Breves reflexiones en torno a la universalidad
del problema hermenéutico
Brief reflections on the universality
of the hermeneutical problem
Julio Amador Bech*
Resumen
El presente artículo tiene como objetivo trazar unas líneas de análisis sobre la hermenéutica, y
en particular en lo que el autor concibe como el problema hermenéutico que en su sentir queda
situado de cara a la interpretación de los discursos. Y a partir de esta idea entabla un diálogo
con varios teóricos sobre la tradición que implica la comprensión de las palabras y los conceptos
que conlleva la vida del ser y su entorno. Por ello, el autor revisa la aportación que se ha hecho
al vínculo entre tradición e interpretación para la construcción de referentes que dan sentido a
la creación de conocimiento en los diversos ámbitos de las ciencias humanas.
Palabras clave: Hermenéutica, interpretación, conocimiento, filosofía, ser.
Abstract
The present article aims to trace some lines of analysis on hermeneutics, and in particular on
what the author conceives as the hermeneutic problem that in his feeling is placed in face of the
interpretation of speeches. And from this idea engages a dialogue with several theorists on
the tradition of the understanding of words and concepts that the life and environment of the
being entails. For this reason, the author reviews the contribution to the link between tradition
and interpretation for the construction of referents that give meaning to the creation of knowledge
in the various domains of the human sciences.
Keywords: Hermeneutics, interpretation, knowledge, philosophy, human being
El pluralismo de la tradición clásica
¿
Cuándo y dónde nace la conciencia hermenéutica en la filosofía de
Occidente? En verdad no lo sabemos; no obstante, podemos proponer
un hipotético origen a partir de lo que conocemos. Ya desde Heráclito
está presente la inquietud, la necesidad del preguntarse sobre la comprensión;
Recibido: 15 de junio, 2017. Aceptado: 6 de noviembre, 2017.
* Doctor en Estudios Arqueológicos en la línea de Arqueología de la Identidad por la Escuela Nacional de Antropología e Historia del inah, México. Profesor de Tiempo Completo
adscrito al Centro de Estudios en Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias
Política y Sociales, unam.
D.R.© 2011. Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Centro de
Estudios Políticos. Estudios Políticos núm. 43 (enero-abril, 2018): 35-62, México, D.F., ISSN: 0185-1616
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para él, la correspondencia que sigue manteniéndose entre el lenguaje y el
ser “no es ya una identidad inmediata sino mediada y, por así decirlo, oculta,
pues se acepta que la reflexión sobre el ‘logos’ del lenguaje como un todo
puede mostrar el ‘logos’ de la totalidad en devenir del cosmos” (Garagalza,
2006: 180). Para su filosofía:
La dicción particular es al mismo tiempo descubrimiento y encubrimiento, por lo
que requiere interpretación, y tiene un sentido que va más allá de lo que propiamente dice, un sentido oculto a la visión directa y al que se accede transversalmente, por la interposición de la imagen y la metáfora (Garagalza, 2006: 180).
Tales ideas están contenidas en sus famosas sentencias: “A la naturaleza
le gusta ocultarse” (Heráclito, 2011: 51) y “El Señor cuyo oráculo está en Delfos, no dice ni oculta, sino indica por medio de signos” (Heráclito, 2011: 65).
Para Heráclito, alcanzar la sabiduría plantea dificultades: “Los límites del
alma no los hallarás andando, cualquiera sea el camino que recorras, tan
profundo es su fundamento” (2011: 83 [22 b 45]). Por tal razón, aconsejará:
“No hagamos conjeturas al azar acerca de las cosas supremas” (2011: 83 [22
b 47). Para él: “Una sola cosa es lo sabio: conocer la Inteligencia que guía
todas las cosas a través de todas” (2011: 82 [22 b 41]). Las referidas sentencias
nos encaminan hacia la necesidad de una comprensión más profunda de las
cosas que nos permita ir más allá de lo evidente, para hallar lo que se oculta
tras las cosas y los discursos, por eso afirma que “se equivocan los hombres
respecto del conocimiento de las cosas manifiestas” (2011: 84 [22 b 56]);
más aún: “La armonía invisible vale más que la visible” (2011: 84 [22 b 54]).
Otro autor que nos permite, desde la perspectiva actual, pensarlo como
iniciador de las reflexiones que más tarde darán origen a la hermenéutica,
es Parménides. Entre los hexámetros que parecen haberse recuperado de lo
que él recitó y escribió, encontramos el siguiente: “Un solo camino narrable
queda: que es. Y sobre este camino hay signos abundantes” (Parménides,
2011: 35 [32]). El enunciado nos conduce hacia la idea de polisemia, que
proviene del griego: πολυσημία, es decir, πολὑ (poli): muchos y σῆμα (sema):
signo, señal; a lo anterior podemos agregar: σημασἰα (semasia) significación.
La polisemia nos lleva, por sí misma, tanto a la pluralidad de signos con los
cuales podemos referirnos a lo “que es” como, al mismo tiempo, a la pluralidad de significados que esos signos contienen, es decir, a la interpretación
de su significado. Queda, así, planteado de raíz el problema hermenéutico,
implícito en el λόγος (logos), en el decir, en el pensar: λἐγειν (legein).
Al respecto, debemos referir una distinción, establecida por Parménides,
entre dos tipos de discurso; Jean Grondin la pone de relieve en su Introducción a la metafísica:
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El reino de las opiniones es aquel en que, escribe Parménides, “el ojo ciego, el
oído sordo y la lengua (glōssa) todavía lo gobierna todo”. Lo que los mortales
ven nacer y perecer no son sino apariencias suscitadas por el poder del lenguaje
y de los nombres. El Poema distingue aquí dos tipos de discurso: de un lado el
decir (legein) “lo que es”, esto es, el discurso verdadero que corresponde con lo
pensado (noein) y del otro, el discurso vacío que se queda en el plano de entidades nominales (Frag. 8, 38: onomasthai) que depende de la charlatanería y de
la glosolalia” (2006 [2004]: 47).
El Poema también dice así:
Y ahora es necesario que te enteres de todo:
por un lado, el corazón inestremecible de la verdad bien redonda;
por otro, las opiniones de los mortales, para las cuales no hay fe verdadera
(Parménides, 2011: 33 [28]).
Queda implícito, aquí también, el problema hermenéutico: saber distinguir
entre discurso verdadero y discurso vacío. El problema hermenéutico queda
situado de cara a la interpretación de los discursos. Al respecto, Gadamer
afirma: “La lingüisticidad le es a nuestro pensamiento algo tan terriblemente
cercano, y es en su realización algo tan poco objetivo, que por sí misma lo
que hace es ocultar su verdadero ser” (1999 [1960]: 457). Tal ocultación es
la que da lugar a la interpretación, a la hermenéutica como disciplina sistemática de la interpretación. Grondin completa esta idea, comentando:
Desde la plena concepción del έρμηνεύειν [expresar, interpretar, traducir] parece
claro que detrás de lo literalmente enunciado hay algo diferente, algo más, que requiere un mayor esfuerzo hermenéutico justamente porque el sentido inmediato
y verbal resulta incomprensible (2002 [1994]: 50).
El destacado estudioso de la mitología griega, Carlos García Gual, relata
que el primero en proponer una interpretación alegórica del mito fue Teágenes de Regio, “un sagaz comentador de Homero del siglo vi a.c.” (1989: 48).
Teágenes salva a Homero de las críticas que se le hacen por presentar en
la Ilíada un comportamiento escandaloso de los dioses, contrario al canon
ético griego de comportamiento cívico y cotidiano, argumentando que Homero hace uso de un modo críptico de expresión, valiéndose de un lenguaje
poético que se refiere a verdades profundas, cuya literalidad contiene un
sentido oculto, por referencia alegórica:
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Con tal lenguaje alude y devela a los entendidos verdades profundas ocultas tras
un velo de metáforas, tras un ropaje embellecido por imágenes plásticas […] Así,
el mito queda visto como un lenguaje cifrado que vela un saber profundo que hay
que interpretar y descifrar (García Gual, 1989: 50).
De acuerdo con Grondin:
La práctica de la interpretación alegorizante de los mitos consistía, por tanto, en
encontrar algo más profundo detrás del sentido literal escandaloso. Lo chocante
o absurdo del sentido inmediato es justamente un indicio de que se refería a un
sentido alegórico que el lector u oyente avisado tenía que descifrar.
