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«Unos a otros»: Resonancias para un mundo habitable no (sólo) cristiano. Se me ha invitado a hablar. En cierto modo he sido privilegiado, no con una atribución de poder particular sobre la palabra, sino con el honor de dar pie a una escucha, con un poco de ayuda a un diálogo, y en el mejor de los casos, a un pensamiento. El pretexto, la convocatoria, expresa algo simple, pero tal vez problemático hoy más que nunca: “la fe que nos une”. Apenas al oírlo me suscita algunas preguntas, ¿de qué fe se trata? ¿fe de quién, en quién o en qué? ¿cómo nos une? ¿qué nos une? ¿realmente nos une? ¿existe algo que nos una? ¿es posible la unidad? ¿o es solamente un decir, una expresión de costumbre pero vacía de significado? ¿o acaso una expresión de esperanza? Y es que la unidad no es fácil, incluso me atrevería a decir que es un tema que da una identidad particular a lo que llamamos teología. No porque nos lleve fuera de este mundo sino porque pareciera que nos habla ‐parafraseando a Jean‐Luc Nancy‐ desde los límites de nuestro mundo. En este sentido, el tema de la unidad constituye un problema de honda raigambre social y política, pues la política como la teología convergen en las cuestiones de la articulación, el desacuerdo y la diferencia. 1. Anomia invertida y la violencia de la mundialización: de los nombres sin objeto a la realización sin sociedad Uno de los rasgos distintivos de nuestra época, particularmente para las sociedades marcadas por la democracia liberal es lo que algunos llaman la anomia social 1 . Primordialmente anomia significa ausencia de ley o incapacidad de la estructura social de proveer lo necesario a la sociedad para que pueda cumplir sus objetivos, los cuales constituyen también su fuente de legitimación. Dicho en modo breve, se puede decir que es una especie de desinstitucionalización, y por ende, una pérdida de referentes comunes que posibiliten la organización social, sinergia política y coexistencia. Probablemente la referencia teológica más conocida y representativa de tal situación es el relato de Babel, en el cual se muestra la imposibilidad del proyecto de civilización sin el soporte ofrecido por el lenguaje. En efecto, el proyecto de la construcción de una gran torre capaz de llegar hasta el cielo, y mediante la cual la humanidad se haría de un gran nombre, se vio truncado por la disruptiva fuerza de la diferencia en el lenguaje. La confusión producida en el lenguaje ‐y entre lenguas‐ denota en este texto del Génesis cómo la inscripción del límite en la existencia humana se da a través del lenguaje. Lo que hace recordar la famosa expresión de Wittgenstein: “los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje”. Así, el lenguaje constituye una condición de posibilidad fundamental de toda formación humana de carácter social y política. En perspectiva de los juegos del lenguaje, es a través de una praxis que el uso del lenguaje define el significado de las palabras y posibilita la comunicación, siendo 1 QUESADA, F. Sendas de democracia. Entre la violencia y la globalización. Trotta, 2008. Madrid. 1 también ésta una realidad práctica. Aún más, si lo expresamos en términos psicoanalíticos lacanianos, diríamos que por el lenguaje nos ubicamos en el ámbito de lo simbólico y por tanto también en el del límite, de la ley, en el de aquello que permite la constitución de la subjetividad. De ahí que la crisis de institucionalidad hodierna tenga relación con lo que ocurre actualmente a nivel de lenguaje. En este sentido habrá que hablar de la anomia en su otra acepción, aquella que la describe como trastorno del lenguaje que se manifiesta como incapacidad de llamar las cosas por su nombre. Esta incapacidad de llamar las cosas por su nombre es el tipo de anomia instaurada por los regímenes represivos, caracterizados por los eufemismos, censura, negación u ocultamiento de la verdad y proscripción de la palabra “no oficial”. Ignacio Martín‐Baró2, uno de los jesuitas asesinados en El Salvador en 1989, señala desde la perspectiva de la psicología social a la institucionalización ‐léase imposición en cierto modo “a priori”‐ de la mentira como uno de los efectos distintivos de la deshumanización producida por la guerra y la represión política. Es claro que para la sensibilidad contemporánea ‐al menos para una buena parte de la sociedad, sobre todo en occidente‐, tan acostumbrada a mencionar y exaltar las libertades democráticas, un régimen represivo no sólo es aberrante sino que una anomia que proscribe la verdad es políticamente incorrecta. Sin embargo, ahora nos enfrentamos a lo que podríamos llamar una anomia invertida. Si en el primer caso no era posible llamar las cosas por su nombre, ahora nos damos cuenta de que tenemos infinidad de nombres pero no sabemos ni qué cosa estamos nombrando ni si estamos hablando de la misma cosa. Dicho en breve, se trata de la pérdida de lo real. Tenemos nombres sin objeto. Si la realidad es una construcción social, la desvaloración o desgaste de los vínculos sociales derivan en una pérdida gradual del mundo. Mas con esta pérdida del mundo se radicaliza también la posibilidad de comunicarse. Por un lado se abre el espacio para una multiplicidad de significados posibles en el lenguaje, lo que representa un gran estímulo para la individualidad. Por otro, se reduce la posibilidad del significado mismo en cuanto que su validez intersubjetiva, y más aún, la social, se va debilitando. El poder significa poder del discurso, o más aún sobre el discurso y el lenguaje y ya no sobre la realidad. Aparentemente el poder es remitido al dominio de la dóxa, la opinión. No obstante, se trata de un fenómeno paradójico. Si por una parte se niega el carácter absoluto de los grandes referentes ‐como Dios, el Estado, el ser, etc.‐, y en más de un caso éstos son desacreditados bajo la sospecha de ser instrumentos de control; por otra parte, como lo sugiere el uso de fórmulas como “para mí X es...” o “según yo, X significa...”, el poder sobre el uso del lenguaje es pretensiosamente atribuido al individuo, el cual carece de poder alguno en sí mismo y no es sino una figura más de universalidad. De este modo, el rol de la ley, de las instituciones, son puestos en entredicho, y con ello la posibilidad de la coexistencia humana. Si el individuo es autor de su destino e identidad, ¿por qué someterse a la ley? especialmente a una ley que parece ser parcial, excluyente e ineficaz. Pero ¿qué o quién confiere al individuo esa autoridad para autodeterminarse? Si cada uno 2 MARTÍN‐BARÓ, I. Psicología social de la guerra. UCA, 20003. San Salvador. 2 ejerce indiscriminadamente poder sobre el lenguaje ¿cómo no desembocar en confusión y violencia en la interacción con los demás? Dany‐Robert Dufour, filósofo y psicoanalista francés, presenta en uno de sus libros un simple e interesante juego que ejemplifica muy bien la problemática de la anomia. Dicho juego consiste en que cuando uno dice “sí” quiere decir “no” y cuando dice “no” quiere decir “sí”. El problema aparece cuando quien propuso el juego ‐un niño‐ preguntó a su interlocutor si quería jugarlo, a lo que éste respondió “no”. Ante la incertidumbre sobre el significado de la respuesta, el niño preguntó si “no” quería decir “sí”, a lo que el otro respondió nuevamente “no”. A medida que el niño insistía mostraba visiblemente un creciente enojo, debido a la impotencia que estaba experimentando para identificar si el juego había comenzado efectivamente y cuál era el significado del “no” que escuchaba3. Esta anomia invertida parece ser pues, mucho más destructiva que su predecesora. La violencia que cada vez más se extiende y difunde en los distintos ámbitos de la vida tiene una profunda conexión con la confusión que vivimos en el lenguaje4. En este sentido, la supresión del otro es la muerte del lenguaje, y la banalización del lenguaje se traduce en perversión de la relación con el otro. O en palabras de Michel De Certeau: “Una verdad sin sociedad no es más que un engaño. Una sociedad sin verdad no es más que una tiranía”5. 