Metáfora y mundo de la vida
en Hans Blumenberg
(Metaphor and Life-World in Hans Blumenberg)
Luis DURÁN GUERRA
Recibido: 7 de enero de 2010
Aceptado: 24 de mayo de 2010
Resumen
El presente artículo trata sobre el programa filosófico de Hans Blumenberg: la
metaforología. Mi propósito es destacar la importancia de las ideas de Blumenberg
en el marco del debate actual sobre las relaciones entre filosofía y metáfora.
Palabras clave: Hans Blumenberg, metaforología, paradigmas, metáfora absoluta, Begriffsgeschichte, teoría de la inconceptuabilidad, Lebenswelt.
Abstract
This paper examines the Hans Blumeberg’s philosophical program: the
metaphorology. My intention is to show the importance of Blumenberg’s ideas into
the current debate on the relations between philosophy and metaphor.
Keywords: Hans Blumenberg, metaphorology, paradigms, absolute metaphor,
Begriffsgeschichte, Theory of Nonconceptuality, Lebenswelt.
1. Introducción. ¿Quién es Blumenberg?
El nombre de Hans Blumenberg (1920-1996) no debiera ser desconocido por las
personas ávidas de estar al tanto de nuestra historia cultural. Es una gran figura de
la filosofía del siglo XX, pero cierto es que hay quienes no han oído ni siquiera su
nombre. Puede insistirse en la imagen de un sabio apologeta de la Modernidad que
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ISSN: 0034-8244
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aportó su enorme erudición histórica a la causa de la autoafirmación del hombre en
un mundo mudo de sentido (Die Legitimität der Neuzeit, 1966), pero parece conocerse menos cuáles son las verdaderas tesis de su pensamiento así como el proyecto filosófico que anima su vasta producción literaria.
La obra de Blumenberg constituye un compendio monumental de conocimientos históricos, literarios, filológicos y filosóficos. En una época de creciente especialización, el nuestro es un autor que jamás renunció a la universalidad del humanista. Sin duda, Blumenberg ha entendido “la necesidad de una investigación interdisciplinaria” (Blumenberg 2004, p. 9). A través de un arte sin igual de historia comparada de las ideas, los libros de Blumenberg abarcan un amplio espectro de intereses que van de la filosofía a la historiografía pasando por la crítica de la cultura.
Pero lejos de cualquier “romanticismo de la ciencia” o de aspirar a una síntesis total
del saber, lo que Blumenberg “demuestra” con tales conocimientos es la imposibilidad última de una pretensión semejante. Su objetivo, más bien, es resarcirnos de
la frustración ante lo que no podemos conocer mostrando lo que, al menos, quisimos
saber. Y es que para “un ilustrado sin ilusiones” como Blumenberg, la historia de la
demanda humana de sentido no es más que la crónica de una decepción anunciada.
Las aportaciones que Blumenberg ha realizado, en este sentido, a los campos
más diversos del saber, no están separadas de su propia labor como historiador de
las ideas. Maestro en ese difícil arte de saber leer los cambios en la relación del
hombre con su mundo, los estudios de Blumenberg son imprescindibles para conocer la génesis histórica de la Modernidad. La apología de un mundo que ha llegado
a ser moderno no debiera, sin embargo, confundirse en Blumenberg con un relato
de legitimación al estilo de la teodicea o de la más reciente filosofía de la historia.
Antes al contrario, como ha subrayado Wetz, no habría por qué abordar el tema de
la legitimidad de la Modernidad si antes no se la hubiera tildado de ilegítima. Ahora
bien, de lo que no cabe duda es que, entre los mundos de Blumenberg, el moderno
ocupa un lugar preeminente.
Pero Blumenberg es además un portentoso historiador de las metáforas que conforman el imaginario colectivo de la cultura europea. La luz de la verdad, el libro
de la naturaleza o el naufragio de la existencia, por poner sólo tres ejemplos significativos, no son imágenes inocentes de las que cupiera prescindir, sino señas indelebles de nuestra propia identidad. Por lo demás, sus libros constituyen una de las
más firmes defensas contemporáneas de la legitimidad del uso de metáforas en filosofía. Vinculada, en su nacimiento, a la tradición de la historia conceptual, la filosofía de la metáfora de Blumenberg se nos desvela en su última singladura como
una hermenéutica fenomenológica que, siguiendo los pasos del último Husserl, consigue lo que acaso no consiguió éste: describir la historia. Y es que la razón por la
que la metáfora se soporta ya no vendría dada por la insuficiencia del concepto para
dar una respuesta a las grandes preguntas de la filosofía, sino por la íntima conexión
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de las metáforas con el mundo histórico de nuestros supuestos vitales. Así, pues,
pertrechado con estos mimbres intelectuales, el filósofo alemán irá urdiendo con el
tiempo la vasta trama narrativa de esa historia interminable que se ejemplifica en
sus grandes obras como radical expresión de nuestra más íntima condición de hombre. Pues seguir siendo hombres, como para Scheherezade seguir siendo reina,
depende nada menos de poder seguir contando historias… Pero no otra cosa quiere
ser el proyecto de la antropología filosófica que bajo el nombre de metaforología
nos cuenta Hans Blumenberg.
2. Las metáforas de Blumenberg
Este artículo no pretende –ni está a su alcance- contribuir a nuestra inteligencia
del autor de Arbeit am Mythos (1979) desde una perspectiva original, pues más bien
quisiera presentar en síntesis el que, a juicio de la mayoría de los críticos, constituye el programa filosófico central de nuestro autor: la metaforología. Mi propósito
es destacar la importancia de las ideas de Blumenberg en el marco del debate actual
sobre las relaciones entre filosofía y metáfora1.
El presente trabajo se centra, pues, en la que considero que es la obra programática de la propuesta filosófica de Blumenberg: nos referimos a sus Paradigmen
zu einer Metaphorologie, artículo publicado en 1960 en la revista que Erich
Rothacker había consagrado años antes a la historia de los conceptos (Archiv für
Begriffsgeschichte, desde 1955). La tesis filosófica central de este auténtico “manifiesto” blumenbergiano es la concepción de la metáfora absoluta, supeditada entonces a la historia conceptual, cuyo enfoque metodológico sería parcialmente corregido en 1979 mediante una teoría auxiliar de la inconceptuabilidad, expuesta en un
opúsculo titulado Ausblick auf eine Theorie der Unbegrifflichkeit y no menos
importante para comprender el pensamiento metaforológico de Blumenberg en su
formulación final. Un trabajo sobre los paradigmas de Blumenberg tendría que
comprometerse, al menos, con las siguientes tareas: contextualizar la metaforología
de Blumenberg en el marco histórico-filosófico del mundo en que nació, analizar la
“tipología de los cursos históricos que siguen las metáforas” (Blumenberg 2003, p.
165) según el proyecto metaforológico de Paradigmen y mostrar las afinidades y
contrastes entre la tesis de la metáfora absoluta y la teoría de la inconceptuabilidad.
1 No puedo dejar de citar aquí, en el marco de la discusión actual sobre las relaciones entre filosofía y
metáfora, la importante contribución de nuestros profesores hispalenses, José M. Sevilla – M. Barrios
(eds.), 2000: con textos de Ernesto Grassi (sobre la tradición humanista), Emilio Hidalgo-Serna (sobre
Luis Vives), Andrea Battistini (sobre Galileo), Manuel Barrios Casares (sobre Hölderlin), José M.
Sevilla Fernández (sobre Ortega y Gasset), etc.