Más adelante agrega: “La palabra enunciada no se basta a sí misma, sino
que remite a algo diferente, de lo cual es signo” (2002: 50-51).
Grondin da cuenta de la manera en la cual tiene lugar esta etapa de la
hermenéutica:
La necesidad de una reflexión explícita sobre la explicación, sobre el acontecer
primario del lenguaje en tanto interpretatio o como reproducción del pensamiento, se debe –y no hay nada más humano que eso– a la experiencia de la
incomprensibilidad.
Esta reflexión surgió sólo cuando el comprender se vio ante el desafío de pasajes y elementos de la tradición religiosa y mitológica que se habían convertido
en oscuros o escandalosos (2002: 49).
Richard Buxton nos permite ver, a través de su obra El imaginario griego,
que la sociedad griega se caracterizaba por el intercambio de narraciones
entre las cuales, los relatos sobre los orígenes jugaban un papel fundamental y su carácter era eminentemente dialógico y plural: “las ficciones y los
contextos sí tuvieron al menos una característica común: la pluralidad de la
voz. En la sociedad de la polis arcaica y clásica, en una serie de ámbitos,
la narración fue una empresa competitiva” (2000 [1994]: 24). Tal carácter
provenía de su antigua tradición oral, anterior a la escritura. En referencia a
ella, Eric Havelock señala que la literatura griega había sido poética porque
la poesía había jugado la función social de preservar la tradición a partir de la
cual los griegos vivían y eran instruidos en ella; lo que quería decir que
la tradición era enseñada y memorizada oralmente (1986: 8). García Gual
señala que “es la comunidad entera del pueblo quien guarda y alberga en su
memoria esos relatos. Los mitos circulan por doquier. Las instituciones se
apoyan en los mitos; se recurre a ellos para tomar decisiones; se interpretan hechos de acuerdo con ellos” (1989: 27). Kirk sostiene que: “Los mitos
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tradicionales eran, a fin de cuentas, el hecho cultural dominante de la vida
griega” (1992 [1974]: 92).
La narración mítica está presente en la educación de los niños, desde
pequeños, en el ámbito doméstico; en la educación de los jóvenes, en un
ámbito socialmente sancionado; en celebraciones públicas y privadas de
ciudadanos, acompañadas del canto y la recitación y, especialmente, en
Atenas. Tal como pensadores de la talla de Aristóteles, Hegel, Nietzsche,
Heidegger y Gadamer, lo han destacado, adquiere una cualidad relevante
en la tragedia (Buxton, 2000: 31-53; García Gual, 1989: 27-28, 37). Carlos
García Gual, especialista en el tema, pone de relieve esta cuestión:
La épica y la tragedia –y también la lírica coral doria– fueron no sólo formas de
arte, sino también instituciones sociales con valor educativo.
Los mitos hablaban de héroes y de dioses, que habían actuado en un tiempo
remoto, pero en sus dramáticas escenas plantean conflictos de valores en los que
se muestra paradigmáticamente la trágica condición del hombre. Ese cruce de dos
tiempos –el del mito y el presente ciudadano– y la imbricación de lo humano en
lo heroico, y viceversa, sirve a la educación mediante la reflexión y la purificación
afectiva, que Aristóteles supo reconocer tan admirablemente (1987: 37).
De acuerdo con Paul Diel, el tema central de los mitos griegos, y en especial de la tragedia, es el de las transformaciones energéticas entre el deseo
exaltado y su deseable orientación armónica. La satisfacción armoniosa de
los deseos es el sentido último de la vida, su sentido espiritual (1991 [1966]).
Sobre la tragedia, Buxton subraya algunas de sus características que me
parecen sustantivas; por ejemplo, que cuando hacia finales del siglo vi a.c.
surge la tragedia, ésta significa “una forma de narración mítica sin precedentes en cuanto a la participación de toda la polis” (2000: 43); la tragedia
ateniense revela “una ciudad discutidora y obsesionada con la palabra”
(2000: 43); “la tragedia formula preguntas molestas” (2000: 43), y concluye
que: “A pesar de su intensa y fantástica exageración, pero también debido a
ella, la tragedia demuestra, con fuerza sólo comparable al de la Ilíada, que
los ‘simples relatos’ pueden despejar zonas de experiencia más extrañas y
profundas que todas las indagadas por la cultura griega” (Buxton, 2000: 45).
Así, resulta que los sucesos presentados por el mito y la tragedia son
profundos y trascendentes, en términos de la experiencia humana y, por eso,
mueven las emociones, cuya catarsis deben provocar. Tragedia y mito tienen el
mismo fin: que el hombre pueda conocer el thelos divino que subyace y estructura al cosmos. Por lo cual, dirá Gadamer: “Frente al poder del destino
el espectador se reconoce a sí mismo y a su propio ser finito” (1999: 178).
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Se trata de “una especie de autoconocimiento del espectador, que retorna
iluminado del cegamiento en el que vivía como cualquier otro” (1999: 179).
Coincidiendo con autores como Gadamer y Blumenberg, Buxton subraya
que no existía una oposición radical entre mythos y logos: “en un nutrido
conjunto de pasajes que se remontan incluso al periodo arcaico mythos y
logos se emplean sin ninguna de las oposiciones mencionadas” (Buxton,
2000: 26). Lo que nos conduce a una descripción de ciertas características
fundamentales de la interpretación del mito en la Grecia antigua, tal como
Gadamer las expone en Mito y razón:
La religión griega no es la religión de la doctrina correcta. No tiene ningún libro
sagrado cuya adecuada interpretación fuese el saber de los sacerdotes, y justo
por eso lo que hace la ilustración griega, a saber, la crítica del mito, no es ninguna oposición real a la tradición religiosa. Sólo así se comprende que en la gran
filosofía ática y, sobre todo, en Platón pudiesen entremezclarse la filosofía y la
tradición religiosa (1997 [1981]: 17-18).
Josef Pieper comienza su libro Sobre los mitos en Platón señalando que:
Quien haya hojeado simplemente los diálogos de Platón sabe que están llenos
de historias. Y, sobre todo, que cada uno de esos diálogos es por sí mismo una
historia. En el campo de la expresión filosófica el hecho no deja de ser algo en
cierto modo sorprendente. Y las cuestiones que ello plantea no son fáciles de
responder (1984 [1965]: 11).
A la pregunta enunciada responde con otra pregunta:
¿No podría ocurrir además que la realidad con verdadero alcance para el hombre no posee la estructura del “contenido objetivo”, sino más bien el del suceso,
y que en consecuencia no se pueda captar adecuadamente justo en una tesis,
sino en una praxeos mimesis, en la “imitación de una acción”, para decirlo con
el lenguaje de Aristóteles, o lo que es lo mismo, en una “historia”?
De esa índole y categoría son las cuestiones que hay que enfrentarse, cuando
se investiga el sentido sobre todo de las historias míticas, que se encuentran en
las obras de Platón (Pieper, 1984: 14-15).
He aquí claramente planteado un problema hermenéutico: ¿Qué clase de
discurso es el más adecuado para transmitir lo que consideramos verdadero?
A partir de un cuidadoso examen del problema, Gadamer concluye que en el
contexto de la Grecia clásica no podía hablarse de la “oposición extrema entre
mito y logos con que estamos familiarizados” (1997: 26). Coincidentemente,
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para Lluís Duch, el ser humano es un ser que se encuentra en la búsqueda
constante de un equilibrio, siempre precario, dentro de las estructuras de
acogida; es un complexio, una coincidentia oppositorum de lo abstracto y
lo concreto, del mythos y del logos, del cosmos y del caos. El mythos es
imagen, intuición, narración, imaginación; el logos es concepto, crítica, explicación. Ambas son realidades que están co-implicadas íntimamente y que se
condicionan mutuamente: “incesantemente, en el ser humano, mito y logos,
imagen y concepto, procedimientos intuitivos y procedimientos inductivos y
deductivos, se encuentran coimplicados” (Duch en Solares y Lavaniegos,
2008: 128). Para Duch, este problema se resuelve en el concepto de logomítica que mantiene la polivalencia del ser humano, de cara a los diversos
reduccionismos:
No se trata, por consiguiente, del paso “del mito al logos”, tampoco del “logos al
mito”, sino del mantenimiento del logos en el mito y del mito en el logos”. En el
ser humano, mito y logos no son dos realidades yuxtapuestas, independientes
entre sí, ajenas la una a la otra, sino se trata de dos realidades íntimamente
coimplicadas entre sí que se condicionan dialécticamente. Hay “lógica” en las
narraciones míticas y “lo mítico” se encuentra presente en las explicaciones de
carácter científico. Por eso me refiero al hombre como un ser logomítico, que
desarrolla –tendría que desarrollar– en un mismo movimiento la imaginación y el
arte de la crítica, la kritiké tekhné de los griegos, la cual siempre consiste en
el “arte de buscar criterios” para el pensamiento y para la acción (2008b: 199-200).
