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El incendio del circo Sebastián Stavisky El 4 de mayo de 1910, jóvenes pertenecientes a la aristocracia porteña destruyeron una carpa de circo instalada sobre la calle Florida. El artículo recorre algunos de los sucesos de aquel año emblemático de la historia argentina, así como de la vida del dueño del circo: el payaso Frank Brown. Mil novecientos diez ¿Qué es un siglo? ¿Cuándo empieza y cuándo termina? Con estas preguntas introduce Alain Badiou su libro dedicado a examinar el siglo XX, cuyo inicio sitúa en el estallido de la primera guerra –con un prólogo que se remonta a 1890–, y su declive, de manera un poco más vaga, a partir de la década de 1970. Sin embargo, su interés no es el de quien reclama con exactitud las fechas con que labrar las actas de nacimiento y defunción. Más bien, se pregunta: ¿qué es lo nuevo que antes del siglo XX resultaba impensable y que ahora, tras la caída del comunismo y el avance de la manipulación genética, nos daría gracia que vuelva a ser pensado? Aunque hubo quienes, antes que por un balance extra-moral, optaron por llevar el siglo a juicio, podría imaginarse que inquietudes similares sobrevolaron el espíritu nacional del Centenario argentino. A pesar de que los contornos que lo definieron fueron objeto de un debate inagotable, si sobre algo no había dudas era sobre la convicción de que se estaba ante un cambio de época. En tal sentido, los cien años clavados de la Revolución fueron la oportunidad de ensayar una revisión histórica y, sobre todo, la ocasión de avanzar en una puesta a punto modernizadora. De manera similar, podríamos preguntarnos cuándo empieza y cuándo termina aquel año bisagra de 1910, uno de los más transitados por la historiografía. Aunque cualquier referencia, así más no sea la del calendario gregoriano, será en última instancia arbitraria –pero no necesariamente caprichosa–, el modo que asumieron los festejos del Centenario puede comprenderse como la coronación de una intensidad en curso que comienza a desplegarse el 1° de mayo de 1909. Aquel día, haciendo uso de un lenguaje vitalista con cada vez más adeptos en la intelectualidad porteña, el periódico anarquista La Protesta escribió en su editorial: “Nosotros, hombres de hoy, que vamos tras un mañana venturoso, no estamos atados al pasado, no nos hemos cristalizado, no hacemos vida contemplativa, no pasamos nuestras horas rememorando lo que otros hicieron.” Con estas palabras, el periódico anunciaba el carácter que deseaba imprimir a la conmemoración de la fecha histórica, para la cual los trabajadores fueron convocados a las 14:30 horas en Plaza Lorea, la misma que meses más tarde, anexada a la nueva Plaza del Congreso, atraería todas las miradas como epicentro de las reformas urbanas proyectadas para el Centenario. Sin embargo, cuando aún no terminaban de llegar los manifestantes al lugar, la policía al mando de Ramón Falcón desató una represión que dejó sobre la calle un tendal de muertos y heridos, dando inicio a lo que se recuerda como la semana roja. Entre los conflictos y enfrentamientos que tuvieron lugar durante los días siguientes, el 7 de mayo, en la intersección de Corrientes y Cerrito, estalló una bomba en un tranvía cuyo chofer –presuntamente un crumiro contratado por la empresa– no se había plegado a la huelga general por tiempo indeterminado convocada el día 2 por las federaciones obreras. Entonces, no fueron los anarquistas los únicos señalados como supuestos dinamiteros, también los judíos del barrio del Once, contra quienes jóvenes patriotas realizaron una manifestación antisemita –una de las primeras en Argentina– al grito de “muerte al ruso”. A ella se refirió el escritor Alberto Gerchunoff en la revista Ideas y Figuras. “Hay terroristas rusos en Buenos Aires”, escribió de manera irónica al felicitar al gobierno por el excelente trabajo de invención ficcional con que había presentado a pacíficos tolstoianos como fanáticos de kipá y dinamita. Meses más