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Alter ego

Estaba tendido en el suelo, y las manos salían de una lastimera perla asaltando mis retorcidos pliegues, contrahechos del Erecteion, mi razón era absorta y dócil, pues el generoso falerno me invadía con las caricias que azotaban mi buche, las cariátides aromáticas con las fuentes más divinas del mar negro, teñían mi espíritu, mientras él, delirante divagaba entre el suplicio y el umbral que termina en la cicatriz que bordea el universo. No habían ideas que absolvieran a las arañas, intentando hincar sus colmillos lenitivos en mis parpados ya rezagados, cuando los cerraba veía mi reflejo en sus múltiples ojos mordaces; las cuerdas se deslizaban hacia mis articulaciones y brindaban a mi braseadas las agudizadas precisiones del pianista, hundía mis dedos con la ligereza del mercurio, y brotaba de sus cuencas el manantial más hediondo que solo se han de ver en los instrumentos parlanchines. Deberías haberlo visto lector, mi podredumbre armonizaba todo miasma de aquel cerdo, o trapo (llamemos así a todo humano que transforma las cuerdas del laúd, en alambres que mueven sus atrocidades), este era pues el aroma que el Altísimo exhalaba de su inmaculada guedeja, más bien parecían parásitos en la cabeza de un simio infeliz. ¡Ah! ¡Qué hilaridades se tiran a mi vientre cual dardos en mi piel de reptil! son dadivas las que percibo en cuantiosa impertinencia, porque la vista es el alimento de aquel individuo, culto de la defección orgánica, recordemos a un perro que a través de la vitrina admira la pieza deseada; tan mundano es ese andante que ingiere los más terrosos frutos del suelo en donde su más parecido compañero es el sapo. Mis gestos eran de hiena, cuando de la bóveda celestial se desprendió un pedazo de porquería y angustiosamente con su mano saturada de clavos me hacía un signo de salutación con sus ademanes de arpía, mientras sus espóndiles filtraban las babosas y las lombrices que se fundían con su penumbra de inminente peste, e inmolaba a los sapos de un solo palmoteo con el suelo. Las esfinges reviven la juventud de los siglos en los dedos acres del insumiso estoico, y en la oscuridad de aquel engendro, sus gallardos pesares se desbordan al pasar el viento efímero que espanta a las rebeldes melenas. Sintamos como el espíritu nos despoja de toda ferocidad cuando vemos un espasmo recorrer nuestra espina, son los llamados de una naturaleza mórbida, y si al avizorar en nuestros marchitos albores el semejante consintiendo la decisión de abrirse paso con colmillos y garras ¡no has de temer, es solamente parte de un instinto insolente, más si el pérfido se nos acerca como el inmundo en ruinas, con vertiginoso ímpetu otorgarle aquella defunción que tanto anhelo ¡finalmente la muerte después de la vida no es muerte, es vida! No, no son espejismos ni especímenes oníricos, tal vez sean sombras que intentan eclipsar mi cordura, mi raciocinio aun no es el de ese cráneo que ameniza mis más engrandecidas plegarías, ¡no duermo aún en este globo infecundo! aún esos dos mortales dones, se esclarecen cuando se atisba monstruosidad, y mientras estoy empapado de sudor, mis poros exhalan ese asco hacia el espanto todopoderoso. Esa demencia escurridiza como el gran intestino que nutre al abismo donde habitan los más bellísimos excrementos ¡retoza allí Padre omnipotente! ¡Ah! Pero al fin de toda esta agraciada composición que dice el apocalipsis de mi histeria hermosísima, llegue sin contradicciones, esta puesta en escena no es más que el existir mismo, ese andariego buscando fortuna en los más débiles ¡lector, no eres débil, esta lectura te despoja de toda desgracia y cuando la lees…estoy vivo! Pliego al suelo profundo transformarme en amante, amante de estas rarezas reptantes, y ser así el acalófilo de este enjambre de parásitos voladores, ponzoñosos renacuajos del gran mar de adánicas doctrinas ¡Vuelen y dejen fluir sus absurdos deseos insaciables, extraños animales, aumenten su número como langostas! No obstante, ¡crecerá el rencor, y aumentará el valor de mi escrito con alma de mar salobre! El océano es precioso, mi escrito es el pantano que horroriza, es también la avaricia culminante en el ávido ente que se retuerce en el maná sublime donado por mi vertiginoso instestino, ¡Oh! ¡Tú, sediento innoble, soy la saciedad de tu curiosa vista!

