Journal of Spanish Cultural Studies
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¿Trabajar lo mínimo? Las vidas laborales del
precariado (artístico) y la movilización neoliberal
en El esfuerzo constante de ganarse la vida de
Vicente Arlandis y Taller Placer
Ana Sánchez Acevedo
To cite this article: Ana Sánchez Acevedo (20 May 2024): ¿Trabajar lo mínimo? Las vidas
laborales del precariado (artístico) y la movilización neoliberal en El esfuerzo constante de
ganarse la vida de Vicente Arlandis y Taller Placer, Journal of Spanish Cultural Studies, DOI:
10.1080/14636204.2024.2347664
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Published online: 20 May 2024.
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https://doi.org/10.1080/14636204.2024.2347664
¿Trabajar lo mínimo? Las vidas laborales del precariado
(artístico) y la movilización neoliberal en El esfuerzo constante
de ganarse la vida de Vicente Arlandis y Taller Placer
Ana Sánchez Acevedo
Departamento de Literatura Española e Hispanoamericana, Universidad de Sevilla, Sevilla, España
RESUMEN
ARTICLE HISTORY
En el espectáculo La procesadora (2010), los artistas Vicente Arlandis
y David Espinosa mantenían un diálogo sobre la atención a los
procesos y los límites difusos de lo que se considera arte en las
teatralidades experimentales contemporáneas, mientras recibían
un masaje en escena, colocados boca abajo sobre camillas con
cámaras que proyectaban sus caras. Arlandis replica el formato en
la pieza-charla El esfuerzo constante de ganarse la vida (2019),
incluida en el proyecto El malestar del trabajo (2016–2022) del
colectivo Taller Placer. El foco se desplaza ahora desde la
autorreferencialidad artística hacia la reflexión crítica sobre la
sociedad del trabajo y la movilización constante a la que nos
somete el capitalismo neoliberal. La obra de Arlandis es
elocuente de una vocación críticosocial en boga en la creación
escénica española de los últimos decenios, auspiciada por la
participación legitimadora de agentes institucionales. Este trabajo
considera las potencias y limitaciones de ese giro social en El
esfuerzo constante de ganarse la vida, una puesta en escena
conflictiva del rechazo al trabajo, encarnada en un paradójico
intento de trabajar lo mínimo, que vacía de prestigio y contenido
trascendente la aspiración artística, para presentarla como
proyecto fracasado de deserción laboral.
Received 23 January 2023
Accepted 3 November 2023
PALABRAS CLAVE
rechazo al trabajo;
producción artística; danza;
movilización capitalista;
Vicente Arlandis y Taller
Placer
En el espectáculo La procesadora (2010, Festival Escena Poblenou, Barcelona), los artistas
Vicente Arlandis (Ibi, Alicante, 1976) y David Espinosa (Elche, Alicante, 1976) mantenían un
diálogo sobre la atención a los procesos, el elemento lúdico y los límites difusos del arte
(escénico) como zonas de experimentación en las teatralidades contemporáneas. Mientras tanto, recibían masajes tumbados sobre camillas con dispositivos de vídeo que
proyectaban sus caras en una pantalla. Arlandis replica este formato años después,
como integrante del colectivo de producción cultural Taller Placer, y lo emplea en una
serie de conversaciones del ciclo Trabajar cansa (2019) y en la pieza-charla El esfuerzo
constante de ganarse la vida (2019), incluidas en el proyecto El malestar del trabajo, que
aglutinó distintos encuentros y actividades entre 2016 y 20221. Las réplicas desplazan
el foco desde la autorreferencialidad del trabajo artístico hacia una reflexión que
intenta incorporar otras experiencias y otros sujetos de trabajo, y desborda asimismo el
CONTACT Ana Sánchez Acevedo
ana.sanchez.acevedo@gmail.com
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A. SÁNCHEZ ACEVEDO
marco propio de la escena: se suman conferencias, reuniones, comidas colectivas, visitas a
fábricas. Este desplazamiento es elocuente de una vocación crítico-social, con aliento
activista, en boga en la creación escénica concebida como “campo expandido”
(Sánchez 2011) o “indisciplinar” (Sánchez 2005), reforzada por el clima de repolitización
posterior a la crisis de 2008 y al movimiento 15M, entre cuyos ejes se encontraba el
cuestionamiento de la precarización laboral y de la organización de aquello que se
entiende (o no) como trabajo (Ayete 2021; Echaves, Gómez Villar, y Ruido 2019; Touton
2022). Tanto las instituciones culturales públicas como la mediación de discursos y
agentes académicos siguen alimentando hoy las manifestaciones artísticas ligadas a las
derivas de ese “giro social” (Vidiella 2016), al que subyace un esfuerzo, lleno de paradojas
y conflictos, por sacar esas prácticas del aislamiento respecto de la sociedad a la que
pretenderían apelar.
Paralelamente, en términos del panorama internacional, el aumento exponencial
durante las últimas décadas de la producción y circulación de formas de arte socialmente
comprometido está vinculado, según propone Leigh Claire La Berge (2019), con los procesos históricos de progresiva disminución salarial y aumento de las exigencias laborales
–con particularidades en el ámbito de las industrias creativas– que la investigadora
engloba bajo la noción de “trabajo desmercantilizado” (“decommodified labor”): uno
que no se remunera con salario, ni se puede adquirir en el mercado, ni se circunscribe
al “trabajo afectivo” o “de cuidados” (2019, 4). El viraje del arte comprometido hacia el predominio de la función tendría como base esta desmercantilización, modificando las prácticas que se entenderían como artísticas. Las caracteriza, sobre todo, el intento de
enmendar –no solo representar– la desigualdad socioeconómica a través de la propia
obra (La Berge 2019, 5).
