SINOPSIS
En una supuesta sociedad policial, el estado ha
conseguido el control total sobre el individuo. No
existe siquiera un resquicio para la intimidad personal:
el sexo es un crimen, las emociones están prohibidas,
la adoración al sistema es la condición para seguir
vivo. La Policía del Pensamiento se encargará de
torturar hasta la muerte a los conspiradores, aunque
para ello sea necesario acusar a inocentes. Winston y
Julia, a pesar de ser miembros del Partido y sabiendo
que el Gran Hermano les vigila, se rebelan contra ese
poder que se ha adueñado de las conciencias de sus
conciudadanos. El camino que seguirán se convertirá
en un peligroso laberinto hacia un final incierto.
George Orwell
1984
PARTE 1
George Orwell
1984
CAPITULO I
Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban
las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el
pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento,
se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal
de las Casas de la Victoria, aunque no con la
suficiente rapidez para evitar que una ráfaga
polvorienta se colara con él.
El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas.
Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande para
hallarse en un interior, estaba pegado a la pared.
Representaba sólo un enorme rostro de más de un
metro de anchura: la cara de un hombre de unos
cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y
facciones hermosas y endurecidas. Winston se dirigió
hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el
ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta
época la corriente se cortaba durante las horas de día.
Esto era parte de las restricciones con que se preparaba
la Semana del Odio. Winston tenía que subir a un
séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y una
úlcera de varices por encima del tobillo derecho, subió
lentamente, descansando varias veces. En cada
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descansillo, frente a la puerta del ascensor, el cartelón
del enorme rostro miraba desde el muro. Era uno de
esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le
siguen a uno adondequiera que esté. EL GRAN
HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al pie.
Dentro del piso una voz llena leía una lista de números
que tenían algo que ver con la producción de lingotes
de hierro. La voz salía de una placa oblonga de metal,
una especie de espejo empeñado, que formaba parte de
la superficie de la pared situada a la derecha. Winston
hizo funcionar su regulador y la voz disminuyó de
volumen aunque las palabras seguían distinguiéndose.
El instrumento (llamado teidoatítalia) podía ser
amortiguado, pero no había manera de cerrarlo del
todo. Winston fue hacia la ventana: una figura pequeña
y frágil cuya delgadez resultaba realzada por el
«mono» azul, uniforme del Partido. Tenía el cabello
muy rubio, una cara sanguínea y la piel embastecida
por un jabón malo, las romas hojas de afeitar y el frío
de un invierno que acababa de terminar.
Afuera, incluso a través de los ventanales cerrados, el
mundo parecía frío. Calle abajo se formaban pequeños
torbellinos de viento y polvo; los papeles rotos subían
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en espirales y, aunque el sol lucía y el cielo estaba
intensamente azul, nada parecía tener color a no ser los
carteles pegados por todas partes. La cara de los
bigotes negros miraba desde todas las esquinas que
dominaban la circulación. En la casa de enfrente había
uno de estos cartelones. EL GRAN HERMANO TE
VIGILA, decían las grandes letras, mientras los
sombríos ojos miraban fijamente a los de Winston. En
la calle, en línea vertical con aquél, había otro cartel
roto por un pico, que flameaba espasmódicamente
azotado por el viento, descubriendo y cubriendo
alternativamente una sola palabra: INGSOC. A lo
lejos, un autogiro pasaba entre los tejados, se quedaba
un instante colgado en el aire y luego se lanzaba otra
vez en un vuelo curvo. Era de la patrulla de policía
encargada de vigilar a la gente a través de los balcones
y ventanas. Sin embargo, las patrullas eran lo de
menos. Lo que importaba verdaderamente era la
Policía del Pensamiento.
A la espalda de Winston, la voz de la telepantalla
seguía murmurando datos sobre el hierro y el
cumplimiento del noveno Plan Trienal. La telepantalla
recibía y transmitía simultáneamente. Cualquier sonido
que hiciera Winston superior a un susurro, era captado
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por el aparato. Además, mientras permaneciera dentro
del radio de visión de la placa de metal, podía ser visto
a la vez que oído. Por supuesto, no había manera de
saber si le contemplaban a uno en un momento dado.
Lo único posible era figurarse la frecuencia y el plan
que empleaba la Policía del Pensamiento para
controlar un hilo privado. Incluso se concebía que los
vigilaran a todos a la vez. Pero, desde luego, podían
intervenir su línea de usted cada vez que se les
antojara. Tenía usted que vivir —y en esto el hábito se
convertía en un instinto— con la seguridad de que
cualquier sonido emitido por usted sería registrado y
escuchado por alguien y que, excepto en la oscuridad,
todos sus movimientos serían observados.
Winston se mantuvo de espaldas a la telepantalla. Así
era más seguro; aunque, como él sabía muy bien,
incluso una espalda podía ser reveladora. A un
kilómetro de distancia, el Ministerio de la Verdad,
donde trabajaba Winston, se elevaba inmenso y blanco
sobre el sombrío paisaje. «Esto es Londres», pensó con
una sensación vaga de disgusto; Londres, principal
ciudad de la Franja aérea 1, que era a su vez la tercera
de las provincias más pobladas de Oceanía. Trató de
exprimirse de la memoria algún recuerdo infantil que
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le dijera si Londres había sido siempre así. ¿Hubo
siempre
estas
vistas
de
decrépitas
casas
decimonónicas, con los costados revestidos de madera,
las ventanas tapadas con cartón, los techos remendados
con planchas de cinc acanalado y trozos sueltos de
tapias de antiguos jardines? ¿Y los lugares
bombardeados, cuyos restos de yeso y cemento
revoloteaban pulverizados en el aire, y el césped
amontonado, y los lugares donde las bombas habían
abierto claros de mayor extensión y habían surgido en
ellos sórdidas colonias de chozas de madera que
parecían gallineros? Pero era inútil, no podía recordar:
nada le quedaba de su infancia excepto una serie de
cuadros brillantemente iluminados y sin fondo, que en
su mayoría le resultaban ininteligibles.
El Ministerio de la Verdad —que en neolengua (La
lengua oficial de Oceanía) se le llamaba el Minver—
era diferente, hasta un extremo asombroso, de
cualquier otro objeto que se presentara a la vista. Era
una enorme estructura piramidal de cemento armado
blanco y reluciente, que se elevaba, terraza tras terraza,
a unos trescientos metros de altura. Desde donde
Winston se hallaba, podían leerse, adheridas sobre su
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blanca fachada en letras de elegante forma, las tres
consignas del Partido:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Se decía que el Ministerio de la Verdad tenía tres mil
habitaciones sobre el nivel del suelo y las
correspondientes ramificaciones en el subsuelo. En
Londres sólo había otros tres edificios del mismo
aspecto y tamaño. Éstos aplastaban de tal manera la
arquitectura de los alrededores que desde el techo de
las Casas de la Victoria se podían distinguir, a la vez,
los cuatro edificios. En ellos estaban instalados los
cuatro Ministerios entre los cuales se dividía todo el
sistema gubernamental. El Ministerio de la Verdad,
que se dedicaba a las noticias, a los espectáculos, la
educación y las bellas artes. El Ministerio de la Paz,
para los asuntos de guerra. El Ministerio del Amor,
encargado de mantener la ley y el orden. Y el
Ministerio de la Abundancia, al que correspondían los
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asuntos económicos. Sus nombres, en neolengua:
Miniver, Minipax, Minimor y Minindantia.
El Ministerio del Amor era terrorífico. No tenía
ventanas en absoluto. Winston nunca había estado
dentro del Minimor, ni siquiera se había acercado a
medio kilómetro de él. Era imposible entrar allí a no
ser por un asunto oficial y en ese caso había que pasar
por un laberinto de caminos rodeados de alambre
espinoso, puertas de acero y ocultos nidos de
ametralladoras. Incluso las calles que conducían a sus
salidas extremas, estaban muy vigiladas por guardias,
con caras de gorila y uniformes negros, armados con
porras.
Winston se volvió de pronto. Había adquirido su rostro
instantáneamente la expresión de tranquilo optimismo
que era prudente llevar al enfrentarse con la
telepantalla. Cruzó la habitación hacia la diminuta
cocina. Por haber salido del Ministerio a esta hora tuvo
que renunciar a almorzar en la cantina y en seguida
comprobó que no le quedaban víveres en la cocina a no
ser un mendrugo de pan muy oscuro que debía guardar
para el desayuno del día siguiente. Tomó de un estante
una botella de un líquido incoloro con una sencilla
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etiqueta que decía: Ginebra de la Victoria. Aquello
olía a medicina, algo así como el espíritu de arroz
chino. Winston se sirvió una tacita, se preparó los
nervios para el choque, y se lo tragó de un golpe como
si se lo hubieran recetado.
Al momento, se le volvió roja la cara y los ojos
empezaron a llorarle. Este líquido era como ácido
nítrico; además, al tragarlo, se tenía la misma
sensación que si le dieran a uno un golpe en la nuca
con una porra de goma. Sin embargo, unos segundos
después, desaparecía la incandescencia del vientre y el
mundo empezaba a resultar más alegre. Winston sacó
un cigarrillo de una cajetilla sobre la cual se leía:
Cigarrillos de la Victoria, y como lo tenía cogido
verticalmente por distracción, se le vació en el suelo.
Con el próximo pitillo tuvo ya cuidado y el tabaco no
se salió. Volvió al cuarto de estar y se sentó ante una
mesita situada a la izquierda de la telepantalla. Del
cajón sacó un portaplumas, un tintero y un grueso libro
en blanco de tamaño in—quarto, con el lomo rojo y
cuyas tapas de cartón imitaban el mármol.
Por alguna razón la telepantalla del cuarto de estar se
encontraba en una posición insólita. En vez de hallarse
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colocada, como era normal, en la pared del fondo,
desde donde podría dominar toda la habitación, estaba
en la pared más larga, frente a la ventana. A un lado de
ella había una alcoba que apenas tenía fondo, en la que
se había instalado ahora Winston. Era un hueco que, al
ser construido el edificio, habría sido calculado
seguramente para alacena o biblioteca. Sentado en
aquel hueco y situándose lo más dentro posible,
Winston podía mantenerse fuera del alcance de la
telepantalla en cuanto a la visualidad, ya que no podía
evitar que oyera sus ruidos. En parte, fue la misma
distribución insólita del cuarto lo que le indujo a lo que
ahora se disponía a hacer.
Pero también se lo había sugerido el libro que acababa
de sacar del cajón. Era un libro excepcionalmente
bello. Su papel, suave y cremoso, un poco amarillento
por el paso del tiempo, por lo menos hacía cuarenta
años que no se fabricaba. Sin embargo, Winston
suponía que el libro tenía muchos años más. Lo había
visto en el escaparate de un establecimiento de
compraventa en un barrio miserable de la ciudad (no
recordaba exactamente en qué barrio había sido) y en
el mismísimo instante en que lo vio, sintió un
irreprimible deseo de poseerlo. Los miembros del
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Partido no deben entrar en las tiendas corrientes (a esto
se le llamaba, en tono de severa censura, «traficar en el
mercado libre»), pero no se acataba rigurosamente esta
prohibición porque había varios objetos como
cordones para los zapatos y hojas de afeitar— que era
imposible adquirir de otra manera. Winston, antes de
entrar en la tienda, había mirado en ambas direcciones
de la calle para asegurarse de que no venía nadie y, en
pocos minutos, adquirió el libro por dos dólares
cincuenta. En aquel momento no sabía exactamente
para qué deseaba el libro. Sintiéndose culpable se lo
había llevado a su casa, guardado en su cartera de
mano. Aunque estuviera en blanco, era comprometido
guardar aquel libro.
Lo que ahora se disponía Winston a hacer era abrir su
Diario. Esto no se consideraba ilegal (en realidad, nada
era ilegal, ya que no existían leyes), pero si lo detenían
podía estar seguro de que lo condenarían a muerte, o
por lo menos a veinticinco años de trabajos forzados.
Winston puso un plumín en el portaplumas y lo chupó
primero para quitarle la grasa. La pluma era ya un
instrumento arcaico. Se usaba rarísimas veces, ni
siquiera para firmar, pero él se había procurado una,
furtivamente y con mucha dificultad, simplemente
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porque tenía la sensación de que el bello papel
cremoso merecía una pluma de verdad en vez de ser
rascado con un lápiz tinta. Pero lo malo era que no
estaba acostumbrado a escribir a mano. Aparte de las
notas muy breves, lo corriente era dictárselo todo al
hablescribe, totalmente inadecuado para las
circunstancias actuales. Mojó la pluma en la tinta y
luego dudó unos instantes. En los intestinos se le había
producido un ruido que podía delatarle. El acto
trascendental, decisivo, era marcar el papel. En una
letra pequeña e inhábil escribió:
4 de abril de 1984
Se echó hacia atrás en la silla. Estaba absolutamente
desconcertado. Lo primero que no sabía con certeza
era si aquel era, de verdad, el año 1984. Desde luego,
la fecha había de ser aquélla muy aproximadamente,
puesto que él había nacido en 1944 o 1945, según
creía; pero, «¡cualquiera va a saber hoy en qué año
vive!», se decía Winston.
Y se le ocurrió de pronto preguntarse: ¿Para qué estaba
escribiendo él este diario? Para el futuro, para los que
aún no habían nacido. Su mente se posó durante unos
momentos en la fecha que había escrito a la cabecera y
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luego se le presentó, sobresaltándose terriblemente, la
palabra neolingüística doblepensar. Por primera vez
comprendió la magnitud de lo que se proponía hacer.
¿Cómo iba a comunicar con el futuro? Esto era
imposible por su misma naturaleza. Una de dos: o el
futuro se parecía al presente y entonces no le haría
ningún caso, o sería una cosa distinta y, en tal caso, lo
que él dijera carecería de todo sentido para ese futuro.
Durante algún tiempo permaneció contemplando
estúpidamente el papel. La telepantalla transmitía
ahora estridente música militar. Es curioso: Winston
no sólo parecía haber perdido la facultad de
expresarse, sino haber olvidado de qué iba a ocuparse.
Por espacio de varias semanas se había estado
preparando para este momento y no se le había
ocurrido pensar que para realizar esa tarea se
necesitara algo más que atrevimiento. El hecho mismo
de expresarse por escrito, creía él, le sería muy fácil.
Sólo tenía que trasladar al papel el interminable e
inquieto monólogo que desde hacía muchos años venía
corriéndose por la cabeza. Sin embargo, en este
momento hasta el monólogo se le había secado.
Además, sus varices habían empezado a escocerle
insoportablemente. No se atrevía a rascarse porque
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siempre que lo hacía se le inflamaba aquello.
Transcurrían los segundos y él sólo tenía conciencia de
la blancura del papel ante sus ojos, el absoluto vacío de
esta blancura, el escozor de la piel sobre el tobillo, el
estruendo de la música militar, y una leve sensación de
atontamiento producido por la ginebra.
De repente, empezó a escribir con gran rapidez, como
si lo impulsara el pánico, dándose apenas cuenta de lo
que escribía. Con su letrita infantil iba trazando líneas
torcidas y si primero empezó a «comerse» las
mayúsculas, luego suprimió incluso los puntos:
4 de abril de 1984.
Anoche estuve en los flicks. Todas las películas eras de
guerra Había una muy buena de su barrio lleno de
refugiados que lo bombardeaban no sé dónde del
Mediterráneo. Al público lo divirtieron mucho los
planos de un hombre muy muy gordo que intentaba
escaparse nadando de un helicóptero que lo perseguía,
primero se le veía en el agua chapoteando como una
tortuga, luego lo veías por los visores de las
ametralladoras del helicóptero, luego se veía cómo lo
iban agujereando a tiros y el agua a su alrededor que
se ponía toda roja y el gordo se hundía como si el
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agua le entrara por los agujeros que le habían hecho
las balas. La gente se moría de risa cuando el gordo se
iba hundiendo en el agua, y también una lancha
salvavidas llena de niños con un helicóptero que venía
dando vueltas y más vueltas había una mujer de edad
madura que bien podía ser una judía y estaba sentada
la proa con un niño en los brazos que quizás tuviera
unos tres años, el niño chillaba con mucho pánico,
metía la cabeza entre los pechos de la mujer y parecía
que se quería esconder así y la mujer lo rodeaba con
los brazos y lo consolaba como si ella no estuviese
también aterrada y como sí por tenerlo así en los
brazos fuera a evitar que le mataran al niño las balas.
Entonces va el helicóptero y tira una bomba de veinte
kilos sobre el barco y no queda ni una astilla de él,
que fue una explosión pero que magnífica, y luego
salía su primer plano maravilloso del brazo del niño
subiendo por el aire yo creo que un helicóptero con su
cámara debe haberlo seguido así por el aire y la gente
aplaudió muchísimo pero una mujer que estaba entro
los proletarios empezó a armar un escándalo terrible
chillando que no debían echar eso, no debían echarlo
delante de los críos, que no debían, hasta que la
policía la sacó de allí a rastras no creo que le pasara
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nada, a nadie le importa lo que dicen los proletarios,
la reacción típica de los proletarios y no se hace caso
nunca...
Winston dejó de escribir, en parte debido a que le
daban calambres. No sabía por qué había soltado esta
sarta de incongruencias. Pero lo curioso era que
mientras lo hacía se le había aclarado otra faceta de su
memoria hasta el punto de que ya se creía en
condiciones de escribir lo que realmente había querido
poner en su libro. Ahora se daba cuenta de que si había
querido venir a casa a empezar su diario precisamente
hoy era a causa de este otro incidente.
Había ocurrido aquella misma mañana en el
Ministerio, si es que algo de tal vaguedad podía haber
ocurrido.
Cerca de las once y ciento en el Departamento de
Registro, donde trabajaba Winston, sacaban las sillas
de las cabinas y las agrupaban en el centro del
vestíbulo, frente a la gran telepantalla, preparándose
para los Dos Minutos de Odio. Winston acababa de
sentarse en su sitio, en una de las filas de en medio,
cuando entraron dos personas a quienes él conocía de
vista, pero a las cuales nunca había hablado. Una de
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estas personas era una muchacha con la que se había
encontrado frecuentemente en los pasillos. No sabía su
nombre, pero sí que trabajaba en el Departamento de
Novela. Probablemente —ya que la había visto algunas
veces con las manos grasientas y llevando paquetes de
composición de imprenta— tendría alguna labor
mecánica en una de las máquinas de escribir novelas.
Era una joven de aspecto audaz, de unos veintisiete
años, con espeso cabello negro, cara pecosa y
movimientos rápidos y atléticos. Llevaba el «mono»
cedido por una estrecha faja roja que le daba varias
veces la vuelta a la cintura realzando así la atractiva
forma de sus caderas; y ese cinturón era el emblema de
la Liga juvenil AntiSex. A Winston le produjo una
sensación desagradable desde el primer momento en
que la vio. Y sabía la razón de este mal efecto: la
atmósfera de los campos de hockey y duchas frías, de
excursiones colectivas y el aire general de higiene
mental que trascendía de ella. En realidad, a Winston
le molestaban casi todas las mujeres y especialmente
las jóvenes y bonitas porque eran siempre las mujeres,
y sobre todo las jóvenes, lo más fanático del Partido,
las que se tragaban todos los slogans de propaganda y
abundaban entre ellas las espías aficionadas y las que
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mostraban demasiada curiosidad por lo heterodoxo de
los demás. Pero esta muchacha determinada le había
dado la impresión de ser más peligrosa que la mayoría.
Una vez que se cruzaron en el corredor, la joven le
dirigió una rápida mirada oblicua que por unos
momentos dejó aterrado a Winston. Incluso se le había
ocurrido que podía ser una agente de la Policía del
Pensamiento. No era, desde luego, muy probable. Sin
embargo, Winston siguió sintiendo una intranquilidad
muy especial cada vez que la muchacha se hallaba
cerca de él, una mezcla de miedo y hostilidad. La otra
persona era un hombre llamado O'Brien, miembro del
Partido Interior y titular de un cargo tan remoto e
importante, que Winston tenía una idea muy confusa
de qué se trataba. Un rápido murmullo pasó por el
grupo ya instalado en las sillas cuando vieron acercarse
el «mono» negro de un miembro del Partido Interior.
O'Brien era un hombre corpulento con un ancho cuello
y un rostro basto, brutal, y sin embargo rebosante de
buen humor. A pesar de su formidable aspecto, sus
modales eran bastante agradables. Solía ajustarse las
gafas con un gesto que tranquilizaba a sus
interlocutores, un gesto que tenía algo de civilizado, y
esto era sorprendente tratándose de algo tan leve. Ese
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gesto —si alguien hubiera sido capaz de pensar así
todavía— podía haber recordado a un aristócrata del
siglo XVI ofreciendo rapé en su cajita. Winston había
visto a O'Brien quizás sólo una docena de veces en
otros tantos años. Sentíase fuertemente atraído por él y
no sólo porque le intrigaba el contraste entre los
delicados modales de O'Brien y su aspecto de campeón
de lucha libre, sino mucho más por una convicción
secreta que quizás ni siquiera fuera una convicción,
sino sólo una esperanza— de que la ortodoxia política
de O'Brien no era perfecta. Algo había en su cara que
le impulsaba a uno a sospecharlo irresistiblemente. Y
quizás no fuera ni siquiera heterodoxia lo que estaba
escrito en su rostro, sino, sencillamente, inteligencia.
Pero de todos modos su aspecto era el de una persona a
la cual se le podría hablar si, de algún modo, se
pudiera eludir la telepantalla y llevarlo aparte. Winston
no había hecho nunca el menor esfuerzo para
comprobar su sospecha y es que, en verdad, no había
manera de hacerlo. En este momento, O'Brien miró su
reloj de pulsera y, al ver que eran las once y ciento,
seguramente decidió quedarse en el Departamento de
Registro hasta que pasaran los Dos Minutos de Odio.
Tomó asiento en la misma fila que Winston, separado
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de él por dos sillas., Una mujer bajita y de cabello
color arena, que trabajaba en la cabina vecina a la de
Winston, se instaló entre ellos. La muchacha del
cabello negro se sentó detrás de Winston.
Un momento después se oyó un espantoso chirrido,
como de una monstruosa máquina sin engrasar, ruido
que procedía de la gran telepantalla situada al fondo de
la habitación. Era un ruido que le hacía rechinar a uno
los dientes y que ponía los pelos de punta. Había
empezado el Odio.
Como de costumbre, apareció en la pantalla el rostro
de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Del
público salieron aquí y allá fuertes silbidos. La
mujeruca del pelo arenoso dio un chillido mezcla de
miedo y asco. Goldstein era el renegado que desde
hacía mucho tiempo (nadie podía recordar cuánto)
había sido una de las figuras principales del Partido,
casi con la misma importancia que el Gran Hermano, y
luego
se
había
dedicado
a
actividades
contrarrevolucionarias, había sido condenado a muerte
y se había escapado misteriosamente, desapareciendo
para siempre. Los programas de los Dos Minutos de
Odio variaban cada día, pero en ninguno de ellos
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dejaba de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor
por excelencia, el que antes y más que nadie había
manchado la pureza del Partido. Todos los
subsiguientes crímenes contra el Partido, todos los
actos de sabotaje, herejías, desviaciones y traiciones de
toda clase procedían directamente de sus enseñanzas.
En cierto modo, seguía vivo y conspirando.
Quizás se encontrara en algún lugar enemigo, a sueldo
de sus amos extranjeros, e incluso era posible que,
como se rumoreaba alguna vez, estuviera escondido en
algún sitio de la propia Oceanía.
El diafragma de Winston se encogió. Nunca podía ver
la cara de Goldstein sin experimentar una penosa
mezcla de emociones. Era un rostro judío, delgado,
con una aureola de pelo blanco y una barbita de chivo:
una cara inteligente que tenía sin embargo, algo de
despreciable y una especie de tontería senil que le
prestaba su larga nariz, a cuyo extremo se sostenían en
difícil equilibrio unas gafas. Parecía el rostro de una
oveja y su misma voz tenía algo de ovejuna. Goldstein
pronunciaba su habitual discurso en el que atacaba
venenosamente las doctrinas del Partido; un ataque tan
exagerado y perverso que hasta un niño podía darse
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cuenta de que sus acusaciones no se tenían de pie, y sin
embargo, lo bastante plausible para que pudiera uno
alarmarse y no fueran a dejarse influir por insidias
algunas personas ignorantes. Insultaba al Gran
Hermano, acusaba al Partido de ejercer una dictadura y
pedía que se firmara inmediatamente la paz con
Eurasia. Abogaba por la libertad de palabra, la libertad
de Prensa, la libertad de reunión y la libertad de
pensamiento, gritando histéricamente que la revolución
había sido traicionada. Y todo esto a una rapidez
asombrosa que era una especie de parodia del estilo
habitual de los oradores del Partido e incluso
utilizando palabras de neolengua, quizás con más
palabras neolingüísticas de las que solían emplear los
miembros del Partido en la vida corriente. Y mientras
gritaba, por detrás de él desfilaban interminables
columnas del ejército de Eurasia, para que nadie
interpretase como simple palabrería la oculta maldad
de las frases de Goldstein. Aparecían en la pantalla
filas y más filas de forzudos soldados, con impasibles
rostros asiáticos; se acercaban a primer término y
desaparecían. El sordo y rítmico clap—clap de las
botas militares formaba el contrapunto de la hiriente
voz de Goldstein.
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Antes de que el Odio hubiera durado treinta segundos,
la mitad de los espectadores lanzaban incontenibles
exclamaciones de rabia. La satisfecha y ovejuna faz
del enemigo y el terrorífico poder del ejército que
desfilaba a sus espaldas, era demasiado para que nadie
pudiera resistirlo indiferente. Además, sólo con ver a
Goldstein o pensar en él surgían el miedo y la ira
automáticamente. Era él un objeto de odio más
constante que Eurasia o que Asia Oriental, ya que
cuando Oceanía estaba en guerra con alguna de estas
potencias, solía hallarse en paz con la otra. Pero lo
extraño era que, a pesar de ser Goldstein el blanco de
todos los odios y de que todos lo despreciaran, a pesar
de que apenas pasaba día —y cada día ocurría esto mil
veces— sin que sus teorías fueran refutadas,
aplastadas, ridiculizadas, en la telepantalla, en las
tribunas públicas, en los periódicos y en los libros... a
pesar de todo ello, su influencia no parecía disminuir.
Siempre había nuevos incautos dispuestos a dejarse
engañar por él. No pasaba ni un solo día sin que espías
y saboteadores que trabajaban siguiendo sus
instrucciones fueran atrapados por la Policía del
Pensamiento. Era el jefe supremo de un inmenso
ejército que actuaba en la sombra, una subterránea red
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de conspiradores que se proponían derribar al Estado.
Se suponía que esa organización se llamaba la
Hermandad. Y también se rumoreaba que existía un
libro terrible, compendio de todas las herejías, del cual
era autor Goldstein y que circulaba clandestinamente.
Era un libro sin título. La gente se refería a él
llamándole sencillamente el libro. Pero de estas cosas
sólo era posible enterarse por vagos rumores. Los
miembros corrientes del Partido no hablaban jamás de
la Hermandad ni del libro si tenían manera de evitarlo.
En su segundo minuto, el odio llegó al frenesí. Los
espectadores saltaban y gritaban enfurecidos tratando
de apagar con sus gritos la perforante voz que salía de
la pantalla. La mujer del cabello color arena se había
puesto al rojo vivo y abría y cerraba la boca como un
pez al que acaban de dejar en tierra. Incluso O'Brien
tenía la cara congestionada. Estaba sentado muy rígido
y respiraba con su poderoso pecho como si estuviera
resistiendo la presión de una gigantesca ola. La joven
sentada exactamente detrás de Winston, aquella
morena, había empezado a gritar: «¡Cerdo! ¡Cerdo!
¡Cerdo!», y, de pronto, cogiendo un pesado diccionario
de neolengua, lo arrojó a la pantalla. El diccionario le
dio a Goldstein en la nariz y rebotó. Pero la voz
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continuó inexorable. En un momento de lucidez
descubrió Winston que estaba chillando histéricamente
como los demás y dando fuertes patadas con los
talones contra los palos de su propia silla. Lo horrible
de los Dos Minutos de Odio no era el que cada uno
tuviera que desempeñar allí un papel sino, al contrario,
que era absolutamente imposible evitar la participación
porque era uno arrastrado irremisiblemente. A los
treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de
miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de
aplastar rostros con un martillo, parecían recorrer a
todos los presentes como una corriente eléctrica
convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un
loco gesticulador y vociferante. Y sin embargo, la
rabia que se sentía era una emoción abstracta e
indirecta que podía aplicarse a uno u otro objeto como
la llama de una lámpara de soldadura autógena. Así, en
un momento determinado, el odio de Winston no se
dirigía contra Goldstein, sino contra el propio Gran
Hermano, contra el Partido y contra la Policía del
Pensamiento; y entonces su corazón estaba de parte del
solitario e insultado hereje de la pantalla, único
guardián de la verdad y la cordura en un mundo de
mentiras. Pero al instante siguiente, se hallaba
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identificado por completo con la gente que le rodeaba
y le parecía verdad todo lo que decían de Goldstein.
Entonces, su odio contra el Gran Hermano se
transformaba en adoración, y el Gran Hermano se
elevaba como una invencible torre, como una valiente
roca capaz de resistir los ataques de las hordas
asiáticas, y Goldstein, a pesar de su aislamiento, de su
desamparo y de la duda que flotaba sobre su existencia
misma, aparecía como un siniestro brujo capaz de
acabar con la civilización entera tan sólo con el poder
de su voz.
Incluso era posible, en ciertos momentos, desviar el
odio en una u otra dirección mediante un esfuerzo de
voluntad. De pronto, por un esfuerzo semejante al que
nos permite separar de la almohada la cabeza para huir
de una pesadilla, Winston conseguía trasladar su odio a
la muchacha que se encontraba detrás de él. Por su
mente pasaban, como ráfagas, bellas y deslumbrantes
alucinaciones. Le daría latigazos con una porra de
goma hasta matarla. La ataría desnuda en un piquete y
la atravesaría con flechas como a san Sebastián. La
violaría y en el momento del clímax le cortaría la
garganta. Sin embargo se dio cuenta mejor que antes
de por qué la odiaba. La odiaba porque era joven y
George Orwell
1984
bonita y asexuada; porque quería irse a la cama con
ella y no lo haría nunca; porque alrededor de su dulce
y cimbreante cintura, que parecía pedir que la rodearan
con el brazo, no había más que la odiosa banda roja,
agresivo símbolo de castidad.
El odio alcanzó su punto de máxima exaltación. La voz
de Goldstein se había convertido en un auténtico
balido ovejuno. Y su rostro, que había llegado a ser el
de una oveja, se transformó en la cara de un soldado de
Eurasia, el cual parecía avanzar, enorme y terrible,
sobre los espectadores disparando atronadoramente su
fusil ametralladora. Enteramente parecía salirse de la
pantalla, hasta tal punto que muchos de los presentes
se echaban hacia atrás en sus asientos. Pero en el
mismo instante, produciendo con ello un hondo suspiro
de alivio en todos, la amenazadora figura se fundía
para que surgiera en su lugar el rostro del Gran
Hermano, con su negra cabellera y sus grandes bigotes
negros, un rostro rebosante de poder y de misteriosa
calma y tan grande que llenaba casi la pantalla. Nadie
oía lo que el gran camarada estaba diciendo. Eran sólo
unas cuantas palabras para animarlos, esas palabras
que suelen decirse a las tropas en cualquier batalla, y
que no es preciso entenderlas una por una, sino que
George Orwell
1984
infunden confianza por el simple hecho de ser
pronunciadas. Entonces, desapareció a su vez la
monumental cara del Gran Hermano y en su lugar
aparecieron los tres slogans del Partido en grandes
letras:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Pero daba la impresión de un fenómeno óptico
psicológico de que el rostro del Gran Hermano
persistía en la pantalla durante algunos segundos,
como si el «impacto» que había producido en las
retinas de los espectadores fuera demasiado intenso
para borrarse inmediatamente. La mujeruca del cabello
color arena se lanzó hacia delante, agarrándose a la
silla de la fila anterior y luego, con un trémulo
murmullo que sonaba algo así como «¡Mi salvador!»,
extendió los brazos hacia la pantalla. Después ocultó la
cara entre sus manos. Sin duda, estaba rezando a su
manera.
George Orwell
1984
Entonces, todo el grupo prorrumpió en un canto
rítmico, lento y profundo: «¡Ge—Hache. Ge—Hache...
Ge—Hache!», dejando una gran pausa entre la G y la
H. Era un canto monótono y salvaje en cuyo fondo
parecían oírse pisadas de pies desnudos y el batir de
los tam—tam. Este canturreo duró unos treinta
segundos. Era un estribillo que surgía en todas las
ocasiones de gran emoción colectiva. En parte, era una
especie de himno a la sabiduría y majestad del Gran
Hermano; pero, más aún, constituía aquello un
procedimiento de autohipnosis, un modo deliberado de
ahogar la conciencia mediante un ruido rítmico. A
Winston parecían enfriársele las entrañas. En los Dos
Minutos de Odio, no podía evitar que la oleada
emotiva le arrastrase, pero este infrahumano canturreo
«iG—H... G—H ... G—H!» siempre le llenaba de
horror. Desde luego, se unía al coro; esto era
obligatorio. Controlar los verdaderos sentimientos y
hacer lo mismo que hicieran los demás era una
reacción natural. Pero durante un par de segundos, sus
ojos podían haberío delatado. Y fue precisamente en
esos instantes cuando ocurrió aquello que a él le había
parecido significativo... si es que había ocurrido.
George Orwell
1984
Momentáneamente, sorprendió la mirada de O'Brien.
Éste se había levantado; se había quitado las gafas
volviéndoselas a colocar con su delicado y
característico gesto. Pero durante una fracción de
segundo, se encontraron sus ojos con los de Winston y
éste supo —sí, lo supo— que O'Brien pensaba lo
mismo que él. Un inconfundible mensaje se había
cruzado entre ellos. Era como si sus dos mentes se
hubieran abierto y los pensamientos hubieran volado
de la una a la otra a través de los ojos. «Estoy
contigo», parecía estarle diciendo O'Brien. «Sé en qué
estás pensando. Conozco tu asco, tu odio, tu disgusto.
Pero no te preocupes; ¡estoy contigo!» Y luego la
fugacísima comunicación se había interrumpido y la
expresión de O'Brien volvió a ser tan inescrutable
como la de todos los demás.
Esto fue todo y ya no estaba seguro de si había
sucedido efectivamente. Tales incidentes nunca tenían
consecuencias para Winston. Lo único que hacían era
mantener viva en él la creencia o la esperanza de que
otros, además de él, eran enemigos del Partido. Quizás,
después de todo, resultaran ciertos los rumores de
extensas conspiraciones subterráneas; quizás existiera
de verdad la Hermandad. Era imposible, a pesar de los
George Orwell
1984
continuos arrestos y las constantes confesiones y
ejecuciones, estar seguro de que la Hermandad no era
sencillamente un mito. Algunos días lo creía Winston;
otros, no. No había pruebas, sólo destellos que podían
significar algo o no significar nada: retazos de
conversaciones oídas al pasar, algunas palabras
garrapateadas en las paredes de los lavabos, y, alguna
vez, al encontrarse dos desconocidos, ciertos
movimientos de las manos que podían parecer señales
de reconocimiento. Pero todo ello eran suposiciones
que podían resultar totalmente falsas. Winston había
vuelto a su cubículo sin mirar otra vez a O'Brien.
Apenas cruzó por su mente la idea de continuar este
momentáneo contacto. Hubiera sido extremadamente
peligroso incluso si hubiera sabido él cómo entablar
esa relación. Durante uno o dos segundos, se había
cruzado entre ellos una mirada equívoca, y eso era
todo. Pero incluso así, se trataba de un acontecimiento
memorable en el aislamiento casi hermético en que
uno tenía que vivir.
Winston se sacudió de encima estos pensamientos y
tomó una posición más erguida en su silla. Se le
escapó un eructo. La ginebra estaba haciendo su
efecto.
George Orwell
1984
Volvieron a fijarse sus ojos en la página. Descubrió
entonces que durante todo el tiempo en que había
estado recordando, no había dejado de escribir como
por una acción automática. Y ya no era la inhábil
escritura retorcida de antes. Su pluma se había
deslizado voluptuosamente sobre el suave papel,
imprimiendo en claras y grandes mayúsculas lo
siguiente:
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
Una vez y otra, hasta llenar media página.
No pudo evitar un escalofrío de pánico. Era absurdo,
ya que escribir aquellas palabras no era más peligroso
que el acto inicial de abrir un diario; pero, por un
instante, estuvo tentado de romper las páginas ya
escritas y abandonar su propósito.
Sin embargo, no lo hizo, porque sabía que era inútil. El
hecho de escribir ABAJO EL GRAN HERMANO o no
George Orwell
1984
escribirlo, era completamente igual. Seguir con el
diario o renunciar a escribirlo, venía a ser lo mismo. La
Policía del Pensamiento lo descubriría de todas
maneras. Winston había cometido —seguiría habiendo
cometido aunque no hubiera llegado a posar la pluma
sobre el papel— el crimen esencial que contenía en sí
todos los demás. El crimental (crimen mental), como
lo llamaban. El crimental no podía ocultarse durante
mucho tiempo. En ocasiones, se podía llegar a tenerlo
oculto años enteros, pero antes o después lo descubrían
a uno.
Las detenciones ocurrían invariablemente por la noche.
Se despertaba uno sobresaltado porque una mano le
sacudía a uno el hombro, una linterna le enfocaba los
ojos y un círculo de sombríos rostros aparecía en torno
al lecho. En la mayoría de los casos no había proceso
alguno ni se daba cuenta oficialmente de la detención.
La gente desaparecía sencillamente y siempre durante
la noche. El nombre del individuo en cuestión
desaparecía de los registros, se borraba de todas partes
toda referencia a lo que hubiera hecho y su paso por la
vida quedaba totalmente anulado como si jamás
hubiera existido. Para esto se empleaba la palabra
vaporizado.
George Orwell
1984
Winston sintió una especie de histeria al pensar en
estas cosas. Empezó a escribir rápidamente y con muy
mala letra:
me matarán no me importa me matarán me dispararán
en la nuca me da lo mismo abajo el gran hermano
siempre lo matan a uno por la nuca no me importa
abajo el gran hermano...
Se echó hacia atrás en la silla, un poco avergonzado de
sí mismo, y dejó la pluma sobre la mesa. De repente,
se sobresaltó espantosamente. Habían llamado a la
puerta.
¡Tan pronto! Siguió sentado inmóvil, como un ratón
asustado, con la tonta esperanza de que quien fuese se
marchara al ver que no le abrían. Pero no, la llamada
se repitió. Lo peor que podía hacer Winston era tardar
en abrir. Le redoblaba el corazón como un tambor,
pero es muy probable que sus facciones, a fuerza de la
costumbre, resultaran inexpresivas. Levantóse y se
acercó pesadamente a la puerta.
George Orwell
1984
CAPITULO II
Al poner la mano en el pestillo recordó Winston que
había dejado el Diario abierto sobre la mesa. En
aquella página se podía leer desde lejos el ABAJO EL
GRAN HERMANO repetido en toda ella con letras
grandísimas. Pero Winston sabía que incluso en su
pánico no había querido estropear el cremoso papel
cerrando el libro mientras la tinta no se hubiera secado.
Contuvo la respiración y abrió la puerta.
Instantáneamente, le invadió una sensación de alivio.
Una mujer insignificante, avejentada, con el cabello
revuelto y la cara llena de arrugas, estaba a su lado.
—¡Oh, camarada! empezó a decir la mujer en una voz
lúgubre y quejumbrosa——, te sentí llegar y he venido
por si puedes echarle un ojo al desagüe del fregadero.
Se nos ha atascado...
Era la señora Parsons, esposa de un vecino del mismo
piso (señora era una palabra desterrada por el Partido,
ya que había que llamar a todos camaradas, pero con
algunas mujeres se usaba todavía instintivamente). Era
una mujer de unos treinta años, pero aparentaba mucha
más edad. Se tenía la impresión de que había polvo
George Orwell
1984
reseco en las arrugas de su cara. Winston la siguió por
el pasillo. Estas reparaciones de aficionado constituían
un fastidio casi diario. Las Casas de la Victoria eran
unos antiguos pisos construidos hacia 1930
aproximadamente y se hallaban en estado ruinoso.
Caían constantemente trozos de yeso del techo y de la
pared, las tuberías se estropeaban con cada helada,
había innumerables goteras y la calefacción funcionaba
sólo a medias cuando funcionaba, porque casi siempre
la cerraban por economía. Las reparaciones, excepto
las que podía hacer uno por sí mismo, tenían que ser
autorizadas por remotos comités que solían retrasar
dos años incluso la compostura de un cristal roto.
—Si le he molestado es porque Tom no está en casa —
dijo la señora Parsons vagamente.
El piso de los Parsons era mayor que el de Winston y
mucho más descuidado. Todo parecía roto y daba la
impresión de que allí acababa de agitarse un enorme y
violento animal. Por el suelo estaban tirados diversos
artículos para deportes patines de hockey, guantes de
boxeo, un balón de reglamento, unos pantalones
vueltos del revés y sobre la mesa había un montón de
platos sucios y cuadernos escolares muy usados. En las
George Orwell
1984
paredes, unos carteles rojos de la Liga juvenil y de los
Espías y un gran cartel con el retrato de tamaño natural
del Gran Hermano. Por supuesto, se percibía el
habitual olor a verduras cocidas que era el dominante
en todo el edificio, pero en este piso era más fuerte el
olor a sudor, que se notaba desde el primer momento,
aunque no alcanzaba uno a decir por qué era el sudor
de una mujer que no se hallaba presente entonces. En
otra habitación, alguien con un peine y un trozo de
papel higiénico trataba de acompañar a la música
militar que brotaba todavía de la telepantalla.
—Son los niños dijo la señora Parsons, lanzando una
mirada aprensiva hacia la puerta—. Hoy no han salido.
Y, desde luego...
Aquella mujer tenía la costumbre de interrumpir sus
frases por la mitad. El fregadero de la cocina estaba
lleno casi hasta el borde con agua sucia y verdosa que
olía aún peor que la verdura. Winston se arrodilló y
examinó el ángulo de la tubería de desagüe donde
estaba el tornillo. Le molestaba emplear sus manos y
también tener que arrodillarse, porque esa postura le
hacía toser. La señora Parsons lo miró desanimada:
George Orwell
1984
—Naturalmente, si Tom estuviera en casa lo arreglaría
en un momento. Le gustan esas cosas. Es muy hábil en
cosas manuales. Sí, Tom es muy...
Parsons era el compañero de oficina de Winston en el
Ministerio de la Verdad. Era un hombre muy grueso,
pero activo y de una estupidez asombrosa, una masa de
entusiasmos imbéciles, uno de esos idiotas de los
cuales, todavía más que de la Policía del Pensamiento,
dependía la estabilidad del Partido. A sus treinta y
cinco años acababa de salir de la Liga juvenil, y antes
de ser admitido en esa organización había conseguido
permanecer en la de los Espías un año más de lo
reglamentario. En el Ministerio estaba empleado en un
puesto subordinado para el que no se requería
inteligencia alguna, pero, por otra parte, era una figura
sobresaliente del Comité deportivo y de todos los
demás comités dedicados a organizar excursiones
colectivas, manifestaciones espontáneas, las campañas
pro ahorro y en general todas las actividades
«voluntarias». Informaba a quien quisiera oírle, con
tranquilo orgullo y entre chupadas a su pipa, que no
había dejado de acudir ni un solo día al Centro de la
Comunidad durante los cuatro años pasados. Un
fortísimo olor a sudor, una especie de testimonio
George Orwell
1984
inconsciente de su continua actividad y energía, le
seguía a donde quiera que iba, y quedaba tras él
cuando se hallaba lejos.
—¿Tiene usted un destornillador? dijo Winston
tocando el tapón del desagüe.
—Un destornillador dijo la señora Parsons,
inmovilizándose inmediatamente—. Pues, no sé. Es
posible que los niños...
En la habitación de al lado se oían fuertes pisadas y
más trompetazos con el peine. La señora Parsons trajo
el destornillador. Winston dejó salir el agua y quitó
con asco el pegote de cabello que había atrancado el
tubo. Se limpió los dedos lo mejor que pudo en el agua
fría del grifo y volvió a la otra habitación.
—¡Arriba las manos! chilló una voz salvaje.
Un chico, guapo y de aspecto rudo, que parecía tener
unos nueve años, había surgido por detrás de la mesa y
amenazaba a Winston con una pistola automática de
juguete mientras que su hermanita, de unos dos años
menos, hacía el mismo ademán con un pedazo de
madera. Ambos iban vestidos con pantalones cortos
azules, camisas grises y pañuelo rojo al cuello. Éste era
George Orwell
1984
el uniforme de los Espías. Winston levantó las manos,
pero a pesar de la broma sentía cierta inquietud por el
gesto de maldad que veía en el niño.
—¡Eres un traidor! grito el chico—. ¡Eres un criminal
mental ¡Eres un espía de Eurasia! ¡Te mataré, te
vaporizaré; te mandaré a las minas de sal.
De pronto, tanto el niño como la niña empezaron a
saltar en torno a él gritando: «¡Traidor!» «¡Criminal
mental!», imitando la niña todos los movimientos de
su hermano. Aquello producía un poco de miedo, algo
así como los juegos de los cachorros de los tigres
cuando pensamos que pronto se convertirán en
devoradores de hombres. Había una especie de
ferocidad calculadora en la mirada del pequeño, un
deseo evidente de darle un buen golpe a Winston, de
hacerle daño de alguna manera, una convicción de ser
va casi lo suficientemente hombre para hacerlo. «¡Qué
suerte que el niño no tenga en la mano más que una
pistola de juguete!», pensó Winston.
La mirada de la señora Parsons iba nerviosamente de
los niños a Winston y de éste a los niños. Como en
aquella habitación había mejor luz, pudo notar
George Orwell
1984
Winston que en las arrugas de la mujer había
efectivamente polvo.
—Hacen tanto ruido... Dijo ella——. Están
disgustados porque no pueden ir a ver ahorcar a esos.
Estoy segura de que por eso revuelven tanto. Yo no
puedo llevarlos; tengo demasiado quehacer. Y Tom no
volverá de su trabajo a tiempo.
—¿Por qué no podemos ir a ver cómo los cuelgan?
Gritó el pequeño con su tremenda voz, impropia de su
edad.
—¡Queremos verlos colgar! ¡Queremos verlos colgar!
—canturreaba la chiquilla mientras saltaba.
Varios prisioneros eurasiáticos, culpables de crímenes
de guerra, serían ahorcados en el parque aquella tarde,
recordó Winston. Esto solía ocurrir una vez al mes y
constituía un espectáculo popular. A los niños siempre
les hacía gran ilusión asistir a él. Winston se despidió
de la señora Parsons y se dirigió hacia la puerta. Pero
apenas había bajado seis escalones cuando algo le dio
en el cuello por detrás produciéndole un terrible dolor.
Era como si le hubieran aplicado un alambre
incandescente. Se volvió a tiempo de ver cómo retiraba
George Orwell
1984
la señora Parsons a su hijo del descansillo. El chico se
guardaba un tirachinas en el bolsillo.
—¡Goldstein! Gritó el pequeño antes de que la madre
cerrara la puerta, pero lo que más asustó a Winston fue
la mirada de terror y desamparo de la señora Parsons.
De nuevo en su piso, cruzó rápidamente por delante de
la telepantalla y volvió a sentarse ante la mesita sin
dejar de pasarse la mano por su dolorido cuello. La
música de la telepantalla se había detenido. Una voz
militar estaba leyendo, con una especie de brutal
complacencia, una descripción de los armamentos de
la nueva fortaleza flotante que acababa de ser anclada
entre Islandia y las islas Feroe.
Con aquellos niños, pensó Winston, la desgraciada
mujer debía de llevar una vida terrorífica. Dentro de
uno o dos años sus propios hijos podían descubrir en
ella algún indicio de herejía. Casi todos los niños de
entonces eran horribles. Lo peor de todo era que esas
organizaciones, como la de los Espías, los convertían
sistemáticamente en pequeños salvajes ingobernables,
y, sin embargo, este salvajismo no les impulsaba a
rebelarse contra la disciplina del Partido. Por el
contrario, adoraban al Partido y a todo lo que se
George Orwell
1984
relacionaba con él. Las canciones, los desfiles, las
pancartas, las excursiones colectivas, la instrucción
militar infantil con fusiles de juguete, los slogans
gritados por doquier, la adoración del Gran Hermano...
todo ello era para los niños un estupendo juego. Toda
su ferocidad revertía hacia fuera, contra los enemigos
del Estado, contra los extranjeros, los traidores,
saboteadores y criminales del pensamiento. Era casi
normal que personas de más de treinta años les
tuvieran un miedo visceral a sus hijos. Y con razón,
pues apenas pasaba una semana sin que el Times
publicara unas líneas describiendo cómo alguna
viborilla —la denominación oficial era «heroico niño»
había denunciado a sus padres a la Policía del
Pensamiento contándole a ésta lo que había oído en
casa.
La molestia causada por el proyectil del tirachinas se le
había pasado. Winston volvió a coger la pluma
preguntándose si no tendría algo más que escribir. De
pronto, empezó a pensar de nuevo en O'Brien.
Años atrás —cuánto tiempo hacía, quizás siete años—
había soñado Winston que paseaba por una habitación
oscura... Alguien sentado a su lado le había dicho al
George Orwell
1984
pasar él: «Nos encontraremos en el lugar donde no hay
oscuridad». Se lo había dicho con toda calma, de una
manera casual, más como una afirmación cualquiera
que como una orden. Él había seguido andando. Y lo
curioso era que al oírlas en el sueño, aquellas palabras
no le habían impresionado. Fue sólo más tarde y
gradualmente cuando empezaron a tomar significado.
Ahora no podía recordar si fue antes o después de tener
el sueño cuando había visto a O'Brien por vez primera;
y tampoco podía recordar cuándo había identificado
aquella voz como la de O'Brien. Pero, de todos modos,
era indudablemente O'Brien quien le había hablado en
la oscuridad.
Nunca había podido sentirse absolutamente seguro —
incluso después del fugaz encuentro de sus miradas
esta mañana— de si O'Brien era un amigo o un
enemigo. Ni tampoco importaba mucho esto. Lo cierto
era que existía entre ellos un vínculo de comprensión
más fuerte y más importante que el afecto o el
partidismo. «Nos encontraremos en el lugar donde no
hay oscuridad», le había dicho. Winston no sabía lo
que podían significar estas palabras, pero sí sabía que
se convertirían en realidad.
George Orwell
1984
La voz de la telepantalla se interrumpió. Sonó un claro
y hermoso toque de trompeta y la voz prosiguió en
tono chirriante:
«Atención. ¡Vuestra atención, por favor! En este
momento nos llega un notirrelámpago del frente
malabar. Nuestras fuerzas han logrado una gloriosa
victoria en el sur de la India. Estoy autorizado para
decir que la batalla a que me refiero puede
aproximarnos bastante al final de la guerra. He aquí el
texto del notirrelámpago ... »
Malas noticias, pensó Winston. Ahora seguirá la
descripción, con un repugnante realismo, del
aniquilamiento de todo un ejército eurásico, con
fantásticas cifras de muertos y prisioneros... para
decirnos luego que, desde la semana próxima,
reducirán la ración de chocolate a veinte gramos en
vez de los treinta de ahora.
Winston volvió a eructar. La ginebra perdía ya su
fuerza y lo dejaba desanimado. La telepantalla —no se
sabe si para celebrar la victoria o para quitar el mal
sabor del chocolate perdido— lanzó los acordes de
Oceanía, todo para ti. Se suponía que todo el que
escuchara el himno, aunque estuviera solo, tenía que
George Orwell
1984
escucharlo de pie. Sin embargo, Winston se aprovechó
de que la telepantalla no lo veía y siguió sentado.
Oceanía, todo para ti, terminó y empezó la música
ligera. Winston se dirigió hacia la ventana,
manteniéndose de espaldas a la pantalla El día era
todavía frío y claro. Allá lejos estalló una bombacohete
con un sonido sordo y prolongado. Ahora solían caer
en Londres unas veinte o treinta bombas a la semana.
Abajo, en la calle, el viento seguía agitando el cartel
donde la palabra Ingsoc aparecía y desaparecía.
Ingsoc. Los principios sagrados de Ingsoc. Neolengua,
doblepensar, mutabilidad del pasado. A Winston le
parecía estar recorriendo las selvas submarinas,
perdido en un mundo monstruoso cuyo monstruo era él
mismo. Estaba solo. El pasado había muerto, el futuro
era inimaginable. ¿Qué certidumbre podía tener él de
que ni un solo ser humano estaba de su parte? Y
¿Cómo iba a saber si el dominio del Partido no duraría
siempre? Como respuesta, los tres slogans sobre la
blanca fachada del Ministerio de la Verdad, le
recordaron que:
LA GUERRA ES LA PAZ
George Orwell
1984
LA LIIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Sacó de su bolsillo una moneda de veinticinco
centavos. También en ella, en letras pequeñas, pero
muy claras, aparecían las mismas frases y, en el
reverso de la moneda, la cabeza del Gran Hermano.
Los ojos de éste le perseguían a uno hasta desde las
monedas. Sí, en las monedas, en los sellos de correo,
en pancartas, en las envolturas de los paquetes de los
cigarrillos, en las portadas de los libros, en todas
partes. Siempre los ojos que os contemplaban y la voz
que os envolvía. Despiertos o dormidos, trabajando o
comiendo, en casa o en la calle, en el baño o en la
cama, no había escape. Nada era del individuo a no ser
unos cuantos centímetros cúbicos dentro de su cráneo.
El sol había seguido su curso y las mil ventanas del
Ministerio de la Verdad, en las que ya no reverberaba
la luz, parecían los tétricos huecos de una fortaleza.
Winston sintió angustia ante aquella masa piramidal.
Era demasiado fuerte para ser asaltada. Ni siquiera un
millar de bombascohete podría abatirla. Volvió a
preguntarse para quién escribía el Diario, para el
pasado, para el futuro, para una época imaginaria?
George Orwell
1984
Frente a él no veía la muerte, sino algo peor— el
aniquilamiento absoluto. El Diario quedaría reducido a
cenizas y a él lo vaporizarían. Sólo la Policía del
Pensamiento leería lo que él hubiera escrito antes de
hacer que esas líneas desaparecieran incluso de la
memoria. ¿Cómo iba usted a apelar a la posteridad
cuando ni una sola huella suya, ni siquiera una palabra
garrapateada en un papel iba a sobrevivir físicamente?
En la telepantalla sonaron las catorce. Winston tenía
que marchar dentro de diez minutos. Debía reanudar el
trabajo a las catorce y treinta. Qué curioso: las
campanadas de la hora lo reanimaron. Era como un
fantasma solitario diciendo una verdad que nadie oiría
nunca. De todos modos, mientras Winston pronunciara
esa verdad, la continuidad no se rompería. La herencia
humana no se continuaba porque uno se hiciera oír
sino por el hecho de permanecer cuerdo. Volvió a la
mesa, mojó en tinta su pluma y escribió:
Para el futuro o para el pasado, para la época en que
se pueda pensar libremente, en que los hombres sean
distintos unos de otros y no vivan solitarios... Para
cuando la verdad exista y lo que se haya hecho no
pueda ser deshecho:
George Orwell
1984
Desde esta época de uniformidad, de este tiempo de
soledad, la Edad del Gran Hermano, la época del
doblepensar... ¡muchas felicidades!
Winston comprendía que ya estaba muerto. Le parecía
que sólo ahora, en que empezaba a poder formular sus
pensamientos, era cuando había dado el paso
definitivo. Las consecuencias de cada acto van
incluidas en el acto mismo. Escribió:
El crimental (el crimen de la mente) no implica la
muerte; el crimental es la muerte misma. Al
reconocerse ya a sí mismo muerto, se le hizo
imprescindible vivir lo más posible. Tenía manchados
de tinta dos dedos de la mano derecha. Era
exactamente uno de esos detalles que le pueden delatar
a uno. Cualquier entrometido del Ministerio
(probablemente, una mujer: alguna como la del cabello
color de arena o la muchacha morena del
Departamento de Novela) podía preguntarse por qué
habría usado una pluma anticuada y qué habría
escrito... y luego dar el soplo a donde correspondiera.
Fue al cuarto de baño y se frotó cuidadosamente la
tinta con el oscuro y rasposo jabón que le limaba la
George Orwell
1984
piel como un papel de lija y resultaba por tanto muy
eficaz para su propósito.
Guardó el Diario en el cajón de la mesita. Era inútil
pretender esconderlo; pero, por lo menos, podía saber
si lo habían descubierto o no. Un cabello sujeto entre
las páginas sería demasiado evidente. Por eso, con la
yema de un dedo recogió una partícula de polvo de
posible identificación y la depositó sobre una esquina
de la tapa, de donde tendría que caerse si cogían el
libro.
George Orwell
1984
CAPITULO III
Winston estaba soñando con su madre. El debía de
tener unos diez u once años cuando su madre murió.
Era una mujer alta, estatuaria y más bien silenciosa, de
movimientos pausados y magnífico cabello rubio. A su
padre lo recordaba, más vagamente, como un hombre
moreno y delgado, vestido siempre con impecables
trajes oscuros (Winston recordaba sobre todo las suelas
extremadamente finas de los zapatos de su padre) y
usaba gafas. Seguramente, tanto el padre como la
madre debieron de haber caído en una de las primeras
grandes purgas de los años cincuenta.
En aquel momento en el sueño —su madre estaba
sentada en un sitio profundo junto a él y con su niña en
brazos. De esta hermana sólo recordaba Winston que
era una chiquilla débil e insignificante, siempre callada
y con ojos grandes que se fijaban en todo. Se hallaban
las dos en algún sitio subterráneo por ejemplo, el fondo
de un pozo o en una cueva muy honda—, pero era un
lugar que, estando ya muy por debajo de él, se iba
hundiendo sin cesar. Si, era la cámara de un barco que
se hundía y la madre y la hermana lo miraban a él
desde la tenebrosidad de las aguas que invadían el
George Orwell
1984
buque. Aún había aire en la cámara. Su madre y su
hermanita podían verlo todavía y él a ellas, pero no
dejaban de irse hundiendo ni un solo instante, de ir
cayendo en las aguas, de un verde muy oscuro, que de
un momento a otro las ocultarían para siempre.
Winston, en cambio, se encontraba al aire libre y a
plena luz mientras a ellas se las iba tragando la muerte,
y ellas se hundían porque él estaba allí arriba. Winston
lo sabía y también ellas lo sabían y él descubría en las
caras de ellas este conocimiento. Pero la expresión de
las dos no le reprochaba nada ni sus corazones
tampoco —él lo sabía— y sólo se transparentaba la
convicción de que ellas morían para que él pudiera
seguir viviendo allá arriba y que esto formaba parte del
orden inevitable de las cosas.
No podía recordar qué había ocurrido, pero mientras
soñaba estaba seguro de que, de un modo u otro, las
vidas de su madre y su hermana fueron sacrificadas
para que él viviera. Era uno de esos ensueños que, a
pesar de utilizar toda la escenografía onírica habitual,
son una continuación de nuestra vida intelectual y en
los que nos damos cuenta de hechos e ideas que siguen
teniendo un valor después del despertar. Pero lo que de
pronto sobresaltó a Winston, al pensar luego en lo que
George Orwell
1984
había soñado, fue que la muerte de su madre, ocurrida
treinta años antes, había sido trágica y dolorosa de un
modo que ya no era posible. Pensó que la tragedia
pertenecía a los tiempos antiguos y que sólo podía
concebirse en una época en que había aún intimidad —
vida privada, amor y amistad— y en que los miembros
de una familia permanecían juntos sin necesidad de
tener una razón especial para ello. El recuerdo de su
madre le torturaba porque había muerto amándole
cuando él era demasiado joven y egoísta para
devolverle ese cariño y porque de alguna manera —no
recordaba cómo— se había sacrificado a un concepto
de la lealtad que era privadísimo e inalterable. Bien
comprendía Winston que esas cosas no podían suceder
ahora. Lo que ahora había era miedo, odio y dolor
físico, pero no emociones dignas ni penas profundas y
complejas. Todo esto lo había visto, soñando, en los
ojos de su madre y su hermanita, que lo miraban a él a
través de las aguas verdeoscuras, a una inmensa
profundidad y sin dejar de hundirse.
De pronto, se vio de pie sobre el césped en una tarde
de verano en que los rayos oblicuos del sol doraban la
corta hierba. El paisaje que se le aparecía ahora se le
presentaba con tanta frecuencia en sueños que nunca
George Orwell
1984
estaba completamente seguro de si lo había visto
alguna vez en la vida real. Cuando estaba despierto, lo
llamaba el País Dorado. Lo cubrían pastos mordidos
por los conejos con un sendero que serpenteaba por él
y, aquí y allá, unas pequeñísimas elevaciones del
terreno. Al fondo, se velan unos olmos que se
balanceaban suavemente con la brisa y sus follajes
parecían cabelleras de mujer. Cerca, aunque fuera de la
vista, corría un claro arroyuelo de lento fluir.
La muchacha morena venía hacia él por aquel campo.
Con un solo movimiento se despojó de sus ropas y las
arrojó despectivamente a un lado. Su cuerpo era blanco
y suave, pero no despertaba deseo en Winston, que se
limitaba a contemplarlo. Lo que le llenaba de
entusiasmo en aquel momento era el gesto con que la
joven se había librado de sus ropas. Con la gracia y el
descuido de aquel gesto, parecía estar aniquilando toda
su cultura, todo un sistema de pensamiento, como si el
Gran Hermano, el Partido y la Policía del Pensamiento
pudieran ser barridos y enviados a la Nada con un
simple movimiento del brazo. También aquel gesto
pertenecía a los tiempos antiguos. Winston se despertó
con la palabra «Shakespeare» en los labios.
George Orwell
1984
La telepantalla emitía en aquel instante un prolongado
silbido que partía el tímpano y que continuaba en la
misma nota treinta segundos. Eran las cero—siete—
quince, la hora de levantarse para los oficinistas.
Winston se echó abajo de la cama desnudo porque los
miembros del Partido Exterior recibían sólo tres mil
cupones para vestimenta durante el año y un pijama
necesitaba seiscientos cupones— y se puso un sucio
singlet y unos shorts que estaban sobre una silla.
Dentro de tres minutos empezarían las Sacudidas
Físicas. Inmediatamente le entró el ataque de tos
habitual en él en cuanto se despertaba.
Vació tanto sus pulmones que, para volver a respirar,
tuvo que tenderse de espaldas abriendo y cerrando la
boca repetidas veces y en rápida sucesión. Con el
esfuerzo de la tos se le hinchaban las venas y sus
varices le habían empezado a escocer.
—¡Grupo de treinta a cuarenta! —ladró una penetrante
voz de mujer—. ¡Grupo de treinta a cuarenta! Ocupad
vuestros sitios, por favor.
Winston se colocó de un salto a la vista de la
telepantalla, en la cual había aparecido ya la imagen de
una mujer más bien joven, musculoso y de facciones
George Orwell
1984
duras, vestida con una túnica y calzando sandalias de
gimnasia.
—¡Doblad y extended los brazos! —gritó—. ¡Contad a
la vez que yo! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres,
cuatro! ¡Vamos, camaradas, un poco de vida en lo que
hacéis! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro!
...
La intensa molestia de su ataque de tos no había
logrado desvanecer en Winston la impresión que le
había dejado el ensueño y los movimientos rítmicos de
la gimnasia contribuían a conservarle aquel recuerdo.
Mientras doblaba y desplegaba mecánicamente los
brazos —sin perder ni por un instante la expresión de
contento que se consideraba apropiada durante las
Sacudidas Físicas—, se esforzaba por resucitar el
confuso período de su primera infancia. Pero le
resultaba extraordinariamente difícil. Más allá de los
años cincuenta y tantos —final de la década— todo se
desvanecía. Sin datos externos de ninguna clase a que
referirse era imposible reconstruir ni siquiera el
esquema de la propia vida. Se recordaban los
acontecimientos de enormes proporciones —que muy
bien podían no haber acaecido—, se recordaban
George Orwell
1984
también detalles sueltos de hechos sucedidos en la
infancia, de cada uno, pero sin poder captar la
atmósfera. Y había extensos períodos en blanco donde
no se podía colocar absolutamente nada. Entonces todo
había sido diferente. Incluso los nombres de los países
y sus formas en el mapa. La Franja Aérea número 1,
por ejemplo, no se llamaba así en aquellos días: la
llamaban Inglaterra o Bretaña, aunque Londres —
Winston estaba casi seguro de ello— se había llamado
siempre Londres.
No podía recordar claramente una época en que su país
no hubiera estado en guerra, pero era evidente que
había un intervalo de paz bastante largo durante su
infancia porque uno de sus primeros recuerdos era el
de un ataque aéreo que parecía haber cogido a todos
por sorpresa. Quizá fue cuando la bomba atómica cayó
en Colchester. No se acordaba del ataque propiamente
dicho, pero sí de la mano de su padre que le tenía
cogida la suya mientras descendían precipitadamente
por algún lugar subterráneo muy profundo, dando
vueltas por una escalera de caracol que finalmente le
había cansado tanto las piernas que empezó a sollozar
y su padre tuvo que dejarle descansar un poco. Su
madre, lenta y pensativa como siempre, los seguía a
George Orwell
1984
bastante distancia. La madre llevaba a la hermanita de
Winston, o quizá sólo llevase un lío de mantas.
Winston no estaba seguro de que su hermanita hubiera
nacido por entonces. Por último, desembocaron a un
sitio ruidoso y atestado de gente, una estación de
Metro.
Muchas personas se hallaban sentadas en el suelo de
piedra y otras, arracimadas, se habían instalado en
diversos objetos que llevaban. Winston y sus padres
encontraron un sitio libre en el suelo y junto a ellos un
viejo y una vieja se apretaban el uno contra el otro. El
anciano vestía un buen traje oscuro y una boina de
paño negro bajo la cual le asomaba abundante cabello
muy blanco. Tenía la cara enrojecida; los ojos, azules y
lacrimosos. Olía a ginebra. Ésta parecía salírsele por
los poros en vez del sudor y podría haberse pensado
que las lágrimas que le brotaban de los ojos eran
ginebra pura. Sin embargo, a pesar de su borrachera,
sufría de algún dolor auténtico e insoportable. De un
modo infantil, Winston comprendió que algo terrible,
más allá del perdón y que jamás podría tener remedio,
acababa de ocurrirle al viejo. También creía saber de
qué se trataba. Alguien a quien el anciano amaba,
George Orwell
1984
quizás alguna nietecita, había muerto en el bombardeo.
Cada pocos minutos, repetía el viejo:
—No debíamos habernos fiado de ellos. ¿Verdad que
te lo dije, abuelita? Nos ha pasado esto por fiarnos de
ellos. Siempre lo he dicho. Nunca debimos confiar en
esos canallas.
Lo que Winston no podía recordar es a quién se refería
el viejo y quiénes eran esos de los que no había que
fiarse.
Desde entonces, la guerra había sido continua, aunque
hablando con exactitud no se trataba siempre de la
misma guerra. Durante algunos meses de su infancia
había habido una confusa lucha callejera en el mismo
Londres y él recordaba con toda claridad algunas
escenas. Pero hubiera sido imposible reconstruir la
historia de aquel período ni saber quién luchaba contra
quién en un momento dado, pues no quedaba ningún
documento ni pruebas de ninguna clase que
permitieran pensar que la disposición de las fuerzas en
lucha hubiera sido en algún momento distinta a la
actual. Por ejemplo, en este momento, en 1984 (si es
que efectivamente era 1984), Oceanía estaba en guerra
con Eurasia y era aliada de Asia Oriental. En ningún
George Orwell
1984
discurso público ni conversación privada se admitía
que estas tres potencias se hubieran hallado alguna vez
en distinta posición cada una respecto a las otras.
Winston sabía muy bien que, hacia sólo cuatro años,
Oceanía había estado en guerra contra Asia Orienta] y
aliada con Eurasia. Pero aquello era sólo un
conocimiento furtivo que él tenía porque su memoria
«fallaba» mucho, es decir, no estaba lo suficientemente
controlada. Oficialmente, nunca se había producido un
cambio en las alianzas. Oceanía estaba en guerra con
Eurasia; por tanto, Oceanía siempre había luchado
contra Eurasia. El enemigo circunstancial representaba
siempre el absoluto mal, y de ahí resultaba que era
totalmente imposible cualquier acuerdo pasado o
futuro con él.
Lo horrible, pensó por diezmilésima vez mientras se
forzaba los hombros dolorosamente hacia atrás (con
las manos en las caderas, giraban sus cuerpos por la
cintura, ejercicio que se suponía conveniente para los
músculos de la espalda), lo horrible era que todo ello
podía ser verdad. Si el Partido podía alargar la mano
hacia el pasado y decir que este o aquel acontecimiento
nunca había ocurrido, esto resultaba mucho más
horrible que la tortura y la muerte.
George Orwell
1984
El Partido dijo que Oceanía nunca había sido aliada de
Eurasia. Él, Winston Smith, sabía que Oceanía había
estado aliada con Eurasia cuatro años antes. Pero,
¿dónde constaba ese conocimiento? Sólo en su propia
conciencia, la cual, en todo caso, iba a ser aniquilada
muy pronto. Y si todos los demás aceptaban la mentira
que impuso el Partido, si todos los testimonios decían
lo mismo, entonces la mentira pasaba a la Historia y se
convertía en verdad. «El que controla el pasado —
decía el slogan del Partido—, controla también el
futuro. El que controla el presente, controla el pasado.»
Y, sin embargo, el pasado, alterable por su misma
naturaleza, nunca había sido alterado. Todo lo que
ahora era verdad, había sido verdad eternamente y lo
seguiría siendo. Era muy sencillo. Lo único que se
necesitaba era una interminable serie de victorias que
cada persona debía lograr sobre su propia memoria. A
esto le llamaban «control de la realidad». Pero en
neolengua había una palabra especial para ello:
doblepensar.
—¡Descansen! —ladró la instructora, cuya voz parecía
ahora menos malhumorada.
George Orwell
1984
Winston dejó caer los brazos de sus costados y volvió
a llenar de aire sus pulmones. Su mente se deslizó por
el laberíntico mundo del doplepensar. Saber y no
saber, hallarse consciente de lo que es realmente
verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente
elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones
sabiendo que son contradictorias y creer sin embargo
en ambas; emplear la lógica contra la lógica, repudiar
la moralidad mientras se recurre a ella, creer que la
democracia es imposible y que el Partido es el
guardián de la democracia; olvidar cuanto fuera
necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello,
volverlo a traer a la memoria en cuanto se necesitara y
luego olvidarlo de nuevo; y, sobre todo, aplicar el
mismo proceso al procedimiento mismo. Ésta era la
más refinada sutileza del sistema: inducir
conscientemente a la inconsciencia, y luego hacerse
inconsciente para no reconocer que se había realizado
un acto de autosugestión. Incluso comprender la
palabra doblepensar implicaba el uso del doblepensar.
La instructora había vuelto a llamarles la atención:
—Y ahora, a ver cuáles de vosotros pueden tocarse los
dedos de los pies sin doblar las rodillas —gritó la
George Orwell
1984
mujer con gran entusiasmo— ¡Por favor, camaradas!
¡Uno, dos! ¡Uno, dos ... !
A Winston le fastidiaba indeciblemente este ejercicio
que le hacía doler todo el cuerpo y a veces le causaba
golpes de tos. Ya no disfrutaba con sus meditaciones.
El pasado, pensó Winston, no sólo había sido alterado,
sino que estaba siendo destruido. Pues, ¿cómo iba
usted a establecer el hecho más evidente si no existía
más prueba que el recuerdo de su propia memoria?
Trató de recordar en qué año había oído hablar por
primera vez del Gran Hermano. Creía que debió de ser
hacia el sesenta y tantos, pero era imposible estar
seguro. Por supuesto, en los libros de historia editados
por el Partido, el Gran Hermano figuraba como jefe y
guardián de la Revolución desde los primeros días de
ésta. Sus hazañas habían ido retrocediendo en el
tiempo cada vez más y ya se extendían hasta el mundo
fabuloso de los años cuarenta y treinta cuando los
capitalistas, con sus extraños sombreros cilíndricos,
cruzaban todavía por las calles de Londres en
relucientes automóviles o en coches de caballos —
pues aún quedaban vehículos de éstos—, con lados de
cristal. Desde luego, se ignoraba cuánto había de cierto
en esta leyenda y cuánto de inventado. Winston no
George Orwell
1984
podía recordar ni siquiera en qué fecha había
empezado el Partido a existir. No creía haber oído la
palabra «Ingsoc» antes de 1960. Pero era posible que
en su forma viejolingüística es decir, «socialismo
inglés»— hubiera existido antes. Todo se había
desvanecido en la niebla. Sin embargo, a veces era
posible poner el dedo sobre una mentira concreta. Por
ejemplo, no era verdad, como pretendían los libros de
historia lanzados por el Partido, que éste hubiera
inventado los aeroplanos. Winston recordaba los
aeroplanos desde su más temprana infancia. Pero
tampoco podría probarlo. Nunca se podía probar nada.
Sólo una vez en su vida había tenido en sus manos la
innegable prueba documental de la falsificación de un
hecho histórico. Y en aquella ocasión...
—¡Smith! —chilló la voz de la telepantalla—; ¡6O79
Smith W! ¡Sí, tú! ¡Inclínate más, por favor! Puedes
hacerlo mejor; es que no te esfuerzas; más doblado,
haz el favor. Ahora está mucho mejor, camarada.
Descansad todos y fijaos en mí.
Winston sudaba por todo su cuerpo, pero su cara
permanecía completamente inescrutable. ¡Nunca os
manifestéis desanimados! ¡Nunca os mostréis
George Orwell
1984
resentidos! Un leve pestañeo podría traicionaros. Por
eso, Winston miraba impávido a la instructora mientras
ésta levantaba los brazos por encima de la cabeza y, si
no con gracia, sí con notable precisión y eficacia, se
dobló y se tocó los dedos de los pies sin doblar las
rodillas.
—¡Ya habéis visto, camaradas; así es como quiero que
lo hagáis! Miradme otra vez. Tengo treinta y nueve
años y cuatro hijos. Mirad —volvió a doblarse . Ya
veis que mis rodillas no se han doblado. Todos
Vosotros podéis hacerlo si queréis —añadió mientras
se ponía derecha—. Cualquier persona de menos de
cuarenta y cinco años es perfectamente capaz de
tocarse así los dedos de los pies. No todos nosotros
tenemos el privilegio de luchar en el frente, pero por lo
menos podemos mantenemos en forma. ¡Recordad a
nuestros muchachos en el frente malabar! ¡Y a los
marineros de las fortalezas flotantes! Pensad en las
penalidades que han de soportar. Ahora, probad otra
vez. Eso está mejor, camaradas, mucho mejor —
añadió en tono estimulante dirigiéndose a Winston, el
cual, con un violento esfuerzo, había logrado tocarse
los dedos de los pies sin doblar las rodillas. Desde
varios años atrás, no lo conseguía.
George Orwell
1984
CAPITULO IV
Con el hondo e inconsciente suspiro que ni siquiera la
proximidad de la telepantalla podía ahogarle cuando
empezaba el trabajo del día, Winston se acercó al
hablescribe, sopló para sacudir el polvo del micrófono
y se puso las gafas. Luego desenrolló y juntó con un
clip cuatro pequeños cilindros de papel que acababan
de caer del tubo neumático sobre el lado derecho de su
mesa de despacho.
En las paredes de la cabina había tres orificios. A la
derecha del hablescribe, un pequeño tubo neumático
para mensajes escritos, a la Izquierda, un tubo más
ancho para los periódicos; y en la otra pared, de
manera que Winston lo tenía a mano, una hendidura
grande y oblonga protegida por una rejilla de alambre.
Esta última servía para tirar el papel inservible. Había
hendiduras semejantes a miles o a docenas de miles
por todo el edificio, no sólo en cada habitación, sino a
lo largo de todos los pasillos, a pequeños intervalos.
Les llamaban «agujeros de la memoria». Cuando un
empleado sabía que un documento había de ser
destruido, o incluso cuando alguien veía un pedazo de
papel por el suelo y por alguna mesa, constituía ya un
George Orwell
1984
acto automático levantar la tapa del más cercano
«agujero de la memoria» y tirar el papel en él. Una
corriente de aire caliente se llevaba el papel en seguida
hasta los enormes hornos ocultos en algún lugar
desconocido de los sótanos del edificio.
Winston examinó las cuatro franjas de papel que había
desenrollado. Cada una de ellas contenía una o dos
líneas escritas en el argot abreviado (no era
exactamente neolengua, pero consistía principalmente
en palabras neolingüísticas) que se usaba en el
Ministerio para fines internos. Decían así:
times 17.3.84 discurso gh malregistrado áfrica
rectificar
times 19.12.83 predicciones plantrienal cuarto
trimestre 83 erratas comprobar número corriente
times 14.2.84. Minibundancia malcitado chocolate
rectificar
times 3.12.83 referente ordendía gh doblemásnobueno
refs nopersonas reescribir completo someter
antesarchivar
Con cierta satisfacción apartó Winston el cuarto
mensaje. Era un asunto intrincado y de responsabilidad
George Orwell
1984
y prefería ocuparse de él al final. Los otros tres eran
tarea rutinaria, aunque el segundo le iba a costar
probablemente buscar una serie de datos fastidiosos.