tarde, en obsequio al centésimo aniversario de la patria que lo había recibido con los brazos entrerrianos abiertos, Gerchunoff publicó su libro de relatos Los gauchos judíos, en el que, en las primeras páginas, invitaba a sus correligionarios a arrodillarse y entonar las estrofas del himno nacional argentino. La huelga fue levantada el lunes 10 de mayo, luego de que el gobierno cedió a todos los reclamos obreros excepto uno: la renuncia de Ramón Falcón. “Si los culpables no renuncian sus puestos, es preciso que el pueblo les haga renunciar la vida”, escribió el periódico anarquista seis meses antes de que Simón Radowitsky se hiciera eco de estas palabras y confirmara la ironía de Gerchunoff. En Quintana y Callao esperó el paso del carro milord en que viajaba al jefe de policía junto a su secretario personal Juan Lartigau. Al verlo venir, lo corrió por detrás y arrojó una bomba fabricada por él mismo a los pies de ambos pasajeros, quienes murieron poco después en el hospital. En respuesta al atentado, el presidente Figueroa Alcorta declaró el estado de sitio, tal como volvería a hacer el Congreso el 14 de mayo de 1910 para impedir que las huelgas y manifestaciones obreras aguaran la fiesta patria. Trazando un paralelismo con épocas pasadas, el periódico La Prensa esgrimió en sus páginas del día siguiente que el estado de sitio declarado “procede de una inspiración valerosa del Congreso, deliberando bajo la gravitación del sentimiento nacional templado en el recuerdo de la más grande de las glorias argentinas y sobreexcitado por la protesta violenta de la anarquía, [...] de una anarquía exótica, sin bandera nacional, extemporáneamente aparecida en nuestro suelo”. En este contexto de atentados, represiones y garantías suspendidas se realizó la celebración de los cien años de la Revolución. Pero el estado de convulsión anímica que caracterizó aquel año de 1910 no se redujo sólo a la conflictividad social. De lo infinitamente pequeño a lo inmensamente grande –tal rezaba una frase común de la época–, tampoco a nivel astronómico las cosas marchaban con demasiada tranquilidad. El 12 de septiembre de 1909, el observatorio de Heidelberg, Alemania, detectó al cometa Halley avanzar a una velocidad aproximada de cuatro millones de kilómetros por día hacia el planeta Tierra. La información fue proporcionada por La Prensa el primer día del año siguiente a través de la publicación de un artículo del famoso astrónomo y divulgador francés de las ciencias Camille Flammarion. En él se describía el recorrido del cometa por el sistema solar, la fecha aproximada de su perihelio, las velocidades que alcanzaría, los días en que se lo vería surcar el cielo. Y arriesgaba la hipótesis de que, a diferencia de sus anteriores visitas, en esta ocasión el paso del Halley por delante del sol podría sumergirnos en su cola cometaria produciendo efectos tan terroríficos como lisérgicos. Entre ellos, se encontraba la posibilidad de que, si se producía una disminución del azoe, “una sensación inesperada de actividad física se ejercería sobre todos los cerebros y la raza humana perecería en un paroxismo de alegría, de delirio y de locura universal, probablemente encantada de su suerte”. La fecha pronosticada para semejante delirium tremens fue exactamente una semana antes de nuestro Centenario, el 18 de mayo. En un libro publicado en 1971 por la colección La Historia Popular del Centro Editor de América Latina, Lidia Parise y Abel González recorren las desesperaciones y excentricidades a las que se vieron empujados los habitantes de Buenos Aires entre los meses de enero y mayo de 1910 como efecto del temor a que los pronósticos de Flammarion se hicieran realidad. El libro recoge como título el de un folletín que se vendió por aquel tiempo en los quioscos porteños y para el cual su autor, un tal Domingo Barisane, se había inspirado en las profecías del astrónomo francés: La fin del mundo. En el lapso de esos cinco primeros meses del año, 427 personas optaron en Argentina