Este texto indaga en algunas de las potencias, limitaciones y contradicciones de ese
horizonte artístico y su escena expandida, por cuanto intervienen críticamente en la necesidad urgente de disputa por los sentidos y las consecuencias del “trabajismo” (Echaves,
Gómez Villar, y Ruido 2019, 19) en nuestras sociedades: la profunda y acuciante crisis del
trabajo o empleo remunerado; su escasez y precariedad desigualmente distribuidas; sus
dinámicas de exclusión e invisibilización; y su captura totalitaria de las vidas en una movilización constante, que las transforma en mero medio de reproducción de una realidad
subsumida en el capitalismo neoliberal (López Petit 2009). El conjunto de propuestas
del proyecto El malestar del trabajo de Vicente Arlandis y Taller Placer apela a los términos
de esta disputa.
Trabajar el malestar
En un contexto de crisis sistémicas que no cesa de agravarse, las sucesivas crisis del
mercado laboral signan un panorama de acumulación de precariedades desiguales, contracara de la acumulación de capitales que sustenta la gubernamentalidad bio y necropolítica (Gabilondo 2020) neoliberal: desempleo estructural, temporalidad, desprotección,
contratación irregular, recortes salariales, condiciones cada vez más abusivas y, en definitiva, trabajos-empleos2 que no dan para vivir (Lanau y Lozano 2022) y vidas que no dan
más para seguir trabajando (Benach et al. 2023). Simultáneamente, con particular incidencia a partir de la Gran Recesión de 2008 y su respuesta ciudadana en el 15M, el pensamiento crítico y los movimientos sociales cuestionan unos modelos de vida
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maltrechamente sostenidos en el trabajo (hegemónicamente privilegiado en tanto
empleo remunerado) y sus formas de organización del mundo. Se trata de un terreno
de lucha en el que se juegan las implicaciones de nociones arraigadas históricamente y
todavía dominantes, como la de que el trabajo –a menudo enunciado en términos de
una homogeneidad desligada de sus realidades– es un bien y hay que trabajar para
vivir; aunque queden invisibilizadas o relegadas en esta concepción actividades, mal o
no remuneradas, cruciales para la reproducción de la vida (Gutiérrez Cueli y García
Navarro 2022).
Estas líneas de cuestionamiento han tenido resonancia en el campo de las prácticas
escénicas españolas. Coincidiendo con una proliferación académica de estudios sobre
“industrias creativas” y precariedad postfordista –no exentos de homogeneizaciones
cuestionables sobre lo que se considera “precariedad” y “precariado” (Alcalde González
2020)– en el contexto inmediato a la crisis de 2008, abundan también los proyectos
que se interrogan autoreflexivamente sobre los límites y características del trabajo artístico, sus lógicas de financiación y sus formas concretas de precarización. Conforme nos
acercamos al presente y las crisis se acumulan, se registra un desplazamiento hacia
perspectivas menos autorreferenciales, más atentas a sus otredades y a la heterogeneidad
material del trabajo como conjunto complejo de problemáticas en las sociedades
contemporáneas.
Aunque tanto las coyunturas post-2008 como la pandemia de COVID-19 se hicieron sin
duda notar en las artes escénicas (sujetas a recortes en financiación y subvenciones,
habida cuenta de su fuerte dependencia del sistema público, así como a las consecuencias de confinamientos, cierres de actividades “no esenciales” y reducciones de aforos), las
condiciones de precariedad no se circunscriben a esos períodos ni son excepcionales, sino
son nítidamente sistémicas (Ateca y Villarroya 2022). La escena española, especialmente
sus circuitos alternativos, autogestionados o experimentales, lleva largo tiempo atravesada por dinámicas de subsistencia y falta de medios constitutivas del contexto neoliberal
en que se inserta y de las políticas culturales que la (des)amparan. Se trata de prácticas
con vulnerabilidades diferenciadas respecto de otras actividades artísticas, como la
simultaneidad en la emisión y recepción, la necesidad de espacios mínimamente
provistos para desarrollarse, la variedad de tareas especializadas (no siempre consideradas remunerables) que implican, la producción basada en proyectos limitados en el
tiempo, o la marcada intermitencia. Además, comparten con otros ámbitos del arte
características conocidas que propician igualmente la precarización, como la informalidad
contractual, mediada por el capital social y los contactos; la dimensión vocacional, con su
carga de remuneraciones simbólicas y autoexplotación; o el trabajo inmaterial, es decir,
las actividades intangibles asociadas cuyo producto no es fácilmente medible, entre
ellas todas las relacionadas con la promoción, comunicación e innovación (Kuric Kardelis
2018, 55).
Arraigada en estos contextos, se desarrolla la serie El malestar del trabajo de Arlandis y
Taller Placer, comenzando con Qué pasa cuando no pasa nada, realizada por primera vez
en 2015 y replicada varias veces los años siguientes, en museos y teatros que se ocupaban
durante los horarios de cierre. Se invitaba a los participantes a llevar comida y sacos de
dormir, y reflexionar desde unos disparadores narrativos que Arlandis ponía en juego
(Cornago 2019, 274): un encierro de trabajadores en la fábrica donde trabajó su padre,
un fragmento de Un hombre que duerme (1967) de Georges Peret, episodios luditas en
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A. SÁNCHEZ ACEVEDO
Alicante, reivindicaciones del potencial subversivo de la parada y otros motivos afines. Por
su parte, las jornadas Trabajar cansa (Conde Duque, 2019; Teatro El Musical, 2020) y El
lugar donde se hacen las cosas (Conde Duque, 2019; Sala Mutant, 2020) fueron encuentros
de varios días, con actividades de diversos formatos –charlas performativas, almuerzos de
convivencia, siestas colectivas, excursiones a centros de trabajo, discusiones, pequeñas
propuestas escénicas– que tenían como objeto poner en común experiencias disímiles
acerca del mundo laboral y sus malestares, la explotación, la competitividad, el cansancio,
las luchas sindicales o los imaginarios divergentes sobre el trabajo.