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Un impulso adicional para centrarme en los Paradigmen zu einer
Metaphorologie de Blumenberg me lo ha dado la afirmación de mi maestro MarínCasanova de que estamos ante “la obra central para la comprensión de la entera obra
de Blumenberg” (Marín-Casanova 1998, p. 127). En efecto, en el prolijo, pero
enjundioso artículo de Blumenberg, no obstante su académica profesión de fe, se
defiende una idea que las monumentales obras de los años setenta y ochenta ilustrarán como tal fuera ya del encorsetamiento metodológico que la estricta observancia
del principio de fidelidad a la historia conceptual había conferido al esbozo inicial
de la metaforología. Blumenberg se desprenderá, ciertamente, del “positivismo” de
las ciencias del espíritu propio del enfoque historicista de Paradigmen, ensayando
en sus grandes libros una forma narrativa de hacer historia de las ideas que es la que
le ha dado su impronta característica a la escritura filosófica de nuestro autor. No
obstante, estas grandes obras de Blumenberg representan una ejemplificación, en
forma de narraciones filosóficas, de la metáfora absoluta tematizada teórica e históricamente por Paradigmen zu einer Metaphorologie. De ahí, pues, la necesidad de
estudiar el verdadero texto fundacional de la metaforología de Blumenberg.
Cuenta Odo Marquard (cf. Marquard 1999, p. 21) que le preguntó un día a
Blumenberg si le molestaba que redujese su pensamiento a dos ideas fundamentales: la de la finitud del hombre con su contrapartida en el carácter insoportable de
cualquier absoluto; y la idea de que ser hombre consiste precisamente en “descargarse de los absolutos” (Entlastung vom Absoluten). A lo que Blumenberg respondió: “Lo que me molesta es que sea tan fácil verlo”. Pues bien, si aceptamos semejante reduccionismo, la manera que tiene el hombre de “descargarse de los absolutos”, especialmente de lo que Blumenberg llama el absolutismo de la realidad
(Absolutismus der Wirklichkeit), no es otra que la que le viene dada por la metáfora absoluta. ¿Pero qué es el absolutismo de la realidad y por qué tendríamos que
“descargarnos” de él mediante la metáfora absoluta? Grosso modo, con el término
absolutismo se refiere Blumenberg al carácter prepotente de lo real, a su soberana
indiferencia para con nosotros, indiferencia que hemos de distanciar si es que queremos autoafirmarnos en la existencia y sobrevivir. Ahora bien, quizá sea la metáfora, entre todos los medios culturales de que disponemos para “descargarnos de los
absolutos”, el paradigma por antonomasia del distanciamiento de la realidad del que
depende la autoafirmación del hombre, pues la metáfora, cuando es absoluta, reviste de significación (Bedeutsamkeit) lo que de suyo está privado del menor sentido
humano. El hombre se descarga del absolutismo de la realidad a través del absolutismo de la metáfora. Nemo contra Deum nisi Deus ipse. La función pragmática de
la metáfora absoluta no es otra que la de propiciar el distanciamiento del absolutismo de la realidad.
Si por metáfora absoluta entendemos asimismo una esfera inconceptualizable
de la realidad o del pensamiento, entonces los temas de las grandes obras de
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Blumenberg no son sino una gigantesca paráfrasis narratológica de la tesis de la
metáfora absoluta. Por primera vez en la historia de nuestra disciplina, se trata de
extraer un contenido filosófico de la doxografía. Y lo anecdótico, lejos de ser tal, se
revela a veces como la clave para acceder al sentido de un texto, de un autor, de una
época.
La metáfora absoluta se declina metafóricamente en plural. No hay peligro,
pues, de que ella misma se convierta en una realidad absoluta. La metáfora absoluta se atenúa a sí misma metafóricamente. Así, la luz o la “potencia” como metáforas de la verdad (Paradigmen), el copernicanismo como metáfora del puesto del
hombre en el cosmos (Die Genesis der kopernikanischen Welt), la navegación y el
naufragio como metáforas de la existencia (Schiffbruch mit Zuschauer, 1979; Die
Sorge geht den Fluß, 1987), el libro como metáfora de la legibilidad del mundo (Die
Lesbarkeit der Welt, 1981), la apertura de las tijeras del tiempo como metáfora de
la inconmensurabilidad entre tiempo de la vida y tiempo del mundo (Lebenszeit und
Weltzeit, 1986), la caída de Tales como metáfora de la risibilidad de la teoría (Das
Lachen der Thrakerin, 1987) o la caverna como expresión de la doble necesidad
humana de protección y de evasión (Höhlenausgänge, 1989), no ejemplifican sino
aspectos inconceptualizables de la realidad que sólo alcanzamos a representar por
medio de vocablos translaticios. Pero lo decisivo en este punto es que estos mismos
vocablos podrían a su vez, por muy inconceptualizable que sea la realidad que
representan, ser sustituidos por otros. Todas estas metáforas son absolutas, pues, “en
cuanto cada una de ellas constituye una representación de la realidad como un todo,
con una claridad plástica y carga de sentido que nunca puede ofrecer ningún concepto, y por la que pueden orientarse, deben orientarse y se orientan el pensamiento y la acción humanos, su historicidad, su historia y su historiografía” (Reguera
2005). Ahora bien, lo que interesa al catedrático de Münster, como ha señalado
Wetz, no es tanto el contenido, desde un punto de vista lexicográfico, de estas metáforas, como la función que desempeñan en el discurso del que forman parte sustancial. Dicha función –hacer representable lo de otra manera inconcebible- la teorizó
Blumenberg, sin ahorrarse los ejemplos, en Paradigmen mediante la noción de
metáfora absoluta.
Si la entera obra de Blumenberg resulta subsumible, de acuerdo con MarínCasanova, bajo los términos de absolutismo de la realidad, metáfora absoluta y
principio de razón insuficiente, entonces nos es lícito considerar Paradigmen zu
einer Metaphorologie como la auténtica obra fundacional de los estudios metaforológicos de nuestro autor. Paradigmen contiene in nuce algunos de los temas que
Blumenberg desarrollará con posterioridad en su obra de madurez. Asimismo, la
idea de fondo de este opúsculo, presente en el cambio de paradigmática que se produce en los pasos de una época a otra, es el punto de inflexión que marca la
Modernidad en cuanto al rendimiento pragmático de la metáfora absoluta. Se apun-
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ta ya, pues, la idea de la legitimidad de la Edad Moderna como una época autónoma con una metafórica original para expresar contenidos teóricos y prácticos de
propio cuño, frente a aquellos autores que no veían en esta época otra cosa que una
secularización de ideas genuinamente teológicas. Blumenberg sabe muy bien contra qué se posiciona nuestra Edad Moderna: “procesos esenciales de la historia espiritual de la Modernidad pueden comprenderse en su homogeneidad estructural
como derrocamientos de la metafórica del círculo” (Blumenberg 2003, p. 254).
Veamos algunos ejemplos, por lo demás, de esta lucha librada por el mundo moderno para superar tanto el clasicismo antiguo como el absolutismo teológico de la
Edad Media con vistas a la expresión de su propia imagen del mundo.
La de la verdad es una metáfora absoluta. Blumenberg, pues, no sólo se ocupa
de la verdad de la metáfora, sino prioritariamente de la metáfora de la verdad. O
mejor dicho: de las metáforas de la verdad. La luz, el poder y la desnudez han sido
en nuestra tradición los disfraces de la verdad. Paradigmen amplia, en este sentido,
lo que Blumenberg nos había adelantado en “Licht als Metapher der Wahrheit”
(1958) y nos indica ya, en la inversión de los presupuestos metafóricos, un destino
propio de metáforas: la metamorfosis, la declinación, la inversión y, por último, la
mortalidad. De querer desnudarla a toda costa, nuestro pudor histórico-cultural
tiene que vestir a la verdad si todavía ha de tener algún trato con ella. De presuponer que la verdad se desvelaría por sí sola, de creer en su carácter revelado, ahora,
como modernos, no afirmamos otra verdad que la que nosotros mismos hacemos.
