El tiempo entre costuras: A Novel
Por Maria Duenas
4/5
()
- Espionage 
- Betrayal 
- Deception 
- Self-Discovery 
- Personal Growth 
- Fish Out of Water 
- Rags to Riches 
- Star-Crossed Lovers 
- Forbidden Love 
- Enemy Within 
- Mysterious Stranger 
- Cultural Clash 
- Ticking Clock 
- Search for Identity 
- Secret Agent 
- World War Ii 
- Survival 
- Friendship 
- Identity 
- Power Dynamics 
Información de este libro electrónico
La joven modista Sira Quiroga abandona el Madrid agitado de los meses previos al alzamiento arrastrada por el amor desbocado hacia un hombre a quien apenas conoce. Con él se instala en Tánger, una ciudad exótica y vibrante donde todo puede suceder. Incluso la traición.
Sola, desubicada y cargada de deudas ajenas, Sira se traslada a Tetuán, capital del Protectorado Español en Marruecos. Gracias a la ayuda de nuevas amistades forjará una nueva identidad y logrará poner en marcha un taller de alta costura en el que atenderá a clientas de orígenes lejanos y presentes insospechados. A partir de entonces, con los ecos de la guerra europea resonando en la distancia, el destino de Sira queda ligado al de un puñado de carismáticos personajes que la empujarán hacia un inesperado compromiso en el que las artes de su oficio ocultarán algo mucho más arriesgado.
El tiempo entre costuras es una novela de amor, de ritmo imparable cargada de encuentros y desencuentros, de identidades encubiertas y giros inesperados; de ternura, traiciones y ángeles caídos.
Maria Duenas
María Dueñas holds a PhD in English philology. After two decades in academia, she broke onto the literary scene in 2009 with the publication of the New York Times bestselling novel The Time in Between, followed by The Heart Has Its Reasons in 2012. Both novels became international bestsellers and have been translated into thirty-five languages. The television adaptation of The Time in Between earned critical and international acclaim. The Vineyard is her third novel.
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Comentarios para El tiempo entre costuras
40 clasificaciones35 comentarios
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Dec 6, 2018 This is a doorstop of a book - just the kind I love to sink into and read on a rainy day. That it's historical fiction made it all the better. That it was a period in history about which I know very little made it even better still. It wasn't perfect but it was a very good read.At the start the reader is introduced to the heroine, Sira, the daughter of a love match between a woman who is now a seamstress and a man who remains unidentified until later in the book. Sira learns her mother's trade and shows an aptitude for sewing that by all indications will surpass her mother's. She finds love and is about to be married when she falls into the clutches of a slimy ne'er do well who promises her the world but ultimately leaves her alone and without her money. The money? Well, her father re-appears and provides for her as he fears that the continuing political situation in Spain will lead to his death.The background of the book is the Spanish Civil War and WWII. Sira, after having left Spain due to the advice of her father is in Morocco and this is where she finds herself after the slime ball abandons her. This is where she finds herself and this (about a third to a halfway through the book) is where it really picks up!Sira ends up working as a spy for the British Foreign Service and the book finds its excitement as she tries to stay one step ahead.The book was overall, very good. It was a bit slow at the start and it was very hard to like Sira in the beginning as she was so overwhelmingly self-centered and blindingly stupid but I suppose that she was young and thought she was in love and that leads to stupid at times. She is just the kind of girl that a certain type of man will prey upon and Ms. Duenas shows exactly how it is done in her writing. There was just a bit too much of it. I think the book could have been shorter and had more impact. It was translated from Spanish and there might have been some colloquialisms that did not translate well but I DID enjoy the book.The characters were great from the main to the ancillary and they were of all different types so it made reading very interesting. The history was well woven into the story and it piqued my curiosity enough in certain points to send me researching further. At times it got a bit wordy but not enough to detract from the overall enjoyment of the book, at least not for me. It does seem as if it left room for a sequel which I would read if that was indeed the case.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Dec 6, 2018 Excellent book, I enjoyed it tremendously. Because Sira was a seamstress, it was especially enjoyable, wish there would have been more detail on what creations she made.
- Calificación: 2 de 5 estrellas2/5Dec 6, 2018 Maybe it isn't fair to judge a book you haven't finished, but I got half way through and it just never took off for me. Part of the problem is that I don't know the history of WWII as if affected Spain and North Africa. The other part is the writing itself, which is OK, but full of sentence fragments, which seems like a simple thing to fix. Maybe it was the translation. I just can't recommend it.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Jan 17, 2025 This novel is about a young Spanish woman who sees the Spanish Civil War and then the rumblings of WW2. She travels to Morroco and Portugal. Circumstances force her to grow up and blossom into a premier dressmaker and also a spy. The story telling is paced and detailed but remained interesting. Most of the spy action is in the last third of this 600+ page book. I learned a bit about Spain during that time period. I enjoyed the book a lot but probably not everyone has the patience for it.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Oct 31, 2022 Set in Spain, Morocco, and Portugal during the Spanish Civil War and World War II, this book tells the story of Sira, a poor seamstress born in Madrid, who transforms into an acclaimed designer. Sira falls in love and migrates to Morocco during the Spanish Civil War, where she endures many hardships and must remake her life. She is swept up in the turbulent events of the era, including politics and espionage.
 This is the type of historical fiction I enjoy. The author sets the story around fictional characters and supplements the narrative with real people. It feels authentic to the time period. The story includes romantic relationships, but it is not primarily a romance. Sira must find an inner core of strength to overcome many obstacles, and her character growth is noticeable. The storyline is stitched together in segments that portray the main events in Sira’s life, which seems appropriate in a novel about a seamstress. There is a lot going on in this novel and it offers a pleasing mix of character development and plot. The pace ramps up in the second half when the espionage storyline kicks in.
 The story is narrated by Sira, looking back on her life. “And that is my story, or at least that’s how I remember it, perhaps varnished over with the sheen that decades and nostalgia give to things. What happened in Spain after the European war, as well as the traces of many people who have passed through this account—Beigbeder, Rosalinda Fox, Serrano Suñer, and others—can be found in history books and archives, and in the memories of older generations. Their comings and goings, their glories and miseries were objective facts that in their day filled newspapers and fed the salons and the clusters of people gossiping on street corners.”
 I particularly enjoyed the depiction of life in Tétouan , Morocco. The author does a great job of establishing an ambiance of color and activity. The writing style is detailed, perhaps occasionally too detailed, but overall, it is an entertaining piece of historical fiction.
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Feb 9, 2019 I became impatient with this story of a seamstress/spy about 2/3 of the way in.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Aug 29, 2018 Sira Quiroga began working with a Madrid dressmaker in her atelier as an apprentice when fourteen. Six years later she is finally a dressmaker. When two charismatic men enter her lives, one makes her wealthy and the other, destitute. Never knowing her father, she is finally invited to his office only to discover that he is one of Madrid's wealthiest citizens who feels guilty about ignoring his responsibility for so many years. In only a few moments, she has money to live comfortable for some time. However, she also becomes under the spell of an attractive salesman, who convinces her to leave Spain at the outset of the Spanish Civil War for Morocco. However, shortly after their arrival, the salesman leaves Sira with a large hotel bill and no money. The remainder of this novel focuses on how this impetuous and naive young woman finds her way in a foreign land with the assistance of friends as a prestigious courtier and spy.
 My only regret regarding reading this saga is that it sat on my bookshelf unread for so long. All the characters were well developed especially how Sira's character grew during the course of this novel. Although a lengthy novel, the plot never bogs down always moving forward to Sira's next adventure.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Aug 13, 2018 A sweeping historical novel featuring the young Sira Quiroga, who begins by cleaning the floors of the atelier where her mother is a seamstress and ends up as a sought-after fashion designer in World War II. Using her skills as a dressmaker to connect with the high society ladies, she ferrets out Nazi secrets and passes that information on to the British via Morse code embedded in dress patterns.
 Wow … what a fascinating and engaging read. This is Dueñas’s debut work, but it sure reads like the work of an accomplished storyteller. The novel starts off slowly and I was pretty disappointed in the young Sira and the poor choices she made with respect to men. But once she was forced to make her own way (abandoned and penniless in Morocco of all places), the story really picked up.
 I loved the way that she grew as a character, coming into her own while carefully observing and learning from her friends, neighbors and clients. Her relationships are wonderfully complex – from the police inspector, to her landlady, to her neighbor and friend, Felix, to the glamorous Rosalinda Fox, and her stoic mother.
 I’ve read many novels set in WW2 but only one previous one set in Spain (Hemingway’s For Whom the Bell Tolls). What sets this apart is that is mostly deals with the “women left behind.” The ways in which women and men who were not at the forefront of the fighting dealt with the ramifications of the wars, both the Spanish Civil War and WW2. Dueñas fills the novel with details of life “at home” during this time frame: in Madrid, Morocco and Lisbon. The shortages, the black market, the unusual alliances.
 Of course, there are real-life people in the book; you cannot set a novel at this place and during this time frame and completely avoid mentioning Hitler or Franco. But I was surprised to discover that Rosalinda Fox was a real woman. Sira is a totally fictitious character, but Dueñas inserts her into the history of the time in a way that is believable.
 I understand that there is a Spanish telenovela (soap opera / mini-series) available on Netflix (with subtitles). One of my friends commented that she was hooked on it and loved the ending when Sira is reunited with her mother. Once I told her that the soap opera ending is barely at the half-way point in the novel, she set out to get the book.
 I recommend this to anyone who loves a fast-paced novel, with fascinating characters, and a strong female lead. The final scene when she decides to take matters into her own hands and go forward on her own terms is marvelous. I wanted to stand up and cheer!
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5May 7, 2018 Spy novel. Dressmaker runs into unsavory men, runs off with money end jewels from estranged father, goes to Spain and Portugal to spy for British, meets a former lover also a spy. Long book.
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Mar 27, 2018 This book was good not great. It was fairly well written. Very descriptive, decent character development, and after I think about it - a lot did happen. I was just bored by this for the most part. There were definitely some really good moments where I didn't want to put it down. Overall, I think it was just sort of boring. Nothing really happened. There was a lot of predictability and I didn't find Sira to be an amazing character that I wanted to know more about. I think I was just let down -all reviews made it seem like the AMAZING book of the year. Don't avoid this book, I would just say don't go out of your way to read it.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Jan 2, 2017 
 
 The beginning was so clichéd I had a hard time continuing...it took about 3/4 of the book to become really interesting, from a plot perspective, which is why I gave it only 4 stars, not five. Generally speaking though, a pretty good read with interesting historical elements and a satisfying ending.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Jul 11, 2016 I found this a very enjoyable read. Yet another element of what happened during World War II that most people didn't know about. I would never have wanted to be a spy back then and I don't think I would have been a good one. If you want to read a very well written story with fascinating characters that's full of heartache, joy, espionage, love and danger, then pick this one up.