Atravesada por los mismos asuntos, El esfuerzo constante de ganarse la vida es la única
propuesta de El malestar del trabajo con un dispositivo estrictamente escénico, unidireccional y monológico. Se estrenó el 16 octubre 2019 en la Facultad de Bellas Artes de
Valencia y desde entonces cuenta con más de veinte iteraciones en distintos espacios y
festivales, tanto dedicados a las artes escénicas experimentales como específicamente a
la danza (Dansa València, 2020; Palma Dansa, 2021), que, si bien es una de las disciplinas
en las que Arlandis se formó y encuadró su trayectoria, no tiene una incidencia clara en la
pieza: no hay ningún tipo de baile ni movimientos interpretables dancísticamente.
Aunque la obra suele catalogarse como “performance” (así la describe el texto de presentación), Arlandis la define en escena como charla (“el título de esta charla es El esfuerzo
constante de ganarse la vida”, señala), en concomitancia con otras actividades de El
malestar del trabajo. Efectivamente, lo que se desarrolla durante sus cincuenta y cinco
minutos de duración es un discurso distendido e informal que, en apariencia, el artista
sostiene mientras recibe un masaje, tumbado boca abajo en una camilla con un
agujero para colocar la cara. En el suelo hay una cámara que proyecta su rostro parlante
sobre una pantalla situada al fondo; es decir, el mismo dispositivo usado en La procesadora con Espinosa, pero limitado a un único hablante. Lo que el público descubre casi
al final de la representación y del masaje, cuando Arlandis se da la vuelta sobre la
camilla mientras la proyección de su cara y la charla continúan, es que este discurso
nunca se ha producido en directo: era una grabación.
De entrada, la catalogación y realización de la pieza como charla, independientemente
de su revelación última como reproducción grabada, despoja la acción (al menos en el
nivel enunciativo; otra cuestión es la inserción institucional, los espacios de representación y legitimación) del etiquetado propio del arte escénico, con su capital simbólico
(hubiera podido llamarse monólogo, autoficción o biodrama, por ejemplo). Este vaciamiento de la categoría arte, también presente en La procesadora, tiene aquí implicaciones
diversas. Junto al despojamiento estético y espectacular de la obra y del ciclo en que se
inserta (nada es ambicioso estéticamente, ni apenas “artístico” en El malestar del trabajo),
ese vaciamiento se va haciendo especialmente patente y significativo en el transcurso
de la propia charla. Su contenido es un relato de la vida laboral de Arlandis en
cuanto persona sujeta al sistema del trabajo-empleo, mucho más que como artista,
desprovisto de todo halo de excepcionalidad o prestigio y carente de narrativas
vocacionales. Hace recuento de algunos de los trabajos remunerados que desempeñó
desde su adolescencia hasta el presente, enmarcados en el deseo explícito de dejar de
trabajar o, al menos, de trabajar lo menos posible; un deseo que la misma obra trata
fácticamente de encarnar: “El esfuerzo constante de ganarse la vida es una performance
donde trato de trabajar lo mínimo, lo justo y lo que yo entiendo por razonable”, se
anuncia en el programa.
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No encontramos aquí una autoreflexión que apele al trabajo artístico como tal, o a su
inserción en el sistema del empleo asalariado, cuestión recurrente en las prácticas (obras
que la tematizan) y las reivindicaciones del sector, dada la situación de dependencia,
escasez de remuneraciones, privación de salario y precariedad –es decir, desmercantilización (La Berge 2019)– estructural3. Lo que se articula, en cambio, es una impugnación a la
totalidad: el rechazo del paradigma del trabajo-empleo que ordena socialmente nuestras
vidas, artísticas o no. Esta impugnación resuena tanto con el intertexto en que la pieza
dice inspirarse, The Refusal of Work (2015) del sociólogo David Frayne, citado al inicio,
como con una línea amplia de crítica de la sociedad del trabajo, que conecta históricamente con el operaísmo italiano y las luchas autónomas de los sesenta y setenta. Alentada
por las temporalidades de crisis, ha experimentado en las últimas décadas un resurgir,
visible en las reclamaciones de los movimientos sociales y las derivas del ensayismo
crítico (Echaves, Gómez Villar, y Ruido 2019): desde las propuestas de la llamada “crítica
del valor” del Grupo Krisis (Manifiesto contra el trabajo [1999] 2018) y el cuestionamiento
de la ética del trabajo y el esfuerzo (Graeber 2018; Horgan 2022; Weeks 2011), hasta los
planteamientos sobre el quiebre de la relación entre trabajo e ingresos por vía de la automatización (Benanav 2021; Srnicek y Williams 2016), o el reclamo de medidas reformistas
como la reducción de la jornada laboral y la renta básica universal (Casassas y Raventós
2011; Standing 2017).
A partir de este horizonte, El esfuerzo constante de ganarse la vida se plantea como
puesta en escena conflictiva –con sus potencias, limitaciones y puntos ciegos– de este
rechazo al trabajo-empleo enraizado en el contexto socioeconómico y político de las
últimas décadas, encarnada en un paradójico “trabajar lo mínimo”: la vocación artística
como proyecto de deserción y su fracaso palpable en el informe de vida laboral del
artista; el arte como categoría vaciada de sentido y el borramiento de límites entre el
hacer y el no hacer en la escena expandida o indisciplinar; el trabajo no visible que sostiene la posibilidad de lo que sucede en los escenarios; y la tensión del hacer mínimo
enfrentado a la necesidad de producir sin parar, manteniendo la presencia y visibilidad
de un yo-marca en los precarizados circuitos de financiación.
Supe que no quería trabajar
La charla de El esfuerzo comienza haciendo explícita la relación del título con una cita
anónima que abre el libro de Frayne (2015): “me parece increíble el esfuerzo tan continuo
que hay que hacer para simplemente ganarse la vida” (Arlandis y Placer 2021)4. Arlandis
cuenta que, cuando la leyó, pensó que definía muy bien el lugar que el trabajo-empleo
ocupa en nuestras vidas: el secuestro del tiempo que supone. Ese despojamiento temporal,
el cansancio acumulado y el deseo de dejar de trabajar son los leitmotivs de su discurso. A la
pregunta “¿por qué quiero dejar de trabajar?”, y la respuesta “porque estoy cansado.
