Democracias pluralistas: ¿una alternativa para el Gobierno colombiano? ∗
Fecha de entrega: 18 de noviembre de 2019
Fecha de evaluación: 30 de noviembre de 2019
Fecha de aprobación: 1 de diciembre de 2019
Angélica María Rodríguez Ortiz ∗∗
Resumen
En las últimas décadas, se evidenció la crisis que afronta el Gobierno colombiano, a tal grado
que parte del pueblo ha puesto en duda la efectividad de la democracia que se sustenta en el
contrato social. Pese a esto, es preciso decir que la democracia —como lo han sostenido
diversos filósofos a través de la historia — es la forma de gobierno más próxima al estado de
la naturaleza humana, porque opera bajo el principio de igualdad jurídica y social. Razón por
la cual este artículo pretende mostrar cómo las democracias pluralistas pueden ser una
alternativa de gobierno para operar en el pluralismo político que ha pululado en los últimos
años en la sociedad colombiana y con esto alcanzar representatividad y participación
democrática real, que dé solución a los problemas del contexto. Visto así, no se trata de
eliminar la democracia como forma de gobierno, sino de descentralizar el poder, en aras de
plantear soluciones más efectivas.
Palabras claves: democracias, pluralismo político, democracias pluralistas, ciudadanía
diferenciada, formación ciudadana.
∗
Artículo producto de investigación en torno al proyecto de investigación sobre filosofía política en
el que la doctora Angélica trabaja en los últimos meses.
Citar como: Rodríguez Ortiz, A. M. (2020). Democracias pluralistas: ¿una alternativa para el
Gobierno colombiano? Cuadernos de Filosofía Latinoamericana, 41(122), xx-xx. DOI: xxxx
∗∗
Doctora en Filosofía por la Universidad Pontificia Bolivariana, magíster en Educación y
licenciada en Filosofía y Letras. Docente investigadora del grupo SEAD-UAM - Universidad
Autónoma de Manizales. ORCID: http://orcid.org/0000-0002-7710-9915. Correo electrónico:
angelica.rodriguez276@gmail.com; amrodriguez@autonoma.edu.co.
Introducción
Las prácticas ciudadanas de las últimas décadas evidencian la crisis que enfrenta la
democracia representativa y participativa de un sistema de autoridad soberana que tiende a
degenerar en plutocracia. Ante esto, aparecen alternativas como las democracias pluralistas
que apuestan por ciudadanías diferenciadas, en aras de favorecer el poder político de la
colectividad.
Las democracias pluralistas, requeridas para el funcionamiento de la ciudadanía diferenciada,
promulgan igualdad jurídica real que evidencie el cumplimiento de los lineamientos formales
que han sido estipulados en las declaraciones contractuales de los Estados de occidente; en
aras de favorecer la justicia social, pensada desde las necesidades de los contextos
particulares. Para alcanzar tal cometido, se requiere un cambio en la participación y en la
formación ciudadana en pro del compromiso racional, intencional y consciente que debe
adoptar cada actor en este modelo de ciudadanía, el cual rescata la diferencia y prolifera el
pluralismo político. Un compromiso real con el contrato social, en aras de hacer valer el
cumplimiento de este por parte de aquellos que son elegidos para representarnos.
Este escrito pretende exponer que la democracia representativa y participativa deben
eliminarse o buscar otro tipo de gobierno diferente, como lo sugieren varias encuestas
realizadas en las últimas décadas, en las que se muestra que “los resultados para Colombia
denotan la presencia de una franja importante de la población insatisfecha con la democracia
‘realmente existente’, y que apoyaría eventualmente una forma de gobierno distinta a ésta”
(Duque, 2012, p. 22); tampoco aduce al hecho de que las democracias estén muriendo, como
lo han expuesto Levitsky y Ziblatt (2018); por el contrario, invita a pensar en nuevos
significados y usos que promuevan el concepto de democracia en la actualidad y, con esto,
pensar en nuevas formas para el ejercicio de esta. En otras palabras, incita a salir de la
concepción clásica que concibe una democracia absolutista, la cual delega el poder a los
elegidos para representar al pueblo, y movernos hacia una democracia pluralista, en la cual
se haga efectiva la representatividad del pueblo como fuerza de poder organizacional, dando
un nuevo sentido a la ciudadanía.
Democracia y pluralismo político
Los problemas sociales y políticos de nuestra época requieren hablar de nuevas formas de
democracia y, a su vez, invita a una movilización semántica del concepto. Estas
comprensiones conllevan a nuevos ejercicios democráticos para un contexto donde prima el
pluralismo político y, con esto, iniciar nuevos procesos de formación ciudadana.
La crisis real de la democracia en los últimos años en Latinoamérica no radica en la forma
de gobierno per se, como lo han supuesto algunos analistas para quienes la democracia es un
tipo de gobierno que no brinda respuesta a las necesidades del contexto. El problema real
radica en el abuso de poder por parte de los representantes elegidos por la ciudadanía.
Contrariedad que, desde la Antigüedad, Platón había develado en sus estudios sobre el poder
político. De igual forma, la crisis proviene de la queja constante de un pueblo que no asume
de manera crítica y a conciencia su rol como ciudadano y, tanto en su participación como en
su abstinencia, evidencia una carencia de memoria histórica y amplia ignorancia a la hora de
elegir a sus representantes.