Hans Blumenberg pone de relieve que, tal como lo había mostrado Nietzsche, a pesar de todos los intentos del monoteísmo sacerdotal por moldear
nuestra comprensión de los griegos, a partir de sus propias concepciones
de la fe, hoy en día podemos saber que los antiguos griegos vivieron sin una
teología normativa y todo mundo tenía derecho a inventar y creer en lo que
quisiese (Blumenberg, 2004 [2001]: 22). Desde su punto de vista, el dominio de una libre orientación poética en el acercamiento de los griegos a los
dioses se debía a que, como afirmara Jakob Burckhardt, “no había custodios
del acervo teológico” (Blumenberg, 2004: 19). Más aún: “La fascinación que
ejercía el mito se debía precisamente a que era mera representación [mímesis], sólo necesitaba ser ‘creído’ momentáneamente, pero nunca devino
norma o credo” (2004: 23). El mito, afirmaba Blumenberg, dominó la fantasía
de los antiguos griegos y les produjo un gran placer.
Aquel pueblo tan excitable en sus sentimientos –dice Nietzsche–, tan impetuoso en sus deseos, tan excepcionalmente capacitado para el sufrimiento, ¿de
qué otro modo hubiera podido soportar la existencia, si en sus dioses ésta no
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se le hubiera mostrado circundada de una aureola superior? El mismo instinto
que da vida al arte, como un complemento y una consumación de la existencia
destinados a inducir a seguir viviendo, fue el que hizo surgir el mundo olímpico,
en el cual la “voluntad” helénica se puso delante de un espejo transfigurador.
Viviéndola ellos mismos es como los dioses justifican la vida humana –¡única
teodicea satisfactoria! (Nietzsche, 1981 [1872]: 53).
Kirk subraya la gran libertad con la cual Píndaro se valía de los materiales
míticos para la creación de su poesía, por lo cual: “No existe una única clave”
para la comprensión de su obra (1992: 84).
Desde una perspectiva hermenéutica y contrariamente a lo que plantean
los enfoques estructuralistas, las paradojas y disyuntivas éticas que enfrentan los personajes de la tragedia sólo se pueden resolver en el campo de la
existencia misma, no se resuelven lógicamente, se resuelven vivencialmente,
se resuelven en el campo de la existencia temporal, de la diacronía que une
e hila, narrativamente, el tiempo original de los mitos; el tiempo vivo del mito y
sus recitadores; el tiempo de la tragedia: de sus autores y espectadores; y el
tiempo hermenéutico de las sucesivas interpretaciones, al interior de la tradición occidental, pues esas sucesivas interpretaciones constituyen la sustancia
de la propia historia cultural de Occidente. En tal sentido, García Gual afirma
que la mitología griega cuenta con una condición singular: la de presentarnos
una tradición que podemos estudiar diacrónicamente (1989: 40-41). Esto nos
permite llegar a una comprensión de los mitos clásicos, mediante un proceder
hermenéutico que los emplaza dentro del despliegue de la tradición greco-latina
occidental, entendida como una tradición creada, re-creada e interpretada
históricamente, sigo en esto a Ricoeur (2003 [1969]).
En referencia a la continuidad de la tradición clásica en Occidente, particularmente por lo que se refiere al arte, Michel Greenhalgh afirma:
Tanto en la historia del arte como en la historia de la literatura, el clasicismo es una
aproximación al medio de expresión basado en la imitación de la Antigüedad y en
la apropiación de una serie de valores atribuidos a los antiguos. La importancia
constante de la cultura antigua en muchas disciplinas, tales como el Derecho
y la administración o la epigrafía y la poesía, se evidencia en la fusión de los
sentidos de la palabra “clásico” en los términos tradición clásica, que denotan
la retención y la elaboración de los valores clásicos en el arte a través de las
generaciones (1987 [1978]: 11).
Acerca del modo en el cual se entendía lo que en la actualidad llamamos
hermenéutica, dentro de la tradición clásica griega podemos concluir que:
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El término interpretación viene del verbo griego hermeneúein, que posee dos
significados importantes: designa a la vez el proceso de elocución (enunciar,
decir, afirmar algo) y el de interpretación (o de traducción). En ambos casos se
trata de una transmisión de significado, que puede 1) transcurrir del pensamiento al discurso, o bien 2) ascender del discurso al pensamiento. Hoy en día sólo
hablamos de interpretación para caracterizar el segundo proceso, que asciende
del discurso al pensamiento que lo sostiene, pero los griegos pensaban ya la
elocución como un proceso “hermenéutico” de mediación de significados, que
designa entonces la expresión o la traducción del pensamiento en palabras. El
término hermeneia sirve, además, para nombrar el enunciado que afirma alguna
cosa (Grondin, 2008 [2006]: 22).
La hermenéutica como exégesis de textos sagrados
El problema inherente a la relación entre discurso y significado es algo que
las hermenéuticas antiguas y medievales ya conocían y trabajaban; el asunto
era ya muy claro y definido. Grondin señala que, en el caso de las hermenéuticas de estas épocas, “salvo raras excepciones, se trataba el proceso
de interpretar como un problema especial del que se ocupaba una disciplina
auxiliar dentro de las ciencias exegéticas” (2002: 43).
Resultan aquí pertinentes las observaciones de Ricoeur que abren la
discusión en torno al problema hermenéutico, en su obra El conflicto de las
interpretaciones:
No es inútil recordar que el problema hermenéutico se plantea ante todo dentro de
los límites de la exégesis, es decir, en el marco de una disciplina que se propone
comprender un texto, comprenderlo a partir de su intención, sobre la base de
lo que quiere decir. Si la exégesis ha suscitado un problema hermenéutico, es
decir, un problema de interpretación, es porque toda lectura de un texto por más
ligada que esté al quid, a “aquello en vista de lo cual” fue escrito, se hace siempre
dentro de una comunidad, de una tradición o de una corriente de pensamiento
viva, que desarrolla presupuestos y exigencias […] (2003: 9).
A continuación, Ricoeur referirá ejemplos sobre las distintas posibilidades
interpretativas de un mismo texto, como la particular interpretación de los
mitos griegos por los estoicos o la interpretación rabínica de la Thorá, sumamente distinta de la que los apóstoles llevan a cabo del Antiguo Testamento.
Manuel Lavaniegos, en su reciente obra, Horizontes contemporáneos
de la hermenéutica de la religión, plantea con claridad los problemas de
comprensión e interpretación que son inherentes a la experiencia religiosa:
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La religión, o mejor dicho, las diferentes religiones, históricamente determinadas,
constituyen procesos de elaboración de los individuos y los grupos humanos a
fin de constituir un horizonte de sentido para sus enigmas originarios y últimos,
fundamentales o destinales […] La propia acción religiosa implica de suyo una
actividad interpretativa (una hermeneia) constante, es decir, una comunicación
y una transformación de los símbolos sagrados en el seno de una tradición que
preserva, transmite e intenta comprender su sentido o, mejor aún, el “excedente
de sentido” consustancial a lo santo, a lo divino, que siempre conduce hacia un
“más allá del más allá” (Ernst Bloch) y que siempre, inevitablemente, se repliega
en el Misterio (2016: 14-15).
Mauricio Beuchot señala que en los términos de entender a la hermenéutica como interpretación de textos, “los medievales vieron como texto la
realidad misma, el mundo como un texto cuyo autor es Dios. Decían que
Dios había escrito dos textos: la Biblia y el Mundo, aunque, más que escrito,
este último fuera también prolación verbal, habla, pues la palabra de Dios
actúa, hace, es acción significativa” (2015: 19).