Y cómo contaros lo cansado que estoy … el cansancio que sentimos”, le sigue el anuncio
de la trayectoria laboral en que consiste casi todo el relato escénico, que apela a experiencias generacionales –e, implícitamente, de clase– extendidas en el contexto español:
Como la gran mayoría de gente de mi generación, he pasado por un montón de trabajos
diferentes. Mi informe de vida laboral tiene nueve páginas y la mayoría de las labores que
he hecho ni siquiera aparecen ahí, porque las he hecho fuera del sistema de la seguridad
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A. SÁNCHEZ ACEVEDO
social. Os voy a contar algunas de ellas que me parecen más significativas. (Arlandis y
Placer 2021)
Quedan así señaladas desde el comienzo tanto la diferencia entre realizar “labores”, y que
estas se inserten (o no) en el sistema del trabajo formalmente remunerado, como una
normalización extendida del trabajo informal o irregular –es decir, sin contrato– no
circunscrita al ámbito artístico, no obstante su notoria informalidad (Ateca y Villarroya
2022), sino generalizada al conjunto social, especialmente en sus sectores más vulnerables, sobre todo los feminizados, racializados y migrantes (Benach et al. 2023; Gutiérrez
Cueli y García Navarro 2022; Lanau y Lozano 2022), lo que queda, sin embargo, fuera del
punto de mira de El esfuerzo. El hito inicial para Arlandis es un trabajo de adolescencia,
durante el verano del primer curso de instituto, con catorce años; es decir, fuera de la
edad legal mínima, que en 1980 había pasado a los dieciséis en España. Era una circunstancia habitual, sobre todo en este tipo de empleos veraniegos; en este caso, en la fábrica
serigráfica del padre de un amigo, troquelando números en bolas de bingo durante doce
horas diarias.
“Era un trabajo tan repetitivo”, cuenta Arlandis, “que, a medida que pasaban las horas,
la diferencia entre la máquina que pintaba bolas y mi cuerpo sentado accionando la
palanca … desaparecía” (Arlandis y Placer 2021). La sujeción alienante a la tarea fordista,
que trata de compensarse sin éxito con actividades intelectuales simultáneas (“intentaba
aprovechar el tiempo, me ponía clases de inglés, conferencias, charlas”)5, da lugar a una
revelación que motivará toda la trayectoria posterior: “a los catorce años supe que no
quería trabajar, que mi vida no tenía que ser como la de mis padres y que los iba a traicionar” (Arlandis y Place 2021). Esta traición de clase se resuelve en la determinación de
perseguir una vida opuesta a la ética del trabajo heredada, es decir, tratar “por todos los
medios de encontrar la manera para mantener cierto grado de autonomía y tener el
control de mi tiempo y también de mi cuerpo” (Arlandis y Placer 2021). En eso va a consistir, implícitamente, lo que se plantea como vocación artística: la persecución, nunca
lograda, de una autonomía identificada con el rechazo al trabajo-empleo. Ni excepcionalidad, ni virtuosismo: el artista y su arte, vaciados de cualquier propuesta de valorización,
son reducidos a un querer sustraerse a la existencia laboral, que choca con la realidad
material del itinerario narrado, siempre sujeto a la necesidad de trabajar para ganarse
la vida.
El segundo empleo de adolescencia ya no es industrial sino rural, como jornalero, recogiendo almendras en una finca en Alicante. Al carácter repetitivo se suma el embargo del
tiempo de descanso, invadido por el eco de la labor remunerada: “por la noche, al volver a
casa, tenía sueños extrañísimos, siempre con almendras” (Arlandis y Placer 2021). Si antes
la alienación se fijaba metonímicamente en la indistinción corporal con la máquina, ahora
el producto ligado al jornal devora oníricamente el cuerpo del trabajador, quien sueña
que una formación de almendras lo muerde hasta introducirse en su organismo y comérselo desde dentro. La evocación cómica pero angustiosa de esta escena contrasta con la
ocupación siguiente, también durante los años de instituto, poniendo copas los fines de
semana en el local de otro amigo. Allí “pagaban muy bien” y la idiosincrasia nocturna terminaba adelgazando la barrera entre fiesta y faena, cuando el jefe-colega permitía que los
empleados tomasen copas además de servirlas. Este borramiento de límites entre lo
festivo y lo laboral, que se prefiere a otras ocupaciones pero no está exento de rebordes
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conflictivos, se trae a colación varias veces a lo largo de la charla. Llegado el momento, se
remite a la “teoría de la fiesta” del sociólogo francés Roger Caillois ([1939] 2006), que
Arlandis apunta como aplicable a las propias experiencias e imperativos del trabajo:
“hay que entregarse a ella por completo hasta agotarse, hasta ponerse enfermo” (Arlandis
y Placer 2021), en esa movilización constante que López Petit (2009) denuncia como vida
entregada al capital e indistinguible de su circulación.
A continuación, el ingreso a la formación universitaria dentro del campo de las artes
vuelve a quedar lejos del relato vocacional, marcado, en cambio, por la alusión a la necesidad de sostenimiento económico: “Arte Dramático es una carrera muy buena si no
tienes mucho dinero, porque, uno, es muy fácil, y apruebas fácilmente las asignaturas,
y, dos, puedes trabajar mientras estudias” (Arlandis y Placer 2021). Entre las ofertas de
empleo compatibles con las clases a las que Arlandis recuerda haber accedido a través
del tablón de su facultad (en esa medida, vinculadas en algo a los oficios escénicos) se
mencionan actuaciones en eventos y ferias, animaciones en discotecas (“bueno, no le llamaban animaciones, sino performance”, comenta son sorna autodeslegitimadora) y
pequeños bolos como intérprete, a menudo envueltos en el contexto ya aludido de la
fiesta, con sus márgenes ambiguos. Destaca la narración anecdótica de su desempeño
como camarero falso para comuniones y convites de boda:
Al principio del convite actuaba como un camarero más. … Y a medida que iba transcurriendo
la celebración, iba actuando de forma extraña. Servía vino de un tetrabrick como si fuera un vino
exquisito, y entonces les explicaba a los clientes que por cuestiones ecológicas las bodegas
estaban apostando por ese tipo de envases. Si me pedían sal, pues traía una bolsa de kilo
entera. Probaba los platos antes de servirlos por si estaban demasiado calientes o si les
faltaba sal. … Al principio a los comensales les hacían gracia las cosas inusuales que
pasaban. Pero poco a poco se iban dando cuenta de que era imposible que yo fuera un
camarero de verdad. Hubo alguna vez que alguien se enfadó mucho por una broma que
había hecho y me llegaron a insultar. E incluso me llegaron a amenazar con llamar al encargado
para que me despidiera. Más tarde, cuando se destapaba el pastel, se sentían avergonzados. Si
un camarero real les tiraba encima una bandeja de flanes estaban en su derecho de enfadarse,
y le podían decir de todo. Pero si lo hacía un actor, además a propósito, no pasaba nada.