Winston pidió por la telepantalla los números
necesarios del Times, que le llegaron por el tubo
neumático pocos minutos después. Los mensajes que
había recibido se referían a artículos o noticias que por
una u otra razón era necesario cambiar, o, como se
decía oficialmente, rectificar. Por ejemplo, en el
número del Times correspondiente al 17 de marzo se
decía que el Gran Hermano, en su discurso del día
anterior, había predicho que el frente de la India
Meridional seguiría en calma, pero que, en cambio, se
desencadenaría una ofensiva eurasiática muy pronto en
África del Norte. Como quiera que el alto mando de
Eurasia había iniciado su ofensiva en la India del Sur y
había dejado tranquila al África del Norte, era por
tanto necesario escribir un nuevo párrafo del discurso
del Gran Hermano, con objeto de hacerle predecir lo
que había ocurrido efectivamente. Y en el Times del 19
de diciembre del año anterior se habían publicado los
pronósticos oficiales sobre el consumo de ciertos
productos en el cuarto trimestre de 1983, que era
también el sexto grupo del noveno plan trienal. Pues
George Orwell
1984
bien, el número de hoy contenía una referencia al
consumo efectivo y resultaba que los pronósticos se
habían equivocado muchísimo. El trabajo de Winston
consistía en cambiar las cifras originales haciéndolas
coincidir con las posteriores. En cuanto al tercer
mensaje, se refería a un error muy sencillo que se
podía arreglar en un par de minutos. Muy poco tiempo
antes, en febrero, el Ministerio de la Abundancia había
lanzado la promesa (oficialmente se le llamaba
«compromiso categórico») de que no habría reducción
de la ración de chocolate durante el año 1984. Pero la
verdad era, como Winston sabía muy bien, que la
ración de chocolate sería reducida, de los treinta
gramos que daban, a veinte al final de aquella semana.
Como se verá, el error era insignificante y el único
cambio necesario era sustituir la promesa original por
la advertencia de que probablemente habría que
reducir la ración hacia el mes de abril.
Cuando Winston tuvo preparadas las correcciones las
unió con un clip al ejemplar del Times que le habían
enviado y los mandó por el tubo neumático. Entonces,
con un movimiento casi inconsciente, arrugó los
mensajes originales y todas las notas que él había
George Orwell
1984
hecho sobre el asunto y los tiró por el «agujero de la
memoria» para que los devoraran las llamas.
Él no sabía con exactitud lo que sucedía en el invisible
laberinto donde iban a parar los tubos neumáticos, pero
tenía una idea general. En cuanto se reunían y
ordenaban todas las correcciones que había sido
necesario introducir en un número determinado del
Times, ese número volvía a ser impreso, el ejemplar
primitivo se destruía y el ejemplar corregido ocupaba
su puesto en el archivo. Este proceso de continua
alteración no se aplicaba sólo a los periódicos, sino a
los libros, revistas, folletos, carteles, programas,
películas, bandas sonoras, historietas para niños,
fotografías..., es decir, a toda clase de documentación o
literatura que pudiera tener algún significado político o
ideológico. Diariamente y casi minuto por minuto, el
pasado era puesto al día. De este modo, todas las
predicciones hechas por el Partido resultaban acertadas
según prueba documental. Toda la historia se convertía
así en un palimpsesto, raspado y vuelto a escribir con
toda la frecuencia necesaria. En ningún caso habría
sido posible demostrar la existencia de una
falsificación. La sección más nutrida del Departamento
de Registro, mucho mayor que aquella donde trabajaba
George Orwell
1984
Winston, se componía sencillamente de personas cuyo
deber era recoger todos los ejemplares de libros,
diarios y otros documentos que se hubieran quedado
atrasados y tuvieran que ser destruidos. Un número del
Times que —a causa de cambios en la política exterior
o de profecías equivocadas hechas por el Gran
Hermano— hubiera tenido que ser escrito de nuevo
una docena de veces, seguía estando en los archivos
con su fecha original y no existía ningún otro ejemplar
para contradecirlo. También los libros eran recogidos y
reescritos muchas veces y cuando se volvían a editar
no se confesaba que se hubiera introducido
modificación alguna. Incluso las instrucciones escritas
que recibía Winston y que él hacía desaparecer
invariablemente en cuanto se enteraba de su contenido,
nunca daban a entender ni remotamente que se
estuviera cometiendo una falsificación. Sólo se
referían a erratas de imprenta o a citas equivocadas que
era necesario poner bien en interés de la verdad.
Lo más curioso era —pensó Winston mientras
arreglaba las cifras del Ministerio de la Abundancia—
que ni siquiera se trataba de una falsificación. Era,
sencillamente, la sustitución de un tipo de tonterías por
otro. La mayor parte del material que allí manejaban
George Orwell
1984
no tenía relación alguna con el mundo real, ni siquiera
en esa conexión que implica una mentira directa. Las
estadísticas eran tan fantásticas en su versión original
como en la rectificada. En la mayor parte de los casos,
tenía que sacárselas el funcionario de su cabeza. Por
ejemplo, las predicciones del Ministerio de la
Abundancia calculaban la producción de botas para el
trimestre venidero en ciento cuarenta y cinco millones
de pares. Pues bien, la cantidad efectiva fue de sesenta
y dos millones de pares. Es decir, la cantidad declarada
oficialmente. Sin embargo, Winston, al modificar
ahora la «predicción», rebajó la cantidad a cincuenta y
siete millones, para que resultara posible la habitual
declaración de que se había superado la producción.
En todo caso, sesenta y dos millones no se acercaban a
la verdad más que los cincuenta y siete millones o los
ciento cuarenta y cinco. Lo más probable es que no se
hubieran producido botas en absoluto. Nadie sabía en
definitiva cuánto se había producido ni le importaba.
Lo único de que se estaba seguro era de que cada
trimestre se producían sobre el papel cantidades
astronómicas de botas mientras que media población
de Oceanía iba descalza. Y lo mismo ocurría con los
demás datos, importantes o minúsculos, que se
George Orwell
1984
registraban. Todo se disolvía en un mundo de sombras
en el cual incluso la fecha del año era insegura.
Winston miró hacia el vestíbulo. En la cabina de
enfrente trabajaba un hombre pequeñito, de aire eficaz,
llamado Tillotson, con un periódico doblado sobre sus
rodillas y la boca muy cerca de la bocina del
hablescribe. Daba la impresión de que lo que decía era
un secreto entre él y la telepantalla. Levantó la vista y
los cristales de sus gafas le lanzaron a Winston unos
reflejos hostiles.
Winston no conocía apenas a Tillotson ni tenía idea de
la clase de trabajo que le habían encomendado. Los
funcionarios del Departamento del Registro no
hablaban de sus tareas. En el largo vestíbulo, sin
ventanas, con su doble fila de cabinas y su
interminable ruido de periódicos y el murmullo de las
voces junto a los hablescribe, había por lo menos una
docena de personas a las que Winston no conocía ni
siquiera de nombre, aunque los veía diariamente
apresurándose por los pasillos o gesticulando en los
Dos Minutos de Odio. Sabía que en la cabina vecina a
la suya la mujercilla del cabello arenoso trabajaba en
descubrir y borrar en los números atrasados de la
George Orwell
1984
Prensa los nombres de las personas vaporizadas, las
cuales se consideraba que nunca habían existido. Ella
estaba especialmente capacitada para este trabajo, ya
que su propio marido había sido vaporizado dos años
antes. Y pocas cabinas más allá, un individuo suave,
soñador e ineficaz, llamado Ampleforth, con orejas
muy peludas y un talento sorprendente para rimar y
medir los versos, estaba encargado de producir los
textos definitivos de poemas que se habían hecho
ideológicamente ofensivos, pero que, por una u otra
razón, continuaban en las antologías. Este vestíbulo,
con sus cincuenta funcionarios, era sólo una
subsección, una pequeñísima célula de la enorme
complejidad del Departamento de Registro. Más allá,
arriba, abajo, trabajaban otros enjambres de
funcionarios en multitud de tareas increíbles. Allí
estaban las grandes imprentas con sus expertos en
tipografía y sus bien dotados estudios para la
falsificación de fotografías. Había la sección de
teleprogramas con sus ingenieros, sus directores y
equipos de actores escogidos especialmente por su
habilidad para imitar voces. Había también un gran
número de empleados cuya labor sólo consistía en
redactar listas de libros y periódicos que debían ser
George Orwell
1984
«repasados». Los documentos corregidos se guardaban
y los ejemplares originales eran destruidos en hornos
ocultos. Por último, en un lugar desconocido estaban
los cerebros directores que coordinaban todos estos
esfuerzos y establecían las líneas políticas según las
cuales un fragmento del pasado había de ser
conservado, falsificado otro, y otro borrado de la
existencia.
El Departamento de Registro, después de todo, no era
más que una simple rama del Ministerio de la Verdad,
cuya principal tarea no era reconstruir el pasado, sino
proporcionarles a los ciudadanos de Oceanía
periódicos, películas, libros de texto, programas de
telepantalla, comedias, novelas, con toda clase de
información, instrucción o entretenimiento. Fabricaban
desde una estatua a un slogan, de un poema lírico a un
tratado de biología y desde la cartilla de los párvulos
hasta el diccionario de neolengua...Y el Ministerio no
sólo tenía que atender a las múltiples necesidades del
Partido, sino repetir toda la operación en un nivel más
bajo a beneficio del proletariado. Había toda una
cadena de secciones separadas que se ocupaban de la
literatura, la música, el teatro y, en general, de todos
los entretenimientos para los proletarios. Allí se
George Orwell
1984
producían periódicos que no contenían más que
informaciones deportivas, sucesos y astrología,
noveluchas sensacionalistas, películas que rezumaban
sexo y canciones sentimentales compuestas por medios
exclusivamente mecánicos en una especie de
calidoscopio llamado versificador Había incluso una
sección conocida en neolengua con el nombre de
Pornosec, encargada de producir pornografía de clase
ínfima y que era enviada en paquetes sellados que
ningún miembro del Partido, aparte de los que
trabajaban en la sección, podía abrir.
Habían salido tres mensajes por el tubo neumático
mientras Winston trabajaba, pero se trataba de asuntos
corrientes y los había despachado antes de ser
interrumpido por los Dos Minutos de Odio. Cuando el
odio terminó, volvió Winston a su cabina, sacó del
estante el diccionario de neolengua, apartó a un lado el
hablescribe, se limpió las gafas y se dedicó a su
principal cometido de la mañana.
El mayor placer de Winston era su trabajo. La mayor
parte de éste consistía en una aburrida rutina, pero
también incluía labores tan difíciles e intrincadas que
se perdía uno en ellas como en las profundidades de un
George Orwell
1984
problema de matemáticas: delicadas labores de
falsificación en que sólo se podía guiar uno por su
conocimiento de los principios del Ingsoc y el cálculo
de lo que el Partido quería que uno dijera. Winston
servía para esto. En una ocasión le encargaron incluso
la rectificación de los editoriales del Times, que
estaban escritos totalmente en neolengua. Desenrolló
el mensaje que antes había dejado a un lado como más
difícil. Decía:
times 3.12.83 referente ordendía gh doblemásnobueno
refs nopersonas reescribir completo someter
antesarchivar.
En antiguo idioma (en inglés) quedaba así:
La información sobre la orden del día del Gran
Hermano en el Times del 3 de diciembre de 1983 es
absolutamente insatisfactoria y se refiere a las personas
inexistentes. Volverlo a escribir por completo y
someter el borrador a la autoridad superior antes de
archivar.
Winston leyó el artículo ofensivo. La orden del día del
Gran Hermano se dedicaba a alabar el trabajo de una
organización conocida por FFCC, que proporcionaba
George Orwell
1984
cigarrillos y otras cosas a los marineros de las
fortalezas flotantes. Cierto camarada Withers,
destacado miembro del Partido Interior, había sido
agraciado con una mención especial y le habían
concedido una condecoración, la Orden del Mérito
Conspicuo, de segunda clase.
Tres meses después, la FFCC había sido disuelta sin
que se supieran los motivos. Podía pensarse que
Withers y sus asociados habían caído en desgracia,
pero no había información alguna sobre el asunto en la
Prensa ni en la telepantalla. Era lo corriente, ya que
muy raras veces se procesaba ni se denunciaba
públicamente a los delincuentes políticos. Las grandes
«purgas» que afectaban a millares de personas, con
procesos públicos de traidores y criminales del
pensamiento que confesaban abyectamente sus
crímenes para ser luego ejecutados, constituían
espectáculos especiales que se daban sólo una vez cada
dos años. Lo habitual era que las personas caídas en
desgracia desapareciesen sencillamente y no se
volviera a oír hablar de ellas. Nunca se tenía la menor
noticia de lo que pudiera haberles ocurrido. En algunos
casos, ni siquiera habían muerto. Aparte de sus padres,
George Orwell
1984
unas treinta personas conocidas por Winston habían
desaparecido en una u otra ocasión.
Mientras pensaba en todo esto, Winston se daba
golpecitos en la nariz con un sujetador de papeles. En
la cabina de enfrente, el camarada Tillotson seguía
misteriosamente inclinado sobre su hablescribe.
Levantó la cabeza un momento. Otra vez, los destellos
hostiles de las gafas. Winston se preguntó si el
camarada Tillotson estaría encargado del mismo
trabajo que él. Era perfectamente posible. Una tarea
tan difícil y complicada no podía estar a cargo de una
sola persona. Por otra parte, encargarla a un grupo
sería admitir abiertamente que se estaba realizando una
falsificación. Muy probablemente, una docena de
personas trabajaban al mismo tiempo en distintas
versiones rivales para inventar lo que el Gran Hermano
había dicho «efectivamente». Y, después, algún
cerebro privilegiado del Partido Interior elegiría esta o
aquella versión, la redactaría definitivamente a su
manera y pondría en movimiento el complejo proceso
de confrontaciones necesarias. Luego, la mentira
elegida pasaría a los registros permanentes y se
convertiría en la verdad.
George Orwell
1984
Winston no sabía por qué había caído Withers en
desgracia. Quizás fuera por corrupción o
incompetencia. O quizás el Gran Hermano se hubiera
librado de un subordinado demasiado popular.
También pudiera ser que Withers o alguno relacionado
con él hubiera sido acusado de tendencias heréticas. O
quizás —y esto era lo más probable hubiese ocurrido
aquello sencillamente porque las «purgas» y las
vaporizaciones eran parte necesaria de la mecánica
gubernamental. El único indicio real era el contenido
en las palabras «refs nopersonas», con lo que se
indicaba que Withers estaba ya muerto. Pero no
siempre se podía presumir que un individuo hubiera
muerto por el hecho de haber desaparecido. A veces
los soltaban y los dejaban en libertad durante uno o dos
años antes de ser ejecutados. De vez en cuando, algún
individuo a quien se creía muerto desde hacía mucho
tiempo, reaparecía como un fantasma en algún proceso
sensacional donde comprometía a centenares de otras
personas con sus testimonios antes de desaparecer, esta
vez para siempre. Sin embargo, en el caso de Withers,
estaba claro que lo habían matado. Era ya una
nopersona. No existía: nunca había existido. Winston
decidió que no bastaría con cambiar el sentido del
George Orwell
1984
discurso del Gran Hermano. Era mejor hacer que se
refiriese a un asunto sin relación alguna con el
auténtico.
Podía trasladar el discurso al tema habitual de los
traidores y los criminales del pensamiento, pero esto
resultaba demasiado claro; y por otra parte, inventar
una victoria en el frente o algún triunfo de
superproducción en el noveno plan trienal, podía
complicar demasiado los registros. Lo que se
necesitaba era una fantasía pura. De pronto se le
ocurrió inventar que un cierto camarada Ogilvy había
muerto recientemente en la guerra en circunstancias
heroicas. En ciertas ocasiones, el Gran Hermano
dedicaba su orden del día a conmemorar a algunos
miembros ordinarios del Partido cuya vida y muerte
ponía como ejemplo digno de ser imitado por todos.
Hoy conmemoraría al camarada Ogilvy. Desde luego,
no existía el tal Ogilvy, pero unas cuantas líneas de
texto y un par de fotografías falsificadas bastarían para
darle vida.
Winston reflexionó un momento, se acercó luego al
hablescribe y empezó a dictar en el estilo habitual del
Gran Hermano: un estilo militar y pedante a la vez y
George Orwell
1984
fácil de imitar por el truco de hacer preguntas y
contestárselas él mismo en seguida. (Por ejemplo:
«¿Qué nos enseña este hecho, camaradas? Nos enseña
la lección —que es también uno de los principios
fundamentales de Ingsoc— que», etc., etc.)
A la edad de tres años, el camarada Ogilvy había
rechazado todos los juguetes excepto un tambor, una
ametralladora y un autogiro. A los seis años —uno
antes de lo reglamentario por concesión especial— se
había alistado en los Espías; a los nueve años, era ya
jefe de tropa. A los once había denunciado a su tío a la
Policía del Pensamiento después de oírle una
conversación donde el adulto se había mostrado con
tendencias criminales. A los diecisiete fue organizador
en su distrito de la Liga juvenil Anti—Sex. A los
diecinueve había inventado una granada de mano que
fue adoptada por el Ministerio de la Paz y que, en su
primera prueba, mató a treinta y un prisioneros
eurasiáticos. A los veintitrés murió en acción de
guerra. Perseguido por cazas enemigos de propulsión a
chorro mientras volaba sobre el Océano índico
portador de mensajes secretos, se había arrojado al mar
con las ametralladoras y los documentos... Un final,
decía el Gran Hermano, que necesariamente
George Orwell
1984
despertaba la envidia. El Gran Hermano añadía unas
consideraciones sobre la pureza y rectitud de la vida
del camarada Ogilvy. Era abstemio y no fumador, no
se permitía más diversiones que una hora diaria en el
gimnasio y había hecho voto de soltería por creer que
el matrimonio y el cuidado de una familia
imposibilitaban dedicar las veinticuatro horas del día al
cumplimiento del deber. No tenía más tema de
conversación que los principios de Ingsoc, ni más
finalidad en la vida que la derrota del enemigo
eurasiático y la caza de espías, saboteadores,
criminales mentales y traidores en general.
Winston discutió consigo mismo si debía o no
concederle al camarada Ogilvy la Orden del Mérito
Conspicuo; al final decidió no concedérsela porque
ello acarrearía un excesivo trabajo de confrontaciones
para que el hecho coincidiera con otras referencias.
De nuevo miró a su rival de la cabina de enfrente. Algo
parecía decirle que Tillotson se ocupaba en lo mismo
que él. No había manera de saber cuál de las versiones
sería adoptada finalmente, pero Winston tenía la firme
convicción de que se elegiría la suya. El camarada
Ogilvy, que hace una hora no existía, era ya un hecho.
George Orwell
1984
A Winston le resultaba curioso que se pudieran crear
hombres muertos y no hombres vivos. El camarada
Ogilvy, que nunca había existido en el presente, era ya
una realidad en el pasado, y cuando quedara olvidado
en el acto de la falsificación, seguiría existiendo con la
misma autenticidad, con pruebas de la misma fuerza
que Carlomagno o Julio César.
George Orwell
1984
CAPITULO V
En la cantina, un local de techo bajo en los sótanos, la
cola para el almuerzo avanzaba lentamente. La
estancia estaba atestada de gente y llena de un ruido
ensordecedor. De la parrilla tras el mostrador emanaba
el olorcillo del asado. Al extremo de la cantina había
un pequeño bar, una especie de agujero en el muro,
donde podía comprarse la ginebra a diez centavos el
vasito.
—Precisamente el que andaba yo buscando— dijo una
voz a espaldas de Winston. Éste se volvió. Era su
amigo Syme, que trabajaba en el Departamento de
Investigaciones, Quizás no fuera «amigo» la palabra
adecuada. Ya no había amigos, sino camaradas. Pero
persistía una diferencia: unos camaradas eran más
agradables que otros. Syme era filósofo, especializado
en neolengua. Desde luego, pertenecía al inmenso
grupo de expertos dedicados a redactar la onceava
edición del Diccionario de Neolengua. Era más
pequeño que Winston, con cabello negro y sus ojos
saltones, a la vez tristes y burlones, que parecían
buscar continuamente algo dentro de su interlocutor.
George Orwell
1984
—Quería preguntarte si tienes hojas de afeitar— dijo.
—¡Ni una!— dijo Winston con una precipitación
culpable . He tratado de encontrarlas por todas partes,
pero ya no hay.
Todos buscaban hojas de afeitar. La verdad era que
Winston guardaba en su casa dos sin estrenar. Durante
los meses pasados hubo una gran escasez de hojas.
Siempre faltaba algún artículo necesario que en las
tiendas del Partido no podían proporcionar; unas veces,
botones; otras, hilo de coser; a veces, cordones para los
zapatos, y ahora faltaban cuchillas de afeitar. Era
imposible adquirirlas a no ser que se buscaran
furtivamente en el mercado «libre».
—Llevo seis semanas usando la misma cuchilla—
mintió Winston.
La cola avanzó otro poco. Winston se volvió otra vez
para observar a Syme. Cada uno de ellos cogió una
bandeja grasienta de metal de una pila que había al
borde del mostrador.
—¿Fuiste a ver ahorcar a los prisioneros ayer? —le
preguntó Syme.
George Orwell
1984
—Estaba trabajando —respondió Winston en tono
indiferente. Lo veré en el cine, seguramente.
—Un sustitutivo muy inadecuado— comentó Syme.
Sus ojos burlones recorrieron el rostro de Winston.
«Te conozco», parecían decir los ojos. «Veo a través
de ti. Sé muy bien por qué no fuiste a ver ahorcar los
prisioneros.» Intelectualmente, Syme era de una
ortodoxia venenosa. Por ejemplo, hablaba con una
satisfacción repugnante de los bombardeos de los
helicópteros contra los pueblos enemigos, de los
procesos y confesiones de los criminales del
pensamiento y de las ejecuciones en los sótanos del
Ministerio del Amor. Hablar con él suponía siempre un
esfuerzo por apartarle de esos temas e interesarle en
problemas técnicos de neolingüística en los que era
una autoridad y sobre los que podía decir cosas
interesantes. Winston volvió un poco la cabeza para
evitar el escrutinio de los grandes ojos negros.
—Fue una buena ejecución— dijo Syme añorante.
Pero me parece que estropean el efecto atándoles los
pies. Me gusta verlos patalear. De todos modos, es
estupendo ver cómo sacan la lengua, que se les pone
George Orwell
1984
azul... ¡de un azul tan brillante! Ese detalle es el que
más me gusta.
—¡El siguiente, por favor!— dijo la propietaria del
delantal blanco que servía tras el mostrador.
Winston y Syme presentaron sus bandejas. A cada uno
de ellos les pusieron su ración: guiso con un poquito de
carne, algo de pan, un cubito de queso, un poco de café
de la Victoria y una pastilla de sacarina.
—Allí hay una mesa libre, debajo de la telepantalla —
dijo Syme. De camino podemos coger un poco de
ginebra.
Les sirvieron la ginebra en unas terrinas. Se abrieron
paso entre la multitud y colocaron el contenido de sus
bandejas sobre la mesa de tapa de metal, en una
esquina de la cual había dejado alguien un chorretón
de grasa del guiso, un líquido asqueroso. Winston
cogió la terrina de ginebra, se detuvo un instante para
decidirse, y se tragó de un golpe aquella bebida que
sabía a aceite. Le acudieron lágrimas a los ojos como
reacción y de pronto descubrió que tenía hambre.
Empezó a tragar cucharadas del guiso, que contenía
unos trocitos de un material substitutivo de la carne.
George Orwell
1984
Ninguno de ellos volvió a hablar hasta que vaciaron
los recipientes. En la mesa situada a la izquierda de
Winston, un poco detrás de él, alguien hablaba
rápidamente y sin cesar, una cháchara que recordaba el
cua—cua del pato. Esa voz perforaba el jaleo general
de la cantina.
—¿Cómo va el diccionario?— dijo Winston elevando
la voz para dominar el ruido.
—Despacio —respondió Syme. Por los adjetivos. Es
un trabajo fascinador.
En cuanto oyó que le hablaban de lo suyo, se animó
inmediatamente. Apartó el plato de aluminio, tomó el
mendrugo de pan con gesto delicado y el queso con la
otra mano. Se inclinó sobre la mesa para hablar sin
tener que gritar.
—La onceava edición es la definitiva dijo—. Le
estamos dando al idioma su forma final, la forma que
tendrá cuando nadie hable más que neolengua. Cuando
terminemos nuestra labor, tendréis que empezar a
aprenderlo de nuevo. Creerás, seguramente, que
nuestro principal trabajo consiste en inventar nuevas
palabras. Nada de eso. Lo que hacemos es destruir
George Orwell
1984
palabras, centenares de palabras cada día. Estamos
podando el idioma para dejarlo en los huesos. De las
palabras que contenga la onceava edición, ninguna
quedará anticuada antes del año 2050—. Dio un
hambriento bocado a su pedazo de pan y se lo tragó sin
dejar de hablar con una especie de apasionamiento
pedante. Se le había animado su rostro moreno, y sus
ojos, sin perder el aire soñador, no tenían ya su
expresión burlona.
—La destrucción de las palabras es algo de gran
hermosura. Por supuesto, las principales víctimas son
los verbos y los adjetivos, pero también hay centenares
de nombres de los que puede uno prescindir. No se
trata sólo de los sinónimos. También los antónimos. En
realidad ¿qué justificación tiene el empleo de una
palabra sólo porque sea lo contrario de otra? Toda
palabra contiene en sí misma su contraria. Por ejemplo,
tenemos «bueno». Si tienes una palabra como
«bueno», ¿qué necesidad hay de la contraria, «malo»?
Nobueno sirve exactamente igual, mejor todavía,
porque es la palabra exactamente contraria a «bueno»
y la otra no. Por otra parte, si quieres un reforzamiento
de la palabra «bueno», ¿qué sentido tienen esas
confusas e inútiles palabras «excelente, espléndido» y
George Orwell
1984
otras por el estilo? Plusbueno basta para decir lo que es
mejor que lo simplemente bueno y dobleplusbueno
sirve perfectamente para acentuar el grado de bondad.
Es el superlativo perfecto. Ya sé que usamos esas
formas, pero en la versión final de la neolengua se
suprimirán las demás palabras que todavía se usan
como equivalentes. Al final todo lo relativo a la
bondad podrá expresarse con seis palabras; en realidad
una sola. ¿No te das cuenta de la belleza que hay en
esto, Winston? Naturalmente, la idea fue del Gran
Hermano —añadió después de reflexionar un poco.
Al oír nombrar al Gran Hermano, el rostro de Winston
se animó automáticamente. Sin embargo, Syme
descubrió inmediatamente una cierta falta de
entusiasmo.
—Tú no aprecias la neolengua en lo que vale —dijo
Syme con tristeza—. Incluso cuando escribes sigues
pensando en la antigua lengua. He leído algunas de las
cosas que has escrito para el Times. Son bastante
buenas, pero no pasan de traducciones. En el fondo de
tu corazón prefieres el viejo idioma con toda su
vaguedad y sus inútiles matices de significado. No
sientes la belleza de la destrucción de las palabras. ¿No
George Orwell
1984
sabes que la neolengua es el único idioma del mundo
cuyo vocabulario disminuye cada día.
Winston no lo sabía, naturalmente sonrió —creía
hacerlo agradablemente— porque no se fiaba de
hablar. Syme comió otro bocado del pan negro, lo
masticó un poco y siguió:
—¿No ves que la finalidad de la neolengua es limitar
el alcance del pensamiento, estrechar el radio de
acción de la mente? Al final, acabamos haciendo
imposible todo crimen del pensamiento. En efecto,
¿cómo puede haber crimental si cada concepto se
expresa claramente con una sola palabra, una palabra
cuyo significado esté decidido rigurosamente y con
todos sus significados secundados eliminados y
olvidados para siempre? Y en la onceava edición nos
acercamos a ese ideal, pero su perfeccionamiento
continuará mucho después de que tú y yo hayamos
muerto. Cada año habrá menos palabras y el radio de
acción de la conciencia será cada vez más pequeño.
Por supuesto, tampoco ahora hay justificación alguna
para cometer crimen por el pensamiento. Sólo es
cuestión de autodisciplina, de control de la realidad.
Pero llegará un día en que ni esto será preciso. La
George Orwell
1984
revolución será completa cuando la lengua sea
perfecta. Neolengua es Ingsoc e Ingsoc es neolengua
—añadió —con una satisfacción mística—. ¿No se te
ha ocurrido pensar, Winston, que lo más tarde hacia el
año 2050, ni un solo ser humano podrá entender una
conversación como esta que ahora sostenemos?
—Excepto... empezó a decir Winston, dubitativo, pero
se interrumpió alarmado.
Había estado a punto de decir «excepto los proles»;
pero no estaba muy seguro de que esta observación
fuera muy ortodoxa. Sin embargo, Syme adivinó lo
que iba a decir.
—Los proles no son seres humanos dijo—. Hacia el
2050, quizá antes, habrá desparecido todo
conocimiento efectivo del viejo idioma. Toda la
literatura del pasado habrá sido destruida. Chaucer,
Shakespeare, Milton, Byron... sólo existirán en
versiones neolingüístcas, no sólo transformados en
algo muy diferente, sino convertidos en lo contrario de
lo que eran. Incluso la literatura del partido cambiará;
hasta los slogans serán otros. ¿Cómo vas a tener un
slogan como el de «la libertad es la esclavitud» cuando
el concepto de libertad no exista? Todo el clima del
George Orwell
1984
pensamiento será distinto. En realidad, no habrá
pensamiento en el sentido en que ahora lo entendemos.
La ortodoxia significa no pensar, no necesitar el
pensamiento. Nuestra ortodoxia es la inconsciencia.
De pronto tuvo Winston la profunda convicción de que
uno de aquellos días vaporizarían a Syme. Es
demasiado inteligente. Lo ve todo con demasiada
claridad y habla con demasiada sencillez. Al Partido
no le gustan estas gentes. Cualquier día desaparecerá.
Lo lleva escrito en la cara.
Winston había terminado el pan y el queso. Se volvió
un poco para beber la terrina de café. En la mesa de la
izquierda, el hombre de la voz estridente seguía
hablando sin cesar. Una joven, que quizás fuera su
secretaria y que estaba sentada de espaldas a Winston,
le escuchaba y asentía continuamente. De vez en
cuando, Winston captaba alguna observación como:
«Cuánta razón tienes» o «No sabes hasta qué punto
estoy de acuerdo contigo», en una voz juvenil y algo
tonta. Pero la otra voz no se detenía ni siquiera cuando
la muchacha decía algo. Winston conocía de vista a
aquel hombre aunque sólo sabía que ocupaba un
puesto importante en el Departamento de Novela. Era
George Orwell
1984
un hombre de unos treinta años con un poderoso cuello
y una boca grande y gesticulante.
Estaba un poco echado hacia atrás en su asiento y los
cristales de sus gafas reflejaban la luz y le presentaban
a Winston dos discos vacíos en vez de un par de ojos.
Lo inquietante era que del torrente de ruido que salía
de su boca resultaba casi imposible distinguir una sola
palabra. Sólo un cabo de frase comprendió Winston
«completa
y
definitiva
eliminación
del
goldsteinismo»—, pronunciado con tanta rapidez que
parecía salir en un solo bloque como la línea, fundida
en plomo, de una linotipia. Lo demás era sólo ruido, un
cuac—cuac—cuac, y, sin embargo, aunque no se podía
oír lo que decía, era seguro que se refería a Goldstein
acusándolo y exigiendo medidas más duras contra los
criminales del pensamiento y los saboteadores. Sí, era
indudable que lanzaba diatribas contra las atrocidades
del ejército eurasiático y que alababa al Gran Hermano
o a los héroes del frente malabar. Fuera lo que fuese,
se podía estar seguro de que todas sus palabras eran
ortodoxia pura. Ingsoc cien por cien. Al contemplar el
rostro sin ojos con la mandíbula en rápido movimiento,
tuvo Winston la curiosa sensación de que no era un ser
humano, sino una especie de muñeco. No hablaba el
George Orwell
1984
cerebro de aquel hombre, sino su laringe. Lo que salía
de ella consistía en palabras, pero no era un discurso
en el verdadero sentido, sino un ruido inconsciente
como el cuac—cuac de un pato.
Syme se había quedado silencioso unos momentos y
con el mango de la cucharilla trazaba dibujos entre los
restos del guisado. La voz de la otra mesa seguía con
su rápido cuac—cuac, fácilmente perceptible a pesar
de la algarabía de la cantina.
—Hay una palabra en neolengua— dijo Syme que no
sé si la conoces: pathablar, o sea, hablar de modo que
recuerde el cuac—cuac de un pato. Es una de esas
palabras interesantes que tienen dos sentidos
contradictorios. Aplicada a un contrario, es un insulto;
aplicada a alguien con quien estés de acuerdo, es un
elogio.
No cabía duda, volvió a pensar Winston, a Syme lo
vaporizarían. Lo pensó con cierta tristeza aunque sabía
perfectamente que Syme lo despreciaba y era muy
capaz de denunciarle como culpable mental. Había
algo de sutilmente malo en Syme. Algo le faltaba:
discreción, prudencia, algo así como estupidez
salvadora. No podía decirse que no fuera ortodoxo.
George Orwell
1984
Creía en los principios del Ingsoc, veneraba al Gran
Hermano, se alegraba de las victorias y odiaba a los
herejes, no sólo sinceramente, sino con inquieto celo
hallándose al día hasta un grado que no solía alcanzar
el miembro ordinario del Partido. Sin embargo, se
cernía sobre él un vago aire de sospecha. Decía cosas
que debía callar, leía demasiados libros, frecuentaba el
Café del Nogal, guarida de pintores y músicos. No
había ley que prohibiera la frecuentación del Café del
Nogal. Sin embargo, era sitio de mal agüero. Los
antiguos y desacreditados jefes del Partido se habían
reunido allí antes de ser «purgados» definitivamente.
Se decía que al mismo Goldstein lo habían visto allí
algunas veces hacía años o décadas. Por tanto, el
destino de Syme no era difícil de predecir. Pero, por
otra parte, era indudable que si aquel hombre olía sólo
por tres segundos las opiniones secretas de Winston, lo
denunciaría inmediatamente a la Policía del
Pensamiento. Por supuesto, cualquier otro lo haría;
Syme se daría más prisa. Pero no bastaba con el celo.
La ortodoxia era la inconsciencia.
Syme levantó la vista:
—Aquí viene Parsons— dijo.
George Orwell
1984
Algo en el tono de su voz parecía añadir, «ese idiota».
Parsons, vecino de Winston en las Casas de la
Victoria, se abría paso efectivamente por la atestada
cantina. Era un individuo de mediana estatura con
cabello rubio y cara de rana. A los treinta y cinco años
tenía ya una buena cantidad de grasa en el cuello y en
la cintura, pero sus movimientos eran ágiles y
juveniles. Todo su aspecto hacía pensar en un
muchacho con excesiva corpulencia, hasta tal punto
que, a pesar de vestir el «mono» reglamentario, era
casi imposible no figurárselo con los pantalones cortos
y azules, la camisa gris y el pañuelo rojo de los Espías.
Al verlo, se pensaba siempre en escenas de la
organización juvenil. Y, en efecto, Parsons se ponía
shorts para cada excursión colectiva o cada vez que
cualquier actividad física de la comunidad le daba una
disculpa para hacerlo. Saludó a ambos con un alegre
¡Hola, hola!, y sentóse a la mesa esparciendo un
intenso olor a sudor. Su rojiza cara estaba perlada de
gotitas de sudor. Tenía un enorme poder sudorífico. En
el Centro de la Comunidad se podía siempre asegurar
si Parsons había jugado al tenis de mesa por la
humedad del mango de la raqueta. Syme sacó una tira
de papel en la que había una larga columna de palabras
George Orwell
1984
y se dedicó a estudiarla con un lápiz tinta entre los
dedos.
—Mira cómo trabaja hasta en la hora de comer— dijo
Parsons, guiñándole un ojo a Winston—. Eso es lo que
se llama aplicación. ¿Qué tienes ahí, chico? Seguro
que es algo demasiado intelectual para mí. Oye, Smith,
te diré por qué te andaba buscando, es para la sub.
Olvidaste darme el dinero.
¿Qué sub es esa?— dijo Winston buscándose el dinero
automáticamente. Por lo menos una cuarta parte del
sueldo de cada uno iba a parar a las subscripciones
voluntarias. Éstas eran tan abundantes que resultaba
muy difícil llevar la cuenta.
—Para la Semana del Odio. Ya sabes que soy el
tesorero de nuestra manzana. Estamos haciendo un
gran esfuerzo para que nuestro grupo de casas aporte
más que nadie. No será culpa mía si las Casas de la
Victoria no presentan el mayor despliegue de banderas
de toda la calle. Me prometiste dos dólares.
Winston, después de rebuscar en sus bolsillos, sacó dos
billetes grasientos y muy arrugados que Parsons metió
en una carterita y anotó cuidadosamente.
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1984
—A propósito, chico— dijo—, me he enterado de que
mi crío te disparó ayer su tirachinas. Ya le he arreglado
las cuentas. Le dije que si lo volvía a hacer le quitaría
el tirachinas.
—Me parece que estaba un poco fastidiado por no
haber ido a la ejecución— dijo Winston.
—Hombre, no está mal; eso demuestra que el
muchacho es de fiar. Son muy traviesos, pero, eso sí,
no piensan más que en los espías; y en la guerra,
naturalmente. ¿Sabes lo que hizo mi chiquilla el
sábado pasado cuando su tropa fue de excursión a
Berkhamstead? La acompañaban otras dos niñas. Las
tres se separaron de la tropa, dejaron las bicicletas a un
lado del camino y se pasaron toda la tarde siguiendo a
un desconocido. No perdieron de vista al hombre
durante dos horas, a campo traviesa, por los bosques...
En fin, que, en cuanto llegaron a Amersham, lo
entregaron a las patrullas.
—¿Por qué lo hicieron? —preguntó Winston,
sobresaltado a pesar suyo. Parsons prosiguió,
triunfante:
George Orwell
1984
—Mi chica se aseguró de que era un agente enemigo...
Probablemente, lo dejaron caer con paracaídas. Pero
fíjate en el talento de la criatura: ¿en qué supones que
le conoció al hombre que era un enemigo? Pues notó
que llevaba unos zapatos muy raros. Sí, mi niña dijo
que no había visto a nadie con unos zapatos así; de
modo que la cosa estaba clara. Era un extranjero. Para
una niña de siete años, no está mal, ¿verdad?
—¿Y qué le pasó a ese hombre?— se interesó
Winston.
—Eso no lo sé, naturalmente. Pero no me sorprendería
que... —Parsons hizo el ademán de disparar un fusil y
chasqueó la lengua imitando el disparo.
—Muy bien —dijo Syme abstraído, sin levantar la
vista de sus apuntes.
—Claro, no podemos permitirnos correr el riesgo... —
asintió Winston, nada convencido.
—Por supuesto, no hay que olvidar que estamos en
guerra.
Como para confirmar esto, un trompetazo salió de la
telepantalla vibrando sobre sus cabezas. Pero esta vez
no se trataba de la proclamación de una victoria
George Orwell
1984
militar, sino sólo de un anuncio del Ministerio de la
Abundancia.
—¡Camaradas! exclamó una voz juvenil y resonante.
¡Atención, camaradas! ¡Tenemos gloriosas noticias
que comunicaros! Hemos ganado la batalla de la
producción. Tenemos ya todos los datos completos y el
nivel de vida se ha elevado en un veinte por ciento
sobre el del año pasado. Esta mañana ha habido en
toda Oceanía incontables manifestaciones espontáneas;
los trabajadores salieron de las fábricas y de las
oficinas y desfilaron, con banderas desplegadas, por
las calles de cada ciudad proclamando su gratitud al
Gran Hermano por la nueva y feliz vida que su sabia
dirección nos permite disfrutar. He aquí las cifras
completas. Ramo de la Alimentación...
La expresión «por la nueva y feliz vida» reaparecía
varias veces. Éstas eran las palabras favoritas del
Ministerio de la Abundancia. Parsons, pendiente todo
él de la llamada de la trompeta, escuchaba, muy rígido,
con la boca abierta y un aire solemne, una especie de
aburrimiento sublimado. No podía seguir las cifras,
pero se daba cuenta de que eran un motivo de
satisfacción. Fumaba una enorme y mugrienta pipa.
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1984
Con la ración de tabaco de cien gramos a la semana era
raras veces posible llenar una pipa hasta el borde.
Winston fumaba un cigarrillo de la Victoria cuidando
de mantenerlo horizontal para que no se cayera su
escaso tabaco. La nueva ración no la darían hasta
mañana y le quedaban sólo cuatro cigarrillos. Había
dejado de prestar atención a todos los ruidos excepto a
la pesadez numérica de la pantalla. Por lo visto, había
habido hasta manifestaciones para agradecerle al Gran
Hermano— el aumento de la ración de chocolate a
veinte gramos cada semana. Ayer mismo, pensó, se
había anunciado que la ración se reduciría a veinte
gramos semanales. ¿Cómo era posible que pudieran
tragarse aquello, si no habían pasado más que
veinticuatro horas? Sin embargo, se lo tragaron.
Parsons lo digería con toda facilidad, con la estupidez
de un animal. El individuo de las gafas con reflejos, en
la otra mesa, lo aceptaba fanática y apasionadamente
con un furioso deseo de descubrir, denunciar y
vaporizar a todo aquel que insinuase que la semana
pasada la ración fue de treinta gramos. Syme también
se lo había tragado aunque el proceso que seguía para
ello era algo más complicado, un proceso de
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1984
doblepensar. ¿Es que sólo él, Winston, seguía
poseyendo memoria?
Las fabulosas estadísticas continuaron brotando de la
telepantalla. En comparación con el año anterior, había
más alimentos, más vestidos, más casas, más muebles,
más ollas, más comestibles, más barcos, más autogiros,
más libros, más bebés, más de todo, excepto
enfermedades, crímenes y locura. Año tras año y
minuto tras minuto, todos y todo subía
vertiginosamente. Winston meditaba, resentido, sobre
la vida. ¿Siempre había sido así; siempre había sido tan
mala la comida? Miró en torno suyo por la cantina; una
habitación de techo bajo, con las paredes sucias por el
contacto de tantos trajes grasientos; mesas de metal
abolladas y sillas igualmente estropeadas y tan juntas
que la gente se tocaba con los codos. Todo
resquebrajado, lleno de manchas y saturado de un
insoportable olor a ginebra mala, a mal café, a
sustitutivo de asado, a trajes sucios. Constantemente se
rebelaban el estómago y la piel con la sensación de que
se les habla hecho trampa privándoles de algo a lo que
tenían derecho. Desde luego, Winston no recordaba
nada que fuera muy diferente. En todo el tiempo a que
alcanzaba su memoria, nunca hubo bastante comida,
George Orwell
1984
nunca se podían llevar calcetines ni ropa interior sin
agujeros, los muebles habían estado siempre
desvencijados, en las habitaciones había faltado
calefacción, los metros iban horriblemente atestados,
las casas se deshacían a pedazos, el pan era \pard plain
negro, el té imposible de encontrar, el café sabía a
cualquier cosa, escaseaban los cigarrillos y nada había
barato y abundante a no ser la ginebra sintética. Y
aunque, desde luego, todo empeoraba a medida que
uno envejecía, ello era sólo señal de que éste no era el
orden natural de las cosas. Si el corazón enfermaba con
las incomodidades, la suciedad y la escasez, los
inviernos interminables, la dureza de los calcetines, los
ascensores que nunca funcionaban, el agua fría, el
rasposo jabón, los cigarrillos que se deshacían, los
alimentos de sabor repugnante... ¿cómo iba uno a
considerar todo esto intolerable si no fuera por una
especie de recuerdo ancestral de que las cosas habían
sido diferentes alguna vez?
Winston volvió a recorrer la cantina con la mirada.
Casi todos los que allí estaban eran feos y lo hubieran
seguido siendo aunque no hubieran llevado los
«monos» azules uniformes. Al extremo de la
habitación, solo en una mesa, se hallaba un
George Orwell
1984
hombrecillo con aspecto de escarabajo. Bebía una taza
de café y sus ojillos lanzaban miradas suspicaces a un
lado y a otro. Es muy fácil, pensó Winston, siempre
que no mire uno en torno suyo, creer que el tipo físico
fijado por el Partido como ideal —los jóvenes altos v
musculosos y las muchachas de escaso pecho y de
cabello rubio, vitales, tostadas por el sol y
despreocupadas— existía e incluso predominaba. Pero
en la realidad, la mayoría de los habitantes de la Franja
Aérea número 1 eran pequeños, cetrinos y de facciones
desagradables. Es curioso cuánto proliferaba el tipo de
escarabajo entre los funcionarios de los ministerios:
hombrecillos que engordaban desde muy jóvenes, con
piernas cortas, movimientos toscos y rostros
inescrutables, con ojos muy pequeños. Era el tipo que
parecía florecer bajo el dominio del Partido.
La comunicación del Ministerio de la Abundancia
terminó con otro trompetazo y fue seguida por música
ligera. Parsons, lleno de vago entusiasmo por el
reciente bombardeo de cifras, se sacó la pipa de la
boca:
—El Ministerio de la Abundancia ha hecho una buena
labor este año— dijo moviendo la cabeza como
George Orwell
1984
persona bien enterada—. A propósito, Smith, ¿no
podrás dejarme alguna hoja de afeitar?
—¡Ni una! —le respondió Winston—. Llevo seis
semanas usando la misma hoja.
—Entonces, nada... Es que se me ocurrió, por si tenías.
—Lo siento— dijo Winston.
El cuac—cuac de la próxima mesa, que había
permanecido en silencio mientras duró el comunicado
del Ministerio de la Abundancia, comenzó otra vez
mucho más fuerte. Por alguna razón, Winston pensó de
pronto en la señora Parsons con su cabello revuelto y
el polvo de sus arrugas. Dentro de dos años aquellos
niños la denunciarían a la Policía del Pensamiento. La
señora Parsons sería vaporizada. Syme sería
vaporizado. A Winston lo vaporizarían también.
O'Brien sería vaporizado. A Parsons, en cambio, nunca
lo vaporizarían. Tampoco el individuo de las gafas y
del cuac—cuac sería vaporizado nunca, Ni tampoco la
joven del cabello negro, la del Departamento de
Novela. Le parecía a Winston conocer por intuición
quién perecería, aunque no era fácil determinar lo que
permitía sobrevivir a una persona.
George Orwell
1984
En aquel momento le sacó de su ensoñación una
violenta sacudida. La muchacha de la mesa vecina se
había vuelto y lo estaba mirando. ¡Era la muchacha
morena del Departamento de Novela! Miraba a
Winston a hurtadillas, pero con una curiosa intensidad.
En cuanto sus ojos tropezaron con los de Winston,
volvió la cabeza.
Winston empezó a sudar. Le invadió una horrible
sensación de terror. Se le pasó casi en seguida, pero le
dejó intranquilo. ¿Por qué lo miraba aquella mujer?
¿Por qué se la encontraba tantas veces?
Desgraciadamente, no podía recordar si la joven estaba
ya en aquella mesa cuando él llegó o si había llegado
después. Pero el día anterior, durante los Dos Minutos
de Odio, se había sentado inmediatamente detrás de él
sin haber necesidad de ello. Seguramente, se proponía
escuchar lo que él dijera y ver si gritaba lo bastante
fuerte.
Pensó que probablemente la muchacha no era miembro
de la Policía del Pensamiento, pero precisamente las
espías aficionadas constituían el mayor peligro. No
sabía Winston cuánto tiempo llevaba mirándolo la
joven, pero quizás fueran cinco minutos. Era muy
George Orwell
1984
posible que en este tiempo no hubiera podido controlar
sus gestos a la perfección. Constituía un terrible
peligro pensar mientras se estaba en un sitio público o
al alcance de la telepantalla. El detalle más pequeño
podía traicionarle a uno. Un tic nervioso, una
inconsciente mirada de inquietud, la costumbre de
hablar con uno mismo entre dientes, todo lo que
revelase la necesidad de ocultar algo. En todo caso,
llevar en el rostro una expresión impropia (por
ejemplo, parecer incrédulo cuando se anunciaba una
victoria) constituía un acto punible. Incluso había una
palabra para esto en neolengua: caracrimen.
La muchacha recuperó su posición anterior. Quizás no
estuviese persiguiéndolo; quizás fuera pura
coincidencia que se hubiera sentado tan cerca de él dos
días seguidos. Se le había apagado el cigarrillo y lo
puso cuidadosamente en el borde de la mesa. Lo
terminaría de fumar después del trabajo si es que el
tabaco no se había acabado de derramar para entonces.
Seguramente, el individuo que estaba con la joven
sería un agente de la Policía del Pensamiento y era
muy probable, pensó Winston, que a él lo llevaran a
los calabozos del Ministerio del Amor dentro de tres
días, pero no era esta una razón para desperdiciar una
George Orwell
1984
colilla. Syme dobló su pedazo de papel y se lo guardó
en el bolsillo. Parsons había empezado a hablar otra
vez.
—¿Te he contado, chico, lo que hicieron mis críos en
el mercado? ¿No? Pues un día le prendieron fuego a la
falda de una vieja vendedora porque la vieron envolver
unas salchichas en un cartel con el retrato del Gran
Hermano. Se pusieron detrás de ella y, sin que se diera
cuenta, le prendieron fuego a la falda por abajo con
una caja de cerillas. Le causaron graves quemaduras.
Son traviesos, ¿eh? Pero eso sí, ¡más finos...! Esto se
lo deben a la buena enseñanza que se da hoy a los
niños en los Espías, mucho mejor que en mi tiempo.
Están muy bien organizados. ¿Qué creen ustedes que
les han dado a los chicos últimamente? Pues, unas
trompetillas especiales para escuchar por las
cerraduras. Mi niña trajo una a casa la otra noche. La
probó en nuestra salita, y dijo que oía con doble fuerza
que si aplicaba el oído al agujero. Claro que sólo es un
juguete; sin embargo, así se acostumbran los niños
desde pequeños.
En aquel momento, la telepantalla dio un penetrante
silbido. Era la señal para volver al trabajo. Los tres
George Orwell
1984
hombres se pusieron automáticamente en pie y se
unieron a la multitud en la lucha por entrar en los
ascensores, lo que hizo que el cigarrillo de Winston se
vaciara por completo.
George Orwell
1984
CAPITULO VI
Winston escribía en su Diario:
Fue hace tres años Era una tarde oscura, en una
estrecha callejuela cerca de una de las estaciones del
ferrocarril. Ella, de píe, apoyada en la pared cerca de
una puerta, recibía la luz mortecina de un farol. Tenía
una cara joven muy pintada. Lo que me atrajo fue la
pintura, la blancura de aquella cara que parecía una
máscara y los labios rojos y brillantes. Las mujeres del
Partido nunca se pintan la cara. No había nadie más
en la calle, ni telepantallas. Me dijo que dos dólares.
Yo...
Le era difícil seguir. Cerró los ojos y apretó las palmas
de las manos contra ellos tratando de borrar la visión
interior. Sentía una casi invencible tentación de gritar
una sarta de palabras. O de golpearse la cabeza contra
la pared, de arrojar el tintero por la ventana, de hacer,
en fin, cualquier acto violento, ruidoso, o doloroso, que
le borrara el recuerdo que le atormentaba.
Nuestro peor enemigo, reflexionó Winston, es nuestro
sistema nervioso. En cualquier momento, la tensión
interior puede traducirse en cualquier síntoma visible.
George Orwell
1984
Pensó en un hombre con quien se había cruzado en la
calle semanas atrás: un hombre de aspecto muy
corriente, un miembro del Partido de treinta y cinco a
cuarenta años, alto y delgado, que llevaba una cartera
de mano. Estaban separados por unos cuantos metros
cuando el lado izquierdo de la cara de aquel hombre se
contrajo de pronto en una especie de espasmo. Esto
volvió a ocurrir en el momento en que se cruzaban; fue
sólo un temblor rapidísimo como el disparo de un
objetivo de cámara fotográfica, pero sin duda se
trataba de un tic habitual. Winston recordaba haber
pensado entonces: el pobre hombre está perdido. Y lo
aterrador era que el movimiento de los músculos era
inconsciente. El peligro mortal por excelencia era
hablar en sueños. Contra eso no había remedio.
Contuvo la respiración y siguió escribiendo:
Entré con ella en el portal y cruzamos un patio para
bajar luego a una cocina que estaba en los sótanos.
Había una cama contra la pared, y una lámpara en la
mesilla con muy poca luz. Ella...
Le rechinaban los dientes. Le hubiera gustado escupir.
A la vez que en la mujer del sótano, pensó Winston en
Katharine, su esposa. Winston estaba casado; es decir,
George Orwell
1984
había estado casado. Probablemente seguía estándolo,
pues no sabía que su mujer hubiera muerto. Le pareció
volver a aspirar el insoportable olor de la cocina del
sótano, un olor a insectos, ropa sucia y perfume
baratísimo; pero, sin embargo, atraía, ya que ninguna
mujer del Partido usaba perfume ni podía uno
imaginársela perfumándose. Solamente los proles se
perfumaban, y ese olor evocaba en la mente, de un
modo inevitable, la fornicación.
Cuando estuvo con aquella mujer, fue la primera vez
que había caído Winston en dos años
aproximadamente. Por supuesto, toda relación con
prostitutas estaba prohibida, pero se admitía que
alguna vez, mediante un acto de gran valentía, se
permitiera uno infringir la ley. Era peligroso pero no
un asunto de vida o muerte, porque ser sorprendido
con una prostituta sólo significaba cinco años de
trabajos forzados. Nunca más de cinco años con tal de
que no se hubiera cometido otro delito a la vez. Lo
cual resultaba estupendo ya que había la posibilidad de
que no le descubrieran a uno. Los barrios pobres
abundaban en mujeres dispuestas a venderse. El precio
de algunas era una botella de ginebra, bebida que se
suministraba a los proles. Tácitamente, el Partido se
George Orwell
1984
inclinaba a estimular la prostitución como salida de los
instintos que no podían suprimirse. Esas juergas no
importaban políticamente ya que eran furtivas y tristes
y sólo implicaban a mujeres de una clase sumergida y
despreciada. El crimen imperdonable era la
promiscuidad entre miembros del Partido. Pero —
aunque éste era uno de los crímenes que los acusados
confesaban siempre en las purgas— era casi imposible
imaginar que tal desafuero pudiera suceder.
La finalidad del Partido en este asunto no era sólo
evitar que hombres y mujeres establecieran vínculos
imposibles de controlar. Su objetivo verdadero y no
declarado era quitarle todo, placer al acto sexual. El
enemigo no era tanto el amor como el erotismo, dentro
del matrimonio y fuera de él. Todos los casamientos
entre miembros del Partido tenían que ser aprobados
por un Comité nombrado con este fin Y —aunque al
principio nunca fue establecido de un modo
explícito— siempre se negaba el permiso si la pareja
daba la impresión de hallarse físicamente enamorada.
La única finalidad admitida en el matrimonio era
engendrar hijos en beneficio del Partido. La relación
sexual se consideraba como una pequeña operación
algo molesta, algo así como soportar un enema.
George Orwell
1984
Tampoco esto se decía claramente, pero de un modo
indirecto se grababa desde la infancia en los miembros
del Partido. Había incluso organizaciones como la Liga
juvenil Anti—Sex, que defendía la soltería absoluta
para ambos sexos. Los nietos debían ser engendrados
por inseminación artificial (semart, como se le llamaba
en neolengua) y educados en instituciones públicas.
Winston sabía que esta exageración no se defendía en
serio, pero que estaba de acuerdo con la ideología
general del Partido. Éste trataba de matar el instinto
sexual o, si no podía suprimirlo del todo, por lo menos
deformarlo y mancharlo. No sabía Winston por qué se
seguía esta táctica, pero parecía natural que fuera así.
Y en cuanto a las mujeres, los esfuerzos del Partido
lograban pleno éxito.
Volvió a pensar en Katharine. Debía de hacer nueve o
diez años, casi once, que se habían separado. Era
curioso que se acordara tan poco de ella. Olvidaba
durante días enteros que habían estado casados. Sólo
permanecieron juntos unos quince meses. El Partido no
permitía el divorcio, pero fomentaba las separaciones
cuando no había hijos.
George Orwell
1984
Katharine era una rubia alta, muy derecha y de
movimientos majestuosos. Tenía una cara audaz,
aquilina, que podría haber pasado por noble antes de
descubrir que no había nada tras aquellas facciones. Al
principio de su vida de casados —aunque quizá fuera
sólo que Winston la conocía más íntimamente que a
las demás personas— llegó a la conclusión de que su
mujer era la persona más estúpida, vulgar y vacía que
había conocido hasta entonces. No latía en su cabeza ni
un solo pensamiento que no fuera un slogan. Se
tragaba cualquier imbecilidad que el Partido le
ofreciera. Winston la llamaba en su interior «la banda
sonora humana». Sin embargo, podía haberla
soportado de no haber sido por una cosa: el sexo.
Tan pronto como la rozaba parecía tocada por un
resorte y se endurecía. Abrazarla era como abrazar una
imagen con juntas de nudera. Y lo que era todavía más
extraño: incluso cuando ella lo apretaba contra sí
misma, él tenía la sensación de que al mismo tiempo lo
rechazaba con toda su fuerza. La rigidez de sus
músculos ayudaba a dar esta impresión. Se quedaba
allí echada con los ojos cerrados sin resistir ni
cooperar, pero como sometible. Era de lo más
vergonzoso y, a la larga, horrible. Pero incluso así
George Orwell
1984
habría podido soportar vivir con ella si hubieran
decidido quedarse célibes. Pero curiosamente fue
Katharine quien rehusó. «Debían —dijo— producir un
niño si podían.». Así que la comedia seguía
representándose una vez por semana regularmente,
mientras no fuese imposible. Ella incluso se lo
recordaba por la mañana como algo que había que
hacer esa noche y que no debía olvidarse. Tenía dos
expresiones para ello. Una era «hacer un bebé», y la
otra «nuestro deber al Partido» (sí, había utilizado esta
frase). Pronto empezó a tener una sensación de
positivo temor cuando llegaba el día. Pero por suerte
no apareció ningún niño y finalmente ella estuvo de
acuerdo en dejar de probar. Y poco después se
separaron.
Winston suspiró inaudiblemente. Volvió a coger la
pluma y escribió:
Se arregló su la cama y, en seguida, sin preliminar
alguno, del modo más grosero y terrible que se puede
imaginar, se levantó la falda. Yo...
Se vio a sí mismo de pie en la mortecina luz con el
olor a cucarachas y a perfume barato, y en su corazón
brotó un resentimiento que incluso en aquel instante se
George Orwell
1984
mezclaba con el recuerdo del blanco cuerpo de
Katharine, frígido para siempre por el hipnótico poder
del Partido. ¿Por qué tenía que ser siempre así? ¿No
podía él disponer de una mujer propia en vez de estas
furcias a intervalos de varios años? Pero un asunto
amoroso de verdad era una fantasía irrealizable. Las
mujeres del Partido eran todas iguales. La castidad
estaba tan arraigada en ellas como la lealtad al Partido.
Por la educación que habían recibido en su infancia,
por los juegos y las duchas de agua fría, por todas las
estupideces que les metían en la cabeza, las
conferencias, los desfiles, canciones, consignas v
música marcial, les arrancaban todo sentimiento
natural. La razón le decía que forzosamente habría
excepciones, pero su corazón no lo creía. Todas ellas
eran inalcanzables, como deseaba el Partido. Y lo que
él quería, aún más que ser amado, era derruir aquel
muro de estupidez aunque fuera una sola vez en su
vida. El acto sexual, bien realizado, era una rebeldía.
El deseo era un crimental. Si hubiera conseguido
despertar los sentidos de Katharine, esto habría
equivalido a una seducción aunque se trataba de su
mujer. Pero tenía que contar el resto de la historia.
Escribió:
George Orwell
1984
Encendí la luz. Cuando la vi claramente...
Después de la casi inexistente luz de la lamparilla de
aceite, la luz eléctrica parecía cegadora. Por primera
vez pudo ver a la mujer tal como era. Avanzó un paso
hacia ella y se detuvo horrorizado. Comprendía el
riesgo a que se había expuesto. Era muy posible que
las patrullas lo sorprendieran a la salida. Más aún:
quizá lo estuvieran esperando ya a la puerta. Nada iba
a ganar con marcharse sin hacer lo que se había
propuesto.
Todo aquello tenía que escribirlo, confesarlo. Vio de
pronto a la luz de la bombilla que la mujer era vieja.
La pintura se apegotaba en su cara tanto que parecía ir
a resquebrajarse como una careta de cartón. Tenía
mechones de cabellos blancos; pero el detalle más
horroroso era que la boca, entreabierta, parecía a
oscura caverna. No tenía ningún diente.
Winston escribió a toda prisa:
Cuando la vi a plena luz resultó una verdadera vieja.
Por lo menos tenía cincuenta años. Pero, de todos
modos, lo hice
George Orwell
1984
Volvió a apoyar las palmas de las manos sobre los
ojos. Ya lo había escrito, pero de nada servía. Seguía
con la misma necesidad de gritar palabrotas con toda la
fuerza de sus pulmones.
George Orwell
1984
CAPITULO VII
Si hay alguna espera, escribió Winston, está en los
proles.
Si había esperanza, tenía que estar en los proles porque
sólo en aquellas masas abandonadas, que constituían el
ochenta y cinco por ciento de la población de Oceanía,
podría encontrarse la fuerza suficiente para destruir al
Partido. Éste no podía descomponerse desde dentro.
Sus enemigos, si los tenía en su interior, no podían de
ningún modo unirse, ni siquiera identificarse
mutuamente. Incluso si existía la legendaria
Hermandad —y era muy posible que existiese
resultaba inconcebible que sus miembros se pudieran
reunir en grupos mayores de dos o tres. La rebeldía no
podía pasar de un destello en la mirada o determinada
inflexión en la voz; a lo más, alguna palabra
murmurada. Pero los proles, si pudieran darse cuenta
de su propia fuerza, no necesitarían conspirar. Les
bastaría con encabritarse como un caballo que se
sacude las moscas. Si quisieran podrían destrozar el
Partido mañana por la mañana. Desde luego, antes o
después se les ocurrirá. Y, sin embargo...
George Orwell
1984
Recordó Winston una vez que había dado un paseo por
una calle de mucho tráfico cuando oyó un tremendo
grito múltiple. Centenares de voces, voces de mujeres,
salían de una calle lateral. Era un formidable grito de
ira y desesperación, un tremendo ¡O—o—o—o—oh!
Winston se sobresaltó terriblemente. ¡Ya empezó! ¡Un
motín!, pensó. Por fin, los proles se sacudían el yugo;
pero cuando llegó al sitio de la aglomeración vio que
una multitud de doscientas o trescientas mujeres se
agolpaban sobre los puestos de un mercado callejero
con expresiones tan trágicas como si fueran las
pasajeras de un barco en trance de hundirse. En aquel
momento, la desesperación general se quebró en
innumerables peleas individuales. Por lo visto, en uno
de los puestos habían estado vendiendo sartenes de
lata. Eran utensilios muy malos, pero los cacharros de
cocina eran siempre de casi imposible adquisición. Por
fin, había llegado una provisión inesperadamente. Las
mujeres que lograron adquirir alguna sartén fueron
atacadas por las demás y trataban de escaparse con sus
trofeos mientras que las otras las rodeaban y acusaban
de favoritismo a la vendedora. Aseguraban que tenía
más en reserva. Aumentaron los chillidos. Dos
mujeres, una de ellas con el pelo suelto, se habían
George Orwell
1984
apoderado de la misma sartén y cada una intentaba
quitársela a la otra. Tiraron cada una por su lado hasta
que se rompió el mango. Winston las miró con asco.
Sin embargo, ¡qué energías tan aterradoras había
percibido él bajo aquella gritería! Y, en total, no eran
más que dos o tres centenares de gargantas. ¿Por qué
no protestarían así por cada cosa de verdadera
importancia?
Escribió:
Hasta que no tengan conciencia de su fuerza, no se
revelarán, y hasta después de haberse rebelado, no
serán conscientes. Éste es el problema.
Winston pensó que sus palabras parecían sacadas de
uno de los libros de texto del Partido. El Partido
pretendía, desde luego, haber liberado a los proles de
la esclavitud. Antes de la Revolución, eran explotados
y oprimidos ignominiosamente por los capitalistas.
Pasaban hambre. Las mujeres tenían que trabajar a la
viva fuerza en las minas de carbón (por supuesto, las
mujeres seguían trabajando en las minas de carbón),
los niños eran vendidos a las fábricas a la edad de seis
años. Pero, simultáneamente, fiel a los principios del
doblepensar, el Partido enseñaba que los proles eran
George Orwell
1984
inferiores por naturaleza y debían ser mantenidos bien
sujetos, como animales, mediante la aplicación de unas
cuantas reglas muy sencillas. En realidad, se sabía muy
poco de los proles. Y no era necesario saber mucho de
ellos. Mientras continuaran trabajando y teniendo
hijos, sus demás actividades carecían de importancia.
Dejándoles en libertad como ganado suelto en la
pampa de la Argentina, tenían un estilo de vida que
parecía serles natural. Se regían por normas
ancestrales. Nacían, crecían en el arroyo, empezaban a
trabajar a los doce años, pasaban por un breve período
de belleza y deseo sexual, se casaban a los veinte años,
empezaban a envejecer a los treinta y se morían casi
todos ellos hacia los sesenta años. El duro trabajo
físico, el cuidado del hogar y de los hijos, las
mezquinas peleas entre vecinos, el cine, el fútbol, la
cerveza y sobre todo, el juego, llenaban su horizonte
mental. No era difícil mantenerlos a raya. Unos
cuantos agentes de la Policía del Pensamiento
circulaban entre ellos, esparciendo rumores falsos y
eliminando a los pocos considerados capaces de
convertirse en peligrosos; pero no se intentaba
adoctrinarlos con la ideología del Partido. No era
deseable que los proles tuvieran sentimientos políticos
George Orwell
1984
intensos. Todo lo que se les pedía era un patriotismo
primitivo al que se recurría en caso de necesidad para
que trabajaran horas extraordinarias o aceptaran
raciones más pequeñas. E incluso cuando cundía entre
ellos el descontento, como ocurría a veces, era un
descontento que no servía para nada porque, por
carecer de ideas generales, concentraban su instinto de
rebeldía en quejas sobre minucias de la vida corriente.
Los grandes males, ni los olían. La mayoría de los
proles ni siquiera era vigilada con telepantallas. La
policía los molestaba muy poco. En Londres había
mucha criminalidad, un mundo revuelto de ladrones,
bandidos, prostitutas, traficantes en drogas y maleantes
de toda clase; pero como sus actividades tenían lugar
entre los mismos proles, daba igual que existieran o
no. En todas las cuestiones de moral se les permitía a
los proles que siguieran su código ancestral. No se les
imponía el puritanismo sexual del Partido. No se
castigaba su promiscuidad y se permitía el divorcio.
Incluso el culto religioso se les habría permitido si los
proles hubieran manifestado la menor inclinación a él.
Como decía el Partido: «los proles y los animales son
libres».
George Orwell
1984
Winston se rascó con precaución sus varices. Habían
empezado a picarle otra vez. Siempre volvía a
preocuparle saber qué habría sido la vida anterior a la
Revolución. Sacó del cajón un ejemplar del libro de
historia infantil que le había prestado la señora Parsons
y empezó a copiar un trozo en su diario:
En los antiguos tiempos (decía el libro de texto) antes
de la gloriosa Revolución, no era Londres la hermosa
ciudad que hoy conocemos. Era un lugar tenebroso,
sucio y miserable donde casi nadie tenía nada que
comer y donde centenares y millares de desgraciados
no tenían zapatos que ponerse ni siquiera un techo
bajo el cual dormir. Niños de la misma edad que
vosotros debían trabajar doce horas al día a las
órdenes de crueles amos que los castigaban con
látigos si trabajaban con demasiada lentitud y
solamente los alimentaban con pan duro y agua. Pero
entre toda esta horrible miseria, había unas cuantas
casas grandes y hermosas donde vivían los ricos, cada
uno de los cuales tenía por lo menos treinta criados a
su disposición. Estos ricos se llamaban capitalistas.
Eran individuos gordos y feos con caras de malvados
como el que puede apreciarse en la ilustración de la
página siguiente. Podréis ver, niños, que va vestido
George Orwell
1984
con una chaqueta negra larga a la que llamaban
«frac» y un sombrero muy raro y brillante que parece
el tubo de una estufa, al que llamaban «sombrero de
copa». Este era el uniforme de los capitalistas, y nadie
más podía llevarlo, los capitalistas eran dueños de
todo que había en el mundo y todos los que no eran
capitalistas pasaban a ser sus esclavos. Poseían toda
la tierra, todas las casas, todas las fábricas y el dinero
todo. Si alguien les desobedecía, era encarcelado
inmediatamente y podían dejarlo sin trabajo y hacerlo
morir de hambre. Cuando una persona corriente
hablaba con un capitalista tenía que descubrirse,
inclinarse profundamente ante él y llamarlo señor. El
jefe supremo de todos los capitalistas era llamado el
Rey y...
Winston se sabía toda la continuación. Se hablaba allí
de los obispos y de sus vestimentas, de los jueces con
sus trajes de armiño, de la horca, del gato de nueve
colas, del banquete anual que daba el alcalde y de la
costumbre de besar el anillo del Papa. También había
una referencia al jus primae noctis que no convenía
mencionar en un libro de texto para niños. Era la ley
según la cual todo capitalista tenía el derecho de
George Orwell
1984
dormir con cualquiera de las mujeres que trabajaban en
sus fábricas.
¿Cómo saber qué era verdad y qué era mentira en
aquello? Después de todo, podía ser verdad que la
Humanidad estuviera mejor entonces que antes de la
Revolución. La única prueba en contrario era la
protesta muda de la carne y los huesos, la instintiva
sensación de que las condiciones de vida eran
intolerables y que en otro tiempo tenían que haber sido
diferentes. A Winston le sorprendía que lo más
característico de la vida moderna no fuera su crueldad
ni su inseguridad, sino sencillamente su vaciedad, su
absoluta falta de contenido. La vida no se parecía, no
sólo a las mentiras lanzadas por las telepantallas, sino
ni siquiera a los ideales que el Partido trataba de
lograr. Grandes zonas vitales, incluso para un miembro
del Partido, nada tenían que ver con la política: se
trataba sólo de pasar el tiempo en inmundas tareas,
luchar para poder meterse en el Metro, remendarse un
calcetín como un colador, disolver con resignación una
pastilla de sacarina y emplear toda la habilidad posible
para conservar una colilla. El ideal del Partido era
inmenso, terrible y deslumbrante; un mundo de acero y
de hormigón armado, de máquinas monstruosas y
George Orwell
1984
espantosas armas, una nación de guerreros y fanáticos
que marchaba en bloque siempre hacia adelante en
unidad perfecta, pensando todos los mismos
pensamientos y repitiendo a grito unánime la misma
consigna, trabajando perpetuamente, luchando,
triunfantes, persiguiendo a los traidores... trescientos
millones de personas todas ellas con las misma cara.
La realidad era, en cambio: lúgubres ciudades donde la
gente, apenas alimentada, arrastraba de un lado a otro
sus pies calzados con agujereados zapatos y vivía en
ruinosas casas del siglo XIX en las que predominaba el
olor a verduras cocidas y retretes en malas
condiciones. Winston creyó ver un Londres inmenso y
en ruinas, una ciudad de un millón de cubos de la
basura y, mezclada con esta visión, la imagen de la
señora Parsons con sus arrugas y su pelo enmarañado
tratando de arreglar infructuosamente una cañería
atascada.
Volvió a rascarse el tobillo. Día y noche las
telepantallas le herían a uno el tímpano con estadísticas
según las cuales todos tenían más alimento, más trajes,
mejores casas, entretenimientos más divertidos, todos
vivían más tiempo, trabajaban menos horas, eran más
sanos, fuertes, felices, inteligentes y educados que los
George Orwell
1984
que habían vivido hacía cincuenta años. Ni una palabra
de todo ello podía ser probada ni refutada. Por
ejemplo, el Partido sostenía que el cuarenta por ciento
de los proles adultos sabía leer y escribir y que antes
de la Revolución todos ellos, menos un quince por
ciento, eran analfabetos. También aseguraba el Partido
que la mortalidad infantil era ya sólo del ciento sesenta
por mil mientras que antes de la Revolución había sido
del trescientos por mil... y así sucesivamente. Era
como una ecuación con dos incógnitas. Bien podía
ocurrir que todos los libros de historia fueran una pura
fantasía. Winston sospechaba que nunca había existido
una ley sobre el jus primae noctis ni persona alguna
como el tipo de capitalista que pintaban, ni siquiera un
sombrero como aquel que parecía un tubo de estufa.
Todo se desvanecía en la niebla. El pasado estaba
borrado. Se había olvidado el acto mismo de borrar, y
la mentira se convertía en verdad. Sólo una vez en su
vida había tenido Winston en la mano —después del
hecho y eso es lo que importaba— una prueba concreta
y evidente de un acto de falsificación. La había tenido
entre sus dedos nada menos que treinta segundos. Fue
en 1973, aproximadamente, pero desde luego por la
época en que Katharine y él se habían separado. La
George Orwell
1984
fecha a que se refería el documento era de siete u ocho
años antes.
La historia empezó en el sesenta y tantos, en el período
de las grandes purgas, en el cual los primitivos jefes de
la Revolución fueron suprimidos de una sola vez.
Hacia 1970 no quedaba ninguno de ellos, excepto el
Gran Hermano. Todos los demás habían sido acusados
de traidores y contrarrevolucionarios. Goldstein huyó y
se escondió nadie sabía dónde. De los demás, unos
cuantos habían desaparecido mientras que la mayoría
fue ejecutada después de unos procesos públicos de
gran espectacularidad en los que confesaron sus
crímenes. Entre los últimos supervivientes había tres
individuos llamados Jones, Aaronson y Rutherford.
Hacia 1965 —la fecha no era segura— los tres fueron
detenidos.
Como
ocurría
con
frecuencia,
desaparecieron durante uno o más años de modo que
nadie sabía si estaban vivos o muertos y luego
aparecieron de pronto para acusarse ellos mismos de
haber cometido terribles crímenes. Reconocieron haber
estado en relación con el enemigo (por entonces el
enemigo era Eurasia, que había de volver a serlo),
malversación de fondos públicos, asesinato de varios
miembros del Partido dignos de toda confianza,
George Orwell
1984
intrigas contra el mando del Gran Hermano que ya
habían empezado mucho antes de estallar la
Revolución y actos de sabotaje que habían costado la
vida a centenares de miles de personas. Después de
confesar todo esto, los perdonaron, les devolvieron sus
cargos en el Partido, puestos que eran en realidad
inútiles, pero que tenían nombres sonoros e
importantes. Los tres escribieron largos y abyectos
artículos en el Times analizando las razones que habían
tenido para desertar y prometiendo enmendarse.
Poco tiempo después de ser puestos en libertad esos
tres hombres, Winston los había visto en el Café del
Nogal. Recordaba con qué aterrada fascinación los
había observado con el rabillo del ojo. Eran mucho
más viejos que él, reliquias del mundo antiguo, casi las
últimas grandes figuras que habían quedado de los
primeros y heroicos días del Partido. Todavía llevaban
como una aureola el brillo de su participación
clandestina en las primeras luchas y en la guerra civil.
Winston creyó haber oído los nombres de estos tres
personajes mucho antes de saber que existía el Gran
Hermano, aunque con el tiempo se le confundían en la
mente las fechas y los hechos. Sin embargo, estaban ya
fuera de la ley, eran enemigos intocables, se cernía
George Orwell
1984
sobre ellos la absoluta certeza de un próximo
aniquilamiento. Cuestión de uno o dos años. Nadie que
hubiera caído una vez en manos de la Policía del
Pensamiento, podía escaparse para siempre. Eran
cadáveres que esperaban la hora de ser enviados otra
vez a la tumba.
No había nadie en ninguna de las mesas próximas a
ellos. No era prudente que le vieran a uno cerca de
semejantes personas. Los tres, silenciosos, bebían
ginebra con clavo; una especialidad de la casa. De los
tres, era Rutherford el que más había impresionado a
Winston. En tiempos, Rutherford fue un famoso
caricaturista cuyas brutales sátiras habían ayudado a
inflamar la opinión popular antes y durante la
Revolución. Incluso ahora, a largos intervalos,
aparecían sus caricaturas y satíricas historietas en el
Times. Eran una imitación de su antiguo estilo y ya no
tenían vida ni convencían. Era volver a cocinar los
antiguos temas: niños que morían de hambre, luchas
callejeras, capitalistas con sombrero de copa (hasta en
las barricadas seguían los capitalistas con su sombrero
de copa), es decir, un esfuerzo desesperado por volver
a lo de antes. Era un hombre monstruoso con una
crencha de cabellos gris grasienta, bolsones en la cara
George Orwell
1984
y unos labios negroides muy gruesos. De joven debió
de ser muy fuerte; ahora su voluminoso cuerpo se
inclinaba y parecía derrumbarse en todas las
direcciones. Daba la impresión de una montaña que se
iba a desmoronar de un momento a otro.
Era la solitaria hora de las quince. Winston no podía
recordar ya por qué había entrado en el café a esa hora.
No había casi nadie allí. Una musiquilla brotaba de las
telepantallas. Los tres hombres, sentados en un rincón,
casi inmóviles, no hablaban ni una palabra. El
camarero, sin que le pidieran nada, volvía a llenar los
vasos de ginebra. Había un tablero de ajedrez sobre la
mesa, con todas las piezas colocadas, pero no habían
empezado a jugar. Entonces, quizá sólo durante medio
minuto, ocurrió algo en la telepantalla. Cambió la
música que tocaba. Era difícil describir el tono de la
nueva música: una nota burlona, cascada, que a veces
parecía un rebuzno. Winston, mentalmente, la llamó
«la nota amarilla».