Isis, con velo, es para nosotros mucho más bella. Así, pues, como los hombres,
como Sócrates, todas las metáforas son mortales. La luz cegadora de la verdad antigua, por la que los espíritus se consumían en vano, sólo como luz tenue, por decirlo como el título de un conocido libro de Rovatti, resulta hoy soportable. El absolutismo de la vieja “potencia” de la verdad es, así, atenuado, distanciado, con la tesis
moderna del hombre como hacedor de la verdad.
La metáfora de la terra incognita es, a su vez, un producto histórico del viaje de
descubrimiento moderno, tema que Blumenberg ampliará en Schiffbruch mit
Zuschauer por medio de la metáfora del naufragio. Sin duda, se trata de una metáfora que refuerza la tesis de la “autoafirmación” (Selbstbehauptung) del hombre
moderno, autoafirmación que es el contrapunto humano, como es sabido, del absolutismo teológico del Medioevo tardío en Die Legitimität der Neuzeit. Aquí, la realidad absoluta del arbitrario Dios nominalista es distanciada mediante la ciencia y
la técnica modernas que tratan de someter a la naturaleza. ¿Y quién duda de que el
arte de la navegación constituye una suerte de autoafirmación humana mediante la
ciencia y la técnica? Como es sabido, la autoafirmación del hombre por medio de
la ciencia y de la técnica es un tema caro a Blumenberg que él ve simbolizado en
Prometeo, figura de la que se ocupará in extenso en su descomunal Arbeit am
Mythos. Sin embargo, la posibilidad del naufragio (cf. Rovatti 1988, 112-122;
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Bodei 2004, 211-225) será siempre una metáfora de la labilidad de la existencia
humana y, por tanto, del cumplimiento parcial de nuestra propia autoafirmación
frente al absolutismo de la realidad. Y así, aun cuando siguiera siendo posible, en
medio del naufragio de la vida, al nàufrag dar la mà, como canta el poeta catalán
Foix en un soneto de Sol, i de dol, la salvación ya no vendrá del antiguo espectador
fuera de peligro ni tendrá lugar sin naufragio, sino que será ya siempre, en todo
caso, una salvación por el naufragio y sin espectador (cf. Blumenberg 2001, pp. 3738 y 75-76). Si el mar es una realidad absoluta que el hombre distancia o relativiza
por medio de la navegación, la posibilidad, siempre latente, del naufragio, es a su
vez una metáfora absoluta de que la “descarga de absolutos” no es, para seres mortales como nosotros, absoluta. Y es que, como se pone de manifiesto en Die Genesis
der kopernikanischen Welt, aquella realidad presuntamente sometida por la ciencia
reaparece de nuevo en su absolutismo por gracia de la ciencia misma al revelar ésta
la existencia de un universo inconmensurable que nos desafía con el ‘escándalo’ de
su persistente indiferencia hacia la radical contingencia de nuestra condición humana. En efecto, la imposible simultaneidad entre el tiempo de la vida y el tiempo del
mundo sería la mayor prueba, por lo demás, de que el margen de acción metafórica que nos ha sido concedido contra nuestra finitud tiene a su vez los días contados
(Lebenszeit und Weltzeit). Ahora bien, desde Blumenberg, ser histórico significa no
tanto saber hacer teoría sobre el escándalo de nuestra contingencia espacio-temporal, como ser capaz de vivir con ella a pesar de su carácter insoportable.
Paradójicamente, la aceptación de nuestro ser temporal, la anestesia ante el sinsentido de la pérdida, sólo puede llegar aquí a través del sereno consuelo de la memoria, esto es, “por hipermnesia” (cf. Marín-Casanova 1998, p. 117).
Por otro lado, al referirse a los mitos platónicos en Paradigmen, Blumenberg no
podía pasar por alto el mito de la caverna, una metáfora cuyas variaciones someterá a un profundo análisis en su monumental Höhlenausgänge. De ser un antro privado de la luz de la verdad para Platón, la caverna puede ser una metáfora del cosmos que esconde un arcano para los neoplatónicos, o bien una cómoda salita de
estar en la que el hombre moderno se refugia de la intemperie. O una sala de cine
en la que vivimos, por unas horas, otra realidad. Mito y logos al mismo tiempo, la
caverna de Platón es una de esas metáforas absolutas de la filosofía occidental.
Como el copernicanismo lo es para la autoconciencia de la Modernidad. Bajo el epígrafe de “cosmología metaforizada”, Blumenberg aborda una metáfora clave para
entender no sólo el paso del concepto a la metáfora, sino la misma génesis de nuestro mundo moderno. Ahora bien, este último es precisamente el tema de Die
Genesis der kopernikanischen Welt. Pero el copernicanismo no es la única cosmología que se convierte en metáfora para significar la posición del hombre en el universo. Ya antes, nos recuerda Blumenberg en Paradigmen, la geocéntrica fue utilizada por el estoicismo para reforzar metafóricamente la tesis metafísica del puesto
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de privilegio que, a su juicio, ocupaba el hombre en el centro del cosmos.
Asimismo, frente a esta metafórica se alza en la Modernidad, junto al copernicanismo, la metáfora del “universo inacabado”, la cual, en oposición al mundo cerrado
de la Antigüedad, no es sino una consecuencia metaforológica “de la nueva representación emergente de la cosmogonía evolutiva” (Blumenberg 2003, p. 125).
Frente al mundo clausurado de la ontología aristotélico-escolástica, el hombre
moderno se encuentra solo ante un mundo nuevo por descubrir, por hacer e inventar. De ahí a que vivamos en más de un mundo, y no sólo en lo que la filosofía o la
ciencia entienden por realidad, sólo hay un paso. El absolutismo del concepto de
realidad de la metafísica es distanciado, en este caso, por el relativismo de mundos
posibles que la metáfora nos brinda en un abanico de universos retóricos. Pues la
verdad es que, para Blumenberg, por provocativo que suene, “Vivimos en el mundo
de la simulación, lo cual permite incluso adaptarlo a los «sistemas» filosóficos”
(Blumenberg 2001, p. 46).
Pero quizá la metáfora que mejor habla de la metáfora absoluta, la metáfora de
la metáfora en Blumenberg, no sea otra que la de la legibilidad. La verdad de la
metáfora es que hace legible un mundo, “en la metáfora reside la Lesbarkeit der
Welt” (Marín-Casanova 2001, p. 276). El libro de Blumenberg Die Lesbarkeit der
Welt no es sólo, pues, uno de los mayores homenajes filosóficos que se han hecho
al valor cultural del libro, pues la legibilidad representa, a su vez, la mejor metáfora de la demanda de sentido que está en la base de la metáfora absoluta. Las metáforas, como la escritura, no nos ponen ante las cosas mismas, sino que, poniéndose
ellas en el lugar de las cosas, nos ofrecen a cambio un rodeo humano, las palabras,
rodeo que nos permite eludir la insoportable inhumanidad del ser para poder vivir
en un mundo de letras, el nuestro. Por lo demás, la metafórica no nos pondrá jamás
cara a cara ante la realidad, antes al contrario, ella constituye el rodeo que da el lenguaje por lo que él mismo hace para evitar las cosas que no puede hacer: la metáfora no nos dará nunca el nombre exacto de la rosa ni matará a ningún fantasma por
su nombre, sino que se limitará a ahuyentar nuestros propios miedos poniéndoles un
nombre. Ya lo dijo Feijoo ‘escolastizando’: “Los individuos no son definibles. Los
nombres, aunque voluntariamente se les impongan, no explican ni dan idea alguna
distintiva de su ser individual”. La metaforología no restaura la lengua adámica con
la que el primer hombre nombró la creación de Dios. Y es que, según Blumenberg,
“Solo podemos existir si tomamos rodeos” (Blumenberg 2001, p. 108). La necesidad metafórica del hombre, pues, no tendría nada que ver con la presunta riqueza
de nuestras prestaciones naturales o congénitas, sino con el mucho más precario
arte de vivir de un ser para el que no resulta tan obvio que pueda existir. En efecto,
La relación del hombre con la realidad es indirecta, complicada, aplazada, selectiva y,
ante todo, «metafórica» […] El rodeo metafórico de mirar, a partir de un objeto temático, a otro distinto, suponiéndolo, de antemano, interesante, trata a lo dado como algo
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extraño y a lo otro como lo disponible más familiar y manejable. Si el valor límite del
juicio es la identidad, el de la metáfora es el símbolo; aquí, lo otro es lo completamente otro, que da poco de sí: nada más que la mera reemplazabilidad de lo no disponible
por lo disponible. El animal symbolicum domina una realidad genuinamente mortífera
para él haciéndola reemplazar, representar; aparta la mirada de lo que le resulta inhóspito y la pone en lo que le es familiar (Blumenberg 1999, p. 125).
