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PARADOJAS DE LA IDENTIDAD

Claves de Razón Práctica, nº 118. Madrid, 2001

PARADOJAS DE LA IDENTIDAD (una observación filosófica) Román Cuartango Es una idea extendida, aunque no siempre tematizada como tal en todas sus dimensiones e implicaciones, la que supone que lo que el hombre es –“humanamente”, es decir, lo distintivo frente a otros entes, lo que no es físico, químico o biológico, etc.– se encuentra contenido en eso que se denomina “identidad”. La identidad es, así, el lugar de la ontología propiamente humana. Pero no se trata, como veremos, de una tierra de promisión que pueda ser poblada y donde se halle descanso; más bien habría que hablar de un continuo esfuerzo, de un vagar, de un cierto éxodo. Antes que nada hay que establecer la perspectiva de las consideraciones que siguen. Los hombres no tienen una esencia fija(da) –una “naturaleza”, cuyos predicados valieran por igual para todos los individuos, para todos los tiempos y para el curso completo de una biografía individual–, sino que existen, esto es: su ser les interesa, en un doble sentido: como tema y como tarea. Dicho de otra manera, los hombres tienen que conducir su propia vida y precisamente por ello preguntar qué son resulta primordial. Hay que saber quién es el hombre con el que se trata y qué es, cuales son los caracteres que constituyen su modo de ser. El “qué” y el “quién” se convierten en condicionantes de la asunción de la propia vida. En torno a ellos se inicia el escrutinio de los predicados fundamentales, de las notas características o definitorias. A ese conjunto de predicados es a lo que se denomina “la identidad” de una persona. !1 Pero un tal saber representa, en principio, sólo un desideratum. No hace falta entrar en las dificultades, puestas de manifiesto por la filosofía moderna, que plantea la identidad individual, la identidad del yo –el “quién”–, entendido como la instancia que se autodetermina existencialmente y para la que las preguntas por su ser y hacer son máximamente relevantes. Quedémonos con el “qué”. Desde el instante en que se inicia la búsqueda ésta misma se muestra como una actividad en la que se despliega ya una posibilidad esencial: un asunto de querer ser; y enseguida aparece un conflicto entre ser y querer. Tugendhat dice que se trata del problema fundamental de nuestras vidas: que la identidad, siendo por una parte un hecho no lo es totalmente, “y aun donde es un hecho no es obvia”1. Menciona a propósito como ejemplo lo que le costó siempre a Freud identificarse con el pueblo judío o entenderse a sí mismo como judío; aquella identificación constituía un problema que se hace patente al intentar responder a la siguiente pregunta: ¿era Freud judío? En cierto sentido hay que contestar que sí: Freud era, de hecho, hijo de padres judíos y, por tanto, un judío (pertenecía, si se quiere decir así, al pueblo judío o a lo judío). Sin embargo, es el caso también que Freud tenía reservas para identificarse con el pueblo judío o, dicho de otra forma: en otro sentido diferente del anterior Freud no era judío. Entre uno y otro sentido se ha producido un desplazamiento que va desde un hecho hacia un querer, con lo que pasa a tener mayor importancia el que la propia vida sea algo sobre lo que decide (y que depende entonces de) quien la vive. Así pues, la identidad se encuentra sometida a una ambigüedad que es consecuencia de esa posibilidad, de ese querer ser: “El problema de la identidad parece tener su importancia para nosotros 1 Tugendhat, E.: “Identidad: personal, nacional y universal”. En: Justicia y derechos humanos. Barcelona, 1993 (págs. 37-63), pág. 42. !2 en la medida en que para cada uno de nosotros la identidad cualitativa es ambigua, porque en el grado en que es ambigua depende de mí, de mi voluntad”2. La primera forma de la identidad es la que se expresa en la igualdad “yo = yo”. Ésta sería la identidad subjetiva o activa anterior a toda atribución de contenidos. Se trata del procedimiento de identificación por el que se fija el sujeto de la predicación. Pero en ella hay algo más, algo que constituye lo específicamente existencial: la referencia ontológica, la referencia a sí – el “para sí”– que distingue al