(Arlandis y Placer 2021)
Esta última reflexión, aparte de plantear el contenido material de lo trabajado bajo el
prisma de un nuevo vaciamiento de sentido (la misma acción objetiva se percibe
como aceptable o no dependiendo de la función simbólica atribuida al sujeto que
la realiza), reincide sobre el oficio artístico como vía de escamoteo laboral: el artista
puede hacer mal el trabajo, sustraerse sin consecuencias negativas de la labor
asignada, justamente en tanto se revele artista. En última instancia, esto sería lo
que sucede de facto en el escenario: una falsa obra, donde el movimiento esperable
como trabajo del cuerpo del actor (o bailarín, o performer) se ha sustituido por la
visión del masaje que ese cuerpo inactivo recibe, la propuesta teatral ha quedado
escamoteada en tanto reducida a una charla, y esa charla se revela finalmente
como falsa, producto de una grabación y, por tanto, exenta tanto de la dimensión
en vivo propia de lo escénico, como de la tarea repetitiva de memorización y reproducción discursiva que implicaría. La estafa o broma resultante, sin embargo, sigue
siendo permisible, valorable, aplaudible, en la medida en que pueda continuar
siendo arte (escénico): es decir, mientras se produzca en el contexto de una institución
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A. SÁNCHEZ ACEVEDO
artística y a cargo de un sujeto que tiene la trayectoria, la cualificación y el currículum
de un artista de la escena. Todo ello pese a que la propia pieza despoje esa categoría
de contenido, valor o trascendencia.
En esa paradoja se incardina uno de los resortes críticos de El esfuerzo, que resuena con
el elogio de la pereza, la sustracción a la lógica del trabajo-empleo, incluyendo el artístico,
y el rechazo de la expropiación vital, que Maurizio Lazzarato considera claves del cuestionamiento radical del campo del arte introducido por Marcel Duchamp, con potencial para
“iluminar la situación actual y abrir algunas vías de reflexión en la medida en que critica la
dominación del capital sobre el tiempo (de la vida), y también, sobre todo, el papel y las
atribuciones del artista” (2017, 11). El sentimiento de extorsión temporal y cansancio acumulado que Arlandis relataba respecto de sus trabajos no vocacionales de adolescencia,
lejos de desaparecer con la profesionalización artística, se incrementa. Cuando lo contratan como bailarín asalariado en una compañía de danza de Valencia, al entusiasmo inicial
le sigue muy pronto la decepción reveladora:
Llegaba a casa destrozado físicamente. Había días que en cinco horas de ensayos ya habíamos pasado por todo, y sin embargo teníamos que seguir ocupándonos con cosas inútiles
para cumplir con el horario. El coreógrafo decía que nos pagaba por ensayar ocho horas y
que por lo tanto había que ensayar ocho horas. Como si lo importante no fuera bailar bien
la coreografía, sino el hecho de hacer, de forma abstracta, absurda y disciplinada, durante
el tiempo pactado. Así que al final bailar en una compañía de danza acabó convirtiéndose
en lo mismo que trabajar en la fábrica donde pintaba bolas de bingo: un tiempo y un
espacio donde mi cuerpo ya no era mío, sino que era de la persona que me pagaba. (Arlandis
y Placer 2021)
Otro empleo de bailarín, en Amberes, con el coreógrafo Jan Fabre, será la contracara
igualmente perversa del anterior: ahora no se trata del cumplimiento del horario y su
falta de contenido, sino de las expectativas exacerbadas y megalomaníacas de un
creador-jefe que concibe la excepcionalidad de su arte como justificación de cualquier
abuso, laboral y personal. “Te llevaba al límite con el pretexto de que su trabajo consistía
en trascender esos límites del cuerpo y alcanzar el éxtasis. … You have to become a warrior
of beauty, decía” (Arlandis y Placer 2021); un discurso y un abuso que Arlandis rechaza y
cuya pretensión de “santidad artístico-militar” descalifica –“no encontré la belleza por
ningún sitio”– e iguala con la explotación laboral a la que Mercadona somete a sus trabajadores (Arlandis y Placer 2021). Con una cita al libro Capitalismo canalla de César
Rendueles (2015), que certifica que en el ámbito laboral soportamos circunstancias que
en el ámbito de la vida nunca toleraríamos, la narración del periplo asalariado se cierra
para dar paso a otro: el del “autoempleo precario”, que comienza cuando Arlandis
decide buscar “autonomía” produciendo sus propias obras en proyectos colectivos.
