Lima en las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma
Marco Martos Carrera
Academia Peruana de la Lengua
marcomartos9@hotmail.com
Lima-Perú
Resumen
Las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma, leídas y disfrutadas por
numerosas generaciones, han sido estudiadas por los críticos desde
distintas perspectivas y en el sentir de la mayor parte de personas que
las conocen expresan de un modo peculiar el acontecer de la vida en
el Perú durante los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX a través de los más
variados personajes de diferentes estratos sociales. De manera lateral se
ha advertido la importancia de Lima en el centro de esta obra narrativa.
El texto se propone precisar el lugar preponderante de la Ciudad de los
Reyes en la más importante obra narrativa de nuestro escritor. Y analizar
algunas formas de composición en este múltiple libro.
Palabras clave: Ricardo Palma, Tradiciones peruanas, Lima.
Abstract
The Peruvian Traditions of Ricardo Palma, read and enjoyed by many generations,
have been studied by critics from different perspectives, and from most people who
know them they express in a peculiar way the events of life in Peru during the
16th, 17th, 18th and 19th centuries through the most varied characters from
different social strata. The importance of Lima has been noticed in the center of
this narrative work. The text intends to specify the preponderant place of the City
of Kings in the most important narrative work of our writer. And to analyze some
forms of composition in this multiple book.
Keywords: Ricardo Palma, Peruvian Traditions, Lima.
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Marco Martos carrera
Marco Martos Carrera (Perú)
Escritor, poeta y periodista peruano. Es considerado uno de los
principales representantes de la Generación del 60 en la poesía
peruana. Presidente de la Academia Peruana de la Lengua,
catedrático de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y
exdecano de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de dicha
casa de estudios.
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ISSN Nº 1810-7524 (edición impresa)
ISSN Nº 2415-2218 (versión virtual)
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Introito argumentativo
El intérprete más preciso de lo que Unamuno llamaba la
«intrahistoria» del Perú colonial, sin duda, es Ricardo Palma. Por
su pluma llena de gracejo desfilan los más variados personajes
de diferentes grupos sociales, aristócratas y plebeyos, militares
y clérigos, damas acicaladas y mujeres de los mercados,
jovenzuelos atrevidos y hombres provectos sedientos de poder,
religiosos y réprobos, hombres y mujeres de vida liviana, santos
hombres y mujeres que consideran que el tránsito por este
mundo, valle de lágrimas, es solamente la estación previa para
la vía eterna. Poco se ha reparado, aunque no se ha dejado de
advertir que, en esos relatos comprimidos, en los que historia
se da la mano con la ficción en un mismo tejido de palabras, el
espacio predominante es la ciudad de Lima, llamada Ciudad de
los Reyes, desde su fundación hasta los albores de la república.
De las 453 tradiciones incorporadas a la edición más popular
(Palma, 1956), la gran mayoría se desarrolla en Lima. Vistas en
su temporalidad, las tradiciones apenas se ocupan de la época
de los incas y del periodo de la conquista española. Palma
en solo seis narraciones cubre ese espacio temporal. Más de
200 tradiciones se ocupan de los tres siglos siguientes y 160
tradiciones transcurren entre 1760 y 1830, a las que pueden
sumarse las llamadas tradiciones en salsa verde que son seis. Solo
51 tradiciones ocurren en el periodo de la república. De toda
esta gruesa estadística pueden deducirse algunas afirmaciones,
una, que la etapa menos conocida de la historia del Perú es
para Palma la época anterior a la llegada de los españoles y la
misma época de la conquista, lo cual es natural puesto que las
fuentes eran más escasas que ahora y la arqueología no estaba
desarrollada. Siendo un letrado, acostumbrado a manejarse en
bibliotecas públicas y privadas es natural que Palma conociese
mejor la época del virreinato cuando se había consolidado el
poder español en estas tierras. El tiempo que conoce Palma mejor
es el que va desde 1760 hasta su propio nacimiento en 1833.