2. Teología fundamental: hablar con sentido en un Mundo no­cristiano La cuestión del lenguaje es tan fundamental para lo político como para lo teológico. Cuando se habla de la revelación cristiana como libre autocomunicación de Dios (Rahner), como realización plena del hombre (Torres Queiruga), como comunicación en gratuidad (Delzant) o como amor, es importante caer en la cuenta de que en cualquier caso, por su índole comunicativa, porque espera y requiere ser comprendida y en cuanto que implica a otro, con su capacidad tanto de resistirse como de adherirse, la revelación es un acontecimiento político. Parafraseando a Jean‐Luc Nancy, podríamos decir que el amor cristiano es político6. La correlación entre lenguaje, política y teología evidencia una problemática. Mientras la especificidad de un lenguaje proporciona una estructura de organización, identidad o pertenencia política y protección (las funciones de comunidad e inmunidad, en términos de Roberto Esposito), también establece cierta imposibilidad comunicativa, y por ende, da lugar a relaciones “imposibles”, insostenibles. El lenguaje es un revelación y ocultamiento, acceso y preservación. Así, el uso de un lenguaje específico cristiano tiene su validez en cuanto referente identitario y capaz de producir sentido ‐me refiero a términos como gracia, sacramentos, salvación, Dios, etc.‐, pero también dicho lenguaje resulta insuficiente en tanto que ya no es comprendido, a veces ni por los mismos cristianos, y su uso va en declive, lo que lo vuelve más susceptible de ser incapaz de comunicar o Cf. DUFOUR, D.‐R. Locura y democracia. Ensayos sobre la forma unaria. FCE, 2002. México. LABICA. G. Théorie de la violence. Città del Sole – Vrin, 2008. Napoli. 5 DE CERTEAU, M. La cultura en plural. Nueva Visión, 2004. Buenos Aires. 6 NANCY, J.‐L., La comunidad enfrentada. La Cebra, 2007. Buenos Aires. 3 4 3 posibilitar un sentido. El riesgo es terminar produciendo emisiones de voz que alguna vez pretendieron ser un lenguaje, reduciéndose a mero elemento folklórico o de espectáculo. En concreto, el desafío es hablar con sentido en un mundo no cristiano. En primera instancia digo “hablar” sin agregar “cristianamente” porque por una parte, se trata de asumir y afrontar el desafío común ‐político‐ de la humanidad de comunicarse con sentido, y por otra, porque creo que hacer posible esto último es parte esencial y específica ‐no exclusiva‐ de la tarea cristiana. En otros términos, se trata de la doble cuestión sobre qué hace posible el hablar cristiano (hablar en cuanto lenguaje‐anuncio, kerigma, buena noticia capaz de producir eficazmente un efecto en el mundo) y qué hace posible al hablar cristiano, sobre qué se construye. En este sentido, me parece que el llamado «pensamiento político posfundacional» (evocando nombres como Jean‐Luc Nancy, Ernesto Laclau, Alain Badiou y Claude Lefort) puede ser un valioso dispositivo teórico y conceptual para elaborar una «Teología fundamental posfundacional» siguiendo la senda teológica inaugurada por Michel De Certeau. El término «posfundacional», citando a Oliver Marchart, alude al “(...) debilitamiento ontológico del fundamento [el cual] no conduce al supuesto de la ausencia total de todos los fundamentos, pero sí a suponer la imposibilidad de un fundamento último, lo cual es algo enteramente distinto, pues implica la creciente conciencia, por un lado, de la contingencia y, por el otro, de lo político como el momento de un fundar parcial y, en definitiva, siempre fallido(...)”7. Así, de la ausencia de fundamento en cuanto imposibilidad de un fundamento absoluto se deriva el que todo lo que pudiera ser el fundamento último de nuestra razón, sociedad, etc., no es sino penúltimo. Sin embargo, no podríamos vivir sin asumir dichos fundamentos «penúltimos», cuya contingencia implica de suyo una dinámica que nos coloca siempre en el límite y a la vez nos engancha en la historia, esto es, en el ámbito de lo político, de una relacionalidad grávida de tensión y conflicto. En consecuencia, dicha teología fundamental posfundacional, precisamente desde la paradoja de ser una teología que remite a lo fundamental de la fe desde la contingencia ‐pues nuestro acceso al acontecimiento fundador de la fe pasa por la «tumba vacía», por textos no escritos por Jesús, por la ausencia de Jesús‐ no vendría a ser sino una praxis reflexiva