Y la voz de la telepantalla cantaba:
Bajo el Nogal de las ramas extendidas
yo te vendí y tú me vendiste.
George Orwell
1984
Allí yacen ellos y aquí yacemos nosotros.
Bajo el Nogal de las ramas extendidas.
Los tres personajes no se movieron, pero cuando
Winston volvió a mirar la desvencijada cara de
Rutherford, vio que estaba llorando. Por vez primera
observó, con sobresalto, pero sin saber por qué se
impresionaba, que tanto Aaronson como Rutherford
tenían partidas las narices.
Un poco después, los tres fueron detenidos de nuevo.
Por lo visto, se habían comprometido en nuevas
conspiraciones en el mismo momento de ser puestos en
libertad. En el segundo proceso confesaron otra vez
sus antiguos crímenes, con una sarta de nuevos delitos.
Fueron ejecutados y su historia fue registrada en los
libros de historia publicados por el Partido como
ejemplo para la posteridad. Cinco años después de
esto, en 1973, Winston desenrollaba un día unos
documentos que le enviaban por el tubo automático
cuando descubrió un pedazo de papel que,
evidentemente, se había deslizado entre otros y había
sido olvidado. En seguida vio su importancia. Era
media página de un Times de diez años antes —la
mitad superior de una página, de manera que incluía la
George Orwell
1984
fecha— y contenía una fotografía de los delegados en
una solemnidad del Partido en Nueva York.
Sobresalían en el centro del grupo Jones, Aaronson y
Rutherford. Se les veía muy claramente, pero además
sus nombres figuraban al pie.
Lo cierto es que en ambos procesos los tres personajes
confesaron que en aquella fecha se hallaban en suelo
eurasiático, que habían ido en avión desde un
aeródromo secreto en el Canadá hasta Siberia, donde
tenían una misteriosa cita. Allí se habían puesto en
relación con miembros del Estado Mayor eurasiático al
que habían entregado importantes secretos militares.
La fecha se le había grabado a Winston en la memoria
porque coincidía con el primer día de estío, pero toda
aquella historia estaba ya registrada oficialmente en
innumerables sitios. Sólo había una conclusión
posible: las confesiones eran mentira.
Desde luego, esto no constituía en sí mismo un
descubrimiento. Incluso por aquella época no creía
Winston que las víctimas de las purgas hubieran
cometido los crímenes de que eran acusados. Pero ese
pedazo de papel era ya una prueba concreta; un
fragmento del pasado abolido como un hueso fósil que
George Orwell
1984
reaparece en un estrato donde no se le esperaba y
destruye una teoría geológica. Bastaba con ello para
pulverizar al Partido si pudiera publicarse en el
extranjero. Y explicarse bien su significado.
Winston había seguido trabajando después de su
descubrimiento. En cuanto vio lo que era la fotografía
y lo que significaba, la cubrió con otra hoja de papel.
Afortunadamente, cuando la desenrolló había quedado
de tal modo que la telepantalla no podía verla.
Se puso la carpeta sobre su rodilla y echó hacia atrás la
silla para alejarse de la telepantalla lo más posible. No
era difícil mantener inexpresivo la cara e incluso
controlar, con un poco de esfuerzo, la respiración; pero
lo que no podía controlarse eran los latidos del corazón
y la telepantalla los recogía con toda exactitud.
Winston dejó pasar diez minutos atormentado por el
miedo de que algún accidente —por ejemplo, una
súbita corriente de aire lo traicionara. Luego, sin
exponerla a la vista de la pantalla, tiró la fotografía en
el «agujero de la memoria» mezclándola con otros
papeles inservibles. Al cabo de un minuto, el
documento sería un poco de ceniza.
George Orwell
1984
Aquello había pasado hacía diez u once años. «De
ocurrir ahora, pensó Winston, me habría guardado la
foto.» Era curioso que el hecho de haber tenido ese
documento entre sus dedos le pareciera constituir una
gran diferencia incluso ahora en que la fotografía
misma, y no sólo el hecho registrado en ella, era sólo
recuerdo. ¿Se aflojaba el dominio del Partido sobre el
pasado se preguntó Winston— porque una prueba
documental que ya no existía hubiera existido una vez?
Pero hoy, suponiendo que pudiera resucitar de sus
cenizas, la foto no podía servir de prueba. Ya en el
tiempo en que él había hecho el descubrimiento, no
estaba en guerra Oceanía con Eurasia y los tres
personajes suprimidos tenían que haber traicionado su
país con los agentes de Asia oriental y no con los de
Eurasia. Desde entonces hubo otros cambios, dos o
tres, ya no podía recordarlo. Probablemente, las
confesiones habían sido nuevamente escritas varias
veces hasta que los hechos y las fechas originales
perdieran todo significado. No es sólo que el pasado
cambiara, es que cambiaba continuamente. Lo que más
le producía a Winston la sensación de una pesadilla es
que nunca había llegado a comprender claramente por
qué se emprendía la inmensa impostura. Desde luego,
George Orwell
1984
eran evidentes las ventajas inmediatas de falsificar el
pasado, pero la última razón era misteriosa. Volvi6 a
coger la pluma y escribió:
Comprendo CÓMO: no comprado POR QUÉ.
Se preguntó, como ya lo había hecho muchas veces, si
no estaría él loco. Quizás un loco era sólo una
«minoría de uno». Hubo una época en que fue señal de
locura creer que la tierra giraba en torno al sol: ahora,
era locura creer que el pasado es inalterable. Quizá
fuera él el único que sostenía esa creencia, y, siendo el
único, estaba loco. Pero la idea de ser un loco no le
afectaba mucho. Lo que le horrorizaba era la
posibilidad de estar equivocado.
Cogió el libro de texto infantil y miró el retrato del
Gran Hermano que llenaba la portada. Los ojos
hipnóticos se clavaron en los suyos. Era como si una
inmensa fuerza empezara a aplastarle a uno, algo que
iba penetrando en el cráneo, golpeaba el cerebro por
dentro, le aterrorizaba a uno y llegaba casi a
persuadirle que era de noche cuando era de día. Al
final, el Partido anunciaría que dos y dos son cinco y
habría que creerlo. Era inevitable que llegara algún día
al dos y dos son cinco. La lógica de su posición lo
George Orwell
1984
exigía. Su filosofía negaba no sólo la validez de la
experiencia, sino que existiera la realidad externa. La
mayor de las herejías era el sentido común. Y lo más
terrible no era que le mataran a uno por pensar de otro
modo, sino que pudieran tener razón. Porque, después
de todo, ¿cómo sabemos que dos y dos son
efectivamente cuatro? O que la fuerza de la gravedad
existe. O que, el pasado no puede ser alterado. ¿Y si el
pasado y el mundo exterior sólo existen en nuestra
mente y, siendo la mente controlable, también puede
controlarse el pasado y lo que llamamos la realidad?
¡No, no!; a Winston le volvía el valor. El rostro de
O'Brien, sin saber por qué, empezó a flotarle en la
memoria; sabía, con más certeza que antes, que
O'Brien estaba de su parte. Escribía este Diario para
O'Brien; era como una carta interminable que nadie
leería nunca, pero que se dirigía a una persona
determinada y que dependía de este hecho en su forma
y en su tono.
El Partido os decía que negaseis la evidencia de
vuestros ojos y oídos. Ésta era su orden esencial. El
corazón de Winston se encogió al pensar en el enorme
poder que tenía enfrente, la facilidad con que cualquier
George Orwell
1984
intelectual del Partido lo vencería con su dialéctica, los
sutiles argumentos que él nunca podría entender y
menos contestar. Y, sin embargo, era él, Winston,
quien tenía razón. Los otros estaban equivocados y él
no. Había que defender lo evidente. El mundo sólido
existe y sus leyes no cambian. Las piedras son duras, el
agua moja, los objetos faltos de apoyo caen en
dirección al centro de la Tierra...
Con la sensación de que hablaba con O'Brien, y
también de que anotaba un importante axioma,
escribió:
La libertad es poder decir libremente que dos y dos
son cuatro. Si se concede esto, todo lo demás vendrá
por sus pasos contados.
George Orwell
1984
CAPITULO VIII
Del fondo del pasillo llegaba un aroma a café tostado
—café de verdad, no café de la Victoria—, un aroma
penetrante. Winston se detuvo involuntariamente.
Durante unos segundos volvió al mundo medio
olvidado de su infancia. Entonces se oyó un portazo y
el delicioso olor quedó cortado tan de repente como un
sonido.
Winston había andado varios kilómetros por las calles
y se le habían irritado sus varices. Era la segunda vez
en tres semanas que no había llegado a tiempo a una
reunión del Centro Comunal, lo cual era muy peligroso
ya que el número de asistencias al Centro era anotado
cuidadosamente. En principio, un miembro del Partido
no tenía tiempo libre y nunca estaba solo a no ser en la
cama. Se suponía que, de no hallarse trabajando,
comiendo, o durmiendo, estaría participando en algún
recreo colectivo. Hacer algo que implicara una
inclinación a la soledad, aunque sólo fuera dar un
paseo, era siempre un poco peligroso. Había una
palabra para ello en neolengua: vidapropia, es decir,
individualismo y excentricidad. Pero esa tarde, al salir
del Ministerio, el aromático aire abrileño le había
George Orwell
1984
tentado. El cielo tenía un azul más intenso que en todo
el año y de pronto le había resultado intolerable a
Winston la perspectiva del aburrimiento, de los juegos
anotadores, de las conferencias, de la falsa camaradería
lubricada por la ginebra... Sintió el impulso de
marcharse de la parada del autobús y callejear por el
laberinto de Londres, primero hacia el Sur, luego hacia
el Este y otra vez hacia el Norte, perdiéndose por
calles desconocidas y sin preocuparse apenas por la
dirección que tomaba.
«Si hay esperanza —habría escrito en el Diario—, está
en los proles.» Estas palabras le volvían como
afirmación de una verdad mística y de un absurdo
palpable. Penetró por los suburbios del Norte y del
Este alrededor de lo que en tiempos había sido la
estación de San Pancracio. Marchaba por una calle
empedrada, cuyas viejas casas sólo tenían dos pisos y
cuyas puertas abiertas descubrían los sórdidos
interiores. De trecho en trecho había charcos de agua
sucia por entre las piedras. Entraban y salían en las
casuchas y llenaban las callejuelas infinidad de
personas: muchachas en la flor de la edad con bocas
violentamente pintadas, muchachos que perseguían a
las jóvenes, y mujeres de cuerpos obesos y
George Orwell
1984
bamboleantes, vivas pruebas de lo que serían las
muchachas cuando tuvieran diez años más, ancianos
que se movían dificultosamente y niños descalzos que
jugaban en los charcos y salían corriendo al oír los
irritados chillidos de sus madres. La cuarta parte de las
ventanas de la calle estaban rotas y tapadas con
cartones. La mayoría de la gente no prestaba atención a
Winston. Algunos lo miraban con cauta curiosidad.
Dos monstruosas mujeres de brazos rojizos cruzados
sobre los delantales, hablaban en una de las puertas.
Winston oyó algunos retazos de la conversación.
—Pues, sí, fui y le dije: «Todo eso está muy bien, pero
si hubieras estado en mi lugar hubieras hecho lo
mismo que yo. Es muy sencillo eso de criticar —le dije
, pero tú no tienes los mismos problemas que yo».
—Claro —dijo la otra—, ahí está la cosa. Cada uno
sabe lo suyo.
Estas voces estridentes se callaron de pronto. Las
mujeres observaron a Winston con hostil silencio
cuando pasó ante ellas. Pero no era exactamente
hostilidad sino una especie de alerta momentánea
como cuando nos cruzamos con un animal
desconocido. El «mono» azul del Partido no se veía
George Orwell
1984
con frecuencia en una calle como ésta. Desde luego,
era muy poco prudente que lo vieran a uno en
semejantes sitios a no ser que se tuviera algo muy
concreto que hacer allí: Las patrullas le detenían a uno
en cuanto lo sorprendían en una calle de proles y le
preguntaban: «¿Quieres enseñarme la documentación
camarada? ¿Qué haces por aquí? ¿A qué hora saliste
del trabajo? ¿Tienes la costumbre de tomar este
camino para ir a tu casa?, y así sucesivamente. No es
que hubiera una disposición especial prohibiendo
regresar a casa por un camino insólito, mas era lo
suficiente para hacerse notar si la Policía del
Pensamiento lo descubría.
De pronto, toda la calle empezó a agitarse. Hubo gritos
de aviso por todas partes. Hombres, mujeres y niños se
metían veloces en sus casas como conejos. Una joven
salió como una flecha por una puerta cerca de donde
estaba Winston, cogió a un niño que jugaba en un
charco, lo envolvió con el delantal y entró de nuevo en
su casa; todo ello realizado con increíble rapidez. En el
mismo instante, un hombre vestido de negro, que había
salido de una callejuela lateral, corrió hacia Winston
señalándole nervioso el cielo.
George Orwell
1984
—¡El vapor! —gritó—. Mire, maestro. ¡Échese pronto
en el suelo!
«El vapor» era el apodo que, no se sabía por qué, le
habían puesto los proles a las bombas cohetes.
Winston se tiró al suelo rápidamente. Los proles
llevaban casi siempre razón cuando daban una alarma
de esta clase. Parecían poseer una especie de instinto
que les prevenía con varios segundos de anticipación
de la llegada de un cohete, aunque se suponía que los
cohetes volaban con más rapidez que el sonido.
Winston se protegió la cabeza con los brazos. Se oyó
un rugido que hizo temblar el pavimento, una lluvia de
pequeños objetos le cayó sobre la espalda. Cuando se
levantó, se encontró cubierto con pedazos de cristal de
la ventana más próxima. Siguió andando. La bomba
había destruido un grupo de casas de aquella calle
doscientos metros más arriba. En el cielo flotaba una
negra nube de humo y debajo otra nube, ésta de polvo,
envolvía las ruinas en torno a las cuales se agolpaba ya
una multitud. Había un pequeño montón de yeso en el
pavimento delante de él y en medio se podía ver una
brillante raya roja. Cuando se levantó y se acercó a ver
qué era vio que se trataba de una mano humana cortada
George Orwell
1984
por la muñeca. Aparte del sangriento muñón, la mano
era tan blanca que parecía un molde de yeso. Le dio
una patada y la echó a la cloaca, y para evitar la
multitud, torció por una calle lateral a la derecha. A los
tres o cuatro minutos estaba fuera de la zona afectada
por la bomba y la sórdida vida del suburbio se había
reanudado como si nada hubiera ocurrido. Eran casi las
veinte y los establecimientos de bebida frecuentados
por los proles (les llamaban, con una palabra
antiquísima, «tabernas») estaban llenas de clientes. De
sus puertas oscilantes, que se abrían y cerraban sin
cesar, salía un olor mezclado de orines, serrín y
cerveza.
En un ángulo formado por una casa de fachada saliente
estaban reunidos tres hombres. El de en medio tenía en
la mano un periódico doblado que los otros dos
miraban por encima de sus hombros. Antes ya de
acercarse lo suficiente para ver la expresión de sus
caras, pudo deducir Winston, por la inmovilidad de sus
cuerpos, que estaban absortos. Lo que leían era
seguramente algo de mucha importancia. Estaba a
pocos pasos de ellos cuando de pronto se deshizo el
grupo y dos de los hombres empezaron a discutir
violentamente. Parecía que estaban a punto de pegarse.
George Orwell
1984
—¿No puedes escuchar lo que te digo? Te aseguro que
ningún número terminado en siete ha ganado en estos
catorce meses.
—Te digo que sí.
—No, no ha salido ninguno terminado en siete. En
casa los tengo apuntados todos en un papel desde hace
dos años. Nunca dejo de copiar el número. Y te digo
que ningún número ha terminado en siete...
—Sí; un siete ganó. Además, sé que terminaba en
cuatro, cero, siete. Fue en febrero... En la segunda
semana de febrero.
—Ni en febrero ni nada. Te digo que lo tengo
apuntado. —Bueno, a ver si lo dejáis —dijo el tercer
hombre.
Estaban hablando de la lotería. Winston volvió la
cabeza cuando ya estaba a treinta metros de distancia.
Todavía seguían discutiendo apasionadamente. La
lotería, que pagaba cada semana enormes premios, era
el único acontecimiento público al que los proles
concedían una seria atención. Probablemente, había
millones de proles para quienes la lotería era la
principal razón de su existencia. Era toda su delicia, su
George Orwell
1984
locura, su estimulante intelectual. En todo lo referente
a la lotería, hasta la gente que apenas sabía leer y
escribir parecía capaz de intrincados cálculos
matemáticos y de asombrosas proezas memorísticas.
Toda una tribu de proles se ganaba la vida vendiendo
predicciones, amuletos, sistemas para dominar el azar
y otras cosas que servían a los maniáticos. Winston
nada tenía que ver con la organización de la lotería,
dependiente del Ministerio de la Abundancia. Pero
sabía perfectamente (como cualquier miembro del
Partido) que los premios eran en su mayoría
imaginarios. Sólo se pagaban pequeñas sumas y los
ganadores de los grandes premios eran personas
inexistentes. Como no había verdadera comunicación
entre una y otra parte de Oceanía, esto resultaba muy
fácil.
Si había esperanzas, estaba en los proles. Ésta era la
idea esencial. Decirlo, sonaba a cosa razonable, pero al
mirar aquellos pobres seres humanos, se convertía en
un acto de fe. La calle por la que descendía Winston, le
despertó la sensación de que ya antes había estado por
allí y que no hacía mucho tiempo fue una calle
importante. Al final de ella había una escalinata por
donde se bajaba a otra calle en la que estaba un
George Orwell
1984
mercadillo de legumbres. Entonces recordó Winston
dónde estaba: en la primera esquina, a unos cinco
minutos de marcha, estaba la tienda de compraventa
donde él había adquirido el libro en blanco donde
ahora llevaba su Diario. Y en otra tienda no muy
distante, había comprado la pluma y el frasco de tinta.
Se detuvo un momento en lo alto de la escalinata. Al
otro lado de la calle había una sórdida taberna cuyas
ventanas parecían cubiertas de escarcha; pero sólo era
polvo. Un hombre muy viejo con bigotes blancos,
encorvado, pero bastante activo, empujó la puerta
oscilante y entró. Mientras observaba desde allí, se le
ocurrió a Winston que aquel viejo, que por lo menos
debía de tener ochenta años, habría sido ya un hombre
maduro cuando ocurrió la Revolución. Él y unos
cuantos como él eran los últimos eslabones que unían
al mundo actual con el mundo desaparecido del
capitalismo. En el Partido no había mucha gente cuyas
ideas se hubieran formado antes de la Revolución. La
generación más vieja había sido barrida casi por
completo en las grandes purgas de los años cincuenta y
sesenta y los pocos que sobrevivieron vivían
aterrorizados y en una entrega intelectual absoluta. Si
vivía aún alguien que pudiera contar con veracidad las
George Orwell
1984
condiciones de vida en la primera mitad del siglo, tenía
que ser un prole. De pronto recordó Winston el trozo
del libro de historia que había copiado en su Diario y
le asaltó un impulso loco. Entraría en la taberna,
trabaría conocimiento con aquel viejo y le interrogaría.
Le diría: «Cuénteme su vida cuando era usted un
muchacho, ¿se vivía entonces mejor que ahora o peor?.
Precipitadamente, para no tener tiempo de asustarse,
bajó la escalinata y cruzó la calle. Desde luego, era una
locura. Como de costumbre, no había ninguna
prohibición concreta de hablar con los proles y
frecuentar sus tabernas, pero no podía pasar
inadvertido ya que era rarísimo que alguien lo hiciera.
Si aparecía alguna patrulla, Winston podría decir que
se había sentido mal, pero no lo iban a creer. Empujó
la puerta y le dio en la cara un repugnante olor a queso
y a cerveza agria. Al entrar él, las voces casi se
apagaron. Todos los presentes le miraban su «mono»
azul. Unos individuos que jugaban al blanco con unos
dardos se interrumpieron durante medio minuto. El
viejo al que él había seguido estaba acodado en el bar
discutiendo con el barman, un joven corpulento de
nariz ganchuda y enormes antebrazos. Otros clientes,
con vasos en la mano, contemplaban la escena.
George Orwell
1984
¿Vas a decirme que no puedes servirme una pinta de
cerveza? —decía el viejo.
—¿Y qué demonios de nombre es ese de «pinta»? —
preguntó el tabernero inclinándose sobre el mostrador
con los dedos apoyados en él.
—Escuchad, presume de tabernero y no sabe lo que es
una pinta. A éste hay que mandarle a la escuela.
—Nunca he oído hablar de pintas para beber. Aquí se
sirve por litros, medios litros... Ahí enfrente tiene usted
los vasos en ese estante para cada cantidad de líquido.
—Cuando yo era joven —insistió el viejo— no
bebíamos por litros ni por medios litros.
—Cuando usted era joven nosotros vivíamos en las
copas de los árboles —dijo el tabernero guiñándoles el
ojo a los otros clientes.
Hubo una carcajada general y la intranquilidad causada
por la llegada de Winston parecía haber desaparecido.
El viejo enrojeció, se volvió para marcharse,
refunfuñando, y tropezó con Winston. Winston lo
cogió deferentemente por el brazo.
—¿Me permite invitarle a beber algo? —dijo.
George Orwell
1984
—Usted es un caballero —dijo el otro, que parecía no
haberse fijado en el «mono» azul de Winston—. ¡Una
pinta, quiera usted o no quiera! —añadió agresivo
dirigiéndose al tabernero.
Éste llenó dos vasos de medio litro con cerveza negra.
La cerveza era la única bebida que se podía conseguir
en los establecimientos de bebidas de los proles. Estos
no estaban autorizados a beber cerveza aunque en la
práctica se la proporcionaban con mucha facilidad. El
tiro al blanco con dardos estaba otra vez en plena
actividad y los hombres que bebían en el mostrador
discutían sobre billetes de lotería. Todos olvidaron
durante unos momentos la presencia de Winston.
Había una mesa debajo de una ventana donde el viejo
y él podrían hablar sin miedo a ser oídos. Era
terriblemente peligroso, pero no había telepantalla en
la habitación. De esto se había asegurado Winston en
cuanto entró.
—Debe usted de haber visto grandes cambios desde
que era usted un muchacho empezó a explorar
Winston.
La pálida mirada azul del viejo recorrió el local como
si fuera allí donde los cambios habían ocurrido.
George Orwell
1984
—La cerveza era mejor —dijo por último—; y más
barata. Cuando yo era un jovencito, la cerveza costaba
cuatro peniques los tres cuartos. Eso era antes de la
guerra, naturalmente.
—¿Qué guerra era ésa? —preguntó Winston.
—Siempre hay alguna guerra —dijo el anciano con
vaguedad. Levantó el vaso y brindó. ¡A su salud,
caballero!
En su delgada garganta la nuez puntiaguda hizo un
movimiento de sorprendente rapidez arriba y abajo y la
cerveza desapareció. Winston se acercó al mostrador y
volvió con otros dos medios litros.
—Usted es mucho mayor que yo —dijo Winston—.
Cuando yo nací sería usted ya un hombre hecho y
derecho.
Usted puede recordar lo que pasaba en los tiempos
anteriores a la Revolución; en cambio, la gente de mi
edad no sabe nada de esa época. Sólo podemos leerlo
en los libros, y lo que dicen los libros puede no ser
verdad. Me gustaría saber su opinión sobre esto. Los
libros de historia dicen que la vida anterior a la
Revolución era por completo distinta de la de ahora.
George Orwell
1984
Había una opresión terrible, injusticias, pobreza... en
fin, que no puede uno imaginar siquiera lo malo que
era aquello. Aquí, en Londres, la gran masa de gente
no tenía qué comer desde que nacían hasta que morían.
La mitad de aquellos desgraciados no tenían zapatos
que ponerse. Trabajaban doce horas al día, dejaban de
estudiar a los nueve años y en cada habitación dormían
diez personas. Y a la vez había algunos individuos,
muy pocos, sólo unos cuantos miles en todo el mundo,
los capitalistas, que eran ricos y poderosos. Eran
dueños de todo. Vivían en casas enormes y suntuosas
con treinta criados, sólo se movían en autos y coches
de cuatro caballos, bebían champán y llevaban
sombrero de copa.
El viejo se animó de pronto.
—¡Sombreros de copa! exclamó. Es curioso que los
nombre usted. Ayer mismo pensé en ellos no sé por
qué. Me acordé de cuánto tiempo hace que no se ve un
sombrero de copa. Han desaparecido por completo. La
última vez que llevé uno fue en el entierro de mi
cuñada. Y aquello fue... pues por lo menos hace
cincuenta años, aunque la fecha exacta no puedo
George Orwell
1984
saberla. Claro, ya comprenderá usted que lo alquilé
para aquella ocasión...
—Lo de los sombreros de copa no tiene gran
importancia —dijo Winston con paciencia—. Pero
estos capitalistas —ellos, unos cuantos abogados y
sacerdotes y los demás auxiliares que vivían de ellos—
eran los dueños de la tierra. Todo lo que existía era
para ellos. Ustedes, la gente corriente, los trabajadores,
eran sus esclavos. Los capitalistas podían hacer con
ustedes lo que quisieran. Por ejemplo, mandarlos al
Canadá como ganado. Si se les antojaba, se podían
acostar con las hijas de ustedes. Y cuando se
enfadaban, los azotaban a ustedes con un látigo
llamado el gato de nueve colas. Si se encontraban
ustedes a un capitalista por la calle, tenían que quitarse
la gorra. Cada capitalista salía acompañado por una
pandilla de lacayos que...
—¡Lacayos! Ahí tiene usted una palabra que no he
oído desde hace muchísimos años. ¡Lacayos! Eso me
recuerda muchas cosas pasadas. Hará medio siglo
aproximadamente, solía pasear yo a veces por Hyde
Park los domingos por la tarde para escuchar a unos
tipos que pronunciaban discursos: Ejército de
George Orwell
1984
salvación, católicos, judíos, indios... En fin, allí había
de todo. Y uno de ellos..., no puedo recordar el
nombre, pero era un orador de primera, no hacía más
que gritar: «¡Lacayos, lacayos de la burguesía!
¡Esclavos de las clases dirigentes!». Y también le
gustaba mucho llamarlos parásitos y a los otros les
llamaba hienas. Sí, una palabra algo así como hiena.
Claro que se refería al Partido Laborista, ya se hará
usted cargo.
Winston tenía la sensación de que cada uno de ellos
estaba hablando por su cuenta. Debía orientar un poco
la conversación:
—Lo que yo quiero saber es si le parece a usted que
hoy día tenemos más libertad que en la época de usted.
¿Le tratan a usted más como un ser humano? En el
pasado, los ricos, los que estaban en lo alto...
—La Cámara de los Lores —evocó el viejo.
—Bueno, la Cámara de los Lores. Le pregunto a usted
si esa gente le trataba como a un inferior por el simple
hecho de que ellos eran ricos y usted pobre. Por
ejemplo, ¿es cierto que tenía usted que quitarse la
George Orwell
1984
gorra y llamarles «señor» cuando se los cruzaba usted
por la calle?
El hombre reflexionó profundamente. Antes de
contestar se bebió un cuarto de litro de cerveza.
—Sí —dijo por fin—. Les gustaba que uno se llevara
la mano a la gorra. Era una señal de respeto. Yo no
estaba conforme con eso, pero lo hacía muchas veces.
No tenía más remedio.
—¿Y era habitual? —tenga usted en cuenta que estoy
repitiendo lo que he leído en nuestros libros de texto
para las escuelas—, era habitual en aquella gente, en
los capitalistas, empujarles a ustedes de la acera para
tener libre el paso?
—Uno me empujó una vez —dijo el anciano—. Lo
recuerdo como si fuera ayer. Era un día de regatas
nocturnas y en esas noches había mucha gente grosera,
y me tropecé con un tipo joven y jactancioso en la
avenida Shaftesbury. Era un caballero, iba vestido de
etiqueta y con sombrero de copa. Venía haciendo
zigzags por la acera y tropezó conmigo. Me dijo: «¿Por
qué no mira usted por dónde va?». Yo le dije: «¡A ver
si se ha creído usted que ha comprado la acera!». Y va
George Orwell
1984
y me contesta: «Le voy a dar a usted para el pelo si se
descara así conmigo». Entonces yo le solté: «Usted
está borracho y, si quiero, acabo con usted en medio
minuto». Sí señor, eso le dije y no sé si me creerá
usted, pero fue y me dio un empujón que casi me
manda debajo de las ruedas de un autobús. Pero yo por
entonces era joven y me dispuse a darle su merecido;
sin embargo...
Winston perdía la esperanza de que el viejo le dijera
algo interesante. La memoria de aquel hombre no era
más que un montón de detalles. Aunque se pasara el
día interrogándole, nada sacaría en claro. Según sus
«declaraciones», los libros de Historia publicados por
el Partido podían seguir siendo verdad, después de
todo; podían ser incluso completamente verídicos.
Hizo un último intento.
—Quizás no me he explicado bien. Lo que trato de
decir es esto: usted ha vivido mucho tiempo; la mitad
de su vida ha transcurrido antes de la Revolución. En
1925, por ejemplo, era usted ya un hombre. ¿Podría
usted decir, por lo que recuerda de entonces, que la
vida era en 1925 mejor que ahora o peor? Si tuviera
George Orwell
1984
usted que escoger, ¿preferiría usted vivir entonces o
ahora?
El anciano contempló meditabundo a los que tiraban al
blanco. Terminó su cerveza con más lentitud que la
vez anterior y por último habló con un tono filosófico
y tolerante como si la cerveza lo hubiera dulcificado.
—Ya sé lo que espera usted que le diga. Usted querría
que le dijera que prefiero volver a ser joven. Muchos
lo dicen porque en la juventud se tiene salud y fuerza.
En cambio, a mis años nunca se está bien del todo.
Tengo muchos achaques. He de levantarme seis y siete
veces por la noche cuando me da el dolor. Por otra
parte, esto de ser viejo tiene muchas ventajas. Por
ejemplo, las mujeres no le preocupan a uno y eso es
una gran ventaja. Yo hace treinta años que no he
estado con una mujer, no sé si me creerá usted. Pero lo
más grande es que no he tenido ganas.
Winston se apoyó en el alféizar de la ventana. Era
inútil proseguir. Iba a pedir más cerveza cuando el
viejo se levantó de pronto y se dirigió renqueando
hacia el urinario apestoso que estaba al fondo del local.
Winston siguió unos minutos sentado contemplando su
vaso vacío y, casi sin darse cuenta, se encontró otra
George Orwell
1984
vez en la calle. Dentro de veinte años, a lo más —
pensó—, la inmensa y sencilla pregunta «¿Era la vida
antes de la Revolución mejor que ahora?» dejaría de
tener sentido por completo. Pero ya ahora era
imposible contestarla, puesto que los escasos
supervivientes del mundo antiguo eran incapaces de
comparar una época con otra. Recordaban un millón de
cosas insignificantes, una pelea con un, compañero de
trabajo, la búsqueda de una bomba de bicicleta que
habían perdido, la expresión habitual de una hermana
fallecida hacía muchos años, los torbellinos de polvo
que se formaron en una mañana tormentosa hace
setenta años... pero todos los hechos trascendentales
quedaban fuera del radio de su atención. Eran como las
hormigas, que pueden ver los objetos pequeños, pero
no los grandes. Y cuando la memoria fallaba y los
testimonios escritos eran falsificados, la: pretensiones
del Partido de haber mejorado las condiciones de la
vida humana tenían que ser aceptadas necesariamente
porque no existía ni volvería nunca a existir un nivel
de vida con el cual pudieran ser comparadas.
En aquel momento el fluir de sus pensamientos se
interrumpió de repente. Se detuvo y levantó la vista. Se
halle ha en una calle estrecha con unas cuantas
George Orwell
1984
tiendecitas oscura salpicadas entre casas de vecinos.
Exactamente encima de su cabeza pendían unas bolas
de metal descoloridas que habían sido doradas.
Conocía este sitio. Era la tienda donde había comprado
el Diario. Sintió miedo. Ya había sido bastante,
arriesgado comprar el libro y se había jurado a sí
mismo no aparecer nunca más por allí. Sin embargo,
en cuanto permitió a sus pensamientos que corrieran en
libertad, le habían traído sus pies a aquel mismo sitio.
Precisamente, había iniciado su Diario para librarse de
impulsos suicidas como aquél. Al mismo tiempo, notó
que aunque eran las veintiuna seguía abierta la tienda.
Creyendo que sería más prudente estar oculto dentro
de la tienda que a la vista de todos en medio de la
calle, entró. Si le preguntaban podía decir que andaba
buscando hojas de afeitar.
El dueño acababa de encender una lámpara de aceite
que echaba un olor molesto, pero tranquilizador. Era
un hombre de unos sesenta años, de aspecto frágil, y
un poco encorvado, con una nariz larga y simpática y
ojos de suave mirar a pesar de las gafas de gruesos
cristales. Su cabello era casi blanco, pero las cejas,
muy pobladas, se conservaban negras. Sus gafas, sus
movimientos acompañados y el hecho de que llevaba
George Orwell
1984
una vieja chaqueta de terciopelo negro le daban un
cierto aire intelectual como si hubiera sido un hombre
de letras o quizás un músico. De voz suave, algo
apagada, tenía un acento menos marcado que la
mayoría de los proles.
—Le reconocí a usted cuando estaba ahí fuera parado
—dijo inmediatamente. Usted es el caballero que me
compró aquel álbum para regalárselo, seguramente, a
alguna señorita. Era de muy buen papel. «Papel
crema» solían llamarle. Por lo menos hace cincuenta
años que no se ha vuelto a fabricar un papel como ése
—miró a Winston por encima de sus gafas. ¿Puedo
servirle en algo especial? ¿O sólo quería usted echar
un vistazo?
—Pasaba por aquí —dijo Winston vagamente. He
entrado a mirar estas cosas. No deseo nada concreto.
—Me alegro —dijo el otro— porque no creo que
pudiera haberle servido. —Hizo un gesto de disculpa
con su fina mano derecha—. Ya ve usted; la tienda
está casi vacía. Entre nosotros, le diré que el negocio
de antigüedades está casi agotado. Ni hay clientes ni
disponemos de género. Los muebles, los objetos de
porcelana y de cristal... todo eso ha ido desapareciendo
George Orwell
1984
poco a poco, y los hierros artísticos y demás metales
han sido fundidos casi en su totalidad. No he vuelto a
ver un candelabro de bronce desde hace muchos años.
En efecto, el interior de la pequeña tienda estaba
atestado de objetos, pero casi ninguno de ellos tenía el
más pequeño valor. Había muchos cuadros que cubrían
por completo las paredes. En el escaparate se exhibían
portaplumas rotos, cinceles mellados, relojes mohosos
que no pretendían funcionar y otras baratijas. Sólo en
una mesita de un rincón había algunas cosas de interés:
cajitas de rapé, broches de ágata, etc. Al acercarse
Winston a esta mesa le sorprendió un objeto redondo y
brillante que cogió para examinarlo.
Era un trozo de cristal en forma de hemisferio. Tenía
una suavidad muy especial, tanto por su color como
por la calidad del cristal. En su centro, aumentado por
la superficie curvada, se veía un objeto extraño que
recordaba a una rosa o una anémona.
—¿Qué es esto? —dijo Winston, fascinado.
—Eso es coral —dijo el hombre—. Creo que procede
del Océano Indico. Solían engarzarlo dentro de una
George Orwell
1984
cubierta de cristal. Por lo menos hace un siglo que lo
hicieron. Seguramente más, a juzgar por su aspecto.
—Es de una gran belleza —dijo Winston.
—De una gran belleza, sí, señor —repitió el otro con
tono de entendido—. Pero hoy día no hay muchas
personas que lo sepan reconocer —carraspeó—. Si
usted quisiera comprarlo, le costaría cuatro dólares.
Recuerdo el tiempo en que una cosa como ésta costaba
ocho libras, y ocho libras representaban... en fin, no sé
exactamente cuánto; desde luego, muchísimo dinero.
Pero ¿quién se preocupa hoy por las antigüedades
auténticas, por las pocas que han quedado?
Winston pagó inmediatamente los cuatro dólares y se
guardó el codiciado objeto en el bolsillo. Lo que le
atraía de él no era tanto su belleza como el aire que
tenía de pertenecer a una época completamente distinta
de la actual. Aquel cristal no se parecía a ninguno de
los que él había visto. Era de una suavidad
extraordinaria, con reflejos acuosos. Era el coral
doblemente atractivo por su aparente inutilidad,
aunque Winston pensó que en tiempos lo habían
utilizado como pisapapeles. Pesaba mucho, pero
afortunadamente, no le abultaba demasiado en el
George Orwell
1984
bolsillo. Para un miembro del Partido era
comprometedor llevar una cosa como aquélla. Todo lo
antiguo, y mucho más lo que tuviera alguna belleza,
resultaba vagamente sospechoso. El dueño de la tienda
pareció alegrarse mucho de cobrar los cuatro dólares.
Winston comprendió que se habría contentado con tres
e incluso con dos.
—Arriba tengo otra habitación que quizás le interesara
a usted ver —le propuso—. No hay gran cosa en ella,
pero tengo dos o tres piezas... Llevaremos una luz.
Encendió otra lámpara y agachándose subió
lentamente por la empinada escalera, de peldaños
medio rotos. Luego entraron por un pasillo estrecho
siguiendo hasta una habitación que no daba a la calle,
sino a un patio y a un bosque de chimeneas. Winston
notó que los muebles estaban dispuestos como si fuera
a vivir alguien en el cuarto. Había una alfombra en el
suelo, un cuadro o dos en las paredes, y un sillón junto
a la chimenea. Un antiguo reloj de cristal, en cuya
esfera figuraban las doce horas, estilo antiguo, emitía
su tic—tac desde la repisa de la chimenea. Bajo la
ventana y ocupando casi la cuarta parte de la estancia
había una enorme cama con el colchón descubierto.
George Orwell
1984
—Aquí vivíamos hasta que murió mi mujer —dijo el
vendedor disculpándose. Voy vendiendo los muebles
poco a poco. Ésa es una preciosa cama de caoba. Lo
malo son las chinches. Si hubiera manera de acabar
con ellas...
Sostenía la lámpara lo más alto posible para iluminar
toda la habitación y a su débil luz resultaba aquel sitio
muy acogedor. A Winston se le ocurrió pensar que
sería muy fácil alquilar este cuarto por unos cuantos
dólares a la semana si se decidiera a correr el riesgo.
Era una idea descabellada, desde luego, pero el
dormitorio había despertado en él una especie de
nostalgia, un recuerdo ancestral. Le parecía saber
exactamente lo que se experimentaba al reposar en una
habitación como aquélla, hundido en un butacón junto
al fuego de la chimenea mientras se calentaba la tetera
en las brasas. Allí solo, completamente seguro, sin
nadie más que le vigilara a uno, sin voces que le
persiguieran ni más sonido que el murmullo de la
tetera y el amable tic—tac del reloj.
—¡No hay telepantalla! —se le escapó en voz baja.
—Ah —dijo el hombre. Nunca he tenido esas cosas.
Son demasiado caras. Además no veo la necesidad...
George Orwell
1984
Fíjese en esa mesita de aquella esquina. Aunque,
naturalmente, tendría usted que poner nuevos goznes si
quisiera utilizar las alas.
En otro rincón había una pequeña librería. Winston se
apresuró a examinarla. No había ningún libro
interesante en ella. La caza y destrucción de libros se
había realizado de un modo tan completo en los barrios
proles como en las casas del Partido y en todas partes.
Era casi imposible que existiera en toda Oceanía un
ejemplar de un libro impreso antes de 1960. El
vendedor, sin dejar la lámpara, se había detenido ante
un cuadrito enmarcado en palo rosa, colgado al otro
lado de la chimenea, frente a la cama.
—Si le interesan a usted los grabados antiguos... —
propuso delicadamente.
Winston se acercó para examinar el cuadro. Era un
grabado en acero de un edificio ovalado con ventanas
rectangulares y una pequeña torre en la fachada. En
torno al edificio corría una verja y al fondo se veía una
estatua. Winston la contempló unos momentos. Le
parecía algo familiar, pero no podía recordar la estatua.
George Orwell
1984
—El marco está clavado en la pared —dijo el otro—,
pero podría destornillarlo si usted lo quiere.
—Conozco ese edificio —dijo Winston por fin—. Está
ahora en ruinas, cerca del Palacio de Justicia.
—Exactamente. Fue bombardeado hace muchos años.
En tiempos fue una iglesia. Creo que la llamaban San
Clemente. —Sonrió como disculpándose por haber
dicho algo ridículo y añadió—. «Naranjas y limones,
dicen las campanas de San Clemente».
—¿Cómo? —dijo Winston.
—Es de unos versos que yo sabía de pequeño.
Empezaban: «Naranjas y limones, dicen las campanas
de San Clemente». Ya no recuerdo cómo sigue. Pero sí
me acuerdo de la terminación: «Aquí tienes una vela
para alumbrarte cuando te vayas a acostar. Aquí tienes
un hacha para cortarte la cabeza». Era una especie de
danza. Unos tendían los brazos y otros pasaban por
dentro y cuando llegaban a aquello de
«He aquí el hacha para cortarte la cabeza», bajaban los
brazos y le cogían a uno. La canción estaba formada
por los nombres de varias iglesias, de todas las
principales que había en Londres.
George Orwell
1984
Winston se preguntó a qué siglo pertenecerían las
iglesias. Siempre era difícil determinar la edad de un
edificio de Londres. Cualquier construcción de gran
tamaño e impresionante aspecto, con tal de que no se
estuviera derrumbando de puro vieja, se decía
automáticamente que había sido construida después de
la Revolución, mientras que todo lo anterior se
adscribía a un oscuro período llamado la Edad Media.
Los siglos de capitalismo no habían producido nada de
valor. Era imposible aprender historia a través de los
monumentos y de la arquitectura. Las estatuas,
inscripciones, lápidas, los nombres de las calles, todo
lo que pudiera arrojar alguna luz sobre el pasado, había
sido alterado sistemáticamente.
—No sabía que había sido una iglesia —dijo Winston.
—En realidad, hay todavía muchas de ellas aunque se
han dedicado a otros fines —le aclaró el dueño de la
tienda—. Ahora recuerdo otro verso:
Naranjas y limones, dicen las campanas de San
Clemente, me debes
tres peniques, dicen las campanas de San Martín.
No puedo recordar más versos.
George Orwell
1984
—¿Dónde estaba San Martín? —dijo Winston.
—¿San Martín? Está todavía en pie. Sí, en la Plaza de
la Victoria, junto al Museo de Pinturas. Es una especie
de porche triangular con columnas y grandes
escalinatas.
Winston conocía bien aquel lugar. El edificio se usaba
para propaganda de varias clases: exposiciones de
maquetas de bombas cohete y de fortalezas volantes,
grupos de figuras de cera que ilustraban las atrocidades
del enemigo y cosas por el estilo.
—San Martín de los Campos, como le llamaban —
aclaró el otro—, aunque no recuerdo que hubiera
campos por esa parte.
Winston no compró el cuadro. Hubiera sido una
posesión aún más incongruente que el pisapapeles de
cristal e imposible de llevar a casa a no ser que le
hubiera quitado el marco. Pero se quedó unos minutos
más hablando con el dueño, cuyo nombre no era
Weeks —como él había supuesto por el rótulo de la
tienda—, sino Charrington. El señor Charrington era
viudo, tenía sesenta y tres años y había habitado en la
tienda desde hacía treinta. En todo este tiempo había
George Orwell
1984
pensado cambiar el nombre que figuraba en el rótulo,
pero nunca había llegado a convencerse de la
necesidad de hacerlo. Durante toda su conversación, la
canción medio recordada le zumbaba a Winston en la
cabeza. Naranjas y limones, dicen las campanas de
San Clemente, me debes tres peniques, dicen las
campanas de San Martín. Era curioso que al repetirse
esos versos tuviera la sensación de estar oyendo
campanas, las campanas de un Londres desaparecido o
que existía en alguna parte. Winston, sin embargo, no
recordaba haber oído campanas en su vida.
Salió de la tienda del señor Charrington. Se había
adelantado a él desde el piso de arriba. No quería que
lo acompañase hasta la puerta para que no se diera
cuenta de que reconocía la calle por si había alguien.
En efecto, había decidido volver a visitar la tienda
cuando pasara un tiempo prudencial; por ejemplo, un
mes. Después de todo, esto no era más peligroso que
faltar una tarde al Centro. Lo más arriesgado había
sido volver después de comprar el Diario sin saber si el
dueño de la tienda era de fiar. Sin embargo...
Sí, pensó otra vez, volvería. Compraría más objetos
antiguos y bellos. Compraría el grabado de San
George Orwell
1984
Clemente y se lo llevaría a casa sin el marco
escondiéndolo debajo del «mono». Le haría recordar al
señor Charrington el resto de aquel poema. Incluso el
desatinado proyecto de alquilar la habitación del
primer piso, le tentó de nuevo. Durante unos cinco
segundos, su exaltación le hizo imprudente y salió a la
calle sin asegurarse antes por el escaparate de que no
pasaba nadie. Incluso empezó a tararear con música
improvisada.
Naranjas y limones, dicen las campanas de San
Clemente, me debes tres peniques, dicen las ...
De pronto pareció helársele el corazón y derretírsele
las entrañas. Una figura en «mono» azul avanzaba
hacia él a unos diez metros de distancia. Era la
muchacha del Departamento de Novela, la joven del
cabello negro. Anochecía, pero podía reconocerla
fácilmente. Ella lo miró directamente a la cara y luego
apresuró el paso y pasó junto a él como si no lo
hubiera visto.
Durante unos cuantos segundos, Winston quedó
paralizado. Luego torció a la derecha y anduvo sin
notar que iba en dirección equivocada. De todos
modos, era evidente que la joven lo espiaba. Tenía que
George Orwell
1984
haberío seguido hasta allí, pues no podía creerse que
por pura casualidad hubiera estado paseando en la
misma tarde por la misma callejuela oscura a varios
kilómetros de distancia de todos los barrios habitados
por los miembros del Partido. Era una coincidencia
demasiado grande. Que fuera una agente de la Policía
del Pensamiento o sólo una espía aficionada que
actuase por oficiosidad, poco importaba. Bastaba con
que estuviera viéndolo. Probablemente, lo había visto
también en la taberna.
Le costaba gran trabajo andar. El pisapapeles de cristal
que llevaba en el bolsillo le golpeaba el muslo a cada
paso y estuvo tentado de arrojarlo muy lejos. Lo peor
era que le dolía el vientre. Por unos instantes tuvo la
seguridad de que se moriría si no encontraba en
seguida un retrete público, Pero en un barrio como
aquél no había tales comodidades. Afortunadamente,
se le pasaron esas angustias quedándole sólo un sordo
dolor.
La calle no tenía salida. Winston se detuvo,
preguntándose qué haría. Mas hizo lo único que le era
posible, volver a recorrería hasta la salida. Sólo hacía
tres minutos que la joven se había cruzado con él, y si
George Orwell
1984
corría, podría alcanzarla. Podría seguirla hasta algún
sitio solitario y romperle allí el cráneo con una piedra.
Le bastaría con el pisapapeles. Pero abandonó en
seguida esta idea, ya que le era intolerable realizar un
esfuerzo físico. No podía correr ni dar el golpe.
Además, la muchacha era joven y vigorosa y se
defendería bien. Se le ocurrió también acudir al Centro
Comunal y estarse allí hasta que cerraran para tener
una coartada de su empleo del tiempo durante la tarde.
Pero aparte de que sería sólo una coartada parcial, el
proyecto era imposible de realizar. Le invadió una
mortal laxitud. Sólo quería llegar a casa pronto y
descansar.
Eran más de las veintidós cuando regresó al piso.
Apagarían las luces a las veintitrés treinta. Entró en su
cocina y se tragó casi una taza de ginebra de la
Victoria. Luego se dirigió a la mesita, sentóse y sacó el
Diario del cajón. Pero no lo abrió en seguida. En la
telepantalla una violenta voz femenina cantaba una
canción patriótica a grito pelado. Observó la tapa del
libro intentando inútilmente no prestar atención a la
voz.
George Orwell
1984
Las detenciones no eran siempre de noche. Lo mejor
era matarse antes de que lo cogieran a uno. Algunos lo
hacían. Muchas de las llamadas desapariciones no eran
más que suicidios. Pero hacía falta un valor
desesperado para matarse en un mundo donde las
armas de fuego y cualquier veneno rápido y seguro
eran imposibles de encontrar. Pensó con asombro en la
inutilidad biológica del dolor y del miedo, en la
traición del cuerpo humano, que siempre se inmoviliza
en el momento exacto en que es necesario realizar
algún esfuerzo especial. Podía haber eliminado a la
muchacha morena sólo con haber actuado rápida y
eficazmente; pero precisamente por lo extremo del
peligro en que se hallaba había perdido la facultad de
actuar. Le sorprendió que en los momentos de crisis no
estemos luchando nunca contra un enemigo externo,
sino siempre contra nuestro propio cuerpo. Incluso
ahora, a pesar de la ginebra, la sorda molestia de su
vientre le impedía pensar ordenadamente. Y lo mismo
ocurre en todas las situaciones aparentemente heroicas
o trágicas. En el campo de batalla, en la cámara de las
torturas, en un barco que naufraga, se olvida siempre
por qué se debate uno ya que el cuerpo acaba llenando
el universo, e incluso cuando no estamos paralizados
George Orwell
1984
por el miedo o chillando de dolor, la vida es una lucha
de cada momento contra el hambre, el frío o el
insomnio, contra un estómago dolorido o un dolor de
muelas.
Abrió el Diario. Era importante escribir algo. La mujer
de la telepantalla había empezado una nueva canción.
Su voz se le clavaba a Winston en el cerebro como
pedacitos de vidrio. Procuró pensar en O'Brien, a quien
dirigía su Diario, pero en vez de ello, empezó a pensar
en las cosas que le sucederían cuando lo detuviera la
Policía del Pensamiento. No importaba que lo matasen
a uno en seguida. Esa muerte era la esperada. Pero
antes de morir (nadie hablaba de estas cosas aunque
nadie las ignoraba) había que pasar por la rutina de la
confesión: arrastrarse por el suelo, gritar pidiendo
misericordia, el chasquido de los huesos rotos, los
dientes partidos y los mechones ensangrentados de
pelo. ¿Para qué sufrir todo esto si el fin era el mismo?
¿Por qué no ahorrarse todo esto? Nadie escapaba a la
vigilancia ni dejaba de confesar. El culpable de
crimental estaba completamente seguro de que lo
matarían antes o después. ¿Para qué, pues, todo ese
horror que nada alteraba?
George Orwell
1984
Por fin, consiguió evocar la imagen de O'Brien. «Nos
encontraremos en el sitio donde no hay oscuridad», le
había dicho O'Brien en el sueño. Winston sabía lo que
esto significaba, o se figuraba saberlo. El lugar donde
no hay oscuridad era el futuro imaginado, que nunca se
vería; pero, por adivinación, podría uno participar en él
místicamente. Con la voz de la telepantalla
zumbándole en los oídos no podía pensar con ilación.
Se puso un cigarrillo en la boca. La mitad del tabaco se
le cayó en la lengua, un polvillo amargo que luego no
se podía escupir. El rostro del Gran Hermano flotaba
en su mente desplazando al de O'Brien. Lo mismo que
había hecho unos días antes, se sacó una moneda del
bolsillo y la contempló. El rostro le miraba pesado,
tranquilo, protector. Pero, ¿qué clase de sonrisa se
escondía bajo el oscuro bigote? Las palabras de las
consignas martilleaban el cerebro de Winston:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
George Orwell
1984
PARTE 2
George Orwell
1984
CAPITULO I
A media mañana, Winston salió de su cabina para ir a
los lavabos.
Una figura solitaria avanzaba hacia él desde el otro
extremo del largo pasillo brillantemente iluminado.
Era la muchacha morena. Habían pasado cuatro días
desde la tarde en que se la había encontrado cerca de la
tienda. Al acercarse, vio Winston que la joven llevaba
en cabestrillo el brazo derecho. De lejos no se había
fijado en ello porque las vendas tenían el mismo color
que el «mono». Probablemente, se habría aplastado la
mano para hacer girar uno de los grandes calidoscopios
donde se fabricaban los argumentos de las novelas. Era
un accidente que ocurría con frecuencia en el
Departamento de Novela.
Estaban separados todavía por cuatro metros cuando la
joven dio un traspié y se cayó de cara al suelo
exhalando un grito de dolor. Por lo visto, había caído
sobre el brazo herido. Winston se paró en seco. La
muchacha logró ponerse de rodillas. Tenía la cara muy
pálida y los labios, por contraste, más rojos que nunca.
George Orwell
1984
Clavó los ojos en Winston con una expresión desolada
que más parecía de miedo que de dolor.
Una curiosa emoción conmovió a Winston. Frente a él
tenía a la enemiga que procuraba su muerte. Frente a
él, también, había una criatura humana que sufría y
que quizás se hubiera partido el hueso de la nariz. Se
acercó a ella instintivamente, para ayudarla. Winston
había sentido el dolor de ella en su propio cuerpo al
verla caer con el brazo vendado.
—¿Estás herida? —le dijo.
—No es nada. El brazo. Estaré bien en seguida.
Hablaba como si le saltara el corazón. Estaba
temblando y palidísima.
—¿No te has roto nada?
—No, estoy bien. Me dolió un momento nada más.
Le tendió a Winston su mano libre y él la ayudó a
levantarse. Le había vuelto algo de color y parecía
hallarse mucho mejor.
—No ha sido nada —repitió poco después—. Lo que
me dolió fue la muñeca. ¡Gracias, camarada?
George Orwell
1984
Y sin más, continuó en la dirección que traía con paso
tan vivo como si realmente no le hubiera sucedido
nada. El incidente no había durado más de medio
minuto. Era un hábito adquirido por instinto ocultar los
sentimientos, y además cuando ocurrió aquello se
hallaban exactamente delante de una telepantalla. Sin
embargo, a Winston le había sido muy difícil no
traicionarse y manifestar una sorpresa momentánea,
pues en los dos o tres segundos en que ayudó a la
joven a levantarse, ésta le había deslizado algo en la
mano. Evidentemente, lo había hecho a propósito. Era
un pequeño papel doblado. Al pasar por la puerta de
los lavabos, se lo metió en el bolsillo.
Mientras estuvo en el urinario, se las arregló para
desdoblarlo dentro del bolsillo. Desde luego, tenía que
haber algún mensaje en ese papel. Estuvo tentado de
entrar en uno de los waters y leerlo allí. Pero eso
habría sido una locura. En ningún sitio vigilaban las
telepantallas con más interés que en los retretes.
Volvió a su cabina—, sentóse, arrojó el pedazo de
papel entre los demás de encima de la mesa, se puso
las gafas y se acercó al hablescribe. «¡Todavía cinco
minutos! se dijo a sí mismo—, ¡por lo menos cinco
George Orwell
1984
minutos». Le galopaba el corazón en el pecho con
aterradora velocidad. Afortunadamente, el trabajo que
estaba realizando era de simple rutina —la
rectificación de una larga lista de números— y no
necesitaba fijar la atención.
Las palabras contenidas en el papel tendrían con toda
seguridad un significado político. Había dos
posibilidades, calculaba Winston. Una, la más
probable, era que la chica fuera un agente de la Policía
del Pensamiento, como él temía. No sabía por qué
empleaba la Policía del Pensamiento ese
procedimiento para entregar sus mensajes, pero podía
tener sus razones para ello. Lo escrito en el papel podía
ser una amenaza, una orden de suicidarse, una
trampa... Pero había otra posibilidad, aunque Winston
trataba de convencerse de que era una locura: que este
mensaje no viniera de la Policía del Pensamiento, sino
de alguna organización clandestina. ¡Quizás existiera
una Hermandad! ¡Quizás fuera aquella muchacha uno
de sus miembros! La idea era absurda, pero se le había
ocurrido en el mismo instante en que sintió el roce del
papel en su mano. Hasta unos minutos después no
pensó en la otra posibilidad, mucho más sensata. E
incluso ahora, aunque su cabeza le decía que el
George Orwell
1984
mensaje significaría probablemente la muerte, no
acababa de creerlo y persistía en él la disparatada
esperanza. Le latía el corazón y le costaba un gran
esfuerzo conseguir que no le temblara la voz mientras
murmuraba las cantidades en el hablescribe.
Cuando terminó, hizo un rollo con sus papeles y los
introdujo en el tubo neumático. Habían pasado ocho
minutos. Se ajustó las gafas sobre la nariz, suspiró y se
acercó el otro montón de hojas que había de examinar.
Encima estaba el papelito doblado. Lo desdobló; en él
había escritas estas palabras con letra impersonal:
Te quiero.
Winston se quedó tan estupefacto que ni siquiera tiró
aquella prueba delictiva en el «agujero de la
memoria». Cuando por fin, reaccionando, se dispuso a
hacerlo, aunque sabía muy bien cuánto peligro había
en manifestar demasiado interés por algún papel
escrito, volvió a leerlo antes para convencerse de que
no había soñado.
Durante el resto de la mañana, le fue muy difícil
trabajar. Peor aún que fijar su mente sobre las tareas
George Orwell
1984
habituales, era la necesidad de ocultarle a la
telepantalla su agitación interior. Sintió como si le
quemara un fuego en el estómago. La comida en la
atestada y ruidosa cantina le resultó un tormento.
Había esperado hallarse un rato solo durante el
almuerzo, pero tuvo la mala suerte de que el imbécil de
Parsons se le colocara a su lado y le soltara una
interminable sarta de tonterías sobre los preparativos
para la Semana del Odio. Lo que más le entusiasmaba
a aquel simple era un modelo en cartón de la cabeza
del Gran Hermano, de dos metros de anchura, que
estaban preparando en el grupo de espías al que
pertenecía la niña de Parsons. Lo más irritante era que
Winston apenas podía oír lo que decía Parsons y tenía
que rogarle constantemente que repitiera las
estupideces que acababa de decir. Por un momento,
divisó a la chica morena, que estaba en una mesa con
otras dos compañeras al otro extremo de la estancia.
Pareció no verle y él no volvió a mirar en aquella
dirección.
La tarde fue más soportable. Después de comer recibió
un delicado y difícil trabajo que le había de ocupar
varias horas y acaparar su atención. Consistía en
falsificar una serie de informes de producción de dos
George Orwell
1984
años antes con objeto de desacreditar a un prominente
miembro del Partido Interior que empezaba a estar mal
—visto. Winston servía para estas cosas y durante más
de dos horas logró apartar a la joven de su mente.
Entonces le volvió el recuerdo de su cara y sintió un
rabioso e intolerable deseo de estar solo. Porque
necesitaba la soledad para pensar a fondo en sus
nuevas circunstancias. Aquella noche era una de las
elegidas por el Centro Comunal para sus reuniones.
Tomó una cena temprana —otra insípida comida— en
la cantina, se marchó al Centro a toda prisa, participó
en las solemnes tonterías de un «grupo de polemistas»,
jugó dos veces al tenis de mesa, se tragó varios vasos
de ginebra y soportó durante una hora la conferencia
titulada «Los principios de Ingsoc en el juego de
ajedrez». Su alma se retorcía de puro aburrimiento,
pero por primera vez no sintió el menor impulso de
evitarse una tarde en el Centro. A la vista de las
palabras Te quiero, el deseo de seguir viviendo le
dominaba y parecía tonto exponerse a correr unos
riesgos que podían evitarse tan fácilmente. Hasta las
veintitrés, cuando ya estaba acostado en la oscuridad,
donde estaba uno libre hasta de la telepantalla con tal
George Orwell
1984
de no hacer ningún ruido— no pudo dejar fluir
libremente sus pensamientos.
Se trataba de un problema físico que había de ser
resuelto cómo ponerse en relación con la muchacha y
preparar una cita. No creía ya posible que la joven le
estuviera tendiendo una trampa. Estaba seguro de que
no era así por la inconfundible agitación que ella no
había podido ocultar al entregarle el papelito. Era
evidente que estaba asustadísima, y con motivo
sobrado. A Winston no le pasó siquiera por la cabeza
la idea de rechazar a la muchacha. Sólo hacía cinco
noches que se había propuesto romperle el cráneo con
una piedra. Pero lo mismo daba. Ahora se la imaginaba
desnuda como la había visto en su ensueño. Se la había
figurado idiota como las demás, con la cabeza llena de
mentiras y de odios y el vientre helado. Una angustia
febril se apoderó de él al pensar que pudiera perderla,
que aquel cuerpo blanco y juvenil se le escapara. Lo
que más temía era que la muchacha cambiase de idea
si no se ponía en relación con ella rápidamente. Pero la
dificultad física de esta aproximación era enorme.
Resultaba tan difícil como intentar un movimiento en
el juego de ajedrez cuando ya le han dado a uno el
mate. Adondequiera que fuera uno, allí estaba la
George Orwell
1984
telepantalla. Todos los medios posibles para
comunicarse con la joven se le ocurrieron a Winston a
los cinco minutos de leer la nota; pero una vez
acostado y con tiempo para pensar bien, los fue
analizando uno a uno como si tuviera esparcidas en
una mesa una fila de herramientas para probarlas.
Desde luego, la clase de encuentro de aquella mañana
no podía repetirse. Si ella hubiera trabajado en el
Departamento de Registro, habría sido muy sencillo,
pero Winston tenía una idea muy remota de dónde
estaba el Departamento de Novela en el edificio del
Ministerio y no tenía pretexto alguno para ir allí. Si
hubiera sabido dónde vivía y a qué hora salía del
trabajo, se las habría arreglado para hacerse el
encontradizo; pero no era prudente seguirla a casa ya
que esto suponía esperarla delante del Ministerio a la
salida, lo cual llamaría la atención indefectiblemente.
En cuanto a mandar una carta por correo, sería una
locura. Ni siquiera se ocultaba que todas las cartas se
abrían, por lo cual casi nadie escribía ya cartas. Para
los mensajes que se necesitaba mandar, había tarjetas
impresas con largas listas de frases y se escogía la más
adecuada borrando las demás. En todo caso, no sólo
ignoraba la dirección de la muchacha, sino incluso su
George Orwell
1984
nombre. Finalmente, decidió que el sitio más seguro
era la cantina. Si pudiera ocupar una mesa junto a la de
ella hacia la mitad del local, no demasiado cerca de la
telepantalla y con el zumbido de las conversaciones
alrededor, le bastaba con treinta segundos para ponerse
de acuerdo con ella.
Durante una semana después, la vida fue para Winston
como una pesadilla. Al día siguiente, la joven no
apareció por la cantina hasta el momento en que él se
marchaba cuando ya había sonado la sirena.
Seguramente, la habían cambiado a otro turno. Se
cruzaron sin mirarse. Al día siguiente, estuvo ella en la
cantina a la hora de costumbre, pero con otras tres
chicas y debajo de una telepantalla. Pasaron tres días
insoportables para Winston, en que no la vio en la
cantina. Tanto su espíritu como su cuerpo habían
adquirido una hipersensibilidad que casi le
imposibilitaba para hablar y moverse. Incluso en
sueños no podía librarse por completo de aquella
imagen. Durante aquellos días no abrió su Diario. El
único alivio lo encontraba en el trabajo; entonces
conseguía olvidarla durante diez minutos seguidos. No
tenía ni la menor idea de lo que pudiera haberle
ocurrido y no había que pensar en hacer una
George Orwell
1984
investigación. Quizá. la hubieran vaporizado, quizá se
hubiera suicidado o, a lo mejor, la habían trasladado al
otro extremo de Oceanía.
La posibilidad a la vez mejor y peor de todas era que la
joven, sencillamente, hubiera cambiado de idea y le
rehuyera.
Pero al día siguiente reapareció. Ya no traía el brazo en
cabestrillo; sólo una protección de yeso alrededor de la
muñeca. El alivio que sintió al verla de nuevo fue tan
grande que no pudo evitar mirarla directamente
durante varios segundos. Al día siguiente, casi logró
hablar con ella. Cuando Winston llegó a la cantina, la
encontró sentada a una mesa muy alejada de la pared.
Estaba completamente sola. Era temprano y había poca
gente. La cola avanzó hasta que Winston se encontró
casi junto al mostrador, pero se detuvo allí unos dos
minutos a causa de que alguien se quejaba de no haber
recibido su pastilla de sacarina. Pero la muchacha
seguía sola cuando Winston tuvo ya servida su bandeja
y avanzaba hacia ella. Lo hizo como por casualidad
fingiendo que buscaba un sitio más allá de donde se
encontraba la joven. Estaban separados todavía unos
tres metros. Bastaban dos segundos para reunirse, pero
George Orwell
1984
entonces sonó una voz detrás de él: «¡Smith!».
Winston hizo como que no oía. Entonces la voz repitió
más alto: «¡Smith!». Era inútil hacerse el tonto. Se
volvió. Un muchacho llamado Wilsher, a quien apenas
conocía Winston, le invitaba sonriente a sentarse en un
sitio vacío junto a él. No era prudente rechazar esta
invitación. Después de haber sido reconocido, no podía
ir a sentarse junto a una muchacha sola. Quedaría
demasiado en evidencia. Haciendo de tripas corazón,
le sonrió amablemente al muchacho, que le miraba con
un rostro beatífico. Winston, como en una alucinación,
se veía a sí mismo partiéndole la cara a aquel estúpido
con un hacha. La mesa donde estaba ella se llenó a los
pocos minutos.
Por lo menos, la joven tenía que haberlo visto ir hacia
ella y se habría dado cuenta de su intención. Al día
siguiente, tuvo buen cuidado de llegar temprano. Allí
estaba ella, exactamente, en la misma mesa y otra vez
sola. La persona que precedía a Winston en la cola era
un hombrecillo nervioso con una cara aplastada y ojos
suspicaces. Al alejarse Winston del mostrador, vio que
aquel hombre se dirigía hacia la mesa de ella. Sus
esperanzas se vinieron abajo. Había un sitio vacío una
mesa más allá, pero algo en el aspecto de aquel tipejo
George Orwell
1984
le convenció a Winston de que éste no se instalaría en
la mesa donde no había nadie para evitarse la molestia
de verse obligado a soportar a los desconocidos que
luego se quisieran sentar allí. Con verdadera angustia,
lo siguió Winston. De nada le serviría sentarse con ella
si alguien más los acompañaba. En aquel momento,
hubo un ruido tremendo. El hombrecillo se había caído
de bruces y la bandeja salió volando derramándose la
sopa y el café. Se puso en pie y miró ferozmente a
Winston. Evidentemente, sospechaba que éste le había
puesto la zancadilla. Pero daba lo mismo porque poco
después, con el corazón galopándole, se instalaba
Winston junto a la muchacha.
No la miró. Colocó en la mesa el contenido de su
bandeja y empezó a comer. Era importantísimo hablar
en seguida antes de que alguna otra persona se uniera a
ellos. Pero le invadía un miedo terrible. Había pasado
una semana desde que la joven se había acercado a él.
Podía haber cambiado de idea, es decir, tenía que
haber cambiado de idea. Era imposible que este asunto
terminara felizmente; estas cosas no suceden en la vida
real, y probablemente no habría llegado a hablarle si en
aquel momento no hubiera visto a Ampleforth, el poeta
de orejas velludas, que andaba de un lado a otro
George Orwell
1984
buscando sitio. Era seguro que Ampleforth, que
conocía bastante a Winston, se sentaría en su mesa en
cuanto lo viera. Tenía, pues, un minuto para actuar.
Tanto él como la muchacha comían rápidamente. Era
una especie de guiso muy caldoso de habas. En voz
muy baja, empezó Winston a hablar. No se miraban.
Se llevaban a la boca la comida y entre cucharada y
cucharada se decían las palabras indispensables en voz
baja e inexpresivo.
—¿A qué hora sales del trabajo? —Dieciocho treinta.
—¿Dónde podemos vernos?
—En la Plaza de la Victoria, cerca del Monumento.
—Hay muchas telepantallas allí.
—No importa, porque hay mucha circulación.
—¿Alguna señal?
—No. No te acerques hasta que no me veas entre
mucha gente. Y no me mires. Sigue andando cerca de
mí.
—¿A qué hora?
—A las diecinueve.
George Orwell
1984
—Muy bien.
Ampleforth no vio a Winston y se sentó en otra mesa.
No volvieron a hablar y, en lo humanamente posible
entre dos personas sentadas una frente a otra y en la
misma mesa, no se miraban. La joven acabó de comer
a toda velocidad y se marchó. Winston se quedó
fumando un cigarrillo.
Antes de la hora convenida estaba Winston en la Plaza
de la Victoria. Dio vueltas en torno a la enorme
columna en lo alto de la cual la estatua del Gran
Hermano miraba hacia el Sur, hacia los cielos donde
había vencido a los aviones eurasiáticos (pocos años
antes, los vencidos fueron los aviones de Asia
Oriental), en la batalla de la Primera Franja Aérea. En
la calle de enfrente había una estatua ecuestre cuyo
jinete representaba, según decían, a Oliver Cromwell.
Cinco minutos después de la hora que fijaron, aún no
se había presentado la muchacha. Otra vez le entró a
Winston un gran pánico. ¡No venía! ¡Había cambiado
de idea! Se dirigió lentamente hacia el norte de la plaza
y tuvo el placer de identificar la iglesia de San Martín,
cuyas campanas —cuando existían— habían cantado
aquello de «me debes tres peniques». Entonces vio a la
George Orwell
1984
chica parada al pie del monumento, leyendo o
fingiendo que leía un cartel arrollado a la columna en
espiral. No era prudente acercarse a ella hasta que se
hubiera acumulado más gente. Había telepantallas en
todo el contorno del monumento. Pero en aquel mismo
momento se produjo una gran gritería y el ruido de
unos vehículos pesados que venían por la izquierda.
De pronto, todos cruzaron corriendo la plaza. La joven
dio la vuelta ágilmente junto a los leones que formaban
la base del monumento y se unió a la desbandada.
Winston la siguió. Al correr, le oyó decir a alguien que
un convoy de prisioneros eurasiáticos pasaba por allí
cerca.
Una densa masa de gente, bloqueaba el lado sur de la
plaza. Winston, que normalmente era de esas personas
que rehúyen todas las aglomeraciones, se esforzaba
esta vez, a codazos y empujones, en abrirse paso hasta
el centro de la multitud. Pronto estuvo a un paso de la
joven, pero entre los dos había un corpulento prole y
una mujer casi tan enorme como él, seguramente su
esposa. Entre los dos parecían formar un impenetrable
muro de carne. Winston se fue metiendo de lado y, con
un violento empujón, logró meter entre la pareja su
hombro. Por un instante creyó que se le deshacían las
George Orwell
1984
entrañas aplastadas entre las dos caderas forzudas.
Pero, con un esfuerzo supremo, sudoroso, consiguió
hallarse por fin junto a la chica. Estaban hombro con
hombro y ambos miraban fijamente frente a ellos.
Una caravana de camiones, con soldados de cara
pétrea armados con fusiles ametralladoras, pasaban
calle abajo. En los camiones, unos hombres pequeños
de tez amarilla y harapientos uniformes verdosos
formaban una masa compacta tan apretados como iban.
Sus tristes caras mongólicas miraban a la gente sin la
menor curiosidad. De vez en cuando se oían ruidos
metálicos al dar un brinco alguno de los camiones.
Este ruido lo producían los grilletes que llevaban los
prisioneros en los pies. Pasaron muchos camiones con
la misma carga y los mismos rostros indiferentes.
Winston conocía de sobra el contenido, pero sólo
podía verlos intermitentemente. La muchacha apoyaba
el hombro y el brazo derecho, hasta el codo, contra el
costado de Winston. Sus mejillas estaban tan próximas
que casi se tocaban. Ella se había puesto
inmediatamente a tono con la situación lo mismo que
lo había hecho en la cantina. Empezó a hablar con la
misma voz inexpresivo, moviendo apenas los labios.
George Orwell
1984
Era un leve murmullo apagado por las voces y el
estruendo del desfile.
—¿Me oyes?
—Sí.
—¿Puedes salir el domingo?
—Sí.
—Entonces escucha bien. No lo olvides. Irás a la
estación de Paddington...
Con una precisión casi militar que asombró a Winston,
la chica le fue describiendo la ruta que había de seguir:
un viaje de media hora en tren; torcer luego a la
izquierda al salir de la estación; después de dos
kilómetros por carretera y, al llegar a un portillo al que
le faltaba una barra, entrar por él y seguir por aquel
sendero cruzando hasta una extensión de césped; de
allí partía una vereda entre arbustos; por fin, un árbol
derribado y cubierto de musgo. Era como si tuviese un
mapa dentro de la cabeza.
—¿Te acordarás?
indicaciones.
—Sí.
—murmuró
al
terminar
sus
George Orwell
1984
—Tuerces a la izquierda, luego a la derecha y otra vez
a la izquierda. Y al portillo le falta una barra.
—Sí. ¿A qué hora?
—Hacia las quince. A lo mejor tienes que esperar. Yo
llegaré por otro camino. ¿Te acordarás bien de todo?
—Sí.
—Entonces, márchate de mi lado lo más pronto que
puedas.
No necesitaba habérselo dicho. Pero, por lo pronto, no
se podía mover. Los camiones no dejaban de pasar y la
gente no se cansaba de expresar su entusiasmo.
Aunque es verdad que solamente lo expresaban
abriendo la boca en señal de estupefacción. Al
Principio había habido algunos abucheos y silbidos,
pero procedían sólo de los miembros del Partido y
pronto cesaron. La emoción dominante era sólo la
curiosidad. Los extranjeros, ya fueran de Eurasia o de
Asia Oriental, eran como animales raros. No había
manera de verlos, sino como prisioneros; e incluso
como prisioneros no era posible verlos más que unos
segundos. Tampoco se sabía qué hacían con ellos
aparte de los ejecutados públicamente como criminales
George Orwell
1984
de guerra. Los demás se esfumaban, seguramente en
los campos de trabajos forzados. Los redondos rostros
mongólicos habían dejado paso a los de tipo más
europeo, sucios, barbudos y exhaustos. Por encima de
los salientes pómulos, los ojos de algunos miraban a
los de Winston con una extraña intensidad y pasaban al
instante. El convoy se estaba terminando. En el último
camión vio Winston a un anciano con la cara casi
oculta por una masa de cabello, muy erguido y con los
puños cruzados sobre el pecho. Daba la sensación de
estar acostumbrado a que lo ataran. Era imprescindible
que Winston y la chica se separaran ya. Pero en el
último momento, mientras que la multitud los seguía
apretando el uno contra el otro, ella le cogió la mano y
se la estrechó.
No habría durado aquello más de diez segundos y, sin
embargo, parecía que sus manos habían estado unidas
durante una eternidad. Por lo menos, tuvo Winston
tiempo sobrado para aprenderse de memoria todos los
detalles de aquella mano de mujer. Exploró sus largos
dedos, sus uñas bien formadas, la palma endurecida
por el trabajo con varios callos y la suavidad de la
carne junto a la muñeca. Sólo con verla la habría
reconocido, entre todas las manos. En ese instante se le
George Orwell
1984
ocurrió que no sabía de qué color tenía ella los ojos.
Probablemente, castaños, pero también es verdad que
mucha gente de cabello negro tienen ojos azules.
Volver la cabeza y mirarla hubiera sido una
imperdonable locura. Mientras había durado aquel
apretón de manos invisible entre la presión de tanta
gente, miraban ambos impasibles adelante y Winston,
en vez de los ojos de ella, contempló los del anciano
prisionero que lo miraban con tristeza por entre sus
greñas de pelo.
George Orwell
1984
CAPITULO II
Winston emprendió la marcha por el campo. El aire
parecía besar la piel. Era el segundo día de mayo. Del
corazón del bosque venía el arrullo de las palomas. Era
un poco pronto. El viaje no le había presentado
dificultades y la muchacha era tan experimentada que
le infundía a Winston una gran seguridad. Confiaba en
que ella sabría escoger un sitio seguro. En general, no
podía decirse que se estuviera más seguro en el campo
que en Londres. Desde luego, no había telepantallas,
pero siempre quedaba el peligro de los micrófonos
ocultos que recogían vuestra voz y la reconocían.
Además, no era fácil viajar individualmente sin llamar
la atención. Para distancias de menos de cien
kilómetros no se exigía visar los pasaportes, pero a
veces vigilaban patrullas alrededor de la estaciones de
ferrocarril y examinaban los documentos de todo
miembro del Partido al que encontraran y le hacían
difíciles preguntas. Sin embargo, Winston tuvo la
suerte de no encontrar patrullas y desde que salió de la
estación se aseguró, mirando de vez en cuando
cautamente hacia atrás, de que no lo seguían. El tren
iba lleno de proles con aire de vacaciones, quizá
George Orwell
1984
porque el tiempo parecía de verano. El vagón en que
viajaba Winston llevaba asientos de madera y su
compartimiento estaba ocupado casi por completo con
una única familia, desde la abuela, muy vieja y sin
dientes, hasta un niño de un mes. Iban a pasar la tarde
con unos parientes en el campo y, como le explicaron
con toda libertad a Winston, para adquirir un poco de
mantequilla en el mercado negro.
Por fin, llegó a la vereda que le había dicho ella y
siguió por allí entre los arbustos. No tenía reloj, pero
no podían ser todavía las quince. Había tantas flores
silvestres, que le era imposible no pisarlas. Se arrodilló
y empezó a coger algunas, en parte por echar algún
tiempo fuera y también con la vaga idea de reunir un
ramillete para ofrecérselo a la muchacha. Pronto formó
un gran ramo y estaba oliendo su enfermizo aroma
cuando se quedó helado al oír el inconfundible crujido
de unos pasos tras él sobre las ramas secas. Siguió
cogiendo florecillas. Era lo mejor que podía hacer.
