nos traen uno de esos equinos asesinos porque su dueño ya está más que harto de que maltrate y lance a todo el mundo por el aire y no haya manera de amansarlo. Ya te puedes ir preparando. Y en guardia también, porque allí veo al animal de tu capataz, Abd alKadir, que se nos acerca. Verás que tiene pinta, y lo es, de bruto. Su aspecto mete miedo, pero si no le creas problemas, le sigues la corriente, le obedeces ciegamente y te ve con buena predisposición, no te amargará demasiado la vida ―anunció Hubertus con una sombra de temor reverencial cuando vieron dirigirse hacia ellos a semejante individuo.

    Al reparar en él, y apreciar al propio tiempo que el bípedo centraba en ellos su mirada, Roger no pudo evitar sentir un escalofrío próximo al espanto. Efectivamente, el capataz Abd al-Kadir era un tipo gigantesco de una edad indefinida, pero fuerte y robusto, de piel oscura, cabeza grande, cubierta con un turbante azul oscuro que algún día debió de ser más claro, rostro de nariz achatada, con una enorme cicatriz que nacía sobre su ojo izquierdo, afectaba parcialmente al párpado, que mantenía siempre semicerrado, y descendía hasta casi la mandíbula. Imagen que daba a la escrutadora mirada de sus ojos oscuros un aspecto siniestro y de constante riesgo, a lo que él voluntariamente contribuía potenciando la agresividad que en ella se reflejaba. Tenía la barba hirsuta y no muy poblada, cuello de toro, torso poderoso, anchas espaldas, brazos macizos que acababan en unas manazas como palas, y sostenido todo ello por unas piernas hercúleas. Vestía una especie de chaleco sin mangas y abierto que dejaba a la vista buena parte de su poderosa humanidad y que completaba con unos amplios zaragüelles. «La viva imagen de la fuerza bruta», pensó Roger.

    De su vigor físico no tardó Roger en tener inmediata muestra cuando, sin mediar palabra ni previo aviso y a pesar de su buena estatura, se sintió agarrado por las axilas y levantado en vilo por el gigantón hasta ponerle a la altura de sus ojos agresivos, mientras este le soltaba una parrafada, de fétido aliento, que Roger ni oyó, bloqueado como estaba, ni mucho menos entendió, pero que Hubertus se aprestó a traducir.

    —Esclavo miserable, mira de cumplir bien y rápidamente lo que se te ordene, porque, si no, te las verás conmigo y te aseguro que no te gustará.

    Dicho lo cual lo lanzó al suelo y problema tuvo el muchacho para no perder el equilibrio al caer.

    El mundo de Roger, a partir de entonces, quedó reducido a convivir con los caballos en los inmensos establos de Ahmed. En ellos tenía su camastro donde reposar, no mucho, sus martirizados huesos tras la dura brega diaria con los indómitos ejemplares que se le adjudicaban en suerte.

    Al menos las heridas de la batalla iban cicatrizando y su cuerpo, a fuerza del duro ejercicio impuesto, fue recuperando vigor y elasticidad. No tardó en acostumbrarse a la convivencia con los cuadrúpedos árabes. Siempre sostenía que se entendía mejor con los caballos que con las personas. Apreciaba que la raza aportaba unos ejemplares que quizá fueran un tanto más ágiles y veloces que los de su tierra, pero no diferían demasiado en cuanto al trato, maneras y reacciones. Su secreto para una buena relación siempre era el mismo. En primer lugar, que le conocieran por la voz, olor, gestos y forma de mandarles. Además, que no se sintieran cohibidos ni temerosos delante de él; que estuvieran cómodos ante su presencia, pero al propio tiempo que le respetaran y cumplieran sus mandatos. A partir de aquí era cuestión de irlos conquistando gradualmente, compaginando el continuo ejercicio con muestras de afecto y palmadas que los nobles brutos agradecían. Pero nunca fiarse de ellos; algunos, en cuanto veían posibilidades de escapar y recuperar su libertad salvaje, lo intentaban; tenía que ser diestro y rápido con el lazo. Lo más difícil venía cuando se tenía que abordar la monta final tras las primeras fases de la doma. Invariablemente, el animal, al sentir sobre su grupa un cuerpo ajeno, aunque fuera conocido, lo rechazaba e intentaba desembarazarse violentamente de él, poniendo todo su vigor y estrategia en su propósito. Aquí es donde venía el descoyuntamiento de huesos, caídas, coces y lesiones varias, hasta que al cabo de unos cuantos asaltos el animal cedía y se amansaba al acatar el dominio del jinete. Si no era de un esclavo al que dejaba inútil, temporal o definitivamente, era de otro o de otros hasta que finalmente el hombre, con arduo trabajo, se imponía sobre la bestia.