Una de las razones por las cuales la democracia centralizada y global no llega a ser efectiva
es el abuso de poder, entendido como la facultad de ejercer la fuerza o el dominio evidenciado
en la acción, a través del ejercicio de control y autoridad sujetos a intereses hedonistas. Esto
se evidencia, entre otras cosas, en la fuerte manipulación del pueblo por parte de los
gobernantes, que construyen discursos con falacias para convencer. Mismas con las que los
representantes en el poder intentan “maquillar” sus acciones e introducen, a través de la
retórica, miedos sin fundamento a un pueblo cuyos ciudadanos están incapacitados para
identificarlas 1.
La manipulación del pueblo a través del discurso se ha evidenciado en diferentes
oportunidades, uno de los más recientes casos, en Colombia, fueron las pasadas elecciones
presidenciales en el 2017; mismas en las que apareció el neologismo castrochavismo y con
el cual se construyó un discurso plagado de falacias ad baculum —entre otras más— que
movilizaron los temores de la ciudadanía. La participación ciudadana evidenció la ignorancia
1
El problema no nace en la actualidad. Esta misma preocupación ha estado presente desde la
democracia en la Antigua Grecia. Platón en su libro VII la República dejó en evidencia la
importancia de la formación ciudadana para el ejercicio del poder en el ámbito público y el abuso
cometido por los gobernantes en el ejercicio del poder. Cfr. Platón. República. (1998).
frente al tema a la hora de elegir al nuevo mandatario, y el reconocimiento de su error
participativo no se ha hecho esperar 2. No obstante, este es solo uno de muchos ejemplos en
que los gobernantes introducen discursos para movilizar las acciones de un pueblo carente
de capacidades de lectura crítica y que sucumbe a las intenciones de quienes manipulan el
poder a través del uso de la palabra. Los últimos Gobiernos son una clara muestra de lo aquí
ilustrado.
Ante esta situación, en el último año se han movilizado diferentes alternativas políticas que
buscan salir de la polaridad manifiesta entre los partidos políticos tradicionales de ultra
derecha y extrema izquierda. No obstante, pese a la aparición de nuevas alternativas políticas,
el ejercicio de poder democrático continúa centralizado y no da respuesta a los problemas
específicos de este contexto. Razón por la cual urge revisar las nuevas demandas del
pluralismo político a la luz de una nueva forma de gobernar que descentralice el poder 3, un
gobierno que desde la democracia otorgue poder real al pueblo y estipule unas normativas
que solucionen los problemas de un territorio y tejido social determinado.
A lo anterior, se suman nuevos problemas como la vulneración de los derechos de grupos
diferenciados que se reconocen como “minorías” y el acallamiento de líderes de la oposición
y de todo aquel que cuestione a quienes se han tomado el poder, como se evidencia en la
realidad colombiana de los últimos años. Se requieren, entonces, cambios efectivos que den
respuesta a las particularidades de los contextos y a sus diferencias. Ante esto, se sugiere
pensar la democracia desde una concepción pluralista que apueste por una ciudadanía
diferenciada, en la que se descentralice el poder; una forma de gobierno en el que los grupos
plurales planteen políticas propias para su autogobierno, como se empieza a presentar en
algunos países de Latinoamérica. Uruguay, México y Argentina, por ejemplo, proponen un
2
Bastaron pocos días en el ejercicio del nuevo mandatario para que con sus acciones, contrarias a
sus discursos, generara dudas razonables en parte del pueblo que lo eligió para atacar sus ideas y
forma de representar a la colectividad. El bombardeo de protestas en medios de comunicación,
redes sociales y en las calles es apenas un indicio ante las desidias de este gobierno. A esto se suma
en el 2019, las movilizaciones de un paro de algo más de una semana en el cual la ciudadanía
expuso su queja desde diferentes sectores y el Estado obstaculizó el derecho a la libre protesta, a
través de la fuerza pública. Hecho que ocasionó la muerte de jóvenes que alzaban su voz en contra
de las políticas del actual gobierno.
3
Lanzaro (2004) plantea que “el pluralismo, como elemento distintivo de los diferentes tipos de
democracia, es un tópico central de la teoría y de la ciencia política” (p. 103). El pluralismo ha
estado presente en el significado que convoca el concepto “democracia” como forma de gobierno.
giro hacia las democracias plurales y ciudadanías diferenciadas, en aras de descentralizar el
poder y que este sea mayormente efectivo. No obstante, de estos tres países podría decirse
que Uruguay es el primero que ha pasado del discurso a la acción. “Las democracias de tipo
pluralista se caracterizan, por trazos de separación, distribución y participación en lo que toca
al poder político y a la estructura institucional, los modos de gobierno y los ejercicios de
autoridad pública” (Lanzaro, 2004, p. 103). Según lo muestra Lanzaro en sus estudios,
Uruguay es un claro ejemplo de este tipo de gobierno. En otras palabras, las democracias
pluralistas se convierten en una alternativa para escapar de los carruseles políticos en los que
cada gobernante designa los cargos de acuerdo con los intereses de su partido político.
La transición de una democracia centralista a una pluralista ha empezado a tener acogida en
Latinoamérica, en aras de escapar del despotismo de los gobernantes que asumen el poder
como un régimen autoritario y articulan a su maquinaria todo un gabinete legislativo de
“conocidos” para desempeñar los cargos públicos. Lo vivido por América Latina es un
atentado a la democracia. Un gobernante, perpetrado en el poder, moviendo los hilos detrás
de la representatividad de otro es igual al gobernante que cambia la constitución para que el
pueblo acepte la reelección. Ambos hechos están en contra del ideal perseguido por los
primeros contratos sociales que aparecieron a finales del siglo XIX.