Por lo que se refiere, en particular, a las hermenéuticas cristianas, la de
san Agustín, por ejemplo, distingue entre el sentido propio y el sentido transpuesto y la de santo Tomás entre el sentido literal y el sentido espiritual. Orígenes hablará de tres niveles de sentido en el texto bíblico: el literal, el moral y
el alegórico o anagógico. Como tendencia predominante dentro de la hermenéutica cristiana medieval, posterior a Orígenes y a inspiración suya, veremos
“la coexistencia de un sensus literalis, histórico, con un sensus espiritualis,
místico, dividido, a su vez, en alegórico, moral y anagógico” (Ferraris, 2002: 24).
Ricoeur pone de manifiesto las implicaciones que se desprenden de la
pluralidad de sentidos, contenida en los textos:
¿En qué conciernen estos debates exegéticos a la filosofía? En que implican
toda una teoría del signo y de la significación, como puede verse, por ejemplo,
en De Doctrina christiana de san Agustín. Más precisamente, si un texto puede
tener varios sentidos, por ejemplo, uno histórico y otro espiritual, es necesario
recurrir a una noción de significación mucho más compleja que la de los llamados
signos unívocos, requeridos por una lógica de la argumentación. Finalmente, el
trabajo mismo de la interpretación revela un propósito profundo, el de vencer
una distancia, un alejamiento cultural, acercar al lector un texto que se ha vuelto
ajeno e incorporar así su sentido a la comprensión presente que un hombre puede
darle por sí mismo (2003: 9-10).
Con el florecimiento del humanismo en el Renacimiento, el pensamiento
de la Europa latina transita de un teocentrismo medieval a un humanismo
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religioso, antropocéntrico, sustentado en los clásicos griegos y latinos (Lafaye, 2005). Giovanni Pico della Mirandola afirma que la sustancia del hombre
acoge en sí, por esencia propia, las sustancias de todas las naturalezas y el
conjunto del universo entero. Mientras que para su maestro, Marsilio Ficino,
el alma humana es el centro de toda la armonía universal. A la humanitas
de Cicerón que significa cultura, educación y pedagogía, propias del hombre
libre, y con la cual están relacionadas todas las disciplinas que lo hacen propiamente humano, Petrarca le agrega la acepción de “amor hacia nuestros
semejantes”. Los métodos de pensamiento e interpretación y los ideales del
humanismo se extienden a múltiples ámbitos de la cultura europea, teniendo
una fuerte influencia sobre la escolástica y la teología cristiana (Ferraris,
2002: 32). De cara al monolitismo dogmático de la teología oficial, en el
Renacimiento prosperan todas las artes y todos los saberes que son dignos
del hombre y se abre la posibilidad de múltiples interpretaciones.
En cuanto a la teología y la filosofía cristianas, Erasmo de Rotterdam será
la figura más destacada de este periodo, se mantendrá dentro del “ejercicio
perenne de la Philosophia Christi, y con la observancia de una inflexible
seriedad moral” (Ferraris, 2002: 32). Siguiendo a Ebeling, Ferraris afirmará
que la aportación de Erasmo a la interpretación de las Escrituras consiste en
destacar la importancia de las implicaciones ético-religiosas para la filología
y la aplicación más rigurosa de los métodos histórico-gramaticales. Inicialmente, tales aportaciones no entrarán en conflicto con la tradición exegética
del catolicismo romano. Una nueva sofisticación filológica “adjudica al ‘sensus
literalis’ una insospechada exactitud” (Ferraris, 2002: 32). Su defensa de la
libertad de pensamiento, que buscó la inspiración en los autores clásicos
griegos y latinos, se opuso tanto a los hábitos más rígidos y autoritarios de
la institución eclesiástica como a muchas de las ideas convencionales de su
época, basadas en la superstición. Señaló que el mal había que buscarlo en el
formalismo, en el respeto ciego a la tradición y en el inmovilismo, destacando
que la respuesta debía buscarse en la enseñanza de Cristo.
Erasmo fue consecuente en sus críticas a los poderes establecidos y a
los abusos que los malos religiosos hacían de ellos. Debido a eso, todas las
obras de Erasmo fueron censuradas e incluidas en el Índice de Obras Prohibidas por el Concilio de Trento. De manera similar fueron denunciadas por
la mayoría de los pensadores protestantes. Su aportación a la hermenéutica
bíblica fue fundamental. “La crítica filológica de las Sagradas letras, y las
pullas de Erasmo contra los monjes ignorantes (monachatus non est pietas
[la profesión monacal no es garantía de piedad] solía decir) han contribuido
en gran medida a crear el clima propicio de la Reforma” (Lafaye, 2005: 9091). Relata Lafaye que:
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El mismo Erasmo había resumido en una especie de confesión jaculatoria el
significado de toda su obra: “Intenté restaurar la teología decadente, sacarla
de sus sofísticas argucias, volviendo a las fuentes y a la sencillez primitiva. Me
esforcé por devolver su resplandor a los Sagrados Doctores de la Iglesia. A las
bellas letras, antes casi paganas, les enseñé a hablar de Cristo. Colaboré con
todas mis fuerzas al reflorecimiento de las lenguas clásicas” (Lafaye, 2005: 91).
“De la acción del humanismo sobre el pensamiento y el sentimiento religiosos nació la Reforma protestante” (Guignebert, 1993 [1927]: 198). Esta
nueva vitalidad de la filología que despierta el humanismo, enriquecerá,
también, las interpretaciones de los reformadores.
Por otra parte, la filología se sustenta, en el medio alemán, de asuntos teológicos y
de hermenéutica religiosa con una intensidad superior a la que pudo alcanzar en las
culturas latinas, de modo que los estudios humanistas terminan por convertirse en
el presupuesto y el órgano de una transformación religiosa (el centro principal de la
Reforma, la universidad de Wittemberg, es también un centro filológico de primera
importancia, en el cual se concede un valor preponderante al estudio de los clásicos
en sus textos originales, y en consecuencia, al estudio de las lenguas sagradas –latín,
griego y hebreo) (Ferraris, 2000: 33).
La Reforma eliminará la necesidad de la mediación de la Iglesia entre el
creyente y el texto sagrado y liberará la posibilidad de la interpretación de
la Escritura de la tutela eclesiástica. De tal suerte, Lutero afirmará que el
creyente debe dirigirse a la Escritura, que es clara y comprensible y no a la
jerarquía eclesiástica. Así, se dirá que “la Biblia es intérprete de sí misma, no
tiene necesidad de la tradición para ser comprendida, sino al contrario, es la
tradición la que debe medirse constantemente con la Escritura para verificar
su validez propia” (Ferraris, 2000: 35; cursivas en el original). En función
de esta perspectiva, los cánones de interpretación se vuelven decisivos.
La mística alemana y la tradición platónica que adjudican una “inspiración
divina” a los poetas, servirán de orientación a la hermenéutica bíblica reformadora para dotar al texto de la Biblia con el carácter de una inspiración
divina (Ferraris, 2000: 34).
Aunque ingenuo, en cuanto a la idea de la claridad del texto bíblico en
sí mismo, el punto de vista reformador será de gran trascendencia al abrir y
multiplicar las posibilidades interpretativas de la Escritura, de cara al cerrado
dogmatismo, autoritario e intolerante de la Iglesia romana. Esta última, obsesionada con ejercer un riguroso control doctrinal sobre los fieles. Obsesión
acrecentada a partir de la Contrarreforma. Sin embargo, resulta importante
destacar que “los protestantes no llegaron a emanciparse enteramente de
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BREVES REFLEXIONES EN TORNO A LA UNIVERSALIDAD
DEL PROBLEMA HERMENÉUTICO
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las tradiciones que, lógicamente, hubieran debido rechazar. Tampoco se
liberaron completamente de la escolástica” (Guignebert, 1993: 208).
Sobre esta hermenéutica teológica o exégesis de los textos sagrados,
Grondin hace referencia a la manera en la cual fue acuñado el término hermenéutica por primera vez; como se verá, alude, inmediatamente, al problema
de interpretación que suscitan, de suyo, las Escrituras sagradas:
El término hermenéutica vio la luz por vez primera en el siglo xvii cuando el
teólogo de Estrasburgo, Johann Conrad Dannhauer, lo inventó para denominar
lo que anteriormente se llamaba Auslegungslehre (Auslegekunst) o arte de la
interpretación. Dannhauer fue de ese modo el primero en utilizar el término en
el título de una obra suya, Hermeneutica sacra sive methodus exponendarum
sacrarum litterarum, de 1654, título que resume por sí solo el sentido clásico de
la disciplina: hermenéutica sagrada, es decir, el método para interpretar (exponere: exponer, explicar) los textos sagrados. Si hay necesidad de recurrir a ese
método, es porque el sentido de las Escrituras no goza siempre de la claridad
de la luz del día (2008: 21).
