PARADOJAS DE LA IDENTIDAD
(una observación filosófica)
Román Cuartango
Es una idea extendida, aunque no siempre tematizada como tal en
todas sus dimensiones e implicaciones, la que supone que lo que el
hombre es –“humanamente”, es decir, lo distintivo frente a otros entes,
lo que no es físico, químico o biológico, etc.– se encuentra contenido en
eso que se denomina “identidad”. La identidad es, así, el lugar de la ontología propiamente humana. Pero no se trata, como veremos, de una
tierra de promisión que pueda ser poblada y donde se halle descanso;
más bien habría que hablar de un continuo esfuerzo, de un vagar, de un
cierto éxodo.
Antes que nada hay que establecer la perspectiva de las consideraciones que siguen. Los hombres no tienen una esencia fija(da) –una “naturaleza”, cuyos predicados valieran por igual para todos los individuos,
para todos los tiempos y para el curso completo de una biografía individual–, sino que existen, esto es: su ser les interesa, en un doble sentido:
como tema y como tarea. Dicho de otra manera, los hombres tienen que
conducir su propia vida y precisamente por ello preguntar qué son resulta primordial. Hay que saber quién es el hombre con el que se trata y qué
es, cuales son los caracteres que constituyen su modo de ser. El “qué” y
el “quién” se convierten en condicionantes de la asunción de la propia
vida. En torno a ellos se inicia el escrutinio de los predicados fundamentales, de las notas características o definitorias. A ese conjunto de predicados es a lo que se denomina “la identidad” de una persona.
!1
Pero un tal saber representa, en principio, sólo un desideratum. No
hace falta entrar en las dificultades, puestas de manifiesto por la filosofía
moderna, que plantea la identidad individual, la identidad del yo –el
“quién”–, entendido como la instancia que se autodetermina existencialmente y para la que las preguntas por su ser y hacer son máximamente relevantes. Quedémonos con el “qué”. Desde el instante en que se
inicia la búsqueda ésta misma se muestra como una actividad en la que
se despliega ya una posibilidad esencial: un asunto de querer ser; y enseguida aparece un conflicto entre ser y querer. Tugendhat dice que se
trata del problema fundamental de nuestras vidas: que la identidad,
siendo por una parte un hecho no lo es totalmente, “y aun donde es un
hecho no es obvia”1. Menciona a propósito como ejemplo lo que le costó
siempre a Freud identificarse con el pueblo judío o entenderse a sí mismo como judío; aquella identificación constituía un problema que se
hace patente al intentar responder a la siguiente pregunta: ¿era Freud
judío? En cierto sentido hay que contestar que sí: Freud era, de hecho,
hijo de padres judíos y, por tanto, un judío (pertenecía, si se quiere decir
así, al pueblo judío o a lo judío). Sin embargo, es el caso también que
Freud tenía reservas para identificarse con el pueblo judío o, dicho de
otra forma: en otro sentido diferente del anterior Freud no era judío. Entre uno y otro sentido se ha producido un desplazamiento que va desde
un hecho hacia un querer, con lo que pasa a tener mayor importancia el
que la propia vida sea algo sobre lo que decide (y que depende entonces
de) quien la vive. Así pues, la identidad se encuentra sometida a una
ambigüedad que es consecuencia de esa posibilidad, de ese querer ser:
“El problema de la identidad parece tener su importancia para nosotros
1
Tugendhat, E.: “Identidad: personal, nacional y universal”. En: Justicia y derechos humanos. Barcelona,
1993 (págs. 37-63), pág. 42.
!2
en la medida en que para cada uno de nosotros la identidad cualitativa
es ambigua, porque en el grado en que es ambigua depende de mí, de mi
voluntad”2.