cuya praxis y contenido propios consisten en poner las condiciones para una comunidad política, comunidad de coexistencia y comunicación, lo más humanamente digna y sustentable posible. Sobre el por qué digo “en un mundo no cristiano” lo explicaré un poco más adelante. El primer punto, la cuestión sobre qué hace posible el hablar cristiano, va más allá de la pura enunciación y del contar experiencias. Nos habla de efectividad ‐que produce efectos en el mundo‐, o más aún, de credibilidad, pues los efectos no siempre son visibles de manera inmediata y no son posibles sin la disposición a MARCHART, O., El pensamiento político posfundacional. La diferencia política en Nancy, Lefort, Badiou y Laclau. FCE, 2009. México. 7 4 actuar en relación a cierto referente. Así nos conectamos también con uno de los temas claves de la teología fundamental8. La credibilidad es cuestión de adhesión9, no sólo de verosimilitud. En este sentido, la teología fundamental ha de buscar no sólo hacer “creíble” la fe a través del uso de un lenguaje meramente verosímil, al modo de mera aceptación de una verdad objetiva que constituye y gobierna la realidad (como el uso de un lenguaje “científico”). La credibilidad implica también el uso de un lenguaje de proyecto, capaz de suscitar la adhesión de otros, para la creación de nuevas posibilidades. La adhesión es rasgo característico del creer ‐como lo mostró con insistencia Michel De Certeau‐ y también de lo político. Si el propósito de la visión apologética era la defensa de la fe frente a la razón no cristiana ‐particularmente la secular‐, una teología fundamental desde la posmodernidad se enfoca no en la defensa de la fe sino en lo que desea hacer posible a través de su enfrentamiento con el otro y junto él. Así, la teología permanece fiel a su objeto, el Reino de Dios, y a la vez es también fiel a su objetivo al reflexionar también sobre la praxis histórica que lo realiza10. Dicha teología ha de construirse sobre la base de un acontecimiento, lo que implica también hegemonía, tensión y ruptura. De este modo, la relacionalidad no queda como una mera abstracción o herramienta lógica para una construcción racional ‐ que ciertamente también lo es‐ sino que se concretiza o mejor, se espacializa, urbaniza, en el mundo de lo cotidiano. Usando un término de Sloterdijk, se crean esferas. En consecuencia, decir algo con sentido, que signifique algo, implica hacer posible algo a través de la tensión, ruptura y la desviación, pero también de la adhesión y reconocimiento de otros, de modo que de iniciativa particular se convierta en testimonio cristiano. Dicho de otra manera, no basta lograr otro mundo posible, un mundo justo, etc., sino que es necesario que éstos se den como fruto de un hablar que dice “no sin... ti, no sin el otro”. Este “no sin ti” significa que el cristianismo está dispuesto a ponerse en juego en la confrontación y debate por la coexistencia inherentes a un mundo en el que hay diferencia. Además de resistirse a abandonar la capacidad de crítica que les esencial en vez de asumir un irenismo ingenuo, el hablar cristiano también ha de aportar inquietudes, perspectivas, voces y preguntas que inquieten, incomoden y/o interesen al mundo no cristiano (o postcristiano). Pero a la vez, el cristianismo ha de dejarse inquietar, incomodar e interesar por lo que otros tienen que decir, “tomarlos en serio”. En pocas palabras, se trata de una apuesta también por afrontar y asumir el desacuerdo, la discordia. Todo esto recordando que el cristiano, en tanto que humano y en tanto que cristiano, no puede dar por supuesto ni que su perspectiva ni que su lenguaje son comprendidos, y ni mucho menos que son eficaces. Estando en el mundo, es necesario hablar desde la cotidianidad de este mundo. Ubicar los referentes de sentido, fuentes de significado, distribuciones del espacio y del tiempo. El decir la fe cristiana en un mundo no cristiano es atreverse a pronunciarse en un contexto que implica para la fe cierta impotencia. Primero porque el cristianismo se SEQUERI, P. Il Dio affidabile. Saggio di teología fondamentale. Queriniana, 20003. Brescia. DE CERTEAU, M. La pratica del credere. Medusa, 2007. Milano; La debilidad de creer. Katz, 2006. Buenos Aires. 