Quizá fuese la chica, pero también pudieran haberío
seguido. Mirar para atrás era mostrarse culpable.
Todavía le dio tiempo de coger dos flores más. Una
mano se le posó levemente sobre el hombro.
George Orwell
1984
Levantó la cabeza. Era la muchacha. Ésta volvió la
cabeza para prevenirle de que siguiera callado, luego
apartó las ramas de los arbustos para abrir paso hacia
el bosque. Era evidente que había estado allí antes,
pues sus movimientos eran los de una persona que
tiene la costumbre de ir siempre por el mismo sitio.
Winston la siguió sin soltar su ramo de flores. Su
primera sensación fue de alivio, pero mientras
contemplaba el cuerpo femenino, esbelto y fuerte a la
vez, que se movía ante él, y se fijaba en el ancho
cinturón rojo, lo bastante apretado para hacer resaltar
la curva de sus caderas, empezó a sentir su propia
inferioridad. Incluso ahora le parecía muy probable
que cuando ella se volviera y lo mirara, lo
abandonaría. La dulzura del aire y el verdor de las
hojas lo hechizaban. Ya cuando venía de la estación, el
sol de mayo le había hecho sentirse sucio y gastado,
una criatura de puertas adentro que llevaba pegado a la
piel el polvo de Londres. Se le ocurrió pensar que
hasta ahora no lo había visto ella de cara a plena luz.
Llegaron al árbol derribado del que la joven había
hablado. Esta saltó por encima del tronco y, separando
las grandes matas que lo rodeaban, pasó a un pequeño
claro. Winston, al seguirla, vio que el pequeño espacio
George Orwell
1984
estaba rodeado todo por arbustos y oculto por ellos. La
muchacha se detuvo y, volviéndose hacia él, le dijo:
—Ya hemos llegado.
Winston se hallaba a varios pasos de ella. Aún no se
atrevía a acercársela más.
—No quise hablar en la vereda —prosiguió ella— por
si acaso había algún micrófono escondido. No creo que
lo haya, pero no es imposible. Siempre cabe la
posibilidad de que uno de esos cerdos te reconozcan la
voz. Aquí estamos bien.
Todavía le faltaba valor a Winston para acercarse a
ella. Por eso, se limitó a repetir tontamente:
—Estamos bien aquí.
—Sí. Mira los árboles eran unos arbolillos de ramas
finísimas—. No hay nada lo bastante grande para
ocultar un micro. Además, ya he estado aquí antes.
Sólo hablaban. Él se había decidido ya a acercarse más
a ella. Sonriente, con cierta ironía en la expresión, la
joven estaba muy derecha ante él como preguntándose
por qué tardaba tanto en empezar. El ramo de flores
George Orwell
1984
silvestre se había caído al suelo. Winston le cogió la
mano.
—¿Quieres creer —dijo— que hasta este momento no
sabía de qué color tienes los ojos? —Eran castaños,
bastante claros, con pestañas negras—. Ahora que me
has visto a plena luz y cara a cara, ¿puedes soportar mi
presencia?
—Sí, bastante bien.
—Tengo treinta y nueve años. Estoy casado y no me
puedo librar de mi mujer. Tengo varices y cinco
dientes postizos.
—Todo eso no me importa en absoluto —dijo la
muchacha.
Un instante después, sin saber cómo, se la encontró
Winston en sus brazos. Al principio, su única
sensación era de incredulidad. El juvenil cuerpo se
apretaba contra el suyo y la masa de cabello negro le
daba en la cara y, aunque le pareciera increíble, le
acercaba su boca y él la besaba. Sí, estaba besando
aquella boca grande y roja. Ella le echó los brazos al
cuello y empezó a llamarle «querido, amor mío,
precioso ... ». Winston la tendió en el suelo. Ella no se
George Orwell
1984
resistió; podía hacer con ella lo que quisiera. Pero la
verdad era que no sentía ningún impulso físico,
ninguna sensación aparte de la del abrazo. Le
dominaban la incredulidad y el orgullo. Se alegraba de
que esto ocurriera, pero no tenía deseo físico alguno.
Era demasiado pronto. La juventud y la belleza de
aquel cuerpo le habían asustado; estaba demasiado
acostumbrado a vivir sin mujeres. Quizá fuera por
alguna de estas razones o quizá por alguna otra
desconocida. La joven se levantó y se sacudió del
cabello una florecilla que se le había quedado prendida
en él. Sentóse junto a él y le rodeó la cintura con su
brazo.
—No te preocupes, querido, no hay prisa. Tenemos
toda la tarde. ¿Verdad que es un escondite magnífico?
Me perdí una vez en una excursión colectiva y
descubrí este lugar. Si viniera alguien, lo oiríamos a
cien metros.
—¿Cómo te llamas? —dijo Winston.
—Julia. Tu nombre ya lo conozco. Winston... Winston
Smith.
—¿Cómo te enteraste?
George Orwell
1984
—Creo que tengo más habilidad que tú para descubrir
cosas, querido. Dime, ¿qué pensaste de mí antes de
darte aquel papelito?
Winston no tuvo ni la menor tentación de mentirle. Era
una especie de ofrenda amorosa empezar confesando
lo peor.
—Te odiaba. Quería abusar de ti y luego asesinarle.
Hace dos semanas pensé seriamente romperte la
cabeza con una piedra— Si quieres saberlo, te diré que
te creía en relación con la Policía del Pensamiento.
La muchacha se reía encantada, tomando aquello como
un piropo por lo bien que se había disfrazado.
—¡La Policía del Pensamiento!, qué ocurrencias No es
posible que lo creyeras.
—Bueno, quizá no fuera exactamente eso. Pero, por tu
aspecto... quizá por tu juventud y por lo saludable que
eres; en fin, ya comprendes, creí que probablemente...
—Pensaste que era una excelente afiliada. Pura en
palabras y en hechos. Estandartes, desfiles, consignas,
excursiones colectivas y todo eso. Y creíste que a las
primeras de cambio te denunciaría como criminal
mental y haría que te mataran.
George Orwell
1984
—Sí, algo así... Ya sabes que muchas chicas son de ese
modo.
—La culpa la tiene esa porquería —dijo Julia
quitándose el cinturón rojo de la liga Anti—Sex y
tirándolo a una rama, donde quedó colgado. Luego,
como si el tocarse la cintura le hubiera recordado algo,
sacó del bolsillo de su «mono» una tableta de
chocolate. La partió por la mitad y le dio a Winston
uno de los pedazos. Antes de probarlo, ya sabía él por
el olor que era un chocolate muy poco frecuente. Era
oscuro y brillante, envuelto en papel de plata. El
chocolate, corrientemente, era de un color castaño
claro y desmigajaba con gran facilidad; y en cuanto a
su sabor, era algo así como el del humo de la goma
quemada. Pero alguna vez había probado chocolate
como el que ella le daba ahora. Su aroma le había
despertado recuerdos que no podía localizar, pero que
lo turbaban intensamente.
—¿Dónde encontraste esto? —dijo.
—En el mercado negro —dijo ella con indiferencia.
Yo me las arreglo bastante bien. Fui jefe de sección en
los Espías. Trabajo voluntariamente tres tardes a la
semana en la Liga juvenil Anti—Sex. Me he pasado
George Orwell
1984
horas y horas desfilando por Londres. Siempre soy yo
la que lleva uno de los estandartes. Pongo muy buena
cara y nunca intento librarme de una lata. Mi lema es
«grita siempre con los demás». Es el único modo de
estar seguros.
El primer trocito de chocolate se le había derretido a
Winston en la lengua. Su sabor era delicioso. Pero le
seguía rondando aquel recuerdo que no podía fijar,
algo así como un objeto visto por el rabillo del ojo.
Hizo por librarse de él quedándole la sensación de que
se trataba de algo que él había hecho en tiempos y que
hubiera preferido no haber hecho.
—Eres muy joven —dijo—. Debes de ser unos diez o
quince años más joven que yo. ¿Qué has podido ver en
un hombre como yo que te haya atraído?
—Algo en tu cara. Me decidí a arriesgarme. Conozco
en seguida a la gente de la acera de enfrente. En cuanto
te vi supe que estabas contra ellos.
Ellos, por lo visto, quería decir el Partido, y sobre todo
el Partido Interior, sobre el cual hablaba Julia con un
odio manifiesto que intranquilizaba a Winston, aunque
sabía que aquel sitio en que se hallaban era uno de los
George Orwell
1984
poquísimos lugares donde nada tenían que temer. Le
asombraba la rudeza con que hablaba Julia. Se suponía
que los miembros del Partido no decían palabrotas, y el
propio Winston apenas las decía como no fuera entre
dientes. Sin embargo, Julia no podía nombrar al
Partido, especialmente al Partido Interior, sin usar
palabras de esas que solían aparecer escritas con tiza
en los callejones solitarios. A él no le disgustaba eso,
puesto que era un síntoma de la rebelión de la joven
contra el Partido y sus métodos. Y semejante actitud
resultaba natural y saludable, como el estornudo de un
caballo que huele mala avena. Habían salido del claro
y paseaban por entre los arbustos. Iban cogidos de la
cintura siempre que tenían sitio suficiente para pasar
los dos juntos. Notó que la cintura de Julia resultaba
mucho más suave ahora que se había quitado el
cinturón. Seguían hablando en voz muy baja. Fuera del
claro, dijo Julia, era mejor ir con prudencia. Llegaron
hasta la linde del bosquecillo. Ella lo detuvo.
—No salgas a campo abierto. Podría haber alguien que
nos viera. Estaremos mejor detrás de las ramas.
Y permanecieron a la sombra de los arbustos. La luz
del sol, filtrándose por las innumerables hojas, les
George Orwell
1984
seguía caldeando el rostro. Winston observó el campo
que los rodeaba y experimentó, poco a poco, la curiosa
sensación de reconocer aquel lugar. Era tierra de
pastos, con un sendero que la cruzaba y alguna
pequeña elevación de cuando en cuando. En la valla,
medio rota, que se veía al otro lado, se divisaban las
ramas de unos olmos que se balanceaban con la brisa,
y sus hojas se movían en densas masas como
cabelleras femeninas. Seguramente por allí cerca, pero
fuera de su vista, habría un arroyuelo.
—¿No hay por aquí cerca un arroyo? —murmuró.
—Sí lo hay. Está al borde del terreno colindante con
éste. Hay peces, muy grandes por cierto. Se puede
verlos en las charcas que se forman bajo los sauces.
—Es el País Dorado... casi —murmuró.
—¿El País Dorado?
—No tiene importancia. Es un paisaje que he visto
algunas veces en sueños.
—¡Mira! —susurró Julia.
Un pájaro se había movido en una rama a unos cinco
metros de ellos y casi al nivel de sus caras. Quizá no
George Orwell
1984
los hubiera visto. Estaba en el sol y ellos a la sombra.
Extendió
las
alas,
volvió
a
colocárselas
cuidadosamente en su sitio, inclinó la cabecita un
momento, como si saludara respetuosamente al sol y
empezó a cantar torrencialmente. En el silencio de la
tarde, sobrecogía el volumen de aquel sonido. Winston
y Julia se abrazaron fascinados. La música del ave
continuó, minuto tras minuto, con asombrosas
variaciones y sin repetirse nunca, casi como si
estuviera demostrando a propósito su virtuosismo. A
veces se detenía unos segundos, extendía y recogía sus
alas, luego hinchaba su pecho moteado y empezaba de
nuevo su concierto. Winston lo contemplaba con un
vago respeto. ¿Para quién, para qué cantaba aquel
pájaro? No tenía pareja ni rival que lo contemplaran.
¿Qué le impulsaba a estarse allí, al borde del bosque
solitario, regalándole su música al vacío? Se preguntó
si no habría algún micrófono escondido allí cerca. Julia
y él habían hablado sólo en murmullo, y ningún
aparato podría registrar lo que ellos habían dicho, pero
sí el canto del pájaro. Quizás al otro extremo del
instrumento algún hombrecillo mecanizado estuviera
escuchando con toda atención; sí, escuchando aquello.
Gradualmente la música del ave fue despertando en él
George Orwell
1984
sus pensamientos. Era como un líquido que saliera de
se mezclara con la luz del sol, que se filtraba por entre
hojas. Dejó de pensar y se limitó a sentir. La cintura de
la muchacha bajo su brazo era suave y cálida. Le dio la
vuelta hasta quedar abrazados cara a cara. El cuerpo de
Julia parecía fundirse con el suyo. Donde quiera que
tocaran sus manos, cedía todo como si fuera agua. Sus
bocas se unieron con besos muy distintos de los duros
besos que se habían dado antes. Cuando volvieron a
apartar sus rostros, suspiraron ambos profundamente.
El pájaro se asustó y salió volando con un aleteo
alarmado.
Rápidamente, sin poder evitar el crujido de las ramas
bajo sus pies, regresaron al claro. Cuando estuvieron
ya en su refugio, se volvió Julia hacia él y lo miró
fijamente. Los dos respiraban pesadamente, pero la
sonrisa había desaparecido en las comisuras de sus
labios. Estaban de pie y ella lo miró por un instante y
luego tanteó la cremallera de su mono con las manos.
¡Sí! ¡Fue casi como en un sueño! Casi tan velozmente
como él se lo había imaginado, ella se arrancó la ropa
y cuando la tiró a un lado fue con el mismo magnífico
gesto con el cual toda una civilización parecía
George Orwell
1984
anihilarse. Su blanco cuerpo brillaba al sol. Por un
momento él no miró su cuerpo. Sus ojos habían
buscado ancoraje en el pecoso rostro con su débil y
franca sonrisa. Se arrodilló ante ella y tomó sus manos
entre las suyas.
—¿Has hecho esto antes?
—Claro. Cientos de veces. Bueno, muchas veces. —
¿Con miembros del Partido?
—Sí, siempre con miembros del Partido.
—¿Con miembros del Partido del Interior?
—No, con esos cerdos no. Pero muchos lo harían si
pudieran. No son tan sagrados como pretenden. Su
corazón dio un salto. Lo había hecho muchas veces.
Todo lo que oliera a corrupción le llenaba de una
esperanza salvaje. Quién sabe, tal vez el Partido estaba
podrido bajo la superficie, su culto de fuerza y
autocontrol no era más que una trampa tapando la
iniquidad. Si hubiera podido contagiarlos a todos con
la lepra o la sífilis, ¡con qué alegría lo hubiera hecho!
Cualquier cosa con tal de podrir, de debilitar, de minar.
La atrajo hacia sí, de modo que quedaron de rodillas
frente a frente.
George Orwell
1984
—Oye, cuantos más hombres hayas tenido más te
quiero yo. ¿Lo comprendes?
—Sí, perfectamente.
—Odio la pureza, odio la bondad. No quiero que exista
ninguna virtud en ninguna parte. Quiero que todo el
mundo esté corrompido hasta los huesos.
—Pues bien, debo irte bien, cariño. Estoy corrompida
hasta los huesos.
—¿Te gusta hacer esto? No quiero decir simplemente
yo, me refiero a la cosa en sí.
—Lo adoro.
Esto era sobre todas las cosas lo que quería oír. No
simplemente el amor por una persona sino el instinto
animal, el simple indiferenciado deseo. Ésta era la
fuerza que destruiría al Partido. La empujó contra la
hierba entre las campanillas azules. Esta vez no hubo
dificultad. El movimiento de sus pechos fue bajando
hasta la velocidad normal y con un movimiento de
desamparo se fueron separando. El sol parecía haber
intensificado su calor. Los dos estaban adormilados. Él
alcanzó su desechado mono y la cubrió parcialmente.
George Orwell
1984
Al poco tiempo se durmieron profundamente. Al cabo
de media hora se despertó Winston. Se incorporó y
contempló a Julia, que seguía durmiendo
tranquilamente con su cara pecosa en la palma de la
mano. Aparte de la boca, sus facciones no eran
hermosas. Si se miraba con atención, se descubrían
unas pequeñas arrugas en torno a los ojos. El cabello
negro y corto era extraordinariamente abundante y
suave. Pensó entonces que todavía ignoraba el apellido
y el domicilio de ella.
Este cuerpo joven y vigoroso, desamparado ahora en el
sueño, despertó en él un compasivo y protector
sentimiento. Pero la ternura que había sentido mientras
escuchaba el canto del pájaro había desaparecido ya.
Le apartó el mono a un lado y estudió su cadera. En los
viejos tiempos, pensó, un hombre miraba el cuerpo de
una muchacha y veía que era deseable y aquí se
acababa la historia. Pero ahora no se podía sentir amor
puro o deseo puro. Ninguna emoción era pura porque
todo estaba mezclado con el miedo y el odio. Su
abrazo había sido una batalla, el clímax una victoria.
Era un golpe contra el Partido. Era un acto político.
George Orwell
1984
CAPITULO III
Podemos volver a este sitio —propuso Julia—. En
general, puede emplearse dos veces el mismo
escondite con tal de que se deje pasar uno o dos meses.
En cuanto se despertó, la conducta de Julia había
cambiado. Tenía ya un aire prevenido y frío. Se vistió,
se puso el cinturón rojo y empezó a planear el viaje de
regreso. A Winston le parecía natural que ella se
encargara de esto. Evidentemente poseía una habilidad
para todo lo práctico que Winston carecía y también
parecía tener un conocimiento completo del campo que
rodeaba a Londres. Lo había aprendido a fuerza de
tomar parte en excursiones colectivas. La ruta que le
señaló era por completo distinta de la que él había
seguido al venir, y le conducía a otra estación. «Nunca
hay que regresar por el mismo camino de ida»,
sentenció ella, como si expresara un importante
principio general. Ella partiría antes y Winston
esperaría media hora para emprender la marcha a su
vez.
Había nombrado Julia un sitio donde podían
encontrarse, después de trabajar, cuatro días más tarde.
George Orwell
1984
Era una calle en uno de los barrios más pobres donde
había un mercado con mucha gente y ruido. Estaría por
allí, entre los puestos, como si buscara cordones para
los zapatos o hilo de coser. Si le parecía que no había
peligro se llevaría el pañuelo a la nariz cuando se
acercara Winston. En caso contrario, sacaría el
pañuelo. Él pasaría a su lado sin mirarla. Pero con un
poco de suerte, en medio de aquel gentío podrían
hablar tranquilos durante un cuarto de hora y ponerse
de acuerdo para otra cita.
— Ahora tengo que irme —dijo la muchacha en
cuanto vio que él se había enterado bien de sus
instrucciones—. Debo estar de vuelta a las diecinueve
treinta. Tengo que dedicarme dos horas a la Liga
Anti—Sex repartiendo folletos o algo por el estilo.
¿Verdad que es un asco? Sacúdeme con las manos.
¿Estás seguro de que no tengo briznas en el cabello?
¡Bueno, adiós, amor mío; adiós!
Se arrojó en sus brazos, lo besó casi violentamente,
poco después desaparecía por el bosque sin hacer
apenas ruido. Incluso ahora seguía sin saber cómo se
llamaba de apellido ni dónde vivía. Sin embargo, era
igual, pues resultaba inconcebible que pudieran citarse
George Orwell
1984
en lugar cerrado ni escribirse. Nunca volvieron al
bosquecillo. Durante el mes de marzo sólo tuvieron
una ocasión de estar juntos de aquella manera. Fue en
otro escondite que conocía Julia, el campanario de una
ruinosa iglesia en una zona casi desierta donde una
bomba atómica había caído treinta años antes. Era un
buen escondite una vez que se llegaba allí, pero era
muy peligroso, el viaje. Aparte de eso, se vieron por
las calles en un sitio diferente cada tarde v nunca más
de media hora cada vez. En la calle era posible
hablarse de cierra manera mezclados con la multitud,
juntos, pero dando la impresión de que era el
movimiento de la masa lo que les hacía estar tan cerca
y teniendo buen cuidado de no mirarse nunca, podían
sostener una curiosa e intermitente conversación que
se encendía y apagaba como los rayos de luz de un
faro. En cuanto se aproximaba un uniforme del Partido
o caían cerca de una telepantalla, se callaban
inmediatamente. Y reanudaban conversación minutos
después, empezando a la mitad de una frase que habían
dejado sin terminar, y luego volvían a cortar en seco
cuando les llegaba el momento de separarse. Y al día
siguiente seguían hablando sin más preliminares. Julia
parecía estar muy acostumbrada a esta clase de
George Orwell
1984
conversación, que ella llamaba «hablar por folletones».
Tenía además una sorprenden habilidad para hablar sin
mover los labios, Una sola vez en un mes de
encuentros nocturnos consiguieron darse un beso.
Pasaban en silencio por una calle. Julia nunca hablaba
cuando estaban lejos de las calles principales y en ese
momento oyeron un ruido ensordecedor, la tierra
tembló y se oscureció la atmósfera. Winston se
encontró tendido al lado de Julia —magullado — con
un terrible pánico. Una bomba cohete había estallado
muy cerca. De pronto se dio cuenta de que tenía junto
a la suya cara de Julia. Estaba palidísima, hasta los
labios los tenía blancos. No era palidez, sino una
blancura de sal. Winston creyó que estaba muerta. La
abrazo en el suelo y se sorprendió de estar besando un
rostro vivo y cálido. Es que se le había llenado la cara
del yeso pulverizado por la explosión. Tenía la cara
completamente blanca.
Algunas tardes, a última hora, llegaban al sitio
convenido y tenían que andar a cierta distancia uno del
otro sin dar la menor señal de reconocerse porque
había aparecido una patrulla por una esquina o volaba
sobre ellos un autogiro. Aunque hubiera sido menos
peligroso verse, siempre habrían tenido la dificultad
George Orwell
1984
del tiempo. Winston trabajaba sesenta horas a la
semana y Julia todavía más. Los días libres de ambos
variaban según las necesidades del trabajo y no solían
coincidir. Desde luego, Julia tenía muy pocas veces
una tarde Ubre por completo. Pasaba muchísimo
tiempo asistiendo a conferencias y manifestaciones,
distribuyendo propaganda para la Liga juvenil Anti—
Sex, preparando banderas y estandartes para la Semana
del Odio, recogiendo dinero para la Campaña del
Ahorro y en actividades semejantes. Aseguraba que
merecía la pena darse ese trabajo suplementario; era un
camuflaje. Si se observaban las pequeñas reglas se
podían infringir las grandes. Julia indujo a Winston a
que dedicara otra de sus tardes como voluntario en la
fabricación de municiones como solían hacer los más
entusiastas miembros del Partido. De manera que una
tarde cada semana se pasaba Winston cuatro horas de
aburrimiento insoportable atornillando dos pedacitos
de metal que probablemente formaban parte de una
bomba. Este trabajo en serie lo realizaban en un taller
donde los martillazos se mezclaban espantosamente
con la música de la telepantalla. El taller estaba lleno
de corrientes de aire y muy mal iluminado.
George Orwell
1984
Cuando se reunieron en las ruinas del campanario
llenaron todos los huecos de sus conversaciones
anteriores. Era una tarde achicharrante. El aire del
pequeño espacio sobre las campanas era ardiente e
irrespirable y olía de un modo insoportable a palomar.
Allí permanecieron varias horas, sentados en el
polvoriento suelo, levantándose de cuando en cuando
uno de ellos para asomarse cautelosamente y
asegurarse de que no se acercaba nadie.
Julia tenía veintiséis años. Vivía en una especie de
hotel con otras treinta muchachas («¡Siempre el hedor
de las mujeres! ¡Cómo las odio!», comentó; y
trabajaba, como él había adivinado, en las máquinas
que fabricaban novelas en el departamento dedicado a
ello. Le distraía su trabajo, que consistía
principalmente en manejar un motor eléctrico
poderoso, pero lleno de resabios. No era una mujer
muy lista —según su propio juicio—, pero manejaba
hábilmente las máquinas. Sabía todo el procedimiento
para fabricar una novela, desde las directrices
generales del Comité Inventor hasta los toques finales
que daba la Brigada de Repaso. Pero no le interesaba
el producto terminado. No le interesaba leer.
George Orwell
1984
Consideraba los libros como una mercancía, algo así
como la mermelada o los cordones para los zapatos.
Julia no recordaba nada anterior a los años sesenta y
tantos y la única persona que había conocido que le
hablase de los tiempos anteriores a la Revolución era
un abuelo que había desaparecido cuando ella tenía
ocho años. En la escuela había sido capitana del equipo
de hockey y había ganado durante dos años seguidos el
trofeo de gimnasia. Fue jefe de sección en los Espías y
secretaria de una rama de la Liga de la juventud antes
de afiliarse a la Liga juvenil Anti—Sex. Siempre había
sido considerada como persona de absoluta confianza.
Incluso (y esto era señal infalible de buena reputación)
la habían elegido para trabajar en Pornosec, la
subsección del Departamento de Novela encargada de
fabricar pornografía barata para los proles. Allí había
trabajado un año entero ayudando a la producción de
libritos que se enviaban en paquetes sellados y que
llevaban títulos como Historias deliciosas, o Una
noche en un colegio de chicas, que compraban
furtivamente los jóvenes proletarios, con lo cual se les
daba la impresión de que adquirían una mercancía
ilegal.
George Orwell
1984
—¿Cómo son esos libros? —le preguntó Winston por
curiosidad.
—Pues una porquería. Son de lo más aburrido. Hay
sólo seis argumentos. Yo trabajaba únicamente en los
calidoscopios. Nunca llegué a formar parte de la
Brigada de Repaso. No tengo disposiciones para la
literatura. Sí, querido, ni siquiera sirvo para eso.
Winston se enteró con asombro de que en la Pornosec,
excepto el jefe, no había más que chicas. Dominaba la
teoría de que los hombres, por ser menos capaces que
las mujeres de dominar su instinto sexual, se hallaban
en mayor peligro de ser corrompidos por las
suciedades que pasaban por sus manos.
—Ni siquiera permiten trabajar allí a las mujeres
casadas —añadió—. Se supone que las chicas solteras
son siempre muy puras. Aquí tienes por lo pronto una
que no lo es.
Julia había tenido su primer asunto amoroso a los
dieciséis años con un miembro del Partido de sesenta
años, que después se suicidó para evitar que lo
detuvieran. «Fue una gran cosa —dijo Julia—, porque,
si no, mi nombre se habría descubierto al confesar él.»
George Orwell
1984
Desde entonces se habían sucedido varios otros. Para
ella la vida era muy sencilla. Una lo quería pasar bien;
ellos es decir, el Partido— trataban de evitarlo por
todos los medios; y una procuraba burlar las
prohibiciones de la mejor manera posible. A Julia le
parecía muy natural que ellos le quisieran evitar el
placer y que ella por su parte quisiera librarse de que la
detuvieran. Odiaba al Partido y lo decía con las más
terribles palabrotas, pero no era capaz de hacer una
crítica seria de lo que el Partido representaba. No
atacaba más que la parte de la doctrina del Partido que
rozaba con su vida. Winston notó que Julia no usaba
nunca palabras de neolengua excepto las que habían
pasado al habla corriente. Nunca había oído hablar de
la Hermandad y se negó a creer en su existencia. Creía
estúpido pensar en una sublevación contra el Partido.
Cualquier intento en este sentido tenía que fracasar. Lo
inteligente le parecía burlar las normas y seguir
viviendo a pesar de ello. Se preguntaba cuántas habría
como ella en la generación más joven, mujeres
educadas en el mundo de la revolución, que no habían
oído hablar de nada más, aceptando al Partido como
algo de imposible modificación —algo así como el
cielo— y que sin rebelarse contra la autoridad estatal
George Orwell
1984
la eludían lo mismo que un conejo puede escapar de un
perro.
Entre Winston y Julia no se planteó la posibilidad de
casarse. Había demasiadas dificultades para ello. No
merecía la pena perder tiempo pensando en esto.
Ningún comité de Oceanía autorizaría este casamiento,
incluso si Winston hubiera podido librarse de su
esposa Katharine.
—¿Cómo era tu mujer?
—Era..., ¿conoces la palabra piensabien, es decir,
ortodoxa por naturaleza, incapaz de un mal
pensamiento?
—No, no conozco esa palabra, pero sí la clase de
persona a que te refieres.
Winston empezó a contarle la historia de su vida
conyugal, pero Julia parecía, saber ya todo lo esencial
de este asunto. Con Julia no le importaba hablar de
esas cosas. Katharine había dejado de ser para él un
penoso recuerdo, convirtiéndose en un recuerdo
molesto.
—Lo habría soportado si no hubiera sido por una cosa
—añadió—. Y le contó la pequeña ceremonia frígida
George Orwell
1984
que Katharine le había obligado a celebrar la misma
noche cada semana. Le repugnaba, pero por nada del
mundo lo habría dejado de hacer. No te puedes figurar
cómo le llamaba a aquello.
—«Nuestro deber para con el Partido» —dijo Julia
inmediatamente.
—¿Cómo lo sabías?
—Querido, también yo he estado en la escuela. A las
mayores de dieciséis años les dan conferencias sobre
tema, sexuales una vez al mes. Y luego, en el
Movimiento juvenil, no dejan de grabarle a una esas
estupideces en la cabeza. En muchísimos casos da
resultado. Claro que nunca se tiene la seguridad porque
la gente es tan hipócrita...
Y Julia se extendió sobre este asunto. Ella lo refería
todo a su propia sexualidad. A diferencia de Winston,
entendía perfectamente lo que el Partido se proponía
con su puritanismo sexual. Lo más importante era que
la represión sexual conducía a la histeria, lo cual era
deseable ya que se podía transformar en una fiebre
guerrera y en adoración del líder. Ella lo explicaba así:
«Cuando haces el amor gastas energías y después te
George Orwell
1984
sientes feliz y no te importa nada. No pueden
soportarlo que te sientas así. Quieren que estés a punto
de estallar de energía todo el tiempo. Todas estas
marchas arriba y abajo vitoreando y agitando banderas
no es más que sexo agriado. Si eres feliz dentro de ti
mismo, ¿por qué te ibas a excitar por el Gran Hermano
y el Plan Trienal y los Dos Minutos de Odio y todo el
resto de su porquerías.
Esto era cierto, pensó él. Había una conexión directa
entre la castidad y la ortodoxia política. ¿Cómo iban a
mantenerse vivos el miedo, y el odio y la insensata
incredulidad que el Partido necesitaba si no se
embotellaba algún instinto poderoso para usarlo
después como combustible? El instinto sexual era
peligroso para el Partido y éste lo había utilizado en
provecho propio. Habían hecho algo parecido con el
instinto familiar. La familia no podía ser abolida; es
más, se animaba a la gente a que amase a sus hijos casi
al estilo antiguo. Pero, por otra parte, los hijos eran
enfrentados sistemáticamente contra sus padres y se les
enseñaba a espiarles y a denunciar sus Desviaciones.
La familia se había convertido en una ampliación de la
Policía del Pensamiento. Era un recurso por medio del
George Orwell
1984
cual todos se hallaban rodeados noche y día por
delatores que les conocían íntimamente.
De pronto se puso a pensar otra vez en Katharine. Ésta
lo habría denunciado a la P. del P. con toda seguridad
si no hubiera sido demasiado tonta para descubrir lo
herético de sus opiniones. Pero lo que se la hacía
recordar en este momento era el agobiante calor de la
tarde, que le hacía sudar. Empezó a contarle a Julia
algo que había ocurrido, o mejor dicho, que había
dejado de ocurrir en otra tarde tan calurosa como
aquélla, once años antes. Katharine y Winston se
habían extraviado durante una de aquellas excursiones
colectivas que organizaba el Partido. Iban retrasados y
por equivocación doblaron por un camino que los
condujo rápidamente a un lugar solitario. Estaban al
borde de un precipicio. Nadie había allí para
preguntarle. En cuanto se dieron cuenta de que se
habían perdido, Katharine empezó a ponerse nerviosa.
Hallarse alejada de la ruidosa multitud de
excursionistas, aunque sólo fuese durante un momento,
le producía un fuerte sentido de culpabilidad. Quería
volver inmediatamente por el camino que habían
tomado por error y empezar a buscar en la dirección
contraria. Pero en aquel momento Winston descubrió
George Orwell
1984
unas plantas que le llamaron la atención. Nunca había
visto nada parecido Y llamó a Katharine para que las
viera.
—¡Mira, Katharine; mira esas flores! Allí, al fondo;
¿ves que son de dos colores diferentes?
Ella había empezado ya a alejarse, pero se acercó un
momento, a cada instante más intranquila. Incluso se
inclinó sobre el precipicio para ver donde señalaba
Winston. Él estaba un poco más atrás y le puso la
mano en la cintura para sostenerla. No había nadie en
toda la extensión que se abarcaba con la vista, no se
movía ni una hoja y ningún pájaro daba señales de
presencia. Entonces pensó Winston que estaban
completamente solos y que en un sitio como aquél
había muy pocas probabilidades de que tuvieran
escondido un micrófono, e incluso si lo había, sólo
podría captar sonidos. Era la hora más cálida y
soñolienta de la tarde. El sol deslumbraba y el sudor
perlaba la cara de Winston. Entonces se le ocurrió
que...
—¿Por qué no le diste un buen empujón? —dijo
Julia—. Yo lo habría hecho.
George Orwell
1984
—Sí, querida; yo también lo habría hecho si hubiera
sido la misma persona que ahora soy. Bueno, no estoy
seguro...
—¿Lamentas ahora haber desperdiciado la ocasión?
—Sí. En realidad me arrepiento de ello.
Estaban sentados muy juntos en el suelo. El la apretó
más contra sí. La cabeza de ella descansaba en el
hombro de él y el agradable olor de su cabello
dominaba el desagradable hedor a palomar. Pensó
Winston que Julia era muy joven, que esperaba todavía
bastante de la vida y por tanto no podía comprender
que empujar a una persona molesta por un precipicio
no resuelve nada.
—Habría sido lo mismo —dijo.
—Entonces, ¿por qué dices que sientes no haberío
hecho?
—Sólo porque prefiero lo positivo a lo negativo. Pero
en este juego que estamos jugando no podemos ganar.
Unas clases de fracaso son quizá mejores que otras,
eso es todo.
George Orwell
1984
Notó que los hombros de ella se movían disconformes.
Julia siempre lo contradecía cuando él opinaba en este
sentido. No estaba dispuesta a aceptar como ley natural
que el individuo está siempre vencido. En cierto modo
comprendía que también ella estaba condenada de
antemano y que más pronto o más tarde la Policía del
Pensamiento la detendría y la mataría; pero por otra
parte de su cerebro creía firmemente que cabía la
posibilidad de construirse un mundo secreto donde
vivir a gusto. Sólo se necesitaba suerte, astucia y
audacia. No comprendía que la felicidad era un mito,
que la única victoria posible estaba en un lejano futuro
mucho después de la muerte, y que desde el momento
en que mentalmente le declaraba una persona la guerra
al Partido, le convenía considerarse como un cadáver
ambulante.
—Los muertos somos nosotros —dijo Winston.
—Todavía no
prosaicamente.
hemos
muerto
—replicó
Julia
—Físicamente, todavía no. Pero es cuestión de seis
meses, un año o quizá cinco. Le temo a la muerte. Tú
eres joven y por eso mismo quizá le temas a la muerte
más que yo. Naturalmente, haremos todo lo posible por
George Orwell
1984
evitarla lo más que podamos. Pero la diferencia es
insignificante. Mientras que los seres humanos sigan
siendo humanos, la muerte y la vida vienen a ser lo
mismo.
—Oh, tonterías. ¿Qué preferirlas: dormir conmigo o
con un esqueleto? ¿No disfrutas de estar vivo? ¿No te
gusta sentir: esto soy yo, ésta es mi mano, esto mi
pierna, soy real, sólida, estoy viva?... ¿No te gusta?
Ella se dio la vuelta y apretó su pecho contra él. Podía
sentir sus senos, maduros pero firmes, a través de su
mono. Su cuerpo parecía traspasar su juventud y vigor
hacia él.
—Sí, me gusta —dijo Winston.
—No hablemos más de la muerte. Y ahora escucha,
querido; tenemos que fijar la próxima cita. Si te parece
bien, podemos volver a aquel sitio del bosque. Ya hace
mucho tiempo que fuimos. Basta con que vayas por un
camino distinto. Lo tengo todo preparado. Tomas el
tren... Pero lo mejor será que te lo dibuje aquí.
Y tan práctica como siempre amasó primero un
cuadrito de polvo y con una ramita de un nido de
palomas empezó a dibujar un mapa sobre el suelo.
George Orwell
1984
CAPITULO IV
Winston examinó la pequeña habitación en la tienda
del señor Charrington, junto a la ventana, la enorme
cama estaba preparada con viejas mantas y una colcha
raquítica. El antiguo reloj, en cuya esfera se marcaban
las doce horas, seguía con su tic—tac sobre la repisa
de la chimenea. En un rincón, sobre la mesita, el
pisapapeles de cristal que había comprado en su visita
anterior brillaba suavemente en la semioscuridad.
En el hogar de la chimenea había una desvencijada
estufa de petróleo, una sartén y dos copas, todo ello
proporcionado por el señor Charrington. Winston puso
un poco de agua a hervir. Había traído un sobre lleno
de café de la Victoria y algunas pastillas de sacarina.
Las manecillas del reloj marcaban las siete y veinte;
pero en realidad eran las diecinueve veinte.
Julia llegaría a las diecinueve treinta.
El corazón le decía a Winston que todo esto era una
locura; sí, una locura consciente y suicida. De todos
los crímenes que un miembro del Partido podía
cometer, éste era el de más imposible ocultación. La
idea había flotado en su cabeza en forma de una visión
George Orwell
1984
del pisapapeles de cristal reflejado en la brillante
superficie de la mesita. Como él lo había previsto, el
señor Charrington no opuso ninguna dificultad para
alquilarle la habitación. Se alegraba, por lo visto, de
los dólares que aquello le proporcionaría. Tampoco
parecía ofenderse, ni inclinado a hacer preguntas
indiscretas al quedar bien claro que Winston deseaba la
habitación para un asunto amoroso. Al contrario, se
mantenía siempre a una discreta distancia y con un aire
tan delicado que daba la impresión de haberse hecho
invisible en parte. Decía que la intimidad era una cosa
de valor inapreciable. Que todo el mundo necesitaba
un sitio donde poder estar solo de vez en cuando. Y
una vez que lo hubiera logrado, era de elemental
cortesía, en cualquier otra persona que conociera este
refugio, no contárselo a nadie. Y para subrayar en la
práctica su teoría, casi desaparecía, añadiendo que la
casa tenía dos entradas, una de las cuales daba al patio
trasero que tenía una salida a un callejón.
Alguien cantaba bajo la ventana. Winston se asomó
por detrás de los visillos. El sol de junio estaba aún
muy alto y en el patio central una monstruosa mujer
sólida como una columna normanda, con antebrazos de
un color moreno rojizo, y un delantal atado a la
George Orwell
1984
cintura, iba y venía continuamente desde el barreño
donde tenía la ropa lavada hasta el fregadero, colgando
cada vez unos pañitos cuadrados que Winston
reconoció como pañales. Cuando la boca de la mujer
no estaba impedida por pinzas para tender, cantaba con
poderosa voz de contralto:
Era sólo una ilusión sin esperanza
que pasó como un día de abril;
pero aquella mirada, aquella palabra
y los ensueños que despertaron
me robaron el corazón.
Esta canción obsesionaba a Londres desde hacía
muchas semanas. Era una de las producciones de una
subsección del Departamento de Música con destino a
los proles. La letra de estas canciones se componía sin
intervención humana en absoluto, valiéndose de un
instrumento llamado «versificador». Pero la mujer la
cantaba con tan buen oído que el horrible sonsonete se
había convertido en unos sonidos casi agradables.
Winston oía la voz de la mujer, el ruido de sus zapatos
sobre el empedrado del patio, los gritos de los niños en
la calle, y a cierta distancia, muy débilmente, el
George Orwell
1984
zumbido del tráfico, y sin embargo su habitación
parecía impresionantemente silenciosa gracias a la
ausencia de telepantalla.
«¡Qué locura! ¡Qué locura!», pensó Winston. Era
inconcebible que Julia y él pudieran frecuentar este
sitio más de unas semanas sin que los cazaran. Pero la
tentación de disponer de un escondite verdaderamente
suyo bajo techo y en un sitio bastante cercano al lugar
de trabajo, había sido demasiado fuerte para él.
Durante algún tiempo después de su visita al
campanario les había sido por completo imposible
arreglar ninguna cita. Las horas de trabajo habían
aumentado implacablemente en preparación de la
Semana del Odio. Faltaba todavía más de un mes, pero
los enormes y complejos preparativos cargaban de
trabajo a todos los miembros del Partido. Por fin,
ambos pudieron tener la misma tarde libre. Estaban ya
de acuerdo en volver a verse en el claro del bosque. La
tarde anterior se cruzaron en la calle. Como de
costumbre, Winston no miró directamente a Julia y
ambos se sumaron a una masa de gente que empujaba
en determinada dirección. Winston se fue acercando a
ella. Mirándola con el rabillo del ojo notó en seguida
que estaba más pálida que de costumbre.
George Orwell
1984
—Lo de mañana es imposible —murmuró Julia en
cuanto creyó prudente poder hablar.
—¿Qué?
—Que mañana no podré ir.
La primera reacción de Winston fue de violenta
irritación. Durante el mes que la había conocido la
naturaleza de su deseo por ella había cambiado. Al
principio había habido muy poca sensualidad real. Su
primer encuentro amoroso había sido un acto de
voluntad. Pero después de la segunda vez había sido
distinto. El olor de su pelo, el sabor de su boca, el tacto
de su piel parecían habérsele metido dentro o estar en
el aire que lo rodeaba. Se había convertido en una
necesidad física, algo que no solamente quería sino
sobre lo que a la vez tenía derecho. Cuando ella dijo
que no podía venir, había sentido como si lo estafaran.
Pero en aquel momento la multitud los aplastó el uno
contra el otro y sus manos se unieron y ella le acarició
los dedos de un modo que no despertaba su deseo, sino
su afecto. Una honda ternura, que no había sentido
hasta entonces por ella, se apoderó súbitamente de él.
Le hubiera gustado en aquel momento llevar ya diez
años casado con Julia. Deseaba intensamente poderse
George Orwell
1984
pasear con ella por las calles, pero no como ahora lo
hacía, sino abiertamente, sin miedo alguno, hablando
trivialidades y comprando los pequeños objetos
necesarios para la casa. Deseaba sobre todo vivir con
ella en un sitio tranquilo sin sentirse obligado a
acostarse cada vez que conseguían reunirse. No fue en
aquella ocasión precisamente, sino al día siguiente,
cuando se le ocurrió la idea de alquilar la habitación
del señor Charrington. Cuando se lo propuso a Julia,
ésta aceptó inmediatamente. Ambos sabían que era una
locura. Era como si avanzaran a propósito hacia sus
tumbas. Mientras la esperaba sentado al borde de la
cama volvió a pensar en los sótanos del Ministerio del
Amor. Era notable cómo entraba y salía en la
conciencia de todos aquel predestinado horror. Allí
estaba, clavado en el futuro, precediendo a la muerte
con tanta inevitabilidad como el 99 precede al 100. No
se podía evitar, pero quizá se pudiera aplazar. Y sin
embargo, de cuando en cuando, por un consciente acto
de voluntad se decidía uno a acortar el intervalo, a
precipitar la llegada de la tragedia.
En este momento sintió Winston unos pasos rápidos en
la escalera. Julia irrumpió en la habitación. Llevaba
una bolsa de lona oscura y basta como la que solía
George Orwell
1984
llevar al Ministerio. Winston le tendió los brazos, pero
ella apartóse nerviosa, en parte porque le estorbaba la
bolsa llena de herramientas.
—Un momento —dijo—. Deja que te enseñe lo que
traigo. ¿Trajiste ese asqueroso café de la Victoria? Ya
me lo figuré. Puedes tirarlo porque no lo
necesitaremos. Mira.
Se arrodilló, tiró al suelo la bolsa abierta y de ella
salieron varias herramientas, entre ellas un
destornillador, pero debajo venían varios paquetes de
papel. El primero que cogió Winston le produjo una
sensación familiar y a la vez extraña. Estaba lleno de
algo arenoso, pesado, que cedía donde quiera que se le
tocaba.
—No será azúcar, ¿verdad? —dijo, asombrado.
—Azúcar de verdad. No sacarina, sino verdadero
azúcar. Y aquí tienes un magnífico pan blanco, no esas
porquerías que nos dan, y un bote de mermelada. Y
aquí tienes un bote de leche condensada. Pero fíjate en
esto; estoy orgullosísima de haberlo conseguido. Tuve
que envolverlo con tela de saco para que no se
conociera, porque...
George Orwell
1984
Pero no necesitaba explicarle por qué lo había envuelto
con tanto cuidado. El aroma que despedía aquello
llenaba la habitación, un olor exquisito que parecía
emanado de su primera infancia, el olor que sólo se
percibía ya de vez en cuando al pasar por un corredor y
antes de que le cerraran a uno la puerta violentamente,
ese olor que se difundía misteriosamente por una calle
llena de gente y que desaparecía al instante.
—Es café —murmuró Winston—; café de verdad. —
Es café del Partido Interior. ¡Un kilo! —dijo Julia.
—¿Cómo te las arreglaste para conseguir todo esto?
—Son provisiones del Partido Interior. Esos cerdos no
se privan de nada. Pero, claro está, los camareros, las
criadas y la gente que los rodea cogen cosas de vez en
cuando. Y... mira: también te traigo un paquetito de té.
Winston se había sentado junto a ella en el suelo.
Abrió un pico del paquete y lo olió.
—Es té auténtico.
—Últimamente ha habido mucho té. Han conquistado
la India o algo así —dijo Julia vagamente. Pero
escucha, querido: quiero que te vuelvas de espalda
unos minutos. Siéntate en el lado de allá de la cama.
George Orwell
1984
No te acerques demasiado a la ventana. Y no te
vuelvas hasta que te lo diga.
Winston la obedeció y se puso a mirar abstraído por
los visillos de muselina. Abajo en el patio la mujer de
los rojos antebrazos seguía yendo y viniendo entre el
lavadero y el tendedero. Se quitó dos pinzas más de la
boca y cantó con mucho sentimiento:
Dicen que el tiempo lo cura todo,
dicen que siempre se olvida,
pero las sonrisas y lágrimas
a lo largo de los años ,
me retuercen el corazón.
Por lo visto se sabía la canción de memoria. Su voz
subía a la habitación en el cálido aire estival, bastante
armoniosa y cargada de una especie de feliz
melancolía. Se tenía la sensación de que esa mujer
habría sido perfectamente feliz si la tarde de junio no
hubiera terminado nunca y la ropa lavada para tender
no se hubiera agotado; le habría gustado estarse allí
mil años tendiendo pañales y cantando tonterías. Le
parecía muy curioso a Winston no haber oído nunca a
George Orwell
1984
un miembro del Partido cantando espontáneamente y
en soledad. Habría parecido una herejía política, una
excentricidad peligrosa, algo así como hablar consigo
mismo. Quizá la gente sólo cantara cuando estuviera a
punto de morirse de hambre.
—Ya puedes volverte —dijo Julia.
Se dio la vuelta y por un segundo casi no la reconoció.
Había esperado verla desnuda. Pero no lo estaba. La
transformación había sido mucho mayor. Se había
pintado la cara. Debía de haber comprado el maquillaje
en alguna tienda de los barrios proletarios. Tenía los
labios de un rojo intenso, las mejillas rosadas y la nariz
con polvos. Incluso se había dado un toquecito debajo
de los ojos para hacer resaltar su brillantez. No se
había pintado muy bien, pero Winston entendía poco
de esto. Nunca había visto ni se había atrevido a
imaginar a una mujer del Partido con cosméticos en la
cara. Era sorprendente el cambio tan favorable que
había experimentado el rostro de Julia. Con unos
cuantos toques de color en los sitios adecuados, no
sólo estaba mucho más bonita, sino, lo que era más
importante, infinitamente más femenina. Su cabello
corto y su «mono» juvenil de chico realzaban aún más
George Orwell
1984
este efecto. Al abrazarla sintió Winston un perfume a
violetas sintéticas. Recordó entonces la semioscuridad
de una cocina en un sótano y la boca negra cavernosa
de una mujer. Era el mismísimo perfume que aquélla
había usado, pero a Winston no le importaba esto por
lo pronto.
—¡También perfume! —dijo.
—Sí, querido; también me he puesto perfume. ¿Y
sabes lo que voy a hacer ahora? Voy a buscarme en
donde sea un verdadero vestido de mujer y me lo
pondré en vez de estos asquerosos pantalones. ¡Llevaré
medias de seda y zapatos de tacón alto! Estoy
dispuesta a ser en esta habitación una mujer y no una
camarada del Partido.
Se sacaron las ropas y se subieron a la gran cama de
caoba. Era la primera vez que él se desnudaba por
completo en su presencia. Hasta ahora había tenido
demasiada vergüenza de su pálido y delgado cuerpo,
con las varices saliéndose en las pantorrillas y el trozo
descolorido justo encima de su tobillo. No había
sábanas pero la manta sobre la que estaban echados
estaba gastada y era suave, y el tamaño y lo blando de
la cama los tenía asombrados.
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1984
—Seguro que está llena de chinches, pero ¿qué
importa? —dijo Julia.
No se veían camas dobles en aquellos tiempos, excepto
en las casas de los proles. Winston había dormido en
una ocasionalmente en su niñez. Julia no recordaba
haber dormido nunca en una.
Durmieron después un ratito. Cuando Winston se
despertó, el reloj marcaba cerca de las nueve de la
noche. No se movieron porque Julia dormía con la
cabeza apoyada en el hueco de su brazo. Casi toda su
pintura había pasado a la cara de Winston o a la
almohada, pero todavía le quedaba un poco de colorete
en las mejillas. Un rayo de sol poniente caía sobre el
pie de la cama y daba sobre la chimenea donde el agua
hervía a borbotones. Ya no cantaba la mujer en el
patio, pero seguían oyéndose los gritos de los niños en
la calle. Julia se despertó, frotándose los ojos, y se
incorporó apoyándose en un codo para mirar a la
estufa de petróleo.
—La mitad del agua se ha evaporado —dijo—. Voy a
levantarme y a preparar más agua en un momento.
Tenemos una hora. ¿Cuándo cortan las luces en tu
casa?
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1984
—A las veintitrés treinta.
—Donde yo vivo apagan a las veintitrés un punto. Pero
hay que entrar antes porque... ¡Fuera de aquí,
asquerosa!
Julia empezó a retorcerse en la cama, logró coger un
zapato del suelo y lo tiró a un rincón, igual que
Winston la había visto arrojar su diccionario a la cara
de Goldstein aquella mañana durante los Dos Minutos
de Odio.
—¿Qué era eso? —le preguntó Winston, sorprendido.
—Una rata. La vi asomarse por ahí. Se metió por un
boquete que hay en aquella pared. De todos modos le
he dado un buen susto.
—¡Ratas! —murmuró Winston—. ¿Hay ratas en esta
habitación?
—Todo está lleno de ratas —dijo ella en tono
indiferente mientras volvía a tumbarse— . Las tenemos
hasta en la cocina de nuestro hotel. Hay partes de
Londres en que se encuentran por todos lados. ¿Sabes
que atacan a los niños? Sí; en algunas calles de los
proles las mujeres no se atreven a dejar a sus hijos
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1984
solos ni dos minutos. Las más peligrosas son las
grandes y oscuras. Y lo más horrible es que siempre...
—¡No sigas, por favor! —dijo Winston, cerrando los
ojos con fuerza.
—¡Querido, te has puesto palidísimo! ¿Qué te pasa?
¿Te dan asco?
—¡Una rata! ¡Lo más horrible del mundo!
Ella lo tranquilizó con el calor de su cuerpo. Winston
no abrió los ojos durante un buen rato. Le había
parecido volver a hallarse de lleno en una pesadilla que
se le presentaba con frecuencia. Siempre era poco más
o menos igual. Se hallaba frente a un muro tenebroso y
del otro lado de este muro había algo capaz de
enloquecer al más valiente. Algo infinitamente
espantoso. En el sueño sentíase siempre decepcionado
porque sabía perfectamente lo que ocurría detrás del
muro de tinieblas. Con un esfuerzo mortal, como si se
arrancara un trozo de su cerebro, conseguía siempre
despertarse sin llegar a descubrir de qué se trataba
concretamente, pero él sabía que era algo relacionado
con lo que Julia había estado diciendo y sobre todo con
lo que iba a decirle cuando la interrumpió.
George Orwell
1984
—Lo siento —dijo—, no es nada. Lo que ocurre es que
no puedo soportar las ratas.
—No te preocupes, querido. Aquí no entrarán porque
voy a tapar ese agujero con tela de saco antes de que
nos vayamos. Y la próxima vez que vengamos traeré
un poco de yeso y lo taparemos definitivamente.
Ya había olvidado Winston aquellos instantes de
pánico.
Un poco avergonzado de sí mismo sentóse a la
cabecera de la cama. Julia se levantó, se puso el
«mono» e hizo el café. El aroma resultaba tan delicioso
y fuerte que tuvieron que cerrar la ventana para no
alarmar a la vecindad. Pero mejor aún que el sabor del
café era la calidad que le daba el azúcar, una finura
sedosa que Winston casi había olvidado después de
tantos años de sacarina. Con una mano en un bolsillo y
un pedazo de pan con mermelada en la otra se paseaba
Julia por la habitación mirando con indiferencia la
estantería de libros, pensando en la mejor manera de
arreglar la mesa, dejándose caer en el viejo sillón para
ver si era cómodo y examinando el absurdo reloj de las
doce horas con aire divertido y tolerante. Cogió el
pisapapeles de cristal y se lo llevó a la cama, donde se
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1984
sentó para examinarlo con tranquilidad. Winston se lo
quitó de las manos, fascinado, como siempre, por el
aspecto suave, resbaloso, de agua de lluvia que tenía
aquel cristal.
—¿Qué crees tú que será esto? —dijo Julia.
—No creo que sea nada particular... Es decir, no creo
que haya servido nunca para nada concreto. Eso es lo
que me gusta precisamente de este objeto. Es un
pedacito de historia que se han olvidado de cambiar;
un mensaje que nos llega de hace un siglo y que nos
diría muchas cosas si supiéramos leerlo.
—Y aquel cuadro —señaló Julia— también tendrá
cien años?
—Más, seguramente doscientos. Es imposible saberlo
con seguridad. En realidad hoy no se sabe la edad de
nada.
Julia se acercó a la pared de enfrente para examinar
con detenimiento el grabado. Dijo:
—¿Qué sitio es éste? Estoy segura de haber estado
aquí alguna vez.
George Orwell
1984
—Es una iglesia o, por lo menos, solía serio. Se
llamaba San Clemente.
—La incompleta canción que el señor Charrington le
había enseñado volvió a sonar en la cabeza de
Winston, que murmuró con nostalgia: Naranjas y
limones, dicen las campanas de San Clemente.
Y se quedó estupefacto al oír a Julia continuar:
—Me debes tres peniques, dicen las campanas de San
Martín. ¿Cuándo me pagarás?, dicen las campanas de
Old Baily...
—No puedo recordar cómo sigue. Pero sé que termina
así: Aquí tienes una vela para alumbrarte cuando te
acuestes. Aquí tienes un hacha para cortarte la
cabeza.
Era como las dos mitades de una contraseña. Pero tenía
que haber otro verso después de «las campanas de Old
Bailey». Quizá el señor Charrington acabaría
acordándose de este final.
—¿Quién te lo enseñó? —dijo Winston.
—Mi abuelo. Solía cantármelo cuando yo era niña. Lo
vaporizaron teniendo yo unos ocho años... No estoy
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1984
segura, pero lo cierto es que desapareció. Lo que no sé,
y me lo he preguntado muchas veces, es qué sería un
limón —añadió—. He visto naranjas. Es una especie
de fruta redonda y amarillenta con una cáscara muy
fina.
—Yo recuerdo los limones —dijo Winston—. Eran
muy frecuentes en los años cincuenta y tantos. Eran
unas frutas tan agrias que rechinaban los dientes sólo
de olerlas.
—Estoy segura de que detrás de ese cuadro hay
chinches —dijo Julia—. Lo descolgaré cualquier día
para limpiarlo bien. Creo que ya es hora de que nos
vayamos. ¡Qué fastidio, ahora tengo que quitarme esta
pintura! Empezaré por mí y luego te limpiaré a ti la
cara.
Winston permaneció unos minutos más en la cama.
Oscurecía en la habitación. Volvióse hacia la ventana y
fijó la vista en el pisapapeles de cristal. Lo que le
interesaba inagotablemente no era el pedacito de coral,
sino el interior del cristal mismo. Tenía tanta
profundidad, y sin embargo era transparente, como
hecho con aire. Como si la superficie cristalina hubiera
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1984
sido la cubierta del cielo que encerrase un diminuto
mundo con toda su atmósfera.
Tenía Winston la sensación de que podría penetrar en
ese mundo cerrado, que ya estaba dentro de él con la
cama de caoba y la mesa rota y el reloj y el grabado e
incluso con el mismo pisapapeles. Sí, el pisapapeles
era la habitación en que se hallaba Winston, y el coral
era la vida de Julia y la suya clavadas eternamente en
el corazón del cristal.
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1984
CAPITULO V
Syme había desaparecido. Una mañana no acudió al
trabajo: unos cuantos indiferentes comentaron su
ausencia, pero al día siguiente nadie habló de él. Al
tercer día entró Winston en el vestíbulo del
Departamento de Registro para mirar el tablón de
anuncios. Uno de éstos era una lista impresa con los
miembros del Comité de Ajedrez, al que Syme había
pertenecido. La lista era idéntica a la de antes —nada
había sido tachado en ella—, pero contenía un nombre
menos. Bastaba con eso. Syme había dejado de existir.
Es más, nunca había existido.
Hacía un calor horrible. En el laberíntico Ministerio las
habitaciones sin ventanas y con buena refrigeración
mantenían una temperatura normal, pero en la calle el
pavimento echaba humo y el ambiente del metro a las
horas de aglomeración era espantoso. Seguían en pleno
hervor los preparativos para la Semana del Odio y los
funcionarios de todos los Ministerios dedicaban a esta
tarea horas extraordinarias. Había que organizar los
desfiles, manifestaciones, conferencias, exposiciones
de figuras de cera, programas cinematográficos y de
telepantalla, erigir tribunas, construir efigies, inventar
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1984
consignas, escribir canciones, extender rumores,
falsificar fotografías... La sección de Julia en el
Departamento de Novela había interrumpido su tarea
habitual y confeccionaba una serie de panfletos de
atrocidades. Winston, aparte de su trabajo corriente,
pasaba mucho tiempo cada día revisando colecciones
del Times y alterando o embelleciendo noticias que
iban a ser citadas en los discursos. Hasta última hora
de la noche, cuando las multitudes de los incultos
proles paseaban por las calles, la ciudad presentaba un
aspecto febril. Las bombas cohete caían con más
frecuencia que nunca y a veces se percibían allá muy
lejos enormes explosiones que nadie podía explicar y
sobre las cuales se esparcían insensatos rumores.
La nueva canción que había de ser el tema de la
Semana del Odio (se llamaba la Canción del Odio)
había sido ya compuesta y era repetida
incansablemente por las telepantallas. Tenía un ritmo
salvaje, de ladridos y no podía llamarse con exactitud
música. Más bien era como el redoble de un tambor.
Centenares de voces rugían con aquellos sones que se
mezclaban con el chas—chas de sus renqueantes pies.
Era aterrador. Los proles se habían aficionado a la
canción, y por las calles, a media noche, competía con
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1984
la que seguía siendo popular: «Era una ilusión sin
esperanza». Los niños de Parsons la tocaban a todas
horas, de un modo alucinante, en su peine cubierto de
papel higiénico. Winston tenía las tardes más ocupadas
que nunca. Brigadas de voluntarios organizadas por
Parsons preparaban la calle para la Semana del Odio
cosiendo banderas y estandartes, pintando carteles,
clavando palos en los tejados para que sirvieran de
astas y tendiendo peligrosamente alambres a través de
la calle para colgar pancartas. Parsons se jactaba de
que las casas de la Victoria era el único grupo que
desplegaría cuatrocientos metros de propaganda. Se
hallaba en su elemento y era más feliz que una alondra.
El calor y el trabajo manual le habían dado pretexto
para ponerse otra vez los shorts y la camisa abierta.
Estaba en todas partes a la vez, empujaba, tiraba,
aserraba, daba tremendos martillazos, improvisaba,
aconsejaba a todos y expulsaba pródigamente una
inagotable cantidad de sudor.
En todo Londres había aparecido de pronto un nuevo
cartel que se repetía infinitamente. No tenía palabras.
Se limitaba a representar, en una altura de tres o cuatro
metros, la monstruosa figura de un soldado eurasiático
que parecía avanzar hacia el que lo miraba, una cara
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1984
mongólica inexpresiva, unas botas enormes y, apoyado
en la cadera, un fusil ametralladora a punto de
disparar. Desde cualquier parte que mirase uno el
cartel, la boca del arma, ampliada por la perspectiva,
por el escorzo, parecía apuntarle a uno sin remisión.
No había quedado ni un solo hueco en la ciudad sin
aprovechar para colocar aquel monstruo. Y lo curioso
era que había más retratos de este enemigo simbólico
que del propio Gran Hermano. Los proles, que
normalmente se mostraban apáticos respecto a la
guerra, recibían así un trallazo para que entraran en
uno de sus periódicos frenesíes de patriotismo. Como
para armonizar con el estado de ánimo general, las
bombas cohetes habían matado a más gente que de
costumbre. Una cayó en un local de cine de Stepney,
enterrando en las ruinas a varios centenares de
víctimas. Todos los habitantes del barrio asistieron a
un imponente entierro que duró muchas horas y que en
realidad constituyó un mitin patriótico. Otra bomba
cayó en un solar inmenso que utilizaban los niños para
jugar y varias docenas de éstos fueron despedazados.
Hubo muchas más manifestaciones indignadas,
Goldstein fue quemado en efigie, centenares de
carteles representando al soldado eurasiático fueron
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1984
rasgados y arrojados a las llamas y muchas tiendas
fueron asaltadas. Luego se esparció el rumor de que
unos espías dirigían los cohetes mortíferos por medio
de la radio y un anciano matrimonio acusado de
extranjería pereció abrasado cuando las turbas
incendiaron su casa.
En la habitación encima de la tienda del señor
Charrington, cuando podían ir allí, Julia y Winston se
quedaban echados uno junto al otro en la desnuda
cama bajo la ventana abierta, desnudos para estar más
frescos. La rata no volvió, pero las chinches se
multiplicaban odiosamente con ese calor. No
importaba. Sucia o limpia, la habitación era un paraíso.
Al llegar echaban pimienta comprada en el mercado
negro sobre todos los objetos, se sacaban la ropa y
hacían el amor con los cuerpos sudorosos, luego se
dormían y al despertar se encontraban con que las
chinches se estaban formando para el contraataque.
Cuatro, cinco, seis, hasta siete veces se encontraron allí
durante el mes de junio. Winston había dejado de
beber ginebra a todas horas. Le parecía que ya no lo
necesitaba. Había engordado. Sus varices ya no le
molestaban; en realidad casi habían desaparecido y por
las mañanas ya no tosía al despertarse. La vida había
George Orwell
1984
dejado de serie intolerable, no sentía la necesidad de
hacerle muecas a la telepantalla ni el sufrimiento de no
poder gritar palabrotas cada vez que oía un discurso.
Ahora que casi tenían un hogar, no les parecía
mortificante reunirse tan pocas veces y sólo un par de
horas cada vez. Lo importante es que existiese aquella
habitación; saber que estaba allí era casi lo mismo que
hallarse en ella. Aquel dormitorio era un mundo
completo, una bolsa del pasado donde animales de
especies extinguidas podían circular. También el señor
Charrington, pensó Winston, pertenecía a una especie
extinguida. Solía hablar con él un rato antes de subir.
El viejo salía poco, por lo visto, y apenas tenía
clientes. Llevaba una existencia fantasmal entre la
minúscula tienda y la cocina, todavía más pequeña,
donde él mismo se guisaba y donde tenía, entre otras
cosas raras, un gramófono increíblemente viejo con
una enorme bocina. Parecía alegrarse de poder charlar.
Entre sus inútiles mercancías, con su larga nariz y
gruesos lentes, encorvado bajo su chaqueta de
terciopelo, tenía más aire de coleccionista que de
mercader. De vez en cuando, con un entusiasmo muy
moderado, cogía alguno de los objetos que tenía a la
venta, sin preguntarle nunca a Winston si lo quería
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1984
comprar, sino enseñándoselo sólo para que lo
admirase. Hablar con él era como escuchar el tintineo
de una desvencijada cajita de música. Algunas veces,
se sacaba de los desvanes de su memoria algunos
polvorientos retazos de canciones olvidadas. Había una
sobre veinticuatro pájaros negros y otra sobre una vaca
con un cuerno torcido y otra que relataba la muerte del
pobre gallo Robin. «He pensado que podría gustarle a
usted» —decía con una risita tímida cuando repetía
algunos versos sueltos de aquellas canciones. Pero
nunca recordaba ninguna canción completa.
Julia y Winston sabían perfectamente —en verdad, ni
un solo momento dejaban de tenerlo presente— que
aquello no podía durar. A veces la sensación de que la
muerte se cernía sobre ellos les resultaba tan sólida
como el lecho donde estaban echados y se abrazaban
con una desesperada sensualidad, como un alma
condenada aferrándose a su último rato de placer
cuando faltan cinco minutos para que suene el reloj.
Pero también había veces en que no sólo se sentían
seguros, sino que tenían una sensación de
permanencia. Creían entonces que nada podría
ocurrirles mientras estuvieran en su habitación. Llegar
hasta allí era difícil y peligroso, pero el refugio era
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invulnerable. Igualmente, Winston, mirando el corazón
del pisapapeles, había sentido como si fuera posible
penetrar en aquel mundo de cristal y que una vez
dentro el tiempo se podría detener. Con frecuencia se
entregaban ambos a ensueños de fuga. Se imaginaban
que tendrían una suerte magnífica por tiempo
indefinido y que podrían continuar llevando aquella
vida clandestina durante toda su vida natural. O bien
Katharine moriría, lo cual les permitiría a Winston y
Julia, mediante sutiles maniobras, llegar a casarse. O
se suicidarían juntos. O desaparecerían, disfrazándose
de tal modo que nadie los reconocería, aprendiendo a
hablar con acento proletario, logrando trabajo en una
fábrica y viviendo siempre, sin ser descubiertos, en una
callejuela como aquélla. Los dos sabían que todo esto
eran tonterías. En realidad no había escapatoria. E
incluso el único plan posible, el suicidio, no estaban
dispuestos a llevarlo a efecto. Dejar pasar los días y las
semanas, devanando un presente sin futuro, era lo
instintivo, lo mismo que nuestros pulmones ejecutan el
movimiento respiratorio siguiente mientras tienen aire
disponible.
Además, a veces hablaban de rebelarse contra el
Partido de un modo activo, pero no tenían idea de
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1984
cómo dar el primer paso. Incluso si la fabulosa
Hermandad existía, quedaba la dificultad de entrar en
ella. Winston le contó a Julia la extraña intimidad que
había, o parecía haber, entre él y O'Brien, y del
impulso que sentía a veces de salirle al encuentro a
O'Brien y decirle que era enemigo del Partido y pedirle
ayuda. Era muy curioso que a Julia no le pareciera una
locura semejante proyecto. Estaba acostumbrada a
juzgar a las gentes por su cara y le parecía natural que
Winston confiase en O'Brien basándose solamente en
un destello de sus ojos. Además, Julia daba por cierto
que todos, o casi todos, odiaban secretamente al
Partido e infringirían sus normas si creían poderlo
hacer con impunidad. Pero se negaba a admitir que
existiera ni pudiera existir jamás una oposición amplia
y organizada. Los cuentos sobre Goldstein y su ejército
subterráneo, decía, eran sólo un montón de estupideces
que el Partido se había inventado para sus propios
fines y en los que todos fingían creer. Innumerables
veces, en manifestaciones espontáneas y asambleas del
Partido, había gritado Julia con todas sus fuerzas
pidiendo la ejecución de personas cuyos nombres
nunca había oído y en cuyos supuestos crímenes no
creía ni mucho menos. Cuando tenían efecto los
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1984
procesos públicos, Julia acudía entre las jóvenes de la
Liga juvenil que rodeaban el edificio de los tribunales
noche y día y gritaba con ellas: «¡Muerte a los
traidores!». Durante los Dos Minutos de Odio siempre
insultaba a Goldstein con más energía que los demás.
Sin embargo, no tenía la menor idea de quién era
Goldstein ni de las doctrinas que pudiera representar.
Había crecido dentro de la Revolución y era demasiado
joven para recordar las batallas ideológicas de los años
cincuenta y sesenta y tantos. No podía imaginar un
movimiento político independiente; y en todo caso el
Partido era invencible. Siempre existiría. Y nunca iba a
cambiar ni en lo más mínimo. Lo más que podía
hacerse era rebelarse secretamente o, en ciertos casos,
por actos aislados de violencia como matar a alguien o
poner una bomba en cualquier sitio.
En cierto modo, Julia era menos susceptible que
Winston a la propaganda del Partido. Una vez se
refirió él a la guerra contra Eurasia y se quedó
asombrado cuando ella, sin concederle importancia a la
cosa, dio por cierto que no había tal guerra. Casi con
toda seguridad, las bombas cohete que caían
diariamente sobre Londres eran lanzadas por el mismo
Gobierno de Oceanía sólo para que la gente estuviera
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1984
siempre asustada. A Winston nunca se le había
ocurrido esto. También despertó en él Julia una especie
de envidia al confesarle que durante los dos Minutos
de Odio lo peor para ella era contenerse y no romper a
reír a carcajadas, pero Julia nunca discutía las
enseñanzas del Partido a no ser que afectaran a su
propia vida. Estaba dispuesta a aceptar la mitología
oficial, porque no le parecía importante la diferencia
entre verdad y falsedad. Creía por ejemplo —porque lo
había aprendido en la escuela— que el Partido había
inventado los aeroplanos. (En cuanto a Winston,
recordaba que en su época escolar, en los años
cincuenta y tantos, el Partido no pretendía haber
inventado, en el campo de la aviación, más que el
autogiro; una docena de años después, cuando Julia iba
a la escuela, se trataba ya del aeroplano en general; al
cabo de otra generación, asegurarían haber descubierto
la máquina de vapor.) Y cuando Winston le dijo que
los aeroplanos existían ya antes de nacer él y mucho
antes de la Revolución, esto le pareció a la joven
carecer de todo interés. ¿Qué importaba, después de
todo, quién hubiese inventado los aeroplanos? Mucho
más le llamó la atención a Winston que Julia no
recordaba que Oceanía había estado en guerra, hacía
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1984
cuatro años, con Asia Oriental y en paz con Eurasia.
Desde luego, para ella la guerra era una filfa, pero por
lo visto no se había dado cuenta de que el nombre del
enemigo había cambiado. «Yo creía que siempre
habíamos estado en guerra con Eurasia», dijo en tono
vago. Esto le impresionó mucho a Winston. El invento
de los aeroplanos era muy anterior a cuando ella nació,
pero el cambiazo en la guerra sólo había sucedido
cuatro años antes, cuando ya Julia era una muchacha
mayor. Estuvo discutiendo con ella sobre esto durante
un cuarto de hora. Al final, logró hacerle recordar
confusamente que hubo una época en que el enemigo
había sido Asia Oriental y no Eurasia. Pero ella seguía
sin comprender que esto tuviera importancia. «¿Qué
más da?», dijo con impaciencia. «Siempre ha sido una
puñetera guerra tras otra y de sobras sabemos que las
noticias de guerra son todas una pura mentira.»
A veces le hablaba Winston del Departamento de
Registro y de las descaradas falsificaciones que él
perpetraba allí por encargo del Partido. Todo esto no la
escandalizaba. Él le contó la historia de Jones,
Aaronson y Rutherford, así como el trascendental
papelito que había tenido en su mano casualmente.
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1984
Nada de esto la impresionaba. Incluso le costaba
trabajo comprender el sentido de lo que Winston decía.
—¿Es que eran amigos tuyos? —le preguntó.
—No, no los conocía personalmente. Eran miembros
del Partido Interior. Además, eran mucho mayores que
yo. Conocieron la época anterior a la Revolución. Yo
sólo los conocía de vista.
—Entonces ¿por qué te preocupas? Todos los días
matan gente; es lo corriente.
Intentó hacerse comprender:
—Ése era un caso excepcional. No se trataba sólo de
que mataran a alguien. ¿No te das cuenta de que el
pasado, incluso el de ayer mismo, ha sido suprimido?
Si sobrevive, es únicamente en unos cuantos objetos
sólidos, y sin etiquetas que los distingan, como este
pedazo de cristal. Y ya apenas conocemos nada de la
Revolución y mucho menos de los años anteriores a
ella. Todos los documentos han sido destruidos o
falsificados, todos los libros han sido otra vez escritos,
los cuadros vueltos a pintar, las estatuas, las calles y
los edificios tienen nuevos nombres y todas las fechas
han sido alteradas. Ese proceso continúa día tras día y
George Orwell
1984
minuto tras minuto. La Historia se ha parado en seco.
No existe más que un interminable presente en el cual
el Partido lleva siempre razón. Naturalmente, yo sé que
el pasado está falsificado, pero nunca podría probarlo
aunque se trate de falsificaciones realizadas por mí.
Una vez que he cometido el hecho, no quedan pruebas.
La única evidencia se halla en mi propia mente y no
puedo asegurar con certeza que exista otro ser humano
con la misma convicción que yo. Solamente en ese
ejemplo que te he citado llegué a tener en mis manos
una prueba irrefutable de la falsificación del pasado
después de haber ocurrido; años después.
—Y total, ¿qué interés puede tener eso? ¿De qué te
sirve saberlo?
—De nada, porque inmediatamente destruí la prueba.
Pero si hoy volviera a tener una ocasión semejante
guardaría el papel.
—¡Pues yo no! —dijo Julia—. Estoy dispuesta a
arriesgarme, pero sólo por algo que merezca la pena,
no por unos trozos de papel viejo. ¿Qué habrías hecho
con esa fotografía si la hubieras guardado?
George Orwell
1984
—Quizás nada de particular. Pero al fin y al cabo, se
trataba de una prueba y habría sembrado algunas dudas
aquí y allá, suponiendo que me hubiese atrevido a
enseñársela a alguien. No creo que podamos cambiar
el curso de los acontecimientos mientras vivamos. Pero
es posible que se creen algunos centros de resistencia,
grupos de descontentos que vayan aumentando e
incluso dejando testimonios tras ellos de modo que la
generación siguiente pueda recoger la antorcha y
continuar nuestra obra.
—No me interesa la próxima generación, cariño. Me
interesa nosotros.
—No eres una rebelde más que de cintura para abajo
—dijo él.
Ella encontró esto muy divertido y le echó los brazos
al cuello, complacida.
Julia no se interesaba en absoluto por las
ramificaciones de la doctrina del partido. Cuando
Winston hablaba de los principios de Ingsoc, el
doblepensar, la mutabilidad del pasado y la
degeneración de la realidad objetiva y se ponía a
emplear palabras de neolengua, la joven se aburría
George Orwell
1984
espantosamente, además de hacerse un lío, y se
disculpaba diciendo que nunca se había fijado en esas
cosas. Si se sabía que todo ello era un absoluto camelo,
¿para qué preocuparse? Lo único que a ella le
interesaba era saber cuándo tenía que vitorear y cuándo
le correspondía abuchear. Si Winston persistía en
hablar de tales temas, Julia se quedaba dormida del
modo más desconcertante. Era una de esas personas
que pueden dormirse en cualquier momento y en las
posturas más increíbles. Hablándole, comprendía
Winston qué fácil era presentar toda la apariencia de la
ortodoxia sin tener idea de qué significaba realmente lo
ortodoxo. En cierto modo la visión del mundo
inventada por el Partido se imponía con excelente éxito
a la gente incapaz de comprenderla. Hacía aceptar las
violaciones más flagrantes de la realidad porque nadie
comprendía del todo la enormidad de lo que se les
exigía ni se interesaba lo suficiente por los
acontecimientos públicos para darse cuenta de lo que
ocurría. Por falta de comprensión, todos eran
políticamente sanos y fieles. Sencillamente, se lo
tragaban todo y lo que se tragaban no les sentaba mal
porque no les dejaba residuos lo mismo que un grano
George Orwell
1984
de trigo puede pasar, sin ser digerido y sin hacerle
daño, por el cuerpecito de un pájaro.
George Orwell
1984
CAPITULO VI
Por fin, había ocurrido. Había llegado el esperado
mensaje. Le parecía a Winston que toda su vida había
estado esperando que esto sucediera.
Iba por el largo pasillo del Ministerio y casi había
llegado al sitio donde Julia le deslizó aquel día en la
mano su declaración. La persona, quien quiera que
fuese, tosió ligeramente sin duda como preludio para
hablar. Winston se detuvo en seco y volvió la cara. Era
O'Brien.
Por fin, se hallaban cara a cara y el único impulso que
sentía Winston era emprender la huida. El corazón le
latía a toda velocidad.
No habría podido hablar en ese momento. Sin
embargo, O'Brien, poniéndole amistosamente una
mano en el hombro, siguió andando junto a él. Empezó
a hablar con su característica cortesía, seria y suave,
que le diferenciaba de la mayor parte de los miembros
del Partido Interior.