    Abd al-Kadir no dejaba de observarle, pero, viendo su voluntad y maneras, no arremetía demasiado contra él. Roger tuvo que espabilarse rápidamente con el idioma, ya que el capataz ni tan siquiera le permitía dirigirse a los caballos en el suyo propio; se irritaba, y ello era peligroso. Lo mismo ocurría con sus instrucciones, que siempre daba por entendidas. Afortunadamente, su léxico, que siempre acompañaba con gestos, no era muy extenso y permitía a Roger captarlo, si no totalmente, sí en proporción suficiente para resultarle inteligible.

    Un grave incidente, que Roger nunca llegó a descifrar si le había beneficiado o perjudicado, se produjo en una mañana en la que Abd al-Kadir, como era habitual en él, estaba particularmente irritable. Todos los esclavos eran conscientes de que su primera obligación matinal era la de limpiar y hacer que brillara la piel de los caballos asignados. Objetivo que no tenía problema cuando se trataba de animales domesticados y acostumbrados a la rasqueta y al cepillo. Incluso les era placentero el enérgico frote de las púas metálicas de la primera para sacarles la suciedad adherida a su piel y patas durante la noche, en que solían tumbarse sobre la paja, y se aprestaban gustosamente a ello. Se completaba con la acción del cepillo de cerdas, que eliminaba la caspa y el polvillo que la actividad de la rasqueta había ido acumulando, hasta dejar la piel tersa y brillante. Sin embargo, cuando se trataba de caballos salvajes, no domesticados aún, incluso atados se alteraban al tocarles. La acción de tales útiles sobre sus capas se presentaba más que complicada, especialmente a la hora de rascar panza y patas. Se movían inquietos, lanzaban dentelladas a su cuidador, le pisaban y coceaban. Todo ello daba lugar a que, en ocasiones, cuando a primera hora Abd alKadir pasaba revista por las caballerizas, la limpieza de los equinos no tuviera el grado de mínima excelencia que él exigía.

    Aquella mañana la reprimenda le había caído a un esclavo de origen sardo llamado Giacomo. Al apreciar Abd al-Kadir que sus caballos no estaban presentables, le agarró por un brazo y de una fuerte bofetada de revés le arrojó por el suelo al pie de los caballos. A Giacomo le sobrevino el ramalazo de su ardiente sangre mediterránea, cogió la rasqueta metálica y se la lanzó al corpachón de Abd al-Kadir, a quien, si bien el impacto no le produjo mayor daño, sí ocasionó que su irritación pasara a auténtica ira. Asió el látigo que siempre llevaba al cinto y se ensañó con el cuerpo de Giacomo, que se retorcía en el suelo, intentando protegerse como podía de la lluvia de latigazos que le martirizaban. Cuando decidió poner fin al castigo, agarró el cuerpo ensangrentado del esclavo, lo puso en pie al lado del caballo y, dando a su vozarrón la máxima intensidad, le conminó a que continuara y se esmerara en sus tareas. Con esto dio por conclusa la revista y salió de las caballerizas.