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Cuando es un niño, adolescente o joven adulto todavía puede
alternar con personas que vivieron en esos años, lo que le permitió
entrelazar las versiones orales con los datos que encontraba
en los repositorios. De este encuentro entre la oralidad de sus
contertulios con lo que decían los libros y pergaminos, nace
el grueso de sus tradiciones, aderezando, con una imaginación
prodigiosa que tiene la tendencia permanente a resolver con un
chascarrillo, con una broma, las situaciones más complejas de
las relaciones entre los seres humanos. Palma gustaba llamarse
a sí mismo historiador, y seguramente esa afirmación puede
discutirse desde el punto de vista contemporáneo, pero no
tanto en la época que le tocó vivir, puesto que lo que cuenta casi
siempre parece basado en documentación fidedigna, lo cual,
como sabemos bien ahora, es bastante dudoso. Palma ofrece
una imagen del pasado que intuitivamente parece verdadera a
la mayor parte de los peruanos, aunque no lo sea en el sentido
más riguroso. Ese primer equívoco ha conducido a identificar
a las tradiciones salidas de su pluma con la historia nacional
y también, concomitantemente, a confundir historia nacional
con virreinato, y a confundir virreinato con lo ocurrido en
ese periodo en Lima. Esta cadena de equívocos se ha venido
repitiendo por años, tal vez no tanto en las investigaciones y los
ensayos, pero sí en la conciencia popular.
Esa Lima no ha sido inventada por Palma, se le ha atribuido.
No es cierto que él imagine una ciudad apacible colmada de
cortesanos respetuosos y respetables, sin conflictos, tampoco
es verdad que él haya creado un estupefaciente literario que
impide ver el rostro horrible de Lima como sostiene Sebastián
Salazar Bondy (1964). Y dentro de ese mismo pensamiento,
aunque dicho con sutil elegancia, tampoco es verdad monda y
lironda lo escrito por Julio Ramón Ribeyro (1981, p. 68) quien
sostiene que si la imagen de Palma subsiste es porque nadie ha
sido capaz de desembarazarnos de ella.
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El perfil de Palma es literario, si lo recordamos es por lo bien que
escribía. Tenía el apego literario a la historia, como Walter Scott,
pero como individuo de estirpe romántica, está más preocupado
de la forma que de los rigurosos contenidos. Para Palma vale
aquello que Menéndez Pidal dice de los escritores españoles,
que sienten poética la historia. La historia está siempre presente
en lo que escribe Palma, como un aire, como un viento, como un
perfume profundo y poderoso, pero también como un designio
ineluctable. Palma, de acuerdo a ciertos modelos de la época que
él encarna, era un liberal y anticlerical y estaba muy lejos de ser
un escritor áulico, pues en ningún momento exalta a la colonia
como un paraíso perdido. Se deleita más bien en poner motes a
los virreyes, en señalar lo ridículo de llevar la ley hasta extremos
risibles, como en aquel incidente de dos carrozas de nobles en las
calles de Lima, donde ninguno de los conductores cede el paso,
en el convencimiento de que cada escudo de estos aristócratas
tenía más valor que el otro.
Ahora bien ¿cómo es esa literatura de Palma? No es este el lugar
para entrar a discutir o confrontar cada una de las definiciones
que se han dado sobre la entraña de las tradiciones. Eso ya se
ha hecho muchas veces y de todas ellas cabe rescatar la idea
central de que Palma es profundamente original, no tanto
por las cosas que cuenta, sino por la manera de narrarlas. Su
prosa es cautivante, nadie lo duda, pero hay algo más profundo
todavía y es la estructura de cada tradición, el método de
trabajo. Examinando muchas de sus tradiciones, tratando de
ver cuál es la forma de narrar, llegamos a la conclusión de
que es la que utilizan los antropólogos del siglo XX y XXI,
la observación participativa, Palma, en eso, también es un
adelantado. La antropología, según ahora bien se sabe, es una
ciencia integradora que estudia al ser humano en el marco de
la sociedad y la cultura, a las que pertenece; al mismo tiempo
es un producto justamente de la actividad social. Se ocupa del
origen y desarrollo de toda la gama de variabilidad humana y
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los modos de comportamientos sociales a través del tiempo y el
espacio; es decir, del proceso biológico y social de la existencia
humana. Estudia al ser humano, de forma integral, tanto en
forma de su naturaleza, que lo hace semejante a los animales,
como de su cultura, que es un rasgo no biológico. Como el
campo de la antropología es muy vasto, con el tiempo se han
creado ramas dentro de ella, antropología física, arqueología,
lingüística, antropología social. Esta última es la más cercana
al trabajo de Palma. Si así fuera, como este trabajo, a través
de algunos ejemplos, quiere mostrar, Palma sería, para sorpresa
de muchos, un antecedente cultural de José María Arguedas,
no tanto en las novelas y cuentos del afamado narrador del
siglo XX, sino en los trabajos de su especialidad en los que
comparó los usos y costumbres de distintos pueblos peruanos
y españoles. Yerran, como lo ha dicho Alberto Flores Galindo
(1984, p. 184), quienes reprochan a Palma que no ha trazado
el perfil de ningún tipo social de la época virreinal. Esa no es
tarea de un escritor, aunque sí de un sociólogo. Aparecen en
las tradiciones distintos personajes de índole aristocrática,
pero no existe, sin duda, la imagen total de la aristocracia.