La hermenéutica islámica medieval fue muy clara en definir los problemas
de interpretación que plantea la lectura del Corán. Los estudiosos occidentales del Islam, Richard Bell y William Montgomery Watt, sostienen que su
interpretación requiere “un estudio serio, porque no es en absoluto un libro
fácil de entender. No es un tratado de teología, ni un código de leyes, ni
una colección de sermones, sino que participa de los tres aspectos, junto a
otros más” (1987 [1970]: 11). Siguiendo lo expresado por Ignaz Goldziher en
su estudio sobre las exégesis del Corán, Bell y Watt señalan que cada obra
sobre el texto envuelve una forma de interpretación y que esta idea se funde
con la interpretación “tradicional”. “El Corán está lleno de alusiones, claras en
el tiempo de su revelación, que se irían oscureciendo para las generaciones
posteriores” (Bell y Watt, 1987: 163).
En lo que respecta a distinguir diferentes niveles de significado propios
del libro sagrado del Islam, El Corán, se nos dice:
El libro de Dios –explica el vi Imán– comprende cuatro cosas: la expresión
enunciada (`ibárat); la intención alusiva (isárat); los sentidos ocultos, relativos al
mundo suprasensible (latá´if), y las supremas doctrinas espirituales (hagá´iq).
La expresión literal está dirigida al común de los fieles (awamm). La intención
alusiva concierne a la elite (jawáss). Los significados ocultos corresponden a los
Amigos de Dios (awliyá), y las supremas doctrinas espirituales, a los profetas
(anbiya, plural de nabi) (Corbin, 1977: 238).
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La proposición se apoya en un hadith del Profeta que dice así: “El Corán
tiene una apariencia externa y una profundidad oculta, un sentido exotérico
y otro esotérico (cada nivel contiene otro nivel, a imagen de las Esferas celestes, embutidas unas en otras); y así sucesivamente hasta siete sentidos
esotéricos (siete niveles de profundidad oculta)” (Corbin, 1977: 238). La estructura comprensiva se repite a lo largo de todas sus imágenes explicativas,
muestra lo inagotable de su verdad en la pluralidad de los sentidos.
Tal como hemos podido ver, hasta ahora, desde la Antigüedad, la hermenéutica se planteó el problema de establecer las diversas dimensiones de
significado de los textos sagrados. Ya sea desde una perspectiva clásica o
una moderna, estamos frente a un sistema semántico complejo, en el cual
el enunciado de un plano sirve de punto de partida para introducirse en el
significado del nivel siguiente y, así, sucesivamente.
En particular sobre la tradición bíblica y su interpretación, Ricoeur pone de
manifiesto el carácter histórico de la tradición hermenéutica (2003: 31-60). Para
mostrar las bondades de una fenomenología hermenéutica, cuya primacía
se sitúa en la dimensión diacrónica –en lo que Gadamer (1999) llamaría la
historicidad de la interpretación– Ricoeur sigue la extraordinaria exégesis de
Gerhard von Rad del Antiguo Testamento (2005 [1958]; demostrando que, en
ese caso particular, es posible hablar de “una primacía de la historia” (2003:
47). “El trabajo teológico sobre estos acontecimientos [bíblicos] es, en efecto,
una historia ordenada, una tradición que interpreta. Para cada generación,
la reinterpretación del fondo de las tradiciones confiere un carácter histórico
a esta comprensión de la historia, y suscita un desarrollo cuya unidad significante es imposible de proyectar en un sistema” (2003: 47-48). Concluye:
Así se encadenan las tres historicidades: después de la historicidad de los
acontecimientos fundadores –o tiempo oculto– y de la historicidad de la interpretación viva por parte de los escritores sagrados –que constituye la tradición–, tenemos ahora la historicidad de la comprensión, la historicidad de la
hermenéutica (Ricoeur, 2003: 48).
Se hace referencia, así, a tres temporalidades: el tiempo originario, narrado
en el texto de las Escrituras, el tiempo de los autores y compiladores de las Escrituras y, finalmente, el tiempo de las sucesivas interpretaciones de las Escrituras. Queda claro que la hermenéutica bíblica, junto con la tradición grecolatina, constituyen los pilares fundamentales de la tradición occidental y han
suscitado una diversidad, sumamente variada y extensa, de interpretaciones
posibles.
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BREVES REFLEXIONES EN TORNO A LA UNIVERSALIDAD
DEL PROBLEMA HERMENÉUTICO
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La semiología de Roland Barthes y la interpretación del mito
Roland Barthes, en su estudio sobre las mitologías modernas, muestra la
existencia de una doble estructura significante en el mito, lo concibe como
un sistema semiológico segundo (1980 [1957]: 205-206). Tenemos, desde
su punto de vista, dos planos diferentes de significado del mito. El primero
sería el del lenguaje objeto, que podemos identificar con el plano literal, correspondiente a la historia o suceso narrado: el acontecimiento en sí mismo.
En este plano nos limitamos a la simple narración de la historia, nos ceñimos
a los hechos relatados, por extraordinarios que éstos puedan parecer. Pero
en el mito, como en la imagen poética o pictórica, el plano literal es sólo una
figura metafórica que sirve de medio para transmitir un sentido o conocimiento “oculto”, un segundo plano de significado, que él llama metalenguaje.
Es decir, el mito posee un sentido implícito diferente del sentido explícito,
presente en su literalidad. El segundo sentido (metalenguaje), que podemos
entender como plano conceptual, por oposición al primero, revela su sentido
profundo. Se aborda, así, al mito, ya sea en su forma de texto o de imagen,
en tanto estructura significativa que pide ser interpretada.
Los niveles de significado en la fenomenología hermenéutica
de Paul Ricoeur
Por su parte, y desde su perspectiva hermenéutica, Ricoeur muestra la distinción de niveles significantes como el nudo semántico de toda hermenéutica. Ya sea en la exégesis de los textos sagrados o en la interpretación de
los fenómenos inconscientes que lleva a cabo el psicoanálisis, el elemento
común es una cierta arquitectura del sentido que propone un “doble significado” o un “múltiple significado” (2003: 17). De tal suerte, Ricoeur definirá a
la interpretación como el trabajo del pensamiento que consiste en “descifrar
el significado oculto en el significado aparente”, desenvolviendo sus niveles,
implicados en el plano literal (Ricoeur, 2003: 17). Si, a la manera de Ricoeur,
se entiende al símbolo como una expresión polisémica y existencialmente
caracterizada, la mera decodificación epistémica sería insuficiente, exigiéndose, así, una aproximación hermenéutica, es decir, ontológica; más aún, la
hermenéutica encuentra su razón de ser en la interpretación de los símbolos:
Llamo símbolo a toda estructura de significación donde un sentido directo, primario y literal, designa por añadidura otro sentido, indirecto, secundario y figurado,
que sólo puede ser aprendido a través del primero. Esta circunspección de las
expresiones de doble sentido constituye propiamente el campo hermenéutico
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[…] la interpretación es el trabajo del pensamiento que consiste en descifrar el
sentido oculto en el sentido aparente, en desplegar los niveles de significación
implicados en la significación literal […] Símbolo e interpretación se convierten
en conceptos relativos. Hay interpretación allí donde hay sentido múltiple, y es en
la interpretación donde la pluralidad de sentidos se pone de manifiesto (Ricoeur,
2003: 17 [en cursivas en el original]).
En años posteriores (1976), Ricoeur matizó su posición al respecto, ampliando el ámbito de la hermenéutica, para abarcar “el problema completo
del discurso” (2006: 90).
Hace algunos años yo solía relacionar la tarea de la hermenéutica principalmente
con el desciframiento de las diversas capas de sentido del lenguaje simbólico
y metafórico. Sin embargo, en la actualidad pienso que el lenguaje simbólico y
metafórico no es paradigmático para una teoría general de la hermenéutica. Esta
teoría debe abarcar el problema completo del discurso, incluyendo la escritura y
la composición literaria. Pero aún en este planteamiento se puede decir que la
teoría de la metáfora y de las expresiones simbólicas permite que se prolongue
decisivamente el campo de las expresiones significativas, al agregar la problemática del sentido múltiple al del sentido general (Ricoeur, 2006: 90).