La primera forma de la identidad es la que se expresa en la igualdad “yo = yo”. Ésta sería la identidad subjetiva o activa anterior a toda
atribución de contenidos. Se trata del procedimiento de identificación
por el que se fija el sujeto de la predicación. Pero en ella hay algo más,
algo que constituye lo específicamente existencial: la referencia ontológica, la referencia a sí – el “para sí”– que distingue al sujeto humano de
lo que sólo es “en sí” –las cosas que no existen. Mi identidad en ese sentido es “yo”, algo radicalmente individual. “Yo = yo” expresaría así el
más acá de la generalización o de la ejemplificación: yo soy más que un
ejemplar de una clase –yo (en el caso de Freud) soy, en principio, distinto de lo judío, aunque de hecho, descriptivamente, sea judío. De entrada
–como un punto de partida lógico–, la identidad es puro vacío, puro decir “yo”, frente al cual los predicados dicen cosificación, pérdida de la
subjetividad. Pero esa identidad –como ya fuera puesto de manifiesto
por los idealistas alemanes– no es nada, tan nada que necesita del otro
lado para poder incluso ser (movimiento de) retirada con respecto a ella.
Es más, cuando se analiza un poco la estructura de esta igualdad se ve
que se trata de una estructura universal –aplicable a más de un caso–, lo
que tomaría entonces los rasgos de un contenido similar a aquel del que
la simple e inmediata identidad pretendía tomar distancia. La identidad
simple que tiene que expresarse hipotéticamente en la fórmula “yo = yo”
se muestra como no inmediata justamente en la forma o estructura de
esa identidad.
2
Ibíd, pág. 44.
!3
Todos los desdoblamientos de los que se ha ocupado la tradición
filosófica, el yo sujeto y el yo objeto, el yo como actividad y el yo como
hecho respecto al que la actividad toma distancia –la Tathandlung fichteana– no son más que otras tantas manifestaciones de la no simplicidad o inmediatez pretendidas en aquella fórmula de la identidad sin
más. Lo que permite concluir algo formal, a saber: la igualdad en la que
se basa toda identidad conlleva un desdoblamiento, es decir, la identidad es ya siempre pérdida de la inmediatez o de la simplicidad –que es
únicamente un presupuesto–; la identidad necesita un contenido y ese
contenido supone diferencia respecto de la identidad. Lo que quiere decir que los predicados –generales, cosificadores incluso– son tan inevitables como imprescindibles. La necesidad de contenido lo es, asimismo,
de exterioridad, de diferencia3.
Este encontrarse ya (siempre) fuera de sí (de un “sí mismo” que no
se sabría muy bien qué podría significar antes de todo contenido), el estar arrojado de la terminología heideggeriana, significa que la búsqueda
del qué con el que identificarse es una actividad en la que se está por el
hecho de existir. Se existe entonces en esa búsqueda de lo que se es, pero
de tal manera que lo que se es es en cierto modo algo externo al “sí mismo”, algo fijo, objetivo, fáctico. La identidad supone mediación, incluso
3
Sobre la nada que representa un concepto de “yo” o de “mí mismo” como punto de apoyo en el que hacer
fuerte una concepción de la identidad personal puede verse también lo que dice Nagel (Una visión de ningún
lugar. México, 1996, págs. 54-55): “Es un error, si bien un error natural, pensar que se puede entender un
concepto psicológico como el de identidad personal por medio de un examen del concepto que tengo del yo
en primera persona, aparte del concepto, más general, de “alguien” cuya forma en primera persona está designada esencialmente por la palabra “yo”. Sólo me gustaría añadir que no se pueden discernir en el concepto
de persona todas las condiciones de la identidad personal: no se puede llegar a ellas a priori.
El concepto de “alguien” no es una generalización del concepto de “yo”. Ninguno de los dos puede
existir sin el otro, y ninguno de ellos es anterior al otro. Para poseer el concepto de sujeto de conciencia, un
individuo debe ser capaz, en ciertas circunstancias, de identificarse, sin observación externa, a sí mismo y a
los estados en los que se encuentra. Pero estos actos de identificación deben corresponder en general a los
que el individuo mismo y los demás pueden hacer basándose en la observación externa. En este aspecto, el
concepto de “yo” se parece a otros conceptos psicológicos, que se pueden aplicar a estados de los que sus
sujetos pueden tener conocimiento sin los datos observacionales que emplean los demás para adscribirles
tales estados”.