10 ELLACURÍA, I., “Carácter ideológico de la Teología” en Escritos Teológicos I. UCA, 2000. San Salvador. 8 9 5 muestra ‐y es considerado‐ como una alternativa más entre otras, y segundo, porque se trata de un territorio “extranjero” en el que además de no ejercer ninguna hegemonía, el cristiano no desea suprimir sino conservar la presencia del otro. La impotencia cristiana radica en que quiere ser una alternativa con otros. 3. Fidelidad cristiana: hacer lugar a lo diferente, especialmente afirmando al otro negado / La tarea cristiana: proteger del cristianismo o promover un mundo no sólo cristiano La segunda cuestión, qué hace posible al hablar cristiano, ‐recordando que se trata de un hablar que realiza algo, o mejor, una praxis que determina y crea un lenguaje y con ello un mundo‐ nos remite a las condiciones que lo “autorizan”. En el caso de qué hace posible el hablar cristiano nos referimos a la innovación, a la creación. En este segundo caso se trata de una relación que entraña fidelidad y límite. En forma sintética y por cuestión de claridad podríamos hablar de fidelidad cristiana y tarea cristiana. Por un lado, la fidelidad cristiana remite a la continuidad en relación con el acontecimiento que precede y hace posible al cristianismo, esto es Jesús y su práxis, expresado de forma un tanto genérica como hacer lugar a lo diferente, especialmente afirmando al otro (que ha sido) negado. Por otro lado, la tarea cristiana refiere a lo que aún queda por hacer, pero que al hacerse, ha de establecer una diferencia en fidelidad tanto en relación al pasado como al presente. La tarea cristiana implica el establecimiento de un límite a sí mismo y frente a otros ‐y con otros‐, esto es, proteger al otro del cristianismo y promover un mundo no sólo cristiano. Por chocante que esto último pueda sonar, se trata de la expresión en términos pragmáticos de un planteamiento crítico de Kierkegaard: “cuando todos son cristianos, el cristianismo eo ipso no existe”. Más aún, cuanto todos son cristianos, el cristianismo del nuevo testamento eo ipso no existe, es imposible. Aunque ciertamente es necesario contextualizar a Kierkegaard, creo que mi afirmación aquí no traiciona el sentido de su planteamiento. Por muchos motivos el cristianismo está expuesto a diluirse en la sociedad, lo cual no es necesariamente malo, pero creo que este fenómeno implica considerar al menos otros tres aspectos de realidad: 1) que hay grupos, sectores y movimientos del cristianismo que reaccionan ante esto buscando reforzar la identidad y diferencia cristianas (dejemos aparte su carácter o no evangélico, ortodoxo o heterodoxo, etc.). 2) El interés creciente aún en algunos representantes del pensamiento filosófico contemporáneo por “salvar” el legado cristiano (usando una expresión de Zizek, entre los que podemos citar a Girard, Badiou, Agamben, Hinkelammert, etc.), sin que ello implique necesariamente creer en Dios. 3) La gran aceptación, al menos a nivel de divulgación global, que tiene la idea ‐errónea o no‐ de la identificación de occidente y cristianismo, lo cual ha derivado también en interpretaciones que pasan casi inmediatamente del “choque de civilizaciones” al conflicto cristianismo‐islam, o al menos conflictivo pero no por ello menos problemático en ciertos sentidos encuentro entre cristianismo y budismo. El limitarse del cristianismo forma parte de lo que hace posible la diferencia y del hacer lugar a lo diferente. 