Esta decisión modifica el marco de acción, pero, claro está, tampoco soluciona la encrucijada del “ganarse la vida”. Haciéndose eco de argumentos que han circulado en muchos
estudios sobre autoexplotación e industrias culturales, en El esfuerzo se termina señalando
al artista como “perfecto modelo de trabajador neoliberal” en el capitalismo postfordista,
cuando “la fábrica de bolas de bingo … se ha convertido ya en una fábrica que no tiene
muros, sin horarios, sin una sede física en una ciudad, y con la máxima flexibilidad”:
trabajo supuestamente libre, “pero con todas las trampas de la libertad”, advierte Arlandis
(2021). Conviene puntualizar, no obstante, algo sobre lo que Lazzarato, entre otros, ha
llamado la atención respecto de estas premisas que ven en las formas de operar de la
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actividad artística un modelo de la economía neoliberal. Se estarían invirtiendo engañosamente los factores, pues el neoliberalismo tiene su propio modelo de subjetivación,
extensible tanto al artista como al resto de sujetos de trabajo: el del emprendedor o
empresario de sí (Lazzarato 2008, 109), bajo el esquema de movilización del “capital
humano” (Becker 1993; López Petit 2009, 71)6. Se exige de los individuos una capitalización autoinfligida, “hacer de sí mismo una suerte de empresa permanente y múltiple”
(Lazzarato 2008, 110), un “yo-marca” comercial obligado “a significar y a reafirmar su existencia” incesantemente para no desaparecer (López Petit 2009, 82). Así, el “trabajar lo
mínimo” de Vicente Arlandis en el escenario de El esfuerzo, y su deseo último, propuesto
al público, de parar del todo, requiere y recubre un trabajo constante de mantenimiento
de su estatus relativo –de su marca, en este caso como artista escénico– dentro del circuito de movilización capitalista. La misma posibilidad de producir y distribuir con
cierto éxito una obra en la que, aparentemente, no se hace (se para, se trabaja lo
menos posible) está paradójicamente sostenida sobre la necesidad de producción continua de obras, propuestas y proyectos.
Pero con todas las trampas de la libertad
En la trayectoria de Arlandis como integrante de distintos colectivos escénicos, aludida en
la última parte de El esfuerzo (el “autoempleo precario”), los acercamientos al problema
del trabajo fueron recurrentes, si bien inicialmente más orientados a las implicaciones
laborales de la práctica artística que a las dimensiones sistémicas del asunto. Es el caso
de una de las obras mencionadas, Incapacitada para el ejercicio profesional (2009), en colaboración con la coreógrafa y bailarina Sandra Gómez (Valencia, 1975), que entre 2001 y
2015 conformó con Arlandis la compañía Losquequedan. La propuesta se basó en un episodio biográfico que Gómez sufrió durante el propio proceso creativo: una crisis de ansiedad incapacitante, ante la cual se planteó sustituir el cuerpo de la intérprete por los de
varios amigos, no entrenados escénicamente, a quienes se pedía salvar la situación realizando algunas coreografías y compartiendo sus perspectivas sobre la amiga ausente. La
omisión del trabajo de danza esperable, según explica Arlandis desde su omisión análoga,
se articulaba en torno a la pregunta “qué pasa cuando eres un artista y tu cuerpo y tu
cabeza en un momento dado dicen basta, esto que le pasa a tantos y tantas compañeras;
cómo seguir pagando el alquiler si eres uno de esos artistas que no viene de una familia
con recursos” (Arlandis y Placer 2021); es decir: cómo asumir la parada (involuntaria en
Incapacitada, a la par que eludida en el “no parar” subrogado de los amigos) si eres la
única intérprete de una pieza, careces de un régimen laboral regulado (salario, prestaciones, baja) y tu sustento depende de que tus proyectos circulen.
También con Losquequedan, Arlandis participaría más tarde en la concepción de Tentativa (2012), que no se menciona en El esfuerzo pero presenta resonancias, aún desde el
privilegio de la autorreferencialidad escénica. Se trata de una revisión retrospectiva de la
trayectoria de Sandra Gómez, quien se interroga sobre lo que constituye o no parte de su
trabajo artístico: sus zonas ciegas, sus dimensiones inmateriales, vocacionales, formativas,
pagadas y no. Simultáneamente, escudriña su misma capacidad como dispositivo para
mostrar lo que esa experiencia tendría tanto de singular como de común a otras. Todo
ello toma la forma de un literal ajuste de cuentas. Mientras la bailarina calienta y
efectúa una especie de ensayo de movimientos, que no terminan de convertirse en
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baile (¿pero desde cuándo empiezan a serlo?), se proyecta al fondo del escenario un
inventario con gráficos que aluden al porcentaje de horas bailadas: su balance por
años, en función de si fueron o no remuneradas, cuántas se dieron en espacios de
gestión privada o pública, con profesores de uno u otro sexo, qué subvenciones se recibieron o con quiénes se colaboró, entre otras categorías. Se dan y se echan cuentas de lo
bailado (¿lo trabajado?) según tipologías múltiples: profesionales, sexuales, anímicas, técnicas. Se contabiliza a las personas, instituciones y procesos de financiación vinculados
con el desempeño del oficio y sus áreas de difuso desborde.
Esa cuantificación se reutiliza después en Danzad, danzad, malditos (2014), que organiza en el patio de La Casa Encendida de Madrid el colectivo Gloria&Robert, unión transitoria de Losquequedan con los investigadores artísticos Miguel Ángel Martínez y
Rafael Tormo i Cuenca. La poética de reciclaje evidencia aquí (como luego en los proyectos de Taller Placer) una operación característica de la política estética de Arlandis, concomitante con sus deseos de minimizar: el reaprovechamiento de elementos permite
producir (más) haciendo menos. Paralelamente, en Danzad se da ya un trasvase claro
desde las reflexiones sobre el trabajo específicamente artístico a la crítica de las vidas
movilizadas: puestas a trabajar para reproducir la realidad capitalista que las reduce y
agota. La propuesta, cuyo título copia la denominación española de la película They
Shoot Horses, Don’t They? (1969) de Sydney Pollack, consiste en un maratón de baile de
diez horas al que invitan a unirse a todo el que quiera. En pantallas ubicadas en torno
a la pista se proyecta el pase ralentizado del filme, junto a una serie de recuentos estadísticos sobre danza, trabajo cultural y trabajo en general, malestares laborales, población
con ansiedad o depresión, y otros datos similares. El trasfondo teórico, en diálogo con
la noción de movilización de López Petit (2009), se hace explícito en un texto paralelo
al proceso creativo, escrito por Miguel Ángel Martínez (2018), quien más tarde integrará
Taller Placer y será uno de los interlocutores en la elaboración de El esfuerzo.