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Mar 8, 2015 Around page 400 I became very bored and switched to another book. I returned and finished today. ..forced myself yo endure the final 206 pages. First off, too long. Needed editing. Of particular distress was page after page of instruction for spying on people complete with names of characters who never surfaced in the story! Need a book about rosalinda fox.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Jul 15, 2014 This is a nice story of nice girl, Sira, who grows up poor in Spain before World War II. She’s a seamstress there with her mother until, years later, she is swept off her feet by a man who takes her to Morocco only to leave her there high and dry. Now she’s alone and in debt, but all is well when she opens business there as a seamstress. But that’s not all she is. And so on. As historical fiction, Spain before and up to World War II, this book excels.
 But THE TIME IN BETWEEN disappointed me because it was so predictable. I could predict everything that happened. And I don’t mean just the historical facts. Everything that happened to Sira, every mess she got into, I could predict. At least, that’s the way it seemed to me. I know people who disagree.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Apr 8, 2013 3.5 stars. I was generaly captivated by the book and enjoyed reading it, but there are a few aspects that I didn't like or that I question about the book. I like that it is a novel covering WWII from an angle that I've never encountered before -- mainly Spain, but some Morocco, too. It involves people who really existed, but the main story is fictional. The story is epic in that it covers several locations and there are miniplots within the larger framework of the novel. It includes mystery, romance, intrigue, action, politics, and fashion; quite the gamut, really, though its audience is mainly female.
 This book could easily become a movie, but I imagine it would need serious adapting.
 My criticisms involve details and are more minor, but they contain some spoilers:
 a) there's a chapter that provides political info in the third person, but with a "so I heard from my friend" thrown in at the end to fit the novel. I guess it's done for clarity and time-saving, but it was a disonance;
 b) the first miniplot is very predictable, but I suppose it serves the purpose of getting Sira to North Africa, penniless; I guess I can accept that.
 c) one of the guys from the beginning shows up later in the novel, but I'm not sure why other than to give some temporary suspense. Seems kind of coincidental that the one shadow she has knows her, threatens her, and then ignores her.
 d)the final miniplot in Lisbon ends too easily. Wouldn't he have contacts in Spain to deal with her? The Germans would...
 e) the author does a decent job of providing opportunity and space for Shira to grow, but she is very polished and brave at the end; not sure I buy it all
 f) there are some suggestive details that are included like foreshadowing, and then they come to cnothing. I'm not sure if I apreciate the misdirection, or if it's annoying.
 Did it make me rethink my worldview or opinions? No. But it's an enjoyable story with decent writing.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Apr 4, 2013 Wow! One of the best I've ever read. I won this as a Goodreads First Read. Maria Duenas pulls us into the life story of Sira. Starting out in Madrid just before the Spanish Civil War, a young Sira meets a man, falls in love, moves to Morocco--from this point her life takes so many twists and turns, some wonderful, some frightening but she is truly a brave soul and comes to the
 conclusion of her story triumphant! I savored all 600 pages and was never bored. The writing was superb and the translation to English excellent! Enjoy it!
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Feb 26, 2013 A long historical novel spanning the life of Sira, and young Spanish girl who finds herself swept up in the events of two World Wars. Initially, Sira is a young girl destined to become a seamstress with her mother, but when the war closes the shop where her mother works, Sira's life changes. She falls in love, faces abandonment in a foreign country, and sets up her own shop in Morocco. Later her sewing skills lead her back to Madrid as both a seamstress and a spy where she also finds love.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Jan 3, 2013 I nearly gave up on the book quite near the beginning, but I'm glad I didn't -- it picks up rapidly. Sira spends the first few chapters running away to Morocco with her obviously awful manipulative boyfriend, and the book only really gets good once he leaves her with nothing and she starts having to live for herself. I was quite happy reading about Sira's life in Morocco but it was once she returned to Madrid as a spy for the SOE that the story takes a more a exciting turn which kept me gripped until the end.
 Once finished I enjoyed reading about which characters were fictional and which were real -- I knew nothing about the setting so everything was new to me. Sometimes some of the characters, especially the politicians, got a bit confused in my head, and I found the lengthy expositions about the politicians and their backgrounds and allegiances interrupted the flow of the story a bit.
 Overall, well worth ploughing through the slow start.
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Dec 12, 2012 Quite a tome! Never boring and quite educational as I knew nothing about the Spanish Civil War prior to reading this book but, the very nature of politics mars my enjoyment of a book somewhat.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Oct 19, 2012 This is a doorstop of a book - just the kind I love to sink into and read on a rainy day. That it's historical fiction made it all the better. That it was a period in history about which I know very little made it even better still. It wasn't perfect but it was a very good read.
 At the start the reader is introduced to the heroine, Sira, the daughter of a love match between a woman who is now a seamstress and a man who remains unidentified until later in the book. Sira learns her mother's trade and shows an aptitude for sewing that by all indications will surpass her mother's. She finds love and is about to be married when she falls into the clutches of a slimy ne'er do well who promises her the world but ultimately leaves her alone and without her money. The money? Well, her father re-appears and provides for her as he fears that the continuing political situation in Spain will lead to his death.
 The background of the book is the Spanish Civil War and WWII. Sira, after having left Spain due to the advice of her father is in Morocco and this is where she finds herself after the slime ball abandons her. This is where she finds herself and this (about a third to a halfway through the book) is where it really picks up!
 Sira ends up working as a spy for the British Foreign Service and the book finds its excitement as she tries to stay one step ahead.
 The book was overall, very good. It was a bit slow at the start and it was very hard to like Sira in the beginning as she was so overwhelmingly self-centered and blindingly stupid but I suppose that she was young and thought she was in love and that leads to stupid at times. She is just the kind of girl that a certain type of man will prey upon and Ms. Duenas shows exactly how it is done in her writing. There was just a bit too much of it. I think the book could have been shorter and had more impact. It was translated from Spanish and there might have been some colloquialisms that did not translate well but I DID enjoy the book.
 The characters were great from the main to the ancillary and they were of all different types so it made reading very interesting. The history was well woven into the story and it piqued my curiosity enough in certain points to send me researching further. At times it got a bit wordy but not enough to detract from the overall enjoyment of the book, at least not for me. It does seem as if it left room for a sequel which I would read if that was indeed the case.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Aug 27, 2012 The Time In Between is a comprehensively challenging fictional debut; over 600 pages of minutely researched Spanish history is skillfully woven into a page-turning tome that totally tugs the reader into the fascinating life of a remarkable young woman whose determination, strength, and demeanor irrevocably changes her destiny.
 The consequential trials endured during and after Spain’s Civil War, leaves a country politically and ideologically divided, its citizens cautious not only of what the new regime will offer, but also of speculation how their lives will be further altered as Spain becomes a precious pawn between Britain and Germany, the two main players as World War II descends upon this war-weary country.
 Daughter of a Madrid dressmaker, Sira’s initial efforts to be more independent than her mother miserably fail; unknowingly her serendipitous recourse to join her mother in one of Madrid’s famed couturier’s back room results into a captivating journey which Sira could never have imagined. Infatuated with a callous lover, Sira travels to Morocco where she is left penurious, shamefully humiliated, and unable to pay hotel expenses incurred by her devious lover. Arrested by a sympathetic local police chief, her dignity and future unhinged, Sira resolves to pay her debt any way possible. When her skills as a seamstress are noticed by Nazi officers’ wives, Sira captivates them with the unusually beautiful fabrics secreted within certain sections of Tetuán, her temporary home. As she gains recognition for her exceptional couturier’s flair, Sira, a woman of countless talents, is introduced to a dangerously clandestine world that exists within a world at war. Her eventual entre and covert collaboration thrust Sira into a quagmire of unremitting vigilance which requires exhaustively instinctive discernment of distinguishing who is trustworthy, and who is traitor.
 Maria Dueñas deliberately infuses true historical characters and locales into this exquisitely scripted narrative. Daunting at first, I was amazed how quickly mesmerizing this book became, and not only was it an unexpected lesson in history, but also one of the best books I have
 read.
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Jul 31, 2012 It wsasn't sure if it was Historical Fiction, Romance or Spy Thriller. Took too long to decide. 600 pages needs better editing.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Jul 14, 2012 Looking at any book, a reader never has an idea of whether it is going to be a pleasing gift from the author or a slog of monumental proportions. When the book is a long one, this crap shoot has the potential to be exponentially better or worse. Maria Duenas' fantastic and epic, long novel The Time in Between definitely falls into the gift to the reader category. It is a completely riveting and fascinating tale of self-determination, espionage, and intrigue.
 Sira Quiroga is a young woman learning her trade as a seamstress from her mother, engaged to a kind and constant if less than exciting man, and living in Madrid on the eve of the civil war that rent the country asunder. A chance encounter with a typewriter salesman sets Sira on a new course, breaking her engagement, meeting her father for the first time, and following her lover to an unexpected life in Morocco. Starting out innocent, naive, and stupidly trusting, Sira is forced by circumstances to adapt, mature, and take control of her own life. She makes influential friends and gains entre into a world she never imagined, one of politics and intrigue in the Spanish Protectorate in Morocco. As the dressmaker to the wives and mistresses of the Spanish officials and the leading Nazis in Africa, she has a front row seat to the rise of Franco and to the machinations behind the scenes as World War Two devastates Europe. Sweeping from Madrid to Morocco and back to Madrid, the scope of the novel is vast and complete.
 Duenas' blending of fictional characters and actual historical characters gives a weight to Sira, later known as Arish's, trajectory and character development. The time and places of the novel are fascinating and the truth behind the creation of new spies, people previously unconnected with MI5, is engrossing. The plot is riveting and the narrative tension stays steady throughout the first half, ratcheting up as the stakes increase in the second half of the novel. The secondary characters are appealing and if their functions are sometimes a tad too coincidental with Sira's needs, the appeal and attraction of the story as a whole completely forgives this. Readers may find it takes a while to get into the story but once they do, they will be richly rewarded by this tale of a self-made woman who ultimately helps to plot the course of history.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Jul 8, 2012 Wow, it is quite a FEAT for an author to write a book 600+ pages long, and keep it interesting throughout. Well, ladies and gentleman, María Dueñas has managed this feat! An absolute delight to read, this novel kept me engrossed from beginning to end, although the beginning was a tad lagging. I'd recommend it to everyone, because it is yet another book that defies being boxed within a genre - incorporating lots of genres, this book tells a beautiful and riveting tale!
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5May 30, 2012 "The Time in Between" is a well written period piece set in Spain and Northern Africa between WW I and WW II. It is an intriguing coming of age story, following Sira from phenomenal innocence to competent young woman and spy in a highly challenging and volatile world.