!4
como querer ser precisa de la relación con el mundo, de la indagación
ontológica en general. Así, pues, lo que va a servir para establecer los
predicados de identidad, las atribuciones fundamentales, es externo respecto a la posibilidad existencial, a esa nada que constituía problemáticamente la identidad inmediata presupuesta. Siendo imprescindible
para la identidad, para la conducción de una vida lograda, el mundo tiene que formar parte de la pregunta por la verdad de ese vivir.
Los contenidos juegan un papel importante en el establecimiento
de la identidad del sujeto y, por tanto, respecto de esos contenidos se
tiene que producir después la evaluación –de lo que es, en tanto que un
hecho, constatado o establecido– y la ulterior toma de posición –sí/no.
Pero precisamente por ello hay que volver otra vez al desprendimiento o
negación posible de todo contenido. Se trata de algo que se encuentra
inscrito en la referencia ontológico-existencial. Por el hecho de que cualquier contenido sea de suyo evaluable, es decir, tenga que someterse al
querer humano, al “sí” o “no”, por el hecho de que tenga sentido el distanciamiento respecto de algunos predicados de identidad –Freud que
no se identifica con lo judío–, se halla ya siempre incluido en el “para sí”
de la identidad el que aquel para quien esos predicados son sus predicados se encuentre más allá de ellos, se encuentre libre de ellos. El predicado “libre”, que también conviene a la existencia humana, tiene formalmente este sentido: el estar siempre más allá, en tanto que posibilidad, de cualquier contenido, aunque sólo sea porque la evaluación y decisión así lo exigen –necesitan distancia para que exista la posibilidad de
decidir hacer una u otra cosa y no que se haga una u otra cosa como si se
tratara de una derivación causal.
!5
La identidad humana, en tanto que referida siempre a la existencia
de cada cual, se halla sometida a un movimiento entre lo cualitativo y
general –una regla de aplicación o de funcionamiento– y la realización
en cada caso de eso general, que supone repetirlo y variarlo. Esto es lo
que M. Frank intenta caracterizar con la afirmación de que la individualidad es la adversaria directa de la identidad4. Tal variación puede ser
vista como un caso de la negatividad o distanciamiento que tiene lugar
respecto de cualquier predicado de identidad por el hecho de que sea posible decir “sí” o “no”, aceptarlo o rechazarlo. En la repetición de cualquier orden reglado atribuible como predicado –el “ser judío”, tomado
del ejemplo de Freud– tiene lugar siempre un desplazamiento, un corrimiento, que puede ser interpretado como un índice de falta de sentido, de desviación de lo universal, que permite entender lo que se ha dicho de que identificarse con un universal –con un predicado cualitativo–
no es, en el caso de la existencia humana, lo mismo que ser un ejemplar
de una clase, una particularización de lo universal. La individualización,
incluso cuando se trata de repetir una regla, conlleva ya en la existencia
humana una variación que es más que la mera reproducción o particularización5.
De lo anterior resulta, pues, que en la identidad se encuentran implicados tanto el requerimiento de exteriorizarse cuanto el de desprenderse de esa exteriorización, de positivizarse y de oponerse negativamente, así como la libertad (negativa: “libertad de”) y la variabilidad individual (siempre más allá de la simple particularización o ejemplificación de una clase o de una regla universal). Y ahí es donde reside la difi4
5
Frank, M.: La piedra de toque de la individualidad. Barcelona, 1995, pág. 152.
Sobre esto cf. G. Cuartango, R.: Singularidad subjetiva y universalidad social. Santander, 1997.
!6
cultad, el problema fundamental del nuestras vidas al que se refería Tugendhat. Pero una vez que se establecen estas diferenciaciones y relaciones quedan aún por desarrollar las notas características de la identidad,
de tal modo que incluyan una tal movilidad y variabilidad y que se diferencien de su posible asimilación a otras formas de atribución o de identificación aplicables a entes cuyo modo de ser no es la existencia.