Y no es que ahora veamos por medio de metáfora en enigma para hacerlo después cara a cara. Para nuestra condición metafórica, como para nuestro ser mortal,
no hay “allende el muro del tiempo” que consiga abrirnos los ojos a una realidad
que no sea otra que la que se refleja en el espejo de la metáfora.
Antes que creación, la metáfora es ese rodeo por la palabra que nos regala el
lujo cultural de no tener por qué darle la cara a la realidad. En efecto, ante el absolutismo de la realidad, tesis capital de Blumenberg, no hay otro remedio que refugiarse en la metáfora absoluta, caverna cultural donde el hombre sueña el mundo
que quisiera habitar, el de sus deseos. El absolutismo del principio de realidad es
distendido en su insoportable gravidez por la levedad del principio del placer metafórico. Metafóricamente habita el hombre… mas no la tierra inhóspita, por más que
todavía haya quien pueda persuadirse de ello, sino el mundo de la cultura que, como
sabía Gehlen, y antes Vico, es el único mundo humano. No vivimos en la realidad,
sino en las metáforas que nos hacen “legible” una determinada realidad entre otras
también posibles. Pero la legibilidad del mundo humano que la metáfora posibilita
no podrá basarse ni en el principio de razón suficiente preconizado por el ideal lógico-demostrativo ni en el decisionismo irracional que deriva de la renuncia a ofrecer argumentaciones más o menos razonables. Lejos de ello, mediando entre ambos
extremos, la nueva filosofía como retórica metaforológica que Blumenberg defiende no tiene otro principio que el de razón insuficiente, el cual, como razón metafórica, en lugar de basarse en demostraciones concluyentes no puede por menos, so
pena de recaer en la metafísica, que apoyarse en argumentos más o menos plausibles si es que ha de seguir conservando para nosotros alguna credibilidad2. Pues no
siendo posiblemente suficiente para hablar de todo lo que se puede decir, acaso nada
haya más necesario que la metáfora para no tener por qué hacer callar a la razón
ante el ominoso silencio del absolutismo de la realidad.
3. La metáfora absoluta
La aportación fundamental a la filosofía de la metáfora de los Paradigmen zu
einer Metaphorologie de Hans Blumenberg, no obstante su vocación de servicio a
2
Para el principio de razón insuficiente cf. Blumenberg (1999), pp. 133 y 137.
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la Begriffsgeschichte, es la teoría de la “metáfora absoluta” (absolute Metapher)3.
Blumenberg, como ya se habrá adivinado, no reduce la metáfora a una mera figura
de la teoría de los tropos, sino que le da aproximadamente, según su propia declaración, la misma significación que tiene el concepto de símbolo en el § 59 de la
Kritik der Urteilskraft kantiana.
Si, para Kant, “lo bello es el símbolo del bien moral” (Kant 1977, p. 262) es porque es posible establecer entre ambos una analogía: “a bellos objetos de la naturaleza o del arte damos a menudo nombres que parecen poner a la base un juicio
moral” (Kant 1977, p. 263). La analogía estaría, pues, en la base de la exposición
simbólica kantiana, idea que encontramos ya en Aristóteles (Poet. 1457 b 6) y que
Blumenberg parece convertir en el fundamento de la transposición metafórica: “La
analogía es el realismo de la metáfora” (Blumenberg 1995, p. 110). Lo mismo que
el símbolo de Kant, la “metáfora absoluta” de Blumenberg se halla aquí como “el
transporte de la reflexión, sobre un objeto de la intuición, a otro concepto totalmente distinto, al cual quizá no pueda jamás corresponder directamente una intuición”
(Kant 1977, p. 262). Por lo demás, la imposibilidad epistemológica de hacer corresponder con los conceptos puros de la razón, las Ideas de Kant, una intuición adecuada a los mismos, tiene su correlato metaforológico en la imposibilidad de una
reducción terminológica de las metáforas absolutas en Blumenberg. ¿Pero por qué
se llama ‘absoluta’ a la metáfora en esta teoría de Blumenberg? Él mismo nos lo
aclara al final de su Introducción a Paradigmen:
Que se dé a esas metáforas el nombre de absolutas sólo significa que muestran su resistencia a la pretensión terminológica, que no se pueden resolver en conceptualidad, no
que una metáfora no pueda ser sustituida o reemplazada por otra, o bien corregida por
otra más precisa (Blumenberg 2003, p. 47; cf. Cantón 2004, p. 281).
En cuanto absolutas, las metáforas constituyen, como ya se adelantó, “elementos fundamentales del lenguaje filosófico, «transferencias» que no se pueden reducir a lo propio, a la logicidad” (Blumenberg 2003, p. 44). El contenido de una metáfora puede, pues, variar históricamente, pero no la función estructural de la metáfora misma en la medida en que aquello a lo que ella “apunta” no se deja decir, bajo
ningún concepto, por medio de un enunciado teórico. Lo que le interesa, pues, a
Blumenberg, no obstante el celo que ha puesto en historiar las metáforas de la filosofía, no es, como ha señalado Wetz, “lo que pueda haber detrás de tales” metáforas, sino “la función que desempeñan en el proceso histórico de entendimiento de
los hombres de sí mismos y del mundo” (Wetz 1996, p. 15).
3
Para la metáfora absoluta cf. Borsari (ed.) (1999).
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La importancia teórica, pues, de la metáfora absoluta reside, según Blumenberg,
en que nos obliga a mirar de otra manera “la relación entre fantasía y logos”
(Blumenberg 2003, p. 45) por el hecho de que hace cuestionable la distinción filosófica tradicional entre lenguaje propio e impropio. La historia conceptual se ve por
ello fuertemente modificada en el tratamiento teórico de su objeto de investigación,
el concepto, por cuanto, como ya se sabrá a estas alturas, la metaforología blumenbergiana supera la visión de la metáfora como un mero residuo en el paso del mito
al logos. En efecto,
La equiparación entre el modo translaticio y el modo impropio de hablar se hace aquí
cuestionable; ya Vico había explicado que el lenguaje metafórico era tan «propio» como
el lenguaje que comúnmente pasa por propio, sin más recaída en el esquema cartesiano
que la de reservar para el lenguaje de la fantasía una época primitiva de la Historia. En
general, la exhibición de metáforas absolutas debería permitirnos pensar de nuevo a
fondo la relación entre fantasía y lógos, y justamente en el sentido de tomar el ámbito
de la fantasía no sólo como sustrato para transformaciones en la esfera de lo conceptual
–en donde, por así decirlo, pueda ser elaborado y transformado elemento tras elemento,
hasta que se agote el depósito de imágenes- sino como una esfera catalizadora en la que
desde luego el mundo conceptual se enriquece de continuo, pero sin por ello modificar
y consumir esa reserva fundacional de existencias (Blumenberg 2003, p. 45).