—He estado esperando una oportunidad de hablar
contigo —le dijo—; estuve leyendo uno de tus
George Orwell
1984
artículos en neolengua publicados en el Times. Tengo
entendido que te interesa, desde un punto de vista
erudito, la neolengua.
Winston había recobrado ánimos, aunque sólo en
parte.
—No muy erudito —dijo—. Soy sólo un aficionado.
No es mi especialidad. Nunca he tenido que ocuparme
de la estructura interna del idioma.
—Pero lo escribes con mucha elegancia —dijo
O'Brien—. Y ésta no es sólo una opinión mía. Estuve
hablando recientemente con un amigo tuyo que es un
especia lista en cuestiones idiomáticas. He olvidado su
nombre ahora mismo; que lo tenía en la punta de la
lengua.
Winston sintió un escalofrío. O'Brien no podía
referirse más que a Syme. Pero Syme no sólo estaba
muerto, sino que había sido abolido. Era una
nopersona. Cualquier referencia identificable a aquel
vaporizado habría resultado mortalmente peligrosa. De
manera que la alusión que acababa de hacer O'Brien
debía de significar una señal secreta. Al compartir con
él este pequeño acto de crimental, se habían convertido
George Orwell
1984
los dos en cómplices. Continuaron recorriendo
lentamente el corredor hasta que O'Brien se detuvo.
Con la tranquilizadora amabilidad que él infundía
siempre a sus gestos, aseguró bien sus gafas sobre la
nariz y prosiguió:
—Lo que quise decir fue que noté en tu artículo que
habías empleado dos palabras ya anticuadas. En
realidad, hace muy poco tiempo que se han quedado
anticuadas. ¿Has visto la décima edición del
Diccionario de Neolengua?
—No —dijo Winston—. No creía que estuviese ya
publicado. Nosotros seguimos usando la novena
edición en el Departamento de Registro.
—Bueno, la décima edición tardará varios meses en
aparecer, pero ya han circulado algunos ejemplares en
pruebas. Yo tengo uno. Quizás te interese verlo, ¿no?
—Muchísimo —dijo Winston,
inmediatamente la intención del otro.
comprendiendo
—Algunas de las modificaciones introducidas son muy
ingeniosas. Creo que te sorprenderá la reducción del
número de verbos. Vamos a ver. ¿Será mejor que te
mande un mensajero con el diccionario? Pero temo no
George Orwell
1984
acordarme; siempre me pasa igual. Quizás puedas
recogerlo en mi piso a una hora que te convenga.
Espera. Voy a darte mi dirección.
Se hallaban frente a una telepantalla. Como distraído,
O'Brien se buscó maquinalmente en los bolsillos y por
fin sacó una pequeña agenda forrada en cuero y un
lápiz tinta morado. Colocándose respecto a la
telepantalla de manera que el observador pudiera leer
bien lo que escribía, apuntó la dirección. Arrancó la
hoja y se la dio a Winston.
—Suelo estar en casa por las tardes —dijo—. Si no, mi
criado te dará el diccionario.
Ya se había marchado dejando a Winston con el papel
en la mano. Esta vez no había necesidad de ocultar
nada. Sin embargo, grabó en la memoria las palabras
escritas, y horas después tiró el papel en el «agujero de
la memoria» junto con otros.
No habían hablado más de dos minutos. Aquel breve
episodio sólo podía tener un significado. Era una
manera de que Winston pudiera saber la dirección de
O'Brien. Aquel recurso era necesario porque a no ser
directamente, nadie podía saber dónde vivía otra
George Orwell
1984
persona. No había guías de direcciones. «Si quieres
verme, ya sabes dónde estoy», era en resumen lo que
O'Brien le había estado diciendo. Quizás se encontrara
en el diccionario algún mensaje. De todos modos lo
cierto era que la conspiración con que él soñaba existía
efectivamente y que había entrado ya en contacto con
ella.
Winston sabía que más pronto o más tarde obedecería
la indicación de O'Brien. Quizás al día siguiente,
quizás al cabo de mucho tiempo, no estaba seguro. Lo
que sucedía era sólo la puesta en marcha de un proceso
que había empezado a incubarse varios años antes. El
primer paso consistió en un pensamiento involuntario
y secreto; el segundo fue el acto de abrir el Diario.
Aquello había pasado de los pensamientos a las
palabras, y ahora, de las palabras a la acción. El último
paso tendría lugar en el Ministerio del Amor. Pero
Winston ya lo había aceptado. El final de aquel asunto
estaba implícito en su comienzo. De todos modos,
asustaba un poco; o, con más exactitud, era un
pregusto de la muerte, como estar ya menos vivo.
Incluso mientras hablaba O'Brien y penetraba en él el
sentido de sus palabras, le había recorrido un
escalofrío. Fue como si avanzara hacia la humedad de
George Orwell
1984
una tumba y la impresión no disminuía por el hecho de
que él hubiera sabido siempre que la tumba estaba allí
esperándole.
George Orwell
1984
CAPITULO VII
Winston se despertó muy emocionado. Le dijo a Julia:
«He soñado que... », y se detuvo porque no podía
explicarlo. Era excesivamente complicado. No sólo se
trataba del sueño, sino de unos recuerdos relacionados
con él que habían surgido en su mente segundos
después de despertarse.
Siguió tendido, con los ojos cerrados y envuelto aún en
la atmósfera del sueño. Era un amplio y luminoso
ensueño en el que su vida entera parecía extenderse
ante él como un paisaje en una tarde de verano después
de la lluvia. Todo había ocurrido dentro del
pisapapeles de cristal, pero la superficie de éste era la
cúpula del cielo y dentro de la cúpula todo estaba
inundado por una luz clara y suave gracias a la cual
podían verse interminables distancias. El ensueño
había partido de un gesto hecho por su madre con el
brazo y vuelto a hacer, treinta años más tarde, por la
mujer judía del noticiario cinematográfico cuando
trataba de proteger a su niño de las balas antes de que
los autogiros los destrozaran a ambos.
George Orwell
1984
—¿Sabes? —dijo Winston—, hasta ahora mismo he
creído que había asesinado a mi madre.
—¿Por qué la asesinaste? —le preguntó Julia medio
dormida.
—No, no la asesiné. Físicamente, no.
En el ensueño había recordado su última visión de la
madre y, pocos instantes después de despertar, le había
vuelto el racimo de pequeños acontecimientos que
rodearon aquel hecho. Sin duda, había estado
reprimiendo deliberadamente aquel recuerdo durante
muchos años. No estaba seguro de la fecha, pero debió
de ser hacía menos de diez años o, a lo más, doce.
Su padre había desaparecido poco antes. No podía
recordar cuánto tiempo antes, pero sí las revueltas
circunstancias de aquella época, el pánico periódico
causado por las incursiones aéreas y las carreras para
refugiarse en las estaciones del Metro, los montones de
escombros, las consignas que aparecían por las
esquinas en llamativos carteles, las pandillas de
jóvenes con camisas del mismo color, las enormes
colas en las panaderías, el intermitente crepitar de las
ametralladoras a lo lejos... y, sobre todo, el hecho de
George Orwell
1984
que nunca había bastante comida. Recordaba las largas
tardes pasadas con otros chicos rebuscando en las latas
de la basura y en los montones de desperdicios,
encontrando a veces hojas de verdura, mondaduras de
patata e incluso, con mucha suerte, mendrugos de pan,
duros como piedra, que los niños sacaban
cuidadosamente de entre la ceniza; y también, la
paciente espera de los camiones que llevaban pienso
para el ganado y que a veces dejaban caer, al saltar en
un bache, bellotas o avena.
Cuando su padre desapareció, su madre no se mostró
sorprendida ni demasiado apenada, pero se operó en
ella un, súbito cambio. Parecía haber perdido por
completo los ánimos. Era evidente —incluso para un
niño como Winston— que la mujer esperaba algo que
ella sabía con toda seguridad que ocurriría. Hacía todo
lo necesario —guisaba, lavaba la ropa y la remendaba,
arreglaba las camas, barría el suelo, limpiaba el
polvo—, todo ello muy despacio y evitándose todos
los movimientos inútiles. Su majestuoso cuerpo tenía
una tendencia natural a la inmovilidad. Se quedaba las
horas muertas casi inmóvil en la cama, con su niñita en
los brazos, una criatura muy silenciosa de dos o tres
años con un rostro tan delgado que parecía simiesco.
George Orwell
1984
De vez en cuando, la madre cogía en brazos a Winston
y le estrechaba contra ella, sin decir nada. A pesar de
su escasa edad y de su natural egoísmo, Winston sabía
que todo esto se relacionaba con lo que había de
ocurrir: aquel acontecimiento implícito en todo y del
que nadie hablaba.
Recordaba la habitación donde vivían, una estancia
oscura y siempre cerrada casi totalmente ocupada por
la cama. Había un hornillo de gas y un estante donde
ponía los alimentos. Recordaba el cuerpo estatuario de
su madre inclinado sobre el hornillo de gas moviendo
algo en la sartén. Sobre todo recordaba su continua
hambre y las sórdidas y feroces batallas a las horas de
comer. Winston le preguntaba a su madre, con
reproche una y otra vez, por qué no había más comida.
Gritaba y la fastidiaba, descompuesto en su afán de
lograr una parte mayor. Daba por descontado que él, el
varón, debía tener la ración mayor. Pero por mucho
que la pobre mujer le diera, él pedía invariablemente
más. En cada comida la madre le suplicaba que no
fuera tan egoísta y recordase que su hermanita estaba
enferma y necesitaba alimentarse; pero era inútil.
Winston cogía pedazos de comida del plato de su
hermanita y trataba de apoderarse de la fuente. Sabía
George Orwell
1984
que con su conducta condenaba al hambre a su madre
y a su hermana, pero no podía evitarlo. Incluso creía
tener derecho a ello. El hambre que le torturaba parecía
justificarlo. Entre comidas, si su madre no tenía mucho
cuidado, se apoderaba de la escasa cantidad de
alimento guardado en la alacena.
Un día dieron una ración de chocolate. Hacía mucho
tiempo —meses enteros— que no daban chocolate.
Winston recordaba con toda claridad aquel cuadrito
oscuro y preciadísimo. Era una tableta de dos onzas
(por entonces se hablaba todavía de onzas) que les
correspondía para los tres. Parecía lógico que la tableta
fuera dividida en tres partes iguales. De pronto —en el
ensueño—, como si estuviera escuchando a otra
persona, Winston se oyó gritar exigiendo que le dieran
todo el chocolate. Su madre le dijo que no fuese
ansioso. Discutieron mucho; hubo llantos, lloros,
reprimendas, regateos... su hermanita agarrándose a la
madre con las dos manos —exactamente como una
monita— miraba a Winston con ojos muy abiertos y
llenos de tristeza. Al final, la madre le dio al niño las
tres cuartas partes de la tableta y a la hermanita la otra
cuarta parte. La pequeña la cogió y se puso a mirarla
con indiferencia, sin saber quizás lo que era. Winston
George Orwell
1984
se la quedó mirando un momento. Luego, con un
súbito movimiento, le arrancó a la nena el trocito de
chocolate y salió huyendo.
—¡Winston! ¡Winston! —le gritó su madre. Ven aquí,
devuélvele a tu hermana el chocolate.
El niño se detuvo pero no regresó a su sitio. Su madre
lo miraba preocupadísima. Incluso en ese momento,
pensaba en aquello, en lo que había de suceder de un
momento a otro y que Winston ignoraba. La
hermanita, consciente de que le habían robado algo,
rompió a llorar. Su madre la abrazó con fuerza. Algo
había en aquel gesto que le hizo comprender a Winston
que su hermana se moría. Salió corriendo escaleras
abajo con el chocolate derritiéndosele entre los dedos.
Nunca volvió a ver a su madre. Después de comerse el
chocolate, se sintió algo avergonzado y corrió por las
calles mucho tiempo hasta que el hambre le hizo
volver. Pero su madre ya no estaba allí. En aquella
época, estas desapariciones eran normales. Todo
seguía igual en la habitación. Sólo faltaban la madre y
la hermanita. Ni siquiera se había llevado el abrigo. Ni
siquiera ahora estaba seguro Winston de que su madre
hubiera muerto. Era muy posible que la hubieran
George Orwell
1984
mandado a un campo de trabajos forzados. En cuanto a
su hermana, quizás se la hubieran llevado —como
hicieron con el mismo Winston— a una de las colonias
de niños huérfanos (les llamaban Centros de
Reclamación) que fueron una de las consecuencias de
la guerra civil; o quizás la hubieran enviado con la
madre al campo de trabajos forzados o sencillamente la
habrían dejado morir en cualquier rincón.
El ensueño seguía vivo en su mente, sobre todo el
gesto protector de la madre, que parecía contener un
profundo significado. Entonces recordó otro ensueño
que había tenido dos meses antes, cuando se le había
aparecido hundiéndose sin cesar en aquel barco, pero
sin dejar de mirarlo a él a través del agua que se
oscurecía por momentos.
Le contó a Julia la historia de la desaparición de su
madre. Sin abrir los ojos, la joven dio una vuelta en la
cama y se colocó en una posición más cómoda.
—Ya me figuro que serías un cerdito en aquel tiempo
—dijo indiferente— . Todos los niños son unos cerdos.
—Sí, pero el sentido de esa historia...
George Orwell
1984
Winston comprendió, por la respiración de Julia, que
estaba a punto de volverse a dormir. Le habría gustado
seguirle contando cosas de su madre. No suponía,
basándose en lo que podía recordar de ella, que hubiera
sido una mujer extraordinaria, ni siquiera inteligente.
Sin embargo, estaba seguro de que su madre poseía
una especie de nobleza, de pureza, sólo por el hecho de
regirse por normas privadas. Los sentimientos de ella
eran realmente suyos y no los que el Estado le
mandaba tener. No se le habría ocurrido pensar que
una acción ineficaz, sin consecuencias prácticas,
careciera por ello de sentido. Cuando se amaba a
alguien, se le amaba por él mismo, y si no había nada
más que darle, siempre se le podía dar amor. Cuando él
se había apoderado de todo el chocolate, su madre
abrazó a la niña con inmensa ternura. Aquel acto no
cambiaba nada, no servía para producir más chocolate,
no podía evitar la muerte de la niña ni la de ella, pero a
la madre le parecía natural realizarlo. La mujer
refugiada en aquel barco (en el noticiario) también
había protegido al niño con sus brazos, con lo cual
podía salvarlo de las balas con la misma eficacia que si
lo hubiera cubierto con un papel. Lo terrible era que el
Partido había persuadido a la gente de que los simples
George Orwell
1984
impulsos y sentimientos de nada servían. Cuando se
estaba bajo las garras del Partido, nada importaba lo
que se sintiera o se dejara de sentir, lo que se hiciera o
se dejara de hacer. Cuanto le sucedía a uno se
desvanecía y ni usted ni sus acciones volvían a figurar
para nada. Le apartaban a usted, con toda limpieza, del
curso de la historia. Sin embargo, hacía sólo dos
generaciones, se dejaban gobernar por sentimientos
privados que nadie ponía en duda. Lo que importaba
eran las relaciones humanas, y un gesto completamente
inútil, un abrazo, una lágrima, una palabra cariñosa
dirigida a un moribundo, poseían un valor en sí. De
pronto pensó Winston que los proles seguían con sus
sentimientos y emociones. No eran leales a un Partido,
a un país ni a un ideal, sino que se guardaban mutua
lealtad unos a otros. Por primera vez en su vida,
Winston no despreció a los proles ni los creyó sólo una
fuerza inerte. Algún día muy remoto recobrarían sus
fuerzas y se lanzarían a la regeneración del mundo.
Los proles continuaban siendo humanos. No se habían
endurecido por dentro. Se habían atenido a las
emociones primitivas que él, Winston, tenía que
aprender de nuevo por un esfuerzo consciente. Y al
pensar esto, recordó que unas semanas antes había
George Orwell
1984
visto sobre el pavimento una mano arrancada en un
bombardeo y que la había apartado con el pie tirándola
a la alcantarilla como si fuera un inservible troncho de
lechuga.
—Los proles son seres humanos —dijo en voz alta—.
Nosotros, en cambio, no somos humanos.
—¿Por qué? —dijo Julia, que había vuelto a
despertarse.
Winston reflexionó un momento.
—¿No se te ha ocurrido pensar —dijo— que lo mejor
que haríamos sería marchamos de aquí antes de que
sea demasiado tarde y no volver a vernos jamás?
—Sí, querido, se me ha ocurrido varias veces, pero no
estoy dispuesta a hacerlo.
—Hemos tenido suerte —dijo Winston—; pero esto no
puede durar mucho tiempo. Somos jóvenes. Tú pareces
normal e inocente. Si te alejas de la gente como yo,
puedes vivir todavía cincuenta años más.
—¡No!. Ya he pensado en todo eso. Lo que tú hagas,
eso haré yo. Y no te desanimes tanto. Yo sé
arreglármelas para seguir viviendo.
George Orwell
1984
—Quizás podamos seguir juntos otros seis meses, un
año... no se sabe. Pero al final es seguro que tendremos
que separarnos. ¿Te das cuenta de lo solos que nos
encontraremos? Cuando nos hayan cogido, no habrá
nada, lo que se dice nada, que podamos hacer el uno
por el otro. Si confieso, te fusilarán, y si me niego a
confesar, te fusilarán también. Nada de lo que yo
pueda hacer o decir, o dejar de decir y hacer, serviría
para aplazar tu muerte ni cinco minutos. Ninguno de
nosotros dos sabrá siquiera si el otro vive o ha muerto.
Sería inútil intentar nada. Lo único importante es que
no nos traicionemos, aunque por ello no iban a variar
las cosas.
—Si quieren que confesemos —replicó Julia— lo
haremos. Todos confiesan siempre. Es imposible
evitarlo. Te torturan.
—No me refiero a la confesión. Confesar no es
traicionar. No importa lo que digas o hagas, sino los
sentimientos. Si pueden obligarme a dejarte de amar...
esa sería la verdadera traición.
Julia reflexionó sobre ello.
George Orwell
1984
—A eso no pueden obligarte —dijo al cabo de un
rato—. Es lo único que no pueden hacer. Pueden
forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay manera de
que te lo hagan creer. Dentro de ti no pueden entrar
nunca.
—Eso es verdad —dijo Winston con un poco más de
esperanza—. No pueden penetrar en nuestra alma. Si
podemos sentir que merece la pena seguir siendo
humanos, aunque esto no tenga ningún resultado
positivo, los habremos derrotado.
Y pensó en la telepantalla, que nunca dormía, que
nunca se distraía ni dejaba de oír. Podían espiarle a
uno día y noche, pero no perdiendo la cabeza era
posible burlarlos. Con toda su habilidad, nunca habían
logrado encontrar el procedimiento de saber lo que
pensaba otro ser humano. Quizás esto fuera menos
cierto cuando le tenían a uno en sus manos. No se
sabía lo que pasaba dentro del Ministerio del Amor,
pero era fácil figurárselo: torturas, drogas, delicados
instrumentos que registraban las reacciones nerviosas,
agotamiento progresivo por la falta de sueño, por la
soledad y los interrogatorios implacables y
persistentes. Los hechos no podían ser ocultados, se los
George Orwell
1984
exprimían a uno con la tortura o les seguían la pista
con los interrogatorios. Pero si la finalidad que uno se
proponía no era salvar la vida sino haber sido humanos
hasta el final, ¿qué importaba todo aquello? Los
sentimientos no podían cambiarlos; es más, ni uno
mismo podría suprimirlos. Sin duda, podrían saber
hasta el más pequeño detalle de todo lo que uno
hubiera hecho, dicho o pensado; pero el fondo del
corazón, cuyo contenido era un misterio incluso para
su dueño, se mantendría siempre inexpugnable.
George Orwell
1984
CAPITULO VIII
Lo habían hecho, por fin lo habían hecho.
La habitación donde estaban era alargada y de suave
iluminación. La telepantalla había sido amortiguada
hasta producir sólo un leve murmullo. La riqueza de la
alfombra azul oscuro daba la impresión de andar sobre
el terciopelo. En un extremo de la habitación estaba
sentado O'Brien ante una mesa, bajo una lámpara de
pantalla verde, con un montón de papeles a cada lado.
No se molestó en levantar la cabeza cuando el criado
hizo pasar a Julia y Winston.
El corazón de Winston latía tan fuerte que dudaba de
poder hablar. Lo habían hecho; por fin lo habían
hecho... Esto era lo único que Winston podía pensar.
Había sido un acto de inmensa audacia entrar en este
despacho, y una locura inconcebible venir juntos;
aunque realmente habían llegado por caminos
diferentes y sólo se reunieron a la puerta de O'Brien.
Pero sólo el hecho de traspasar aquel umbral requería
un gran esfuerzo nervioso. En muy raras ocasiones se
podía penetrar en las residencias del Partido Interior, ni
siquiera en el barrio donde tenían sus domicilios. La
George Orwell
1984
atmósfera del inmenso bloque de casas, la riqueza de
amplitud de todo lo que allí había, los olores —tan
poco familiares— a buena comida y a excelente
tabaco, los ascensores silenciosos e increíblemente
rápidos, los criados con chaqueta blanca apresurándose
de un lado a otro... todo ello era intimidante. Aunque
tenía un buen pretexto para ir allí, temblaba a cada
paso por miedo a que surgiera de algún rincón un
guardia uniformado de negro, le pidiera sus
documentos y le mandara salir. Sin embargo, el criado
de O'Brien los había hecho entrar a los dos sin demora.
Era un hombre sencillo, de pelo negro y chaqueta
blanca con un rostro inexpresivo y achinado. El
corredor por el que los había conducido, estaba muy
bien alfombrado y las paredes cubiertas con papel
crema de absoluta limpieza. Winston no recordaba
haber visto ningún pasillo cuyas paredes no estuvieran
manchadas por el contacto de cuerpos humanos.
O'Brien tenía un pedazo de papel entre los dedos y
parecía estarlo estudiando atentamente. Su pesado
rostro inclinado tenía un aspecto formidable e
inteligente a la vez. Se estuvo unos veinte segundos
inmóvil. Luego se acercó el hablescribe y dictó un
mensaje en la híbrida jerga de los ministerios.
George Orwell
1984
«Ref 1 coma 5 coma 7 aprobado excelente. Sugerencia
contenida doc 6 doblemás ridículo rozando crimental
destruir. No conviene construir antes conseguir
completa
información
maquinaria
puntofinal
mensaje.»
Se levantó de la silla y se acercó a ellos cruzando parte
de la silenciosa alfombra. Algo del ambiente oficial
parecía haberse desprendido de él al terminar con las
palabras de neolengua, pero su expresión era más
severa que de costumbre, como si no le agradara ser
interrumpido. El terror que ya sentía Winston se vio
aumentado por el azoramiento corriente que se
experimenta al serle molesto a alguien. Creía haber
cometido una estúpida equivocación. Pues ¿qué prueba
tenía él de que O'Brien fuera un conspirador político?
Sólo un destello de sus ojos y una observación
equívoca. Aparte de eso, todo eran figuraciones suyas
fundadas en un ensueño. Ni siquiera podía fingir que
habían venido solamente a recoger el diccionario
porque en tal caso no podría explicar la presencia de
Julia. Al pasar O'Brien frente a la telepantalla, pareció
acordarse de algo. Se detuvo, volvióse y giró una llave
que había en la pared. Se oyó un chasquido. La voz se
había callado de golpe.
George Orwell
1984
Julia lanzó una pequeña exclamación, un apagado grito
de sorpresa. En medio de su pánico, a Winston le
causó aquello una impresión tan fuerte que no pudo
evitar estas palabras:
—¿Puedes cerrarlo?
—Sí —dijo O'Brien—, podemos cerrarlos. Tenemos
ese privilegio.
Estaba sentado frente a ellos. Su maciza figura los
dominaba y la expresión de su cara continuaba
indescifrable. Esperaba a que Winston hablase; pero
¿sobre qué? Incluso ahora podía concebirse
perfectamente que no fuese más que un hombre
ocupado preguntándose con irritación por qué lo
habían interrumpido. Nadie hablaba. Después de cerrar
la telepantalla, la habitación parecía mortalmente
silenciosa. Los segundos transcurrían enormes.
Winston dificultosamente conseguía mantener su
mirada fija en los ojos de O'Brien. Luego, de pronto, el
sombrío rostro se iluminó con el inicio de una sonrisa.
Con su gesto característico, O'Brien se aseguró las
gafas sobre la nariz.
—¿Lo digo yo o lo dices tú? —preguntó O'Brien.
George Orwell
1984
—Lo diré yo —respondió Winston al instante—. ¿Está
eso completamente cerrado?
—Sí—, no funciona ningún aparato en esta habitación.
Estamos solos.
—Pues vinimos aquí porque...
Se interrumpió dándose cuenta por primera vez de la
vaguedad de sus propósitos. No sabía exactamente qué
clase de ayuda esperaba de O'Brien. Prosiguió,
consciente de que sus palabras sonaban vacilantes y
presuntuosas:
Creemos que existe un movimiento clandestino, una
especie de organización secreta que actúa contra el
Partido y que tú estás metido en esto. Queremos
formar parte de esta organización y trabajar en lo que
podamos. Somos enemigos del Partido. No creemos en
los principios de Ingsoc. Somos criminales del
pensamiento. Además, somos adúlteros. Te digo todo
esto porque deseamos ponernos a tu merced. Si quieres
que nos acusemos de cualquier otra cosa, estamos
dispuestos a hacerlo.
Winston dejó de hablar al darse cuenta de que la puerta
se había abierto. Miró por encima de su hombro. Era el
George Orwell
1984
criado de cara amarillenta, que había entrado sin
llamar. Traía una bandeja con una botella y vasos.
—Martín es uno de los nuestros —dijo O'Brien
impasible. Pon aquí las bebidas, Martín. Sí, en la mesa
redonda. ¿Tenemos bastantes sillas? Sentémonos para
hablar cómodamente. Siéntate tú también, Martín.
Ahora puedes dejar de ser criado durante diez minutos.
El hombrecillo se sentó a sus anchas, pero sin
abandonar el aire servil. Parecía un lacayo al que le
han concedido el privilegio de sentarse con sus amos.
Winston lo miraba con el rabillo del ojo. Le admiraba
que aquel hombre se pasara la vida representando un
papel y que le pareciera peligroso prescindir de su
fingida personalidad aunque fuera por unos momentos.
O'Brien tomó la botella por el cuello y llenó los vasos
de un líquido rojo oscuro. A Winston le recordó algo
que desde hacía muchos años no bebía, un anuncio
luminoso que representaba una botella que se movía
sola y llenaba un vaso incontables veces. Visto desde
arriba, el líquido parecía casi negro, pero la botella, de
buen cristal, tenía un color rubí. Su sabor era agridulce.
Vio que Julia cogía su vaso y lo olía con gran
curiosidad.
George Orwell
1984
—Se llama vino —dijo O'Brien con una débil
sonrisa—. Seguramente, ustedes lo habrán oído citar
en los libros. Creo que a los miembros del Partido
Exterior no les llega. —Su cara volvió a
ensombrecerse y levantó el vaso—. Creo que debemos
empezar brindando por nuestro jefe: por Emmanuel
Goldstein.
Winston cogió su vaso titubeando. Había leído
referencias del vino y había soñado con él. Como el
pisapapeles de cristal o las canciones del señor
Charrington, pertenecía al romántico y desaparecido
pasado, la época en que él se recreaba en sus secretas
meditaciones. No sabía por qué, siempre había creído
que el vino tenía un sabor intensamente dulce, como de
mermelada y un efecto intoxicante inmediato. Pero al
beberlo ahora por primera vez, le decepcionó. La
verdad era que después de tantos años de beber ginebra
aquello le parecía insípido. Volvió a dejar el vaso
vacío sobre la mesa.
—Entonces, ¿existe de verdad ese Goldstein? —
preguntó.
—Sí, esa persona no es ninguna fantasía, y vive.
Dónde, no lo sé.
George Orwell
1984
—Y la conspiración..., la organización, ¿es auténtica?,
¿no es sólo un invento de la Policía del Pensamiento?
—No, es una realidad. La llamamos la Hermandad.
Nunca se sabe de la Hermandad, sino que existe y que
uno pertenece a ella. En seguida volveré a hablarte de
eso. —Miró el reloj de pulsera—. Ni siquiera los
miembros del Partido Interior deben mantener cerrada
la telepantalla más de media hora. No debíais haber
venido aquí juntos; tendréis que marcharos por
separado. Tú, camarada —le dijo a Julia—, te
marcharás primero. Disponemos de unos veinte
minutos. Comprenderéis que debo empezar por
haceros algunas preguntas. En términos generales,
¿qué estáis dispuestos a hacer?
—Todo aquello de que seamos capaces —dijo
Winston.
O'Brien había ladeado un poco su silla hacia Winston
de manera que casi le volvía la espalda a Julia, dando
por cierto que, Winston podía hablar a la vez por sí y
por ella. Empezó pestañeando un momento y luego
inició sus preguntas con voz baja e inexpresivo, como
si se tratara de una rutina, una especie de catecismo, la
mayoría de cuyas respuestas le fueran ya conocidas.
George Orwell
1984
—¿Estáis dispuestos a dar vuestras vidas?
—Sí.
—¿Estáis dispuestos a cometer asesinatos?
—Sí.
—¿A cometer actos de sabotaje que pueden causar la
muerte de centenares de personas inocentes?
—Sí.
—¿Vender a vuestro país a las potencias extranjeras?
—Sí.
—¿Estáis dispuestos a hacer trampas, a falsificar, a
hacer chantaje, a corromper a los niños, a distribuir
drogas, a fomentar la prostitución, a extender
enfermedades venéreas... a hacer todo lo que pueda
causar desmoralización y debilitar el poder del
Partido?
—Sí.
—Si, por ejemplo, sirviera de algún modo a nuestros
intereses arrojar ácido sulfúrico a la cara de un niño,
¿estaríais dispuestos a hacerlo?
George Orwell
1984
—Sí.
—¿Estáis dispuestos a perder vuestra identidad y a
vivir el resto de vuestras vidas como camareros,
cargadores de puerto, etc.?
—Sí
—¿Estáis dispuestos a suicidaros si os lo ordenamos y
en el momento en que lo ordenásemos?
—Sí.
—¿Estáis dispuestos, los dos, a separaros y no
volveros a ver nunca?
—No
—interrumpió Julia.
A Winston le pareció que había pasado muchísimo
tiempo antes de contestar. Durante algunos momentos
creyó haber perdido el habla. Se le movía la lengua sin
emitir sonidos, formando las primeras sílabas de una
palabra y luego de otra. Hasta que lo dijo, no sabía qué
palabra iba a decir:
—No —dijo por fin.
George Orwell
1984
—Hacéis bien en decírmelo —repuso O'Brien—. Es
necesario que lo conozcamos todo.
Se volvió hacia Julia y añadió con una voz algo más
animada:
—¿Te das cuenta de que, aunque él sobreviviera, sería
una persona diferente? Podríamos vernos obligados a
darle una nueva identidad. Le cambiaríamos la cara,
los movimientos, la forma de sus manos, el color del
pelo... hasta la voz, y tú también podrías convertirte en
una persona distinta. Nuestros cirujanos transforman a
las personas de manera que es imposible reconocerlas.
A veces, es necesario. En ciertos casos, amputamos
algún miembro.
Winston no pudo evitar otra mirada de soslayo a la
cara mongólica de Martín. No se le notaban cicatrices.
Julia estaba algo más pálida y le resaltaban las pecas,
pero miró a O'Brien con valentía. Murmuró algo que
parecía conformidad.
—Bueno. Entonces ya está todo arreglado —dijo
O'Brien.
Sobre la mesa había una caja de plata con cigarrillos.
Con aire distraído, O'Brien la fue acercando a los
George Orwell
1984
otros. Tomó él un cigarrillo, se levantó y empezó a
pasear por la habitación como si de este modo pudiera
pensar mejor. Eran cigarrillos muy buenos; no se les
caía el tabaco y el papel era sedoso. O'Brien volvió a
mirar su reloj de pulsera.
—Vuelve a tu servicio, Martín —dijo—. Volveré a
poner en marcha la telepantalla dentro de un cuarto de
hora. Fíjate bien en las caras de estos camaradas antes
de salir. Es posible que los vuelvas a ver. Yo quizá no.
Exactamente como habían hecho al entrar, los ojos
oscuros del hombrecillo recorrieron rápidos los rostros
de Julia y Winston. No había en su actitud la menor
afabilidad. Estaba registrando unas facciones,
grabándoselas, pero no sentía el menor interés por
ellos o parecía no sentirlo. Se le ocurrió a Winston que
quizás un rostro transformado no fuera capaz de variar
de expresión. Sin hablar ni una palabra ni hacer el
menor gesto de despedida, salió Martín, cerrando
silenciosamente la puerta tras él. O'Brien seguía
paseando por la estancia con una mano en el bolsillo
de su «mono» negro y en la otra el cigarrillo.
—Ya comprenderéis —dijo— que tendréis que luchar
a oscuras. Siempre a oscuras. Recibiréis órdenes y las
George Orwell
1984
obedeceréis sin saber por qué. Más adelante os
mandaré un libro que os aclarará la verdadera
naturaleza de la sociedad en que vivimos y la
estrategia que hemos de emplear para destruirla.
Cuando hayáis leído el libro, seréis plenamente
miembros de la Hermandad. Pero entre los fines
generales por los que luchamos y las tareas inmediatas
de cada momento habrá un vacío para vosotros sobre
el que nada sabréis. Os digo que la Hermandad existe,
pero no puedo deciros si la constituyen un centenar de
miembros o diez millones. Por vosotros mismos no
llegaréis a saber nunca si hay una docena de afiliados.
Tendréis sólo tres o cuatro personas en contacto con
vosotros que se renovarán de vez en cuando a medida
que vayan desapareciendo. Como yo he sido el
primero en entrar en contacto con vosotros, seguiremos
manteniendo la comunicación. Cuando recibáis
órdenes, procederán de mí. Si creemos necesario
comunicaras algo, lo haremos por medio de Martín.
Cuando, finalmente, os cojan, confesaréis. Esto es
inevitable. Pero tendréis muy poco que confesar aparte
de vuestra propia actuación. No podéis traicionar más
que a unas cuantas personas sin importancia. Quizá ni
siquiera os sea posible delatarme. Por entonces, quizá
George Orwell
1984
yo haya muerto o seré ya una persona diferente con
una cara distinta.
Siguió paseando sobre la suave alfombra. A pesar de
su corpulencia, tenía una notable gracia de
movimientos. Gracia que aparecía incluso en el gesto
de meterse la mano en el bolsillo o de manejar el
cigarrillo. Más que de fuerza daba una impresión de
confianza y de comprensión irónica. Aunque hablara
en serio, nada tenía de la rigidez del fanático. Cuando
hablaba de asesinatos, suicidio, enfermedades
venéreas, miembros amputados o caras cambiadas, lo
hacía en tono de broma. «Esto es inevitable» —parecía
decir su voz—; «esto es lo que hemos de hacer
queramos o no. Pero ya no tendremos que hacerlo
cuando la vida vuelva a ser digna de ser vivida.» Una
oleada de admiración, casi de adoración, iba de
Winston a O'Brien. Casi había olvidado la sombría
figura de Goldstein. Contemplando las vigorosas
espaldas de O'Brien y su rostro enérgicamente tallado,
tan feo y a la vez tan civilizado, era imposible creer—
en la derrota, en que él fuera vencido. No se concebía
una estratagema, un peligro a que él no pudiera hacer
frente. Hasta Julia parecía impresionada. Había dejado
George Orwell
1984
quemarse solo su cigarrillo y escuchaba con intensa
atención. O'Brien prosiguió:
—Habréis oído rumores sobre la existencia de la
Hermandad. Supongo que la habréis imaginado a
vuestra manera. Seguramente creeréis que se trata de
un mundo subterráneo de conspiradores que se reúnen
en sótanos, que escriben mensajes sobre los muros y se
reconocen unos a otros por señales secretas, palabras
misteriosas o movimientos especiales de las manos.
Nada de eso. Los miembros de la Hermandad no tienen
modo alguno de reconocerse entre ellos y es imposible
que ninguno de los miembros llegue a individualizar
sino a muy contados de sus afiliados. El propio
Goldstein, si cayera en manos de la Policía del
Pensamiento, no podría dar una lista completa de los
afiliados ni información alguna que les sirviera para
hacer el servicio. En realidad, no hay tal lista. La
Hermandad no puede ser barrida porque no es una
organización en el sentido corriente de la palabra.
Nada mantiene su cohesión a no ser la idea de que es
indestructible. No tendréis nada en que apoyaros aparte
de esa idea. No encontraréis camaradería ni estímulo.
Cuando finalmente seáis detenidos por la Policía, nadie
os ayudará. Nunca ayudamos a nuestros afiliados.
George Orwell
1984
Todo lo más, cuando es absolutamente necesario que
alguien calle, introducimos clandestinamente una hoja
de afeitar en la celda del compañero detenido. Es la
única ayuda que a veces prestamos. Debéis
acostumbraras a la idea de vivir sin esperanza.
Trabajaréis algún tiempo, os detendrán, confesaréis y
luego os matarán. Esos serán los únicos resultados que
podréis ver. No hay posibilidad de que se produzca
ningún cambio perceptible durante vuestras vidas.
Nosotros somos los muertos. Nuestra única vida
verdadera está en el futuro. Tomaremos parte en él
como puñados de polvo y astillas de hueso. Pero no se
sabe si este futuro está más o menos lejos. Quizá tarde
mil años. Por ahora lo único posible es ir extendiendo
el área de la cordura poco a poco. No podemos actuar
colectivamente. Sólo podemos difundir nuestro
conocimiento de individuo en individuo, de generación
en generación. Ante la Policía del Pensamiento no hay
otro medio.
Se detuvo y miró por tercera vez su reloj.
—Ya es casi la hora de que te vayas, camarada —le
dijo a Julia—. Espera. La botella está todavía por la
mitad.
George Orwell
1984
Llenó los vasos y levantó el suyo.
—¿Por qué brindaremos esta vez? —dijo, sin perder su
tono irónico—. ¿Por el despiste de la Policía del
Pensamiento? ¿Por la muerte del Gran Hermano? ¿Por
la humanidad? ¿Por el futuro?
—Por el pasado —dijo Winston.
—Sí, el pasado es más importante —concedió O'Brien
seriamente.
Vaciaron los vasos y un momento después se levantó
Julia para marcharse. O'Brien cogió una cajita que
estaba sobre un pequeño armario y le dio a la joven
una tableta delgada y blanca para que se la colocara en
la lengua. Era muy importante no salir oliendo a vino;
los encargados del ascensor eran muy observadores.
En cuanto Julia cerró la puerta, O'Brien pareció
olvidarse de su existencia. Dio unos cuantos pasos más
y se paró.
—Hay que arreglar todavía unos cuantos detalles —
dijo—. Supongo que tendrás algún escondite.
Winston le explicó lo de la habitación sobre la tienda
del señor Charrington.
George Orwell
1984
—Por ahora, basta con eso. Más tarde te buscaremos
otra cosa. Hay que cambiar de escondite con
frecuencia. Mientras tanto, te enviaré una copia del
libro. —Winston observó que hasta O'Brien parecía
pronunciar esa palabra en cursiva—. Ya supondrás que
me refiero al libro de Goldstein. Te lo mandaré lo más
pronto posible. Quizá tarde algunos días en lograr el
ejemplar. Comprenderás que circulan muy pocos. La
Policía del Pensamiento los descubre y destruye casi
con la misma rapidez que los imprimimos nosotros.
Pero da lo mismo. Ese libro es indestructible. Si el
último ejemplar desapareciera, podríamos reproducirlo
de memoria. ¿Sueles llevar una cartera a la oficina?
Añadió.
—Sí. Casi siempre.
—¿Cómo es?
—Negra, muy usada. Con dos correas.
—Negra, dos correas, muy usada... Bien. Algún día de
éstos, no puedo darte una fecha exacta, uno de los
mensajes que te lleguen en tu trabajo de la mañana
contendrá una errata y tendrás que pedir que te lo
repitan. Al día siguiente irás al trabajo sin la cartera. A
George Orwell
1984
cierta hora del día, en la calle, se te acercará un
hombre y te tocará en el brazo, diciéndote: «Creo que
se te ha caído esta cartera». La que te dé contendrá un
ejemplar del libro de Goldstein. Tienes que devolverlo
a los catorce días o antes por el mismo procedimiento.
Estuvieron callados un momento.
—Falta un par de minutos para que tengas que irte —
dijo O'Brien—. Quizá volvamos a encontrarnos,
aunque es muy poco probable, y entonces nos veremos
en...
Winston lo miró fijamente.
... En el sitio donde no hay oscuridad? —dijo
vacilando.
O'Brien asintió con la cabeza, sin dar señales de
extrañeza:
—En el sitio donde no hay oscuridad —repitió como si
hubiera recogido la alusión—. Y mientras tanto, ¿hay
algo que quieras decirme antes de salir de aquí
¿Alguna pregunta?
Winston pensó unos instantes. No creía tener nada más
que preguntar. En vez de cosas relacionadas con
George Orwell
1984
O'Brien o la Hermandad, le —acudía a la mente una
imagen superpuesta de la oscura habitación donde su
madre había pasado los últimos días y el dormitorio en
casa del señor Charrington, el pisapapeles de cristal y
el grabado con su marco de palo rosa. Entonces dijo:
Oíste alguna vez una vieja canción que empieza:
Naranjas y limones, dicen las campanas de San
Clemente.
O'Brien, muy serio, continuó la canción:
Me debes tres peniques, dicen las campanas de San
Martín.
¿Cuándo me pagarás?, dicen las campanas de Old
Bailey.
Cuando me haga rico, dicen las campanas de
Shoreditch
—¡¡Sabías el último verso!! —dijo Winston.
—Sí, lo sé, y ahora creo que es hora de que te vayas.
Pero, espera, toma antes una de estas tabletas. O'Brien,
después de darle la tableta, le estrechó la mano con
tanta fuerza que los huesos de Winston casi crujieron.
Winston se volvió al llegar a la puerta, pero ya O'Brien
George Orwell
1984
empezaba a eliminarlo de sus pensamientos. Esperaba
con la mano puesta en la llave que controlaba la
telepantalla. Más allá veía Winston la mesa despacho
con su lámpara de pantalla verde, el hablescribe y las
bandejas de alambre cargadas de papeles. El incidente
había terminado. Dentro de treinta segundos —pensó
Winston— reanudaría O'Brien su interrumpido e
importante trabajo al servicio del Partido.
George Orwell
1984
CAPITULO IX
Winston se encontraba cansadísimo, tan cansado que le
parecía estarse convirtiendo en gelatina. Pensó que su
cuerpo no sólo tenía la flojedad de la gelatina, sino su
transparencia. Era como si al levantar la mano fuera a
ver la luz a través de ella. Trabajaba tanto que sólo le
quedaba una frágil estructura de nervios, huesos y piel.
Todas las sensaciones le parecían ampliadas. Su
«mono» le estaba ancho, el suelo le hacía cosquillas en
los pies y hasta el simple movimiento de abrir y cerrar
la mano constituía para él un esfuerzo que le hacía
sonar los huesos.
Había trabajado más de noventa horas en cinco días, lo
mismo que todos los funcionarios del Ministerio.
Ahora había terminado todo y nada tenía que hacer
hasta el día siguiente por la mañana. Podía pasar seis
horas en su refugio y otras nueve en su cama. Bajo el
tibio sol de la tarde se dirigió despacio en dirección a
la tienda del señor Charrington, sin perder de vista las
patrullas, pero convencido, irracionalmente, de que
aquella tarde no se cernía sobre él ningún peligro. La
pesada cartera que llevaba le golpeaba la rodilla a cada
paso. Dentro llevaba el libro, que tenía ya desde seis
George Orwell
1984
días antes pero que aún no había abierto. Ni siquiera lo
había mirado.
En el sexto día de la Semana del Odio, después de los
desfiles, discursos, gritos, cánticos, banderas,
películas, figuras de cera, estruendo de trompetas y
tambores, arrastrar de pies cansados, rechinar de
tanques, zumbido de las escuadrillas aéreas, salvas de
cañonazos..., después de seis días de todo esto, cuando
el gran orgasmo político llegaba a su punto culminante
y el odio general contra Eurasia era ya un delirio tan
exacerbado que si la multitud hubiera podido
apoderarse de los dos mil prisioneros de guerra
eurasiáticos que habían sido ahorcados públicamente el
último día de los festejos, los habría despedazado..., en
ese momento precisamente se había anunciado que
Oceanía no estaba en guerra con Eurasia. Oceanía
luchaba ahora contra Asia Oriental. Eurasia era aliada.
Desde luego, no se reconoció que se hubiera producido
ningún engaño. Sencillamente, se hizo saber del modo
más repentino y en todas partes al mismo tiempo que
el enemigo no era Eurasia, sino Asia Oriental. Winston
tomaba parte en una manifestación que se celebraba en
una de las plazas centrales de Londres en el momento
George Orwell
1984
del cambiazo. Era de noche y todo estaba
cegadoramente iluminado con focos. En la plaza había
varios millares de personas, incluyendo mil niños de
las escuelas con el uniforme de los Espías. En una
plataforma forrada de trapos rojos, un orador del
Partido Interior, un hombre delgaducho y bajito con
unos brazos desproporcionadamente largos y un cráneo
grande y calvo con unos cuantos mechones sueltos
atravesados sobre él, arengaba a la multitud. La
pequeña figura, retorcida de odio, se agarraba al
micrófono con una mano mientras que con la otra,
enorme, al final de un brazo huesudo, daba zarpazos
amenazadores por encima de su cabeza. Su voz, que
los altavoces hacían metálica, soltaba una interminable
sarta de atrocidades, matanzas en masa, deportaciones,
saqueos, violaciones, torturas de prisioneros,
bombardeos de poblaciones civiles, agresiones
injustas, propaganda mentirosa y tratados incumplidos.
Era casi imposible escucharle sin convencerse primero
y luego volverse loco. A cada momento, la furia de la
multitud hervía inconteniblemente y la voz del orador
era ahogada por una salvaje y bestial gritería que
brotaba incontrolablemente de millares de gargantas.
Los chillidos más salvajes eran los de los niños de las
George Orwell
1984
escuelas. El discurso duraba ya unos veinte minutos
cuando un mensajero subió apresuradamente a la
plataforma y le entregó a aquel hombre un papelito. Él
lo desenrolló y lo leyó sin dejar de hablar. Nada se
alteró en su voz ni en su gesto, ni siquiera en el
contenido de lo que decía. Pero, de pronto, los
nombres eran diferentes. Sin necesidad de
comunicárselo por palabras, una oleada de
comprensión agitó a la multitud. ¡Oceanía estaba en
guerra con Asia Oriental! Pero, inmediatamente, se
produjo una tremenda conmoción. Las banderas, los
carteles que decoraban la plaza estaban todos
equivocados. Aquellos no eran los rostros del enemigo.
¡Sabotaje! ¡Los agentes de Goldstein eran los
culpables! Hubo una fenomenal algarabía mientras
todos se dedicaban a arrancar carteles y a romper
banderas, pisoteando luego los trozos de papel y cartón
roto. Los Espías realizaron prodigios de actividad
subiéndose a los tejados para cortar las bandas de tela
pintada que cruzaban la calle. Pero a los dos o tres
minutos se había terminado todo. El orador, que no
había soltado el micrófono, seguía vociferando y
dando zarpazos al aire. Al minuto siguiente, la masa
George Orwell
1984
volvía a gritar su odio exactamente come antes. Sólo
que el objetivo había cambiado.
Lo que más le impresionó a Winston fue que el orador
dio el cambiazo exactamente a la mitad de una frase,
no sólo sin detenerse, sino sin cambiar siquiera la
construcción de la frase. Pero en aquellos momentos
tenía Winston otras cosas de qué preocuparse. Fue
entonces, en medio de la gran algarabía, cuando se le
acercó un desconocido y, dándole un golpecito en un
hombro, le dijo: «Perdone, creo que se le ha caído a
usted esta cartera». Winston tomó la cartera sin hablar,
como abstraído. Sabía que iban a pasar varios días sin
que pudiera abrirla. En cuanto terminó la
manifestación, se fue directamente al Ministerio de la
Verdad, aunque eran va las veintitrés. Lo mismo hizo
todo el personal del Ministerio. En verdad, las órdenes
que repetían continuamente las telepantallas
ordenándoles reintegrarse a sus puestos apenas eran
necesarias. Todos sabían lo que les tocaba hacer en
tales casos.
Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental; Oceanía
había estado siempre en guerra con Asia Oriental. Una
gran parte de la literatura política de aquellos cinco
George Orwell
1984
años quedaba anticuada, absolutamente inservible.
Documentos e informes de todas clases, periódicos,
libros, folletos de propaganda, películas, bandas
sonoras, fotografías... todo ello tenía que ser
rectificado a la velocidad del rayo. Aunque nunca se
daban órdenes en estos casos, se sabía que los jefes de
departamento deseaban que dentro de una semana no
quedara en toda Oceanía ni una sola referencia a la
guerra con Eurasia ni a la afianza con Asia Oriental. El
trabajo que esto suponía era aplastante. Sobre todo
porque las operaciones necesarias para realizarlo no se
llamaban por sus nombres verdaderos. En el
Departamento de Registro todos trabajaban dieciocho
horas de las veinticuatro con dos turnos de tres horas
cada uno para dormir. Bajaron colchones y los
pusieron por los pasillos. Las comidas se componían
de sandwiches y café de la Victoria traído en carritos
por los camareros de la cantina—. Cada vez que
Winston interrumpía el trabajo para uno de sus dos
descansos diarios, procuraba dejarlo todo terminado y
que en su mesa no quedaran papeles. Pero cuando
volvía al cabo de tres horas, con el cuerpo dolorido y
los ojos hinchados, se encontraba con que otra lluvia
de cilindros de papel le había cubierto la mesa como
George Orwell
1984
una nevada, casi enterrando el hablescribe y
esparciéndose por el suelo, de modo que su primer
trabajo consistía en ordenar todo aquello para tener
sitio donde moverse. Lo peor de todo era que no se
trataba de un trabajo mecánico. A veces bastaba con
sustituir un nombre por otro, pero los informes
detallados de acontecimientos exigían mucho cuidado
e imaginación.
Incluso los conocimientos geográficos necesarios para
trasladar la guerra de una parte del mundo a otra eran
considerables.
Al tercer día le dolían los ojos insoportablemente y
tenía que limpiarse las gafas cada cinco minutos. Era
como luchar contra alguna tarea física aplastante, algo
que uno tenía derecho a negarse a realizar y que sin
embargo se hacía por una impaciencia neurótica de
verlo terminado. Es curioso que no le preocupara el
hecho de que todas las palabras que iba murmurando
en el hablescribe, así como cada línea escrita con su
lápiz—pluma, era una mentira deliberada. Lo único
que le angustiaba era el temor de que la falsificación
no fuera perfecta, y esto mismo les ocurría a todos sus
compañeros. En la mañana del sexto día el aluvión de
George Orwell
1984
cilindros de papel fue disminuyendo. Pasó media hora
sin que saliera ninguno por el tubo; luego salió otro
rollo y después nada absolutamente. Por todas partes
ocurría igual. Un hondo y secreto suspiro recorrió el
Ministerio. Se acababa de realizar una hazaña que
nadie podría mencionar nunca. Era imposible ya que
ningún ser humano pudiera probar documentalmente
que la guerra con Eurasia había sucedido.
Inesperadamente, se anunció que todos los
trabajadores del Ministerio estaban libres hasta el día
siguiente por la mañana. Era mediodía. Winston, que
llevaba todavía la cartera con el libro, la cual había
permanecido entre sus pies —mientras trabajaba— y
debajo de su cuerpo mientras dormía. Se fue a casa, se
afeitó y casi se quedó dormido en el baño, aunque el
agua estaba casi fría.
Luego, con una sensación voluptuosa, subió las
escaleras de la tienda del señor Charrington. Por
supuesto, estaba cansadísimo, pero se la había pasado
el sueño. Abrió la ventana, encendió la pequeña y
sucia estufa y puso a calentar un cazo con agua. Julia
llegaría en seguida. Mientras la esperaba, tenía el libro.
Sentóse en la desvencijada butaca y desprendió las
correas de la cartera.
George Orwell
1984
Era un pesado volumen negro, encuadernado por algún
aficionado y en cuya cubierta no había nombre ni título
alguno. La impresión también era algo irregular. Las
páginas estaban muy gastadas por los bordes y el libro
se abría con mucha facilidad, como si hubiera pasado
por muchas manos. La inscripción de la portada decía:
TEORÍA Y PRÁCTICA DEL COLECTIVISMO
OLIGARQUICO
por
EMMANUEL GOLDSTEIN
Winston empezó a leer:
CAPITULO PRIMERO
La ignorancia es la fuerza
Durante todo el tiempo de que se tiene noticia —
probablemente desde fines del periodo neolítico— ha
habido en el mundo tres clases de personas: los Altos,
los Medianos y los Bajos. Se han subdividido de
muchos modos, han llevado muy diversos nombres y
su número relativo, así como la actitud que han
guardado unos hacia otros, ha variado de época en
George Orwell
1984
época; pero la estructura esencial de la sociedad nunca
ha cambiado. Incluso después de enormes
conmociones y de cambios que parecían irrevocables,
la misma estructura ha vuelto a imponerse, igual que
un giroscopio vuelve siempre a la posición de
equilibrio por mucho que lo empujemos en un sentido
o en otro.
Los objetivos de estos tres grupos son por completo
inconciliables.
Winston interrumpid la lectura, sobre todo para poder
disfrutar bien del hecho asombroso de hallarse leyendo
tranquilo y seguro. Estaba solo, sin telepantalla, sin
nadie que escuchara por la cerradura, sin sentir el
impulso nervioso de mirar por encima del hombro o de
cubrir la página con la mano. Un airecillo suave le
acariciaba la mejilla. De lejos venían los gritos de los
niños que jugaban. En la habitación misma no había
más sonido que el débil tic—tac del reloj, un ruido
como de insecto. Se arrellanó más cómodamente en la
butaca y puso los pies en los hierros de la chimenea.
Aquello era una bendición, era la eternidad. De pronto,
como suele hacerse cuando sabemos que un libro será
leído y releído por nosotros, sintió el deseo de
George Orwell
1984
«calarlo» primero. Así, lo abrió por un sitio distinto y
se encontró en el capítulo III. Siguió leyendo:
CAPITULO III
La guerra es la paz
La desintegración del mundo en tres grandes
superestados fue un acontecimiento que pudo haber
sido previsto —y que en realidad lo fue antes de
mediar el siglo XX. Al ser absorbida Europa por Rusia
y el Imperio Británico por los Estados Unidos, habían
nacido ya en esencia dos de los tres poderes ahora
existentes, Eurasia y Oceanía. El tercero, Asia
Oriental, sólo surgió como unidad aparte después de
otra década de confusa lucha. Las fronteras entre los
tres superestados son arbitrarias en algunas zonas y en
otras fluctúan según los altibajos de la guerra, pero en
general se atienen a líneas geográficas. Eurasia
comprende toda la parte norte de la masa terrestre
europea y asiática, desde Portugal hasta el Estrecho de
Bering. Oceanía comprende las Américas, las islas del
Atlántico, incluyendo a las Islas Británicas, Australasia
y África meridional. Asia Oriental, potencia más
pequeña que las otras y con una frontera occidental
menos definida, abarca China y los países que se
George Orwell
1984
hallan al sur de ella, las islas del Japón y una amplia y
fluctuante porción de Manchuria, Mongolia y el Tibet.
Estos tres superestados, en una combinación o en otra,
están en guerra permanente y llevan así veinticinco
años. Sin embargo, ya no es la guerra aquella lucha
desesperada y aniquiladora que era en las primeras
décadas del siglo XX. Es una lucha por objetivos
limitados entre combatientes incapaces de destruirse
unos a otros, sin una causa material para luchar y que
no se hallan divididos por diferencias ideológicas
claras. Esto no quiere decir que la conducta en la
guerra ni la actitud hacia ella sean menos sangrientas
ni más caballerosas. Por el contrario, el histerismo
bélico es continuo v universal, y las violaciones, los
saqueos, la matanza de niños, la esclavización de
poblaciones enteras y represalias contra los prisioneros
hasta el punto de quemarlos y enterrarlos vivos, se
consideran normales, y cuando esto no lo comete el
enemigo sino el bando propio, se estima meritorio.
Pero en un sentido físico, la guerra afecta a muy pocas
personas, la mayoría especialistas muy bien
preparados, y causa pocas bajas relativamente. Cuando
hay lucha, tiene lugar en confusas fronteras que el
hombre medio apenas puede situar en un mapa o en
George Orwell
1984
torno a las fortalezas flotantes que guardan los lugares
estratégicos en el mar. En los centros de civilización la
guerra no significa más que una continua escasez de
víveres y alguna que otra bomba cohete que puede
causar unas veintenas de víctimas. En realidad, la
guerra ha cambiado de carácter. Con más exactitud,
puede decirse que ha variado el orden de importancia
de las razones que determinaban una guerra. Se han
convertido en dominantes y son reconocidos
conscientemente motivos que ya estaban latentes en las
grandes guerras de la primera mitad del siglo XX.
Para comprender la naturaleza de la guerra actual —
pues, a pesar del reagrupamiento que ocurre cada
pocos años, siempre es la misma guerra— hay que
darse cuenta en primer lugar de que esta guerra no
puede ser decisiva. Ninguno de los tres superestados
podría ser conquistado definitivamente ni siquiera por
los otros dos en combinación. Sus fuerzas están
demasiado bien equilibradas. Y sus defensas son
demasiado poderosas. Eurasia está protegida por sus
grandes espacios terrestres, Oceanía por la anchura del
Atlántico y del Pacífico, Asia Oriental por la
fecundidad y laboriosidad de sus habitantes. Además,
ya no hay nada por qué luchar. Con las economías
George Orwell
1984
autárquicas, la lucha por los mercados, que era una de
las causas principales de las guerras anteriores, ha
dejado de tener sentido, y la competencia por las
materias primas ya no es una cuestión de vida o
muerte. Cada uno de los tres superestados es tan
inmenso que puede obtener casi todas las materias que
necesita dentro de sus propias fronteras. Si acaso, se
propone la guerra el dominio del trabajo. Entre las
fronteras de los superestados, y sin pertenecer de un
modo permanente a ninguno de ellos, se extiende un
cuadrilátero, con sus ángulos en Tánger, Brazzaville,
Darwin y Hong—Kong, que contiene casi una quinta
parte de la población de la Tierra. Las tres potencias
luchan constantemente por la posesión de estas
regiones densamente pobladas, así como por las zonas
polares. En la práctica, ningún poder controla
totalmente esa área disputada. Porciones de ella están
cambiando a cada momento de manos, y lo que en
realidad determina los súbitos y múltiples cambios de
afianzas es la posibilidad de apoderarse de uno u otro
pedazo de tierra mediante una inesperada traición.
Todos esos territorios disputados contienen valiosos
minerales y algunos de ellos producen ciertas cosas,
como la goma, que en los climas fríos es preciso
George Orwell
1984
sintetizar por métodos relativamente caros. Pero, sobre
todo, proporcionan una inagotable reserva de mano de
obra muy barata. La potencia que controle el África
Ecuatorial, los países del Oriente Medio, la India
Meridional o el Archipiélago Indonesio, dispone
también de centenares de millones de trabajadores mal
pagados y muy resistentes. Los habitantes de esas
regiones, reducidos más o menos abiertamente a la
condición de esclavos, pasan continuamente de un
conquistador a otro y son empleados como carbón o
aceite en la carrera de armamento, armas que sirven
para capturar más territorios y ganar así más mano de
obra, con lo cual se pueden tener más armas que
servirán para conquistar más territorios, y así
indefinidamente. Es interesante observar que la lucha
nunca sobrepasa los límites de las zonas disputadas.
Las fronteras de Eurasia avanzan y retroceden entre la
cuenca del Congo y la orilla septentrional del
Mediterráneo; las islas del Océano Indico y del
Pacífico son conquistadas y reconquistadas
constantemente por Oceanía y por Asia Oriental; en
Mongolia, la línea divisoria entre Eurasia y Asia
Oriental nunca es estable; en torno al Polo Norte, las
tres potencias reclaman inmensos territorios en su
George Orwell
1984
mayor parte inhabitados e inexplorados; pero el
equilibrio de poder no se altera apenas con todo ello y
el territorio que constituye el suelo patrio de cada uno
de los tres superestados nunca pierde su
independencia. Además, la mano de obra de los
pueblos explotados alrededor del Ecuador no es
verdaderamente necesaria para la economía mundial.
Nada atañe a la riqueza del mundo, ya que todo lo que
produce se dedica a fines de guerra, y el objeto de
prepararse para una guerra no es más que ponerse en
situación de emprender otra guerra. Las poblaciones
esclavizadas permiten, con su trabajo, que se acelere el
ritmo de la guerra. Pero si no existiera ese refuerzo de
trabajo, la estructura de la sociedad y el proceso por el
cual ésta se mantiene no variarían en lo esencial.
La finalidad principal de la guerra moderna (de
acuerdo con los principios del doblepensar) la
reconocen y, a la vez, no la reconocen, los cerebros
dirigentes del Partido Interior. Consiste en usar los
productos de las máquinas sin elevar por eso el nivel
general de la vida. Hasta fines del siglo XIX había sido
un problema latente de la sociedad industrial qué había
de hacerse con el sobrante de los artículos de consumo.
Ahora, aunque son pocos los seres humanos que
George Orwell
1984
pueden comer lo suficiente, este problema no es
urgente y nunca podría tener caracteres graves aunque
no se emplearan procedimientos artificiales para
destruir esos productos. El mundo de hoy, si lo
comparamos con el anterior a 1914, está desnudo,
hambriento y lleno de desolación; y aún más si lo
comparamos con el futuro que las gentes de aquella
época esperaba. A principios del siglo XX la visión de
una sociedad futura increíblemente rica, ordenada,
eficaz y con tiempo para todo —un reluciente mundo
antiséptico de cristal, acero y cemento, un mundo de
nívea blancura— era el ideal de casi todas las personas
cultas. La ciencia y la tecnología se desarrollaban a
una velocidad prodigiosa y parecía natural que este
desarrollo no se interrumpiera jamás. Sin embargo, no
continuó el perfeccionamiento, en parte por el
empobrecimiento causado por una larga serie de
guerras y revoluciones, y en parte porque el progreso
científico y técnico se basaba en un hábito empírico de
pensamiento que no podía existir en una sociedad
estrictamente reglamentada. En conjunto, el mundo es
hoy más primitivo que hace cincuenta años. Algunas
zonas secundarias han progresado y se han realizado
algunos perfeccionamientos, ligados siempre a la
George Orwell
1984
guerra y al espionaje policiaco, pero los experimentos
científicos y los inventos no han seguido su curso y los
destrozos causados por la guerra atómica de los años
cincuenta y tantos nunca llegaron a ser reparados. No
obstante, perduran los peligros del maquinismo.
Cuando aparecieron las grandes máquinas, se pensó,
lógicamente, que cada vez haría menos falta la
servidumbre del trabajo y que esto contribuiría en gran
medida a suprimir las desigualdades en la condición
humana. Si las máquinas eran empleadas
deliberadamente con esa finalidad, entonces el hambre,
la suciedad, el analfabetismo, las enfermedades y el
cansancio serían necesariamente eliminados al cabo de
unas cuantas generaciones. Y, en realidad, sin ser
empleada con esa finalidad, sino sólo por un proceso
automático —produciendo riqueza que no había más
remedio que distribuir—, elevó efectivamente la
máquina el nivel de vida de las gentes que vivían a
mediados de siglo. Estas gentes vivían muchísimo
mejor que las de fines del siglo XIX.
Pero también resultó claro que un aumento de
bienestar tan extraordinario amenazaba con la
destrucción —era ya, en sí mismo, la destrucción— de
una sociedad jerárquica. En un mundo en que todos
George Orwell
1984
trabajaran pocas horas, tuvieran bastante que comer,
vivieran en casas cómodas e higiénicas, con cuarto de
baño, calefacción y refrigeración, y poseyera cada uno
un auto o quizás un aeroplano, habría desaparecido la
forma más obvia e hiriente de desigualdad. Si la
riqueza llegaba a generalizarse, no serviría para
distinguir a nadie. Sin duda, era posible imaginarse una
sociedad en que la riqueza, en el sentido de posesiones
y lujos personales, fuera equitativamente distribuida
mientras que el poder siguiera en manos de una
minoría, de una pequeña casta privilegiada. Pero, en la
práctica, semejante sociedad no podría conservarse
estable, porque si todos disfrutasen por igual del lujo y
del ocio, la gran masa de seres humanos, a quienes la
pobreza suele imbecilizar, aprenderían muchas cosas y
empezarían a pensar por sí mismos; y si empezaran a
reflexionar, se darían cuenta más pronto o más tarde
que la minoría privilegiada no tenía derecho alguno a
imponerse a los demás y acabarían barriéndoles. A la
larga, una sociedad jerárquica sólo sería posible
basándose en la pobreza y en la ignorancia. Regresar al
pasado agrícola —como querían algunos pensadores
de principios de este siglo— no era una solución
práctica, puesto que estaría en contra de la tendencia a
George Orwell
1984
la mecanización, que se había hecho casi instintiva en
el mundo entero, y, además, cualquier país que
permaneciera atrasado industrialmente sería inútil en
un sentido militar y caería antes o después bajo el
dominio de un enemigo bien armado.
Tampoco era una buena solución mantener la pobreza
de las masas restringiendo la producción. Esto se
practicó en gran medida entre 1920 y 1940. Muchos
países dejaron que su economía se anquilosara. No se
renovaba el material indispensable para la buena
marcha de las industrias, quedaban sin cultivar las
tierras, y grandes masas de población, sin tener en qué
trabajar, vivían de la caridad del Estado. Pero también
esto implicaba una debilidad militar, y como las
privaciones que infligía eran innecesarias, despertaba
inevitablemente una gran oposición. El problema era
mantener en marcha las ruedas de la industria sin
aumentar la riqueza real del mundo. Los bienes habían
de ser producidos, pero no distribuidos. Y, en la
práctica, la única manera de lograr esto era la guerra
continua.
El acto esencial de la guerra es la destrucción, no
forzosamente de vidas humanas, sino de los productos
George Orwell
1984
del trabajo. La guerra es una manera de pulverizar o de
hundir en el fondo del mar los materiales que en la paz
constante podrían emplearse para que las masas
gozaran de excesiva comodidad y, con ello, se hicieran
a la larga demasiado inteligentes. Aunque las armas no
se destruyeran, su fabricación no deja de ser un método
conveniente de gastar trabajo sin producir nada que
pueda ser consumido. En una fortaleza flotante, por
ejemplo, se emplea el trabajo que hubieran dado varios
centenares de barcos de carga. Cuando se queda
anticuada, y sin haber producido ningún beneficio
material para nadie, se construye una nueva fortaleza
flotante mediante un enorme acopio de mano de obra.
En principio, el esfuerzo de guerra se planea para
consumir todo lo que sobre después de haber cubierto
unas mínimas necesidades de la población. Este
mínimo se calcula siempre en mucho menos de lo
necesario, de manera que hay una escasez crónica de
casi todos los artículos necesarios para la vida, lo cual
se considera como una ventaja. Constituye una táctica
deliberada mantener incluso a los grupos favorecidos
al borde de la escasez, porque un estado general de
escasez aumenta la importancia de los pequeños
privilegios y hace que la distinción entre un grupo y
George Orwell
1984
otro resulte más evidente. En comparación con el nivel
de vida de principios del siglo XX, incluso los
miembros del Partido Interior llevan una vida austera y
laboriosa. Sin embargo, los pocos lujos que disfrutan
—un buen piso, mejores telas, buena calidad del
alimento, bebidas y tabaco, dos o tres criados, un auto
o un autogiro privado— los colocan en un mundo
diferente del de los miembros del Partido Exterior, y
estos últimos poseen una ventaja similar en
comparación con las masas sumergidas, a las que
llamamos «los proles». La atmósfera social es la de
una ciudad sitiada, donde la posesión de un trozo de
carne de caballo establece la diferencia entre la riqueza
y la pobreza. Y, al mismo tiempo, la idea de que se
está en guerra, y por tanto en peligro, hace que la
entrega de todo el poder a una reducida casta parezca
la condición natural e inevitable para sobrevivir.
Se verá que la guerra no sólo realiza la necesaria
distinción, sino que la efectúa de un modo aceptable
psicológicamente. En principio, sería muy sencillo
derrochar el trabajo sobrante construyendo templos y
pirámides, abriendo zanjas y volviéndolas a llenar o
incluso produciendo inmensas cantidades de bienes y
prendiéndoles fuego. Pero esto sólo daría la base
George Orwell
1984
económica y no la emotiva para una sociedad
jerarquizada. Lo que interesa no es la moral de las
masas, cuya actitud no importa mientras se hallen
absorbidas por su trabajo, sino la moral del Partido
mismo. Se espera que hasta el más humilde de los
miembros del Partido sea competente, laborioso e
incluso inteligente —siempre dentro de límites
reducidos, claro está—, pero siempre es preciso que
sea un fanático ignorante y crédulo en el que
prevalezca el miedo, el odio, la adulación y una
continua sensación orgiástico de triunfo. En otras
palabras, es necesario que ese hombre posea la
mentalidad típica de la guerra. No importa que haya o
no haya guerra y, ya que no es posible una victoria
decisiva, tampoco importa si la guerra va bien o mal.
Lo único preciso es que exista un estado de guerra. La
desintegración de la inteligencia especial que el
Partido necesita de sus miembros, y que se logra
mucho mejor en una atmósfera de guerra, es ya casi
universal, pero se nota con más relieve a medida que
subimos en la escala jerárquica. Precisamente es en el
Partido Interior donde la histeria bélica y el odio al
enemigo son más intensos. Para ejercer bien sus
funciones administrativas, se ve obligado con
George Orwell
1984
frecuencia el miembro del Partido Interior a saber que
esta o aquella noticia de guerra es falsa y puede saber
muchas veces que una pretendida guerra o no existe o
se está realizando con fines completamente distintos a
los declarados. Pero ese conocimiento queda
neutralizado fácilmente mediante la técnica del
doblepensar. De modo que ningún miembro del
Partido Interior vacila ni un solo instante en su
creencia mística de que la guerra es una realidad y que
terminará victoriosamente con el dominio indiscutible
de Oceanía sobre el mundo entero.
Todos los miembros del Partido Interior creen en esta
futura victoria total como en un artículo de fe. Se
conseguirá, o bien paulatinamente mediante la
adquisición de más territorios sobre los que se basará
una aplastante preponderancia, o bien por el
descubrimiento de algún arma secreta. Continúa sin
cesar la búsqueda de nuevas armas, y ésta es una de las
poquísimas actividades en que todavía pueden
encontrar salida la inventiva y las investigaciones
científicas. En la Oceanía de hoy la ciencia en su
antiguo sentido ha dejado casi de existir. En neolengua
no hay palabra para ciencia. El método empírico de
pensamiento, en el cual se basaron todos los adelantos
George Orwell
1984
científicos del pasado, es opuesto a los principios
fundamentales de Ingsoc. E incluso el progreso técnico
sólo existe cuando sus productos pueden ser
empleados para disminuir la libertad humana.
Las dos finalidades del Partido son conquistar toda la
superficie de la Tierra y extinguir de una vez para
siempre la posibilidad de toda libertad del
pensamiento. Hay, por tanto, dos grandes problemas
que ha de resolver el Partido. Uno es el de descubrir,
contra la voluntad del interesado, lo que está pensando
determinado ser humano, y el otro es cómo suprimir,
en pocos segundos y sin previo aviso, a varios
centenares de millones de personas. Éste es el principal
objetivo de las investigaciones científicas. El hombre
de ciencia actual es una mezcla de psicólogo y policía
que estudia con extraordinaria minuciosidad el
significado de las expresiones faciales, gestos y tonos
de voz, los efectos de las drogas que obligan a decir la
verdad, la terapéutica del shock, del hipnotismo y de la
tortura física; y si es un químico, un físico o un
biólogo, sólo se preocupará por aquellas ramas que
dentro de su especialidad sirvan para matar. En los
grandes laboratorios del Ministerio de la Paz, en las
estaciones experimentales ocultas en las selvas
George Orwell
1984
brasileñas, en el desierto australiano o en las islas
perdidas del Atlántico, trabajan incansablemente los
equipos técnicos. Unos se dedican sólo a planear la
logística de las guerras futuras; otros, a idear bombas
cohete cada vez mayores, explosivos cada vez más
poderosos y corazas cada vez más impenetrables; otros
buscan gases más mortíferos o venenos que puedan ser
producidos en cantidades tan inmensas que destruyan
la vegetación de todo un continente, o cultivan
gérmenes inmunizados contra todos los posibles
antibióticos; otros se esfuerzan por producir un
vehículo que se abra paso por la tierra como un
submarino bajo el agua, o un aeroplano tan
independiente de su base como un barco en el mar,
otros exploran posibilidades aún más remotas, como la
de concentrar los rayos del sol mediante gigantescas
lentes suspendidas en el espacio a miles de kilómetros,
o producir terremotos artificiales utilizando el calor del
centro de la Tierra.
Pero ninguno de estos proyectos se aproxima nunca a
su realización, y ninguno de los tres superestados
adelanta a los otros dos de un modo definitivo. Lo más
notable es que las tres potencias tienen ya, con la
bomba atómica, un arma mucho más poderosa que
George Orwell
1984
cualquiera de las que ahora tratan de convertir en
realidad. Aunque el Partido, según su costumbre,
quiere atribuirse el invento, las bombas atómicas
aparecieron por primera vez a principios de los años
cuarenta y tantos de este siglo y fueron usadas en gran
escala unos diez años después. En aquella época
cayeron unos centenares de bombas en los centros
industriales, principalmente de la Rusia Europea,
Europa Occidental y Norteamérica. El objeto
perseguido era convencer a los gobernantes de todos
los países que unas cuantas bombas más terminarían
con la sociedad organizada y por tanto con su poder. A
partir de entonces, y aunque no se llegó a ningún
acuerdo formal, no se arrojaron más bombas atómicas.
Las potencias actuales siguen produciendo bombas
atómicas y almacenándolas en espera de la
oportunidad decisiva que todos creen llegará algún día.
Mientras tanto, el arte de la guerra ha permanecido
estacionado durante treinta o cuarenta años. Los
autogiros se usan más que antes, los aviones de
bombardeo han sido sustituidos en gran parte por los
proyectiles autoimpulsados y el frágil tipo de barco de
guerra fue reemplazado por las fortalezas flotantes,
casi imposibles de hundir. Pero, aparte de ello, apenas
George Orwell
1984
ha habido adelantos bélicos. Se siguen usando el
tanque, el submarino, el torpedo, la ametralladora e
incluso el rifle y la granada de mano. Y, a pesar de las
interminables matanzas comunicadas por la Prensa y
las telepantallas, las desesperadas batallas de las
guerras anteriores en las cuales morían en pocas
semanas centenares de miles e incluso millones de
hombres— no han vuelto a repetirse.
Ninguno de los tres superestados intenta nunca una
maniobra que suponga el riesgo de una seria derrota.
Cuando se lleva a cabo una operación de grandes
proporciones, suele tratarse de un ataque por sorpresa
contra un aliado. La estrategia que siguen los tres
superestados —o que pretenden seguir es la misma. Su
plan es adquirir, mediante una combinación, un anillo
de bases que rodee completamente a uno de los estados
rivales para firmar luego un pacto de amistad con ese
rival y seguir en relaciones pacíficas con él durante el
tiempo que sea preciso para que se confíen. En este
tiempo, se almacenan bombas atómicas en los sitios
estratégicos. Esas bombas, cargadas en los cohetes,
serán disparadas algún día simultáneamente, con
efectos tan devastadores que no habrá posibilidad de
respuesta. Entonces se firmará un pacto de amistad con
George Orwell
1984
la otra potencia, en preparación de un nuevo ataque.
No es preciso advertir que este plan es un ensueño de
imposible realización. Nunca hay verdadera lucha a no
ser en las zonas disputadas en el Ecuador y en los
Polos: no hay invasiones del territorio enemigo. Lo
cual explica que en algunos sitios sean arbitrarias las
fronteras entre los superestados. Por ejemplo, Eurasia
podría conquistar fácilmente las Islas Británicas, que
forman parte, geográficamente, de Europa, y también
sería posible para Oceanía avanzar sus fronteras hasta
el Rin e incluso hasta el Vístula. Pero esto violaría el
principio —seguido por todos los bandos, aunque
nunca formulado— de la integridad cultural. Así, si
Oceanía conquistara las áreas que antes se conocían
con los nombres de Francia y Alemania, sería
necesario exterminar a todos sus habitantes —tarea de
gran dificultad física o asimilarse una población de un
centenar de millones de personas que, en lo técnico,
están a la misma altura que los oceánicos. El problema
es el mismo para todos los superestados, siendo
absolutamente imprescindible que su estructura no
entre en contacto con extranjeros, excepto en reducidas
proporciones con prisioneros de guerra y esclavos de
color. Incluso el aliado oficial del momento es
George Orwell
1984
considerado con mucha suspicacia. El ciudadano
medio de Oceanía nunca ve a un ciudadano de Eurasia
ni de Asia Oriental —aparte de los prisioneros— y se
le prohíbe que aprenda lenguas extranjeras. Si se le
permitiera entrar en relación con extranjeros,
descubriría que son criaturas iguales a él en lo esencial
y que casi todo lo que se le ha dicho sobre ellos es una
sarta de mentiras. Se rompería así el mundo cerrado y
en que vive y quizá desaparecieran el miedo, el odio y
la rigidez fanática en que se basa su moral. Se admite,
por tanto, en los tres Estados que por mucho que
cambien de manos Persia, Egipto, Java o Ceilán, las
fronteras principales nunca podrán ser cruzadas más
que por las bombas.