    Roger, que, no lejos de la escena, procedía a ensillar un caballo para someterle a un ejercicio de galopada, observó con inquietud que su compañero de cautiverio, tras el duro castigo recibido, preso de una fuerte excitación y al cabo de una breve vacilación, se dirigió al extremo de la cuadra donde se depositaban los útiles para manipular el forraje, agarró una de las puntiagudas horcas y salió hacia los corrales anexos, donde se oían las voces del capataz. Al verlo, Roger saltó sobre su caballo, espoleándolo en pos de Giacomo, que, horca en ristre y con obsesión en la mirada, encaminaba sus pasos hacia la espalda de Abd al-Kadir. Antes de que consumara su propósito se vio sorprendido por el roce del caballo de Roger, que le hizo perder el equilibrio y dar con sus huesos en tierra. Momento en el que el gigantón, alertado por el alboroto a sus espaldas y por las miradas sorprendidas de los esclavos a su alrededor, se giró justo para ver la última fase de la maniobra de Roger y la caída de Giacomo. Pausadamente se acercó a un Giacomo yacente y aterrorizado en el suelo, se detuvo ante él y, tras una mirada conmiserativa, le agarró con ambas manos por el cuello y la entrepierna hasta elevarlo por encima de su cabeza, caminó unos pasos hacia las caballerizas con él en alto y lo lanzó con fuerza contra estas acompañando la acción con un fuerte bramido. De vuelta sobre sus pasos, su mirada se cruzó con la de un Roger expectante aún a caballo. No hubo mención ni comentario. Solo su mirada sombría. El incidente había concluido.

    Ahmed acudía con frecuencia a los campos de adiestramiento de hombres y animales. Elegía siempre un rústico banco de madera, a la sombra de una higuera, desde el cual observaba con atención las evoluciones y progresos de unos y otros. A veces departía con Abd al-Kadir y las más permanecía en solitario. No resultaba extraño que ordenara que le ensillaran algún caballo para probarlo personalmente. Mientras se lo preparaban, inquiría de sus esclavos los rasgos más relevantes del animal y sobre todo si era de fiar. Si, a pesar de la opinión favorable, el caballo le tiraba, el esclavo de turno sufría en sus carnes la ira, no de Ahmed, sino de su capataz. A Roger le había preguntado en algunas ocasiones. Afortunadamente, había visto regresar satisfecho a su amo. Uno de los méritos que apreciaba en el mozo, aparte de su tenacidad en la doma y de no darse nunca por vencido, era que, cuando elegía uno de los jacos domados por él, le avisaba, con indiscutible acierto, de las prevenciones que debía observar y sobre todo de la manera de obtener sus mejores rendimientos.

    Cuando ya se habían cumplido más de siete meses de estancia en los dominios de Ahmed, una mañana se acercó este acompañado de Abd al-Kadir y, sin detenerse en su asiento habitual bajo la higuera, se dirigió directamente a Roger, le cogió del brazo y le habló al tiempo que le invitaba a caminar a su lado.

    ―Roger, te he venido observando y he decidido que tu estancia con nosotros va a concluir. ―Ignorando la mirada de sorpresa, no exenta de temor, del esclavo, continuó―: Estás bien preparado, eres hábil y tenaz con los caballos, e incluso percibo en Abd al-Kadir una cierta consideración hacia ti. Tú sabrás cómo te has hecho acreedor. Mañana me vendrá a ver un jeque de Alepo y acaudalado comprador. Nos conocemos desde hace años y creo que nos apreciamos. Siempre he procurado quedar bien con él. Se trata del jeque Habib ibn Hishâm al-Halebi, de noble y poderosa familia, apasionado de los caballos, que cuenta con una de las más envidiadas cuadras de la región. Continuamente tiene que ir reponiendo personal cautivo. Le gustan los caballos purasangre, complicados de domesticar, que le causan continuas bajas en los mozos de cuadra. Me ha pedido un esclavo que conozca el oficio y sepa tratar a semejantes brutos; te he elegido a ti. Has de saber que, como hombre de armas, AlHalebi, como se le conoce por aquí, forma parte de la plana mayor del ejército del visir, cuya confianza le distingue. Confío en que estés a la altura de las circunstancias y no nos defraudes ni a él ni a mí. No te lo perdonaría. Mañana vendrá con su capataz y, si les agradas, habrá trato. Espero hacer un buen negocio y quedar bien con Al-Halebi. Además, estoy convencido de que también será mejor para ti. El trato en la casa del jeque no es tan duro como el que impera aquí.

    ―Cumpliré, señor ―se limitó a contestar Roger, sin tener muy claro la incierta mejora que le auguraba su patrón.