Las primeras constituciones latinoamericanas comprendieron la necesidad de
asegurar, en especial en cuanto al Poder Ejecutivo, la alternancia de sus titulares en
el Gobierno. Por eso, en la mayoría de los casos, se proscribió la reelección inmediata.
Pero esta prohibición contradecía los imperativos de la realidad social y de la fuerza
política y fáctica de los que detentaban el poder, luego de haber llegado a él como
consecuencia de una revolución, de un golpe de Estado, de un motín o de una
elección, cuyos resultados, en este último caso, eran muchas veces fruto de la
coacción, la prepotencia, la intimidación o el fraude. (Gros, 2002, p. 152)
Pocos países latinoamericanos han respetado el pacto. Quizá el mejor ejemplo del respeto
por este tipo de políticas gubernamentales ha sido Uruguay como lo muestran Castellanos y
Pérez (1981) y Lanzaro (2004). Un país que ha intentado escapar de las prácticas de corte
populista de dudosa calidad en cuestiones democráticas. Podría decirse que en la actualidad
México también da muestra de esto en sus elecciones del 2018. En la práctica del nuevo
gobernante y su equipo de trabajo se evidencia un ejercicio de democracia pluralista, aun
cuando no se ha postulado un fundamento de tal tipo como sí lo ha hecho abiertamente
Uruguay. Por otra parte, Chile, Brasil y Ecuador han redireccionado sus pasos en busca de la
descentralización del poder y, aunque no lo han logrado, la ciudadanía se ha volcado en el
último año a las calles en su busqueda.
Latinoamérica siente el abuso del poder en su gobierno democrático y, en especial, Colombia
lo padece intensamente en las últimas décadas; razón por la cual, quizá las democracias
pluralistas sean esa “nueva forma de gobierno” que espera la sociedad colombiana. Un nuevo
ejercicio democrático plural en el que el pueblo se empodere de la ciudadanía, sin necesidad
de rechazar o eliminar la posibilidad de un gobierno democrático, pues, como lo promulgó
Spinoza, el Estado democrático tiene, entre otras bondades, que operar bajo el principio de
la igualdad —jurídica—; además que
[…] con preferencia a todos los demás, es el Estado más natural y el que se aproxima
más a la naturaleza de la libertad. En este Estado nadie transfiere a otro su derecho
natural, sino que lo entrega a la mayor parte de la sociedad de la que él es parte. Por
lo cual, en un Estado de democracia todos siguen siendo iguales como en el estado
natural. (Spinoza, 1986, p. 341)
Algo que también refirió Rousseau (1991 y 2003) al buscar una forma de gobierno que
equilibre los intereses del pueblo y de los gobernantes. Las democracias pluralistas son una
alternativa para acabar con “el despotismo que representa la forma extrema de separación
entre el interés de los gobernantes y de los gobernados, y la imposición del interés particular
de los primeros sacrificando el de los segundos” (Vergara, 2012, p. 21), dado que permiten
al pueblo empoderarse para el ejercicio del poder a través del contrato social y dar solución
a las particularidades de su contexto, sin imponerse de forma despótica como se ha hecho en
el poder centralizado.
Democracias pluralistas y contrato social
Alcanzar un estado de equilibrio entre la naturaleza humana, los intereses de la colectividad
y lo que concierne al ejercicio del poder de quien nos representa no es tarea fácil; máxime si
se considera que la naturaleza humana —como lo plantean Spinoza y Hobbes— es egoísta.
Sin embargo, no es una labor imposible; tal vez por esto, el gobierno democrático, tal y como
lo conciben Spinoza (1986) y Rousseau (2003), permite alcanzar en cierta medida dicha
armonía, puesto que este se presenta enmarcado en un pacto social, en un contrato lingüístico
que regula las acciones tanto del representante del pueblo, como del pueblo mismo. “En
efecto, en el pacto social spinozista, la transferencia de derechos del individuo a la
colectividad garantiza la igualdad del estado de naturaleza y preserva al máximo la libertad
natura” (Villaverde, 2002, p. 2). El pacto social, además, se constituye en el mecanismo
jurídico que garantiza el principio de igualdad sobre el cual opera el gobierno democrático.
El contrato es, entonces, en cualquier tipo de democracia, un instrumento regulador, tanto de
la participación como de la representatividad. Y, para el caso de las democracias pluralistas,
es el elemento que permite al grupo garantizar el respeto de su dignidad e integridad.
El representante elegido por la colectividad está regulado bajo el pacto social a la hora de
ejercer el poder político; asimismo, los ciudadanos deben estar capacitados para esto. No
obstante, la realidad que se evidencia en nuestro país da cuenta de que tal cosa no ocurre.
Gran parte de los ciudadanos ignoran que pueden usarlo para controlar la práctica de los
gobernantes en el poder. El problema radica en el desconocimiento de lo pactado y en el bajo
compromiso asumido con lo que ha sido declarado constitucionalmente por participantes del
pacto. Resulta inconcebible que hayan pasado más de tres centenios, desde la creación del
contractualismo en la Modernidad, y los ciudadanos no se reconozcan aún como actores
sustanciales en la creación del pacto social; pese a que desde su consolidación en
Latinoamérica, entre 1810 y 1830, “el ‘constitucionalismo’ fue considerado como una de las
características individualizantes del proceso revolucionario que en toda América Latina
garantizaba la organización política e institucional de los nuevos Estados independientes”
(Gros, 2002, p. 147).