Según apunta Martínez, los danzantes convocados al maratón especular, y el maratón
en sí, rebasarían la mera metáfora o escenificación de la competición por la subsistencia
(reflejada a su vez en la película): serían cuerpos movilizados de antemano, con independencia de esa invitación específica a moverse, inmersos previamente en la reproducción
del orden existente a que equivalen hoy nuestras vidas, precarizadas de modo que
continúen sujetas a la circulación que las capitaliza (López Petit 2009, 101–102; Martínez
2018, 159). En este contexto, el yo-marca de cada cual constituye la forma de una
existencia en dependencia constante de su visibilidad activa: es decir, la trampa
hiperproductiva que, con sus particulares implicaciones en el ámbito del trabajo cultural
(la necesidad de no parar de crear, exponer, programar, comunicar), se extendería al
conjunto de una sociedad agotada, atravesada por malestares cada vez más
insostenibles (Martínez 2018, 160–161). De la mano del filósofo Peter Pál Pelbart
(2009) y su distinción entre el cansancio (ligado al trabajismo: descansamos para
poder seguir) y el agotamiento (una reacción física impostergable del cuerpo), Martínez
se pregunta por el potencial de este último como “operador de conversión” que permite
detectar y modificar esta distribución de la realidad (2018, 162). Por otra parte –se sigue
interrogando– ¿acaso esta propuesta de Gloria&Robert (o la de El esfuerzo, añado) no
sigue reproduciendo esa movilización agotadora que simultáneamente critica? “Tal vez
no”, responde, “si pensamos … el ‘agotamiento de la danza’, como sugiere André
Lepecki” (2018, 164).
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Las referencias al ensayo Agotar la danza (2009) de Lepecki ocupan el resto del texto de
Martínez, que ve en sus reflexiones un potencial para imaginar modos de producción cultural “e incluso otras formas de vida no movilizadas por el capital” (Martínez 2018, 164).
Partiendo del agotamiento de un concepto moderno de la danza y la coreografía
definido por el movimiento ininterrumpido, que se consolidaría con la modernidad
(Lepecki 2009, 24) y el capitalismo, Lepecki propone empujar hasta el límite crítico esa
hegemonía cinética (Martínez 2018, 166) y atender a una serie de estrategias recurrentes
en la danza experimental contemporánea. Entre ellas están la puesta en escena de
cuerpos no virtuosos ni entrenados en la disciplina; de secuencias espasmódicas e
interrupciones; la tendencia hacia el suelo, frente a la elevación, o la representación de
la inmovilidad; y la suspensión de movimiento. Martínez ve en todo ello una ruptura
legible políticamente:
si el elemento central de la modernidad es la movilización y su forma actual es la “movilización
global”, tal y como la define López Petit, la “ruptura de la alianza entre danza y movimiento”,
que realizan de hecho algunas prácticas “coreográficas” contemporáneas, puede estar
proponiendo desafíos decisivos no solo en el terreno propio de la danza, sino también en el
de la producción cultural y en el terreno de lo político. (Martínez 2018, 166)
Este tipo de perspectivas resuenan con uno de los festivales donde se presentó El esfuerzo
en 2019: el MMM*Fest: El més mínim moviment, celebrado en la Universitat Politècnica de
València. Fue concebido como laboratorio artístico-crítico en torno a la no acción, desde
el que se proponía cuestionar, por un lado, las convenciones disciplinarias de las artes, y,
por otro, los imperativos de movimiento-trabajo en la contemporaneidad7. Pero ¿qué
relevancia puede tener la no acción, o el propio vaciamiento de la figura artista que
plantea Arlandis, cuando las diferencias entre el hacer y el no hacer (el bailar y el no
bailar) han quedado difuminadas en favor de un giro no solo social sino comunicativo,
característico de las formas de acumulación capitalista actual? Hagan o no hagan en un
sentido convencional, expandidas, indisciplinadas o no, ¿acaso dejan estas prácticas de
insertarse en el circuito movilizador del capitalismo?
Cuando Martínez trata de alinear las tesis en torno al agotamiento de la danza de
Lepecki con los planteamientos de López Petit (Martínez 2018, 164), su argumentación
termina desdibujando las implicaciones radicales de lo que este último entiende por
movilización global capitalista, algo que Martínez sí subrayaba, en cambio, al comienzo
de su texto. Se trata de una movilización total de las vidas y de su mismo querer vivir, desigualmente distribuida pero activa de modo constante, que excede cualquier idea literal o
limitada (o dancística) de movimiento: sucede “cuando trabajamos, y cuando no trabajamos, cuando queremos ser nosotros mismos, y cuando huimos de nosotros mismos”
(López Petit 2009, 80), siempre que sigamos participando. De esa movilización
depende paradigmáticamente la continuidad del yo-marca que exige la subsistencia en
los precarizados circuitos artísticos.
La inclusión de El esfuerzo en festivales de danza, más allá de los límites expandidos de
la escena experimental, responde al aval de la trayectoria del yo-marca que también es
Arlandis, a pesar de que la pieza cuestione justamente esa instancia de valor. El cuerpo
de Arlandis en la pieza, aunque no esté en movimiento aparente (está quieto, recibe
un masaje, la charla está grabada), sigue siendo un cuerpo movilizado (que reproduce
su marca), productivo (está realizando una producción), e incluso hiperproductivo
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(dada la cantidad de iteraciones de la pieza, que continua en gira). Además, ese cuerpo se
encuentra, en cierto modo, en proceso de reparación, a través del masaje que permite que
se recupere para continuar funcionando, participando: una circunstancia susceptible de
interpretarse bajo la noción de “poder terapéutico” que López Petit invoca en tanto
que “nos (im)pone la vida para que el ‘ser precario’ persista y, de esta manera, nos
clava en la realidad”, nos deja “con el mínimo de vida para poder seguir trabajando”
(2009, 102). Por otro lado, al cuerpo parado de Arlandis se opone uno que no lo está y
del que no se habla: el del masajista que trabaja, junto con el trabajo-empleo no
visible sobre el escenario que se requiere para poner en marcha toda la maquinaria escénica, desde los técnicos y trabajadores de sala a las labores previas de producción ejecutiva y distribución, por no hablar del trabajo reproductivo no remunerado que, en última
instancia, sostiene todos los anteriores.