De igual manera, aparece la plebe, pero no el plebeyo como
arquetipo. Si lo hubiera hecho, a Palma le hubieran reprochado
tal vez lo contrario, que trabajaba personajes marioneta, no
verdaderos seres humanos. Además, los destinos particulares
de las personas que retrata Palma, en el sentido más estricto,
no llegaron a constituirse en una clase social. Y esa es la gracia
suprema de Palma, mostrarnos diversos tipos humanos, en
una sociedad en ebullición, buscando su destino. Ni el Perú
ni Lima tuvieron hasta el siglo XIX una novela representativa,
como sí lo tuvo Rusia con Tolstoi o Francia con Balzac, pero
sin duda alguna, las Tradiciones peruanas de Palma llenan ese
vacío. Las razones de la ausencia de novela en la sociedad
peruana, y siendo más estrictos, la ausencia de escritores de
fuste tiene que ver con el carácter masivamente oral de la
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sociedad peruana, no solamente en la sociedad que encontraron
los españoles, sino en la misma que ellos empezaron a forjar.
Los nacidos en el Perú en las primeras décadas posteriores a
la llegada de los españoles aprendían el castellano como una
lengua de conquista, impuesta, y la usaban para fines prácticos.
En términos estadísticos, entre ellos no podía nacer un gran
escritor. Por cierto, existe el Inca Garcilaso, una vez más como
excepción. Por su escritura, es un hombre del renacimiento,
y por su práctica, por sus decisiones, se fue alejando de las
fuentes naturales que lo habían amamantado, a tal punto que,
según propio testimonio, se fue olvidando algo del quechua que
era su idioma materno. Hubieron de pasar varios siglos para
que aparecieran en nuestras tierras algunos escritores de fuste
como Juan Espinosa Medrano o Pedro Peralta y Barnuevo, que
siendo notables no llegaron a tener una acabada creatividad.
En el siglo XIX, el primer escritor verdaderamente original
fue Mariano Melgar, y el segundo, de potencia extraordinaria,
Ricardo Palma.
Lectura y comentario
características
de
algunas
tradiciones
La tradición que se llama «La procesión de ánimas de San
Agustín» (Palma, 2001) explica, en sus inicios, uno de los
modos escriturales de Palma. Dice:
No hay limeño que, en su infancia, no haya oído hablar
de la procesión de ánimas de San Agustín. Recuerdo que
antes de que tuviésemos alumbrado de gas, no había hija
de Eva que se aventurase a pasar, dada la medianoche, por
esa plazuela, sin persignarse previamente, temerosa de un
encuentro con las ciudadanas del purgatorio.
Ni Calancha ni su continuador el padre Torres hablan en
la Crónica Agustina de esta procesión, y eso que refieren
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todavía más estupendas. Sin embargo, en el «Suelo de
Arequipa convertido en cielo» se relata del alcalde ordinario
don Juan de Cárdenas algo muy parecido a lo que voy a
contar.
A falta pues, de fuente más auténtica, ahí va la tradición tal
como me la contó una vieja muy entendida en historias de
duendes y de almas en pena (p. 217).
En este texto, de alguna manera, emblemático, en pocas
líneas, Palma hace el resumen de sus maneras de contar. La
primera de las fuentes aludidas, es lo que cree la gente, lo que
está en el aire de época. Y en este caso, Palma habla desde su
propia experiencia, es decir, desde lo que en la antropología
contemporánea se conoce como observación participativa.
Y alude también al pasado inmediato, que de alguna manera
comparte con sus lectores primeros, alude al temor de las
mujeres a aventurarse en la plazuela San Agustín de Lima, sin
persignarse previamente, temerosas de encuentro con las almas
del purgatorio. Y una vez más, en estas cortas líneas, estamos
ante una actitud antropológica, el terreno religioso cristiano
en el que se mezclan los decires de la Biblia, considerada un
texto sagrado, con las creencias populares que tienen que ver
con apariciones de almas del purgatorio que vuelven a recorrer
los espacios que en la vida conocieron. Como se puede advertir
cuando se lee la literatura medieval española, los escritores
de esa época, de un profundo realismo en sus descripciones,
incluían los elementos fantásticos como parte de ese realismo,
no como un elemento ajeno o foráneo. Gonzalo de Berceo
(1852), un autor característico del siglo XIII, en sus Milagros de
Nuestra Señora cuenta la historia de un guerrero que se distrae
en una iglesia rezándole a la virgen y llega tarde a la batalla
para la que había sido convocado, pero es felicitado por su buen
comportamiento en la sangrienta refriega. Los lectores de la
época acogían con naturalidad la explicación de Berceo, quien
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nos cuenta que la virgen había tomado la forma del guerrero y
había participado en la batalla. En otro milagro del libro, en la
historia de la abadesa que salió en cinta se cuenta la historia
de una religiosa que salió en cinta y era mirada con curiosidad
por sus congéneres, mientras el vientre se le iba abultando.