por quitarse la vida antes que afrontar la amenaza del astro apocalíptico. Para ello, demostrando que, cuando se trata de la propia muerte, no hay ingenio que falte ni refutación de alocada hipótesis científica que lo impida, recurrieron a diversidad de métodos: la disolución en agua del contenido de dos cajas de fósforos, el salto al pozo de un aljibe, el consumo de veneno para hormigas, de bicloruro de mercurio, de láudano, la preparación de un cóctel con restos de cigarrillos macerados en alcohol, o el más vulgar disparo de revólver. La creatividad, sin embargo, no sólo estuvo orientada por la búsqueda de terminar con la propia vida, también fue puesta al servicio de su conservación y, junto a ella, si se pudiera, de la obtención de alguna ganancia. Así, los dueños de una compañía de productos eléctricos ofrecieron, a precios módicos y en cuotas, un traje de goma aislante capaz de impedir los efectos mortíferos de las descargas eléctricas que produciría el cometa, mientras un avezado constructor hizo lo propio con unos búnkeres especialmente diseñados bajo tierra en la localidad de San Martín. Claro que no todos se tomaron tan en serio las premoniciones catastróficas, llegando incluso varias revistas del período, pasados los primeros momentos de consternación, a hacer de los sucesos un objeto de burla. “El humor, en todo caso –tal refieren Parise y González–, siempre resultó algo saludable, pues la risa fortifica el ánimo y los pulmones, según opinaban los médicos e higienistas de la belle époque”. Finalmente, llegó el día por nadie esperado. Si el mundo entero permanecía expectante a lo que pudiera suceder aquel 18 de mayo de 1910, tal parecía que los astros se habían alineado sobre Buenos Aires para que ninguno de sus habitantes pasara por alto la excepcional jornada. A pesar del Estado de sitio declarado cuatro días antes, la Federación Obrera sostuvo la huelga general prevista para la fecha en reclamo, entre otras cosas, de la derogación de la Ley de Residencia vigente en el país desde 1902. Sería lindo imaginar que la elección del día haya respondido a la esperanza de que fueran ciertas las previsiones de Barisane, quien en su folleto La fin del mundo sostuvo que “serán los industriales, esos que no tienen compasión con los seres humanos, quienes habrán de morir primero cuando la Tierra sea barrida por la cola del cometa de Halley. Los justos, los obreros y los enamorados, en cambio, habrán de salvarse.” Sin embargo, los anarquistas fueron un tanto escépticos de las profecías escatológicas de Flammarion y compañía. La elección de la fecha para la huelga general respondió, más bien, a que ese día arribaba a la ciudad una de las principales celebridades invitadas a los festejos del Centenario: la Infanta Isabel de España. Sería imposible describir en apenas una nota la suma de placeres y plegarias a la que se entregaron la noche del 18 de mayo los habitantes de Buenos Aires. Cuando las agujas del reloj marcaron la medianoche, la sirena bulliciosa del periódico La Prensa celebró que la humanidad seguía con vida. Era la hora de inicio –podríamos decir con Badiou– del siglo del hombre nuevo. Diez días más tarde, a propósito de la visita de la Infanta Isabel, un tal Jiménez Pastor se lamentó en las páginas de la revista Caras y Caretas del poco republicano recibimiento que se le brindó a una representanta de la realeza. Y, con sutil ironía, desplegó su crítica a las maneras porteñas de pleitesía monárquica comparando los honores tributados a la Infanta con el incendio de un circo producido la noche del 4 de mayo. Ni acto patriótico ni algarada india, afirmó, el incendio fue producto de “un impulso de esa misma tendencia aristocrática que nos ha hecho ser tan corteses y efusivos con doña Isabel. Se trataba de algo que iba a afear la calle Florida; de una disonancia plebeya en aquel sitio eminentemente aristocrático, y forzoso fue purificarlo por medio del fuego.” Frank Brown El circo de la calle Florida pertenecía a Frank Brown, un