sujeto humano de lo que sólo es “en sí” –las cosas que no existen. Mi identidad en ese sentido es “yo”, algo radicalmente individual. “Yo = yo” expresaría así el más acá de la generalización o de la ejemplificación: yo soy más que un ejemplar de una clase –yo (en el caso de Freud) soy, en principio, distinto de lo judío, aunque de hecho, descriptivamente, sea judío. De entrada –como un punto de partida lógico–, la identidad es puro vacío, puro decir “yo”, frente al cual los predicados dicen cosificación, pérdida de la subjetividad. Pero esa identidad –como ya fuera puesto de manifiesto por los idealistas alemanes– no es nada, tan nada que necesita del otro lado para poder incluso ser (movimiento de) retirada con respecto a ella. Es más, cuando se analiza un poco la estructura de esta igualdad se ve que se trata de una estructura universal –aplicable a más de un caso–, lo que tomaría entonces los rasgos de un contenido similar a aquel del que la simple e inmediata identidad pretendía tomar distancia. La identidad simple que tiene que expresarse hipotéticamente en la fórmula “yo = yo” se muestra como no inmediata justamente en la forma o estructura de esa identidad. 2 Ibíd, pág. 44. !3 Todos los desdoblamientos de los que se ha ocupado la tradición filosófica, el yo sujeto y el yo objeto, el yo como actividad y el yo como hecho respecto al que la actividad toma distancia –la Tathandlung fichteana– no son más que otras tantas manifestaciones de la no simplicidad o inmediatez pretendidas en aquella fórmula de la identidad sin más. Lo que permite concluir algo formal, a saber: la igualdad en la que se basa toda identidad conlleva un desdoblamiento, es decir, la identidad es ya siempre pérdida de la inmediatez o de la simplicidad –que es únicamente un presupuesto–; la identidad necesita un contenido y ese contenido supone diferencia respecto de la identidad. Lo que quiere decir que los predicados –generales, cosificadores incluso– son tan inevitables como imprescindibles. La necesidad de contenido lo es, asimismo, de exterioridad, de diferencia3. Este encontrarse ya (siempre) fuera de sí (de un “sí mismo” que no se sabría muy bien qué podría significar antes de todo contenido), el estar arrojado de la terminología heideggeriana, significa que la búsqueda del qué con el que identificarse es una actividad en la que se está por el hecho de existir. Se existe entonces en esa búsqueda de lo que se es, pero de tal manera que lo que se es es en cierto modo algo externo al “sí mismo”, algo fijo, objetivo, fáctico. La identidad supone mediación, incluso 3 Sobre la nada que representa un concepto de “yo” o de “mí mismo” como punto de apoyo en el que hacer fuerte una concepción de la identidad personal puede verse también lo que dice Nagel (Una visión de ningún lugar. México, 1996, págs. 54-55): “Es un error, si bien un error natural, pensar que se puede entender un concepto psicológico como el de identidad personal por medio de un examen del concepto que tengo del yo en primera persona, aparte del concepto, más general, de “alguien” cuya forma en primera persona está designada esencialmente por la palabra “yo”. Sólo me gustaría añadir que no se pueden discernir en el concepto de persona todas las condiciones de la identidad personal: no se puede llegar a ellas a priori. El concepto de “alguien” no es una generalización del concepto de “yo”. Ninguno de los dos puede existir sin el otro, y ninguno de ellos es anterior al otro. Para poseer el concepto de sujeto de conciencia, un individuo debe ser capaz, en ciertas circunstancias, de identificarse, sin observación externa, a sí mismo y a los estados en los que se encuentra. Pero estos actos de identificación deben corresponder en general a los que el individuo mismo y los demás pueden hacer basándose en la observación externa. En este aspecto, el concepto de “yo” se parece a otros conceptos psicológicos, que se pueden aplicar a estados de los que sus sujetos pueden tener conocimiento sin los datos observacionales que emplean los demás para adscribirles tales estados”. !4 como querer ser precisa de la relación con el mundo, de la indagación ontológica en general. Así, pues, lo que va a servir para establecer los predicados de identidad, las