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5May 17, 2012 "The Time In Between follows the story of a seamstress who becomes the most sought-after couturiere during the Spanish Civil War and World War II"--.
 The book is very long and didn't always hold my attention, but I was fascinated by this time and place in history. After reading this, I plan to find out more about Spain's Civil War and it's history during WWWII.
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Jan 13, 2012 I have to say that I only read 250 of the 400 pages. The story of Sira growing up in pre war Madrid learning to be a dressmaker started out well. Life seemed to be complete for her with an engagement to Ignacio and a career as a seamstress. Then the war threatened and there wasn't any need for dressmakers anymore. Ignacio had just become a civil servant and thought that it would be a good option for Sira and that she should learn to type. The purchase of a typewriter and the introduction to the salesman, Ramiro was the beginning of the end for both Ignacio and Sira.
 Soon enough the story began to drag for me with Sira running away with Ramiro and then Ramior abandoning Sira. Frankly, I lost patience with the story and I doubt that I will be drawn to it again to complete.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Jan 11, 2012 Maria Duenas' "The Time in Between" is a sweeping saga of Sira Quiroga, the young daughter of a dressmaker in Madrid. Born in 1911, Sira comes of age as Spain is experiencing rumblings of a civil war. She is engaged to Ignacio, but a trip to buy a typewriter changes that as Sira falls for the shop salesman, Ramiro.
 Because he fears for his life, Sira's father, Gonzalo, whom Sira has never before met, requests to meet her. He gives her some of his family's jewels and money and suggests she leave the country for her own protection because of Spain's soon-to-come civil war.
 She and Ramiro do leave for Tangiers, Morocco, where Ramiro absconds with Sira's treasures after she becomes pregnant. Penniless, Sira flees the hotel, but passes out and wakes up in hospital, having lost the baby. In order to repay Ramiro's debt to the hotel, Sira relies on the skills she learned from her mother and starts a business as a dressmaker.
 Being a dressmaker gives Sira the opportunity to fit in with both the English and Germans during World War II. She is enticed to return to Madrid as a spy for the English. Back in Madrid, Sira is given a new dress shop to operate from which she learns of Germany's maneuvering.
 Returning to Madrid also brings her face-to-face with several people from her past. Some are more welcoming than others.
 This novel sucked me in and swept me away. Even at 609 pages, I didn't want it to end. I loved reading about Spain and Morocco and their part in the war. Author Duenas is a wonderful storyteller. I highly recommend "The Time in Between."
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Dec 22, 2011 WOW! The Time In Between is an amazing saga of a young woman caught in the turmoil of the Spanish civil war, it's as much a story of a woman's survival during wartime as was Scarlett O'Hara's saga in Gone With The Wind. Author Maria Duenas has created a new literary heroine in Sira Quiroga.
 The reader watches Sira's growth and struggle to not only survive, but to come out ahead of those around her. This is a fantastic example of historical fiction at its best! I didn't know much about the Spanish civil war, and this was an incredible learning experience disguised as a great read! Ms. Duenas brings the sights, smells and textures of the 1930s Madrid and Morocco to live. her descriptive phrases are so multi-layered that as a reader, I could "see" the cities as if I were there.
 I do have a couple of issues with this book, even as much as I loved it, it was just about thirty percent too long. I loved the descriptions and the background given each situation, character and locale, but there was more than enough and I found myself skimming over bits that brought nothing to the story. In all honesty, the descriptive verbiage took away from the story. You really don't get to the meat of the book until about half way into the story. I don't know if the flowery prose was a product of translation from the original Spanish to English, but for me, it didn't add to the plot. It detracted from it.
 I will say that once we got to the part where Sira is approached by her friend to work with the British counterintelligence (about half way through) the story seemed to just race through the last half. Maria Duenas' ability to build supporting characters as real and multi-layered people is just brilliant! If The Time In Between is ever made into a film, the supporting actors could steal the story! In fact, in some places in this book, they did just that!
 All that being said, I LOVE this book!! It's one that I'll give to friends as gifts.
 I give it a big 5 out of 5 stars! Buy them in quantities to give to everyone on your gift list! You won't be sorry and they will love you for it!
 **This e-galley was provided to me by the publisher through NetGalley, and that in no way affected my ability to write an honest review of this book.
- Calificación: 2 de 5 estrellas2/5Dec 2, 2011 The first few pages of this book really grabbed me, especially these first couple of sentences: A typewriter shattered my destiny. The culprit was a Hispano-Olivetti, and for weeks, a store window kept it from me. The story seemed like it was going to be interesting, and I liked the writing. Then the protagonist, Sira, turned into a simpering victim who made a bad decision and then let others continue making bad decisions for her. I'm happy that she changed as the story went along. The story ties together fiction with historical people and events, and the combination should have made me very happy.
 I'm sad to say it didn't The book was too long at about 600 pages. Long books don't scare me away, but they do have to entertain me for the whole story. This one had too much description, and even though I am a fan of well-done description, it seemed there was just too much describing in this one. I couldn't connect with the characters, and while I was interested in what would happen next, it was more a feeling of curiosity than caring about the characters. The history wasn't written in a way that caused me to want to learn more, and the telling of it seemed a bit muddled in places. Some of the story relied on coincidences that just were a little too convenient.
 Most reviews of this book are very positive, so I think that many people who like historical fiction will like it, but it just didn't work for me. Thank you to the publisher for providing a copy for review.
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El tiempo entre costuras - Maria Duenas
PRIMERA PARTE
1
Una máquina de escribir reventó mi destino. Fue una Hispano-Olivetti, y de ella me separó durante semanas el cristal de un escaparate. Visto desde hoy, desde el parapeto de los años transcurridos, cuesta creer que un simple objeto mecánico pudiera tener el potencial suficiente como para quebrar el rumbo de una vida y dinamitar en cuatro días todos los planes trazados para sostenerla. Así fue, sin embargo, y nada pude hacer para impedirlo.
No eran en realidad grandes proyectos los que yo atesoraba por entonces. Se trataba tan sólo de aspiraciones cercanas, casi domésticas, coherentes con las coordenadas del sitio y el tiempo que me correspondió vivir; planes de futuro asequibles a poco que estirara las puntas de los dedos. En aquellos días mi mundo giraba lentamente alrededor de unas cuantas presencias que yo creía firmes e imperecederas. Mi madre había configurado siempre la más sólida de todas ellas. Era modista, trabajaba como oficiala en un taller de noble clientela. Tenía experiencia y buen criterio, pero nunca fue más que una simple costurera asalariada; una trabajadora como tantas otras que, durante diez horas diarias, se dejaba las uñas y las pupilas cortando y cosiendo, probando y rectificando prendas destinadas a cuerpos que no eran el suyo y a miradas que raramente tendrían por destino a su persona. De mi padre sabía poco entonces. Nada, apenas. Nunca lo tuve cerca; tampoco me afectó su ausencia. Jamás sentí excesiva curiosidad por saber de él hasta que mi madre, a mis ocho o nueve años, se aventuró a proporcionarme algunas migas de información. Que él tenía otra familia, que era imposible que viviera con nosotras. Engullí aquellos datos con la misma prisa y escasa apetencia con las que rematé las últimas cucharadas del potaje de Cuaresma que tenía frente a mí: la vida de aquel ser ajeno me interesaba bastante menos que bajar con premura a jugar a la plaza.
Había nacido en el verano de 1911, el mismo año en el que Pastora Imperio se casó con el Gallo, vio la luz en México Jorge Negrete, y en Europa decaía la estrella de un tiempo al que llamaron la Belle époque. A lo lejos comenzaban a oírse los tambores de lo que sería la primera gran guerra y en los cafés de Madrid se leía por entonces El Debate y El Heraldo mientras la Chelito, desde los escenarios, enfebrecía a los hombres moviendo con descaro las caderas a ritmo de cuplé. El rey Alfonso XIII, entre amante y amante, logró arreglárselas para engendrar en aquellos meses a su quinta hija legítima. Al mando de su gobierno estaba entretanto el liberal Canalejas, incapaz de presagiar que tan sólo un año más tarde un excéntrico anarquista iba a acabar con su vida descerrajándole dos tiros en la cabeza mientras observaba las novedades de la librería San Martín.
Crecí en un entorno moderadamente feliz, con más apreturas que excesos pero sin grandes carencias ni frustraciones. Me crié en una calle estrecha de un barrio castizo de Madrid, junto a la plaza de la Paja, a dos pasos del Palacio Real. A tiro de piedra del bullicio imparable del corazón de la ciudad, en un ambiente de ropa tendida, olor a lejía, voces de vecinas y gatos al sol. Asistí a una rudimentaria escuela en una entreplanta cercana: en sus bancos, previstos para dos cuerpos, nos acomodábamos de cuatro en cuatro los chavales, sin concierto y a empujones para recitar a voz en grito La canción del pirata y las tablas de multiplicar. Aprendí allí a leer y escribir, a manejar las cuatro reglas y el nombre de los ríos que surcaban el mapa amarillento colgado de la pared. A los doce años acabé mi formación y me incorporé en calidad de aprendiza al taller en el que trabajaba mi madre. Mi suerte natural.
Del negocio de doña Manuela Godina, su dueña, llevaban décadas saliendo prendas primorosas, excelentemente cortadas y cosidas, reputadas en todo Madrid. Trajes de día, vestidos de cóctel, abrigos y capas que después serían lucidos por señoras distinguidas en sus paseos por la Castellana, en el Hipódromo y el polo de Puerta de Hierro, al tomar té en Sakuska y cuando acudían a las iglesias de relumbrón. Transcurrió algún tiempo, sin embargo, hasta que comencé a adentrarme en los secretos de la costura. Antes fui la chica para todo del taller: la que removía el picón de los braseros y barría del suelo los recortes, la que calentaba las planchas en la lumbre y corría sin resuello a comprar hilos y botones a la plaza de Pontejos. La encargada de hacer llegar a las selectas residencias los modelos recién terminados envueltos en grandes sacos de lienzo moreno: mi tarea favorita, el mejor entretenimiento en aquella carrera incipiente. Conocí así a los porteros y chóferes de las mejores fincas, a las doncellas, amas y mayordomos de las familias más adineradas. Contemplé sin apenas ser vista a las señoras más refinadas, a sus hijas y maridos. Y como un testigo mudo, me adentré en sus casas burguesas, en palacetes aristocráticos y en los pisos suntuosos de los edificios con solera. En algunas ocasiones no llegaba a traspasar las zonas de servicio y alguien del cuerpo de casa se ocupaba de recibir el traje que yo portaba; en otras, sin embargo, me animaban a adentrarme hasta los vestidores y para ello recorría los pasillos y atisbaba los salones, y me comía con los ojos las alfombras, las lámparas de araña, las cortinas de terciopelo y los pianos de cola que a veces alguien tocaba y a veces no, pensando en lo extraña que sería la vida en un universo como aquél.