    ―Así lo espero ―concluyó Ahmed iniciando la retirada. Sin embargo, antes de alejarse, titubeó un instante y, volviéndose de nuevo hacia el muchacho, le dijo con un asomo de sorna en la voz―: Lo que no me acabo de creer es que un muchacho listo e instruido como tú no haya podido averiguar quién es su padre. No me encaja. ―Y, ante el ademán de Roger de rebatirle, zanjó el asunto diciendo―: No, no pretendas convencerme, no lo conseguirás. Por una vez en la vida, respetaré tu secreto mejor guardado.

    Aquella noche, en la soledad y oscuridad de su jergón de paja, meditaba Roger con desconsuelo: «Se me compra, se me vende, se me vuelve a comprar… ¿Hasta cuándo? No soy más que un objeto. Como mucho, me asemejo a un perro pastor de mis montañas, al que se alimenta para que cuide el rebaño, hasta que un potro malnacido me descoyunte o me lance por los aires y me rompa la cabeza o el espinazo. Entonces ¿qué?, esperarán a que me muera, si es que no me conceden la gracia de ahorcarme para no prolongar agonías. Es lo que eres, Roger. Es cierto que sigues vivo y no como tus compañeros de Harim, muertos, podridos o carnaza de buitres y hienas, pero para esto… Quizá la muerte sea mi liberación. ¿En qué manos vas a caer ahora? No depende de ti, así que mejor que no te atormentes».

    CAPÍTULO IV

    Habib ibn Hishâm al-Halebi

    Julio de 1165

    Cuando la comitiva formada por Ahmed, Abd al-Kadir y tres desconocidos más se acercó a los corrales de las caballerizas, Roger estaba intentando domar un joven potro tordo. Ahmed dio instrucciones a su capataz para que el esclavo dejara lo que estaba haciendo y se presentara ante ellos. Al oírlo uno de los recién llegados, al cual se dirigía con mayor asiduidad y respeto Ahmed, le rogó que no le interrumpiera. Le interesaba conocer las maneras del joven esclavo.

    Roger, mientras controlaba al animal con una larga correa de unos ocho metros ligada al cabezal, le azuzaba haciendo restallar en el aire el látigo que sostenía en su mano derecha. Combinando el látigo con su voz, hacía correr en círculo al caballo, pasando del trote al galope, y de este al paso, para volver de nuevo al trote. El sudor que perlaba su piel hacía brillar sus musculosos cuartos traseros. Roger recogiendo correa le hizo detenerse, se le acercó, le palmeó amistosamente la grupa, hasta pasarle la mano por la testuz y belfos, al tiempo que no paraba de susurrarle palabras de tranquilidad y ánimo. El caballo mantenía las orejas tiesas y expectantes. Al percatarse Roger de que el grupo de recién llegados le observaba, optó por continuar con su trabajo ante la ausencia de órdenes en contra, aunque era conocedor del motivo de la visita.

    Ahmed, al ver que la doma podía prolongarse, hizo acomodar a sus invitados al tiempo que aprovechaba para irles informando de las cualidades de su siervo, así como de las características del animal que pretendía amansar.

    Por su parte, Roger, al apreciar que el potro estaba a punto, decidió arriesgarse para la monta final. Veía posibilidades en el tordo. Podía quedar bien o quedar mal, pero ¿qué más le daba? Entró en el establo para salir al cabo de poco con una trotada silla de montar que entregó al esclavo que sujetaba al caballo; le dio instrucciones para que se la fuera poniendo con precaución, mientras él le sujetaba firmemente por el cabezal de cuero. Al iniciarse el ensillado y notar el bruto que le estaban poniendo las cinchas, que se apretaban en torno a su panza, pegó un fuerte tirón pretendiendo elevarse en el aire, mientras intentaba desembarazarse de las molestas cargas que le habían colocado encima, así como de la presión del hierro entre sus dientes, que le impedía moverse. Relinchaba y piafaba nerviosa y convulsivamente golpeando la tierra con sus pezuñas. La férrea sujeción que mantenía Roger evitaba que se soltara. Tolerada al fin, con renuencia, la silla ante la firmeza de su dominador y superado el primer momento de rebeldía, se imponía para Roger el remate final de la doma: el encaramarse al animal y aguantar. Algo que venía haciendo habitualmente desde hacía meses, aunque por experiencia sabía que no era fácil precisar las reacciones del caballo y su límite de rechazo. Lo normal era que, al verse libres de la sujeción del cabezal, se encabritaran, brincaran soltando coces y se pusieran a galopar como posesos con frecuentes paradas bruscas con la esperanza de ver pasar por encima de sus orejas al intruso jinete.