Resulta pertinente incluir aquí la aclaración de Franz K. Mayr sobre las
diferencias de enfoque de la hermenéutica, con respecto a la semiótica y al
estructuralismo:
En la tradición hermenéutica, el lenguaje no se entiende primariamente como sistema de signos objetivable y susceptible de formalización matemática, sino como
lenguaje materno, vinculado al tiempo, a la situación y a la tradición, y dotado de
la fuerza expresiva del lenguaje cotidiano, que encuentra su culminación en el
lenguaje poético, como mensaje lingüísticamente mediado por una experiencia
global del mundo, dialógica e histórica. Aquí el lenguaje se concibe partiendo del
acto de habla contextual y social-histórico, desde su apertura a las variaciones
de sentido, y se le concede prioridad a la “función expresiva” sobre la “función
representativa” (Mayr, 1994: 322-323).
Las ciencias del espíritu como campo propio de la hermenéutica
A la hora de enfrentar el problema de la comprensión, implicada en todas las
formas que reviste la comunicación humana, de sus múltiples expresiones
en el discurso, en las imágenes, en los gestos y en las cosas fabricadas, nos
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DEL PROBLEMA HERMENÉUTICO
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encontramos en el campo de las ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften);
y en este terreno específico, que es el nuestro y el propio para plantear adecuadamente las preguntas acerca de la comprensión y de la interpretación,
ocurre precisamente eso: por ser nuestro terreno, como seres humanos que
somos, estamos inmersos en él, estamos inmersos en la tradición, estamos
inmersos en la propia historia que queremos comprender; de tal manera, el
preguntar adquiere una forma particular. Gadamer ha desarrollado ya este
asunto en todas sus consecuencias, mostrando que “en las ciencias del espíritu no puede hablarse de un ‘objeto idéntico’ de la investigación, del mismo
modo que en las ciencias de la naturaleza” (1999: 353).
La investigación histórica está soportada por el movimiento histórico en que se
encuentra la vida misma, y no puede ser comprendida teleológicamente desde
el objeto al que se orienta la investigación. Incluso ni siquiera existe realmente tal
objeto. Es esto lo que distingue a las ciencias del espíritu de las de la naturaleza.
Mientras que el objeto de las ciencias naturales puede determinarse idealiter como
aquello que sería conocido en un conocimiento completo de la naturaleza, carece
de sentido hablar de un conocimiento completo de la historia. Y por eso no es
adecuado en último extremo hablar de un objeto en sí hacia el que se orientase
esta investigación (Gadamer, 1999: 353).
Al comienzo de su magna obra Verdad y Método, Gadamer sostiene que:
“El fenómeno de la comprensión no sólo atraviesa todas las referencias humanas al mundo, sino que también tiene validez propia dentro de la ciencia, y
se resiste a cualquier intento de transformarlo en un método científico” (1999:
23). Más adelante amplía su argumentación, afirmando que:
las ciencias del espíritu vienen a confluir con formas de la experiencia que quedan
fuera de la ciencia: con la experiencia de la filosofía, con la del arte y con la de
la misma historia. Son formas de experiencia en las que se expresa una verdad
que no puede ser verificada con los medios de que dispone la metodología
científica (1999: 24).
Hacia finales del siglo xix, en su Introducción a las ciencias del espíritu
(1883) y en franca confrontación con el positivismo de su tiempo, Wilhelm
Dilthey fue el primero en establecer, desde una perspectiva hermenéutica,
entendida en su primer sentido moderno, la distinción entre las ciencias del
espíritu y las ciencias naturales: “Las ciencias del espíritu no constituyen
un todo con una estructura lógica que sería análoga a la articulación que
nos ofrece el conocimiento natural; su conexión se ha desarrollado de otra
manera y es menester considerar cómo ha crecido históricamente” (1978:
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32). Justo al comienzo de su exposición, Dilthey se distancia críticamente
del positivismo:
Estos hechos espirituales que se han desarrollado en el hombre históricamente y a
los que el uso común del lenguaje conoce con el nombre de ciencias del hombre,
de la historia, de la sociedad, constituyen la realidad que nosotros tratamos, no
de dominar, sino de comprender previamente. El método empírico exige que la
cuestión del valor de los diversos procedimientos de que el pensamiento se sirve
para resolver sus tareas, se decida histórico-críticamente dentro del cuerpo de
esas mismas ciencias, y que se esclarezca mediante la consideración de ese
gran proceso cuyo sujeto es la humanidad misma, la naturaleza del saber y el
conocer en ese dominio. Semejante método se halla en oposición con otro que
recientemente se practica con excesiva frecuencia por los llamados positivistas,
y que consiste en deducir el concepto de ciencia de la determinación conceptual
obtenida en el trabajo de las ciencias de la naturaleza, resolviendo luego con
ese patrón qué actividades intelectuales merecen el nombre y rango de ciencia
(1978: 13).
Más adelante expone con mayor precisión su punto de vista:
La fundación honda de la posición autónoma de las ciencias del espíritu frente a
las ciencias de la naturaleza, posición que constituye el centro de la construcción
de las ciencias del espíritu que ofrece esta obra, se lleva a cabo en ella paso
a paso al verificarse el análisis de la vivencia total del mundo espiritual en su
carácter incomparable con toda experiencia sensible acerca de la naturaleza.
No hago más que aclarar un poco el problema al referirme al doble sentido en
el cual se pueda afirmar la incompatibilidad de ambos grupos de hechos; y a
este tenor, el concepto de los límites del conocimiento natural cobra también un
significado doble (1978: 17).
En su Historia de la hermenéutica, Maurizio Ferraris sintetiza de manera
muy lograda la argumentación de Dilthey:
Dilthey tematiza aquí la distinción entre las ciencias del espíritu y las ciencias de la
naturaleza, que se funda ya sobre la diferencia entre los objetos de estudio de los
dos tipos de saber (las ciencias de la naturaleza se ocupan de fenómenos externos al hombre, mientras las ciencias del espíritu estudian un campo del cual el
hombre forma parte) o sobre las diferentes modalidades cognoscitivas, por las
cuales, mientras el saber de las ciencias naturales viene de la observación del
mundo externo, el de las ciencias del espíritu es extraído de una vivencia (Erlebnis), en la cual el acto de conocer no es distinto del objeto conocido. Mientras
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en las Naturwissenschaften, la observación del fenómeno se separa de las
propiedades específicas del fenómeno mismo, en las Geisteswissenschaften,
el conocimiento vital de un sentimiento interno se identifica con (o mejor es)
aquel sentimiento. Asimismo, mientras las primeras se avalan con explicaciones
causales, las segundas utilizan categorías axiológicas o teleológicas diferentes,
tales como significado, fin, valor (y mientras la explicación causal no modifica la
sustancia del fenómeno, la comprensión de los significados asume y transforma
el “objeto” estudiado (Ferraris, 2002: 132; véase Dilthey, 1978: 13-120).
Faltaría, sin embargo, para matizar en profundidad la afirmación de Dilthey,
desde un punto de vista hermenéutico, constatar que la perspectiva epistémica de las ciencias naturales no puede pensarse fuera del tiempo, fuera de la
historia, fuera del horizonte de pensamiento propio de su época. Toda ciencia
refleja el modo propio de pensar de una época, el cual, subrepticiamente,
se infiltra en su discurso. Es de esta manera que Heidegger lo muestra: “La
situación de una ciencia en cada momento responde al estatuto concreto
de las cosas. El mostrarse de éstas puede que resulte ser un aspecto tan
asentado por la tradición que ni siquiera sea posible reconocer lo que de impropio tiene, y se lo tenga por verdadero” (Heidegger, 2000 [1988]: 99; véase
también Dilthey, 1978: 333-384). De ahí que proponga: “Hay que desmontar
la tradición. Sólo de esa manera resultará posible un planteamiento original
del asunto” (Heidegger, 2000: 99).
Sobre el modo de darse de la interpretación científica, Lluís Duch desarrolla un planteamiento que es afín a los de Dilthey, Heidegger y Gadamer
y, a su vez, crítico respecto de los positivismos y racionalismos ingenuos;
afirma que:
La objetividad y la neutralidad absolutas no existen en las ciencias humanas (las
Geisteswissenschaften de la terminología alemana) y muchos investigadores
mantienen la opinión de que tampoco se encuentran al margen de la implicación del sujeto cognoscente en el objeto que se quiere conocer en las llamadas
“ciencias duras” (Naturwissenschaften) (Duch, 2008a: 171).