La problemática relación entre la identidad objetivada y el movimiento negativo de la subjetividad trae consigo un conflicto siempre implícito: la no satisfactoriedad de una única identidad. Los predicados básicos de identidad pueden no ser reducibles a uno solo, es decir, puede
que la multiplicidad sea constitutiva o primaria, llegando incluso a la
contradicción. Con lo que la multiplicidad de identificaciones y la contraposición reenviaría entonces la cuestión de la identidad a las posibilidades del sujeto mismo. O dicho de otra manera: cobraría relevancia la
posibilidad que tiene el sujeto de elegir o, también, de transitar entre
una identidad y otra. Y cuando hay que elegir –incluso antes de ello:
cuando uno se ve lanzado de una a otra identidad o se encuentra en el
callejón sin salida que representa una antinomia de identidades– crece
en dimensión el aspecto negativo mencionado de estar más acá de toda
definición, de toda universalización. La libertad se hace entonces patente y la decisión se torna inevitable. Colocarse aquí o allá, o en el inestable
punto (imposible) de un ni aquí ni allá, significa que la carga (de la libertad) debe ser soportada como parte del proceso de identificación. Es
más: que la identidad es, antes que otra cosa, un proceso, un movimiento; y ello porque toca íntimamente a la posibilidad (de ser).
Elección y decisión aparecen así como las condiciones de la identidad, lo que, sin desvirtuar su aspecto objetivo, implica lo inadecuado de
!7
entenderla como algo preestablecido y deducible a partir del lado universal. Al contrario, ella proviene del lado de la individualidad: hay que
identificarse, querer, y no sólo constatar un hecho (tal era el caso de
Freud: querer ser judío o querer ser judío y algo más, aunque sea contrario a “judío”, o no querer ser judío, etc.). Pero esta necesaria dependencia de la elección o decisión del sujeto arrastra consigo consecuencias de
la mayor importancia por lo que respecta a la concepción que pueda hacerse cada cual de sí mismo e, íntimamente relacionado con ello, a la
conducción de la propia vida. Hay una “identidad” que es condición de
cualquier otra identificación; a saber: la movilidad, la variabilidad, la
elección y la decisión. Una vida que deje de lado este requerimiento y se
acomode sin más a una identidad determinada (una suerte de naturaleza
inexorable) pierde algo fundamental. Una vida que no asuma la libertad
de elección y decisión es cuestionable por lo que respecta a su verdad. La
identidad fuerte, que somete y fija, no es verdadera, puesto que deja sin
atender el aspecto fundamental de la identificación.
La búsqueda de la identidad constituye uno de los hitos principales
de la conducción de la propia vida. De ahí que siempre que se trata de
construir o producir un tipo de hombre o de desarrollar lo que ese mismo hombre es –lo que suele coincidir– la identidad se coloca en el centro de la discusión. Hay que lograr un conocimiento de la naturaleza del
hombre que dé pie a determinadas acciones que favorezcan su despliegue o realización. Esto se puede expresar –en una interpretación fuerte,
que muchas veces tiene lugar, p.e., en los discursos de fundamentación
nacionalista o en otros similares a los que se ha denominado “identitarios”– muy crudamente así: sé cuál es mi identidad y sé entonces qué
tengo que hacer si quiero ser consecuente con ella y, así, auténtico y ver!8
dadero. La fluctuación, la inquietud y la duda, que rodean a la decisión,
parecen desvanecerse. Pero, curiosamente, en esos mismos discursos
identitarios se hace con frecuencia referencia a la necesidad de construir, de abandonar una determinada situación de hecho, una determinada manera de ser –que no es auténtica y que es anterior a la verdadera
identidad. El hombre –que hay que construir– no es (paradójicamente)
lo que es (realmente). El nacionalista dice “somos (de hecho) una nación”, pero al mismo tiempo dice “tenemos que construir la nación” que
se quiere ser, pero que todavía no se es (suele haber otra nación por medio). Tales discursos reconocen así performativamente la movilidad de
la identificación y la necesidad –para ellos una exigencia de autenticidad– de elegir, de decidirse a ser lo que de verdad son, abandonando lo
que (de hecho) son (inauténticamente o degeneradamente). Ellos mismo
necesitan de eso que ha resultado más arriba la condición de toda identidad: la elección, la decisión, la posibilidad. Y también para ellos –sin
que sea preciso detenerse en todas las particularidades– es un requisito
la posibilidad del distanciamiento –respecto de la situación, la que sea–,
de un más acá individual, que permita que se fluidifique una determinada realidad (en su caso con vistas a la consecución de una identidad más
fuerte, más auténtica, más fija, coagulada y excluyente de toda libertad).