Ahora bien, a la luz de los acontecimientos podría decirse que la democracia absolutista acaba
por ser limitada para las exigencias y cambios sociales en nuestra sociedad —como se ha
expuesto— dado que, como lo sostiene Villaverde (2002), se otorga el poder y sometimiento
de los ciudadanos al gobernante; pese a sus debilidades este es el modelo de gobierno que se
ha impuesto y permanece en Occidente. Es precisamente, este tipo de gobierno, y sus
debilidades, lo que ha llevado a declarar la democracia en crisis; puesto que, bajo esta
concepción, el poder no reside en la colectividad, como se esperaría, sino en los intereses de
quien ha sido elegido para ejecutarlo y que, a la larga, acaba por ignorar los ideales reales de
la democracia representativa.
La propuesta del Estado democrático sustentada por Spinoza, contrario a lo que afirma
Villaverde (2002), se opone a esta concepción absolutista en la cual el sujeto se desprende
por completo de su poder para darlo a la sociedad y someterse a los designios del gobernante.
En su concepción, el filósofo de Ámsterdam propone un tipo de gobierno democrático en el
que el pacto social pasa a ser un mecanismo del sujeto para controlar el ejercicio del poder
en quien lo representa. Podría decirse que este es un tipo de gobierno que brinda las bases
conceptuales a las propuestas de gobierno basadas en la democracia plural; puesto que en
este tipo de democracia, más que dejar el poder a un representante, se exige un
acompañamiento de este ejercicio por parte de los ciudadanos. Lo que Canto (2017) ha
denominado como el modelo gerencial de la democracia, en el cual:
La participación ciudadana no es un fin en sí misma, sino un medio para mejorar la
gestión pública; sus modalidades y alcances dependerán del fin buscado en cada caso.
Aunque en principio este enfoque incluye todo el continuo (información,
comunicación, consulta, debate y decisión) lo común es que no incluya la decisión.
La participación llegará sólo hasta donde se requiera que llegue e incluirá sólo a
aquéllos que contribuyan a alcanzar los fines buscados, normalmente grupos acotados
de ciudadanos. (pp. 59-60)
Desde esta perspectiva, la formación ciudadana se convierte en una herramienta fundamental
si se quiere lograr un compromiso real con un ejercicio prudente y racional de este tipo de
gobierno y, también, una responsabilidad en la construcción y seguimiento del contrato para
alcanzar una sociedad justa, tal y como lo exponen Spinoza (1986), Rousseau (2003) y Platón
(1998).
Lo anterior se sustenta en que la democracia pluralista convoca un nuevo significado para
comprender el concepto y, así, el tipo de gobierno; además, con esto se reclaman nuevas
prácticas democráticas en las que se exige mayor compromiso en el ejercicio de la
ciudadanía. Las cuales se alejan de la concepción clásica, pues, en este tipo de gobierno que
atiende a las diferencias del contexto y de la población, el ciudadano crea y conoce las leyes
que están estipuladas en el contrato que le rige. El individuo está en la capacidad de
reconocerse a sí mismo como parte de una sociedad que contribuye en la creación del
contrato, así como de vigilar y controlar el ejercicio de poder de aquellos que ha elegido para
representarle en el gobierno, dado que en la organización social radica la fuerza y el poder.
En términos de Canto (2017), la democracia como forma de gobierno en un Estado pluralista:
Subraya el empoderamiento de las ciudadanías en sentido amplio, no sólo de las
organizaciones de base asociativa, sino de los ciudadanos de a pie, con procesos de
cambio institucional que les otorgan el poder de tomar decisiones vinculantes en los
asuntos públicos a través de mecanismos o dispositivos de democracia participativa
y directa; por ejemplo, los presupuestos participativos o los referendos y plebiscitos,
entre otros. En los modelos más avanzados de este enfoque, la participación
democrática de la ciudadanía incorpora procesos deliberativos que permiten
confrontar los intereses específicos para avanzar a decisiones aceptables para todos
los participantes. (p. 57)
Así pues, en las democracias pluralistas, todo ciudadano debe ser consciente de su rol en la
sociedad a la hora de participar e identificar sus deberes y derechos. Elegir a conciencia
aquellos hombres prudentes que lo representan al hacer parte del grupo diferenciado al que
pertenecen. Representantes ante quienes no se someterán; por lo cual, deben formarse para
ejercer el poder. De igual forma, quien es elegido por la colectividad para representar, por
disposición de la colectividad, deberá ser prudente para alcanzar los objetivos sociales. La
prudencia, entonces, sobresale por ser una virtud esencial en el ejercicio democrático; mismo
que se alcanza en el perfeccionamiento de la razón. “En general, todas las cosas que podemos
desear honradamente se refieren a estas tres fundamentales: conocer las cosas por sus causas
primeras; domar nuestras pasiones o adquirir la costumbre de la virtud; vivir en seguridad y
con buena salud” (Spinoza, 1986, p. 34). La prudencia termina por ser la virtud que debe
predominar en el ejercicio de las fuerzas de poder y en un mundo plural debe ir acompañada
de la tolerancia, puesto que son las que permiten al pueblo y a sus representantes no desviarse
de los ideales perseguidos y aceptar que su ejercicio se da en un mundo en el que prima la
diversidad. Un equilibrio necesario para mediar entre las diferentes concepciones que
persigue el pluralismo político.
La prudencia y la tolerancia se requieren dado que las democracias pluralistas son:
Polivalentes porque, de un lado, tienden a satisfacer distintas concepciones de los
principios que deben presidir el ejercicio del Poder, y porque, prácticamente, su
significación depende de la coyuntura, de manera especial de la naturaleza de los
problemas debatidos y de las tendencias de las fuerzas políticas que dominen en aquel
momento el país. (Bordeau, 1982, p. 27)
En otras palabras, la democracia pluralista no es una cuestión que dependa de las voluntades
de los gobernantes, sino de fuerzas colectivas; es decir, que para Bordeau (1982), este tipo
de gobierno no aduce a una democracia de individuos, sino de poderes legitimados que tienen
como responsabilidad la rectitud política en medio de la coexistencia de múltiples poderes
proporcionados por las fuerzas sociales, organizados de forma espontánea. Lo que exige
prudencia y tolerancia en el ejercicio del poder.