    Los cinco visitantes mantenían sus ojos clavados en él.

    ―Vamos allá, tordillo ―le susurró al potro―, demuéstrales a nuestros amigos la sangre, raza y coraje que tienes; ponte de patas si quieres, corre y lánzate lo que te parezca, haz algún que otro viraje cerrado, demuéstrales que no me quieres encima, pero no me lo pongas demasiado difícil elevándote por detrás y haciéndome paradas en seco. Cuantas más faenas me hagas, más tendré que clavarte las espuelas y no te gustará. Hemos de procurar ser buenos amigos. Además, si te portas bien, a lo mejor te compra el visitante y te saca de esta pocilga. Venga, vamos allá. Ludovicus ―llamó al esclavo que le ayudaba―, sujétamelo por el cabezal mientras monto.

    Unas últimas palmadas en la grupa y, con un rápido movimiento, se alzó sobre el animal al tiempo que gritaba a Ludovicus un «¡suéltalo ya!». Como movido por un resorte, con agilidad juvenil, el tordo se puso en pie sobre sus patas traseras hasta casi alcanzar la verticalidad, girando sobre sí mismo y agitando las manos. Movimiento que ya se esperaba Roger y que pudo aguantar afianzándose en los estribos y aferrándose al pomo de la silla. Acto seguido y con las patas en tierra, optó por elevarse de cuartos traseros y lanzar coces a diestro y siniestro. Diversas tandas de virajes en redondo a derecha e izquierda. Roger, al tiempo que resistía como podía el ciclón que se movía entre sus extremidades, no dejaba de observar que no se trataba de un caballo asesino o resabiado, no le intentaba morder la pierna ni otras perversidades, incluso en las cabalgatas y parones súbitos con que le obsequió en un par de ocasiones apreció que lo hacía sin demasiada malicia para hacerle volar.

    ―Tienes sangre, tienes coraje, pero eres noble. Serás un buen caballo ―le murmuró cerca de sus pabellones auditivos plegados hacia atrás.

    Percibiendo el potro que todas sus argucias eran inútiles para desembarazarse de la molesta carga que se le había adherido, enfiló a galope tendido hacia la cerca de madera que cerraba el corral, no lejos de la posición que ocupaban Ahmed y sus huéspedes. A todos sorprendió con un brillante y airoso salto que pasó por encima de las tablas sin apenas rozarlas, para entregarse a continuación a un furioso galope con sus crines y cola enhiesta al viento, con todo el inmenso campo desértico frente a él, donde podía desahogar su fiereza y librarse del extraño ser que le martirizaba los flancos.

    ―Ya te tengo, amiguito, ya eres mío ―le musitó Roger a las orejas―. Ya solo es cuestión de mantenerme, mientras tú te desbravas a lo bestia. Dale al galope tendido todo lo que tú quieras, que no tardarás en fatigarte y amainar poco a poco. Te vas a asegurar una buena ración de forraje.

    El rostro de Ahmed se iluminó cuando vislumbró a lo lejos a un jinete a caballo, sosteniendo un pausado y tranquilo trote, bien enhiesta y en alto la cola blanquinegra, cual correspondía a un purasangre árabe. Antes de que llegara a la cerca se separó del grupo de invitados, acudiendo al encuentro de Roger.

    ―Bien, Roger, bien ―le manifestó cuando se acercaba a su altura―, bonito espectáculo y lección de doma. Al-Halebi ha quedado satisfecho y no solo se te lleva a ti, sino también al potro. No está mal el negocio. Siento desprenderme de los dos, pero en mi mundo no hay lugar para los afectos ―así decía mientras palmeaba amistosamente el arqueado cuello del caballo, sin importarle el abundante sudor que transpiraba de sus poros―. Por cierto, ya que os vais a ir juntos, os entendéis bien y aún está sin nombre, ¿cómo te gustaría llamarle?

    ―Liberto ―contestó Roger espontáneamente, mientras ponía pie en tierra.

    ―Así sea ―concedió Ahmed tras una escrutadora mirada al muchacho―. A propósito, si algún día accedes a la libertad, quieres continuar en esta tierra y no tienes mejor trabajo que hacer, ven a verme. Serías un buen maestro de doma.