Mis días transcurrían sin tensión en esos dos mundos, casi ajena a la incongruencia que entre ambos existía. Con la misma naturalidad transitaba por aquellas anchas vías jalonadas de pasos de carruajes y grandes portalones que recorría el entramado enloquecido de las calles tortuosas de mi barrio, repletas siempre de charcos, desperdicios, griterío de vendedores y ladridos punzantes de perros con hambre; aquellas calles por las que los cuerpos siempre andaban con prisa y en las que, a la voz de agua va, más valía ponerse a cobijo para evitar llenarse de salpicaduras de orín. Artesanos, pequeños comerciantes, empleados y jornaleros recién llegados a la capital llenaban las casas de alquiler y dotaban a mi barrio de su alma de pueblo. Muchos de ellos apenas traspasaban sus confines a no ser por causa de fuerza mayor; mi madre y yo, en cambio, lo hacíamos temprano cada mañana, juntas y apresuradas, para trasladarnos a la calle Zurbano y acoplarnos sin demora a nuestro cotidiano quehacer en el taller de doña Manuela.
Al cumplirse un par de años de mi entrada en el negocio, decidieron entre ambas que había llegado el momento de que aprendiera a coser. A los catorce comencé con lo más simple: presillas, sobrehilados, hilvanes flojos. Después vinieron los ojales, los pespuntes y dobladillos. Trabajábamos sentadas en pequeñas sillas de enea, encorvadas sobre tablones de madera sostenidos encima de las rodillas; en ellos apoyábamos nuestro quehacer. Doña Manuela trataba con las clientas, cortaba, probaba y corregía. Mi madre tomaba las medidas y se encargaba del resto: cosía lo más delicado y distribuía las demás tareas, supervisaba su ejecución e imponía el ritmo y la disciplina a un pequeño batallón formado por media docena de modistas maduras, cuatro o cinco mujeres jóvenes y unas cuantas aprendizas parlanchinas, siempre con más ganas de risa y chisme que de puro faenar. Algunas cuajaron como buenas costureras, otras no fueron capaces y quedaron para siempre encargadas de las funciones menos agradecidas. Cuando una se iba, otra nueva la sustituía en aquella estancia embarullada, incongruente con la serena opulencia de la fachada y la sobriedad del salón luminoso al que sólo tenían acceso las clientas. Ellas, doña Manuela y mi madre, eran las únicas que podían disfrutar de sus paredes enteladas color azafrán; las únicas que podían acercarse a los muebles de caoba y pisar el suelo de roble que las más jóvenes nos encargábamos de abrillantar con trapos de algodón. Sólo ellas recibían de tanto en tanto los rayos de sol que entraban a través de los cuatro altos balcones volcados a la calle. El resto de la tropa permanecíamos siempre en la retaguardia: en aquel gineceo helador en invierno e infernal en verano que era nuestro taller, ese espacio trasero y gris que se abría con apenas dos ventanucos a un oscuro patio interior, y en el que las horas transcurrían como soplos de aire entre tarareo de coplas y el ruido de tijeras.
Aprendí rápido. Tenía dedos ágiles que pronto se adaptaron al contorno de las agujas y al tacto de los tejidos. A las medidas, las piezas y los volúmenes. Talle delantero, contorno de pecho, largo de pierna. Sisa, bocamanga, bies. A los dieciséis aprendí a distinguir las telas, a los diecisiete, a apreciar sus calidades y calibrar su potencial. Crespón de China, muselina de seda, georgette, chantilly. Pasaban los meses como en una noria: los otoños haciendo abrigos de buenos paños y trajes de entretiempo, las primaveras cosiendo vestidos volátiles destinados a las vacaciones cantábricas, largas y ajenas, de La Concha y El Sardinero. Cumplí los dieciocho, los diecinueve. Me inicié poco a poco en el manejo del corte y en la confección de las partes más delicadas. Aprendí a montar cuellos y solapas, a prever caídas y anticipar acabados. Me gustaba mi trabajo, disfrutaba con él. Doña Manuela y mi madre me pedían a veces opinión, empezaban a confiar en mí. «La niña tiene mano y ojo, Dolores —decía doña Manuela—. Es buena, y mejor que va a ser si no se nos desvía. Mejor que tú, como te descuides.» Y mi madre seguía a lo suyo, como si no la oyera. Yo tampoco levantaba la cabeza de mi tabla, fingía no haber escuchado nada. Pero con disimulo la miraba de reojo y veía que en su boca cuajada de alfileres se apuntaba una levísima sonrisa.
Pasaban los años, pasaba la vida. Cambiaba también la moda y a su dictado se acomodaba el quehacer del taller. Después de la guerra europea habían llegado las líneas rectas, se arrumbaron los corsés y las piernas comenzaron a enseñarse sin pizca de rubor. Sin embargo, cuando los felices veinte alcanzaron su fin, las cinturas de los vestidos regresaron a su sitio natural, las faldas se alargaron y el recato volvió a imponerse en mangas, escotes y voluntad. Saltamos entonces a una nueva década y llegaron más cambios. Todos juntos, imprevistos, casi al montón. Cumplí los veinte, vino la República y conocí a Ignacio. Un domingo de septiembre en la Bombilla; en un baile bullanguero abarrotado de muchachas de talleres, malos estudiantes y soldados de permiso. Me sacó a bailar, me hizo reír. Dos semanas después empezamos a trazar planes para casarnos.
¿Quién era Ignacio, qué supuso para mí? El hombre de mi vida, pensé entonces. El muchacho tranquilo que intuí destinado a ser el buen padre de mis hijos. Había ya alcanzado la edad en la que, para las muchachas como yo, sin apenas oficio ni beneficio, no quedaban demasiadas opciones más allá del matrimonio. El ejemplo de mi madre, criándome sola y trabajando para ello de sol a sol, jamás se me había antojado un destino apetecible. Y en Ignacio encontré a un candidato idóneo para no seguir sus pasos: alguien con quien recorrer el resto de mi vida adulta sin tener que despertar cada mañana con la boca llena de sabor a soledad. No me llevó a él una pasión turbadora, pero sí un afecto intenso y la certeza de que mis días, a su lado, transcurrirían sin pesares ni estridencias, con la dulce suavidad de una almohada.
Ignacio Montes, creí, iba a ser el dueño del brazo al que me agarraría en uno y mil paseos, la presencia cercana que me proporcionaría seguridad y cobijo para siempre. Dos años mayor que yo, flaco, afable, tan fácil como tierno. Tenía buena estatura y pocas carnes, maneras educadas y un corazón en el que la capacidad para quererme parecía multiplicarse con las horas. Hijo de viuda castellana con los duros bien contados debajo del colchón; residente con intermitencias en pensiones de poca monta; aspirante ilusionado a profesional de la burocracia y eterno candidato a todo ministerio capaz de prometerle un sueldo de por vida. Guerra, Gobernación, Hacienda. El sueño de tres mil pesetas al año, doscientas cuarenta y una al mes: un salario fijo para siempre jamás a cambio de dedicar el resto de sus días al mundo manso de los negociados y antedespachos, de los secantes, el papel de barba, los timbres y los tinteros. Sobre ello planificamos nuestro futuro: a lomos de la calma chicha de un funcionariado que, convocatoria a convocatoria, se negaba con cabezonería a incorporar a mi Ignacio en su nómina. Y él insistía sin desaliento. Y en febrero probaba con Justicia y en junio con Agricultura, y vuelta a empezar.
Y entretanto, incapaz de permitirse distracciones costosas pero dispuesto hasta la muerte a hacerme feliz, Ignacio me agasajaba con las humildes posibilidades que su paupérrimo bolsillo le permitía: una caja de cartón llena de gusanos de seda y hojas de morera, cucuruchos de castañas asadas y promesas de amor eterno sobre la hierba bajo el viaducto. Juntos escuchábamos a la banda de música del quiosco del parque del Oeste y remábamos en las barcas del Retiro en las mañanas de domingo que hacía sol. No había verbena con columpios y organillo a la que no acudiéramos, ni chotis que no bailáramos con precisión de reloj. Cuántas tardes pasamos en las Vistillas, cuántas películas vimos en cines de barrio de a una cincuenta. Una horchata valenciana era para nosotros un lujo y un taxi, un espejismo. La ternura de Ignacio, por no ser gravosa, carecía sin embargo de fin. Yo era su cielo y las estrellas, la más guapa, la mejor. Mi pelo, mi cara, mis ojos. Mis manos, mi boca, mi voz. Toda yo configuraba para él lo insuperable, la fuente de su alegría. Y yo le escuchaba, le decía tonto y me dejaba querer.
La vida en el taller por aquellos tiempos marcaba, no obstante, un ritmo distinto. Se hacía difícil, incierta. La Segunda República había infundido un soplo de agitación sobre la confortable prosperidad del entorno de nuestras clientas. Madrid andaba convulso y frenético, la tensión política impregnaba todas las esquinas. Las buenas familias prolongaban hasta el infinito sus veraneos en el norte, deseosas de permanecer al margen de la capital inquieta y rebelde en cuyas plazas se anunciaba a voces el Mundo Obrero mientras los proletarios descamisados del extrarradio se adentraban sin retraimiento hasta la misma Puerta del Sol. Los grandes coches privados empezaban a escasear por las calles, las fiestas opulentas menudeaban. Las viejas damas enlutadas rezaban novenas para que Azaña cayera pronto y el ruido de las balas se hacía cotidiano a la hora en que encendían las farolas de gas. Los anarquistas quemaban iglesias, los falangistas desenfundaban pistolas con porte bravucón. Con frecuencia creciente, los aristócratas y altos burgueses cubrían con sábanas los muebles, despedían al servicio, apestillaban las contraventanas y partían con urgencia hacia el extranjero, sacando a mansalva joyas, miedos y billetes por las fronteras, añorando al rey exiliado y una España obediente que aún tardaría en llegar.
Y en el taller de doña Manuela cada vez entraban menos señoras, salían menos pedidos y había menos quehacer. En un penoso cuentagotas se fueron despidiendo primero las aprendizas y después el resto de las costureras, hasta que al final sólo quedamos la dueña, mi madre y yo. Y cuando terminamos el último vestido de la marquesa de Entrelagos y pasamos los seis días siguientes oyendo la radio, mano sobre mano, sin que a la puerta llamara un alma, doña Manuela nos anunció entre suspiros que no tenía más remedio que cerrar el negocio.