Ahora bien, es preciso anotar que la concepción de democracia pluralista, aquí presentada,
hace referencia a un significado similar al concepto de democracia en la Modernidad,
brindado por Spinoza al proponerlo como el gobierno más natural al estado humano, pues
convoca a que la sociedad ejerza la fuerza, a través de un representante, en defensa de la
igualdad jurídica y la libertad y partiendo del reconocimiento de sus diferencias y
necesidades. Si bien Spinoza no habló de una democracia pluralista, es preciso decir que su
concepción de democracia también postula que la colectividad tiene, a través del pacto social,
el control de una recta política por parte de quienes la representan, lo que implica, al igual
que en el pluralismo democrático, el ejercicio de una ciudadanía crítica.
El pluralismo, que responde la fórmula de poder abierto, les exige a los individuos
mucho más que abnegación: un renunciamiento total, porque como la sociedad es tal
como el Poder la hace no existe refugio para ellos en ningún otro lugar. (Bordeau,
1982, p. 30)
En este sentido, tanto la concepción de democracia planteada por Spinoza como la de una
democracia pluralista exigen procesos en los cuales los ciudadanos se comprometan con el
contrato social que han conformado; así como la adopción de una capacidad crítica para
ejercer el compromiso adquirido al elegir a los representantes y exigirles el cumplimiento de
las acciones esperadas. En otras palabras, exige una participación real, que favorezca la
coherencia entre lo que se postula en el pacto y lo que se realiza en la práctica. De igual
forma, en ambos tipos de democracia se demandan valores como la prudencia y la tolerancia
por parte de quienes eligen y quienes representan las fuerzas del poder del pueblo y una
capacidad para concentrar en una sola fuerza social el poder de los individuos.
Podría decirse que, en cierta medida, las características esenciales de las democracias
pluralistas fueron esbozadas tempranamente por Spinoza, cuando planteó que
[…] el medio más seguro que aconsejan la razón y la experiencia es formar una
sociedad fundada sobre leyes y establecerse en una región determinada y concentrar
las fuerzas individuales en un solo cuerpo, el cuerpo social. ¡Y hace falta no poca
habilidad y vigilancia para formar y mantener una sociedad! Por esto sería más segura
y más duradera y menos expuesta a los golpes de la fortuna, la sociedad fundada y
dirigida por hombres prudentes. (Spinoza, 1986, p. 9)
Así, la concepción de Spinoza escapa a una postura clásica y absolutista de la democracia,
como se le ha atribuido (Villaverde, 2002), puesto que es la sociedad la que concentra sus
fuerzas para elegir a los hombres que la representarán como cuerpo social, y se acerca más a
una concepción pluralista, en la que los ciudadanos están activos y vigilantes en el
cumplimiento de las obligaciones por parte del Estado. Lo anterior se sustenta, en que, tanto
en la concepción de democracia expuesta por Spinoza como en la concepción pluralista —
Bordeau (1982), Favela (2007), Lanzaro (2000 y 2004) y otros más — “se dibuja así una
franja de representaciones colectivas de clase, que acceden por esta vía a un estatus de
autoridad pública y participan directamente en los procesos decisorios” (Lanzaro, 2004,
p.124).
Democracias pluralistas y ciudadanía diferenciada
En la lucha por el cambio, los movimientos políticos que promulgan nuevos discursos legales
que irrumpen con las propuestas tradicionales plantean la importancia de repensar el rol
ciudadano y el compromiso adquirido dentro de este. Asimismo, el sistema educativo ha
generado nuevos espacios donde pensar de manera consciente cómo formar ciudadanos
críticos, seres con pensamiento social que se reconozcan como actores capaces de
transformar la realidad. Quizás el pueblo esté despertando del letargo en el que ha estado por
tantos años y esto ha hecho que los actores sociales se piensen en su contexto, reconozcan
sus problemas y expongan su voz. La situación de Colombia en el 2019, con un paro de varias
semanas y con una asistencia multitudinaria a las marchas convocadas, refleja la
insatisfacción de la ciudadanía. No es una cuestión de partidos políticos, sino de dignidad, de
respeto por su integridad. Exigir el cumplimiento de la obligación asumida por el Estado, en
aras de que sus derechos fundamentales sean respetados, es apenas el inicio que convoca el
cambio social.
Los ciudadanos han asumido una postura más crítica. Cuestionan su entorno, las leyes y las
nuevas formas de gobierno, así como a los gobernantes que incumplen en representar al
pueblo. Reclaman garantías y ponen en tela de juicio la validez de una democracia
representativa que en realidad no los representa. En términos de Bello (2014): “En la disputa
por la ciudadanía emergen actores y grupos sociales que resisten y demandan derechos, pero
también hacen cuestionamientos para dotar la ciudadanía del componente cultural y evitar la
tendencia homogeneizadora de la igualdad ciudadana” (p.132). Así, los problemas
específicos del contexto, la diversidad, la organización social y la necesidad de pensar en
unas políticas propias hacen que el pueblo reclame una ciudadanía diferenciada.