    Una leve palmada del tratante completó el comentario.

    ―Se lo agradezco, señor.

    ―Bien. Atendamos a tus nuevos dueños. Ya verás que a Habib ibn Hishâm alHalebi le acompaña su hijo mayor y su jefe de servicios domésticos. No les hagamos esperar. Que Ludovicus se haga cargo del caballo y tú ven conmigo.

    El porte y maneras de Habib ibn Hishâm al-Halebi, en sus cuarenta y tantos años, le recordaban a Roger los rasgos que él había observado en algunos miembros de la nobleza; aquellos que seguían imperando en sus individuos tras varias generaciones. Su mirada tranquila pero aguda, junto con sus palabras y movimientos en los que se reflejaba seguridad y determinación, los asoció Roger con lo que Ahmed le había comentado sobre su condición de hombre acostumbrado al mando de ejércitos. Le acompañaba su joven hijo Abd al-Rahim, que se limitaba a ver y escuchar atentamente las reflexiones y comentarios de su padre, y Fâdel, el máximo capataz de su casa y responsable de todos los servicios domésticos. Iban los tres ataviados pulcramente con prendas amplias que les facilitaran la cabalgadura y tocados con sus respectivos turbantes.

    Al llegar a su altura, fue Al-Halebi el que se dirigió a Roger.

    ―Dime, muchacho. Roger, me dice Ahmed que es tu nombre. Veo que eres hábil en el trato con los caballos. ¿Lo has aprendido todo aquí con la gente y ejemplares de Ahmed o ya te viene de antiguo?

    ―Señor ―contestó Roger procurando dar a su voz y maneras un tono de respetuosa disposición―, es mucho lo que he aprendido y practicado aquí, especialmente en materia de doma, pero anteriormente ya conocía lo que era la cría caballar.

    ―Ya ―siguió el noble árabe―. ¿Y dónde lo aprendiste y con qué tipo de caballos?

    ―En mi lejano lugar de nacimiento, señor, al pie de las montañas de los Pirineos, allá en la península ibérica; durante mis primeros dieciséis años coincidentes con mi larga estancia en el monasterio de Artús y más tarde en el ejército del caballero Arnau de Montesquieu. Y, en cuanto al tipo de caballos ―continuó Roger―, puedo decir que de todos, tanto de silla como de carga, de las razas ibéricas, muy distintos, por cierto, con los que me he tenido que enfrentar aquí.

    ―Todos los conocimientos y prácticas nos serán útiles, no lo dudes. Además has sido soldado en el ejército cruzado ―no preguntó, sino afirmó el jeque árabe.

    ―Así es, señor, durante cuatro años, hasta que en la batalla de Harim fuimos derrotados. La inmensa mayoría de mis compañeros cayeron muertos, y algunos, que no sé cómo sobrevivimos, fuimos apresados. Por desgracia ―se lamentaba Roger para sus adentros―, en tan solo unos pocos meses he pasado de la gloria de un ejército cristiano vencedor, temido y respetado, al infierno del cautiverio. De ser un orgulloso soldado de esa milicia a no ser nadie ni nada. Suerte ―ironizó― que al menos mi tiempo está más entre caballos, con los que me entiendo y no me desprecian ni maltratan, que con las personas.

    ―Bien, ya tendremos ocasión de comprobarlo más adelante ―concluyó AlHalebi―. Recoge tus cosas, si es que tienes algo, y súbete al caballo que has estado domando. Partimos de inmediato ―ordenó con autoridad―. Debemos regresar antes de que anochezca.

    ―Sí, señor.

    Aunque pensó para sí: «Espero que Liberto aguante la cabalgata. Es muy joven y recién domado. Será su primera gran marcha ensillado y con un jinete que le hará emplearse a fondo. Pero está en plena juventud, es muy ágil y cabe confiar en que musculatura, pulmones y corazón no le abandonen».

    Al momento de la partida, se unieron al séquito cuatro hombres armados de escolta y dos mozos de cuadra, cuya misión era la de velar por los caballos y conducir dos más de refresco.