En medio de la convulsión de aquellos tiempos en los que las broncas políticas hacían temblar las plateas de los teatros y los gobiernos duraban tres padrenuestros, apenas tuvimos sin embargo oportunidad de llorar lo que perdimos. A las tres semanas del advenimiento de nuestra obligada inactividad, Ignacio apareció con un ramo de violetas y la noticia de que por fin había aprobado su oposición. El proyecto de nuestra pequeña boda taponó la incertidumbre y sobre la mesa camilla planificamos el evento. Aunque entre los aires nuevos traídos por la República ondeaba la moda de los matrimonios civiles, mi madre, en cuya alma convivían sin la menor incomodidad su condición de madre soltera, un férreo espíritu católico y una nostálgica lealtad a la monarquía depuesta, nos alentó a celebrar una boda religiosa en la vecina iglesia de San Andrés. Ignacio y yo aceptamos, cómo podríamos no hacerlo sin trastornar aquella jerarquía de voluntades en la que él cumplía todos mis deseos y yo acataba los de mi madre sin discusión. No tenía, además, razón de peso alguna para negarme: la ilusión que yo sentía por la celebración de aquel matrimonio era modesta, y lo mismo me daba un altar con cura y sotana que un salón presidido por una bandera de tres colores.
Nos dispusimos así a fijar la fecha con el mismo párroco que veinticuatro años atrás, un 8 de junio y al dictado del santoral, me había impuesto el nombre de Sira. Sabiniana, Victorina, Gaudencia, Heraclia y Fortunata fueron otras opciones en consonancia con los santos del día.
«Sira, padre, póngale usted Sira mismamente, que por lo menos es corto.» Tal fue la decisión de mi madre en su solitaria maternidad. Y Sira fui.
Celebraríamos el casamiento con la familia y unos cuantos amigos. Con mi abuelo sin piernas ni luces, mutilado de cuerpo y ánimo en la guerra de Filipinas, permanente presencia muda en su mecedora junto al balcón de nuestro comedor. Con la madre y las hermanas de Ignacio que vendrían desde el pueblo. Con nuestros vecinos Engracia y Norberto y sus tres hijos, socialistas y entrañables, tan cercanos a nuestros afectos desde la puerta de enfrente como si la misma sangre nos corriera por el descansillo. Con doña Manuela, que volvería a coger los hilos para regalarme su última obra en forma de traje de novia. Agasajaríamos a nuestros invitados con pasteles de merengue, vino de Málaga y vermut, tal vez pudiéramos contratar a un músico del barrio para que subiera a tocar un pasodoble, y algún retratista callejero nos sacaría una placa que adornaría nuestro hogar, ese que aún no teníamos y de momento sería el de mi madre.
Fue entonces, en medio de aquel revoltijo de planes y apaños, cuando a Ignacio se le ocurrió la idea de que preparara unas oposiciones para hacerme funcionaria como él. Su flamante puesto en un negociado administrativo le había abierto los ojos a un mundo nuevo: el de la administración en la República, un ambiente en el que para las mujeres se perfilaban algunos destinos profesionales más allá del fogón, el lavadero y las labores; en el que el género femenino podía abrirse camino codo con codo con los hombres en igualdad de condiciones y con la ilusión puesta en los mismos objetivos. Las primeras mujeres se sentaban ya como diputadas en el Congreso, se declaró la igualdad de sexos para la vida pública, se nos reconoció la capacidad jurídica, el derecho al trabajo y el sufragio universal. Aun así, yo habría preferido mil veces volver a la costura, pero a Ignacio no le llevó más de tres tardes convencerme. El viejo mundo de las telas y los pespuntes se había derrumbado y un nuevo universo abría sus puertas ante nosotros: habría que adaptarse a él. El mismo Ignacio podría encargarse de mi preparación; tenía todos los temarios y le sobraba experiencia en el arte de presentarse y suspender montones de veces sin sucumbir jamás a la desesperanza. Yo, por mi parte, aportaría a tal proyecto la clara conciencia de que había que arrimar el hombro para sacar adelante al pequeño pelotón que a partir de nuestra boda formaríamos nosotros dos con mi madre, mi abuelo y la prole que viniera. Accedí, pues. Una vez dispuestos, sólo nos faltaba un elemento: una máquina de escribir en la que yo pudiera aprender a teclear y preparar la inexcusable prueba de mecanografía. Ignacio había pasado años practicando con máquinas ajenas, transitando un vía crucis de tristes academias con olor a grasa, tinta y sudor reconcentrado: no quiso que yo me viera obligada a repetir aquellos trances y de ahí su empeño en hacernos con nuestro propio equipamiento. A su búsqueda nos lanzamos en las semanas siguientes, como si de la gran inversión de nuestra vida se tratara.
Estudiamos todas las opciones e hicimos cálculos sin fin. Yo no entendía de prestaciones, pero me parecía que algo de formato pequeño y ligero sería lo más conveniente para nosotros. A Ignacio el tamaño le era indiferente pero, en cambio, se fijaba con minuciosidad extrema en precios, plazos y mecanismos. Localizamos todos los sitios de venta en Madrid, pasamos horas enteras frente a sus escaparates y aprendimos a pronunciar nombres forasteros que evocaban geografías lejanas y artistas de cine: Remington, Royal, Underwood. Igual podríamos habernos decidido por una marca que por otra; lo mismo podríamos haber terminado comprando en una casa americana que en otra alemana, pero la elegida fue, finalmente, la italiana Hispano-Olivetti de la calle Pi y Margall. Cómo podríamos ser conscientes de que con aquel acto tan simple, con el mero hecho de avanzar dos o tres pasos y traspasar un umbral, estábamos firmando la sentencia de muerte de nuestro futuro en común y torciendo las líneas del porvenir de forma irremediable.
2
—No voy a casarme con Ignacio, madre.
Estaba intentando enhebrar una aguja y mis palabras la dejaron inmóvil, con el hilo sostenido entre dos dedos.
—¿Qué estás diciendo, muchacha? —susurró. La voz pareció salirle rota de la garganta, cargada de desconcierto e incredulidad.
—Que le dejo, madre. Que me he enamorado de otro hombre.
Me reprendió con los reproches más contundentes que alcanzó a traer a la boca, clamó al cielo suplicando la intercesión en pleno del santoral, y con docenas de argumentos intentó convencerme para que diera marcha atrás en mis propósitos. Cuando comprobó que todo aquello de nada servía, se sentó en la mecedora pareja a la de mi abuelo, se tapó la cara y se puso a llorar.
Aguanté el momento con falsa entereza, intentando esconder el nerviosismo tras la contundencia de mis palabras. Temía la reacción de mi madre: Ignacio para ella había llegado a ser el hijo que nunca tuvo, la presencia que suplantó el vacío masculino de nuestra pequeña familia. Hablaban entre ellos, congeniaban, se entendían. Mi madre le hacía los guisos que a él le gustaban, le abrillantaba los zapatos y daba la vuelta a sus chaquetas cuando el roce del tiempo comenzaba a robarles la prestancia. Él, a cambio, la piropeaba al verla esmerarse en su atuendo para la misa dominical, le traía dulces de yema y, medio en broma medio en serio, a veces le decía que era más guapa que yo.
Era consciente de que con mi osadía iba a hundir toda aquella confortable convivencia, sabía que iba a tumbar los andamios de más vidas que la mía, pero nada pude hacer por evitarlo. Mi decisión era firme como un poste: no habría boda ni oposiciones, no iba a aprender a teclear sobre la mesa camilla y nunca compartiría con Ignacio hijos, cama ni alegrías. Iba a dejarle y ni toda la fuerza de un vendaval podría ya truncar mi resolución.
La casa Hispano-Olivetti tenía dos grandes escaparates que mostraban a los transeúntes sus productos con orgulloso esplendor. Entre ambos se encontraba la puerta acristalada, con una barra de bronce bruñido atravesándola en diagonal. Ignacio la empujó y entramos. El tintineo de una campanilla anunció nuestra llegada, pero nadie salió a recibirnos de inmediato. Permanecimos cohibidos un par de minutos, observando todo lo expuesto con respeto reverencial, sin atrevernos siquiera a rozar los muebles de madera pulida sobre los que descansaban aquellos portentos de la mecanografía entre los cuales íbamos a elegir el más conveniente para nuestros planes. Al fondo de la amplia estancia dedicada a la exposición se percibía una oficina. De ella salían voces de hombre.
No tuvimos que esperar mucho más, las voces sabían que había clientes y a nuestro encuentro acudió una de ellas contenida en un cuerpo orondo vestido de oscuro. Nos saludó el dependiente afable, preguntó por nuestros intereses. Ignacio comenzó a hablar, a describir lo que quería, a pedir datos y sugerencias. El empleado desplegó con esmero toda su profesionalidad y procedió a desgranarnos las características de cada una de las máquinas expuestas. Con detalle, con rigor y tecnicismos; con tal precisión y monotonía que al cabo de veinte minutos a punto estuve de caer dormida por el aburrimiento. Ignacio, entretanto, absorbía la información con sus cinco sentidos, ajeno a mí y a todo lo que no fuera calibrar lo que le estaba siendo ofrecido. Decidí separarme de ellos, aquello no me interesaba lo más mínimo. Lo que Ignacio eligiera bien elegido estaría. Qué más me daba a mí todo eso de las pulsaciones, la palanca de retorno o el timbre marginal.
Me dediqué entonces a recorrer otros tramos de la exposición en busca de algo con lo que matar el tedio. Me fijé en los grandes carteles publicitarios que desde las paredes anunciaban los productos de la casa con dibujos coloreados y palabras en lenguas que yo no entendía, me acerqué después a los escaparates y observé a los viandantes transitar acelerados por la calle. Al cabo de un rato volví con desgana al fondo del establecimiento.
Un gran armario con puertas de cristal recorría parte de una de las paredes. Contemplé en él mi reflejo, observé que un par de mechones se me habían escapado del moño, los coloqué en su sitio; aproveché para pellizcarme las mejillas y dar al rostro aburrido un poco de color. Examiné después mi atuendo sin prisa: me había esforzado en arreglarme con mi mejor traje; al fin y al cabo, aquella compra suponía para nosotros una ocasión especial. Me estiré las medias repasándolas desde los tobillos en movimiento ascendente; me ajusté de manera pausada la falda a las caderas, el talle al tronco, la solapa al cuello. Volví a retocarme el pelo, me miré de frente y de lado, observando con calma la copia de mí misma que la luna de cristal me devolvía. Ensayé posturas, di un par de pasos de baile y me reí. Cuando me cansé de mi propia visión, continué deambulando por la sala, matando el tiempo mientras desplazaba la mano lentamente sobre las superficies y serpenteaba entre los muebles con languidez. Apenas presté atención a lo que en realidad nos había llevado allí: para mí todas aquellas máquinas tan sólo diferían en su tamaño. Las había grandes y robustas, más pequeñas también; algunas parecían ligeras, otras pesadas, pero a mis ojos no eran más que una masa de oscuros armatostes incapaces de generar la menor seducción. Me coloqué sin ganas frente a uno de ellos, acerqué el índice al teclado y con él simulé pulsar las letras más cercanas a mi persona. La s, la i, la r, la a. Si-ra repetí en un susurro.