El significado de la metáfora absoluta no viene dado tanto por su contenido teórico como por la función pragmática que desempeña en las representaciones que nos
hacemos de la realidad y de nosotros mismos. Por eso, más que lo que pueda expresar en sí misma, lo que de verdad importa en relación a la metáfora es la valoración
del lugar que ocupa en el conjunto de huecos dejados necesariamente por las redes
conceptuales que tendemos sobre la realidad. “Independientemente de lo que puedan expresar, las metáforas absolutas tienen su lugar allí donde el pensamiento conceptual no es capaz de llegar a una conclusión porque temas de la índole como «el
mundo», «la historia», «la vida» sobrepasan y exigen demasiado de sus posibilidades de aprehensión”. Pero lo decisivo es que estos temas exigen una respuesta, son
preguntas que no se pueden dejar sin contestar. Así, en relación al concepto de
mundo, dice Blumenberg:
Qué sea propiamente el mundo: esa cuestión, la menos resoluble de todas, es sin embargo al tiempo la que nunca puede quedar irresuelta y, por ello, la siempre decidida
(Blumenberg 2003, p 65).
La pregunta fundamental que dirige la investigación metaforológica de
Blumenberg es la siguiente: “¿bajo que presupuestos pueden tener legitimidad las
metáforas en el lenguaje filosófico?”. Para saberlo, “Un análisis tiene sin duda que
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interesarse por averiguar qué «carencia» lógica es esa para la que la metáfora hace
de sustitutivo, y semejante aporía se presenta precisamente con la mayor claridad
allí donde teóricamente no está «permitida» en absoluto” (Blumenberg 2003, p. 44)
¿Pero por qué no habría de estar permitida? Porque suponemos que, en contextos
objetivos, la ciencia o la filosofía deben tener una respuesta teórica para todo. Y ello
no es así. Pues la legitimidad de la metáfora reside en que da una “respuesta” a esas
otras preguntas fundacionales, irresolubles teóricamente, pero que ninguno de
nosotros puede eliminar sin más de su vida:
Las metáforas absolutas «responden» a preguntas aparentemente ingenuas, incontestables por principio, cuya relevancia radica simplemente en que no son eliminables, porque nosotros no las planteamos, sino que nos las encontramos como ya planteadas en
el fondo de la existencia (Blumenberg 2003, p. 62).
Según Blumenberg, esta circunstancia se debe a que “No sólo el lenguaje piensa
antes que nosotros y está, por así decirlo, «detrás» de nuestra visión del mundo: aún
más coercitivamente estamos determinados por el surtido y la selección de imágenes,
nos «canaliza» aquello que en general se nos puede mostrar y nosotros experimentar”
(Blumenberg 2003, 142). De ahí que quepa hablar del “modelo implicatorio” (implikatives Modell) de la metáfora absoluta en cuanto ésta no tiene por qué salir necesariamente a la superficie del lenguaje para ser efectiva. La metafórica ‘actúa’ así, las
más de las veces, como “metafórica de fondo (Hintergrundmetapho-rik)”:
Esto significa que las metáforas, en esta función suya que aquí discutimos, no tienen
necesidad alguna de manifestarse en la esfera de la expresión lingüística; pero un complejo de enunciados se fusiona de súbito en una unidad de sentido si es que, hipotéticamente, se puede descubrir la representación metafórica que le sirve de guía, y en la que
esos enunciados pueden ser «leídos» (Blumenberg 2003, p. 57).
Del mismo modo, las preguntas fundacionales no se formulan explícitamente,
pero ellas constituyen, al menos en nuestra cultura occidental, un patrimonio que
heredamos y que no por el hecho de carecer de respuesta teórica se nos presentan
como menos urgentes para nuestra necesidad de orientación y de sentido. Como
apunta Wetz, “Blumenberg clasifica estas preguntas en preguntas teóricas referidas
a la totalidad y preguntas pragmáticas de orientación” (Wetz 1996, pp. 19-20). De
aquí se deriva, pues, una doble función para las metáforas absolutas; según respondan a la demanda filosófica de sentido o a la necesidad humana de orientación en el
mundo, su función será teórica o pragmática. O para decirlo todo de una vez: las
metáforas “representan y orientan por igual” (Wetz 1996, p. 20).
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La función teórica de las metáforas absolutas se aprecia en su capacidad para
ofrecer una representación de la realidad como un todo: “dan estructura a un
mundo; representan el siempre inexperimentable, siempre inabarcable todo de la
realidad” (Blumenberg 2003, p. 63). Es lo que se conoce, por lo general, como una
imagen del mundo.
Pero quizá la función teórica de la metáfora absoluta nunca se presenta puramente aislada, sino que “implica” ya una determinada actitud, un modo de comportamiento, como acaso puede apreciarse en la pregunta ¿qué es el mundo? o, sin ir
más lejos, en el ejemplo de la geocéntrica estoica, donde el elemento propiamente
teórico, la metáfora del cosmos, comportaba una praxis, la admiración de ese conjunto ordenado hecho supuestamente para el hombre. La función pragmática de la
metáfora absoluta queda así “implicada” en la misma formulación teórica que
damos de ella.
En su pretensión, tan imprecisa como hipertrófica, una pregunta como «¿Qué es el
mundo?» no constituye desde luego el arranque de un discurso teórico; pero lo que sí se
manifiesta aquí es una necesidad implicatoria de saber, necesidad que en el «cómo» de
un comportamiento se sabe remitida al «qué» de un todo omniabarcante y sustentador,
y que trata de orientar su forma de instalarse. Ese cuestionar cargado de implicaciones
ha «agotado sus fuerzas» una y otra vez en metáforas, y de metáforas ha inducido estilos de comportamiento en el mundo (Blumenberg 2003, pp. 63-64).
Blumenberg aborda la función pragmática de la metáfora absoluta al preguntarse por “la verdad de la metáfora misma” (Blumenberg 2003, p. 61). Lo decisivo en
este punto es que, a pesar de que las metáforas cumplen una función teórica, no son
decidibles teóricamente, es decir, no puede aplicárseles un método de verificación
para comprobar si lo que afirman o niegan es cierto. Así es, “No hay lugar no metafórico desde donde se pudiera considerar la metáfora” (Ricoeur 2001, p. 27). Desde
este punto de vista, “La verdad de la metáfora es una verité à faire” (Blumenberg
2003, p. 64). La pregunta que aquí guía la investigación es la siguiente: “What
genuine guidance does it give? Esta forma de la «pregunta por la verdad», tal y
como ha sido formulada por el pragmatismo, mantiene aquí su validez, por cierto
que en un sentido total y enteramente libre de biologismo” (Blumenberg 2003, p.
63). El valor filosófico de una metáfora absoluta no reside, por consiguiente, en el
contenido conceptual que aporta, sino en la praxis teórica que comporta.
Según Blumenberg, “En tanto en cuanto la «verdad» es el producto de un procedimiento metódicamente guiado, o mejor, ha de serlo ex definitione, la metafórica no puede satisfacer esa pretensión, pues no sólo no dice la «verdad estricta», sino
que, en general, no dice la verdad” (Blumenberg 2003, pp. 61-62) ¿De qué tipo es
entonces la verdad de la metáfora absoluta? Su verdad es histórica y pragmática a
un mismo tiempo. Histórica, porque, según Blumenberg, las metáforas tienen his117
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toria en un sentido más radical que los conceptos, y pragmática porque, como venimos viendo, las metáforas cumplen una función de orientación determinando un
comportamiento respecto del mundo. La verdad de la metáfora, en definitiva, reside en su significatividad (cf. Cantón 2004, p. 282). Pero los significados de la metáfora, su polisemia constitutiva, no es sólo la que puntualmente pueda tener aquí y
ahora, sino la que va adquiriendo en el tiempo a través de épocas y autores. Al igual
que el mito, la historia de la recepción de la metáfora absoluta constituye a la metáfora misma.