Alter Ego Estaba tendido en el suelo, y las manos salían de una lastimera perla asaltando mis retorcidos pliegues, contrahechos del Erecteion, mi razón era absorta y dócil, pues el generoso falerno me invadía con las caricias que azotaban mi buche, las cariátides aromáticas con las fuentes más divinas del mar negro, teñían mi espíritu, mientras él, delirante divagaba entre el suplicio y el umbral que termina en la cicatriz que bordea el universo. No habían ideas que absolvieran a las arañas, intentando hincar sus colmillos lenitivos en mis parpados ya rezagados, cuando los cerraba veía mi reflejo en sus múltiples ojos mordaces; las cuerdas se deslizaban hacia mis articulaciones y brindaban a mi braseadas las agudizadas precisiones del pianista, hundía mis dedos con la ligereza del mercurio, y brotaba de sus cuencas el manantial más hediondo que solo se han de ver en los instrumentos parlanchines. Deberías haberlo visto lector, mi podredumbre armonizaba todo miasma de aquel cerdo, o trapo (llamemos así a todo humano que transforma las cuerdas del laúd, en alambres que mueven sus atrocidades), este era pues el aroma que el Altísimo exhalaba de su inmaculada guedeja, más bien parecían parásitos en la cabeza de un simio infeliz. ¡Ah! ¡Qué hilaridades se tiran a mi vientre cual dardos en mi piel de reptil! son dadivas las que percibo en cuantiosa impertinencia, porque la vista es el alimento de aquel individuo, culto de la defección orgánica, recordemos a un perro que a través de la vitrina admira la pieza deseada; tan mundano es ese andante que ingiere los más terrosos frutos del suelo en donde su más parecido compañero es el sapo. Mis gestos eran de hiena, cuando de la bóveda celestial se desprendió un pedazo de porquería y angustiosamente con su mano saturada de clavos me hacía un signo de salutación con sus ademanes de arpía, mientras sus espóndiles filtraban las babosas y las lombrices que se fundían con su penumbra de inminente peste, e inmolaba a los sapos de un solo palmoteo con el suelo. Las esfinges reviven la juventud de los siglos en los dedos acres del insumiso estoico, y en la oscuridad de aquel engendro, sus gallardos pesares se desbordan al pasar el viento efímero que espanta a las rebeldes melenas. Sintamos como el espíritu nos despoja de toda ferocidad cuando vemos un espasmo recorrer nuestra espina, son los llamados de una naturaleza mórbida, y si al avizorar en nuestros marchitos albores el semejante consintiendo la decisión de abrirse paso con colmillos y garras ¡no has de temer, es solamente parte de un instinto insolente, más si el pérfido se nos acerca como el inmundo en ruinas, con vertiginoso ímpetu otorgarle aquella defunción que tanto anhelo ¡finalmente la muerte después de la vida no es muerte, es vida! No, no son espejismos ni especímenes oníricos, tal vez sean sombras que intentan eclipsar mi cordura, mi raciocinio aun no es el de ese cráneo que ameniza mis más engrandecidas plegarías, ¡no duermo aún en este globo infecundo! aún esos dos mortales dones, se esclarecen cuando se atisba monstruosidad, y mientras estoy empapado de sudor, mis poros exhalan ese asco hacia el espanto todopoderoso. Esa demencia escurridiza como el gran intestino que nutre al abismo donde habitan los más bellísimos excrementos ¡retoza allí Padre omnipotente! ¡Ah! Pero al fin de toda esta agraciada composición que dice el apocalipsis de mi histeria hermosísima, llegue sin contradicciones, esta puesta en escena no es más que el existir mismo, ese andariego buscando fortuna en los más débiles ¡lector, no eres débil, esta lectura te despoja de toda desgracia y cuando la lees…estoy vivo! Pliego al suelo profundo transformarme en amante, amante de estas rarezas reptantes, y ser así el acalófilo de este enjambre de parásitos voladores, ponzoñosos renacuajos del gran mar de adánicas doctrinas ¡Vuelen y dejen fluir sus absurdos deseos insaciables, extraños animales, aumenten su número como langostas! No obstante, ¡crecerá el rencor, y aumentará el valor de mi escrito con alma de mar salobre! El océano es precioso, mi escrito es el pantano que horroriza, es también la avaricia culminante en el ávido ente que se retuerce en el maná sublime donado por mi vertiginoso instestino, ¡Oh! ¡Tú, sediento innoble, soy la saciedad de tu curiosa vista!