—Precioso nombre.
La voz masculina sonó plena a mi espalda, tan cercana que casi pude sentir el aliento de su dueño sobre la piel. Una especie de estremecimiento me recorrió la columna vertebral e hizo que me volviera sobresaltada.
—Ramiro Arribas —dijo tendiendo la mano. Tardé en reaccionar: tal vez porque no estaba acostumbrada a que nadie me saludara de una manera tan formal; tal vez porque aún no había conseguido asimilar el impacto que aquella presencia inesperada me había provocado.
Quién era aquel hombre, de dónde había salido. Él mismo lo aclaró con sus pupilas aún clavadas en las mías.
—Soy el gerente de la casa. Disculpe que no les haya atendido antes, estaba intentando poner una conferencia.
Y observándola a través de la persiana que separaba la oficina de la sala de exposición, le faltó decir. No lo hizo, pero lo dejó entrever. Lo intuí en la profundidad de su mirada, en su voz rotunda; en el hecho de que se hubiera acercado a mí antes que a Ignacio y en el tiempo prolongado en que mantuvo mi mano retenida en la suya. Supe que había estado observándome, contemplando mi deambular errático por su establecimiento. Me había visto arreglarme frente al armario acristalado: recomponer el peinado, acomodar las costuras del traje a mi perfil y ajustarme las medias deslizando las manos por las piernas. Parapetado desde el refugio de su oficina, había absorbido el contoneo de mi cuerpo y la cadencia lenta de cada uno de mis movimientos. Me había tasado, había calibrado las formas de mi silueta y las líneas de mi rostro. Me había estudiado con el ojo certero de quien conoce con exactitud lo que le gusta y está acostumbrado a alcanzar sus objetivos con la inmediatez que dicta su deseo. Y resolvió demostrármelo. Nunca había percibido yo algo así en ningún otro hombre, nunca me creí capaz de despertar en nadie una atracción tan carnal. Pero de la misma manera que los animales huelen la comida o el peligro, con el mismo instinto primario supieron mis entrañas que Ramiro Arribas, como un lobo, había decidido venir a por mí.
—¿Es su esposo? —dijo señalando a Ignacio.
—Mi novio —acerté a decir.
Tal vez no fue más que mi imaginación, pero en la comisura de sus labios me pareció intuir el apunte de una sonrisa de complacencia.
—Perfecto. Acompáñeme, por favor.
Me cedió el paso y, al hacerlo, el hueco de su mano se acomodó en mi cintura como si la llevara esperando la vida entera. Saludó con simpatía, envió al dependiente a la oficina y tomó las riendas del asunto con la facilidad de quien da una palmada al aire y hace que vuelen las palomas; como un prestidigitador peinado con brillantina, con los rasgos de la cara marcados en líneas angulosas, la sonrisa amplia, el cuello poderoso y un porte tan imponente, tan varonil y resolutivo que a mi pobre Ignacio, a su lado, parecían faltarle cien años para llegar a la hombría.
Se enteró después de que la máquina que pretendíamos comprar iba a ser para que yo aprendiera mecanografía y alabó la idea como si se tratara de una gran genialidad. Para Ignacio resultó un profesional competente que expuso detalles técnicos y habló de ventajosas opciones de pago. Para mí fue algo más: una sacudida, un imán, una certeza.
Tardamos aún un rato hasta dar por finalizada la gestión. A lo largo del mismo, las señales de Ramiro Arribas no cesaron ni un segundo. Un roce inesperado, una broma, una sonrisa; palabras de doble sentido y miradas que se hundían como lanzas hasta el fondo de mi ser. Ignacio, absorto en lo suyo y desconocedor de lo que ocurría ante sus ojos, se decidió finalmente por la Lettera 35 portátil, una máquina de teclas blancas y redondas en las que se encajaban las letras del alfabeto con tanta elegancia que parecían grabadas con un cincel.
—Magnífica decisión —concluyó el gerente alabando la sensatez de Ignacio. Como si éste hubiese sido dueño de su voluntad y él no le hubiera manipulado con mañas de gran vendedor para que optara por ese modelo—. La mejor elección para unos dedos estilizados como los de su prometida. Permítame verlos, señorita, por favor.
Tendí la mano tímidamente. Antes busqué con rapidez la mirada de Ignacio para pedir su consentimiento, pero no la encontré: había vuelto a concentrar su atención en el mecanismo de la máquina. Me acarició Ramiro Arribas con lentitud y descaro ante la inocente pasividad de mi novio, dedo a dedo, con una sensualidad que me puso la carne de gallina e hizo que las piernas me temblaran como hojas mecidas por el aire del verano. Sólo me soltó cuando Ignacio desprendió su vista de la Lettera 35 y pidió instrucciones sobre la manera de continuar con la compra. Entre ambos concertaron dejar aquella tarde un depósito del cincuenta por ciento del precio y hacer efectivo el resto del pago al día siguiente.
—¿Cuándo nos la podemos llevar? —preguntó entonces Ignacio.
Consultó Ramiro Arribas el reloj.
—El chico del almacén está haciendo unos recados y ya no regresará esta tarde. Me temo que no va a ser posible traer otra hasta mañana.
—¿Y esta misma? ¿No podemos quedarnos esta misma máquina? —insistió Ignacio dispuesto a cerrar la gestión cuanto antes. Una vez tomada la decisión del modelo, todo lo demás le parecían trámites engorrosos que deseaba liquidar con rapidez.
—Ni hablar, por favor. No puedo consentir que la señorita Sira utilice una máquina que ya ha sido trasteada por otros clientes. Mañana por la mañana, a primera hora, tendré lista una nueva, con su funda y su embalaje. Si me da su dirección —dijo dirigiéndose a mí—, me encargaré personalmente de que la tengan en casa antes del mediodía.
—Vendremos nosotros a recogerla —atajé. Intuía que aquel hombre era capaz de cualquier cosa y una oleada de terror me sacudió al pensar que pudiera personarse ante mi madre preguntando por mí.
—Yo no puedo acercarme hasta la tarde, tengo que trabajar —señaló Ignacio. A medida que hablaba, una soga invisible pareció anudarse lentamente a su cuello, a punto de ahorcarle. Ramiro apenas tuvo que molestarse en tirar de ella un poquito.
—¿Y usted, señorita?
—Yo no trabajo —dije evitando mirarle a los ojos.
—Hágase usted cargo del pago entonces —sugirió en tono casual.
No encontré palabras para negarme e Ignacio ni siquiera intuyó a lo que aquella propuesta de apariencia tan simple nos estaba abocando. Ramiro Arribas nos acompañó hasta la puerta y nos despidió con afecto, como si fuéramos los mejores clientes que aquel establecimiento había tenido en su historia. Con la mano izquierda palmeó vigoroso la espalda de mi novio, con la derecha estrechó otra vez la mía. Y tuvo palabras para los dos.
—Ha hecho usted una elección magnífica viniendo a la casa Hispano-Olivetti, créame, Ignacio. Le aseguro que no va a olvidar este día en mucho tiempo.
—Y usted, Sira, venga, por favor, sobre las once. La estaré esperando. Pasé la noche dando vueltas en la cama, incapaz de dormir. Aquello era una locura y aún estaba a tiempo de escapar de ella. Sólo tenía que decidir no volver a la tienda. Podría quedarme en casa con mi madre, ayudarla a sacudir los colchones y a fregar el suelo con aceite de linaza; charlar con las vecinas en la plaza, acercarme después al mercado de la Cebada a por un cuarterón de garbanzos o un pedazo de bacalao. Podría esperar a que Ignacio regresara del ministerio y justificar el incumplimiento de mi cometido con cualquier simple mentira: que me dolía la cabeza, que creí que iba a llover. Podría echarme un rato tras la comida, seguir fingiendo a lo largo de las horas un difuso malestar. Ignacio iría entonces solo, cerraría el pago con el gerente, recogería la máquina y allí acabaría todo. No volveríamos a saber más de Ramiro Arribas, jamás se cruzaría de nuevo en nuestro camino. Su nombre iría cayendo poco a poco en el olvido y nosotros seguiríamos adelante con nuestra pequeña vida de todos los días. Como si él nunca me hubiese acariciado los dedos con el deseo a flor de piel; como si nunca me hubiese comido con los ojos desde detrás de una persiana. Era así de fácil, así de simple. Y yo lo sabía.
Lo sabía, sí, pero fingí no saberlo. Al día siguiente esperé a que mi madre saliera a sus recados, no quería que viera cómo me arreglaba: habría sospechado que algo raro me traía entre manos al verme compuesta tan de mañana. En cuanto oí la puerta cerrarse tras ella, comencé a prepararme apresurada. Llené una palangana para lavarme, me rocié con agua de lavanda, calenté en el fogón las tenacillas, planché mi única blusa de seda y descolgué las medias del alambre donde habían pasado la noche secándose al relente. Eran las mismas del día anterior: no tenía otras. Me obligué a sosegarme y me las puse con cuidado, no fuera con las prisas a hacerles una carrera. Y cada uno de aquellos movimientos mecánicos mil veces repetidos en el pasado tuvo aquel día, por primera vez, un destinatario definido, un objetivo y un fin: Ramiro Arribas. Para él me vestí y me perfumé, para que me viera, para que me oliera, para que volviera a rozarme y se volcara en mis ojos otra vez. Para él decidí dejarme el pelo suelto, la melena lustrosa a media espalda. Para él estreché mi cintura apretando con fuerza el cinturón sobre la falda hasta casi no poder respirar. Para él: todo solo para él.
Recorrí las calles con determinación, escabullendo miradas ansiosas y halagos procaces. Me obligué a no pensar: evité calcular la envergadura de mis actos y no quise pararme a adivinar si aquel trayecto me estaba llevando al umbral del paraíso o directamente al matadero. Recorrí la Costanilla de San Andrés, atravesé la plaza de los Carros y, por la Cava Baja, me dirigí a la Plaza Mayor. En veinte minutos estaba en la Puerta del Sol; en menos de media hora alcancé mi destino.
Ramiro me esperaba. Tan pronto intuyó mi silueta en la puerta, zanjó la conversación que mantenía con otro empleado y se dirigió a la salida cogiendo al vuelo el sombrero y una gabardina. Cuando lo tuve a mi lado quise decirle que en el bolso llevaba el dinero, que Ignacio le mandaba sus saludos, que tal vez aquella misma tarde empezaría a aprender a teclear. No me dejó. No me saludó siquiera. Sólo sonrió mientras mantenía un cigarrillo en la boca, rozó el final de mi espalda y dijo vamos. Y con él fui.