Una vez delimitados estos aspectos, volvemos a plantearnos la cuestión de la relevancia de las metáforas absolutas, de su verdad histórica. Su verdad es, en un sentido muy
amplio del término, pragmática. Su contenido determina, como referencia orientativa,
una conducta; […] Indican así a la mirada con comprensión histórica las certezas, las
conjeturas, las valoraciones fundamentales y sustentadoras que regulan actitudes,
expectativas, acciones y omisiones, aspiraciones e ilusiones, intereses e indiferencias de
una época (Blumenberg 2003, p. 63).
La pregunta por la verdad de la metáfora absoluta nos lleva así a la cuestión de
su problemática credibilidad contemporánea. Pues la legitimidad de la metáfora que
la metaforología reivindica no es la que se puede derivar de un posible uso actual
de la misma, sino del que ya se ha hecho. En efecto:
Tenemos que tener aquí presente que una metaforología no puede llevar a un método
para el uso de metáforas o para habérselas con las preguntas que se manifiestan en ellas.
Al contrario: como cultivadores de la metaforología nos hemos privado ya de la posibilidad de encontrar en las metáforas «respuestas» a esas preguntas incontestables
(Blumenberg 2003, p. 62).
Si bien la significación de la metáfora absoluta no es indiferente al uso que
hacemos de ella, la metaforología no aporta una regla metódica para hallar las metáforas que mejor pudieran avenirse con el espíritu de nuestra época. Como disciplina descriptiva, la metaforología sólo puede limitarse al estudio de las metáforas que
ya se han creado para representar lo inconcebible, pero es virtualmente impotente
para generar una metafórica propia. La metaforología no puede confundirse con una
poética. Es más: la metaforología, revelando la contingencia de toda metafórica,
deconstruyendo su presunta obviedad, hace que en lo sucesivo no puedan seguir
tomándose al pie de la letra las metáforas que tanto la metafísica como la religión
o mucho antes el mito habían venido utilizando en sus respectivas concepciones del
mundo. Pues el uso de una determinada metafórica implica no ser consciente de la
metaforicidad de la metáfora, “de modo que el valor de su testimonio tiene como
presupuesto que el propio hablante no poseía ninguna metaforología, y ni siquiera
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podía poseerla” (Blumenberg 2003, p. 62). La metaforología debilita el absolutismo de la metáfora en tanto quiere ser tomada literalmente. “El problema, para decirlo con Vico, es que en los tiempos de la razón desplegada ya no hay tiempo para las
metáforas, para tomarlas literalmente, por eso, por decirlo con Blumenberg, ha
pasado el tiempo en que aún era posible la metafísica” (Marín-Casanova 1998, p.
127). En lo que tiene de filosófica, “la metaforología no puede ser un medio contra
la contingencia, sino todo lo contrario: el desenmascaramiento del carácter contingente de cualquier medio” (Cantón 2004, p. 279; cf. Rorty 1991, p. 42). Pues si bien
es cierto que la metáfora absoluta es un medio cultural insustituible para soportar la
contingencia del mundo y de nosotros mismos, no lo es menos que también ella está
sometida a los embates del tiempo y del azar. La paradoja del absolutismo de la
metáfora es que, siendo un arma contra la contingencia, no puede ella misma evitar
ser contingente. Pero no sólo eso, pues, como ha puesto de manifiesto Wetz, las
metáforas absolutas podrían asimismo poner sin contemplaciones al descubierto el
absurdo último de una existencia absolutamente contingente.
Ahora bien, la clave del pensamiento metaforológico de Blumenberg no reside,
a mi juicio, en una reivindicación, sin consecuencias, de la legitimidad del uso de
la metáfora como tal en el discurso filosófico, sino en una defensa de su función de
distanciamiento del absolutismo de la realidad: pues si la metáfora absoluta se hace,
a su vez, “absolutista”, si ignora su relatividad histórica, ella misma pasa a ser algo
de lo que debemos distanciarnos. La metáfora no puede interpretarse como la respuesta definitiva a los problemas de la filosofía. La situación paradójica de la metaforología es que ‘demuestra’ el rendimiento elocutivo de la metáfora, su función
pragmática, pero relativizando al mismo tiempo su presunto valor de verdad al desnudarla precisamente en su ‘metaforicidad’:
Si así no fuera, la tarea de una metaforología nacería ya frustrada, toda vez que se pondrá de manifiesto una peculiar situación: que el «descubrimiento» reflexionante de la
auténtica potencia de la metafórica deja sin valor las metáforas producidas sobre esa
base como objetos de una metaforología histórica (Blumenberg 2003, p. 44).
Se plantea entonces la pregunta: ¿cuál es la situación de la metáfora absoluta
hoy? ¿Qué lugar le pertenece dentro del actual discurso filosófico? Blumenberg no
se ha pronunciado al respecto, al menos en Paradigmen, con toda claridad, sino que
se ha limitado a plantear problemáticamente la cuestión. En este punto todo depende del valor que se conceda al arte para expresar las funciones de representación y
de orientación que la metafórica tuvo en el pasado. La concesión problemática de
una cierta reserva de ahistoricidad al arte sería aquí una condición indispensable
para llevar a la metaforología más allá de su inicial intención histórico-objetiva.
Pero la legitimidad de la metáfora no sólo depende de que se considere posible
“semejante éxtasis de la situación histórico-reflexiva” (Blumenberg 2003, p. 63, n.
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19), sino de que la necesidad de totalidad y orientación se mantengan, pues en la
medida en que constituyen casos típicos de inconceptuabilidad sólo alcanza a
expresarse mediante la metáfora absoluta. La verdad, sin embargo, es que esa necesidad no ha desaparecido hoy del todo, pero ha quedado profundamente debilitada
no sólo por el descubrimiento “de que los vocablos de totalidad y orientación son
metáforas absolutas” (Wetz 1996, p. 23), sino, lo que parece más grave, porque la
desmesurada demanda de sentido se ha visto una y otra vez defraudada, por lo que
se hace conveniente atenuarla. Wetz opina, en definitiva, que “sobre la base de los
Paradigmas para una metaforología no se puede dar solución todavía al problema
de cómo las metáforas absolutas pueden ganar en la actualidad credibilidad y admisibilidad” (Wetz 1996, p. 24). Es más: incluso después de haber superado el punto
de vista de Paradigmen, como veremos, Blumenberg no se ha mostrado de acuerdo con el uso de metáforas en filosofía si es posible emplear fórmulas: “Pero de
hecho no podemos replegarnos a una metáfora cuando son posibles las fórmulas”
(Blumenberg 1995, p. 112). El problema es que no sólo utilizamos las metáforas
cuando carecemos de fórmulas adecuadas para expresar nuestro pensamiento, sino
aun cuando disponiendo de términos apropiados para decir lo mismo, preferimos la
equívoca polisemia de la metáfora a la estrecha univocidad del concepto. Que la
metáfora pueda “soportarse” también, pues, en “contextos objetivos” constituye un
enigma aún no resuelto.
4. Hacia una fenomenología histórica del mundo de la vida
Sin necesidad de apelar al arte o convertir la metaforología en literatura,
Blumenberg la ha llevado más allá de la esfera histórico-objetiva de Paradigmen
con su posterior teoría de la inconceptuabilidad. La vida, y no el arte, es aquí la que
reconduce a la metaforología hasta una dimensión que ya no puede ser tematizada
histórico-objetivamente. Esta teoría la ha esbozado Blumenberg, como ya se dijo, en
su ensayo de 1979 Ausblick auf eine Theorie der Unbegrifflichkeit. La pregunta que
cabe plantear aquí es la siguiente: ¿qué necesidad teórica ha llevado a la metaforología a dar el paso de la metáfora absoluta a una teoría de la inconceptuabilidad?