conocido payaso inglés que, con sus actuaciones, hizo reír a gran parte del mundo. Los niños, como Dardo Cúneo en su infancia –quien en 1940 le dedicó una biografía publicada por la editorial Nova–, lo llamaban Flan Blon. Hijo de un payaso como él, Frank nació en la ciudad de Brighton el 6 de septiembre de 1858, y realizó sus primeras piruetas acrobáticas a los diecinueve años en el circo de un tal Henry Manley en Moscú, para luego partir hacia México, Venezuela, las islas de la Trinidad, las Guayanas, Brasil y Uruguay. Junto a la compañía de los Hermanos Carlo, arribó a Buenos Aires en 1884, donde los programas lo presentaron como el “introductor en la República Argentina de los chistes, parodias y bufonadas [que] mantendrá en constante hilaridad al inteligente público”. Pero Frank no sólo arrancaba carcajadas a los espectadores, también les hacía abrir la boca de asombro con sus saltos magistrales. Entre ellos, se encontraba el conocido salto de las bayonetas, consistente en lanzarse sobre la descarga de municiones reales de treinta fusiles disparados al unísono; o el de los doce caballos, ensayado por primera vez en 1887 en la pista del teatro San Martín, donde se agruparon los animales y, a su lado, una pirámide humana de media docena de hombres. Una noche de 1893 en Montevideo, Frank realizó la aclamada prueba y, al caer, los músculos se le desprendieron de las tibias. Nunca más volvió a saltar, pero no por ello dejó de actuar hasta los sesenta y seis años de edad. La última vez que lo hizo en público fue el 1º de enero de 1924. En su Historia del circo, Beatriz Seibel relata la participación de Frank Brown en el espectáculo fundacional del circo criollo: la pantomima de Juan Moreira. La idea surgió de los dueños de la compañía para la que Frank trabajaba al llegar a Buenos Aires, quienes le propusieron a Eduardo Gutiérrez la adaptación de su popular obra gauchesca publicada a modo de folletín cuatro años antes, e inspirada en el asesinato a manos de la policía del bandido rural en la localidad de Lobos. Junto al payaso inglés, también actuaron en la obra Juan Moreira el famoso Pepino 88, nombre artístico de José Podestá. Nacido en Montevideo, casualmente el mismo año que Frank, José formaba parte de una familia circense entre quienes se encontraba Antonio, su hermano, esposo de la écuyère Rosalía Robba, mejor conocida como Rosita de la Plata. Frank, los Podestá y Rosita trabajaron juntos en espectáculos de Buenos Aires, Montevideo, Estados Unidos y Europa. Sin embargo, al regresar de gira, las compañías se separaron y Rosita decidió seguir su camino con el payaso inglés hacia Chile y Perú, se enamoraron, ella se divorció de Antonio y pasó junto a Frank el resto de sus días. “El payaso es un milagro del hombre –sostiene Cúneo en su biografía de Frank Brown–. El hombre debió sufrir mucho, amar mucho, desesperarse mucho. Entonces, fue posible el payaso”. Antes de caer perdidamente enamorado de Rosita, la entonces compañera de Frank falleció en la ciudad de La Plata, como también lo hizo su hija viajando junto a él a bordo de un barco sobre el río Paraná rumbo a Rosario. Poco más tarde, sobre otro barco en el que recorría países de Oriente, una tormenta rompió la arboladura e inundó la bodega en la que viajaban sus animales que murieron todos delante de él. Nada de eso le impidió que siguiera haciendo de sus lágrimas de payaso un motivo de alegría para miles de personas. A excepción de las gigantescas empresas de la actualidad con compañías en distintos países del mundo, el circo siempre fue un espectáculo popular. Sin embargo, la fama alcanzada por Frank Brown fue tal que sus actuaciones lograron burlar las barreras de clase. Luego de presenciar un espectáculo suyo en 1886, Sarmiento dijo de él que “es el clown más espiritual y más simpático que pueda imaginarse. Los monos son cojos y mancos a su lado; las leyes de la gravedad le son completamente indiferentes: trepa como una mosca al palo más alto y jabonado; caminaría por