Las minorías reclaman por su integridad y la protección del Estado y este hace oídos sordos
a su clamor. El pueblo reclama, entre muchas cosas, la muerte de los líderes sociales de las
comunidades indígenas, la indolencia del Estado ante masacres cometidas en contra de niños
inocentes y el distanciamiento del gobierno de un proceso de paz que apenas iniciaba. Exige,
lo que Leyva (2005) ha denominado una gramática moral. El reconocimiento de sus
particularidades y la defensa de sus tradiciones, pues el contrato social resulta ser excluyente
y no garantiza la dignidad humana.
La marginación, la discriminación social, étnica, cultural y económica es una muestra de que
es hora de hacer una revisión a los lineamientos legales de nuestro país. Como bien lo expone
Bello (2014), las minorías reclaman al sentirse víctimas de la exclusión y degradación
humana. Esta crisis las lleva a exigir respeto y reafirmarse como actores sociales,
por lo que es importante impulsar el reconocimiento para garantizar la dignidad e
integridad del individuo y facilitar la autorrealización del ser humano en interacción
con sus compañeros de grupo y el reconocimiento de la sociedad; a fin de eliminar
todo aquello que le menosprecia y devalúa. (Bello, 2014, p. 133)
Esta idea social y moral expresada por Bello y Leyva es una apuesta por construir una
sociedad justa mediante el reconocimiento de la dignidad humana; así, en la diversidad los
derechos y deberes —que han sido universalizados— adquieren un poder específico y
transformador. En este sentido, reconocer la diferencia de estos grupos minoritarios y de las
comunidades ancladas a un territorio específico lleva a valorar, en gran medida, la autonomía
y la libertad, tanto del individuo como de su territorio, sin desconocer que este hace parte de
un Estado y de una organización social.
Ante esta situación, es preciso reconocer que en Colombia la brecha crece a pasos
agigantados. El Estado y sus representantes políticos imponen sus políticas y las quejas del
pueblo agobiado no pasan de ser luchas simbólicas. Nuestro caso es similar al de México,
puesto que como lo muestra Bello (2014), “no existe un régimen de autonomía amplia
(político-territorial) legalmente reconocido, los procesos atómicos de facto, practicados por
gran números de comunidades indígenas, al persistir como formas de autogobierno
comunitario se convierten en “luchas simbólicas de resistencia cotidiana” (Bello, 2014, p.
135). Se exige el reconocimiento, la obligación por parte del Estado de velar por su
integridad, pero no se transforma la política y, con esto, todo continúa igual.
No obstante, vemos que entender la ciudadanía, como lo propone Brett (2009) y como está
planteada en la Constitución Política de Colombia de 1991, no es suficiente para lo que está
afrontando el país. Es decir, la ciudadanía como “el reconocimiento por parte del Estado de
la igualdad de todos sus miembros como portadores de derechos y deberes” (Brett, 2009, p.
12) no llegó a ser útil y cada vez es menos efectivo. Si bien existen derechos universales, que
deben ser garantizados por los gobernantes para todos los ciudadanos — en esto la teoría es
clara—, la realidad nos muestra que el ejercicio de la democracia representativa de orden
centralista no da cuenta de esto. Los derechos colectivos no son tal cosa, ni garantizan la
participación de los actores sociales que componen el Estado; no existen condiciones de
igualdad para todos los ciudadanos y no se da respuesta a las particularidades del contexto.
Las políticas centralistas no tienen el alcance esperado para proteger a los grupos sociales
minoritarios. Así pues, un Estado plural e incluyente —como lo plantea Bello — debe
reconocer e implementar marcos normativos plurales en los derechos colectivos favorezcan
la individualidad. Puesto que el ciudadano es un sujeto que participa y construye con el
colectivo.
La ciudadanía diferenciada permite, entonces, pensar en prácticas de gobiernos locales y
políticas propias. Desde esta perspectiva, los individuos asumen su compromiso social con
la colectividad en cuestiones políticas, económicas y culturales. Podría decirse que una
ciudadanía diferenciada es una apuesta por construir una identidad política. Así, la
democracia permanece, pero ya no como un ejercicio ajeno al pueblo, en el que eligen unos
pocos que representan a la mayoría, sino con un pueblo empoderado que participa de manera
activa en su representación. En otras palabras, una sociedad diversa exhorta una forma de
democracia plural que favorezca la ciudadanía diferenciada y, a su vez, esta es la que
constituye e instituye la democracia plural para crear sus propias políticas y dar solución a
los problemas de su territorio. En este sentido, la democracia pluralista conlleva el
empoderamiento social y político de los ciudadanos. En la identificación de las diferencias
el ciudadano se reconoce como actor en un colectivo político y participa de los asuntos
públicos, favorece la multiculturalidad y piensa en nuevas formas dar respuesta a los
problemas del contexto.
El reconocimiento de un Estado multicultural, tal y como lo ha planteado Kymlicka (1996a
y 1996b), conlleva pensar en un tipo de ciudadanía que trabaje en pos de los derechos
diferenciados de los grupos y en la creación de políticas de autogobierno. Para Kymlicka:
una teoría liberal de los derechos de las minorías debe explicar cómo los derechos de
las minorías coexisten con los derechos humanos, y también cómo los derechos de
las minorías están limitados por los principios de la libertad individual, democracia
y justicia social. (1996a, 19)
De este modo, cuando se crean las políticas en defensa de los derechos de los colectivos
plurales se favorece a la comunidad que lo requiere y no a la mayoría —como ocurre en la
democracia centralista—. En términos de Tamayo (2006), una ciudadanía diferenciada debe
tener en cuenta la adopción de tres tipos de derechos: poliétnicos, de representación y de
autogobierno, además de velar moral y políticamente por sus intereses; por lo cual, se
involucra el seguimiento y cumplimiento por parte de los representantes.