Desesperada, la abadesa ruega a la virgen que la salve, y la
madre de Jesús manda a unos ángeles que se llevan a la monja
a un bosque donde da a luz a un niño que es criado por unos
pastores. Regresada de forma milagrosa al convento, la monja
confiesa todo a un enviado del obispo, quien decide si la virgen
ha intervenido en ese parto insólito, la justicia eclesial debería
abstenerse. Y así la vida continuó en el convento como si nada
hubiera pasado (1852, c. XXI, párr. 500-582).
La creencia en las ánimas del purgatorio, muy difundida en
la iglesia y entre los fieles, no es algo que figure en los textos
originales del cristianismo, pero es algo creído por la gente a lo
largo de los siglos. Y si vamos más lejos, lo que está impregnado
en los fieles, es la descripción de los espacios que los seres
humanos conocen después de la muerte, es la que aparece en la
Comedia de Dante, infierno, purgatorio y paraíso. En la visión
de Dante, lo que prevalece como lugar de los pecadores es el
infierno, con sus círculos que van descendiendo hasta ubicar en
el último círculo a los traidores, pero el purgatorio es una antesala
al paraíso, no es un lugar de absoluto sufrimiento. Sin embargo,
en la creencia popular cristiana, vigente en el siglo XIX, las
almas del purgatorio, vueltas a la tierra, provocan temor entre
los vivos. El persignarse, como lo dice Palma, es una especie de
talismán, de conjuro, de oración a la divinidad, para evitar un
encuentro del que nada bueno puede venir. En este caso, la
actitud del narrador no es juzgar, sino tener una observación
participativa. En la última parte de este introito Palma recurre
a otra modalidad de la antropología, los decires populares, dice
que lo que va a escribir, la tradición, es tal como se la contó una
vieja muy entendida en historias de duendes y almas en pena. Y
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en esta frase, las creencias cristianas, arraigadas en la población
en el momento de la escritura de esta tradición, coinciden
con las certidumbres populares de otras percepciones de la
espiritualidad, como la creencia en mundo paralelo habitado
por duendes que hasta ahora mismo forma parte del imaginario
de mucha gente que no asocia necesariamente esa existencia
de los duendes, con la concepción cristiana. Dicho todo esto
pasemos a contar el meollo de la tradición, tal y conforme la
pergeñó Ricardo Palma. La tradición queda contada como si
hubiera ocurrido en 1697, cuando era alcalde del crimen en
Lima don Alfonso Arias de Segura, hijo de los reinos de España
y hombre que, en el decir de Palma, había conquistado en el
ejercicio de su cargo la reputación de severo hasta rayar en la
crueldad. Reo que caía bajo su férula, solía terminar en la horca.
Habitaba su señoría en la casa fronteriza a la iglesia de San
Agustín y una noche oyó voces que clamaban socorro. Junto
con dos alguaciles, salió a la calle y encontró a un joven de
aristocrática familia agonizando. Junto al moribundo había un
pobre diablo que vestía el hábito de lego agustino, con un puñal
ensangrentado en la mano. Se trataba del hermano «Cominito»,
muy querido en la ciudad. Alborotados los frailes, encariñados
con «Cominito» dieron mil argumentos para lograr su libertad,
pero todas las apariencias condenaban al preso quien recibió
la sentencia de ser ahorcado. El día de la vindicta pública, el
propio ejecutor animó al detenido a correr y escaparse; lo hizo,
con tan mala fortuna que se topó con el propio alcalde del
crimen y así pasó, como dice Palma «a la tierra de los calvos»
(2001, pp. 217-219). En este momento de la narración, Palma
intercala unos versos, de los muchos que salían de su magín y
que solía atribuir a otras personas:
La vida es comparable a una ensalada,
en que todo se encuentra sin medida:
que unas veces resulta desabrida
y otras, hasta el fastidio, avinagrada. (p. 219)
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Este recurso, proverbial en Palma, que tiene un origen oral y
popular en todas las narraciones lo usa con particular habilidad,
en este caso para concluir con frases llenas de humor, una
situación de por sí trágica. Con una habilidad propia de los
escritores de fuste, en el segundo apartado de la tradición se
cuenta de una carta que había recibido el alcalde del crimen
el día anterior y que había dejado de abrir pensando que era
otra de los frailes tratando de salvar la vida de su protegido.