Si la metáfora absoluta de Paradigmen era ya, a su modo, una teoría de la inconceptuabilidad, ¿qué aporta, pues, a la metaforología el opúsculo, aparecido en 1979
como anexo de Schiffbruch mit Zuschauer y titulado Ausblick auf eine Theorie der
Unbegrifflichkeit? El propio Blumenberg reconoce que “no ha cambiado nada en la
función de la metaforología, si acaso algo en su referente” (Blumenberg 1995, p.
97). Y si ello es así es porque “hay que concebir la metáfora como un caso especial
de inconceptuabilidad” (Blumenberg 1995, p. 97). ¿Pero no constituía la metáfora
absoluta un caso de inconceptuabilidad semejante? En efecto, así era, pero en la
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medida en que la metáfora absoluta, en cuanto la metaforología era en Paradigmen
sólo una metodología subsidiaria de la Begriffsgeschichte, tenía como referente la
constitución del concepto, con independencia de que hubiera metáforas conceptualmente irreductibles, la metafórica debía aparecer necesariamente lastrada por este
vasallaje tributado al trabajo sobre el concepto. El nuevo referente de la teoría de la
inconceptuabilidad, aun cuando no se elimina el servicio a la historia conceptual, no
es ya sólo el concepto, sino el “mundo de la vida” (Lebenswelt)4. Así, pues, a la pregunta de si el nuevo punto de vista no era ya de alguna manera el adoptado en los
Paradigmen de 1960 hay que contestar negativamente por un doble motivo: no, en
tanto la metaforología se concebía allí todavía como una metodología subsidiaria de
la historia conceptual y, en tal medida, como una esfera rectora de conceptos aún no
consolidados; y no, en tanto la nueva inconceptuabilidad de la metáfora no puede
reducirse, por lo que parece, a lo que en Paradigmen se entendía por “metáfora
absoluta”. Dejemos que lo diga el propio Blumenberg:
La metafórica no se considera ya prioritariamente como esfera rectora de concepciones
teóricas aún provisionales, como ámbito preliminar a la formación de conceptos, como
recurso en la situación de un lenguaje especializado aún sin consolidar. Al contrario, se
considera una modalidad auténtica de comprensión de conexiones que no pueden circunscribirse al limitado núcleo de la «metáfora absoluta». Incluso ésta se definía ante
todo por su no disponibilidad «a ser sustituida por predicados reales» en el mismo plano
del lenguaje. Podría decirse que se ha invertido la dirección de la mirada: ésta no se
refiere ya ante todo a la constitución de lo conceptuable sino además a las conexiones
hacia atrás con el mundo de la vida, en cuanto sostén motivacional constante de toda
teoría –aunque no siempre se tiene presente (Blumenberg 1995, pp. 97-98).
En Ausblick, la metáfora absoluta ya no es sólo, sin más especificación, el terminus a quo del concepto, pues la metáfora procede a su vez de una esfera aún más
originaria: el “mundo de la vida” (Lebenswelt). La metaforología entronca así con
la fenomenología a través de la noción capital de la Lebenswelt. La metáfora no
puede entenderse ahora a partir de la carencia lógica del concepto: he aquí la novedad teórica de Ausblick respecto a Paradigmen, si bien en este trabajo había ya indicios más que suficientes de que ello era efectivamente así. Así, pues, no se trata ya
tanto de estudiar la relación de la metáfora absoluta con el concepto como la de la
propia metáfora con el “mundo de la vida”. Si la metáfora era la matriz de los conceptos filosóficos, nuestro mundo cultural y vital es ahora el caldo de cultivo de las
metáforas en que vivimos. Si la metáfora era el humus del concepto, el mundo de
Cf. los textos husserlianos sobre la Lebenswelt en Husserl (1992), especialmente parte III: §§ 28, 29,
33, 34, 44, 51. Para la noción de la Lebenswelt cf. del mismo Blumenberg (1999), pp. 33-72, así como
la primera parte de Blumenberg (2007), pp. 9-59. Cf. artículos en parte III del colectivo Blumenberg,
Marx, et al. (1972).
4
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Metáfora y mundo de la vida en Hans Blumenberg
la vida es ahora la raíz de la metáfora. Hay que retrotraer la metáfora al “mundo de
la vida” para comprender la posibilidad de su existencia en el discurso. Blumenberg
acepta plenamente este doble concepto de la fenomenología para explicar la génesis de las metáforas.
¿Pero decimos algo con la metáfora que no podamos decir también descriptivamente? ¿Qué plus semántico aporta la metáfora que no podamos conseguir igualmente con el lenguaje descriptivo? Disonancia aparente, la metáfora oculta una
armonía no preestablecida por canon alguno: de ahí la sorpresa por la unión feliz de
las partes que la componen cuando se produce. “Parece que con el rendimiento del
texto se concluye, hasta que se presenta la «disculpa» de que ninguna alineación de
los predicados reales esperados pudiera transmitir sobre un prado la información
incluida en una expresión de su risa” (Blumenberg 1995, p. 99). Blumenberg nos
explica la lógica poética de las metáforas.
La metáfora retiene aquello que, desde un punto de vista objetivo, no entra entre las propiedades de un prado pero que sin embargo no es el añadido subjetivo-fantástico de un
observador, sólo el cual acertaría a ver en la superficie de un prado el perfil de una cara
humana (un juego típico cuando se visita una cueva de estalagmitas). La metáfora realiza esta atribución asignando el prado al inventario de un Lebenswelt (mundo de la
vida) en el que tienen «significaciones» no sólo las palabras y los signos, sino las cosas
mismas –de entre las cuales, el tipo antropogenético primitivo pudiera ser la cara humana, con su incomparable significación situacional (Blumenberg 1995, pp. 99-100).
Blumenberg aclara el viraje temático que supone la teoría de la inconceptuabilidad para la metaforología. Ya no puede seguir hablándose de una prioridad originaria de la metáfora en términos absolutos, pues respecto a la Lebenswelt es más
bien algo derivado. La metáfora deja de ser absoluta, pues ella misma proviene de
algo anterior de lo que se alimenta de continuo y con lo que mantiene una relación
simbiótica de mutua dependencia. El estudio de la metáfora desborda así su función
propedéutica de cara al trabajo del concepto.
Desde el punto de vista de la temática del mundo de la vida, la metáfora es, incluso en
su forma abreviada retóricamente precisa, algo tardío y derivado. Por ello, una metaforología que no se limite a las prestaciones de la metáfora en la formación de conceptos sino que la tome como hilo conductor hacia el mundo de la vida no dejará de insertarse en el más amplio horizonte de una teoría de la inconceptuabilidad. La posibilidad
de hablar del «prado que ríe» es sugestión poética sólo porque la evidencia estética
remite a la circunstancia de que todos lo habrían visto sin poder decirlo. La condición
de exilio de la metáfora en un mundo determinado por la experiencia disciplinada resulta tangible en el malestar que provoca todo aquello que no corresponde al estándar de
un lenguaje que tiende a la univocidad objetiva. Entonces se califica en la tendencia
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opuesta como «estético»: este atributo otorga la definitiva, y por tanto totalmente desinhibitoria, licencia de ambigüedad (Blumenberg 1995, p. 104; la cursiva es nuestra).
La perspectiva teórica adoptada por Blumenberg en Paradigmen puede ser
comparada, hasta cierto punto, con la del espectador que contempla un naufragio.