un cielo-raso si quisiera, y no vuela por pura coquetería”. Por su parte, el autor de El juicio del siglo, Joaquín V. González, refirió: “No dejaré de afirmar que el payaso artista cual Frank Brown es para los niños, viejos y adultos de los dos sexos y de todas las razas, una de las cosas más amables inventadas por el ingenio del hombre”. Quien también escribió sobre él, y no sólo por haberlo visto brillar en los picaderos, sino incluso haber compartido veladas de whisky con soda hasta entrada la madrugada, fue Rubén Darío. Frank fue la inspiración que permitió al poeta modernista describir en su autobiografía al payaso como el arte que pone en relación lo grotesco “con lo trágico del delirio, con el ensueño y con las vaguedades y explosiones hilarantes de la alienación. Para manejar todo esto, se precisan una fuerte salud física y una vigorosa resistencia moral”, cualidades que el artista del humor nacido en Brighton destilaba con orgullo. Es posible que, hacia 1910, los gustos y consumos culturales de las jóvenes generaciones de la aristocracia porteña no fueran ya los mismos que los de sus mayores, como así tampoco los motivos de la risa que fortificaba sus ánimos y pulmones. Tal vez esto explique el que para ciertos sectores haya resultado insoportable la instalación de una carpa de circo en los terrenos de la calle Florida entre Córdoba y Paraguay donde antes funcionaba un mercado. El contrato para la instalación de la carpa, rubricado por la comisión organizadora de los festejos del Centenario, llevaba la firma del entonces intendente municipal Manuel Güiraldes, e incluía la construcción de otro circo en el Parque de los Patricios. En el contrato se encargaba “al señor Frank Brown treinta representaciones artísticas gratuitas con motivo de los festejos a celebrarse en conmemoración de la Revolución de Mayo”. Asimismo, éste se comprometía “a traer de Europa un toldo fuerte e impermeable, que pueda resistir el tiempo inclemente”. Nada decía que debiera ser ignífugo y capaz de resistir la intolerancia aristocrática a las expresiones plebeyas. Desde el mes de abril en que comenzó la construcción del circo, el periódico La Prensa inició una campaña en su contra por considerarlo aldeano e impropio del decoro público del centro de una gran ciudad como Buenos Aires. Y esto a pesar de lamentarse, en sus mismas páginas, de la escasa oferta de actividades programadas por la comisión del Centenario para los sectores populares, que en su gran mayoría se limitaron al reparto de ropas y víveres. A las doce menos veinte del 4 de mayo, un grupo de jóvenes universitarios se congregaron alrededor del circo y, al grito de “¡Al ataque! ¡Viva la patria!”, comenzaron a derribar los pilares de madera y a arrancar la lona que luego prendieron fuego. Tanto La Prensa como La Nación –periódico del que extraemos la crónica que publicamos más abajo– calificaron el hecho como un acto de justicia popular. Varios años más tarde, Ezequiel Martínez Estrada escribió en La cabeza de Goliat: “A Frank Brown lo quemaron vivo por hereje; le quemaron el circo, que era como quemarlo a él en efigie. Ningún otro circo después pudo instalarse con carácter familiar y estable, y sólo existieron espectáculos efímeros de esa clase, cuando los traían del extranjero. Cosa parecida le pasó a la mula que no quiso creer en Dios. Desde esa fecha memorable nuestro circo de grande estilo no encontró un lugar donde levantar sus lonas y hacer ondear sus flámulas”. Un caso de justicia popular La pena del fuego Destrucción del circo Frank Brown Un grupo numeroso de jóvenes muchachos –no es una redundancia, pues abundan en nuestro país los muchachos que no son jóvenes– ha asaltado ayer el local de la esquina Florida y Paraguay, donde se construía un circo destinado a dar a ese ángulo de la más aristocrática de nuestras calles un aspecto de aldea, y de mísera aldea, y ha puesto fuego a la construcción. El circo del centenario, que así debería llamárselo, siendo su emplazamiento en tal