atribuciones fundamentales, es externo respecto a la posibilidad existencial, a esa nada que constituía problemáticamente la identidad inmediata presupuesta. Siendo imprescindible para la identidad, para la conducción de una vida lograda, el mundo tiene que formar parte de la pregunta por la verdad de ese vivir. Los contenidos juegan un papel importante en el establecimiento de la identidad del sujeto y, por tanto, respecto de esos contenidos se tiene que producir después la evaluación –de lo que es, en tanto que un hecho, constatado o establecido– y la ulterior toma de posición –sí/no. Pero precisamente por ello hay que volver otra vez al desprendimiento o negación posible de todo contenido. Se trata de algo que se encuentra inscrito en la referencia ontológico-existencial. Por el hecho de que cualquier contenido sea de suyo evaluable, es decir, tenga que someterse al querer humano, al “sí” o “no”, por el hecho de que tenga sentido el distanciamiento respecto de algunos predicados de identidad –Freud que no se identifica con lo judío–, se halla ya siempre incluido en el “para sí” de la identidad el que aquel para quien esos predicados son sus predicados se encuentre más allá de ellos, se encuentre libre de ellos. El predicado “libre”, que también conviene a la existencia humana, tiene formalmente este sentido: el estar siempre más allá, en tanto que posibilidad, de cualquier contenido, aunque sólo sea porque la evaluación y decisión así lo exigen –necesitan distancia para que exista la posibilidad de decidir hacer una u otra cosa y no que se haga una u otra cosa como si se tratara de una derivación causal. !5 La identidad humana, en tanto que referida siempre a la existencia de cada cual, se halla sometida a un movimiento entre lo cualitativo y general –una regla de aplicación o de funcionamiento– y la realización en cada caso de eso general, que supone repetirlo y variarlo. Esto es lo que M. Frank intenta caracterizar con la afirmación de que la individualidad es la adversaria directa de la identidad4. Tal variación puede ser vista como un caso de la negatividad o distanciamiento que tiene lugar respecto de cualquier predicado de identidad por el hecho de que sea posible decir “sí” o “no”, aceptarlo o rechazarlo. En la repetición de cualquier orden reglado atribuible como predicado –el “ser judío”, tomado del ejemplo de Freud– tiene lugar siempre un desplazamiento, un corrimiento, que puede ser interpretado como un índice de falta de sentido, de desviación de lo universal, que permite entender lo que se ha dicho de que identificarse con un universal –con un predicado cualitativo– no es, en el caso de la existencia humana, lo mismo que ser un ejemplar de una clase, una particularización de lo universal. La individualización, incluso cuando se trata de repetir una regla, conlleva ya en la existencia humana una variación que es más que la mera reproducción o particularización5. De lo anterior resulta, pues, que en la identidad se encuentran implicados tanto el requerimiento de exteriorizarse cuanto el de desprenderse de esa exteriorización, de positivizarse y de oponerse negativamente, así como la libertad (negativa: “libertad de”) y la variabilidad individual (siempre más allá de la simple particularización o ejemplificación de una clase o de una regla universal). Y ahí es donde reside la difi4 5 Frank, M.: La piedra de toque de la individualidad. Barcelona, 1995, pág. 152. Sobre esto cf. G. Cuartango, R.: Singularidad subjetiva y universalidad social. Santander, 1997. !6 cultad, el problema fundamental del nuestras vidas al que se refería Tugendhat. Pero una vez que se establecen estas diferenciaciones y relaciones quedan aún por desarrollar las notas características de la identidad, de tal modo que incluyan una tal movilidad y variabilidad y que se diferencien de su posible asimilación a otras formas de atribución o de identificación aplicables a entes cuyo modo de ser no es la existencia. La problemática relación entre la identidad objetivada y el movimiento negativo de la subjetividad trae consigo un conflicto siempre implícito: la no satisfactoriedad de una única identidad. Los predicados básicos de identidad pueden no ser reducibles a uno solo, es decir, puede