Así pues, incluso quien busca entregarse a una identidad fuerte –
haciendo dejación de su capacidad de diferenciarse, es decir, de su responsabilidad–, encuentra imprescindible ser responsable y diferenciarse
de la situación de partida, puesto que de otro modo no habría movimiento, ni construcción, ni logro de lo buscado. La pérdida de la libertad
requiere libertad y la cosificación sólo se alcanza por medio de la fluidificación de una cosificación anterior.
!9
En la contraposición entre identidad e identificación (verbigracia,
diferenciación, etc.) pueden percibirse los rasgos de un cierto conflicto
entre hetero y auto-determinación (individual, por supuesto). En cierto
modo, toda identidad cuando queda fijada, cuando, una vez establecida,
se convierte en una imposición que ata, al mismo tiempo que ofrece suelo, mundo, comunidad, calor social, cierra las vías posibles a la autodeterminación. Ésta presupone que quien se autodetermina se encuentre
por ello ya siempre un paso más allá (o más acá; en todo caso, a una
cierta distancia) de la determinación. La autodeterminación, aun cuando
signifique positividad, aun cuando aporte contenido –que el ser humano, en su existencia, sea esto o aquello, de esta o de aquella forma–,
es también, por lo que tiene de activo, de movimiento del determinar,
negatividad, rechazo de y toma de distancia frente a lo que se acababa de
convertir en contenido, en nomos, en condensación de sentido. De aquí
se sigue la corrección del punto de vista, antes expresado, para el que la
libertad de elección, la movilidad y variabilidad, representan las condiciones de la identidad. Aunque la vida necesite contenidos, positividad,
no puede dejar de ser continuamente reevaluada, revalidada, tomada en
consideración –para lo que tiene que haber distanciamiento– y llevada
al punto sin dimensiones, al corte, al “no” que, como posibilidad, puede
aguantar una decisión. De este modo, una vida que aspire a ser conducida de modo racional tiene que hacerse cargo de la libertad –y de su peso:
la decisión–, lo que implica una imposibilidad de satisfacción duradera
en cualesquiera de la identidades, que sólo pueden llegar a tener sentido
como etapas en un camino sin fin.
No obstante, esta libertad que se prueba en el movimiento de identificación y, también, en el de rechazo de toda identidad coagulada,
!10
constituye únicamente uno de los lados de una relación que no puede
mantenerse sin ambos relata. El otro lado es justamente la identidad.
Aunque la negatividad sea imprescindible, aunque la variabilidad individual sea una condición sine qua non de la vitalidad, la existencia tiene
que hacer pie, pues de lo contrario podría acontecer eso que Hegel denominara “abstracción absoluta”, aquella suerte de negatividad sin límite –y sin nada que negar al final– que termina por destruir al propio sujeto, a la existencia misma. Hay una lógica de lo que podríamos llamar la
relación ”identidad/diferencia” que lo mismo que exige –según se ha
visto– la negación de una situación dada, de una identidad, en favor de
una determinación adecuada al proyecto vital –y a lo que se tiene en
cada momento como existencia auténtica–, exige que tal distanciamiento se oriente hacia una nueva cristalización, hacia una nueva coagulación
de sentido, que termine descansando en un nuevo suelo. Éste permitirá
que, aunque siempre en precario, pueda el hombre habitar la tierra, ser
tan hogareño ahora como inhóspito era antes. Y, además, es esa determinación la que, una vez (re)constituido, le da al hombre un qué respecto del cual volver a tomar distancia. Y así sucesivamente. Orden y variación se requieren, pues, mutuamente. Concebir a uno de ellos sin el otro
es pura unilateralidad, e intentar que la vida humana se levante sobre
uno u otro, separada y escoradamente, es algo que no puede durar mucho y que suele conducir al desastre, a la negación, la represión o la
muerte.
Barcelona, mayo de 2000
!11