Bajo todo esto hallamos un hecho al que nunca se
alude, pero admitido tácitamente y sobre el que se basa
toda conducta oficial, a saber: que las condiciones de
vida de los tres superestados son casi las mismas. En
Oceanía prevalece la ideología llamada Ingsoc, en
Eurasia el neobolchevismo y en Asia Oriental lo que se
conoce por un nombre chino que suele traducirse por
«adoración de la muerte», pero que quizá quedaría
mejor expresado como «desaparición del yo». Al
ciudadano de Oceanía no se le permite saber nada de
George Orwell
1984
las otras dos ideologías, pero se le enseña a
condenarlas como bárbaros insultos contra la
moralidad y el sentido común. La verdad es que apenas
pueden distinguirse las tres ideologías, y los sistemas
sociales que ellas soportan son los mismos. En los tres
existe la misma estructura piramidal, idéntica
adoración a un jefe semidivino, la misma economía
orientada hacia una guerra continua. De ahí que no
sólo no puedan conquistarse mutuamente los tres
superestados, sino que no tendrían ventaja alguna si lo
consiguieran. Por el contrario, se ayudan mutuamente
manteniéndose en pugna. Y los grupos dirigentes de
las tres Potencias saben y no saben, a la vez, lo que
están haciendo. Dedican sus vidas a la conquista del
mundo, pero están convencidos al mismo tiempo de
que es absolutamente necesario que la guerra continúe
eternamente sin ninguna victoria definitiva. Mientras
tanto, el hecho de que no hay peligro de conquista hace
posible la denegación sistemática de la realidad, que es
la característica principal del Ingsoc y de sus sistemas
rivales. Y aquí hemos de repetir que, al hacerse
continua, la guerra ha cambiado fundamentalmente de
carácter.
George Orwell
1984
En tiempos pasados, una guerra, casi por definición,
era algo que más pronto o más tarde tenía un final;
generalmente, una clara victoria o una derrota
indiscutible. Además, en el pasado, la guerra era uno
de los principales instrumentos con que se mantenían
las sociedades humanas en contacto con la realidad
física. Todos los gobernantes de todas las épocas
intentaron imponer un falso concepto del mundo a sus
súbditos, pero no podían fomentar ilusiones que
perjudicasen la eficacia militar. Como quiera que la
derrota significaba la pérdida de la independencia o
cualquier otro resultado indeseable, habían de tomar
serias precauciones para evitar la derrota. Estos hechos
no podían ser ignorados. Aun admitiendo que en
filosofía, en ciencia, en ética o en política dos y dos
pudieran ser cinco, cuando se fabricaba un cañón o un
aeroplano tenían que ser cuatro. Las naciones mal
preparadas acababan siempre siendo conquistadas, y la
lucha por una mayor eficacia no admitía ilusiones.
Además, para ser eficaces había que aprender del
pasado, lo cual suponía estar bien enterado de lo
ocurrido en épocas anteriores. Los periódicos y los
libros de historia eran parciales, naturalmente, pero
habría sido imposible una falsificación como la que
George Orwell
1984
hoy se realiza. La guerra era una garantía de cordura.
Y respecto a las clases gobernantes, era el freno más
seguro. Nadie podía ser, desde el poder, absolutamente
irresponsable desde el momento en que una guerra
cualquiera podía ser ganada o perdida.
Pero cuando una guerra se hace continua, deja de ser
peligrosa porque desaparece toda necesidad militar. El
progreso técnico puede cesar y los hechos más
palpables pueden ser negados o descartados como
cosas sin importancia. Lo único eficaz en Oceanía es la
Policía del Pensamiento. Como cada uno de los tres
superestados es inconquistable, cada uno de ellos es,
por tanto, un mundo separado dentro del cual puede ser
practicada con toda tranquilidad cualquier perversión
mental. La realidad sólo ejerce su presión sobre las
necesidades de la vida cotidiana: la necesidad de
comer y de beber, de vestirse y tener un techo, de no
beber venenos ni caerse de las ventanas, etc... Entre la
vida y la muerte, y entre el placer físico y el dolor
físico, sigue habiendo una distinción, pero eso es todo.
Cortados todos los contactos con el mundo exterior y
con el pasado, el ciudadano de Oceanía es como un
hombre en el espacio interestelar, que no tiene manera
de saber por dónde se va hacia arriba y por dónde
George Orwell
1984
hacia abajo. Los gobernantes de un Estado como éste
son absolutos como pudieran serlo los faraones o los
césares. Se ven obligados a evitar que sus gentes se
mueran de hambre en cantidades excesivas, y han de
mantenerse al mismo nivel de baja técnica militar que
sus rivales. Pero, una vez conseguido ese mínimo,
pueden retorcer y deformar la realidad dándole la
forma que se les antoje.
Por tanto, la guerra de ahora, comparada con las
antiguas, es una impostura. Se podría comparar esto a
las luchas entre ciertos rumiantes cuyos cuernos están
colocados de tal manera que no pueden herirse. Pero
aunque es una impostura, no deja de tener sentido.
Sirve para consumir el sobrante de bienes y ayuda a
conservar la atmósfera mental imprescindible para una
sociedad jerarquizado. Como se ve, la guerra es ya
sólo un asunto de política interna. En el pasado, los
grupos dirigentes de todos los países, aunque
reconocieran sus propios intereses e incluso los de sus
enemigos y gritaran en lo posible la destructividad de
la guerra, en definitiva luchaban unos contra otros y el
vencedor aplastaba al vencido. En nuestros días no
luchan unos contra otros, sino cada grupo dirigente
contra sus propios súbditos, y el objeto de la guerra no
George Orwell
1984
es conquistar territorio ni defenderlo, sino mantener
intacta la estructura de la sociedad. Por lo tanto, la
palabra guerra se ha hecho equívoca. Quizá sería
acertado decir que la guerra, al hacerse continua, ha
dejado de existir. La presión que ejercía sobre los seres
humanos entre la Edad neolítica y principios del siglo
XX ha desaparecido, siendo sustituida por algo
completamente distinto. El efecto sería muy parecido
si los tres superestados, en vez de pelear cada uno con
los otros, llegaran al acuerdo —respetándole— de vivir
en paz perpetua sin traspasar cada uno las fronteras del
otro. En ese caso, cada uno de ellos seguiría siendo un
mundo cerrado libre de la angustiosa influencia del
peligro externo. Una paz que fuera de verdad
permanente sería lo mismo que una guerra permanente.
Éste es el sentido verdadero (aunque la mayoría de los
miembros del Partido lo entienden sólo de un modo
superficial) de la consigna del Partido: la guerra es la
paz.
Winston dejó de leer un momento. A una gran
distancia había estallado una bomba. La inefable
sensación de estar leyendo el libro prohibido, en una
habitación sin telepantalla, seguía llenándolo de
satisfacción. La soledad y la seguridad eran
George Orwell
1984
sensaciones físicas, mezcladas por el cansancio de su
cuerpo, la suavidad de la alfombra, la caricia de la
débil brisa que entraba por la ventana... El libro le
fascinaba o, más exactamente, lo tranquilizaba. En
cierto sentido, no le enseñaba nada nuevo, pero esto
era una parte de su encanto. Decía lo que el propio
Winston podía haber dicho, si le hubiera sido posible
ordenar sus propios pensamientos y darles una clara
expresión. Este libro era el producto de una mente
semejante a la suya, pero mucho más poderosa, más
sistemática y libre de temores. Pensó Winston que los
mejores libros son los que nos dicen lo que ya
sabemos. Había vuelto al capítulo I cuando oyó los
pasos de Julia en la escalera. Se levantó del sillón para
salirle al encuentro. Julia entró en ese momento, tiró su
bolsa al suelo y se lanzó a los brazos de él. Hacía más
de una semana que no se habían visto.
—Tengo el libro —dijo Winston en cuanto se
apartaron. —¿Ah, sí?. Muy bien —dijo ella sin gran
interés y casi inmediatamente se arrodilló junto a la
estufa para hacer café.
No volvieron a hablar del libro hasta después de media
hora de estar en la cama. La tarde era bastante fresca
George Orwell
1984
para que mereciera la pena cerrar la ventana. De abajo
llegaban las habituales canciones y el ruido de botas
sobre el empedrado. La mujer de los brazos rojizos
parecía no moverse del patio. A todas horas del día
estaba lavando y tendiendo ropa. Julia tenía sueño,
Winston volvió a coger el libro, que estaba en el suelo,
y se sentó apoyando la espalda en la cabecera de la
cama.
—Tenemos que leerlo —dijo—. Y tú también. Todos
los miembros de la Hermandad deben leerlo.
—Léelo tú —dijo Julia con los ojos cerrados—. Léelo
en voz alta. Así es mejor. Y me puedes explicar los
puntos difíciles.
El viejo reloj marcaba las seis, o sea, las dieciocho.
Disponían de tres o cuatro horas más. Winston se puso
el libro abierto sobre las rodillas en ángulo y empezó a
leer:
CAPÍTULO PRIMERO
La ignorancia es la fuerza
»Durante todo el tiempo de que se tiene noticia,
probablemente desde fines del período neolítico, ha
habido en el mundo tres clases de personas: los Altos,
George Orwell
1984
los Medianos y los Bajos. Se han subdividido de
muchos modos, han llevado muy diversos nombres y
su número relativo, así como la actitud que han
guardado unos hacia otros, han variado de época en
época; pero la estructura esencial de la sociedad nunca
ha cambiado. Incluso después de enormes con
mociones y de cambios que parecían irrevocables, la
misma estructura ha vuelto a imponerse, igual que un
giroscopio vuelve siempre a la posición de equilibrio
por mucho que lo empujemos en un sentido o en otro.
—Julia, ¿estás despierta? —dijo Winston.
—Sí, amor mío, te escucho. Sigue. Es maravilloso.
Winston continuó leyendo:
Los fines de estos tres grupos son inconcebibles. Los
Altos quieren quedarse donde están. Los Medianos
tratan de arrebatarles sus puestos a los Altos. La
finalidad de los Bajos, cuando la tienen —porque su
principal característica es hallarse aplastados por las
exigencias de la vida cotidiana—, consiste en abolir
todas las distinciones y crear una sociedad en que
todos los hombres sean iguales. Así, vuelve a
presentarse continuamente la misma lucha social.
George Orwell
1984
Durante largos períodos, parece que los Altos se
encuentran muy seguros en su poder, pero siempre
llega un momento en que pierden la confianza en sí
mismos o se debilita su capacidad para gobernar, o
ambas cosas a la vez. Entonces son derrotados por los
Medianos, que llevan junto a ellos a los Bajos porque
les han asegurado que ellos representan la libertad y la
justicia. En cuanto logran sus objetivos, los Medianos
abandonan a los Bajos y los relegan a su antigua
posición de servidumbre, convirtiéndose ellos en los
Altos. Entonces, un grupo de los Medianos se separa
de los demás y empiezan a luchar entre ellos. De los
tres grupos, solamente los Bajos no logran sus
objetivos ni siquiera transitoriamente. Sería exagerado
afirmar que en toda la Historia no ha habido progreso
material. Aun hoy, en un período de decadencia, el ser
humano se encuentra mejor que hace unos cuantos
siglos. Pero ninguna reforma ni revolución alguna han
conseguido acercarse ni un milímetro a la igualdad
humana. Desde el punto de vista de los Bajos, ningún
cambio histórico ha significado mucho más que un
cambio en el nombre de sus amos.
A fines del siglo XIX eran muchos los que habían visto
claro este juego. De ahí que surgieran escuelas del
George Orwell
1984
pensamiento que interpretaban la Historia como un
proceso cíclico y aseguraban que la desigualdad era la
ley inalterable de la vida humana. Desde luego, esta
doctrina ha tenido siempre sus partidarios, pero se
había introducido un cambio significativo. En el
pasado, la necesidad de una forma jerárquica de la
sociedad había sido la doctrina privativa de los Altos.
Fue defendida por reyes, aristócratas, jurisconsultos,
etc. Los Medianos, mientras luchaban por el poder,
utilizaban términos como «libertad», «justicia» y
«fraternidad». Sin embargo, el concepto de la
fraternidad humana empezó a ser atacado por
individuos que todavía no estaban en el Poder, pero
que esperaban estarlo pronto. En el pasado, los
Medianos hicieron revoluciones bajo la bandera de la
igualdad, pero se limitaron a imponer una nueva tiranía
apenas desaparecida la anterior. En cambio, los nuevos
grupos de Medianos proclamaron de antemano su
tiranía. El socialismo, teoría que apareció a principios
del siglo XIX y que fue el último eslabón de una
cadena que se extendía hasta las rebeliones de esclavos
en la Antigüedad, seguía profundamente infestado por
las viejas utopías. Pero a cada variante de socialismo
aparecida a partir de 1900 se abandonaba más
George Orwell
1984
abiertamente la pretensión de establecer la libertad y la
igualdad. Los nuevos movimientos que surgieron a
mediados
del
siglo,
Ingsoc
en
Oceanía,
neobolchevismo en Eurasia y adoración de la muerte
en Asia oriental, tenían como finalidad consciente la
perpetuación de la falta de libertad y de la desigualdad
social. Estos nuevos movimientos, claro está, nacieron
de los antiguos y tendieron a conservar sus nombres y
aparentaron respetar sus ideologías. Pero el propósito
de todos ellos era sólo detener el progreso e
inmovilizar a la Historia en un momento dado. El
movimiento de péndulo iba a ocurrir una vez más y
luego a detenerse. Como de costumbre, los Altos
serían desplazados por los Medianos, que entonces se
convertirían a su vez en Altos, pero esta vez, por una
estrategia consciente, estos últimos Altos conservarían
su posición permanentemente.
Las nuevas doctrinas surgieron en parte a causa de la
acumulación de conocimientos históricos y del
aumento del sentido histórico, que apenas había
existido antes del siglo XIX. Se entendía ya el
movimiento cíclico de la Historia, o parecía
entenderse; y al ser comprendido podía ser también
alterado. Pero la causa principal y subyacente era que
George Orwell
1984
ya a principios del siglo XX era técnicamente posible
la igualdad humana. Seguía siendo cierto que los
hombres no eran iguales en sus facultades innatas y
que las funciones habían de especializarse de modo
que favorecían inevitablemente a unos individuos
sobre otros; pero ya no eran precisas las diferencias de
clase ni las grandes diferencias de riqueza.
Antiguamente, las diferencias de clase no sólo habían
sido inevitables, sino deseables. La desigualdad era el
precio de la civilización. Sin embargo, el desarrollo del
maquinismo iba a cambiar esto. Aunque fuera aún
necesario que los seres humanos realizaran diferentes
clases de trabajo, ya no era preciso que vivieran en
diferentes niveles sociales o económicos. Por tanto,
desde el punto de vista de los nuevos grupos que
estaban a punto de apoderarse del mando, no era ya la
igualdad humana un ideal por el que convenía luchar,
sino un peligro que había de ser evitado. En épocas
más antiguas, cuando una sociedad justa y pacífica no
era posible, resultaba muy fácil creer en ella. La idea
de un paraíso terrenal en el que los hombres vivirían
como hermanos, sin leyes y sin trabajo agotador,
estuvo obsesionando a muchas imaginaciones durante
miles de años. Y esta visión tuvo una cierta
George Orwell
1984
importancia incluso entre los grupos que de hecho se
aprovecharon de cada cambio histórico. Los herederos
de la Revolución francesa, inglesa y americana habían
creído parcialmente en sus frases sobre los derechos
humanos, libertad de expresión, igualdad ante la ley y
demás, e incluso se dejaron influir en su conducta por
algunas de ellas hasta cierto punto. Pero hacia la
década cuarta del siglo XX todas las corrientes de
pensamiento político eran autoritarias. Pero ese paraíso
terrenal quedó desacreditado precisamente cuando
podía haber sido realizado, y en el segundo cuarto del
siglo XX volvieron a ponerse en práctica
procedimientos que ya no se usaban desde hacía siglos:
encarcelamiento sin proceso, empleo de los prisioneros
de guerra como esclavos, ejecuciones públicas, tortura
para extraer confesiones, uso de rehenes y deportación
de poblaciones en masa. Todo esto se hizo habitual y
fue defendido por individuos considerados como
inteligentes y avanzados. Los nuevos sistemas
políticos se basaban en la jerarquía v la regimentación.
Después de una década de guerras nacionales, guerras
civiles, revoluciones v contrarrevoluciones en todas
partes del mundo, surgieron el Ingsoc v sus rivales
como teorías políticas inconmovibles. Pero ya las
George Orwell
1984
habían anunciado los varios sistemas, generalmente
llamados totalitarios, que aparecieron durante el
segundo cuarto de siglo y se veía claramente el perfil
que había de tener el mundo futuro. La nueva
aristocracia estaba formada en su mayoría por
burócratas,
hombres
de
ciencia,
técnicos,
organizadores sindicales, especialistas en propaganda,
sociólogos, educadores, Periodistas y políticos
profesionales. Esta gente, cuyo origen estaba en la
clase media asalariada y en la capa superior de la clase
obrera, había sido formada y agrupada por el mundo
inhóspito de la industria monopolizada y el gobierno
centralizado. Comparados con los miembros de las
clases dirigentes en el pasado, esos hombres eran
menos avariciosos, les tentaba menos el lujo y más el
placer de mandar, y, sobre todo, tenían más
consciencia de lo que estaban haciendo y se dedicaban
con mayor intensidad a aplastar a la oposición. Esta
última diferencia era esencial. Comparadas con la que
hoy existe, todas las tiranías del pasado fueron débiles
e ineficaces. Los grupos gobernantes se hallaban
contagiados siempre en cierta medida por las ideas
liberales y no les importaba dejar cabos sueltos por
todas partes. Sólo se preocupaban por los actos
George Orwell
1984
realizados y no se interesaban por lo que los súbditos
pudieran pensar. En parte, esto se debe a que en el
pasado ningún Estado tenía el poder necesario para
someter a todos sus ciudadanos a una vigilancia
constante. Sin embargo, el invento de la imprenta
facilitó mucho el manejo de la opinión pública, y el
cine y la radio contribuyeron en gran escala a acentuar
este proceso. Con el desarrollo de la televisión y el
adelanto técnico que hizo posible recibir y transmitir
simultáneamente en el mismo aparato, terminó la vida
privada. Todos los ciudadanos, o por lo menos todos
aquellos ciudadanos que poseían la suficiente
importancia para que mereciese la pena vigilarlos,
podían ser tenidos durante las veinticuatro horas del
día bajo la constante observación de la policía y
rodeados sin cesar por la propaganda oficial, mientras
que se les cortaba toda comunicación con el mundo
exterior.
Por primera vez en la Historia existía la posibilidad de
forzar a los gobernados, no sólo a una completa
obediencia a la voluntad del Estado, sino a la completa
uniformidad de opinión.
George Orwell
1984
Después del período revolucionario entre los años
cincuenta y tantos y setenta, la sociedad volvió a
agruparse como siempre, en Altos, Medios y Bajos.
Pero el nuevo grupo de Altos, a diferencia de sus
predecesores, no actuaba ya por instinto, sino que sabía
lo que necesitaba hacer para salvaguardar su posición.
Los privilegiados se habían dado cuenta desde hacía
bastante tiempo de que la base más segura para la
oligarquía es el colectivismo. La riqueza y los
privilegios se defienden más fácilmente cuando se
poseen conjuntamente. La llamada «abolición de la
propiedad privada», que ocurrió a mediados de este
siglo, quería decir que la propiedad iba a concentrarse
en un número mucho menor de manos que
anteriormente, pero con esta diferencia: que los nuevos
dueños constituirían un grupo en vez de una masa de
individuos. Individualmente, ningún miembro del
Partido posee nada, excepto insignificantes objetos de
uso personal. Colectivamente, el Partido es el dueño de
todo lo que hay en Oceanía, porque lo controla todo y
dispone de los productos como mejor se le antoja. En
los años que siguieron, la Revolución pudo ese grupo
tomar el mando sin encontrar apenas oposición porque
todo el proceso fue presentado como un acto de
George Orwell
1984
colectivización. Siempre se había dado por cierto que
si la clase capitalista era expropiada, el socialismo se
impondría, y era un hecho que los capitalistas habían
sido expropiados. Las fábricas, las minas, las tierras,
las casas, los medios de transporte, todo se les había
quitado, y como todo ello dejaba de ser propiedad
privada, era evidente que pasaba a ser propiedad
pública. El Ingsoc, procedente del antiguo socialismo y
que había heredado su fraseología, realizó, los
principios fundamentales de ese socialismo, con el
resultado previsto y deseado, de que la desigualdad
económica se hizo permanente.
Pero los problemas que plantea la perpetuación de una
sociedad jerarquizada son mucho más complicados.
Sólo hay cuatro medios de que un grupo dirigente sea
derribado del Poder. O es vencido desde fuera, o
gobierna tan ineficazmente que las masas se le rebelan,
o permite la formación de un grupo medio que lo
pueda desplazar, o pierde la confianza en sí mismo y la
voluntad de mando. Estas causas no operan sueltas, y
por lo general se presentan las cuatro combinadas en
cierta medida. El factor que decide en última instancia
es la actitud mental de la propia clase gobernante.
George Orwell
1984
Después de mediados del siglo XX, el primer peligro
había desaparecido. No había posibilidad de una
derrota infligida por una Potencia enemiga. Cada uno
de los tres superestados en que ahora se divide el
mundo es inconquistable, y sólo podría llegar a ser
conquistado por lentos cambios demográficos, que un
Gobierno con amplios poderes puede evitar muy
fácilmente. El segundo peligro es sólo teórico. Las
masas nunca se levantan por su propio impulso y
nunca lo harán por la sola razón de que están
oprimidas. Las crisis económicas del pasado fueron
absolutamente innecesarias y ahora no se tolera que
ocurran, pero de todos modos ninguna razón de
descontento podrá tener ahora resultados políticos, ya
que no hay modo de que el descontento se articule. En
cuanto al problema de la superproducción, que ha
estado latente en nuestra sociedad desde el desarrollo
del maquinismo, queda resuelto por el recurso de la
guerra continua (véase el capítulo III), que es también
necesaria para mantener la moral pública a un elevado
nivel. Por tanto, desde el punto de vista de nuestros
actuales gobernantes, los únicos peligros auténticos
son la aparición de un nuevo grupo de personas muy
capacitadas y ávidas de poder o el crecimiento del
George Orwell
1984
espíritu liberal y del escepticismo en las propias filas
gubernamentales. O sea, todo se reduce a un problema
de educación, a moldear continuamente la mentalidad
del grupo dirigente y del que se halla inmediatamente
debajo de él. En cambio, la consciencia de las masas
sólo ha de ser influida de un modo negativo.
Con este fondo se puede deducir la estructura general
de la sociedad de Oceanía. En el vértice de la pirámide
está el Gran Hermano. Éste es infalible v
todopoderoso. Todo triunfo, todo descubrimiento
científico, toda sabiduría, toda felicidad, toda virtud, se
considera que procede directamente de su inspiración y
de su poder. Nadie ha visto nunca al Gran Hermano.
Es una cara en los carteles, una voz en la telepantalla.
Podemos estar seguros de que nunca morirá y no hay
manera de saber cuándo nació. El Gran Hermano es la
concreción con que el Partido se presenta al mundo. Su
función es actuar como punto de mira para todo amor,
miedo o respeto, emociones que se sienten con mucha
mayor facilidad hacia un individuo que hacia una
organización. Detrás del Gran Hermano se halla el
Partido Interior, del cual sólo forman parte seis
millones de personas, o sea, menos del seis por ciento
de la población de Oceanía. Después del Partido
George Orwell
1984
Interior, tenernos el Partido Exterior; y si el primero
puede ser descrito como «el cerebro del Estado», el
segundo pudiera ser comparado a las manos. Más
abajo se encuentra la masa amorfa de los proles, que
constituyen quizá el 85 por ciento de la población. En
los términos de nuestra anterior clasificación, los
proles son los Bajos. Y las masas de esclavos
procedentes de las tierras ecuatoriales, que pasan
constantemente de vencedor a vencedor (no olvidemos
que «vencedor» sólo debe ser tomado de un modo
relativo) y no forman parte de la población
propiamente dicha.
En principio, la pertenencia a estos tres grupos no es
hereditaria. No se considera que un niño nazca dentro
del Partido Interior porque sus padres pertenezcan a él.
La entrada en cada una de las ramas del Partido se
realiza mediante examen a la edad de dieciséis años.
Tampoco hay prejuicios raciales ni dominio de una
provincia sobre otra. En los más elevados puestos del
Partido encontramos judíos, negros, sudamericanos de
pura sangre india, y los dirigentes de cualquier —zona
proceden siempre de los habitantes de ese área. En
ninguna parte de Oceanía tienen sus habitantes la
sensación de ser una población colonial regida desde
George Orwell
1984
una capital remota. Oceanía no tiene capital y su jefe
titular es una persona cuya residencia nadie conoce.
No está centralizada en modo alguno, aparte de que el
inglés es su principal lingua franca y que la neolengua
es su idioma oficial. Sus gobernantes no se hallan
ligados por lazos de sangre, sino por la adherencia a
una doctrina común. Es verdad que nuestra sociedad se
compone de estratos —una división muy rígida en
estratos— ateniéndose a lo que a primera vista parecen
normas hereditarias. Hay mucho menos intercambio
entre los diferentes grupos de lo que había en la época
capitalista o en las épocas preindustriales. Entre las dos
ramas del Partido se verifica algún intercambio, pero
solamente lo necesario para que los débiles sean
excluidos del Partido Interior y que los miembros
ambiciosos del Partido Exterior pasen a ser inofensivos
al subir de categoría. En la práctica, los proletarios no
pueden entrar en el Partido. Los más dotados de ellos,
que podían quizá constituir un núcleo de descontentos,
son fichados por la Policía del Pensamiento y
eliminados. Pero semejante estado de cosas no es
permanente ni de ello se hace cuestión de principio. El
Partido no es una clase en el antiguo sentido de la
palabra. No se propone transmitir el poder a sus hijos
George Orwell
1984
como tales descendientes directos, y si no hubiera otra
manera de mantener en los puestos de mando a los
individuos más capaces, estaría dispuesto el Partido a
reclutar una generación completamente nueva de entre
las filas del proletariado. En los años cruciales, el
hecho de que el Partido no fuera un cuerpo hereditario
contribuyó muchísimo a neutralizar la oposición. El
socialista de la vieja escuela, acostumbrado a luchar
contra algo que se llamaba «privilegios de clase», daba
por cierto que todo lo que no es hereditario no puede
ser permanente. No comprendía que la continuidad de
una oligarquía no necesita ser física ni se paraba a
pensar que las aristocracias hereditarias han sido
siempre de corta vida, mientras que organizaciones
basadas en la adopción han durado centenares y miles
de años. Lo esencial de la regla oligárquica no es la
herencia de padre a hijo, sino la persistencia de una
cierta manera de ver el mundo y de un cierto modo de
vida impuesto por los muertos a los vivos. Un grupo
dirigente es tal grupo dirigente en tanto pueda
nombrarla sus sucesores. El Partido no se preocupa de
perpetuar su sangre, sino de perpetuarse a sí mismo.
No importa quién detenta el Poder con tal de que la
estructura jerárquica sea siempre la misma.
George Orwell
1984
Todas las creencias, costumbres, aficiones, emociones
y actitudes mentales que caracterizan a nuestro tiempo
sirven para sostener la mística del Partido y evitar que
la naturaleza de la sociedad actual sea percibida por la
masa. La rebelión física o cualquier movimiento
preliminar hacia la rebelión no es posible en nuestros
días. Nada hay que temer de los proletarios. Dejados
aparte, continuarán, de generación en generación y de
siglo en siglo, trabajando, procreando y muriendo, no
sólo sin sentir impulsos de rebelarse, sino sin la
facultad de comprender que el mundo podría ser
diferente de lo que es. Sólo podrían convertirse en
peligrosos si el progreso de la técnica industrial hiciera
necesario educarles mejor; pero como la rivalidad
militar y comercial ha perdido toda importancia, el
nivel de la educación popular declina continuamente.
Las opiniones que tenga o no tenga la masa se
consideran con absoluta indiferencia. A los proletarios
se les puede conceder la libertad intelectual por la
sencilla razón de que no tienen intelecto alguno. En
cambio, a un miembro del Partido no se le puede
tolerar ni siquiera la más pequeña desviación
ideológica.
George Orwell
1984
Todo miembro del Partido vive, desde su nacimiento
hasta su muerte, vigilado por la Policía del
Pensamiento. Incluso cuando está solo no puede tener
la seguridad de hallarse efectivamente solo.
Dondequiera que esté, dormido o despierto, trabajando
o descansando, en el baño o en la cama, puede ser
inspeccionado sin previo aviso y sin que él sepa que lo
inspeccionan. Nada de lo que hace es indiferente para
la Policía del Pensamiento. Sus amistades, sus
distracciones, su conducta con su mujer y sus hijos, la
expresión de su rostro cuando se encuentra solo, las
palabras que murmura durmiendo, incluso los
movimientos característicos de su cuerpo, son
analizados escrupulosamente. No sólo una falta
efectiva en su conducta, sino cualquier pequeña
excentricidad, cualquier cambio de costumbres,
cualquier gesto nervioso que pueda ser el síntoma de
una lucha interna, será estudiado con todo interés. El
miembro del Partido carece de toda libertad para
decidirse por una dirección determinada; no puede
elegir en modo alguno. Por otra parte, sus actos no
están regulados por ninguna ley ni por un código de
conducta claramente formulado. En Oceanía no existen
leyes. Los pensamientos y actos que, una vez
George Orwell
1984
descubiertos, acarrean la muerte segura, no están
prohibidos expresamente y las interminables purgas,
torturas, detenciones y vaporizaciones no se le aplican
al individuo como castigo por crímenes que haya
cometido, sino que son sencillamente el barrido de
personas que quizás algún día pudieran cometer un
crimen político. No sólo se le exige al miembro del
Partido que tenga las opiniones que se consideran
buenas, sino también los instintos ortodoxos. Muchas
de las creencias y actitudes que se le piden no llegan a
fijarse nunca en normas estrictas y no podrían ser
proclamadas sin incurrir en flagrantes contradicciones
con los principios mismos del Ingsoc. Si una persona
es ortodoxa por naturaleza (en neolengua se le llama
piensabien) sabrá en cualquier circunstancia, sin
detenerse a pensarlo, cuál es la creencia acertada o la
emoción deseable. Pero en todo caso, un
enfrentamiento mental complicado, que comienza en la
infancia y se concentra en torno a las palabras
neolingüísticas
paracrimen,
negroblanco
y
doblepensar, le convierte en un ser incapaz de pensar
demasiado sobre cualquier tema.
Se espera que todo miembro del Partido carezca de
emociones privadas y que su entusiasmo no se enfríe
George Orwell
1984
en ningún momento. Se supone que vive en un
continuo frenesí de odio contra los enemigos
extranjeros y los traidores de su propio país, en una
exaltación triunfal de las victorias y en absoluta
humildad y entrega ante el Poder y la sabiduría del
Partido. Los descontentos producidos por esta vida tan
seca y poco satisfactoria son suprimidos de raíz
mediante la vibración emocional de los Dos Minutos
de Odio, y las especulaciones que podrían quizá llevar
a una actitud escéptica o rebelde son aplastadas en sus
comienzos o, mejor dicho, antes de asomar a la
consciencia, mediante la disciplina interna adquirida
desde la niñez. La primera etapa de esta disciplina, que
puede ser enseñada incluso a los niños, se llama en
neolengua paracrimen. Paracrimen significa la
facultad de parar, de cortar en seco, de un modo casi
instintivo, todo pensamiento peligroso que pretenda
salir a la superficie. Incluye esta facultad la de no
percibir las analogías, de no darse cuenta de los errores
de lógica, de no comprender los razonamientos más
sencillos si son contrarios a los principios del Ingsoc
de sentirse fastidiado e incluso asqueado por todo
pensamiento orientado en una dirección herética.
Paracrimen equivale, pues, a estupidez protectora.
George Orwell
1984
Pero no basta con la estupidez. Por el contrario, la
ortodoxia en su más completo sentido exige un control
sobre nuestros procesos mentales, un autodominio tan
completo como el de una contorsionista sobre su
cuerpo. La sociedad oceánica se apoya en definitiva
sobre la creencia de que el Gran Hermano es
omnipotente y que el Partido es infalible. Pero como
en realidad el Gran Hermano no es omnipotente y el
Partido no es infalible, se requiere una incesante
flexibilidad para enfrentarse con los hechos. La palabra
clave en esto es negroblanco. Como tantas palabras
neolingüísticas,
ésta
tiene
dos
significados
contradictorios. Aplicada a un contrario, significa la
costumbre de asegurar descaradamente que lo negro es
blanco en contradicción con la realidad de los hechos.
Aplicada a un miembro del Partido significa la buena y
leal voluntad de afirmar que lo negro es blanco cuando
la disciplina del Partido lo exija. Pero también se
designa con esa palabra la facultad de creer que lo
negro es blanco, más aún, de saber que lo negro es
blanco y olvidar que alguna vez se creyó lo contrario.
Esto exige una continua alteración del pasado, posible
gracias al sistema de pensamiento que abarca a todo lo
demás y que se conoce con el nombre de doblepensar.
George Orwell
1984
La alteración del pasado es necesaria por dos razones,
una de las cuales es subsidiaria y, por decirlo así, de
precaución. La razón subsidiaria es que el miembro del
Partido, lo mismo que el proletario, tolera las
condiciones de vida actuales, en gran parte porque no
tiene con qué compararlas. Hay que cortarle
radicalmente toda relación con el pasado, así como hay
que aislarlo de los países extranjeros, porque es
necesario que se crea en mejores condiciones que sus
antepasados y que se haga la ilusión de que el nivel de
comodidades materiales crece sin cesar. Pero la razón
más importante para «reformar» el pasado es la
necesidad de salvaguardar la infalibilidad del Partido.
No solamente es preciso poner al día los discursos,
estadísticas y datos de toda clase para demostrar que
las predicciones del Partido nunca fallan, sino que no
puede admitirse en ningún caso que la doctrina política
del Partido haya cambiado lo más mínimo porque
cualquier variación de táctica política es una confesión
de debilidad. Si, por ejemplo, Eurasia o Asia Orienta¡
es la enemiga de hoy, es necesario que ese país (el que
sea de los dos, según las circunstancias) figure como el
enemigo de siempre. Y si los hechos demuestran otra
cosa, habrá que cambiar los hechos. Así, la Historia ha
George Orwell
1984
de ser escrita continuamente. Esta falsificación diaria
del pasado, realizada por el Ministerio de la Verdad, es
tan imprescindible para la estabilidad del régimen
como la represión y el espionaje efectuados por el
Ministerio del Amor.
La mutabilidad del pasado es el eje del Ingsoc. Los
acontecimientos pretéritos no tienen existencia
objetiva, sostiene el Partido, sino que sobreviven sólo
en los documentos y en las memorias de los hombres.
El pasado es únicamente lo que digan los testimonios
escritos y la memoria humana. Pero como quiera que
el Partido controla por completo todos los documentos
y también la mente de todos sus miembros, resulta que
el pasado será lo que el Partido quiera que sea.
También resulta que aunque el pasado puede ser
cambiado, nunca lo ha sido en ningún caso concreto.
En efecto, cada vez que ha habido que darle nueva
forma por las exigencias del momento, esta nueva
versión es ya el pasado y no ha existido ningún pasado
diferente. Esto sigue siendo así incluso cuando —como
ocurre a menudo— el mismo acontecimiento tenga que
ser alterado, hasta hacerse irreconocible, varias veces
en el transcurso de un año. En cualquier momento se
halla el Partido en posesión de la verdad absoluta y,
George Orwell
1984
naturalmente, lo absoluto no puede haber sido
diferente de lo que es ahora. Se verá, pues, que el
control del pasado depende por completo del
entrenamiento de la memoria. La seguridad de que
todos los escritos están de acuerdo con el punto de
vista ortodoxo que exigen las circunstancias, no es más
que una labor mecánica. Pero también es preciso
recordar que los acontecimientos ocurrieron de la
manera deseada. Y si es necesario adaptar de nuevo
nuestros recuerdos o falsificar los documentos,
también es necesario olvidar que se ha hecho esto. Este
truco puede aprenderse como cualquier otra técnica
mental. La mayoría de los miembros del Partido lo
aprenden y desde luego lo consiguen muy bien todos
aquellos que son inteligentes además de ortodoxos. En
el antiguo idioma se conoce esta operación con toda
franqueza como «control de la realidad». En neolengua
se le llama doblepensar, aunque también es verdad que
doblepensar comprende muchas cosas.
Doblepensar significa el poder, la facultad de sostener
dos opiniones contradictorias simultáneamente, dos
creencias contrarias albergadas a la vez en la mente. El
intelectual del Partido sabe en qué dirección han de ser
alterados sus recuerdos; por tanto, sabe que está
George Orwell
1984
trucando la realidad; pero al mismo tiempo se satisface
a sí mismo por medio del ejercicio del doblepensar en
el sentido de que la realidad no queda violada. Este
proceso ha de ser consciente, pues, si no, no se
verificaría con la suficiente precisión, pero también
tiene que ser inconsciente para que no deje un
sentimiento de falsedad y, por tanto, de culpabilidad.
El doblepensar está arraigando en el corazón mismo
del Ingsoc, ya que el acto esencial del Partido es el
empleo del engaño consciente, conservando a la vez la
firmeza de propósito que caracteriza a la auténtica
honradez. Decir mentiras a la vez que se cree
sinceramente en ellas, olvidar todo hecho que no
convenga recordar, y luego, cuando vuelva a ser
necesario, sacarlo del olvido sólo por el tiempo que
convenga, negar la existencia de la realidad objetiva
sin dejar ni por un momento de saber que existe esa
realidad que se niega.... todo esto es indispensable.
Incluso para usar la palabra doblepensar es preciso
emplear el doblepensar. Porque para usar la palabra se
admite que se están haciendo trampas con la realidad.
Mediante un nuevo acto de doblepensar se borra este
conocimiento; y así indefinidamente, manteniéndose la
mentira siempre unos pasos delante de la verdad. En
George Orwell
1984
definitiva, gracias al doblepensar ha sido capaz el
Partido —y seguirá siéndolo durante miles de años—
de parar el curso de la Historia.
Todas las oligarquías del pasado han perdido el poder
porque se anquilosaron o por haberse reblandecido
excesivamente. O bien se hacían estúpidas y
arrogantes, incapaces de adaptarse a las nuevas
circunstancias, y eran vencidas, o bien se volvían
liberales y cobardes, haciendo concesiones cuando
debieron usar la fuerza, y también fueron derrotadas.
Es decir, cayeron por exceso de consciencia o por pura
inconsciencia. El gran éxito del Partido es haber
logrado un sistema de pensamiento en que tanto la
consciencia como la inconsciencia pueden existir
simultáneamente. Y ninguna otra base intelectual
podría servirle al Partido para asegurar su
permanencia. Si uno ha de gobernar, y de seguir
gobernando siempre, es imprescindible que desquicie
el sentido de la realidad. Porque el secreto del gobierno
infalible consiste en combinar la creencia en la propia
infalibilidad con la facultad de aprender de los pasados
errores.
George Orwell
1984
No es preciso decir que los más sutiles cultivadores del
doblepensar son aquellos que lo inventaron y que
saben perfectamente que este sistema es la mejor
organización del engaño mental. En nuestra sociedad,
aquellos que saben mejor lo que está ocurriendo son a
la vez los que están más lejos de ver al mundo como
realmente es. En general, a mayor comprensión, mayor
autoengaño: los más inteligentes son en esto los menos
cuerdos. Un claro ejemplo de ello es que la histeria de
guerra aumenta en intensidad a medida que subimos en
la escala social. Aquellos cuya actitud hacia la guerra
es más racional son los súbditos de los territorios
disputados. Para estas gentes, la guerra es
sencillamente una calamidad continua que pasa por
encima de ellos con movimiento de marca. Para ellos
es completamente indiferente cuál de los bandos va a
ganar. Saben que un cambio de dueño significa sólo
que seguirán haciendo el mismo trabajo que antes,
pero sometidos a nuevos amos que los tratarán lo
mismo que los anteriores. Los trabajadores algo más
favorecidos, a los que llamamos proles, sólo se dan
cuenta de un modo intermitente de que hay guerra.
Cuando es necesario se les inculca el frenesí de odio y
miedo, pero si se les deja tranquilos son capaces de
George Orwell
1984
olvidar durante largos períodos que existe una guerra.
Y en las filas del Partido sobre todo en las del Partido
Interior hallarnos el verdadero entusiasmo bélico. Sólo
creen en la conquista del mundo los que saben que es
imposible. Esta peculiar trabazón de elementos
opuestos —conocimiento con ignorancia, cinismo con
fanatismo— es una de las características distintivas de
la sociedad oceánica. La ideología oficial abunda en
contradicciones incluso cuando no hay razón alguna
que las justifique. Así, el Partido rechaza y vilifica
todos los principios que defendió en un principio el
movimiento socialista, y pronuncia esa condenación
precisamente en nombre del socialismo. Predica el
desprecio de las clases trabajadoras. Un desprecio al
que nunca se había llegado, y a la vez viste a sus
miembros con un uniforme que fue en tiempos el
distintivo de los obreros manuales y que fue adoptado
por esa misma razón. Sistemáticamente socava la
solidaridad de la familia y al mismo tiempo llama a su
jefe supremo con un nombre que es una evocación de
la lealtad familiar. Incluso los nombres de los cuatro
ministerios que los gobiernan revelan un gran descaro
al tergiversar deliberadamente los hechos. El
Ministerio de la Paz se ocupa de la guerra; El
George Orwell
1984
Ministerio de la Verdad, de las mentiras; el Ministerio
del Amor, de la tortura, y el Ministerio de la
Abundancia, del hambre. Estas contradicciones no son
accidentales, no resultan de la hipocresía corriente.
Son ejercicios de doblepensar. Porque sólo mediante la
reconciliación de las contradicciones es posible retener
el mando indefinidamente. Si no, se volvería al antiguo
ciclo. Si la igualdad humana ha de ser evitada para
siempre, si los Altos, como los hemos llamado, han de
conservar sus puestos de un modo permanente, será
imprescindible que el estado mental predominante sea
la locura controlada.
Pero hay una cuestión que hasta ahora hemos dejado a
un lado. A saber: ¿por qué debe ser evitada la igualdad
humana? Suponiendo que la mecánica de este proceso
haya quedado aquí claramente descrita, debemos
preguntamos ¿cuál es el motivo de este enorme y
minucioso esfuerzo planeado para congelar la historia
de un determinado momento?
Llegamos con esto al secreto central. Como hemos
visto, la mística del Partido, y sobre todo la del Partido
Interior, depende del doblepensar. Pero a más
profundidad aún, se halla el motivo central, el instinto
George Orwell
1984
nunca puesto en duda, el instinto que los llevó por
primera vez a apoderarse de los mandos y que produjo
el doblepensar, la Policía del Pensamiento, la guerra
continua y todos los demás elementos que se han
hecho necesarios para el sostenimiento del Poder. Este
motivo consiste realmente en...
Winston se dio cuenta del silencio, lo mismo que se da
uno cuenta de un nuevo ruido. Le parecía que Julia
había estado completamente inmóvil desde hacía un
rato. Estaba echada de lado, desnuda de la cintura para
arriba, con su mejilla apoyada en la mano y una
sombra oscura atravesándole los ojos. Su seno subía y
bajaba poco a poco y con regularidad.
—Julia.
No hubo respuesta.
—Julia, ¿estás despierta?
Silencio. Estaba dormida. Cerró el libro y lo depositó
cuidadosamente en el suelo, se echó y estiró la colcha
sobre los dos.
Todavía, pensó, no se había enterado de cuál era el
último secreto. Entendía el cómo; no entendía el
porqué. El capítulo I, como el capítulo III, no le habían
George Orwell
1984
enseñado nada que él no supiera. Solamente le habían
servido para sistematizar los conocimientos que ya
poseía. Pero después de leer aquellas páginas tenía una
mayor seguridad de no estar loco. Encontrarse en
minoría, incluso en minoría de uno solo, no significaba
estar loco. Había la verdad y lo que no era verdad, y si
uno se aferraba a la verdad incluso contra el mundo
entero, no estaba uno loco. Un rayo amarillento del sol
poniente entraba por la ventana y se aplastaba sobre la
almohada. Winston cerró los ojos. El sol en sus ojos y
el suave cuerpo de la muchacha tocando al suyo le
daba una sensación de sueño, fuerza y confianza. Todo
estaba bien y él se hallaba completamente seguro allí.
Se durmió con el pensamiento «la cordura no depende
de las estadísticas», convencido de que esta
observación contenía una sabiduría profunda.
George Orwell
1984
CAPITULO X
Se despertó con la sensación de haber dormido mucho
tiempo, pero una mirada al antiguo reloj le dijo que
eran sólo las veinte y treinta. Siguió adormilado un
rato; le despertó otra vez la habitual canción del patio:
Era sólo una ilusión sin espera
que pasó como un día de abril;
pero aquella mirada, aquella palabra
y los ensueños que despertaron
me robaron el corazón.
Esta canción conservaba su popularidad. Se oía por
todas partes. Había sobrevivido a la Canción del Odio.
Julia se despertó al oírla, se estiró con lujuria y se
levantó.
—Tengo hambre —dijo—. Vamos a hacer un poco de
café. ¡Caramba! La estufa se ha apagado y el agua está
fría. —Cogió la estufa y la sacudió—. No tiene ya
gasolina.
George Orwell
1984
—Supongo que el viejo Charrington podrá dejarnos
alguna —dijo Winston.
—Lo curioso es que me había asegurado de que
estuviera llena —añadió ella—. Parece que se ha
enfriado.
Él también se levantó y se vistió. La incansable voz
proseguía:
Dicen que el tiempo lo cura todo,
dicen que siempre se olvida,
pero las sonrisas y lágrimas
a lo largo de los años
me retuercen el corazón
Mientras se apretaba el cinturón del «mono», Winston
se asomó a la ventana. El sol debía de haberse ocultado
detrás de las casas porque ya no daba en el patio. El
cielo estaba tan azul, entre las chimeneas, que parecía
recién lavado. Incansablemente, la lavandera seguía
yendo del lavadero a las cuerdas, cantando y
callándose y no dejaba de colgar pañales. Se preguntó
Winston si aquella mujer lavaría ropa como medio de
vida, o si era la esclava de veinte o treinta nietos. Julia
George Orwell
1984
se acercó a él; juntos contemplaron fascinados el ir y
venir de la mujerona. Al mirarla en su actitud
característica, alcanzando el tendedero con sus fuertes
brazos, o al agacharse sacando sus poderosas ancas,
pensó Winston, sorprendido, que era una hermosa
mujer. Nunca se le había ocurrido que el cuerpo de una
mujer de cincuenta años, deformado hasta adquirir
dimensiones monstruosas a causa de los partos y
endurecido, embastecido por el trabajo, pudiera ser un
hermoso cuerpo. Pero así era, y después de todo, ¿por
qué no? El sólido y deformado cuerpo, como un
bloque de granito, y la basta piel enrojecida guardaba
la misma relación con el cuerpo de una muchacha que
un fruto con la flor de su árbol. ¿Y por qué va a ser
inferior el fruto a la flor?
—Es hermosa —murmuró.
—Por lo menos tiene un metro de caderas —dijo Julia.
—Es su estilo de belleza.
Winston abarcó con su brazo derecho el fino talle de
Julia, que se apoyó sobre su costado. Nunca podrían
permitírselo. La mujer de abajo no se preocupaba con
sutilezas mentales; tenía fuertes brazos, un corazón
George Orwell
1984
cálido y un vientre fértil. Se preguntó Winston cuántos
hijos habría tenido. Seguramente unos quince. Habría
florecido momentáneamente —quizá durante un año—
y luego se había hinchado como una fruta fertilizada y
se había hecho dura y basta, y a partir de entonces su
vida se había reducido a lavar, fregar, remendar,
guisar, barrer, sacar brillo, primero para sus hijos y
luego para sus nietos durante una continuidad de
treinta años. Y al final todavía cantaba. La reverencia
mística que Winston sentía hacia ella tenía cierta
relación con el aspecto del pálido y limpio cielo que se
extendía por entre las chimeneas y los tejados en una
distancia infinita. Era curioso pensar que el cielo era el
mismo para todo el mundo, lo mismo para los
habitantes de Eurasia y de Asia Oriental, que para los
de Oceanía. Y en realidad las gentes que vivían bajo
ese mismo cielo eran muy parecidas en todas partes,
centenares o millares de millones de personas como
aquélla, personas que ignoraban mutuamente sus
existencias, separadas por muros de odio y mentiras, y
sin embargo casi exactamente iguales; gentes que
nunca habían aprendido a pensar, pero que
almacenaban en sus corazones, en sus vientres y en sus
músculos la energía que en el futuro habría de cambiar
George Orwell
1984
al mundo. ¡Si había alguna esperanza, radicaba en los
proles! .Sin haber leído el final del libro, sabía
Winston que ese tenía que ser el mensaje final de
Goldstein. El futuro pertenecía a los proles. Y, ¿podía
él estar seguro de que cuando llegara el tiempo de los
proles, el mundo que éstos construyeran no le
resultaría tan extraño a él, a Winston Smith, como le
era ahora el mundo del Partido? Sí, porque por lo
menos sería un mundo de cordura. Donde hay igualdad
puede haber sensatez. Antes o después ocurriría esto,
la fuerza almacenada se transmutaría en consciencia.
Los proles eran inmortales, no cabía dudarlo cuando se
miraba aquella heroica figura del patio. Al final se
despertarían. Y hasta que ello ocurriera, aunque
tardasen mil años, sobrevivirían a pesar de todos los
obstáculos como los pájaros, pasándose de cuerpo a
cuerpo la vitalidad que el Partido no poseía y que éste
nunca podría aniquilar.
—Te acuerdas —le dijo a Julia— de aquel pájaro que
cantó para nosotros, el primer día en que estuvimos
juntos en el lindero del bosque?
George Orwell
1984
—No cantaba para nosotros —respondió ella—.
Cantaba para distraerse, porque le gustaba. Tampoco;
sencillamente, estaba cantando.
Los pájaros cantaban; los proles cantaban también,
pero el Partido no cantaba. Por todo el mundo, en
Londres y en Nueva York, en África y en el Brasil, así
como en las tierras prohibidas más allá de las fronteras,
en las calles de París o Berlín, en las aldeas de la
interminable llanura rusa, en los bazares de China y del
Japón, por todas partes existía la misma figura
inconquistable, el mismo cuerpo deformado por el
trabajo y por los partos, en lucha permanente desde el
nacer al morir, y que sin embargo cantaba. De esas
poderosas entrañas nacería antes o después una raza de
seres conscientes. «Nosotros somos los muertos; el
futuro es de ellos», pensó Winston pero era posible
participar de ese futuro si se mantenía alerta la mente
como ellos, los proles, mantenían vivos sus cuerpos.
Todo el secreto estaba en pasarse de unos a otros la
doctrina secreta de que dos y dos son cuatro.
—Nosotros somos los muertos —dijo Winston.
—Nosotros somos los muertos —repitió Julia con
obediencia escolar.
George Orwell
1984
—Vosotros sois los muertos —dijo una voz de hierro
tras ellos.
Winston y Julia se separaron con un violento
sobresalto. A Winston parecían habérsele helado las
entrañas y, mirando a Julia, observó que se le habían
abierto los ojos desmesuradamente y que había
empalidecido hasta adquirir su cara un color amarillo
lechoso. La mancha del colorete en las mejillas se
destacaba violentamente como si fueran parches sobre
la piel.
—Vosotros sois los muertos —repitió la voz de hierro.
—Ha sido detrás del cuadro —murmuró Julia.
—Ha sido detrás del cuadro —repitió la voz—.
Quedaos exactamente donde estáis. No hagáis ningún
movimiento hasta que se os ordene.
¡Por fin, aquello había empezado! Nada podían hacer
sino mirarse fijamente. Ni siquiera se les ocurrió
escaparse, salir de la casa antes de que fuera
demasiado tarde. Sabían que era inútil. Era absurdo
pensar que la voz de hierro procedente del muro
pudiera ser desobedecida. Se oyó un chasquido como
si hubiese girado un resorte, y un ruido de cristal roto.
George Orwell
1984
El cuadro había caído al suelo descubriendo la
telepantalla que ocultaba.
—Ahora pueden vernos —dijo Julia.
—Ahora podemos veros —dijo la voz—. Permaneced
en el centro de la habitación. Espalda contra espalda.
Poneos las manos enlazadas detrás de la cabeza. No os
toquéis el uno al otro.
Por supuesto, no se tocaban, pero a Winston le parecía
sentir el temblor del cuerpo de Julia. 0 quizá no fuera
más que su propio temblor. Podía evitar que los dientes
le castañetearan, pero no podía controlar las rodillas.
Se oyeron unos pasos de pesadas botas en el piso bajo
dentro y fuera de la casa. El patio parecía estar lleno de
hombres; arrastraban algo sobre las piedras. La mujer
dejó de cantar súbitamente. Se produjo un resonante
ruido, como si algo rodara por el patio. Seguramente,
era el barreño de lavar la ropa. Luego, varios gritos de
ira que terminaron con un alarido de dolor.
—La casa está rodeada —dijo Winston.
—La casa está rodeada —dijo la voz.
Winston oyó que Julia le decía:
George Orwell
1984
—Supongo que podremos decirnos adiós.
—Podéis deciros adiós —dijo la voz. Y luego, otra voz
por completo distinta, una voz fina y culta que
Winston creía haber oído alguna vez, dijo:
—Y ya que estamos en esto, aquí tenéis una vela para
alumbraros mientras os acostáis; aquí tenéis mi hacha
para cortaros la cabeza.
Algo cayó con estrépito sobre la cama a espaldas de
Winston. Era el marco de la ventana, que había sido
derribado por la escalera de mano que habían apoyado
allí desde abajo. Por la escalera de la casa subía gente.
Pronto se llenó la habitación de hombres corpulentos
con uniformes negros, botas fuertes y altas porras en
las manos.
Ya Winston no temblaba. Ni siquiera movía los ojos.
Sólo le importaba una cosa: estarse inmóvil y no darles
motivo para que le golpearan. Un individuo con
aspecto de campeón de lucha libre, cuya boca era sólo
una raya, se detuvo frente a él, balanceando la porra
entre los dedos pulgar e índice mientras parecía
meditar. Winston lo miró a los ojos. Era casi
intolerable la sensación de hallarse desnudo, con las
George Orwell
1984
manos detrás de la cabeza. El hombre sacó un poco la
lengua, una lengua blanquecina, y se lamió el sitio
donde debía haber tenido los labios. Dejó de prestarle
atención a Winston. Hubo otro ruido violento. Alguien
había cogido el pisapapeles de cristal y lo había
arrojado contra el hogar de la chimenea, donde se
había hecho trizas.
El fragmento de coral, un pedacito de materia roja
como un capullito de los que adornan algunas tartas,
rodó por la estera. «¡Qué pequeño es!», pensó
Winston. Detrás de él se produjo un ruido sordo y una
exclamación contenida, a la vez que recibía un
violento golpe en el tobillo que casi le hizo caer al
suelo. Uno de los hombres le había dado a Julia un
puñetazo en la boca del estómago, haciéndola doblarse
como un metro de bolsillo. La joven se retorcía en el
suelo esforzándose por respirar. Winston no se atrevió
a volver la cabeza ni un milímetro, pero a veces
entraba en su radio de visión la lívida y angustiada cara
de Julia. A pesar del terror que sentía, era como si el
dolor que hacía retorcerse a la joven lo tuviera él
dentro de su cuerpo, aquel dolor espantoso que sin
embargo era menos importante que la lucha por volver
a respirar. Winston sabía de qué se trataba: conocía el
George Orwell
1984
terrible dolor que ni siquiera puede ser sentido porque
antes que nada es necesario volver a respirar.
Entonces, dos de los hombres la levantaron por las
rodillas y los hombros y se la llevaron de la habitación
como un saco. Winston pudo verle la cara amarilla. y
contorsionada, con los ojos cerrados y sin haber
perdido todavía el colorete de las mejillas.
Siguió inmóvil como una estatua. Aún no le habían
pegado. Le acudían a la mente pensamientos de muy
poco interés en aquel momento, pero que no podía
evitar. Se preguntó qué habría sido del señor
Charrington y qué le habrían hecho a la mujer del
patio. Sintió urgentes deseos de orinar y se sorprendió
de ello porque lo había hecho dos horas antes. Notó
que el reloj de la repisa de la chimenea marcaba las
nueve, es decir, las veintiuna, pero por la luz parecía
ser más temprano. ¿No debía estar oscureciendo a las
veintiuna de una tarde de agosto? Pensó que quizás
Julia y él se hubieran equivocado de hora. Quizás
habían creído que eran las veinte y treinta cuando
fueran en realidad las cero treinta de la mañana
siguiente, pero no siguió pensando en ello. Aquello no
tenía interés. Se sintieron otros pasos, más leves éstos,
en el pasillo. El señor Charrington entró en la
George Orwell
1984
habitación. Los hombres de los uniformes negros
adoptaron en seguida una actitud más sumisa. También
habían cambiado la actitud y el aspecto del señor
Charrington. Se fijó en los fragmentos del pisapapeles
de cristal.
—Recoged esos pedazos —dijo con tono severo.
Un hombre se agachó para recogerlos.
Charrington no hablaba ya con acento cokney. Winston
comprendió en seguida que aquélla era la voz que él
había oído poco antes en la telepantalla. Charrington
llevaba todavía su chaqueta de terciopelo, pero el
cabello, que antes tenía casi blanco, se le había vuelto
completamente negro. No llevaba ya gafas. Miró a
Winston de un modo breve y cortante, como si sólo le
interesase comprobar su identidad y no le prestó más
atención. Se le reconocía fácilmente, pero ya no era la
misma persona. Se le había enderezado el cuerpo y
parecía haber crecido. En el rostro sólo se le notaban
cambios muy pequeños, pero que sin embargo lo
transformaban por completo. Las cejas negras eran
menos peludas, no tenía arrugas, e incluso las
facciones le habían cambiado algo. Parecía tener ahora
la nariz más corta. Era el rostro alerta y frío de un
George Orwell
1984
hombre de unos treinta y cinco años. Pensó Winston
que por primera vez en su vida contemplaba, sabiendo
que era uno de ellos, a un miembro de la Policía del
Pensamiento.
George Orwell
1984
PARTE 3
George Orwell
1984
CAPITULO I
No sabía dónde estaba. Seguramente en el Ministerio
del Amor; pero no había manera de comprobarlo.
Se encontraba en una celda de alto techo, sin ventanas
y con paredes de reluciente porcelana blanca.
Lámparas ocultas inundaban el recinto de fría luz y
había un sonido bajo y constante, un zumbido que
Winston suponía relacionado con la ventilación
mecánica. Un banco, o mejor dicho, una especie de
estante a lo largo de la pared, le daba la vuelta a la
celda, interrumpido sólo por la puerta y, en el extremo
opuesto, por un retrete sin asiento de madera. Había
cuatro telepantallas, une en cada pared.
Winston sentía un sordo dolor en el vientre. Le venía
doliendo desde que lo encerraron en el camión para
llevarlo allí. Pero también tenía hambre, un hambre
roedora, anormal. Aunque estaba justificada, porque
por lo menos hacía veinticuatro horas que no había
comido; quizá treinta y seis. No sabía, quizá nunca lo
sabría, si lo habían detenido de día o de noche. Desde
que lo detuvieron no le habían dado nada de comer.
George Orwell
1984
Se estuvo lo más quieto que pudo en el estrecho banco,
con las manos cruzadas sobre las rodillas. Había
aprendido ya a estarse quieto. Si se hacían
movimientos inesperados, le chillaban a uno desde la
telepantalla, pero la necesidad de comer algo le
atenazaba de un modo espantoso. Lo que más le
apetecía era un pedazo de pan. Tenía una vaga idea de
que en el bolsillo de su «mono» tenía unas cuantas
migas de pan. Incluso era posible —lo pensó porque de
cuando en cuando algo le hacía cosquillas en la
pierna— que tuviera allí guardado un buen mendrugo.
Finalmente, pudo más la tentación que el miedo; se
metió una mano en el bolsillo.
—¡Smith! —gritó una voz desde la telepantalla—.
¡6O79! ¡Smith W! ¡En las celdas, las manos fuera de
los bolsillos!
Volvió a inmovilizarse v a cruzar las manos sobre las
rodillas. Antes de llevarlo allí lo habían dejado algunas
horas en otro sitio que debía de ser una cárcel corriente
o un calabozo temporal usado por las patrullas. No
sabía exactamente cuánto tiempo le habían tenido allí;
desde luego varias horas; pero no había relojes ni luz
natural y resultaba casi imposible calcular el tiempo.
George Orwell
1984
Era un sitio ruidoso y maloliente. Lo habían dejado en
una celda parecida a esta en que ahora se hallaba, pero
horriblemente sucia y continuamente llena de gente.
Por lo menos había a la vez diez o quince personas, la
mayoría de las cuales eran criminales comunes, pero
también se hallaban entre ellos unos cuantos
prisioneros políticos. Winston se había sentado
silencioso, apoyado contra la pared, encajado entre
unos cuerpos sucios y demasiado preocupado por el
miedo y por el dolor que sentía en el vientre para
interesarse por lo que le rodeaba. Sin embargo, notó la
asombrosa diferencia de conducta entre los prisioneros
del Partido y los otros. Los prisioneros del Partido
estaban siempre callados y llenos de terror, pero los
criminales corrientes parecían no temer a nadie.
Insultaban a los guardias, se resistían a que les quitaran
los objetos que llevaban, escribían palabras obscenas
en el suelo, comían descaradamente alimentos robados
que sacaban de misteriosos escondrijos de entre sus
ropas e incluso le respondían a gritos a la telepantalla
cuando ésta intentaba restablecer el orden. Por otra
parte, algunos de ellos parecían hallarse en buenas
relaciones con los guardias, los llamaban con apodos y
trataban de sacarles cigarrillos. También los guardias
George Orwell
1984
trataban a los criminales ordinarios con cierta
tolerancia, aunque, naturalmente, tenían que
manejarlos con rudeza. Se hablaba mucho allí de los
campos de trabajos forzados adonde los presos
esperaban ser enviados. Por lo visto, se estaba bien en
los campos siempre que se tuvieran ciertos apoyos y se
conociera el tejemaneje. Había allí soborno,
favoritismo e inmoralidades de toda clase, abundaba la
homosexualidad y la prostitución e incluso se
fabricaba clandestinamente alcohol destilándolo de las
patatas. Los cargos de confianza sólo se los daban a los
criminales propiamente dichos, sobre todo a los
gánster y a los asesinos de toda clase, que constituían
una especie de aristocracia. En los campos de trabajos
forzados, todas las tareas sucias y viles eran realizadas
por los presos políticos.
En aquella celda había presenciado Winston un
constante entrar y salir de presos de la más variada
condición: traficantes de drogas, ladrones, bandidos,
gente del mercado negro, borrachos y prostitutas.
Algunos de los borrachos eran tan violentos que los
demás presos tenían que ponerse de acuerdo para
sujetarlos. Una horrible mujer de unos sesenta años,
con grandes pechos caídos y greñas de cabello blanco
George Orwell
1984
sobre la cara, entró empujada por los guardias. Cuatro
de éstos la sujetaban mientras ella daba patadas y
chillaba. Tuvieron que quitarle las botas con las que la
vieja les castigaba las espinillas y la empujaron
haciéndola caer sentada sobre las piernas de Winston.
El golpe fue tan violento que Winston creyó que se le
habían partido los huesos de los muslos. La mujer les
gritó a los guardias, que ya se marchaban: «¡Hijos de
perra!». Luego, notando que estaba sentada en las
piernas de Winston, se dejó resbalar hasta la madera.
—Perdona, querido —le dijo—. No me hubiera
sentado encima de ti, pero esos matones me
empujaron. No saben tratar a una dama. —Se calló
unos momentos y, después de darse unos golpecitos en
el pecho, eructó ruidosamente Perdona, chico —dijo—
. Yo ya no soy yo.
Se inclinó hacia delante y vomitó copiosamente sobre
el suelo.
Esto va mejor —dijo, volviendo a apoyar la espalda en
la pared y cerrando los ojos—. Es lo que yo digo: lo
mejor es echarlo fuera mientras esté reciente en el
estómago.
George Orwell
1984
Reanimada, volvió a fijarse en Winston y pareció
tomarle un súbito cariño. Le pasó uno de sus flácidos
brazos por los hombros y lo atrajo hacia ella,
echándole encima un pestilente vaho a cerveza y
porquería.
—¿Cómo te llamas, cariño? —le dijo.
—Smith.
—¿Smith? —repetía la mujer—. Tiene gracia. Yo
también me llamo Smith. Es que —añadió
sentimentalmente—yo podía ser tu madre.
En efecto, podía ser mi madre, pensó Winston. Tenía
aproximadamente la misma edad y el mismo aspecto
físico y era probable que la gente cambiara algo
después de pasar veinte años en un campo de trabajos
forzados.
Nadie más le había hablado. Era sorprendente hasta
qué punto despreciaban los criminales ordinarios a los
presos del Partido. Los llamaban, despectivamente, los
polits, y no sentían ningún interés por lo que hubieran
hecho o dejado de hacer. Los presos del Partido
parecían tener un miedo atroz a hablar con nadie y,
sobre todo, a hablar unos con otros. Sólo una vez,
George Orwell
1984
cuando dos miembros del Partido, ambos mujeres,
fueron sentadas juntas en el banco, oyó Winston entre
la algarabía de voces, unas cuantas palabras
murmuradas precipitadamente y, sobre todo, la
referencia a algo que llamaban la «habitación uno—
cero—uno». No sabía a qué se podían referir.
Quizá llevara dos o tres horas en este nuevo sitio. El
dolor de vientre no se le pasaba, pero se le aliviaba
algo a ratos y entonces sus pensamientos eran un poco
menos tétricos. En cambio, cuando aumentaba el dolor,
sólo pensaba en el dolor mismo y en su hambre. Al
aliviarse, se apoderaba el pánico de él. Había
momentos en que se figuraba de modo tan gráfico las
cosas que iban a hacerle que el corazón le galopaba y
se le cortaba la respiración. Sentía los porrazos que
iban a darle en los codos y las patadas que le darían las
pesadas botas claveteadas de hierro. Se veía a sí mismo
retorciéndose en el suelo, pidiendo a gritos
misericordia por entre los dientes partidos. Apenas
recordaba a Julia. No podía concentrar en ella su
mente. La amaba y no la traicionaría; pero eso era sólo
un hecho, conocido por él como conocía las reglas de
aritmética. No sentía amor por ella y ni siquiera se
preocupaba por lo que pudiera estarle sucediendo a
George Orwell
1984
Julia en ese momento. En cambio pensaba con más
frecuencia en O'Brien con cierta esperanza. O'Brien
tenía que saber que lo habían detenido. Había dicho
que la Hermandad nunca intentaba salvar a sus
miembros. Pero la cuchilla de afeitar se la
proporcionarían si podían. Quizá pasaran cinco
segundos antes de que los guardias pudieran entrar en
la celda. La hoja penetraría en su carne con quemadora
frialdad e incluso los dedos que la sostuvieran
quedarían cortados hasta el hueso. Todo esto se le
representaba a él, que en aquellos momentos se
encogía ante el más pequeño dolor. No estaba seguro
de utilizar la hoja de afeitar incluso si se la llegaban a
dar. Lo más natural era seguir existiendo
momentáneamente, aceptando otros diez minutos de
vida aunque al final de aquellos largos minutos no
hubiera más que una tortura insoportable.
A veces procuraba calcular el número de mosaicos de
porcelana que cubrían las paredes de la celda. No debía
de ser difícil, pero siempre perdía la cuenta. Se
preguntaba a cada momento dónde estaría y qué hora
sería. Llegó a estar seguro de que afuera hacía sol y
poco después estaba igualmente convencido de que era
noche cerrada. Sabía instintivamente que en aquel
George Orwell
1984
lugar nunca se apagaban las luces. Era el sitio donde
no había oscuridad: y ahora sabía por qué O'Brien
había reconocido la alusión. En el Ministerio del Amor
no había ventanas. Su celda podía hallarse en el centro
del edificio o contra la pared trasera, podía estar diez
pisos bajo tierra o treinta sobre el nivel del suelo.
Winston se fue trasladando mentalmente de sitio y
trataba de comprender, por la sensación vaga de su
cuerpo, si estaba colgado a gran altura o enterrado a
gran profundidad.
Afuera se oía ruido de pesados pasos. La puerta de
acero se abrió con estrépito. Entró un joven oficial, con
impecable uniforme negro, una figura que parecía
brillar por todas partes con reluciente cuero y cuyo
pálido y severo rostro era como una máscara de cera.
Avanzó unos pasos dentro de la celda y volvió a salir
para ordenar a los guardias que esperaban afuera que
hiciesen entrar al preso que traían. El poeta
Ampleforth entró dando tumbos en la celda. La puerta
volvió a cerrarse de golpe.
Ampleforth hizo dos o tres movimientos inseguros
como buscando una salida y luego empezó a pasear
arriba y abajo por la celda. Todavía no se había dado
George Orwell
1984
cuenta de la presencia de Winston. Sus turbados ojos
miraban la pared un metro por encima del nivel de la
cabeza de Winston. No llevaba zapatos; por los
agujeros de los calcetines le salían los dedos gordos.
Llevaba varios días sin afeitarse y la incipiente barba
le daba un aire rufianesco que no le iba bien a su
aspecto larguirucho y débil ni a sus movimientos
nerviosos.
Winston salió un poco de su letargo. Tenía que
hablarle a Ampleforth aunque se expusiera al chillido
de la telepantalla. Probablemente, Ampleforth era el
que le traía la hoja de afeitar.
—Ampleforth.
La telepantalla no dijo nada. Ampleforth se detuvo,
sobresaltado. Su mirada se concentró unos momentos
sobre Winston.
—¡Ah, Smith! —dijo—. ¡También tú!
—¿De qué te acusan?
—Para
decirte
la
verdad...
—sentóse
embarazosamente— en el banco de enfrente a
Winston—. Sólo hay un delito, ¿verdad?
George Orwell
1984
—¿Y tú lo has cometido?
—Por lo visto.
Se llevó una mano a la frente y luego las dos
apretándose las sienes en un esfuerzo por recordar
algo.
—Estas cosas suelen ocurrir empezó vagamente . A
fuerza de pensar en ello, se me ha ocurrido que pudiera
ser... fue desde luego una indiscreción, lo reconozco.
Estábamos preparando una edición definitiva de los
poemas de Kipling. Dejé la palabra Dios al final de un
verso. ¡No pude evitarlo! —añadió casi con
indignación, levantando la cara para mirar a
Winston—. Era imposible cambiar ese verso. God
(Dios) tenía que rimar con rod. ¿Te das cuenta de que
sólo hay doce rimas para rod en nuestro idioma?
Durante muchos días me he estado arañando el
cerebro. Inútil, no había ninguna otra rima posible.
Cambió la expresión de su cara. Desapareció de ella la
angustia y por unos momentos pareció satisfecho. Era
una especie de calor intelectual que lo animaba, la
alegría del pedante que ha descubierto algún dato
inútil.
George Orwell
1984
—¿Has pensado alguna vez —dijo— que toda la
historia de la poesía inglesa ha sido determinada por el
hecho de que en el idioma inglés escasean las rimas?
No, aquello no se le había ocurrido nunca a Winston ni
le parecía que en aquellas circunstancias fuera un
asunto muy interesante.
—¿Sabes si es ahora de día o de noche? —le preguntó.
Ampleforth se sobresaltó de nuevo:
—No había pensado en ello. Me detuvieron hace dos
días, quizá tres. —Su mirada recorrió las paredes como
si esperase encontrar una ventana—. Aquí no hay
diferencia entre el día y la noche. No es posible
calcular la hora.
Hablaron sin mucho sentido durante unos minutos
hasta que, sin razón aparente, un alarido de la
telepantalla los mandó callar. Winston se inmovilizó
como ya sabía hacerlo. En cambio, Ampleforth,
demasiado grande para acomodarse en el estrecho
banco, no sabía cómo ponerse y se movía nervioso.
Unos ladridos de la telepantalla le ordenaron que se
estuviera quieto. Pasó el tiempo. Veinte minutos,
quizás una hora... Era imposible saberlo. Una vez más
George Orwell
1984
se acercaban pasos de botas. A Winston se le contrajo
el vientre. Pronto, muy pronto, quizá dentro de cinco
minutos, quizás ahora mismo, el ruido de pasos
significaría que le había llegado su turno.
Se abrió la puerta. El joven oficial de antes entró en la
celda. Con un rápido movimiento de la mano señaló a
Ampleforth.
—Habitación uno—cero—uno —dijo.
Ampleforth salió conducido por los guardias con las
facciones alteradas, pero sin comprender.
A Winston le pareció que pasaba mucho tiempo. Había
vuelto a dolerle atrozmente el estómago. Su mente
daba vueltas por el mismo camino. Tenía sólo seis
pensamientos: el dolor de vientre; un pedazo de pan; la
sangre y los gritos; O'Brien; Julia; la hoja de afeitar.
Sintió otra contracción en las entrañas; se acercaban
las pesadas botas. Al abrirse la puerta, la oleada de aire
trajo un intenso olor a sudor frío.
Parsons entró en la celda. Vestía sus shorts caquis y
una camisa de sport.
Esta vez, el asombro de Winston le hizo olvidarse de
sus preocupaciones.
George Orwell
1984
—¡Tú aquí! —exclamó.
Parsons dirigió a Winston una mirada que no era de
interés ni de sorpresa, sino sólo de pena. Empezó a
andar de un lado a otro con movimientos mecánicos.
Luego empezó a temblar, pero se dominaba apretando
los puños. Tenía los ojos muy abiertos.
—¿De qué te acusan? —le preguntó Winston.
—Crimental —dijo Parsons dando a entender con el
tono de su voz que reconocía plenamente su culpa y, a
la vez, un horror incrédulo de que esa palabra pudiera
aplicarse a un hombre como él. Se detuvo frente a
Winston y le preguntó con angustia. ¿No me matarán,
verdad, amigo? No le matan a uno cuando no ha hecho
nada concreto y sólo es culpable de haber tenido
pensamientos que no pudo evitar. Sé que le juzgan a
uno con todas las garantías. Tengo gran confianza en
ellos. Saben perfectamente mi hoja de servicios.
También tú sabes cómo he sido yo siempre. No he sido
inteligente, pero siempre he tenido la mejor voluntad.
He procurado servir lo mejor posible al Partido, ¿no
crees? Me castigarán a cinco años, ¿verdad? O quizá
diez. Un tipo como yo puede resultar muy útil en un
George Orwell
1984
campo de trabajos forzados. Creo que no me fusilarán
por una pequeña y única equivocación.
—¿Eres culpable de algo? —dijo Winston.
—¡Claro que soy culpable! —exclamó Parsons
mirando servilmente a la telepantalla—. ¿No creerás
que el Partido puede detener a un hombre inocente? —
Se le calmó su rostro de rana e incluso tomó una
actitud beatífica—. El crimen del pensamiento es una
cosa horrible —dijo sentenciosamente— . Es una
insidia que se apodera de uno sin que se dé cuenta.
¿Sabes cómo me ocurrió a mí? ¡Mientras dormía! Sí,
así fue. Me he pasado la vida trabajando tan contento,
cumpliendo con mi deber lo mejor que podía y, ya ves,
resulta que tenía un mal pensamiento oculto en la
cabeza. ¡Y yo sin saberlo! Una noche, empecé a hablar
dormido, y ¿sabes lo que me oyeron decir?
Bajó la voz, como alguien que por razones médicas
tiene que pronunciar unas palabras obscenas.
—¡Abajo el Gran Hermano! Sí, eso dije. Y parece ser
que lo repetí varias veces. Entre nosotros, chico, te
confesaré que me alegró que me detuvieran antes de
que la cosa pasara a mayores. ¿Sabes lo que voy a
George Orwell
1984
decirles cuando me lleven ante el tribunal? «Gracias —
les diré—, «gracias por haberme salvado antes de que
fuera demasiado tarde».
—¿Quién te denunció? —dijo Winston.
—Fue mi niña —dijo Parsons con cierto orgullo
dolido—. Estaba escuchando por el agujero de la
cerradura. Me oyó decir aquello y llamó a la patrulla al
día siguiente. No se le puede pedir más lealtad política
a una niña de siete años, ¿no te parece? No le guardo
ningún rencor. La verdad es que estoy orgulloso de
ella, pues lo que hizo demuestra que la he educado
muy bien.
Anduvo un poco más por la celda mirando varias
veces, con deseo contenido, a la taza del retrete.
Luego, se bajó a toda prisa los pantalones.
—Perdona, chico —dijo—. No puedo evitarlo. Es por
la espera; ¿sabes?
Asentó su amplio trasero sobre la taza. Winston se
cubrió la cara con las manos.
—¡Smith! —chilló la voz de la telepantalla—. ¡6O79
Smith W! Descúbrete la cara. En las celdas, nada de
taparse la cara.
George Orwell
1984
Winston se descubrió el rostro. Parsons usó el retrete
ruidosa y abundantemente. Luego resultó que no
funcionaba el agua y la celda estuvo oliendo
espantosamente durante varias horas.