que la multiplicidad sea constitutiva o primaria, llegando incluso a la contradicción. Con lo que la multiplicidad de identificaciones y la contraposición reenviaría entonces la cuestión de la identidad a las posibilidades del sujeto mismo. O dicho de otra manera: cobraría relevancia la posibilidad que tiene el sujeto de elegir o, también, de transitar entre una identidad y otra. Y cuando hay que elegir –incluso antes de ello: cuando uno se ve lanzado de una a otra identidad o se encuentra en el callejón sin salida que representa una antinomia de identidades– crece en dimensión el aspecto negativo mencionado de estar más acá de toda definición, de toda universalización. La libertad se hace entonces patente y la decisión se torna inevitable. Colocarse aquí o allá, o en el inestable punto (imposible) de un ni aquí ni allá, significa que la carga (de la libertad) debe ser soportada como parte del proceso de identificación. Es más: que la identidad es, antes que otra cosa, un proceso, un movimiento; y ello porque toca íntimamente a la posibilidad (de ser). Elección y decisión aparecen así como las condiciones de la identidad, lo que, sin desvirtuar su aspecto objetivo, implica lo inadecuado de !7 entenderla como algo preestablecido y deducible a partir del lado universal. Al contrario, ella proviene del lado de la individualidad: hay que identificarse, querer, y no sólo constatar un hecho (tal era el caso de Freud: querer ser judío o querer ser judío y algo más, aunque sea contrario a “judío”, o no querer ser judío, etc.). Pero esta necesaria dependencia de la elección o decisión del sujeto arrastra consigo consecuencias de la mayor importancia por lo que respecta a la concepción que pueda hacerse cada cual de sí mismo e, íntimamente relacionado con ello, a la conducción de la propia vida. Hay una “identidad” que es condición de cualquier otra identificación; a saber: la movilidad, la variabilidad, la elección y la decisión. Una vida que deje de lado este requerimiento y se acomode sin más a una identidad determinada (una suerte de naturaleza inexorable) pierde algo fundamental. Una vida que no asuma la libertad de elección y decisión es cuestionable por lo que respecta a su verdad. La identidad fuerte, que somete y fija, no es verdadera, puesto que deja sin atender el aspecto fundamental de la identificación. La búsqueda de la identidad constituye uno de los hitos principales de la conducción de la propia vida. De ahí que siempre que se trata de construir o producir un tipo de hombre o de desarrollar lo que ese mismo hombre es –lo que suele coincidir– la identidad se coloca en el centro de la discusión. Hay que lograr un conocimiento de la naturaleza del hombre que dé pie a determinadas acciones que favorezcan su despliegue o realización. Esto se puede expresar –en una interpretación fuerte, que muchas veces tiene lugar, p.e., en los discursos de fundamentación nacionalista o en otros similares a los que se ha denominado “identitarios”– muy crudamente así: sé cuál es mi identidad y sé entonces qué tengo que hacer si quiero ser consecuente con ella y, así, auténtico y ver!8 dadero. La fluctuación, la inquietud y la duda, que rodean a la decisión, parecen desvanecerse. Pero, curiosamente, en esos mismos discursos identitarios se hace con frecuencia referencia a la necesidad de construir, de abandonar una determinada situación de hecho, una determinada manera de ser –que no es auténtica y que es anterior a la verdadera identidad. El hombre –que hay que construir– no es (paradójicamente) lo que es (realmente). El nacionalista dice “somos (de hecho) una nación”, pero al mismo tiempo dice “tenemos que construir la nación” que se quiere ser, pero que todavía no se es (suele haber otra nación por medio). Tales discursos reconocen así performativamente la movilidad de la identificación y la necesidad –para ellos una exigencia de autenticidad– de elegir, de decidirse a ser lo que de verdad son, abandonando lo que (de hecho) son (inauténticamente o degeneradamente). Ellos mismo necesitan de eso que ha resultado más arriba la condición de toda identidad: la elección, la decisión, la posibilidad. Y también para ellos –sin que sea preciso detenerse en todas las particularidades– es