El lugar elegido no pudo ser más inocente: me llevó al café Suizo. Al comprobar aliviada que el entorno era seguro, creí que quizá aún estaba a tiempo de lograr la salvación. Pensé incluso, mientras él buscaba una mesa y me invitaba a sentarme, que tal vez ese encuentro no tenía más doblez que la simple muestra de atención hacia una clienta. Hasta comencé a sospechar que todo aquel descarado galanteo podría no haber sido más que un exceso de fantasía por mi parte. Pero no fue así. A pesar de la inofensividad del ambiente, nuestro segundo encuentro volvió a colocarme en el borde del abismo.
—No he podido dejar de pensar en ti ni un solo minuto desde que te fuiste ayer —me susurró al oído apenas nos acomodamos.
Me sentí incapaz de replicar, las palabras no llegaron a mi boca: como azúcar en el agua, se diluyeron en algún lugar incierto del cerebro. Volvió a tomarme una mano y la acarició al igual que la tarde anterior, sin dejar de observarla.
—Tienes asperezas, dime, ¿qué han estado haciendo estos dedos antes de llegar a mí?
Su voz seguía sonando próxima y sensual, ajena a los ruidos de nuestro alrededor: al entrechocar del cristal y la loza contra el mármol de las mesas, al runrún de las conversaciones mañaneras y a las voces de los camareros pidiendo en la barra las comandas.
—Coser —susurré sin levantar los ojos del regazo.
—Así que eres modista.
—Lo era. Ya no. —Alcé por fin la mirada—. No hay mucho trabajo últimamente —añadí.
—Por eso ahora quieres aprender a usar una máquina de escribir.
Hablaba con complicidad, con cercanía, como si me conociera: como si su alma y la mía llevaran esperándose desde el principio de los tiempos.
—Mi novio ha pensado que prepare unas oposiciones para hacerme funcionaria como él —dije con un punto de vergüenza.
La llegada de las consumiciones frenó la conversación. Para mí, una taza de chocolate. Para Ramiro, café negro como la noche. Aproveché la pausa para contemplarle mientras él intercambiaba unas frases con el camarero. Llevaba un traje distinto al del día anterior, otra camisa impecable. Sus maneras eran elegantes y, a la vez, dentro de aquel refinamiento tan ajeno a los hombres de mi entorno, su persona rezumaba masculinidad por todos los poros del cuerpo: al fumar, al ajustarse el nudo de la corbata, al sacar la cartera del bolsillo o llevarse la taza a la boca.
—Y ¿para qué quiere una mujer como tú pasarse la vida en un ministerio, si no es indiscreción? —preguntó tras el primer trago de café.
Me encogí de hombros.
—Para que podamos vivir mejor, imagino.
Volvió a acercarse lentamente a mí, volvió a volcar su voz caliente en mi oído.
—¿De verdad quieres empezar a vivir mejor, Sira?
Me refugié en un sorbo de chocolate para no contestar.
—Te has manchado, deja que te limpie —dijo.
Acercó entonces su mano a mi rostro y la expandió abierta sobre el contorno de la mandíbula, ajustándola a mis huesos como si fuera ése y no otro el molde que un día me configuró. Puso después el dedo pulgar en el sitio donde supuestamente estaba la mancha, cercano a la comisura de la boca. Me acarició con suavidad, sin prisa. Le dejé hacer: una mezcla de pavor y placer me impidió realizar cualquier movimiento.
—También te has manchado aquí —murmuró con voz ronca cambiando el dedo de posición.
El destino fue un extremo de mi labio inferior. Repitió la caricia. Más lenta, más tierna. Un estremecimiento me recorrió la espalda, clavé los dedos en el terciopelo del asiento.
—Y aquí también —volvió a decir. Me acarició entonces la boca entera, milímetro a milímetro, de una esquina a otra, cadencioso, despacio, más despacio. A punto estuve de hundirme en un pozo de algo blando que no supe definir. Igual me daba que todo fuera una mentira y en mis labios no hubiera rastro alguno de chocolate. Igual me daba que en la mesa vecina tres venerables ancianos dejaran suspendida la tertulia para contemplar la escena enardecidos, deseando con furia tener treinta años menos en su haber.
Un grupo ruidoso de estudiantes entró entonces en tropel en el café y, con su bullanga y sus carcajadas, destrozó la magia del momento como quien revienta una pompa de jabón. Y de pronto, como si hubiera despertado de un sueño, me percaté atropelladamente de varias cosas a la vez: de que el suelo no se había derretido y se mantenía sólido bajo mis pies, de que en mi boca estaba a punto de entrar el dedo de un desconocido, de que por el muslo izquierdo me reptaba una mano ansiosa y de que yo estaba a un palmo de lanzarme de cabeza por un despeñadero. La lucidez recobrada me impulsó a levantarme de un salto y, al coger el bolso de forma precipitada, tumbé el vaso de agua que el camarero había traído junto con mi chocolate.
—Aquí tiene el dinero de la máquina. Esta tarde a última hora irá mi novio a recogerla —dije dejando el fajo de billetes sobre el mármol.
Me agarró por la muñeca.
—No te vayas, Sira; no te enfades conmigo.
Me solté de un tirón. Ni le miré ni me despedí; tan sólo me giré y emprendí con forzada dignidad el camino hacia la puerta. Únicamente entonces me di cuenta de que me había derramado el agua encima y llevaba el pie izquierdo chorreando.
Él no me siguió: probablemente intuyó que de nada serviría. Tan sólo permaneció sentado y, cuando me empecé a alejar, lanzó a mi espalda su última saeta.
—Vuelve otro día. Ya sabes dónde estoy.
Fingí no oírle, apreté el paso entre la marabunta de estudiantes y me diluí en el tumulto de la calle.
Ocho días me acosté con la esperanza de que el amanecer siguiente fuera distinto y las ocho mañanas posteriores desperté con la misma obsesión en la cabeza: Ramiro Arribas. Su recuerdo me asaltaba en cualquier quiebro del día y ni un solo minuto conseguí apartarlo de mi pensamiento: al hacer la cama, al sonarme la nariz, mientras pelaba una naranja o cuando bajaba los escalones uno a uno con su memoria grabada en la retina.
Ignacio y mi madre se afanaban entretanto con los planes de la boda, pero eran incapaces de hacerme compartir su ilusión. Nada me resultaba grato, nada conseguía causarme el menor interés. Serán los nervios, pensaban. Yo, entretanto, me esforzaba por sacarme a Ramiro de la cabeza, por no volver a recordar su voz en mi oído, su dedo acariciando mi boca, la mano recorriéndome el muslo y aquellas últimas palabras que me clavó en los tímpanos cuando le di la espalda en el café convencida de que con mi marcha pondría fin a la locura. Vuelve otro día, Sira. Vuelve.
Peleé con todas mis fuerzas para resistir. Peleé y perdí. Nada pude hacer para imponer un mínimo de racionalidad en la atracción desbocada que aquel hombre me había hecho sentir. Por mucho que busqué alrededor, incapaz fui de encontrar recursos, fuerzas o asideros a los que agarrarme para evitar que me arrastrara. Ni el proyecto de marido con el que tenía previsto casarme en menos de un mes, ni la madre íntegra que tanto se había esforzado para sacarme adelante hecha una mujer decente y responsable. Ni siquiera me frenó la incertidumbre de no saber apenas quién era aquel extraño y qué me guardaba el destino a su lado.
Nueve días después de la primera visita a la casa Hispano-Olivetti, regresé. Como en las veces anteriores, volvió a saludarme el tintineo de la campanilla sobre la puerta. Ningún vendedor gordo acudió a mi encuentro, ningún mozo de almacén, ningún otro empleado. Tan sólo me recibió Ramiro.
Me acerqué intentando que mi paso sonara firme, llevaba las palabras preparadas. No se las pude decir. No me dejó. En cuanto me tuvo a su alcance, me rodeó la nuca con la mano y plasmó en mi boca un beso tan intenso, tan carnoso y prolongado que mi cuerpo quedó sobrecogido, a punto de derretirse y convertirse en un charco de melaza.
Ramiro Arribas tenía treinta y cuatro años, un pasado de idas y venidas y una capacidad de seducción tan poderosa que ni un muro de hormigón habría podido contenerla. Atracción, duda y angustia primero. Abismo y pasión después. Bebía el aire que él respiraba y a su lado caminaba a dos palmos por encima de los adoquines. Podrían desbordarse los ríos, desplomarse los edificios y borrarse las calles de los mapas; podría juntarse el cielo con la tierra y el universo entero hundirse a mi pies que yo lo soportaría si Ramiro estaba allí.
Ignacio y mi madre comenzaron a sospechar que algo anormal me pasaba, algo que iba más allá de la simple tensión producida por la inminencia del matrimonio. No fueron, sin embargo, capaces de averiguar las razones de mi excitación ni hallaron causa alguna que justificara el secretismo con que me movía a todas horas, mis salidas desordenadas y la risa histérica que a ratos no podía contener. Logré mantener el equilibrio de aquella doble vida apenas unos días, los justos para percibir cómo la balanza se descompensaba por minutos, cómo el platillo de Ignacio caía y el de Ramiro se alzaba. En menos de una semana supe que debía cortar con todo y lanzarme al vacío. Había llegado el momento de pasar la guadaña por mi pasado. De dejarlo al ras.
Ignacio llegó a casa por la tarde.
—Espérame en la plaza —susurré entreabriendo la puerta apenas unos centímetros.
Mi madre se había enterado a la hora de comer; él ya no podía seguir sin saberlo. Bajé cinco minutos después, con los labios pintados, mi bolso nuevo en una mano y la Lettera 35 en la otra. Él me esperaba en el mismo banco de siempre, en aquel pedazo de fría piedra donde tantas horas habíamos pasado planeando un porvenir común que ya nunca llegaría.
—Vas a irte con otro, ¿verdad? —preguntó cuando me senté a su lado. No me miró: tan sólo mantuvo la vista concentrada en el suelo, en la tierra polvorienta que la punta de su zapato se encargaba de remover.
Asentí sólo con un gesto. Un sí rotundo sin palabras. Quién es, preguntó. Se lo dije. A nuestro alrededor continuaban los ruidos de siempre: los niños, los perros y los timbres de las bicicletas; las campanas de San Andrés llamando a la última misa, las ruedas de los carros girando sobre los adoquines, los mulos cansados camino del fin del día. Ignacio tardó en volver a hablar. Tal determinación, tanta seguridad debió de intuir en mi decisión que ni siquiera dejó entrever su desconcierto. No dramatizó ni exigió explicaciones. No me increpó ni me pidió que reconsiderara mis sentimientos. Sólo pronunció una frase más, lentamente, como dejándola escurrir.
—Nunca va a quererte tanto como yo.