Pero la carta era de un Conde que había sido agraviado por
el aristócrata asesinado y lo había mandado matar. Quedaba
claro que el lego agustino era inocente de la acusación. Sabía
el alcalde, recién, que su orgullo lo había cegado y había errado
en el fallo. A la medianoche, salió una procesión de ánimas, con
cirios encendidos que provocó terror en la autoridad. Pocos días
más tarde Alfonso Arias de Segura hizo dimisión de la vara y
tomó el hábito de novicio en la Compañía de Jesús, donde es
fama que murió devotamente. Dos viejas, dice Palma, declararon
con juramento, que desde la calle San Sebastián habían visto las
luces de los cirios y ante tan autorizado testimonio no quedó
en Lima prójimo que no creyera a puño cerrado en la procesión
de ánimas de San Agustín (pp. 220-221). Una vez más en la
entretenida red ficcional de Palma, aunque está narrada en
tercera persona, puede advertirse la presencia soterrada de
un narrador colectivo, perteneciente a la primera persona del
plural. Nosotros, los limeños, parece decirnos Palma, creemos
en el purgatorio, y creemos que las ánimas que lo habitan, de
cuando en cuando regresan al valle de lágrimas para poner
cierto orden en el órdago de los hechos humanos.
En una de sus tradiciones más conocidas «La gatita de MariRamos que halaga con la cola y araña con las manos», (ibíd., p.
267) Palma echa mano a otro de sus recursos favoritos, recurrir
a la documentación hallada en los archivos y usarla a discreción,
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y escribe entonces como si estuviese conversando, manteniendo
sí un hilo central, que es la historia que contaremos. La historia
tiene la gracia de la oralidad y el desorden de la oralidad,
ese desorden, como la cámara juguetona de un film, nos va
dando el aire de época y el modo de pensar del virrey de aquel
momento, en 1776, de Teodoro de Croix, virrey del Perú. En
aquel momento, Benedicta Salazar era una limeña pizpireta de
veinte abriles muy galanos, de ojos más negros que una noche
de trapisonda y velados por rizadas pestañas, boca incitante
como un azucarillo amerengado, cuerpo airoso y pie hermoso
que invitaba a besarlo. Huérfana, vivía con una tía más
gruñona que mastín piltrafero, que tenía el capricho de casarla
con un compadre suyo catalán, de barba crecida. Ese catalán
murmuraba, en el decir de Palma:
niña de muchos novios
que con ninguno te casas;
si te guardas para un rey,
cuatro tiene la baraja. (p. 268)
Benedicta se sentía atraída por un petimetre, Aquilino de
Leuro, y un día sucedió lo que tenía que suceder, la gatita de
Mari-Ramos se escapó por el tejado en amor y compañía de
un gato pizpireto que olía al almizcle y tenía la mano suave.
Según Palma, dice el refrán que la mula y la paciencia se fatigan
si hay apuro, y lo mismo acontece con el amor. Benedicta y
Aquilino se dieron tanta prisa, que medio año después de la
escapatoria, hastiado el galán, se despidió a la francesa, y fue
a dar con su humanidad en el Cerro de Pasco, mina boyante
a la sazón. La expresión «despedirse a la francesa» figura en
los diccionarios castellanos, como el acto de un miembro de
la pareja de romper un compromiso, desapareciendo, sin decir
adiós. La expresión es intrigante pues resulta agraviante para el
pueblo francés. A su vez, los franceses no son mejores que los
españoles y en la situación de separación sin despedirse usan la
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expresión «despedirse a la inglesa». En vano esperó Benedicta
la vuelta del ingrato y finalmente se fue a vivir en un entresuelo
de la Alameda, encerrada, y evitando entrar en relaciones con
la vecindad y trabajaba como costurera de la marquesa de Soto
Florido, saliendo solo los jueves por la noche para recibir o
entregar vestidos. Pero un vecino advirtió su belleza, por muy
escondida que estuviera. Fortunato, de quien se decía que era
hijo natural del Conde de Pozosdulces, era amanuense en la
alcaldía mayor de gobierno y le lanzaba chicoleos a la vecina.