6 A partir de esto último reitero lo ya dicho, el cristiano quiere hacer lugar a lo diferente, al otro. No obstante, lo diferente en la práxis de Jesús aparece con énfasis muy distintivo: aquél que es o ha sido negado. Afirmar al otro negado remite a la cercanía jesuánica a los marginados, pobres y excluidos de su tiempo. Tales rasgos probablemente no son exclusivos del cristianismo, pero le son esenciales, especialmente en tanto que ambos son definidos desde su relación con el acontecimiento fundador: Jesús y su anuncio del Reino. El hacer espacio a lo diferente nos habla precisamente de cuán esencial al cristianismo es el trabajo de elaboración de la ausencia. Ausencia especialmente referida a Jesús pero desde ahí, también referida al otro en su inaferrabilidad o en su dignidad humana negada, o bien a la justicia, al pasado como memoria, al futuro como promesa. La ausencia que se resiste y aleja hace posible la diferencia, otros mundos posibles. En el caso de la tarea cristiana, no se trata sin más de una autolimitación “a secas”, lo cual sería nuevamente una especie de aislamiento o protección del peligro que representan los demás, y que conduciría al gueto y a reducir al cristianismo al sinsentido. Se trata más bien de la libertad cristiana, la cual implica que, como decía Simone Weil, el amor no haga uso de toda su fuerza, que se ponga límite a sí mismo para hacer espacio al otro. Y es que esta autolimitación se da precisamente con y frente al otro ‐el no‐cristiano‐ como parte esencial del deseo cristiano11. Así, la fe cristiana impulsa a ir más allá del ámbito del derecho, pues es el amor el que puede hacer justamente sitio a lo diferente. Aunque bien lo sabemos, se trata de un deseo “impotente”, y por ello, cargado de tensiones, tragedia y gracia. La ambivalencia de la relación con el otro, como sugiere Nancy, implica asumir el constreñimiento propio del poder y la resistencia a éste que hace posible el sentido, el cual sólo puede darse más allá de la esfera del poder. Así, el cristianismo ha de proteger al cristiano y al no‐cristiano de los impulsos totalitarios del cristianismo (Mc 9,38; Lc 9,52‐54). Su tarea pues, es la de promover un mundo no (sólo) cristiano, pues el amor hace espacio a lo diferente de él. El cristianismo vive de la tensión con otros. Sólo desde esta tensión el cristianismo es “permitido”, pues “reconocer sus límites es reconocer la necesidad de otros testimonios” 12 (otras religiones, ateísmo, agnosticismo, etc.). 4. Ὰλλήλων: el «unos a otros» cristiano De un modo u otro, cuanto ha sido dicho hasta este momento está enmarcado por una expresión neotestamentaria que curiosamente parece haber sido poco abordada: la expresión griega Ὰλλήλων, es decir «unos a otros» (o «uno a otro» según el contexto). Aunque ordinariamente se le asocia al mandamiento del amor («ámense unos a otros» de Jn 13,34; 15,12.17) se trata de una expresión que aparece recurrentemente en el Nuevo Testamento. El contexto varía, a veces aparece como elemento de la experiencia de fe, por ejemplo en la resurrección (Lc 24, 32), en la WEIL, S. L’ombra e la grazia. Bompiani, 2002. Brescia. DE CERTEAU, M. “How is Christianity thinkable today?” en WARD, G. The Postmodern God: A theological reader. Wiley‐Blackwell, 1998. Massachusetts. 11 12 7 que se dicen «unos a otros» lo visto, sentido, experimentado, lo sucedido; a veces se le menciona como distintivo de las dinámicas relacionales intracomunitarias, y finalmente, como ya mencioné, se le menciona como rasgo esencial del amor cristiano. Por lo tanto, lo que parece ser claro es que el «unos a otros» es un elemento constitutivo y casi‐normativo de la relación cristiana, y que aplica tanto para la caridad ‐relación con el prójimo‐ como en la fe ‐relación con Dios. Incluso, en su sencillez, esta expresión probablemente daba forma a los ritos cristianos, como sugiere la práctica del beso de la paz (1 Co 16,20). Si bien extrañamente parece no haber mucha literatura que profundice o dé relevancia a esta expresión, creo que esta expresión será clave para que la fe pueda dar lugar a esa comunidad “política” ‐comunidad sin comunidad‐ que busca enfrentar y asumir los retos de la existencia y coexistencia humana. La expresión es simple pero rica en contenidos. Resalta el aspecto de la reciprocidad con su intrínseca ambivalencia mimética; la creación de un espacio “entre”, al modo de la Shekinah, que evita la absolutización de los participantes en la relación, de la relación e incluso de la dinámica misma. Se trata de una acción siempre incompleta en tanto que implica una apertura «impotente» para la irrupción del otro (pues no hay modo ni de asegurar ni acelerar o retardar su venida). El «unos a otros» nos coloca en el límite, pues expone a la