De igual forma, quién representa al grupo asume de manera real su obligación en torno a la
protección de la integridad y la dignidad del colectivo al que representa. La democracia
representativa no imputa la responsabilidad a un solo gobernante, elegido por unos cuantos,
sino que es el grupo mismo quien se hace intencionalmente responsable. En este sentido,
hablar de una ciudadanía diferenciada conlleva pensar una democracia dentro de la cual los
representantes no son elegidos por individuos —en un choque de intereses plurales—, sino
que hacen parte del grupo, se reconocen como parte de este por sus diferencias, identifican
las necesidades del colectivo y, a la hora de tomar decisiones, está en permanente
conversación con él. En otras palabras, una ciudadanía diferenciada conlleva pensar en un
autogobierno en el cual el Estado no prevalece ni se impone ante la autoridad de las
comunidades o pueblos, sino que las acepta, siempre y cuando estas operen bajo los
principios generales de igualdad y libertad. Son las comunidades quienes reivindican el
autogobierno con plenos derechos de autonomía y autodeterminación (Tamayo, 2006, p. 22).
La ciudadanía diferenciada pretende, entonces, la justicia social de sus instituciones.
Asimismo, es una apuesta por el trabajo conjunto de los colectivos particulares que
componen el Estado. Una construcción en la que cada grupo social se responsabiliza del
cuidado de sí, a través del autogobierno.
Precisamente, la virtud de la ciudadanía liberal es la justicia de sus instituciones, la
identidad nacional, la tolerancia, y el trabajo y la relación armónica entre particulares.
La participación en los procesos políticos a través de mecanismos procedimentales e
institucionales garantizan el equilibrio entre poderes, y hace que los individuos
acepten al interior de la comunidad política la responsabilidad personal de sus propios
actos. (Tamayo, 2006, p. 22)
La ciudadanía diferenciada es una puerta de entrada para
concebir la justicia social centrada en las posiciones que organizan la estructura
social, es decir, en el conjunto de espacios sociales ocupados por los individuos, ya
sean mujeres u hombres, miembros de minorías visibles o de la mayoría “blanca”,
“cultos” o menos “cultos”, jóvenes o menos jóvenes, etc. (Dubet, 2012, p. 42)
Es una pretensión por una igualdad real de posiciones y estatus de dignidad, la cual pretende
ajustar a los grupos diferenciales y su territorio las posiciones sociales sin poner el acento en
la circulación de los representantes de las mayorías, sino en los diversos sujetos que se han
reconocido como desiguales jurídica, social y moralmente.
Hacia una democracia pluralista en Colombia
La apuesta de una democracia pluralista, como forma de gobierno en Colombia, aduce al
reconocimiento de las características de esta y su pertinencia frente a las necesidades de un
pueblo que ha empezado a reaccionar ante los acontecimientos de los últimos años, los
mismos que evidencian un efecto dominó del régimen autoritario, el cual se ha presentado
bajo el disfraz de un gobierno democrático. Al igual que en México, en Colombia “la lucha
entre conservadores y liberales se expresó de manera conflictiva y contradictoria, a veces
impulsando alianzas, otras veces enfrentados en luchas fratricidas entre las principales
fuerzas políticas del país” (Tamayo, 2006, p. 23). Fueron muchos años de violencia
bipartidista. En respuesta a esto, han pululado una serie de partidos políticos con ideologías
híbridas que median entre las posturas polarizadas, y otros más que se alejan, en su totalidad,
de estas. No obstante, como lo refiere Bordeau (1982), “nuestras democracias quieren ser
fieles a la herencia clásica; quieren salvar las conquistas liberales y, ante todo, la autonomía
de la libertad” (p.38). Por esto, quienes se mantienen en defensa de un gobierno autoritarista
y centralizado conciben que las democracias pluralistas atentan contra la libertad, y no ven
más allá, para reconocer en su esencia el ejercicio de un control libertario.
No se conciben otros significados para la democracia, más que el aceptado en la concepción
clásica; con lo cual persiste el fundamento de una apuesta por la práctica tradicional, en la
que se ejerce el poder absoluto centralizado en la figura de un representante que no da
respuesta a las necesidades del colectivo y su contexto, además de imponer intereses y los de
su partido político.
Es innegable que “a raíz de la creciente diferenciación funcional, la centralidad de la política
como instancia máxima de representación y conducción de la sociedad se diluye” (Lechner,
1995, p. 11). Por esto, se debe pensar en un ejercicio político en el que en realidad el poder
lo tenga la fuerza del pueblo. Para lo cual las democracias pluralistas se tornan como una
alternativa viable, cercana y real, pues el pueblo ha optado por la pluralidad política, al crear
nuevos partidos, entonces, ¿por qué no apostar por la pluralidad democrática?
Podría decirse que la conformación del colectivo de congresistas es una apuesta para la
democracia pluralista, pues está estipulado, por decreto, que los representantes al Congreso
y a la Cámara tengan un número de curules asignados para cada partido político y estas deben
ser respetadas. Sin embargo, el poder centralizado y otorgado al jefe de Estado le concede
una autoridad suprema para organizar su equipo de trabajo, el cual es seleccionado, no por
las capacidades que deben tener los gobernantes —mucho menos por su prudencia y
razonabilidad—, sino por intereses del movimiento político en el mando, con lo cual se
construyen carruseles de corrupción en los que “el ganador se lleva todo en lo que toca a
cargos públicos y recursos estatales” (Lanzaro, 2004, p. 103).