un requisito la posibilidad del distanciamiento –respecto de la situación, la que sea–, de un más acá individual, que permita que se fluidifique una determinada realidad (en su caso con vistas a la consecución de una identidad más fuerte, más auténtica, más fija, coagulada y excluyente de toda libertad). Así pues, incluso quien busca entregarse a una identidad fuerte – haciendo dejación de su capacidad de diferenciarse, es decir, de su responsabilidad–, encuentra imprescindible ser responsable y diferenciarse de la situación de partida, puesto que de otro modo no habría movimiento, ni construcción, ni logro de lo buscado. La pérdida de la libertad requiere libertad y la cosificación sólo se alcanza por medio de la fluidificación de una cosificación anterior. !9 En la contraposición entre identidad e identificación (verbigracia, diferenciación, etc.) pueden percibirse los rasgos de un cierto conflicto entre hetero y auto-determinación (individual, por supuesto). En cierto modo, toda identidad cuando queda fijada, cuando, una vez establecida, se convierte en una imposición que ata, al mismo tiempo que ofrece suelo, mundo, comunidad, calor social, cierra las vías posibles a la autodeterminación. Ésta presupone que quien se autodetermina se encuentre por ello ya siempre un paso más allá (o más acá; en todo caso, a una cierta distancia) de la determinación. La autodeterminación, aun cuando signifique positividad, aun cuando aporte contenido –que el ser humano, en su existencia, sea esto o aquello, de esta o de aquella forma–, es también, por lo que tiene de activo, de movimiento del determinar, negatividad, rechazo de y toma de distancia frente a lo que se acababa de convertir en contenido, en nomos, en condensación de sentido. De aquí se sigue la corrección del punto de vista, antes expresado, para el que la libertad de elección, la movilidad y variabilidad, representan las condiciones de la identidad. Aunque la vida necesite contenidos, positividad, no puede dejar de ser continuamente reevaluada, revalidada, tomada en consideración –para lo que tiene que haber distanciamiento– y llevada al punto sin dimensiones, al corte, al “no” que, como posibilidad, puede aguantar una decisión. De este modo, una vida que aspire a ser conducida de modo racional tiene que hacerse cargo de la libertad –y de su peso: la decisión–, lo que implica una imposibilidad de satisfacción duradera en cualesquiera de la identidades, que sólo pueden llegar a tener sentido como etapas en un camino sin fin. No obstante, esta libertad que se prueba en el movimiento de identificación y, también, en el de rechazo de toda identidad coagulada, !10 constituye únicamente uno de los lados de una relación que no puede mantenerse sin ambos relata. El otro lado es justamente la identidad. Aunque la negatividad sea imprescindible, aunque la variabilidad individual sea una condición sine qua non de la vitalidad, la existencia tiene que hacer pie, pues de lo contrario podría acontecer eso que Hegel denominara “abstracción absoluta”, aquella suerte de negatividad sin límite –y sin nada que negar al final– que termina por destruir al propio sujeto, a la existencia misma. Hay una lógica de lo que podríamos llamar la relación ”identidad/diferencia” que lo mismo que exige –según se ha visto– la negación de una situación dada, de una identidad, en favor de una determinación adecuada al proyecto vital –y a lo que se tiene en cada momento como existencia auténtica–, exige que tal distanciamiento se oriente hacia una nueva cristalización, hacia una nueva coagulación de sentido, que termine descansando en un nuevo suelo. Éste permitirá que, aunque siempre en precario, pueda el hombre habitar la tierra, ser tan hogareño ahora como inhóspito era antes. Y, además, es esa determinación la que, una vez (re)constituido, le da al hombre un qué respecto del cual volver a tomar distancia. Y así sucesivamente. Orden y variación se requieren, pues, mutuamente. Concebir a uno de ellos sin el otro es pura unilateralidad, e intentar que la vida humana se levante sobre uno u otro, separada y escoradamente, es algo que no puede durar mucho y que suele conducir al desastre, a la negación, la represión o la muerte. Barcelona, mayo de 2000 !11