Su lenguaje es el lenguaje metafísico de la distancia ontológica (cf. Blumenberg
1950). En efecto, un espectador lucreciano dirige aquí su mirada teorética a la metáfora como hacia esa esfera histórico-objetiva a la que se aplica el método paradigmático de la metaforología. El concepto no es ya, ciertamente, el terminus ad quem
de la metáfora absoluta, pero no podemos evitar la sospecha de que, en cuanto disciplina auxiliar de la historia conceptual, la metaforología se limita a brindarnos el
marco cuyo detalle sólo nos lo puede aportar stricto sensu una investigación terminológica (cf. Blumenberg 2003, p. 129). La metáfora no se entiende en
Paradigmen, pues, en función del concepto, pero no deja se ser cierto, al mismo
tiempo, que Blumenberg entiende los paradigmas metafóricos en función de la historia de la filosofía. Ahora bien, ésta última no se comprendería sin la historia de los
conceptos filosóficos. Desde este punto de vista, la historia de las metáforas filosóficas sólo puede concebirse como una propedéutica del trabajo conceptual, es decir,
como un campo de investigación que no goza en absoluto de autonomía. Y es que
por muy absoluta que sea la metáfora de Paradigmen, el concepto es todavía en esta
obra el ideal que regula tendencialmente el trabajo sobre la metáfora. Pero esta función ancilar de la metaforología respecto a la historia conceptual no se entendería si
no deja de verse a su vez al concepto como el organum de la filosofía. Pues por muy
histórico que sea el concepto y aun cuando ya no se aspire a una construcción cartesiana del mismo, lo cierto es que la metáfora tenía que ser vista necesariamente
por la historia conceptual como un mero estadio superable en el camino hacia el
concepto.
El texto que inaugura el nuevo estilo5, el viraje de la metaforología de
Blumenberg hacia una fenomenología de la inconceptuabilidad viene representado
ejemplarmente en Schiffbruch mit Zuschauer. La metáfora no se limita ya a ser el
paradigma hermenéutico en el que tiene lugar el trabajo conceptual, sino el artefacto cultural por excelencia, el artificio retórico, del que nos servimos los humanos
para representar la realidad histórica de nuestro mundo vital. La historia del naufragio con espectador nos brinda una imagen de ello. Como metáfora de la existencia,
el naufragio no se restringe al reducido repertorio de símiles de la historia de la filosofía; antes bien, la fuerza de esta imagen reside en que nos habla de una experiencia de nuestra historia cultural irreductible a la terminología con la que solemos
Observa Schlafer (1988, p. 330), no obstante, que la poetización del estilo de Blumenberg se registra ya desde Der Prozess der theorestiche Neugierde (1973), que no es sino una versión ampliada de
la tercera parte de Die Legitimität der Neuzeit (1966).
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categorizar el mundo. Si a la metaforología ya no le es posible hacer objeto de descripción teórica a la metáfora se debe a que su historia sólo puede ser narrada. Es el
descubrimiento de la imposibilidad de mantener la posición del espectador desinteresado en filosofía la que habría llevado a Blumenberg, en último término, a abandonar la teoría de la metáfora para decantarse por una narración filosófica de la historia de sus variaciones. La metáfora no es un dato descriptible, sino una historia
narrable.
La paradoja, sin embargo, de la nueva fenomenología de nuestra historia metafórica tematizada en Ausblick y ejemplificada en Schiffbruch y en los últimos
Begriffe in Geschichten (cf. Blumenberg 2003b) consiste en que ella misma no es
susceptible de una descripción teórica pormenorizada, sino tan sólo de una narración infinita, o al menos tan extensa como ganas tengamos de ir fabulando sus innumerables capítulos. En este sentido, la recepción del pasado metafórico no debe
verse, a mi juicio, como una reconstrucción exhaustiva que además pudiera seguir
una dirección única o privilegiada desde la óptica de un espectador desinteresado,
sino como una historia más dentro de la propia metáfora historiada (cf. Cantón
2004, p. 315; Rovatti 1988, p. 122). Si la recepción del mito no era para
Blumenberg externa al mito, lo mismo puede decirse de la recepción histórica de la
metáfora. Pero tampoco se da aquí algo así como una historia interna (la unamuniana intrahistoria) que nos revele el sentido oculto de la historia de la metáfora. Si
algo tiene en común la metáfora con el “mundo de la vida” del que se nutre es que
tampoco puede darse de ella una descripción “desde dentro”6. La imposibilidad,
pues, de mantener la “postura” descriptiva respecto a la inconceptuabilidad del
mundo estaría, pues, en la base del “paso” de la metaforología a una fenomenología histórica.
Ahora bien, la metaforología como fenomenología histórica del mundo de la
vida no se funda en el sujeto ni constituye una ciencia enteramente libre de supuestos pues contra la teleología voluntarista de la teoría husserliana, incapaz de reconocer el origen mítico de la razón, así como la raíz metafórica del concepto, reaccionará Blumenberg con su concepción de la metaforología, la cual viene a proporcionar al desarraigado árbol de la ciencia el suelo histórico del que hasta ahora había
prescindido en su propia autocomprensión. Contra este prejuicio cartesiano de un
comienzo absoluto se levanta el concepto de historicidad blumenbergiano:
No existe un triunfo definitivo de la conciencia sobre su abismo: cultura, tradición,
racionalidad, ilustración no indican lo que en la vida se puede hacer de una sola vez, de
“Al final se verá que con el título de «mundo de la vida» se quiere ejemplificar, precisamente, lo que
no se puede describir «desde dentro». La «postura» descriptiva habría tenido que destruir siempre lo
que quería que fuera su aportación. No existen «historias del mundo de la vida». Hay que romper con
ese mundo para poder decir algo sobre él, apenas recordando, más bien abriendo camino al recuerdo
(remitiendo en último término a la anamnesis platónica)” (Blumenberg 2007, pp. 22-23).
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raíz y de una vez por todas, sino más bien el esfuerzo, continuamente renovado, por despotenciar, descubrir, deshacer y convertir en un juego (H. Blumenberg 2004, pp. 34-35)7.
Así, pues, Blumenberg parece distinguir entre una metaforología al servicio de
la historia conceptual (Paradigmen) y una metaforología como fenomenología histórica del mundo de la vida (Ausblick). Para la primera se trata de registrar y describir la metafórica implícita en la génesis de los conceptos; para la segunda, hay
que estudiar además las “formas degenerativas” de un discurso que se quiere tomar
“al pie de la letra”. Pero en ambos casos la metaforología se enfrenta a “dificultades” del concepto: en la historia conceptual con las que se refieren al resto inconceptuable previo a la formación de los conceptos, y en la fenomenología histórica
con las que sobrevienen una vez formados.
Al servicio de la historia de los conceptos, la metaforología ha registrado y descrito las
dificultades que se presentan en el momento previo a la formación de los conceptos y
en el entorno que rodea el núcleo duro de una definición clara y distinta, si bien en definitivo alejamiento de ella. Pero la fenomenología histórica ha de ocuparse también de
las formas degenerativas que, tras tomar el discurso al pie de la letra, se presentan como
dificultad ante la pretensión de realismo (Blumenberg 1995, p. 109).
La metaforología de Blumenberg, pues, no sólo ha destacado la legitimidad del
uso de metáforas en filosofía señalando tanto el lugar que les corresponde en la formación histórica del concepto como en la representación de la inconceptuabilidad,
sino que ha negado también la legitimidad de tal uso cuando éste está claramente
fuera de lugar. La conclusión de la metaforología blumenbergiana en su formulación
final nos parece, por una vez, inequívoca: las metáforas existen no sólo porque el lenguaje conceptual resulta insuficiente, sino, ante todo, porque remiten a la “experiencia precategorial de la Lebenswelt” (Marín-Casanova 1998, p. 124), porque están,
por así decir, en el fondo de nuestra vida como las metáforas en que vivimos.
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Del mismo modo, el llamado ‘yo’ no indicaría, para Blumenberg, lo que se puede hacer filosóficamente de una sola vez y de una vez por todas. Antes al contrario, “La decadencia del yo comienza casi
en el mismo momento en que le fue concedido el atributo de absoluto” (Blumenberg 2003b, p. 91).
Pero de esta decadencia es un paradigma la declinación de la metáfora del naufragio con espectador.
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de Filosofía, Ética y Filosofía Política
Facultad de Filosofía
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ludovicusdurandus@gmail.com
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