Benedicta jamás paró mientes a los arrumacos del vecino,
pero una noche, al regresar de entregar unos vestidos, halló
a Fortunato bajo el dintel de la casa, y antes de que este le
endilgase uno de sus habituales piropos, ella, con voz dulce y
argentina, como una lluvia de perlas le dijo «Buenas noches,
vecino» y Fortunato pensó: «Al fin ha arriado bandera esta
prójima y quiere parlamentar». La acompañó a su casa y ella lo
invitó a pasar.
Las palabras amorosas
son como las cuentas de un collar,
en saliendo las primeras
salen todas las demás. (p. 270)
Ella con palabritas cortadas y melindres le dio a entender que
su corazón no era de cal y ladrillo, pero como los hombres son
tan pícaros y reveseros, había que dar largas y cobrar confianza
antes de aventurarse en un juego en el que casi siempre todos
los naipes se vuelven malillas. Llama la atención el uso de la
palabra «revesero» que es un americanismo que en el Perú está
confinado en el norte del país y se usa para referirse al mentiroso,
al chismoso. Él juró, dice Palma, por un calvario de cruces, no
solo amarla eternamente, sino las demás paparruchas que es
práctica jurar en casos tales. Y para festejar la aventura añadió
que en su cuarto tenía dos botellas de riquísimo moscatel que
había venido de regalo para su excelencia el virrey. Y rápido
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como un cohete descendió y volvió a subir. Fortunato no
daba la victoria por un ochavo menos. Apurada ya la segunda
copa, buscando en ella bríos para un ataque decisivo, cuando
en el reloj del puente empezaron a sonar las campanadas de
las diez, y Benedicta, con gran afectación y congoja exclamó:
«Estamos perdidos, entre usted en el otro cuarto y suceda lo
que sucediera, ni una palabra, ni intente salir hasta que yo lo
busque». A Fortunato se le volvió la carne de gallina y con la
docilidad de un niño se dejó encerrar en la habitación contigua.
Unas horas antes, cuenta Palma, Benedicta se había encontrado
con Aquilino en la esquina de Palacio y lejos de reprocharle su
conducta le habló con cariño y el amante solicitó una cita para
las diez de la noche. Entre los reconciliados amantes no hubo
quejas ni recriminaciones sino frases de amor. Ni una palabra
del pasado. Benedicta fingió creerle y echó un narcótico en la
copa de moscatel que bebía el seductor. Luego la joven lo ató
fuertemente al lecho, sacó un puñal y esperó impasible que
empezara a desvanecerse el poder del narcótico. Enrostró a
Aquilino la villanía de su conducta, rechazó sus descargos y
con mano segura hundió el acero en el corazón del hombre al
que había amado tanto. Luego Benedicta le dijo al tembloroso
Fortunato que había escuchado y visto todo por el agujero de
la puerta: «Si aspiras a mi amor, empieza por ser mi cómplice».
Y para vencer toda vacilación en el ánimo del acobardado
mancebo, aquella mujer, alma de demonio encarnada en la figura
de un ángel, dio un salto como la pantera que se lanza sobre una
presa y estampó un beso de fuego en los labios de Fortunato.
Ese beso, cuenta Palma, llevó a la sangre y a la conciencia del
joven el contagio del crimen. La oscuridad de la noche era
espantosa. No parecía sino que la naturaleza tomaba su parte de
complicidad en el horrible delito. Entreabrióse el postigo de la
casa, y por él salió Fortunato, llevando al hombro, cosido en una
manta, el cadáver de Aquilino. Benedicta le seguía, y mientras
con una mano le ayudaba a mantener el peso, armada con una
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aguja de hilo grueso, cosía la manta a la casaca del joven. La
zozobra de este y las tinieblas servían de auxiliares a un nuevo
delito. Las dos sombras vivientes llegaron al pie del parapeto
del río. Fortunato, con su fúnebre carga sobre los hombros,
subió el tramo de adobes y se inclinó para arrojar el cadáver.
El muerto arrastró en su caída al vivo. Tres días más tarde unos
pescadores encontraron en las playas de Bocanegra el cuerpo
del infortunado Fortunato. Su padre, el conde de Pozosdulces,
y su jefe, el marqués de Salinas, recelando que el joven hubiera
sido víctima de algún enemigo hicieron aprehender a un
individuo sobre el que recaían sospechas de mala voluntad con
el difunto. La causa iba con pies de plomo, pero la Providencia,
que vela por los inocentes, tiene recursos misteriosos para hacer
la luz sobre el crimen. Benedicta, moribunda y devorada por
el remordimiento, reveló todo a un sacerdote, rogándole que
para salvar al encarcelado hiciese pública su confesión (ibíd.,
p. 267-278)
Dicho todo podemos profundizar más en la tradición. En pocos
trazos, Palma nos describe la situación inicial de Benedicta
Salazar, veinteañera, huérfana, en situación de merecer.