violencia propia de los dinamismos miméticos del deseo, así como a la violencia que surge de la impotencia, pues la reciprocidad no está asegurada, ni tiene un límite definido. Afrontar la violencia sin contribuir a la espiral de violencia ni a su escalada a los extremos forma parte también de la fidelidad y tarea cristianas. En otros términos, el cristiano es capaz de asumir aunque sea una parte de la violencia del mundo, acepta no ser “intocable” como parte de su hacer lugar a otro, y más aún, porque es consciente de que afirmar al otro que es o ha sido negado, también conlleva el experimentar cierta violencia (me parece que las Bienaventuranzas de Mt 5,1‐12 apuntan hacia este punto). A su vez, al reconocer y asumir la propia violencia y el potencial destructivo del deseo, el cristiano dispone el espacio de la relación para una posible reducción y resignificación de la violencia13, empezando por la propia (“al que te abofetee una mejilla, preséntale la otra” Mt 5,39ss y Lc 6,29ss). Así, si “el deseo es el deseo del otro”, entonces la relación cristiana funge como dispositivo crítico del deseo en tanto que producto y fuerza social. Por otra parte, el «unos a otros» contiene el «no sin ti» por el que nos hacemos humanos unos a otros en la tensión, en la tragedia y en la gracia. Tensión porque implica confrontación, conflicto, diferencia, y ¿por qué no? poder. La hegemonía se impone aunque sea por un efímero instante. Tragedia porque en las luchas de poder y búsquedas de la verdad, lo justo y bueno, de un modo u otro, el sufrimiento, la exclusión y violencia aparecen. El «unos a otros» nos vuelve corresponsables y a la vez expone nuestra vulnerabilidad y labilidad. Gracia porque a fin de cuentas, se trata de un acto de gratuidad, tal vez cercano al absurdo, pero fruto de una apuesta por la finitud, por una humanidad que definitivamente escribe 13 BELLET, M. “Je ne suis pas venue apporter la paix…” Essai sur la violence absolue. Albin Michel, 2009. Paris. 8 su historia en la incertidumbre y expuesta al fracaso. Asimismo es gracia, porque es una apuesta que abre «posibles» desde realidades «imposibles». En este sentido, la fe cristiana nos une «unos a otros». Es decir, mientras implica la humanidad completa, capaz tanto de violencia asesina como de donación extrema, mantiene la apertura «declosional» 14 que es a la vez base para un fundamento ‐aunque contingente‐ y resistencia a la idolatría ‐a la absolutización de lo concreto. En este referir continuo de «unos a otros» ni la divinidad o figuras del fundamento pueden afianzarse a costa del otro, ni el respeto por el otro deriva en tolerancia descomprometida15. La unidad de la fe es una unidad que marca, hace marcar, y pide dejarse marcar. Sólo así es testimonio real. Tal unidad involucra el responsable respeto y transgresión del límite en la relación con otro. La fe cristiana conlleva ese movimiento concreto que es el deseo de Tomás, el deseo de tocar, penetrar, que entraña también asumir la relación entre verdad y sufrimiento humano. Como criterio de discernimiento, el «unos a otros» constituye una referencia inevitable: “quien diga que ama a Dios y no ama a su hermano, es un mentiroso” (1 Jn 4,20), pero ese amor implica dejarse amar también como lo aclara Jesús a Pedro cuando le dice “si no te lavo, no tendrás parte conmigo”. En relación con Dios, el «unos a otros» remite a la dinámica Trinitaria y a la vez a la experiencia de “pelear” con Dios de Jacob en el Yabok (Gn 32,25‐32). Más aún, el espacio vacío que se forma entre «unos a otros» ‐nótese que no digo y sino a pues tal vez el único modo de que realmente se dé unidad entre los humanos es mediante el movimiento y tensión de cada uno hacia el otro‐ corresponde al de una ausencia. Sea en el caso de la fe pascual o en el del mandamiento del amor, la ausencia es producida y posibilitada por la partida de Jesús. La ausencia no es un vacío sin más, sino un vacío definido y orientado por la memoria, y no sólo por los cuerpos. Es espiritual en el sentido que señala Wittgenstein: “donde nuestro lenguaje hace presumir un cuerpo y no hay un cuerpo, allí, quisiéramos decir, hay un