Y después se puso en pie, agarró la máquina de escribir y echó a andar con ella hacia el vacío. Le vi alejarse de espaldas, caminando bajo la luz turbia de las farolas, conteniendo tal vez las ganas de estrellarla contra el suelo.
Mantuve la mirada fija en él, contemplé cómo salía de mi plaza hasta que su cuerpo se desvaneció en la distancia, hasta que dejó de percibirse en la noche temprana de otoño. Y yo habría querido quedarme llorando su ausencia, lamentando aquella despedida tan breve y tan triste, inculpándome por haber puesto fin a nuestro proyecto ilusionado de futuro. Pero no pude. No derramé una lágrima ni descargué sobre mí misma el menor de los reproches. Apenas un minuto después de desvanecerse su presencia, yo también me levanté del banco y me marché. Atrás dejé para siempre mi barrio, mi gente, mi pequeño mundo. Allí quedó todo mi pasado mientras yo emprendía un nuevo tramo de mi vida; una vida que intuía luminosa y en cuyo presente inmediato no concebía más gloria que la de los brazos de Ramiro al cobijarme.
3
Con él conocí otra forma de vida. Aprendí a ser una persona independiente de mi madre, a convivir con un hombre y a tener una criada. A intentar complacerle en cada momento y a no tener más objetivo que hacerle feliz. Y conocí también otro Madrid: el de los locales sofisticados y los sitios de moda; el de los espectáculos, los restaurantes y la vida nocturna. Los cócteles en Negresco, la Granja del Henar, Bakanik. Las películas de estreno en el Real Cinema con órgano orquestal, Mary Pickford en la pantalla, Ramiro metiendo bombones en mi boca y yo rozando con mis labios la punta de sus dedos, a punto de derretirme de amor. Carmen Amaya en el teatro Fontalba, Raquel Meller en el Maravillas. Flamenco en Villa Rosa, el cabaret del Palacio del Hielo. Un Madrid hirviente y bullicioso, por el que Ramiro y yo transitábamos como si no hubiera un ayer ni un mañana. Como si tuviéramos que consumir el mundo entero a cada instante por si acaso el futuro nunca quisiera llegar.
¿Qué tenía Ramiro, qué me dio para poner mi vida patas arriba en apenas un par de semanas? Aún hoy, tantos años después, puedo componer con los ojos cerrados un catálogo de todo lo que de él me sedujo, y estoy convencida de que si cien veces hubiera nacido, cien veces habría vuelto a enamorarme como entonces lo hice. Ramiro Arribas, irresistible, mundano, guapo a rabiar. Con su pelo castaño repeinado hacia atrás, su porte deslumbrante de puro varonil, irradiando optimismo y seguridad las veinticuatro horas del día los siete días de la semana. Ocurrente y sensual, indiferente a la acritud política de aquellos tiempos, como si su reino no fuera de este mundo. Amigo de unos y otros sin tomar nunca en serio a ninguno, constructor de planes soberbios, siempre con la palabra justa, el gesto exacto para cada momento. Dinámico, espléndido, contrario al acomodamiento. Hoy gerente de una firma italiana de máquinas de escribir, ayer representante de automóviles alemanes; anteayer qué más daba y el mes que viene sabría Dios.
¿Qué vio Ramiro en mí, por qué se encaprichó de una humilde modista a punto de casarse con un funcionario sin aspiraciones? El amor verdadero por primera vez en su vida, me juró mil veces. Había habido otras mujeres antes, claro. ¿Cuántas?, preguntaba yo. Algunas, pero ninguna como tú. Y entonces me besaba y yo creía bailar al filo del desmayo. Tampoco me sería hoy difícil confeccionar otra lista con sus impresiones sobre mí, las recuerdo todas. La aleación explosiva de una ingenuidad casi pueril con el porte de una diosa, decía. Un diamante sin tallar, decía. A ratos me trataba como una niña y los diez años que nos separaban parecían entonces siglos. Anticipaba mis caprichos, colmaba mi capacidad de sorpresa con los ingenios más inesperados. Me compraba medias en las Sederías Lyon, cremas y perfumes, helados de Cuba, de chirimoya, de mango y coco. Me instruía: me enseñaba a manejar los cubiertos, a conducir su Morris, a descifrar las cartas de los restaurantes y a tragarme el humo al fumar. Me hablaba de presencias del pasado y artistas que algún día conoció; rememoraba a viejos amigos y anticipaba las espléndidas oportunidades que podrían estarnos esperando en alguna esquina remota del globo. Dibujaba mapas del mundo y me hacía crecer. A ratos, sin embargo, aquella niña desaparecía y entonces yo me erguía como mujer de una pieza, y nada le importaba mi déficit de conocimientos y vivencias: me deseaba, me veneraba tal cual era y se aferraba a mí como si mi cuerpo fuera el único amarre en el vaivén tumultuoso de su existir.
Me instalé desde el principio con él en su piso masculino junto a la plaza de las Salesas. Apenas llevé nada conmigo, como si mi vida empezara de nuevo; como si yo fuera otra y hubiera vuelto a nacer. Mi corazón arrebatado y un par de cosas que ponerme encima fueron las únicas pertenencias que trasladé a su domicilio. De vez en cuando volvía a visitar a mi madre; por aquel entonces ella cosía en casa por encargo, muy poca cosa con la que obtenía apenas lo justo para poder sobrevivir. No apreciaba a Ramiro, desaprobaba su forma de actuar conmigo. Le acusaba de haberme arrastrado de una manera impulsiva, de utilizar su edad y posición para embaucarme, de forzarme a prescindir de todos mis anclajes. No le gustaba que viviera con él sin casarme, que hubiera dejado a Ignacio y ya no fuera la misma de siempre. Por mucho que lo intenté, nunca conseguí convencerla de que no era él quien me presionaba para actuar así; de que era el simple amor incontenible lo que me llevaba a ello. Nuestras discusiones eran cada día más duras: nos cruzábamos reproches atroces y nos arañábamos una a otra las entrañas. A cada envite suyo replicaba yo con un desplante, a cada reprobación con un desprecio aún más feroz. Raro fue el encuentro que no acabó con lágrimas, gritos y portazos, y las visitas se hicieron cada vez más breves, más distanciadas. Y mi madre y yo, cada día más ajenas.
Hasta que llegó por su parte un acercamiento. Tan sólo lo provocó en calidad de persona interpuesta, cierto, pero aquel gesto suyo — cómo podríamos haberlo previsto— derivó un nuevo giro en el rumbo de nuestros caminos. Apareció un día en casa de Ramiro, era media mañana. Él ya no estaba y yo seguía durmiendo. Habíamos salido la noche anterior, vimos a Margarita Xirgú en el teatro de la Comedia, fuimos después a Le Cock. Debían de ser casi las cuatro de la mañana cuando nos acostamos, yo exhausta, tanto que ni tuve fuerzas para limpiarme el maquillaje que en los últimos tiempos usaba. Entre sueños oí marchar a Ramiro sobre las diez, entre sueños oí llegar a Prudencia, la muchacha de servicio que se encargaba de poner orden en nuestro desbarajuste doméstico. Entre sueños la oí salir a por la leche y el pan y entre sueños oí poco después que llamaban a la puerta. Primero suavemente, después con rotundidad. Creí que Prudencia había vuelto a dejarse la llave, ya lo había hecho otras veces. Me levanté aturullada y con humor pésimo acudí al reclamo insistente de la puerta gritando ¡ya voy! Ni siquiera me molesté en ponerme algo encima: la torpe de Prudencia no merecía el esfuerzo. Abrí adormilada y no encontré a Prudencia, sino a mi madre. No supe qué decir. Ella tampoco, en principio. Se limitó a mirarme de arriba abajo, deteniendo su atención sucesivamente en mi pelo revuelto, en los trazos negros de máscara de pestañas corrida bajo los ojos, en los restos de carmín alrededor de la boca y en el camisón procaz que dejaba a la vista más carne desnuda de la que su sentido de la decencia podía admitir. No fui capaz de aguantarle la mirada, no pude hacerle frente. Tal vez porque aún estaba demasiado aturdida por el trasnoche. Tal vez porque la serena severidad de su actitud me dejó desarmada.
—Pasa, no te quedes en la puerta —dije intentando disimular el desconcierto que su llegada imprevista me había causado.
—No, no quiero entrar, voy con prisa. Tan sólo me he acercado para darte un recado.
La situación era tan tensa y extravagante que jamás habría podido creer que pudiera ser cierta de no haberla vivido aquella mañana en primera persona. Mi madre y yo, que tanto habíamos compartido y tan iguales éramos en muchas cosas, parecíamos habernos convertido de pronto en dos extrañas que recelaban una de otra como perras callejeras midiéndose suspicaces en la distancia.
Permaneció frente a la puerta, seria, erguida, peinada con un moño tirante en el que empezaban a vislumbrarse las primeras hebras grises. Digna y alta, sus cejas angulosas enmarcando la reprobación de su mirada. Elegante en cierto modo a pesar de la sencillez de su indumentaria. Cuando por fin acabó de examinarme a conciencia, habló. Sin embargo, y pese a lo que yo temía, sus palabras no tuvieron la intención de criticarme.
—Vengo a traerte un mensaje. Una petición que no es mía. Puedes aceptarla o no, tú verás. Pero yo creo que deberías decir que sí. Piénsatelo; más vale tarde que nunca.
No llegó a cruzar el umbral y la visita duró apenas un minuto más: el que necesitó para darme una dirección, una hora de aquella misma tarde y la espalda sin el menor ceremonial de despedida. Me extrañó no recibir algo más en el lote, pero no tuve que esperar demasiado para que me lo hiciera llegar. Apenas lo que tardó en empezar a bajar la escalera.
—Y lávate esa cara, péinate y ponte algo encima, que pareces una fulana.
Compartí con Ramiro mi estupor a la hora de la comida. No veía sentido a aquello, desconocía qué podría haber tras un encargo tan inesperado, desconfiaba. Le supliqué que me acompañara. ¿Adónde? A conocer a mi padre. ¿Por qué? Porque él así lo había pedido. ¿Para qué? Ni en diez años de cavilaciones habría logrado yo anticipar la más remota de las causas.
Había quedado en reunirme con mi madre a primera hora de la tarde en la dirección fijada: Hermosilla 19. Muy buena calle, muy buena finca; una como tantas aquellas que en otros tiempos visité cargando prendas recién cosidas. Me había esmerado en componer mi apariencia para el encuentro: había elegido un vestido de lana azul, un abrigo a juego y un pequeño sombrero con tres plumas ladeado con gracia sobre la oreja izquierda. Todo lo había pagado Ramiro, naturalmente: eran las primeras prendas que tocaban mi cuerpo y que no había cosido mi madre o yo misma. Llevaba zapatos de tacón alto y el pelo suelto sobre la espalda; apenas me maquillé,