Despojada de los afectos naturales, está bajo la custodia de una
tía que decide por ella que debe casarse con una persona que
no ama. Eso ocurría también a veces con los propios padres que
designaban al candidato a yerno que les parecía. La diferencia
es que los padres prodigan afecto cada día y eso es lo que no
se advierte en el relato de Palma de parte de la tía, hecha para
mandar. De manera que la presencia de un petimetre, Aquilino
de Leuro, es razón suficiente para que Benedicta perdiera la
cabeza. La atracción entre los jóvenes, ya se sabe, va más allá de
las voluntades, pues es la naturaleza la que habla, la necesidad
que tiene la especie de reproducirse. El niño, fruto natural de la
coyunda, en las parejas de jóvenes es una sombra temida, o en
ocasiones, un resultado deseado. En el siglo XVIII, sin embargo,
ya empezaba a ocurrir lo que sería moneda corriente en el siglo
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XIX y más, mucho más, en el siglo XX y es la separación entre
el disfrute sensual y el deseo de tener descendencia. En ese
sentido, las frases que vierte Palma son muy claras: «los amantes
apuran la luna de miel para dar paso a la hiel» (ibíd., p. 269). La
satisfacción sexual intensa agota a los protagonistas y Aquilino
se marcha sin despedirse. Como eximio narrador que es, Palma
no se detiene en mostrar el dolor de la enamorada abandonada,
sino que como escritor realista va describiendo lo que hacen
los personajes, sin decir una palabra de lo que sienten. De esta
manera el drama se va gestando como un mecanismo de relojería
y Benedicta se asienta en un entrepiso y tiene una vida hasta
cierto punto recoleta. Aunque escondida, la belleza de mujer
llama a los varones y Fortunato, su vecino, no cesa de cortejarla.
Y aquí viene algo que está en la entrelínea de toda la narración
y que merece comentarse: el mundo de los sentimientos está
alejado de la razón, y sin embargo es el que guía nuestros
actos más importantes. Es bajo el imperio de sentimientos
momentáneos que tomamos decisiones definitivas. Habiéndose
encontrado Benedicta, con su antiguo amante Aquilino, pacta
una cita con él para las diez de la noche. Antes, como gatita
de Mari-Ramos, mueve la cola a Fortunato, lo invita a su casa
y lo esconde en el cuarto vecino cuando llega Aquilino y el
drama se precipita. Un torrente de sentimientos de venganza
la lleva a cometer un doble crimen que resulta espeluznante
para el más curtido lector. Palma, escritor nacido en 1833, no
podía conocer, al parecer, las narraciones de Poe, muerto en
1849, plenas de horror, de tal manera que no puede hablarse
de influencia de uno sobre el otro. Pero ese mismo escalofrío
que sentimos cuando leemos a Poe, lo experimentamos cuando
advertimos que Benedicta, en esa noche lóbrega en la que
Fortunato lleva en hombros el cadáver de Aquilino, va cosiendo
con una fuerte aguja y un ancho hilo, la casaca del vecino con el
costal que lleva como un fardo el cuerpo del asesinado. George
Simenon, el gran narrador de novelas policiales del siglo XX,
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solía decir que él empezaba narrando cualquier cosa, en medio
ponía un crimen, y después resolvía. Eso es precisamente lo
que hace Palma, por partida doble y resuelve en una especie
de anticlímax, que da un respiro final al atribulado lector que
ha ido de suspenso en suspenso durante toda la narración.
Quedan para siempre en nuestra memoria, esos dos hombres
precipitándose al río, uno muerto y el otro vivo, arrastrándose
uno al otro a la región de las sombras.
Veamos ahora una tercera tradición de Palma. Se trata de una
divertida historia titulada «Una aventura amorosa del padre
Chuecas» (2003, p. 108) y narra la historia del sacerdote fray
Mateo Chuecas y Espinosa que nació en Lima en setiembre de
1788 y vistió el hábito de novicio en 1802. Conocía el latín
y a los poetas clásicos; cansado de la vida austera, se lanzó a
la de los escándalos. Del padre Chuecas podría decirse lo que
Lope de Aguirre escribió, refiriéndose a los frailes del Perú: «La
vida de los frailes es tan áspera, que cada uno tiene, por cilicio
y penitencia, media docena de mozas» (ibíd., p.109). Jugador,
impertérrito y libertino como un Tenorio, encontrábase rara
vez en su convento y con frecuencia en los garitos y lupanares.