    Con el recuerdo en su retina de la palmada de Ahmed y el sorprendente ademán de despedida que con su brazo en alto le obsequió Abd alKadir, pronto se vio inmerso Roger en un grupo de hombres a caballo que no tardaron en iniciar un galope sostenido por el páramo sirio con un jeque a la cabeza marcando la dirección y el ritmo. A pesar de ser consciente de su pobre condición de esclavo, no pudo evitar Roger que le embargara una cálida sensación de bienestar al verse cabalgando sobre un tordo joven, que le estaba respondiendo de buen grado, con la brisa del desierto acariciando su rostro, en medio de un grupo de jinetes entre los cuales él no desmerecía ni se rezagaba y con leguas y leguas aún por recorrer. Era como apreciar que la vida tornaba a él, a su encuentro. No tardó en reconocer que era la primera sensación agradable que tenía en su vida de cautiverio. Sin duda vendrían situaciones mucho más ingratas, pero las afrontaría. Había recuperado sus fuerzas y sentía que la voluntad de vivir pugnaba por aflorar de nuevo. Si bien su destino seguía siendo negro e incierto, era el momento de dejarse llevar por el placer que la cabalgata le estaba deparando y por el pensamiento de que quizá su mundo no se iba a acabar con su actual estado de cautividad.

    CAPÍTULO V

    Mauro

    Noviembre de 1165

    Llevaba más de tres meses en los dominios de Habib ibn Hishâm alHalebi, una amplia superficie de terreno no lejos de la ciudad de Alepo. En el centro de la propiedad se erigía la fortaleza rectangular almenada sede de la familia desde hacía dos siglos; un sólido alcázar de piedra que había resistido impávido diversos ataques enemigos, que proclamaba orgulloso su condición de inexpugnable y donde actualmente imperaba el jeque Habib ibn Hishâm alHalebi. Próximas a la edificación principal se levantaban una serie de construcciones de planta baja destinadas al alojamiento de esclavos y personal de servicios, así como establos, caballerizas y corrales. Tanto las dependencias de la soldadesca como graneros, cisternas y pozos se ubicaban en el interior del alcázar.

    Al igual que le ocurriera en los dominios de Ahmed, su lecho de paja radicaba en el propio establo, compartiendo techo y ambiente con los cuarenta y ocho caballos allí estabulados, en dos hileras de veinticuatro piezas abiertas a un amplio pasillo central. A todos ellos debía de atender, junto con Mauro, uno de sus compañeros de cautiverio, un joven maltés sobreviviente como Roger de la cruenta derrota de Harim.

    Su capataz Abdel ya le había avisado desde el primer momento que, más que hablar él, quien lo haría sería su látigo, que nunca se separaba de su mano derecha. Así, pudo comprobar, se reflejaba en las líneas rojizas que buena parte de los esclavos lucían en sus espaldas. Personaje siniestro, de mediana edad, complexión corpulenta aunque no robusta, rostro flácido, barba hirsuta y grisácea, mirada huraña, ceño fruncido, siempre ordenando, amenazando, haciendo patente su autoridad con frases secas, ofensivas, humillantes, castigando a latigazos los mínimos descuidos y negligencias. Para él los esclavos solo significaban tareas que encomendar y castigos que imponer.

    ―Perra vida de esclavo que ni siquiera puedes dormir tranquilo ―se lamentaba Mauro, mientras Roger intentaba mitigarle el dolor con paños de agua fría sobre su espalda. Se la veía en carnes vivas, surcada por las huellas sanguinolentas de la última tanda de latigazos propinada por Abdel―. Abandona uno la miseria de su tierra, donde, si no tienes título o propiedades, no eres nadie, animado por las recompensas que te ofrecen por enrolarte en las cruzadas y acabas en manos de estos infieles que Dios confunda. Aquí malvives y trabajas como una mula, lo único que te dan es un plato de bazofia, y te azotan al menor descuido. Al final acabas pensando que tu única esperanza es morirte cuanto antes para liberarte del cautiverio. Que con el trato que recibimos no creo que tarde en llegar.

    ―¿Sabes, Mauro? ―le rebatió Roger―, varias, por no decir muchas veces, yo he tenido este mismo pensamiento, el de la muerte como única liberación de la esclavitud, pero, cuando venía cabalgando hacia aquí junto con nuestro

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1