Se llevaron a Parsons. Entraron y salieron más presos,
misteriosamente. Una mujer fue enviada a la
«habitación 101» y Winston observó que esas palabras
la hicieron cambiar de color. Llegó el momento en
que, si hubiera sido de día cuando le llevaron allí, sería
ya la última hora de la tarde; y de haber entrado por la
tarde, sería ya media noche. Había seis presos en la
celda entre hombres y mujeres. Todos estaban sentados
muy quietos. Frente a Winston se hallaba un hombre
con cara de roedor; apenas tenía barbilla y sus dientes
eran afilados y salientes. Los carrillos le formaban
bolsones de tal modo que podía pensarse que
almacenaba allí comida. Sus ojos gris pálido se movían
temerosamente de un lado a otro y se desviaba su
mirada en cuanto tropezaba con la de otra persona.
Se abrió la puerta de nuevo y entró otro preso cuyo
aspecto le causó un escalofrío a Winston. Era un
hombre de aspecto vulgar, quizás un ingeniero o un
técnico. Pero lo sorprendente en él era su figura
George Orwell
1984
esquelético. Su delgadez era tan exagerada que la boca
y los ojos parecían de un tamaño desproporcionado y
en sus ojos se almacenaba un intenso y criminal odio
contra algo o contra alguien.
El individuo se sentó en el banco a poca distancia de
Winston. Éste no volvió a mirarle, pero la cara de
calavera se le había quedado tan grabada como si la
tuviera continuamente frente a sus ojos. De pronto
comprendió de qué se trataba. Aquel hombre se moría
de hambre. Lo mismo pareció ocurrírseles casi a la vez
a cuantos allí se hallaban. Se produjo un leve
movimiento por todo el banco. El hombre de la cara de
ratón miraba de cuando en cuando al esquelético y
desviaba en seguida la mirada con aire culpable para
volverse a fijarse en él irresistiblemente atraído. Por
fin se levantó, cruzó pesadamente la celda, se rebuscó
en el bolsillo del «mono» y con aire tímido sacó un
mugriento mendrugo de pan y se lo tendió al
hambriento.
La telepantalla rugió furiosa. El de la cara de ratón
volvió a su sitio de un brinco. El esquelético se había
llevado inmediatamente las manos detrás de la espalda
George Orwell
1984
como para demostrarle a todo el mundo que se había
negado a aceptar el ofrecimiento.
—¡Bumstead! —gritó la voz de un modo
ensordecedor—. ¡2713 Bumstead! Tira ese pedazo de
pan.
El individuo tiró el mendrugo al suelo.
—Ponte de pie de cara a la puerta y sin hacer ningún
movimiento.
El hombre obedeció mientras le temblaban los
bolsones de sus mejillas. Se abrió la puerta de golpe y
entró el joven oficial, que se apartó para dejar pasar a
un guardia achaparrado con enormes brazos y
hombros. Se colocó frente al hombre del mendrugo y,
a una orden muda del oficial, le lanzó un terrible
puñetazo a la boca apoyándolo con todo el peso de su
cuerpo. La fuerza del golpe empujó al individuo hasta
la otra pared de la celda. Se cayó junto al retrete. Le
brotaba una sangre negruzca de la boca y de la nariz.
Después, gimiendo débilmente, consiguió ponerse en
pie. Entre un chorro de sangre y saliva, se le cayeron
de la boca las dos mitades de una dentadura postiza.
George Orwell
1984
Los presos estaban muy quietos, todos ellos con las
manos cruzadas sobre las rodillas. El hombre ratonil
volvió a su sitio. Se le oscurecía la carne en uno de los
lados de la cara. Se le hinchó la boca hasta formar una
masa informe con un agujero negro en medio. Sus ojos
grises seguían moviéndose, sintiéndose más culpable
que nunca y como tratando de averiguar cuánto lo
despreciaban los otros por aquella humillación.
Se abrió la puerta. Con un pequeño gesto, el oficial
señaló al hombre esquelético.
—Habitación 101 —dijo.
Winston oyó a su lado una ahogada exclamación de
pánico. El hombre se dejó caer al suelo de rodillas y
rogaba con las manos juntas:
—¡Camarada! ¡Oficial! No tienes que llevarme a ese
sitio; ¿no te lo he dicho ya todo? ¿Qué más quieres
saber? ¡Todo lo confesaría, todo! Dime de qué se trata
y lo confesaré. ¡Escribe lo que quieras y lo firmaré!
Pero no me lleves a la habitación 101.
—Habitación 101 —dijo el oficial.
George Orwell
1984
La cara del hombre, ya palidísima, se volvió de un
color increíble. Era —no había lugar a dudas— de un
tono verde.
—¡Haz algo por mi —chilló—. Me has estado
matando de hambre durante varias semanas. Acaba
conmigo de una vez. Dispara contra mí. Ahórcame.
Condéname a veinticinco años. ¿Queréis que denuncie
a alguien más? Decidme de quién se trata y yo diré
todo lo que os convenga. No me importa quién sea ni
lo que vayáis a hacerle. Tengo mujer y tres hijos. El
mayor de ellos no tiene todavía seis años. Podéis coger
a los cuatro y cortarles el cuerpo delante de mí y yo lo
contemplaré sin rechistar. Pero no me llevéis a la
habitación 101.
—Habitación 101 —dijo el oficial.
El hombre del rostro de calavera miró frenéticamente a
los demás presos como si esperara encontrar alguno
que pudiera poner en su lugar. Sus ojos se detuvieron
en la aporreada cara del que le había ofrecido el
mendrugo. Lo señaló con su mano huesuda y
temblorosa.
George Orwell
1984
—A ése es al que debíais llevar, no a mí —gritó—.
¿No habéis oído lo que dijo cuando le pegaron? Os lo
contaré si queréis oírme. El sí que está contra el
Partido y no yo.— Los guardias avanzaron dos pasos.
La voz del hombre se elevó histéricamente . ¡No lo
habéis oído! —repitió—. La telepantalla no funcionaba
bien. Ése es al que debéis llevaros. ¡Sí, él, él; yo no!
Los dos guardias lo sujetaron por el brazo, pero en ese
momento el preso se tiró al suelo y se agarró a una de
las patas de hierro que sujetaban el banco. Lanzaba un
aullido que parecía de algún animal. Los guardias
tiraban de él. Pero se aferraba con asombrosa fuerza.
Estuvieron forcejeando así quizá unos veinte segundos.
Los presos seguían inmóviles con las manos cruzadas
sobre las rodillas mirando fijamente frente a ellos. El
aullido se cortó; el hombre sólo tenía ya alientos para
sujetarse. Entonces se oyó un grito diferente. Un
guardia le había roto de una patada los dedos de una
mano. Lo pusieron de pie alzándolo como un pelele.
—Habitación 101 —dijo el oficial.
Y se lo llevaron al hombre, que apenas podía apoyarse
en el suelo y que se sujetaba con la otra la mano
partida. Había perdido por completo los ánimos.
George Orwell
1984
Pasó mucho tiempo. Si había sido media noche cuando
se llevaron al hombre de la cara de calavera, era ya por
la mañana; si había sido por la mañana, ahora sería por
la tarde. Winston estaba solo desde hacía varias horas.
Le producía tal dolor estarse sentado en el estrecho
banco que se atrevió a levantarse de cuando en cuando
y dar unos pasos por la celda sin que la telepantalla se
lo prohibiera. El mendrugo de pan seguía en el suelo,
en el mismo sitio donde lo había tirado el individuo de
cara ratonil. Al principio, necesitó Winston esforzarse
mucho para no mirarlo, pero ya no tenía hambre, sino
sed. Se le había puesto la boca pegajosa y de un sabor
malísimo. El constante zumbido y la invariable luz
blanca le causaban una sensación de mareo y de tener
vacía la cabeza. Cuando no podía resistir más el dolor
de los huesos, se levantaba, pero volvía a sentarse en
seguida porque estaba demasiado mareado para
permanecer en pie. En cuanto conseguía dominar sus
sensaciones físicas, le volvía el terror. A veces pensaba
con leve esperanza en O'Brien y en la hoja de afeitar.
Bien pudiera llegar la hoja escondida en el alimento
que le dieran, si es que llegaban a darle alguno. En
Julia pensaba menos. Estaría sufriendo, quizás más que
él. Probablemente estaría chillando de dolor en este
George Orwell
1984
mismo instante. Pensó: «Si pudiera salvar a Julia
duplicando mi dolor, ¿lo haría? Sí, lo haría». Esto era
sólo una decisión intelectual, tomada porque sabía que
su deber era ese; pero, en verdad, no lo sentía. En
aquel sitio no se podía sentir nada excepto el dolor
físico y la anticipación de venideros dolores. Además,
¿era posible, mientras se estaba sufriendo realmente,
desear que por una u otra razón le aumentara a uno el
dolor? Pero a esa pregunta no estaba él todavía en
condiciones de responder. Las botas volvieron a
acercarse. Se abrió la puerta. Entró O'Brien.
Winston se puso en pie. El choque emocional de ver a
aquel hombre le hizo abandonar toda preocupación.
Por primera vez en muchos años, olvidó la presencia
de la telepantalla.
—¡También a ti te han cogido! —exclamó.
—Hace mucho tiempo que me han cogido —repuso
O'Brien con una ironía suave y como si lo lamentara.
Se apartó un poco para que pasara un corpulento
guardia que tenía una larga porra negra en la mano.
George Orwell
1984
—Ya sabías que ocurriría esto, Winston —dijo
O'Brien—. No te engañes a ti mismo. Lo sabías...
Siempre lo has sabido.
Sí, ahora comprendía que siempre lo había sabido.
Pero no había tiempo de pensar en ello. Sólo tenía ojos
para la porra que se balanceaba en la mano del guardia.
El golpe podía caer en cualquier parte de su cuerpo: en
la coronilla, encima de la oreja, en el antebrazo, en el
codo...
¡En el codo! Dio un brinco y se quedó casi paralizado
sujetándose con la otra mano el codo golpeado. Había
visto luces amarillas. ¡Era inconcebible que un solo
golpe pudiera causar tanto dolor! Cayó al suelo.
Volvió a ver claro. Los otros dos lo miraban desde
arriba. El guardia se reía de sus contorsiones. Por lo
menos, ya sabía una cosa, jamás, por ninguna razón del
mundo, puede uno desear un aumento de dolor. Del
dolor físico sólo se puede desear una cosa: que cese.
Nada en el mundo es tan malo como el dolor físico.
Ante eso no hay héroes. No hay héroes, pensó una y
otra vez mientras se retorcía en el suelo, sujetándose
inútilmente su inutilizado brazo izquierdo.
George Orwell
1984
CAPITULO II
Winston yacía sobre algo que parecía una cama de
campaña aunque más elevada sobre el suelo y que
estaba sujeta para que no pudiera moverse. Sobre su
rostro caía una luz más fuerte que la normal. O'Brien
estaba de pie a su lado, mirándole fijamente. Al otro
lado se hallaba un hombre con chaqueta blanca en una
de cuyas manos tenía preparada una jeringuilla
hipodérmico.
Aunque ya hacía un rato que había abierto los ojos, no
acababa de darse plena cuenta de lo que le rodeaba.
Tenía la impresión de haber venido nadando hasta esta
habitación desde un mundo muy distinto, una especie
de mundo submarino. No sabía cuánto tiempo había
estado en aquellas profundidades. Desde el momento
en que lo detuvieron no había visto oscuridad ni luz
diurna. Además sus recuerdos no eran continuos. A
veces la conciencia, incluso esa especie de conciencia
que tenemos en los sueños, se le había parado en seco
y sólo había vuelto a funcionar después de un rato de
absoluto vacío. Pero si esos ratos eran segundos, horas,
días, o semanas, no había manera de saberlo.
George Orwell
1984
La pesadilla comenzó con aquel primer golpe en el
codo. Más tarde se daría cuenta de que todo lo
ocurrido entonces había sido sólo una ligera
introducción, un interrogatorio rutinario al que eran
sometidos casi todos los presos. Todos tenían que
confesar, como cuestión de mero trámite, una larga
serie de delitos: espionaje, sabotaje y cosas por el
estilo. Aunque la tortura era real, la confesión era sólo
cuestión de trámite. Winston no podía recordar cuántas
veces le habían pegado ni cuánto tiempo habían durado
los castigos. Recordaba, en cambio, que en todo
momento había en torno suyo cinco o seis individuos
con uniformes negros. A veces emplearon los puños,
otras las porras, también varas de acero y, por
supuesto, las botas. Sabía que había rodado varias
veces por el suelo con el impudor de un animal
retorciéndose en un inútil esfuerzo por evitar los
golpes, pero con aquellos movimientos sólo conseguía
que le propinaran más patadas en las costillas, en el
vientre, en los codos, en las espinillas, en los testículos
y en la base de la columna vertebral. A veces gritaba
pidiendo misericordia incluso antes de que empezaran
a pegarle y bastaba con que un puño hiciera el
movimiento de retroceso precursor del golpe para que
George Orwell
1984
confesara todos los delitos, verdaderos o imaginarios,
de que le acusaban. Otras veces, cuando se decidía a
no contestar nada, tenían que sacarle las palabras entre
alaridos de dolor y en otras ocasiones se decía a sí
mismo, dispuesto a transigir: «Confesaré, pero todavía
no. Tengo que resistir hasta que el dolor sea
insoportable. Tres golpes más, dos golpes más y les
diré lo que quieran». Cuando te golpeaban hasta
dejarlo tirado como un saco de patatas en el suelo de
piedra para que recobrara alguna energía, al cabo de
varias horas volvían a buscarlo y le pegaban otra vez.
También había períodos más largos de descanso. Los
recordaba confusamente porque los pasaba adormilado
o con el conocimiento casi perdido. Se acordaba de
que un barbero había ido a afeitarle la barba al rape y
algunos hombres de actitud profesional, con batas
blancas, le tomaban el pulso, le observaban sus
movimientos reflejos, le levantaban los párpados y le
recorrían el cuerpo con dedos rudos en busca de
huesos rotos o le ponían inyecciones en el brazo para
hacerle dormir.
Las palizas se hicieron menos frecuentes y quedaron
reducidas casi únicamente a amenazas, a anunciarle un
horror al que le enviarían en cuanto sus respuestas no
George Orwell
1984
fueran satisfactorias. Los que le interrogaban no eran
ya rufianes con uniformes negros, sino intelectuales
del Partido, hombrecillos regordetes con movimientos
rápidos y gafas brillantes que se relevaban para
«trabajarlo» en turnos que duraban —no estaba
seguro— diez o doce horas. Estos otros interrogadores
procuraban que se hallase sometido a un dolor leve,
pero constante, aunque ellos no se basaban en el dolor
para hacerle confesar. Le daban bofetadas, le retorcían
las orejas, le tiraban del pelo, le hacían sostenerse en
una sola pierna, le negaban el permiso para orinar, le
enfocaban la cara con insoportables reflectores hasta
que le hacían llorar a lágrima viva... Pero la finalidad
de esto era sólo humillarlo y destruir en él la facultad
de razonar, de encontrar argumentos. La verdadera
arma de aquellos hombres era el despiadado
interrogatorio que proseguía hora tras hora, lleno de
trampas, deformando todo lo que él había dicho,
haciéndole confesar a cada paso mentiras y
contradicciones, hasta que empezaba a llorar no sólo
de vergüenza sino de cansancio nervioso. A veces
lloraba media docena de veces en una sola sesión. Casi
todo el tiempo lo estaban insultando y lo amenazaban,
a cada vacilación, con volverlo a entregar a los
George Orwell
1984
guardias. Pero de pronto cambiaban de tono, lo
llamaban camarada, trataban de despertar sus
sentimientos en nombre del Ingsoc y del Gran
Hermano, y le preguntaban compungidos si no le
quedaba la suficiente lealtad hacia el Partido para
desear no haber hecho todo el mal que había hecho.
Con los nervios destrozados después de tantas horas de
interrogatorio, estos amistosos reproches le hacían
llorar con más fuerza. Al final se había convertido en
un muñeco: una boca que afirmaba lo que le pedían y
una mano que firmaba todo lo que le ponían delante.
Su única preocupación consistía en descubrir qué
deseaban
hacerle
declarar
para
confesarlo
inmediatamente antes de que empezaran a insultarlo y
a amenazarle. Confesó haber asesinado a distinguidos
miembros del Partido, haber distribuido propaganda
sediciosa, robo de fondos públicos, venta de secretos
militares al extranjero, sabotajes de toda clase...
Confesó que había sido espía a sueldo de Asia Oriental
ya en 1968. Confesó que tenía creencias religiosas, que
admiraba el capitalismo y que era un pervertido sexual.
Confesó haber asesinado a su esposa, aunque sabía
perfectamente —y tenían que saberlo también sus
verdugos— que su mujer vivía aún. Confesó que
George Orwell
1984
durante muchos años había estado en relación con
Goldstein y había sido miembro de una organización
clandestina a la que habían pertenecido casi todas las
personas que él había conocido en su vida. Lo más
fácil era confesarlo todo —fuera verdad o mentira— y
comprometer a todo el mundo. Además, en cierto
sentido, todo ello era verdad. Era cierto que había sido
un enemigo del Partido y a los ojos del Partido no
había distinción alguna entre los pensamientos y los
actos.
También recordaba otras cosas que surgían en su
mente de un modo inconexo, como cuadros aislados
rodeados de oscuridad. Estaba en una celda que podía
haber estado oscura o con luz, no lo sabía, porque lo
único que él veía era un par de ojos. Allí cerca se oía el
tic—tac, lento y regular, de un instrumento. Los ojos
aumentaron de tamaño y se hicieron más luminosos.
De pronto, Winston salió flotando de su asiento y
sumergiéndose en los ojos, fue tragado por ellos.
Estaba atado a una silla rodeada de esferas graduadas,
bajo cegadores focos. Un hombre con bata blanca leía
los discos. Fuera se oía que se acercaban pasos. La
George Orwell
1984
puerta se abrió de golpe. El oficial de cara de cera
entró seguido por dos guardias.
—Habitación 101 —dijo el oficial.
El hombre de la bata blanca no se volvió. Ni siquiera
miró a Winston; se limitaba a observar los discos.
Winston rodaba por un interminable corredor de un
kilómetro de anchura inundado por una luz dorada y
deslumbrante. Se reía a carcajadas y gritaba
confesiones sin cesar. Lo confesaba todo, hasta lo que
había logrado callar bajo las torturas. Le contaba toda
la historia de su vida a un público que ya la conocía.
Lo rodeaban los guardias, sus otros verdugos de lentes,
los hombres de las batas blancas, O'Brien, Julia, el
señor Charrington, y todos rodaban alegremente por el
pasillo riéndose a carcajadas. Winston se había
escapado de algo terrorífico con que le amenazaban y
que no había llegado a suceder. Todo estaba muy bien,
no había más dolor y hasta los más mínimos detalles
de su vida quedaban al descubierto, comprendidos y
perdonados.
Intentó levantarse, incorporarse en la cama donde lo
habían tendido, pues casi tenía la seguridad de haber
George Orwell
1984
oído la voz de O'Brien. Durante todos los
interrogatorios anteriores, a pesar de no haberío
llegado a ver, había tenido la constante sensación de
que O'Brien estaba allí cerca, detrás de él. Era O'Brien
quien lo había dirigido todo. Él había lanzado a los
guardias contra Winston y también él había evitado
que lo mataran. Fue él quien decidió cuándo tenía
Winston que gritar de dolor, cuándo podía descansar,
cuándo lo tenían que alimentar, cuándo habían de
dejarlo dormir y cuándo tenían que reanimarlo con
inyecciones. Era él quien sugería las preguntas y las
respuestas. Era su atormentador, su protector, su
inquisidor y su amigo. Y una vez —Winston no podía
recordar si esto ocurría mientras dormía bajo el efecto
de la droga, o durante el sueño normal o en un
momento en que estaba despierto— una voz le había
murmurado al oído: «No te preocupes, Winston; estás
bajo mi custodia. Te he vigilado durante siete años.
Ahora ha llegado el momento decisivo. Te salvaré; te
haré perfecto». No estaba seguro si era la voz de
O'Brien; pero desde luego era la misma voz que le
había dicho en aquel otro sueño, siete años antes: «Nos
encontraremos en el sitio donde no hay oscuridad».
George Orwell
1984
Ahora no podía moverse. Le habían sujetado bien el
cuerpo boca arriba. Incluso la cabeza estaba sujeta por
detrás al lecho. O'Brien lo miraba serio, casi triste. Su
rostro, visto desde abajo, parecía basto y gastado, y
con bolsas bajo los ojos y arrugas de cansancio de la
nariz a la barbilla. Era mayor de lo que Winston creía.
Quizás tuviera cuarenta y ocho o cincuenta años.
Apoyaba la mano en una palanca que hacía mover la
aguja de la esfera, en la que se veían unos números.
—Te dije —murmuró O'Brien—
encontrábamos de nuevo, sería aquí.
que,
si
nos
—Sí —dijo Winston.
Sin advertencia previa excepto un leve movimiento de
la mano de O'Brien— le inundó una oleada dolorosa.
Era un dolor espantoso porque no sabía de dónde venía
y tenía la sensación de que le habían causado un daño
mortal. No sabía si era un dolor interno o el efecto de
algún recurso eléctrico, pero sentía como si todo el
cuerpo se le descoyuntara. Aunque el dolor le hacía
sudar por la frente, lo único que le preocupaba es que
se le rompiera la columna vertebral. Apretó los dientes
y respiró por la nariz tratando de estarse callado lo más
posible.
George Orwell
1984
—Tienes miedo —dijo O'Brien observando su cara—
de que de un momento a otro se te rompa algo. Sobre
todo, temes que se te parta la espina dorsal. Te
imaginas ahora mismo las vértebras saltándose y el
líquido raquídeo saliéndose. ¿Verdad que lo estás
pensando, Winston?
Winston no contestó. O'Brien presionó sobre la
palanca. La ola de dolor se retiró con tanta rapidez
como había llegado.
—Eso era cuarenta —dijo O'Brien——. Ya ves que los
números llegan hasta el ciento. Recuerda, por favor,
durante nuestra conversación, que está en mi mano
infligirle dolor en el momento y en el grado que yo
desee. Si me dices mentiras o si intentas engañarme de
alguna manera, o te dejas caer por debajo de tu nivel
normal de inteligencia, te haré dar un alarido
inmediatamente. ¿Entendido?
—Sí —dijo Winston.
O'Brien adoptó una actitud menos severa. Se ajustó
pensativo las gafas y anduvo unos pasos por la
habitación. Cuando volvió a hablar, su voz era suave y
paciente. Parecía un médico, un maestro, incluso un
George Orwell
1984
sacerdote, deseoso de explicar y de persuadir antes que
de castigar.
—Me estoy tomando tantas molestias contigo,
Winston, porque tú lo mereces. Sabes perfectamente lo
que te ocurre. Lo has sabido desde hace muchos años
aunque te has esforzado en convencerte de que no lo
sabías. Estás trastornado mentalmente. Padeces de una
memoria defectuosa. Eres incapaz de recordar los
acontecimientos reales y te convences a ti mismo
porque estabas decidido a no curarte. No estabas
dispuesto a hacer el pequeño esfuerzo de voluntad
necesario. Incluso ahora, estoy seguro de ello, te
aferras a tu enfermedad por creer que es una virtud.
Ahora te pondré un ejemplo y te convencerás de lo que
digo. Vamos a ver, en este momento, ¿con qué
potencia está en guerra Oceanía?
—Cuando me detuvieron, Oceanía estaba en guerra
con Asia Oriental.
—Con Asia Oriental. Muy bien. Y Oceanía ha estado
siempre en guerra con Asia Oriental, ¿verdad?
George Orwell
1984
Winston contuvo la respiración. Abrió la boca para
hablar, pero no pudo. Era incapaz de apartar los ojos
del disco numerado.
—La verdad, por favor, Winston. Tu verdad. Dime lo
que creas recordar.
—Recuerdo que hasta una semana antes de haber sido
yo detenido, no estábamos en guerra con Asia Oriental
en absoluto. Éramos aliados de ella. La guerra era
contra Eurasia. Una guerra que había durado cuatro
años. Y antes de eso...
O'Brien lo hizo callar con un movimiento de la mano.
—Otro ejemplo. Hace algunos años sufriste una
obcecación muy seria. Creíste que tres hombres que
habían sido miembros del Partido, llamados Jones,
Aaronson y Rutherford —unos individuos que fueron
ejecutados por traición y sabotaje después de haber
confesado todos sus delito—. creíste, repito, que no
eran culpables de los delitos de que se les acusaba.
Creíste que habías visto una prueba documental
innegable que demostraba que sus confesiones habían
sido forzadas y falsas. Sufriste una alucinación que te
George Orwell
1984
hizo ver cierta fotografía. Llegaste a creer que la
habías tenido en tus manos. Era una foto como ésta.
Entre los dedos de O'Brien había aparecido un recorte
de periódico que pasó ante la vista de Winston durante
unos cinco segundos. Era una foto de periódico y no
podía dudarse cuál. Sí, era la fotografía; otro ejemplar
del retrato de Jones, Aaronson y Rutherford en el acto
del Partido celebrado en Nueva York, aquella foto que
Winston había descubierto por casualidad once años
antes y había destruido en seguida. Y ahora había
vuelto a verla. Sólo unos instantes, pero estaba seguro
de haberla visto otra vez. Hizo un desesperado
esfuerzo por incorporarse. Pero era imposible moverse
ni siquiera un centímetro. Había olvidado hasta la
existencia de la amenazadora palanca. Sólo quería
volver a coger la fotografía, o por lo menos verla más
tiempo.
—¡Existe! —gritó.
—No —dijo O'Brien.
Cruzó la estancia. En la pared de enfrente había un
«agujero de la memoria». O'Brien levantó la rejilla. El
pedazo de papel salió dando vueltas en el torbellino de
George Orwell
1984
aire caliente y se deshizo en una fugaz llama. O'Brien
volvió junto a Winston.
—Cenizas —dijo—. Ni siquiera cenizas identificables.
Polvo. Nunca ha existido.
—¡Pero existió! ¡Existe! Sí, existe en la memoria. Lo
recuerdo. Y tú también lo recuerdas.
—Yo no lo recuerdo —dijo O'Brien.
Winston se desanimó. Aquello era doblepensar. Sintió
un mortal desamparo. Si hubiera estado seguro de que
O'Brien mentía, se habría quedado tranquilo. Pero era
muy posible que O'Brien hubiera olvidado de verdad la
fotografía. Y en ese caso habría olvidado ya su
negativa de haberla recordado y también habría
olvidado el acto de olvidarlo. ¿Cómo podía uno estar
seguro de que todo esto no era más que un truco?
Quizás aquella demencial dislocación de los
pensamientos pudiera tener una realidad efectiva. Eso
era lo que más desanimaba a Winston.
O'Brien lo miraba pensativo. Más que nunca, tenía el
aire de un profesor esforzándose por llevar por buen
camino a un chico descarriado, pero prometedor.
George Orwell
1984
—Hay una consigna del Partido sobre el control del
pasado. Repítela, Winston, por favor.
—El que controla el pasado controla el futuro; y el que
controla el presente controla el pasado —repitió
Winston, obediente.
—El que controla el presente controla el pasado —dijo
O'Brien moviendo la cabeza con lenta aprobación—.
¿Y crees tú, Winston, que el pasado existe
verdaderamente?
Otra vez invadió a Winston el desamparo. Sus ojos se
volvieron hacia el disco. No sólo no sabía si la
respuesta que le evitaría el dolor sería sí o no, sino que
ni siquiera sabía cuál de estas respuestas era la que él
tenía por cierta.
O'Brien sonrió débilmente:
—No eres metafísico, Winston. Hasta este momento
nunca habías pensado en lo que se conoce por
existencia. Te lo explicaré con más precisión. ¿Existe
el pasado concretamente, en el espacio? ¿Hay algún
sitio en alguna parte, hay un mundo de objetos sólidos
donde el pasado siga acaeciendo?
—No.
George Orwell
1984
—Entonces, ¿dónde existe el pasado?
—En los documentos. Está escrito.
—En los documentos... Y, ¿dónde más?
—En la mente. En la memoria de los hombres.
—En la memoria. Muy bien. Pues nosotros, el Partido,
controlamos todos los documentos y controlamos todas
las memorias. De manera que controlamos el pasado,
¿no es así?.
—Pero, ¿cómo van ustedes a evitar que la gente
recuerde lo que ha pasado? —exclamó Winston
olvidando del nuevo el martirizador eléctrico—. Es un
acto involuntario. No puede uno evitarlo. ¿Cómo vais a
controlar la memoria? ¡La mía no la habéis controlado!
O'Brien volvió a ponerse serio. Tocó la palanca con la
mano.
—Al contrario —dijo por fin—, eres tú el que no la ha
controlado y por eso estás aquí. Te han traído porque
te han faltado humildad y autodisciplina. No has
querido realizar el acto de sumisión que es el precio de
la cordura. Has preferido ser un loco, una minoría de
uno solo. Convéncete, Winston; solamente el espíritu
George Orwell
1984
disciplinado puede ver la realidad. Crees que la
realidad es algo objetivo, externo, que existe por
derecho propio. Crees también que la naturaleza de la
realidad se demuestra por sí misma. Cuando te engañas
a ti mismo pensando que ves algo, das por cierto que
todos los demás están viendo lo mismo que tú. Pero te
aseguro, Winston, que la realidad no es externa. La
realidad existe en la mente humana y en ningún otro
sitio. No en la mente individual, que puede cometer
errores y que, en todo caso, perece pronto. Sólo la
mente del Partido, que es colectiva e inmortal, puede
captar la realidad. Lo que el Partido sostiene que es
verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la
realidad sino a través de los ojos del Partido. Éste es el
hecho que tienes que volver a aprender, Winston. Para
ello se necesita un acto de autodestrucción, un esfuerzo
de la voluntad. Tienes que humillarte si quieres
volverte cuerdo.
Después de una pausa de unos momentos, prosiguió:
¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: «la libertad es
poder decir que dos más dos son cuatro?».
—Sí —dijo Winston.
George Orwell
1984
O'Brien levantó la mano izquierda, con el reverso
hacia Winston, y escondiendo el dedo pulgar extendió
los otros cuatro.
—¿Cuántos dedos hay aquí, Winston? —Cuatro.
—¿Y si el Partido dice que no son cuatro sino cinco?
Entonces, ¿cuántos hay?
—Cuatro.
La palabra terminó con un espasmo de dolor. La aguja
de la esfera había subido a cincuenta y cinco. A
Winston le sudaba todo el cuerpo. Aunque apretaba los
dientes, no podía evitar los roncos gemidos. O'Brien lo
contemplaba, con los cuatro dedos todavía extendidos.
Soltó la palanca y el dolor, aunque no desapareció del
todo, se alivió bastante.
—¿Cuántos dedos, Winston?
—Cuatro.
La aguja subió a sesenta.
—¿Cuántos dedos, Winston?
—¡¡Cuatro!! ¡¡Cuatro!! ¿Qué voy a decirte? ¡Cuatro!
George Orwell
1984
La aguja debía de marcar más, pero Winston no la
miró. El rostro severo y pesado y los cuatro dedos
ocupaban por completo su visión. Los dedos, ante sus
ojos, parecían columnas, enormes, borrosos y
vibrantes, pero seguían siendo cuatro, sin duda alguna.
—¿Cuántos dedos, Winston? —¡¡Cuatro!! ¡Para eso,
para eso! ¡No sigas, es inútil!
—¿Cuántos dedos, Winston?
—¡Cinco! ¡Cinco! ¡Cinco!
—No, Winston; así no vale. Estás mintiendo. Sigues
creyendo que son cuatro. Por favor, ¿cuántos dedos?
—¡¡Cuatro!! ¡¡Cinco!! ¡¡Cuatro!! Lo que quieras, pero
termina de una vez. Para este dolor.
Ahora estaba sentado en el lecho con el brazo de
O'Brien rodeándole los hombros. Quizá hubiera
perdido el conocimiento durante unos segundos. Se
habían aflojado las ligaduras que sujetaban su cuerpo.
Sentía mucho frío, temblaba como un azogado, le
castañeteaban los dientes y le corrían lágrimas por las
mejillas. Durante unos instantes se apretó contra
O'Brien como un niño, confortado por el fuerte brazo
que le rodeaba los hombros. Tenía la sensación de que
George Orwell
1984
O'Brien era su protector, que el dolor venía de fuera,
de otra fuente, y que O'Brien le evitaría sufrir.
—Tardas mucho en aprender, Winston —dijo O'Brien
con suavidad.
—No puedo evitarlo —balbuceó Winston—. ¿Cómo
puedo evitar ver lo que tengo ante los ojos si no los
cierro? Dos y dos son cuatro.
—Algunas veces sí, Winston; pero otras veces son
cinco. Y otras, tres. Y en ocasiones son cuatro, cinco y
tres a la vez. Tienes que esforzarte más. No es fácil
recobrar la razón.
Volvió a tender a Winston en el lecho. Las ligaduras
volvieron a inmovilizarlo, pero ya no sentía dolor y le
había desaparecido el temblor. Estaba débil y frío.
O'Brien le hizo una señal con la cabeza al hombre de la
bata blanca, que había permanecido inmóvil durante la
escena anterior y ahora, inclinándose sobre Winston, le
examinaba los ojos de cerca, le tomaba el pulso, le
acercaba el oído al pecho y le daba golpecitos de
reconocimiento. Luego, mirando a O'Brien, movió la
cabeza afirmativamente.
—Otra vez —dijo O'Brien.
George Orwell
1984
El dolor invadió de nuevo el cuerpo de Winston. La
aguja debía de marcar ya setenta o setenta y cinco.
Esta vez, había cerrado los ojos. Sabía que los dedos
continuaban allí y que seguían siendo cuatro. Lo único
importante era conservar la vida hasta que pasaran las
sacudidas dolorosas. Ya no tenía idea de si lloraba o
no. El dolor disminuyó otra vez. Abrió los ojos.
O'Brien había vuelto a bajar la palanca.
—¿Cuántos dedos, Winston?
—¡¡Cuatro!! Supongo que son cuatro. Quisiera ver
cinco. Estoy tratando de ver cinco.
—¿Qué deseas? ¿Persuadirme de que ves cinco o
verlos de verdad?
—Verlos de verdad.
—Otra vez —dijo O'Brien.
Es probable que la aguja marcase de ochenta a
noventa. Sólo de un modo intermitente podía recordar
Winston a qué se debía su martirio. Detrás de sus
párpados cerrados, un bosque de dedos se movía en
una extraña danza, entretejiéndose, desapareciendo
unos tras otros y volviendo a aparecer. Quería
contarlos, pero no recordaba por qué. Sólo sabía que
George Orwell
1984
era imposible contarlos y que esto se debía a la
misteriosa identidad entre cuatro y cinco. El dolor
desapareció de nuevo. Cuando abrió los ojos, halló que
seguía viendo lo mismo; es decir, innumerables dedos
que se movían como árboles locos en todas direcciones
cruzándose y volviéndose a cruzar. Cerró otra vez los
ojos.
—¿Cuántos dedos te estoy enseñando, Winston?
—No sé, no sé. Me matarás si aumentas el dolor.
Cuatro, cinco, seis... Te aseguro que no lo sé.
—Esto va mejor —dijo O'Brien.
Le pusieron una inyección en el brazo. Casi
instantáneamente se le esparció por todo el cuerpo una
cálida y beatífica sensación. Casi no se acordaba de
haber sufrido. Abrió los ojos y miró agradecido a
O'Brien. Le conmovió ver a aquel rostro pesado, lleno
de arrugas, tan feo y tan inteligente. Si se hubiera
podido mover, le habría tendido una mano. Nunca lo
había querido tanto como en este momento y no sólo
por haberle suprimido el dolor. Aquel antiguo
sentimiento, aquella idea de que no importaba que
O'Brien fuera un amigo o un enemigo, había vuelto a
George Orwell
1984
apoderarse de él. O'Brien era una persona con quien se
podía hablar. Quizá no deseara uno tanto ser amado
como ser comprendido. O'Brien lo había torturado casi
hasta enloquecerle y era seguro que dentro de un rato
le haría matar. Pero no importaba. En cierto sentido,
más allá de la amistad, eran íntimos. De uno u otro
modo y aunque las palabras que lo explicarían todo no
pudieran ser pronunciadas nunca, había desde luego un
lugar donde podrían reunirse y charlar. O'Brien lo
miraba con una expresión reveladora de que el mismo
pensamiento se le estaba ocurriendo. Empezó a hablar
en un tono de conversación corriente.
—¿Sabes dónde estás, Winston? —dijo.
—No sé. Me lo figuro. En el Ministerio del Amor. —
¿Sabes cuánto tiempo has estado aquí? —No sé. Días,
semanas, meses... creo que meses. —¿Y por qué te
imaginas que traemos aquí a la gente?
—Para hacerles confesar.
—No, no es ésa la razón. Di otra cosa.
—Para castigarlos.
—¡No! exclamó O'Brien. Su voz había cambiado
extraordinariamente y su rostro se había puesto de
George Orwell
1984
pronto serio y animado a la vez—. ¡No! No te traemos
sólo para hacerte confesar y para castigarte. ¿Quieres
que te diga para qué te hemos traído? ¡¡Para curarte!!
¡¡Para volverte cuerdo!! Debes saber, Winston, que
ninguno de los que traemos aquí sale de nuestras
manos sin haberse curado. No nos interesan esos
estúpidos delitos que has cometido. Al Partido no le
interesan los actos realizados; nos importa sólo el
pensamiento. No sólo destruimos a nuestros enemigos,
sino que los cambiamos. ¿Comprendes lo que quiero
decir?
Estaba inclinado sobre Winston. Su cara parecía
enorme por su proximidad y horriblemente fea vista
desde abajo. Además, sus facciones se alteraban por
aquella exaltación, aquella intensidad de loco. Otra vez
se le encogió el corazón a Winston. Si le hubiera sido
posible, habría retrocedido. Estaba seguro de que
O'Brien iba a mover la palanca por puro capricho. Sin
embargo, en ese momento se apartó de él y paseó un
poco por la habitación. Luego prosiguió con menos
vehemencia:
—Lo primero que debes comprender es que éste no es
un lugar de martirio. Has leído cosas sobre las
George Orwell
1984
persecuciones religiosas en el pasado. En la Edad
Media había la Inquisición. No funcionó. Pretendían
erradicar la herejía y terminaron por perpetuarla. En
las persecuciones antiguas por cada hereje quemado
han surgido otros miles de ellos. ¿Por qué? Porque se
mataba a los enemigos abiertamente y mientras aún no
se habían arrepentido. Se moría por no abandonar las
creencias heréticas. Naturalmente, así toda la gloria
pertenecía a la víctima y la vergüenza al inquisidor que
la quemaba. Más tarde, en el siglo XX, han existido los
totalitarios, como los llamaban: los nazis alemanes y
los comunistas rusos. Los rusos persiguieron a los
herejes con mucha más crueldad que ninguna otra
inquisición. Y se imaginaron que habían aprendido de
los errores del pasado. Por lo menos sabían que no se
deben hacer mártires. Antes de llevar a sus víctimas a
un juicio público, se dedicaban a destruirles la
dignidad. Los deshacían moralmente y físicamente por
medio de la tortura y el aislamiento hasta convertirlos
en seres despreciables, verdaderos peleles capaces de
confesarlo todo, que se insultaban a sí mismos
acusándose unos a otros y pedían sollozando un poco
de misericordia. Sin embargo, después de unos cuantos
años, ha vuelto a ocurrir lo mismo. Los muertos se han
George Orwell
1984
convertido en mártires y se ha olvidado su
degradación. ¿Por qué había vuelto a suceder esto? En
primer lugar, porque las confesiones que habían hecho
eran forzadas v falsas. Nosotros no cometemos esta
clase de errores. Todas las confesiones que salen de
aquí son verdaderas. Nosotros hacemos que sean
verdaderas. Y, sobre todo, no permitimos que los
muertos se levanten contra nosotros. Por tanto, debes
perder toda esperanza de que la posteridad te
reivindique, Winston. La posteridad no sabrá nada de
ti. Desaparecerás por completo de la corriente
histórica. Te disolveremos en la estratosfera, por
decirlo así. De ti no quedará nada: ni un nombre en un
papel, ni tu recuerdo en un ser vivo. Quedarás
aniquilado tanto en el pretérito como en el futuro. No
habrás existido.
«Entonces, ¿para qué me torturan?», pensó Winston
con una amargura momentánea. O'Brien se detuvo en
seco como si hubiera oído el pensamiento de Winston.
Su ancho y feo rostro se le acercó con los ojos un poco
entornados y le dijo:
—Estás pensando que si nos proponemos destruirte
por completo, ¿para qué nos tomamos todas estas
George Orwell
1984
molestias?; que si nada va a quedar de ti, ¿qué
importancia puede tener lo que tú digas o pienses?
¿Verdad que lo estás pensando?
—Sí —dijo Winston.
O'Brien sonrió levemente y prosiguió:
—Te explicaré por qué nos molestamos en curarte. Tú,
Winston, eres una mancha en el tejido; una mancha
que debemos borrar. ¿No te dije hace poco que somos
diferentes de los martirizadores del pasado? No nos
contentamos con una obediencia negativa, ni siquiera
con la sumisión más abyecta. Cuando por fin te rindas
a nosotros, tendrá que impulsarle a ello tu libre
voluntad. No destruimos a los herejes porque se nos
resisten; mientras nos resisten no los destruimos. Los
convertirnos, captamos su mente, los reformamos. Al
hereje político le quitamos todo el mal y todas las
ilusiones engañosas que lleva dentro; lo traemos a
nuestro lado, no en apariencia, sino verdaderamente,
en cuerpo y alma. Lo hacemos uno de nosotros antes
de matarlo. Nos resulta intolerable que un pensamiento
erróneo exista en alguna parte del mundo, por muy
secreto e inocuo que pueda ser. Ni siquiera en el
instante de la muerte podemos permitir alguna
George Orwell
1984
desviación. Antiguamente, el hereje subía a la hoguera
siendo aún un hereje, proclamando su herejía y hasta
disfrutando con ella. Incluso la víctima de las purgas
rusas se llevaba su rebelión encerrada en el cráneo
cuando avanzaba por un pasillo de la prisión en espera
del tiro en la nuca. Nosotros, en cambio, hacemos
perfecto el cerebro que vamos a destruir. La consigna
de todos los despotismos era: «No harás esto o lo
otro». La voz de mando de los totalitarios era: «Harás
esto o aquello». Nuestra orden es: «Eres». Ninguno de
los que traemos aquí puede volverse contra nosotros.
Les lavamos el cerebro. Incluso aquellos miserables
traidores en cuya inocencia creíste un día —Jones,
Aaronson y Rutherford— los conquistamos al final.
Yo mismo participé en su interrogatorio. Los vi ceder
paulatinamente, sollozando, llorando a lágrima viva, y
al final no los dominaba el miedo ni el dolor, sino sólo
un sentimiento de culpabilidad, un afán de penitencia.
Cuando acabamos con ellos no eran más que cáscaras
de hombre. Nada quedaba en ellos sino el
arrepentimiento por lo que habían hecho y amor por el
Gran Hermano. Era conmovedor ver cómo lo amaban.
Pedían que se les matase en seguida para poder morir
George Orwell
1984
con la mente limpia. Temían que pudiera volver a
ensuciárseles.
La voz de O'Brien se había vuelto soñadora y en su
rostro permanecía el entusiasmo del loco y la
exaltación del fanático. «No está mintiendo —pensó
Winston—; no es un hipócrita; cree todo lo que dice.»
A Winston le oprimía el convencimiento de su propia
inferioridad intelectual. Contemplaba aquella figura
pesada y de movimientos sin embargo agradables que
paseaba de un lado a otro entrando y saliendo en su
radio de visión. O'Brien era, en todos sentidos, un ser
de mayores proporciones que él. Cualquier idea que
Winston pudiera haber tenido o pudiese tener en lo
sucesivo, ya se le había ocurrido a O'Brien,
examinándola y rechazándola. La mente de aquel
hombre contenía a la de Winston. Pero, en ese caso,
¿cómo iba a estar loco O'Brien? El loco tenía que ser
él, Winston. O'Brien se detuvo y lo miró fijamente. Su
voz había vuelto a ser dura:
—No te figures que vas a salvarte, Winston, aunque te
rindas a nosotros por completo. jamás se salva nadie
que se haya desviado alguna vez. Y aunque
decidiéramos dejarte vivir el resto de tu vida natural,
George Orwell
1984
nunca te escaparás de nosotros. Lo que está ocurriendo
aquí es para siempre. Es preciso que se te grabe de una
vez para siempre. Te aplastaremos hasta tal punto que
no podrás recobrar tu antigua forma. Te sucederán
cosas de las que no te recobrarás aunque vivas mil
años. Nunca podrás experimentar de nuevo un
sentimiento humano. Todo habrá muerto en tu interior.
Nunca más serás capaz de amar, de amistad, de
disfrutar de la vida, de reírte, de sentir curiosidad por
algo, de tener valor, de ser un hombre íntegro... Estarás
hueco. Te vaciaremos y te rellenaremos de... nosotros.
Se detuvo y le hizo una señal al hombre de la bata
blanca. Winston tuvo la vaga sensación de que por
detrás de él le acercaban un aparato grande. O'Brien se
había sentado junto a la cama de modo que su rostro
quedaba casi al mismo nivel del de Winston.
—Tres mil —le dijo, por encima de la cabeza de
Winston, al hombre de la bata blanca.
Dos compresas algo húmedas fueron aplicadas a las
sienes de Winston. Éste sintió una nueva clase de
dolor. Era algo distinto. Quizá no fuese dolor. O'Brien
le puso una mano sobre la suya para tranquilizarlo, casi
con amabilidad.
George Orwell
1984
—Esta vez no te dolerá —le dijo—. No apartes tus
ojos de los míos.
En aquel momento sintió Winston una explosión
devastadora o lo que parecía una explosión, aunque no
era seguro que hubiese habido ningún ruido. Lo que sí
se produjo fue un cegador fogonazo. Winston no
estaba herido; sólo postrado. Aunque estaba tendido de
espaldas cuando aquello ocurrió, tuvo la curiosa
sensación de que le habían empujado hasta quedar en
aquella posición. El terrible e indoloro golpe le había
dejado aplastado. Y en el interior de su cabeza también
había ocurrido algo. Al recobrar la visión, recordó
quién era y dónde estaba y reconoció el rostro que lo
contemplaba; pero tenía la sensación de un gran vacío
interior. Era como si le faltase un pedazo del cerebro.
—Esto no durará mucho —dijo O'Brien—. Mírame a
los ojos. ¿Con qué país está en guerra Oceanía?
Winston pensó. Sabía lo que significaba Oceanía y que
él era un ciudadano de este país. También recordaba
que existían Eurasia y Asia Oriental; pero no sabía
cuál estaba en guerra con cuál. En realidad, no tenía
idea de que hubiera guerra ninguna.
George Orwell
1984
—No recuerdo.
—Oceanía está en guerra con Asia Oriental. ¿Lo
recuerdas ahora?
—Sí.
—Oceanía ha estado siempre en guerra con Asia
Oriental. Desde el principio de tu vida, desde el
principio del Partido, desde el principio de la Historia,
la guerra ha continuado sin interrupción, siempre la
misma guerra. ¿Lo recuerdas?
—Sí.
—Hace once años inventaste una leyenda sobre tres
hombres que habían sido condenados a muerte por
traición. Pretendías que habías visto un pedazo de lo
que probaba su inocencia. Ese recorte de papel nunca
existió. Lo inventaste y acabaste creyendo en él. Ahora
recuerdas el momento en que lo inventaste, ¿te
acuerdas?
—Sí.
—Hace poco te puse ante los ojos los dedos de mi
mano. Viste cinco dedos. ¿Recuerdas?
—Sí.
George Orwell
1984
O'Brien le enseñó los dedos de la mano izquierda con
el pulgar oculto.
—Aquí hay cinco dedos. ¿Ves cinco dedos?
—Sí.
Y los vio durante un fugaz momento. Llegó a ver cinco
dedos, pero pronto volvió a ser todo normal y sintió de
nuevo el antiguo miedo, el odio y el desconcierto. Pero
durante unos instantes —quizá no más de treinta
segundos— había tenido una luminosa certidumbre y
todas las sugerencias de O'Brien habían venido a llenar
un hueco de su cerebro convirtiéndose en verdad
absoluta. En esos instantes dos y dos podían haber sido
lo mismo tres que cinco, según se hubiera necesitado.
Pero antes de que O'Brien hubiera dejado caer la
mano, ya se había desvanecido la ilusión. Sin embargo,
aunque no podía volver a experimentarla, recordaba
aquello como se recuerda una viva experiencia en
algún período remoto de nuestra vida en que hemos
sido una persona distinta.
—Ya has visto que es posible —le dijo O'Brien. —Sí
—dijo Winston.
George Orwell
1984
O'Brien se levantó con aire satisfecho. A su izquierda
vio Winston que el hombre de la bata blanca preparaba
una inyección. O'Brien miró a Winston sonriente. Se
ajustó las gafas como en los buenos tiempos.
—¿Recuerdas haber escrito en tu diario que no
importaba que yo fuera amigo o enemigo, puesto que
yo era por lo menos una persona que te comprendía y
con quien podías hablar? Tenías razón. Me gusta
hablar contigo. Tu mentalidad atrae a la mía. Se parece
a la mía excepto en que está enferma. Antes de que
acabemos esta sesión puedes hacerme algunas
preguntas si quieres.
—¿La pregunta que quiera?
—Sí. Cualquiera. —Vio que los ojos de Winston se
fijaban en la esfera graduada——. Ahora no funciona.
¿Cuál es tu primera pregunta?
—¿Qué habéis hecho con Julia? —dijo Winston.
O'Brien volvió a sonreír.
—Te traicionó, Winston. Inmediatamente y sin
reservas. Pocas veces he visto a alguien que se nos
haya entregado tan pronto. Apenas la reconocerías si la
vieras. Toda su rebeldía, sus engaños, sus locuras, su
George Orwell
1984
suciedad mental... Todo eso ha desaparecido de ella
como si lo hubiera quemado. Fue una conversión
perfecta, un caso para ponerlo en los libros de texto.
—¿La habéis torturado?
O'Brien no contestó.
—A ver, la pregunta siguiente.
—¿Existe el Gran Hermano?
—Claro que existe. El Partido existe. El Gran
Hermano es la encarnación del Partido.
—¿Existe en el mismo sentido en que yo existo?
—Tú no existes —dijo O'Brien.
A Winston volvió a asaltarle una terrible sensación de
desamparo. Comprendía por qué le decían a él que no
existía; pero era un juego de palabras estúpido. ¿No era
un gran absurdo la afirmación «tú no existes»? Pero,
¿de qué servía rechazar esos argumentos disparatados?
—Yo creo que existo —dijo con cansancio—. Tengo
plena conciencia de mi propia identidad. He nacido y
he de morir. Tengo brazos y piernas. Ocupo un lugar
concreto en el espacio. Ningún otro objeto sólido
George Orwell
1984
puede ocupar a la vez el mismo punto. En este sentido,
¿existe el Gran Hermano?
—Eso no tiene importancia. Existe.
—¿Morirá el Gran Hermano?
—Claro que no. ¿Cómo va a morir? A ver, la pregunta
siguiente.
—¿Existe la Hermandad?
—Eso no lo sabrás nunca, Winston. Si decidimos
libertarte cuando acabemos contigo y si llegas a vivir
noventa años, seguirás sin saber si la respuesta a esa
pregunta es sí o no. Mientras vivas, será eso para ti un
enigma.
Winston yacía silencioso. Respiraba un poco más
rápidamente. Todavía no había hecho la pregunta que
le preocupaba desde un principio. Tenía que
preguntarlo, pero su lengua se resistía a pronunciar las
palabras. O'Brien parecía divertido. Hasta sus gafas
parecían brillar irónicamente. Winston pensó de
pronto: «Sabe perfectamente lo que le voy a
preguntar». Y entonces le fue fácil decir:
—¿Qué hay en la habitación 101?
George Orwell
1984
La expresión del rostro de O'Brien no cambió.
Respondió:
—Sabes muy bien lo que hay en la habitación 101,
Winston. Todo el mundo sabe lo que hay en la
habitación 101. —Levantó un dedo hacia el hombre de
la bata blanca Evidentemente, la sesión había
terminado. Winston sintió en el brazo el pinchazo de
una inyección. Casi inmediata mente, se hundió en un
profundo sueño.
George Orwell
1984
CAPITULO III
—Hay tres etapas en tu reintegración —dijo O'Brien—
; primero aprender, luego comprender y, por último,
aceptar. Ahora tienes que entrar en la segunda etapa.
Como siempre, Winston estaba tendido de espaldas,
pero ya no lo ataban tan fuerte. Aunque seguía sujeto
al lecho, podía mover las rodillas un poco y volver la
cabeza de uno a otro lado y levantar los antebrazos.
Además, ya no le causaba tanta tortura la palanca.
Podía evitarse el dolor con un poco de habilidad,
porque ahora sólo lo castigaba O'Brien por faltas de
inteligencia. A veces pasaba una sesión entera sin que
se moviera la aguja del disco. No recordaba cuántas
sesiones habían sido. Todo el proceso se extendía por
un tiempo largo, indefinido —quizás varias semanas—
y los intervalos entre las sesiones quizá fueran de
varios días y otras veces sólo de una o dos horas.
—Mientras te hallas ahí tumbado —le dijo O'Brien—,
te has preguntado con frecuencia, e incluso me lo has
preguntado a mí, por qué el Ministerio del Amor
emplea tanto tiempo y trabajo en tu persona. Y cuando
estabas en libertad te preocupabas por lo mismo.
George Orwell
1984
Podías comprender el mecanismo de la sociedad en
que vivías, pero no los motivos subterráneos.
¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: «Comprendo el
cómo; no comprendo el porqué»? Cuando pensabas en
el porqué es cuando dudabas de tu propia cordura. Has
leído el libro de Goldstein, o partes de él por lo menos.
¿Te enseñó algo que ya no supieras?
—¿Lo has leído tú? —dijo Winston.
—Lo escribí. Es decir, colaboré en su redacción. Ya
sabes que ningún libro se escribe individualmente.
—¿Es cierto lo que dice?
—Como descripción, sí. Pero el programa que presenta
es una tontería. La acumulación secreta de
conocimientos, la extensión paulatina de ilustración y,
por último, la rebelión proletaria y el aniquilamiento
del Partido. Ya te figurabas que esto es lo que
encontrarías en el libro. Pura tontería. Los proletarios
no se sublevarán ni dentro de mil años ni de mil
millones de años. No pueden. Es inútil que te explique
la razón por la que no pueden rebelarse; ya la conoces.
Si alguna vez te has permitido soñar en violentas
sublevaciones, debes renunciar a ello. El Partido no
George Orwell
1984
puede ser derribado por ningún procedimiento. Las
normas del Partido, su dominio es para siempre. Debes
partir de ese punto en todos tus pensamientos.
O'Brien se acercó más al lecho.
—¡Para siempre! —repitió—. Y ahora volvamos a la
cuestión del cómo y el porqué. Entiendes
perfectamente cómo se mantiene en el poder el
Partido. Ahora dime, ¿por qué nos aferrarnos al poder?
¿Cuál es nuestro motivo? ¿Por qué deseamos el poder?
Habla —añadió al ver que Winston no le respondía.
Sin embargo, Winston siguió callado unos instantes.
Sentíase aplanado por una enorme sensación de
cansancio. El rostro de O'Brien había vuelto a
animarse con su fanático entusiasmo. Sabía Winston
de antemano lo que iba a decirle O'Brien: que el
Partido no buscaba el poder por el poder mismo, sino
sólo para el bienestar de la mayoría. Que le interesaba
tener en las manos las riendas porque los hombres de
la masa eran criaturas débiles y cobardes que no
podían soportar la libertad ni encararse con la verdad y
debían ser dominados y engañados sistemáticamente
por otros hombres más fuertes que ellos. Que la
Humanidad sólo podía escoger entre la libertad y la
George Orwell
1984
felicidad, y para la gran masa de la Humanidad era
preferible la felicidad. Que el Partido era el eterno
guardián de los débiles, una secta dedicada a hacer el
mal para lograr el bien sacrificando su propia felicidad
a la de los demás. Lo terrible, pensó Winston, lo
verdaderamente terrible era que cuando O'Brien le
dijera esto, se lo estaría creyendo. No había más que
verle la cara. O'Brien lo sabía todo. Sabía mil veces
mejor que Winston cómo era en realidad el mundo, en
qué degradación vivía la masa humana y por medio de
qué mentiras y atrocidades la dominaba el Partido. Lo
había entendido y pesado todo y, sin embargo, no
importaba: todo lo justificaba él por los fines. ¿Qué va
uno a hacer, pensó Winston, contra un loco que es más
inteligente que uno, que le oye a uno pacientemente y
que sin embargo persiste en su locura?
—Nos gobernáis por nuestro propio bien —dijo
débilmente—. Creéis que los seres humanos no están
capacitados para gobernarse, y en vista de ello...
Estuvo a punto de gritar. Una punzada de dolor se le
había clavado en el cuerpo. O'Brien había presionado
la palanca y la aguja de la esfera marcaba treinta y
cinco.
George Orwell
1984
—Eso fue una estupidez, Winston; has dicho una
tontería. Debías tener un poco más de sensatez.
Volvió a soltar la palanca y prosiguió:
—Ahora te diré la respuesta a mi pregunta. Se trata de
esto: el Partido quiere tener el poder por amor al poder
mismo. No nos interesa el bienestar de los demás; sólo
nos interesa el poder. No la riqueza ni el lujo, ni la
longevidad ni la felicidad; sólo el poder, el poder puro.
Ahora comprenderás lo que significa el poder puro.
Somos diferentes de todas las oligarquías del pasado
porque sabemos lo que estamos haciendo. Todos los
demás, incluso los que se parecían a nosotros, eran
cobardes o hipócritas. Los nazis alemanes y los
comunistas rusos se acercaban mucho a nosotros por
sus métodos, pero nunca tuvieron el valor de reconocer
sus propios motivos. Pretendían, y quizá lo creían
sinceramente, que se habían apoderado de los mandos
contra su voluntad y para un tiempo limitado y que a la
vuelta de la esquina, como quien dice, había un paraíso
donde todos los seres humanos serían libres e iguales.
Nosotros no somos así. Sabemos que nadie se apodera
del mando con la intención de dejarlo. El poder no es
un medio, sino un fin en sí mismo. No se establece una
George Orwell
1984
dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la
revolución para establecer una dictadura. El objeto de
la persecución no es más que la persecución misma. La
tortura sólo tiene como finalidad la misma tortura. Y el
objeto del poder no es más que el poder. ¿Empiezas a
entenderme?
A Winston le asombraba el cansancio del rostro de
O'Brien. Era fuerte, carnoso y brutal, lleno de
inteligencia y de una especie de pasión controlada ante
la cual sentíase uno desarmado; pero, desde luego,
estaba cansado. Tenía bolsones bajo los ojos y la piel
floja en las mejillas. O'Brien se inclinó sobre él para
acercarle más la cara, para que pudiera verla mejor.
—Estás pensando —le dijo— que tengo la cara
avejentada y cansada. Piensas que estoy hablando del
poder y que ni siquiera puedo evitar la decrepitud de
mi propio cuerpo. ¿No comprendes, Winston, que el
individuo es sólo una célula? El cansancio de la célula
supone el vigor del organismo. ¿Acaso te mueres al
cortarte las uñas?
Se apartó del lecho y empezó a pasear con una mano
en el bolsillo.
George Orwell
1984
—Somos los sacerdotes del poder —dijo—. El poder
es Dios. Pero ahora el poder es sólo una palabra en lo
que a ti respecta. Y ya es hora de que tengas una idea
de lo que el poder significa. Primero debes darte
cuenta de que el poder es colectivo. El individuo sólo
detenta poder en tanto deja de ser un individuo. Ya
conoces la consigna del Partido: «La libertad es la
esclavitud». ¿Se te ha ocurrido pensar que esta frase es
reversible? Sí, la esclavitud es la libertad. El ser
humano es derrotado siempre que está solo, siempre
que es libre. Ha de ser así porque todo ser humano está
condenado a morir irremisiblemente y la muerte es el
mayor de todos los fracasos; pero si el hombre logra
someterse plenamente, si puede escapar de su propia
identidad, si es capaz de fundirse con el Partido de
modo que él es el Partido, entonces será todopoderoso
e inmortal. Lo segundo de que tienes que darte cuenta
es que el poder es poder sobre seres humanos. Sobre el
cuerpo, pero especialmente sobre el espíritu. El poder
sobre la materia..., la realidad externa, como tú la
llamarías..., carece de importancia. Nuestro control
sobre la materia es, desde luego, absoluto.
George Orwell
1984
Durante unos momentos olvidó Winston la palanca.
Hizo un violento esfuerzo para incorporarse y sólo
consiguió causarse dolor.
—Pero, ¿cómo vais a controlar la materia? —exclamó
sin poderse contener—. Ni siquiera conseguís
controlar el clima y la ley de la gravedad. Además,
existen la enfermedad, el dolor, la muerte...
O'Brien le hizo callar con un movimiento de la mano:
—Controlarnos la materia porque controlamos la
mente. La realidad está dentro del cráneo. Irás
aprendiéndolo poco a poco, Winston. No hay nada que
no podamos conseguir: la invisibilidad, la levitación...
absolutamente todo. Si quisiera, podría flotar ahora
sobre el suelo como una pompa de jabón. No lo deseo
porque el Partido no lo desea. Debes librarte de esas
ideas decimonónicas sobre las leyes de la Naturaleza.
Somos nosotros quienes dictamos las leyes de la
Naturaleza.
—¡No las dictáis! Ni siquiera sois los dueños de este
planeta. ¿Qué me dices de Eurasia y Asia Oriental?
Todavía no las habéis conquistado.
George Orwell
1984
—Eso no tiene importancia. Las conquistaremos
cuando nos convenga. Y si no las conquistásemos
nunca, ¿en qué puede influir eso? Podemos borrarlas
de la existencia. Oceanía es el mundo entero.
—Es que el mismo mundo no es más que una pizca de
polvo. Y el hombre es sólo una insignificancia.
¿Cuánto tiempo lleva existiendo? La Tierra estuvo
deshabitado durante millones de años.
—¡Qué tontería! La Tierra tiene sólo nuestra edad.
¿Cómo va a ser más vieja? No existe sino lo que
admite la conciencia humana.
—Pero las rocas están llenas de huesos de animales
desaparecidos, mastodontes y enormes reptiles que
vivieron en la Tierra muchísimo antes de que
apareciera el primer hombre.
—¿Has visto alguna vez esos huesos, Winston? Claro
que no. Los inventaron los biólogos del siglo XIX.
Nada hubo antes del hombre. Y después del hombre, si
éste desapareciera definitivamente de la Tierra, nada
habría tampoco. Fuera del hombre no hay nada.
—Es que el universo entero está fuera de nosotros.
¡Piensa en las estrellas! Puedes verlas cuando quieras.
George Orwell
1984
Algunas de ellas están a un millón de años—luz de
distancia. jamás podremos alcanzarlas.
—¿Qué son las estrellas? —dijo O'Brien con
indiferencia—. Solamente unas bolas de fuego a unos
kilómetros de distancia. Podríamos llegar a ellas si
quisiéramos o hacerlas desaparecer, borrarlas de
nuestra conciencia. La Tierra es el centro del universo.
El sol y las estrellas giran en torno a ella.
Winston hizo otro movimiento convulsivo. Esta vez no
dijo nada. O'Brien prosiguió, como si contestara a una
objeción que le hubiera hecho Winston:
—Desde luego, para ciertos fines es eso verdad.
Cuando navegamos por el océano o cuando
predecimos un eclipse, nos puede resultar conveniente
dar por cierto que la Tierra gira alrededor del sol y que
las estrellas se encuentran a millones y millones de
kilómetros de nosotros. Pero, ¿qué importa eso?
¿Crees que está fuera de nuestros medios un sistema
dual de astronomía? Las estrellas pueden estar cerca o
lejos según las necesitemos. ¿Crees que ésa es tarea
difícil para nuestros matemáticos? ¿Has olvidado el
doblepensar?
George Orwell
1984
Winston se encogió en el lecho. Dijera lo que dijese, le
venía encima la veloz respuesta como un porrazo, y,
sin embargo, sabía —sabía— que llevaba razón.
Seguramente había alguna manera de demostrar que la
creencia de que nada existe fuera de nuestra mente es
una absoluta falsedad. ¿No se había demostrado hace
ya mucho tiempo que era una teoría indefendible?
Incluso había un nombre para eso, aunque él lo había
olvidado. Una fina sonrisa recorrió los labios de
O'Brien, que lo estaba mirando.
—Te digo, Winston, que la metafísica no es tu fuerte.
La palabra que tratas de encontrar es solipsismo. Pero
estás equivocado. En este caso no hay solipsismo. En
todo caso, habrá solipsismo colectivo, pero eso es muy
diferente; es precisamente lo contrario. En fin, todo
esto es una digresión —añadió con tono distinto—. El
verdadero poder, el poder por el que tenemos que
luchar día y noche, no es poder sobre las cosas, sino
sobre los hombres. —Después de una pausa, asumió de
nuevo su aire de maestro de escuela examinando a un
discípulo prometedor—: Vamos a ver, Winston, ¿cómo
afirma un hombre su poder sobre otro?
George Orwell
1984
Winston pensó un poco y respondió: —Haciéndole
sufrir.
—Exactamente. Haciéndole sufrir. No basta con la
obediencia. Si no sufre, ¿cómo vas a estar seguro de
que obedece tu voluntad y no la suya propia? El poder
radica en infligir dolor y humillación. El poder está en
la facultad de hacer pedazos los espíritus y volverlos a
construir dándoles nuevas formas elegidas por ti.
¿Empiezas a ver qué clase de mundo estamos creando?
Es lo contrario, exactamente lo contrario de esas
estúpidas utopías hedonistas que imaginaron los
antiguos reformadores. Un mundo de miedo, de ración
y de tormento, un mundo de pisotear y ser pisoteado,
un mundo que se hará cada día más despiadado. El
progreso de nuestro mundo será la consecución de más
dolor. Las antiguas civilizaciones sostenían basarse en
el amor o en la justicia. La nuestra se funda en el odio.
En nuestro mundo no habrá más emociones que el
miedo, la rabia, el triunfo y el autorebajamiento. Todo
lo demás lo destruiremos, todo. Ya estamos
suprimiendo los hábitos mentales que han sobrevivido
de antes de la Revolución. Hemos cortado los vínculos
que unían al hijo con el padre, un hombre con otro y al
hombre con la mujer. Nadie se fía ya de su esposa, de
George Orwell
1984
su hijo ni de un amigo. Pero en el futuro no habrá ya
esposas ni amigos. Los niños se les quitarán a las
madres al nacer, como se les quitan los huevos a la
gallina cuando los pone. El instinto sexual será
arrancado donde persista. La procreación consistirá en
una formalidad anual como la renovación de la cartilla
de racionamiento. Suprimiremos el orgasmo. Nuestros
neurólogos trabajan en ello. No habrá lealtad; no
existirá más fidelidad que la que se debe al Partido, ni
más amor que el amor al Gran Hermano. No habrá
risa, excepto la risa triunfal cuando se derrota a un
enemigo. No habrá arte, ni literatura, ni ciencia. No
habrá ya distinción entre la belleza y la fealdad. Todos
los placeres serán destruidos. Pero siempre, no lo
olvides, Winston, siempre habrá el afán de poder, la
sed de dominio, que aumentará constantemente y se
hará cada vez más sutil. Siempre existirá la emoción de
la victoria, la sensación de pisotear a un enemigo
indefenso. Si quieres hacerte una idea de cómo será el
futuro, figúrate una bota aplastando un rostro
humano... incesantemente.
Se calló, como si esperase a que Winston le hablara.
Pero éste se encogía más aún. No se le ocurría nada.
Parecía helársele el corazón. O'Brien prosiguió:
George Orwell
1984
—Recuerda que es para siempre. Siempre estará ahí la
cara que ha de ser pisoteada. El hereje, el enemigo de
la sociedad, estarán siempre a mano para que puedan
ser derrotados y humillados una y otra vez. Todo lo
que tú has sufrido desde que estás en nuestras manos,
todo eso continuará sin cesar. El espionaje, las
traiciones, las detenciones, las torturas, las ejecuciones
y las desapariciones se producirán continuamente. Será
un mundo de terror a la vez que un mundo triunfal.
Mientras más poderoso sea el Partido, menos tolerante
será. A una oposición más débil corresponderá un
despotismo más implacable. Goldstein y sus herejías
vivirán siempre. Cada día, a cada momento, serán
derrotados,
desacreditados,
ridiculizados,
les
escupiremos encima, y, sin embargo, sobrevivirán
siempre. Este drama que yo he representado contigo
durante siete años volverá a ponerse en escena una y
otra vez, generación tras generación, cada vez en
forma más sutil. Siempre tendremos al hereje a nuestro
albedrío, chillando de dolor, destrozado, despreciable
y, al final, totalmente arrepentido, salvado de sus
errores y arrastrándose a nuestros pies por su propia
voluntad. Ése es el mundo que estamos preparando,
Winston. Un mundo de victoria tras victoria, de
George Orwell
1984
triunfos sin fin, una presión constante sobre el nervio
del poder. Ya veo que empiezas a darte cuenta de
cómo será ese mundo. Pero acabarás haciendo más que
comprenderlo. Lo aceptarás, lo acogerás encantado, te
convertirás en parte de él.
Winston había recobrado suficiente energía para
hablar: —¡No podréis conseguirlo! —dijo débilmente.
—¿Qué has querido decir con esas palabras, Winston?
—No podréis crear un mundo como el que has
descrito. Eso es un sueño, un imposible.
—¿Por qué?
—Es imposible fundar una civilización sobre el miedo,
el odio y la crueldad. No perduraría.
—¿Por qué no?
—No tendría vitalidad. Se desintegraría, se suicidaría.
—No seas tonto. Estás bajo la impresión de que el odio
es más agotador que el amor. ¿Por qué va a serio? Y si
lo fuera, ¿qué diferencia habría? Supón que preferimos
gastarnos más pronto. Supón que aceleramos el tempo
de la vida humana de modo que los hombres sean
seniles a los treinta años. ¿Qué importaría? ¿No
George Orwell
1984
comprendes que la muerte del individuo no es la
muerte? El Partido es inmortal.
Como de costumbre, la voz había vencido a Winston.
Además, temía éste que si persistía su desacuerdo con
O'Brien, se moviera de nuevo la aguja. Sin embargo,
no podía estarse callado. Apagadamente, sin
argumentos, sin nada en que apoyarse excepto el
inarticulado horror que le producía lo que había dicho
O'Brien, volvió al ataque.
—No sé, no me importa. De un modo o de otro,
fracasaréis. Algo os derrotará. La vida os derrotará.
—Nosotros, Winston, controlamos la vida en todos sus
niveles. Te figuras que existe algo llamado la
naturaleza humana, que se irritará por lo que hacemos
y se volverá contra nosotros. Pero no olvides que
nosotros creamos la naturaleza humana. Los hombres
son infinitamente maleables. O quizás hayas vuelto a
tu antigua idea de que los proletarios o los esclavos se
levantarán contra nosotros y nos derribarán. Desecha
esa idea. Están indefensos, como animales. La
Humanidad es el Partido. Los otros están fuera, son
insignificantes.
George Orwell
1984
—No me importa. Al final, os vencerán. Antes o
después os verán como sois, y entonces os
despedazarán.
—¿Tienes alguna prueba de que eso esté ocurriendo?
¿O quizás alguna razón de que pudiera ocurrir?
—No. Es lo que creo. Sé que fracasaréis. Hay algo en
el universo —no sé lo que es: algún espíritu, algún
principio contra lo que no podréis.
—¿Acaso crees en Dios, Winston?
—No.
—Entonces, ¿qué principio es ese que ha de
vencernos? —No sé. El espíritu del Hombre.
—¿Y te consideras tú un hombre?
—Sí.
—Si tú eres un hombre, Winston, es que eres el último.
Tu especie se ha extinguido; nosotros somos los
herederos. ¿Te das cuenta de que estás solo,
absolutamente solo? Te encuentras fuera de la historia,
no existes. —Cambió de tono y de actitud y dijo con
dureza— ¿Te consideras moralmente superior a
nosotros por nuestras mentiras y nuestra crueldad?
George Orwell
1984
—Sí, me considero superior.
O'Brien guardó silencio. Pero en seguida empezaron a
hablar otras dos voces. Después de un momento,
Winston reconoció que una de ellas era la suya propia.
Era una cinta magnetofónica de la conversación que
había sostenido con O'Brien la noche en que se había
alistado en la Hermandad. Se oyó a sí mismo
prometiendo solemnemente mentir, robar, falsificar,
asesinar, fomentar el hábito de las drogas y la
prostitución, propagar las enfermedades venéreas y
arrojar vitriolo a la cara de un niño. O'Brien hizo un
pequeño gesto de impaciencia, como dando a entender
que la demostración casi no merecía la pena. Luego
hizo funcionar un resorte y las voces se detuvieron.
—Levántate de ahí —dijo O'Brien.
Las ataduras se habían soltado por sí mismas. Winston
se puso en pie con gran dificultad.
—Eres el último hombre —dijo O'Brien—. Eres el
guardián del espíritu humano. Ahora te verás como
realmente eres. Desnúdate.
Winston se soltó el pedazo de cuerda que le sostenía el
«mono». Había perdido hacía tiempo la cremallera. No
George Orwell
1984
podía recordar si había llegado a desnudarse del todo
desde que le detuvieron. Debajo del «mono» tenía
unos andrajos amarillentos que apenas podían
reconocerse como restos de ropa interior. Al caérsele
todo aquello al suelo, vio que había un espejo de tres
lunas en la pared del fondo. Se acercó a él y se detuvo
en seco. Se le había escapado un grito involuntario.
—Anda —dijo O'Brien—. Colócate entre las tres
lunas. Así te verás también de lado.
Winston estaba aterrado. Una especie de esqueleto
muy encorvado y de un color grisáceo andaba hacia él.
La imagen era horrible. Se acercó más al espejo. La
cabeza de aquella criatura tan extraña aparecía
deformada, ya que avanzaba con el cuerpo casi
doblado. Era una cabeza de presidiario con una frente
abultada y un cráneo totalmente calvo, una nariz
retorcida y los pómulos magullados, con unos ojos
feroces y alertas. Las mejillas tenían varios costurones.
Desde luego, era la cara de Winston, pero a éste le
pareció que había cambiado aún más por fuera que por
dentro. Se había vuelto casi calvo y en un principio
creyó que tenía el pelo cano, pero era que el color de
su cuero cabelludo estaba gris. El cuerpo entero,
George Orwell
1984
excepto las manos y la cara, se había vuelto gris como
si lo cubriera una vieja capa de polvo. Aquí y allá, bajo
la suciedad, aparecían las cicatrices rojas de las
heridas, y cerca del tobillo sus varices formaban una
masa inflamada de la que se desprendían escamas de
piel. Pero lo verdaderamente espantoso era su
delgadez. La cavidad de sus costillas era tan estrecha
como la de un esqueleto. Las Piernas se le habían
encogido de tal manera que las rodillas eran más
gruesas que los muslos. Esto le hizo comprender por
qué O'Brien le había dicho que se viera de lado. La
curvatura de la espina dorsal era asombrosa. Los
delgados hombros avanzaban formando un gran hueco
en el pecho y el cuello se doblaba bajo el peso del
cráneo. De no haber sabido que era su propio cuerpo,
habría dicho Winston que se trataba de un hombre de
más de sesenta años aquejado de alguna terrible
enfermedad.
—Has pensado a veces —dijo O'Brien— que mi cara,
la cara de un miembro del Partido Interior, está
avejentado y revela un gran cansancio. ¿Qué piensas
contemplando la tuya?
George Orwell
1984
Cogió a Winston por los hombros y le hizo dar la
vuelta hasta tenerlo de frente.
—¡Fíjate en qué estado te encuentras! —dijo—. Mira
la suciedad que cubre tu cuerpo. ¿Sabes que hueles
como un macho cabrío? Es probable que ya no lo
notes. Fíjate en tu horrible delgadez. ¿Ves? Te rodeo el
brazo con el pulgar y el índice. Y podría doblarte el
cuello como una remolacha. ¿Sabes que has perdido
veinticinco kilos desde que estás en nuestras manos?
Hasta el pelo se te cae a puñados. ¡Mira! —le arrancó
un mechón de pelo—. Abre la boca. Te quedan nueve,
diez, once dientes. ¿Cuántos tenías cuando te
detuvimos? Y los pocos que te quedan se te están
cayendo. ¡¡Mira!!
Agarró uno de los dientes de abajo que le quedaban
Winston. Éste sintió un dolor agudísimo que le corrió
por toda la mandíbula. O'Brien se lo había arrancado
de cuajo, tirándolo luego al suelo.
—Te estás pudriendo, Winston. Te estás
desmoronando. ¿Qué eres ahora?. Una bolsa llena de
porquería. Mírate otra vez en el espejo. ¿Ves eso que
tienes enfrente? Es el último hombre. Si eres humano,
ésa es la Humanidad. Anda, vístete otra vez.
George Orwell
1984
Winston empezó a vestirse con movimientos lentos y
rígidos. Hasta ahora no había notado lo débil que
estaba. Sólo un pensamiento le ocupaba la mente: que
debía de llevar en aquel sitio más tiempo de lo que se
figuraba. Entonces, al mirar los miserables andrajos
que se habían caído en torno suyo, sintió una enorme
piedad por su pobre cuerpo. Antes de saber lo que
estaba haciendo, se había sentado en un taburete junto
al lecho y había roto a llorar. Se daba plena cuenta de
su terrible fealdad, de su inutilidad, de que era un
montón de huesos envueltos en trapos sucios que
lloraba iluminado por una deslumbrante luz blanca.