Para completar la argumentación que permite distinguir a un tipo de ciencia
de la otra, vuelvo a la reflexión de Gadamer sobre el asunto. Ahí, es claro que:
el verdadero problema que plantean las ciencias del espíritu al pensamiento es que
su esencia no queda correctamente aprehendida si se las mide según el patrón
del conocimiento progresivo de leyes. La experiencia del mundo sociohistórico
no se eleva a ciencia por el procedimiento inductivo de las ciencias naturales
(1999: 32). Concluye:
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Su idea es más bien comprender el fenómeno mismo en su concreción histórica
y única. Por mucho que opere en esto la experiencia general, el objetivo no es
confirmar y ampliar las experiencias generales para alcanzar el conocimiento de
una ley de tipo de cómo se desarrollan los hombres, los pueblos, los estados,
sino comprender cómo es tal hombre, tal pueblo, tal estado, qué se ha hecho
de él, o formulado muy generalmente: cómo ha podido ocurrir que sea así (Gadamer, 1999: 33).
En esta distinción entre las ciencias naturales y las del espíritu y, a su vez,
especificación de lo que es propio de las últimas, desde la perspectiva de la
antropología simbólica, Clifford Geertz coincide con los planteamientos de
Dilthey, Heidegger y Gadamer cuando afirma que: “el hombre es un animal
inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido” y que “la cultura
es esa urdimbre “, por lo cual, “el análisis de la cultura ha de ser […] no una
ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en
busca de significaciones” (Geertz, 1997 [1973]: 20). Diez años más tarde,
Geertz afirmará que después de la obra de autores como Heidegger, Wittgenstein, Gadamer y Ricoeur, entre otros, resulta imposible volver al viejo
paradigma de las ciencias sociales, fundado en el concepto de cientificidad
de las ciencias naturales (Geertz, 2000 [1983]).
Nuestra exposición de este asunto puede completarse con una breve
reflexión crítica sobre el positivismo y sus antecedentes cartesianos.
Heidegger y los fundamentos de la crítica del positivismo
y el cartesianismo
Auguste Comte buscaba la construcción de una filosofía positiva, realista,
según él: una filosofía sustentada en la ciencia, en cuya base estarían las
matemáticas y en cuya cúspide la sociología. Ya sostenía en su Curso que el
carácter fundamental de la filosofía positiva radicaba en considerar a todos
los fenómenos como sujetos a leyes naturales invariables y cuyo descubrimiento y reducción al menor número posible constituían su finalidad (Comte,
2004 [1842]: 30).
Ahora que el espíritu humano ha fundado la física celeste, la física terrestre
mecánica o química, la física orgánica, vegetal o animal, le falta completar el
sistema de las ciencias de la observación fundando la física social. Ésta es la
más grande y apremiante necesidad de nuestra inteligencia (2004: 37).
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DEL PROBLEMA HERMENÉUTICO
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La física social consuma el proyecto de la filosofía positiva:
la constitución de la física social, completando al fin el sistema de las ciencias
naturales, hace posible, e incluso necesario, poder resumir los diversos conocimientos adquiridos, alcanzando ahora un estado fijo y homogéneo, para
coordinarlos, mostrándolos como ramas diversas de un sistema único (2004: 39).
Diremos, sin embargo, que el origen de una intención de cientificidad
como la de Comte puede rastrearse aún más atrás, la hallamos en la manera
de concebir la mathesis universalis por René Descartes, esbozada en sus
Reglas para la dirección del espíritu (Descartes, 1971 [1701]), así como en
su célebre Discurso del método (Descartes, 1993 [1637]). Tal como queda
enunciado con toda claridad en la segunda regla: “Debemos ocuparnos solamente de aquellos objetos que pueden ser conocidos por nuestro espíritu
de un modo cierto e indubitable” (Descartes, 1971: 110). Para Descartes,
este conocimiento radica, precisamente, en las matemáticas:
Por esta regla rechazamos los conocimientos probables y establecemos el
principio de que sólo debemos aceptar los conocimientos ciertos y que no dejen lugar a la más pequeña duda […] Si nuestro cálculo es exacto, de todas las
ciencias conocidas, sólo el estudio de la aritmética y la geometría nos lleva a la
observación de esta regla (Descartes, 1971: 111).
En relación con tales proposiciones, Gilbert Durand afirmará: “lo que
instaura Descartes es, en verdad, el ‘reino’ del algoritmo matemático” (1971
[1964]: 27). Si entendemos que el algoritmo es un conjunto pre-escrito de
instrucciones o reglas bien definidas, ordenadas y finitas que permite realizar una actividad mediante pasos sucesivos que no generen dudas a quien
deba realizar dicha actividad, comprenderemos con claridad lo que Durand
nos quiere decir.
Heidegger desarrollará el asunto en sus múltiples consecuencias; de
acuerdo con él, en las Reglas de Descartes nos topamos con “una fundamentación de lo matemático para que se convierta en una norma para
el espíritu investigador”; más aún, en una norma para todo pensar (2009
[1962]: 131). Agrega que en dicho texto “se acuña el concepto moderno de
‘ciencia” (Heidegger, 2009: 131). La conclusión a la que llega es contundente:
“Ponemos un título a este carácter fundamental de la actitud cognoscitiva
moderna si decimos que la nueva pretensión de saber es la pretensión de
saber matemática” (2009: 96-97).
Precisamente esto es lo que leemos en la Regla iv, donde Descartes
afirma:
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Reflexionando sobre esto más atentamente, descubro que debemos referir a las
matemáticas todas las cosas en que se examina el orden o la medida, importando
poco se trate de números, figuras, astros, sonidos o de cualquier otro objeto si
se investiga esa medida u orden. Debe, pues, existir una ciencia general que
explique todo lo que podemos conocer relativo al orden y a la medida sin aplicación a ninguna materia especial. La denominación de esta ciencia no consiste
en un nombre extranjero, sino en el antiguo y usual de matemáticas universales
[mathesis universalis], porque contiene todos los elementos que han hecho llamar
a las otras ciencias, partes de las matemáticas (1971: 119).
Para poner de manifiesto el problema implicado en este asunto, Heidegger
nos remonta a la etimología griega de la palabra:
Lo matemático viene, según la acuñación de la palabra, del griego τά μαθήματα [ta
matemata], significa aprender, μάθεσις [mathesis] la enseñanza, y ello, además,
en un doble sentido: enseñanza como acudir a la enseñanza y aprender y, por
otro lado, enseñanza como aquello que es enseñado (2009: 98).
De tal suerte, distingue las matemáticas de lo matemático y concluye
que tomar conocimiento de las cosas es la esencia propia del aprender, de
la μάθεσις [mathesis].
Nuestra expresión “lo matemático” tiene siempre este doble sentido; mienta en
primer lugar lo aprehensible en el modo caracterizado y sólo en él; y en segundo
lugar, el modo mismo de aprender y proceder. Lo matemático es aquello abierto
en las cosas en lo que ya nos movemos siempre y a partir del cual tenemos
experiencia de ellas en general como cosas y como tales cosas. Lo matemático
es aquella posición fundamental ante las cosas en la que nosotros tomamos
previamente las cosas en relación con cómo nos son, necesitan ser y deben ser
ya dadas. Lo matemático es por eso el presupuesto fundamental de las cosas
(Heidegger, 2009: 104).
Así, entendemos que la reducción de lo matemático a las matemáticas
es un producto de la metafísica moderna que se inicia con Descartes y, a la
vez, de una larga y continuada tergiversación de la noción griega antigua.
Heidegger aclara que: “su esencia no reside en el número como delimitación
pura de la pura cantidad, sino a la inversa: sólo porque el número pertenece
a tal esencia, pertenece también a lo aprehensible en el sentido de la µάθησις
[mathesis]” (Heidegger, 2009: 104). Concluye: “Por lo dicho, esto no puede
querer decir que la ciencia trabaje con la matemática, sino que, más bien,
ha preguntado de un modo que tuvo como consecuencia que por primera
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BREVES REFLEXIONES EN TORNO A LA UNIVERSALIDAD
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vez entrara en juego la matemática en sentido restringido” (Heidegger, 2009:
105 [cursivas en el original]).