El cansancio que sentimos
La última parte de El esfuerzo narra uno de los encuentros en el contexto de El lugar donde
se hacen las cosas. Entre sus actividades, se invitó al colectivo “Coca-Cola en lucha”, que
Arlandis invoca como ejemplo de lucha sindical exitosa: “una historia con final feliz, que
pocas veces se cuentan. Acabaron exhaustos, cansados, agotados, pero ganaron” (Arlandis y Placer 2021). Este es el pie para volver a introducir la cuestión con la que arrancaba la
charla: el cansancio, el agotamiento, el malestar del trabajo, representados a su vez en un
vídeo final tragicómico, después de que se descubra que todo estaba grabado, gran chiste
entre los chistes laborales que también cuenta Arlandis como coda. En ese vídeo, el rostro
del protagonista, ahora multiplicado a lo Warhol, da vueltas, asediado por bolas de bingo,
mientras hace recuento de sus dolores: de espalda, cabeza, rodillas, sangre, pulmones,
huevos, pestañas, esófago. … Le duelen la mirada, la vida, los amigos, la hipoteca, la imaginación … todo. “¿Y si nuestra arma es esa?”, se pregunta, y la “pudiéramos convertir …
en una potencia que nos haga parar” (Arlandis y Placer 2021). Se hace así eco de una
llamada a “la politización del malestar propio bajo el horizonte del malestar social”
(López Petit 2009, 117) que muchas voces, con particular incidencia desde los ciclos de
crisis y el 15M, propugnan como vía crítica y disidente.
Pese a las limitaciones que El esfuerzo constante de ganarse la vida tiene como dispositivo
escénico, en los términos analizados, logra articular una invitación al debate sobre el agotamiento de la sociedad del trabajo tal como la conocemos, con su naturaleza coercitiva y
violenta, apelando al deseo colectivo de cambio, en un momento en que urge una distancia
crítica con respecto a la situación cada vez más insostenible a la que somos desigualmente
arrojados. No hay ya aquí una pregunta sobre el trabajo artístico –irrelevante en un contexto de este calado– sino una impugnación al trabajismo que sostiene la movilización capitalista. El giro social, en este caso, no está solo ni principalmente alimentado por el
propósito de estrechar vínculos entre arte y sociedad, sino por un panorama más perentorio: cómo seguir ganándose la vida y no perderla, cómo alinear unos malestares con otros.
Notas
1. La información detallada sobre las distintas partes de este proyecto y la trayectoria del colectivo pueden consultarse en su web: http://www.tallerplacer.com.
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2. Se emplea en varias ocasiones a lo largo del artículo esta expresión para incidir en la idea de
que no todo el trabajo es empleo (es decir, trabajo remunerado), aunque se tiendan a usar
como sinónimos en los imaginarios colectivos dominados por las lógicas trabajistas.
3. Trabajos como los de Bonnin y Rubio (2019), Kuric Kardelis (2018), Lazzarato (2008), Martín
Villarejo (2022) o Mauro (2018) han abundado en varias de estas dimensiones relativas a la
precarización sistémica de los circuitos artísticos y escénicos.
4. Todas las citas al texto que se pronuncia en la charla remiten a una transcripción propia de la
grabación de la puesta en el Festival Sâlmon 2021 (Mercat de les Flors, Barcelona). El registro,
proporcionado por el artista, es del 26 abril 2021.
5. La cuestión del aburrimiento, del secuestro temporal y corporal, es recurrente en los relatos
de vida de los trabajadores industriales, como los que el historiador Ronald Fraser recogió a
fines de los sesenta en Work: Twenty Personal Accounts: “Trabajo de forma completamente
automática, como un autómata”; “Tiempo es lo que vende el trabajador en la fábrica, no
trabajo, no habilidad, sino tiempo, monotonía. Tiempo desolado” (citado en Horgan 2022,
78).
6. En esa dirección crítica apuntaría la potencia que Lazzarato (2008) atribuye a las luchas laborales de las últimas décadas, protagonizadas por los intermitentes del espectáculo en Francia:
se parte de la supuesta excepcionalidad de la actividad artística para revisarla y resignificarla,
y se advierte que la precariedad de la condición intermitente es la de una gran parte del
trabajo hoy.
7. En el blog del encuentro se expone este marco conceptual; se puede consultar en: https://
unllocbuit.blogs.upv.es/mmmfest-el-mes-minim-moviment/.
Disclosure statement
No potential conflict of interest was reported by the author(s).
Nota biográfica
Ana Sánchez Acevedo. Investigadora y docente universitaria especializada en prácticas teatrales
contemporáneas, teoría crítica de las ideas escénicas y poéticas de la hostilidad y la franqueza.
Ha trabajado como profesora en la City University of New York y actualmente es parte del Departamento de Literatura Española e Hispanoamericana de la Universidad de Sevilla. El principal foco
de su investigación y sus publicaciones está puesto en las relaciones entre la teatralidad entendida
como campo expandido, la ética y la política, en vinculación con los discursos y circuitos que demarcan la escena española y latinoamericana más reciente. Compagina su labor académica con la dirección teatral. En 2021 fundó la compañía Teatro Anatómico, que entiende y practica la creación como
un campo de investigación experimental en diálogo con la producción teórica. E-mail: ana.sanchez.
acevedo@gmail.com.
ORCID
Ana Sánchez Acevedo
http://orcid.org/0000-0001-9522-2586
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