Manejaba el puñal, dice Palma, con la destreza y agilidad de un
maestro de armas y cuando en una jarana se armaba pendencia
y él estaba en copas, no escapaban de su puñalada recia y
corte limpio ni las cuerdas de la guitarra. Palma afirma haberlo
conocido en 1890, cuando Chuecas frisaba más de sesenta años.
Así que el meollo de la tradición se origina en conocimientos
orales que el escritor tiene y que administra con la particular
habilidad que tenía. El padre Chueca sabía improvisar sencillos
y elocuentes cantares en las fiestas a las que concurría:
El verme así no te asombre,
porque es mi amor tan sin par
que aquí me he puesto a pensar
si hay más que hacer por el hombre. (ibíd., pp. 108-114).
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Dice Palma que la época del padre Chuecas vivía en Malambo
una mocita de medio pelo en edad de merecer que se llamaba
Nieves Frías. Su paternidad, el franciscano bailaba el agua de
nieve por apoderarse del corazón de la muchacha y en vía de
cantar victoria estaba cuando se le atravesó un galán argentino.
Estando en una fiesta, la madre de la doncella, que favorecía al
enamorado del sur, le pidió al padre Chuecas que improvisará
unos versos con el pie «Córdoba del Tucumán». Y el fraile recitó:
Brindo, preciosa doncella
porque en tus pómulos rojos
jamás contemplen mis ojos
de las lágrimas la huella.
Brindo, en fin, porque tu estrella
que atrae como el imán
a tanto y tanto galán
que se embelesa en tu cara,
nunca brille alegre para
Córdoba de Tucumán. (ibíd. pp. 115-116)
Un aplauso estruendoso selló la recitación y el satirizado
pretendiente tuvo que felicitar al sacerdote improvisador. Más
tarde el argentino respondió con una redondilla, con menos
gracejo, pero bastante explícita:
Brindo por el bien que adoro,
y para que sepan todos
que el amor se hizo para los hombres
y para los frailes se hizo el coro. (pp. 116-117)
El fraile no quedó conforme y recitó:
Cordobés infelice que al Parnaso,
por numen chabacano conducido,
pretendes ascender, ¡detente huaso!
no profanes sus cumbres atrevido.
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Advierte que la lira no es el lazo;
pues quizá temerario has presumido
que son las Musas, a las que haces guerra,
las mulas que amansabas en tu tierra. (ibíd., p. 117)
Una carcajada general y un ¡viva el padre! contestaron a la
valiente octava. El argentino perdió los estribos y se fue sobre
el fraile, quien esperaba la embestida, daga en mano. Armose
la marimorena: chillaron las mujeres y arremolináronse los
hombres. Por fortuna acudió la policía a tiempo para impedir
que los adversarios se abriesen ojales en el pellejo y los condujo
a chirona. El padre Chuecas pasó seis meses de destierro en
Huaraz. A su regreso supo que la paloma había emprendido
el vuelo a Córdoba de Tucumán. Esta tradición hace reposar
su encanto sobre el insólito título, que nos envía a la imagen
de un sacerdote pecador. Ese ingrediente ya la hace atractiva.
Luego se dicen generalidades punzantes sobre la vida licenciosa
del clérigo, para poner un ejemplo galano, la disputa por Nieves
Frías. Y aquí es donde la pluma de Palma se luce más. Ignoramos
si los versos que aparecen en el texto son efectivamente del padre
Chuecas o son producto del magín del propio Palma. En uno o en
otro caso, muestran ese gracejo zumbón, esa gracia sin igual que
nutre a todas las Tradiciones, la habilidad suprema del escritor que
mantiene en vilo al ánimo del lector (ibíd., pp. 117-118)
Hemos visto tres tradiciones de distinta índole, que retratan
a la Lima virreinal desde distintos ángulos y perspectivas, el
mundo de las creencias colectivas, con aquella que habla de la
procesión de las ánimas, el mundo de las pasiones que llevan
al crimen, con «la gatita de Mari-Ramos que halaga con la cola
y araña con las manos», el círculo de la diversión pecaminosa
del sacerdote Chuecas, sabio en latines y conocedor del arte de
manejar puñales. Palma, resumiendo, tiene una receta general:
mezcla lo sólito con lo insólito y maneja el lenguaje con la
precisión con que lo harían los dioses si fuesen humanos.
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Marco Martos carrera
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Recibido el 10 de septiembre de 2020
Aprobado el 10 de octubre de 2020
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