En esta herencia cartesiana, podemos destacar el contraste entre dos
puntos de vista, el de Comte y el de Heidegger. El primero lo entiende como
la consolidación de un largo proceso que parte de Aristóteles y la Escuela de
Alejandría, pasa por la introducción de las ciencias naturales por los árabes
en la Europa occidental, durante la Edad Media, y continúa en la modernidad:
Sin embargo, por fijar un momento más preciso y evitar así las divagaciones,
señalaré esta fecha, hace dos siglos, en que la acción combinada de los principios de Bacon, de las teorías de Descartes y de los descubrimientos de Galileo,
hizo que el espíritu de la filosofía positiva comenzara a erigirse en el mundo en
clara oposición al espíritu teológico y metafísico. A partir de ese momento, las
concepciones positivas se separaron completamente de la alianza supersticiosa
y escolástica que más o menos viciaba el auténtico carácter de todos los trabajos
anteriores.
A partir de esa época gloriosa, el movimiento ascendente de la filosofía positiva
y el descendente de la filosofía teológica y la metafísica, han sido extremadamente
relevantes (Comte, 2004: 34-35).
El segundo punto de vista es el de Heidegger, quien, por su parte, mira
el mismo proceso desde una perspectiva crítica:
Ahora bien, la ciencia moderna, a diferencia de las invenciones conceptuales
meramente dialécticas de la ciencia medieval y la escolástica, debía fundarse en
la experiencia. Y en vez de eso, coloca en primer plano un principio que refiere
una cosa que no existe. Exige una representación fundamental de las cosas que
contradice la representación común.
En esta pretensión se fundamenta lo matemático, es decir, la imposición de
una determinación de la cosa que no está generada desde esta misma, de modo
acorde a la experiencia y que, igualmente, subyace a todas las determinaciones
de las cosas, las posibilita y les abre un espacio. Una tal concepción fundamental de
las cosas no es arbitraria ni de suyo obvia. Por eso se precisó de una larga
disputa para convertirla en la dominante. Fue necesaria una transformación
de la manera de acceder a las cosas, junto con la forja de un nuevo modo de
pensamiento (2009: 116).
Heidegger concluye con toda claridad que, desde la perspectiva cartesiana, no es la experiencia la que da validez al conocimiento científico,
sino una entidad totalmente abstracta, como los son las matemáticas, las
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cuales no tienen una referencia directa y práctica con los fenómenos que se
investigan, sino sólo una relación mediada. Por ello utiliza la frase “una cosa
que no existe” para referirse a las abstracciones matemáticas. De tal suerte:
La ciencia moderna es experimental sobre el fundamento de la proyección matemática. El impulso experimental hacia las cosas es una consecuencia necesaria del
propio sobrepasar matemático, que pasa por alto todos los hechos. Sin embargo,
donde este sobrepasar en la proyección se clausura o se agota, los hechos son
meramente constatados y surge el positivismo (Heidegger, 2009: 120).
Esto, además, da lugar a la hipóstasis de lo matemático por lo verdadero:
En la proyección matemática se consuma la vinculación a los principios exigidos
por ella misma. Según esta tendencia interna de la liberación para una nueva
libertad, lo matemático impulsa desde sí a poner su propia esencia como fundamento de sí mismo y, con ello, de todo saber” (Heidegger, 2009: 117).
De tal suerte, el modo reductivo de entender a las matemáticas se impone
como paradigma de todo conocimiento “exacto y verdadero”.
Concluimos, así, que este reduccionismo matemático constituye, de suyo,
el obstáculo fundamental que debe librar la comprensión profunda, en el
ámbito de las ciencias del espíritu. Reduccionismo que, además, da pie a la
degradación del modo de concebir al logos, entendido como pensamiento
y discurso. Franz K. Mayr ha dado cuenta magistralmente de ello, mostrando
de manera detallada y sistemática el proceso de degradación del concepto de lenguaje a lo largo de la historia de la filosofía y de las ciencias humanas,
el cual culmina en el pobre concepto instrumental del lenguaje, propio de la
semiótica, particularmente la estructuralista, cuyo ejemplo paradigmático es
la obra de A. J. Greimas, así como la de los estructuralistas: Roman Jakobson
y Claude Leví-Strauss.
No obstante, cabe señalar que ya en la obra de Charles Sanders Peirce,
la lógica es presentada, en su sentido general, con el nombre de semiótica,
entendida esta última como la doctrina “cuasinecesaria, o formal” de los signos (Peirce 1965). Por cuasinecesaria entiende la observación de los signos
por medio de la abstracción; la cual es, para él, un proceso muy parecido
al razonamiento matemático, llevado a cabo por una inteligencia científica
(Peirce, 1965). Quedan así sentadas las bases para la formalización del
lenguaje y el uso de la lógica matemática para el análisis del mismo. Ahí
están las coincidencias, no importa que la orientación filosófica de Peirce
fuera pragmática y la de Greimas estructuralista.
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¿De dónde viene ese concepto reductivo y degradado del lenguaje?
De acuerdo con Mayr, mientras que con Heráclito el lenguaje humano “era
concebido como adaptación mimética a la esencia de la cosa simbolizada,
como presentación del mundo-logos”, con Platón –en contradicción con su
propio genio poético– comienza a ser reducido a “un medio de expresión de
un pensamiento independiente del lenguaje y su interpretación de la debilidad e insuficiencia del medio lingüístico de expresión” (1994: 319-320). “La
teoría aristotélica del lenguaje, entendida como una reflexión última sobre
la cultura decadente de la polis, ya había orientado la predicación humana
(kat-egoría: acusación) hacia el intercambio de mercancías y la actuación
judicial” (1994: 139). En una larga y penosa sucesión, nuevos pasos en ese
sentido conducen a “la concepción de las ideas como presentación de la
cosa”; “la pérdida creciente de los símbolos lingüísticos a favor de los signos
precisos y formales”; “la fijación ahistórica del lenguaje en formas estándar
que, desde el siglo xvii, llevan a cabo las Academias; y el lenguaje sígnico
de las matemáticas” (1994: 341-342).
Greimas será quien, partiendo de esta concepción reductiva del lenguaje,
concebirá una ciencia del lenguaje “profiláctica”, “neutral”, ahistórica. Una
ciencia, en apariencia, libre de toda carga ideológica. En realidad, su ciencia
es puro cientificismo, objetivismo, reduccionismo, es decir, una filosofía del
lenguaje reductiva, propia de su tiempo, inmersa en un horizonte de pensamiento positivista y cartesiano. Su manera de pensar puede ser rastreada
perfectamente dentro de la historia de las ideas, coincide, exactamente, con el
racionalismo cartesiano del siglo xvii, “que en el plano lingüístico persigue el
ideal de una ‘lengua de cálculo’ formal, según el proyecto de una mathesis
universalis”, sustentado en “la idea de una objetividad del lenguaje” (Ferraris,
2002: 43-44). Le viene a Greimas como anillo al dedo la crítica que Gadamer
lleva a cabo del racionalismo iluminista: “Esta ‘ciencia libre de prejuicios’ ¿no
está compartiendo, mucho más de lo que ella misma cree, aquella recepción
y reflexión ingenua en la que viven las tradiciones y en la que está presente
el pasado?” (1999: 350).
La hermenéutica filosófica ha demostrado que, inevitablemente, a la hora
de interpretar un discurso o cualquier fenómeno social o natural, todo intérprete proyecta sus categorías de pensamiento sobre lo interpretado; así, no
existe ni puede existir un punto de vista “objetivo, neutral y desinteresado”.
Heidegger ataca este prejuicio como el más pernicioso para la investigación,
junto con el del encuadramiento sujeto-objeto, destaca que la pretensión de
un observador exento de perspectiva
eleva la falta de crítica a principio, haciéndola figurar explícitamente entre las
consignas de la en apariencia suprema idea de cientificidad y objetividad, contriEstudios Políticos, novena época, núm. 43 (enero-abril, 2018): 35 - 62
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buyendo así a extender una ceguera radical […] La configuración de la perspectiva
es lo primero en el ser (2000: 106-107).
El ser humano es siempre un ser situado en un mundo de vida específico y orientado por un tipo de pensamiento particular que es propio de su
horizonte cultural, construido social e históricamente.
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