espíritu”. La ausencia de Jesús hace posible la visión del otro, el caer en la cuenta ‐revelación‐ de su presencia, y a la vez, la presencia del otro evidencia la distancia, y para el cristiano, la ausencia que posibilita su significatividad, su sentido. Por ello Jesús desaparece, se aleja, como relata Lucas, por eso el mandamiento del amor es la mediación de la presencia de Jesús, el filtro o dispositivo “técnico” que hace posible el sentido y la articulación política. Se trata de la retirada de Dios o el à­Dieu del que hablan Nancy y Blanchot16. En el «unos a otros» dicho movimiento de retirada y acercamiento se mantiene, y a la vez, continua como parte de la dinámica histórica. Irreductible a simple democracia, la tensión entre los seres humanos sugerida está abierta a distintas soluciones contingentes, el trabajo político de decirse y hacerse humanos «unos a otros». El poder humano de definir la existencia se ve confrontado con el límite de 14 Movimiento de apertura de la apertura misma, de desmontaje y desensamble de lo ya definido y cerrado, de modo que abre un espacio para una posible alteridad. Resuena aquí nuevamente la shekinah judía y el mishkan, es decir, el ejercicio de montar y desmontar la “Tienda” que define esencialmente el “camino del éxodo”. 15 ZIZEK, S. En defensa de la intolerancia. Sequitur, 2007. Madrid; POHIER, J. Quand je dis Dieu. Seuil, 1977. Paris. 16 NANCY, J.‐L. La déclosion. Deconstruction du christianisme 1. Galilée, 2005. Paris. 9 su propia impotencia, pues a fin de cuentas, ni la paz ni la justicia se muestran accesibles ‐no del todo‐ por la acción humana, pueden disponer las condiciones, pero su advenimiento es un acontecimiento impredecible e inmanipulable. Asimismo, este rasgo característico de la fe cristiana la muestra como un acontecimiento de resonancia ‐la fe llega por la escucha decía Pablo en Rm 10,17. La palabra dicha, el gesto realizado y el don dado de «unos a otros» establece un espacio en el que se da una modificación y una desposesión mutuas. La presencia deviene llamada, interpelación, lo que no puede prescindir de la incierta y libre respuesta del otro. Aún más que el diálogo mismo, es el gesto de hacer lugar a otro, de dejarse afectar por él, por su palabra, su sentir, su actuar y sufrimiento, lo que revela la verdad reticente del ser humano. Es la unión producida por un movimiento interior generado por el exterior: indignación y compasión. La fe nos mantiene en tensión, tal vez eso signifique la afirmación de que nos une. Dicha tensión no apunta tanto a la “tolerancia” cuanto al tomar en serio al otro, y eso como la verdad, deja huellas en ambas partes. Así, la fe no sólo es expresión de lo político, sino que es un trascendental político: hace posible la comunidad, el significado, el sentido, y a la vez los sitúa en su condición de contingencia17. La tensión inherente al Reino conlleva tensión con el Reino, es decir la “lucha con/tra Dios”. De este modo, la conflictividad evangélica suscita un lenguaje de violencia, pero de violencia capaz de romper y generar sentido. En efecto, esta violencia no sólo es eficaz al hacer manifiesta una presencia, o mejor una resistencia, un «no del todo», sino también al conferir a esa tensión una fuerza capaz de sobreponerse a todo poder: la gratuidad del amor., Finalmente, la relevancia de esta tensión radica en que nos permite comprender la intensidad, fragilidad y significado de las relaciones en nuestro mundo. Como comenta Girard, “nuestra vida sentimental y nuestra vida espiritual tienen la misma estructura que nuestra vida económica”18. Es pues, en las relaciones y el mundo que éstas crean, entre la justicia y el perdón cuya tensión es el amor, en donde se pone en juego el sentido y la vida humana, e incluso el Dios cristiano mismo. En breve, que la fe nos une es otro modo de expresar que el amor, la justicia y el sentido nos llegan ‐nos suceden‐ a través de «unos a otros». José Bayardo Pérez Arce 17 18 LACLAU, E. – MOUFFE, CH. Hegemonía y estrategia socialista. FCE, 2006. Buenos Aires. GIRARD, R. Clausewitz en los extremos. Política, guerra y apocalipsis. Katz, 2010. Buenos Aires. 10