Pero no podía contenerse. O'Brien le puso una mano
en el hombro casi con amabilidad.
—Esto no durará siempre —le dijo—. Puedes evitarte
todo esto en cuanto quieras. Todo depende de ti.
—¡Tú tienes la culpa! —sollozó Winston—. Tú me
convertiste en este guiñapo.
—No, Winston, has sido tú mismo. Lo aceptaste
cuando te pusiste contra el Partido. Todo ello estaba ya
contenido en aquel primer acto de rebeldía. Nada ha
ocurrido que tú no hubieras previsto.
George Orwell
1984
Después de una pausa, prosiguió:
—Te hemos pegado, Winston; te hemos destrozado.
Ya has visto cómo está tu cuerpo. Pues bien, tu espíritu
está en el mismo estado. Has sido golpeado e
insultado, has gritado de dolor, te has arrastrado por el
suelo en tu propia sangre, y en tus vómitos has gemido
pidiendo misericordia, has traicionado a todos. ¿Crees
que hay alguna degradación en que no hayas caído?
—Winston dejó de llorar, aunque seguía teniendo los
ojos llenos de lágrimas. Miró a O'Brien.
—No he traicionado a Julia —dijo.
O'Brien lo miró pensativo.
—No, no. Eso es cierto. No has traicionado a Julia.
El corazón de Winston volvió a llenarse de aquella
adoración por O'Brien que nada parecía capaz de
destruir. «¡Qué inteligente —pensó—, qué inteligente
es este hombre!» Nunca dejaba O'Brien de comprender
lo que se le decía. Cualquiera otra persona habría
contestado que había traicionado a Julia. ¿No se lo
habían sacado todo bajo tortura? Les había contado
absolutamente todo lo que sabía de ella: su carácter,
sus costumbres, su vida pasada; había confesado,
George Orwell
1984
dando los más pequeños detalles, todo lo que había
ocurrido entre ellos, todo lo que él había dicho a ella y
ella a él, sus comidas, alimentos comprados en el
mercado negro, sus relaciones sexuales, sus vagas
conspiraciones contra el Partido... y, sin embargo, en el
sentido que él le daba a la palabra traicionar, no la
había traicionado. Es decir, no había dejado de amarla.
Sus sentimientos hacia ella seguían siendo los mismos.
O'Brien había entendido lo que él quería decir sin
necesidad de explicárselo.
—Dime —murmuró Winston—, ¿cuándo me matarán?
—A lo mejor, tardan aún mucho tiempo —respondió
O'Brien—. Eres un caso difícil. Pero no pierdas la
esperanza. Todos se curan antes o después. Al final, te
mataremos.
George Orwell
1984
CAPITULO IV
Sentíase mucho mejor. Había engordado y cada día
estaba más fuerte. Aunque hablar de días no era muy
exacto.
La luz blanca y el zumbido seguían como siempre,
pero la nueva celda era un poco más confortable que
las demás en que había estado. La cama tenía una
almohada y un colchón y había también un taburete.
Lo habían bañado, permitiéndole lavarse con bastante
frecuencia en un barrerlo de hojalata. Incluso le
proporcionaron agua caliente. Tenía ropa interior
nueva y un nuevo «mono». Le curaron las varices
vendándoselas adecuadamente. Le arrancaron el resto
de los dientes y le pusieron una dentadura postiza.
Debían de haber pasado varias semanas e incluso
meses. Ahora le habría sido posible medir el tiempo si
le hubiera interesado, pues lo alimentaban a intervalos
regulares. Calculó que le llevaban tres comidas cada
veinticuatro horas, aunque no estaba seguro si se las
llevaban de día o de noche. El alimento era muy
bueno, con carne cada tres comidas. Una vez le dieron
también un paquete de cigarrillos. No tenía cerillas,
George Orwell
1984
pero el guardia que le llevaba la comida, y que nunca
le hablaba, le daba fuego. La primera vez que intentó
fumar, se mareé, pero perseveró, alargando el paquete
mucho tiempo. Fumaba medio cigarrillo después de
cada comida.
Le dejaron una pizarra con un pizarrín atado a un pico.
Al principio no lo usó. Se hallaba en un continuo
estado de atontamiento. Con frecuencia se tendía desde
una comida hasta la siguiente sin moverse, durmiendo
a ratos y a ratos pensando confusamente. Se había
acostumbrado a dormir con una luz muy fuerte sobre el
rostro. La única diferencie que notaba con ello era que
sus sueños tenían así más coherencia. Soñaba mucho y
a veces tenía ensueños felices. Se veía en el País
Dorado o sentado entre enormes, soleadas gloriosas
ruinas con su madre, con Julia o con O'Brien, sir hacer
nada, sólo tomando el sol y hablando de temas
pacíficos. Al despertarse, pensaba mucho tiempo sobre
lo que había soñado. Había perdido la facultad de
esforzarse intelectualmente al desaparecer el estímulo
del dolor. No se sentía aburrido ni deseaba conversar
ni distraerse por otro medio. Sólo quería estar aislado,
que no le pegaran ni lo interrogaran, tener bastante
comida y estar limpio.
George Orwell
1984
Gradualmente empezó a dormir menos, pero seguía sin
desear levantarse de la cama. Su mayor afán era yacer
en calma y sentir cómo se concentraba más energía en
su cuerpo. Se tocaba continuamente el cuerpo para
asegurarse de que no era una ilusión suya el que sus
músculos se iban redondeando y su piel fortaleciendo.
Por último, vio con alegría que sus muslos eran mucho
más gruesos que sus rodillas. Después de esto, aunque
sin muchas ganas al principio, empezó a hacer algún
ejercicio con regularidad. Andaba hasta tres kilómetros
seguidos; los medía por los pasos que daba en torno a
la celda. La espalda se le iba enderezando. Intentó
realizar ejercicios más complicados, y se asombró,
humillado, de la cantidad asombrosa de cosas que no
podía hacer. No podía coger el taburete estirando el
brazo ni sostenerse en una sola pierna sin caerse.
Intentó ponerse en cuclillas, pero sintió unos dolores
terribles en los muslos y en las pantorrillas. Se tendió
de cara al suelo e intentó levantar el peso del cuerpo
con las manos. Fue inútil; no podía elevarse ni un
centímetro. Pero después de unos días más —otras
cuantas comidas— incluso eso llegó a realizarlo. Lo
hizo hasta seis veces seguidas. Empezó a
enorgullecerse de su cuerpo y a albergar la intermitente
George Orwell
1984
ilusión de que también su cara se le iba normalizando.
Pero cuando casualmente se llevaba la mano a su
cráneo calvo, recordaba el rostro cruzado de cicatrices
y deformado que había visto aquel día en el espejo. Se
le fue activando el espíritu. Sentado en la cama, con la
espalda apoyada en la pared y la pizarra sobre las
rodillas, se dedicó con aplicación a la tarea de
reeducarse.
Había capitulado, eso era ya seguro. En realidad —lo
comprendía ahora— había estado expuesto a capitular
mucho antes de tomar esa decisión. Desde que le
llevaron al Ministerio del Amor e incluso durante
aquellos minutos en que Julia y él se habían
encontrado indefensos espalda contra espalda mientras
la voz de hierro de la telepantalla les ordenaba lo que
tenían que hacer— se dio plena cuenta de la
superficialidad y frivolidad de su intento de enfrentarse
con el Partido. Sabía ahora que durante siete años lo
había vigilado la Policía del Pensamiento como si
fuera un insecto cuyos movimientos se estudian bajo
una lupa. Todos sus actos físicos, todas sus palabras e
incluso sus actitudes mentales habían sido registradas
o deducidas por el Partido. Incluso la motita de polvo
blanquecino que Winston había dejado sobre la tapa de
George Orwell
1984
su diario la habían vuelto a colocar cuidadosamente en
su sitio. Durante los interrogatorios le hicieron oír
cintas magnetofónicas y le mostraron fotografías.
Algunas de éstas recogían momentos en que Julia y él
habían estado juntos. Sí, incluso... Ya no podía seguir
luchando contra el Partido. Además, el Partido tenía
razón. ¿Cómo iba a equivocarse el cerebro inmortal y
colectivo? ¿Con qué normas externas podían
comprobarse sus juicios? La cordura era cuestión de
estadística. Sólo había que aprender a pensar como
ellos pensaban. ¡Claro que…!
El pizarrín se le hacía extraño entre sus dedos
entorpecidos. Empezó a escribir los pensamientos que
le acudían. Primero escribió con grandes mayúsculas:
LA LIIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
Luego, casi sin detenerse, escribió debajo:
DOS Y DOS SON CINCO
Pero luego sintió cierta dificultad para concentrarse.
No recordaba lo que venía después, aunque estaba
seguro de saberlo. Cuando por fin se acordó de ello,
fue sólo por un razonamiento. No fue espontáneo.
Escribió:
George Orwell
1984
EL PODER ES DIOS
Lo aceptaba todo. El pasado podía ser alterado. El
pasado nunca había sido alterado. Oceanía estaba en
guerra con Asia Oriental. Oceanía había estado
siempre en guerra con Asia Oriental. Jones, Aaronson
y Rutherford eran culpables de los crímenes de que se
les acusó. Nunca había visto la fotografía que probaba
su inocencia. Esta foto no había existido nunca, la
había inventado él. Recordó haber pensado lo
contrario, pero estos eran falsos recuerdos, productos
de un autoengaño. ¡Qué fácil era todo! Rendirse, y lo
demás venía por sí solo. Era como andar contra una
corriente que le echaba a uno hacia atrás por mucho
que luchara contra ella, y luego, de pronto, se decidiera
uno a volverse y nadar a favor de la corriente. Nada
habría cambiado sino la propia actitud. Apenas sabía
Winston por qué se había revelado. ¡Todo era tan fácil,
excepto... !
Todo podía ser verdad. Las llamadas leyes de la
Naturaleza eran tonterías. La ley de la gravedad era
una imbecilidad. «Si yo quisiera —había dicho
O'Brien—, podría flotar sobre este suelo como una
pompa de jabón.» Winston desarrolló esta idea: «Si él
George Orwell
1984
cree que está flotando sobre el suelo y yo
simultáneamente creo que estoy viéndolo flotar, ocurre
efectivamente». De repente, como un madero de un
naufragio que se suelta y emerge en la superficie, le
acudió este pensamiento: «No ocurre en realidad. Lo
imaginamos. Es una alucinación». Aplastó en el acto
este pensamiento levantisco. Su error era evidente
porque presuponía que en algún sitio existía un mundo
real donde ocurrían cosas reales. ¿Cómo podía existir
un mundo semejante? ¿Qué conocimiento tenemos de
nada si no es a través de nuestro propio espíritu? Todo
ocurre en la mente y sólo lo que allí sucede tiene una
realidad.
No tuvo dificultad para eliminar estos engañosos
pensamientos; no se vio en verdadero peligro de
sucumbir a ellos. Sin embargo, pensó que nunca
debían habérsele ocurrido. Su cerebro debía lanzar una
mancha que tapara cualquier pensamiento peligroso al
menor intento de asomarse a la conciencia. Este
proceso había de ser automático, instintivo. En
neolengua se le llamaba paracrimen. Era el freno de
cualquier acto delictivo.
George Orwell
1984
Se entrenó en el paracrimen. Se planteaba
proposiciones como éstas: «El Partido dice que la
tierra no es redonda», y se ejercitaba en no entender
los argumentos que contradecían a esta proposición.
No era fácil. Había que tener una gran facultad para
improvisar y razonar. Por ejemplo, los problemas
aritméticos derivados de la afirmación dos y dos son
cinco requerían una preparación intelectual de la que él
carecía. Además para ello se necesitaba una
mentalidad atlética, por decirlo así. La habilidad de
emplear la lógica en un determinado momento y en el
siguiente desconocer los más burdos errores lógicos.
Era tan precisa la estupidez como la inteligencia y tan
difícil de conseguir.
Durante todo este tiempo, no dejaba de preguntarse
con un rincón de su cerebro cuánto tardarían en
matarlo. «Todo depende de ti», le había dicho O'Brien,
pero Winston sabía muy bien que no podía abreviar
ese plazo con ningún acto consciente. Podría tardar
diez minutos o diez años. Podían tenerlo muchos años
aislado, mandarlo a un campo de trabajos forzados o
soltarlo durante algún tiempo, como solían hacer. Era
perfectamente posible que antes de matarlo le hicieran
representar de nuevo todo el drama de su detención,
George Orwell
1984
interrogatorios, etc. Lo cierto era que la muerte nunca
llegaba en un momento esperado. La tradición —no la
tradición oral, sino un conocimiento difuso que le
hacía a uno estar seguro de ello aunque no lo hubiera
oído nunca era que le mataban a uno por detrás de un
tiro en la nuca. Un tiro que llegaba sin aviso cuando le
llevaban a uno de celda en celda por un pasillo.
Un día cayó en una ensoñación extraña. Se veía a sí
mismo andando por un corredor en espera del disparo.
Sabía que dispararían de un momento a otro. Todo
estaba ya arreglado, se había reconciliado plenamente
con el Partido. No más dudas ni más discusiones; no
más dolor ni miedo. Tenía el cuerpo saludable y fuerte.
Andaba con gusto, contento de moverse él solo. Ya no
iba por los estrechos y largos pasillos del Ministerio
del Amor, sino por un pasadizo de enorme anchura
iluminado por el sol, un corredor de un kilómetro de
anchura por el cual había transitado ya en aquel delirio
que le produjeron las drogas. Se hallaba en el País
Dorado siguiendo unas huellas en los pastos roídos por
los conejos. Sentía el muelle césped bajo sus pies y la
dulce tibieza del sol. Al borde del campo había unos
olmos cuyas hojas se movían levemente y algo más
allá corría el arroyo bajo los sauces.
George Orwell
1984
De pronto se despertó horrorizado. Le sudaba todo el
cuerpo. Se había oído a sí mismo gritando:
—¡Julia! ¡Julia! ¡Julia! ¡Amor mío! Julia.
Durante un momento había tenido una impresionante
alucinación de su presencia. No sólo parecía que Julia
estaba con él, sino dentro de él. Era como si la joven
tuviera su misma piel. En aquel momento la había
querido más que nunca. Además, sabía que se
encontraba viva y necesitaba de su ayuda.
Se tumbó en la cama y trató de tranquilizarse. ¿Qué
había hecho? ¿Cuántos años de servidumbre se había
echado encima por aquel momento de debilidad?
Al cabo de unos instantes oiría los pasos de las botas.
Era imposible que dejaran sin castigar aquel estallido.
Ahora sabrían, si no lo sabían ya antes, que él había
roto el convenio tácito que tenía con ellos. Obedecía al
Partido, pero seguía odiándolo. Antes ocultaba un
espíritu herético bajo una apariencia conformista.
Ahora había retrocedido otro paso: en su espíritu se
había rendido, pero con la esperanza de mantener
inviolable lo esencial de su corazón, Winston sabía que
estaba equivocado, pero prefería que su error hubiera
George Orwell
1984
salido a la superficie de un modo tan evidente. O'Brien
lo comprendería. Aquellas estúpidas exclamaciones
habían sido una excelente confesión.
Tendría que empezar de nuevo. Aquello iba a durar
años y años. Se pasó una mano por la cara procurando
familiarizarse con su nueva forma. Tenía profundas
arrugas en las mejillas, los pómulos angulosos y la
nariz aplastada. Además, desde la última vez en que se
vio en el espejo tenía una dentadura postiza completa.
No era fácil conservar la inescrutabilidad cuando no se
sabía la cara que tenía uno. En todo caso no bastaba el
control de las facciones. Por primera vez se dio cuenta
de que la mejor manera de ocultar un secreto es ante
todo ocultárselo a uno mismo. De entonces en adelante
no sólo debía pensar rectamente, sino sentir y hasta
soñar con rectitud, y todo el tiempo debería encerrar su
odio en su interior como una especie de pelota que
formaba parte de sí mismo y que sin embargo estuviera
desconectada del resto de su persona; algo así como un
quiste.
Algún día decidirían matarlo. Era imposible saber
cuándo ocurriría, pero unos segundos antes podría
adivinarse. Siempre lo mataban a uno por la espalda
George Orwell
1984
mientras andaba por un pasillo. Pero le bastarían diez
segundos. Y entonces, de repente, sin decir una
palabra, sin que se notara en los pasos que aún diera,
sin alterar el gesto... podría tirar el camuflaje, y ¡bang!,
soltar las baterías de su odio. Sí, en esos segundos
anteriores a su muerte, todo su ser se convertiría en
una enorme llamarada de odio. Y casi en el mismo
instante ¡bang!, llegaría la bala, demasiado tarde, o
quizá demasiado pronto. Le habrían destrozado el
cerebro antes de que pudieran considerarlo de ellos. El
pensamiento herético quedaría impune. No se habría
arrepentido, quedaría para siempre fuera del alcance de
esa gente. Con el tiro habrían abierto un agujero en esa
perfección de que se vanagloriaban. Morir odiándolos,
ésa era la libertad.
Cerró los ojos. Su nueva tarea era más difícil que
cualquier disciplina intelectual. Tenía primero que
degradarse, que mutilarse. Tenía que hundirse en lo
más sucio. ¿Qué era lo más horrible, lo que a él le
causaba más repugnancia del Partido? Pensó en el
Gran Hermano. Su enorme rostro (por verlo
constantemente en los carteles de propaganda se lo
imaginaba siempre de un metro de anchura), con sus
enormes bigotes negros y los ojos que le seguían a uno
George Orwell
1984
a todas partes, era la imagen que primero se presentaba
a su mente. ¿Cuáles eran sus verdaderos sentimientos
hacia el Gran Hermano?
En el pasillo sonaron las pesadas botas. La puerta de
acero se abrió con estrépito. O'Brien entró en la celda.
Detrás de él venían el oficial de cara de cera y los
guardias de negros uniformes.
—Levántate —dijo O'Brien——. Ven aquí.
Winston se acercó a él. O'Brien lo cogió por los
hombros con sus enormes manazas y lo miró
fijamente:
—Has pensado engañarme —le dijo—. Ha sido una
tontería por tu parte. Ponte más derecho y mírame a la
cara.
Después de unos minutos de silencio, prosiguió en
tono más suave:
—Estás mejorando. Intelectualmente estás ya casi bien
del todo. Sólo fallas en lo emocional. Dime, Winston,
y recuerda que no puedes mentirme; sabes muy bien
que descubro todas tus mentiras. Dime: ¿cuáles son los
verdaderos sentimientos que te inspira el Gran
Hermano?
George Orwell
1984
—Lo odio.
—¿Lo odias? Bien. Entonces ha llegado el momento
de aplicarte el último medio. Tienes que amar al Gran
Hermano. No basta que le obedezcas; tienes que
amarlo.
Empujó delicadamente a Winston hacia los guardias.
—Habitación 101 —dijo.
George Orwell
1984
CAPITULO V
En cada etapa de su encarcelamiento había sabido
Winston —o creyó saber— hacia dónde se hallaba,
aproximadamente, en el enorme edificio sin ventanas.
Probablemente había pequeñas diferencias en la
presión del aire. Las celdas donde los guardias lo
habían golpeado estaban bajo el nivel del suelo. La
habitación donde O'Brien lo había interrogado estaba
cerca del techo. Este lugar de ahora estaba a muchos
metros bajo tierra. Lo más profundo a que se podía
llegar.
Era mayor que casi todas las celdas donde había
estado. Pero Winston no se fijó más que en dos mesitas
ante él, cada una de ellas cubierta con gamuza verde.
Una de ellas estaba sólo a un metro o dos de él y la
otra más lejos, cerca de la puerta. Winston había sido
atado a una silla tan fuerte que no se podía mover en
absoluto, ni siquiera podía mover la cabeza que le tenía
sujeta por detrás una especie de almohadilla
obligándole a mirar de frente.
Se quedó sólo un momento. Luego se abrió la puerta
entró O'Brien.
George Orwell
1984
—Me preguntaste una vez qué había en la habitación
101. Te dije que ya lo sabías. Todos lo saben. Lo que
hay en la habitación 101 es lo peor del mundo.
La puerta volvió a abrirse. Entró un guardia que
llevaba algo, un objeto hecho de alambres, algo así
como una caja o una cesta. La colocó sobre la mesa
próxima a la puerta: a causa de la posición de O'Brien,
no podía Winston ver lo que era aquello.
—Lo peor del mundo —continuó O'Brien— varía de
individuo a individuo. Puede ser que le entierren vivo
o morir quemado, o ahogado o de muchas otras
maneras. A veces se trata de una cosa sin importancia,
que ni siquiera es mortal, pero que para el individuo es
lo peor del mundo.
Se había apartado un poco de modo que Winston pudo
ver mejor lo que había en la mesa. Era una jaula
alargada con un asa arriba para llevarla. En la parte
delantera había algo que parecía una careta de esgrima
con la parte cóncava hacia afuera. Aunque estaba a tres
o cuatro metros de él pudo ver que la jaula se dividía a
lo largo en dos departamentos y que algo se movía
dentro de cada uno de ellos. Eran ratas.
George Orwell
1984
—En tu caso —dijo O'Brien—, lo peor del mundo son
las ratas.
Winston, en cuanto entrevió al principio la jaula, sintió
un temblor premonitorio, un miedo a no sabía qué.
Pero ahora, al comprender para qué —servía aquella
careta de alambre, parecían deshacérsela los intestinos.
—¡No puedes hacer eso! —gritó con voz
descompuesta—. ¡Es imposible! ¡No puedes hacerme
eso!
—¿Recuerdas —dijo O'Brien— el momento de pánico
que surgía repetidas veces en tus sueños? Había frente
a ti un muro de negrura y en los oídos te vibraba un
fuerte zumbido. Al otro lado del muro había algo
terrible. Sabías que sabías lo que era, pero no te
atrevías a sacarlo a tu consciencia. Pues bien, lo que
había al otro lado del muro eran ratas.
—¡O'Brien! —dijo Winston, haciendo un esfuerzo
para controlar su voz . Sabes muy bien que esto no es
necesario. ¿Qué quieres que diga?
O'Brien no contestó directamente. Había hablado con
su característico estilo de maestro de escuela. Miró
George Orwell
1984
pensativo al vacío, como si estuviera dirigiéndose a un
público que se encontraba detrás de Winston.
—El dolor no basta siempre. Hay ocasiones en que un
ser humano es capaz de resistir el dolor incluso hasta
bordear la muerte. Pero para todos hay algo que no
puede soportarse, algo tan inaguantable que ni siquiera
se puede pensar en ello. No se trata de valor ni de
cobardía. Si te estás cayendo desde una gran altura, no
es cobardía que te agarres a una cuerda que encuentres
a tu caída. Si subes a la superficie desde el fondo de un
río, no es cobardía llenar de aire los pulmones. Es sólo
un instinto que no puede ser desobedecido. Lo mismo
te ocurre ahora con las ratas. Para ti son lo más
intolerable del mundo, constituyen una presión que no
puedes resistir aunque te esfuerces en ello. Por eso las
ratas te harán hacer lo que se te pide.
—Pero, ¿de qué se trata? ¿Cómo puedo hacerlo si no
sé lo que es?
O'Brien levantó la jaula y la puso en la mesa más
próxima a Winston, colocándola cuidadosamente sobre
la gamuza. Winston podía oírse la sangre zumbándole
en los oídos. Sentíase más abandonado que nunca.
Estaba en medio de una gran llanura solitaria, un
George Orwell
1984
inmenso desierto quemado por el sol y le llegaban
todos los sonidos desde distancias inconmensurables.
Sin embargo, la jaula de las ratas estaba sólo a dos
metros de él. Eran ratas enormes. Tenían esa edad en
que el hocico de las ratas se vuelve hiriente y feroz y
su piel es parda en vez de gris.
—La rata —dijo O'Brien, que seguía dirigiéndose a su
público invisible, a pesar de ser un roedor, es
carnívora. Tú lo sabes. Habrás oído lo que suele
ocurrir en los barrios pobres de nuestra ciudad. En
algunas calles, las mujeres no se atreven a dejar a sus
niños solos en las casas ni siquiera cinco minutos. Las
ratas los atacan, y bastaría muy peco tiempo para que
sólo quedaran de ellos los huesos. También atacan a
los enfermos y a los moribundos. Demuestran poseer
una asombrosa inteligencia para conocer cuándo está
indefenso un ser humano.
Las ratas chillaban en su jaula. Winston las oía como
desde una gran distancia. Las ratas luchaban entre
ellas; querían alcanzarse a través de la división de
alambre. Oyó también un profundo y desesperado
gemido. Ese gemido era suyo.
George Orwell
1984
O'Brien levantó la jaula y, al hacerlo, apretó algo sobre
ella. Era un resorte. Winston hizo un frenético esfuerzo
por desligarse de la silla. Era inútil: todas las partes de
su cuerpo, incluso su cabeza, estaban inmovilizadas
perfectamente. O'Brien le acercó más la jaula. La tenía
Winston a menos de un metro de su cara.
—He apretado el primer resorte —dijo O'Brien—.
Supongo que comprenderás cómo está construida esta
jaula. La careta se adaptará a tu cabeza, sin dejar salida
alguna. Cuando yo apriete el otro resorte, se levantará
el cierre de la jaula. Estos bichos, locos de hambre, se
lanzarán contra ti como balas. ¿Has visto alguna vez
cómo se lanza una rata por el aire? Así te saltarán a la
cara. A veces atacan primero a los ojos. Otras veces se
abren paso a través de las mejillas y devoran la lengua.
La jaula se acercaba; estaba ya junto a él. Winston oyó
una serie de chillidos que parecían venir de encima de
su cabeza. Luchó curiosamente contra su propio
pánico. Pensar, pensar, aunque sólo fuera medio
segundo..., pensar era la única esperanza. De pronto, el
asqueroso olor de las ratas le dio en el olfato como si
hubiera recibido un tremendo golpe. Sintió violentas
náuseas y casi perdió el conocimiento. Todo lo veía
George Orwell
1984
negro. Durante unos instantes se convirtió en un loco,
en un animal que chillaba desesperadamente. Sin
embargo, de esas tinieblas fue naciendo una idea. Sólo
había una manera de salvarse. Debía interponer a otro
ser humano, el cuerpo de otro ser humano entre las
ratas y él.
El círculo que ajustaba la careta era lo bastante ancho
para taparle la visión de todo lo que no fuera la
puertecita de alambre situada a dos palmos de su cara.
Las ratas sabían lo que iba a pasar ahora. Una de ellas
saltaba alocada, mientras que la otra, mucho más vieja,
se apoyaba con sus patas rosadas y husmeaba con
ferocidad. Winston veía sus patillas y sus dientes
amarillos. Otra vez se apoderó de él un negro pánico.
Estaba ciego, desesperado, con el cerebro vacío.
—Era un castigo muy corriente en la China imperial
—dijo O'Brien, tan didáctico como siempre.
La careta le apretaba la cara. El alambre le arañaba las
mejillas. Luego..., no, no fue alivio, sino sólo
esperanza, un diminuto fragmento de esperanza.
Demasiado tarde, quizás fuese ya demasiado tarde.
Pero había comprendido de pronto que en todo el
mundo sólo había una persona a la que pudiese
George Orwell
1984
transferir su castigo, un cuerpo que podía arrojar entre
las ratas y él. Y empezó a gritar una y otra vez,
frenéticamente:
—¡Házselo a Julia! ¡Házselo a Julia! ¡A mí, no! ¡A
Julia! No me importa lo que le hagas a ella. Desgárrale
la cara, descoyúntale los huesos. ¡Pero a mí, no! ¡A
Julia! ¡A mí, no!
Caía hacia atrás hundiéndose en enormes abismos,
alejándose de las ratas a vertiginosa velocidad. Estaba
todavía atado a la silla, pero había pasado a través del
suelo, de los muros del edificio, de la tierra, de los
océanos, e iba lanzado por la atmósfera en los espacios
interestelares, alejándose sin cesar de las ratas... Se
encontraba ya a muchos años—luz de distancia, pero
O'Brien estaba aún a su lado. Todavía le apretaba el
alambre, en las mejillas. Pero en la oscuridad que lo
envolvía oyó otro chasquido metálico y sabía que el
primer resorte había vuelto a funcionar y la jaula no
había llegado a abrirse.
George Orwell
1984
CAPITULO VI
El Nogal estaba casi vacío. Un rayo de sol entraba por
una ventana y caía, amarillento, sobre las polvorientas
mesas. Era la solitaria hora de las quince. Las
telepantallas emitían una musiquilla ligera.
Winston, sentado en su rincón de costumbre,
contemplaba un vaso vacío. De vez en cuando
levantaba la mirada a la cara que le miraba fijamente
desde la pared de enfrente. EL GRAN HERMANO TE
VIGILA, decía el letrero. Sin que se lo pidiera, un
camarero se acercó a llenarle el vaso con ginebra de la
Victoria, echándole también unas cuantas gotas de otra
botella que tenía un tubito atravesándole el tapón. Era
sacarina aromatizado con clavo, la especialidad de la
casa.
Winston escuchaba la telepantalla. Sólo emitía música,
pero había la posibilidad de que de un momento a otro
diera su comunicado el Ministerio de la Paz. Las
noticias
del
frente
africano
eran
muy
intranquilizadoras. Winston había estado muy
preocupado todo el día por esto. Un ejército eurasiático
(Oceanía estaba en guerra con Eurasia; Oceanía había
George Orwell
1984
estado siempre en guerra con Eurasia) avanzaba hacia
el sur con aterradora velocidad. El comunicado de
mediodía no se había referido a ninguna zona concreta,
pero probablemente a aquellas horas se lucharía ya en
la desembocadura del Congo. Brazzaville y
Leopoldville estaban en peligro. No había que mirar
ningún mapa para saber lo que esto significaba. No era
sólo cuestión de perder el África central. Por primera
vez en la guerra, el territorio de Oceanía se veía
amenazado.
Una violenta emoción, no exactamente miedo, sino
una especie de excitación indiferenciado, se apoderó
de él, para luego desaparecer. Dejó de pensar en la
guerra. En aquellos días no podía fijar el pensamiento
en ningún tema más que unos momentos. Se bebió el
vaso de un golpe. Como siempre, le hizo estremecerse
e incluso sentir algunas arcadas.
El líquido era horrible. El clavo y la sacarina, ya de por
sí repugnantes, no podían suprimir el aceitoso sabor de
la ginebra, y lo peor de todo era que el olor de la
ginebra, que le acompañaba día y noche, iba
inseparablemente unido en su mente con el olor de
aquellas.. .
George Orwell
1984
Nunca las nombraba, ni siquiera en sus más recónditos
pensamientos. Era algo de que Winston tenía una
confusa conciencia, un olor que llevaba siempre
pegado a la nariz. La ginebra le hizo eructar. Había
engordado desde que lo soltaron, recobrando su
antiguo buen color, que incluso se le había
intensificado. Tenía las facciones más bastas, la piel de
la nariz y de los pómulos era rojiza y rasposa, e incluso
su calva tenía un tono demasiado colorado. Un
camarero, también sin que él se lo hubiera pedido, le
trajo el tablero de ajedrez y el número del Times
correspondiente a aquel día, doblado de manera que
estuviese a la vista el problema de ajedrez. Luego,
viendo que el vaso de Winston estaba vacío, le trajo la
botella de ginebra y lo llenó. No había que pedir nada.
Los camareros conocían las costumbres de Winston. El
tablero de ajedrez le esperaba siempre, y siempre le
reservaban la mesa del rincón. Aunque el café
estuviera lleno, tenía aquella mesa libre, pues nadie
quería que lo vieran sentado demasiado cerca de él.
Nunca se preocupaba de contar sus bebidas. A
intervalos irregulares le presentaban un papel sucio
que le decían era la cuenta, pero Winston tenía la
impresión de que siempre le cobraban más de lo
George Orwell
1984
debido. No le importaba. Ahora siempre le sobraba
dinero. Le habían dado un cargo, una ganga donde
cobraba mucho más que en su antigua colocación.
La música de la telepantalla se interrumpió y sonó una
voz. Winston levantó la cabeza para escuchar. Pero no
era un comunicado del frente; sólo un breve anuncio
del Ministerio de la Abundancia. En el trimestre
pasado, ya en el décimo Plan Trienal, la cantidad de
cordones para los zapatos que se pensó producir había
sido sobrepasada en un noventa y ocho por ciento.
Estudió el problema de ajedrez y colocó las piezas. Era
un final ingenioso. «Juegan las blancas y mate en dos
jugadas.» Winston miró el retrato del Gran Hermano.
Las blancas siempre ganan, pensó con un confuso
misticismo. Siempre, sin excepción; está dispuesto así.
En ningún problema de ajedrez, desde el principio del
mundo, han ganado las negras ninguna vez. ¿Acaso no
simbolizan las blancas el invariable triunfo del Bien
sobre el Mal? El enorme rostro miraba a Winston con
su poderosa calma. Las blancas siempre ganan.
La voz de la telepantalla se interrumpió y añadió en un
tono diferente y mucho más grave: «Estad preparados
para escuchar un importante comunicado a las quince
George Orwell
1984
treinta. ¡Quince treinta! Son noticias de la mayor
importancia. Cuidado con no perdérselas. ¡Quince
treinta!». La musiquilla volvió a sonar.
A Winston le latió el corazón con más rapidez. Sería el
comunicado del frente; su instinto le dijo que habría
malas noticias. Durante todo el día había pensado con
excitación en la posible derrota aplastante en África.
Le parecía estar viendo al ejército eurasiático cruzando
la frontera que nunca había sido violada y
derramándose por aquellos territorios de Oceanía como
una columna de hormigas. ¿Cómo no había sido
posible atacarlos por el flanco de algún modo?
Recordaba con toda exactitud el dibujo de la costa
occidental africana. Cogió una pieza y la movió en el
ajedrez. Aquél era el sitio adecuado. Pero a la vez que
veía la horda negra avanzando hacia el Sur, vio
también otra fuerza, misteriosamente reunida, que de
repente había cortado por la retaguardia todas las
comunicaciones terrestres y marítimas del enemigo.
Sentía Winston como si por la fuerza de su voluntad
estuviera dando vida a esos ejércitos salvadores. Pero
había que actuar con rapidez. Si el enemigo dominaba
toda el África, si lograban tener aeródromos y bases de
submarinos en El Cabo, cortarían a Oceanía en dos.
George Orwell
1984
Esto podía significarlo todo: la derrota, una nueva
división del mundo, la destrucción del Partido.
Winston respiró hondamente. Sentía una extraordinaria
mezcla de sentimientos, pero en realidad no era una
mezcla sino una sucesión de capas o estratos de
sentimientos en que no se sabía cuál era la capa
predominante.
Le pasó aquel sobresalto. Volvió a poner la pieza en su
sitio, pero por un instante no pudo concentrarse en el
problema de ajedrez. Sus pensamientos volvieron a
vagar. Casi conscientemente trazó con su dedo en el
polvo de la mesa:
2+2=
«Dentro de ti no pueden entrar nunca», le había dicho
Julia. Pues, sí, podían penetrar en uno. «Lo que te
ocurre aquí es para siempre», le había dicho O'Brien.
Eso era verdad. Había cosas, los actos propios, de las
que no era posible rehacerse. Algo moría en el interior
de la persona; algo se quemaba, se cauterizaba.
Winston la había visto, incluso había hablado con ella.
Ningún peligro había en esto. Winston sabía
instintivamente que ahora casi no se interesaban por lo
que él hacía. Podía haberse citado con ella si lo hubiera
George Orwell
1984
deseado. Esa única vez se habían encontrado por
casualidad. Fue en el Parque, un día muy desagradable
de marzo en que la tierra parecía hierro y toda la hierba
había muerto. Winston andaba rápidamente contra el
viento, con las manos heladas y los ojos acuosos,
cuando la vio a menos de diez metros de distancia. En
seguida le sorprendió que había cambiado de un modo
indefinible. Se cruzaron sin hacerse la menor señal. Él
se volvió y la siguió, pero sin un interés desmedido.
Sabía que ya no había peligro, que nadie se interesaba
por ellos. Julia no le hablaba. Siguió andando en
dirección oblicua sobre el césped, como si tratara de
librarse de él, y luego pareció resignarse a llevarlo a su
lado. Por fin, llegaron bajo unos arbustos pelados que
no podían servir ni para esconderse ni para protegerse
del viento. Allí se detuvieron. Hacía un frío
molestísimo. El viento silbaba entre las ramas.
Winston le rodeó la cintura con un brazo.
No había telepantallas, pero debía de haber micrófonos
ocultos. Además, podían verlos desde cualquier parte.
No importaba; nada importaba. Podrían haberse
echado sobre el suelo y hacer eso si hubieran querido.
Su carne se estremeció de horror tan sólo al pensarlo.
Ella no respondió cuando la agarró del brazo, ni
George Orwell
1984
siquiera intentó desasirse. Ya sabía Winston lo que
había cambiado en ella. Tenía el rostro más demacrado
y una larga cicatriz, oculta en parte por el cabello, le
cruzaba la frente y la sien; pero el verdadero cambio
no radicaba en eso. Era que la cintura se le había
ensanchado mucho y toda ella estaba rígida. Recordó
Winston como una vez después de la explosión de una
bomba cohete había ayudado a sacar un cadáver de
entre unas ruinas y le había asombrado no sólo su
increíble peso, sino su rigidez y lo difícil que resultaba
manejarlo, de modo que más parecía piedra que carne.
El cuerpo de Julia le producía ahora la misma
sensación. Se le ocurrió pensar que la piel de esta
mujer sería ahora de una contextura diferente.
No intentó besarla ni hablaron. Cuando marchaban
juntos por el césped, lo miró Julia a la cara por primera
vez. Fue sólo una mirada fugaz, llena de desprecio y de
repugnancia. Se preguntó Winston si esta aversión
procedía sólo de sus relaciones pasadas, o si se la
inspiraba también su desfigurado rostro y el agüilla
que le salía de los ojos. Sentáronse en dos sillas de
hierro uno al lado del otro, pero no demasiado juntos.
Winston notó que Julia estaba a punto de hablar.
Movió unos cuantos centímetros el basto zapato y
George Orwell
1984
aplastó con él una rama. Su pie parecía ahora más
grande, pensó Winston. Julia, por fin, dijo sólo esto:
—Te traicioné.
—Yo también te traicioné —dijo él.
Julia lo miró otra vez con disgusto. Y dijo:
—A veces te amenazan con algo..., algo que no puedes
soportar, que ni siquiera puedes imaginarte sin
temblar. Y entonces dices: «No me lo hagas a mí,
házselo a otra persona, a Fulano de Tal». Y quizá
pretendas, más adelante, que fue sólo un truco y que lo
dijiste únicamente para que dejaran de martirizarte y
que no lo pensabas de verdad. Pero, no. Cuando ocurre
eso se desea de verdad y se desea que a la otra persona
se lo hicieran. Crees entonces que no hay otra manera
de salvarte y estás dispuesto a salvarte así. Deseas de
todo corazón que eso tan terrible le ocurra a la otra
persona y no a ti. No te importa en absoluto lo que
pueda sufrir. Sólo te importas entonces tú mismo.
—Sólo te importas entonces tú mismo —repitió
Winston como un eco.
—Y después de eso no puedes ya sentir por la otra
persona lo mismo que antes.
George Orwell
1984
—No —dijo él—, no se siente lo mismo.
No parecían tener más que decirse. El viento les
pegaba a los cuerpos sus ligeros «monos». A los pocos
instantes les producía una sensación embarazoso seguir
allí callados. Además, hacía demasiado frío para
estarse quietos. Julia dijo algo sobre que debía coger el
Metro y se levantó para marcharse.
—Tenemos que vernos otro día —dijo Winston.
—Sí, tenemos que vemos —dijo ella.
Winston, irresoluto, la siguió un poco. Iba a unos pasos
detrás de ella. No volvieron a hablar. Aunque Julia no
le dijo que se apartara, andaba muy rápida para evitar
que fuese junto a ella. Winston se había decidido a
acompañarla a la estación del Metro, pero de repente
se le hizo un mundo tener que andar con tanto frío. Le
parecía que aquello no tenía sentido. No era tanto el
deseo de apartarse de Julia como el de regresar al café
lo que le impulsaba, pues nunca le había atraído tanto
El Nogal como en este momento. Tenía una visión
nostálgica de su mesa del rincón, con el periódico, el
ajedrez y la ginebra que fluía sin cesar. Sobre todo, allí
haría calor. Por eso, poco después y no sólo
George Orwell
1984
accidentalmente, se dejó separar de ella por una
pequeña aglomeración de gente. Hizo un desganado
intento de volver a seguirla, pero disminuyó el paso y
se volvió, marchando en dirección opuesta. Cinco
metros más allá se volvió a mirar. No había demasiada
circulación, pero ya no podía distinguirla. Julia podría
haber sido cualquiera de doce figuras borrosas que se
apresuraban en dirección al Metro. Es posible que no
pudiera reconocer ya su cuerpo tan deformado.
«Cuando ocurre eso, se desea de verdad», y él lo había
pensado en serio. No solamente lo había dicho, sino
que lo había deseado. Había deseado que fuera ella y
no él quien tuviera que soportar a las...
Se produjo un sutil cambio en la música que brotaba de
la telepantalla. Apareció una nota humorística, «la nota
amarilla». Una voz quizá no estuviera sucediendo de
verdad, sino que fuera sólo un recuerdo que tomase
forma de sonido cantaba:
Bajo el Nogal de las ramas extendidas
yo te vendí y tú me vendiste.
Winston tenía los ojos más lacrimosos que de
costumbre. Un camarero que pasaba junto a él vio que
George Orwell
1984
tenía vacío el vaso y volvió a llenárselo de la botella de
ginebra.
Winston olió el líquido. Aquello estaba más
repugnante cuanto más lo bebía, pero era el elemento
en que él nadaba. Era su vida, su muerte y su
resurrección. La ginebra lo hundía cada noche en un
sopor animal, y también era la ginebra lo que le hacía
revivir todas las mañanas. Al despertarse —rara vez
antes de las once con los párpados pegajosos, una boca
pastosa y la espalda que parecía habérsele partido— le
habría sido imposible echarse abajo de la cama si no
hubiera tenido siempre en la mesa de noche la botella
de ginebra y una taza. Durante la mañana se quedaba
escuchando la telepantalla con una expresión pétrea y
la botella siempre a mano. Desde las quince hasta la
hora de cerrar, se pasaba todo el tiempo en El Nogal.
Nadie se preocupaba de lo que hiciera, no le
despertaba ningún silbato ni le dirigía advertencias la
telepantalla. Dos veces a la semana iba a un despacho
polvoriento, que parecía un rincón olvidado, en el
Ministerio de la Verdad, y trabajaba un poco, si a
aquello podía llamársele trabajo. Había sido nombrado
miembro de un subcomité de otro subcomité que
dependía de uno de los innumerables subcomités que
George Orwell
1984
se ocupaban de las dificultades de menos importancia
planteadas por la preparación de la onceava edición del
Diccionario de Neolengua. En aquel despacho se
dedicaban a redactar algo que llamaban el informe
provisional, pero Winston nunca había llegado a
enterarse de qué tenían que informar. Tenía alguna
relación con la cuestión de si las comas deben ser
colocadas dentro o fuera de las comillas. Había otros
cuatro en el subcomité, todos en situación semejante a
la de Winston. Algunos días se marchaban apenas se
habían reunido después de reconocer sinceramente que
no había nada que hacer. Pero otros días se ponían a
trabajar casi con encarnizamiento haciendo grandes
alardes de aprovechamiento del tiempo redactando
largos informes que nunca terminaban. En esas
ocasiones discutían sobre cuál era el asunto sobre cuya
discusión se les había encargado y esto les llevaba a
complicadas argumentaciones y sutiles distingos con
interminables digresiones, peleas, amenazas e incluso
recurrían a las autoridades superiores. Pero de pronto
parecía retirárselas la vida y se quedaban inmóviles en
torno a la mesa mirándose unos a otros con ojos
apagados como fantasmas que se esfuman con el canto
del gallo.
George Orwell
1984
La telepantalla estuvo un momento silenciosa. Winston
levantó la cabeza otra vez. ¡El comunicado! Pero no,
sólo era un cambio de música. Tenía el mapa de África
detrás de los párpados, el movimiento de los ejércitos
que él imaginaba era este diagrama; una flecha negra
dirigiéndose verticalmente hacia el Sur y una flecha
blanca en dirección horizontal, hacia el Este, cortando
la cola de la primera. Como para darse ánimos, miró el
imperturbable rostro del retrato. ¿Podía concebirse que
la segunda flecha no existiera?
Volvió a aflojársela el interés. Bebió más ginebra,
cogió la pieza blanca e hizo un intento de jugada. Pero
no era aquélla la jugada acertada, porque...
Sin quererlo, le flotó en la memoria un recuerdo. Vio
una habitación iluminada por la luz de una vela con
una gran cama de madera clara y él, un chico de nueve
o diez años que estaba sentado en el suelo agitando un
cubilete de dados y riéndose excitado. Su madre estaba
sentada frente a él y también se reía. Aquello debió de
ocurrir un mes antes de desaparecer ella. Fueron unos
momentos de reconciliación en que Winston no sentía
aquel hambre imperiosa y le había vuelto
temporalmente el cariño por su madre. Recordaba bien
George Orwell
1984
aquel día, un día húmedo de lluvia continua. El agua
chorreaba monótona por los cristales de las ventanas y
la luz del interior era demasiado débil para leer. El
aburrimiento de los dos niños en la triste habitación era
insoportable. Winston gimoteaba, pedía inútilmente
que le dieran de comer, recorría la habitación
revolviéndolo todo y dando patadas hasta que los
vecinos tuvieron que protestar. Mientras, su hermanita
lloraba sin parar. Al final le dijo su madre: «Sé bueno
y te compraré un juguete. Sí, un juguete precioso que
te gustará mucho». Y había salido a pesar de la lluvia
para ir a unos almacenes que estaban abiertos a esa
hora y volvió con una caja de cartón conteniendo el
juego llamado «De las serpientes y las escaleras». Era
muy modesto. El cartón estaba rasgado y los pequeños
dados de madera, tan mal cortados que apenas se
sostenían. Winston recordaba el olor a humedad del
cartón. Había mirado el juego de mal humor. No le
interesaba gran cosa. Pero entonces su madre encendió
una vela y se sentaron en el suelo a jugar. Jugaron
ocho veces ganando cuatro cada uno. La hermanita,
demasiado pequeña para comprender de qué trataba el
juego, miraba y se reía porque los veía reír a ellos dos.
George Orwell
1984
Habían pasado la tarde muy contentos, como cuando él
era más pequeño.
Apartó de su mente estas imágenes. Era un falso
recuerdo. De vez en cuando le asaltaban falsos
recuerdos. Esto no importaba mientras que se supiera
lo que era. Winston volvió a fijar la atención en el
tablero de ajedrez, pero casi en el mismo instante dio
un salto como si lo hubieran pinchado con un alfiler.
Un agudo trompetazo perforó el aire. Era el
comunicado, ¡victoria!; siempre significaba victoria la
llamada de la trompeta antes de las noticias. Una
especie de corriente eléctrica recorrió a todos los que
se hallaban en el café. Hasta los camareros se
sobresaltaron y aguzaron el oído.
La trompeta había dado paso a un enorme volumen de
ruido. Una voz excitada gritaba en la telepantalla, pero
apenas había empezado fue ahogada por una espantosa
algarabía en las calles. La noticia se había difundido
como por arte de magia. Winston había oído lo
bastante para saber que todo había sucedido como él lo
había previsto: una inmensa armada, reunida
secretamente, un golpe repentino a la retaguardia del
enemigo, la flecha blanca destrozando la cola de la
George Orwell
1984
flecha negra. Entre el estruendo se destacaban trozos
de frases triunfales: «Amplia maniobra estratégica...
perfecta coordinación... tremenda derrota medio millón
de
prisioneros...
completa
desmoralización...
controlamos el África entera. La guerra se acerca a su
final... victoria... la mayor victoria en la historia de la
Humanidad. ¡Victoria, victoria, victoria!».
Bajo la mesa, los pies de Winston hacían movimientos
convulsivos. No se había movido de su asiento, pero
mentalmente estaba corriendo, corriendo a vertiginosa
velocidad, se mezclaba con la multitud, gritaba hasta
ensordecer. Volvió a mirar el retrato del Gran
Hermano. ¡Aquél era el coloso que dominaba el
mundo! ¡La roca contra la cual se estrellaban en vano
las hordas asiáticas! Recordó que sólo hacía diez
minutos. —sí, diez minutos tan sólo— todavía se
equivocaba su corazón al dudar si las noticias del
frente serían de victoria o de derrota. ¡Ah, era más que
un ejército eurasiático lo que había perecido! Mucho
había cambiado en él desde aquel primer día en el
Ministerio del Amor, pero hasta ahora no se había
producido la cicatrización final e indispensable, el
cambio salvador. La voz de la telepantalla seguía
enumerando el botín, la matanza, los prisioneros, pero
George Orwell
1984
la gritería callejera había amainado un poco. Los
camareros volvían a su trabajo. Uno de ellos acercó la
botella de ginebra. Winston, sumergido en su feliz
ensueño, no prestó atención mientras le llenaban el
vaso. Ya no se veía corriendo ni gritando, sino de
regreso al Ministerio del Amor, con todo olvidado, con
el alma blanca como la nieve. Estaba confesándolo
todo en un proceso público, comprometiendo a todos.
Marchaba por un claro pasillo con la sensación de
andar al sol y un guardia armado lo seguía. La bala tan
esperada penetraba por fin en su cerebro.
Contempló el enorme rostro. Le había costado cuarenta
años saber qué clase de sonrisa era aquella oculta bajo
el bigote negro. ¡Qué cruel e inútil incomprensión!
¡Qué tozudez la suya exilándose a sí mismo de aquel
corazón amante! Dos lágrimas, perfumadas de ginebra,
le resbalaron por las mejillas. Pero ya todo estaba
arreglado, todo alcanzaba la perfección, la lucha había
terminado. Se había vencido a sí mismo
definitivamente. Amaba al Gran Hermano.
George Orwell
1984
APENDICE
George Orwell
1984
Los principios de neolengua
Neolengua era la lengua oficial de Oceanía y fue
creada para solucionar las necesidades ideológicas del
Ingsoc o Socialismo Inglés. En el año 1984 aún no
había nadie que utilizara la neolengua como elemento
único de comunicación, ni hablado ni escrito. Los
editoriales del Times estaban escritos en neolengua,
pero era un tour de force que solamente un especialista
podía llevar a cabo. Se esperaba que la neolengua
reemplazara a la vieja lengua (o inglés corriente,
diríamos nosotros) hacia el año 2050. Entretanto iba
ganando terreno de una manera segura y todos los
miembros del Partido tendían, cada vez más, a usar
palabras y construcciones gramaticales de neolengua
en el lenguaje ordinario. La versión utilizada en 1984,
comprendida en las ediciones novena y décima del
Diccionario de Neolengua, era provisional, y contenía
muchas palabras superfluas y formaciones arcaicas que
más tarde se suprimirían. Aquí nos referiremos a la
última versión, la más perfeccionada, tal como aparece
en la onceava edición del Diccionario.
La intención de la neolengua no era solamente proveer
un medio de expresión a la cosmovisión y hábitos
George Orwell
1984
mentales propios de los devotos del Ingsoc, sino
también imposibilitar otras formas de pensamiento. Lo
que se pretendía era que una vez la neolengua fuera
adoptada de una vez por todas y la vieja lengua
olvidada, cualquier pensamiento herético, es decir, un
pensamiento divergente de los principios del Ingsoc,
fuera literalmente impensable, o por lo menos en tanto
que el pensamiento depende de las palabras. Su
vocabulario estaba construido de tal modo que diera la
expresión exacta y a menudo de un modo muy sutil a
cada significado que un miembro del Partido quisiera
expresar, excluyendo todos los demás sentidos, así
como la posibilidad de llegar a otros sentidos por
métodos indirectos. Esto se conseguía inventando
nuevas palabras y desvistiendo a las palabras restantes
de cualquier significado heterodoxo, y a ser posible de
cualquier significado secundario. Por ejemplo: la
palabra libre aún existía en neolengua, pero sólo se
podía utilizar en afirmaciones como «este perro está
libre de piojos», o «este prado está libre de malas
hierbas». No se podía usar en su viejo sentido de
«políticamente libre» o «intelectualmente libre», ya
que la libertad política e intelectual ya no existían
como conceptos y por lo tanto necesariamente no
George Orwell
1984
tenían nombre. Aparte de la supresión de palabras
definitivamente heréticas, la reducción del vocabulario
por sí sola se consideraba como un objetivo deseable, y
no sobrevivía ninguna palabra de la que se pudiera
prescindir. La finalidad de la neolengua no era
aumentar, sino disminuir el área del pensamiento,
objetivo que podía conseguirse reduciendo el número
de palabras al mínimo indispensable.
La neolengua se basaba en la lengua inglesa tal como
ahora la conocemos, aunque muchas frases de
neolengua, incluso sin contener nuevas palabras, serían
apenas inteligibles para el que hablara el inglés actual.
Las palabras de neolengua se dividían en tres clases
distintas, conocidas por los nombres de vocabulario A,
vocabulario B (también llamado de palabras
compuestas) y vocabulario C. Lo más simple sería
discutir cada clase separadamente, pero las
peculiaridades gramaticales de la lengua pueden ser
tratadas en la sección dedicada al vocabulario A, ya
que las mismas reglas se aplicaban a las tres
categorías.
El vocabulario A. El vocabulario A consistía en las
palabras de uso cotidiano: cosas como comer, beber,
George Orwell
1984
trabajar, vestirse, subir y bajar escaleras, conducir
vehículos, cuidar el jardín, cocinar y cosas por el
estilo. Se componía prácticamente de palabras que ya
poseemos —palabras como golpear, correr, perro,
árbol, azúcar, casa, campo——; pero en comparación
con el vocabulario inglés de hoy en día, su número era
extremadamente pequeño, al mismo tiempo que sus
significados eran más rigurosamente restringidos.
Todas las ambigüedades y distintas variaciones de
significado habían sido purgadas. En tanto que fuera
posible, una palabra de neolengua de este tipo quedaba
reducida simplemente a un sonido preciso que
expresaba un concepto claramente entendido. Hubiera
sido totalmente inconcebible utilizar el vocabulario A
para propósitos literarios o para discusiones políticas o
filosóficas. Su intención era la de expresar
pensamientos simples y objetivos, casi siempre
relacionados con objetos concretos o acciones físicas.
La gramática de la neolengua tenía dos grandes
peculiaridades. La primera era una intercambiabilidad
casi total entre las distintas partes de la oración.
Cualquier palabra de la lengua (en principio esto era
aplicable incluso a palabras abstractas como si o
cuando) se podía usar como verbo, nombre, adjetivo o
George Orwell
1984
adverbio. Entre la forma del verbo y la del nombre,
cuando eran de la misma raíz, no había nunca ninguna
variación y así esta regla por sí misma suponía la
destrucción de muchas de las formas arcaicas. La
palabra pensamiento, por ejemplo, no existía en
neolengua. En su lugar existía pensar, que hacía la
función de verbo y de nombre. Aquí no se seguía
ningún principio etimológico. En otros casos se
conservaba el sustantivo original y en otros casos el
verbo. Incluso cuando un nombre y un verbo de
significado parecido no tenían una relación
etimológica, con frecuencia se suprimía el uno o el
otro. No existía, por ejemplo, una palabra como cortar,
ya que su significado quedaba lo suficientemente
cubierto por el nombre—verbo cuchillo. Los adjetivos
se formaban añadiendo el sufijo lleno al nombre—
verbo, y los adverbios añadiendo demodo. Así, por
ejemplo, rapidolleno quería decir rapidez, y
rapidodemodo
significaba
rápidamente.
Se
conservaron algunos adjetivos de hoy en día como
bueno, fuerte, grande, negro, blando, pero en un
número muy reducido. Por otra parte, su necesidad era
mínima, ya que se llegaba a cualquier significado
adjetival añadiendo lleno a un sustantivo—verbo. No
George Orwell
1984
se conservaron ninguno de los adverbios hoy
existentes exceptuando algunos que acababan en
demodo; la terminación demodo era invariable. La
palabra bien, por ejemplo, se sustituyó por buenmodo.
Además, a cualquier palabra —y esto, como principio,
se aplicaba a todas las palabras del idioma—, se le
daba sentido de negación añadiendo el prefijo in o se le
daba fuerza con el sufijo plus, o para aumentar el
énfasis, dobleplus. Así por ejemplo, infrio, significaba
«caliente», mientras que plusfrio y doblepulsfrio
significaban respectivamente
«muy frío» y
«extraordinariamente frío». También era posible, como
en el inglés de hoy en día, modificar el significado de
casi todas las palabras con preposiciones afijas como,
ante, post, sobre, sub, etc. A base de este método fue
posible disminuir enormemente el vocabulario.
Poniendo por caso la palabra bueno, ya no habría
necesidad de la palabra malo ya que el significado
requerido se expresaba tan bien o incluso mejor por
inbueno. Lo único necesario, en el caso de que dos
palabras formaran una pareja de significación opuesta,
era decidir cuál suprimir. Oscuridad, por ejemplo,
podía ser reemplazada por inluz o luz por inoscuro,
según lo que se prefiera. La segunda característica de
George Orwell
1984
la gramática de la neolengua era su regularidad. Aparte
de algunas excepciones abajo mencionadas, todas las
inflexiones seguían las mismas reglas. Así, en todos
los verbos el pretérito y el participio pasado eran el
mismo y terminaban en ed (En Inglés. En español
acabarían con la misma letra o seguirían como los
verbos regulares, ejemplo: robé, hace, pensé, comer,
comí. Los ejemplos ingleses robar, pensar en español
ya son verbos y no justifican el ejemplo). El pretérito
de pensar, pensé, de robar, robé, y así en toda la
lengua; todas las otras formas: mandó, dio, habló,
trajo, cogido, etc. fueron abolidas. Los plurales de
hombre, buey, vida eran hombres, bueys, vidas.
La única clase de palabras a las que todavía se les
permitía inflexiones irregulares eran los pronombres,
los relativos, los adjetivos demostrativos y los verbos
auxiliares. Todos estos seguían su uso antiguo excepto
que «quien» había sido suprimido por innecesario y los
tiempos condicionales de deber, debería, habían caído
en desuso ya que habían sido cubiertos por «haría,
habría hecho». Había también ciertas irregularidades
en la formación de palabras creadas por la necesidad
del habla fácil y rápida.
George Orwell
1984
Una palabra que fuese difícil de pronunciar o que
podía entenderse incorrectamente, se estimaba ipso
facto una mala palabra; así que ocasionalmente, por la
eufonía, se insertaban letras en una palabra o se
conservaba una forma arcaica. Pero esta necesidad
tenía más relación sobre todo con el vocabulario B. La
razón de la importancia concedida a la facilidad de la
pronunciación, se aclarará más tarde en este ensayo.
El vocabulario B: El vocabulario B consistía en
palabras que habían sido construidas deliberadamente
con propósitos políticos. Es decir, palabras que no
solamente tenían en todos los casos implicaciones
políticas sino que además poseían la intención de
imponer una deseable actitud mental en la persona que
las utilizaba. Sin una compresión total de los principios
del Ingsoc era difícil usar estas palabras correctamente.
En algunos casos se podían traducir a la vieja lengua o
incluso a palabras tomadas del vocabulario A, pero
ello exigía una larga parrafada y siempre se perdían
ciertos énfasis. Las palabras del vocabulario B eran
una especie de taquigrafía verbal que a menudo
englobaban toda una serie de ideas expresadas en unas
pocas sílabas y a la vez con un sentido más exacto y
más fuerte que en el lenguaje ordinario. Las palabras B
George Orwell
1984
eran en todos los casos palabras compuestas. (Palabras
compuestas como «hablarsubir» también se
encontraban, claro está, en el vocabulario A, pero no
eran más que abreviaciones de conveniencia y no
tenían ideología de ningún color en especial).
Consistían en dos o más palabras juntadas de un modo
fácilmente pronunciable. El resultado era siempre un
verbo—nombre y se utilizaba según las reglas
normales. Pongamos un único ejemplo: la palabra
bienpensar, que significa de un modo general
«ortodoxia», o si uno quiere tomarla como verbo,
«pensar de un modo ortodoxo». Su declinación era la
siguiente: nombre—verbo, bienpensar; pretérito y
participio pasado, bienpensado; participio presente,
bienpensante; adjetivo, bienpensadolleno; adverbio,
bienpensadamente; nombre verbal, bienpensado.
Las palabras B no se construían de acuerdo con ningún
plan etimológico. Las palabras podían ser de cualquier
parte de la lengua, se podían poner en un orden
cualquiera y ser mutiladas de modo que las hiciera de
fácil pronunciación a la vez que indicaban su
derivación.
En
la
palabra
crimenpensar
(pensamientocrimen), por ejemplo, el pensar iba detrás
mientras que en pensarpol (Policía del Pensamiento)
George Orwell
1984
iba primero y en la última palabra, policía había
perdido las tres sílabas finales. Dada la dificultad de
asegurar la eufonía, las formaciones irregulares eran
más comunes en el vocabulario B que en el
vocabulario A. Por ejemplo, las formas adjetivadas de
Miniver, Minipax y Minimor eran, respectivamente,
Miniverlleno,
Minipaxlleno
y
Minimorlleno,
simplemente porque verdadlleno, pazlleno y amorlleno
eran algo difíciles de pronunciar. En principio, de
todos modos, todas las palabras B se modulaban del
mismo modo.
Algunas de las palabras B tenían significados muy
sutiles, apenas inteligibles para quien no dominara la
lengua en su totalidad. Consideremos, por ejemplo,
una frase típica del editorial del Times como ésta:
«Viejos pensadores incorazonsentir Ingsoc». El modo
más sencillo de entender esto en la Vieja lengua sería:
«Como que se formaron con las ideas de antes de la
Revolución, no pueden tener una comprensión
emocional de los principios del socialismo Inglés».
Pero ésta no es una traducción adecuada. En primer
lugar, para lograr captar el significado de la frase
arriba mencionada, habría que tener una idea clara de
lo que se entiende por Ingsoc. Y además, sólo una
George Orwell
1984
persona totalmente educada en el Ingsoc podía apreciar
toda la fuerza de la palabra corazonsentir, que
implicaba una ciega y entusiasta aceptación difícil de
imaginar hoy; de la palabra viejopensar, que estaba
inextricablemente mezclada con la idea de maldad y
decadencia. Pero la función especial de ciertas palabras
de neolengua, de las que viejopensar era una, no era
tanto expresar su significado como destruirlos. Estas
palabras, pocas en número, por supuesto, habían
extendido su significado hasta el punto de contener,
dentro de ellas mismas, toda una serie de palabras que
como quedaban englobadas por un solo término
comprensivo, ahora podían ser relegadas y olvidadas.
La mayor dificultad con la que se encontraban los
compiladores del Diccionario de Neolengua no era
inventar nuevas palabras, sino la de precisar, una vez
inventadas aquéllas, cuál era su significado. Es decir,
precisar qué series de palabras quedaban invalidadas
con su existencia. Tal como ya hemos visto con la
palabra libre, las palabras que en su día hubieran
tenido un significado herético, a veces se conservaban
por conveniencia pero limpias de los significados
indeseables. Innombrables palabras como honor,
justicia, moralidad, internacionalismo, democracia,
George Orwell
1984
ciencia y religión simplemente habían dejado de
existir. Unas cuantas palabras hacían de tapadera y, al
encubrirlas, las abolían. Todas las palabras agrupadas
bajo los conceptos de libertad e igualdad, por ejemplo,
se contenían en una sola, bienpensar, mientras que
todas las palabras reunidas bajo los conceptos de
objetividad y racionalismo quedaban comprendidas en
la única palabra viejopensar. Mayor precisión hubiera
sido peligrosa. Lo que se requería de un miembro del
Partido era un punto de vista similar al de los antiguos
hebreos que sabían, sin saber mucho más, que todas las
naciones aparte de la suya adoraban a «dioses falsos».
No necesitaban saber que estos dioses se llamaban
Baal, Osiris, Moloch, Ashtaroth, etc. Probablemente
cuanto menos supiesen sobre ellos, mejor para su
ortodoxia. Conocían a Jehová y sus mandamientos;
sabían, por lo tanto, que todos los dioses con otros
nombres y atributos eran dioses falsos. De manera
parecida, el miembro del Partido sabía lo que
constituía la correcta norma de conducta, y de un modo
increíblemente vago y general lo que podía apartarle
de ella. Su vida sexual, por ejemplo, estaba totalmente
regulada por las dos palabras de neolengua sexocrimen
(inmoralidad sexual) y buensexo (castidad). El
George Orwell
1984
sexocrimen cubría infracciones de todo tipo:
fornicación, adulterio, homosexualidad y otras
perversiones y, además, el coito normal practicado por
placer. No había necesidad de nombrarlos
separadamente, ya que todos eran igualmente
culpables y merecían la muerte. En el vocabulario C,
que consistía en palabras técnicas y científicas, existía
la necesidad de dar nombres especializados a ciertas
aberraciones sexuales, pero el ciudadano normal no las
necesitaba. Éste sabía lo que se quería decir buensexo,
es decir, el coito normal entre marido y mujer con el
solo propósito de engendrar hijos y sin placer físico
por parte de la mujer; todo lo demás era sexocrimen.
En neolengua era casi imposible seguir un
pensamiento herético más allá de la percepción de su
carácter herético; a partir de este punto faltaban las
palabras necesarias. Ninguna palabra en el vocabulario
B era ideológicamente neutral. Muchas eran
eufemismos. Palabras como, por ejemplo, gozocampo
(campo de trabajos forzados) o Minipax (Ministerio de
la Paz, es decir, Ministerio de la Guerra) significaban
exactamente lo opuesto de lo que parecían indicar.
Algunas palabras, por otro lado, traducían una franca y
despreciativa comprensión por la naturaleza real de la
George Orwell
1984
sociedad de Oceanía. Por ejemplo, prolealimento
significaba la porquería de entretenimiento y falsas
noticias que el Partido daba a las masas. Otras palabras
además eran ambivalentes, teniendo la connotación de
«bueno» cuando eran aplicadas al Partido y de «malo»
cuando eran aplicadas al enemigo. Pero además había
gran cantidad de palabras que a primera vista parecían
meras abreviaciones y que extraían su color ideológico
no de su significado sino de su estructura. Hasta donde
fuera posible todo lo que pudiera tener un significado
político de cualquier tipo entraba en el vocabulario B.
Los nombres de organizaciones, grupos de personas,
doctrinas, países o instituciones o edificios públicos,
habían quedado recortados de forma muy sencilla, es
decir, una sola palabra fácilmente pronunciable con el
menor número de sílabas y que conservaba la
derivación original. En el Ministerio de la Verdad, por
ejemplo, el Departamento de Registro donde trabajaba
Winston Smith se llamaba Regdep, el Departamento de
Ficción se llamaba Ficdep, el Departamento de
Teleprogramas se llamaba Teledep, etc. La finalidad
no era sólo ganar tiempo. Incluso en las primeras
décadas del siglo veinte, las palabras y frases
abreviadas habían sido uno de los rasgos
George Orwell
1984
característicos del lenguaje político y era notorio que la
tendencia a usar abreviaturas de este tipo era más
marcada en países y organizaciones totalitarias.
Ejemplos de ello son palabras tales como Nazi,
Gestapo, Comintern, Imprecorr y Agitrop. Al principio
esta práctica se había adoptado instintivamente, pero
en neolengua se utilizaba con un propósito consciente.
Habían observado que abreviando un nombre se
estrechaba y alteraba sutilmente su significado,
perdiendo la mayoría de asociaciones de ideas que de
otra manera habría mantenido. Las palabras
Internacional Comunista, por ejemplo, evocan la
imagen polifacético de solidaridad humana, banderas
rojas, barricadas, Karl Marx y la Comuna de París. La
palabra Comintern, por otro lado, sólo sugiere una
organización tupida y cerrada, con una doctrina
concreta. Se refiere a algo tan fácilmente reconocible y
limitado en su propósito como una silla o una mesa.
Comintern es una palabra que se puede pronunciar casi
sin pensar, mientras que Internacional Comunista, es
una frase en la que uno tiene que detenerse por lo
menos unos momentos. Del mismo modo, las
asociaciones ideológicas que la palabra Miniver evoca
son menores y más controlables que las sugeridas por
George Orwell
1984
Ministerio de la Verdad. Ésta era la razón del hábito de
abreviar siempre que fuera posible, así como también
el casi exagerado cuidado que dedicaban a facilitar la
pronunciación de las palabras. En neolengua, la
obsesión de la euforia pesaba más que cualquier otra
consideración, salvo la exactitud del significado. Si era
necesario, siempre se sacrificaba la regularidad de la
gramática en aras de la euforia. Y con razón, ya que lo
que se requería, sobre todo por razones políticas, eran
palabras cortas y de significado inequívoco que
pudieran pronunciarse rápidamente y que despertaran
el mínimo de sugerencias en la mente del parlante. Las
palabras del vocabulario B incluso ganaban en fuerza
por el hecho de ser tan parecidas. Casi invariablemente
estas palabras bienpensar, Minipax, prolealimento
sexocrimem, gozocampo, Ingsoc, corazonsentir,
pensarpol y muchas otras eran palabras de dos o tres
sílabas con el acento tónico igualmente distribuido
entre la primera sílaba y la última. Su uso fomentaba
una especie de conversación similar a un cotorreo, a la
vez roto y monótono; era esto precisamente lo que
pretendían. La intención era formar un lenguaje, sobre
todo el que versaba sobre materias no neutrales
ideológicamente, tan independiente como fuera posible
George Orwell
1984
de la conciencia. En asuntos, de la vida cotidiana, sin
duda era necesario, o algunas veces necesario,
reflexionar antes de hablar, pero un miembro del
Partido, llamado a emitir un juicio político o ético,
debía ser capaz de disparar las opiniones correctas tan
automáticamente corno una ametralladora las balas. Su
entrenamiento lo preparaba para ello, el lenguaje le
daba un instrumento casi infalible y la textura de las
palabras, con su sonido duro y una especie de fealdad
salvaje de acuerdo con el espíritu del Ingsoc, acababan
de completar el proceso. Además contribuía el hecho
de tener pocas palabras donde escoger. En relación con
el nuestro, el vocabulario de la neolengua era mínimo,
y continuamente inventaban nuevos modos de
reducirlo. Desde luego, la neolengua difería de la
mayoría de otros lenguajes en que su vocabulario se
empequeñecía en vez de agrandarse. Cada reducción
era una ganancia, ya que cuanto menor era el área para
escoger, más pequeña era la tentación de pensar. En
definitiva, se esperaba construir un lenguaje articulado
que surgiera de la laringe sin involucrar en absoluto a
los centros del cerebro. Este objetivo se explicita
francamente en la palabra de neolengua hablapato, que
significa «cuacuar como un pato»; como otras palabras
George Orwell
1984
de neolengua, hablapato era de significado
ambivalente. Si las opiniones cuacuadas eran
ortodoxas, sólo implicaban alabanza y cuando el Times
se refería a uno de los oradores del Partido como a un
dobleplusbueno cuacuador estaba emitiendo un
caluroso y valioso cumplido.
El vocabulario C. El vocabulario C era
complementario de los otros dos y contenía totalmente
términos científicos y técnicos. Éstos se parecían a los
términos científicos en uso hoy en día y procedían de
las mismas raíces, pero se tomó el cuidado habitual
para definirlos rápidamente, y despojarlos de los
significados indeseables. Se atenían a las mismas
reglas gramaticales que las palabras de los otros dos
vocabularios. Muy pocas palabras C tenían uso en las
conversaciones cotidianas o en el lenguaje político.
Cualquier científico o técnico podía encontrar todas las
palabras necesarias en la lista dedicada a su
especialidad, pero sólo tenía una mínima idea de las
palabras de las otras listas. Solamente unas cuantas
palabras eran comunes a todas las listas y no existía un
vocabulario que expresase la función de la ciencia
como actitud mental o como método intelectual
independiente de sus ramas particulares. No había, de
George Orwell
1984
hecho, palabra para designar la «Ciencia», quedando
cualquier
significado
que
pudiera
tener
suficientemente cubierto por la palabra Ingsoc.
Por lo que se ha explicado, podrá verse que en
neolengua la expresión de opiniones heterodoxas de
bajo nivel era casi imposible. Era factible, claro está,
emitir herejías de un tono muy crudo y elemental,
como una especie de blasfemia. Hubiera sido posible,
por ejemplo, decir el «Gran Hermano inbueno». Pero
esta aseveración, que a un oído, ortodoxo le sonaba
como una manifiesta absurdidad, no podría haber sido
sostenida con argumentos racionales, ya que faltaban
las palabras necesarias. Sólo podían sostenerse ideas
contrarias al Ingsoc de una manera vaga y sin palabras,
y formularlas en unos términos muy genéricos que
mezclaban y condenaban todo tipo de herejías, sin
definirlas particularmente. De hecho, sólo podía
utilizarse la neolengua para fines heterodoxos
traduciendo de un modo ilegítimo algunas de las
palabras a la Viejalengua. Por ejemplo, «Todos los
hombres son iguales» era una afirmación posible en
neolengua, pero en el mismo sentido en que «Todos
los hombres tienen el pelo rojo» pudiera serlo en
Viejalengua. No contiene ningún error gramatical, pero
George Orwell
1984
expresa una no—verdad palpable como que todos los
hombres son de la misma estatura, peso o fuerza. El
concepto de igualdad política ya no existía y por lo
tanto esta significación secundaria había sido limpiada
de la palabra igual. En 1984, cuando Viejalengua era
todavía el medio normal de comunicación,
teóricamente existía el peligro de que al usar palabras
de neolengua uno recordara sus significados originales.
En la práctica no era dificil, para alguien bien versado
en el doblepensar, evitar que esto ocurriera, pero
dentro de dos generaciones se evitaría incluso la
posibilidad de este peligro. Una persona creciendo con
neolengua como único lenguaje, no sabría nunca que
había tenido antes la acepción de «igualdad política», o
que «libre» había significado anteriormente
«intelectualmente libre», del mismo modo que, por
ejemplo, una persona que no hubiera oído hablar nunca
de ajedrez, podría saber los segundos significados
aplicables a la reina y a la torre. Por lo tanto, quedaría
descartada la posibilidad de cometer muchos crímenes
y errores simplemente porque no tenían nombre y, en
consecuencia, son inimaginables. Y era de esperar que
con el paso del tiempo las características que
distinguían a la neolengua, se volverían más y más
George Orwell
1984
acusadas: sus palabras irían disminuyendo, sus
significados cada vez más restringidos y más remoto el
peligro de utilizarlos impropiamente. Al desaparecer la
Viejalengua se habría roto el último lazo con el
pasado. La historia ya se había reescrito, pero algunos
fragmentos de la vieja literatura sobrevivían aquí y
allá, imperfectamente censurados, y mientras
persistiera el conocimiento de la Viejalengua era
posible leerlos. En el futuro tales fragmentos, incluso
si sobrevivieran, serían inteligibles e intraducibles. Era
imposible traducir un pasaje de Viejalengua a
Neolengua, salvo que se refiriera a algún proceso
técnico, a hechos de la vida cotidiana o bien fuese ya
de tendencia ortodoxa (bienpensante sería la expresión
en neolengua). En la práctica, esto suponía que ningún
libro escrito antes de 1960 podía traducirse por
completo. La literatura anterior a la Revolución sólo
podía estar sujeta a una traducción ideológica, o sea, a
una alteración tanto de las palabras como del sentido.
Tomemos por ejemplo el tan conocido pasaje de la
Declaración de la Independencia:
Entendemos que son verdades evidentes el que todos
los hombres han sido creados iguales, que han sido
dotados por su Creador con ciertos derechos:
George Orwell
1984
inalienables, entre los que se encuentran la vida, la
libertad y la búsqueda de la felicidad. Y que, para
asegurar estos derechos, se han instituido entre los
hombres los gobiernos, cuyo poder depende del
consentimiento de los Gobernados. Y que cuando
cualquier forma de gobierno perjudica estos fines, el
pueblo tiene derecho a alterarla o abolirla e instituir
una nueva...
Hubiera sido imposible traducir este párrafo a
neolengua conservando el sentido del original. La
traducción más aproximada consistiría en tragarse todo
el pasaje como crimental. Una traducción completa
sólo podía ser ideológica, con lo que las palabras de
Jefferson se habrían convertido en un panegírico sobre
el gobierno absoluto.
Buena parte de la literatura del pasado ya se había
transformado en esto. Consideraciones de prestigio
aconsejaban conservar el recuerdo de algunas figuras
históricas, poniendo al mismo tiempo algunas de sus
grandes acciones en relación con la filosofía del
Ingsoc. Varios escritores como Shakespeare, Milton,
Swift, Byron, Dickens y otros estaban en proceso de
traducción. Una vez terminado este trabajo, sus
George Orwell
1984
escritos originales, junto con el resto que hubiera
sobrevivido de la literatura del pasado, sería destruido.
Estas traducciones eran un proceso lento y difícil y no
se esperaba que fueran terminadas antes de la primera
o segunda década del siglo veintiuno. Había también
gran cantidad de literatura meramente utilitaria —
manuales técnicos indispensables y cosas por el
estilo— que debían ser tratados del mismo modo. Para
dar tiempo a este trabajo preliminar, se fijó una fecha
tan lejana como el año 2050 para la adopción
definitiva de la neolengua.