sitio inspiración del comité nacional que ha tenido y tiene a su cargo los preparativos de las próximas festividades, ha quedado maltrecho. Los autores del siniestro paseaban por las calles, en las primeras horas de esta madrugada, planchas de cinc y fragmentos de las empalizadas respectivas. Los concursos patrióticos de salto y piruetas tendrán que ir a buscar en otra parte lugar y escenario para desarrollarse. ¿Qué decir del hecho? No lo aplaudimos, desde luego, pero no nos asombra. Era final previsto, ante la indiferencia con que las autoridades acogían las unánimes protestas levantadas en la prensa y en el público, cuando el gran adefesio empezó a crecer allí en anchura y altura de lonas y palitroques. Aquello era feo, evidentemente feo, y chocaba no sólo con el gusto ambiente, sino con nuestras vanidades estéticas. Ya otra vez, en caso parecido, volaron unos quioscos desagradables ubicados en la plaza de Mayo. Es que resulta más fácil asegurar la impunidad de un delito que sólo la conciencia ordena –la conciencia no duelo, cuando se indigna– que hacer respetar una cosa que mortifica los sentidos y que físicamente excita a suprimirla. Se habló, se comentó, se insinuó la idea del peligro, no se hizo caso y, naturalmente, lo que pudo caer a golpes ha estado a punto de caer a llamas y en cenizas. De todos modos, eso no podía, no debía ser. El hecho, en sí mismo, es condenable. Incendiar por amor de lo bello, no deja de ser incendiar. Incendiar por amor de la dignidad artística de nuestras efusiones patrióticas, no deja tampoco de ser incendiar. E incendiar es un delito, dentro de cuyas clasificaciones cabe desde luego, establecer en ciertos casos las circunstancias atenuantes. Pongamos que el actual es uno de esos casos. Jugar con fuego es peligroso y malo, sin embargo. Imaginemos que anoche se hubiera desatado un vendaval, menos que eso, una racha, y que las chispas y llamaradas del pobre circo hubieran ido a comunicarse a las casas del vecindario. Pudo sobrevenir así una catástrofe, que quién sabe cuántos arrepentimientos y lágrimas habría costado a los culpables. ¡Ah muchachos! Siempre hay un cataclismo probable en sus travesuras mejor inspiradas. En fin, no ha pasado nada grave, y el circo está medio destruido. Del resultado material, hay que felicitarse. Y, por lo demás –¿para qué callarlo?– es un gesto, semibárbaro y todo, pero juvenil, entusiasta, alocado, que no deja de tener su gracia en medio de todas estas frías indiferencias con que vamos llegando a la fecha del inmortal toque a rebato. Esos muchachos que esta madrugada paseaban los trofeos de su victoria incendiaria por las calles, gritaban ¡Viva la patria! y hablaban de la patria. Casi, casi, si para fijar el pensamiento del pueblo, y del pueblo de mañana, en la suprema idea, es menester que haya fuego, sería de desear que algo ardiera siempre en nuestro país. *** La sentencia popular se cumplió anoche a las 12.15. En las esquinas próximas al circo había tan sólo, en servicio, dos agentes de policía: uno de la 1ª sección en Florida y Córdoba y otro de la sección 13 en Florida y Paraguay. El oficial inspector de la 1ª D. Eduardo Grimau y el suboficial Alberto Araujo efectuaban en ese momentos por las cercanías su recorrida habitual de las calles de la sección. La autoridad, según informan sus representantes, no esperaba que los hechos se llevaran a cabo en la forma que se produjeron. Se tenía conocimiento de que algo se tramaba contra el adefesio prohijado por la comisión del centenario; pero se sospechaba que el ataque fuera llevado, de sorpresa, por un pequeño grupo de personas. De manera que fue intensa la sorpresa que experimentaron los agentes, al notar, a la hora indicada, que, como obedeciendo a un conjuro mágico, surgieran de todos lados grupos numerosos de jóvenes, profiriendo vítores a la patria y lanzando gritos hostiles a la comisión del centenario. De todos los pasajes del Bon Marché y de algunas casas de la calle Córdoba entre Florida y Maipú salieron en