Por esto, las democracias pluralistas abren la bifurcación a una nueva forma de gobierno, en
la que los intereses colectivos priman y se imponen en la realidad jurídica, económica y
social. Así, esta concepción de democracia no solo favorecerá la política, sino todas las
esferas del Estado y su funcionamiento, lo que, a su vez, se torna más real para establecer
coherencia entre lo que postula la teoría y lo que se manifiesta en la práctica. Podría decirse
que este es otro elemento que converge con el pensamiento de Spinoza, para quien —como
lo expone Valero-Martínez (2018)— la democracia supone la acción conjunta de varias
partes concebibles por separado y se evidencia tanto en la teoría como en la práctica política.
De igual forma, apostar por un gobierno bajo el modelo de las democracias pluralistas
permitirá frenar los procesos fraudulentos que se han presentado en las últimas elecciones.
Ahora bien, es innegable que la propuesta no es del gusto de quienes pertenecen a los partidos
tradicionales del régimen autoritario, dado que “ello plantea al poder soberano la necesidad
de renovarse para poder seguir desempeñando, bajo nuevas formas, funciones relevantes en
la sociedad global” (Attili, 2007, p. 48). Además, de exigirle a los gobernantes el diálogo
tolerante en la diversidad política, lo que implica ir en contra de “dogmas sediciosos o
turbulentos que pueden representar inestabilidad o peligro para la colectividad” (Attili, 2007,
p. 56); ya que, la fuerza del poder, como lo expone Bordeau (1982), la ejerce la organización
social. En otras palabras, las democracias pluralistas implican poner una forma de gobierno
en la que se reconozca el poder de las clases populares y se rompa con la soberanía de los
representantes autoritarios que han acaparado por largos años el poder.
Es preciso anotar que, si bien en Colombia se ha ido abriendo el camino para el pluralismo
político, los ciudadanos aún no están preparados para adoptar esta forma de gobiern,; pues el
ejercicio real y efectivo de la democracia plural incita, como lo expuso Young (1990), a la
búsqueda de una ciudadanía diferenciada, en la cual las prácticas de los actores sociales en
el contexto están determinadas por una cultura política que todos han creado y reconocen
como útil a sus intereses. Una cultura política en la que hay compromiso de la colectividad
para dar solución a sus propios problemas. Esto a su vez requiere iniciarnos en un proceso de
formación ciudadana, en el que cada integrante se comprometa en su ejercicio, de tal forma
que la legislación política y el derecho pasen a ser no un fin, sino un medio para regular la
convivencia social.
En términos de Favela:
Solamente en las sociedades democráticas pluralistas, hay ciudadanos que hacen de
sus derechos una forma de convivencia social, constituyendo a través de esa
convivencia una cultura política democrática en la cual, la dimensión jurídica es
solamente un sustento institucional para que sea posible una práctica histórica y
política que en cada país tiene derroteros diversos, ricos y variados que se construyen
a partir de las necesidades, propuestas y acciones que los mismos ciudadanos van
generando a cada momento de su devenir como sociedades. (Favela, 2007, p. 88)
Así, los ciudadanos son quienes se responsabilizan para crear y velar por el cumplimiento de
las leyes. Regulan las prácticas de aquellos a quienes han elegido para representarlos en el
poder, lo que descentraliza el ejercicio autoritarista. En palabras de Rodríguez (2019), ejercen
una ciudadanía para el reconocimiento de su voz y voto como agentes políticos y, con esto,
movilizan cambios sustanciales en los sistemas jurídicos para alcanzar un reconocimiento
como sujetos de derechos y deberes.
Cabría preguntarse entonces: ¿cuáles son los elementos que deben primar en una formación
ciudadana que favorezca el pluralismo político y que promueva una democracia pluralista?
Como se ha expuesto al inicio, las grandes falencias que evidencian nuestro ejercicio
ciudadano oscilan entre la pérdida de la memoria histórica, el bajo nivel de criticidad y el
desconocimiento del papel que ejerce la ciudadanía al participar en la elección de sus
representantes. Por esto, urge pensar en un tipo de formación ciudadana que promueva
espacios de discusión en los que se fortalezcan las habilidades para el pensamiento crítico,
como lo plantea Rodríguez (2018); en el que se argumente con conocimientos confiables
sobre lo que convoca el pluralismo político y el ejercicio de la ciudadanía dentro de este y se
reconozcan las necesidades contextuales y las diferencias políticas. Espacios de formación
en los que se toleren los colectivos plurales y se asuman actitudes de prudencia al reconocerse
cada sujeto como parte de una organización social que determina la fuerza del poder para
orientar el rumbo político, económico e histórico de su sociedad. Espacios de discusión en
los que cada ciudadano asuma un compromiso con el pacto social, mismo que se adquiere en
el uso del lenguaje, a través de la creación de normas y declaraciones con las que protegerá
sus derechos y los de los ciudadanos que se diferencian de la generalidad.
Así, la capacidad crítica se torna fundamental, no solo en la construcción del contrato social
que regulará el comportamiento, sino a la hora de analizar los discursos de quienes intentan
manipular al pueblo y abusar de su poder. Una formación para la ciudadanía crítica logrará
que los grupos sociales se empoderen y demarquen los lineamientos políticos y jurídicos en
defensa de sus derechos al controlar la fuerza del poder a través de los representantes elegidos
colectivamente. En tal sentido, los ciudadanos analizarán las necesidades del contexto en aras
de ofrecer la mejor solución a través de su ejercicio en las democracias pluralistas.
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