el mismo instante los jóvenes y otros grupos avanzaban a la carrera desde la plaza San Martín. En menos espacio de tiempo del que se emplea en relatarlo, estuvieron congregados más de 500 jóvenes junto a la verga de madera que circundaba el circo Fran Brown. La policía fue impotente para contener el alud y en un minuto la verja rodó por tierra en toda su extensión, franqueando el paso a los manifestantes, algunos de los cuales penetraron en el circo y le dieron fuego, acelerándolo con varias latas de alcohol que llevaban ya preparadas. La multitud saludó, con aplausos estruendosos y vítores la primera llama que se elevó en el espacio, consumiendo en breves minutos todo el toldo de lona que cubría la construcción, y se disponía a continuar su obra destructora, cuando se oyó el clarín de los bomberos. Un grupo compuesto de más de cien manifestantes avanzó entonces por Florida, en dirección opuesta a la que traían los bomberos, y pretendió detenerlos, lo que se consiguió durante breves instantes. Algunos exaltados aplicaron puñadas y bastonazos a los bomberos y otros agujerearon las mangueras. Sin embargo, a la vuelta de algunos minutos la lucha contra el fuego se iniciaba y el incendio era dominado, extinguiéndose poco después. Agentes de la guardia de seguridad y de las comisarías 1ª y 13 disolvieron los grupos de manifestantes, sin que hubiera que lamentar desmán policial alguno. Al frente de la compañía de bomberos que sofocó el incendio iban el coronel Calaza , el mayor Alurralde, el capitán Álvarez y los tenientes Salomón, Pichiotchi y Viñas, interviniendo asimismo los destacamentos que tiene el cuerpo en las comisarías 1ª y 13, al mando del cabo Rea y del sargento Olguín, respectivamente. Además de los funcionarios policiales que más arriba nombramos, el oficial Grimau y el suboficial Araujo, concurrieron en el primer momento al local del siniestro el comisario Carman y el subcomisario Antonio Rodríguez, de la sección 13, y a sus acertadas disposiciones se debió que no se produjeran choques entre las fuerzas a sus órdenes y la muchedumbre exaltada que intentaba destruir completamente la instalación. *** El circo Frank Brown y Ca. se levantaba, como es sabido, en los terrenos de propiedad municipal donde se alzara hasta hace poco el vetusto edificio del mercado Florida, sobre una extensión aproximada de 60 metros sobre Florida y 50 sobre Córdoba. La empresa de Rossi, Amianot y Ca. Estaba ultimando la construcción, habiendo trabajado sus operarios hasta las 19.30 de la noche, hora en que se retiró de la casa, entre otros, el mismo empresario Frank Brown. A esa hora se terminó la obra de pintura en el interior del circo. La casa quedó a cargo del sereno Manuel Gómez Barreiro, dependiente de la empresa de Rossi, Amianot y Ca., a quien le acompañaban los obreros Urbano González, Rafael Fernández, Miguel Pérez, y Agustín y Rafael Sánchez, que se hallaban en una habitación interior cuando se produjo el avance de la multitud. *** Se ignora el monto del capital empleado en la construcción del circo, así como la suma a que ascienden las pérdidas causadas por el fuego y por la furia de los manifestantes. Lo único que se sabe es que la comisión del centenario había hecho entrega de 50.000 pesos al señor Brown, quien decía haberlos invertido ya en la obra. *** En la comisaría 13 había esta madrugada un detenido: un joven, a quien un agente sorprendió con una lata de alcohol en las manos. La lata estaba casi vacía y el joven sostuvo que la había recogido del suelo para evitar que contribuyera a aumentar la intensidad del fuego. *** Disueltos los grupos en la vecindad del local incendiado, la muchedumbre se rehízo en la calle Florida y se organizó una manifestación que llegó hasta nuestras oficinas, vitoreando a la patria, a los diarios independientes y a la policía, retirándose en completo orden, después de explicar el móvil patriótico que los había impulsado a dictar la pena del fuego contra el circo Frank Brown. La Nación, 5 de mayo de 1910